S5T1 - Capítulo 4 - Ética y Derechos Humanos
S5T1 - Capítulo 4 - Ética y Derechos Humanos
S5T1 - Capítulo 4 - Ética y Derechos Humanos
° 1
DEBATES DE LA
ÉTICA CONTEMPORÁNEA
ESTUDIOS
GENERALES
LETRAS
Capítulo 3: Ética y derecho internacional
Capítulo 4
Ética y derechos humanos
Introducción y selección de textos
por Salomón Lerner F.
Textos seleccionados:
1. Facticidad y validez (fragmentos) por Jürgen Habermas
2. «La alternativa del disenso (en torno a la fundamentación ética
de los derechos humanos)» por Javier Muguerza
175
Capítulo 3: Ética y derecho internacional
Introducción
177
Salomón Lerner F.
178
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
el progreso propios del siglo XIX, un entusiasmo que hoy percibimos como
ingenuo a la luz de las varias hecatombes y desastres humanitarios que la
humanidad moderna engendró una vez que estuvo en pleno dominio de sus
fuerzas. Puede resultar, pues, una distinción poco pertinente si es que la seguimos
entendiendo en esa dimensión técnica, positivista, etnocéntrica, apegada a una
diferenciación rígida entre mundos tradicionales y mundos modernos. No lo es,
sin embargo, si se sabe renovarla a la luz de esa cultura contemporánea que aquí
se menciona y, en consecuencia, si se señala que lo que sitúa a una comunidad
política de un lado de la frontera o del otro es, a fin de cuentas, su determinación
y su voluntad de constituirse en sociedad apta para la realización humana en
libertad.
No resulta, pues, civilizada o bárbara una sociedad por el despliegue mayor
o menor de su poderío industrial o de su capacidad de innovación científica y
técnica; no lo es, tampoco, por la racionalidad formal de sus sistemas políticos
y administrativos, ni por la eficiencia o ineficiencia de su organización económica.
Lo es, simple y llanamente, por el grado en que ella ha sabido organizar el poder
público y despertar la conciencia de sus habitantes de manera que esa sociedad sea
siempre una sociedad para seres humanos y no una maquinaria que se sirve de los
seres humanos en nombre de una ilusión de poder, sea éste político, económico
o de cualquier otra índole.
No es difícil, para quien obre de buena fe, percibir los hitos que conforman
esa línea demarcatoria, el primero de los cuales —«no matarás»— es al mismo
tiempo la exigencia suprema de diversas religiones practicadas por las sociedades
humanas y el principio básico de la ética ciudadana de cualquier comunidad laica.
Ese precepto, sin embargo, sería una forma muy limitada de entender las
obligaciones e ideales contemporáneos, si quedara entendido en su estricta
acepción de permitir la subsistencia física de las personas. El hecho que cada vez
con más vigor se abre paso en las conciencias individuales y colectivas, por el
contrario, es que nuestro deber no es simplemente permitir la vida absteniéndose
de suprimirla o limitarla —una consideración de los derechos humanos desde la
negatividad— sino luchar porque una vida humana digna esté al alcance de todos
los miembros de la comunidad, lo que significa transitar hacia una comprensión
positiva, constructiva y política, en el más amplio sentido del término, de esa
doctrina.
Queremos, pues, vivir en comunidades civilizadas, y ello implica desplegar
un esfuerzo por edificar una comprensión más rica de los derechos humanos, una
comprensión que en su núcleo central contenga el respeto de esa dignidad
179
Salomón Lerner F.
180
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
181
Salomón Lerner F.
en el primer caso, dejan de ser solamente los Estados y las agrupaciones que
compiten por controlarlo y dirigirlo, y se amplía, más bien, a las muy variadas
instancias —organizaciones, grupos de interés, colectividades— que constituyen
la denominada sociedad civil.
Así, correlativamente al debilitamiento del Estado nacional como agente
político central, o como instancia exclusiva y soberana de las decisiones públicas,
acceden a esa categoría de agentes, y por tanto corresponsables en la defensa y
protección de los derechos humanos, personas e instituciones no estatales que
deben tener ya un espacio de gravitación formal en el nuevo sistema jurídico y
político internacional al mismo tiempo que se hacen cargo de sus nuevas
responsabilidades.
Existen todavía serios desfases que remediar entre esta nueva conciencia
moral y el sistema de normas jurídicas que obligan a los Estados. La tolerancia a
los crímenes cometidos en nombre del orden del Estado, los reductos de
impunidad que todavía ciertos gobiernos garantizan a nacionales y aun extranje-
ros haciendo burla del nuevo consenso moral que impera en el mundo, las
cortapisas a la sociedad civil o, incluso, las limitaciones que a veces se coloca ella
misma para cumplir con sus deberes como agente vigilante y promotora de los
derechos humanos, todos esos son desafíos que afrontar en todo el mundo.
Hoy se sabe mejor que ayer, en todo caso, que así como hay obligaciones
morales para las personas, las hay también para los Estados y que ya no es
admisible la entronización de una «lógica de Estado» como argumento para
justificar el atropello de los derechos fundamentales de las personas. En relación
con este tema conviene llamar la atención sobre otro elemento que se desprende
de lo que ya señalado. Se ha mencionado que respetar los derechos humanos no
es solamente un gesto de abstención —«no matarás»— sino, con la misma fuerza,
un acto afirmativo. Del mismo modo, la lógica de Estado no solamente debe
quedar descartada como justificativo de atropellos, sino también como excusa de
Estados y gobiernos para no hacer justicia cuando hay una situación injusta que
debe ser remediada. En efecto, la justicia no debe, no puede, estar sometida a un
cálculo de conveniencias y oportunidades, como sí puede estarlo la administra-
ción rutinaria del Estado. Una injusticia es, debe ser, una situación anómala para
todo Estado democrático, y este debe sentirse impulsado a hacer esfuerzos
excepcionales para remediarla.
