El Crucificado Mario Levrero

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Cuento breve recomendado: “El crucificado”, de Mario Levrero

Escritor Mario Levrero. Fuente de la imagen

“El tema, o más bien el asunto, suele elegirme a mí. En determinado momento,
sin que esté pensando necesariamente en términos de literatura, percibo que
hay algo que me está molestando: una imagen, una serie de palabras, o
simplemente un clima, una atmósfera, un ambiente. El ejemplo más claro sería
el de la imagen o el clima de un sueño, al despertar por la mañana; a veces
uno se queda un buen rato como enredado en ese fragmento de ensueño, y a
veces eso se disipa después de un rato, y a veces no. Puede volver,
espontáneamente, o evocado por algo, en otros momentos del día. Cuando
esto se mantiene durante varios días, es para mí una señal de que allí hay algo
que es imprescindible atender, y el modo de atenderlo es recrearlo. Por
ejemplo, tengo un relato, “El crucificado”, que nació de una perturbación de
este tipo, aunque no provenía de un ensueño. Noté que desde hacía unos días
tenía un crucificado en la mente; alguien que estaba permanentemente con los
brazos abiertos. En realidad no descubrí que se trataba de un crucificado hasta
que me detuve a examinar esa imagen perturbadora, porque era alguien que
estaba vestido, se notaba claramente que tenía puesto un saco viejo.
Examinándolo, descubrí que debajo del saco, estaba clavado a restos de una
cruz de madera, y en seguida me puse a trabajar en ese relato. Otro relato,
“Las sombrillas”, surgió de una frase escuchada en un sueño: “Nohaymar”. En
el sueño, una niña saltaba sobre una cama y decía algo así como “nohaymar”,
o más bien yo escuchaba “noaimar”. Mientras me duchaba me vino esa imagen
y esa frase, y concluí que quería decir “no hay mar”, y al terminar de ducharme
ya tenía un relato bastante estructurado. También la novela Desplazamientos
surgió de la breve escena de un sueño: una mujer en ropas menores que
lavaba platos en una cocina. Me llevó como dos años sacar a la luz todo el
mundito que encerraba esta imagen. Y por si te interesan los fenómenos
parapsicológicos, te cuento una anécdota acerca de “No hay mar”: días
después de escrito el cuento, me encuentro con un amigo que me cuenta que
más o menos simultáneamente él a su vez había estado escribiendo un
cuento, y que se le había infiltrado un personaje con una fuerza obsesiva. Este
personaje se llamaba “Mariano”. Como te habrás dado cuenta, “Mariano” es un
perfecto anagrama de “noaimar”.”
Entrevista imaginaria con Mario Levrero, por Mario Levrero

