Packer - Hacia - Conocimiento - Dios 28-65

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 38

ver en ellas la verdad última en cuanto al carácter y la gracia de Dios?

Al contemplar a
Cristo, ¿veo centrados en él todos los propósitos y planes de Dios?

Si he podido ver todo esto, y si he podido con la mente y con el corazón acudir al
Calvario y allí hacer mía la solución que me ofrece el Calvario, puedo entonces saber
que en verdad rindo culto de adoración al Dios verdadero, que él es mi Dios, y que
desde ya disfruto de la vida eterna, según la definición del propio Señor: "Esta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has
enviado" (Juan 17:3).

CAPITULO 5: DIOS ENCARNADO

No es de sorprender que a la persona que piensa le resulte difícil creer el evangelio de


Jesucristo, porque las realidades a que se refiere sobrepasan el entendimiento humano.
Pero también resulta triste que muchas personas hagan que la fe sea más difícil de lo
que debe serlo, porque encuentran dificultades donde no debiera haberlas.

Tomemos la expiación, por ejemplo. Para muchos constituye una piedra de tropiezo.
¿Cómo, dicen, podemos aceptar que la muerte de Jesús de Nazaret -un solo hombre que
muere en un patíbulo romano- sirva para remediar los pescados del mundo? ¿Cómo
puede ser que esa muerte tenga el efecto de que Dios perdone nuestros pecados en el día
de h<:>y? O tomemos la resurrección, que para muchos también constituye piedra de
tropiezo. ¿Cómo, se pregunta, podemos creer que Jesús se levantó físicamente de la
muerte? Aceptamos que sea difícil negar que la tumba quedara vacía, pero, ¿acaso no es
más difícil todavía creer que Jesús emergió de ella para iniciar una vida corporal sin fin?
¿Acaso no es más fácil dar crédito a cualquier versión de la teoría de la resurrección
temporaria como consecuencia de un desmayo, o el robo del cuerpo, que a la doctrina
cristiana de la resurrección? O tomemos el nacimiento virginal, doctrina que ha sido
ampliamente rechazada en círculos protestantes en el presente siglo. ¿Cómo, preguntan
algunos, podemos aceptar semejante anormalidad biológica? Tomemos los milagros del
evangelio; para muchos esto también constituye un escollo insalvable. Llegan a aceptar
que Jesús sanaba (resulta difícil, dadas las evidencias disponibles, dudar de esto, y de
todos modos la historia conoce casos de otras personas que han realizado curaciones
milagrosas); ¿cómo, empero, se puede creer que Jesús caminaba sobre el agua, o que
alimentó a los cinco mil, o que levantaba a los muertos? Relatos como estos serían por
demás fantasiosos. Ante estos problemas y otros semejantes, muchas personas que están
al borde de la fe se sienten profundamente perplejas en el día de hoy.

Pero en realidad la verdadera dificultad no está en estos aspectos en absoluto, porque no


es en ellos que el evangelio nos enfrenta con el misterio supremo. La dificultad radica,
no en el mensaje de expiación del viernes santo, ni en el mensaje de la resurrección de
la pascua, sino en el mensaje de la encarnación de la navidad. La afiliación cristiana
realmente asombrosa es la de que Jesús de Nazaret era Dios hecho hombre: que la
segunda persona de la Deidad es el "segundo hombre" (1 Cor. 15:47), con lo cual quedó
decidido el destino de la humanidad; segunda cabeza representativa de la raza, que
adoptó la humanidad sin perder la deidad, de modo que Jesús de Nazaret era tan

28
completa y realmente divino como lo fue humano. He aquí dos misterios al precio de
uno solo: la pluralidad de personas dentro de la unidad de Dios, y la unión de la Deidad
y la humanidad en la persona de Jesús. Es aquí, en lo que aconteció en esa primera
navidad, donde yacen las profundidades más grandes y más inescrutables de la
revelación cristiana. "El Verbo fue hecho carne" (Juan 1: 14); Dios se hizo hombre; el
Hijo divino se hizo judío; y el Todopoderoso apareció en la tierra en forma de un niño
indefenso, incapaz de hacer otra cosa que estar acostado en una cuna, mirando sin
comprender, haciendo los movimientos y ruidos característicos de un bebé, necesitado
de alimento y de toda la atención del caso, y teniendo que aprender a hablar como
cualquier otro niño. Y en todo esto no hubo ilusión ni engaño en absoluto: la infancia
del Hijo de Dios fue una absoluta realidad. Cuanto más se piensa en todo esto, tanto
más asombroso resulta. La ficción no podría ofrecernos algo tan fantástico como lo es
esta doctrina de la encarnación.

En esto reside la verdadera piedra de tropiezo del cristianismo. Es en este punto en el


que han naufragado los judíos, los musulmanes, los unitarios, los Testigos de Jehová,
como también muchos de los que experimentan las dificultades enumeradas más arriba
(el nacimiento virginal, los milagros, la expiación, y la resurrección). Las dificultad
surgen en relación con otras cuestiones relativas al evangélico generalmente nacen de
una creencia inadecuada o de la falta de fe en la encarnación. Pero una vez acepta
plenamente la realidad de la encarnación, las dificultades se disuelven.

Si Jesús no hubiese sido más que un hombre santo, sumamente notable, las dificultades
para creer lo que el Nuevo Testamento nos dice acerca de su vida y de su obra serían
realmente gigantescas. Empero, si Jesús es la misma persona que la Palabra eterna, el
agente del Padre en la creación, "por medio de quien también hizo el universo" (Heb.
1.2), ya no resulta asombroso que nuevos actos de poder creativo señalaran su venida al
mundo, su vida en él, y su alejamiento del mismo. No resulta extraño que él, el autor
de la vida, se levantase de la muerte. Si realmente era el Hijo de Dios, resulta mucho
más asombroso que tuviera que morir y no que volviera a vivir. "¡Es todo un misterio!
Que el inmortal muriese", escribió Wesley; pero en la resurrección del Inmortal ya no
hay misterio comparable. Y si la inmortal Bija de Dios realmente se sometió a la
muerte, no es extraño que semejante muerte pueda tener significación salvadora para
una raza condenada. Una vez que aceptamos que Jesús era divino, se torna irrazonable
descubrir dificultad en estas cosas; es todo parte de una misma cosa, forma parte de una
sola unidad. La encarnación constituye en sí misma un misterio insondable, pero le da
sentido a todo lo demás en el Nuevo Testamento.

II

Los evangelios de Mateo y Lucas nos dicen en forma bastante detallada cómo vino a
este mundo el Hijo de Dios. Nació fuera de un pequeño hotel en una oscura villa judaica
en la época del gran imperio romano. En general tendemos a embellecer el relato
cuando lo contamos Navidad tras Navidad, cuando en realidad es más bien un relato
brutal y cruel. La razón por la cual Jesús no nació en el hotel es la de que estaba lleno y
nadie le ofreció una cama a la mujer que estaba por dar a luz, por lo cual tuvo que tener
su bebé en el establo, y colocado en el pesebre. El relato es desapasionado y no lleva
comentario, pero el lector atento no puede menos que temblar ante el cuadro de
degradación e insensibilidad que se nos pinta. Con todo, los evangelistas no relatan la

29
historia con el fin de que saquemos de ella lecciones morales. Para ellos lo importante
del relato no está en las circunstancias del nacimiento (salvo en el sentido de que
constituía el cumplimiento de la profecía, ya que tuvo lugar en Belén: véase Mateo 2: 1-
6), sino más bien en la identidad del niño. En relación con esto el Nuevo Testamento
afirma dos cosas. Nosotros ya las hemos indicado; considerémoslas ahora en mayor
detalle.

1. El niño que nació en Belén era Dios.

Más precisamente, para decirlo en el lenguaje bíblico, era el Hijo de Dios, o, como lo
expresa invariablemente la teología cristiana, Dios Hijo. El Hijo, nótese, no un Hijo:
como lo dice cuatro veces Juan en los tres primeros capítulos de su evangelio, con el fin
de asegurarse de que sus lectores comprendan cabalmente el carácter único de Jesús, era
el "unigénito Hijo de Dios" (véase Juan 1: 14,18; 3:16,18). Consiguientemente, la
iglesia cristiana confiesa: "Creo en Dios Padre... y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro
Señor".

Los apologistas cristianos a veces hablan como si la afirmación de que Jesús es el


unigénito Hijo de Dios fuese la respuesta completa y definitiva a todos los interrogantes
relativos a su identidad. Pero no puede serio, porque la frase misma da lugar a otros
interrogantes, y a su vez se presta fácilmente a confusiones. ¿Significa la aseveración de
que Jesús es el Hijo de Dios que en realidad hay dos dioses? ¿Es entonces el
cristianismo una religión politeísta, como sostienen tanto judíos como mahometanos? La
frase "Hijo de Dios", ¿implica que Jesús, si bien ocupa un lugar aparte entre los seres
creados, no era en sí mismo divino en el mismo sentido en que lo es el Padre? En la
iglesia primitiva los arrianos sostenían esta doctrina, y en los tiempos modernos la han
adoptado los unitarios, los testigos de Jehová, los cristadelfos, y otros. ¿Tienen razón?
¿Qué quiere decir la Biblia realmente cuando llama Hijo de Dios a Jesús?

Preguntas de este tipo son las que han tenido perplejas a muchas personas, pero el
Nuevo Testamento en realidad no nos deja con dudas en cuanto a la forma de responder
a ellas. En principio, el apóstol Juan hizo todas estas preguntas y las resolvió en
conjunto en el prólogo a su evangelio. Escribía, según parece, para lectores de
extracción tanto judía como griega. Conforme a lo que él mismo nos dice, escribió a fin
de que "creáis que Jesús es... el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su
nombre" (Juan 20:31). En su evangelio nos presenta a Jesús como el Hijo de Dios. Juan
sabía que la frase "Hijo de Dios" estaba teñida de asociaciones incorrectas en la mente
de sus lectores. La teología judaica la empleaba como título para el Mesías (humano)
que esperaban. La mitología griega mencionaba muchos "hijos de los dioses",
superhombres nacidos de la unión entre un dios y una mujer. En ninguno de estos casos,
sin embargo, tenía la frase de referencia el sentido de deidad personal; antes bien, en
ambos casos, está excluido dicho sentido. Juan quería estar seguro de que cuando
escribía acerca de Jesús como el Hijo de Dios no habría de ser entendido mal, es decir
que no se iban a tomar sus palabras en el sentido griego y judío que acabamos de
mencionar, y a fin de dejar claramente establecido desde el comienzo que el carácter de
Hijo que Jesús se arrogaba, y que le atribuían los cristianos, era precisamente cuestión
de deidad personal y nada inferior a eso. De allí su famoso prólogo (Juan 1: 1-18). La
Iglesia de Inglaterra lo lee todos los años como el evangelio para el día de la Navidad, y
con toda razón. En ninguna otra parte del Nuevo Testamento se explica con tal claridad

30
la naturaleza y el significado del carácter filial divino de Jesús.

Véase la forma cuidadosa y concluyente en que Juan expone su tema. El término "Hijo"
no aparece para nada en las primeras frases; en cambio habla primeramente del Verbo
(la Palabra). No había peligro de que este vocablo fuese mal entendido; los lectores del
Antiguo Testamento lo reconocerían de inmediato. La Palabra de Dios en el Antiguo
Testamento es su expresión creadora, su poder en acción para cumplir su propósito. El
Antiguo Testamento representa la expresión verbal de Dios, la expresión misma de su
propósito, como si tuviese poder en sí misma para llevar a cabo el propósito expresado.
Génesis 1 nos enseña que en la creación, "dijo Dios: Sea... y fue... " (Gén. 1: 3). "Por
la palabra de Jehová fueron hechos los cielos... él dijo, y fue hecho" (Sal. 33:6,9). El
Verbo de Dios es, por lo tanto, Dios obrando.

Juan retorna esta figura y procede a decimos siete cosas acerca del Verbo Divino.

(i) "En el principio era el Verbo" (v. 1). He aquí la eternidad del Verbo. No
tenía principio en sí mismo; cuando las demás cosas comenzaron, él ya era.
(ii) "Y el Verbo era con Dios" (v. 1). He aquí la personalidad del Verbo. El
poder que lleva a cabo los propósitos de Dios es el poder de un ser personal
concreto, que se encuentra en una relación eterna de comunión activa para
con Dios (esto es lo que significa la frase en cuestión).
(iii) "Y el Verbo era Dios" (v. 1). He aquí la deidad del Verbo. Si bien distinto
del Padre en persona, no es una criatura; es divino en sí mismo como lo es el
Padre. El misterio con el cual nos enfrenta este versículo es por lo tanto el
misterio de las distinciones personales dentro de la unidad de la Deidad.
(iv) "Todas las cosas por él fueron hechas" (v. 3). He aquí el Verbo en función
creadora. Es él el agente del Padre en todo acto creador que el Padre haya
realizado jamás. Todo lo que ha sido hecho ha sido hecho por medio de él.
(Aquí, incidentalmente, tenemos pruebas adicionales de que él, el Hacedor,
no pertenece a la clase de las cosas creadas, como tampoco el Padre.)
(v) "En él estaba la vida" (v. 4). He aquí el Verbo vivificando. No hay vida
física en el ámbito de las cosas creadas salvo en y a través de él. Aquí está la
respuesta bíblica al problema del origen y la continuidad de la vida, en todas
sus formas: la vida la da y la mantiene el Verbo. Las cosas creadas no tienen
vida en sí mismas, sino que tienen vida en el Verbo, la segunda persona de la
Deidad.
(vi) "Y la vida era la luz de los hombres" (v. 4). He aquí el Verbo en función
reveladora. Al dar vida, da también luz; vale decir que todo hombre recibe
intimaciones de Dios por el hecho de estar vivo en el mundo de Dios, y esto,
tanto como el hecho de que está vivo, se debe a la obra del Verbo.
(vii) "Y aquel Verbo fue hecho carne" (v. 14). He aquí el Verbo encarnado. El
niño en el pesebre de Belén era nada menos que el Verbo eterno de Dios.

Luego, habiéndonos mostrado quién es y lo que es el Verbo -persona divina, autor de


todas las cosas- Juan nos da su identificación. La encarnación, nos dice, fue la
revelación de que el Verbo es el Hijo de Dios. "Vimos su gloria, gloria como del
unigénito del Padre" (v. 14). Esta identificación recibe confirmación en el versículo 18:
"El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre... "De este modo Juan llega al punto
adonde quería arribar desde el primer momento. A esta altura ha dejado claramente

31
establecido lo que se quiere decir cuando a Jesús se le llama Hijo de Dios. El Hijo de
Dios es el Verbo de Dios; vemos lo que es el Verbo (la Palabra); pues bien, eso mismo
es lo que es el Hijo. Tal el mensaje del prólogo de Juan.

Así pues, cuando la Biblia proclama a Jesús como el Hijo de Dios, la declaración lleva
el propósito de afirmar su definida deidad personal. El mensaje de la Navidad descansa
en el hecho sorprendente de que el niño en el pesebre era Dios. Pero lo que hemos
dicho no es más que la mitad de la historia completa.

2. El niño que nació en Belén era Dios hecho hombre

El Verbo se había hecho carne: un ser humano real y verdadero. No había dejado de ser
Dios; no era menos Dios entonces que antes; pero había comenzado a hacerse hombre.
No era ahora Dios menos algunos elementos de su deidad, sino Dios más todo lo que
había hecho suyo al tomar sobre sí la humanidad. Aquel que había hecho al hombre
estaba ahora probando lo que era ser hombre. Aquel que hizo al ángel que se convirtió
en diablo se encontraba ahora en un estado en que podía ser tentado - más aun, no podía
evitar el ser tentado por el diablo; la perfección de su vida humana la logró luchando
contra el diablo. La Epístola a los Hebreos, elevando la vista a él en su gloria después
de la ascensión, deriva gran consuelo de este hecho. "Debía ser en todo semejante a sus
hermanos... pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer
a los que son tentados." "No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero
sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar
misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (Heb. 2: 17s; 4: 15s).

El misterio de la encarnación es realmente insondable.

No lo podemos explicar; sólo podemos formularlo. Quizá no haya sido formulado nunca
mejor que en las palabras del Credo de Atanasio. "Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de
Dios, es Dios y hombre;... perfecto Dios, y perfecto hombre: ... el que si bien es Dios
y hombre: sin embargo no es dos, sino un Cristo; uno, no por la conversión de la
Deidad en carne: sino al tomar de la humanidad e incorporarla en Dios."

Más allá no puede ir nuestra mente. Lo que vemos en el pesebre es, en las palabras de
Charles Wesley, a "nuestro Dios circunscrito a un espacio; hecho incomprensiblemente
hombre". Incomprensiblemente -conviene que recordemos esto, que rechacemos la
especulación, y que adoremos con espíritu de aceptación gozosa.

