El Presidente Que No Quiso Ser

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Silvia Mercado

EL PRESIDENTE
QUE NO QUISO SER
Traiciones, vicios y secretos
del último presidente peronista
Crónica de un presente que se
transformó en pesadilla

Supe por primera vez de la existencia de Alberto Fer-


nández en la redacción de Página/12 en tiempos en
que el diario se hacía desde una oficina de la calle
Perú y los periodistas trabajábamos en unas mesas
tipo jardín de infantes, donde cada sección tenía una
de un color distinto. Eran años maravillosos, cuan-
do nos peleábamos por una máquina de escribir y
los fotógrafos revelaban su material en el baño de
hombres. Hasta allí se acercaba cada quince días un
desconocido de grandes bigotes, que le dejaba a Jor-
ge Listosella, editor de política, unas notas firmadas
que se publicaban en las columnas de los márgenes.
Como yo me ocupaba de seguir al peronismo,
y en especial a la renovación peronista, que era lo
nuevo, un día Listosella me preguntó si lo cono-

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cía. Le dije que no tenía la menor idea de quién
era. Quedó asombrado, porque sabía que entre mis
fuentes cotidianas se encontraban Antonio Cafiero,
José Luis Manzano, José Manuel de la Sota y Carlos
Grosso, los líderes de la renovación, pero también
dirigentes de segunda y tercera línea. Incluso sim-
ples militantes que siempre tenían historias pero-
nistas interesantes para contar.
“Qué raro. Es un dirigente muy importante de la
renovación y un tipo que sabe mucho de peronismo,
tenés que hablar con él la próxima vez que venga,
está en el centro de las decisiones”, me dijo Listose-
lla, a lo que accedí, a pesar de que jamás había visto
al señor Fernández en ninguno de los encuentros
donde se reunían los peronistas.
La cosa es que justo cuando Listosella (editor cul-
to y periodista atento, pero sin conocimiento del pe-
ronismo, quizás porque venía del comunismo) quiso
contactarme con ese dirigente “muy importante”, ya
no apareció más por la redacción.
Muchos años después, trabajando como vocera de
Ginés González García, me llamó al teléfono Zilmar
Fernandes, creativa publicitaria brasileña y socia de
Duda Mendonca, el experto en campañas políticas. A
ambos los había conocido cuando vinieron, junto con
Joao Santana, a trabajar para la campaña presidencial
de Eduardo Duhalde. Se trataba de un equipo de alta

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calidad para los estándares argentinos que, sin embar-
go, no pudo frente a la candidatura de Fernando de la
Rúa, que prometió seguir con el popular “uno a uno”.
Zilmar me llamó porque estaba en Buenos Aires
y quería contactarse con Alberto Fernández, con
quien había trabado amistad cuando era el tesorero
de Duhalde en esa campaña. Necesitaba su declara-
ción en un juicio contra Duda Mendonca, que es-
taba siendo juzgado por lavado de dinero y evasión
de divisas en una causa donde también juzgaron al
presidente del PT, José Dirceu, y a otros dirigentes
en el primer gran caso de corrupción que involucró
a “Lula” Da Silva, el “mensalao”.
Transcurría 2005 y Fernández era jefe de Gabine-
te de Néstor Kirchner, que buscaba imperiosamente
aplastar en las elecciones a Hilda “Chiche” Duhal-
de para desplazar definitivamente en la provincia
de Buenos Aires al todavía poderoso “duhaldismo”.
Pero justo ese día, en algún lugar del conurbano,
se hacía un acto de campaña de su contrincante en
los comicios donde se elegirían senadores, Cristina
Fernández de Kirchner, así que prometí acercarme
para intentar que se contactaran.
—Mucho gusto, soy la vocera de Ginés —le dije
cuando lo vi ingresar en la carpa VIP donde llegaban
los funcionarios y candidatos—. ¿Le puedo hacer
una consulta?

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—Sí, decime.
—Está en Buenos Aires Zilmar Fernandes, la so-
cia de Duda Mendonca, y me pidió que le diga que
quiere verlo.
—No la conozco, ni a uno ni a otro —me contestó
en voz bien alta.
—Ella dice que sí, que trabajaron juntos en la
campaña de Duhalde —le insistí, apelando ingenua-
mente a su memoria.
—Ya te dije que no los conozco —dijo en tono
aún más fuerte. Y se fue.
Cuando le conté a Zilmar no podía creerlo. Sabía
que siendo funcionario de Néstor Kirchner no le re-
sultaría fácil lograr que viajara a Brasilia para declarar
a favor de Duda, aunque dado el grado de amistad al
que habían llegado tenía la esperanza de convencerlo.
“Solo necesitamos que vaya a contar cómo fue la
campaña, que ratifique que Duda es una persona
de bien”, me insistió. Jamás pensó que ni siquiera la
recibiría. Por lo que me daba a entender Zilmar, sin
precisiones que tampoco le pedí, Alberto Fernández
había llegado a ser socio de ellos en ese tiempo.