En muchos países, entre ellos el Perú, se avanza hacia los derechos humanos
desde un pasado de violencia, se vive un tiempo de reconocimiento y se enfrenta
un futuro que demanda de nosotros acciones urgentes. Recordar, entender y
182
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
actuar son los imperativos que obligan hoy a los ciudadanos de estos países y no
parece arbitrario hallar en esta triple obligación un paralelismo con esas tres
facultades —memoria, inteligencia y voluntad— que, según la doctrina de San
Agustín, se conjugan y entretejen para conformar la unidad de la persona humana
y social. Se configura de esta suerte un camino ético-social que es responsabilidad
de todos; es el camino del recuerdo, del reconocimiento y de la acción, de manera
que se pueda manifestar ante la propia conciencia y ante la de los demás que la
defensa de los derechos humanos no es solamente un elemento entre el programa
de acción de un pequeño grupo sino que debe ser la forma de ser democráticos y
justos. Ciertamente, ese camino moral tiene la propiedad de transformar las
habituales ocupaciones y preocupaciones y puede manifestarse como un elemen-
to decisivo en la constitución interna de cada persona como sujeto de la moral.
De lograrlo se asumirá como una experiencia vivida e inolvidable lo que antes sólo
se conocía de modo abstracto y por ello incompleto, y se sabrá, sin asomo de
dudas, que la defensa de los derechos humanos —ya asimilados como cultura— es
una tarea de todos, que ella no es solamente un acto de justicia frente a los demás,
sino también —y de manera prominente— una aventura de constitución integral
de la propia vida. Así, siguiendo —aunque sin tener plena conciencia de ello— las
enseñanzas de Emmanuel Lévinas, se considerará al otro como el que en último
término nos constituye y quien por tanto otorga sentido a la existencia y a la
libertad; ese otro que es sobre todo el desvalido: el huérfano, la viuda y el
peregrino, en suma los sufrientes, hombres y mujeres humildes de quienes no se
habla porque han sido arrojados al reino de la in-significancia.
183
Jürgen Habermas
Texto 1
Facticidad y validez
(fragmentos)
1
En: Habermas, Jürgen, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en
términos de teoría del discurso, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid: Trotta, 1998.
184
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
global, que penetra a través de las distintas capas sociales de la población y vincula
mutuamente los diversos ordenes sociales. En la dimensión vertical de las tres
componentes del mundo de la vida, a que más arriba nos hemos referido, este ethos
había cuidado de que los patrones culturales de valoración y las instituciones se
solapasen suficientemente con los motivos y orientaciones de acción consolida-
dos en las estructuras de la personalidad. En el plano horizontal de los órdenes
legítimos había contribuido a concatenar y entrelazar los eslabones normativos
que son las costumbres, la política y el derecho. En el curso de evoluciones que
por mi parte he interpretado como «racionalización del mundo de la vida», tal
trabazón se rompe. Las tradiciones culturales y los procesos de socialización son
los primeros en quedar sometidos a la presión de una reflexión que hace que poco
a poco comiencen a ser tematizados por los actores mismos. En la misma medida
las prácticas y patrones de interpretación a los que se estaba habituado, pertene-
cientes a una eticidad que ahora queda rebajada a mera convención, se diferencian
de las decisiones prácticas que pasan por el filtro de la reflexión inherente a una
capacidad de juzgar autónoma. Y en este empleo de la razón práctica se produce
una especialización que es la que me importa en nuestro contexto. Las ideas
modernas de autorrealización y autodeterminación señalizan no solo otros temas,
sino dos formas diversas de discurso que están cortadas a la medida de la lógica de
las cuestiones éticas y de las cuestiones morales. La lógica de estas dos clases de
cuestiones, que es en cada caso específica y distinta, cuaja a su vez en evoluciones
filosóficas que se inician a finales del siglo XVIII.
Lo que desde Aristóteles se había llamado «ética», adopta desde entonces un
sentido nuevo, subjetivista. Y esto vale tanto para las biografías individuales como
para las tradiciones y formas de vida intersubjetivamente compartidas. En
conexión con, y como reacción a, una creciente literatura autobiográfica de
confesiones y autoexamen, se desarrolla desde Rousseau a Sartre, pasando por
Kierkegaard, un tipo de reflexión que cambia la actitud de uno mismo para con
su propia vida individual. Dicho con pocas palabras, el lugar de la introducción
a una vida virtuosa, efectuada por vía de demostración de casos ejemplares, el lugar
de los modelos de vida lograda, recomendados para su imitación, pasa a ocuparlo
cada vez más decididamente la exigencia abstracta de una apreciación consciente
y autocrítica, la exigencia de una asunción responsable de la propia biografía
individual, incanjeable y contingente. La interioridad radicalizada queda gravada
con la tarea de un autoentendimiento en el que se entrelazan autoconocimiento
y decisión existencial. Este desafío a, o exigencia de, agarrar sondeándolas las
posibilidades con las que fácticamente damos ahí, pero que resultan determinantes
185
Jürgen Habermas
2
Esta idea de Heidegger la reconstruye E. Tugendhat con medios tomados de la filosofía analítica del
lenguaje: Tugendhat, E., Selbstbewuâßtsein und Selbstbestimmung, Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1979.
3
Cf. Habermas, Jürgen, «Geschichtsbewuâßtsein und posttraditioanale Identität», en: Eine Art
Schadensabwicklung, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1987, pp. 271ss.
186
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
187
Jürgen Habermas
188
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
(4) Los derechos del hombre y el principio de soberanía popular, no son por
casualidad las únicas ideas, solo a cuya luz cabe justificar ya el derecho moderno.
Pues esas son las dos ideas en que acaban condensándose aquellos contenidos que,
por así decir, son los únicos que quedan cuando la sustancia normativa de un ethos
anclado en tradiciones religiosas y metafísicas es obligado a pasar por el filtro de
las fundamentaciones postradicionales. En la medida en que los planteamientos
morales y éticos se diferencian entre sí, la sustancia normativa filtrada discursiva-
mente encuentra su acuñación en esas dos dimensiones que son la autodetermi-
nación y la autorrealización. Entre los derechos del hombre y la soberanía
popular, por un lado, y las dos mencionadas dimensiones, por otro, no puede,
ciertamente, establecerse una correspondencia de tipo lineal. Pero entre ambas
parejas de conceptos se dan afinidades, que pueden quedar acentuadas con más o
menos fuerza. Las tradiciones políticas que para ajustarme al lenguaje de una
discusión que hoy tiene lugar en Estados Unidos, llamaré, simplificando un tanto
las cosas, la «liberal» y la «republicana» entienden por un lado los derechos del
hombre como expresión de la autodeterminación moral y, por otro, la soberanía
popular como expresión de la autorrealización ética. Conforme a esta compren-
sión los derechos del hombre y la soberanía popular están más bien en una
relación de competencia que de complementación mutua.