III

¿En qué forma hemos de tomar la encarnación? El Nuevo Testamento no nos propone
que nos dediquemos a cavilar sobre los problemas físicos y psicológicos que ella
plantea, sino que adoremos a Dios por el amor que en ella se nos ha mostrado... Porque
se trata de un gran acto de condescendencia y de anonadamiento. "Aunque él tenía la
naturaleza de Dios -escribe Pablo- no quiso insistir en conservar su derecho de ser igual
a Dios, sino que dejó a un lado lo que era suyo y tomó la naturaleza de siervo, al nacer
como hombre y cuando tenía la forma de hombre, se humilló y por su obediencia fue a
la muerte, aunque en la muerte vergonzosa de la Cruz [la 'de un criminal común' -

32
Phillips]" (Fil. 2: 6ss). Y todo esto fue para nuestra salvación.

Los teólogos a veces han considerado la posibilidad de que la encarnación haya tenido
como fin originalmente, y fundamentalmente, perfeccionar el orden creado, y que su
significación redentora fue, por decirlo así, un recurso agregado posteriormente por
Dios; pero, como ha insistido correctamente James Denney, "el Nuevo Testamento no
conoce una encarnación que pueda definirse aparte de su relación con la expiación ... El
Calvario, y no Belén, es el centro de la revelación, y toda elaboración del cristianismo
que olvide o niegue esto distorsiona al cristianismo, sacándolo fuera de foco" (The
Death 0f Christ, 1902, p. 235). La significación crucial de la cuna de Belén radica en el
lugar que ocupa en la secuencia de pasos que condujeron al Hijo de Dios a la cruz del
Calvario, y no podemos entender el mensaje a menos que lo veamos en dicho contexto.
El versículo clave del Nuevo Testamento para interpretar la encarnación no es, por
consiguiente, la afirmación lisa y llana que aparece en Juan 1: 14 - "aquel Verbo fue
hecho carne, y habitó entre nosotros" - sino, más bien, la afirmación más amplia de II
Corintios 8:9: "ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a
vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis
enriquecidos". Aquí se expresa, no sólo el hecho de la encarnación sino también su
significado; aquí se nos explica que el que el Hijo haya tomado nuestra humanidad es la
forma en que debemos considerarla y tenerla siempre presente -no simplemente como
una maravilla de la naturaleza sino más bien como una sorprendente maravilla de la
gracia.

IV

A esta altura, no obstante, debemos detenernos para considerar un uso diferente que
algunos hacen de los versículos de Pablo que acabamos de citar. En Filipenses 2:7 la
frase traducida en la Versión Popular como "dejó a un lado lo que era suyo" y por la
versión Reina- Valera revisada como "se despojó a sí mismo" es, literalmente, "se vació
de sí mismo". ¿Acaso esto (se pregunta), juntamente con la declaración en II Corintios
8: 9 de que Jesús "se hizo pobre", no arroja alguna luz sobre el carácter de la
encarnación misma? ¿No implica acaso que al hacerse hombre hubo alguna medida de
reducción de la deidad del Hijo?

Esta es la teoría denominada del kenosis, palabra griega que significa "vaciamiento". La
idea que la inspira en todas sus formas es la de que, a fin de ser plenamente hombre, el
Hijo tuvo que renunciar a algunas de sus cualidades divinas, porque de otro modo no
habría podido compartir la experiencia de verse limitado por el espacio, el tiempo, el
grado de conocimiento, y el grado de conciencia, todo lo cual forma parte esencial de la
vida verdaderamente humana. Esta teoría ha sido formulada de diferentes maneras.
Algunos han sostenido que el Hijo abandonó únicamente sus atributos "metafísicos" (la
omnipotencia, la omnipresencia, y la omnisciencia) pero que retuvo los atributos
"morales" (la justicia, la santidad, la verdad, etc.); otros han sostenido que cuando se
hizo hombre renunció a todos sus poderes específicamente divinos, y a su
autoconciencia divina también, si bien en el transcurso de su vida terrena volvió a
adquirir este último atributo.

En Inglaterra, la teoría del kenosis apareció por primera vez en labios del obispo Gore
en 1889 para explicar por qué nuestro Señor ignoraba lo que la alta crítica del siglo

33
diecinueve creía saber sobre los errores del Antiguo Testamento. La tesis de Gore era la
de que al hacerse hombre el Hijo hizo abandono de su conocimiento divino en cuanto a
los hechos históricos, si bien retuvo la infalibilidad divina en cuanto a cuestiones
morales. En el campo de los hechos históricos, sin embargo, estaba limitado a las ideas
judaicas corrientes, las que aceptó sin discusión, sin saber que no todas eran acertadas.
De ahí su tratamiento del Antiguo Testamento como verbalmente inspirado y
enteramente fidedigno, y su afirmación de que el Pentateuco pertenecía a Moisés y el
Salmo 110 a David -puntos de vista que para Gore resultaban inaceptables. Muchos son
los que han seguido a Gore en este aspecto, en busca de justificación para no aceptar la
estimación que hizo Cristo del Antiguo Testamento.

Pero la teoría del kenosis es inaceptable. Porque, en primer lugar, se trata de


especulación a la que no dan el menor apoyo los textos que se citan a su favor. Cuando
Pablo dice que el Hijo se vació de sí mismo y se hizo pobre, lo que quiere decir, como
lo demuestra el contexto en cada caso, es que hace a un lado, no sus atributos y poderes
divinos, sino su gloria y su dignidad divinas, "aquella gloria que tuve contigo antes que
el mundo fuese", como lo expresa Cristo en su gran oración sacerdotal (Juan 17: 5). La
traducción que hacen la Versión Popular y la de Reina-Valera de Filipenses 2: 7 son
interpretaciones correctas del significado paulino. No existe apoyo escriturario alguno
para la idea de que el Hijo hiciese abandono de ningún aspecto de su deidad.

Además, la teoría mencionada ofrece problemas propios grandes e insolubles. ¿Cómo


podemos decir que el hombre Cristo Jesús era plenamente Dios, si le faltaban algunas
de las cualidades de la deidad? ¿Cómo podemos decir que reveló perfectamente al
Padre, si algunos de los poderes y atributos del Padre no estaban en él? Más todavía, si,
como lo supone la teoría, la humanidad real resultaba incompatible con una deidad
plena en la tierra, seguramente que ha de serlo también en el cielo; de modo que se
sigue que "el hombre de la gloria" ha perdido algunos de sus poderes divinos para toda
la eternidad. Si, como reza el Artículo Anglicano, "la Deidad y la Humanidad fueron
unidas en una sola persona" en la encarnación "para no ser separadas jamás", parecería
resultar ineludible, con esta teoría, reconocer que en la encarnación la deidad del Hijo
hizo claudicación de ciertos atributos divinos, para no recuperarlos jamás. Mas el Nuevo
Testamento es claro y definitivo en cuanto a la omnipotencia, la omnipresencia, y la
omnisciencia del Cristo resucitado (Mat. 28: 18; Juan 21: 17; Efe. 4: 10). Mas si, frente
a esto, los que sostienen la teoría del kenosis negasen que dichos atributos son
incompatibles con la humanidad real en el cielo, ¿qué razón pueden aducir para creer
que dicha incompatibilidad existía en la tierra?

Más todavía, el uso que hace Gore de esta teoría para justificar el hecho de que
considera equivocada parte de la enseñanza de Cristo, mientras que sostiene la autoridad
divina de lo demás, no resulta aceptable. Cristo afirmó en términos absolutos y
categóricos que toda su enseñanza era de Dios: que nunca fue otra cosa que el
mensajero de su Padre. "Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió", "según
me enseñó el Padre, así hablo", "yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que
me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir ... lo que yo hablo, lo hablo
como el Padre me lo ha dicho" (Juan 7; 16; 8:28; 12:49 ss). Se declaró a sí mismo
"hombre que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios" (Juan 8:40).

Frente a estas declaraciones no quedan sino dos caminos: o las aceptamos, y asignamos

34
plena autoridad divina a todo lo que Jesús enseñó, incluyendo aquí sus declaraciones
sobre la inspiración y la autoridad del Antigua Testamento., o bien las rechazamos y
ponemos en tela de juicio la autoridad divina de su enseñanza en todos sus aspectos. Si
Gore realmente deseaba sostener la autoridad de la enseñanza moral y espiritual de
Jesús, no debiera haber cuestionado su autoridad con respecto al Antiguo Testamento.;
si, par otro lado, quería a toda costa discrepar con Jesús en lo del Antiguo Testamento,
hubiera debido ser consecuente, y en ese caso tendría que haber adoptado el criterio de
que, ya que la declaración de Jesús acerca de su enseñanza no puede aceptarse tal cual
está, no tenemos ninguna obligación de estar de acuerdo con lo que dijo. Si se utiliza la
teoría del kenosis para el fin que quiso darle Gore, resulta excesiva: demuestra que
Jesús, al haber renunciado a su conocimiento divino, era totalmente falible, y que
cuando afirmó que toda su enseñanza venía de Dios se estaba engañando a sí mismo y a
los demás. Si queremos sostener la autoridad divina de Jesús como maestro, siguiendo
su propia declaración, tenemos que rechazar la teoría del kenosis, o por lo menos
debemos rechazar esta aplicación de la misma.

Por lo demás, los relatos evangélicos mismos ofrecen pruebas contra la teoría del
kenosis. Es cierto que el conocimiento que tenía Jesús tanto de cuestiones humanas
como divinas era limitado. Ocasionalmente pide información: "¿Quién ha tocado mis
vestidos?" "¿Cuántos panes tenéis?" (Mar. 5: 30; 6: 38). Declara que comparte la
ignorancia de los ángeles en cuanto al día en que ha de volver (Mar. 13:32). Pero en
otros momentos dio muestras de poseer conocimiento sobrenatural. Conoce el pasado
oscuro de la mujer samaritana (Juan 4: 17 s). Sabe que cuando Pedro salga a pescar, el
primer pez que tome tendrá una moneda en la boca (Mat. 17: 27). Sabe, sin que se le
diga, que Lázaro está muerto (Juan 11: 11-13). De igual modo, de tanto en tanto
despliega un poder sobrenatural al realizar milagros de curación, de provisión de
alimentos, de resucitación de muertos. La impresión que de Jesús dan los evangelios no
es la de que estuviera totalmente desprovisto de conocimiento y poderes divinos, sino de
que se valía de ambos en forma intermitente, mientras que buena parte del tiempo se
contentaba con no hacerla. La impresión, en otras palabras, no es tanto la de una deidad
limitada, sino la de que se refrenaba en el uso de sus capacidades divinas.

¿Cómo hemos de explicar esta restricción? En términos, sin duda, de la verdad que
tanto predica el evangelio de Juan en particular, es decir, la entera sumisión del Hijo a
la voluntad del Padre. Parte del misterio revelado sobre la Deidad es que las tres
personas se encuentran en una relación fija entre sí. El Hijo aparece en los evangelios
como una persona divina dependiente, que piensa y actúa única y solamente como lo
indica el Padre, y no como si fuera absolutamente independiente. "No puede el Hijo
hacer nada por sí mismo", "No puedo yo hacer nada por mí mismo" (Juan 5: 19,30).
"He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió" (Juan 6:38). "Nada hago por mí mismo... yo hago siempre lo que le agrada"
(Juan 8: 28s). Corresponde a la naturaleza de la segunda persona de la Trinidad
reconocer la autoridad de la primera persona y someterse a su buena voluntad. Es por
ello que se declara Hijo, y que la primera persona es su Padre. Si bien es igual con el
Padre en eternidad, poder, y gloria, le es natural representar el papel de Hijo, y
encontrar gozo en cumplir la voluntad de su Padre, así como es natural para la primera
persona de la Trinidad planificar e iniciar las obras de la Deidad, y natural también,
para la tercera persona, proceder a cumplir lo que le indican conjuntamente el Padre y el
Hijo. De este modo la obediencia de Dios-hombre al Padre cuando estaba en la tierra no

35
fue resultado de una nueva relación ocasionada por la encarnación sino la continuación
en el tiempo de la relación eterna entre el Hijo y el Padre en el cielo. Como en el cielo,
así también en la tierra el Hijo ocupó un lugar de total dependencia con respecto a la
voluntad del Padre.

Pero si esto es así realmente, queda todo explicado. Dios-hombre no tenía conocimiento
independiente, como tampoco actuaba en forma independiente. Así como no hizo todo
lo que pudo haber hecho, porque ciertas cosas no respondían a la voluntad del Padre
(véase Mat. 26: 53s), no sabía conscientemente todo lo que podía haber sabido, sino
sólo lo que el Padre quería que supiese. Su conocimiento, como todo lo demás
relacionado con su actividad, estaba limitado por la voluntad de su Padre. Y por ello la
razón de su ignorancia de (por ejemplo) la fecha en que habría de volver no radicaba en
que hubiese hecho abandono de su poder para conocer todas las cosas en el momento de
la encarnación, sino en que no era la voluntad del Padre que tuviese conocimiento de
este hecho particular mientras estaba en la tierra, antes de su pasión. Seguramente que
Calvino tenía razón cuando comentó sobre Marcos 13:32 que "hasta que no hubo
cumplido cabalmente su misión [mediadora], la información que le fue dada después de
su resurrección no le fue dada antes". De manera que la limitación del conocimiento de
Jesús se ha de explicar no en términos del carácter de la encarnación sino con relación a
la voluntad del Padre para el Hijo mientras este estaba en la tierra. Por lo tanto,
llegamos a la conclusión de que, así como en los evangelios hay ciertos hechos que
contradicen la teoría del kenosis, así, también, no existen' hechos .en los evangelios que
no se puedan explicar mejor sin dicha teoría.

Vernos ahora lo que significó para el Hijo de Dios despojarse de sí mismo y hacerse
pobre. Significaba poner a un lado gloria (el verdadero kenosis); una voluntaria
restricción de su poder; la aceptación de las' penurias, el aislamiento, los malos tratos,
la malicia, y la incomprensión; finalmente, una muerte con tal agonía -espiritual aun
más que física que su alma llegó al punto del quebrantamiento poco antes (véase Luc.
12: 50 y el relato de Getsemaní). Significaba amor hasta lo sumo para hombres que no
lo merecían, para quienes "por su pobreza, fuesen enriquecidos". El mensaje de la
Navidad es el de que hay esperanza para una humanidad arruinada -esperanza de
perdón, esperanza de paz con Dios, esperanza de gloria- porque, siguiendo la voluntad
del Padre, Jesucristo se hizo pobre y nació en un establo para que treinta años más tarde
pudiese ser colgado de una cruz. Es el mensaje más hermoso que el mundo haya
escuchado, y que jamás habrá de escuchar.

Hablamos volublemente del "espíritu navideño", pero rara vez queremos decir otra' cosa
que un espíritu de alegre sentimentalismo a nivel familiar. Más lo que hemos dicho nos
hace ver claramente que esta frase tendría que despertar en nosotros una tremenda carga
de significado. Tendría que significar la reproducción en la vida de los seres humanos
de la especial disposición de aquel que por nosotros se hizo pobre en la primera
Navidad. Y el espíritu navideño mismo debiera ser la marca de todo cristiano a lo largo
de todo el año.

Constituye una vergüenza, y motivo de deshonra, para nosotros hoy el que tantos
cristianos -seré más específico: tantos cristianos entre los más firmes y ortodoxos- anden

36
por este mundo en el espíritu del sacerdote y el levita de la parábola de nuestro Señor,
viendo la necesidad humana por todas partes, pero, (tras un piadoso deseo, y tal vez una
oración, para que Dios supla su necesidad) apartando los ojos, y pasando por el otro
lado. Este no es el espíritu de la Navidad. Ni es tampoco el espíritu de aquellos
cristianos que por desgracia son tan numerosos - cuya ambición en la vida parece
limitarse a la formación de un lindo hogar cristiano de clase media, a hacerse un lindo
grupo de amistades cristianas de clase media, y que dejan que los sectores de la
comunidad que están por debajo de la clase media, tanto cristianos como incrédulos, se
las arreglen por su cuenta.

El espíritu navideño no brilla en el creyente esnobista. Porque el espíritu de la Navidad


es el espíritu de los que, como su Maestro, abrazan como principio para todos los actos
de su vida el hacerse pobres -gastando y desgastándose- a fin de enriquecer a los demás
hombres: dando su tiempo, ocupándose, preocupándose, y cuidando a los demás, y no
solamente a sus amigos- para promover su bien, en cualquier sentido en que pudieran
requerirse sus servicios. Hay quienes evidencian este espíritu, pero debería haber
muchos más. Si Dios en su misericordia nos reaviva, una de las cosas que hará será
despertar más de esta clase de espíritu en nuestro corazón y en nuestra vida. Si
anhelamos para nosotros personalmente un despertar espiritual, uno de los pasos que
debiéramos tomar es el de cultivar dicho espíritu. "Ya conocéis la gracia de nuestro
Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros
con su pobreza fueseis enriquecidos." "Haya en vosotros este sentir que hubo también
en Cristo Jesús." "Por el camino de tus mandamientos correré, cuando ensanches mi
corazón" (Sal. 119: 32).

