S5T1 - Capítulo 4 - Ética y Derechos Humanos

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COLECCIÓN INTERTEXTOS N.

° 1

DEBATES DE LA
ÉTICA CONTEMPORÁNEA

Miguel Giusti / Fidel Tubino


EDITORES

ESTUDIOS
GENERALES
LETRAS
Capítulo 3: Ética y derecho internacional

Capítulo 4
Ética y derechos humanos
Introducción y selección de textos
por Salomón Lerner F.

Textos seleccionados:
1. Facticidad y validez (fragmentos) por Jürgen Habermas
2. «La alternativa del disenso (en torno a la fundamentación ética
de los derechos humanos)» por Javier Muguerza

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Capítulo 3: Ética y derecho internacional

Introducción

LA CONCIENCIA de que la vida humana y la integridad física de todas las personas


poseen un valor absoluto debe ser considerada una de las más grandes conquistas
de la humanidad contemporánea. Tendemos a olvidarlo porque —respétese o
no— esa convicción se encuentra entretejida en nuestro sentido común. Sin
embargo, visto en una amplia perspectiva histórica, esa idea, como mandato
universal y como garantía de la que no puede declararse excluido a nadie, es de
reciente data. Apenas hace un siglo ejércitos conquistadores y fuerzas de ocupa-
ción coloniales practicaban el genocidio sin rubor; hace solo unas décadas, era
consenso internacional que la comunidad de naciones no tenía nada que decir
sobre la forma en que un determinado Estado ejercía violencia sobre los
habitantes de su territorio. Ciertamente, al mencionar un gran cambio y una
notable conquista humana en este ámbito, no se quiere insinuar ingenuamente
que el mundo haya dejado de ser violento e injusto. Lo sigue siendo, sin duda, pero
hoy, a diferencia de ayer, esa violencia es ilegítima, se halla por lo general expuesta
al repudio moral y, siempre que es posible, está sometida a la vigilancia y las
sanciones de una frondosa legislación aceptada por la comunidad de naciones.
Hoy en día se ha generalizado el convencimiento de que la protección y la
promoción de los derechos humanos —pues de eso hablamos— constituye
obligación ineludible de todo Estado o gobierno y de toda forma de acción
política, y el respeto de los mismos ha pasado a convertirse en última instancia en
un criterio decisivo de la legitimidad y validez de las conductas políticas.
El camino seguido para llegar a estas convicciones ha sido largo y dificultoso.
La conciencia de los derechos humanos —de hecho, la noción misma de
humanidad— ha tenido que abrirse paso enfrentando prejuicios e intereses, y

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Salomón Lerner F.

poniendo atajo a la inclinación histórica de las comunidades humanas —sean


culturales, políticas o de cualquier otro orden— a reservarse para sí y los suyos
todos los derechos y prerrogativas que niegan a los demás. Y en ese camino, como
es sabido, ha sido necesario, también, vencer las resistencias de uno de los dogmas
más perturbadores de la Modernidad: aquel que postula la razón de Estado como
una sustancia superior a las personas que autoriza al poder político a pasar por
encima de ellas en ciertas circunstancias.
Ahora bien, la doctrina de los derechos humanos, constituida poco a poco
también en una cultura, no puede ser considerada todavía como una conquista
definitiva. Ella está mejor arraigada y tiene una existencia práctica más clara en
ciertas sociedades, aquellas en las que las instituciones democráticas se han
consolidado y donde el igualitarismo ha llegado a impregnarse en el sentido
común. Pero en otras realidades sociales está vigente todavía la tarea de transpor-
tar la letra de los tratados y leyes que protegen los derechos fundamentales hacia
los hábitos mentales de la población y a la interacción cotidiana entre la gente y
entre ella y las instituciones del Estado. En el caso del Perú, como en el de muchos
países que han atravesado situaciones de intensa violencia, esa tarea cobra además
un cariz especial. En tales sociedades, la confirmación de una cultura de respeto
de los derechos humanos no consiste solamente en una tarea que mira hacia
delante, sino también en una obligación de mirar hacia atrás para reescribir la
historia con los principios, orientaciones de valor y categorías jurídicas propios
de dicha doctrina. Se hace necesario, así, practicar una memoria que rescate
principios éticos y cívicos que en su momento fueron ignorados. Tal memoria
podría ser también la motivación principal para que, en esa sociedad que sale de
la violencia y transita a la democracia, se postule como rasero ético ineludible el
reconocimiento pleno de la humanidad de todos y de la dignidad que es intrínseca
a dicha condición.
Se trata pues de propiciar, alimentándose del recuerdo moral, una conciencia
ciudadana de los derechos inherentes a todos, así como de hacer que el Estado y
el gobierno se comprendan a sí mismos como instituciones que se legitiman en
el respeto y servicio debido a sus ciudadanos. Lo que está en cuestión no es de
dimensiones modestas sino al contrario, pues implicaría asumir que la convicción
del valor absoluto de los derechos humanos constituye hoy por hoy una suerte
de línea demarcatoria entre el territorio de la barbarie, que debemos abandonar
para siempre, y el de la civilización.
«Civilización y barbarie» es una oposición ya vieja en la tradición intelectual
de América Latina, una antinomia que se remonta al entusiasmo por la ciencia y

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Capítulo 4: Ética y derechos humanos

el progreso propios del siglo XIX, un entusiasmo que hoy percibimos como
ingenuo a la luz de las varias hecatombes y desastres humanitarios que la
humanidad moderna engendró una vez que estuvo en pleno dominio de sus
fuerzas. Puede resultar, pues, una distinción poco pertinente si es que la seguimos
entendiendo en esa dimensión técnica, positivista, etnocéntrica, apegada a una
diferenciación rígida entre mundos tradicionales y mundos modernos. No lo es,
sin embargo, si se sabe renovarla a la luz de esa cultura contemporánea que aquí
se menciona y, en consecuencia, si se señala que lo que sitúa a una comunidad
política de un lado de la frontera o del otro es, a fin de cuentas, su determinación
y su voluntad de constituirse en sociedad apta para la realización humana en
libertad.
No resulta, pues, civilizada o bárbara una sociedad por el despliegue mayor
o menor de su poderío industrial o de su capacidad de innovación científica y
técnica; no lo es, tampoco, por la racionalidad formal de sus sistemas políticos
y administrativos, ni por la eficiencia o ineficiencia de su organización económica.
Lo es, simple y llanamente, por el grado en que ella ha sabido organizar el poder
público y despertar la conciencia de sus habitantes de manera que esa sociedad sea
siempre una sociedad para seres humanos y no una maquinaria que se sirve de los
seres humanos en nombre de una ilusión de poder, sea éste político, económico
o de cualquier otra índole.
No es difícil, para quien obre de buena fe, percibir los hitos que conforman
esa línea demarcatoria, el primero de los cuales —«no matarás»— es al mismo
tiempo la exigencia suprema de diversas religiones practicadas por las sociedades
humanas y el principio básico de la ética ciudadana de cualquier comunidad laica.
Ese precepto, sin embargo, sería una forma muy limitada de entender las
obligaciones e ideales contemporáneos, si quedara entendido en su estricta
acepción de permitir la subsistencia física de las personas. El hecho que cada vez
con más vigor se abre paso en las conciencias individuales y colectivas, por el
contrario, es que nuestro deber no es simplemente permitir la vida absteniéndose
de suprimirla o limitarla —una consideración de los derechos humanos desde la
negatividad— sino luchar porque una vida humana digna esté al alcance de todos
los miembros de la comunidad, lo que significa transitar hacia una comprensión
positiva, constructiva y política, en el más amplio sentido del término, de esa
doctrina.
Queremos, pues, vivir en comunidades civilizadas, y ello implica desplegar
un esfuerzo por edificar una comprensión más rica de los derechos humanos, una
comprensión que en su núcleo central contenga el respeto de esa dignidad

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Salomón Lerner F.

elemental —asociada inevitablemente a la intangibilidad de nuestra existencia


física y a una amplia autonomía para obrar y decidir— y que al mismo tiempo
contemple, con la misma urgencia y con el mismo sentido de obligatoriedad, la
expansión y la verificación práctica de los derechos económicos, sociales y
culturales que asisten a todas las personas y a todos los ciudadanos. Esto último
está firmemente asociado al desarrollo de la doctrina de los derechos humanos en
las últimas décadas en la discusión jurídica mundial. Si bien desde la misma
Declaración universal de los derechos humanos, a mediados del siglo XX, tales
derechos fueron reconocidos en toda su compleja amplitud, durante mucho
tiempo no ha estado claro si el bienestar social, la educación, la atención de salud
podían ser reclamadas con la misma fuerza jurídica con que, por ejemplo, se
reacciona ante un atentado contra la vida, contra la integridad física o contra la
libertad de expresión o de circulación. Hoy esa bruma de casi medio siglo sobre
los llamados derechos sociales, económicos y culturales se va disipando, y no
debería pasar mucho tiempo antes de que los Estados deban responder por ellos
no solamente con vagas declaraciones de intención, sino con acciones concretas
sometidas al escrutinio interno e internacional.
Lo dicho significa que frente a los derechos humanos, que concebimos de
manera cada vez más completa e integral, los Estados no tienen solamente una
obligación de abstenerse —no trasgredirlos— sino también, con la misma claridad,
una obligación de hacer —garantizarlos y promoverlos, prestar servicios para que
ellos sean materia de disfrute general. No es, pues, con la sola abstención del
Estado o de cualquiera otra organización política respecto del uso de métodos de
violencia como se podría llegar a construir esa cives, esa comunidad civil, que
tenemos en mente cuando hablamos de democracia. Ella reclama, más bien, pasar
de la abstención a la acción, de una conciencia tranquila, refugiada en la sola
convicción de no haber sido agente de daño, a una conciencia inquieta, sobresal-
tada una y otra vez por la certidumbre de que siempre se puede hacer algo por los
demás, de que siempre hay alguien que necesita nuestra presencia solícita, de que,
como enseñó Tomás de Aquino, el pan que retenemos le pertenece al hambriento.
Esto quiere decir, complementariamente, que si el establecimiento de una
comunidad plena de derechos comienza por el indispensable respeto a los demás
—a su integridad física, a su derecho de creer, opinar y obrar libremente— ella solo
camina hacia la madurez cuando el respeto se transforma en esa forma de cultura
activa que llamamos solidaridad. Esta nace del respeto, pero lo trasciende o, mejor
aun, lo desarrolla al hacer de él una forma creativa del desasosiego, una corriente
de conciencia que permite entender que la inocencia —o, más bien, la no

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Capítulo 4: Ética y derechos humanos

culpabilidad— no es suficiente cuando nos rodean el sufrimiento y la miseria de


nuestros semejantes. Esta línea de razonamiento no está en contradicción con la
indispensable base jurídica de los derechos humanos, pero sí abre otros caminos
complementarios. Cuando se dice que el respeto de los derechos humanos es o
puede ser una cultura, se está hablando, en efecto, de un conjunto de representa-
ciones de la realidad —creencia y convicciones, formas de actuar, sentir y pensar—
que incluyen pero van más allá de la normatividad legal. Una cultura es una forma
de estar en el mundo y, más precisamente, de estar con los demás en el mundo.
Y por ello una pulsión de solidaridad —que, como es evidente, difícilmente puede
ser legalmente exigible— constituye la esfera mayor dentro de la cual los derechos
humanos pueden tener una existencia más segura y significativa para todos.
Lo dicho, una vez más, manifiesta su relevancia cuando se examina las
encrucijadas que un país enfrenta al lidiar con el legado de la violencia. Se ha dicho
muchas veces que, en los países de América Latina, las reiteradas épocas en las que
se enseñoreó la destrucción y la degradación extremas fueron posibles en gran
medida por la indiferencia arraigada en la vida cotidiana, por esa disposición a
sentirse bien cerrando los ojos, contentándose con el consuelo egoísta de no
atropellar ni ser atropellados. Hoy, el riesgo de la indiferencia no ha concluido:
expuesta la verdad, señalados los grandes vacíos de los Estados y sociedades en los
que prosperó la violencia, tienen por delante la misión de transformar ese
conocimiento en una nueva y más exigente aproximación ética a nuestras vidas.
Convertir el respeto y la condolencia en solidaridad es un gran desafío y no
solamente en lo que concierne a la herencia de la violencia que se pueda haber
producido, sino también en lo relativo a la edificación de una democracia
equitativa, en la que, al igual que la muerte, la tortura o la desaparición, la pobreza
y la hondas privaciones de la mayoría sea un escándalo, y la lucha contra ellas se
convierta en el gran rasero con el que se mide la legitimidad y la vigencia de las
propuestas políticas.
No cabe ignorar, por otro lado, que este esfuerzo por edificar la democracia
tiene lugar ahora en una peculiar situación mundial marcada por la globalización
de las distintas formas de relación entre Estados, naciones o pueblos, y es en ese
contexto, también, que corresponde encaminar esfuerzos y demandas.
Esa globalización, sin embargo, no ha de ser entendida en el sentido limitado
relativo a la interconexión instantánea de países y a la evaporación de las fronteras
que sostenían el pasado mundo geopolítico heredado de la Paz de Westfalia. El
fenómeno que hoy se vive es más profundo e interesante aun, y se vincula con el
replanteamiento de los agentes de la política y de la economía en el mundo, que,

