Historia de Un Segundo
Historia de Un Segundo
Historia de Un Segundo
de un segundo
Jordi Sierra i Fabra
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Tanto el hombre como la mujer vestían de forma
impecable. Muchas de las personas que acudían al
pueblo en verano, para descansar y disfrutar de sus
aguas medicinales, descuidaban su apariencia, in-
cluso en domingo, como era el caso. Un toque aquí,
una permisiva dejadez allá, un descuido...
Ellos, no.
El hombre llevaba una levita que, aunque de paño
ligero y apropiado, confería a su aspecto una nobleza
peculiar. Sin duda, en la capital era alguien impor-
tante.
La mujer lucía con encanto y donaire un vestido
igualmente oportuno, de moderado escote, talle ce-
ñido y larga y acampanada falda que rozaba el suelo.
Portaba una sombrilla con la que se protegía del in-
clemente sol en aquel cielo sin nubes, tan azul como
debían de serlo los mares de los que hablaban los vie-
jos del lugar, los que un día fueron a la guerra en gran-
des barcos y sobrevivieron a ella.
El rostro del hombre denotaba rigor, gravedad, la
seguridad de los fuertes y de los que nunca han reci-
bido una orden porque siempre las han dado todas.
El de la mujer reflejaba dulzura. Bien mirado, recor-
daba el de su hija. Quizás se casase con solo unos po-
cos años más que ella, joven y hermosa.
Junto a la muchacha, caminaba una institutriz de
rostro severo, perfectamente uniformada. Su vestido
era negro, con un delantal y una cofia blancos. Pare-
cía un perro de mejillas flácidas y caídas, las cejas for-
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mando un sesgo oscuro por encima de los ojos, la na-
riz prominente.
Eliseo ya no iba a olvidar jamás aquel segundo.
Aquella mirada.
La suya.
La de la muchacha.
Nunca hubiera imaginado que, en un abrir y ce-
rrar de ojos, la vida pudiera cambiar tanto.
Se olvidó de todo: de su mandado, de la hora, del
día y del año.
Solo fue consciente de que su corazón latía más
rápido. Nada más. Que sus piernas cambiaran de rum-
bo, que su mente se adentrara en un espacio blanco
suspendido del tiempo, que perdiera toda razón, fue
ajeno a su voluntad.
Los siguió.
Por la calle, por la plaza, en dirección a la iglesia.
Porque en un domingo por la mañana, las gentes
de buena cuna acudían al templo para escuchar la
palabra de Dios y renunciar por unos minutos a su
nobleza. Allí todos eran iguales.
O eso creían.
Unos minutos no hacían daño a ninguna cabeza
coronada.
Eliseo no apartó los ojos de la muchacha.
Calculó su edad.
Su corazón se paralizó cuando ella volvió la ca-
beza la primera vez. La segunda, se aceleró, y estalló
en su pecho la tercera.
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Porque fue la de su sonrisa.
Dulce, evanescente, igual que un suspiro de la na-
turaleza.
Estaban ya en la plaza, a unos pocos pasos de la
escalinata del templo. Los padres caminaban des-
pacio, confiriendo a su porte todavía más prestan-
cia. Inclinaban la cabeza aquí y allá cuando los sa-
ludaban.
Se detuvieron en la puerta de la iglesia, para ha-
blar unos segundos con otro matrimonio de no me-
nos relieve social. Intercambiaron palabras, gestos,
sonrisas, y luego presentaron a sus hijos. Por un
lado, la muchacha; por el otro, dos gemelos, de unos
nueve o diez años, acompañados también por su ins-
titutriz.
Eliseo estaba a unos pocos pasos.
Pero no podía escuchar la voz de su rayo de sol.
Otras dos miradas.
La segunda sonrisa, tímida, arrebolando sus me-
jillas de porcelana.
Luego entraron todos en el templo.
Eliseo no supo qué hacer. Iba descalzo: hasta unos
meses antes, nunca había tenido zapatos, y no tanto
por viejos como por incómodos; prefería caminar sin
ellos, sobre todo cuando iba con prisa y había que
correr. Pero más allá de la desnudez en la parte de su
cuerpo que tocaba la tierra, estaban sus ropas: los
pantalones desgastados y sujetos a la cintura con una
simple cuerda, la camisa raída, el pelo revuelto.