CAPITULO 6: EL DARÁ TESTIMONIO

"Gloria sea al Padre -canta la iglesia- y al Hijo, y al Espíritu Santo." ¿Qué es esto?,
preguntamos, ¿alabanza dirigida a tres dioses? No; alabanza al Dios único en tres
personas; como lo expresa el himno: ¡Jehová! ¡Padre, Espíritu, Hijo! ¡Misteriosa
Trinidad! ¡Tres en uno!

Este es el Dios al que ofrecen culto los cristianos: el trino Dios. La médula de la fe
cristiana en Dios es el misterio revelado, de la Trinidad. Trinitas es una palabra latina
que expresa la idea de lo que tiene el carácter de la "tresidad". El cristianismo descansa
sobre la doctrina de la trinitas, del tres-en-uno, de la persona trina de Dios.

En las líneas iniciales de su evangelio, como lo vimos en el capítulo anterior, Juan nos
presenta el misterio de dos personas diferentes dentro de la unidad de la Deidad. Este es
el extremo profundo de la teología, indudablemente, pero Juan nos zambulle en él de
inmediato. "En el principio era el verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios".
El Verbo era una persona que estaba en comunión con Dios, y el Verbo era en sí mismo
personal y eternamente divino. Era, como nos sigue informando Juan, el Hijo unigénito
del Padre. Juan coloca este misterio del Dios único en dos personas al comienzo de su
evangelio, porque sabe que nadie puede entender las palabras y los hechos de Jesús de
Nazarea a menos que comprenda el hecho de que este Jesús es en verdad Dios Hijo.

37
Pero esto no es todo lo que Juan quiere que entendamos acerca de la pluralidad de
personas en la Deidad. Ya que, en su relato de la última conversación que tuvo nuestro
Señor con sus discípulos, dice que el Salvador, después de haberles explicado que se iba
a preparar lugar para ellos en la casa de su Padre, a continuación les prometió el don de
"otro Consolador" (Juan 14: 16). , Notemos esta frase; está llena de contenido. Denota
una persona, y una persona realmente notable. Un Consolador-la riqueza de concepto se
desprende de la diversidad de traducciones en diferentes versiones:

"Ayudador", "Abogado", "Animador", "Consejero", "Asistente", "Vicario". Este


vocablo comunica la idea de estímulo, apoyo, asistencia, cuidado, y de asumir la
responsabilidad del bienestar de otro. Otro, sí, porque Jesús era el consolador original,
y la tarea del reemplazante sería la de continuar con este aspecto de su ministerio. Se
sigue, por lo tanto, que sólo podemos apreciar todo lo que quería decir nuestro Señor,
cuando habló de "otro Consolador", cuando comprobamos todo lo que él mismo hizo
por amar, cuidar, instruir pacientemente a sus discípulos y proveer a sus necesidades,
durante los tres años de su ministerio personal para con ellos. El los cuidará, es lo que
en efecto les estaba diciendo Cristo, en la misma forma en que los he cuidado yo. ¡Una
persona realmente notable!

Luego el Señor procedió a decir quién era ese nuevo Consolador. Es "el Espíritu de
verdad", "el Espíritu Santo" (Juan 14: 17,26). Este nombre denota deidad. En el
Antiguo Testamento el Verbo de Dios y el Espíritu de Dios constituyen figuras
paralelas. El Verbo de Dios es su palabra todopoderosa; el Espíritu de Dios es su aliento
topoderoso. Ambas frases comunican el concepto de su poder en acción. La palabra y el
aliento de Dios aparecen juntos en el relato de la creación. "El Espíritu (aliento) de Dios
se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios, y fue." (Gén. 1:2ss). "Por la palabra de
Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento (Espíritu) de su
boca" (Sal. 33:6). Juan nos ha dicho en su prólogo que el Verbo divino de que se habla
aquí es una persona. Ahora nuestro Señor ofrece enseñanza paralela, en el sentido de
que el Espíritu divino también es una persona. Confirma, al mismo tiempo, su
testimonio de la deidad de este Espíritu personal cuando lo designa Espíritu santo, así
como más adelante habría de referirse al Padre santo (17: 11).

Notemos cómo Cristo relacionó la misión del Espíritu con la voluntad y el propósito del
Padre y del Hijo. En una parte es el Padre el que ha de enviar al Espíritu, como fue
también el Padre quien envió al Hijo (véase 5: 23, etc.). El Padre enviará al Espíritu,
dice nuestro Señor, "en mi nombre", es decir, como representante de Cristo, para hacer
la voluntad de Cristo y para actuar como su representante y con su autoridad (14:26).
Así como Jesús había venido en el nombre de su Padre (5:43), actuando como agente
del Padre, hablando las palabras del Padre (12:49ss), haciendo las obras del Padre (10:
25, cf. 17: 12), y dando testimonio invariablemente de aquel cuyo emisario era, así
también el Espíritu había de venir en el nombre de Jesús, para actuar en el mundo como
agente y testigo de Jesús. El Espíritu "procede del (gr. para: del lado del) Padre" (15:
26), de igual manera en que anteriormente el Hijo había salido de (para) Dios (16: 27).
Luego de haber enviado a su Hijo al mundo, el Padre ahora 10 llama de nuevo a su
gloria y envía al Espíritu a tomar su lugar.

Pero esta es solamente una de las formas de considerar la cuestión. En otro lugar es el
Hijo quien ha de enviar al Espíritu "del Padre" (15:26). Como el Padre envió al Hijo al

38
mundo, así el Hijo enviará al Espíritu al mundo (16:7). El Espíritu es enviado por el
Hijo tanto como por el Padre. Consecuentemente, tenemos la siguiente serie de
relaciones:

1. El Hijo está sujeto al Padre, por cuanto el Hijo es enviado por el Padre en su
nombre (el del Padre).
2. El Espíritu está sujeto al Padre, por cuanto el Espíritu es enviado por el Padre en
el nombre del Hijo.
3. El Espíritu está sujeto al Hijo tanto como al Padre, por cuanto el Espíritu es
enviado por el Hijo tanto como por el Padre. (Compárese 20: 22, "sopló, y les
dijo: Recibid el Espíritu Santo".)

Así Juan deja estampada la revelación de nuestro Señor sobre el misterio de la Trinidad:
tres personas y un solo Dios; el Hijo hace la voluntad del Padre y el Espíritu hace la
voluntad del Padre y del Hijo. Y lo que recibe realce es que el Espíritu, que viene a los
discípulos de Cristo "para que esté con vosotros para siempre" (14: 16), viene a ejercer
el ministerio de la consolación en lugar de Cristo. Por lo' tanto, si el ministerio de
Cristo como consolador era importante, el ministerio del Espíritu Santo como
consolador no puede ser menos importante.

II

Pero de la lectura de la historia de la iglesia no es esa la impresión que nos queda, como
tampoco si observamos la vida de la iglesia en el día de hoy.

Resulta sorprendente ver la diferencia con que se tratan las doctrinas bíblicas de la
segunda y de la tercera personas de la Trinidad. La persona Y la obra de Cristo han sido
y siguen siendo tema de debate en el seno de la iglesia; mas la persona y la obra del
Espíritu Santo han sido olvidadas sistemáticamente. La doctrina del Espíritu Santo es la
cenicienta de las doctrinas cristianas. Son muy pocos los que parecen interesarse en ella.
Se han escrito muchísimos libros excelentes sobre la persona Y la obra de Cristo, pero
los libros sobre la persona Y la obra del Espíritu Santo que valga la pena leer casi
podrían contarse con los dedos de una mano. Los cristianos no tienen dudas acerca de la
obra que hizo Cristo; saben que redimió a los hombres mediante su muerte expiatoria,
aun cuando puedan diferir entre ellos en cuanto a lo que esto implica exactamente. Pero
el cristiano corriente tiene una idea muy nebulosa acerca de la obra que realiza el
Espíritu Santo. Algunos hablan sobre el Espíritu de Cristo en forma similar a como se
hablaría sobre el Espíritu de la Navidad -como si se tratase de una vaga presión cultural
que produce afabilidad y religiosidad. Otros piensan que el Espíritu inspira las
convicciones morales de incrédulos tales como Gandhi, o el misticismo teosófico de un
Rudolf Steiner. Pero la mayoría, probablemente, no piensa en el Espíritu Santo en
absoluto, y no tiene ideas concretas de ninguna naturaleza acerca de su función. En un
sentido muy real se encuentran en la misma posición que los discípulos con los que
Pablo se encontró en Efeso y que dijeron: "Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu
Santo" (Hech.19:2).

Resulta extraordinario comprobar que quienes profesan ocuparse tanto de Cristo sepan
tan poco sobre el Espíritu Santo y tengan tan poco interés en él. Los cristianos tienen
conciencia de la diferencia que significaría el que, después de todo, se descubriera que

39
nunca hubo ni encarnación ni expiación. Saben que si fuera así, estarían perdidos
porque no tendrían ningún Salvador. Pero muchos cristianos no tienen la menor idea de
la diferencia que habría si no estuviera el Espíritu Santo en el mundo. Sencillamente no
saben si ellos mismos, o la iglesia, sufrirían en algún sentido, en caso de ser así. No
cabe duda de que algo anda mal aquí. ¿Cómo podemos justificar el haber descuidado de
esta forma el ministerio del agente designado por Cristo? ¿Acaso no es un engaño hueco
decir que honramos a Cristo cuando desconocemos, y al desconocer deshonramos, a
aquel que Cristo nos ha enviado como su representante para que ocupase su lugar y nos
cuidase de parte suya? ¿No deberíamos ocupamos del Espíritu Santo en mayor medida
de lo que lo hacemos?

III

¿Tendrá importancia, empero, la obra del Espíritu Santo? ¡Sí que la tiene! De no haber
sido por la obra del Espíritu Santo no hubiese habido ni evangelio, ni fe, ni iglesia, ni
cristianismo en el mundo.

En primer lugar: sin el Espíritu Santo no habría ni evangelio ni Nuevo Testamento.


Cuando Cristo se fue de este mundo, entregó su causa a sus discípulos. Los hizo
responsables de seguir haciendo discípulos en todas las naciones. "Vosotros daréis
testimonio", les dijo en el aposento alto (Juan 15:27). "Me seréis testigos ... hasta lo
último de la tierra", fueron sus palabras de despedida en el monte de los Olivos, antes
de su ascensión (Hech. 1:8). Tal fue la misión que les asignó. Mas, ¿qué clase de
testigos habrían de resultar? Nunca fueron alumnos muy buenos; constantemente
entendían mal a Jesús, no entendían el significado de su enseñanza, y esto a todo lo
largo de su ministerio terrenal. ¿Cómo podía esperarse que hubieran de andar mejor
después de su partida? ¿No era absolutamente seguro que, a pesar; de su buena
voluntad, pronto habrían de mezclar en forma inextricable la doctrina evangélica con
una multitud de conceptos errados, por más que bienintencionados, y que su testimonio
se habría de reducir rápidamente a un embrollo mutilado, torcido e irreparable?

La respuesta a esta pregunta es no; porque Cristo les mandó el Espíritu Santo para que
les enseñase toda verdad y los salvase de todo error; para recordarles lo que ya se les
había enseñado y reveladas lo que el Señor todavía quería que aprendiesen. "El
Consolador '" os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho"
(Juan 14:26). "Aun tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis
sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad;
porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere" (es decir,
les hará conocer todo lo que Cristo le indique a él, de la misma manera en que Cristo
les hizo conocer todo lo que el Padre le había indicado a él; véase Juan 12:49s;
17:8,14), "y os hará saber las cosas que habrán de venir. El me glorificará; porque
tomará de lo mío, y os lo hará saber" (Juan 16: 12-14). De este modo "dará testimonio
acerca de mí [a ustedes, mis discípulos, a quienes lo he enviado] y [preparados y
capacitados mediante su obra de testimonio] vosotros daréis testimonio también...
“(15:26s). La promesa era de que, enseñados por el Espíritu, los discípulos originales
habrían de ser capacitados para hablar como si fuesen otras tantas bocas de Cristo, de
manera que, así como los profetas del Antiguo Testamento podían iniciar sus sermones
con las palabras, "Así dice Jehová Dios", también los apóstoles del Nuevo Testamento
habrían de poder con igual veracidad decir de su enseñanza, ya fuese oral o escrita, "Así

40
dice el Señor Jesucristo".

Lo prometido ocurrió como estaba dicho. El Espíritu vino sobre los discípulos, y les
testificó acerca de Cristo y su salvación, conforme a la promesa. Escribiendo sobre la
gloria de dicha salvación (las "cosas que ... Dios ha preparado para los que le aman"),
Pablo dice: "Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; ... nosotros .:. hemos
recibido ... el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha
concedido, lo cual también hablamos [y podría haber agregado también, escribimos] ,
no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu" (I
Coro 2:9-13). El Espíritu daba testimonio a los apóstoles revelándoles toda la verdad e
inspirándolos a comunicada verazmente. De aquí el evangelio, y de aquí también el
Nuevo Testamento. Pero el mundo no hubiera conocido ni lo uno ni lo otro sin el
Espíritu Santo.

Pero esto no es todo. En segundo lugar, sin el Espíritu Santo no hubiera habido ni fe ni
nuevo nacimiento -en una palabra, no habría cristianos.

La luz del evangelio brilla; pero "el dios de este siglo cegó el entendimiento de los
incrédulos" (II COL 4:4), y los ciegos no responden al estímulo de la luz. Como le dijo
Cristo a Nicodemo, "el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios... no
puede entrar en el reino de Dios" (Juan 3:3,5). Hablando corporativamente en su
nombre y en el de sus discípulos a Nicodemo, y a toda esa clase de gente religiosa no
regenerada a la que pertenecía Nicodemo, Cristo siguió explicando que la consecuencia
inevitable de estar en ese estado no regenerado es la incredulidad - "No recibís nuestro
testimonio" (v. 11). El evangelio no produce en ellos convencimiento de pecado; la
incredulidad los tiene agarrados.

¿Qué se sigue de esto? ¿Llegaremos a la conclusión de que predicar el evangelio es


perder el tiempo, y que por lo tanto debemos abandonar la evangelización por tratarse
de una empresa inútil, destinada al fracaso? No; porque el Espíritu permanece con la
iglesia para dar testimonio de Cristo. A los apóstoles les dio testimonio mediante
revelación e inspiración, como ya hemos visto. A los demás hombres, a través de todas
las épocas, les da testimonio iluminándolos: abriendo ojos enceguecidos, restaurando la
visión espiritual, haciendo que los pecadores puedan ver que el evangelio es en efecto la
verdad de Dios, que la Escritura es en verdad la Palabra de Dios, y que Cristo es
efectivamente el Hijo de Dios. "Cuando él [el Espíritu] venga, convencerá al mundo de
pecado, de justicia y de juicio" (16: 7). No nos corresponde a nosotros imaginar que
podemos probar la verdad del cristianismo con nuestros propios argumentos; nadie
puede demostrar la verdad del cristianismo salvo el Espíritu Santo, mediante su propia y
todopoderosa obra de renovar el corazón enceguecido. Es la prerrogativa soberana del
Espíritu de Cristo convencer la conciencia de los hombres acerca de la verdad del
evangelio de Cristo; y los testigos humanos de Cristo deben aprender a cifrar sus
esperanzas de éxito no en una hábil presentación de la verdad por el hombre sino en la
poderosa demostración de la verdad por el Espíritu. Aquí Pablo nos señala el camino:
"Hermanos, cuando fui a vosotros, para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con
excelencia de palabras o de sabiduría ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras
persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para
que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios"
(I Coro 2: 1-5). Y porque el Espíritu da testimonio de este modo, los hombres acuden a

41
la fe cuando se predica el evangelio. Pero sin el Espíritu no habría un solo cristiano en
todo el mundo.

