Claude Lefort - Permanencia de Lo Teológico Político

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Claude Lefort

LA INCERTIDUMBRE
DEMOCRATICA

Ens ayos sobre lo político

Edición de Esteban Molina

Esta obra se beneficia del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural


de la Embajada de Francia en España y del Ministerio frances de Asuntos
Exteriores, en el marco del Programa de Participación en la Publicación
(P.A. Pe ARCÍA LORCA)

A ANTERO?OS
La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político / Claude Lefort ;
edición de Esteban Molina, — Rubí (Barcelona) Anthropos Editorial, 2004
:

LIE p. + 281 p. 20 em. — (Pensamienta Crítico / Pensamiento Utápico ; 145.


;

Pensar de Nuevo)

ISBN: 84-7658-710-4

1.
Filosofía política 2. Sociología política 3. Democracia I Molina, Esteban, ed.

1. Título TIL Colceción


321.01

Primera edición: 2004

O del prólogo
y traducción: Esteban Molina, 2004
O Anthropos Editorial, 2004
Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona)
www.anthropos-editorial.com
ISBN: 84-7658-710-4
Depósito legal: B. 47.865-2004
Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales
(Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96
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la
troóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de editoríal.
PRÓLOGO

EL TRABAJO DE LA INCERTIDUMBRE

Claude Lefort (1924) es un pensador cuya suerte editorial


en España no se corresponde con la magnitud de su magiste-
rio ni se compadece con la ejemplaridad de una probada va-
lentía cívica frente a aquellas potencias que, en nombre de la
democracia, pretenden someter a la sociedad al mandato de
la certeza. La obra de Lefort trata de mostrarnos que la fun-
dación y el destino de la democracia son inseparables de la
indeterminación de sus fundamentos, de la infigurabilidad del
poder, de la ley y del saber. La suerte de la democracia está
sujeta al imperativo de mantener vacío el sitio del poder: nin-
gún individuo ni facción social puede ocupar, sin atentar con-
tra la vida democrática, la plaza del maestro, del juez y, por
tanto, del poder supremo
crítico de quienes amparo
al
de
la
de
sociedad. Si Lefort ha sido
la descomposición de un or-
den teológico-político, de la separación delo
democracia
político y de lo
sobre la rea-
religioso, han pretendido asentar la
lidad positiva, no lo ha sido menos de aquellos que han visto
en el desvanecimiento de los referentes últimos de la certeza
una buena razón del relativista «cada cual con sus valores».
Positivismo y relativismo comparten idéntica negación de la
dimensión simbólica, universal, de la sociedad democrática.
La democracia es esa forma de sociedad que convierte la bús-
queda sin garante, sin término, de identidad, en una forma de
identidad. Los esfuerzos de Lefort por desenmascarar las
mentiras totalitarias, en particular, las comunistas, son buena
prueba de una obra que lucha contra el canto de sirena de una

VII
sociedad sin división, sin opacidad, sin política. La indocili-
dad de su pensamiento, su apasionado deseo de comprender
el significado del fenómeno concentracionario en la «patria
del socialismo» —a pesar de aquellos que, siguiendo las con-
signas de los maestros pensadores de la revolución, se nega-
ban a plantear la cuestión y conminaban a los demás a seguir
su camino—, le hizo atraerse las más despiadadas invectivas y
burlas —sonada fue la recomendación de Sartre, de tratar a
Lefort como a un loco (sic). Incluso entre aquellos que no estu-
vieron dispuestos a comulgar con la rueda de molino de un
paraíso repleto de cadáveres y que creían que otro amanecer
revolucionario era posible, la figura de Lefort resultaba incó-
moda porque no confiaba en una ruptura absoluta con el pa-
sado que descubriría el sentido de la historia y reconciliaría a
la humanidad consigo misma; ruptura que resolvería definiti-
vamente el problema humano, el problema político. Lefort no
ha sido menos incómodo para aquellos que, desde la orilla li-
beral, han creído que la crítica del mito organizacional, del
mito planificador, significaba abrazar la no menos dogmática
idea del mercado como mágico poder que todo armoniza, como
única forma de integración social en las sociedades modernas.
Lefort, sin dejar de reconocer el lazo entre democracia y mer-
cado, se resiste a aceptar que las relaciones económicas deter-
minen el significado de las relaciones sociales, que el homo
democraticus sólo sea una especie del homo economicus, en
fin, que la Ciudad sólo sea un gran bazar.

La ilusoria revolución
Desde los bancos del liceo Carnot de París, un jovencísimo
Lefort descubriría a través de las clases de un no menos jo-
ven profesor de filosofía, Maurice Merleau-Ponty, una voca-
ción filosófica que reforzó su incipiente necesidad de inter-
venir en la vida pública y dio una dirección a su «secreto»
deseo de ser escritor. Lefort trataba de entender el significa-
do de la sociedad que emergía de la Segunda Guerra Mundial
a través de las categorías de la obra de Marx. Su marxismo
quiso ser un pensamiento que no se dejara atrapar porel fan-
tasma de la totalidad, esto es, la
por ilusión de un pensamiento

VIII
capaz de sobrevolar, de planear sobre los confines de la histo-
ria; esto es, la ilusión de un pensamiento capaz de abarcar
toda la humanidad, de indicar su comienzo y su fin. Esta ilu-
sión atrapó a Marx, permitiendo que se lo tuviera —entre
próximos y extraños— por el primer maestro de un progra-
ma revolucionario que conducía directamente al totalitaris-

mo. En efecto, si la intención primera del marxismo fue re-


cusar el mito de un Otro instituyente, el de una historia que
respondía a un determinismo teológico, acaba, sin embargo,
atrapado por un determinismo positivista que cree aprehen-
der lo universal en lo particular,la verdadera humanidad den-
tro de una clase social. La pretensión de conocer
desde dentro, de haber descubierto su lógica, termina
historia la
emparentando al marxismo con aquellas filosofías que pro-
ducen una universalidad de escuadra y cartabón, geométrica,
0, como diría Merleau-Ponty, «de plomada». La ilusión del
marxismo arrancaría de «la idea de una crítica encarnada
históricamente, de una clase que es
supresión de de lo que
resulta en sus representantes la convicción de ser lo univer-
sí,
sal en acto, el derecho de afirmarse sin restricción, la violen-
cia que no puede verificarse» ? La crítica marxista, continúa
Merleau-Ponty, está nutrida por «la certidumbre de juzgar
la historia en nombre de la historia, de no decir nada que ella
misma no diga, de establecer en el presente una sentencia
que esté inscrita en él, de expresar en palabras e ideas las
relaciones preexistentes tal como están en las cosas, en una
palabra, es el materialismo que, bajo la apariencia de modes-
tia, hace un dogma de
autocrítica»?
la
crítica marxista y le impide ser una

La crítica de Lefort al «socialismo real» se inició en un


momento en que, vencido el monstruo nazi-fascista, cualquier
cuestionamiento del «socialismo» de la URSS significaba di-
famar no sólo a uno de los artífices de la Liberación, sino al
principal bloque de contención de las fuerzas capitalistas del

1. Sobre la presunta patermidad marxiana del totalitarismo comunista, véase


Claude Lefort, La complication, Retour sur le conimunisme, París, Fayard, 1999,
pp. 45 y ss.
2. Maurice Merlceau-Ponty, Les aventures de la dialectique, París, Gallimard «Fo-
lo/Essaisr, 2000,
3. Ibídem.
p. 320.
planeta. En efecto, en una Francia en la que el Partido Comu-
nista aspiraba a convertirse en
el
aglutinador del pensamien-
to crítico de izquierdas, Lefort se atreve a decir que la URSS
es una sociedad de clases y que la
clase burocrática hace de la
violencia y del terror instrumentos de gobierno. A partir de
los testimonios de Boris Souvarine,* de André Gide,> de Anton
Ciliga,* de Victor Kravchenko,? de David Rousset* —conside-
rados por el discurso comunista al servicio de la propaganda
antisoviética—, Lefort mantiene que el régimen soviético, so
pretexto de crear lasociedad de la
igualdad, había producido
una división, no menos severa que la capitalista, entre una
burocracia de profesionales de la revolución, que formaba un
solo cuerpo con el Partido Comunista, y
el resto de la socie-
dad. La dictadura del proletariado era de hecho una dictadu-
ra burocrática, la dictadura del Partido Comunista.
El magisterio
y la lectura de Merleau-Ponty permitierona
Lelort desprenderse de las creencias que sostuvieran su juve-
nil pasión revolucionaria y que lc habían llevado a enrolarse
en una pegueña formación trotskista. Lefort pensaba enton-
ces, desde una óptica supuestamente fiel al espíritu de Marx,
que el proletariado era el único sujeto capaz de producir una
sociedad sin divisiones, en la que la organización no asfixia-
ra la libertad y en la que se diera libre curso a la espontanei-
dad de cada cual; que
de hacer realidad la
elproletariado era el único sujeto ca-
idea de una socicdad verdaderamente
paz
humana. Lefort creyó ver en el trotskismo un ariete del socia-
lismo, pero no tardará en descubrir que su pequeña organi-
zación política era una réplica de la organización a la que
dirigía sus críticas: el Partido Comunista. La idea estrella de
su fundador, la sociedad en revolución permanente, idea que
atrajo en un primer momento a Claude Lefort, chocaba con
la indolencia con que el propio Trotski había hecho uso del
terror en la represión de los obreros de Kronstadt -—otrora
modelo revolucionario— y con la caracterización de la buro-

4. Boris Souvarine, Stalin, Apercu historique du bolchevisme, París, Plon, 1935.


5. André Gide, Retour de VURSS, París, Gallimard, 1936.
6. Anton Ciliga, Au pays du grand mensonge, París, Gallimard, 1938.
7. Victor Kravchenko, J'ai choisi la liberté! La vie publique et privée d'un haut
fonctionnaire soviétique, París, Sclf, 1949.
8. David Rousset, Le Code de travail correctif de la R.FS.S.R, París, Le Figaro
littéraire, 1950.

Xx
cracia como simple adherencia parasitaria al proletariado;
adherencia, que, sin embargo, había dado sobradas pruebas
de su conversión en un aparato autónomo de opresión y ex-
plotación, esto es, en una nueva clase social, Trotski trató de
camuflar esta contradicción. Estaba atrapado porel fetichis-
mo del Partido,
la
por la ilusión de base socialista del Estado;
cautivo de la creencia en que la clave del futuro estaba en la
recuperación de un movimiento, de un impulso que había
sido enterrado por la burocracia. La relación con el momen-
to fundacional fue convertida en principio epistemológico,
en criterio de distinción de lo verdadero y de lo
falso, de lo
y
racional de lo irracional. Según Lefort, el discurso trotskis-
ta era «un discurso supuestamente científico que enunciaba
la racionalidad de lo real y que estaba regido en toda su am-
plitud por la representación de lo que ha tenido lugar, de lo
ya hecho, de lo ya pensado, de lo visto»; un discurso, con-
ya

tinúa Lefort, que «imprime los signos de lo real en un texto


—el de los grandes autores, o dicho más generalmente, el de
un pasado fundador— y nutre constantemente con sus sig-
Ja
nos lectura del gran texto».* La capacidad de vincular los
acontecimientos del presente con el discurso fundacional no
sólo garantizaba la racionalidad de la acción, sino que legiti-
maba las posiciones de poder dentro de la organización e
inmunizaba a ésta contra aquellos acontecimientos que la
pudieran poner en cuestión. La creencia en un movimiento
revolucionario detenido temporalmente por el estalinismo
mantenía alos militantes trotskistas insensibles a la novedad
histórica, esto es, a lo que sin poder ser calificado de contra-
rrevolucionario no se dejaba encajar en la historia mitificada
de dicho movimiento. No sólo la pretendida cientificidad del
discurso sirvió para conjurar el
peligro de la
crítica, el propio
sujeto del discurso quiso garantizar su inexpugnabilidad: el
discurso revolucionario no se presentaba como la voz de un
sujeto individual, sino como voz colectiva, voz del Partido. El
discurso revolucionario trotskista era, nos dice Lefort, «dis-
curso del Partido, cuerpo ideal de revolucionario, que pasa a
través de cada uno de sus miembros. Cada uno
do en un «nosotros» que impone una delimitación respecto
se
ve implica-

9. Claude Lefart, Linvention democratique, París, Fayard, 1994, p. 164.

Xi
del afuera; las cosas del mundo, de las que tanto se habla, no
son aprehendidas más que referidas al recinto imaginario de
la historia de la que el el
Partido es depositario. Y mientras el
militante es incorporado, lo supuestamente real está aboca-
do a la asimilación».!9 A pesar de su aparente crítica a la bu-
rocracia comunista, y en ausencia de razones económicas o
presiones políticas, el
Partido Trotskista imitaba aquello mis-
mo que pretendía criticar: la estructuración corporativa y bu-
rocrática de sus miembros.
Su experiencia de militancia en el Partido Trotskista le ha-
bía revelado el poder de encantamiento del Uno, esto es, el po-
der de captación del fantasma de un cuerpo político cuya cabe-
za, cuyo órgano rector, es el Partido. Pero no fue sólo allí donde
Lefort pudo experimentar el poder de seducción del Partido
como portador de un saber último de
dad. Su unión al grupo Socialismo o
la historia y de la socie-
Barbarie (1949), que surge
como segregación de un sector crítico del trotskismo opuesto a
la burocratización de la revolución, no tardé en enfrentarlo de
nuevo a esta cuestión. Sila práctica trotskista —práctica de com-
portamientos y gestos burocráticos— contradecía su teoría,
Socialismo o Barbarie pretende superar esa contradicción cons-
truyendolo imposible: un partido no burocrático. La diferente
visión del significado del socialismo y de su organización tensó
desde el inicio la relación de Lefort con Socialismo o Barbarie,
hasta romperla definitivamente en 1958. A diferencia de
Castoriadis, Lefort nunca creyó en la necesidad de una direc-
ción revolucionaria, de «un organismo universal, minoritario,
selectivo y centralizado» (Castoriadis), esto es, de un cuerpo que
condujera la revolución. En oposición a la tendencia dirigista
defendida en Socialismo o Barbarie, Lefort consideraba que
existencia misma del Partido impedía la democratización del
la
poder obrero. El éxito del leninismo había consistido en explo-
tar esa representación demiúrgica del Partido —la misma re-
presentación que amenazaba con convertir Socialismo o Barba-
rie en otra de sus sucursales. Para Lefort era simplemente una
fantasía imaginar que una minoría organizada podía encarnar
un saber de la sociedad y de la historia que le permitiera forjar
anticipadamente larepresentación de una sociedad socialista.

10. Ibídem, p. 165.

XII
La crítica a la idea de una dirección revolucionaria es para
Lefort inseparable de la crítica a la organizabilidad de la socie-
dad, esto es, a la representación de lo social como material
modelable. Lefort denuncia como ilusoria la idea de una fórmu-
la que unifique a la sociedad. Una de las expresiones más acaba-
das de esta concepción de una sociedad bien organizada era la
que Castoriadis elaboró bajo el título de Contenido del socialis-
.
mo Este proyecto era para Lefort la consecuencia de una «fic-
ción racionalista». ¿Cómo era
posible figurar curso el la so- de
ciedad socialista sin cercenar la heterogeneidad, sin reducir toda
diferencia, sin abatir el sentido de la acción humana a un único
plano de sentido? ¿Cómo era
posible determinar el contenido
de la libertad? La representación de una sociedad organizada
traducía el deseo de dominar racionalmente el
curso de
dad; deseo que no sólo implicaba el autocontrol de los medios
socie- la
políticos, económicos
la
de
y
culturales de la sociedad, sino el control
interioridad de los individuos, de sus deseos, motivaciones
y fines. Una sociedad racionalmente organizada es una socie-
dad que pretende instituirse absolutamente, en cuya institución
no quede rastro alguno de alteridad; una sociedad en la que el
saber haya ganado definitivamente la
batalla a lo desconocido,
en la que no haya rincón alguno al abrigo de la oscuridad. De
ahí que Lefort considerara que la idea de una autoinstitución
radical de la sociedad era «uno de esos conceptos límite desti-
nados a transformarse en su contrario». Bajo el signo de una
actividad permanente, que no tiene que ver más que consigo
misma, continúa escribiendo, «imaginamos una sociedad com-
pletamente reunida, sin exterior. Pero esta visión es testimo- el
nio de una fantástica exterioridad que, en la realidad efectiva,
viene a imprimirse en el lugar del poder absoluto».'?
A Lefort no sólo lo separó de Castoriadis su diversa concep-
ción de la organización del socialismo —al menos mientras
Lefort creyó en éste, esto es, hasta 1958, momento en que asi-
mismo abandona elgrupo Socialismo o Barbarie—, sino su dis-
tinta visión del sentido del régimen burocrático de la URSS de
y
11. Cornelius Castoriadis, «Sur le confenu du socialisme, I», Socialisme 0u Barba-
le
rie, 1.9 17 (1955) y «Sur contenu du socialisme, II», Socialisme 0u Barbarie, 1.22
(1937). Recogidos posteriormente en Cornelius Castoriadis, Le contenu de socialismo,
París, Union Générale d'Éditions, 1979.
12. «Entretien avec Claude Lefort», L'Anzimythes, n.? 14 (1975), p. 18.

XI
la democracia moderna .'* Si Castoriadis mantuvo una interpre-
tación de lasociedad soviética como sociedad alienada en un
complejo económico-militar que, como en el caso
dad capitalista, sólo podía caer destruida a manos de los
socie- de
la
alienados,'* Lelort sostuvo una interpretación política del régi-
men burocrático: vio en la supresión de Ja diferencia de Poder y
sociedad, de la diferencia de sociedad civil y Estado, así como
de cualquier signo de actividad social al margen del Partido, la
clave del proyecto totalitario comunista.'> Si el abandono del
marxismo significó para Castoriadis el
inicio de un proyecto de
reelaboración del sentido de una sociedad realmente autónoma, '6
para Lefort supuso preguntarse por el sentido de la institución
democrática de la sociedad: por su relación con la división so-
cial, por la separación de un plano del poder y su relación con
los planos de la ley y del saber, en fin, por el significado de la
alteridad, de la diferencia, en la forma de vida democrática.
Cuando estudiaba el
efecto de la muerte de
Stalin en la sociedad
soviética Lefort entrevió algo que no dejará de reformular en los
trabajos que siguieron: la
división del poder y de la sociedad no
es meramente ideológica, sino instituyente.!7 El poder no es
simplemente un instrimento de dominación de clase; refiere a
un exterior, a un afuera simbólico de la sociedad, que la hace
emerger, mostrarse a sí misma, Refiriéndose a esta experiencia

13. Acerca de las diferencias de Lefort y Castoriadis, véase Claude Lefort, «A


propósito de Castoriadis. Conversación con Esteban Molina», Claves de Razón Prác-
fica, 1.9 131 (2003).
14. Castoriadis privilegió en esa tarea, en un primer momento, al proletariado y
después, cuando hubo abandonado el marxismo, a cualquiera que, desposcído de
su autonomía, contribuyera a la reproducción de los mecanismos de la dominación
económica y política. El conjunto de los análisis de Castoriadis sobre la URSS pue-
de leerse en Cornelius Castoriadis, La société bureacratique, París, Christian
Bourgois, 1992, y en Devant la guerre, París, Fayard, 1981.
15. Sólo una lectura apresurada puede estar en el origen de la errática y contra-
dictoria critica de Zizek a Ja concepción política del totalitarismo que sostiene Lefort.
Cf. Slavoj Zizek, ¿Quién dijo totalitarismo? Cinco interpretaciones sobre el (mal) uso
de una noción, Valencia, Pre-textos, 2002, p. 162.
16. Sobre este nuevo desarrollo, véase Comelius Castoriadis, Pinstitution imaginaire
de la société, París, Éditions du Seuil, 1975 (Ed. esp. La institución imaginaria de la
sociedad, Barcelona, Tusquets, 1983) y «Socialisme et société autonome», en
Cornelius Castoriadis, Le contenu du socialisme, París, Union Générale d'Éditions,
1979. (Ed. esp. «Socialismo y sociedad autónoma», en Cornelius Castoriadis, Za
exigencia revolucionaria, Madrid, Acuarela Libros, 2000.)
17. Claude Lefort, «Le totalitarisme sans Stalin. LURSS dans une nouvelle phase»,
Sacialisme ou Barbarie, n.? 19 (1956). Recogido en Claude Lefort, Elements d'une
critique de la bureaucratie, París, Gallimard, 1979.

XIV
escribe años más tarde: «Se me imponía la idea de una división
originaria, constitutiva de la sociedad como cuyo signo se tal,
descubría siempre en la figuración del poder —instancia simbó-
lica que, propiamente hablando, no estaba ni fuera dentro del ni
espacio al que confería su identidad, sino que le preparaba si-
multáneamente un dentro y un fuera».'* Esto significaba que el
régimen burocrático de la URSS pretendía ser una forma de so-
ciedad en la que había quedado abolida toda diferencia, toda
diversidad; enla que el
Partido era uno y lo mismo con la socie-
dad. Castoriadis, sin embargo, no vefa en esa supuesta diferen-
cia constitutiva de poder y sociedad otra cosa que la consagra-
ción de la división entre dominantes y dominados. Consideraba
que las sociedades occidentales no podían ser calificadas de de-
mocráticas. Sólo eran simulacros de autonomía. La formalidad
democrática no podía ser confundida con la democracia real.
Un poder realmente democrático no podía sustanciarse ni en
una burocracia ni en una oligarquía. La libertad era democráti-
camente significativa si indicaba la
libertad real de participar en
la conformación del Derecho. Castoriadis siempre creyó en la
posibilidad de instituir una sociedad realmente autónoma, una
sociedad en la que no hubiera lugar para la
división entre domi-
nantes y dominados porque no habría Jugar para la separación
de ninguna instancia heterónoma. Lefort consideraba quela idea
de una sociedad autónoma no se
desprendía del mito de la trans-
parencia, de la ilusión de una sociedad en la que no hubiera
diferencia entre instituyente e instituido; de una sociedad que
no debiera abrirse a otro como condición para llegar
de otro modo, de una sociedad que comunicara y coincidiera
sí; dicho
a
plenamente consigo misma en
todos sus accesos y movimientos.