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Salomón Lerner F.

en el primer caso, dejan de ser solamente los Estados y las agrupaciones que
compiten por controlarlo y dirigirlo, y se amplía, más bien, a las muy variadas
instancias —organizaciones, grupos de interés, colectividades— que constituyen
la denominada sociedad civil.
Así, correlativamente al debilitamiento del Estado nacional como agente
político central, o como instancia exclusiva y soberana de las decisiones públicas,
acceden a esa categoría de agentes, y por tanto corresponsables en la defensa y
protección de los derechos humanos, personas e instituciones no estatales que
deben tener ya un espacio de gravitación formal en el nuevo sistema jurídico y
político internacional al mismo tiempo que se hacen cargo de sus nuevas
responsabilidades.
Existen todavía serios desfases que remediar entre esta nueva conciencia
moral y el sistema de normas jurídicas que obligan a los Estados. La tolerancia a
los crímenes cometidos en nombre del orden del Estado, los reductos de
impunidad que todavía ciertos gobiernos garantizan a nacionales y aun extranje-
ros haciendo burla del nuevo consenso moral que impera en el mundo, las
cortapisas a la sociedad civil o, incluso, las limitaciones que a veces se coloca ella
misma para cumplir con sus deberes como agente vigilante y promotora de los
derechos humanos, todos esos son desafíos que afrontar en todo el mundo.
Hoy se sabe mejor que ayer, en todo caso, que así como hay obligaciones
morales para las personas, las hay también para los Estados y que ya no es
admisible la entronización de una «lógica de Estado» como argumento para
justificar el atropello de los derechos fundamentales de las personas. En relación
con este tema conviene llamar la atención sobre otro elemento que se desprende
de lo que ya señalado. Se ha mencionado que respetar los derechos humanos no
es solamente un gesto de abstención —«no matarás»— sino, con la misma fuerza,
un acto afirmativo. Del mismo modo, la lógica de Estado no solamente debe
quedar descartada como justificativo de atropellos, sino también como excusa de
Estados y gobiernos para no hacer justicia cuando hay una situación injusta que
debe ser remediada. En efecto, la justicia no debe, no puede, estar sometida a un
cálculo de conveniencias y oportunidades, como sí puede estarlo la administra-
ción rutinaria del Estado. Una injusticia es, debe ser, una situación anómala para
todo Estado democrático, y este debe sentirse impulsado a hacer esfuerzos
excepcionales para remediarla.
En muchos países, entre ellos el Perú, se avanza hacia los derechos humanos
desde un pasado de violencia, se vive un tiempo de reconocimiento y se enfrenta
un futuro que demanda de nosotros acciones urgentes. Recordar, entender y

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Capítulo 4: Ética y derechos humanos

actuar son los imperativos que obligan hoy a los ciudadanos de estos países y no
parece arbitrario hallar en esta triple obligación un paralelismo con esas tres
facultades —memoria, inteligencia y voluntad— que, según la doctrina de San
Agustín, se conjugan y entretejen para conformar la unidad de la persona humana
y social. Se configura de esta suerte un camino ético-social que es responsabilidad
de todos; es el camino del recuerdo, del reconocimiento y de la acción, de manera
que se pueda manifestar ante la propia conciencia y ante la de los demás que la
defensa de los derechos humanos no es solamente un elemento entre el programa
de acción de un pequeño grupo sino que debe ser la forma de ser democráticos y
justos. Ciertamente, ese camino moral tiene la propiedad de transformar las
habituales ocupaciones y preocupaciones y puede manifestarse como un elemen-
to decisivo en la constitución interna de cada persona como sujeto de la moral.
De lograrlo se asumirá como una experiencia vivida e inolvidable lo que antes sólo
se conocía de modo abstracto y por ello incompleto, y se sabrá, sin asomo de
dudas, que la defensa de los derechos humanos —ya asimilados como cultura— es
una tarea de todos, que ella no es solamente un acto de justicia frente a los demás,
sino también —y de manera prominente— una aventura de constitución integral
de la propia vida. Así, siguiendo —aunque sin tener plena conciencia de ello— las
enseñanzas de Emmanuel Lévinas, se considerará al otro como el que en último
término nos constituye y quien por tanto otorga sentido a la existencia y a la
libertad; ese otro que es sobre todo el desvalido: el huérfano, la viuda y el
peregrino, en suma los sufrientes, hombres y mujeres humildes de quienes no se
habla porque han sido arrojados al reino de la in-significancia.

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Jürgen Habermas

Texto 1
Facticidad y validez
(fragmentos)

por Jürgen Habermas 1

(3) Excurso: La idea de derechos del hombre y la idea de soberanía popular ha


venido determinando la autocomprensión normativa de los Estados democráti-
cos de derecho hasta hoy. Este idealismo anclado en la propia estructura de las
constituciones, no podemos tomarlo como un capítulo ya pasado de la historia
de las ideas políticas. Antes la historia de la teoría es ingrediente necesario y reflejo
de la tensión entre facticidad y validez inherente al derecho mismo, es decir, de
la tensión entre la positividad del derecho y la legitimidad que ese derecho reclama
para sí. La tensión no puede ni trivializarse ni tampoco simplemente ignorarse,
porque la racionalización del mundo de la vida permite cada vez menos cubrir la
necesidad de legitimación que tiene el derecho positivo, es decir, un derecho
basado en las decisiones cambiables de un legislador político, permite, digo, cada
vez menos cubrir esa necesidad de legitimación recurriendo a la tradición o a la
«eticidad» en que hemos crecido. Voy a referirme brevemente al potencial de
racionalidad liberado tanto desde el punto de vista cultural como desde el punto
de vista socializatorio, a cuya presión el derecho ha venido quedando sometido
cada vez con más fuerza desde las primeras grandes codificaciones de fines del siglo
XVIII.
En las doctrinas del derecho natural clásico, sobre todo en la tradición de
Aristóteles y del derecho natural cristiano configurado por el tomismo, que
siguieron operando hasta bien entrado el siglo XIX, se refleja todavía el ethos social

1
En: Habermas, Jürgen, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en
términos de teoría del discurso, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid: Trotta, 1998.

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Capítulo 4: Ética y derechos humanos

global, que penetra a través de las distintas capas sociales de la población y vincula
mutuamente los diversos ordenes sociales. En la dimensión vertical de las tres
componentes del mundo de la vida, a que más arriba nos hemos referido, este ethos
había cuidado de que los patrones culturales de valoración y las instituciones se
solapasen suficientemente con los motivos y orientaciones de acción consolida-
dos en las estructuras de la personalidad. En el plano horizontal de los órdenes
legítimos había contribuido a concatenar y entrelazar los eslabones normativos
que son las costumbres, la política y el derecho. En el curso de evoluciones que
por mi parte he interpretado como «racionalización del mundo de la vida», tal
trabazón se rompe. Las tradiciones culturales y los procesos de socialización son
los primeros en quedar sometidos a la presión de una reflexión que hace que poco
a poco comiencen a ser tematizados por los actores mismos. En la misma medida
las prácticas y patrones de interpretación a los que se estaba habituado, pertene-
cientes a una eticidad que ahora queda rebajada a mera convención, se diferencian
de las decisiones prácticas que pasan por el filtro de la reflexión inherente a una
capacidad de juzgar autónoma. Y en este empleo de la razón práctica se produce
una especialización que es la que me importa en nuestro contexto. Las ideas
modernas de autorrealización y autodeterminación señalizan no solo otros temas,
sino dos formas diversas de discurso que están cortadas a la medida de la lógica de
las cuestiones éticas y de las cuestiones morales. La lógica de estas dos clases de
cuestiones, que es en cada caso específica y distinta, cuaja a su vez en evoluciones
filosóficas que se inician a finales del siglo XVIII.
Lo que desde Aristóteles se había llamado «ética», adopta desde entonces un
sentido nuevo, subjetivista. Y esto vale tanto para las biografías individuales como
para las tradiciones y formas de vida intersubjetivamente compartidas. En
conexión con, y como reacción a, una creciente literatura autobiográfica de
confesiones y autoexamen, se desarrolla desde Rousseau a Sartre, pasando por
Kierkegaard, un tipo de reflexión que cambia la actitud de uno mismo para con
su propia vida individual. Dicho con pocas palabras, el lugar de la introducción
a una vida virtuosa, efectuada por vía de demostración de casos ejemplares, el lugar
de los modelos de vida lograda, recomendados para su imitación, pasa a ocuparlo
cada vez más decididamente la exigencia abstracta de una apreciación consciente
y autocrítica, la exigencia de una asunción responsable de la propia biografía
individual, incanjeable y contingente. La interioridad radicalizada queda gravada
con la tarea de un autoentendimiento en el que se entrelazan autoconocimiento
y decisión existencial. Este desafío a, o exigencia de, agarrar sondeándolas las
posibilidades con las que fácticamente damos ahí, pero que resultan determinantes

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Jürgen Habermas

en la acuñación de la propia identidad, lo plasma Heidegger en su fórmula de la


existentia como geworfener Entwurf, es decir, como iactata proiectio, es decir,
como «proyecto o proyección de sí que da consigo arrojada ahí»2. La irrupción
de la reflexión en el proceso biográfico genera un nuevo tipo de tensión entre
conciencia de la contingencia, autorreflexión y responsabilidad por la propia
existencia individual. A medida que esta constelación va dibujando círculos cada
vez más amplios sobre los patrones dominantes de socialización los discursos ético-
existenciales o clínicos no solo se tornan posibles, sino en cierto modo ineludibles:
los conflictos que surgen de tal constelación, cuando no se los resuelve con
voluntad y conciencia, se hacen valer en síntomas tan importunos como
pertinaces.
No solo el modo de vida personal, también la tradición cultural pasa a
asentarse sobre esta clase de discursos enderezados al autoentendimiento. Desde
Schleiermacher, pasando por Droysen y Dilthey, hasta Gadamer, surge en
conexión con, y como reacción a, las ciencias históricas una problematización de
la apropiación de las tradiciones intersubjetivamente compartidas, en cada caso
nuestras. Pero en vez de las autointerpretaciones religiosas o metafísicas, ahora es
la historia la que se convierte en el medio en que se produce el autocercioramiento
de culturas y pueblos. La hermenéutica filosófica parte, ciertamente, de cuestio-
nes metodológicas de las ciencias históricas, pero responde también a la zozobra
o falta de seguridad provocada por el historicismo, a una refracción reflexiva en
el modo de esa apropiación pública de la tradición, que efectuamos en cada caso
en primera persona del plural3. Durante el siglo XIX, bajo el signo de un
hermanamiento de historicismo y nacionalismo, se desarrolló la primera forma
de una identidad postradicional. Pero esta se nutrió todavía de un dogmatismo,
que se articuló en forma de historia nacional y que, mientras tanto, se encuentra
hoy en disolución. Un pluralismo de lecturas de tradiciones por principio
ambivalentes da una y otra vez ocasión a discusiones concernientes a autoenten-
dimiento, que permiten ver que los partidos en pugna se sienten ante la exigencia
de decidir conscientemente de qué continuidades quieren vivir, cuáles tradiciones
quieren interrumpir o cuáles proseguir. Y en la medida en que las identidades

2
Esta idea de Heidegger la reconstruye E. Tugendhat con medios tomados de la filosofía analítica del
lenguaje: Tugendhat, E., Selbstbewuâßtsein und Selbstbestimmung, Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1979.
3
Cf. Habermas, Jürgen, «Geschichtsbewuâßtsein und posttraditioanale Identität», en: Eine Art
Schadensabwicklung, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1987, pp. 271ss.