IV

¿Honramos nosotros al Espíritu Santo reconociendo su obra y poniendo nuestra


confianza en ella? ¿O lo menospreciamos desconociéndolo, y por lo tanto deshonramos
no solamente al Espíritu sino al Señor que lo envió? En nuestra fe, ¿aceptamos la
autoridad de la Biblia, el Antiguo Testamento profético, y el Nuevo Testamento
apostólico que él inspiró? ¿La leemos y la escuchamos con reverencia y actitud
receptiva, como corresponde a la Palabra de Dios? De lo contrario, injuriamos al
Espíritu Santo. En nuestra vida, ¿aplicamos la autoridad de la Biblia, a fin de vivir de
acuerdo con ella, sea lo que fue re lo que digan los hombres de ella, reconociendo que
la Palabra de Dios no puede menos que ser cierta, y que lo que Dios ha dicho lo va a
cumplir? De lo contrario injuriamos al Espíritu Santo, que nos dio la Biblia. En nuestro
testimonio, ¿tenemos presente que sólo el Espíritu Santo, por su testimonio, puede
autenticar nuestro testimonio? ¿Acudimos a él para que obre de esta manera, poniendo
confianza de nuestra parte, y mostrando la realidad de nuestra confianza en él, como lo
hacía Pablo, evitando las artimañas de la habilidad humana? De lo contrario injuriamos
al Espíritu Santo. ¿Podemos dudar que la presente esterilidad en la vida de la iglesia
constituya el juicio de Dios sobre nosotros por la forma en que hemos deshonrado al
Espíritu Santo? Y, en este caso, ¿qué esperanza tenemos de que esto se rectifique a
menos que aprendamos a honrar al Espíritu Santo en nuestra manera de pensar, en
nuestra manera de orar y en la práctica de la vida? "El dará testimonio ... " "El que
tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias."

CAPITULO 7: EL DIOS INMUTABLE

Nos dicen que la Biblia es la Palabra de Dios -lámpara a nuestros pies, lumbrera a
nuestro camino. Nos dicen que en ella encontraremos el conocimiento de Dios y de su
voluntad para nuestra vida. Lo creemos; y acertadamente, porque lo que dicen es cierto.
De manera que tomamos la Biblia y comenzamos a leer. Leemos con entusiasmo y a
conciencia, porque lo hemos tomado con seriedad; queremos realmente conocer a Dios.
Pero a medida que vamos leyendo nos vamos quedando cada vez más perplejos. Aunque
nos resulta emocionante, no recibimos alimento. La lectura no nos está ayudando; nos
deja desconcertados y, para decir la verdad, más bien deprimidos. Comenzamos a
preguntamos si la lectura de la Biblia vale la pena realmente y si tiene sentido que
sigamos.

¿Qué es lo que pasa? Pues, básicamente, lo siguiente: La lectura Bíblica nos ha


transportado a lo que, para nosotros, es un mundo enteramente nuevo, a saber, el
mundo del Cercano Oriente como era hace miles de años, primitivo y bárbaro, agrícola
y rudimentario. Es en dicho mundo donde se desenvuelve la acción de la historia que
relata la Biblia. En ese mundo encontramos a Abraham y a Moisés, a David y a los
demás, y vemos cómo trata Dios con ellos. Oímos cuando los profetas denuncian la
idolatría y amenazan con juicios a causa del pecado. Vemos al Hombre de Galilea hacer

42
milagros, discutir con los judíos, morir por los pecadores, levantarse de la muerte, y
ascender al cielo. Leemos cartas escritas por maestros cristianos para oponerse a
herejías extrañas que, hasta donde sepamos, no existen en el día de hoy. Nos resulta
sumamente interesante, pero nos da la sensación de que es algo muy lejano. Pertenece a
aquel mundo, no a este mundo. Nos parece que estamos, por así decido, fuera del
mundo bíblico, mirando hacia adentro. Somos meros espectadores, yeso es todo. Surge
en nuestra mente el siguiente razonamiento: "Claro, Dios hizo todo eso en aquel
entonces, y para esa gente debe haber sido maravilloso, pero ¿qué tiene que ver todo
eso con nosotros? Nosotros no vivimos en ese mundo. ¿Cómo nos puede ayudar a
nosotros, que tenemos que vivir en la era espacial, la lectura de los hechos y las
palabras de Dios relacionados con los tiempos bíblicos, la lectura de lo que Dios hizo
con Abraham y Moisés, David y los demás?" No vemos que haya vínculo alguno entre
los dos mundos, y de aquí que vez tras vez nos preguntemos qué aplicación pueden
tener para nosotros las cosas que leemos en la Biblia. Y cuando, como ocurre a
menudo, lo que leemos resulta emocionante y glorioso en sí mismo, la sensación de que
hemos sido excluidos nos deprime enormemente.

A la mayoría de los que leen o han leído la Biblia les ha ocurrido esto. No todos saben
cómo encarar el asunto. Algunos cristianos resuelven resignarse a seguir como de lejos,
creyendo lo que leen, por cierto, pero sin buscar ni esperar para sí una relación tan
íntima y directa con Dios como la que disfrutaron los hombres de la Biblia. Esta actitud,
muy frecuente hoy en día, es en realidad una confesión de haber fracasado en el intento
de resolver el problema.

Más, ¿cómo puede vencerse esta sensación de distancia remota entre nosotros y la
experiencia bíblica de Dios? Podríamos decir muchas cosas, pero la cuestión
fundamental es indudablemente la siguiente. La sensación de distancia remota es una
ilusión que surge de procurar hallar donde no es un vínculo entre nuestra situación y la
de los diversos personajes bíblicos. Cierto es que en términos de espacio, tiempo y
cultura, tanto ellos como la época histórica a la que ellos pertenecían, están muy
distantes de nosotros. Pero el vínculo entre ellos y nosotros no se ha de encontrar en ese
nivel. El vínculo es Dios mismo. Porque el Dios con el cual estaban en relación ellos es
el mismo Dios con el que tenemos que relacionamos nosotros. Digámoslo más
precisamente, es exactamente el mismo Dios; por cuanto Dios no cambia en lo más
mínimo. Por lo tanto, resulta claro que lo que tenemos que considerar a fin de disipar la
sensación que nos asalta, la de que hay un abismo infranqueable entre la situación de los
hombres de la época bíblica y la nuestra propia, es que Dios es inmutable.

II

Dios no cambia. Ampliemos este concepto.

1. La vida de Dios no cambia

Dios es "eternamente" (Sal. 93.2), "Rey eterno" (Jer. 10: 10), "incorruptible" (Rom. 1:
23), "el único que tiene inmortalidad" (I Tim. 6: 16). "Antes que naciesen los montes y
formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios" (Sal. 90: 2).
La tierra y el cielo, dice el salmista, "perecerán, mas tú permanecerás; y todos ellos

43
como una vestidura se envejecerán; como un vestido los mudarás, y serán mudados:
pero tú eres el mismo, y tus años no se acabarán" (Sal. 102:26ss). "Yo el primero -dice
Dios-, yo también el postrero" (Isa. 48: 12). Las cosas de la I creación tienen principio
y fin, pero no así el Creador. La respuesta a la pregunta del niño, "¿Quién hizo a
Dios?", es sencillamente que Dios no tuvo necesidad de que nadie lo hiciese, porque
siempre estuvo allí. Existe para siempre; y nunca cambia. No envejece. Su vida ni crece
ni mengua. No, adquiere nuevos poderes, ni pierde los que alguna vez tuvo. No madura
ni se desarrolla. No aumenta en sabiduría ni en fuerza, ni se debilita con el paso del
tiempo. "No puede experimentar un cambio para bien", escribió A.W. Pink, "porque ya
es perfecto; y siendo perfecto, no puede experimentar cambio para mal." La diferencia
primera y principal entre el Creador y sus criaturas es que ellas son mutables y su
naturaleza admite cambios, mientras que Dios es inmutable y jamás puede dejar de ser
lo que es. Como lo expresa el himno.

Nosotros florecemos y prosperamos como las hojas del árbol y nos marchitamos y
perecemos -pero nada te cambia a ti. Tal es el poder de la "vida indestructible" de Dios
(cf. Heb. 7: 16).

2. El carácter de Dios no cambia

Las tensiones; ó un shock; o una lobotomía, pueden cambiar el carácter de un hombre,


pero nada puede cambiar el carácter de Dios. En el curso de la vida humana, los gustos,
los puntos de vista, y el humor pueden cambiar radicalmente; una persona buena y
equilibrada puede volverse amarga y excéntrica; una persona de buena voluntad puede
hacerse cínica e insensible. Pero al Creador no le puede ocurrir nada semejante. Jamás
se vuelve menos veraz, menos misericordioso, menos justo, menos bueno, de lo que
una vez fue. El carácter de Dios es hoy, y 10 será siempre, exactamente lo que fue en
los tiempos bíblicos.

En relación con esto resulta instructivo poner juntas las dos revelaciones que de su
"nombre" hace Dios en el libro de Éxodo. El "nombre" revelado de Dios es, por
supuesto, más que un rótulo; es una revelación de 10 que él es en relación con los
hombres. En Éxodo 3 leemos que Dios anunció a Moisés su nombre diciendo: "Yo soy
el que soy" (v. 14), frase de la cual YHVH (Jehová, "el SEÑOR") constituye una forma
abreviada (v. 15). Este "nombre" no es una descripción de Dios, sino simplemente una
declaración de su existencia autónoma, y de su eterna inmutabilidad; una manera de
recordamos que él tiene vida en sí mismo, y de que 10 que es ahora, 10 es eternamente.
En Éxodo 34, sin embargo, leemos que Dios proclamó "el nombre de Jehová" a Moisés
mediante una lista de las diversas facetas de su santo carácter. "Jehová ¡Jehová! fuerte,
misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que
guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que
de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres
sobre los hijos ... " (vv. 5ss). Esta proclamación complementa la de Éxodo 3 al decir 10
que en efecto es Jehová; y la de Éxodo 3 complementa a esta otra al decirnos que Dios
es por siempre lo que tres mil años ha le decía a Moisés que era en ese momento. El
carácter moral de Dios es incambiable. Por ello Santiago, en un pasaje que se refiere a
la bondad y la santidad de Dios, a su generosidad para con los hombres y su hostilidad
para con el pecado, habla acerca de Dios como aquel "en el cual no hay mudanza, ni
sombra de variación" (San. 1: 17).

44
3. La verdad de Dios no cambia

A veces los hombres dicen cosas que en realidad no sienten, sencillamente porque ellos
mismos no saben lo que piensan; además, porque sus puntos de vista cambian, con
frecuencia descubren que ya no pueden sostener lo que dijeron en algún momento del
pasado. Algunas veces todas tenemos que retirar algo que hemos dicho, porque ya no
expresa lo que pensamos; a veces tenemos que tragamos las palabras porque los mismos
hechos las refutan. Las palabras de los hombres son cosas inestables. Pero no así las
palabras de Dios. Permanecen para siempre, como inalterables expresiones válidas de su
pensamiento. No hay circunstancias que lo obliguen a retiradas; no hay cambios en su
propia manera de pensar que le exijan modificarlas. Isaías escribe que "toda carne es
hierba... la hierba se seca... mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre"
(Isa. 40: 6 ss). De igual modo, dice el salmista que "para siempre, oh Jehová,
permanece tu palabra en los cielos". "Todos tus mandamientos son verdad... para
siempre los has establecido" (Sal. 119.89, 151s). La palabra traducida "verdad" en el
último versículo encierra la idea de estabilidad. Cuando lee más la Biblia, por lo tanto,
tenemos que recordar que Dios sigue fiel a todas las promesas, demandas, declaraciones
de propósitos, palabras de advertencia, que allí se dirigen a los creyentes
neotestamentarios. No se trata de reliquias de una época pasada sino de revelación
enteramente válida del pensamiento de Dios para su pueblo en todas las generaciones,
mientras dure este mundo. Como nos lo ha manifestado nuestro propio Señor, "la
Escritura no puede ser quebrantada" (Juan 10:35). Nada puede anular la eterna verdad
de Dios.

4. La manera de obrar de Dios no cambia

Dios sigue actuando hacia los hombres pecadores como lo hacía en la historia bíblica.
Sigue todavía demostrando su libertad y su señorío, discriminando entre pecadores,
haciendo que algunos escuchen el evangelio mientras que otros no, y haciendo que
algunos de los que escuchan se arrepientan mientras que otros permanezcan incrédulos;
enseñando de este modo a los santos que él no le debe misericordia a nadie, y que es
enteramente por la gracia divina, y de ningún modo por sus propios esfuerzos, que ellos
mismos hayan podido encontrar la vida. Sigue todavía bendiciendo a aquellos a quienes
concede su amor de un modo que los humilla, a fin de que toda la gloria sea de él solo.
Todavía odia el pecado de su pueblo, y se vale de toda suerte de penas y dolores
internos y externos para ganar el corazón de ese pueblo, a fin de que no desobedezca ni
claudique. Sigue aún buscando la comunicación con su pueblo, y les manda tanto
motivos de pesar como de gozo con el objeto de lograr que abandonen el amor por otras
cosas y lo concentren en él. Sigue todavía enseñando al creyente a valorar los dones
prometidos mediante el recurso de hacer que tenga que esperarlos, y obligándolo a orar
por ellos persistentemente, antes de que se los conceda. Así leemos que fue su trato para
con su pueblo en el relato de las Escrituras, y así trata con su pueblo hoy. Sus metas y
los principios en que basa su acción permanecen constantes; en ningún momento actúa
saliéndose de su carácter inalterable. El modo de obrar del hombre, bien lo sabemos,
resulta patéticamente inconstante; pero no el de Dios.

5. Los propósitos de Dios no cambian

45
"La Gloria de Israel no mentirá, ni se arrepentirá", declaró Samuel, "porque no es
hombre para que se arrepienta" (1 Sam. 15:29). Balaam había dicho lo propio: "Dios no
es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no
hará? Habló, ¿y no ejecutará?" (Núm. 23: 19). Arrepentirse significa revisar los juicios
que hemos hecho, y cambiar el plan de acción. Dios jamás hace esto; jamás necesita
hacerlo, por cuanto sus planes se hacen sobre la base de un conocimiento y un control
completos que se extienden a todas las cosas, tanto pasadas y presentes como futuras, de
manera que no puede haber casos imprevistos y repentinos que puedan tomarlo por
sorpresa. "Una de dos cosas hace que el hombre cambie de parecer y modifique sus
planes: la falta de visión para anticipar algo, o la falta de visión para ejecutados. Pero
como que Dios es omnisciente y omnipotente jamás se le hace necesario modificar sus
decretos" (A. W. Pink). "El consejo de Jehová permanecerá para siempre; los
pensamientos de su corazón por todas las generaciones" (Salmo 33: 11). Lo que Dios
hace en \ el tiempo, lo planificó desde la eternidad. Y todo lo que planificó en la
eternidad lo lleva a cabo en el tiempo. Todo lo que se ha comprometido a hacer en su
Palabra se cumpliera infaliblemente. Así, leemos acerca de "la inmutabilidad de su
consejo" para hacer que los creyentes disfruten plenamente de la herencia prometida, y
del juramento inmutable mediante el cual confirmó su consejo a Abraham, el creyente
arquetípico, tanto para darle seguridad a Abraham como ¡también a nosotros (Heb. 6:
17 ss). Así es con todas las intenciones anunciadas por Dios. No cambian. Ningún
aspecto de su plan eterno cambia.

Cierto es que hay un conjunto de versículos (Gen. 6: 6 ss; Sam. 15:11; II Sam. 24:16;
Jon. 3:10; Joel 2:13 ss) que dicen que Dios se arrepintió. En cada caso se trata de una
referencia a la inversión del trato dado anteriormente a alguna persona en particular,
como consecuencia de la reacción de dichas personas al tratamiento en cuestión. Pero no
.te sugiere que dicha reacción no hubiese sido prevista, o que ella había tomado a Dios
por sorpresa, y que no estaba prevista en su plan eterno. Cuando Dios comienza a tratar
a .un hombre de un modo diferente esto no implica en modo alguno un cambió en sus
eternos propósitos.

6. El Hijo de Dios no cambia

Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos (Heb. 13:8), y su toque tiene
todavía su antiguo poder. Sigue siendo cierto que "puede también salvar perpetuamente
a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos" (Heb.
7:25). Jesucristo no cambia nunca. Este hecho es un poderoso motivo de consuelo para
el pueblo de Dios.

III

¿Dónde está, entonces, la sensación de distancia y diferencia entre los creyentes de los
tiempos bíblicos y nosotros? Queda excluida. ¿Sobre qué base? Sobre la base de que
Dios no cambia. La comunión con Dios, la confianza en su Palabra, el acto de vivir por
fe, de "descansar en las promesas de Dios", son esencialmente realidades idénticas para
nosotros hoy como para los creyentes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
Este pensamiento nos consuela al ir al encuentro de las perplejidades de cada día: en
medio de todos los cambios e incertidumbres de la vida en la era nuclear, Dios y su

46
Cristo permanecen invariable -con todo el poder necesario para salvar. Pero al mismo
tiempo este pensamiento nos presenta un desafío penetrante. Si nuestro Dios es el
mismo Dios de los creyentes del Nuevo Testamento, ¿cómo podemos justificar el que
nos conformemos cOn una experiencia de comunión con Dios, y con un nivel de
conducta cristiana que están tan por debajo de los que tuvieron ellos? Si Dios es el
mismo, se trata do una cuestión que ninguno de nosotros puede evadir.