Así por ejemplo F. Michelman observa en la tradición constitucional
americana una tensión entre el imperio de las leyes, impersonal, fundado en los
derechos innatos del hombre, y la autoorganización espontánea de una comuni-
dad que mediante la voluntad soberana del pueblo se da a sí misma sus leyes4. Pero
esta tensión puede ser disuelta empujando las cosas, bien hacia un lado, bien hacia
el otro. Los liberales evocan el peligro de una «tiranía de la mayoría» y postulan
el primado de unos derechos del hombre que garantizan las libertades prepolíticas
del individuo y trazan límites a la voluntad soberana del legislador. Los defensores
4
Michelman, F., «Law’s Republic», en: The Yale Law Journal, 97 (1988), pp. 1499ss: «Considero que
el constitucionalismo americano —tal como se manifiesta en la teoría constitucional académica, en la
práctica profesional de los abogados y jueces, y en la autocomprensión política corriente de los
americanos en conjunto—, se basa en dos premisas concernientes a la libertad política: la primera es
que los americanos son políticamente libres en la medida en que se gobiernan colectivamente a sí
mismos, y la segunda es que los americanos son políticamente libres en la medida en que son
gobernados por leyes y no por hombres. Pienso que ningún participante serio, no-destructivo, en el
debate constitucional americano puede rechazar ninguna de estas dos profesiones de fe. Y me parece
que se trata de premisas cuya problemática relación entre sí y, por tanto, cuyo sentido está sujeto a
discusiones y controversias sin fin…».
189
Jürgen Habermas
5
Cf. Kant, I., «En torno al tópico: ‘Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica’»,
en: Teoría y práctica, Madrid: Tecnos, 1986, pp. 51ss.
190
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
por derechos del hombre fundados moralmente. Pero Kant no interpretó esta
vinculación de la soberanía popular a los derechos del hombre como una
restricción porque partió de que nadie puede asentir en el ejercicio de su
autonomía ciudadana a leyes que vulneran la autonomía privada asegurada por el
derecho natural. Pero entonces la autonomía política habría de explicarse desde
una conexión interna de la soberanía popular con los derechos del hombre. Y
precisamente eso es lo que habría de suministrar la construcción que representa
al contrato social. Pero la forma gradual, es decir, ese modo de proceder por pasos,
que adopta la argumentación en la Metafísica de las costumbres, procediendo de la
moral al derecho, impide que en la construcción de la teoría kantiana del derecho
ocupe la posición central que de hecho ocupa en Rousseau.
Rousseau parte de la constitución de la autonomía ciudadana y establece a
fortiori entre la soberanía popular y los derechos del hombre una conexión
interna. Como la voluntad soberana del pueblo solo puede manifestarse y
expresarse en el lenguaje que representa las leyes generales y abstractas, por su
propia naturaleza lleva inscrito en sí ese derecho a iguales libertades subjetivas que
Kant hace preceder a la formación de la voluntad política como un derecho del
hombre, moralmente fundado. De ahí que en Rousseau el ejercicio de la
autonomía política ya no quede bajo la reserva de derechos innatos; el contenido
normativo de los derechos del hombre penetra más bien en (y forma parte de) el
modo de ejercitación de la soberanía popular. La voluntad unida de los ciudada-
nos está ligada, a través del medio que representa las leyes abstractas y generales,
a un procedimiento de legislación democrática, que excluye per se todos los
intereses no susceptibles de universalización y que solo permite regulaciones que
garanticen a todos iguales libertades subjetivas. Conforme a esta idea, el ejercicio
de la soberanía popular de conformidad con ese procedimiento, asegura a la vez
la sustancia del «derecho original del hombre» de Kant.
Sin embargo, Rousseau no desarrolla consecuentemente esta convincente
idea, porque se siente vinculado de forma más fuerte que Kant a la tradición
republicana. Rousseau da a la idea de autolegislación una interpretación ética más
bien que moral (en el sentido que venimos empleando estos términos) y entiende
la autonomía como la realización de la forma de vida de un pueblo concreto,
conscientemente asumida. Como es sabido, Rousseau se representa la constitu-
ción contractualista de la soberanía popular como un acto, por así decir,
existencial de «sociación» o «socialización», por medio del cual los individuos
aislados y orientados a su propio éxito se transforman en ciudadanos de una
comunidad ética orientados al bien común. Como miembros de un cuerpo
191
Jürgen Habermas
colectivo los individuos se funden en una especie de sujeto en gran formato que
es portador de la producción de normas, el cual ha roto con los intereses privados
de las personas privadas, simplemente sometidas a las leyes. Rousseau lleva hasta
el extremo las exigencias y aun sobreexigencias éticas a que queda sometido el
ciudadano, las cuales vienen ya inscritas en el propio concepto republicano de
comunidad. Cuenta con virtudes políticas que estén ancladas en el ethos de una
comunidad abarcable, integrada a través de tradiciones culturales comunes, y más
o menos homogénea. La única alternativa a ello sería la coerción estatal: «Cuanto
menor sea la proporción que las voluntades particulares guardan con la general,
es decir, las costumbres con las leyes, tanto más debe aumentar la fuerza represora.
Por tanto el gobierno, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida
que el pueblo sea más numeroso»6.
Pero si la praxis de la autolegislación tiene que nutrirse de este modo de la
sustancia ética de un pueblo que esté ya de antemano de acuerdo en sus
orientaciones valorativas, Rousseau no puede explicar cómo cabría establecer una
mediación entre la postulada orientación de los ciudadanos hacia el bien común
y las diferenciadas constelaciones sociales de intereses de las personas privadas,
cómo sin represión cabría establecer una mediación entre la voluntad general
construida normativamente y el arbitrio de los individuos. Para ello sería
menester un punto de vista genuinamente moral desde el que pudiese examinarse
y decidirse qué es lo que, allende lo que es bueno para nosotros, es en interés de cada
uno por igual. En la versión ética que da Rousseau del concepto de soberanía
popular el sentido universalista del «principio del derecho» no tiene más remedio
que acabar perdiéndose.
