Prólogo La Edad de Oro - Luis Felipe Fabre

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Prólogo

La Edad de Oro

Entre el año 2000 y el 2010, por utilizar como coordenadas la


convención de la década, algo le sucedió a la poesía mexicana:
el modelo poético imperante entró en crisis y nuevas poéticas,
más audaces y en mayor sintonía con su tiempo, salieron a
escena. Lo que realmente operó fue un cambio de sensibilidad.
Por supuesto que se trata de un proceso complejo y que viene
de antes y continúa ahora y quién sabe en qué vaya a parar.
Pero entre los años anteriormente citados es posible mencionar
al menos algunos momentos clave. Dos de ellos: 2002 con la
publicación de El manantial latente. Muestra de poesía mexi-
cana desde el ahora: 1986-2002 a cargo de Ernesto Lumbreras
y Hernán Bravo Varela, y 2005 con la aparición de El decir y
el vértigo. Panorama de la poesía hispanoamericana reciente
(1965-1979) realizada por Rocío Cerón, Julián Herbert y León
Plascencia Ñol.
Dos momentos que son dos antologías. La primera inten-
taba dar cuenta de la obra y las poéticas de los autores enton-
ces jóvenes. Más allá de la polémica que dicho ejercicio suscitó
(realmente caló hondo entre los jóvenes poetas), El manantial
latente logró captar un retrato de la poesía mexicana. Y en esa
imagen muchos de los jóvenes poetas lucían precozmente en-
vejecidos. Las comentarios más críticos al respecto (más allá de
los pleitos locales en torno a quién salió en la foto y quién no)
provinieron de algunos jóvenes poetas sudamericanos. Fue en-
tonces que empezó a circular un reclamo que en su momento
se hizo bastante popular: “A la poesía mexicana le falta calle”.
Porque aunque haya todavía quienes se empeñen en ne-
garlo (o tal vez sea un tanto invisible para sus practicantes),
durante la mayor parte del siglo xx hubo un modelo poético

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imperante en México que se identificaba a sí mismo con las di-


mensiones “más sublimes” de la lengua: un lenguaje de “altos
vuelos” sustentado en una confianza desmedida (y un tanto
anacrónica) en los poderes de la lírica. Podría leerse, incluso,
un cierto “clasismo” más que un “clasicismo” (en un país tan
clasista como éste) en las exquisitas maneras de aquel modelo
poético. Un intento por demostrar, poema a poema, una pre-
tendida superioridad sobre otras posibilidades verbales. ¿A la
poesía mexicana le faltaba / falta calle? Sorprende que siendo
el lenguaje coloquial tan lúdico en México, la poesía fuera tan
tiesa, tan acartonada, tan formalita. Un asunto de buenos mo-
dales. De gente bien educada. Culta.
La polémica que trajo consigo El manantial latente supu-
so una toma de conciencia: la poesía mexicana se descubrió
demasiado “bien portada”: fiel y obediente a sus mayores. Y
entonces el virus de la inconformidad hizo su aparición. Y co-
menzó un contagio que algunos llamarán moda. Por supuesto
que ya desde antes había quien cuestionaba a través de su obra
poética al modelo imperante. De hecho, El manantial latente
recoge poemas de algunos de ellos. Cito tres nombres que con-
sidero relevantes: José Eugenio Sánchez (1965), Ángel Ortuño
(1969) y Julián Herbert (1971). E incluso se recogen atisbos de
lo que será ya otra fase en ese proceso de transformación de la
poesía mexicana: los poemas de Fernando Altuzar (1976), por
ejemplo, o de Hugo García Manríquez (1978). Pero por enton-
ces pocos lo notaron.
Como parte del cuestionamiento hacia la poesía mexicana
surgió por aquellos años un interés compulsivo y generalizado
por saber qué es lo que estaban escribiendo en ese momento
los jóvenes poetas de otras regiones del idioma. Ya no bastaba
con leer a los grandes maestros. El momento exigía otra cosa:
a la envejecida retórica local se le intentaba combatir con la
pregunta ¿qué es lo que se está escribiendo hoy? Es en este
contexto que entiendo la aparición en 2005 de El decir y el
vértigo. Allí, como quien busca respuestas, los antologadores
intentaron recoger algunas de las voces más arriesgadas entre
las generaciones emergentes de poetas latinoamericanos. La