CAPITULO 8: LA MAJESTAD DE DIOS

Nuestra palabra "majestad" viene del latín; significa grandeza. Cuando le conferimos
majestad a alguien, estamos reconociendo grandeza en su persona, y haciendo conocer
nuestro respeto por ella: como, por ejemplo, cuando hablamos acerca de Su Majestad la
Reina.

Ahora bien, "majestad" es un vocablo que en la Biblia se emplea para expresar el


concepto de la grandeza de Dios, nuestro Hacedor y Señor. "Jehová reina; se viste de
majestad. Firme es tu trono desde la antigüedad (Sal. 93: 1 s., VM). "Yo meditaré en la
hermosura de la gloria de tu majestad, y en tus obras maravillosas" (Sal. 145: 5). Pedro,
al recordar la gloria real de Cristo en la transfiguración, dice, "habiendo visto con
nuestros propios ojos su majestad" (II Pedo 1: 16). En Hebreos, la frase "la Majestad"
se usa dos veces con el sentido de "Dios"; Cristo, se nos informa, cuando ascendió se
sentó "a la diestra de la Majestad en las alturas", "a la diestra del trono de la Majestad
en los cielos" (Heb. 1: 3; 8: 1). La palabra "majestad", cuando se aplica a Dios,
constituye siempre una declaración de su grandeza y una invitación a la adoración. Lo
mismo es cierto cuando la Biblia habla de que Dios está "en las alturas" y "en los
cielos"; la idea aquí no es la de que Dios está separado de nosotros por una gran
distancia espacial, sino de que está muy por encima de nosotros en grandeza, y que por
lo tanto es motivo de adoración. "Grande es J Jehová, y digno de ser en gran manera
alabado" (Sal. 48: 1). "Jehová es Dios grande, y Rey grande... Venid, adoremos y
postrémonos" (Sal. 95:3,6). El instinto cristiano de confiar y adorar recibe un poderoso
estímulo ante el conocimiento de la grandeza de Dios.

Pero se trata de conocimiento que en buena medida está ausente para muchos cristianos:
y esta es una de las razones que hacen que nuestra fe sea tan débil y nuestro culto tan
flojo. Nosotros somos modernos, y los hombres de esta época, si bien tienen un gran
concepto del hombre mismo, tienen un concepto bastante bajo de Dios. Cuando, para no
hablar del hombre de la calle, un hombre de iglesia emplea la palabra "Dios", el
pensamiento que le viene a la mente no es generalmente el de la majestad divina. A un
libro reciente se lo ha titulado Your God Is Too Small (Tu Dios es demasiado pequeño);
es un título apropiado para la época. Hoy nos encontramos en el polo opuesto a nuestros
antepasados evangélicos en este orden, aun cuando confesemos nuestra fe con las
mismas palabras que ellos. Cuando empezamos a leer a Lutero, a Edwards, o a
Whitefie1d, aun cuando nuestra doctrina pueda ser igual que la de ellos, pronto
comenzamos a damos cuenta de que tenemos muy poco que ver con ese Dios poderoso
a quien ellos conocían tan íntimamente.

47
Hoy se pone gran énfasis en la idea de que Dios es personal, pero se expresa el
concepto de tal modo que nos queda la impresión de que Dios es una persona tal como
nosotros: débil, inadecuado, poco efectivo, más bien patético. ¡Pero este no es el Dios
de la Biblia! Nuestra vida individual es cosa finita: está limitada en todas las
direcciones, en el espacio, en el tiempo, en conocimiento, en poder. Pero Dios no está
limitado. Es eterno, infinito, y todopoderoso. El nos tiene en sus manos; pero nosotros
jamás podemos tenerlo a él en las nuestras. Como nosotros, él es un ser personal, pero a
diferencia de nosotros es grande. A pesar de su constante prédica sobre la realidad del
interés personal de Dios en su pueblo, y sobre la mansedumbre, la ternura, la
benevolencia, la paciencia, y la anhelosa compasión que nos muestra, la Biblia nunca
deja que perdamos de vista su majestad y su dominio ilimitado sobre todas sus criaturas.

II

Como ilustración de este concepto no es necesario ir más allá de los capítulos iniciales
del Génesis. Desde el comienzo del relato bíblico, mediante la sabiduría de la divina
inspiración, se cuenta la historia de tal modo que se nos graban las doctrinas gemelas de
que el Dios que se nos presenta en sus páginas es tanto personal como majestuoso. En
ninguna otra parte de la Biblia se expresa en términos más vívidos la naturaleza personal
de Dios. Dios delibera consigo mismo, "Hagamos... “(Gen. 1:26). Le trae a Adán los
animales para que Adán les ponga nombre (2: 19). Se pasea en el jardín, llamando a
Adán (3:8 ss). Les hace preguntas a sus criaturas (3: 11ss; 4:9; 16:8). Baja del cielo a
fin de enterarse de lo que están haciendo los hombres (11:5; 18:20ss). Lo entristece a tal
punto la maldad de los seres humanos que se arrepiente de haberlos creado (6:6ss). Las
representaciones de Dios, como las mencionadas, tienen por objeto hacemos ver que el
Dios con el que tenemos que tratar no es un mero principio cósmico, impersonal e
indiferente, sino una Persona viviente, pensante, que siente, que es activa, que aprueba
el bien, que desaprueba el mal, y que está permanentemente interesada en sus criaturas.

Pero no hemos de colegir de estos pasajes que el conocimiento y el poder de Dios, son
limitados, o de que normalmente está ausente, y por lo tanto no sabe lo que ocurre en el
mundo, excepto cuando viene especialmente con el fin de investigar. Estos mismos
capítulos aclaran adecuadamente esto, puesto que nos dejan ver la grandeza de Dios en
forma no menos vívida que la de su personalidad. El Dios de Génesis es el Creador, que
pone orden en el caos, que hace surgir la vida con el poder de su palabra, que modela a
Adán con el polvo de la tierra y a Eva con la costilla de Adán (caps. 1-2). Y él es,
además, Señor de todo 10 que ha creado. Maldice la tierra y somete a la humanidad a la
muerte física, modificando así el orden universal perfecto en su origen (3: 17ss); cubre
la tierra con las aguas del diluvio, destruyendo- así toda vida en señal de juicio, salvo
aquella que se encuentra en el arca (caps. 6-8); confunde el lenguaje humano y
desparrama a los edificadores de Babel (11: 7 ss); destruye a Sodoma y Gomorra
mediante (aparentemente) una erupción volcánica (19: 24ss). Con razón Abraham lo
llama "Juez de toda la tierra" (18:25), y adopta para él el nombre de Melquisedec, "Dios
Altísimo, creador de los cielos y de la tierra" (14: 19-22). Está presente en todas partes,
y observa todo: el crimen de Caín (4: 9ss), la corrupción de la humanidad (6:5), la
destitución de Agar (16:7ss). Bien pudo Agar llamarle El Roi, "Dios que ve", ya su hijo
Ismael, "Dios oye", porque, efectivamente, es un Dios que ve y oye, y nada se le

48
escapa. El mismo se ha dado el nombre de El Shaddai, "Dios Todopoderoso", y todos
sus actos constituyen ilustración de la omnipotencia que su nombre proclama. Le
promete a Abraham y a su mujer un hijo cuando ellos ya son nonagenarios, y reprende a
Sara por su risa incrédula y, también, injustificada: "¿Hay para Dios alguna cosa
difícil?" (18: 14). Además, no es sólo en momentos aislados que Dios toma el control
de los acontecimientos; toda la historia está bajo su influjo. Prueba de ello lo consti-
tuyen sus detalladas predicciones del tremendo desastre que se había propuesto elaborar
para la simiente de Abraham (12:1-3; 13:14-17; 15:13-21, etc.). Tal, en síntesis, es la
majestad de Dios, según el Génesis.

III

¿Cómo podemos formamos una idea exacta de la grandeza de Dios? La Biblia nos
indica dos pasos que debemos dar con este fin. El primero es eliminar de nuestros
pensamientos sobre Dios limitaciones que puedan empequeñecerlo. El segundo es
compararlo con poderes y fuerzas que nos parecen grandes.

Como ejemplo de lo que comprende el primer paso acudamos al Salmo 139, donde el
salmista medita sobre la naturaleza infinita e ilimitada de la presencia, el conocimiento,
y el poder de Dios en relación con los hombres. El hombre, dice, está siempre en la
presencia de Dios; uno puede aislarse de los demás hombres, pero es imposible
esconderse del Creador. "Detrás y delante me rodeaste... ¿Adónde me iré de tu
Espíritu? ¿Y adónde iré de tu presencia?" Si subiere a los cielos (el cielo estrellado), o
bajare hasta el infierno (es decir, el mundo de los muertos), o me fue re hasta los
confines del mundo, aun así no podría escapar de la presencia de Dios- "he aquí, allí tú
estás" (v. 5ss). Tampoco pueden las tinieblas, que me esconden de la vista humana,
protegerme de la mirada de Dios (v. l1ss).

Por otra parte, así como no hay límites a su presencia conmigo, tampoco hay límites
para su conocimiento de mí. Así como jamás me deja solo, tampoco paso desapercibido
jamás. "Oh Jehová, tú me has examinado y conocido, tú has conocido mi sentarme y mi
levantarme [todos mis actos y mis movimientos]; has entendido desde lejos mis pensa-
mientos [todo lo que ocupa mi mente]... y todos mis caminos te son conocidos [todos
mis hábitos, planes, metas, deseos, como también toda mi vida hasta la fecha]. Pues
aún no está la palabra en mi lengua [dicha o pensada], y he aquí, oh Jehová, tú la sabes
toda" (v. lss). Puedo encubrir mi corazón, mi pasado, y mis planes futuros de los hom-
bres, pero de Dios nada puedo ocultar. Puedo hablar de un modo que engañe a otros
hombres en cuanto a lo que realmente soy, pero nada de lo que diga o haga sirve para
engañar a Dios. El descubre todo lo que me reservo y todo lo que aparento ser; me
conoce tal como soy, mejor, en realidad, de lo que me conozco yo mismo. Un Dios
cuya presencia, y escrutinio puedo eludir sería una deidad pequeña y trivial. Pero el
Dios verdadero es grande y terrible, por el solo hecho de que está siempre conmigo y su
vista está sobre mí constantemente. El vivir se toma pavoroso cuando se tiene
conciencia de que cada momento de la vida acontece a la vista y en la compañía de un
Creador omnisciente.

Esto, sin embargo, no es todo. Ese Dios que todo lo ve es al mismo tiempo un Dios
Todopoderoso, los' recursos de cuyo poder ya me han sido revelados por la maravillosa

49
complejidad de mi propio cuerpo físico, cuerpo que él me ha dado. Enfrentado a esta
realidad, las meditaciones del salmista se vuelven adoración. "Te alabaré; porque
formidables, maravillosas son tus obras... “(v. 14).

He aquí, por consiguiente, el primer paso, en la tarea de aprehender la grandeza de


Dios: consiste en comprobar cuán ilimitada es su sabiduría, su presencia, y su poder.
Muchos otros pasajes de la Escritura enseñan lo mismo: especialmente Job 38-41, los
capítulos en los cuales Dios mismo toma el reconocimiento que hace Eliu de la grandeza
de Dios con las palabras "en Dios hay una majestad terrible" (37: 22), y presenta ante
Job un tremendo despliegue de su sabiduría y poder en la naturaleza, le pregunta si
puede igualar semejante "majestad" (40: 10), Y lo convence de que, ya que no puede,
no tendría que pretender censurar a Dios por su manejo del caso, lo que está mucho más
allá del entendimiento de Job mismo. Pero no podemos seguir con este tema ahora.

IV

Como ejemplo de lo que significa el segundo paso analicemos Isaías 40:12ss. Aquí Dios
le habla a gente cuyo ánimo es el que tienen muchos cristianos en la actualidad -gente
desesperanzada, acobardada, secretamente desesperada; gente contra la que el curso de
los acontecimientos se viene batiendo desde hace mucho tiempo; gente que ha dejado de
creer que la causa de Cristo puede volver a prosperar. Veamos cómo razona con ellos
Dios a través de su profeta.

Miren las obras que he hecho, les dice. ¿Podrían hacerlas ustedes? ¿Puede hombre
alguno hacerlas? "¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su
palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con
pesas los collados?" (v. 12). ¿Son ustedes lo suficientemente sabios como para hacer
estas cosas? ¿Tienen el poder necesario? En cambio yo sí; de otro modo no hubiera
podido hacer este mundo. "¡He aquí vuestro Dios!”

Pasemos a mirar a las naciones, sigue diciendo el profeta: las grandes potencias
nacionales, a cuya merced se sienten supeditadas ustedes. Asiría, Egipto, Babilonia -tan
vastos son sus ejércitos y sus recursos, en comparación a los de ustedes, que les tienen
temor, miedo. Pero consideren ahora la posición de Dios frente a esas poderosas fuerzas
que ustedes tanto temen. "He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae
del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas... Como nada son
todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que
nada, y que lo que no es" (v. 15s). Ustedes tiemblan ante las naciones porque son
mucho más débiles que ellas; pero Dios es tanto más grande que las naciones que para
él son como nada. “¡He aquí vuestro Dios!"

Luego, echemos un vistazo al mundo. Consideren su tamaño, su variedad, y su


complejidad; piensen en los tres mil millones y más de personas que lo pueblan, y en el
enorme cielo que está por encima de él. ¡Qué seres diminutos somos ustedes y yo en
comparación con todo el planeta en que vivimos! Y, 'sin embargo, ¿qué es todo este
portentoso planeta en comparación con Dios? "El está sentado sobre [por encima de] el
círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él extiende los cielos como
una cortina, los despliega como una tienda para morar" (v. 22). El mundo nos

50
empequeñece a todos, pero Dios empequeñece al mundo. El mundo es él estrado de sus
pies, sobre el que él está sentado inexpugnablemente. El es más grande que el mundo y
todo lo que en él hay de manera que toda la frenética actividad de sus tres mil millones
de habitantes no lo afectan en mayor medida que a nosotros el ruido y los movimientos
de las langostas en un día de sol. "He aquí vuestro Dios."

Miremos, en cuarto lugar, a los grandes hombres del mundo: los gobernantes cuyas
leyes y programas políticos determinan el bienestar de millones de personas; los que
aspiran a gobernar el mundo, los dictadores, los creadores de imperios, hombres que
tienen en sus manos el poder necesario para desencadenar una guerra global. Piensen en
Senaquerib y en Nabucodonosor, piensen en Alejandro, Napoleón, Hitler. Piensen,
contemporáneamente, en Breznev, Carter, y Hua Kuo-feng. ¿Suponen ustedes que son
realmente estos grandes hombres quienes determinarán el giro que ha de tomar el
mundo? Vuelvan a pensar en esto; porque Dios es más grande que los más grandes entre
ellos. "El convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como
cosa vana" (v. 23). Dios es, como lo dice el Libro de Oración, "el único que gobierna a
los príncipes". " He aquí vuestro Dios”
Pero no hemos terminado aún. Miren, finalmente, a las estrellas. La experiencia más
universalmente impresionante que conoce el hombre es la de estar solo en una noche
limpia mirando las estrellas. No hay otra cosa que nos dé una sensación semejante de
distancia y lejanía; no hay experiencia que nos haga sentir más fuertemente nuestra
propia pequeñez e insignificancia. Y nosotros, que vivimos en el umbral de la era
espacial, estamos en condiciones de complementar esta experiencia universal con el
conocimiento científico de los factores que están involucrados -millones de estrellas en
número, a billones de años luz de distancia. La mente se marea; la imaginación no
puede abarcarlo todo cabalmente; cuando intentamos imaginar las insondables
profundidades del espacio exterior, nos quedamos mentalmente estupefactos y
mareados. Pero, ¿qué es esto para Dios? "Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién
creó estas cosas [las estrellas]; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus
nombres; ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio" (v.
26). Es Dios quien saca las estrellas; fue Dios quien las puso en el espacio en primer
lugar; él es su Hacedor y Amo: están todas en sus manos, y sujetas a su voluntad. Tal
es su poder y su majestad. “¡He aquí vuestro Dios!"

A continuación dejemos que Isaías aplique a nuestro caso la doctrina bíblica de la


majestad de Dios, haciéndonos las tres preguntas que aquí hace en nombre de Dios a
esos israelitas desilusionados y abatidos.

1. "¿A quién pues me compararéis, para que yo sea como él? dice el Santo" (v. 25).

Esta pregunta censura los conceptos errados acerca de Dios. "Tus conceptos de Dios son
demasiados humanos", le dijo Lutero a Erasmo. Es aquí justamente dónde muchos nos
descaminamos. Nuestros conceptos de Dios no son suficientemente grandes; no tenemos
en cuenta la realidad de su poder y su sabiduría ilimitados. Porque nosotros mismos
somos limitados y débiles, nos imaginamos que en algún aspecto Dios también lo es, y
nos resulta difícil aceptar que no lo sea. Pensamos en Dios como si fuera parecido a

51
nosotros. Rectifiquen este error, dice Dios; aprendan a reconocer la plena majestad de
su incomparable Dios y Salvador.