Manifiestamente, el contenido normativo del «derecho original del hombre»
no puede agotarse solo, como supone Rousseau, en la gramática de leyes generales
y abstractas. Pues el sentido de la igualdad jurídica de contenido, es decir, de la
igualdad jurídico-material, que la pretensión de legitimidad del derecho moderno
encierra, y que a Rousseau importa, no puede explicarse suficientemente apelan-
do solo a las propiedades lógico-semánticas de leyes generales. La forma gramatical
de preceptos universales no dice nada acerca de la validez de estos. Antes la
pretensión de que una norma es en interés de todos por igual, tiene un sentido de
aceptabilidad racional: todos los posibles afectados tendrían que poder asentir a
ella por buenas razones. Y esto, a su vez, solo puede averiguarse introduciéndose
6
Cf. Rousseau, J.J., El contrato social, Libro III, capítulo I.
192
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
193
Jürgen Habermas
posibles afectados. Por tanto, la conexión interna que buscamos entre soberanía
popular y derechos del hombre consiste en que en el «sistema de los derechos» se
recogen exactamente las condiciones bajo las que pueden a su vez institucionali-
zarse jurídicamente las formas de comunicación necesarias para una producción
de normas políticamente autónoma. El sistema de los derechos no puede hacerse
derivar ni de una lectura moral de los derechos del hombre ni tampoco de una
lectura ética de la soberanía popular, porque la autonomía privada de los
ciudadanos no puede ni sobreordenarse ni subordinarse a su autonomía política.
Las intuiciones normativas que vinculamos con los derechos del hombre y la
soberanía popular solo pueden hacerse valer sin mermas y sin recortes en el
sistema de los derechos si partimos de que el derecho a iguales libertades subjetivas
de acción, ni puede simplemente imponerse al legislador soberano como límite
externo, ni tampoco ser instrumentalizado como requisito funcional para sus
fines. La cooriginalidad de autonomía privada y autonomía pública muéstrase
solo cuando desciframos y desgranamos en términos de teoría del discurso la
figura de pensamiento que representa la «autolegislación», figura conforme a la
cual los destinatarios son a la vez autores de sus derechos. La sustancia de los
derechos del hombre se encierra entonces en las condiciones formales de la
institucionalización jurídica de ese tipo de formación discursiva de la opinión y
la voluntad comunes, en el que la soberanía popular cobra forma jurídica.
194
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
Texto 2
«La alternativa del disenso (en torno a la
fundamentación ética de los derechos humanos)»
Javier Muguerza 7
7
En: Muguerza, Javier, «La alternativa del disenso (en torno a la fundamentación ética de los derechos
humanos)», en: Muguerza, Javier, et al., El fundamento de los derechos humanos, edición de Gregorio
Peces-Barba, Madrid: Debate, 1989.
8
Cf. Díaz, E., De la maldad estatal y la soberanía popular, Madrid: Debate, 1984, pp. 21ss, 127-148, así
como su postscriptum «La justificación de la democracia», en: Sistema, 66 (1985), pp. 3-23 (en cuanto
a Habermas, véase también: Habermas, J., «Die Schrecken der Autonomie», a propósito de la
deslegitimación de la democracia a manos de Carl Schmitt y su ambiguo revival actual, en: Eine Art
Schadensabwicklung, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1987, pp. 101-114).
195
Javier Muguerza
Con el fin de explorar otra estrategia, voy acudir a una formulación distinta
del imperativo categórico kantiano, una formulación sobre cuya trascendencia
ética —sin duda superior, para nuestros objetivos, a la del principio de universa-
lización— han llamado la atención algunos filósofos contemporáneos, como es el
caso, entre otros, de Ernst Tugendhat9. Aunque mi aproximación a la misma no
coincide exactamente con la suya, también yo he echado mano de esa formulación
—la que prescribe «Obra del tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu
persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo con un fin y
nunca solamente como un medio»— en más de una ocasión. Y en una de tales
ocasiones he llamado a dicho imperativo el imperativo de la disidencia10, por
entender que —a diferencia del principio de universalización, desde el que se
pretendía fundamentar la adhesión a valores como la dignidad, la libertad o la
igualdad—, lo que ese imperativo habría de fundamentar es más bien la posibilidad
de decir «no» a situaciones en las que prevalecen la indignidad, la falta de libertad
o la desigualdad.
Para decirlo en dos palabras, se trataba de preguntarnos si —tras tanta
insistencia en el consenso, fáctico o contrafáctico, acerca de los derechos huma-
nos— no extraeremos más provecho de un intento de «fundamentación» desde el
disenso, esto es, de un intento de fundamentación «negativa» o disensual de los
derechos humanos, a la que llamaré «la alternativa del disenso».
Desde luego, la idea de recurrir para esos fines al «disenso» con preferencia
sobre el consenso no parece del todo descabellada si reparamos en que la
fenomenología histórica de la lucha política por la conquista de los derechos
humanos, bajo cualquiera de sus modalidades conocidas, parece haber tenido algo
que ver algo con el disenso de individuos o grupos de individuos respecto de un
consenso antecedente —de ordinaria plasmado en la legislación vigente— que les
negaba de un modo u otro su pretendida condición de sujetos de tales derechos.