La dimensión simbólica de lo político


Como hemos sugerido más arriba, el abandono del mar-
xismo resulta para Lefort coincidente con la revelación de que
la división de poder
y y
sociedad, no la división del trabajo, es
el principio de la sociedad; esto es, con el descubrimiento de
que toda sociedad es en su esencia sociedad política. En el

18. Claude Lefort, Écrire. A T'épreuve du politique, Parts, Calmann-Lévy, 1992, p. 313.

xv
programa materialista de Marx la cuestión de lo político es
puesta bajo el prisma de la división de la producción y la re-
presentación de lo social: la diferenciación del Estado forma-
ba parte de los instrumentos ideológicos de dominación. Marx
creyó que podía señalar el origen social del pensar y, al mismo
tiempo, denunciar todo trabajo de pensamiento como ideolo-
gía; que podía señalarel principio de la sociedad sin concurso
del pensar; en fin, que la división de producción y representa-
ción era una división real, Sólo cuando nos dejamos arrastrar
por la ilusión de un pensamiento que, inmerso en la historia,
cree poder planear sobre ella e indicar su comienzo; que, in-
merso en la sociedad, cree poder tenerla a la vista y señalar la
frontera con lo no-socíal; que, inmerso en el lenguaje, cree
poder horadarlo y descubrirnos su origen, sólo entonces cree-
remos tocar lo real en su positividad plena. Su positivismo no
lo dejaba ver que la manera como una sociedad se produce a
sí misma no puede resolverse en los hechos porque los «he-
chos» están impregnados de aquello mismo de lo que preten-
día haberlos limpiado: de representación, de pensamiento. Ese
mismo positivismo le hace ver en la democracia el producto
ideológico de una clase social: la burguesía.
La salida del marxismo posibilitó a Lefort concebir la de-
mocracia de otro modo que lo hacía Marx: una forma de socie-
dad heterogénea, plural, a la que le es constitutiva la división
de poder y sociedad y la separación del poder, de la ley y del
saber. Una sociedad, pues, en la que poder, ley y saber perma-
necen a prueba de su materialización en un individuo o facción
social; una sociedad cuyo sujeto —el pueblo— permanece infi-
gurable. Lefort rechaza que el poder sea un producto mera-
mente ideológico, así como que se lo pueda sustanciar en el
plano de la realidad fáctica. La diferenciación del poder señala
la dimensión simbólica de lo social: su afuera constituyente. La
sociedad sólo se abre paso hacia sí misma a través de la exte-
rioridad simbólica del poder. El distanciamiento del foco del
poder no sólo permite hacer visible las diferencias sociales, sino
ponerlas en comunicación, revelarles una historia común. El
enigma de la institución democrática es el de una sociedad que
se conforma escindiéndose, localizando simbólicamente fuera
desí a su otro: el poder. El poder democrático es, en expresión
de Lefort, un poder vacío, pues su sitio no puede ser llenado

XVI
por nada ni nadie. El vaciamiento democrático del poder es
correlativo a la descorporificación de la sociedad —el poder
deja de ser el sitio ocupado por la cabeza del cuerpo social. Por
ello, la descripción de los cambios acontecidos en la produc-
ción, o en la propiedad, no puede hacer comprender lo que
pone en juego la descorporificación del poder, de la ley y del
saber en la democracia moderna. El poder y la ley se despren-
den de la referencia a una legalidad cósmica de carácter reli-
gioso, dejan de estar incorporados a la
persona del monarca y,
simultáneamente, el saber se fragmenta en una multiplicidad
de prácticas y de discursos particulares (ciencia, arte, derecho,
economía...) a prueba de totalizaciones. El sentido de la demo-
cracia moderna no se descubre, como nos ha hecho creer la
ciencia política, a través de la descripción del funcionamiento
de sus instituciones, pues la praxis política es ordenada por un
principio que se sustrae a la observación, que sólo insinúa,
puesto que no se deja materializar en el interior de la sociedad.
se
La lectura de Maquiavelo confirmó a Lefort en su concep-
ción de que el Estado es tanto un poder instituyente como
instituido y de que la comunidad simbólica que figura no pue-
de desprenderse de ladivisión porque es principio de la Ciu-
dad. El vínculo político no es la expresión de una sustancia
indivisa, homogénea, sino la de un sujeto escindido, hetero-
géneo, nunca completamente figurable. Tanto la división so-
cial como la del poder señalan una dimensión de alteridad
que desafía a cualquier proyecto de hacer coincidir a la so-
ciedad consigo misma, sin destruirla. El vínculo político no
elimina, pues, la división social, la transforma en
diferencia
política, en oposición política —la dialéctica existencial
schmittiana de amigo-enemigo no cabe en la democracia—,'*
así contiene st1 violencia y el siempre amenazante riesgo de
guerra civil. Hay política porque se acepta tácitamente que ni
la diferencia social —la pluralidad de voces— ni diferencia la
y
de poder sociedad son erradicables, La institución política
se realiza, pues, en ausencia de una determinación positiva
del ser de
lo social, esto es, sólo puede eludir la indeterminación
al precio de caer presa de la fantasía. En efecto, para Maquia-

19, Carl Schmitt, El concepto de lo político, trad. de R. Agapito, Madrid, Alian-


7a, 1991.

XviII
velo toda sociedad política conocida se eleva sobre un abis-
mo que no puede cerrar; su fondoestá surcado por una divi-
sión que trasunta la oposición irreductible de dos deseos: el
deseo de dominar y el deseo de no ser dominado. «En toda
ciudad -—escribe Maquiavelo— hay dos humores diferentes,
el del pueblo y el de los grandes: el pueblo no quiere ser diri-
gido y oprimido por los grandes; los grandes quieren dirigir
y oprimir al pueblo. Y de estos dos diferentes apetitos nace
enlas ciudades uno de estos tres
efectos: principado, liber-
tad o anarquía»? La división del deseo puede engendrar,
pues, el poder de Uno (principado); o el anónimo poder la de
Ley (república); o, por no llegar a conformar ningún poder,
desembocar en la anarquía. Ni el
principado ni la
república
pueden levantarse sobre suelo firme; sólo pueden encontrar
asiento en el inestable flujo que dibuja la oposición de los
deseos. Este movedizo terreno impide que el poder prínci-
pesco devenga poder absoluto y que la ley republicana se
sustraiga al debate que suscita la ausencia de una determi-
nación positiva de lo social.?' En la medida en que evitan
que el deseo de dominación pueda cumplirse, el príncipe y
la ley republicana se destacan de la sociedad civil, sobresa-
len de la división social, de la oposición de clases. Sólo ese
trabajo de mediación los puede convertir en los extremos
instituyentes de una comunidad política. Si el príncipe o la
ley republicana fueran vistos como agentes del deseo de do-
minar perderían su trascendencia y la descomposición de la
comunidad política dejaría al descubierto, en toda su violen-
ta crudeza, la brecha del deseo, la
incontenible voluntad de
dominar de los poderosos. El poder del príncipe y
de la eficacia de la
de

apariencia, de
el la
ley
la
son inseparables, pues,
imagen que los envuelve. El poder nunca puede ser
rebajado
al plano de la realidad fáctica, nunca puede ser
localizado en
el interior de la sociedad, confundido con alguno de sus com-

20. N. Maquiavelo, El Príncipe, trad. de Elena Puigdomenech, Madrid, Tecnos,


1991, p. 38.
21. A propósito de ésta escribe Maquiavelo: «[...] En toda república hay dos
humores diferentes: el y las
de los grandes el del pueblo y todas leyes que sc hacen
de
en pro de la libertad nacen la desunión entre ambos» (N. Maquiavelo, Discursos
sobre la primera década deTito Livio, trad. de Ana Martínez Arancón, Madrid, Alian-
za, 1987, p. 39).

XvTHI
ponentes. Maquiavelo enseña que en el terreno político es-
tán inextricablemente mezclados apariencia y realidad, bien
y mal. La dominación del príncipe no sería en sí misma un
mal, sino el mal menor que el hombre acoge cuando se lo
pone a la luz de la dominación de los grandes. Ese mal me-
nor tendría la apariencia del bien, ocuparía temporalmente
su lugar. Hablar, pues, de la mistificación del poder es para
Lefort querer ver sólo una cara de la relación entre poder y
sociedad. El pueblo es engañado en la misma medida en que
se deja engañar; el príncipe no puede quitarse la máscara,
dejar de ser un «gran simulador y
disimulador»,?? mostraral
desnudo su deseo de dominar, sin ser tenido por un opresor
entre otros, sin perder así la trascendencia que lo figura por
encima de la sociedad,
A diferencia del marxismo, Lefort planteará que
sión social es imborrable, pues no es debida a circunstancias
divi- la
históricas particulares, sino constitutiva del ser social, sea
cual sea su forma política. En el fondo de cualquier sociedad
encontramos la oposición de esos dos deseos igualmente in-
saciables: el deseo de dominar
Ambos se oponen, pero ninguno
y se
el deseo de no ser dominado.
da sin el otro; se requie-
ren mutuamente porque «el sujeto que surge en un polo del
deseo encuentra en el otro, aboliéndose en él, su doble».?3
Ambos encuentran su razón de seren el
otro; en ambos es
reconocible la carencia, la falta que lo constituye frente al
otro. Maquiavelo no nos deja retroceder más atrás: hasta un
supuesto estado indiviso del ser humano. Deseo de dominar
y deseo de no ser dominado son irreductibles el uno al otro.
Ambos constituyen al ser humano. Ambos son inconcebibles
sin su otro. Ninguno de los dos puede proporcionar por sepa-
rado una definición positiva del ser humano: el deseo de no
ser dominado, el deseo de libertad, no es determinable por la
posesión de un objeto, traduce una oposición, una negación,
una resistencia indefinida; el deseo de dominar no puede des-
prenderse de su otro sin desaparecer él mismo, Ambos están
abiertos, son radicalmente incompletos. Uno nos remite al
otro y el otro al uno.

22. N. Maquiavelo, El Príncipe, op. cit.. p. 71.


23. Claude Lefort, Le travail de Pocuvre, Machiavel, París, Gallimard, 1972, p. 723.

XIX
El trabajo del poder es fundamentalmente negativo: impe-
dir que pueda ser satisfecho el deseo de opresión. Según
Maquiavelo, ese trabajo lo cumple mejor una república que un
principado, Al asociar
nombre
la
libertad a la ley, esto es, a un poder al
que no conviene alguno, la república se muestra como
el régimen que puede satisfacer durante más tiempo
tad. Las repúblicas tienen más vida que los principados porque
liber- la
el poder impersonal es menos corruptible que el vinculado al
nombre de uno. Sólo permaneciendo en el anonimato, sin figu-
ra definida, puede conservar su trascendencia. Esa sería la fun-
ción de los tribunos de la plebe y de la acusación popular: fre-
nar ela insolencia de los nobles»,”* esto es, impedirla ilusión de
una materialización de la ley en el espacio republicano. Ese
trabajo convierte a los tribunos en «órgano de
la negatividad»?
La ley no puede ser pensada bajo el
signo de la medida; es «des-
mesura», el exceso del deseo de libertad del pueblo; un deseo
que «en todo rigor no tiene objeto, es negatividad pura, recha-
zo de la opresión». Los tribunas de la plebe no serían la causa
de la libertad, sino el medio, implicado en la misma oposición
de
clases, de dar salida a un apetito, de desfogar deseo de no el
ser oprimido para evitar que mute en deseo de oprimir. Al rela-
cionar los beneficios de la acusación popular enumera
Maquiavelo los siguientes: «El primero —escribe Maquiavelo—
que los ciudadanos por miedo de la
acusación, no intentan nada
contra el Estado, y si lo hacen son rápidamente perseguidos sin
consideración. El segundo que se ofrece un camino para desfo-
garlos humores que, de un modo u otro, crecen en las ciudades
contra tal o cual ciudadano
y
que si no está previsto un camino
para que se desfoguen, lo hacen por vías extraordinarias que
pueden arruinar la ciudad entera».?? La institución de los
tribunos supondría no sólo la diferencia del deseo, sino
rencia de ley y sociedad. Por eso, la indivisión no es sólo una
dife- la
fantasía, sino el anuncio de la muerte de la república. El deseo
de
libertad nunca llega a colmarse porque la
libertad no es un
objeto. Sólo puede ser definida como negación de otro deseo.
El deseo de libertad no es deseo de tener, sino de ser. La liber-

24. N. Maquiavelo, Discursos, op. cit., p. 38.


25. Ibídem, p. 476.
26. Claude Lefort, Le travail de loeuvre. Machiavel, op. cit., p. 477.
27. N. Maquiavelo, Discursos, op. cit. p. 49.

XX
tad no puede poseerse como lariqueza, la gloria o la influen-
cia. «Deseo de ser y negatividad en acto —escribe Lefort—:
por él el ser de la sociedad excede cualquier realidad dada.»?s
El terreno de la política no
es, pues, la certeza: «Y que ningún
Estado —escribe Maquiavelo— crea siempre tomar partido
seguro, sino más bien que piense que habrá de tomarlos todos
dudosos, porque así sucede en el orden natural de los aconte-
cimientos, que siempre que se pretende huir de un inconve-
niente se cae en otro»? La política requerida en cada circuns-
tancia sería entonces, según Lefort, «la acorde con el ser de la
sociedad, la que acoge los contrarios, se enraíza en el tiempo,
se ordena rozando el abismo sobre el
que reposa la sociedad,
afrontando el límite que le marca la imposibilidad de compo-
ner los deseos humanos» .** La acción política no puede des-
prenderse de la ignorancia, de la duda, de la contingencia.
Si la lectura de Maquiavelo resultó a Lefort crucial en el
descubrimiento del carácter originario e irreductible de la di-
visión social y de la división de poder
y
sociedad, la lectura de
La Boétie lo fue asimismo en el descubrimiento de los resortes
la
de tiranía y de la economía simbólica del poder —descubri-
miento que será de gran valor para interpretar no sólo la fasci-
nación comunista por el Partido, sino la manera cómo llega a
toda la sociedad! Al igual que Maquiavelo, y con el mismo
desapego moderno respecto al pensamiento político clásico y
al cristiano, La Boétie nos descubre la dimensión social del
deseo. Como para Maquiavelo, el poder del príncipe
der de un nombre, pero a diferencia de Maquiavelo no concibe
es
el po-

en él ctra cosa que la obra de la servidumbre voluntaria. El


poder del príncipe no serfa, pues, un mal menor, sino el mayor
mal que puede desearse a sí mismo un pueblo.
En
la raíz de la división dominante-dominados no estaría
miedo a la muerte —como trataría más tarde de convencernos
el
Hobbes—, la cobardía
o la vileza, sino el monstruoso vicio de

28, Claude Lefort, Le travail de 'oeuvre. Machiavel, op. cit., p. 729.


29, N. Maquiavelo, El Príncipe, op. cit., p. 95
30. Claude Lefort, Le travail de l'oeuvre. Machiavel, op. cil, p. 427.
31. Claude Lefort, Le nom d'Un, en Étienne de La Boétie, Le discours de la
servitude volontaire, París, Payot, 1976 y Payot-Rivages, 1993-2002? (ed. esp. Dis-
curso de la servidumbre voluntaria o el Contra uno, trad. de José María Hernández-
Rubio, Madrid, Tecnos, 1986).

XXI
querer servir. La tiranía no se consumaría si
no fuera deseada.
Este es
elhecho extraordinario, inconcebible, casi impronun-
ciable, que La Boétie persigue entender: «Es pueblo el
que se el
esclaviza, el que se corta el
cuello, ya que teniendo en sus manos
el elegir estar sujeto o ser libre, abandona su independencia y
tomael yugo, consiente en su mal o, más bien, lo persigue».
¿Cómoes posible que los hombres persistan en la servidumbre
cuando «para tener libertad no se hace más que desearla, no si
hace falta más que de un simple querer»??? ¿Cómo posible es
que los hombres no quieran ver que con sólo desearlo pueden
ser libres? ¿Hay algo que les impida no ver en la servidumbre
otra cosa que la ausencia del mayor bien de que puedan dispo-
ner los hombres —la libertad—, bien que, una vez perdido, «to-
dos los males se hacen patentes y los bienes mismos que aún
duran pierden enteramente su gusto y su sabor»?** ¿Hay algo
que les impida no ver enla tiranía otra cosa que el mayor mal, la
mayor «desventura»* que pueda ocurrir al ser humano? La
Boétie nos da una pista cuando nos presenta al pueblo como
víctima del encantamiento producido por el «nombre de Uno»:**

Éste que os domina tanto —escribe La Boétic— no tiene más


que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que
un cuerpo, y no tiene ni una cosa más de las que posee el
último hombre de entre los infinitos que habitan en vuestras
ciudades. Lo que tiene de más sobre todos vosotros son las
prerrogativas que le habéis otorgado para que os destruya.
¿De dónde tomaría tantos ojos con los cuales os espía sí voso-
tros no se los hubierais dado? ¿Cómo ticne tantas manos para
golpear si no las toma de vosotros? Los pies con que hoya
vuestras ciudades, ¿de dónde los tiene si no es de vosatros?
¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, si no es por obra de
vosotros mismos? ¿Cómo osaría perseguiros si
no hubiera sido
enseñado por vosotros? ¿Qué os podría hacer si
vosotros no
fuerais encubridores del ladrón que os roba, cómplices del
asesino que os mata
y
traidores a vosotros mismos?*

32. Étienne de La Boétie, 7£ discours de la servitde volontaire, op. cit., pp. 134-135.
33, Ibídem, p. 135.
34, Ibídem, p. 137.
35. Ibídem, p. 144.
36. Ibídem, p. 129.
37. Ibídem, p. 138.

XXI
El fundamento de la alteridad del poder no estaría en él,
sino en etro: en el deseo de servir. El deseo de servidumbre
sería un deseo de ser, pero vuelto contra sí mismo; un deseo
que se deja cautivar por la ilusión de ver representado en
el nombre del tirano el Uno, el ser en que estaría prendido
cada hombre particular y que le revelaría su identidad positi-
va: el Hombre, el Pueblo. El mismo movimiento que trans-
figura a un hombre cualquiera —La Boétie considera al prín-
cipe un «homúnculo»— en un ser completamente otro; que
ubica su poder más allá y por encima de los hombres, hacién-
dolo brillar como si poseyera luz propia, hace emerger el Uno.
Desde ese momento se torna invisible la separación entre el
Uno y el Otro: en el Otro habla el Uno, el Otro figura al Uno.
Así, la radical pluralidad de
Uno singular del
la sociedad es transfigurada en el
pueblo uno o del hombre uno. La operación
la
por que los hombres transforman a uno cualquiera en prín-
cipe se les oculta al quedar deslumbrados por la fantástica
imagen que genera. En cse Otro ven aparecer el sujeto origi-
nario de la palabra y de la acción; sujeto al que todos estaría-
mos adheridos y que daría a las transacciones sociales un sue-
lo firme. Esta operación vuelve fútil la libertad porque fija la
identidad individual a la identidad colectiva, la palabra indi-
vidual a la palabra del tirano. Lo político pierde así su substrato
comunicativo y la libertad su carácter natural. Sila naturale-
za, argumenta La Boétie, «ha mostrado en todas las cosas que
no quería tanto hacernos a todos unidos como a todos unos,
no cabe duda de que seamos todos libres puesto que somos
compañeros, y no puede caber en el entendimiento de nadie
que la naturaleza nos haya puesto a ninguno en servidumbre
cuando nos ha puesto a todos en compañía».* El encanta-
miento del nombre de Uno destruiría la articulación del len-
guaje político. Según Lefort, afirmar que el destino de los hom-
bres es ser todos unos significa que la sociedad emerge entre
uno y otro; que no podemos ubicar el ser de lo social ni en uno
ni en otro; que ni uno ni etro preexisten a la sociedad. La
libertad se sostendría entonces en el deseo de ser unos con
otros. Los que se dejan someter caen en la trampa que les
tiende ellenguaje: imaginar en el nombre de Uno la presencia

38. Ibídem, p. 142.

XXI
del sujeto de la palabra. La amenaza del encantamiento esta-
ría inscrita, pues, en el lazo indisoluble del hablar y del escu-
char, en el vínculo que nos hace sensibles. El encantamiento
haría ver en el «ninguno», que se insinúa en la formulación de
la libertad —no ser siervo de nadie—, el Uno («todos Uno»)
que abre el camino la
de servidumbre. La transfiguración del
plural («todos unos») en singular («todos Uno»), de la plurali-
dad humana en el hombre uno, de la pluralidad social en el
pueblo uno, sería el efecto de ver reflejados en el nombre, des-
prendidos del movimiento que los nombra, al Hombre, al Pue-
blo. En el que habla y en el que oye, en el uno y en el otro, se
hablaría y se oiría lo mismo: el Hombre, la Sociedad. La pala-
bra deja de ser el medio que nos une y nos distingue, que nos
aproxima en la diferencia y que nos diferencia en la proximi-
dad; la palabra es ilusoriamente descargada de su radical
polifonía: el Otro, el tirano, es convertido en altavoz del Uno.
El Otro deviene, pues, el lugar en que queda anulada la dife-
rencia de cada uno. Aquello que hace posible que «cada uno
pueda mirarse y casi reconocerse en el otro»? es fijado como
sujeto de la identidad social, de la identidad humana. La se-
mejanza, principio y símbolo de la sociedad, es hundida y su-
primida en la mismidad. Sólo cuando nos resistimos a ver en
cada uno al Uno —al Hombre, al Pueblo—; sólo cuando nos
resistimos a transformar la experiencia de la semejanza que
nos descubre la palabra en prueba de la identidad; sólo cuan-
do aceptamos como indeterminado el origen de la palabra,
cuando no la imaginamos surgir ni del Uno ni del Otro, el
deseo de ser se hace inseparable de la libertad.
La Boétie nos descubre que «el secreto y el procedimiento
oculto de la dominación, el sostén y fundamento de tira- la

nía» no estaría en las armas, sino en la emulación. El tirano


se mantiene porque una multitud de individuos, sea cual sea
el Jugar de la sociedad en que aparezcan, ha interiorizado el
esquema de la dominación y se ven a sí mismos como porta-
dores del nombre de Uno, como amos, como maestros de otros.
El tirano explota el deseo de dominar que se oculta en cada
cual. De esta trama estaría tejida la sociedad del tirano. El
tirano sostendría el extremo de la cuerda a la que estaría aga-

39. ldem.

XXIV
rrado el sinnúmero de tiranuelos que habitan la sociedad.
Siempre que haya alguien que se deje dominar, la tiranía tie-
ne una posibilidad de éxito. Y, sin embargo, escribirá La Boétie,
«¿qué condición es más miserable que la
de vivir así, en que
no se tiene nada propio, recibiendo de otro su alegría, su li-
bertad, su cuerpo y su vida?»,49

La democracia, una forma de vida

Como venimos planteando, la lectura detenida de


Maquiavelo y de La Boétie reveló a Lefort la entraña simbólica
de lo político. Desde esta nueva óptica, a la que no fue ajeno el
último e inacabado pensamiento de Maurice Merleau-Ponty,
Lefort emprende el
estudio de la génesis de la democracia mo-
derna y de la ideología totalitaria. Michelet, Quinet, Tocqueville,
Marx, Arendt, Solzhenitsyn se convertirán en referentes, en
puertos obligados del nuevo periplo filosófico de Lefort. No
podemos examinar en
detalle la importancia de cada uno de
estos autores en la obra de Lefort,* pero sí podemos señalar
que en todos percibe una manera de explorar la historia, la
sociedad y la política sensible al progresivo desvanecimiento
de los referentes últimos de la certeza —Dios, Naturaleza, Ra-
zón—, fenómeno que abre paso a la democracia moderna y al
que respondería asimismo
manifiesto
el
totalitarismo. La escritura de esos
autores pone de una voluntad de pensar que exce-
dería la repartición tradicional del saber; revelaría una nueva
concepción de lalegitimidad y del derecho que no losreferiría
trascendente o natural, sino al poder de
ya a un polo racional,
declararse, de decirse unos a otros el
derecho. Según Lefort, el
derecho democrático a hablar-escuchar, a escribir-leer, en de-
finitiva, el derecho a pensar, «no se circunscribe
a
los límites

40. Ibideni, p. 176.


41, Desde que Merleau-Ponty lo formulara, Lefort asumió como principio
ontológico de sus indagaciones filusófico-políticas que «el ser es aquello que exige de
nosotros creación para que tengamos experiencia de él» (Maurice Merleau-Ponty, Je
visible et Uinvisible, París, Gallimard, 1964.)
42. Un análisis de sus aportaciones a la obra de Lefort puede verse en Esteban
Molina, La incierta libertad. Toralitarismo y democracia en Claude Lefort, México,
Ediciones Cepcom, 2001.