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inclusión de la breve nómina de poetas mexicanos fue, por una


parte, una crítica hacia el medio poético local y, por otro lado,
un intento por leer la poesía mexicana desde otro contexto:
una tentativa por leerla desde fuera. Hay que decir también que
el diálogo desde aquellos años entre jóvenes poetas mexicanos
y latinoamericanos ha sido constante y se ha ido intensificando
a través de encuentros (que derivan en amistades), proyectos
editoriales y blogs. Otro diálogo en el que se ha reparado me-
nos es el que mantienen los poetas de la frontera norte (aun-
que no sólo ellos, claro está) con los poetas norteamericanos.
Un diálogo cotidiano, o más que un diálogo: una convivencia.
Al respecto cabe destacar la publicación de Plan B a cargo de
Dolores Dorantes (1973), en donde se intentaba generar un
intercambio entre poetas de ambos países. Sí, sorprende que
además de la tradicional influencia de autores mayores (que la
hay, por supuesto, aunque tal vez menos acusada que en otros
momentos) en las generaciones más recientes la influencia se
da entre pares: una influencia horizontal. Una búsqueda de ac-
tualidad que oponer a la atemporalidad que caracterizó a gran
parte de la poesía mexicana y particularmente a la de las déca-
das finales del siglo xx: poemas que se querían iluminaciones:
instantes suspendidos en el tiempo, fuera de la historia.
Ahora bien, lo anterior no quiere decir que las nuevas gene-
raciones no lean a los poetas mexicanos de otras generaciones.
Pero se los lee distinto. De hecho está teniendo lugar una se-
rie de reinvenciones individualísimas de la tradición. O habría
que decir tradiciones. Tradiciones que no pasan forzosamente,
como venía sucediendo, por Gorostiza o Paz. Y, en cambio,
poetas que habían quedado marginados son leídos con nue-
vos ojos buscando actualizar sus antiguas disidencias. Algunos
nombres: José Juan Tablada, Salvador Novo, los Estridentistas
(vía Roberto Bolaño y Los detectives salvajes), Jaime Reyes,
Mario Santiago y los Infrarrealistas, Abigael Bohórquez, Uli-
ses Carrión. Es decir, no sólo se trata de escribir diferente hoy
sino de escribir diferente ayer: el cambio de paradigma poético
también modifica su pasado. En este sentido puede entenderse
la popularidad de Gerardo Deniz entre las nuevas generaciones

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de poetas (Minerva Reynosa incluso se ha tatuado un par de


versos de Deniz en el pecho a modo de collares: un fabuloso
tatuaje hay que decir): Deniz, desde hace más de cuatro dé-
cadas, viene practicando una desconfianza sistemática ante el
fenómeno lírico: “…cómo será que a mis/ tíos y tías los poetas/
les ocurre lo que relatan/ y viven para contarlo”. Probablemente
sea en esta desconfianza, más que en su inimitable escritura,
donde los jóvenes poetas han querido entroncar. Pero no sólo
son los jóvenes. También poetas de generaciones anteriores,
que hasta hace pocos años rechazaban la poesía de Deniz, hoy
lo laurean. A eso lo llamo yo cambio de sensibilidad. Hay tam-
bién quienes lo llaman moda.
Entre los mexicanos antologados en El decir y el vértigo
se encuentran ya Eduardo Padilla (1976) e Inti García Santa-
maría (1983): dos poetas que inauguran una nueva fase de la
poesía mexicana. Ambas escrituras parecen provenir de otro
sitio: quién sabe de dónde. Cada una radical a su manera. Los
textos de Padilla son como comienzos de novelas disparatadas
imposibles de escribir por lo que terminan convertidos en rarí-
simos poemas. Los poemas de García Santamaría, por su parte,
proponen un lenguaje al borde del autismo pero provisto de
una ternura adolescente. El título de uno de sus libros podría
entenderse casi como una poética: Corazoncito. El tono juvenil
(casi infantil) de sus poemas resultó más que refrescante en un
momento en el que el tono engolado de la poesía mexicana se
empeñaba en agonizantes estertores. No es de extrañar, enton-
ces, que otros poetas también hayan hecho de su juventud un
tono, un lenguaje, una estética que oponer a un modelo en-
vejecido. Tal es el caso de Yaxkin Melchy (1985) e Iván Ortega
López (1990), cuyos poemas, a la vez que retoman elementos
de poéticas transgresoras, por momentos juegan a parecer ano-
taciones delirantes hechas en un cuaderno de clase de química
o biología una mañana cualquiera en la secundaria. Anota-
ciones delirantes: “Hace falta locura en el mundo mexicano”,
escribe Yaxkin Melchy al comienzo de uno de los poemas aquí
antologados. Pero donde dice “mundo” habría más bien que
leer “poesía”, pues más que en el mundo mexicano (que está