9
Véase de E. Tugendhat, en: Probleme der Ethik, Stuttgart: Reclam, 1984 (hay traducción castellana de
J. Vigil: Problemas de la ética, Barcelona: Crítica, 1988), sus «Retraktationen» (1983), pp. 132-176, escritas
bajo el efecto de la crítica de Ursula Wolf (Das Problem des moralisches Sollens, Berlín/Nueva York:
Walter de Gruyter, 1984) a sus anteriores «Drei Vorlesungen über Probleme der Ethik» (1981), en:
Tugendhat, E., o.c., pp. 57-131 (para otras aproximaciones a la cuestión, cf. asimismo, Haezrahi, P., «The
Concept of Man as End-in-Himself», en: Wolff, R.P. (ed.), Kant. A Collection of Critical Essays, Londres:
Macmillan, 1968, pp. 291-313; Hill, T.E., «Humanity as an End in Itself», en: Ethics, 91 (1980), pp. 84-
99; y, especialmente, Wellmer, Albrecht, Ethik und Dialog: Elemente des moralischen Urteils bei Kant und
in der Diskursethik, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1986).
10
Así, en mi trabajo «La obediencia al Derecho y el imperativo de la disidencia (una intrusión en un
debate)», en: Sistema, 70 (1986), pp. 27-40.
196
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
Si, por más que la historiografía de los derechos humanos se haga a veces
retroceder hasta la noche de los tiempos, datamos de los comienzos de esa lucha
en la Edad Moderna, no sería difícil comprobar que —tras todos y cada uno de los
documentos que pudieran servir de precedentes a la Declaración Universal desde
1948 (desde el Bill of Rights inglés de 1689, el del Buen Pueblo de Virginia de 1776
o la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de la Asamblea Nacional
francesa de 1789, pasando por nuestra Constitución de Cádiz de 1812, hasta la
Constitución Mexicana de 1917 o la Declaración de Derechos del Pueblo
Trabajador de la Unión Soviética de 1919)— se encuentran las luchas reivindica-
tivas que acompañaron ya sea al ascenso de la burguesía en los siglos XVI, XVII
y XVIII, ya sea al movimiento obrero de los siglos XIX y XX, de la misma manera
que tras la propia Declaración de 1948 se encuentran las luchas anticolonialistas
de nuestra época y tampoco sería difícil identificar a los movimientos sociales
contemporáneos que directa o indirectamente promovieron los pactos interna-
cionales de derechos civiles y políticos o de derechos económicos, sociales y
culturales, ambos de 1966, que desarrollan la Declaración y forman con ella, en
el contexto de las actividades de concertación legislativa de las Naciones Unidas,
lo que se conoce como el Acta de los Derechos Humanos11. En nuestros días, en
fin, será de los llamados «nuevos movimientos sociales» —pacifista, ecologista,
feminista, etc.—, de los que quepa esperar ulteriores avances en la lucha por
aquellos derechos, derechos que, según es de presumir y desear, se han de ver
recogidos en algún momento por la legislación de turno, por más que la actual les
dé aún la espalda.
Desde esta perspectiva, la historia social y política de la humanidad —con su
perpetuo, alguien diría casi sisífico, tejer y destejer de previos consensos rotos por
el disenso y restaurados luego sobre bases distintas, para volver a ser hendidos por
otras disensiones en una indefinida sucesión— se asemeja un tanto a la descripción
de la historia de la ciencia debida a Thomas Kuhn, con su característica alternancia
de períodos de «ciencia normal» bajo la hegemonía de un paradigma científico
dado y de «revoluciones científicas». Como ha comentado Michael Walzer con
alguna mordacidad, la aplicación de los esquemas de Kuhn a la historia de los mores
humanos presta a esta «algo de melodramático más bien que de históricamente
11
Cf. Peces-Barba, Gregorio (ed.), Derecho positivo de los derechos humanos, Madrid: Debate, 1987, y
Fernández, E., G. Peces-Barba, A.E. Pérez Luño y L. Prieto Sanchis (eds.), Historia de los derechos
humanos, en preparación.
197
Javier Muguerza
12
Walzer, M., Interpretation and Social Criticism, Cambridge, Mass. Harvard University Press, 1987,
p. 26.
13
Cf. Nino, C.S., Ética y derechos humanos, Buenos Aires/Barcelona/México: Paidós, 1984, Introduc-
ción, pp. 13-17.
14
Cf. Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, en: Kant, I., Gesammelte Schriften, Berlín:
Akademie Ausgabe (hrsg. von der Königlich-Preussischen Akademie der Wissenschaften), 1902, en
adelante, vol. IV, pp. 433ss (en lo sucesivo, las obras de Kant se citarán siempre por esta edición); Kant,
I., Zum ewigen Frieden, vol. VIII, pp. 359-360; Kant, I., Idee zu einer allgemeinen Geschichte in
weltbürgerliche Absicht, vol. III, pp. 20ss (véase sobre este punto mi trabajo «Habermas en el reino de
los fines: variaciones sobre un tema kantiano», en: Guisán, Esperanza (ed.), Esplendor y miseria de la
ética kantiana, Barcelona: Anthropos, 1988, pp. 97-139).
198
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
15
Sobre ello podrá verse mi trabajo «¿Legitimidad crítica o crítica de la legitimidad», en: Elogio del
disenso, Madrid, en preparación.
16
Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, p. 428.
17
Kant, I., Kritik der praktischen Vernunft, vol. V, p.132.
18
Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, p. 437.
199
Javier Muguerza
19
Cf. ibid., pp. 439ss.
20
Ibid., p. 428.
21
Ibid., pp. 434-435.
22
Citado por H. Arendt en: The Origins of Totalitarianism, vol. III, Nueva York: Harvest/Harcourt,
1968 (hay traducción castellana de G. Solana, Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Alianza Editorial,
1982), p. 440, nota 33.
200
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
23
Cf. Tugendhat, E., o.c., pp. 150ss, especialmente 154-155, 156ss.
24
Véase Gómez Caffarena, José, «Respeto y utopía: ¿dos fuentes de la moral kantiana?», en:
Pensamiento, 34 (1978), pp. 259-276.
25
Cf. Tungendhat, E., o.c., pp. 163-164.
26
Cf. Muguerza, J., «Habermas en el reino de los fines», pp. 126-128.
201
Javier Muguerza
27
Tungendhat, E., o.c., p. 155: «Wenn das Individuum..., die Moral, und das heisst die moralische
Sanktion überhaupt, in dem Sinn in Zweifel stellt, dass es für diese Sanktion kein Sensorium hat, lässt
sich nicht argumentieren» (subrayados míos).