XxXxv
de lo política; afecta a todas las relaciones que el individuo
mantiene con el mundo, con los otros, y con él mismo; afecta a
todos sus pensamientos: los funda en el sentido mismo en que
los hace surgir». La modernidad democrática no sólo nos po-
neante el enigma de la institución-fundación de lo social, sino
de la institución-fundación del pensamiento: una institución
que es anto-institución, una fundación que es auto-fundación.
Sin embargo, no hay un acceso directo al ser del hombre, de la
historia, de la sociedad. El desvelamiento del ser es insepara-
ble de la creación de una obra en la que adviene sentido. El
desafío que la democracia lanza al pensamiento filosófico es
cl
el de concebir un poder sin fundamento religioso. Dicho en
otros términos, el reto de pensar el advenimiento de la separa-
ción de lo político y de lo religioso en la modernidad. La filo-
sofía comprometería su autonomía si en ese acontecimiento
sólo viera la ilusión de una sociedad de fundamentos pura-
mente inmanentes, pues interpretaría la deuda que filosofía
modo
la
tiene con la religión en sentido
el de que hay un solo de
acceder al mundo: localizando su ser allá
más de sí mismo, en
otro lugar, en otro ser. Tal manera de concebir asimilaría lo
simbólico a
lo
trascendente y lo político a lo religioso. Según
Lefort, lo político y lo religioso ponen al pensamiento ante dos
maneras vinculadas de acceder al mundo, dos maneras de ar-
ticular la abertura de la sociedad y de la humanidad a sí mis-
mas. De lo que el pensamiento filosófico no puede pasar sin
sacrificar su tarea y eficacia es de la experiencia, inscrita tam-
bién en la religión, pero con otro lenguaje, de una división
constitutiva:

Lo que el pensamiento filosófico quiere preservar es la expe-


riencia de una diferencia que, más allá de la de las opiniones,
más allá de lo que supone (cl consentimiento a la relatividad
de los puntos de vista), no se halla a disposición de los hom-
bres; no se da ent el interior de la historia de los hombres y no
podría ser abolida allí; una diferencia que los pone en rela-
ción con su humanidad, de tal manera que ésta no podría pic-
garse sobre sí misma, plantar su límite, absorber en sí misma
su origen y su fin.

43. Claude Lefort, Essais sur le politique, París, Du Seuil, 1986, p. 214.
44. Ibídem, p. 262.

XXVI
El pensamiento filosófico comparte con la religión la idea
de que la sociedad humana sólo puede aparecera través de una
división cuyos extremos no alcanzamos a dominar, que sólo
puede abrirse a sí misma a través de una abertura que ella no
crea. Adoptemos un punto de vista inmanente o trascendente,
el ser del hombre no está a disposición del hombre; su ser no
puede desprenderse de su obra. Ahora bien, su ser no que-
da comprimido en s1 obra, más bien habría que pensar que la
obra nos hace sensibles a una división constitutiva que se ma-
nifiesta en el lenguaje bajo la forma de un «desdoblamiento
entre una creación y un desvelamiento, entre la actividad y la
pasividad, entre la expresión y impresión del sentido». La
la
y
división de poder sociedad nos habla del mismo enigma: «Una
articulación interior-exterior, una división que instituye un es-
pacio común, una ruptura que es simultáneamente un poner
en relación, un movimiento de exteriorización de lo social que
lleva aparejado el
de su interiorización».
El fenómeno de
la
disolución de los referentes de
lacerteza
señala, pues, el comienzo de «una aventura amenazada sin ce-
sar porlas resistencias que suscita y en la que los fundamentos
del poder, del derecho y del conocimiento son puestos en cues-
tión —aventura propiamente histórica en el sentido de que
prohíbe cualquier parada y de que hace retroceder indefinida-
mente los límites de lo posible y de lo pensable».*7 La aventura
democrática somete a los hombres a la prueba de una indeter-
minación radical del sujeto del poder, de la ley y del saber; nos
descubre a la sociedad y a los individuos «sin definición, sin
contorno, sin fondo, sin finalidad», Desde el momento en que
el individuo da entrada
a
la indeterminación de su ser no pue-
de evitar ser trabajado por la incertidumbre: «Desde el punto y
hora en que la verdad no puede desprenderse del ejercicio del
pensamiento; en que el derecho, en virtud del el
cual individuo
es declarado tal,
aparece ligado
a
su propia facultad
ciarlo, saber y no saber se mezclan sin que podamos nunca
de enun-

separar el uno del otro». La sociedad democrática aparece

45. Ibidem, p. 263.


46. ibídem, p. 265.
47. Ibídem, p. 213.
48. Ibídem, p. 213.
49. Ibídem, p. 214.

XXVII
como una sociedad en busca de su fundamento; una sociedad
que hace de esa búsqueda su rasgo conformador, pues ni la
Razón, ni Dios, ni la Naturaleza gozarán la
evidencia que les
de

permitía en las sociedades del Ancien Régime ser fundamentos


del orden social.

La democracia moderna —escribe Lefort— es el


único régimen
que significa la diferencia entre lo simbólico y lo real con la
noción de un poder del que nadie, sea un príncipe o una fac-
ción, podría apoderarse; su virtud es conducir ala sociedad a la
prueba de su institución; allí donde se perfila un lugar vacío no
hay conjunción posible entre el poder, la ley y el saber, no hay
enunciado posible de su fundamento; el ser de lo social se ocul-
ta, o mejor dicho, se da bajo la forma de un cuestionamiento
interminable (del que da fe el debate incesante, cambiante, de
las ideologías); se desvanecen los referentes últimos dela certe-
za, en tanto que nace una nueva sensibilidad para lo desconoci-
do dela historia, para la gestación de la humanidad en toda la
variedad de sus figuras. Pero aún falta precisar que esa diferen-
cia sólo se deja entrever; opera, pero no es visible; no tiene el
estatuto de objeto de conocimiento.59

La democracia moderna es, pues, una forma de sociedad,


una forma de vida, que no reposa en una figura acabada. El
poder, polo instituyente del lazo político, deja de incorporar la
ley y el saber y, en ese mismo movimiento, deja de encarnar el
principio invisible de la comunidad política; deviene, como dice
Lefort, un «Jugar vacío». La democracia deja indeterminado
sujeto del poder, deja vacante su plaza, como deja vacantes las
el
plazas del derecho
y
del saber. El trabajo ideológico consistirá
en rellenar el sitio del poder, en reincorporarle la
ley y el saber,
en fin, en reinscribir a la sociedad en la certeza. Nadie puede
aspirar a ocupar la plaza del poder pretendiendo serle consus-
tancial. Aun cuando sedeclare que el sujeto de la democracia,
que poder
el soberano, reside en pueblo, también se acepta
el
tácitamente que éste es infigurable. Sólo la ilusión puede mos-
trarnos al pueblo en acto, mostrarnos su rostro real. El pueblo
no puede desprenderse de
la
división, de la diversidad de ros-
tros y voces que lo conforman. Cuando tratamos de aprehen-

50. Ibídem, p. 268.

XXVIII
der su sustancia, se desmorona en una diversidad de votos, esto
es, deunidades contables, En palabras de Letfort:

La indicación de un lugar vacío va aparejada con la de una


sociedad sin determinación positiva, irrepresentable con la
figura de una comunidad. Por la misma razón que la
división
del poder y de la sociedad no remite en la democracia moder-
na a un afuera asignable a los dioses, a la Ciudad y a la tierra
sagrada, tampoco remite a un adentro asignable a la sustan-
cia de la comunidad. 0, en otros términos, por la misma ra-
zón que no hay una materialización de lo Otro —merced a la
cual el poder hacía de mediador sin
importar su definición—
tampoco hay una materialización de lo Uno —con
poder cumpliría entonces la función de encarnador*!
la
que el

El poder no puede eludir su doble condición de instituyente


e instituido. Entenderlo exclusivamente como una relación in-
terna a la sociedad significa renunciar a pensar el enigma de la
institución social, esto es, la manera como la
sociedad aparece
dividiéndose, distinguiendo de sí
una instancia simbólica quea
su vez la conforma. Este es el atolladero al que se ve abocada la
ciencia política cuando, obedeciendo
a
los imperativos de obje-
tividad y neutralidad valorativa, define lo político como un
factum social circunscrito y distinguible de otros tantos facta
sociales: el económico, el religioso, el jurídico, el científico, el
estético... Según Lefort, la ciencia política «nace de una volun-
tad de objetivación que olvida que no existen ni elementos o
estructuras elementales, ni entidades (clases o segmentos de
clases), ni relaciones sociales, ni determinación económica o
técnica, ni dimensiones del espacio social que preexistan a su
conformación»? Esta supone darse referencias de sentido y
hacerse visible —visibilidad siempre a prueba de una invisi-
bilidad constitutiva. Toda sociedad política es, pues, un espa-
cio que se articula singularmente a través de la división de lo
rcaly de lo imaginario, de lo verdadero y de lo falso, de lo legí-
y
timo y de lo ilegítimo, de lo normal de lo patológico... y enel
que se pone parcialmente en escena la forma de su constitu-
ción. El científico oculta lo que su instrumental teórico debe a

51. Ibídem, p. 266.


52. Ibídem, p. 20.

XXIX
dicha conformación cuando, pretendiendo alcanzar la
posición
de puro observador, se arroga el poder de
juzgar, de extraer el
sentido de lo que observa sin interferencias subjetivas de valor.
a
Ese proceder impide, juicio de Lefort, «pensar lo que es pen-
sado en toda sociedad y le confiere su estatuto de sociedad hu-
mana: la diferencia entre la
legitimidad la
ilegitimidad, la ver-
dad y la mentira, la autenticidad y la impostura, y entre la
búsqueda del poder, o del interés privado, la del bien común» 3
y
Como venimos sugiriendo, la democracia moderna no sólo
pone en cuestión la idea de un poder enque se haga visible la
sustancia social, sino idea
la de la ley incorporada a un indi-
viduo 0 a un grupo supuestamente titulares de la autoridad
suprema:
Lo que distingue a la democracia —escribe Lefort— es que si
ha inaugurado una historia en la que es abolido el sitio desde
el que referente de la ley obtenía su trascendencia, no por ello
convierte la ley en inmanente al orden del mundo ni, al mis-
mo tiempo, confunde su reinado con el del poder. Hace de la
ley lo que, siempre irreductible al artificio humano, no da sen-
tido a la acción de los hombres sino a condición de que la
quieran y la conciban como larazón de su coexistencia y como
la condición de posibilidad, para cada individuo, de juzgar y
de ser juzgado. La división entre lo legítimo y lo ilegítimo no
se materializa en el espacio social, solamente es sustrafda ala
certeza desde el punto y hora en que nadie sabría ocupar el
lugar del gran juez, desde el punto y hora en que ese vacío
mantiene la exigencia del saber: Dicho de otra forma, la de-
mocracia moderna nos invita a sustituir la noción de un régi-
men regulado por leyes, la noción de un poder legítimo, por
la de un régimen fundado sobre la legitimidad de un debate
sobre lo legítimo y lo ilegítimo, debate necesariamente sin ga-
rante y sin término. Tanto la inspiración de los Derechos Hu-
manos como la difusión de los derechos en nuestra época dan
testimonio de este debate.5*

La democracia exige la distinción de los planos del poder y


del derecho que estaban yuxtapuestos, incorporados al mo-
narca, en la sociedad del Ancien Regime. Esa diferenciación

53. Ibídem, pp. 20-21.


54. Ibídem, pp. 32-53.

XXX
es correlativa a la descorporificación de la sociedad. Si el de-
recho democrático no encuentra ya su sentido último en una
Ley que lo trasciende tampoco nos traslada a una sustancia
o
natural histórica. Su fundamento queda indeterminado des-
de el punto y hora en que no puede indicarse el fundamento
último del ser humano. Si la
diferencia entre lo legítimo y lo
ilegítimo no puede serdecretada por la certeza, tampoco pue-
de sustraerse al debate —debate que no puede cerrarse por
principio a nadie que quiera participar en él.
La legitimidad democrática es inseparable de la institu-
ción de los Derechos Humanos. Su envite consiste en que se
enuncian invocando al Hombre. No es extraño, por tanto, que
inciten la representación de una naturaleza humana abstrac-
ta y que despierten asimismo las
críticas realistas que sólo
entienden de hombres concretos, social e históricamente de-
terminados 5 Lefort concede a esta crítica que lo humano
adviene en la historia; pero asimismo nos anima a reconocer
que los Derechos Humanos no son el producto ideológico de
una clase social destinado a desaparecer en otra forma de so-
ciedad, sino principio de una sociedad que se instituye bajo el
signo de la inmanencia y que al mismo tiempo acoge la
infigurabilidad de su sujeto, la indeterminación de su funda-
mento. Las críticas que invocan la realidad histórica para va-
ciar de sentido normativo a los Derechos Humanos ignoran
su legado: «la universalidad del principio que reduce dere- el
cho a la interrogación del derecho» * El iusnaturalismo, por
su parte, oculta «el extraordinario acontecimiento que consti-
tuía una declaración de derechos que era una autodeclaración,
es decir, una declaración en la que los hombres, través de sus alos
representantes, aparentaban ser simultáneamente sujetos y
los objetos de la enunciación; en la que, a la vez nombran al
hombre en cada uno, se “hablaban” ellos mismos, compare-

55. Quizá quien mejor puede representar esta forma de crítica —si exceptuamos a
Joseph de Maistre y a Edmund Burke— es Karl Marx. Marx
se pregunta en La Cues-
tión judía: «¿Quién es ese homme distinto del citoyen? Nimás ni menos que el miem-
bro de la sociedad burguesa. ¿Por qué se llama “hombre”, hombre a secas? ¿Por qué
se llaman sus derechos derechos humanos? Constatemos ante todo el hecho de quea
diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, droits de Thomme,
no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del
hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad».
56. Claude Lefort, Essais sur le politique, op. cit. p. 51.

XXXI
cían unos ante los otros y, actuando así, se erigían en testigos
y jueces los unos de los otros».% Los Derechos Humanos no
nos ponen ante la humanidad en acto; son un acontecimiento
histórico y, sin embargo, señalan la condición que hace posi-
ble a los hombres devenir individuos, esto es, desplegar su
singularidad:

Estoy convencido —escribe Lefort— de que sólo podremos


apreciar el desarrollo de la democracia y las oportunidades
de la libertad si reconocemos en la institución de los Dere-
chos Humanos los signos del surgimiento de un nuevo tipo de
legitimidad y de un espacio público del que los individuos son
tanto productos como inductores; si reconocemos simultá-
neamente que este espacio no podría ser engullido por el Es-
tado sino al precio de una mutación viclenta que daría origen
a una nueva forma de sociedad.**

Los Derechos Humanos sólo pueden ser simplificados a


un factum histórico-social si encubrimos su dimensión sim-
bólica de principios políticos. Piénsese en el artículo 11 de la
Declaración de los derechos del hombre
ydel ciudadano de
1791. Según este artículo: «La libre comunicación de los pen-
samientos
y de las opiniones es uno de los derechos más pre-
ciosos del hombre; todo ciudadano puede, por tanto, hablar,
escribir, imprimir libremente, salvo que tenga que respon-
der del abuso de esta libertad en los casos determinados por
la ley». En opinión de Lefort, a través de este artículo se abre
la posibilidad de un espacio simbólico, sin fronteras defini-
das, del que el poder no tiene ya la clave: no puede determi-
lo
nar que es pensable o no, decible o no. Pretender desactivar
el sentido instituyente de los Derechos Humanos subrayan-
do su carácter individualista, o su carácter abstracto —lo
que viene a ser complementario—, significa asimismo igno-
rar que ellos promovieron la disolución de un poder cuya
autoridad se apoyaba en fundamentos trascendentes que
aparentaban dotarlo de una legitimidad incontestable y de
una facultad exclusiva de conocimiento de los fines últimos
de los individuos
y
de la sociedad. Pero también obviar que,

57. Ídem.
58, Ibídem, p. 42.

XXXII
como consecuencia de ese movimiento, los Derechos Huma-
nos nos abren a una representación del poder que lo destina
a no reposar sobre un fundamento positivo último; a hacer
de su cuestionamiento enel seno de la sociedad civil el vehícu-
lo de su inserción social, de su legitimidad. Este fenómeno
significa la liberación de las energías de Ja sociedad civil, su
configuración como espacio público efervescente, conflicti-
vo, siempre a prueba de su división interna; un espacio que,
en ausencia de referentes últimos de certeza, hace de la pre-
gunta por el sentido del derecho, por el sentido de lo legíti-
mo y lo ilegítimo, su propia definición,
Los Derechos Humanos no pueden aspirar a convertirse
en nuevos referentes de certeza sin ocultar que el hombre
que invocan carece de figura, está afectado de indefinición.
De ahí que no puedan materializarse en ningún lugar sin per-
der la trascendencia que los define como principios políti-
cos, como referentes que posibilitan a los hombres descifrarse
a sí mismos, El monarca del Ancien Régime estaba sujeto a
las leyes y por encima; era, según la fórmula acuñada por la
tradición jurídica, rex infra et supra legem. En apariencia li-
mitado, el poder del monarca no tenía límites, pues el dere-
cho aparecía como consustancial con su persona. El poder
sólo daba cuenta de sus actos ante Dios o ante la Razón. La
democracia rompe con ese modo de concebir la ley y su víncu-
lo con el poder: no los funde ya como manifestaciones de una
misma sustancia. Los Derechos Humanos señalan una exte-
rioridad del poder, una alteridad que le impone límites. Esa
exterioridad no sólo concierne al poder, también el derecho
positivo es alcanzado por la potencial normatividad que ge-
neran los Derechos Humanos. Si el derecho democrático deja
de apuntar hacia un lugar trascendente, que escapa por prin-
cipio a los hombres y que se manifiesta sólo a través de me-
diadores, tampoco se deja comprimir en la positividad de
los códigos. La democracia abre a una trascendencia simbó-
lica de la ley que impide concebirla materializada hic et nunc
en una determinada configuración legal. La invocación de
los Derechos Humanos contiene el reconocimiento de esa
diferencia entre la ley y las leyes positivas, el derecho y el
derecho positivo que los hace aparecer como un horizonte de
sentido. Poco importa que puedan ampliarse, que podamos

XXXIII
distinguir en ellos generaciones; no los abandona su signifi-
cado de referentes de sentido político. Desde el momento en

que aceptamos esa diferencia el derecho positivo se convier-


te en una objetivación circunscrita del derecho que no puede
pretender totalizarlo sin ser cuestionado en su legitimidad.
Cada vez que se pretende reducir
de manifiesto la
lo a
legítimo lo legal se pone
diferencia que impide al derecho positivo
ocupar el sitio del derecho; esa pretensión lo revela como una
creación histórica abierta a mutación.
A diferencia de una legitimidad fundada en la certeza de

una tradición, de una fe o de una naturaleza, la distinción


democrática de lo legítimo y lo ilegítimo está afectada de in-
certidumbre. No hay nada -—ninguna organización o parti-
do— ni nadie en quien pueda recaer el la
poder de certeza: el
fines úl-
poder de conocer con inquebrantable seguridad los

y
timos del hombre de la sociedad. La definición de lo legíti-
mo en una sociedad democrática no puede sustraerse al de-
bate público. Sólo cuando la posibilidad de participar en ese
es
debate restringida o cerrada completamente, la «democra-
cia» es alcanzada por la incredulidad y el desafecto hacia las
leyes; ambas abrirán el camino
a Ja desnuda violencia y a la
figuración de otra forma de sociedad. Este debate no con-
cierne solamente a la exigencia de que los Derechos Huma-
nos sean reconocidos allí donde no lo son, sino también a su
extensión y a su contenido allí donde ya constituyen el hori-
zonte normativo de la existencia colectiva. Por tanto, la di-
mensión simbólica del derecho no sólo impide que algo o al-
guien pueda ocupar el lugar de juez supremo, sino que induce
la formación de un espacio público de discusión, sin límites
definidos —ya que no es propiedad de nadie— y abierto a
todos los que quieren reconocerse en él y darle un sentido. El
espacio público democrático no excluye la formación de even-
tuales mayorías de opinión, pero esas mayorías están sujetas
a los efectos de la división social; no pueden ponerse a cu-
bierto de la duda, situarse al margen del cuestionamiento.
Sólo cuando es anulado el sentido simbólico de ese espacio
cuando se lo pretende determinar señalando su contenido y
sus lindes, su exterior y su interior; sólo cuando la dimensión
simbólica del derecho es rebajada a un plano empírico, la
mayorías pueden ser confundidas con la sustancia de la so-

XXXIV
ciedad y sentirse llamadas a llenar el sitio del poder. Pero ese
mismo movimiento, que no significaría sino la anulación de
la división política y el fracaso de los mecanismos de su re-
presentación, nos lanza ya fuera de la democracia. Contra
este peligro no tenemos garantía alguna: «No existe, escribe
Lefort, institución que por naturaleza sea suficiente para ga-
rantizar la existencia de un espacio público en el que se pro-
pague el cuestionamiento del derecho»?
Los Derechos Humanos, pues, lanzan a los individuos el
requerimiento de descifrarse a sí mismos y a la sociedad des-
de cualquiera de sus rincones. Este requerimiento hecho a
cada cual de hablar y de actuar desde el sitio en el que se
encuentra sería, según Lefort, la palanca que posibilitaría al
individuo democrático buscar si identidad: «Es eso lo que
parece el signo de la revolución operada por los Derechos
Humanos, uno de los imperativos más preciosos surgidos del
advenimiento de la democracia. Pero nada, en ausencia de un
garante último —el príncipe, el señor, el sacerdote—, en au-
sencia de un referente último —Dios, la Razón, el orden de la
Naturaleza—, nada nos da seguridad contra el gran riesgo que
comporta el hecho de asumir la
responsabilidad de pensar, de
juzgar —de asumirla frente a los otros». Esta concepción de
los Derechos Humanos nos da una pista sobre la representa-
ción del hombre que subyace al humanismo democrático de
Lefort: un ser «en movimiento, sin guía, cuyo honor es pen-
sar, hablar, sin ceder al nihilismo».“ Difícil, pues, asimilar el
humanismo democrático de Lefort a una forma de relativismo,
La idea de que la democracia «da forma a una comunidad de
un género inédito que no podría ser circunscrita definitiva-
mente en sus fronteras, sino que abre al horizonte de una hu-
manidad infigurable»* no contradice ni promueve menos
exigencia de decidir —pero, insistimos, sin guía, sin modelo,
la
sin garante— sobre
justo, lo verdadero
lo
y
legítimo
lo ylo ilegítimo, lo justo y lo in-
falso; y la exigencia de responder de
las palabras y de los actos ante los otros hombres,

59. Ibídem, p. 57.


60. «Penséc politique et histoire. Entretien avec Claude Lefort», Savoir et
mémoire, 1 7, París, AREHESS, 1996.
61. Claude Lefort, Ecrire, op. cit., p. 49.
62. Ibídem, p. 39.