Desde que Alberto aterrizó en la Casa Rosada


pensé varias veces en estas dos anécdotas, que mos-

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traban a un hombre no del todo confiable, capaz
de decir cualquier cosa para convencer a alguien, y
exactamente lo contrario para salir de una situación.
No obstante, en el tiempo que dura su mandato
presidencial una y otra vez volví a darle crédito, qui-
zás por el temor a lo que pudiera sobrevenir si Alber-
to tuviera que dejar el cargo. Enseguida supe que no
era la única, que en el ámbito empresario y sindical,
en embajadas extranjeras y en barrios populares, en
el Fondo Monetario y en las parroquias humildes
del interior sucedía algo similar. ¿Su debilidad se
había transformado en fortaleza? ¿Se escudaba en el
liderazgo que no se animaba a ejercer? ¿Construyó
con su falta un muro imposible de escalar, un méto-
do que intimidaba incluso a Cristina Fernández de
Kirchner, la poderosa vicepresidenta? En todo caso,
¿cuánto duraría esa magia?
De lo que estoy segura es que fui de las primeras
periodistas que se dio cuenta de que tenía una vida
desordenada. Los indicios estaban a la vista de todos,
pero nadie parecía tomarlos en cuenta.
Llegaba a la Casa Rosada al mediodía, nunca se
presentaba a horario en sus actividades, estaba cada
vez más gordo y los esfuerzos de su entorno para que
adelgazara fracasaban ante cada intento.
También era evidente que le dedicaba demasia-
do tiempo a las redes sociales en las madrugadas.

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Ninguna presidencia podía funcionar en semejante
contexto.
Rápidamente llegué a la conclusión de que Al-
berto no estaba preparado para acceder a la Máxima
Magistratura. El dato no es menor. La Presidencia de
la Nación es una responsabilidad fenomenal, mucho
más en un país en crisis.
Según la primera versión de la historia, él acep-
tó sin dudar la oferta que le hizo Cristina porque
creía que conocía todos los botones del poder. No
se había percatado de que cuando dejó la Jefatura
de Gabinete, en 2008, Facebook recién se asoma-
ba, Twitter apenas había aterrizado y el Estado no
estaba digitalizado. El sistema de demandas se fue
haciendo cada vez más acuciante, extremadamente
alejado de cómo se vivía diez años antes.
Los errores de la comunicación se volvieron visi-
bles y no se había llegado a enmendar uno cuando
ya se producía otro. Los portales emitían noticias en
forma permanente y no había forma de ocultar he-
chos producidos a kilómetros de distancia. La trama
cultural era definitivamente otra.
Alberto creía que era posible menospreciar la
preparación (“coach”) mediática, aunque después
tuvo que encararlo. Se reía del equipo de comu-
nicación que tenía su antecesor en el cargo, pero
terminó profesionalizando cada vez más esa tarea.

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Pretendía seguir con su habitual vínculo personal
con los periodistas, hasta que tuvo que aceptar que
era una práctica que administraba sin orden y le pro-
vocaba más problemas que una buena relación con
la comunicación.
Emocionalmente tampoco estaba preparado. No
tenía una estructura familiar que lo contuviera, o
algún sistema de equilibrio al que volver después de
un arduo día de trabajo. No se trata de un asunto
moral. El trabajo de presidente en cualquier país es
altamente complejo y exige un sistema de cuidados
para mantener el equilibrio y tomar decisiones que
solo es compatible para quien se fue preparando
con tiempo.
Su pareja y primera dama, Fabiola Yáñez, nunca
encontró el lugar que —creía— se merecía. Y son
infinitos los datos acerca de visitas nocturnas que re-
cibió el Presidente en alguno de los chalets de la resi-
dencia de Olivos, en muchos casos con información
que buscó precisar la mismísima Vicepresidenta.
Mientras los rumores llegaban a oídos de los más
empinados miembros del círculo rojo, en la opinión
pública empezó a dominar la idea de que el Presi-
dente podía decir una cosa en determinado momen-
to, pero una hora después decía lo contrario, como
si no tuviera compromiso con nada ni con nadie.

