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no son más que Estados sin sociedad, sin siquiera sociedad po-
lítica, a no ser ficticia e irrisoria, que pueda servirles de osa-
menta: "Los nacionalismos sin nación."
Nuestra situación es idéntica. Basta abrir lo ojos para consta-
tarlo. El movimiento normal de la acción comunitaria que va de
abajo a arriba, de las peticiones iniciales de la naturaleza a las
sociedades naturales o semi-naturales que el arte de los hombres
ha codificado con piedad y a la sociedad política que les agrupa
bajo la soberanía del Estado, se han invertido. Eso funciona des-
de ahora de arriba a abajo, desde el Estado directamente a los in-
dividuos aislados, perdidos en una especie de no man s land so-
cial, y que intenta vanamente "socializar" fabricando artificial-
mente un sistema aparente de existencia comunitaria cuyos "se-
guros" llamados "sociales" constituyen el engranaje principal y
que justifican la profecía de Goethe: " E l mundo se convertirá
poco a poco en un inmenso hospital en el que cada cual será en-
fermero de su vecino".
La decadencia de las instituciones parlamentarias y su puro
sobrevivir decorativo prueban, manifiestamente, que ya no hay
sociedad política que sostenga al Estado. Se ve demasiado clara-
mente que el principio fundamental de la democracia: "todos los
poderes emanan de la nación" no tiene ya significación alguna, ni
alcance real. No hay ya ninguna persona sensata que pueda hoy
dar el menor crédito al "dogma de la soberanía del pueblo". Esta
soberanía pudo, sin duda, existir cuando había aún una aristo-
cracia de "notables" que representaban las fuerzas sociales autén-
ticas aún subsistentes. La observación más rudimentaria del fe-
nómeno político moderno muestra que el pueblo, condicionado
por las propagandas, no es siquiera soberano en el momento de
votar, momento en el que abandona su poder en beneficio de sus
mandatarios.
Está manejado desde el exterior por los manipuladores del sis-
tema electivo. "Siempre —escribió Proudhon, que fue diputado
durante una legislatura—, a pesar de los principios, el delegado
del soberano será dueño del soberano. La nuda soberanía, por de-
cirlo así, es algo más ideal que la nuda propiedad.
El abandono de la soberanía se ha proseguido desde entonces:
el representante del pueblo se ha despojado de su autoridad real
en provecho de una minoría que dispone de la "sala de maquina-
ria" del sistema. En las democracias llamadas liberales, el poder
se halla efectivamente ejercido por una pluralidad de grupos de
presión, en las democracias totalitarias o en las que marchan hacia
el totalitarismo, está detentado por los miembros del Partido,
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por un gobierno colegial que conoce las leyes muy simples del
funcionamiento de este tipo artificial y sin misterio de "sociedad",
o también por un gang de tecnócratas mandados por un jefe cuya
autoridad no encuentra más entorpecimiento que la pesadez y com-
plejidad de la maquinaria estatal que. pone en marcha.
Para el Estado contemporáneo y sus manipuladores, la de-
mocracia no es sino un maquillaje, un afeite, un adorno destinado
a engañar a los últimos devotos de una religión que ya expiró y
que entró en su fase convencional de rigidez ritualista. Bajo este
caparazón del Estado, en el siglo x x , lo que el observador descu-
bre es tan sólo una sociedad que no representa nada, una disocie-
dad, una "sociedad" que nada debe ya a los impulsos originarios
de la naturaleza social del hombre y que los sociólogos han deno-
minado sociedad de masas, definida por la simple yuxtaposición
de sus miembros, todos homogéneos como las moléculas de un
mismo cuerpo material, todos igualmente desvitalizados, redu-
cidos al estado de insectos, o más exactamente al estado de cosas
a las cuales el Estado asegura una administración.