XXXv
Totalitarismo y democracia

Si en Le totalitarisme sans Stalin, y


a partir de la concep-
ción de una sociedad libre de toda división, interpretaba Lefort
el régimen totalitario de la URSS como el «simulacro de una
totalidad efectiva», la interpretación que se abre paso a partir
de 1976 —fecha de la aparición de sus reflexiones sobre 7:
Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsyn,“
Lefort se ha desprendido de la creencia en la producción de
y
toda vez que

una sociedad indivisa y dueña del


principio de su institución—
es la de aquella forma de sociedad que, en nombre de una
ciencia de lo real, pretende producir la
auténtica democracia
—la democracia llamada liberal le
pareció siempre al comu-
nismo una parodia—, esto es, pretende hacer realidad la idea
de una sociedad enteramente inmanente:

Totalitario —escribe Lefort— es el buen término para desig-


nar el advenimiento de un modo de dominación en que son el
borrados
a la vez los signos de una división entre dominantes
y dominados, los signos de una distinción entre
el poder, la
ley y el sabez, los signos de una diferenciación esferas
de
las
de la actividad humana, de manera que se reduce al marco de
lo supuestamente real el principio de la institución de lo so-
cial o, en otros términos, que sc opera una especie de bucle de
la sociedad sobre sí misma.

Si en la sociedad democrática, a diferencia de la sociedad


del Ancien Régime, el poder de descifrar el significado de la
y
acción de los hombres la norma de la
vida social no es incor-
facción social, en la socie-
porado ni a una persona ni a una
dad totalitaria las instancias del poder, del derecho y del sa-
ber son reincorporadas no ya a una persona, por poderosa
que parezca —Lenin, Stalin—, sino a un órgano colectivo —el
Partido— que da cuerpo a la representación de un pueblo uno.
El Partido vertebra toda vida social, determina la
relación del
hombre con el mundo, con otros hombres y consigo mismo

63. Cf. supra, nota 17.


.
64. Claude Lefort, Un honime en trop. Reflexions sur VArchipel du Goulag, París,
Du Seuil, 1976.
65. Claude Lefort, La complication, ap. cit. p. 12.

XXXVI
—obvio
es decir que la distinción público-privado eselimina-
da en la sociedad comunista. Todo lo que queda fuera del Par-
tido y de su ley, ¡la Ley!, es denunciado como mistificación,
como falsificación, como traición. Con ello pretende cumplir
su proyecto de un mundo absolutamente inmanente, de una
sociedad cerrada sobre sí misma, El totalitarismo pone en
marcha un proceso de identificación que ciñe a toda la socie-
dad: el pueblo es contraído dentro de los límites del proleta-
riado; el proletariado es identificado con el partido; éste, a su
vez, con la dirección, y finalmente, la
dirección es comprimi-
da en el Egócrata —como lo
llamaría Solzhenitsyn. La dife-
rencia simbólica de poder y sociedad, constitutiva de la de-
mocracia, queda de este modo anulada y, con ella, la
posibilidad de una diferenciación de prácticas sociales, de fo-
cos diversos de socialización, No hemos de olvidar, nos ad-
vierte Lefort, que en el Egócrata «se realiza de un modo fan-
tástico la unidad de una sociedad puramente humana. Con él
se instituye el espejo perfecto de lo Uno». Esto sugiere que el
Egócrata, continúa Lefort, «no es un amo que gobierna solo,
eximido de las leyes, sino el que concentra el poder social en
su persona y, así, aparece y se aparece como si nada hubiera
fuera de sí mismo, como si
hubiera absorbido la sustancia de
la sociedad, como si,Ego absoluto, pudiera dilatarse infinita-
mente sin encontrar resistencia en las cosas».% El totalitaris-
mo no
es, pues, una tiranía de corte clásico. Es una forma so-
cial en que es recusada la
noción de una heterogeneidad social,
de una variedad de modos de
vida, de comportamiento, de creen-
cia, de opinión; noción que contradice radicalmente la imagen
de una sociedad idéntica consigo misma. Frente a la democra-
cia entendida como sociedad a prueba de su figuración; como
sociedad que hace de la desposesión de sí,
de la indetermina-
ción de su sujeto, una seña de identidad, el totalitarismo se
presenta como sociedad de la certeza, sociedad dueña de
de su movimiento; frente a la democracia como sociedad tra-
laley

bajada por la historia, a prueba de cualquier pretensión de rc-


poso o detención en un determinado lugar, el totalitarismo se
muestra como «sociedad sin historia»:

66. Claude Letort, Un homme en trop, ap. cir., 68.

XXXVII
La sociedad democrática moderna —escribe Lefort— me pa-
rece de hecho esa sociedad en que el poder, la ley y el conoci
miento se encuentran sometidos a la prueba de una indeter-
minación radical; sociedad convertida cn el
teatro de una
aventura que no se deja someter, en que lo instituido nunca
llega a estar del todo establecido, en que lo conocido ésta mi-
nado por lo desconocido, en que el presente sc revela
innombrable, al abarcar tiempos sociales múltiples, despla-
zados unos de otros en la simultaneidad, o nombrables en la
mera ficción del futuro; una aventura tal que la búsqueda de
identidad no se desprende de la
experiencia de la división. Se
trata de Ja sociedad histórica por excelencia.

La emergencia de la
ideología totalitaria está unida al des-
simbólicas de la vida democrática,
crédito de las referencias
a la impugnación del sentido
democracia
simbólico del
poder y de
de
ley. la
Riesgo éste que la no puede conjurar una vez
por todas. Una sociedad cuya identidad no puede despren-
derse de la división; una sociedad en la que la diferencia en-
tre lo legítimo y lo ilegítimo no es decretada por la certeza;
enla que el derecho está sujeto a la palabra y a la voluntad de
los hombres; una sociedad en la que el
poder no es el sitio
que señala la invisible corporeidad u organicidad de socie- la
dad; una sociedad, en fin, en la que la distinción verdadero-
falso, o real-imaginario, no son exteriores al
pensar, pues lle-
van la impresión del discurso que la enuncia; una sociedad
asf, decimos, abre un horizonte insólito a la libertad, pero
está siempre en la cuerda floja de la descomposición. En pa-
labras de Lefort:

Cuando la inseguridad de los individuos crece como conse-


cuencia de una crisis económica, o de la devastación de una
guerra; cuando elconflicto entre los individuos y los grupos
desespera y no encuentra su resolución simbólica en la esfera
de lo político; cuando el poder parece decaer al plano de lo
real y aparece como algo particular al
servicio de los intereses
y apetitos de vulgares ambiciosos, dicho brevemente, se mues-
tra dentro de la sociedad y al mismo tiempo ésta se deja ver
como fragmentada, entonces se desarrolla cl fantasma del
pueblo uno, la búsqueda de una identidad sustancial, de un

67. Claude Lefort, Linvention démocratigue, París, Fayard, 1942, p. 174.

XXXVII
cuerpo social soldado a su cabeza, de un poder encamador,
de un Estado libre de la división.

De ahí que, aunque el comunismo haya pasado, la


cuestión
del comunismo, dirá Lefort, «permanece en el corazón de nues-
tro tiempo». Lefort pone a los regímenes comunistas bajo la
óptica de la dimensión simbólica de la sociedad democrática:
el comunismo pretende hacer realidad un saber último de la
sociedad, una posesión de sí completa, que en la democracia
sólo era un supuesto simbólico. Según Lefort, el régimen co-
munista refleja los efectos devastadores de una sociedad que se
deja prender por lafantasía de un mundo realmente replegado
sobre sí mismo, sin ninguna referencia de sentido fuera de sí;
una sociedad que se deja embrujar por el nombre de Uno, por
el Partido, y que anula la dimensión del otro, del no idéntico,
del diferente, tanto en el exterior como en el interior del espa-
cio que delimita el Partido; el Otro es concebido, tanto dentro
como fuera de ese espacio, como permanente amenaza social
y, por tanto, como enemigo a exterminar. La captura de los in-
dividuos, de su pensamiento, de su sensibilidad, de su volun-
tad, es en cierto modo favorecida por el encantamiento que
produce el Nosotros comunista. Lefort señala que el fenómeno
comunista anuda un estrecho vínculo entre el deseo de ser Uno,
la identificación con él, y el deseo de sumisión, pues en uni- el
verso comunista el Uno es
la ley. El enigma del comunismo es
el enigma de una sociedad que, prendida por el nombre de Uno
se impone a sí misma no pensar otra cosa que lo que el Partido
piensa, no desear otra libertad que la
que el Partido desea, no
hacer otra cosa que lo que Partido manda. Es esta identifica-
el
ción la que llevará a decir a Solzhenitsyn que bajo el comunis-
el
mo pueblo llega a convertirse en su propio enemigo: «Si su-
mamos —escribe Solzhenitsyn— todas las
riadas de detenidos
en virtud del artículo 58,7 y
el resultado multiplicamos por
tres, el mismo número de los miembros
lo
de
la familia exiliados,

68. Claude Lefort, Essais sur le politique, op. cit., pp. 29-30.
69. Claude Lefort, La complication. op. cit,, p. 5.
70. Se refiere al artículo 58 del Código Penal elaborado en 1926 y que regula los
«Crímenes de Estado». Entre ellos, los más temibles por su imprecisión y por el
fácil recurso que a ellos se hacía, se encuentran la «propaganda antisoviética» ola
«no delación».

XXXIX
desterrados, sospechosos, humillados, perseguidos, tendremos
que, por primera vez
en su propio enemigo y,
en

sin
la
historia, el pueblo se ha convertido
embargo, ha hecho de la policía
secreta su gran amigo».”!
En este fenómeno percibe Lefort la singularidad del comu-
nismo. Lo que lo
distingue respecto al nazismo es haber realiza-
la
do
representación de todo un pueblo en bloque, sin divisiones
internas, activo, movilizado hacia un fin común a través de la
diversidad de sus actividades y, por esta misma razón, dedicado
a extirpar de sí todo aquello que atenta contra su integridad, a
eliminar sus parásitos, sus detractores. El pueblo comunista, a
diferencia del nazi, no se define a través de la naturaleza: es la
realización de la unidad de social. Por eso su cnemigo no es
lo

otra raza, sino todo aquel que se opone al cumplimiento de lo


social: «Este enemigo —escribe Lefort— se define, necesaria-
mente, a través de su propia imagen, como el representante de
lo antisocial. En este sentido, no podría fijarse fuera, parece
ilocalizable, en todas partes y en ninguna, no puede más que
perseguirlo como portador de una alteridad cuya amenaza hay
que conjurar siempre».?? Y, sin embargo, el
corpus totalitario
necesita al Otro. Su alteridad proporciona sentido al umm co-
munista. La producción de esa compactibilidad es inseparable
de la producción de la
alteridad, es decir, la producción de la
sociedad como una totalidad sin fisuras va a la parque pro- la
ducción de su agente destructor: «La operación que instaura la
“totalidad” —escribe Lefort— requiere siempre la que extirpa
alos hombres “que sobran”; la que afirma al Uno requiere la que
a
suprime al Otro. Hay que producir este enemigo, es decir, fabri-
carlo y exhibirlo para que esté ahí la prueba pública, reiterada,
no sólo de que él es la causa de lo que amenazaría con aparecer
como signo de conflicto, o incluso de indeterminación, sino, más
aún, de que es eliminable en tanto que parásito, detractor, dese-
cho».”* El éxito de la empresa totalitaria dependerá, pues, de
una correcta operación de profilaxis, de asepsia del cuerpo so-
cial. El comunismo conjura cualquier división interior. Según
Lefort, bajo el efecto de tal rechazo surge ese otro que puede

71. Cit. según Claude Lefort, Un homme en


trop, op. cit.
72,1bid., 9.31.
73. bid, pp. 31-52.

XL
proyectarse a voluntad aquí o allá dentro de lo supuestamente
real, inscribirse en una red, vincularse a un centro manipulado
desde el extranjero. Ese otro representa una exterioridad imagi-
naria, una alteridad imaginaria; es un sustituto del otro efectivo,
del agente social que se engendra en el movimiento socializa- de

ción efectiva, que implica no sólo la


diferenciación, sino la
divi-
sión; es, en última instancia, un ciudadano cualquiera el que
viene a convertirse en enemigo potencial del pueblo.
Las condiciones de posibilidad de la empresa totalitaria es-
tán en cierto modo preparadas por la
forma de vida democráti-
ca: desde el momento en que no
es
posible referir un funda-
mento incuestionable de lo social, todas las relaciones que los
hombres anudan son susceptibles de ser puestas en cuestión.
Con ello se genera una dinámica de consecuencias impredeci-
bles. Si la indeterminación democrática deviene insoportable
por razones políticas, económicas sociales, o
sociedad realmente dueña de sí aparece en horizonte y, con
el
la
fantasía de una

ella, el fantasma totalitario de su realización. La vida democrá-


tica supone tácitamente la indeterminación de
social —división
su
sentido, esto
de opinio-
es, la renuncia a borrar la división
nes, creencias, gustos...— en
moral. El totalitarismo
nombre
explota
de
la
la
certeza:
necesidad de
ésa es su
certeza
apuesta
que aflora en los seres humanos en momentos en que inde-la
terminación de la vida es vivida como amenaza; supone una
voluntad de someterse a la certeza que encarna el Partido, el
órgano del invisible pueblo uno: certeza del ser de la socie-
la
dad y del sentido de sus movimientos.”
No fueron suficientes lasreflexiones de Boris Souvarine,”
de André Gide,”* de Antón Ciliga,7” de Victor Kravchenko,* de
David Rousset ,”? de Merleau-Ponty,* de Hannah Arendt," oel

74.
73.
el
Cf. supra texto de la nota 68.
Boris Souvarine, Stalin, Apercu historique du bolchevisme, París, Plon, 1935.
76. André Gide, Retour de TURSS, París, Gallimard, 1936.
77. Anton Ciliga, Au pays du grand mensonge, París, Gallimard, 1938.
78. Victor Kravchenko, J'ai choisila liberté! La vie publique et privée d'un haut
fonctionnaire soviétique, París, Self, 1949.
79. David Rousset, Le Code de travail correctif de la R.ES.S.R., París, Le Figaro
littéraire, 1950.
80. Maurice Merleau-Ponty, Les aventures de la diulectique, París, Gallimard, 1955.
81. Hannah Arendi, The origins of Totalitarianism, Nueva York, Harcourt Brace
Jovanovich, 1951-1966.

XLI
trabajo de Socialisme 0u Barbarie, para remover el mito de
la

URSS. Hubo que esperar a principios de la década de los se-


tenta para que un ensayo de
investigación literaria, El Archi-
piélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsyn, reabriera el debate
sobre el carácter totalitario del régimen de la UESS.
¿Qué pone de relieve la investigación de Solzhenitsyn? Los
mecanismos con los que se produce y mantiene el cuerpo es-
pectral del comunismo. Solzhenitsyn intenta pensar aquello
que impide el pensamiento. Lefort llega a creer que
Solzhenitsyn permaneció vivo por «el deseo, que demostrá ser
indestructible, de pensar, hablar, escribir desde ese mundo,
sobre ese mundo hecho para anular el pensamiento, la pala-
bra, la escritura»? Sólo podía satisfacer el deseo de compren-
der dando expresión a lo que no la tenfa, nombrando
buscando sentido en
que
el
lo
rompía todo nombre conocido,
sinsentido. Y esto sólo podía intentarlo transgrediendo los 1í-

mites de
la
división del conocimiento, esto es, haciendo de la
literatura un camino del pensamiento. «Imposible, pues
—nos dice Lefort— que el movimiento del conocimiento se
deshaga de la conquista de una palabra que nombra las cosas
y a los otros; que se deshaga
de
la
tarea de la expresión: sola-
mente así la obra está en elemento de la verdad».** En El
el
Archipiélago Gulag, continúa Lefort, «se acumulan las metá-
foras extraídas de la geología, de la biología, de la industria,
se entremezclan, incomprensibles, en busca de una traduc-
ción en el lenguaje de lo que escapa a todo lenguaje, para con-
figurar lo no-social, lo no-humano, para señalar, en fin, en la
dirección del abismo de una sociedad que pretende justamen-
te asirse en todas sus partes, saberse, amurallarse como pura
sociedad humana, coincidir en toda su extensión con su defi-
nición política». La imagen que, según Lefort, mejor define
a Solzhenitsyn es la del contradictor público, aquel que
transgrede la norma de la sumisión. Fue ésta la actitud que
persiguieron los perros de presa del sistema: «Resulta muy
cómodo afirmar hoy —nos recuerda Solzhenitsyn— que el

82. Alexandr Selzhenitsyn, Archipiélago Gulag, Barcelona, Tusquets, 1998.


83. Claude Lefort, Un homme en trop, op. cít., p. 22.
84. Ibidem, p. 24.
85. Ibidem, p. 29

XLI
arresto era una lotería. Una lotería era, pero los números esta-
ban marcados. Había redadas generales, arrestaban de acuer-
do a normas dadas de antemano, cierto, pero cualquiera que se
atreviera a contradecir en público, era recogido
de concentración
al
instante» *
están en
Para Solzhenitsyn los campos
el centro del régimen comunista, en torno a ellos giran todos
los acontecimientos. No fue siempre así. Al principio —hasta
finales de los años veinte— fueron lugar de reclusión de los
enemigos del comunismo, pero cuando se los quiso recuperar
parala actividad económica pasaron a ocupar el centro de los
acontecimientos. «La significación esencial de la existencia
la
del Archipiélago —escribe Solzhenitsyn— es la siguiente:
coerci-
organización de la sociedad para el aprovechamiento
tivo y despiadado del trabajo gratuito de millones de escla-
vos.» ¿La centralidad de los campos fue sólo económica? No
parece el caso después de
leer el relato de las construcciones
del canal de Belomor y
el de Volgo. Esos relatos descubren
El
el
significado comunista de un cuerpo social organizado. co-
munismo sólo puede mostrar su poder reduciendo la huma-
nidad de los individuos a materia, esto es, reduciéndolos a
desechos, a parásitos, a saboteadores de la empresa comunis-
ta. El comunismo requiere individuos simbólicamente aniqui-
las
lados, esto es, individuos a quienes les son suspendidas
referencias de sentido de su socialidad, de su mutuo recono-
cimiento, individuos a los que se ha separado de toda trama
social, abstractos, desarraigados, sin historia.

Tal es la paradoja —escribe Lefort— que permite entrever la


formación de la industria penitenciaria: funciona extrayendo
los elementos parasitarios a una sociedad destinada a la uni-
dad, a la homogeneidad, ala transparencia, bajo el control de
sus dirigentes, a una sociedad entregada a la organización; y
hecho de estar
son estos elementos y sólo ellos, por el solo
des-socializados, de haber sido arrancados por la violencia de
todos los circuitos particulares de dependencia que determi-
naban su existencia, son esos hombres abstractos los que se
ofrecen a la plena dominación del poder **

86. Cit. según Claude Lefort, Un homme en trop, op. cit, p.


34.
87. Ídem, p. 90.
88, Claude Lefort, Un homme en trop, op. cit, p. 114.

XLIT
Cuando el individuo es extraído del medio en que se so-
cializa, cuando se lo
priva las referencias simbólicas que
de

le permiten orientarse y dar un sentido a su existencia, el


poder tiene expedito el camino no sólo de disponer de los
individuos, sino de demostrarse como el principio de lo real.
Así, la producción de una humanidad desmembrada, la pro-
ducción incesante de enemigos del pueblo, proporciona per-
manentementc a la sociedad la
certeza de su identidad como
cuerpo indivisible, Descubriendo al
Otro en el seno del Nos-
otros se produce y reproduce el
vínculo de la solidaridad or-
gánica comunista.
Con la
puesta en marcha de los campos se
cierra el pro-
yecto totalitario de crear una sociedad liberada de los elec-
tos de la división. Sus resultados nos hacen ver que la di-
mensión de la
diferencia, de la alteridad, es hasta tal punto
constitutiva de la trama de la vida los
individuos que su
de

anulación es ya la antesala de la dominación absoluta. A pe-


sar de su figura espectral, ese inmenso proyecto de destruc-
ción no nace de la nada. Es la consecuencia de pretender
disponer de la solución a la indeterminación en que vive y
de la que vive la democracia moderna: indeterminación de
la
un poder llamado a permanecer vacío, a señalar una exterio-
ridad simbólica de lo social; indeterminación de un derecho
sujeto al discurso que lo enuncia; indeterminación de un sa-
ber social que ya no se apoya en la certeza que proporciona-
ban los fundamentos naturales o mítico-religiosos; indeter-
minación, en fin, de una identidad social simbólica, llamada
a permanecer en estado latente.
La identificación de la democracia con una invención de la
burguesía espara Lefort un desacierto que no sólo nos priva de
comprender su sentido, sino el del desplazamiento de las refe-
rencias simbólicas que está en el origen de la
sociedad totalita-
ria, Si puede decirse que su surgimiento coincide con el de la
burguesía, no podemos olvidar que ésta la ha combatido antes
de intentar sacar partido de ella y que, una vez convencida de
que su acontecimiento cra imparable, no ha dejado de ensayar
su desarme poniéndole continuamente obstáculos. La demo-
cracia excede en todos los aspectos el proyecto de una clase
social. Para Lefort, la democracia se ha instituido por vías im-
previstas, bajo el efecto de reivindicaciones indomables. No sólo

XLIV
produjo desgarro de la clase burguesa, sino que hizo apare-
el
cer en la escena social y política al proletariado. Poner los ojos
en el proletariado tampoco debe hacer olvidar que luchó por el
reconocimiento de unos derechos que excedían el estrecho
marco de la clase social y que adoptaron el nombre —no por
paradójico menos capaz de indicarnos un principio de inven-
ción socio-histórica— de Derechos Humanos. Para Lefort es
equivocado hacer de la revolución democrática la
obra de una
clase social: la burguesía que la pondría en marcha y el prolcta-
riado que la propagaría. Más bicn habría que reconocer que
esta revolución les proporcionó la condición de posibilidad de
su emancipación respectiva y dirigió la dinámica de su antago-
nismo. En el enigma de una forma de sociedad que escapa a su
determinación positiva habría que buscar
democracia y del proyecto totalitario.
el
principio de la

Si a Lefort le parece evidente que la erección del sistema


totalitario no podía explicarse sólo por el deseo de implantar
un nuevo sistema productivo, también le parece evidente que
no podía ser la consecuencia de improvisaciones debidas a cir-
cunstancias imprevistas en el camino del comunismo. Las ac-
ciones del Partido no dejaban lugar a dudas: respondían a una
intención, a un proyecto. ¿Significa esto que lo que impulsa a
la construcción del régimen totalitario es la «idea», la «utopía»,
oquizála «ilusión» de una sociedad comunista? Así parece con-
cebirlo una corriente de pensamiento a la cabeza de la cual
podemos distinguir a historiadores de la talla de Frangois Furet”
o de Martin Malia.* Según Furet, el comunismo estuvo consti-
tuido por una ilusión fundamental. ¿Cuál fue esa ilusión?