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Ni sus más amigos conocían cuáles eran sus ideas
sobre las cosas. Al principio, pensaban que Alber-
to se guardaba información para evitar filtraciones,
pero después empezaron a percibir un problema en
su personalidad, con graves dificultades para con-
centrarse, analizar y tomar decisiones.
En una ocasión, Leandro Santoro, joven dirigen-
te radical que llegó a la Cámara de Diputados gra-
cias a que Alberto lo puso como primer candidato
en la lista por la Ciudad de Buenos Aires (es decir,
alguien que se siente agradecido y hasta lo quiere)
me confesó que “la verdad, no sé qué piensa y no sé
si alguien lo sabe. Es más, no sé si él lo sabe”.

Alberto Fernández no es un líder carismático, ni


un pensador. No es reconocido por haber dado bata-
llas ideológicas, ni de ningún tipo. Escribió algunos
libros, pero nadie se acuerda muy bien de qué se
tratan.
Es titular desde hace varios años de una materia
destacada en el ciclo profesional de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA),
pero sus alumnos nunca pasaron de veinte o treinta,
quizás porque sus clases carecen de brillo o presti-
gio. No es un hombre de pensamiento, y se compro-

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bó que tampoco de palabra. Desde que arrancó en
el Partido Nacionalista Constitucional, eso sí, tuvo la
habilidad de acomodarse cerca del peronismo domi-
nante en cada etapa.
Hasta lo convenció a Santiago Cafiero de que
había conocido mucho a su abuelo y últimamente
circuló una foto donde se lo ve con Antonio, entre
varios, a un costado. Pero se trató de algo circunstan-
cial, que armó el que sí tenía vínculos con Cafiero
senior, Eduardo Valdés.
Su talento siempre estuvo en esa capacidad de
acomodarse. En tiempos de Carlos Menem llegó a
un lugar nada valioso desde el punto de vista polí-
tico, pero altamente atractivo para el manejo dis-
crecional de las decisiones, en un área donde hay
muchos intereses y nula transparencia como es la
Superintendencia de Seguros de la Nación.
Más tarde se adentró en el peronismo porteño, lo
que le dio la posibilidad de llegar a ser legislador en
la lista de Domingo Cavallo, tesorero de la campaña
de Eduardo Duhalde, aliado de Mauricio Macri en
Compromiso por el Cambio y —finalmente— prin-
cipal operador político de Néstor Kirchner, a quien
ayudó a llegar a la Casa Rosada.
Cuando Cristina asumió la presidencia, él siguió
ocupando el cargo de Jefe de Gabinete y creyó tocar
el cielo con las manos. Se movía como el verdadero

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presidente en ejercicio, como el dueño de la pelota,
lo que empezó a molestar no solo a la Presidenta,
sino al propio Néstor.
A los pocos meses sobrevino la crisis con el campo
y fue obligado a dejar la gestión. Néstor lo hizo res-
ponsable de haber acercado a Martín Lousteau al
Gobierno y de haberlos metido en un problema del
que no podían salir.
Los Kirchner aprovecharon la coyuntura para
sacarse la careta de moderados, desplegar a escala
nacional posturas que ya habían utilizado en Santa
Cruz y fundar el kirchnerismo con los recursos del
Estado. Alberto fue obligado a retirarse.
Y nunca les perdonó que lo dejaran de lado. Fue
una herida narcisista que lo llevó a ser el dirigen-
te que peor habló de Cristina en los medios, quizás
como nadie lo hizo. Acaso por temor, nunca se metió
con Néstor, ni vivo ni muerto. Se plegó a la entroni-
zación de su figura, reivindicándose a sí mismo por
haber estado a su lado.
A ella, en cambio, la despreció como dirigente y
hasta se podría decir que la ninguneó en forma con-
sistente, primero en conversaciones en off, después
en largos reportajes que dio por los más diversos
medios de comunicación.
A pesar de eso, ella lo bendijo con la candidatura
presidencial, en un movimiento que sabía los lleva-

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ría a la victoria, ya que el peronismo volvía a estar
unido frente a un Mauricio Macri muy golpeado por
la inflación.
De ese ofrecimiento, solo se conoció la versión
edulcorada que hizo trascender Juan Pablo Biondi,
vocero de Fernández. Frente a un objetivo mayor,
derrotar al macrismo, se imponía deponer las dife-
rencias internas y unirse en una coalición que ponga
“a la Argentina de pie”.
Cristina lo llamó a Alberto, que estaba dando
clases en la Facultad de Derecho de la UBA, y él se
dirigió al departamento particular de ella en Juncal
y Uruguay a escuchar la oferta que lo llevaría a la
Presidencia y a ella a la vice. El volvió a su casa, le dio
la información a Fabiola que estaba reunida con una
amiga, para que se preparase para lo que vendría y
esperó que la senadora lo comunicara a través de las
redes sociales, lo que haría un sábado por la maña-
na. Todos felices, comieron perdices.
Pero el propio Alberto desmintió parte de esa
versión cuando, en medio de la crisis interna del
Frente de Todos, confesó que estuvo tres días sin
contestarle a Cristina si aceptaría ser candidato a
presidente, lo que no figuraba en el relato original.
Como respuesta, Máximo Kirchner contó que desde
el primer día le expresó sus dudas de que el experi-