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Capítulo 4: Ética y derechos humanos

colectivas solo pueden desarrollarse ya en la forma frágil, dinámica y deshilachada


de tal conciencia pública descentrada, se tornan posibles a la vez que inevitables
discursos ético-políticos que calen a suficiente profundidad.
La irrupción de la reflexión en las biografías y tradiciones culturales fomenta
el individualismo de proyectos personales de vida y un pluralismo de formas de
vida colectiva. Pero simultáneamente, también las normas de convivencia se
vuelven reflexivas; en ellas se imponen orientaciones valorativas de tipo univer-
salista. En las correspondientes teorías filosóficas se refleja desde fines de siglo
XVIII un cambio en la conciencia normativa. Máximas, estrategias de acción y
reglas de acción, no quedan ya legitimadas por el solo hecho de que se apele a sus
contextos de transmisión, es decir, a la masa de tradición que las arropa. Con la
distinción entre acciones autónomas y acciones heterónomas, la conciencia
normativa experimenta una revolución. Al mismo tiempo crece la necesidad de
justificación, la cual, en las condiciones de un pensamiento postmetafísico, solo
puede ser cubierta ya por discursos morales. Estos se enderezan a la regulación
imparcial de conflictos de acción. A diferencia de las consideraciones éticas, que
se orientan al telos de una vida no fallida, en cada caso mía, o en cada caso nuestra,
las consideraciones morales exigen una perspectiva desligada de todo egocentris-
mo o etnocentrismo. Desde el punto de vista moral del igual respeto por todos
y de un igual miramiento por los intereses de todos, las pretensiones normativas
de las relaciones interpersonales reguladas en términos de legitimidad, pretensio-
nes que ahora quedan netamente circunscritas, se ven arrastradas por el remolino
de la problematización. A la altura del nivel de fundamentación postradicional el
individuo desarrolla una conciencia moral regida por principios y orienta su
acción por la idea de autodeterminación. Y lo que en el ámbito de la vida personal
se llama autolegislación o autonomía moral, es lo que para una constitución de
una sociedad justa significan las lecturas que de la libertad política, esto es, de la
autolegislación democrática, se hacen en forma de derecho natural racional.
En la medida en que las tradiciones culturales y los procesos de socialización
se tornan reflexivos, se cobra conciencia de la lógica de las cuestiones éticas y de
las cuestiones morales, inscrita en las propias estructuras de la acción orientada al
entendimiento. Sin poder contar ya con el respaldo de visiones religiosas o
metafísicas del mundo resistentes a la crítica, las orientaciones prácticas solo
pueden obtenerse ya en última instancia de argumentaciones, es decir, de las
formas de reflexión de la acción comunicativa misma. La racionalización de un
mundo de la vida se mide por el grado en que los potenciales de racionalidad que
la acción comunicativa comporta y que el discurso libera impregnan y fluidifican

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Jürgen Habermas

las estructuras del mundo de la vida. Contra este remolino de problematización


son los procesos individuales de formación y los sistemas de saber culturales los
que comparativamente ofrecen menor resistencia. Y en cuanto se impone la lógica
específica de las cuestiones éticas y morales, ya no pueden justificarse alternativas
a largo plazo a las ideas normativas que dominan la Modernidad. El modo de vida
consciente de la persona individual se mide por el ideal expresivista de autorrea-
lización, por la idea deontológica de libertad y por la máxima utilitarista del
aumento de las oportunidades en la vida individual. La eticidad de las formas
colectivas de vida tiene por medida, por un lado, las utopías de una convivencia
no alienada y solidaria en el horizonte de tradiciones de las que el colectivo se ha
apropiado de forma autoconsciente y proseguidas críticamente, y, por otro, los
modelos de una sociedad justa cuyas instituciones estén estructuradas de suerte
que las expectativas de comportamiento y los conflictos se regulen en interés de
todos los actores por igual; una variante de ello son las ideas, ligadas al Estado
benefactor, de un aumento y una distribución justa de la riqueza social.
Pues bien, una consecuencia de estas consideraciones es de particular interés
en nuestro contexto: en la medida en que la «cultura» y las «estructuras de la
personalidad» reciben esta suerte de carga idealista, también queda sujeto a
presión un derecho que se ve despojado de sus bases sacras. La tercera componente
del mundo de la vida, la «sociedad» como totalidad de los órdenes regulados en
términos de legitimidad, se concreta, como hemos visto, con tanta más fuerza en
el sistema jurídico, cuanto más se hace pesar sobre este el cumplimiento de
funciones de integración relativa a la sociedad global. Los cambios bosquejados
de las otras dos componentes pueden explicar por qué los órdenes del derecho
moderno solo pueden legitimarse ya, y ello cada vez en mayor medida, recurrien-
do a fuentes que no los pongan en contradicción con los ideales postradicionales
de vida y con las ideas postradicionales de justicia, que de antemano se han vuelto
determinantes para el modo de vida personal y para la cultura. Las razones que
abonan la legitimidad del derecho, so pena de disonancias cognitivas, han de estar
en concordancia con los principios morales de una justicia y solidaridad univer-
salistas, así como con los principios éticos de un modo de vida tanto de los
individuos como de los colectivos, conscientemente proyectado y asumido con
responsabilidad. Las ideas de autodeterminación y autorrealización no armoni-
zan, empero, sin más entre sí. De ahí que también el derecho natural reaccione
a los ideales modernos de justicia y a los ideales modernos de vida con respuestas
que en cada caso ponen los acentos de forma distinta.

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Capítulo 4: Ética y derechos humanos

(4) Los derechos del hombre y el principio de soberanía popular, no son por
casualidad las únicas ideas, solo a cuya luz cabe justificar ya el derecho moderno.
Pues esas son las dos ideas en que acaban condensándose aquellos contenidos que,
por así decir, son los únicos que quedan cuando la sustancia normativa de un ethos
anclado en tradiciones religiosas y metafísicas es obligado a pasar por el filtro de
las fundamentaciones postradicionales. En la medida en que los planteamientos
morales y éticos se diferencian entre sí, la sustancia normativa filtrada discursiva-
mente encuentra su acuñación en esas dos dimensiones que son la autodetermi-
nación y la autorrealización. Entre los derechos del hombre y la soberanía
popular, por un lado, y las dos mencionadas dimensiones, por otro, no puede,
ciertamente, establecerse una correspondencia de tipo lineal. Pero entre ambas
parejas de conceptos se dan afinidades, que pueden quedar acentuadas con más o
menos fuerza. Las tradiciones políticas que para ajustarme al lenguaje de una
discusión que hoy tiene lugar en Estados Unidos, llamaré, simplificando un tanto
las cosas, la «liberal» y la «republicana» entienden por un lado los derechos del
hombre como expresión de la autodeterminación moral y, por otro, la soberanía
popular como expresión de la autorrealización ética. Conforme a esta compren-
sión los derechos del hombre y la soberanía popular están más bien en una
relación de competencia que de complementación mutua.
Así por ejemplo F. Michelman observa en la tradición constitucional
americana una tensión entre el imperio de las leyes, impersonal, fundado en los
derechos innatos del hombre, y la autoorganización espontánea de una comuni-
dad que mediante la voluntad soberana del pueblo se da a sí misma sus leyes4. Pero
esta tensión puede ser disuelta empujando las cosas, bien hacia un lado, bien hacia
el otro. Los liberales evocan el peligro de una «tiranía de la mayoría» y postulan
el primado de unos derechos del hombre que garantizan las libertades prepolíticas
del individuo y trazan límites a la voluntad soberana del legislador. Los defensores

4
Michelman, F., «Law’s Republic», en: The Yale Law Journal, 97 (1988), pp. 1499ss: «Considero que
el constitucionalismo americano —tal como se manifiesta en la teoría constitucional académica, en la
práctica profesional de los abogados y jueces, y en la autocomprensión política corriente de los
americanos en conjunto—, se basa en dos premisas concernientes a la libertad política: la primera es
que los americanos son políticamente libres en la medida en que se gobiernan colectivamente a sí
mismos, y la segunda es que los americanos son políticamente libres en la medida en que son
gobernados por leyes y no por hombres. Pienso que ningún participante serio, no-destructivo, en el
debate constitucional americano puede rechazar ninguna de estas dos profesiones de fe. Y me parece
que se trata de premisas cuya problemática relación entre sí y, por tanto, cuyo sentido está sujeto a
discusiones y controversias sin fin…».

189
Jürgen Habermas

de un humanismo republicano acentúan, en cambio, el valor específico y no


instrumentalizable que tiene la autoorganización de los ciudadanos, de suerte que
para una comunidad de por sí política los derechos del hombre solo cobran
obligatoriedad como elementos de tradiciones en caso propias, que han sido
objeto de una apropiación consciente. Mientras que según la concepción liberal
los derechos del hombre se imponen a la consideración moral como algo dado,
anclado en un ficticio estado de naturaleza, conforme a la concepción republicana
la voluntad ético-política de un colectivo que decide él mismo lo que quiere ser,
no puede reconocer nada que no responda a su propio proyecto de vida, asumido
en autenticidad. En un caso predomina el momento moral-cognitivo; en el otro,
el ético-voluntativo. En cambio, Rousseau y Kant trataron de pensar de tal suerte
en el concepto de autonomía la unión de razón práctica y voluntad soberana, que
la idea de derechos del hombre y el principio de soberanía popular se interpretasen
recíprocamente. Sin embargo, tampoco esos dos autores logran una conexión
enteramente simétrica de las dos concepciones. Vistas las cosas en conjunto, Kant
sugiere una lectura más bien liberal y Rousseau una lectura más bien republicana
de la autonomía política.
Kant obtiene el «principio general del derecho» de la aplicación del principio
moral a «relaciones externas» y comienza su teoría del derecho con ese derecho
a iguales libertades subjetivas, dotadas de facultades de ejercer coerción para
hacerse respetar, que asiste a todo hombre «en virtud de su humanidad». Ese
derecho original regula el «mío y tuyo internos»; al aplicarlo al «mío y tuyo
externos» resultan de él los derechos subjetivos privados (de los cuales partirían
después Savigny y la dogmática alemana del derecho civil siguiendo a Kant). Este
sistema de derechos que competen «inadmisiblemente» a todo hombre y a los que
el «hombre no podría renunciar aunque quisiese»5, se legitima por principios
morales, incluso antes de diferenciarse en forma de leyes públicas, es decir, se
legitima con independencia de esa autonomía política de los ciudadanos que solo
se constituye con el contrato social. Por este lado los principios del derecho
privado gozan ya en el estado de naturaleza de la validez de los derechos morales.
Por consiguiente los derechos naturales que protegen la autonomía privada del
hombre, anteceden a la voluntad del legislador soberano; y, por consiguiente, la
soberanía de la «voluntad concordante y unida» de los ciudadanos viene restringida

5
Cf. Kant, I., «En torno al tópico: ‘Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica’»,
en: Teoría y práctica, Madrid: Tecnos, 1986, pp. 51ss.