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Su única luz era su rostro.
Eliseo desafió a su suerte y penetró en el templo.
Después de todo, era la casa de Dios.
Su casa.
La de todos.
Caminó por el lateral, oculto por la penumbra de
la zona más oscura. Los gruesos muros, las columnas
impedían casi que la luz llegara hasta allá abajo. El
tono de recogimiento era absoluto, y el silencio, un
grito superior al de las vendedoras en el mercado.
Cada paso sobre las frías losas, a veces por encima
de tumbas selladas hacía decenas o cientos de años,
le hacía estremecer. Pero nadie reparó en él.
Los localizó nada menos que en la segunda fila.
La primera era para las autoridades locales. La se-
gunda y la tercera, para los feligreses más destaca-
dos. Quizás en el cielo también hubiese categorías,
¿cómo saberlo? No le importó el detalle, salvo por el
hecho de que tenía que acercarse más al altar, que-
dar casi al descubierto.
Estaban sentados por orden. Primero, el cabeza
de familia, junto al pasillo central. A continuación,
su esposa. Luego, ella. La institutriz debía de haberse
quedado más atrás.
La muchacha ya no sostenía su libro de cubier-
tas rojas, sino uno de tapas negras. Un misal o una
Biblia. Todos los bancos tenían cuatro de ellos situa-
dos en un cajetín frontal, debajo del apoyabrazos.
Ella sabía que él estaba allí.
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Le buscó.
De manera comedida, discreta, sin apenas mover
la cabeza. Primero por la derecha, después por la iz-
quierda. Al verle asomado detrás de una columna,
sonrió más abiertamente.
Eliseo se ocultó.
No era un juego, era...
Se asomó de nuevo.
Cuanto más la miraba, más deseaba verla. Cuanto
más la sentía, más gozaba del dolor de aquella herida.
Cuanto más recibía aquellas sonrisas, más desnudo
percibía su cuerpo, y su mente se deshacía como un
azucarillo.
Le costaba respirar.
Entonces salió el sacerdote y dio comienzo la
misa.
Durante los siguientes minutos,quizás media hora,
quizás solo unos segundos, porque el tiempo dejó de
correr, los dos mantuvieron aquel juego de miradas
y roces en la distancia, ajenos al mundo, al margen
de todo lo que no fuera su nueva realidad. Siguiendo
el rito de la misa, se arrodillaron, se incorporaron, re-
zaron, se santiguaron, volvieron a arrodillarse, vol-
vieron a incorporarse, volvieron a rezar...
Hasta que el oficiante anunció:
–Ite missa est.
Eliseo echó a correr para llegar de los primeros
a la puerta de la iglesia. La cruzó raudo y llegó al pie
de la escalinata, donde se sentó a esperar. Por pri-
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mera vez sentía sus piernas agotadas, incapaces de
sostenerle, como si el amor pesara.
Extraña palabra.
Nunca antes había pensado en ella.
La muchacha y sus padres, además de la insti-
tutriz, salieron de los últimos. Se detuvieron en la
explanada superior para intercambiar algunas pala-
bras con otras parejas. Cada vez eran más las per-
sonas que acudían al pueblo para tomar las aguas,
y llegarían todavía muchas más, de otras clases y
condiciones, cuando se inaugurara el balneario que
estaban construyendo junto al río. Aquel sería un
buen verano, sin duda alguna.
Prosperidad para todos.
Con la escalinata de por medio, aquella fue la mi-
rada más larga de cuantas se hubieran dirigido.
Abierta.
Radiante y viva.
Hasta que la muchacha abrió su libro de tapas
rojas, extrajo un lápiz de la parte dura de su cubierta
y pareció escribir algo en una de sus páginas.
Segundo a segundo.
Cerró el libro casi un minuto después. Sus pa-
dres no se habían dado cuenta de nada. La institu-
triz permanecía a un metro de distancia. Solo Eliseo
vio cómo ella arrancaba la hoja en la que había es-
tado escribiendo.
La dobló en cuatro partes.
La ocultó en su mano.
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