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ya bastante desquiciado), donde realmente hace falta locura


es en la poesía mexicana: tan lúcida, tan inteligente, tan ra-
cional, de Sor Juana a Paz, pasando, claro, por Gorostiza: “¡oh
inteligencia, soledad en llamas!” Y por lo que puede leerse,
Yaxkin Melchy está dispuesto a aportar toda la locura que
haga falta.
Lo que he estado tratando de decir a lo largo de estos pá-
rrafos es lo siguiente: el cambio de modelo estético que tuvo
lugar en la poesía mexicana en estos últimos años podría expli-
carse, aun a riesgo de caer en lo esquemático, en dos fases que
por momentos se superponen. Una primera fase protagonizada
por los poetas nacidos en los años que van de la mitad de la
década de los 60 a la mitad de la década de los 70 (Juan Carlos
Bautista, Julián Herbert, Dolores Dorantes, por citar algunos),
que llevaron —y siguen llevando— a cabo un feroz ejercicio de
autocrítica y un radical cuestionamiento de la poesía mexicana
que ha desembocado en una segunda fase, con la aparición de
los poetas nacidos a partir de la segunda mitad de la década
de los 70 y en cuyos poemas los nuevos derroteros poéticos se
dan de un modo más natural (aunque no sé si “natural” sea
la palabra adecuada), es decir: este ahora poético convulsivo y
fascinante del que la presente antología intenta dar cuenta.
En Divino Tesoro. Muestra de nueva poesía mexicana, pu-
blicada en 2008, intenté realizar un registro de estas recien-
tes escrituras poéticas. Ahora, cuatro años después, he querido
acotar el asunto y arriesgar una antología: he aquí mi apuesta.
Como toda antología, está construida a base de ausencias. Mu-
chas de estas ausencias me resultan gratas (por ausentes, claro
está), pero hay poetas que no están aquí a los que incluso yo
echo de menos: Eduardo Padilla, por ejemplo, o Iván Ortega
López. Sucede que no quería repetir de manera idéntica el mis-
mo índice de autores y poemas de Divino Tesoro, así es que
me he decantado por aquellos cuya obra posterior a 2008 —es
decir, poemas escritos la semana pasada— me resulta ya indis-
pensable para entender el ahora de la poesía mexicana. Este es
también el caso de los autores que por desconocimiento mío o
porque todavía no escribían lo que ahora antologo no apare-

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cieron en aquel panorama: Paula Abramo, Alejandro Albarrán y


Yaxkin Melchy. El hecho es que, más allá de algunas ausencias
añorables, los poetas aquí antologados me parecen suficientes
para justificar cualquier entusiasmo sobre el estado de la poesía
mexicana. Un poeta renovador siempre es una excepción y por
lo tanto un solitario. ¿Cuántos poetas renovadores coexistien-
do en un mismo tiempo y en un mismo país son necesarios
para hablar de una época excepcional? Aquí van nueve y hay
más.
¿En qué rasgos escriturales se traduce este cambio de para-
digma? ¿Cuáles son los recursos, las propuestas y las formas de
esta renovación? No es una receta y cada uno de los poetas
aquí reunidos tiene sus propias preocupaciones poéticas, sus
propias estrategias, sus propios hallazgos y fracasos: a cada
uno habría que dedicarle un estudio aparte. Pero tampoco se
trata de ampararse en el cómodo lugar común que se viene
repitiendo en introducciones y prólogos desde hace más de
30 años: la cantaleta de las “poéticas individualísmas”, de las
“voces personalisisísimas”, de la rica y vital diversidad poética.
Cierto es que vivimos en tiempos de pluralidad (donde además
la palabra “pluralidad” es un fetiche). Cierto es que las voces
poéticas aquí reunidas son plurales, y a veces, incluso, en el
caso de un mismo autor: en Alejandro Albarrán, por ejemplo,
más que de una poética, tendríamos que hablar de una “plu-
ralidad” de poéticas, capaz de cambiar de apuesta estética y
de voz en casi cada poema de un mismo libro. Sin embargo,
creo que es posible reconocer, en este conjunto de diferencias,
algunos rasgos en común: interconexiones, diálogos, preocu-
paciones y posturas compartidas: un vago aire de familia. Yo
quisiera destacar dos rasgos que encuentro, en mayor o menor
medida, en los poemas de estos nueve autores: la desconfianza
ante la escritura poética y la incorporación del contexto del
poema al interior del poema.
En cuanto a la desconfianza ante la escritura poética o
ante el fenómeno lírico, ésta puede rastrearse, como apunté
anteriormente, como una herencia deniziana aunque no es su
única fuente, claro está. Puede encontrarse en otros muchos