190
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

por derechos del hombre fundados moralmente. Pero Kant no interpretó esta
vinculación de la soberanía popular a los derechos del hombre como una
restricción porque partió de que nadie puede asentir en el ejercicio de su
autonomía ciudadana a leyes que vulneran la autonomía privada asegurada por el
derecho natural. Pero entonces la autonomía política habría de explicarse desde
una conexión interna de la soberanía popular con los derechos del hombre. Y
precisamente eso es lo que habría de suministrar la construcción que representa
al contrato social. Pero la forma gradual, es decir, ese modo de proceder por pasos,
que adopta la argumentación en la Metafísica de las costumbres, procediendo de la
moral al derecho, impide que en la construcción de la teoría kantiana del derecho
ocupe la posición central que de hecho ocupa en Rousseau.
Rousseau parte de la constitución de la autonomía ciudadana y establece a
fortiori entre la soberanía popular y los derechos del hombre una conexión
interna. Como la voluntad soberana del pueblo solo puede manifestarse y
expresarse en el lenguaje que representa las leyes generales y abstractas, por su
propia naturaleza lleva inscrito en sí ese derecho a iguales libertades subjetivas que
Kant hace preceder a la formación de la voluntad política como un derecho del
hombre, moralmente fundado. De ahí que en Rousseau el ejercicio de la
autonomía política ya no quede bajo la reserva de derechos innatos; el contenido
normativo de los derechos del hombre penetra más bien en (y forma parte de) el
modo de ejercitación de la soberanía popular. La voluntad unida de los ciudada-
nos está ligada, a través del medio que representa las leyes abstractas y generales,
a un procedimiento de legislación democrática, que excluye per se todos los
intereses no susceptibles de universalización y que solo permite regulaciones que
garanticen a todos iguales libertades subjetivas. Conforme a esta idea, el ejercicio
de la soberanía popular de conformidad con ese procedimiento, asegura a la vez
la sustancia del «derecho original del hombre» de Kant.
Sin embargo, Rousseau no desarrolla consecuentemente esta convincente
idea, porque se siente vinculado de forma más fuerte que Kant a la tradición
republicana. Rousseau da a la idea de autolegislación una interpretación ética más
bien que moral (en el sentido que venimos empleando estos términos) y entiende
la autonomía como la realización de la forma de vida de un pueblo concreto,
conscientemente asumida. Como es sabido, Rousseau se representa la constitu-
ción contractualista de la soberanía popular como un acto, por así decir,
existencial de «sociación» o «socialización», por medio del cual los individuos
aislados y orientados a su propio éxito se transforman en ciudadanos de una
comunidad ética orientados al bien común. Como miembros de un cuerpo

191
Jürgen Habermas

colectivo los individuos se funden en una especie de sujeto en gran formato que
es portador de la producción de normas, el cual ha roto con los intereses privados
de las personas privadas, simplemente sometidas a las leyes. Rousseau lleva hasta
el extremo las exigencias y aun sobreexigencias éticas a que queda sometido el
ciudadano, las cuales vienen ya inscritas en el propio concepto republicano de
comunidad. Cuenta con virtudes políticas que estén ancladas en el ethos de una
comunidad abarcable, integrada a través de tradiciones culturales comunes, y más
o menos homogénea. La única alternativa a ello sería la coerción estatal: «Cuanto
menor sea la proporción que las voluntades particulares guardan con la general,
es decir, las costumbres con las leyes, tanto más debe aumentar la fuerza represora.
Por tanto el gobierno, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida
que el pueblo sea más numeroso»6.
Pero si la praxis de la autolegislación tiene que nutrirse de este modo de la
sustancia ética de un pueblo que esté ya de antemano de acuerdo en sus
orientaciones valorativas, Rousseau no puede explicar cómo cabría establecer una
mediación entre la postulada orientación de los ciudadanos hacia el bien común
y las diferenciadas constelaciones sociales de intereses de las personas privadas,
cómo sin represión cabría establecer una mediación entre la voluntad general
construida normativamente y el arbitrio de los individuos. Para ello sería
menester un punto de vista genuinamente moral desde el que pudiese examinarse
y decidirse qué es lo que, allende lo que es bueno para nosotros, es en interés de cada
uno por igual. En la versión ética que da Rousseau del concepto de soberanía
popular el sentido universalista del «principio del derecho» no tiene más remedio
que acabar perdiéndose.
Manifiestamente, el contenido normativo del «derecho original del hombre»
no puede agotarse solo, como supone Rousseau, en la gramática de leyes generales
y abstractas. Pues el sentido de la igualdad jurídica de contenido, es decir, de la
igualdad jurídico-material, que la pretensión de legitimidad del derecho moderno
encierra, y que a Rousseau importa, no puede explicarse suficientemente apelan-
do solo a las propiedades lógico-semánticas de leyes generales. La forma gramatical
de preceptos universales no dice nada acerca de la validez de estos. Antes la
pretensión de que una norma es en interés de todos por igual, tiene un sentido de
aceptabilidad racional: todos los posibles afectados tendrían que poder asentir a
ella por buenas razones. Y esto, a su vez, solo puede averiguarse introduciéndose

6
Cf. Rousseau, J.J., El contrato social, Libro III, capítulo I.

192
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

en las condiciones pragmáticas de procesos de argumentación en los que sobre la


base de las informaciones pertinentes no se imponga otra cosa que la coerción del
mejor argumento. Rousseau ve ya en las propiedades lógico-semánticas de lo que
se quiere, el contenido normativo del «principio del derecho», pero en realidad
a ese principio solo se lo podría ver inscrito en, y extraerlo de, aquellas
condiciones pragmáticas que determinan cómo se forma la voluntad política. La
conexión interna que buscamos entre soberanía popular y derechos del hombre
ha de radicar, pues, en el contenido normativo de un modo de ejercicio de la
autonomía política, que no viene asegurado por la forma de leyes generales sino
solo por la forma de comunicación que representa la formación discursiva de la
opinión y la voluntad comunes.
Pero esta conexión permanece cerrada tanto en Kant como en Rousseau.
Pues bajo las premisas de la filosofía de la conciencia la razón y la voluntad pueden
quedar, ciertamente, aunadas en el concepto de autonomía, pero solo de forma
que esta facultad de autodeterminarse queda adscrita a un sujeto, bien sea el yo
inteligible de la Crítica de la razón pura, bien sea el pueblo de El contrato social. Si
la voluntad racional solo puede formarse en el sujeto particular (esta es la idea de
Kant), entonces la autonomía moral del sujeto particular tienen que penetrar a
través de la autonomía política de la voluntad unida de todos, asegurando así de
antemano en términos de derecho natural la autonomía privada de cada uno. Si
la voluntad racional solo puede formarse en el sujeto en gran formato que es un
pueblo o una nación (esta es la idea de Rousseau), la autonomía política tiene que
ser entendida como la realización autoconsciente de la esencia ética de una
comunidad concreta; y la autonomía privada solo podrá protegerse ya de la fuerza
arrolladora de la autonomía política mediante la forma de no-discriminación que
representan las leyes generales. Pero ambas concepciones yerran la fuerza
legitimatoria que posee una formación discursiva de la opinión y la voluntad
políticas, en la que la capacidad ilocucionaria de establecer vínculos que tiene el
empleo de lenguaje orientado al entendimiento se emplee para aunar razón y
voluntad y para llegar a convicciones en las que todos los individuos puedan estar
de acuerdo sin coerciones.
Pero si los discursos (y, como veremos, las negociaciones cuyos procedi-
mientos vienen fundados discursivamente) constituyen el lugar en el que se puede
formar una voluntad racional, la legitimidad del derecho se basa en última
instancia en un mecanismo comunicativo: como participantes en discursos
racionales los miembros de una comunidad jurídica han de poder examinar si la
norma de que se trate encuentra, o podría encontrar, el asentimiento de todos los

193
Jürgen Habermas

posibles afectados. Por tanto, la conexión interna que buscamos entre soberanía
popular y derechos del hombre consiste en que en el «sistema de los derechos» se
recogen exactamente las condiciones bajo las que pueden a su vez institucionali-
zarse jurídicamente las formas de comunicación necesarias para una producción
de normas políticamente autónoma. El sistema de los derechos no puede hacerse
derivar ni de una lectura moral de los derechos del hombre ni tampoco de una
lectura ética de la soberanía popular, porque la autonomía privada de los
ciudadanos no puede ni sobreordenarse ni subordinarse a su autonomía política.
Las intuiciones normativas que vinculamos con los derechos del hombre y la
soberanía popular solo pueden hacerse valer sin mermas y sin recortes en el
sistema de los derechos si partimos de que el derecho a iguales libertades subjetivas
de acción, ni puede simplemente imponerse al legislador soberano como límite
externo, ni tampoco ser instrumentalizado como requisito funcional para sus
fines. La cooriginalidad de autonomía privada y autonomía pública muéstrase
solo cuando desciframos y desgranamos en términos de teoría del discurso la
figura de pensamiento que representa la «autolegislación», figura conforme a la
cual los destinatarios son a la vez autores de sus derechos. La sustancia de los
derechos del hombre se encierra entonces en las condiciones formales de la
institucionalización jurídica de ese tipo de formación discursiva de la opinión y
la voluntad comunes, en el que la soberanía popular cobra forma jurídica.

194
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

Texto 2
«La alternativa del disenso (en torno a la
fundamentación ética de los derechos humanos)»

Javier Muguerza 7

Las observaciones que anteceden no tratan en modo alguno —me apresuro a


aclararlo para tranquilidad del profesor Elías Díaz— de deslegitimar la democra-
cia, la cual queda sin duda aceptablemente legitimada mediante la racionalidad
procedimental habermasiana, más una serie de complementos (respeto y protec-
ción de las minorías, salvaguarda de los fueros del individuo, garantías de
ampliación del concepto de democracia más allá del funcionamiento mecánico de
la regla de las mayorías, etc.), complementos que Habermas no pasaría por alto
y que se hallan recogidos bajo la noción de legitimidad que Elías Díaz propone
denominar «legitimidad critica»8.
Mas la cuestión que aquí nos interesa dilucidar es la de si aquella racionalidad
procedimental, con todos los complementos que se quieran, clausura sin residuo
el ámbito de la razón práctica, lo que es tanto como decir el ámbito de la ética.
La respuesta, o al menos eso espero, tendría que inclinarse por la negativa,
habida cuenta de que hasta ahora («hasta ahora», por descontado, quiere decir que
más que en el curso de mi disquisición) la razón práctica no ha conseguido aún
ofrecernos la deseada fundamentación de los derechos humanos que buscamos.

7
En: Muguerza, Javier, «La alternativa del disenso (en torno a la fundamentación ética de los derechos
humanos)», en: Muguerza, Javier, et al., El fundamento de los derechos humanos, edición de Gregorio
Peces-Barba, Madrid: Debate, 1989.
8
Cf. Díaz, E., De la maldad estatal y la soberanía popular, Madrid: Debate, 1984, pp. 21ss, 127-148, así
como su postscriptum «La justificación de la democracia», en: Sistema, 66 (1985), pp. 3-23 (en cuanto
a Habermas, véase también: Habermas, J., «Die Schrecken der Autonomie», a propósito de la
deslegitimación de la democracia a manos de Carl Schmitt y su ambiguo revival actual, en: Eine Art
Schadensabwicklung, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1987, pp. 101-114).

195
Javier Muguerza

Con el fin de explorar otra estrategia, voy acudir a una formulación distinta
del imperativo categórico kantiano, una formulación sobre cuya trascendencia
ética —sin duda superior, para nuestros objetivos, a la del principio de universa-
lización— han llamado la atención algunos filósofos contemporáneos, como es el
caso, entre otros, de Ernst Tugendhat9. Aunque mi aproximación a la misma no
coincide exactamente con la suya, también yo he echado mano de esa formulación
—la que prescribe «Obra del tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu
persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo con un fin y
nunca solamente como un medio»— en más de una ocasión. Y en una de tales
ocasiones he llamado a dicho imperativo el imperativo de la disidencia10, por
entender que —a diferencia del principio de universalización, desde el que se
pretendía fundamentar la adhesión a valores como la dignidad, la libertad o la
igualdad—, lo que ese imperativo habría de fundamentar es más bien la posibilidad
de decir «no» a situaciones en las que prevalecen la indignidad, la falta de libertad
o la desigualdad.
Para decirlo en dos palabras, se trataba de preguntarnos si —tras tanta
insistencia en el consenso, fáctico o contrafáctico, acerca de los derechos huma-
nos— no extraeremos más provecho de un intento de «fundamentación» desde el
disenso, esto es, de un intento de fundamentación «negativa» o disensual de los
derechos humanos, a la que llamaré «la alternativa del disenso».
Desde luego, la idea de recurrir para esos fines al «disenso» con preferencia
sobre el consenso no parece del todo descabellada si reparamos en que la
fenomenología histórica de la lucha política por la conquista de los derechos
humanos, bajo cualquiera de sus modalidades conocidas, parece haber tenido algo
que ver algo con el disenso de individuos o grupos de individuos respecto de un
consenso antecedente —de ordinaria plasmado en la legislación vigente— que les
negaba de un modo u otro su pretendida condición de sujetos de tales derechos.