EL CRUCIFICADO

Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin
hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había
una ley tácita de que las cosas debían permanecer o desenvolverse así como
estaban o transcurrían; si en cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo
habríamos rechazado.
Tenía pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de
transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de
halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y
pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre
todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos.
Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo
más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta
por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca.
Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y
cabezas de clavos oxidados.
Al reconstruir la historia, imagino que alguien, y supongo quién, le alcanzaría
algo de comer; porque la posición de los brazos le impedía pasar por el agujero
que daba al comedor, y siempre estaba, por lógica, ausente de nuestra mesa.
Yo me inclino a pensar que en realidad no comía.
En ese entonces estábamos dispersos y desconectados, no se llevaba ningún
control ya sobre las acciones de nadie, y apenas Eduardo, de vez en cuando,
sacaba cuentas. Hablábamos poco, y el Crucificado no llegó a ser tema.
Sospecho que todos pensábamos en él, pero por algún motivo no lo
discutíamos. Don Pedro, el más ausente, siempre en Babia o con su juego de
bolitas metálicas, fue el único que en un principio se le acercó, para advertirle
con voz un tanto admonitoria que tenía la bragueta desabrochada. El
Crucificado esbozó algo parecido a una sonrisa y le dijo que se fuera a la
putísima madre que lo recontramilparió, con lo cual el diálogo entre ellos quedó
definitivamente interrumpido.
Se mantenía al margen, con esa pose de espantapájaros, y más de una vez
pensé con maldad en sugerirle que cumpliera esa función en los sembrados
(que dicho sea de paso habíamos descuidado bastante; sólo la gorda se
ocupaba del riego, pero a esa altura ya no valía la pena).
De noche entraba al galpón, necesariamente de perfil por lo estrecho de la
puerta y le daba mucho trabajo tenderse para dormir. Al fin me decidí a
ayudarlo en este menester, cosa que nunca me agradeció en forma explícita, y
no imagino cómo se levantaba por las mañanas, porque yo dormía hasta
mucho más tarde.
Era por todos sabido que el 1° de setiembre Emilia cumpliría los quince, y se
aceptaba sin discusión que sería desflorada por Eduardo, como todas ellas.
Después Eduardo se desinteresaba, y las muchachas pasaban, o no, a formar
alguna pareja más o menos estable con cualquiera del resto.
Emilia era la más deseable y desarrollada: sus 14 años y nueve meses nos
tenían enloquecidos. Ella, sin altanería coqueta, dejaba fluir su indiferencia
sobre nosotros, incluyendo a Eduardo.
Tenía el pelo negro mate, largo y lacio, un rostro ovalado perfecto, ojos
grandes y verdes, y un perfume natural especialmente turbador.
El 21 de julio, a la madrugada, me despertó el revuelo infernal, inusual, del
galpón. Cuando logré despejarme vi que estaban en la etapa de fabricar los
grandes objetos de madera. Habían encontrado a Emilia montada encima del
Crucificado, los dos desnudos. Ahora, a ellos los tenían sujetos, por separado,
con cables de antena de televisión. La gorda se ocupaba de los discos, doña
Eloísa, baldada como estaba, se había levantado gozosa a preparar mate y
tortas fritas, Eduardo dirigía las operaciones, un hervidero de gente en
actividad febril.
Finalizados los preparativos la gorda puso la Marsellesa, y a ellos les desataron
los cables y cargaron a Emilia con las dos cruces, porque evidentemente el
Crucificado no tenía cómo cargar la suya nueva. A mitad del camino del cerro
comenzó a insinuarse el amanecer. Era un cortejo nutrido y silencioso, y yo iba
a la cola y no pude ver bien lo que pasaba, pero era evidente que les tiraban
piedras y los escupían. Algunos transeúntes casuales se sumaron al cortejo,
otros siguieron de largo. Yo no estaba conforme con lo que se hacía, pero no
es justo que lo diga ahora; en ese momento me callé la boca.
Trabajaron como negros para afirmar las cruces en la tierra, en especial la de
Emilia, que era en forma de X. A ella le ataron las muñecas y los tobillos con
alambre de cobre, a él simplemente le clavaron la madera de su cruz rota sobre
la nueva.
Los pusieron enfrentados, muy próximos entre sí, como a un metro y medio o
dos metros. Emilia tenía sangre seca en las piernas y magullones en todo el
cuerpo. El cuerpo del Crucificado era una mezcla imposible de marcas viejas y
nuevas, cicatrices y cardenales.
Los demás se sentaron sobre el pasto. Comían y escuchaban la radio a
transistores. Don Pedro jugaba con sus bolitas. Yo busqué la sombra de un
árbol cercano, y miraba el conjunto con mucha pena, y también
remordimientos.
Me quedé dormido. Cuando desperté era plena tarde. La escena seguía
incambiada. Me acerqué y vi que se miraban, el Crucificado y Emilia, como
hipnotizados, los ojos de uno en los ojos del otro. Emilia estaba más linda que
nunca, y sin embargo no me despertaba ningún deseo. Los otros se sentían
incómodos. De vez en cuando, sin ganas, proferían insultos o les tiraban
piedras o alguna porquería, pero ellos parecían no darse cuenta.
Alguien, luego, con un palo, le refregó al Crucificado una esponja con vinagre
por la boca. El Crucificado escupió y después dijo, con voz clara y joven que no
puedo borrar de mi memoria:
—La otra vez fue un error, me habían confundido, ahora está bien.
Y ya nadie los sacó de mirarse uno a otro, y parecían hacer el amor con la
mirada, que se poseían mutuamente, y nadie se animaba ya a decir o hacer
nada, querían irse pero no podían, nos sentíamos mal.
Al caer la tarde Emilia había alcanzado el máximo posible de belleza, y sonreía.
El Crucificado parecía más nutrido, como si hubiera engordado, y la sangre
empezó a manar de sus viejas heridas de los clavos en las manos y de las
cicatrices que nunca habíamos notado en los pies; también, por debajo del
pelo, manaban hilitos rojos que le corrían por la frente y las mejillas. El cielo se
oscureció de golpe. El Crucificado volvió a hablar.
—Padre mío —dijo— por qué me has abandonado.
Y después rió.
La escena quedó estática, detenida en el tiempo. Nadie hizo el menor
movimiento. Hubo un trueno, y el Crucificado inclinó la cabeza muerto.
Todos parecían muertos, todos habían quedado en las posiciones en que
estaban, la mayoría ridículas. Don Pedro con un dedo metido en la caja de las
bolitas.
Me acerqué a la cruz de Emilia y le desaté los pies y las manos, con un trabajo
enorme para que no se me cayera y se lastimara. Ella seguía como
hipnotizada, la sonrisa en los labios y con su nueva belleza que parecía
excederla, como un halo.
Sin querer tuve que manosearla un poco para sacarla de allí; pensé que
debería sentirme excitado, pero no era posible, era como si yo no tuviera sexo.
A pesar de mi tradicional haraganería la cargué en mis brazos, como a una
criatura, y la llevé a la casa. Fue un camino largo, penoso, que mil veces quise
abandonar por cansancio, y sin embargo no podía detenerme. Tenía los brazos
acalambrados y me dolía la cintura, transpiraba como un caballo. En el galpón
la deposité en la cama de Eduardo, que era la mejor, y después me tiré en el
suelo, en mi lugar de siempre.
Al otro día Emilia me despertó con un mate. Yo lo tomé, todavía dormido, y
después advertí que seguía desnuda y sonriente.
—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté cuando estuve más despierto.
Pensaba en el cadáver del Crucificado, en toda la gente momificada allá, en el
cerro. Ella se encogió de hombros y me respondió con voz infinitamente dulce:
—Ya nada tiene importancia.
Hizo una pausa, y agregó:
—Espero un hijo. Nacerá dentro de tres días.
Noté, en efecto, que su vientre se había abultado en forma notoria. Me asusté
un poco.
—¿Busco un médico? —pregunté, y me contestó con la voz clara, grave y
joven del Crucificado.
—No tienes más nada que hacer aquí. Ve por el mundo y cuenta lo que has
visto.
Y me dio un beso en la boca.
Fui al casillero y saqué los guantes blancos y el pullover; me los puse.
—Adiós —dije; y Emilia, sonriendo, me acompañó hasta la puerta. Era un día
primaveral y fresco, lleno de luz, hermoso. A los pocos pasos me di vuelta y
miré. Ella seguía en la puerta.
No me hizo adiós con la mano. Pero más tarde, en el camino, descubrí que
hacía jugar los dedos de mi mano derecha con el tallo de una rosa, roja.

Revista Marcha, Montevideo,1969

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