El comunismo tuvo la ambición de adecuarse al desarrollo


necesario de la Razón histórica, y que la instauración de la
«dictadura del proletariado» revistió por cllo un carácter cien-
tífico: ilusión de otra naturaleza de la que puede nacer de un
cálculo de fines y medios y hasta de una simple fc en la justi-
cia de una causa, ya que ofrece al hombre perdido en la histo-
ria, además del sentido de suvida, los beneficios de la certi-

89. Francois Furet, Le passé d'une illusion. Essai sur Vidée communiste au XX
siécte, París, Robert Latfont/Calmann-Lévy, 1995 (ed. esp. El pasado de una ilusión,
trad. de M. Utrilla, México, FCE, 1995).
90. Martin Malia, La Tragédie soviétique. Histoire du socialisme en Russie, 1917-
1991, París, Éditions du Seuil, 1995.

XLV
dumbre. No fue algo parecido a un error de juicio, que con la
ayuda de
la
experiencia se puede reparar, medir y corregir;
más bien, fue una
entrega psicológica comparable la de una
fe religiosa, aunque su objeto fuesc histórico.” a
Por su parte, Malia ve en la historia del comunismo el en-
sayo llevar «la utopía al poder». ¿De qué utopía se trata?
de

De la utopía de una sociedad igualitaria, de la utopía del so-


cialismo en su vertiente marxista, El régimen comunista sería
un «régimen ideocrático», esto es, «un mundo en que
logía y lo político constituían la infraestructura y nola
ideo- la
super-
estructura y en que la organización socio-económica era una
derivación de una base constituida por el
partido».
Ambos planteamientos terminan convirtiendo totalita-
rismo en una abstracción y, lo que es peor, estableciendo una
al
raíZ liberal del comunismo
que permitiría emparentarlo con
la democracia. «La ventaja del discurso leninista sobre fas- el
cista —escribe Furet— consiste en que, más allá de crítica la
a la democracia burguesa, reencuentra
el
sustento de
sofía liberal: si bien hubo que derrocar los regímenes
filo- la
que la
reivindicaban para cumplir sus promesas, la autonomía del
individuo está presente en el horizonte del comunismo como
lo estaba en elcentro del liberalismo». % El atractivo princi-
pal del marxismo-leninismo, insiste Furet, «se encuentra,
desde luego, en su universalismo, que lo emparenta con la
familia de las ideas democráticas, con el sentimiento de igual-
dad de los hombres como resorte psicológico
principal».
¿No hubiera sido más acertado preguntarse por el significa-
do las políticas leninista y estalinista, antes
que abando-
de

narse a los discursos de los maestros? ¿No desmentiría esa


práctica su supuesto parentesco con la democracia? ¿No
pondría asimismo de relieve la
centralidad político-social del
Partido, su identificación con el saber y la ley? Reducir el
fenómeno totalitario a la creencia, largamente acunada
la modernidad, en una transformación social
por
promovida
por una organización científica de la sociedad, que tomaría

91. Francois Furet, El pasado de una ilusión, op. cit., p. 11.


92. Cit. según Claude Lefort, Za complication,
ap. cit, p. 143,
93. Francois Furct, El pasado de una ilusión, op. cif., p. 37.
94. Ibídem, p, 38.

XLvI
la formade y
dictadura del proletariado que abriría la puer-
ta de una sociedad sin clases, significa ocultar Ja vida real
bajo la ley del partido: ley que impone su lógica al pensa-
miento y la acción comunistas. Una lógica inseparable de la
incorporación en una comunidad que impone la voluntad de
no pensarotra cosa que lo que el Partido piensa, de sólo ser
sensible a aquello que el Partido lo es. No hay mundo, no
hay pensamiento, no hay deseo fuera del Partido. El propio
Solzhenitsyn nos dice que sí aquellos que lo juzgaron tuvic-
ran que volver a juzgarlo, porque las cosas cambiaran, lo
volverían a condenar. Es cierto que el comunismo es inteligi-
ble sólo en el marco de una socicdad trabajada por la demo-
cracia —esto es, por una forma de vida que no acepta una
jerarquización orgánica de la sociedad, según la naturaleza
o la voluntad divina, que rechaza el poder como un atributo
personal o grupal depositario de la ley y del saber, esto es,
que rechaza que laley y el saber estén investidos en un indi-
viduo o comunidad, pero esto no significa que en ellos se
exprese la misma intención: la democracia busca mantener
la pluralidad de voces como constitutiva de la sociedad, el
comunismo persigue conducir esa pluralidad a su secreta
unidad. Es cierto que el telón de fondo de una humanidad
que busca en sí misma los referentes de sentido que antes
encontraba fuera de sí, de una humanidad vuelta hacia sí
misma, replegada sobre sí misma, ha estimuladoel
de un mundo-uno, de una sociedad-una, de una humanidad-
espectro

una, que sólo ha necesitado esperar a disponer de los me-


dios técnicos paraser llevada a la realidad y mostrarnos sus
efectos. Pero eso no significa que ese fantasma tenga sustan-
cia democrática. Ser comprensivo con el comunismo por-
que les dio a miles de personas motivos para seguir vivien-
do; porqueles dio un sentido a su existencia, cuando todos
los referentes tradicionales de sentido estaban llamados a
desaparecer, y cuando todas las certezas estaban cuestiona-
das; en otros términos, porque se juzga el comunismo en
función de aquellos que se comprometieron de buena fe
en
la prosecución de una sociedad sin clases, se olvida lo que
esconde la buena fe:querencia a la disciplina de pensamien-
to y acción, a la autoridad, al orden, a la uniformidad. Lo
que, según Lefort, define al tipo de hombre nuevo del comu-

XVII
nismo es su «capacidad de no dejarse afectar y, por tanto, sor-
prender por lo que ocurre». Lo que hay que comprender, por
tanto, es por qué el individuo se deja absorber por esa presen-
cia invisible, por esa comunidad invisible que lleva el nombre
del Partido; por qué deja atrapar su pensamiento hasta el pun-
to de quedar paralizado su deseo de conocer; por qué deja ador-
mecer su sensibilidad de tal modo que se hace insensible a todo
sentimiento que no procede del cuerpo comunista.
Esa corriente de pensamiento que emparenta a la demo-
cracia moderna con el comunismo alcanza también a filóso-
fos y sociólogos. Este es el caso de Leo Strauss” o de Raymond
Aron.” Resaltaremos algunas tesis de Aron que tocan directa-
mente nuestra cuestión.** Aron nos sorprende al afirmar que
la diferencia de democracia y totalitarismo no
ideas fundamentalmente distintas» ¿Cómo es posible que
la de «dos es
quien ha escrito que «la competición es inevitable porque ya
no hay gobernantes designados por Dios o por tradición» o
que «es esencial la participación potencial de todos los ciuda-
la
danos en la vida pública», y «la legitimidad de la discusión
sobre lo que conviene hacer y sobre la mejor constitución de
la ciudad», o incluso que le parece «conforme
a
la esencia de
nuestras sociedades y conforme también a la vocación huma-
na que todos los hombres que lo deseen puedan participar en
el debate»!
da establecer
yanalizado la política leninista y estalinista, pue-
tal parentesco entre democracia y totalitarismo?
Donde mejor sepercibiría dicha fraternidad sería en el terre-
no constitucional: «Bastaría —escribe Aron— con tomar en
serio los textos constitucionales para tener el sentimiento de
que no hay diferencia de naturaleza entre el régimen francés
y el régimen soviético».'! Según Aron, el conjunto de la obra
constitucional bolchevique revela un cuidado escrupuloso en

95. La complication, op. cit, p. 136.


96. Leo Strauss, «La crise de notre temps
et la
la crise de philosophie politique»
(1962), in Nihilismeet politique, París, Bibliotheque Rivages, 2001.
97. Raymond Aron, Démocrarie er totalitarisme, París, Gallimard «Folio/Idécsa, 1965.
98. Algunas observaciones de Claude Lefort a la obra de Strauss pueden leerse
en Claude Lefort, Écrire, Á lepreuve du politique, París, Calmann-Lévy, 1992,
pp. 261-303.
99. Raymond Aron, Démocratie et totalitarisme, op. cit, p. 353.
100. 7bídem, p. 348.
101. Ibídem, p. 244.

XLVII
mostrar su respeto por principio mayoritario. En las consti-
tuciones de 1918, 1924 y 1936 descubre Aron la misma «fide-
lidad verbal al principio democrático».
Para Letort, la idea de que en el régimen totalitario siem-
pre pervivió algo de la idea democrática significa descuidar la
práctica del leninismo y del estalinismo. Obviamos
dad cuando calificamos de democrática una Constitución de
la
reali-

purga y guerra civil (la Constitución de 1913), o cuando nos


dejamos llevar por el candor de las expresiones democráticas
puestas negro sobre blanco en los textos constitucionales
(Constitución de 1936). El principio de la mayoría pierde todo
su sentido democrático cuando no supone la instifución del
pluralismo, el reconocimiento de los derechos de las minorías
y el principio de la alternancia. Por otra parte, ¿de qué demo-
cracia hablamos cuando los candidatos a las elecciones son
propuestos por el partido y cuando los derechos fundamenta-
les de los ciudadanos son inseparables de deberes fundamen-
tales —entre los que sc encuentra no poner en duda los prin-
cipios del Estado—, cuyo incumplimiento los convierte en
traidores? Y, sin embargo, cabe seguir preguntándose por el
empeño estalinista de dar una apariencia democrática (insti-
tución del sufragio universal, del voto secreto, declaración de
independencia de la justicia) a la Constitución de 1936, De
acuerdo con Lefort, sólo si tenemos en cuenta las circunstan-
cias que rodean a la promulgación de esta Constitución pode-
mos tener alguna oportunidad de comprender
su significado
político. En efecto, la Constitución se alza sobre un paisaje
macabro: desde 1934 se lleva a cabo un exterminio sistemáti-
co, dirigido por Stalin, de Jos cuadros del partido, del ejército
y de la industria. Las purgas muestran la mentira de

ración democrática de derechos de los ciudadanos soviéticos,


la
decla-

pero no ha restado credibilidad a las intenciones democráti-


cas de sus instigadores, A diferencia de Aron, que considera
insatisfactoria la idea de que con la Constitución de 1936 el
régimen soviético persiguiera no ser confundido, ante la
opi-
nión pública internacional, con el fascismo o con
nacionalsocialismo, Lefort mantiene que en dicha Constitu-
el
ción hay una intención propagandística: un nuevo modo de
exportarel engendro estalinista y de dar cobertura alos parti-
dos comunistas satélites haciendo referencia a su Constitu-

XLIX
ción democrática y pasando por encima delterror —justifica-
de como medio de desactivar las conjuras de los enemigos del
pueblo. Según Aron, la Constitución de 1936 proclama «la fe
en los principios democráticos, aunque no los aplique».'%? El
résimen comunista devino lo que no quiso. La atribución de
poder absoluto al Partido fue una salida, «una solución ideo-
lógica» impuesta por las circunstancias:

Desde entonces —escribe Aron— sc comprende la dualidad


entre las ficciones constitucionales y la realidad. Por el mo-
mento los bolcheviques no lograron reconciliar enteramente
su doctrina, que permanece, en inspiración y objetivo, demo-
crática con la práctica del Estado de partido único, salido de
las circunstancias. Nos equivocaríamos si creyéramos que las
ficciones constitucionales no ticnen significado; que son sim-
ples trampas para tontos o villas «a lo Potemkin»; en cierto
modo, mientras la constitución democrática sea proclama-
da, subsistirá la oportunidad de que el régimen evolucione
en este sentido.!%

Respuesta decepcionante para Lefort, pues la absorción del


Estado por el Partido estaba ya entre los proyectos del leninis-
mo, como atestigua su política. La solución ideológica de un
partido todopoderoso que produzca la sociedad socialista no
es, como parece sugerir Aron, una improvisación ante la ambi-
gtiedad de los textos de Marx. La combinación de socialismo y
partido único forma parte de la estrategia ideológica del leni-
nismo, primero, y del estalinismo, después. Consiste en mante-
ner tanto que el Partido cs un mero medio que emana del pue-
blo, susceptible de someterse a crítica, como la encamación del
puebio
y, por tanto, institución que está más allá de toda con-
testación. Para Lefort, el papel queel leninismo da ya al Partido
es la explotación ideológica del marxismo al servicio de la em-
presa de conquista del Estado por un grupo encantado por la
imagen de un cuerpo colectivo. Para el leninismo, el Partido
está por encima de todo: encarna la ley y el saber del hombre.
Inquietante igualmente le resulta a Lefort que quien ha
escrito que la clave del totalitarismo habría que buscarla en la

102, Ibídem, p, 246.


103, Ibídem, p, 233.
«identificación del hombre y de la Jey» 0 en su concepción del
hombre «como encarnación de la ley»; que quien define esa
ley como ley de la Historia que envuelve a todo y a todos; quien
hace del terror «la esencia de la dominación totalitaria»,'** esto
es, la manera de fabricar al Hombre uno, no aquejado de plu-
ralidad, no haya visto la centralidad del Partido en aquella iden-
tificación. Si se dice que en el comunismo se produce la iden-
tificación del hombre con la ley no habría más bien que hablar,
se pregunta Lefort, «de una identificación del cuerpo comu-
nista con la ley bajo cuyo efecto cada cual se siente requerido a
querer, a pensar, a actuar de manera semejante».15 ¿Y no era
esta perversión de la ley lo que muestra Solzhenitsyn cuando
resume el argumento que subyacía en los procesos a los comu-
nistas: «Siempre el mismo leitmoriv invencible empleado con
variaciones —¿a través de cuantos procesos ya?—: ¡vosotros
sois como nosotros, comunistas! ¿Cómo habéis podido extra-
viaros y levantaros contra nosotros? Arrepentíos, pues voso-
tros y nosotros juntos es nosotros».!% ¿No fue, pues, el repudio
y la destrucción de la forma de vida democrática lo que
emparentó al comunismo con el nazismo? En definitiva, lo que
a Lefort inquieta, respecto a Arendt, es que «tan entregada ala
restauración de lo plural —contra lo Uno— no observa que la
fantástica tentativa de hacer de la sociedad un cuerpo unido,
soldado a su cabeza —el Fiihrer, el guía supremo—, procede
de la inversión del régimen que se
edificó distinguiendo el polo
del poder, del polo de la ley y del polo del saber, y aceptando la
división social, el conflicto, aceptando la heterogeneidad de
las costumbres y opiniones y manteniendo distancia, preci-
a
samente como ningún régimen lo había hecho antes, el fantas-
ma de una sociedad orgánica».!97

ESTEBAN MOLINA

104. Hannah Arendt, 7he Origins of Totalitarianisra, np. cit., Part UI, cap. 13.
105, Claude Lefort, La complication, op, cit., p. 229.
106. Cit. según Claude Lefort, La complication, op. cit., 224.
107. Claude Lefort, Essais sur le politique, op. cit., p. 71-72,

Ll
¿PERMANENCIA
DE LO TEOLÓGICO-POLÍTICO?*

Durante el siglo XIX existió la convicción, ampliamente


compartida, de que no era posible descifrar las transforma-
ciones de la sociedad política —tomar la
verdadera medida de
lo que se esfumaba, de lo que acontecía o de lo que regresa-
ba— sin interrogar el significado religioso de lo Antiguo y de
lo Nuevo, De aquella convicción, tanto en Francia como en
Alemania, la
filosofía, la historia, la novela y la poesía ofre-
cían múltiples testimonios. Es cierto que esta disposición no
es nueva: es posible hallar sus huellas remontando muy lejos
el curso del tiempo. No estoy pensando en las obras de los
teólogos y de los juristas que disputaban sobre los lazos de la
autoridad los reyes y la de los papas; como quiera que se
de

ejerciera, su pensamiento se
situaba dentro de los horizontes
de una experiencia teológico-política del mundo. En el siglo
XVI encontramos los primeros signos de una reflexión moder-
na sobre religión y política en el nacimiento de una sensibili-
dad nueva para la cuestión de los fundamentos del orden civil
bajo los efectos conjugados del sacudimiento de
la
autoridad
la
de Iglesia, tras las luchas de la Reforma, y de la afirmación
y contestación del poder absoluto del príncipe. A principios
del siglo XIX se instituye un debate de muy diferente magni-
tud, como consecuencia de la Revolución Francesa, El recuer-
do de esc acontecimiento suscita el sentimiento de una ruptu-
ra que no está en el tiempo y que, sin embargo, lo pone en

* O Éditions du Seuil, 1986.

52
relación con
el tiempo como tal, haciendo surgir un misterio
de Ja historia; una ruptura que no circunscribe al campo de
se

las instituciones políticas, económicas, o sociales, sino que


nos pone en relación con la institución como tal, haciendo
surgir un misterio de la sociedad. El sentido religioso de esa
a
ruptura persigue los espíritus, sea cual sea el juicio formuia-
do —bien porque se busquen los signos de una restauración
del catolicismo, de una renovación del cristianismo en el ca-
tolicismo o en el protestantismo, de su cumplimiento en la
vida política y social, fuera del antiguo marco de las iglesias,
O bien, finalmente,
porque se busquen los signos de su com-
pleta destrucción y del nacimiento de una fe nueva, Por evo-
car sólo el caso de Francia, digamos que, en un polo, el legi-
timista Maestre; en el otro, el socialista Leroux, y, entre ambos,
pensadores tan singulares como Ballanche, Chateaubriand,
Michelet o Quinet hablan una misma lengua: a la vez política,
filosófica y religiosa.
Es cierto que en el mismo periodo, no lo olvidemos, se
afirma un nuevo estado del espíritu, una disposición (de la
que también podemos encontrar huellas en el siglo Xvr, y que
se dibuja plenamente con la Revolución Francesa) a concebir
el Estado como una entidad independiente, a hacer de la polí-
tica una realidad sui generis, a relegar la
religión al campo de
las creencias privadas. Ya en 1817 Hegel la condenaba en tér-
minos que permiten entrever su auge. Afirmaba en un frag-
mento de la Encvclopédie que «la religión constituye para la
conciencia de sí la base de la moralidad social y del Estado», y
añadía este precioso comentario: «Fue un inmenso error de
nuestra época querer considerar que podían separarse estas
dos cosas indisolubles y que podían ser indiferentes la una a
la otra. Se consideró la relación entre religión y Estado de tal
modo que éste pudiera existir por sí mismo, en virtud de un
y
cierto poder y de una cierta fuerza, la religión únicamente
se añadiera como elemento individual subjetivo, para darle
solidez, de alguna manera como algo deseable y a la vez indi-
ferente, en tanto la moralidad del Estado, esto es, su derecho
y su constitución racionales, era sólidamente establecida por
sí misma en su propio fundamento» ($ 552).
Críticas en el mismo sentido se multiplicaron un poco más
tarde en Francia a partir de premisas diferentes, bajo la inspi-

53
ación de un humanismo o de un socialismo teñidos de una
religiosidad nueva, frente a adversarios que ocupan los prime-
ros lugares, cuando el reino de Luis Felipe asegurara el éxito
de una política pragmática, más bien cínica, a la que Víctor
Cousin pintará con los colores del eclecticismo. Esta filosofía
bastarda, según el término de Leroux, celebrará ciertamente
las virtudes indestructibles de la religión, pero sólo para some-
terlas a la conservación de un orden político que, según la ex-
presión de Hegel, descansa sobre su propio fundamento.
Habría, pues, que reconocer que la concepción de la políti-
ca impuesta actualmente posee raíces antiguas. Su origen pa-
rece confundirse con el del espíritu burgués, espíritu de una
burguesía políticamente dominante. Nuestra modernidad no
se anuncia por el lado de los pensadores a los que evocába-
mos inicialmente, sino por el lado del eclecticismo —sin dete-
nernos en las vicisitudes de la ideología que los ha expulsado
de la escena intelectual. Así, el «inmenso error» denunciado
de los tiem-
por Hegel designaría lo que constituye la verdad
pos modernos, la de nuestro propio tiempo. El juicio de la
Historia, que Hegel tenía costumbre de invocar, se volvería
contra él y condenaría su propio error. De manera general
deberíamos concluir que si los pensadores que buscaban la
verdad religiosa de la revolución política de la que eran testi-
gos (de la revolución democrática, pues de ella se trataba) se
han convertido en ajenos a la sensibilidad de nuestra época,
es porque no entendían lo nuevo. Pero, ¿conviene detenerse
en esta conclusión e ironizar sobre sus quimeras? ¿No po-
dríamos preguntarnos si los que vivían recordando el Antiguo
Régimen y la Revolución, que aún se movían en la fractura de
un mundo en desaparición y otro en aparición, aquellos cuyo
pensamiento estaba habitado por una interrogación sin lími-
tes —quiero decir: que no era todavía detenida por la defini-
ción supuesta de las cosas por conocer, la definición de la po-
lítica, de la religión, del derecho, de la economía, de la
cultura—, si aquellos no poseían, aun si se equivocaron, un
poder singular de captar una dimensión simbólica de lo polf-
tico que más tarde sería ocultada, que
saber
ya
del
el discurso burgués
orden real de la socie-
ocultaba bajo un supuesto
dad? Para intentar responder a esa pregunta, conviene prime-
ro precisar sus términos.