9
Véase de E. Tugendhat, en: Probleme der Ethik, Stuttgart: Reclam, 1984 (hay traducción castellana de
J. Vigil: Problemas de la ética, Barcelona: Crítica, 1988), sus «Retraktationen» (1983), pp. 132-176, escritas
bajo el efecto de la crítica de Ursula Wolf (Das Problem des moralisches Sollens, Berlín/Nueva York:
Walter de Gruyter, 1984) a sus anteriores «Drei Vorlesungen über Probleme der Ethik» (1981), en:
Tugendhat, E., o.c., pp. 57-131 (para otras aproximaciones a la cuestión, cf. asimismo, Haezrahi, P., «The
Concept of Man as End-in-Himself», en: Wolff, R.P. (ed.), Kant. A Collection of Critical Essays, Londres:
Macmillan, 1968, pp. 291-313; Hill, T.E., «Humanity as an End in Itself», en: Ethics, 91 (1980), pp. 84-
99; y, especialmente, Wellmer, Albrecht, Ethik und Dialog: Elemente des moralischen Urteils bei Kant und
in der Diskursethik, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1986).
10
Así, en mi trabajo «La obediencia al Derecho y el imperativo de la disidencia (una intrusión en un
debate)», en: Sistema, 70 (1986), pp. 27-40.

196
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

Si, por más que la historiografía de los derechos humanos se haga a veces
retroceder hasta la noche de los tiempos, datamos de los comienzos de esa lucha
en la Edad Moderna, no sería difícil comprobar que —tras todos y cada uno de los
documentos que pudieran servir de precedentes a la Declaración Universal desde
1948 (desde el Bill of Rights inglés de 1689, el del Buen Pueblo de Virginia de 1776
o la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de la Asamblea Nacional
francesa de 1789, pasando por nuestra Constitución de Cádiz de 1812, hasta la
Constitución Mexicana de 1917 o la Declaración de Derechos del Pueblo
Trabajador de la Unión Soviética de 1919)— se encuentran las luchas reivindica-
tivas que acompañaron ya sea al ascenso de la burguesía en los siglos XVI, XVII
y XVIII, ya sea al movimiento obrero de los siglos XIX y XX, de la misma manera
que tras la propia Declaración de 1948 se encuentran las luchas anticolonialistas
de nuestra época y tampoco sería difícil identificar a los movimientos sociales
contemporáneos que directa o indirectamente promovieron los pactos interna-
cionales de derechos civiles y políticos o de derechos económicos, sociales y
culturales, ambos de 1966, que desarrollan la Declaración y forman con ella, en
el contexto de las actividades de concertación legislativa de las Naciones Unidas,
lo que se conoce como el Acta de los Derechos Humanos11. En nuestros días, en
fin, será de los llamados «nuevos movimientos sociales» —pacifista, ecologista,
feminista, etc.—, de los que quepa esperar ulteriores avances en la lucha por
aquellos derechos, derechos que, según es de presumir y desear, se han de ver
recogidos en algún momento por la legislación de turno, por más que la actual les
dé aún la espalda.
Desde esta perspectiva, la historia social y política de la humanidad —con su
perpetuo, alguien diría casi sisífico, tejer y destejer de previos consensos rotos por
el disenso y restaurados luego sobre bases distintas, para volver a ser hendidos por
otras disensiones en una indefinida sucesión— se asemeja un tanto a la descripción
de la historia de la ciencia debida a Thomas Kuhn, con su característica alternancia
de períodos de «ciencia normal» bajo la hegemonía de un paradigma científico
dado y de «revoluciones científicas». Como ha comentado Michael Walzer con
alguna mordacidad, la aplicación de los esquemas de Kuhn a la historia de los mores
humanos presta a esta «algo de melodramático más bien que de históricamente

11
Cf. Peces-Barba, Gregorio (ed.), Derecho positivo de los derechos humanos, Madrid: Debate, 1987, y
Fernández, E., G. Peces-Barba, A.E. Pérez Luño y L. Prieto Sanchis (eds.), Historia de los derechos
humanos, en preparación.

197
Javier Muguerza

realista»12. Pero quizá la historia humana tenga mucho de melodrama, cuando no


—como Shakespeare sabía bien— de cosas peores, pues normalmente, o revolu-
cionariamente (en sentido kuhniano y en el otro), se halla escrita con sangre. Y,
si se albergan dudas acerca de que en la historia de los mores haya descubrimiento
e invención como en la historia de la ciencia y la tecnología, la invención de los
propios derechos humanos podría contribuir a desvanecerlas, toda vez que los
derechos humanos constituyen «uno de los más grandes inventos de nuestra
civilización», en el mismísimo sentido que los descubrimientos científicos o los
inventos tecnológicos, al decir de Carlos Santiago Nino13. Pero, por lo que hace
a mi observación de que la fenomenología histórica de la lucha por tales derechos
tienen al menos tanto de disenso como —si acaso no más que— de consenso, la
verdad es que no estoy en situación de extraer de ella mayor partido, pues no soy
historiador ni sociólogo del conflicto, ni me asiste ninguna otra cualificación
profesional a ese respecto, y no deseo tampoco hacer recaer sobre la tesis que me
propongo defender la en otro caso inesquivable acusación de que incurre en algún
tipo de «falacia genética», de corte historicista o sociologista, al tratar de derivar
conclusiones filosóficas del desarrollo histórico de los acontecimientos o de tales
o cuales circunstancias de la realidad social.
Vistas las cosas desde una perspectiva estrictamente filosófica sí que habría
que tener presente, en cambio, que el imperativo que llamé de la disidencia —del
que Kant se sirvió para elaborar su idea de «un reino de los fines» (ein Reich der
Zwecke), a cuya realización tendería el establecimiento la «paz perpetua» sobre la
faz de la tierra— reclama su puesta en conexión no solo para la ética kantiana sino
también con la harto menos sublime filosofía política de Kant y, de manera muy
especial con su inquietante idea de la «inasociable sociabilidad» (ungesellige
Geselligkeit) del hombre, bajo la que indudablemente se trasluce una visión
bastante conflictualista de la historia y la sociedad14.

12
Walzer, M., Interpretation and Social Criticism, Cambridge, Mass. Harvard University Press, 1987,
p. 26.
13
Cf. Nino, C.S., Ética y derechos humanos, Buenos Aires/Barcelona/México: Paidós, 1984, Introduc-
ción, pp. 13-17.
14
Cf. Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, en: Kant, I., Gesammelte Schriften, Berlín:
Akademie Ausgabe (hrsg. von der Königlich-Preussischen Akademie der Wissenschaften), 1902, en
adelante, vol. IV, pp. 433ss (en lo sucesivo, las obras de Kant se citarán siempre por esta edición); Kant,
I., Zum ewigen Frieden, vol. VIII, pp. 359-360; Kant, I., Idee zu einer allgemeinen Geschichte in
weltbürgerliche Absicht, vol. III, pp. 20ss (véase sobre este punto mi trabajo «Habermas en el reino de
los fines: variaciones sobre un tema kantiano», en: Guisán, Esperanza (ed.), Esplendor y miseria de la
ética kantiana, Barcelona: Anthropos, 1988, pp. 97-139).

198
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

En lo que resta de este trabajo, sin embargo, habré de concentrarme en los


aspectos éticos de la cuestión, dejando de lado los aspectos filosófico-políticos, en
relación con los cuales me limitaré a señalar que el imperativo de la disidencia
podría dar pie a meditar sobre la importancia, junto a la legitimidad crítica de que
antes hablábamos, de la crítica de la legitimidad, esto es, de cualquier legitimidad
que pretendiera situarse por encima de la condición de fin en sí mismo que aquel
imperativo asigna al hombre15.
Pues, entrando de lleno a nuestro tramo final, dicho segundo imperativo de
la Fundamentación de la metafísica de las costumbres descansaba para Kant en la
convicción, por él solemnemente aseverada en esta obra, de que «el hombre existe
como un fin en sí mismo»16 y, como añadiría en la Crítica de la razón práctica, «no
puede ser nunca utilizada por nadie (ni siquiera por Dios) únicamente como un
medio, sin al mismo tiempo ser fin»17. Como antes insinué, el imperativo de
marras reviste de algún modo un carácter negativo, dado que —bajo su apariencia
de oración gramaticalmente afirmativa— no nos dice en rigor «lo que» debemos
hacer, sino más bien lo que «no debemos», a saber, no debemos tratarnos, ni tratar
a nadie, a título exclusivamente instrumental. Kant es tajante en este punto
cuando afirma que el fin que el hombre es no es uno de esos fines particulares que
nosotros podemos proponernos realizar con nuestras acciones y que generalmen-
te son medios para la consecución de otros fines, como, pongamos por ejemplo,
el bienestar o la felicidad. El hombre no es un fin a realizar. Por lo que se refiere
al hombre como fin, advierte Kant, «el fin no habría de concebirse aquí como un
fin a realizar, sino como un fin independiente y por tanto de modo puramente
negativo, a saber, como algo contra lo que no debe obrarse en ningún caso»18. Los
«fines a realizarse» son para Kant, en cuanto fines particulares, «fines únicamente
relativos». Y de ahí que, según él, no puedan dar lugar a «leyes prácticas» o leyes
morales, sino a lo sumo servir de fundamento a «imperativos hipotéticos», como
los que nos dicta, por ejemplo, la prudencia cuando decimos que «si queremos
conservar nuestra salud en buen estado, tendremos que seguir estos o aquellos
preceptos médicos». Mas, por su parte el único fin específicamente moral o «fin
independiente» con que contamos —a saber, el ser humano revestido de un «valor

15
Sobre ello podrá verse mi trabajo «¿Legitimidad crítica o crítica de la legitimidad», en: Elogio del
disenso, Madrid, en preparación.
16
Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, p. 428.
17
Kant, I., Kritik der praktischen Vernunft, vol. V, p.132.
18
Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, p. 437.

199
Javier Muguerza

absoluto»— no requerirá menos que un imperativo categórico como el nuestro19.


En este sentido, y mientras que los fines relativos no pasarían de constituir «fines
subjetivos» como lo son los que cualquiera de nosotros nos propongamos
realizar, los hombres como fines, esto es la «personas», son llamadas por Kant
«fines objetivos», como en el famoso pasaje de la Fundamentación que no me
resisto a transcribir: «los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad,
sino en la naturaleza, tienen, cuando se trata de seres irracionales, un valor
meramente relativo, como medios y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres
racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en
sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio y,
por tanto, limita en este sentido todo capricho (y es un objeto de respeto). Estos
no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra
acción, tienen un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas
cuya existencia es en sí misma un fin»20. Por eso, añade Kant en otro pasaje no
menos famoso de la misma obra, el hombre no tiene «precio», sino «dignidad»:
«aquello que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo, eso no
tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor intrínseco, esto es
dignidad»21. Son hermosas palabras, ciertamente ¿pero por qué todo el mundo
habría de aceptar la proclamación kantiana de que el hombre existe como un fin
en sí mismo?
Que eso no es evidente de por sí lo demuestra, para acudir a un solo
contraejemplo, la imposibilidad de argumentar en pro de dicho aserto —y hasta
incluso de comprenderlo— por parte de quienes sostengan que la razón, la
racionalidad, no puede ser sino razón instrumental, esto es, una razón capaz de
interesarse únicamente por la adecuación de los «medios» a los «fines» que
persigue la acción humana, pero incapaz, en cambio, de atender a «fines últimos»
que no puedan ser medios para la consecución de otros fines. Ello la incapacita,
desde luego, para poder hacerse cargo de que el hombre sea un fin en sí mismo,
algo que no debía de preocupar gran cosa a Heinrich Himmler cuando —según
relata Hannah Arendt— advertía enérgicamente, en sus circulares a las SS, de «la
futilidad de plantearse cuestiones relativas a fines en sí mismos»22. Los teóricos de

19
Cf. ibid., pp. 439ss.
20
Ibid., p. 428.
21
Ibid., pp. 434-435.
22
Citado por H. Arendt en: The Origins of Totalitarianism, vol. III, Nueva York: Harvest/Harcourt,
1968 (hay traducción castellana de G. Solana, Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Alianza Editorial,
1982), p. 440, nota 33.

