Cuento de Elena Garro
Cuento de Elena Garro
Cuento de Elena Garro
—Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la
desdicha.
Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba
hinchada, y que el anillo no lo llevaba.
—¿Dónde está tu anillo, hija?
—Acuéstese, mamá.
Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche
pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino
llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse.
—¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol
en muchos días.
Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Sólo su mano seguía hinchada. Yo
soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al
doctor Adame, con domicilio en Aldana 17.
—Doctor, mi hija se está secando…
El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas. Camila sacó
unos papeles arrugados.
—¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —-me preguntó Aurelia.
—No, hija, ¿quién?
—Adrián, para quitarle el anillo.
¡Ah, el ingrato! y en mis adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían
aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián.
—Pasa, Camila.
Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo veía.
—Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero
que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el
mal.
—¿Qué anillo?
—El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en
«El Capricho» y desde entonces ella está desconocida.
—No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja.
—Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de toda su familia.
—¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo.
Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la
gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar el idioma de los
maleados. ¡Ay, Jesús bendito, no permitas que mi hija muera endemoniada! Y me
puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: «Vamos
por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho». Dejamos a la niña en compañía
de su padre y sus hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche
Fulgencia curó a la niña, cubierta con una sábana.
—Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal —dijo.
Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y gritó: «¡Ayúdeme
mamacita!». Y echó por la boca un animal tan grande como mi mano. El animal traía
entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado
a su corazón… Entonces cantó el primer gallo.
—Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo, porque antes de los
tres meses habrán crecido las crías.
Apenas amaneció, me fui a las cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir,
no venía silbando, con un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos
bajos y las manos en los bolsillos.
—Mira, Adrián desconocido, no sabemos de dónde vienes, ni quiénes fueron tus
padres y sin embargo te hemos recibido aquí con cortesía. Tú en cambio andas
dañando a las jóvenes. Yo soy la madre de Severina y te pido que me devuelvas el
anillo con que le haces el mal.
—¿Qué anillo? —me dijo ladeando la cabeza. Y vi que sus ojos brillaban con gusto.
—El que le quitaste a mi hijita en «El Capricho».
—-¿Quién lo dijo? —y se ladeó el sombrero.
—Lo dijo Aurelia.
—¿Acaso lo ha dicho la propia Severina?
—¡Cómo lo ha de decir si está dañada!
—¡Hum!… Pues cuántas cosas se dicen en este pueblo. ¡Y quién lo dijera con tan
bonitas mañanas!
—Entonces ¿no me lo vas a dar?
—¿Y quién dijo que lo tengo?
—Yo te voy a hacer el mal a ti y a toda tu familia —le prometí.
Lo dejé en las cercas y me volví a mi casa. Me encontré a Severina sentadita en el
corral, al rayo del sol. Pasaron los días y la niña se empezó a mejorar. Yo andaba
trabajando en el campo y Fulgencia venía para cuidarla.
—¿Ya te dieron el anillo?
—No.
—Las crías están creciendo.
Seis veces fui a ver al ingrato Adrián a rogarle que me devolviera el anillo. Y seis
veces se recargó contra las cercas y me lo negó gustoso.
—Mamá, dice Adrián que aunque quisiera no podría devolver el anillo, porque lo
machacó con una piedra y lo tiró a una barranca. Fue una noche que andaba
borracho y no se acuerda de cuál barranca fue.
—Dile que me diga cuál barranca es para ir a buscarlo.
—No se acuerda… —me repitió mi hija Aurelia y se me quedó mirando con la
primera tristeza de su vida. Me salí de mi casa y me fui a buscar a Adrián.
—Mira, desconocido, acuérdate de la barranca en la que tiraste el anillo.
—¿Qué barranca?
—En la que tiraste el anillo.
—¿Qué anillo?
—¿No te quieres acordar?
—De lo único que me quiero acordar es que de aquí a catorce días me caso con mi
prima Inés.
—¿La hija de tu tía Leonor?
—Sí, con esa joven.
—Antes me vas a dar el anillo de mi hija Severina. Los tres meses ya se están
cumpliendo.
—Tu hija no tiene cura. Tres veces le sacaremos el mal y tres veces dejará crías.
No cuentes más con ella.
Mi hija empezó a hablar el idioma desconocido y sus ojos se clavaron en el techo.
Así estuvo varios días y varias noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que
llegara a su cabal tamaño. ¿Y quién nos dice, señor, que anoche se nos pone tan
malísima? Fulgencia le sacó el segundo animal con pedazos muy grandes de su
corazón. Apenas le quedó un pedazo chiquito de su corazón, pero bastante grande
para que el tercer animal se prenda a él. Esta mañana mi niña estaba como muerta
y yo oí que repicaban campanas.
—¿Qué es ese ruido, mamá?
—Campanas, hija…
—Se está casando Adrián —le dijo Aurelia.
Y yo señor, me acordé del ingrato y del festín que estaba viviendo mientras mi hijita
moría.
—Ahora vengo —dije.
Y me fui cruzando el pueblo y llegué a casa de Leonor.
—Pasa, Camila.
Había mucha gente y muchas cazuelas de mole y botellas de refrescos. Entré
mirando por todas partes, para ver si lo veía. Allí estaba con la boca risueña y los
ojos serios. También estaba Inés, bien risueña, y allí estaban sus tíos y sus primos
los Cadena, bien risueños.
—Adrián, Severina ya no es de este mundo. No sé si le quede un pie de tierra para
retoñar. Dime en qué barranca tiraste el anillo que la está matando.
Adrián se sobresaltó y luego le vi el rencor en los ojos.
—Yo no conozco barrancas. Las plantas se secan por mucho sol y falta de riego. Y
las muchachas por estar hechas para alguien y quedarse sin nadie…
Todos oímos el silbar de sus palabras enojadas.
—Severina se está secando, porque fue hecha para alguien que no fuiste tú. Por
eso le has hecho el maleficio. ¡Hechicero de mujeres!
—Doña Camila, no es usted la que sabe para quién está hecha su hijita Severina.
Se echó para atrás y me miró con los ojos encendidos. No parecía el novio de este
domingo: no le quedó la menor huella de gozo, ni el recuerdo de la risa.