28
Cf. Rawls, J., «Justice as Fairness: Political not Metaphysical», en: Philosophy and Public Affairs, XIV
(1985), pp. 223-251.
202
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
29
Cf. ibid., pp. 231ss.
30
Cf. ibid., pp. 245ss.
31
Ibid., p. 239.
203
Javier Muguerza
nada de ello obsta a que podamos tenernos mutuamente por «iguales» en tanto que
sujetos morales. De la misma manera que, todavía un ejemplo más, podemos
vernos sometidos en tanto que sujetos empíricos a toda suerte de condicionamien-
to naturales o sociohistóricos, mas no será dado decir que ninguno de tales
condicionamientos nos impide ser «libres» sin renunciar al mismo tiempo a
nuestra condición de sujetos morales. En esa subjetividad, de la que brotan
indisociablemente unidas nuestra autoconciencia y nuestra autodeterminación32,
es donde, en fin, radica la «dignidad humana», esto es, aquello que hace que seamos
«sujetos» y no «objetos»33: sin duda en estos tiempos nos resulta difícil aceptar la
idea de que el sujeto moral y el empírico no coincidan exhaustivamente entre sí,
pero eso, la no reducción del sujeto a sus propiedades manifiestas, era al menos
parte de lo que los griegos querían dar a entender cuando llamaron al sujeto
hypokeimenon34. El sujeto moral ejemplifica por antonomasia al sujeto así
entendido, y esa es también la base de la distancia que separa al sujeto moral del
llamado «sujeto de derechos», el cual consiste en una variedad, entre otras, del
sujeto empírico. Por lo demás, no todos los sujetos de derechos son sujetos
morales, pues un sujeto moral es siempre un individuo, mientras que los sujetos
de derechos pudieran muy bien ser «sujetos impersonales», como colectivos o
instituciones, desde una empresa comercial al mismo Estado. E incluso cuando,
por analogía con los sujetos morales, se concede capacidad de «autoconciencia»
y de «autodeterminación» a alguno de esos sujetos interpersonales como una clase
social o una nación, no hay que olvidar que aquellas pasan en cualquier caso por
la autoconciencia y la autodeterminación de los individuos correspondientes.
Ahora bien, los sujetos morales pueden por su parte aspirar y aspiran de hecho,
a ser reconocidos como sujetos de derechos. Y entre dichas aspiraciones figura
32
La tesis de la indisociabilidad de «autoconciencia» y «autodeterminación» ha sido brillantemente
defendida por Tungendhat en su obra Selbstbewuâßtsein und Selbstbestimmung, Frankfurt a.M:
Suhrkamp, 1979. Como Tungendhat advierte, Andreas Wildt —en: Autonomie und Anerkennung,
Stuttgart: Klett-Cotta, 1982— fue el primero en dar a sus reflexiones un sentido teórico-moral
explícito, interpretación en la que abunda Ursula Wolf, o.c. Por su parte, él mismo la ha desarrollado
en sus Probleme der Ethik, pp. 137ss, a partir de la discusión de la tesis de la «moralidad» como condición
necesaria de la «identidad (práctica) del yo».
33
Para una interpretación en esos términos de la idea kantiana del hombre como «fin en sí mismo»,
véase Muguerza, J., «Habermas en el reino de los fines», pp. 123ss.
34
En un sentido hasta cierto punto similar, Tungendhat habla del «ser sí mismo» (Selbstsein) de alguien
que identifica con su «existencia» (Existenz), como una «cuasi-propiedad» (Quasi-Eigenschaft), la cual
—más que con ninguna propiedad sustancial, en cuanto diferente de las propiedades accidentales, al
estilo de la ontología tradicional— tendría que ver para él con la noción kantiana de «fin en sí».
204
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
35
Cf. Foucault, Michael, «Why Study Power: The Question of the Subject», en su Afterword (The
Subject and Power) a Dreyfus, Hubert L. y Paul Rabinow, Michael Foucault: Beyond Structuralism and
Hermeneutics, Chicago: The University of Chicago Press, 1982, pp. 208-226.
36
Cf. Rousseau, J.J., Du contrat social, en: Oeuvres complètes, París: Bibliothèque de la Pléiade, 1964,
vol. III, pp. 359, 432-433.
37
Cf. Jellinek, Georg, System der subjektiven öffentlichen Rechte, 2da. edición, Tubinga: Mohr, 1919;
reimpresión: Aalen: Scientia Verlag, 1964 (para su clasificación cuatripartita de los status del Derecho
Público —status subiectionis o pasivus, status libertatis o negativus, status civitatis o positivus, status
activae civitatis o propiamente activus—, cf. ibid., pp. 81ss).
205
Javier Muguerza
38
Cf. Sartre, Jean-Paul, L’existentialisme est un humanisme, París: Gallimard, 1946 (hay traducción
castellana de V. Prati de Fernández: El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires: Sur, 1957), pp.
17ss.
39
Pese a la «negatividad» del disenso, no hay que olvidar que también sobre él puede cernirse el fantasma
del «paternalismo» y que nadie debería «ser forzado a disentir» más de lo que debiera ser forzado a
consentir (para una problematización del paternalismo, cf. Sartorius, Rolf (ed.), Paternalism, Minne-
apolis: University of Minnesota Press, 1983 y, entre nosotros, Garzón Valdés, Ernesto, «¿Es
éticamente justificable el paternalismo?», en: Gimbernat J.A. y J.M. González García (eds.), Actas del
II Encuentro Hispano-Mexicano de Filosofía Moral y Política, Madrid: Instituto de Filosofía del CSIC,
1988).
40
Comoquiera que sea, el individualismo ético, que no debe confundirse con el llamado «individua-
lismo metodológico», se limita a reivindicar la autonomía del sujeto moral y no su autarquía (véase para
esta distinción: Blanco, Domingo, «Autonomía y autarquía», en: Muguerza, J. y R. Rodríguez
Aramayo (eds.), Kant después de Kant, Madrid: Tecnos, 1989, así como mi trabajo «¿Qué es el
individualismo ético?», en: Elogio del disenso).