200
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

la racionalidad instrumental, por otra parte, negarían consecuentemente que


quepa hablar de razón práctica, pero —si no aceptamos, como no hay razón para
aceptar, que la «racionalidad» de la «praxis» humana se reduzca a «racionalidad
instrumental»— estaremos autorizados, cuando menos, a indagar la posibilidad de
argumentar en pro de aserto kantiano de que el hombre es un fin en sí mismo.
En mi opinión, quien más convincentemente ha indagado la posibilidad de
semejantes argumentación ha sido Tugendhat, para quien es un «hecho empírico»
—a cuyo reconocimiento contribuye el estudio de los procesos de socialización—
que tanto con respecto a nuestra vida como a la de los demás mantenemos
relaciones de estimación (y desestimación) recíprocas, que nos hacen sentir a cada
quien como «uno entre todos» y sometidos de este modo a una moralidad común
(a menos, precisa, de sufrir un lack of moral sense, esto es, de carecer de sensibilidad
moral, un caso este que Tugendhat se inclina a reputar de «patológico»)23: sobre
un tal hecho se podría pasar luego a construir una «moral del respeto recíproco»,
moral que Tugendhat considera, a mi entender acertadamente, como el núcleo
básico de toda otra moral (lo que no quiere decir que toda moral se haya de
constreñir a dicho núcleo, pues incluso la propia ética de Kant —en especial, en
conexión con su idea del «bien supremo»— admitiría otras fuentes que el
«respeto»24; pero no sería poco, ciertamente, que la moral del respeto recíproco
—en la que los miembros de la comunidad moral otorgaríanse recíprocamente la
consideración de fines— se hallase como cuestión de hecho a la base de toda moral,
con lo que se vería dotada de una efectiva universalidad25; y, por supuesto, la
posición de Tugendhat entraña un paso más sobre la de cuantos —sin excluir al
que esto escribe— se han rendido alguna que otra vez a conceder que la kantiana
afirmación que el hombre es un fin en sí no pasa de constituir una «superstición
humanitaria», aun cuando una superstición fundamental si se desea poder seguir
hablando de ética)26.
Ahora bien, ¿consigue en rigor Tungendhat su propósito de convencernos?
Cualquiera que fuese el poder de convencimiento de su tesis, y hay que decir que
no es escaso, él mismo admitiría como dudoso que consiguiera convencer a aquel
que carezca de sensibilidad moral, con quien confiesa que «no sería posible

23
Cf. Tugendhat, E., o.c., pp. 150ss, especialmente 154-155, 156ss.
24
Véase Gómez Caffarena, José, «Respeto y utopía: ¿dos fuentes de la moral kantiana?», en:
Pensamiento, 34 (1978), pp. 259-276.
25
Cf. Tungendhat, E., o.c., pp. 163-164.
26
Cf. Muguerza, J., «Habermas en el reino de los fines», pp. 126-128.

201
Javier Muguerza

discutir»27. Pero si se trata de discutir o argumentar como se trata, ese es


precisamente el caso en que la discusión tendría que ser más relevante.
A mi modo de ver, la argumentación de Tugendhat se desenvuelve de manera
que en el imperativo de la disidencia tendría que presuponer el principio de
universalización, ya que este se halla a la raíz de su concepción de la moral del
respeto recíproco, válida al mismo tiempo para uno que para todos. Pero quizá
tal presuposición sea prescindible, pues el imperativo de la disidencia podría valer
en principio para un solo individuo, a saber, el que disiente y hace suya la moral
del respeto recíproco entendida como la resolución de no tolerar nunca ser
tratado, ni tratar consecuentemente a nadie, únicamente como un medio, esto es,
como un mero instrumento (donde la resolución de «no tolerar ser tratado
únicamente como un medio» detentaría de algún modo un prius sobre la
consecuente resolución de «no tratar a nadie únicamente como un medio», es
decir, sería previa a la reciprocidad y no solo al principio de universalización).
Aunque, naturalmente, de lo antedicho se desprende que el individualismo ético
no equivale a un imposible solipsismo ético y ha de admitir de buena gana la
pregunta acerca de qué pasa con los restantes individuos.
Pero antes de retornar sobre este punto, y con el fin de esclarecer lo que
deseo entender por «individuo», voy a permitirme un breve rodeo a través del
trabajo de John Rawls «Justice as Fairness: Political not Metaphysical» (1985), en
que —al puntualizar que su «teoría de la justicia» pretende ser tan solo una teoría
política y no una teoría metafísica— Rawls matiza de pasada cuál sea el sentido
último, o penúltimo, de su propio individualismo28. Con mucho mayor claridad
que en el trabajo de Habermas anteriormente citado, Rawls comienza por
explicitar que su construcción procedimental tan solo se refiere a nuestras actuales
sociedades democráticas y que es así como hay que interpretar la condición de
«sujetos libres e iguales» de las partes contratantes en su experimento mental de
la posición original (tanto con «velo de ignorancia» como sin él, se trata de los
ciudadanos que cotidianamente nos tropezamos en la calle y que protagonizan
nuestra vida política de cada día, además, claro, de protagonizar la «doctrina

27
Tungendhat, E., o.c., p. 155: «Wenn das Individuum..., die Moral, und das heisst die moralische
Sanktion überhaupt, in dem Sinn in Zweifel stellt, dass es für diese Sanktion kein Sensorium hat, lässt
sich nicht argumentieren» (subrayados míos).
28
Cf. Rawls, J., «Justice as Fairness: Political not Metaphysical», en: Philosophy and Public Affairs, XIV
(1985), pp. 223-251.

202
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

política liberal»)29. Y de ahí que la concepción rawlsiana del individuo o la persona


no necesite ir más allá del «consenso por solapamiento» (overlapping consensus)
que, en una sociedad plural en cuanto a las creencias religiosas y las ideológicas en
general, permita a aquellos ciudadanos concordar en cuanto a unos principios
básicos de justicia, todo lo cual excluye de su consideración —según reconoce
paladinamente Rawls— otras concepciones del sujeto «demasiado fuertes» como
la kantiana30.
Para decirlo con sus propias palabras, «cuando (en su teoría de la justicia)
simulamos hallarnos en la posición original, nuestro razonamiento no nos
compromete con una doctrina metafísica del sujeto (self) más de lo que, cuando
jugamos el Monopoly (en mis tiempos, y en España, se llamaba El Palé), nos
comprometeríamos a creer que somos propietarios de fincas urbanas desesperada-
mente enzarzados en una lucha a todo o nada por la supervivencia económica»31.
Quizá seamos, pues, los mismos en la vida real que en la posición original de
Rawls, tal y como Saulo de Tarso tampoco dejó de ser en algún sentido «el mismo»
al convertirse en Pablo el Apóstol camino de Damasco, pero lo más probable es
que en la vida real uno se sienta menos igual y menos libre que en el experimento
mental rawlsiano.
Y, comoquiera que ello sea, lo que me atrevo a aventurar es que, después de
todo, tal vez un poco de metafísica al año no haga daño.
Naturalmente, no se trata de resucitar aquí y ahora la doctrina kantiana de
los dos reinos, el empírico o fenoménico y el moral o nouménico. Pero lo que
acaso sí pueda sostenerse es que el «sujeto moral» y el «sujeto empírico» no
coinciden exhaustivamente el uno con el otro. Al decir tal no se está diciendo,
claro está, que el sujeto moral y el sujeto empírico sean sujetos realmente
distintos, sino que el primero es, sin más, el sujeto en su integridad, la cual empero
se halla lejos de reducirse a las manifestaciones empíricas del sujeto. Por ejemplo,
ni el peor criminal podría ser nunca reducido a su conducta observable, puesto
que esta no nos permite escrutar sus más recónditas motivaciones ni intenciones,
y ese hecho constituye una poderosa razón para seguirle tratando como un sujeto
moral, lo que es tanto como decir «un fin en sí mismo». Como sujetos empíricos,
otro ejemplo, los seres humanos diferimos en talento, fuerza, belleza, etc., mas

29
Cf. ibid., pp. 231ss.
30
Cf. ibid., pp. 245ss.
31
Ibid., p. 239.

203
Javier Muguerza

nada de ello obsta a que podamos tenernos mutuamente por «iguales» en tanto que
sujetos morales. De la misma manera que, todavía un ejemplo más, podemos
vernos sometidos en tanto que sujetos empíricos a toda suerte de condicionamien-
to naturales o sociohistóricos, mas no será dado decir que ninguno de tales
condicionamientos nos impide ser «libres» sin renunciar al mismo tiempo a
nuestra condición de sujetos morales. En esa subjetividad, de la que brotan
indisociablemente unidas nuestra autoconciencia y nuestra autodeterminación32,
es donde, en fin, radica la «dignidad humana», esto es, aquello que hace que seamos
«sujetos» y no «objetos»33: sin duda en estos tiempos nos resulta difícil aceptar la
idea de que el sujeto moral y el empírico no coincidan exhaustivamente entre sí,
pero eso, la no reducción del sujeto a sus propiedades manifiestas, era al menos
parte de lo que los griegos querían dar a entender cuando llamaron al sujeto
hypokeimenon34. El sujeto moral ejemplifica por antonomasia al sujeto así
entendido, y esa es también la base de la distancia que separa al sujeto moral del
llamado «sujeto de derechos», el cual consiste en una variedad, entre otras, del
sujeto empírico. Por lo demás, no todos los sujetos de derechos son sujetos
morales, pues un sujeto moral es siempre un individuo, mientras que los sujetos
de derechos pudieran muy bien ser «sujetos impersonales», como colectivos o
instituciones, desde una empresa comercial al mismo Estado. E incluso cuando,
por analogía con los sujetos morales, se concede capacidad de «autoconciencia»
y de «autodeterminación» a alguno de esos sujetos interpersonales como una clase
social o una nación, no hay que olvidar que aquellas pasan en cualquier caso por
la autoconciencia y la autodeterminación de los individuos correspondientes.
Ahora bien, los sujetos morales pueden por su parte aspirar y aspiran de hecho,
a ser reconocidos como sujetos de derechos. Y entre dichas aspiraciones figura

32
La tesis de la indisociabilidad de «autoconciencia» y «autodeterminación» ha sido brillantemente
defendida por Tungendhat en su obra Selbstbewuâßtsein und Selbstbestimmung, Frankfurt a.M:
Suhrkamp, 1979. Como Tungendhat advierte, Andreas Wildt —en: Autonomie und Anerkennung,
Stuttgart: Klett-Cotta, 1982— fue el primero en dar a sus reflexiones un sentido teórico-moral
explícito, interpretación en la que abunda Ursula Wolf, o.c. Por su parte, él mismo la ha desarrollado
en sus Probleme der Ethik, pp. 137ss, a partir de la discusión de la tesis de la «moralidad» como condición
necesaria de la «identidad (práctica) del yo».
33
Para una interpretación en esos términos de la idea kantiana del hombre como «fin en sí mismo»,
véase Muguerza, J., «Habermas en el reino de los fines», pp. 123ss.
34
En un sentido hasta cierto punto similar, Tungendhat habla del «ser sí mismo» (Selbstsein) de alguien
que identifica con su «existencia» (Existenz), como una «cuasi-propiedad» (Quasi-Eigenschaft), la cual
—más que con ninguna propiedad sustancial, en cuanto diferente de las propiedades accidentales, al
estilo de la ontología tradicional— tendría que ver para él con la noción kantiana de «fin en sí».