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autores del siglo xx (Nicanor Parra, por ejemplo, para no salir-


nos de Latinoamérica), pero creo que esta herencia se potencia
en estos autores al vibrar en sintonía con el escepticismo tan
característico de la época. Esta desconfianza es una postura,
es decir, una posición frente a la poesía que antecede a la
escritura, pero desde la cual se escribe, y que se inscribe en el
poema como una (meta)ironía y como transgresión de límites:
contaminación, hibridación de lenguajes, un cuestionamiento
constante de lo que es poesía al punto en el que, las mejores de
las veces, esta desconfianza contagia al lector y el lector debe
preguntarse: ¿esto que estoy leyendo es realmente un poema?
Esta desconfianza ante el fenómeno lírico resulta más que
acusada en la obra de Daniel Saldaña París que incluso dice
o simula decir: “Quisiera escribir sobre la escritura, como un
bardo que se muerde la cola. / Pero no llego: muerdo…” Sus
poemas (ya de por sí condensadísimos, al borde de la implo-
sión) siempre están a punto de no serlo, de ser algo menos
o algo más, y en ese filo se tensan. A punto de ser borrones,
a punto de ser bromas conceptuales, por momentos incluso
parecería que podrían prescindir de las palabras (finalmente
implosionar, devenir antipalabra o puro gesto o acto o sim-
plemente desaparecer) y sostenerse en su extraño tono. En el
otro extremo, la obra de Yaxkin Melchy parecería, en su lirismo
desbordado, seguir profesando una ciega fe en los poderes vi-
sionarios de la poesía: nada más lejos de la ironía de Saldaña
París. Pero, paradójicamente, su desbordamiento amenaza al
poema: el flujo lírico rebasa los límites del poema poniéndolo
en entredicho para dar paso a una escritura incontenible donde
las diferencias entre lo que es poesía y lo que no lo es dejan
de importar.
En cuanto al otro rasgo común que aprecio en la obra
de estos poetas, la incorporación del contexto del poema al
interior de este mismo, supone dejar de entenderlo como algo
fuera —por encima— del mundo para (volverlo a) comprender
como un lenguaje en relación con el momento y el lugar des-
de donde se escribe. Más que la escritura como testimonio o
como denuncia, se trata aquí del poema como fecha. Elijo el

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término fecha, porque no estoy del todo seguro de si se trata


de una apuesta por la historia o por el puro hoy. Y en la fecha
se tensan ambas posibilidades. En cualquier caso es un des-
marcaje de aquella concepción del poema (tan cara a cierta
poesía mexicana) como un instante suspendido e iluminado,
fuera de la historia y del calendario, pero desde ya inscrito en
la eternidad.
Por supuesto que se trata de una escritura política: si in-
corpora el contexto al interior del poema es también para re-
verberar en el afuera del poema, en el contexto. Sí, es posible
leer el terrible momento que atraviesa México, o más que leer,
escucharlo reverberar en estos poemas. Y no me refiero al plano
de lo temático (aunque también ahí), la forma en ocasiones
se torna brutal casi como un intento de verosimilitud: ¿cómo
sostener un “bello decir” dadas las circunstancias? ¿Cómo sos-
tener un poema? ¿Cómo escribir un poema que no sirva de
evasión vía lo sublime, que no sitúe otra vez al autor y al lector
más allá de todo, salvados?
Es en este sentido que considero a “Carta” de Rodrigo Flo-
res como uno de los poemas más emblemáticos de este mo-
mento y por ello esta antología abre con él. Allí el poema, o lo
que tradicionalmente se entendería como poema, es negado y
en su lugar lo que se nos ofrece es el mero contexto del poema
ausente: Flores plantea en ese casi no-poema una lectura de
poesía donde el público escuche detrás de paquetes “sangui-
nolientos” (que no sanguinolentos) de carne para hacer visible
el contexto del que la poesía generalmente no da cuenta.
Óscar de Pablo, por su parte, lleva ya varios libros explo-
rando nuevas posibilidades de aquello que en otro momento
solía descalificarse con adjetivos como “panfletario” o “com-
prometido”. En su poesía es claro un compromiso político alia-
do a una conciencia histórica (en su caso sí) que es también
una conciencia de la historia de la forma, de la tradición poéti-
ca y echando mano de ella con singular fortuna. O la poesía de
Paula Abramo, donde la autora hace confluir a la poesía mexi-
cana con cierta tradición poética brasileña: aquella donde la
experimentación formal es también una preocupación social:

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la del “Poema sucio” de Ferreira Gullar —que Abramo tradujo


espléndidamente— o la de “El perro sin plumas” de João Cabral
de Melo Neto. En ella el rigor y la exactitud formal son una
ética. Pero también es político el estruendo de los poemas en
prosa a todo volumen de Minerva Reynosa: post-feministas,
post-punks, post-pop. Estruendo: no es casual tampoco que
Alejandro Albarrán haya titulado precisamente Ruido a su pri-
mer libro. Un estruendo que oponer a la poesía del silencio: tan
aséptica, tan apolítica, tan pura. Frente a esa poesía, el contex-
to, el ruido del mundo, el sonido de fondo, un paisaje brutal
aunque inasible entrevisto velozmente desde la ventanilla de
un tren en marcha: ese imparable poema de Maricela Guerrero
llamado Kilimanjaro. Y todo esto mientras otros poetas aún
discuten sobre la pertinencia o no de ciertos temas y asuntos
(particularmente los políticos) en poesía: juro que hace un par
de días leí en Facebook una discusión de poetas bastante pa-
cata al respecto.
Y es que esta antología toma partido sólo por algunas de
las posibilidades de la poesía mexicana: las que a mí me pa-
recen más interesantes, propositivas, vitales, las que intentan
asumir formalmente su época, representadas por estos nueve
autores aunque compartidas por muchos más. Pero también
combatida y descalificada por muchos otros. De hecho, ha ha-
bido movimientos de reacción. Casi podría decirse que la poe-
sía mexicana se ha polarizado (no quiero sonar maniqueo, pero
el país anda así, aunque claro, todo dentro de una conciencia
y una retórica de la pluralidad): por un lado, esta serie de es-
crituras que se erigen más allá de lo que fuera la poética do-
minante, que se radicalizan, se cuestionan, y exploran más allá
de sus límites; y, por otro lado, poéticas que se han asumido
como albaceas del legado de la poesía más conservadora e ins-
titucional, que han hecho suya la encomienda de salvaguardar
lo tradicionalmente considerado como poético (llevándolo a
extremos involuntariamente ridículos y accidentalmente cari-
caturescos), o que, en su defecto, han intentado utilizar ciertos
recursos “posmo” pero la noción de poesía en que se sostienen
sigue siendo la del antiguo modelo poético. El lector intere-

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sado en neoconservadurismos ramplones puede encontrar un


ejemplo sin desperdicio en la sección mexicana de Poesía ante
la incertidumbre: la fallida antología de poesía iberoamericana
que quiso vender la claridad verbal y la emoción poética más
chata como una postura que oponer a estos tiempos oscuros:
“La emoción no puede estar de moda. La emoción es intem-
poral y universal. Y la poesía tiene que emocionar. Ante tanta
incertidumbre, para nuestra sorpresa, una gran parte de los
nuevos poetas en español se han adscrito a una tendencia tan
experimental como oscura…”. Sin comentarios.
Por otra parte, tal vez una de las pruebas de la fuerza de
estas nuevas poéticas aquí representadas lo constituya un cu-
rioso fenómeno: la escritura de algunos poetas de generacio-
nes anteriores se ha transformado también a partir del cambio
de paradigma estético operado desde la escritura de los más
jóvenes: una influencia a la inversa de lo que sucede tradicio-
nalmente. ¿Se trata de una “cirugía estética”, un vano afán de
rejuvenecimiento en una cultura donde el modelo a seguir es
la juventud? ¿Podríamos hablar de una poesía-botox? ¿Es una
moda o es algo más profundo? Debo confesar que en última
instancia, a mí la moda no me parece mal. La moda como un
modo, superficial si se quiere, de, como otrora se decía, ser mo-
derno, es decir, de habitar el hoy. Y es justo la marca del “hoy”,
la fecha, lo que faltaba a la poesía mexicana tan preocupada
por la eternidad. Sí, las modas pasan. Habría que añadir: como
todo. Y también: las modas vuelven. Algunas. A veces. Pero
hoy por hoy no me interesa preguntarme: ¿qué de todo esto
perdurará? Sino, más bien: ¿qué está pasando?
Y lo que está pasando es este ahora convulsivo de la poesía
mexicana al que, por momentos, me siento tentado a llamar
Edad de Oro: una época de liberación poética que tiene lugar
justo en pleno desastre del país, pero sin negar el desastre, más
aún: asumiéndolo. Sí, qué ganas de declarar una Edad de Oro
de la poesía mexicana, aunque sea de broma, aunque sólo sea
por molestar.

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