206
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
aristotélica —con la que, sin embargo, no debe confundirse, pues para este sujeto
perpetuamente in fieri que es el sujeto moral valdría el dicho de que «el sujeto no
es sustancia»—, la subjetividad no admite grados y se podría muy bien afirmar que
todos los sujetos se hayan a la par en cuanto a sus exigencias morales de dignidad,
libertad e igualdad y, en general, en cuanto atañe a sus aspiraciones de ser sujetos
de derechos. Cualquier derecho humano estará, así, abierto a la aspiración de
cualquier sujeto, con la peculiaridad de que —al estarlo para un sujeto— lo podrá
estar no menos para los restantes. Pues, en punto a esos derechos, rige entre los
sujetos algo así como un principio de vasos comunicantes que, por decirlo de
alguna manera, nivela —siquiera sea potencialmente— su estatura jurídica. El
refrán popular «nadie es más que nadie» ha sido presentado a veces como fruto de
una repudiable actitud de resentimiento negadora de toda excelencia, pero quizá
cabría expresar mejor lo que quiere decir aquella frase diciendo que, si se entiende
al hombre como un fin en sí mismo, «nadie es menos que nadie».
A guisa de conclusión, tal vez proceda recordar que para Bentham las
especulaciones en torno a la fundamentación de los derechos humanos no eran
sino una sarta de anarchical fallacies41. En cuanto a las mías propias concierne,
quisiera confiar en que quepa repuntarlas de «falaces», pero reconozco que tienen
no poco de «anárquicas», en el sentido por lo pronto etimológico de esta última
adjetivación. Pues, en efecto, fiar el fundamento de aquellos derechos al albedrío
del individuo constituye una forma de aportar por la an-arquía, al menos en tanto
en cuanto el individualismo representa el polo opuesto de cualquier fundamen-
talismo ético42.
41
En honor de Bentham (Anarchial Fallacies: Being an Examination of the Declaration of Rights Issued
During the French Revolution, en: The Works of Jeremy Bentham, edición de John Bowring, Edimbur-
go: W. Tait, 1838-1843 (reimpreso: Nueva York: Russell and Russell, 1962), vol. II) hay que decir que
fue más avisado en su descalificación de aquellas especulaciones a título de «falacias» que en nuestros
días lo ha sido Alasdair McIntyre, After Virtue, Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1984
(hay traducción castellana de A. Valcárcel, Tras la virtud, Barcelona: Crítica, 1987), capítulo VI,
cuando afirma de los derechos humanos «que no existen tales derechos y creer en ellos es como creer
en brujas y unicornios», afirmación que únicamente sobresaltará a quienes se empecinen en defender
esos derechos desde una posición a fin al cognoscitivismo ético.
42
A propósito del «sujeto» tardofoucaultiano, Schürmann, Reiner, «Se constituer soi-même comme
sujet anarchique», en: Etudes philosophiques, 4 (1986), pp. 451-471, ha hablado del sujeto «an-árquico»
en un sentido aproximado de «anarquía» al que aquí le estamos dando, toda vez que aquel tendría que
ser el constructor de las diversas «formas de subjetividad» (o «posiciones de sujeto») que en cada caso
hayan de constituirle.
207
Javier Muguerza
43
Véase Fernández, Eusebio, La obediencia al derecho, Madrid: Civitas, 1987, pp. 109-115, así como mi
trabajo «Sobre el exceso de obediencia y otros excesos», en: Actas de las X Jornadas de Filosofía Jurídica
y Social, en prensa.
44
Gonzáles Vicén, F., «Kant y el derecho de resistencia», en: Muguerza, J. y R. Rodríguez Aramayo
(eds.), o.c., donde su aproximación al problema del derecho de resistencia (que ya le interesó en su
temprana obra Teoría de la revolución, Valladolid: Publicaciones de la Universidad, 1932, capítulo V)
recoge el tratamiento del mismo en la monografía La filosofia del estado en Kant, La Laguna:
Universidad de La Laguna, 1952 (ahora reeditada como parte del libro De Kant a Marx, Valencia:
Fernando Torres, 1984) y compite ventajosamente, en mi opinión, con otras interpretaciones de la
actitud de Kant ante dicho supuesto derecho (cf., para citar tres muestras de enfoques diferentes,
Spaemann, Robert, «Kants Kritik des Widerstandsrechts» o Henrich, Dieter, «Kant, über die
Revolution», ambos en: Batscha, Z. (ed.), Materialien zu Kants Rechtsphilospohie, Frankfurt a.M.:
Suhrkamp, 1976, pp. 347-358, 359-365, así como Reiss, Hans, «Kant and the Right or Rebellion», en:
Journal of the History of Ideas, XVII (1956)).
45
Cf. Gonzáles Vicén, F., La filosofía del estado en Kant, pp. 92ss.
208
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
46
Cf. al respecto el libro de E. Garzón Valdés, Derecho y «naturaleza de las cosas». Análisis de una nueva
versión del derecho natural en el pensamiento jurídico alemán contemporáneo, 2 vols., Córdoba:
Universidad Nacional de Córdoba, 1970-1971.
47
Véanse la obra antes citada y su respuesta a la encuesta de «Problemas abiertos en la Filosofía del
Derecho», en: Doxa, 1 (1985), pp. 95-97, en que escribe: «Dada mi formación kelseniana, no dejaban
de inquietarme las fuertes acusaciones que (en la posguerra) se formulaban contra el positivismo
jurídico…, al que se hacía prácticamente responsable de la implantación del nacionalsocialismo… El
descubrimiento del libro de H.H. Dietze (Bonn, 1936)… puso el punto final a este ciclo, ya que era la
prueba evidente de la importancia ideológica que el iusnaturalismo había tenido en la Alemania nazi
para la justificación del régimen vigente desde 1933 a 1945».
48
Bonhoeffer, D., Ethik, Munich: Kaiser, 1949 (hay traducción castellana de L. Duch: Ética, Barcelona:
Estela, 1968), p. 257. Como buen teólogo, Bonhoeffer –a quien ya no podríamos seguir en su
argumento– tomaba en cuenta a continuación «la gran transformación (que) tiene lugar en el momento
en que la unidad de la conciencia humana no consiste por más tiempo en su autonomía, sino que, gracias
al milagro de la fe, la encontramos más allá del propio yo y de su ley, en Jesucristo» (cf. Peters, Tiemo
Rainer, Die Präsenz des Politischen in der Theologie Dietrich Bonhoeffers, Munich: Kaiser, 1976, pp.