204
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

como primordial la de su reconocimiento como «sujetos de derechos humanos».


En un cierto sentido, este sería el primer derecho humano y hasta la quintaesencia
de cualesquiera otros derechos humanos, a saber, el derecho a ser sujeto de
derechos.
Mas si me preguntaran quién o qué habría de concederles tal derecho, previo
a cualquier posible reconocimiento de derechos, respondería que nada ni nadie
tiene que concedérselo a un sujeto moral en plenitud de sus facultades, sino que
ha de ser él mismo quien se lo tome al afirmarse como hombre. I am a human being
rezaban las pancartas que portaban los seguidores de Martin Luther King. ¿Y
cómo sería posible negar la condición humana a quien afirma que la posee, aun
cuando de momento no le sea jurídicamente reconocida?
La denegación de esa condición, esto es, la reducción de un sujeto a un objeto,
era lo que aquel crítico de la ideología de los derechos humanos que fue Marx
llamaba «alienación», y la lucha por los derechos humanos —digámoslo en su
honor— no es irónicamente otra cosa que la lucha contra las múltiples formas de
alienación que el hombre ha conocido y padecido.
A tal fin, el sujeto tiene que comenzar sabiéndose sujeto, esto es, desalienán-
dose. O, por decirlo con el último Foucault, liberándose de la «sujeción» que le
impide ser sujeto o le impone una subjetividad indeseada35. Ningún sujeto puede
aspirar a ser reconocido como sujeto de derechos si antes no es un sujeto a secas
—lo que significa, por lo pronto, ser un sujeto moral, y por eso Rousseau vio bien
que la teoría del contrato social anterior a él se contradecía al admitir la posibilidad
de un pactum subjectionis, pues ningún sujeto podría pactar jurídicamente la
renuncia a su condición de tal36. Pero, por lo demás, hay otros muchos y muy
diversos «estados» de sujeción que el caracterizado por Jellinek con esa expresión
técnica37. Y en todos ellos los sujetos, que encuentran allí la ocasión de luchar por
desalienarse, la encontrarán también de ejercitar la disidencia.

35
Cf. Foucault, Michael, «Why Study Power: The Question of the Subject», en su Afterword (The
Subject and Power) a Dreyfus, Hubert L. y Paul Rabinow, Michael Foucault: Beyond Structuralism and
Hermeneutics, Chicago: The University of Chicago Press, 1982, pp. 208-226.
36
Cf. Rousseau, J.J., Du contrat social, en: Oeuvres complètes, París: Bibliothèque de la Pléiade, 1964,
vol. III, pp. 359, 432-433.
37
Cf. Jellinek, Georg, System der subjektiven öffentlichen Rechte, 2da. edición, Tubinga: Mohr, 1919;
reimpresión: Aalen: Scientia Verlag, 1964 (para su clasificación cuatripartita de los status del Derecho
Público —status subiectionis o pasivus, status libertatis o negativus, status civitatis o positivus, status
activae civitatis o propiamente activus—, cf. ibid., pp. 81ss).

205
Javier Muguerza

Y, lo que aún es más importante, encontraran la ocasión de ejercitarla no solo


por y para ellos mismos, sino por y para otros sujetos morales, pues el imperativo
de la disidencia —que no necesita presuponer el principio de universalización—
se halla, en cambio, en situación de incorporarlo dentro de sí. En su versión de
este último principio, Sartre le hacía decir que «cuando elijo, elijo por toda la
humanidad» pues los actos individuales encierran ya una potencial universalidad
en su interior (l’act individuel engage toute l’humanité)38; pero también cuando
disiento lo puedo hacer por toda la humanidad, incluidos aquellos que no pueden
disentir, bien por estar biológica o psíquicamente incapacitados para ello (el caso
de los niños o los enfermos mentales, por ejemplo), bien por el contrario,
sociopolíticamente (esto es, por hallarse sometidos a un estado por el momento
insuperable de sujeción)39; y, por supuesto, cuando disiento puedo así mismo
disentir con otros, pero sin que en tal circunstancia nos induzca a perder de vista
que, aunque el disenso sea frecuentemente ejercido por «grupos de individuos»,
lo será en todo caso por «grupos de individuos»40. El disidente es siempre un sujeto
individual y —por más solidaria que pueda ser su decisión de disentir— su
disensión o disidencia será en última instancia solitaria, es decir, procedente de
una decisión tomada en la soledad de la conciencia asimismo individual.
Si correlacionásemos ahora las categorías de sujeto moral y sujeto empírico
con las de fines y medios antes consideradas, podríamos decir que —a diferencia
de un medio, que en cierto sentido representa una magnitud mesurable (por
ejemplo, en términos «eficacia instrumental»)— un fin en sí mismo, esto es, un
sujeto, no admite semejante «mensurabilidad comparativa». Como la sustancia

38
Cf. Sartre, Jean-Paul, L’existentialisme est un humanisme, París: Gallimard, 1946 (hay traducción
castellana de V. Prati de Fernández: El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires: Sur, 1957), pp.
17ss.
39
Pese a la «negatividad» del disenso, no hay que olvidar que también sobre él puede cernirse el fantasma
del «paternalismo» y que nadie debería «ser forzado a disentir» más de lo que debiera ser forzado a
consentir (para una problematización del paternalismo, cf. Sartorius, Rolf (ed.), Paternalism, Minne-
apolis: University of Minnesota Press, 1983 y, entre nosotros, Garzón Valdés, Ernesto, «¿Es
éticamente justificable el paternalismo?», en: Gimbernat J.A. y J.M. González García (eds.), Actas del
II Encuentro Hispano-Mexicano de Filosofía Moral y Política, Madrid: Instituto de Filosofía del CSIC,
1988).
40
Comoquiera que sea, el individualismo ético, que no debe confundirse con el llamado «individua-
lismo metodológico», se limita a reivindicar la autonomía del sujeto moral y no su autarquía (véase para
esta distinción: Blanco, Domingo, «Autonomía y autarquía», en: Muguerza, J. y R. Rodríguez
Aramayo (eds.), Kant después de Kant, Madrid: Tecnos, 1989, así como mi trabajo «¿Qué es el
individualismo ético?», en: Elogio del disenso).

206
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

aristotélica —con la que, sin embargo, no debe confundirse, pues para este sujeto
perpetuamente in fieri que es el sujeto moral valdría el dicho de que «el sujeto no
es sustancia»—, la subjetividad no admite grados y se podría muy bien afirmar que
todos los sujetos se hayan a la par en cuanto a sus exigencias morales de dignidad,
libertad e igualdad y, en general, en cuanto atañe a sus aspiraciones de ser sujetos
de derechos. Cualquier derecho humano estará, así, abierto a la aspiración de
cualquier sujeto, con la peculiaridad de que —al estarlo para un sujeto— lo podrá
estar no menos para los restantes. Pues, en punto a esos derechos, rige entre los
sujetos algo así como un principio de vasos comunicantes que, por decirlo de
alguna manera, nivela —siquiera sea potencialmente— su estatura jurídica. El
refrán popular «nadie es más que nadie» ha sido presentado a veces como fruto de
una repudiable actitud de resentimiento negadora de toda excelencia, pero quizá
cabría expresar mejor lo que quiere decir aquella frase diciendo que, si se entiende
al hombre como un fin en sí mismo, «nadie es menos que nadie».
A guisa de conclusión, tal vez proceda recordar que para Bentham las
especulaciones en torno a la fundamentación de los derechos humanos no eran
sino una sarta de anarchical fallacies41. En cuanto a las mías propias concierne,
quisiera confiar en que quepa repuntarlas de «falaces», pero reconozco que tienen
no poco de «anárquicas», en el sentido por lo pronto etimológico de esta última
adjetivación. Pues, en efecto, fiar el fundamento de aquellos derechos al albedrío
del individuo constituye una forma de aportar por la an-arquía, al menos en tanto
en cuanto el individualismo representa el polo opuesto de cualquier fundamen-
talismo ético42.

41
En honor de Bentham (Anarchial Fallacies: Being an Examination of the Declaration of Rights Issued
During the French Revolution, en: The Works of Jeremy Bentham, edición de John Bowring, Edimbur-
go: W. Tait, 1838-1843 (reimpreso: Nueva York: Russell and Russell, 1962), vol. II) hay que decir que
fue más avisado en su descalificación de aquellas especulaciones a título de «falacias» que en nuestros
días lo ha sido Alasdair McIntyre, After Virtue, Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1984
(hay traducción castellana de A. Valcárcel, Tras la virtud, Barcelona: Crítica, 1987), capítulo VI,
cuando afirma de los derechos humanos «que no existen tales derechos y creer en ellos es como creer
en brujas y unicornios», afirmación que únicamente sobresaltará a quienes se empecinen en defender
esos derechos desde una posición a fin al cognoscitivismo ético.
42
A propósito del «sujeto» tardofoucaultiano, Schürmann, Reiner, «Se constituer soi-même comme
sujet anarchique», en: Etudes philosophiques, 4 (1986), pp. 451-471, ha hablado del sujeto «an-árquico»
en un sentido aproximado de «anarquía» al que aquí le estamos dando, toda vez que aquel tendría que
ser el constructor de las diversas «formas de subjetividad» (o «posiciones de sujeto») que en cada caso
hayan de constituirle.

207
Javier Muguerza

No creo, por consiguiente, que ningún iusnaturalista se muestre dispuesto


a asimilar una posición como esta, que por mi parte acojo bajo el rótulo del
«individualismo ético». Mas, por si alguien tratara de recostarla en algún lecho de
Procusto de esa índole, me limitaré a aducir un argumento o, mejor dicho, un
contraargumento. Alguna vez se me ha preguntado, por ejemplo, si lo que llamo
el «imperativo de la disidencia» no vendría, en definitiva, a resultar equiparable
al tradicional derecho de resistencia43. La respuesta es, rotundamente, que no.
Como más de una vez ha sido señalado, y de manera magistral así lo ha hecho el
profesor Felipe Gonzáles Vicén44, el llamado «derecho de resistencia» es un
infundio del iusnaturalismo. Concretamente, un infundio arbitrado por este
como el único recurso, el único derecho natural, capaz de oponerse al derecho
natural a la opresión que el mismo iusnaturalismo concedía a los detentadores del
poder. En cuanto tal, el profesor Gonzáles Vicén lo ha calificado con acierto de
«engendro jurídico», llamando asimismo la atención sobre la perspicacia de Kant
al rechazarlo como si de una contradictio in adiecto se tratase, pues pocas cosas
podría haber más contradictorias que un derecho a no respetar el ordenamiento
jurídico45. A lo que hay que añadir que el rechazo del derecho de resistencia era
perfectamente compatible para Kant con su positiva, y hasta entusiasta, valora-
ción de las revoluciones políticas de su tiempo, desde la norteamericana a la
francesa, pasando por la rebelión de los irlandeses. Desde mi punto de vista, que
naturalmente no osaré atribuir ni a Kant ni a Gonzáles Vicén, lo que el disidente
tendría que hacer frente a una situación jurídicamente injusta, frente al «Derecho
injusto», no es invocar ningún derecho de resistencia, sino sencillamente resistir.