54
Una cosa es que las instituciones políticas se separaran dife-
hace
mucho tiempo de las instituciones religiosas; y otra muy
rente la retirada de las creencias religiosas a la esfera de lo
privado. Ese fenómeno es observable incluso donde
dominante. Un
el catoli-
especial
cismo permanece como religión caso
es el de los países europeos bajo dominación totalitaria. Pero
aunque suscite la reflexión, dejémoslos provisionalmente a un
a
lado para atenernos la constatación general. ¿Este hecho
portador de su sentido? ¿Podemos decir simplemente que la
es
religión se desvaneció ante la política, para sobrevivir sólo en
su periferia, sin preguntarnos lo que antaño significaba su in-
vestidura en el orden político? ¿O quizás deberíamos suponer
que esa investidura fue tan profunda que se hizo irreconocible
para quienes consideran agotados sus efectos? ¿No podemos
admitir que lo religioso, a pesar de los cambios ocurridos, se
conserve bajo los rasgos de nuevas creencias, de nuevas repre-
sentaciones, de manera que pueda regresar a la superficie, bajo
formas tradicionales o inéditas, cuando los conflictos sean lo
bastante agudos para hacer quebrar el edificio del Estado?
Bajo la primera perspectiva, la noción «moderna» de la
política no nos plantearía dudas: derivaría de nuestra expe-
riencia efectiva. Bajo la segunda, sería indicio de la ignoran-
cia, o de la negación, de una parte secreta de la vida social, es
decir, de los procesos que gobiernan la adhesión de los hom-
bres a un régimen —es más, que determinan su manera de ser
en sociedad— y aseguran a ese régimen, a ese modo de socie-
dad, una permanencia en el tiempo, independientemente de
los acontecimientos que les afecten. Esa vía no nos conduci-
ría necesariamente
tradictorias, que
a las interpretaciones, por lo demás con-
consideraban el
indisoluble lazo entre lo re-
ligioso y lo político, pero al menos tendríamos que recoger
algo de su inspiración.
Sin embargo, al precisar así los términos de nuestra cues-
tión, no podemos dejar de considerar que se hallan en estre-
cha relación con el sentido que damos al término «religioso»,
pero sobre el
todo
debemos examinar.
que al
damos término «político». Es lo que

Al primero podemos asignarle una extensión mayor o me-

y
nor discutir el punto a partir del cual perdería toda pertinen-
cia; pero parece que estaremos de acuerdo, sin dificultad, en

55
juzgar que las creencias, las actitudes, las representaciones que
los sujetos interesados no reducen a un dogma; que no impli-
can por sii parte fidelidad a una iglesia; que en ocasiones son
acompañadas por un ateismo militante, pueden dar fe de una
sensibilidad religiosa —esta última expresión podría conser-
var un contenido bastante preciso si nos remite a fenómenos
histórica y culturalmente determinados, es decir, no a lo reli-
a
gioso en general, sino lo religioso cristiano, del que podemos
encontrar manifestaciones diversas sin correr el riesgo de equi-
vocarnos. En cambio, el término «político» nos pone en pre-
sencia de una ambistiedad que debemos examinarpara saber
de qué hablamos. El hecho de que elijamos decir Zo político, o
la política, proporciona, como sabemos, un indicio de esa am-
biguedad. Lo cierto es que la delimitación del campo denomi-
nado político no depende de simples criterios metodológicos.
La noción misma de «límites» procede, en efecto, de la pre-
ocupación por una definición «objetiva» —preocupación que
radica en el origen de la teoría política, de la ciencia política,
de la sociología política, tal y como se han definido a lo largo
de nuestro siglo. Ya se trate, por ejemplo, de circunseribir un
orden de relaciones sociales inteligibles en sí mismas, el de las
relaciones de fuerza; o de concebir un conjunto de funciones
sociales cuya articulación necesaria señala la coherencia de
un sistema; o bien de distinguir el nivel de una superestructu-
ra construida sobre las relaciones de producción en que la do-
minación clase se traduce, travistiéndose en instituciones,
de

prácticas, representaciones que supuestamente recogen el in-


terés general; o bien, finalmente
servación empírica de la masa
se
de
trate de indicar por la ob-
los hechos sociales aquellos
que tienen que ver directa o indirectamente con
el ejercicio del
poder, en todos los casos el supuesto es el mismo: el objeto
sólo podría tener consistencia siendo particular. En otros tér-
minos, la operación de conocimiento que pone en relación con
el objeto —sea concebido como «real», o como «ideal»— lo
hace surgir separándolo de otros objetos definidos o definibles.
El criterio de lo que es político es una función de lo que es no
político, es decir, de lo económico, de lo social, de lo jurídico,
lo
de estético... o de lo religioso. Esta operación noes inocen-
te, se realiza bajo la apariencia de una evidencia prestada del
campo constituido como campo del conocimiento exacto, es

56
decir, que sólo hay ciencia de lo particular... Es inútil precisar
que una disposición de espíritu tal no prohíbe, sino que de
hecho reguiere investigar las articulaciones entre lo que pro-
viene de la política y Jo que proviene de otra realidad, o de otro
combinan, por ejemplo, las relaciones de
sistema. ¿Cómo se
fuerza con las relaciones jurídicas? ¿Cómo se integra el siste-
ma político, a título de subsistema, en un sistema general?
¿Cómo se determinan las instituciones, las prácticas, las re-
presentaciones políticas necesarias para la conservación de un
modo de producción, y cuál eficacia propia, en diferentes
es

formaciones socio-históricas? ¿Cómo sacan partido a su vez


de un estado de la cultura, del derecho, de la religión? Son
esos algunos de los problemas que pudiera formular el teóri-
co, o el observador. Mejor aún: desde los más diversos puntos
de vista —el gue privilegia las relaciones, el marxista, el
funcionalista, el descriptivo—, somos invitados a distinguir,
cen función de la experiencia histórica, modos de articulación
diversos entre sectores de relaciones sociales, de subsistemas,
de niveles de la superestructura. Todavía queda por señalar
que todo intento de concebir la variación de las combinacio-
nes procede de la primera operación que disgrega los datos
sociales para delimitar lo inteligible y que esta operación es
guiada por un principio que erige al sujeto como conocedor
puro, le procura una neutralidad científica, y le hace ganar,
por la coherencia de su construcción o de sus observaciones,
la seguridad de su posición.
Muy diferente es la idea que nosotros nos formamos de lo
político cuando con ese término queremos designar, siendo fie-
les a la inspiración más antigua y constante de la filosofía, los
principios generadores de la sociedad, o mejor dicho, de las
diversas formas de sociedad. Sería absurdo objetar que consi-
deramos lo político en su mayor extensión. Es otra idea y otra
exigencia de conocimiento la que nos guía. Para precisar el sen-
tido de esa idea, de esa exigencia, no es necesario evocar el
debate multisecular del que está formada la historia de la filo-
sofía política, Pues no es necesario para nuestro propósito pre-
guntarnos cómo la investigación del filósofo ha sido guiada en
el pasado por la cuestión de la esencia del hombre, o por la
cuestión del paso del estado de naturaleza al estado de socie-
dad, o por la manera como la razón se revela a sí misma en la

37
historia. De un modo u otro y, por decirlo así, más acá de las
construcciones de Ja teoría, más acá del camino de la
reflexión
filosófica que se hace a prueba de
las
transformaciones cel
mundo, se ha impuesto la idea de que una sociedad se distin-
gue de otra por su régimen o, digamos mejor, por una cierta
manera de dar forma ala coexistencia humana. En otros térmi-
nos, si lo político no aparece
en la sociedades la por
a los ojos del filósofo localizable
sencilla razón de que la noción misma
de sociedad contiene ya la referencia a su definición política;
que el espacio denominado sociedad no es concebible en sí
mismo como un sistema de relaciones, por complejo que sea
posible imaginar, sino que, a la inversa, su esquema director, el
modo singular de su institución, vuelve pensables (aquí y allá,
en el pasado y
nes y las
en
elpresente) la articulación de sus dimensio-
relaciones que se establecen en su seno entre las cla-
ses, los grupos y los individuos, así como entre las prácticas, las
creencias y las representaciones. Si faltara esa referencia pri-
mordial a un modo deinstitución de lo social, a principios ge-
neradores, a un esquema director que ordenan una configura-
ción no sólo espacial, sino temporal de la sociedad, cederíamos
a
a la ficción positivista, no sabríamos evitar el poner la socie-
dad por delante de la sociedad, planteando como elementos lo
que sólo es comprensible tras una experiencia social. Al asig-
a
narel estatuto de realidad las relaciones de producción y a la
lucha de clases, por ejemplo, olvidaríamos que la división so-
cial sólo es definible —so pena de verla absurdamente plantea-
da como una división entre sociedades extrañas— en la medi-
da en que da figura a una división interna, la cual está cogida
en un mismo medio, en una misma «carne» (por expresarlo en
los términos de Merleau-Ponty); en la medida en que no sólo
sus términos están determinados por sus relaciones, sino que
éstas lo son por su inscripción común en el mismo espacio y
dan fe de una sensibilidad común frente a esa inscripción. Igual-
mente, al separar lo que es del orden de lo económico, de la
política (en el sentido en que lo entiende la ciencia moderna),
de lo jurídico y de lo religioso, para indicar con ello los signos
de sistemas específicos, olvidamos que sólo
distinción analítica
es posible alcanzar
esa porque ya poseemos la idea de una
dimensionalidad originaria de lo social y que ésta se ofrece con
la de su forma originaria, con la de su forma política.

58
Lo que opone el pensamiento «e lo político-— en todas sus
variantes y momentos—- con la ciencia política —en todas
sus variantes y momentos no es que ino enfoque a la socie-
dad como totalidad y el otro rechace ese objeto por consi-
derarlo ilusorio. La ciencia marxista, por ejemplo (no hable-
mos de Marx mismo, cuyo pensamiento es ambiguo y más
sutil), pretende reconstituir una totalidad real o ideal; igual-
mente, la ciencia, según Parsons, pretende rearticular siste-
mas de funciones en un sistema llamado general. La oposi-
ción se manifiesta a otro nivel. El filósofo no necesariamente
busca el inasible objeto que sería la totalidad, sino que en un
régimen, en una forma de sociedad, busca un principio de
interiorización que dé razón de un modo singular de diferen-
ciación y de relación de las clases, de los grupos o de las con-
de un modo singular de discri-
diciones
y, simultáneamente,
minación de las referencias en función de los cuales se ordena
la experiencia de la coexistencia —referencias económicas,
jurídicas, estéticas, religiosas...
Precisemos, pues, la noción de dar forma que introduji-
mos señalando que implica la noción de dar sentido (tomo la
expresión de Piera Aulagnier) y la de poner en escena las rela-
ciones sociales; dicho de otro modo, en la ordenación de esas
relaciones, una sociedad sólo adviene a sí misma instituyen-
do las condiciones de su inteligibilidad y proporcionándose, a
través de mil signos, una casi representación de sí misma. Pero
hay que subrayar de nuevo que la formación, la institución
política, no podría ser reducida a los límitesde
lo social como
tal. La distinción de lo que es social y de Jo que no lo es nos
haría caer enla ficción en cuanto quisiéramos plantearla como
real. Acabamos de decir que el principio de interiorización
que guía el pensamiento de lo político supone un modo de
discriminación de las referencias en función de las cuales se
ordena una experiencia de la coexistencia; y ésta no se desha-
ce de una experiencia del mundo, de una experiencia de lo
visible y lo invisible en todos los registros. La discriminación
de lo real y de lo imaginario, de lo verdadero y de
lo
falso, de
lo bueno y de lo malo, de lo justo y
de
lo injusto, de lo natural
y lo sobrenatural, de lo normal y lo anormal no interesa sola-
mente
a
necesario
las relaciones
insistir...
de
Así,
los
la
hombres
elaboración
en manifiesta todaes
su
que
vida social, no

59
sociedad política, y no sólo la del sujeto que se esfuerza por
descifrarla, contiene una interrogación sobre el mundo y so-
bre el ser como tales. Sin duda sería una tarea formidable, y
una tarea que se impondría al pensamiento político todavía,
saber cómo surgió, al menos parcialmente, en el curso de la
historia la experiencia de un mundo objetivo, de un mundo
que es lo que es independientemente de las experiencias co-
lectivas singulares; cómo se efectuó el paso del Unwelt políti-
co-social al Welf, retomando el lenguaje de Husserl.
Sin embargo, nos limitaremos aquí a examinar la diferen-
la
cia de filosofía política y de la ciencia política. Convenga-
mos que esta última se topa con problemas que llevan la hue-
lla de la investigación filosófica; pero precisamente para ella
no son más que problemas, definibles, entre otros, en el mar-
co de una reconstrucción o de una descripción de los meca-
nismos del funcionamiento social. De hecho, el teórico que
analiza la política en términos de relaciones de fuerzas, ya sea
que les preste una lógica propia, o que haga de ellas un refle-
jo, una transposición de las relaciones de clase, ellas mismas
determinadas por un modo de producción, no puede dejar de
preguntarse por qué y cómo pueden estabilizarse en una con-
figuración dada de manera tal que la fuerza dominante no
puede ya ejercerse manifiestamente; no puede dejar de inves-
tigar por qué y cómo escapan al conocimiento de los actores;
por qué y cómo se hacen pasar por legítimas, o conformes la
naturaleza de las cosas. En apariencia, su problema es dar
a
razón del proceso de interiorización de la dominación. Pero
lo resuelve buscando el origen y Ja naturaleza de ese proceso
más allá de los límites de la política, mediante el recurso alos
mecanismos de la representación, tal y como los descubre en
la esfera del derecho, de la religión, o del conocimiento cientf-
fico-técnico. Igualmente, el teórico que define la acción pro-
piamente política subordinándola a imperativos funcionales
(asegurar una unificación, una cohesión del conjunto social,
volver formulables y accesibles los objetivos generales) no ig-
nora que su definición es puramente formal. Acepta que las
funciones sólo son cumplidas con la condición de una
interiorización de los imperativos de la política por los agen-
tes sociales. Y para explicarlo invoca los valores y las normas
que determinan en un sistema de cultura dado los modelos de

60
comportamiento, Pero a esas normas, a esos valores, asigna
todavía funciones específicas; busca la condición de su efi-
ciencia en la coherencia del sistema del que proceden. En
suma, sea cual sea el esquema de la descripción o de la cons-
trucción, el método consiste siempre en aislar relaciones ven
combinarlas para deducir de tales operaciones a la sociedad.
Sería ilusorio suponer que algunas de esas relaciones pudie-
ran proporcionarnos la clave de los modos de interiorización
de lo social. El teórico se mueve entonces
exterioridad. Cuando habla del derecho, de la religión, de
de
en el elemento la
la ciencia; cuando habla de valores, de normas, de categorías
del conocimiento, sólo llena los espacios vacíos que deja el
esquema, inicialmente trazado, de acciones, de prácticas, de
relaciones (entendidas en su acepción materialista o forma-
lista). Esta operación segunda depende de la primera. Poco
importa la forma en que se hace girar al objeto para deslizarlo
del plano delo real o de lo funcional al plano llamado simbó-
lico; poco importa la forma como se introduce el elemento de
o
lo imaginario, el elemento del lenguaje; poco importa la con-
clusión de que en un último término las relaciones funciona-
les se «representan», se «hablan» siempre en los signos de lo
religioso, de lo jurídico, de lo científico. Ese plano simbólico
no nos hace salir de una concepción artificialista; se despliega
en un juego de articulaciones cuyos términos fueron previa-
mente separados, y se injerta en algo que supuestamente lleva
en sí mismo su determinación,
La oposición entre filosofía y ciencia es una oposición en-
tre dos exigencias de conocimiento. Para la ciencia, el conoci-
miento encuentra su seguridad en la definición de modelos
de funcionamiento; se ejerce conforme a un ideal de objetivi-
dad que pone al sujeto a soberana distancia de lo social. La
exterioridad del sujeto que conoce se combina necesariamen-
te con la exterioridad de lo social a sf mismo. En cambio, el
pensamiento que hace suya la cuestión de la institución de lo
social es simultáneamente confrontado con la de su propia
institución. No podría limita:se a una comparación entre es-
tructuras y sistemas, puesto que es sensible a una elaboración
de la coexistencia que da sentido, produce referencias de lo
tua
lo
verdadero y falso, de lo justo y lo injusto, de lo imaginario y
lo real, que instaura los horizontes de una experiencia de las

6l
relaciones del hombre con el hombre y con el mundo. Ese
pensamiento persigue dar razón de sí mismo en momento
el
en el que persigue dar razón de lo que piensa. A ese respecto
no me parece que exista una diferencia entre nuestras actua-
les exigencias y las de la filosofía de la historia, o las de la
filosofía antigua. Incluso cuando perdemos los criterios de
la razón clásica y renunciamos a una distinción entre regíme-
nes sanos y regímenes corruptos, autoridades legítimas
gítimas, fundada sobre una idea de la esencia del
e
hombre;
ile-

incluso cuando consideramos imposible invocar una idea del


devenir del Espíritu que permita encontrar en tal o cual cons-
titución del Estado moderno, a la vez la realización de un iti-
nerario y el sentido de sus etapas —de los progresos, de las
regresiones, de las desviaciones que lo forman—, continua-
mos obsesionados con la interrogación sobre el sentido de la
aventura humana que se nos ofrece en
sociedad política, y esa interrogación es siempre
las diversas formas de
movilizada
busca-
por nuestra experiencia de lo político, aquí y ahora;
mos los rastros de lo verdadero,
de
lo
legítimo, los rastros
dentro
de
de
una ocultación de la verdad, del derecho, y todo ello
la tensión provocada por un pensamiento que busca lo que
tiene derecho a pensar.
Volvamos
a la cuestión de la que habíamos partido: la se-
paración acontecida en la historia entre lo religioso y polí-
lo
tico. En marco
el
trata de un hecho
de
la sociología,
manifiesto que
o
no
de la
podría
ciencia
sacudir
política,
las
se
cate-
gorías del conocimiento de
dos
lo social. Lo político y la religioso
órdenes de prácticas y de relaciones
son planteados como
separados; el problema consiste en comprender, al examinar
una historia empírica, cómo se articulan, o se desarticulan.
Que los hombres, durante siglos e incluso milenios, hayan ig-
norado esa separación, que hayan dado una expresión religio-
sa a las funciones que ejerce el poder, o a las relaciones
de
fuerzas de las que surgía, no exime de reconocer, en los térmi-
nos del análisis objetivo, la pertinencia de una distinción que
a una
posee valor en sí misma. Pero esa actitud nos exponela socie-
doble dificultad: ola historia es nivelada, como lo fue
dad, el fenómeno de
y la separación se convierte en indicio de
un sistema general entre otros, de tal forma que la ciencia
asume una perspectiva resueltamente relativista. En ese caso,

62
lo que disimula son las condiciones de su formación y, con
ellas, el fundamento de su pretensión a una validez universal
de sus operaciones, puesto que el acontecimiento de
ración le ha hecho descifrar la
la sepa-
especificidad de la política. O
bien la idea de una eliminación de la religión del campo polí-
tico, al mezclarse con una teoría evolucionista o dialéctica, es
considerada como la señal de la formación de un tipo de so-
ciedad racional, o potencialmente tal, la
en que las institucio-
nes y las prácticas aparecen, o comienzan a aparecer, como
realmente son. Pero en este caso, el acontecimiento de la se-
paración no enseña nada tampoco en sí mismo; su significa-
es
do establecido por referencia a una ley del desarrollo histó-
rico, o de la dinámica de las estructuras sociales.
El filósofo se encuentra en otra situación. Cuando piensa
con el nombre de política los principios generadores de una
sociedad, incluye de inmediato en su reflexión los fenómenos
religiosos. Ello no quiere decir que a su modo de ver lo políti-
co y lo religioso puedan jamás coincidir. Pero su idea es que
no sería posible separar lo que proviene de la elaboración de
una forma política —en virtud de la cual se fija la naturaleza y
la representación del poder, la de la división social (división
de clases y de grupos), y simultáneamente se ordenan
mensiones de una experiencia del mundo— y lo que proviene
las di-

de la elaboración de una forma religiosa —en virtud de la cual


lo visible manifiesta una profundidad, los vivos se nombran
en relación con los muertos, la palabra de los hombres en-
cuentra su seguridad en una primera escucha, los derechos y
los deberes se formulan con referencia a una ley originaria.
En suma, lo político y lo religioso ponen al pensamiento filo-
sófico en presencia de lo simbólico, no en el sentido en que lo
entendían las ciencias sociales, sino en el sentido en que am-
bos dirigen,
por sus propias articulaciones, un acceso al mun-
do. Ello no impide concebir que en toda sociedad exista la
virtualidad de un conflicto entre los dos principios, e incluso
que sea tácitamente reconocida por doquier. Por otra parte,
que en el mundo moderno pueda afirmarse el imperativo de
una distinción plena de los campos regidos por estos dos prin-
cipios no sólo no pone en dificultades al pensamiento filosófi-
co, sino que satisface su exigencia de reivindicar el derecho
de buscar su fundamento en su propio ejercicio, pues no ha

63
podido jamás someterse, sin decaer, a la autoridad de la reli-
gión, Con ese acontecimiento revolucionario se cumple en un
sentido su propio designio; es parte integrante en la medida
en que encuentra las condiciones de su emancipación en el
momento en que los hombres adquieren la posibilidad de in-
fluir sobre su historia; de sustraerse a la fatalidad que hacía
recaer sobre su vida el sometimiento del orden social a la ley
religiosa; de descifrar en sus prácticas y en lo que de ellas
surge de nuevo las oportunidades del mejor régimen. Pero de
ahí a concluir que lo religioso como tal pueda, deba borrarse
límites de la opinión
o, mejor aún, encerrarse dentro de los
privada, existe un paso que parece infranqueable. ¿Cómo ad-
mitirlo, en efecto, sin perder precisamente la noción de su
dimensión simbólica, de una dimensión constitutiva de las
relaciones del hombre con el mundo? Sin duda, la nueva legi-
timación de la diferencia de opiniones contiene también un
significado simbólico; pero, aparentemente, en los límites de
un sistema político que asegura a cada individuo el derecho a
beneficiarse del mismo respecto que debe tener a los demás.
Pero lo que el pensamiento filosófico quiere preservar es la
experiencia de una diferencia que, más allá de la de las opi-
niones, más allá de lo que supone (el consentimiento a la
relatividad de los puntos de vista), no
los hombres; no se da en el interior
sede la
halla a disposición de
historia de los hom-
bres y no podría ser abolida ahí; una diferencia que los pone
en relación con su humanidad, de tal manera que ésta no po-
dría plegarse sobre sí misma, plantar su límite, absorber en sí
la sociedad humana sólo pueda
misma su
abrirse a sí
origen y su fin.
misma a
Que
través de una abertura que ella no crea,
eso justamente lo dice cualquier religión, cada una a su mane-
ra, al igual que la filosofía, y antes que ella, aunque en un
lenguaje que ésta no puede hacer suyo.
Así, la filosofía está dividida en su crítica a la religión. Si,
por ejemplo, rechaza la verdad que las iglesias cristianas co-
locan en la revelación; si, por principio, se sustrac a la autori-
dad del Texto; si aparta la imagen de un Dios que viene a en-
carnarse en la tierra en la persona de su hijo, no plantea la
no-verdad como mentira, o como reclamo. Tampoco, cuando
es fiel a su inspiración, desea conservarla por el simple moti-
vo de que en ella hay creencias útiles para mantener el orden