61ss). Pero para, por eso mismo, añadir todavía: «Cuando el nacionalsocialismo dice que el Führer es
mi conciencia, se pretende con ello fundamentar la unidad del yo más allá de sí mismo. Esto tiene como
consecuencia la pérdida de la autonomía a favor de una heteronomía absoluta, lo que a su vez sólo es
posible si el otro hombre en el que busca la unidad de mi vida desempeña la función de redentor mío.
Tendríamos aquí el paralelo secular más estricto y a la vez la contradicción más estricta con la verdad
cristiana» (Bonhoeffer, D., o.c., pp. 258-259).
209
Javier Muguerza
49
Cf. Moore, B. Jr., Injustice, Nueva York: M.E. Sharpe, 1978.
50
Cf., además del texto de J. Malem (Concepto y justificación de la desobediencia civil, Barcelona: Ariel,
en prensa), los de H.A. Bedau, Civil Disobedience: Theory and Practice, Nueva York: Macmillan, 1969,
y P. Singer, Democracy and Disobedience, Oxford: Oxford University Press, 1973 (hay traducción
castellana de M. Guastavino: Democracia y desobediencia, Barcelona: Ariel, 1985), así como el trabajo
210
Capítulo 4: Ética y derechos humanos
civil es que deja un tanto en la penumbra la relación entre esta y otras formas de
de desobediencia —desde la «desobediencia ética al Derecho» a la «desobediencia
revolucionaria»—, sin que haya que olvidar que lo que llamamos «democracia» en
nuestras actuales sociedades democráticas no siempre ha existido ni se puede decir
que exista hoy en países como Sudáfrica, donde la desobediencia civil es
practicada. Y, lo que aún es más grave, ni siquiera contamos con la seguridad de
que esa democracia vaya a sobrevivir dentro del «mundo totalmente administra-
do», para echar mano de la terrorífica expresión de Horkheimer, hacia el que muy
probablemente nos encaminamos y en el que la desobediencia vendría a ser —bajo
cualquiera de sus formas, conocidas o por inventar— más necesaria que nunca.
Pero, como ya dije, no nos es dado entrar en estos temas, que por derecho propio
forman parte de una ética de la resistencia pendiente de escribirse en nuestro
tiempo.
No tengo, en cambio, otro remedio que detenerme aunque sea muy
sumariamente en un tercer y último corolario, con el que me gustaría cerrar mi
exposición. La moraleja principal, si cabe hablar de moralejas, que acaso se dejara
desprender de estas atropelladas reflexiones en torno al imperativo de la disidencia
—el imperativo, recordemos, que prescribe (o, cuando menos, autoriza a) decir
que no frente al Derecho injusto, por muy consensuada que esa injusticia pueda
estar— tendría que ser la de que los protagonistas de la vida del Derecho somos
todos o, mejor dicho, debemos serlo todos. Parodiando una tesis celebérrima, se
diría que los iusfilósofos se han limitado hasta ahora a teorizar sobre los derechos
humanos (que es, bien pensado, lo único que probablemente les cabe hacer y
conviene que sigan haciendo). Pero incumbe a todo hombre en cuanto hombre
(y no tan solo a los juristas, sean o no iusfilósofos) luchar por conseguir que se
realicen jurídicamente aquellas exigencias de dignidad, libertad e igualdad que
hacen de cada hombre un hombre. Como incumbe a todo hombre luchar por
preservar y proteger las convertidas ya en derechos, impidiendo su vaciamiento
de sentido y su degeneración en mera retórica tras de haber sido incorporadas a
los correspondientes textos legales.
Y solo restaría añadir que de esa lucha por realizar lo que llamara Bloch un
día «la justicia desde abajo» (la justicia que, por servirnos de la mitología de
de J.A. Estevéz Araujo, «El sentido de la desobediencia civil», en: Gonzáles García, J.M. y F. Quesada
(eds.), Filosofía política, número extraordinario de Arbor, 503-504 (1987), pp. 129-138.
211
Javier Muguerza
Dworkin, habría que confiar a los pigmeos que somos el común de los mortales
—hijos, como Anteo, de la madre Tierra— y no a un excepcional juez Hércules
dotado, como su nombre indica, de portentosas facultades)51 forma parte princi-
palísima la disidencia frente a la nada infrecuente inhumanidad del Derecho, no
menos lamentable y peligrosa en sus consecuencias que la ausencia de todo
Derecho.
Pero quizá sea lo mejor a estos efectos cederle la última palabra al propio
Bloch: «La justicia, tanto retributiva como distributiva, responde a la fórmula del
suum cuique, es decir, presupone el padre de familia, el padre de la patria que
dispensa a cada uno desde arriba su parte de pena o su participación en los bienes
sociales, el ingreso y la posición… El platillo de la balanza, que incluso en el signo
zodiacal de Libra se desplaza completamente hacia lo alto para actuar desde allí,
concuerda muy bien con la alegoría de este ideal de justicia asentado en los
tronos… (Por el contrario) la justicia real, en tanto que justicia desde abajo, se
vuelve de ordinario contra aquella justicia, contra la injusticia esencial que se
arroga la pretensión en absoluto de ser la justicia»52.
51
Cf. Dworkin, R., Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1977,
capítulo IV, 5-6 (confieso que mi antipatía por el juez Hércules, invariablemente capaz de descubrir
la «respuesta correcta», debe no poco a su indudable parentesco con un viejo conocido —El Preferidor
Racional— del que tuve ocasión de ocuparme en mi libro La razón sin esperanza, Madrid: Taurus, 2a.
edición, 1986, pp. 69-100, 227ss.
52
Bloch, E., Naturrecht und menschliche Würde, en: Gesamtausgabe, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1961
(hay traducción castellana de F. González Vicén: Derecho natural y dignidad humana, Madrid: Aguilar,
1980), vol. VI, pp. 228-229.
212