2. "¿Por qué dices, pues, oh Jacob, y hablas, oh Israel, diciendo: Escondido está mi
camino a Jehová, y mi causa va pasando desapercibida de mi Dios?" (v. 27,
VM).

Esta pregunta censura los conceptos errados acerca de nosotros mismos. Dios no nos ha
abandonado, así como no había abandonado a Job. Jamás abandona a la persona hacia
quien dirige su amor; tampoco Cristo, el buen pastor, pierde jamás la huella de sus
ovejas. Es tan falso como irreverente acusar a Dios de olvidar, de pasar por alto, de
perder interés en la situación y las necesidades de su pueblo. Si nos hemos estado
resignando a la idea de que Dios nos ha abandonado a nuestros propios recursos,
busquemos la gracia necesaria para avergonzamos de nosotros mismos. Tal pesimismo
incrédulo deshonra profundamente a nuestro gran Dios y Salvador.

3. "¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los
confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con cansancio" (v. 28).

Esta pregunta censura nuestra lentitud en aceptar la majestad de Dios. Dios quiere
sacamos de la incredulidad moviéndonos a la vergüenza. ¿Qué es lo que pasa? Dios
pregunta: ¿Se han estado imaginando que yo, el Creador, estoy viejo y cansado? ¿Nadie
les ha dicho la verdad sobre mí? Muchos somos merecedores de este reproche. ¡Qué
lentos somos para creer en Dios como Dios, soberano, todopoderoso, que todo lo ve!
¡Qué poco tenemos en cuenta la majestad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo! Lo
que necesitamos es "esperar a Jehová" y meditar sobre su majestad, hasta que estas
cosas se nos graben en el corazón y encontremos que de este modo nuestras fuerzas han
sido renovadas.

CAPITULO 9: EL ÚNICO & SABIO DIOS

¿Qué quiere decir la Biblia cuando afirma que Díos es sabio? En la Escritura la
sabiduría es una cualidad moral tanto como intelectual, más que mera inteligencia o
conocimiento, así como también es más que mera habilidad o sagacidad. Para ser
realmente sabio, en el sentido bíblico, la inteligencia y la habilidad deben ser puestas al
servicio de una causa buena. La sabiduría consiste en la capacidad de ver, y en la
inclinación a elegir, la meta mejor y más alta, juntamente con la forma más segura de
alcanzarla.

La sabiduría es, en realidad, el lado práctico del bien moral. Como tal, sólo se
encuentra en su plenitud en Dios mismo. Sólo él es enteramente, invariablemente, y
naturalmente sabio. "Su sabiduría está por siempre alerta", dice el himno; y es cierto.
Dios no puede menos que ser invariablemente sabio en todo lo que hace. La sabiduría,
como decían los viejos teólogos, es su esencia, así como el poder, y la verdad, y el bien
son su esencia -elementos integrales, vale decir, de su carácter.

52
En los hombres la sabiduría puede- verse frustrada por factores circunstanciales fuera
del control del hombre sabio. Ahitofel, el asesor renegado de David, dio buen consejo
cuando sugirió a Absalón que liquidase a David de inmediato, antes de que tuviese
tiempo de recuperarse del primer sobresalto de la revuelta de Absalón; pero Absalón
estúpidamente tomó otra determinación, y Ahitofel, hirviendo por su orgullo herido, y
previendo, sin duda, que la revuelta habría de fracasar como consecuencia, y no
pudiendo perdonarse a sí mismo por haber sido tan necio como para unirse a ella, se
volvió a su casa y se suicidó (II Samuel 17).

Pero la sabiduría de Dios no puede verse frustrada, como ocurrió con el "acertado
consejo" (v. 14) de Ahitofel, pues está aliada a la omnipotencia. El poder forma parte
de la esencia de Dios tanto como la sabiduría. Un principio bíblico fundamental
descriptivo del carácter divino dice que la omnisciencia gobierna la omnipotencia, el
poder infinito es gobernado por la infinita sabiduría. "El es sabio de corazón, y
poderoso en fuerzas" (Job 9:4). "Con Dios está la sabiduría y el poder" (12: 13). "Es
poderoso en fuerza de sabiduría" (36: 5). "Tal es la grandeza de su fuerza... su
entendimiento no hay quien lo alcance" (Isa. 40:26,28). "Suyos son el poder y la
sabiduría" (Dan. 2:20). La misma coyuntura aparece en el Nuevo Testamento: "Y al que
es poderoso para haceros estables, según mi evangelio... al solo sabio Dios... “(Rom.
16:25,27, VM). La sabiduría sin el poder resultaría patética, una caña quebrada; el
poder sin la sabio daría resultaría simplemente aterrador; pero en Dios la sabio daría
ilimitada y el poder infinito se unen, y esto hace que él sea enteramente digno de
nuestra plena confianza.

La omnipotente sabiduría de Dios está siempre activa, y jamás fracasa. Todas sus obras
de creación, providencia, y gracia la evidencian, y mientras no la veamos en ellas no
estamos mirando como corresponde. Pero no podemos reconocer la sabiduría de Dios a
menos que sepamos para qué realiza 'él sus obras. Aquí es donde muchos se equivocan.
Entienden mal lo que quiere decir la Biblia cuando afirma que Dios es amor (véase 1
Juan 4:8 - 10). Piensan que Dios propone una vida libre de .problemas para todos,
independientemente de su estado moral y espiritual, y por consiguiente llegan a la
conclusión de que todo lo que sea doloroso y desconcertante (las enfermedades, los
accidentes, los perjuicios, la falta de trabajo, el sufrimiento de un ser querido), indican
que bien la sabiduría o el poder de Dios, o ambos, han fracasado, o que Dios, después
de todo, no existe. Pero esta idea en cuanto a las intenciones de Dios está totalmente
equivocada. La sabiduría de Dios nunca se comprometió a mantener la felicidad de un
mundo caído, ni a hacer que la impiedad resulte beneficiosa. Ni siquiera a los cristianos
les ha prometido una vida libre de penurias; más bien al revés. Para la vida en este
mundo tiene previstos objetivos que no son simplemente hacer que las cosas les resulten
fáciles a todos.

¿Qué es lo que busca Dios entonces? ¿Cuál es su meta? ¿Qué es lo que se propone?
Cuando Dios hizo al hombre, su propósito era que el hombre lo, amase y lo honrase,
alabándolo por la complejidad maravillosamente Ordenada y variada de su mundo,
usufructuándolo según la voluntad de él, y disfrutando tanto del mundo como de él. Y
aunque el hombre ha caído, Dios no ha abandonado su propósito inicial. Todavía tiene
establecido que una gran hueste de seres humanos llegue a amarlo y a honrarlo. Su
objetivo final es el de lograr que esos humanos alcancen un estado en que le agraden

53
enteramente y lo alaben adecuadamente, un estado en el que él sea el todo para ellos, y
en que él y ellos se regocijen continuamente en el conocimiento del amor mutuo que se
sienten -un estado en el que los hombres se regocijen en el amor salvador de Dios,
dispensado desde toda la eternidad, y en el que Dios se regocije en el amor que los
hombres le retribuyen, y que se manifiesta en ellos por la gracia mediante el evangelio.

En esto consistirá la "gloria" de Dios, y también la "gloria" del hombre, en todos los
sentidos que este término tan rico puede denotar. Pero esto sólo se hará realidad
plenamente en el otro mundo, en el contexto de una transformación de todo el orden
creado. Mientras tanto, sin embargo, Dios sigue trabajando sin descanso para que se
concrete. Sus objetivos inmediatos son encaminar a hombres y mujeres individualmente
hacia él en una relación de fe, esperanza, y amor, librándolos del pecado y
evidenciando en sus vidas el poder de su gracia; defender a su pueblo de las fuerzas del
mal; extender por el mundo entero el evangelio por el cual ofrece su salvación. En el
cumplimiento de cada una de las partes de este propósito el Señor Jesucristo ocupa un
lugar central, por cuanto Dios lo ha ofrecido para que él sea el que salva del pecado, en
quien los hombres deben confiar, tanto como para que sea el Señor de la iglesia, al que
los hombres deben obedecer. Hemos considerado la forma en que la sabiduría divina se
manifestó en la encarnación y en la cruz de Cristo. Agregamos ahora que la sabiduría de
Dios en su trato con los individuos se ve a la luz del complejo propósito que acabamos
de bosquejar.

II

En esto nos ayudan las biografías bíblicas. No encontraremos ilustraciones más claras de
la sabiduría de Dios para organizar la vida de los seres humanos que las que ofrecen
algunos de los relatos de las Escrituras. Tomemos, por ejemplo, la vida de Abraham.
Abraham se dejó arrastrar al engaño rastrero repetidamente, con lo cual puso en real
peligro la castidad de su mujer (Génesis 12:10ss, 20). Evidentemente, era por naturaleza
un hombre de poca fortaleza moral, y al mismo tiempo excesivamente ansioso por
proteger su seguridad personal (12:12s, 20:11). Además resultó ser vulnerable a las
presiones: ante la insistencia de su mujer, aceptó tener un hijo con su sierva Agar, y
cuando Sarai reaccionó con recriminaciones histéricas ante el orgullo de Agar cuando
ésta se vio encinta, le permitió que echara a Agar de la casa (Cáp. 16:5,6). Es evidente,
por lo tanto, que Abraham no era un hombre de sólidos principios por naturaleza, y su
sentido de responsabilidad era más bien deficiente. Pero Dios en su sabiduría se ocupó
de esta figura poco heroica y más bien floja con tal éxito que no sólo cumplió fielmente
el papel que se le asignó en el escenario de la historia de la iglesia, como pionero de la
ocupación de Canaán, primer recipiente del pacto de Dios (Cáp... 17), padre de Isaac,
el niño prodigio, sino que, se transformó, además, en un hombre nuevo.

Lo que Abraham necesitaba más que nada era aprender la práctica de vivir en la
presencia de Dios, entendiendo toda la vida en relación con él, y aceptándolo como su
único jefe, defensor, y galardonador. Esta fue la gran lección que Dios en su sabiduría
se propuso enseñarle. "No temas, Abraham; yo soy tu escudo, y tu galardón será
sobremanera grande" (15:1). "Yo soy el Dios Todopoderoso, anda delante de mí y sé
perfecto [honesto y sincero]" (17:1). Vez tras vez Dios hizo que Abraham se enfrentara

54
con él y de este modo lo condujo hasta el punto en que su corazón pudo decir, con el
salmista, "¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la
tierra... la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre" (Sal. 73:25s). A
medida que se desarrolla la historia, vemos en la vida de Abraham los resultados de la
lección aprendida. Sus viejas debilidades salen a la superficie de vez en cuando, pero a
la par surge una nueva nobleza y una firme independencia, productos del hábito
desarrollado por Abraham de caminar con Dios, de descansar sobre su voluntad
revelada, confiando en él, esperando en él, inclinándose ante su providencia, y
obedeciéndolo aun cuando le manda hacer algo extraño y poco convencional. De haber
sido un hombre del mundo, Abraham se transforma en un hombre de Dios.

Así, cuando responde al llamado de Dios, abandona su hogar, y viaja por la tierra que
han de poseer sus descendientes (12:7) -pero no él mismo, nótese; Abraham no llegó a
poseer más que una tumba en Canaán (Cáp... 23)-, observamos en él una nueva
mansedumbre cuando renuncia a su derecho a elegir antes que su sobrino Lot (13:8s).
Vemos en él un nuevo coraje cuando sale con apenas trescientos hombres a rescatar a
Lot de las fuerzas combinadas de cuatro reyes (14: 14s). Observamos una nueva
paciencia cuando espera un cuarto de siglo, desde la edad de setenta y cinco hasta los
cien, a que nazca el heredero prometido (12:4; 21:5). Lo vemos convertirse en un
hombre de oración, un intercesor pertinaz cargado con un sentido de responsabilidad
ante Dios por el bienestar de los demás (18:23s). Hacia el final lo vemos enteramente
dedicado a la voluntad de Dios, y con tanta confianza en que Dios sabe lo que hace, que
está dispuesto a matar a su propio hijo por orden de Dios, a ese heredero cuyo
nacimiento había esperado tanto tiempo (Cáp. 22). ¡Con qué sabiduría le había enseñado
Dios su lección! ¡Y qué bien aprendió Abraham esa lección!

Jacob, nieto de Abraham, tuvo que someterse a otra disciplina; Jacob era un caprichoso
hijo de su mamá, bendecido (o maldecido) con todos los instintos oportunistas y la
crueldad amoral del comerciante ambicioso y egoísta. En su sabiduría Dios había
resuelto que Jacob, si bien era el hijo menor, obtuviese la primogenitura y la bendición
consiguiente, y que de este modo fuese el portador de la promesa del pacto (cf. 28:13s);
además, había resuelto que Jacob se casaría con sus primas Lea y Raquel y que sería
padre de los doce patriarcas, a quienes debía pasar la promesa (cf. caps. 48,49).

Pero también, en su sabiduría, Dios había decidido inyectar en Jacob la verdadera


religión. Toda la actitud de Jacob hacia la vida era irreligiosa, y tenía que ser cambiada;
Jacob debía ser convencido de que tenía que dejar de confiar en su propia habilidad y
poner su confianza en Dios, y debía también comprender que tenía que rechazar ese
inescrupuloso doblez que le venía con tanta naturalidad. Por lo tanto Jacob debía llegar
a darse cuenta de su propia debilidad y necedad hasta que llegara a desconfiar
totalmente d sí mismo, de modo que ya no intentase triunfar explotando a los demás. La
autosuficiencia de Jacob debía desaparecer en forma total y definitiva. Con paciente
sabiduría (porque Dios siempre espera que llegue el momento apropiado) Dios condujo
a Jacob al punto en que podía estampar en su alma el necesario sentido de impotencia en
forma indeleble decisiva. Resulta aleccionador trazar los pasos que siguió Dios para
lograrlo.

Primero, durante un período de unos veinte años, Dios le permitió a Jacob tejer las
complejas madejas del engaño con las inevitables consecuencias -desconfianza mutua

55
amistades transformadas en enemistad, y el aislamiento de engañador. Las
consecuencias de las astucias de Jacob constituyeron la maldición de Dios sobre ello.
Cuando Jacob hubo soplado la primogenitura y la bendición a Esaú (25:29ss; Cáp. 27),
Esaú se le volvió en contra (¡naturalmente!) y Jacob tuvo que abandonar la casa
urgentemente Se fue a la casa de su tío Labán, que resultó ser un cliente tan artero como
Jacob mismo. Labán explotó la situación de Jacob y con artimañas lo hizo contraer
matrimonio no sólo con la hija linda y hermosa, a la que quería Jacob, sin también con
la menos agraciada, para la que le hubiera resultado difícil encontrar un buen marido de
otro modo (29: 15-30).

La experiencia de Jacob con Labán es el caso del mordedor que sale mordido; Dios se
valió del caso para mostrarle a Jacob lo que significa encontrarse en el extremo recepto
de una estafa - algo que Jacob debía aprender si habría de desencantarse alguna vez de
su anterior manera de vivir. Pero Jacob no se habría curado todavía. Su reacción
inmediata fue la de volver mal por mal; manipuló la cría de la ovejas de Labán con tal
astucia, con tal pérdida para el patrón y beneficio para sí mismo, que Labán se puso
furioso, y a Jacob le pareció prudente irse con su familia a Canaán, antes que
comenzaran activamente las represalia (30:25- Cáp.. 31). Y Dios, que hasta aquí había
soportado la deshonestidad de Jacob sin reproche, lo alentó para que si fuera (30:11ss;
cf. 32.1s; 9s); porque Dios sabía lo que iba a ocurrir antes de que finalizara el viaje.
Cuando Jacob se fue Labán salió en su persecución y le dejó bien claro que no quería
verlo de vuelta (Cáp. 31).

Cuando la caravana de Jacob llegó a los linderos de la tierra de Esaú, Jacob envió a su
hermano un cortés mensaje para comunicarle su llegada. Pero las noticias que le trajeron
de vuelta le hicieron pensar que Esaú tenía un ejército armado para hacerle frente, para
vengarse de la bendición hurtada por él veinte años atrás, por lo que a Jacob le vino una
gran desesperación. Había llegado el momento de Dios. Esa noche, cuando Jacob estaba
solo a la orilla del río Jacob, Dios le salió al encuentro (32:24ss). Transcurrieron horas
de agudo conflicto espiritual y, según le pareció a Jacob, físico también. Jacob estaba
asido de Dios; quería una bendición, seguridad del favor divino y protección ante la
crisis que atravesaba, pero no conseguía lo que quería. En cambio, se volvía más y más
consciente de su propia situación, completamente indefenso y, sin Dios, totalmente
desesperanzado. Sintió que la gran amargura de sus caminos cínicos e inescrupulosos se
volvía contra él. Hasta aquí había sido siempre autosuficiente, creyéndose amo de
cualquier situación que pudiera presentársele, pero ahora se sentía completamente
incapaz de manejar la situación, y comprendió con espeluznante certidumbre que jamás
volvería a atreverse a confiar en sí mismo para resolver sus cosas y forjar su destino.
Jamás volvería a intentar vivir apoyándose en su ingenio.