Colocado ante una colectividad donde ya no hay comunidades
naturales sino individuos, el Estado adquiere una extensión ilimi-
tada. Un Estado que corona tjna disociedad está fatalmente abo-
cado a ser, él solo, toda la sociedad y a asumir todas las funcio-
nes sociales que la naturaleza ha concedido al hombre. " E l Estado
trabaja para la felicidad de los hombres, pero quiere ser el único
agente y arbitro de esa felicidad; provee a su seguridad, a sus ne-
cesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios,
dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias;
¡ sólo le falta redimirle enteramente de la inquietud de pensar y
de la pena de vivir! Así resulta que cada día hace menos útil y
más raro el empleo del libre albedrío; que encierra la acción de la
voluntad en un espacio cada vez menor, y que poco a poco esca-
motea a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo." Este texto de
Tocqueville tiene más de un siglo. Describe exactamente el nuestro.
Salta a la vista que el crecimiento del Estado totalitario es co-
rrelativo al declive de la educación política que tiene su asiento
en las comunidades naturales. En éstas se articulan el comple-
mento de la razón y de la voluntad con los impulsos de la na-
turaleza y se contraen hábitos, comportamientos típicos, conduc-
tas sumisas a normas bien cognoscibles que logran que los actos
de cada uno de sus miembros puedan ser previstos por los demás
y que reine entre ellas un cierto orden en forma permanente
mientras las relaciones sociales se fundan en la seguridad de que
el asociado no engañará a su socio. La educación ha engendrado
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Mas como nadie suma manzanas a peras, hay que reducir pre-
viamente los individuos a un solo tipo de unidad. Esta operación
se efectúa mentalmente. Nunca se dirá bastante que 1 •+ 1 es
una operación que no puede tener lugar más que en el seno de
un idealismo y en un mismo idealismo. Si yo elaboro el modelo
de una sociedad de seres humanos, todos igualmente razonables,
ese modelo sólo puede existir en el seno de mi pensamiento indi-
vidual, como todo pensamiento. Mi tipo de sociedad resulta pura
y simplemente imaginario.
Igualmente lo serán las otras ideas del hombre que yo tomaré
como unidad de medida y como principio de reunión de los se-
res humanos en comunidad: trátese de individuos definidos por
su pertenencia a un mismo pueblo, a una misma clase, a una mis-
ma raza, la suma que yo efectúo con ellos y la colección en la que
los reúno no trascienden los límites de mi cerebro.
Por ejemplo ¿qué sentido tiene la expresión, tan frecuente, de
"la unión de todos los trabajadores"? ¿"Qué especie de sociedad
pueden formar entre ellos, el secretario general del partido co-
munista de Moscú, o de Pekín, que pretenden ser sus heraldos, y
el intelectual de turno de l'Humanité o de Témoignage Chrétien,
el metalúrgico de la Renault, el docker de Londres, el campesino
del Vietnam ? Su colección es pura y simplemente una ficción del
ingenio apuntado hacia una sociedad que no existe en ningún
sitio, ya que estos trabajadores no viven unos con otros ni tienen
lazo real alguno entre sí.
La suma de los individuos en el seno de una misma colectivi-
dad, sea cual sea el signo bajo el que se reúnen, trátese de la
nación en el sentido democrático de la palabra como del pueblo,
de la clase, del proletariado, del hombre de color, etc., es una re-
presentación mental que se efectúa en el cerebro de los intelec-
tuales separados de la realidad, replegados sobre sí mismos, e
incapaces de captar cosa alguna más que sus propias ideas.
Las ideologías políticas y sociales que reemplazan a la expe-
riencia desde hace dos o tres siglos son así: son colectivistas por-
que todas ellas son igualmente elucubraciones colectivizantes del
ingenio. No tienen contenido alguno social, real, positivo y con-
creto. Son abstracciones huecas, vacías de substancia, rellenas
de nebulosidad social. Lo colectivo es un ersatz de lo social y de
lo político. Es un orden artificial que no reemplaza al orden na-
tural de las comunidades fundadas en el nacimiento, si no es en-
gañando a aquellos que seduce.
Todas las ideologías están obligadas a emplear este engaño
para trascender al cerebro de quienes las forjan. La representa-
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