64
político establecido. Lo que descubre en la religión es un modo
de configuración, de dramatización de
lasrelaciones que los
hombres establecen con lo que excede al tiempo empírico, al
espacio en el que sc anudan sus propias relaciones. Ese traba-
jo de la imaginación pone en escena otro tiempo, otro espa-
cio. En vano intentaríamos reducirlo al solo producto de Ja
actividad de los hombres. Sin duda lleva la huella de sus ope-
raciones, en el sentido de que el escenario de la representa-
ción manifiesta su presencia, es tomada de su experiencia sen-
sible; que pueblan lo invisible con sus visibles; que inventan
ingenuamente un tiempo antes del tiempo, habilitan un espa-
cio por detrás de su espacio; que montan una intriga a partir
de las condiciones más generales de su vida. Sin embargo, lo
que lleva la marca de su iniciativa lleva también la de una
experiencia. Una vez reconocido que la humanidad sólo se abre
a sí misma a través de una abertura que ella no crea, hay que
aceptar que el cambio de religión no sólo permite leer los sig-
nos de una invención humana de lo divino, sino los de un
desciframiento de lo divino, o con la apariencia de lo divino,
del exceso del ser sobre el aparecer. En ese sentido, la religión
moderna, el cristianismo, pretende enseñar al
filósofo lo que
tiene que pensar. Recusado como enunciador de la revelación,
simultáneamente se le atribuyen, en tanto que modo de enun-
ciar lo divino, un poder de revelación del cual la filosofía no
puede prescindir, al menos desde que no separa la cuestión de
la naturaleza del hombre de la cuestión de su historia.
Simplifiquemos hasta el extremo: lo que el pensamiento
filosófico no puede hacer suyo, so pena de traicionar su ideal
de inteligibilidad, es la afirmación de que el hombre Jesús es
el hijo de Dios. Pero de lo que debe hacerse cargo del senti-
es

do de la representación del Dios-Hombre, pues capta en ella


un cambio con el que se rehace, en los dos sentidos mencio-
nados, la abertura de la humanidad a sí misma. La filosofía
moderna no puede ignorar lo que debe a la religión moderna;
no puede mantenerse alejada del trabajo de la imaginación,
someterlo como puro objeto de conocimiento, tan pronto como
parece ocupada en la cuestión de su propio advenimiento; tan
pronto como no puede ocultarse —aunque ceda a la fantasía
de ponerle un término— que hay un trabajo del pensamiento
filosófico, un desplazamiento del foco de su interrogación. A

65
pesar de su pretensión al saber absoluto, la sustitución de la
imagen por el concepto deja intacta para el filósofo la expe-
riencia una alteridad en
de el lenguaje, de un desdoblamiento
entre una creación y una revelación, entre la actividad y la
pasividad, entre la expresión y la impresión del sentido.
Con estas últimas observaciones quizá alcancemos la ra-
76n más secreta del apego del filósofo a lo religioso. Por fun-
dada que esté la reivindicación de su derecho a pensar —rei-
vindicación que lo sustrae a toda autoridad instituida— no
sólo posee la idea de que una sociedad que olvidara su funda-
mento religioso viviría en la ilusión de una pura inmanencia y
borraría del mismo golpe el lugar de la filosofía, sino que pre-
siente que ésta está ligada con la religión por una aventura,
cuya primera clave no posee. De tal modo que si afirma
el
final del cristianismo, al no poder separar su propio saber de
un saber primordial, latente, comúnmente compartido, invo-
ca el nacimiento de una nueva le. Así, se resiste a admitir el
hecho histórico de la separación de lo religioso y delo políti-
co, a pesar de la apariencia. Opone, como
ya dijimos, quie-
a
nes lo creen establecido que tienen no la noción justa de lo
que constituye lo político. Pero al hacerlo, corre riesgo de
el
negar que la apariencia tenga la suficiente consistencia para
dar figura a una nueva práctica, para inscribirse de un cierto
modo
en la realidad del poder y del Estado. De cualquier ma-
nera, puesto que considera imposible disociar la posición del
poder de su representación, puesto que asigna a éste un esta-
tuto simbólico, debería plantearse el problema de valorar el
cambio que contiene la representación de un poder sin funda-
mento religioso. En su defecto, la crítica filosófica carecería
de alcance, se limitaría a la condena de una opinión errónea...
Pero nos pareció que ése no era su objetivo, que tenía a la
vista la posibilidad de una forma de sociedad tal que lo reli-
gioso se encontrara sólo desconocido, o rechazado.
x * *

Aquello que los pensadores del siglo XIX perseguían desci-


frar del porvenir es en parte nuestro pasado y nuestro presen-
te. Ciertamente elsentido mismo de ese
presente depende de
un porvenir indeterminado, pero nosotros disponemos de una

66
experiencia de la que ellos carecían, la cual da un nuevo relic-
ve a su debate. En su época se anuncia sólo la forma política
que conocemos como la democracia moderna. Todas las
premisas habían sido planteadas, pero aún conservaba su se-
creto, a pesar de que podían entreverse su dinámica y sus
ambigtiedades, como lo prueban en especial algunas extraor-
dinarias anticipaciones de Tocqueville. Sin embargo, la em-
presa del totalitarismo estaba situada fuera del horizonte del
pensamiento político, pero no hay ninguna duda de que con-
tribuye a esclarecer el secreto de la democracia y nos incita a
una nueva interrogación sobre lo religioso y sobre lo político.
La democracia moderna manifiesta una formación muy
singular de la sociedad, de la que buscaríamos en vano mode-
los en el pasado, a pesar de no carecer de herencia. De esa
formación rinde testimonio una nueva determinación-confi-
guración del lugar del poder. Este es el rasgo distintivo de lo
político. Hemos eludido, a propósito, subrayarlo antes por-
que nos importaba poner en evidencia la diferencia entre cien-
cia política y filosofía política mostrando que, para una, se
trataba de circunscribir un orden de hechos particulares en el
interior de lo social, mientras que, para la otra, la tarea residía
en pensar el principio de la institución de lo social. Pero aho-
ra que el peligro del equívoco nos parece disipado, ya no te-
memos adelantar que la reflexión sobre el poder dirige tanto
a la filosofía política como a la ciencia política. Pero esta re-
flexión no llega a alguna cosa particular, sino que toca una
primera división constitutiva del espacio sociedad. En efecto,
que éste se ordene como el a
mismo, pesar de (o en virtud de)
sus múltiples divisiones, como el mismo en sus múltiples di-
mensiones, implica la referencia a un lugar desde el que se
deja ver, leer, nombrar. El poder, incluso antes de ser exami-
nado en sus determinaciones empíricas, aparece como ese polo
simbólico; pone de manifiesto una exterioridad de la socie-
dad respecto a sí misma, le asegura una cuasi reflexión sobre
sí misma. Ciertamente debemos cuidarnos de proyectar esa
exterioridad en lo real; perdería todo sentido para la socie-
dad. Mejor sería decir que señala hacia un afuera desde el cual
se define. En todas sus formas nos remite siempre al mismo
enigma: el de una articulación interiorexterior, el de una divi-
sión que instituye un espacio común, el de una ruptura que

67
simultáneamente es un poner relación, el de un movimien-
en

to de exteriorización de lo social que es uno con el de su


interiorización, Desde hace tiempo hemos prestado atención
a esta singularidad de la democracia moderna: de todos los
regímenes que conocemos, es el único en que se establezca
una representación del poder que lo confirma como un lugar
vacío; el único que mantenga, de este modo, la separación de
lo simbólico lo real. Y esto en virtud de un discurso del que
se desprende que no pertenece a nadie; que quienes lo ejercen
no son sus propietarios o, mejor aún, no lo encarnan; que ese
ejercicio requiere una competencia periódicamente renova-
da; que la autoridad que se hace cargo de ello, se hace y se
rehace como consecuencia de la manifestación de la voluntad
popular. Sin duda, podemos atinadamente observar que el
principio de un poder no apropiable por parte de los hombres
se halla afirmado en la democracia antigua, pero apenas
hace falta recordar que el poder conserva en ella una determi-
si
nación positiva desde el momento en que la representación
de la ciudad, la definición de la ciudadanía, descansan en una
discriminación fundada en criterios naturales, o lo que para
el caso viene a ser lo mismo, sobrenaturales.
Tampoco, pues, hay que confundir
idea
la idea de que el poder
no pertenece a nadie con la de que designe un lugar va-
cío. La primera puede ser formulada por actores políticos, la
otra no. De hecho, la formulación supone la representación
de que los actores mismos se deniegan entre
apoderarse del poder. La antigua fórmula

griega,
el derecho a
según la cual
el poder se halla en el medio (de la que nos dicen los historia-
dores que fue elaborada en el marco de una sociedad aristo-
crática antes de ser legada a la democracia), está vinculada a
Ja presencia de un grupo que posee una imagen de sí mismo,
de su espacio y de sus límites. Por el contrario, la referencia a
un lugar vacío escapa a la palabra en la medida en que no es
presupuesta una comunidad, cuyos miembros se encontraran
en posición de sujetos por el hecho mismo de ser miembros.
La fórmula «el poder no pertenece a nadie» puede traducirse
por una segunda fórmula (que, por lo demás, parece históri-
camente ser la primera): no pertenece a ninguno de nosotros.
Mientras que la indicación de un lugar vacío va aparejada con
la de una sociedad sin determinación positiva, irrepresentable

68
con la figura de una comunidad. En la democracia moderna,
por la misma razón que la división del poder y de la sociedad
no remite a un afuera asignable a los dioses, a la ciudad y a
la tierra sagrada, tampoco remite a un adentro asignable a la
la
sustancia de la comunidad. O, en otros términos, por mis-
ma razón que no hay una materialización de lo Orro —mer-
el
ced a la cual poder hacía de mediador sin importar su defi-
nición— tampoco hay una materialización de Jo Uno -—con la
que el poder cumpliría entonces lafunción de encarnador. El
poder ya no se desprende del la
trabajo de división con el que
se
se instituye la sociedad; y la sociedad no relaciona consigo
misma sino por la experiencia de una división interna que se
presenta no como una división fáctica, sino generadora de su
constitución.
Falta aún agregar que el poder, privado de la doble refc-
rencia alo Otro y a lo Uno, no podría condensar en sí mismo
ni el principio de la ley ni cl principio del saber. Así, se nos
presenta limitado. Y por ello mismo, libera la posibilidad de
relaciones, de acciones que, en otros órdenes, en especial en
el de la producción y en el del intercambio, se integran bajo
normas
y en función de objetivos específicos.
Si quisiéramos desarrollar este argumento, convendría
analizar de cerca los procesos que rigen la instauración del
poder democrático, es decir, la puesta en juego reglada de la
autoridad encargada de ejercerlo. Pero baste con recordar que
requiere una institucionalización del conflicto y, en el momento
de la manifestación de la voluntad popular, una casi disolu-
ción de las relaciones sociales. Dos fenómenos igualmente sig-
nificativos de la articulación que mencionábamos entre la idea
del peder como pura instancia simbólica y la de una sociedad
privada de una unidad sustancial. La institucionalización del
conflicto no se halla a disposición del poder, más bien éste es
dependiente de aquélla. Proviene de una elaboración jurídica
y, en ese primer sentido, permite despejar un campo particu-
lar de la política; ese campo en
el
que se ejerce la concurren-
cia entre protagonistas, cuyo modo de acción y programa los
designan explícitamente como postulantes al ejercicio de la
autoridad pública. Pero además de que inmediatamente apa-
rece el nexo entre la legitimidad del poder y la de un conflicto
que sería constitutivo de la política, hay que subrayar que el

69
fenómeno supone reunidas un cierto número de condiciones
que conciernen
opinión, de
a la vida social en su conjunto: la libertad de
expresión, de asociación, la circulación asegura-
da de personas
una escisión
e
tan
ideas. Asimismo, y a este respecto,
frecuentemente invocada entre
la
la
idea de
esfera del
Estado y la de la sociedad civil, parece más oscurecer que es-
clarecer los rasgos del fenómeno democrático. Impide indi-
car una configuración general de las relaciones sociales que
hace sensibles la diversidad y las oposiciones. Pero nos pare-
ce no menos resaltable que la delimitación de la actividad pro-
piamente política tiene por efecto instituir una escena en la
que el conflicto es representado a los ojos de todos (desde el
punto y hora en quela ciudadanía no se limita a unos cuar.-
tos) como necesario, irreductible, legítimo. Poco importa que
cada partido proclame su vocación a defender el interés gene-
ral y a realizar la unión, pues el antagonismo acredita otra
vocación: la de la sociedad a estar dividida. Y poco importa
que los envites del conflicto político no coincidan con los que
surgen de la lucha de clases, de la lucha de los intereses
—poco importa la amplitud de la distorsión que opera en el
paso del plano social al plano político,lo esencial es que todas
las divisiones de hecho se transponen
y transfiguran en la es-
cena donde la división aparece como de derecho. Con este
fenómeno se combina, señalábamos, el singular procedimien-
to del sufragio universal, fundado en el principio de la sobe-
ranía del pueblo, pero que en el momento mismo en el que
se supone que éste afirma su voluntad, lotransforma en una
diversidad pura de individuos, cada cual abstraído de la red
de lazos sociales que determinan su existencia —una plura-
lidad de átomos, o más precisamente de unidades contables.
En resumen, la referencia última a la identidad del pueblo,
al sujeto instituyente, se muestra como encubridora del enig-
mático arbitraje del número.
Detengámonos en esta primera etapa del análisis y volva-
mos sobre nuestros pasos. La representación de la política
que se encuentra como principio de la ciencia social se engen-
dra con la constitución misma de la democracia. Como afir-
ma, es cierto que el poder deja de señalar hacia un afuera,
deja de articularse con algún otro poder figurable, y en ese
sentido se produce la separación de religioso; es también
lo

70
cierto que el poder deja de enviarnos a un origen que coinci-
el
diría con de la ley y conel del saber y que, por referencia a
él, un tipo de acciones y de relaciones se distingue de los de-
más tipos de acciones y de relaciones, especialmente jurídi-

y
cas, económicas culturales; consecuentemente, es cierto que
un campo queda delimitado como el de la política. Sin embar-
go, lo que se le oculta al observador científico es la forma sim-
bólica que, bajo el efecto de una mutación del poder, hace
posible esa nueva distinción; lo que queda oculto es la esencia
de lo político. La ilusión de una localización de lo político en
el interior de la sociedad no carece, por tanto, de consisten-
cia; y sería otra ilusión reducirla a un error de opinión.
La democracia moderna es el único régimen que significa
la separación entre lo simbólico
y lo real con la noción de un
poder del que nadie, sea un príncipe o una banda, podría apo-
derarse; su virtud es conducir a la sociedad a la prueba de su
institución; allí donde se perfila un lugar vacío no hay conjun-
ción posible entre el poder, la ley y el saber, no hay enunciado
posible de su fundamento; el ser de lo social se oculta, o mejor
dicho, se da bajo la forma de un cuestionamiento intermina-
ble (del que dafe el debate incesante, cambiante, de las ideo-
logías); se desvanecen los referentes últimos de la certeza, en
tanto que nace una nueva sensibilidad para lo desconocido de
la historia, para la gestación de la humanidad en toda la va-
riedad de sus figuras. Pero aún falta precisar que esa separa-
ción sólo se deja entrever; opera, pero no es visible; no tiene el
estatuto de objeto de conocimiento. Aquello que sí se ofrece a
la vista son los atributos del poder,los rasgos distintivos de la
concurrencia en la que él aparece como
la atención y es designado como objeto
el de
envite; lo que atrae
conocimiento son
los mecanismos que ordenan la formación de una autoridad
pública, la selección de los dirigentes y, más ampliamente, la
naturaleza de las instituciones que tienen la responsabilidad
del ejercicio de esta autoridad o de su control. Asimismo, la
dimensión simbólica de lo social es ignorada por el hecho
mismo de que ya no es disfrazada con la representación de
una diferencia entre el mundo visible y el mundo invisible.
Tal es la paradoja: los regímenes en los que la figura del
poderse perfila en relación con la de un poder otro no desco-
nocen enteramente el principio político del orden social. Al

71
encontrarse plenamente afirmado el hundamento religioso del
poder, éste aparece como el guardián y el garante de la certe-
za que sostiene la experiencia del mundo, al tiempo que apa-
rece como poseedor de la ley que se imprime en las relaciones
sociales y las mantiene en unidad. En cambio, la democracia
es aquel régimen en que la figura del otro se encuentra aboli-
da, en la que el poder no digamos que está al desnudo —pues
sería ceder de nuevo a una ficción realista---, sino que no se
desprende de Ja división que lo engendra y permanece inasi-
ble (substraído a la apropiación y a la representación); ese
régimen no se deja aprchender en su forma política. En tanto
se desdibujan los contornos de la sociedad y vacilan las refe-
rencias de la unidad, nace la ilusión de una realidad que con-
tuviera la razón de su propia determinación en la combina-
ción de las múltiples relaciones de hechos.
Pero ¿no induce un análisis como éste a preguntarse si la
filosofía política, que mantiene la investigación de los princi-
pios generadores de la sociedad moderna, no se encuentra por
su parte atrapada en la trampa de la apariencia cuando consi-
dera indestructible su fundamento religioso? Sin duda, su
convicción descansa en la idea de que a cualquier sociedad
humana le será imposible ordenarse en la pura inmanencia.
Pero ¿será ésa la única razón de su apego lo religioso? ¿No
está guiada por la búsqueda de un saber último que no por
alcanzarse bajo la exigencia de la reflexión deja de formularse
como saber del uno? ¿No es ésa la inspiración que entiende
preservar y de la que entreve que el advenimiento de la demo-
cracia podría borrar? No olvidamos que en su movimiento
efectivo contradice esa inspiración; que instala el pensamien-
to en el elemento de la interrogación; quelo priva del elemen-
to religioso de la certeza; que en este sentido es parte inte-
grante, como señalábamos, de una constitución política que
no permite reunir las actividades del hombre bajo el polo de
una ley originaria. Pero tomar en cuenta este movimiento efec-
tivo no debe tampoco permitir ignorar la representación de
su objetivo. ¿No manifiesta su atracción por lo religioso un
retroceso ante una [forma política que, al someter a los hom-
bres a la pruebade la división, de la fragmentación, de la he-
todos los órdenes, a la prueba de una indeter-
terogeneidad en
minación del ser de lo social y de la historia, sustrae el suelo

72
el se
sobre que el
edificaba saber filosófico
y
oscurece la tarea
que éste se asigna? En otros términos, la
afirmación de que
una sociedad no podría perder su fundamento religioso pue-
de entenderse en dos sentidos. O bien el filásofo quiere decir
que sería ilusorio pretender traer el
principio de su institu-
ción al interior de sus propios límites. Pero entonces ignora
que si la democracia moderna hace posible tal ilusión es al
descomponer las antiguas certezas, al inaugurar una experien-
cia por la que la sociedad sigue en busca de su fundamento;
ignora que no cancela la dimensión de lo otro, sino su figura,
ignora que en la pérdida de lo religioso existe un riesgo y ala
vez. una conquista en el cuestionamiento de la ley, de la liber-
tad. O bien quiere decir que la religión elabora una represen-
tación primordial del uno y que ésta se presenta como la con-
dición de la unión de los hombres. Pero entonces podemos
preguntarnos qué es lo que guía a esa atracción por la unión y
qué es lo que debe a su opuesto: la repugnancia por la división
y el conflicto; podemos plantearnos qué connivencia mantie-
ne la idea filosófica del uno y la imagen de una sociedad uni-
da; por qué sería necesario que la unión se concibiera bajo el
signo de lo espiritual y la división se proyectara en el plano
material de los intereses.