43
Véase Fernández, Eusebio, La obediencia al derecho, Madrid: Civitas, 1987, pp. 109-115, así como mi
trabajo «Sobre el exceso de obediencia y otros excesos», en: Actas de las X Jornadas de Filosofía Jurídica
y Social, en prensa.
44
Gonzáles Vicén, F., «Kant y el derecho de resistencia», en: Muguerza, J. y R. Rodríguez Aramayo
(eds.), o.c., donde su aproximación al problema del derecho de resistencia (que ya le interesó en su
temprana obra Teoría de la revolución, Valladolid: Publicaciones de la Universidad, 1932, capítulo V)
recoge el tratamiento del mismo en la monografía La filosofia del estado en Kant, La Laguna:
Universidad de La Laguna, 1952 (ahora reeditada como parte del libro De Kant a Marx, Valencia:
Fernando Torres, 1984) y compite ventajosamente, en mi opinión, con otras interpretaciones de la
actitud de Kant ante dicho supuesto derecho (cf., para citar tres muestras de enfoques diferentes,
Spaemann, Robert, «Kants Kritik des Widerstandsrechts» o Henrich, Dieter, «Kant, über die
Revolution», ambos en: Batscha, Z. (ed.), Materialien zu Kants Rechtsphilospohie, Frankfurt a.M.:
Suhrkamp, 1976, pp. 347-358, 359-365, así como Reiss, Hans, «Kant and the Right or Rebellion», en:
Journal of the History of Ideas, XVII (1956)).
45
Cf. Gonzáles Vicén, F., La filosofía del estado en Kant, pp. 92ss.

208
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

El renacimiento del iusnaturalismo tras la Segunda Guerra Mundial se debió


en buena parte al argumentum ad hominem —o a la reductio ad Hitlerum, como
también se lo ha llamado— esgrimido por sus partidarios frente al iuspositivismo,
argumento según el cual la responsabilidad de ese mounstroso atentado contra los
derechos humanos que supuso el régimen nazi habría de recaer sobre el positivis-
mo jurídico46.
Pero como recientemente he recordado entre nosotros Ernesto Garzón
Valdés, el iusnaturalismo —ahí está el caso, a decir verdad no tan sorprendente,
del Naturrecht der Gegenwart de Hans Helmuth Dietze— no fue a la zaga del
iuspositivismo en orden a servir de cobertura ideológica legitimante del nazis-
mo47. ¿Y de qué podría haber valido, frente a la abyecta sumisión al orden
establecido, la invocación de ningún derecho de resistencia? A diferencia de esas
hueras invocaciones, un auténtico resistente como el teólogo protestante Dietri-
ch Bonhoeffer —encarcelado y finalmente ahorcado por su participación en la
conspiración que condujo al atentado del 20 de julio de 1944 contra Hitler— se
limitó a invocar, según puede leerse en su Ethik, «la voz de la conciencia», esto es,
«aquella que, viniendo de una profundidad que está más allá de la propia voluntad
y la propia razón, llama la existencia humana, cuya voz es, a la unidad consigo
misma»48.

46
Cf. al respecto el libro de E. Garzón Valdés, Derecho y «naturaleza de las cosas». Análisis de una nueva
versión del derecho natural en el pensamiento jurídico alemán contemporáneo, 2 vols., Córdoba:
Universidad Nacional de Córdoba, 1970-1971.
47
Véanse la obra antes citada y su respuesta a la encuesta de «Problemas abiertos en la Filosofía del
Derecho», en: Doxa, 1 (1985), pp. 95-97, en que escribe: «Dada mi formación kelseniana, no dejaban
de inquietarme las fuertes acusaciones que (en la posguerra) se formulaban contra el positivismo
jurídico…, al que se hacía prácticamente responsable de la implantación del nacionalsocialismo… El
descubrimiento del libro de H.H. Dietze (Bonn, 1936)… puso el punto final a este ciclo, ya que era la
prueba evidente de la importancia ideológica que el iusnaturalismo había tenido en la Alemania nazi
para la justificación del régimen vigente desde 1933 a 1945».
48
Bonhoeffer, D., Ethik, Munich: Kaiser, 1949 (hay traducción castellana de L. Duch: Ética, Barcelona:
Estela, 1968), p. 257. Como buen teólogo, Bonhoeffer –a quien ya no podríamos seguir en su
argumento– tomaba en cuenta a continuación «la gran transformación (que) tiene lugar en el momento
en que la unidad de la conciencia humana no consiste por más tiempo en su autonomía, sino que, gracias
al milagro de la fe, la encontramos más allá del propio yo y de su ley, en Jesucristo» (cf. Peters, Tiemo
Rainer, Die Präsenz des Politischen in der Theologie Dietrich Bonhoeffers, Munich: Kaiser, 1976, pp.
61ss). Pero para, por eso mismo, añadir todavía: «Cuando el nacionalsocialismo dice que el Führer es
mi conciencia, se pretende con ello fundamentar la unidad del yo más allá de sí mismo. Esto tiene como
consecuencia la pérdida de la autonomía a favor de una heteronomía absoluta, lo que a su vez sólo es
posible si el otro hombre en el que busca la unidad de mi vida desempeña la función de redentor mío.
Tendríamos aquí el paralelo secular más estricto y a la vez la contradicción más estricta con la verdad
cristiana» (Bonhoeffer, D., o.c., pp. 258-259).

209
Javier Muguerza

Desgraciadamente para mí —aunque, dada la longitud que va adquiriendo


este trabajo, no sé si también para el lector del mismo— no puedo sino mencionar
un par de puntos que cabría desarrollar a modo de sendos corolarios a partir de
cuanto llevamos visto. El primero de ellos se relaciona con la particularidad de que
la distinción —conceptual y no real, pero más o menos metafísica (en el sentido,
en todo caso, de una «metafísica moral»)— entre sujeto moral y sujeto empírico
no excluye, antes exige, una investigación empírica (una investigación a cargo, por
ejemplo, de las ciencias sociales) acerca de cómo la disidencia surge de hecho y de
cómo esta podría contribuir a acortar la distancia que separa a ambos sujetos y,
muy especialmente, al sujeto moral y al sujeto de derechos. El sociólogo
Barrington Moore ha sugerido algunas pistas sobre el modo como tal investiga-
ción podría llevarse a cabo, en un libro —redactado a la par de la Theory of Justice
de Rawls, cuyo manuscrito declara el autor haber rehusado leer para no
«contaminar» la redacción de su propio texto— significativamente titulado
Injustice. The Social Basis of Obedience and Revolt49. Para decirlo en dos palabras,
y como cabría haber esperado, lo decisivo para explicar el surgimiento y los
efectos de la disidencia (cosa harto diferente de justificar a esta última, lo que sería
tarea de la ética) no es, según Moore, el rawlsiano «sentido de la justicia», sino el
«sentido de la injusticia», que corresponde sin duda a otra constelación dentro de
la fenomenología de la vida moral. El segundo de los puntos que he de dejarme
en el tintero tiene que ver con el problema de la «desobediencia civil», a la que
acaso hubiera que considerar como un apartado o un capítulo de la disidencia en
general. Como insiste Jorge Malem en su excelente investigación sobre Concepto
y justificación de la desobediencia civil, es normal desde Hugo Adam Bedau en
adelante (el caso, por ejemplo, de obras como Democracy and Disobedience de
Peter Singer) la consideración de la desobediencia civil como un conjunto de actos
ilegales, públicos, no-violentos y conscientes, realizados con la intención de
frustrar leyes, programas o decisiones de gobierno, pero aceptando (al menos
dentro del marco de una sociedad democrático representativa) el orden constitucio-
nal vigente50. El inconveniente de semejante caracterización de la desobediencia

49
Cf. Moore, B. Jr., Injustice, Nueva York: M.E. Sharpe, 1978.
50
Cf., además del texto de J. Malem (Concepto y justificación de la desobediencia civil, Barcelona: Ariel,
en prensa), los de H.A. Bedau, Civil Disobedience: Theory and Practice, Nueva York: Macmillan, 1969,
y P. Singer, Democracy and Disobedience, Oxford: Oxford University Press, 1973 (hay traducción
castellana de M. Guastavino: Democracia y desobediencia, Barcelona: Ariel, 1985), así como el trabajo

210
Capítulo 4: Ética y derechos humanos

civil es que deja un tanto en la penumbra la relación entre esta y otras formas de
de desobediencia —desde la «desobediencia ética al Derecho» a la «desobediencia
revolucionaria»—, sin que haya que olvidar que lo que llamamos «democracia» en
nuestras actuales sociedades democráticas no siempre ha existido ni se puede decir
que exista hoy en países como Sudáfrica, donde la desobediencia civil es
practicada. Y, lo que aún es más grave, ni siquiera contamos con la seguridad de
que esa democracia vaya a sobrevivir dentro del «mundo totalmente administra-
do», para echar mano de la terrorífica expresión de Horkheimer, hacia el que muy
probablemente nos encaminamos y en el que la desobediencia vendría a ser —bajo
cualquiera de sus formas, conocidas o por inventar— más necesaria que nunca.
Pero, como ya dije, no nos es dado entrar en estos temas, que por derecho propio
forman parte de una ética de la resistencia pendiente de escribirse en nuestro
tiempo.
No tengo, en cambio, otro remedio que detenerme aunque sea muy
sumariamente en un tercer y último corolario, con el que me gustaría cerrar mi
exposición. La moraleja principal, si cabe hablar de moralejas, que acaso se dejara
desprender de estas atropelladas reflexiones en torno al imperativo de la disidencia
—el imperativo, recordemos, que prescribe (o, cuando menos, autoriza a) decir
que no frente al Derecho injusto, por muy consensuada que esa injusticia pueda
estar— tendría que ser la de que los protagonistas de la vida del Derecho somos
todos o, mejor dicho, debemos serlo todos. Parodiando una tesis celebérrima, se
diría que los iusfilósofos se han limitado hasta ahora a teorizar sobre los derechos
humanos (que es, bien pensado, lo único que probablemente les cabe hacer y
conviene que sigan haciendo). Pero incumbe a todo hombre en cuanto hombre
(y no tan solo a los juristas, sean o no iusfilósofos) luchar por conseguir que se
realicen jurídicamente aquellas exigencias de dignidad, libertad e igualdad que
hacen de cada hombre un hombre. Como incumbe a todo hombre luchar por
preservar y proteger las convertidas ya en derechos, impidiendo su vaciamiento
de sentido y su degeneración en mera retórica tras de haber sido incorporadas a
los correspondientes textos legales.
Y solo restaría añadir que de esa lucha por realizar lo que llamara Bloch un
día «la justicia desde abajo» (la justicia que, por servirnos de la mitología de

de J.A. Estevéz Araujo, «El sentido de la desobediencia civil», en: Gonzáles García, J.M. y F. Quesada
(eds.), Filosofía política, número extraordinario de Arbor, 503-504 (1987), pp. 129-138.

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Javier Muguerza

Dworkin, habría que confiar a los pigmeos que somos el común de los mortales
—hijos, como Anteo, de la madre Tierra— y no a un excepcional juez Hércules
dotado, como su nombre indica, de portentosas facultades)51 forma parte princi-
palísima la disidencia frente a la nada infrecuente inhumanidad del Derecho, no
menos lamentable y peligrosa en sus consecuencias que la ausencia de todo
Derecho.
Pero quizá sea lo mejor a estos efectos cederle la última palabra al propio
Bloch: «La justicia, tanto retributiva como distributiva, responde a la fórmula del
suum cuique, es decir, presupone el padre de familia, el padre de la patria que
dispensa a cada uno desde arriba su parte de pena o su participación en los bienes
sociales, el ingreso y la posición… El platillo de la balanza, que incluso en el signo
zodiacal de Libra se desplaza completamente hacia lo alto para actuar desde allí,
concuerda muy bien con la alegoría de este ideal de justicia asentado en los
tronos… (Por el contrario) la justicia real, en tanto que justicia desde abajo, se
vuelve de ordinario contra aquella justicia, contra la injusticia esencial que se
arroga la pretensión en absoluto de ser la justicia»52.

51
Cf. Dworkin, R., Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1977,
capítulo IV, 5-6 (confieso que mi antipatía por el juez Hércules, invariablemente capaz de descubrir
la «respuesta correcta», debe no poco a su indudable parentesco con un viejo conocido —El Preferidor
Racional— del que tuve ocasión de ocuparme en mi libro La razón sin esperanza, Madrid: Taurus, 2a.
edición, 1986, pp. 69-100, 227ss.
52
Bloch, E., Naturrecht und menschliche Würde, en: Gesamtausgabe, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1961
(hay traducción castellana de F. González Vicén: Derecho natural y dignidad humana, Madrid: Aguilar,
1980), vol. VI, pp. 228-229.

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