Para que Jacob estuviera doblemente convencido, mientras luchaban Dios le descoyuntó
el muslo (v. 25), dejándolo cojo como perpetuo recuerdo de su propia debilidad
espiritual, y la necesidad de apoyarse en Dios, así como por el resto de su vida tendría
que apoyarse en un bastón para caminar. Jacob llegó a odiarse; con todo su corazón por
primera vez en su vida sintió odio, verdadero odio, por esa astucia que tanto había
apreciado en sí mismo. Por ella Esaú estaba en contra de él (justamente, por cierto), sin
mencionar a Labán, y ahora, por la misma razón, le parecía a él, Dios se negaba a
bendecirlo nuevamente. "Déjame... ", dijo Aquel con quien luchaba; parecía como si
Dios estuviera por abandonarlo. Pero Jacob se aferró a él y dijo: "No te dejaré, si no me

56
bendices" (v. 26). Fue entonces que Dios pronunció sus palabras de bendición: porque a
esta altura Jacob se reconocía débil y desesperado, humillado y dependiente; fue ahora
que podía ser bendecido. "El debilitó mi fuerza en el camino", dijo el salmista (Sal.
102:23); y eso es justamente lo que había hecho Dios con Jacob. Cuando Dios hubo
terminado con Jacob no le quedaba a este un ápice de autosuficiencia. El sentido en que
Jacob "venció" en su lucha con Dios (v. 28) es simplemente que se aferró a Dios
mientras Dios lo debilitaba y forjaba en él el espíritu de sumisión y auto desconfianza;
que había anhelado la bendición de Dios hasta tal punto que se mantuvo asido de Dios
mientras duró esa penosa humillación, hasta que llegó tan abajo que Dios lo levantó
hablándole palabras de paz y asegurándole que no tenía por qué temer ya a Esaú. Cierto
es que Jacob no se convirtió en un santo hecho y derecho de la noche a la mañana; no
se portó del todo bien con Esaú al día siguiente (33:14-17); pero en principio Dios había
ganado la batalla, y para siempre. Jacob no volvió a deslizarse jamás por sus viejos
caminos. Jacob el cojo había aprendido la lección. La sabiduría de Dios había realizado
su obra.

Un ejemplo más tomado del Génesis, distinto del anterior, es el de José. Los hermanos
del joven José lo vendieron como esclavo en Egipto donde, calumniado por la maligna
mujer de Potifar, fue encarcelado, aun cuando posteriormente escaló posiciones
eminentes. ¿Con qué fin planeó esto Dios en su sabiduría? Por lo que hace a José
personalmente, la respuesta la tenemos en el Salmo 105:19: "El dicho de Jehová le
probó." José estaba siendo probado, preparado, pulido; se le estaba enseñando, durante
el lapso en que fue esclavo, y en la prisión, a afirmarse en Dios, a mantenerse contento
y caritativo en circunstancias adversas, y a esperar pacientemente al Señor. Con
frecuencia Dios emplea penurias sostenidas para enseñar lecciones de esta clase. Por lo
que hace a la vida del pueblo de Dios, José mismo dio la respuesta a nuestro
interrogante cuando les reveló su identidad a sus hermanos, perturbados por la situación.
"Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para
daros vida de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios... “.
(45:7s). La teología de José era tan sana como profunda era su caridad. Una vez más
tenemos aquí la sabiduría de Dios acomodando los acontecimientos de una vida humana
para un doble fin: la santificación personal del hombre en cuestión, y el cumplimiento
del ministerio y el servicio que le estaba encomendado en relación con la vida del
pueblo de Dios. En la vida de José, igual que en la de Abraham y Jacob, vemos que se
cumple cabalmente dicho propósito doble.

III

Estas cosas fueron escritas para nuestra instrucción: porque la misma sabiduría que
encaminó las sendas que siguieron los santos de Dios en la época bíblica encamina la
vida del cristiano en el día de hoy. No debiéramos, por lo tanto, desalentamos
demasiado cuando nos ocurren cosas inesperadas y desconcertantes, cosas que nos
desaniman. ¿Qué significan? Pues simplemente que Dios en su sabiduría tiene la
intención de hacer de nosotros algo que aún no hemos alcanzado, y que lo que pasamos
tiende a ese fin.

Tal vez tiene decidido fortalecemos en la paciencia, el buen humor, la compasión, la


humildad, o la mansedumbre, dándonos un poco de práctica adicional en el ejercicio de

57
dichas gracias bajo condiciones particularmente difíciles. Quizá tenga lecciones nuevas
que enseñamos en cuanto a la negación de uno mismo y el auto desconfianza. A lo
mejor quiere eliminar nuestra tendencia a la autosatisfacción, o la falta de realidad, o a
formas de orgullo y engreimiento no percibidas por nosotros. Tal vez su propósito sea
simplemente el de acercamos más a él, en una comunión más consciente; porque ocurre
a menudo, como lo saben todos los santos, que la comunión con el Padre y el Hijo
resulta más real y dulce, y el gozo cristiano es mayor, cuanto más pesada sea la cruz.
(¡Recordemos a Samuel Rutherford!) O tal vez Dios nos está preparando para tipos de
servicio de los cuales al presente no tengamos la menor idea.

Pablo descubrió parte de la razón de sus propias aflicciones en el hecho de que Dios
"nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros
consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que
nosotros somos consolados por Dios" (II Cor. 1:4). Hasta el propio Señor Jesús "por lo
que padeció aprendió la obediencia", y de este modo fue "perfeccionado" para su
ministerio sacerdotal de compasión y ayuda para con sus atribulados discípulos (Heb.
5:8s): Lo cual significa que como, por un lado, puede sostenemos y hacemos más que
vencedores frente a todos nuestros problemas y preocupaciones, así también, por otro
lado, no debemos sorprendemos si nos llama a seguir sus pisadas y a dejamos moldear
para el servicio a los demás mediante dolorosas experiencias de las que no somos en
realidad merecedores. "El conoce su camino", aun cuando por el momento nosotros no
lo sepamos. A nosotros nos pueden resultar francamente desconcertantes algunas de las
cosas que nos ocurren, pero Dios sabe muy bien lo que está haciendo, y lo que busca, y
en sus manos están nuestros asuntos. Siempre, y en todo, Dios obra sabiamente: esto lo
comprobaremos posteriormente, aun en los casos en que nosotros no lo veíamos antes.
(Job conoce ahora en el cielo todas las razones de por qué fue afligido, aun cuando
nunca llegó a saberlo durante su vida.) Mientras tanto, no debemos poner en tela de
juicio su sabiduría, ni siquiera cuando nos deja a oscuras.

Más, ¿cómo hemos de hacer frente a estas situaciones desconcertantes y difíciles si no


podemos por el momento saber cuál es el propósito divino que hay por detrás? Primero,
tomándolas como de Dios, y preguntándonos cómo nos indica el evangelio de Dios que
debemos reaccionar frente a ellas y en medio de ellas; segundo, buscando el rostro de
Dios en forma concreta en procura de luz. Si procedemos de esta manera, nunca nos
veremos completamente a oscuras en cuanto a los propósitos que tiene Dios en relación
con nuestros problemas. Siempre hemos de ver por lo menos tanto propósito en ellas
como el que Pablo descubrió con relación a su aguijón en la carne. Le vino, nos dice,
como "un mensajero de Satanás" tentándole a pensar mal de Dios. Resistió la tentación,
y buscó el rostro de Cristo tres veces, pidiendo que el aguijón le fuese quitado. La única
respuesta que obtuvo fue: "Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la
debilidad." Luego de reflexionar percibió un motivo para dicha aflicción: tenía como fin
el que se mantuviese humilde "para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase
desmedidamente". Este pensamiento, y las palabras de Cristo, lo consolaron. No quería
más. He aquí su actitud final: "Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis
debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo" (II Cor. 12:7-9).

Esta actitud de Pablo nos sirve de modelo. Cualquiera sea el propósito que puedan o no
tener las pruebas del cristiano, como medios de prepararlo para su futuro servicio
siempre han de tener por lo menos el propósito que tenía el aguijón en la carne de

58
Pablo; nos habrán sido enviadas para hacemos y mantenemos humildes, y a fin de
damos una nueva oportunidad para que se vea el poder de Cristo en nuestra vida mortal.
¿Acaso necesitamos saber más que eso? ¿No es esto suficiente en sí mismo para
convencemos de que la sabiduría de Dios obra por ellas? Cuando Pablo se dio cuenta de
que su tribulación le había sido mandada para que por ella pudiera glorificar a Dios, la
aceptó como una medida sabia, y se regocijó en ella. Dios nos dé gracia, en medio de
nuestras propias tribulaciones, para hacer lo mismo.

CAPITULO 10: LA SABIDURÍA DE DIOS Y LA NUESTRA

Cuando los viejos teólogos reformados se referían a los atributos de Dios, solían
clasificados en dos grupos: los incomunicables y los comunicables.

En el primer grupo colocaban aquellas cualidades que realzan la trascendencia de Dios y


que muestran la tremenda diferencia que hay entre él como ser Creador, y nosotros sus
criaturas. Comúnmente la lista era la siguiente -la independencia de Dios (la existencia
autónoma y la autosuficiencia); su inmutabilidad (enteramente libre de cambio, lo cual
conduce a un proceder completamente invariable); su infinitud (libre de toda limitación
de tiempo y espacio: es decir, su eternidad y su omnipresencia); y su simplicidad (el
hecho de que en él no hay elementos que puedan entrar en conflicto, de manera que, a
diferencia del hombre, no puede verse en conflicto entre deseos y pensamientos
divergentes). Los teólogos llamaban incomunicables a dichas cualidades porque son
características únicamente de Dios; el hombre, justamente por ser hombre y no Dios, no
comparte ni puede compartir ninguna de ellas.

En el segundo grupo los teólogos reunían cualidades tales como la espiritualidad de


Dios, su libertad, y su omnipotencia, junto con todos sus atributos morales -bondad,
veracidad, santidad, justicia, etc. ¿Qué principio se aplicaba para esta clasificación? el
siguiente: que cuando Dios hizo al hombre, le comunicó cualidades que correspondían a
todas ellas. Esto es lo que quiere significar la Biblia cuando nos dice que Dios hizo al
hombre a su propia imagen (Gen. 1:26s) - a saber, que Dios hizo al hombre como ser
espiritual libre, agente moral responsable con facultades de elección y acción, capaz de
tener comunión con él y de responder a él, y por naturaleza bueno, veraz, santo, recto
(cf. Ecl. 7: 29), en una palabra, con cualidades divinas.

Las cualidades morales que pertenecían a la imagen divina las perdió el hombre en el
momento de la caída; la imagen de Dios en el hombre ha sido universalmente
empañada, por cuanto toda la humanidad, de un modo u otro, ha caído en la impiedad.
Pero la Biblia nos dice que ahora, en cumplimiento de su plan de redención, Dios obra
en los creyentes cristianos con el fin de reparar esa imagen arruinada, renovando en
ellos dichas cualidades. Esto es lo que quiere decir la Escritura cuando afirma que los
cristianos están siendo renovados a la imagen de Cristo (II Coro 3: 18) y de Dios (Col.
3: 10).

59
La Biblia tiene mucho que decir acerca del don divino de la sabiduría. Los primeros
nueve capítulos de Proverbios constituyen una sola y sostenida exhortación a buscar este
don. "Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; y sobre todas tus posesiones adquiere
inteligencia... Retén el consejo, no lo dejes; guárdalo, porque eso es tu vida" (pro.
4:7,13). Se personifica a la sabiduría y se la hace defender su propia causa:
"Bienaventurado el hombre que me escucha, velando a mis puertas cada día,
aguardando a los postes de mis puertas. Porque el que me halle, hallará la vida, y
alcanzará el favor de Jehová. Mas el que peca contra mí, defrauda su alma; todos los
que me aborrecen aman la muerte" (Pro. 8: 34ss).

Como si se tratase de una anfitriona, la sabiduría convida a los necesitados a su


banquete: "Dice a cualquier simple: Ven acá" (Pro. 9:4). Lo que se realza en todo
momento es la buena voluntad de Dios para otorgar sabiduría (aunque la figura es la de
la sabiduría misma dispuesta a darse) a todos los que anhelan el don y están dispuestos a
dar los pasos necesarios para obtenerla. En el Nuevo Testamento la sabiduría recibe un
énfasis similar. De los cristianos se requiere que adquieran sabiduría ("Mirad, pues, con
diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios... No seáis insensatos, sino
entendidos de cuál sea la voluntad del Señor" (Efe. 5: 15ss); "Andad sabiamente para
con los de afuera...” (Col. 4: 5). Se ofrece oración para que les sea suministrada
sabiduría: "que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría...” (Col.
1: 9). Santiago hace, en nombre de Dios, una promesa: "Si alguno de vosotros tiene
falta sabiduría, pídala a Dios..., y le será dada" (San. 1: 5).

¿De dónde procede la sabiduría? ¿Qué pasos debe dar el hombre para obtener este don?
Según la Escritura hay dos requisitos previos. Primero, uno tiene que aprender a
reverenciar a Dios. "El principio de la sabiduría es el temor de Jehová" (Sal. 111:10;
Pro. 9:10; cf. Job. 28:28; Pro. 1:7; (j 15:33). No podemos hacer nuestra la sabiduría
divina sin 0 antes habemos hecho humildes, susceptibles de aprender, en actitud de
reverencia ante la santidad y la soberanía de Dios (el "Dios... fuerte, grande y temible",
Neh. 1:5; cf. 4:14; 9:32; Deu. 7:21; 10:17; Sal. 99:3; Jer. 20:11), reconociendo nuestra
propia pequeñez, desconfiando de nuestros propios pensamientos, y dispuestos a que
nuestra mente experimente un vuelco completo. Es de temer que muchos cristianos se
pasan toda la vida en una actitud mental en la que anida el orgullo y la presunción, de
tal modo que jamás pueden alcanzar la sabiduría de Dios. No es en vano que la
Escritura dice, "con los humildes está la sabiduría" (Pro. 11: 2).

Segundo, uno tiene que aprender a aceptar la palabra de Dios. La sabiduría es forjada
divinamente en quienes se dedican a estudiar la revelación de Dios, y sólo en ellos. "Me
has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos", declara el salmista,
"más que todos mis enseñadores he entendido". ¿Por qué? "Porque tus testimonios son
mi meditación" (Sal. 119:98 ss). Así también Pablo aconseja a los colosenses: "La
palabra de Cristo more en abundancia en vosotros" (Col. 3: 16). ¿Cómo hemos de
cumplir este requisito nosotros los hombres del siglo veinte? Empapándolas en las
Escrituras, las que, como le dijo Pablo a Timoteo (¡y estaba pensando en el Antiguo
Testamento solamente!), "te pueden hacer sabio para la salvación" mediante la fe en
Cristo, y hacer perfecto al hombre de Dios "para toda buena obra" (II Tim. 3: 15-17).

Mucho nos tememos, en esto también, que muchos de los que profesan pertenecer a
Cristo hoy en día nunca aprenden a ser sabios, porque no prestan la atención necesaria a

60
la palabra escrita de Dios. El leccionario del Libro de Oración de Cranmer (que se
supone que todos los anglicanos deben seguir) nos conduce por todo el Antiguo
Testamento una vez por año, y por todo el Nuevo Testamento dos veces. William
Gouge, el puritano, leía regularmente quince capítulos por día. El fallecido archidiácono
T. C. Hammond solía leer la Biblia entera cuatro veces por año. ¿Cuánto tiempo hace
que hemos leído la Biblia de comienzo a fin? ¿Dedicamos tanto tiempo por día a la
Biblia como el que dedicamos al diario? ¡Qué tontos somos algunos!, y seguimos
siéndolo toda la vida, sencillamente porque no queremos molestamos en hacer lo que
hay que hacer para recibir esa sabiduría que es un don gratuito de Dios.

II

Empero, ¿qué clase de cosa es el don de la sabiduría que da Dios? ¿Qué efecto tiene
sobre la vida del hombre? Aquí es donde muchos se equivocan. Podemos dejar en claro
el carácter del error que cometen mediante una ilustración.