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mento pudiera funcionar y que no estaba de acuer-
do con la decisión de su madre.
A un año de las elecciones primarias para votar
a los candidatos a presidente, con cifras récord de
pobreza y una clase media que se empobrece día
a día, una megadevaluación que acosa desde cada
“arbolito” y el terror a que vuelvan escenas similares
a las de 2001, el descreimiento sobre la capacidad de
gestión de Alberto Fernández ya es generalizado y lo
único que asoma es el peronismo y la falta de futuro.
¿Podrá Sergio Massa reencauzar el Gobierno?
¿Alcanzarán sus esfuerzos para que Alberto logre
cumplir su mandato? ¿Cristina empujará también
al hombre de Tigre o le dará la opción de que se
presente en 2023 para ser Presidente? ¿Se producirá
una crisis institucional similar a la de 2001?
¿Se verán escenas de violencia ideológica? ¿La
Cámpora actuará como aliada de esas fuerzas o bus-
cará apaciguar los ánimos? ¿Quién se hará cargo de
mantener el orden social? ¿Se adelantarán las eleccio-
nes? ¿Vendrán tiempos de asamblea legislativa para
designar nuevas autoridades transitorias?
Todavía no es posible saberlo.
En cambio, vale la pena conocer quién es, de ver-
dad, Alberto Fernández, cómo fue su relación con
Néstor y Cristina durante los tres primeros gobier-
nos kirchneristas, cómo llegó a su candidatura pre-

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sidencial, qué fue lo que pasó durante los primeros
años de su equívoco gobierno.
En la historiografía peronista existe El presidente que
no fue, el libro de Miguel Bonasso que relata los 49 días
del primer vicariato en el poder, el de Héctor J. Cám-
pora, una verdadera obra maestra del periodismo de
investigación. Esa experiencia en el poder terminó
mal, porque el presidente que había sido elegido por
Perón sentía que le debía lealtad y el líder decidió
desairarlo casi al mismo tiempo que lo designó.
Es que a pesar de su enfermedad no estaba dis-
puesto a entregarle el gobierno a la juventud pero-
nista montonera quienes, según su visión, eran los
que tenían coptada la voluntad de Cámpora.
Como sucedió en 1973, la llegada de Alberto Fer-
nández a la Casa Rosada pudo haber sido una etapa
de renacimiento del peronismo. Pero no. Enseguida
se vio que el elegido no estaba a la altura del desa-
fío y quedó atrapado en una trama inédita y hasta
desopilante. Cristina tampoco dejó su vida en la Pre-
sidencia, como sí lo hizo Perón. Prefirió su refugio
en el Senado.
Imposible saber el final de la película. Este libro,
apenas, es una crónica del presente, un intento de
salir del hechizo peronista, ese acto mágico que pre-
tende producir efectos de realidad, algo que solo
perciben los que están bajo el influjo del encanto.

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Recorreremos episodios recientes desde una mi-
rada atenta a los detalles, con el deseo de que sirva
para conjurar —finalmente— las imágenes tranqui-
lizadoras que provoca el relato peronista en la vida
de los argentinos, una única verdad que no siempre
es la realidad.1 Quizás, frente al espejo de lo que
en 2019 no pudimos ver, nos curemos de una vez.
Y para siempre.

1
El relato peronista. Porque la única verdad no siempre es la realidad
(Buenos Aires, Planeta, 2015) es un libro de mi autoría donde
intento demostrar que el peronismo es un sistema de creencias
compartido por el conjunto de los argentinos, aún por los que
no son peronistas. Sin embargo, ese conjunto de “verdades” no
resiste un chequeo, porque cualquier apotegma peronista se
hace añicos ante la más elemental investigación histórica. Por
ejemplo, no hay quiebre, sino continuidad, entre el golpe del
43 y el gobierno del 46; el 17 de octubre estuvo lejos de ser
una movilización espontánea del pueblo; Evita no renunció a la
candidatura a la vicepresidencia que le ofrecieron los trabaja-
dores, sino que se trató de una puesta en escena para evitar que
el Ejército le impusiera un sucesor a Perón. La mayoría de las
creencias acerca del peronismo no existieron, sino que fueron
producidas por el aparato de comunicación gubernamental.

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