Si nos ubicamos en el extremo de una plataforma de la estación ferroviaria de York,


Inglaterra, podremos observar una sucesión constante de movimientos de máquinas y
trenes, y si este tipo de escena nos entusiasma, el despliegue de actividad nos resultará
fascinador. Obtendremos una idea muy vaga y general del plan total que determina
todos los movimientos que vemos (es decir, el esquema operacional bosquejado en una
planilla de horarios, y las modificaciones hechas minuto a minuto, si se da el caso,
según se desarrolla el movimiento de los trenes en la práctica). Si, en cambio, tenemos
el privilegio de que algún empleado jerárquico nos lleve a la espléndida cabina de
señales eléctricas que se encuentra entre las plataformas 7 y 8, podremos ver en la pared
más larga un diagrama de la disposición de las vías en una extensión de siete y medio
kilómetros a cada lado de la estación, con pequeñas luces como luciérnagas en
movimiento o estacionarias en las diversas vías, que les indican a los señalaros de un
vistazo exactamente dónde se encuentra cada máquina o tren. De inmediato podremos
ver la situación en su conjunto a través de los ojos de los hombres que tienen el control
de la misma: podremos ver por el diagrama por qué hubo que indicarle a uno de los
trenes que se detuviera, y a otro sacarlo de la vía que normalmente ocupa, y por qué a
otro hubo que estacionarlo temporalmente en una vía muerta. El porqué y el para qué de
todos estos movimientos se nos hace claro una vez que tenemos acceso a la situación
total.

Ahora bien, el error que se comete diariamente es el de suponer que esto constituye una
ilustración de lo que hace Dios cuando concede sabiduría: suponer, en otras palabras,
que el don de la sabiduría consiste en una visión más profunda del significado y el
propósito providencial de los acontecimientos que se desenvuelven alrededor de
nosotros, en una capacidad para comprender por qué Dios hizo lo que hizo en algún
caso particular, y en lo que va a hacer a continuación. La gente piensa que si realmente
anduviera cerca de Dios, de modo que él pudiera impartirles sabiduría libremente,
entonces podrían, por así decirlo, ver las cosas como si estuvieran en la cabina de
señales; comprenderían los propósitos verdaderos de todo lo que les ocurre, y verían
con claridad en todo momento la forma en que Dios hace todas las cosas obren para
bien. Tales personas dedican mucho tiempo a escudriñar el libro de la providencia,
tratando de averiguar por qué Dios permitió esto o aquello, si deberían tomarlo como
una señal de que deben dejar de hacer algo y comenzar a hacer otra cosa, o, en fin, qué

61
es lo que deben- deducir de ello. Si a la postre salen confundidos le echan la culpa a su
falta de espiritualidad.

Los cristianos que sufren de depresión, ya sea física, mental, o espiritual (¡nótese que se
trata de tres cosas diferentes!) se vuelven locos, como se dice, con esta clase de
investigación fútil. Porque realmente es inútil lo que hacen: de eso no tengamos la
menor duda. Cierto es que cuando Dios nos indica algo mediante la aplicación de
principios, en ocasiones nos lo puede confirmar mediante recursos providenciales,
desusados, que de inmediato reconocemos como señales corroborativas. Pero esto es
muy distinto de tratar de leer mensajes sobre los propósitos secretos de Dios en todas las
cosas inesperadas que nos ocurren. El don de la sabiduría, lejos de consistir en la
facultad de hacer esto, en realidad presupone la incapacidad consciente de hacerla,
como veremos en seguida.

III

Volvemos a preguntar, entonces: ¿qué significa el don de la sabiduría que nos da Dios?
¿Qué clase de don es?

Si se nos permite usar otra ilustración relacionada con el transporte, es como cuando se
nos enseña a conducir vehículos. Lo que interesa al conducir es la velocidad, la
precisión de nuestras reacciones ante los acontecimientos, y el acierto en el cálculo de lo
que cada situación nos permite. No nos preguntamos por qué el camino se vuelve
angosto o sinuoso en un lugar determinado, ni por qué ese camión está estacionado
precisamente donde lo está, ni por qué esa dama (o caballero) se aferra al centro de la
calzada con tantas ganas; lo que pensamos es sencillamente cómo obrar acertadamente
en la situación concreta tal como se presenta. La sabiduría divina tiene como fin
ayudamos a hacer justamente esto en las situaciones concretas de la vida diaria.

Para conducir bien es preciso estar con los ojos atentos a fin de ver claramente lo que
hay por delante de nosotros. Para vivir sabiamente tenemos que tener visión clara y ser
realistas -implacablemente realistas- para ver la vida tal como es. La sabiduría nada
tiene que ver con las ilusiones cómodas, el sentimentalismo falso, ni el uso de lentes de
color rosa. La mayoría de las personas vivimos en un mundo de ensueño, andando por
las nubes sin hacer apoyo en la tierra; jamás vemos el mundo, y tampoco nuestra propia
vida, tal como es. Esta falta de realismo, tan profundamente arraigada y fomentada por
el pecado, es una de las razones de que haya tan poca sabiduría entre nosotros, incluso
en los más firmes y ortodoxos. La sana doctrina no basta para curamos de la falta de
realismo. Hay, con todo, un libro de las Escrituras que tiene como expreso fin hacemos
realistas: dicho libro es Eclesiastés. Deberíamos prestarle más atención de la que
comúnmente le prestamos. Consideremos su mensaje brevemente.

IV

"Eclesiastés" (el equivalente griego del título hebreo, Qoheleth) significa simplemente
"el predicador"; y el libro mismo es un sermón, con un texto ("vanidad de vanidades...
", 1: 2; 12: 8), una exposición de su tema (Cáp. 1-10), y la aplicación (Cáp. 11-12: 7).

62
Buena parte de la exposición tiene carácter auto biográfico. Qoheleth se identifica a sí
mismo como "hijo de David, rey de Jerusalén" (1: 1). El que esto signifique que
Salomón mismo era el predicador, o que el predicador puso su sermón en labios de
Salomón como recurso didáctico, como lo han sostenido eruditos tan conservadores
como Hengstenberg y E. J. Young, no tiene por qué preocupamos. El sermón es, por
cierto, salomónico, en el sentido de que enseña lecciones que Salomón tuvo
oportunidades únicas de aprender.

"Vanidad de vanidades, dijo el predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad". ¿En


qué espíritu, y con qué propósito, anuncia el predicador este texto? ¿Se trata acaso de la
confesión de un cínico amargado, la de "un viejo hombre de mundo egoísta e insensible,
que al final de su vida encontró sólo una horrible desilusión"(W.H. Elliot), que ahora
quiere compartir con los demás su sentido de la ordinariez y lobreguez de la vida? ¿O
habla, más bien, como un evangelista, que trata de hacer ver al incrédulo la
imposibilidad de encontrar la felicidad "debajo del cielo" aparte de Dios? La respuesta
no es ninguna de las dos, si bien la segunda se acerca más a la realidad que la primera.

El autor habla como un experimentado maestro que le ofrece a su joven discípulo los
frutos de su propia experiencia y reflexión (11: 9; 12: 1,12). Quiere conducir a ese
joven creyente hacia la verdadera sabiduría, y evitar que caiga en el error de la "cabina
de señales". Aparentemente el joven (como muchos otros después de él) quería
equiparar la sabiduría con el conocimiento amplio, y suponer que se adquiere la
sabiduría sencillamente con una asidua actividad librescas (12: 12). Está claro que daba
por sentado que la sabiduría, cuando la alcanzara, le explicaría el porqué de las diversas
modificaciones de Dios en el curso ordinario de la providencia. Lo que el predicador le
quiere mostrar es que la verdadera base de la sabiduría está en un franco reconocimiento
de que el curso de este mundo es enigmático, que .buena parte de lo que ocurre resulta
enteramente inexplicable al hombre, y que la mayor parte de las cosas que ocurren
"debajo del cielo" no ofrecen evidencia externa de que haya un Dios racional y moral
por detrás de todas ellas. Como lo demuestra el sermón mismo, el texto tiene como fin
servir de advertencia contra la búsqueda desacertada de entendimiento, pues declara la
conclusión desesperanzada a que lleva en última instancia esta búsqueda, si se la
persigue en forma honesta y realista. Podemos formular el mensaje del sermón como
sigue:

Observemos (dice el predicador) la clase de mundo en que vivimos. Quitémonos las


gafas de color rosa, restreguémonos los ojos, y echémosle un vistazo fijo y prolongado.
¿Qué es 10 que vemos? Vemos que en el trasfondo de la vida hay una sucesión de ciclos
en la naturaleza que parecen no tener sentido (1:4ss). Vemos que su régimen está
determinado por tiempos y circunstancias sobre los que no tenemos ningún control (3:
lss; 9: 11s). Vemos que la muerte le llega a todos, tarde o temprano, pero en forma
fortuita; su llegada nada tiene que ver con merecimientos, buenos o malos (7:15; 8: 8).
Los hombres mueren como las bestias (3:19ss), buenos y malos, sabios y necios
(2:14,17; 9:2s). Vemos que el mal corre sin coto (3:16;4:1; 5:8; 8:11; 9:3); hay sin
vergüenzas que progresan, y hombres buenos que no (8:14). Al ver todo esto, nos
damos cuenta de que Dios obra en forma inescrutable; por más que queramos
entenderlo, no podemos (3:11; 7: 13s; 8:17; 11:5). Cuanto más nos dedicamos a
procurar entender el propósito divino en el curso providencial ordinario de los
acontecimientos, tanto más obsesivos nos volvemos y tanto más deprimidos nos

63
sentimos ante la aparente vanidad de todo, y tanto más nos sentimos tentados a llegar a
la conclusión de que la vida, como pareciera serlo, realmente no tiene sentido.

Pero una vez que llegamos a la conclusión de que las cosas no tienen ton ni son, ¿qué
"provecho" -valor, ganancia, sentido, propósito- puede haber de ahí en adelante, en
cualquier empresa positiva que se acometa? (1:3; 2: 11,22; 3: 9; 5: 16). Si la vida no
tiene sentido, tampoco entonces tiene ningún valor; y, en ese caso, ¿qué valor puede
haber en crear cosas, en levantar un negocio, en hacer dinero, incluso en buscar
sabiduría, ya que nada de esto nos resulta provechoso en forma evidente (2:15s, 22s; 5:
11)?; lo único que lograremos es que nos envidien (4:4); no podemos llevárnoslo
(2:l8ss; 4:8; 5: 15s); y lo que dejamos probablemente sea mal aprovechado cuando ya
no estemos (2:19). ¿Qué sentido tiene, por lo tanto, luchar y esforzamos por nada?
¿Acaso no se ha de juzgar "vanidad (vaciedad, frustración) y correr tras el viento"
(1:14, VM) todo lo que hace el hombre, actividad que no podemos justificar como
significativa en sí misma ni de valor alguno para nosotros mismos? A esta conclusión
pesimista, dice el predicador, nos llevará finalmente la expectativa optimista de
descubrir el propósito divino en todas las cosas (cf. 1: 17 ss). Y desde luego que tiene
razón, por cuanto el mundo en que vivimos es efectivamente la clase de lugar que ha
descrito. El Dios que lo gobierna se esconde. Raras son las veces en que pareciera que
hay un poder racional por detrás de todo lo que ocurre. Con harta frecuencia lo que no
tiene valor sobrevive, mientras que lo que tiene algún valor perece. Sé realista, dice el
predicador; hazle frente a los hechos; toma la vida como viene. No serás realmente
sabio mientras no lo tomes así.

A muchos nos viene bien esta admonición. Porque no sólo nos dejamos atrapar por el
concepto de la "cabina de señales", o por una falsa noción de lo que es la sabiduría;
sino que pensamos también que, por honor a Dios (y también, aun cuando esto no lo
digamos, en honor a nuestra propia reputación como cristianos espirituales), es
necesario que afirmemos que ya estamos, por así decido, en la cabina de señales,
disfrutando aquí y ahora de información confidencial sobre el porqué y el cómo del
obrar de Dios. Esa cómoda actitud de fingimiento se hace parte de nosotros; estamos
seguros de que Dios nos ha permitido comprender sus caminos para con nosotros y
nuestro círculo hasta aquí, y damos por descontado que hemos de poder ver de
inmediato la razón de todo lo que nos ocurra en el futuro. Y entonces algo sumamente
doloroso y enteramente inesperado nos ocurre, y aquella alegre ilusión de estar al tanto
de los consejos secretos de Dios se viene abajo. Nos quedamos con el orgullo herido;
nos parece que Dios nos ha desairado; y a menos que a esta altura nos arrepintamos y
nos humillemos sinceramente por la soberbia que hemos manifestado anteriormente,
toda nuestra vida espiritual subsiguiente puede quedar afectada.

Entre los siete pecados mortales de la tradición medieval se encontraba la desidia


(acidia) -un estado de tenaz y sombría apatía de espíritu. En los círculos cristianos de
nuestros días hay mucho de esto; los síntomas son una inercia espiritual personal
combinada con un cinismo crítico sobre la iglesia, y un resentimiento altanero ante el
empuje y la iniciativa que evidencian otros cristianos. Detrás de esta condición mórbida
y letal yace el orgullo herido del que pensaba que conocía los caminos de Dios en la
providencia y luego tuvo que aprender por amarga y desconcertante experiencia que en
realidad no los conocía. Esto es lo que ocurre cuando hacemos caso omiso del mensaje
de Eclesiastés. Porque la verdad es que Dios, en su sabiduría, a fin de que seamos

64
humildes y aprendamos a andar por fe, ha escondido de nosotros casi todo lo que nos
agradaría saber acerca de los propósitos providenciales que está llevando a cabo en las
iglesias y en nuestra propia vida. "Cae: tú no sabes cuál es el camino, del viento, o
cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios, el
cual hace todas las cosas" (11: 15).

Pero, ¿qué es, en ese caso, la sabiduría? El predicador nos ha ayudado a verla que no
es; ¿nos da alguna indicación sobre lo que sí es? Por cierto que sí, por lo menos:
grandes trazos. “Teme a Dios, y guarda sus mandamiento” (12: 13); confía en él y
obedécele, reveréncialo, adóralo, se humilde en su presencia, y jamás digas más de lo
que en realidad piensas y estás dispuesto a sostener cuando hablas con él (5:17); haz el
bien (3:12); recuerda que algún día Dios te llamará a cuentas (11:9; 12:14), por tanto
evita aun en secreto, las cosas de las cuales pudieras avergonzarte cuando salgan a la luz
en el tribunal de Dios (12:14). Vive en el presente y disfrútalo plenamente (7:14; 9:7ss;
11:9s): los goces presentes son dones de Dios. Aun cuando el Eclesiastés condena la
impertinencia (cf. 7:4-6), se ve claramente que no tolera en absoluto esa súper
espiritualidad que se manifiesta en un orgullo tal que jamás sonríe o se divierte. Procura
tener esa gracia que te permita trabajar con todo ahínco en todo lo que la vida te pone
en el camino (9:10) y disfruta de tu trabajo al ir cumpliéndolo (2:24; 3:12s: 5:18ss;
8:15). Deja a Dios los resultados del mismo; que él se encargue de medir su valor
ulterior; tu parte consiste el emplear todo tu sentido común y la capacidad de empresa a
tu disposición en explotar las oportunidades que yacen e tu camino (11:1-6).
Este es el camino de la sabiduría. Naturalmente que no es más que una faceta de la vida
de fe. Porque, ¿qué es lo que está en la base y la sostiene? Pues la convicción de que el
Dios inescrutable de la providencia es el mismo Dios de la creación y la redención,
lleno de gracia y de sabiduría. Podemos estar seguros de que el Dios que hizo este
maravillosamente complejo orden mundial, y que obró la redención de Egipto, y que
luego obró la redención mayor aun del pecado y de Satanás, sabe lo que hace, y lo hace
todo bien, aun cuando por el momento pueda esconder la mano. Podemos confiar en él
y regocijamos en él, aun cuando no podamos discernir su senda. Así pues, el camino de
la sabiduría se reduce a lo que expresó Richard Baxter: Oh santos, que allí abajo os
afanáis, adorad a vuestro Rey celestial, y al seguir adelante algún himno de gozo
cantad. Recibid lo que él os da, y alabad aún, por el bien y por el mal, al que vive por
siempre jamás.

Tal es, pues, la sabiduría con que Dios nos hace sabios. Y nuestro análisis de ella nos
hace ver aspectos adicionales de sabiduría del Dios que nos la da. Hemos dicho que la
sabiduría consiste en elegir los mejores medios para el mejor fin. La obra de Dios al
damos sabiduría es un medio para el fin elegido por él de restaurar y perfeccionar la
relación entre sí mismo y los hombres Para la cual los hizo originalmente. Porque, ¿qué
es esta sabiduría que nos da? Como hemos visto, no consiste en compartir todo su
conocimiento sino en una disposición a confesar que él es sabio, y en aferrarnos a él a
la luz de su Palabra en las buenas y en las malas.

Así pues, el efecto del don de la sabiduría es el de hacernos más humildes, más
gozosos, más santos, más prontos a percibir su voluntad, más resueltos en su

65

También podría gustarte