Para lograr la justa medida de


la
resistencia a admitir la
separación entre lo político y lo religioso, debemos superar el
nivel de análisis en el que nos hemos situado. Es imposible
descuidar, en efecto, que la imagen de la unión se crea o re-
crea en el seno mismo de la democracia moderna. La nueva
posición del poder es acompañada por una reelaboración sim-
bálica en virtud de la cual las nociones de Estado, de pueblo,
de nación, de patria, de humanidad adquieren un significado
igualmente nuevo. Desinteresarse de esas nociones, o dete-
nerse sólo en las funciones que pueden cumplir en el proceso
de legitimación del poder, sería adoptar el punto de vista
artificialista que nos ha parecido característico de la ciencia.
No hay duda de que provienen de lo que llamábamos el dar
forma, el dar sentido, el poner en escena lasociedad. El único
problema es si
saber son o no de esencia religiosa.
Es cierto que aun cuando lo fueran no nos pondríamos de
acuerdo sobre su interpretación. Una cosa es afirmar que el
73
cristianismo sustrae al hombre de la dominación de las nece-
sidades, lo libera de la imagen de su finitud temporal, le inspi-
ra el sentido de la comunidad, de la fraternidad, de la obe-
diencia a un principio moral incondicionado, le enseña el valor
del sacrificio y que,
si falta de la creencia cristiana, no habría
del patriotis-
ya lugar para una ética del servicio al Estado y
mo,
y esto en una sociedad que se
individuales. Y otra cosa sería juzgar que
asienta
el
en las libertades
cristianismo im-
plica en su mismo principio una depreciación de los valores
mundanos
y que el sentimiento religioso se rehace en lo suce-
sivo rompiendo con él e invistiéndose en el amor a la nación y
a la humanidad. En el primer caso, la religión permanece,
según la expresión mencionada de Hegel, como el fundamen-
to de la moralidad social y del Estado; en el segundo caso,
esta moralidad se basta a sí misma, pues se ha convertido en
religiosa. Pero, por importante que sea esta distinción, no cam-
bia los términos de la cuestión. Pues en ambas vertientes de la
interpretación aparece que todo lo que expresa la idea de un
enraizamiento social, de una común pertenencia, de una iden-
tificación con un principio conformador de la coexistencia
humana, debe proceder del sentimiento religioso.
¿No podemos ponerlo en duda? ¿No habría que preguntar-
se si lo religioso no se injerta en una experiencia más profun-
da en virtud de una configuración determinada del origen, de
la comunidad, de
Lo que
la
brevemente
identidad?
hemos dicho de la noción del pueblo
en democracia sugiere que se halla ligada a una ambigiiedad,
de la que no podría dar cuenta su traducción en términos re-
ligiosos. El pueblo constituye un polo de identidad lo bastan-
te definido como para que señale el estatuto de un sujeto: en-
cierra la soberanía; supuestamente debe expresar su voluntad;
el poder se ejerce en su nombre; los políticos lo invocan cons-
tantemente... Pero su identidad permanece latente. Además
de que depende del discurso que la nombra y que a su vez es
múltiple, le presta figuras diferentes; de que el estatuto de
Sujeto sólo define por los términos de una constitución jurf-
dica, resulta, como señalábamos, disuelto en el elemento del
número cuando manifiesta su soberanía.
Una ambigúedad del mismo género es reconocible cuan-
do examinamos las representaciones a las que es asignado

74
un significado religioso. Cuando se babla del Estado como
de un poder trascendente, queremos decir que posee en sí
mismo su razón de ser, que en su ausencia no existiría ni
permanencia ni cohesión en la sociedad, y que en ese senti-
do requiere una obediencia incondicional, la subordinación
del interés privado al imperativo de su conservación. Pero
no tenemos en cuenta entonces que la democracia disocia el
poder político de la existencia del Estado. Sin duda, es bajo
el efecto de esta disociación como el Estado adquiere su
mavor fuerza, y como la impersonalidad que es asociada a
sus operaciones permite un sometimiento cada vez más fuerte
de las actividades y de las relaciones sociales, hasta engen-
drar la ilusión de un gran individuo, cuya voluntad debería
percibir cada cual como suya —como aproximadamente di-
jera Hegel. Pero tampoco hay duda de que esa tendencia sea
puesta en jaque por el hecho de que la competencia política
y el conflicto social, movilizados por el proceso democrático
de la renovación del ejercicio del poder, inducen una trans-
formación indefinida del derecho, una modificación del es-
pacio público. La razón de Estado apunta como un absolu-
to, pero es impotente para afirmase por permanecer sometida
a los efectos de las aspiraciones de los individuos y de los
grupos en la sociedad civil y, en consecuencia, a los efectos
de las reivindicaciones capaces de inscribirse en este espa-
cio público. Cuando en su caso evocamos
mos ella la fuente de una
en
fe a la nación, busca-
religiosa. Pero, ¿no habría
que preguntarse por su definición, valorar lo que debe al dis-
curso que la enuncia; preguntarse cómo la noción y los sen-
timientos que suscita se transforman en Europa por el efec-
to del discurso de la Revolución Francesa y, en el siglo XIX,
en virtud de una nueva elaboración de los historiadores quie-
nes contribuyen eminentemente a la formación de una nue-
va conciencia política? Pensemos solamente en lo que en
Francia fue el papel de Thierry, de Guizot, o de Mignet, y
más tarde de Michelet, en la pintura de un destino nacional,
en el cambio de perspectiva, en la reelaboración de los valo-
res, en la preparación de la profundidad detrás de la figura
de los acontecimientos, en la distinción de las secuencias sig-
nificativas; observemos cómo esta «composición», modifi-
cada tanto por efecto del progreso de los conocimientos como

75
por los imperativos ideológicos, fue eficaz en la modelación
de una memoria colectiva impresa en los monumentos, en
las conmemoraciones, en los nombres de lossitios, en los
manuales de instrucción pública, en la literatura popular, en
los pequeños, o grandes, discursos políticos... Sería vano con-
siderar que, por elhecho de que implicaría una puesta en
escena de los orígenes y de la permanencia de una comuni-
dad, en ese fenómeno se inscribe una nueva religión, Pues
todoslos signos y símbolos que movilizan la creencia se pres-
tan a interpretaciones y reinterpretaciones, están ligados a
modos de concebir el a
futuro, la idea de fines que los
res sociales consideran reales y legítimos. La idea de la na-
acto-

ción no remite a un texto situado más acá de los comenta-


rios; se apoya,es cierto, en materiales, en representaciones
sedimentadas, pero sin separarse nunca de un discurso so-
bre la nación, el cual, no por mantener una relación privile-
giada con el discurso del poder, deja de ser menos inapro-
piable. Paradójicamente, por ser una entidad histórica, la
nación se sustrae a la imaginación religiosa, siempre volca-
da en fijar un relato, en dominar un tiempo fuera del tiem-
po. Procuradora de una identidad colectiva, está simultánea-
mente implicada en esa identidad; no deja de ser una
representación flotante tal que el origen y las etapas de su
fundación, así como el
vector de su destino, se desplazan
siempre, permanecen siempre supeditados a la decisión de
los actores sociales o de sus voceros, ocupados en estable-
cerse en un tiempo y en un espacio en los cuales puedan
nombrarse.
Pero esa exigencia del nombre, ¿por qué ponerla en el pla-
no de la religión, o incluso en el de la ideología? La idea de
nación, quizá más que ninguna otra, incita a distinguir lo sim-
bólico, loideológico y lo religioso.
La dificultad de un análisis de la democracia moderna es-
triba en que revela un movimiento que se dirige a la actualiza-
ción de la imagen del pueblo, del Estado, de la nación, pero
necesariamente permanece contrariada por la
referencia al
poder como lugar vacío y por la prueba de
la
división social.
El movimiento del que hablamos debe ser justamente valo-
rado: allí donde la sociedad no es ya representable como un
cuerpo, no es figurada por el cuerpo del príncipe, el pueblo, el

76
Estado, la nación, es cierto, adquieren una fuerza nueva, se
convierten en los polos mayores en virtud de los cuales se sig-
nifican la identidad y la comunidad sociales. Pero afirmar,
para exaltarla, que se forma una nueva creencia religiosa es
olvidar que esa identidad, esa comunidad, son indefinibles. A
la inversa, encontrar en esa creencia el signo de una pura ilu-
sión, como lo preconizaba el pensamiento liberal, es rechazar
la noción misma de la sociedad, borrar simultáneamente la
cuestión de la soberanía
la cuestión
la del sentido de
última de la
la institución, siem-
de lo que es.
pre ligadas a legitimidad
Es por ejemplo reducir el poder, o el Estado, con el que
abusivamente se lo confunde, a una función instrumental; y
al pueblo a una ficción que sólo correspondiera a la eficacia
de una contrato, gracias al cual una minoría se sometería a
un gobierno salido de una mayoría; es, finalmente, plantear
y
como reales solamente a los individuos a las coaliciones de
intereses y de opiniones. En esa última perspectiva, cambia-
mosla ficción de una unidad en sí por la de una diversidad en
sí, nos privamos asimismo de comprender que las aspiracio-
nes que se han mostrado a lo largo de la historia de las socie-
dades democráticas bajo el signo de la instauración de un
Estado justo, o de la emancipación de un pueblo, lejos de
marcar una regresión a lo imaginario, tenían por efecto impe-
dir la petrificación de la sociedad en un orden dado; nos pri-
vamos de restablecer la dimensión instituyente del derecho
allí donde la ley servía para fijar el lugar del dominador
dominado, así como las condiciones de apropiación de las ri-
y del

quezas, del poder y del saber.

Separar estos dos modos de interpretación (sin olvidar


cómo
seperfilan por el hecho mismo de
la constitución de un
nuevo tipo de sociedad) ¿no permitiría, en fin, detectar las
vías por las que puede operarse un retorno a lo religioso?
¿Retorno? Ese término permite suponer que no había des-
aparecido. ¡De acuerdo! Pero una cosa es considerar que las
creencias se conservan bajo su forma tradicional y otra cosa
aceptar que un fuego extinto puede reactivarse. Valdría la pena
preguntarse, como ya lo proponía Merleau-Ponty, si en la his-
toria hay superaciones absolutas. De momento, el análisis que
esbozamos hace entrever la posibilidad de situaciones en las

77
que la eficacia simbólica del sistema democrático quede anu-
lada. efecto,
En si el modo de instauración del poder y la na-
turaleza de su ejercicio, o de forma general la concurrencia
y
política, son impotentes para dar forma sentido a la división
social, el conflicto aparece en toda la extensión de la sociedad
como un conflicto fáctico. Se desvanece la distinción del po-
der como instancia simbólica y como órgano real. La referen-
cia a un lugar vacío cede ante la imagen insostenible de un
vacío efectivo. La autoridad de los hombres que poseen la de-
cisión pública, o buscan apoderarse de ella, se desvanece para
no sólo dejar ver individuos, o clanes, ocupados en satisfacer
de intereses entre clases y
st apetito de poder. La oposición
categorías diversas, pero no menos la diferencia de opinio-
nes, de valores y de normas, todo lo que indica una fragmen-
tación del espacio social, una heterogeneidad, se ponea prue-
ba del hundimiento de la legitimidad. En esas situaciones
límite se efectúa una fantástica inversión de las representa-
ciones que ofrecen el indicio de una identidad y de una uni-
dad sociales, y se anuncia la aventura totalitaria.
Para nuestro fin no importa distinguir los medios de for-
mación del totalitarismo. No podemos ignorar que la imagen
del pueblo se actualice por medio de una sacralización del
proletariado, o de una sacralización de la nación; que el pri-
mer proceso se extienda por una redefinición de la humani-
dad y el segundo por una redefinición de la raza: comunismo
y fascismo no se confunden. Pero en cuánto a la cuestión que
planteábamos, la similitud entre ambas empresas es sorpren-
dente. Se trata, de una forma u otra, de dar al poder una rea-
lidad sustancial; de reconducir a su órbita el principio de la
ley y del saber; de rechazar la división social bajo todas sus
formas; de proporcionar de nuevo
a la sociedad un cuerpo. Y
señalaremos de paso que el compromiso de numerosos filóso-
fos de nuestra era, y no precisamente de segunda fila, con la
o
aventura del nazismo, del fascismo, del comunismo, encuen-
tra ahí sus razones; su gusto por lo religioso los encierra en la
ilusión de una restauración de la unidad y de la identidad como
tales, que ven anunciarse en la unión del cuerpo social. No es
la sumisión a una autoridad carismática la que comporta su
adhesión a un régimen totalitario, y menos aún cuando se
suman al comunismo; ceden ante la atracción de una certeza

78
reencontrada, bajo cuyo cobijo se asegurarían, paradójicamen-
a
te, un derecho pensar libremente
del mundo.
el fundamento de toda ex-
periencia
Sin duda, deberíamos cuidarnos de reducir el fenómeno
totalitario a sus aspectos religiosos, como imprudentemente
se ha hecho. La comprensión del totalitarismo puede
conseguirse mejor explorando la génesis de la ideología, se-
ñalando las metamorfosis de un discurso que bajo el signo
del conocimiento de lo real pretende sustraerse a los efectos
de la indeterminación de lo social, dominar el principio de su
institución, elevarse por encima de la división para enunciar
sus condiciones, sus términos, e inscribirla en la racionali-
dad, ya sea para fijarla en su estado de hecho, o para some-
terla al movimiento de su abolición; es detectando la nueva
relación que surge entre el punto de vista de la ciencia y el
punto de vista del orden social como mejor podemos enten-
der el totalitarismo. Con este régimen culmina el designio
artificialista que se esboza en el siglo XIX: una sociedad que
se auto-organizaría de tal modo que el discurso que enuncia
la racionalidad técnica se imprimiría en la forma misma de
las relaciones sociales, de tal modo que en el límite la «mate-
ria social», «la materia humana», se revelaría toda como algo
«organizable». Pero sería vano separar de un tajo lo ideológi-
co de lo religioso, pues si este último es rechazado por cuan-
to indica otro lugar, se ve sin embargo reactivado por la bús-
queda de una unión mística y por la figuración de un cuerpo
del que una parte, el proletariado, el partido político, el órga-
no dirigente,el egócrata (según el término Solzhenitsyn), re-
presenta a la vez la cabeza del pueblo y al pueblo entero,
modelo que se reproduce de sector en sector por la sociedad,
convirtiendo a los individuos en miembros de múltiples
microcuerpos.
Incluso podemos concebir en el marco del discurso que la
representación de la organización (más precisamente, de la
máquina) se combine con la del cuerpo. No solamente el
ex-
tremo artificialismo, bajo la exigencia de una plena afirma-
ción de la entidad social, tiende a intercambiarse con el extre-
mo organicismo, sino que, para decirlo sin jugar con las
palabras, ese discurso sólo se sostiene formando un cuerpo
consigo mismo
e incorporando los sujetos que lo hablan: tien-

79
de a abolir la distancia entre la enunciación y el enunciado,
tiende a imprimirse en cada individuo, incluso independien-
temente del significado de las palabras.
Sin embargo, no son menos instructivos los efectos cada
vez más perceptibles del fracaso de la ideología totalitaria.
La imposibilidad de hacer precipitar lo simbólico en lo real,
de reducir el poder a una definición puramente social, de ma-
terializarlo en la persona de sus detentadores, de representar
a la sociedad como un cuerpo sin proporcionarle fuera de
ella un garante de su ordenamiento y de sus límites, la impo-
sibilidad de borrar la división social, todas estas circunstan-
cias destacan en la reaparición de una separación, la
más pro-
funda que jamás pudo abrirse en ningún otro régimen, entre
el discurso del poder
y la experiencia que tienen los hombres
de su propia situación. Tal es, en efecto, la naturaleza de ese
discurso que el sujeto pierde noción
la de su propia posición,
o lo percibe como totalmente extraño, como
ducto de un grupo que manipula las
elsimple pro-
palabras para disimular
los hechos. Desde el momento en que se resquebraja la creen-
cia en el comunismo, surge la imagen de un partido, de un
poder que, reinando por la fuerza, somete desde el exterior a
la sociedad que pretende encarnar; la imagen de una ley que
es su propiedad, de una ley hecha para enmascarar lo arbi-
trario; la imagen de una verdad histórica que tapa la menti-
ra. Y cuando los signos se invierten, cuando serevela bajo la
plenitud del comunismo una brecha, ladescomposición del
pueblo, la disolución de las costumbres, —o, para retomar
una vez más el lenguaje de Hegel, el hundimiento de la mora-
lidad social y del Estado—, al mismo tiempo que las
aspira-
e
ciones democráticas, retorna la antigua, la
fe cristiana prin-
cipalmente. Como respuesta al fantástico intento de
comprimir el espacio y el tiempo dentro de los límites del
cuerpo social vuelve la referencia a un cuerpo ausente, sím-
bolo de una duración inapropiable, indomable, irreductible.
La certeza renace con el poder singular de ridiculizar la ima-
gen del «hombre nuevo», del «porvenir radiante»...
¿No sería equivocarse el
creer que los nuevos lazos que se
tejen entre oposición
son expresión
la
de la
democrática
esencia
y
democrática
la oposición religiosa
del cristianismo, o
de la esencia cristiana de la democracia? ¿No perderíamos

80
el sentido de la aventura puesta en juego con su separación
en el siglo XIX? De forma más simple, ¿no tendríamos que
reconocer que se unen en la restauración de una dimensión
del otro queel totalitarismo intentó suprimir en la represen-
tación del pueblo-uno?

Hasta el momento nos hemos preguntado cómo podemos


concebir los vínculos entre lo religioso y lo político y su even-
tual mptura. ¿Pero ese lenguaje es correcto? ¿Tiene sentido
querer comprender lo religioso como tal, extrayéndolo de lo
político, para luego señalar su eficacia en el seno detal o cual
formade sociedad? Precisemos, ya que nuestra interrogación
ha sido limitada desde el principio, ¿tenemos derecho
a
rirnos a una esencia del cristianismo para informarla de algu-
refe-

nos rasgos de las sociedades políticas modernas, es decir, que


fueron instituidas desde el comienzo de la era cristiana? La
cuestión podría desconcertarnos en la medida en que el cris-
tianismo está fundado en un relato, un conjunto de relatos, a
los que somos libres de remitirnos, sea cual sea el grado de
veracidad que les prestemos, para identificarlos como religión
singular establecida en un época de la historia de la humani-
dad. Sin embargo, no podemos descuidar el hecho de que
nacimiento de esa religión tiene un significado político. Un
el
hecho así, por lo demás, fue subrayado durante siglos y co-
mentado por los teólogos mucho antes de que Dante fundara
su apología de un reino universal sobre el argumento de que
el hijo de Dios quiso aparecer sobre la tierra, tomar figura de
hombre, cuando la humanidad se reunía bajo la autoridad del
emperador romano —y, con mayor precisión, en el momento
en que se llevaba a cabo cl primer censo del conjunto de sus
sujetos—, metafóricamente hablando, de todos los hombres.
Pero es más importante para nosotros subrayar que no se
podría deducir de los textos sagrados, —a pesar de ocuparse
de ello interminablemente, eludiendo las interpretaciones
múltiples y frecuentemente contradictorias— los principios
de un orden político. Que la nueva religión reformula la no-
ción de una dualidad entre el aquí abajo y el más allá, entre el
y
destino mortal el destino inmortal del hombre; que presta

81
rostro a un mediador hombre-Dios; que se supone reúne no a
un pueblo, sino a la humanidad; que el cuerpo de Cristo sim-
boliza la unión de los hombres con Dios y la unión entre ellos
mismos por la eucaristía, que sobrevive en la Iglesia, cuya ca-
beza parece al mismo tiempo ser; que el acontecimiento mis-
mo de su nacimiento, en un lugar y en una fecha como el
nuevo Adán, el lazo que se establece entre la idea de la caída y
la de redención vuelve sensible la dimensión histórica de lo
divino: todos ellos son temas que se prestan a interpretacio-
nes políticas, pero cuyo significado sigue indeciso. A partir
del momento en que se teje una relación precisa entre un cier-
to tipo de instituciones políticas y un cierto tipo de instituicio-
nes religiosas podemos leer un fundamento religioso de or-
den político, pero también un fundamento político de la Iglesia,
pues ésta deja de confundirse con la humanidad cristiana para
circunscribirse en un espacio, para ordenarse bajo un poder,
e imprimirse en un territorio.
Corrijamos pues desde ahora una fórmula que parecía con-
ducirnos al centro de la dificultad. Nos preguntábamos si
filosófico
no
en
se transfería la creencia religiosa pensamiento
al
el momento mismo en que éste pretendía discernir la persis-
tencia de lo religioso
cía ella misma al
en
lopolítico, en suma, si no se descono-
desconocer el sentido de la sociedad nueva
que se esboza en siglo pasado. Sería, pues, más justo decir:
el
¿ese pensamiento no presenta la huella de un cisma teológi-
co-político? ¿Su atracción por el uno no es silenciosamente
gobernada por una identificación singular con el principio de
la realeza del espíritu?

La obra de Michelet parece justificar esta cuestión. Sin


lugar a dudas no se trata de un filósofo, según las definiciones
de la escucla, pero ya habíamos advertido que no utilizába-
mos eltérmino en su acepción restrictiva. El hecho es que no
pertenece a la raza de los historiadores científicos, que por lo
demás sólo se constituiría más tarde: su historia es inter-
pretativa, ligada a una interrogación sobre el sentido del de-
sarrollo de la humanidad y singularmente
le
de la revolución política y religiosa, que parece
sobre
el sentido
ocurrir ante
sus ojos, a pesar de las fuerzas que intentan impedirlo o des-
viar su curso. Consideramos su pensamiento ejemplar porque

82
es testimonio de un debate que pocas veces vemos llevarse a
cabo en un solo hombre. En su punto de partida enlaza y com-
bina entre sí las dos concepciones que hacen de la Revolución
la heredera de la obra realizada ya porel cristianismo, ya por la
monarquía. En ruptura con esa inspiración emprende poste-
riormente una crítica radical del Antiguo Régimen, en tanto
que formación teológico-política, cuya destrucción sería obra
de la Revolución. Pero esta crítica es tal que vuelve a servirse de
las categorías tcológico-políticas, aparentemente desacredita-
das, para una apología de la modernidad. Sin embargo, la ope-
ración misma, de la que podríamos preguntarnos en qué medi-
da es consciente o inconsciente, choca con la idea de libertad y
con la idea de un derecho que encontrarían su fundamento en
ellas mismas; choca con la idea de una humanidad que porta-
ría el signo de su propia trascendencia, o incluso con la de un
«heroísmo de espíritu» (expresión que toma tempranamente
prestada de Vico), de un movimiento indefinido de interroga-
ción llamado a reconquistarse de cuando en cuando por enci-
ma de toda configuración dada del saber.
Dela Introduction a une histoire universelle, o de los Origi-
nes du droit francais, a la Bible de Thumanité, o al prelacio de
1869 a su Historie de France, pasando por la Revolution
francaise, se dibuja un recorrido en que observamos una ten-
sión continua entre la idea de la religión como un horizonte
infranqueable del hombre
y la idea del derecho como fuente
última de la creación del hombre por el hombre o, mejor di-
cho, como principio, alojado en su interior, de una supera-
ción del hombre; la primera de estas dos ideas ordena un pen-
samiento del arraigo en la tierra, en el tiempo, pensamiento
de los límites y de la tradición, pensamiento de la identidad
de sí y del ser (pueblo, nación, humanidad); la segunda dirige
un pensamiento del desarraigo, de lo errabundo, del torbelli-
no del ser, pensamiento de una salvaje afirmación de sí, eman-
cipado de toda autoridad, que sólo
se lleva a cabo.
se sostiene por la obra que

No es nuestra intención resumir el itinerario de Michelet,


sino aclarar la cuestión que nos ocupa por medio de un rodeo.
Volvamos pues al punto de partida que ofrece la Introduction
a Thistorie universelle. ¿Por qué nos interesa? No porque en
ella se manifieste la originalidad del autor sino, para decirlo

83
rápidamente, porque condesa la interpretación de Guizot y la
de Ballanche. De la monarquía hace un agente de nivelación y
de centralización, cuya virtud fue crear las condiciones de la
igualdad y dar a la sociedad un carácter crecientemente ho-
mogéneo. En el cristianismo reconoce el surgimiento de una
religión de la igualdad, de la fraternidad, una religión del amor
ala humanidad. De Guizot toma la idea de que la vieja monar-
quía se hizo inútil cuando la sociedad se hubo edificado plena-
mente; de Ballanche toma la idea de que el espíritu del cristia-
nismo pasó alas instrucciones sociales, Al menos es importante
hacer notar que Michelet realiza muy pronto una doble lectu-
ra de la historia de Francia en términos políticos y religiosos:
lo que a su modo de ver constituye el rasgo distintivo de ésta es
que nace en esta nación el «sentimiento de la generalidad so-
cial». A pesar de la desigualdad de condiciones y costumbres,
a pesar las particularidades que
de subsisten hasta la Revolu-
ción, se conforma un pueblo bajo el doble efecto de un princi-
pio de unificación material y de un principio de unificación
espiritual. No nos detengamos en ciertas fórmulas que seña-
lan el papel eminente de Francia en el «traslado del cielo ala
tierra»: asf como «el mundo moral tuvo su verbo en Cristo,
hijo de Judea y de Grecia, Francia explicará el verbo al mundo
social...»; a ella toca «hacer brillar esta nueva revelación», Fran-
cia dice «el verbo de Europa», posee «el pontificado de la nue-
va civilización». Pero destaquemos por lo menos este juicio
del sacerdote
que posteriormente será desechado: «El nombre
de lo divi-
y del rey, representantes de lo más general, es decir,
no en el pensamiento nacional, prestaron al oscuro derecho
del pueblo una especie de recubrimiento místico bajo el cual
creció y se fortaleció» (subrayado nuestro).
Michelet convirtió en su Revolution frangaise este «recu-
brimiento místico» en una ilusión; disocia por completo el
derecho
y la justicia del nombre del sacerdote y del rey, quie-
nes los abrazan para ahogarlos. Sin embargo, no deja de en-
contrar enla «monarquía sacerdotal» el fundamento de la so-
ciedad del Antiguo Régimen. Más aún, si hemos
el
de creerle,
de
es
como una revelación religiosa que lo estuvo en origen su
conversión a la lucha contra el cristianismo y de su proyecto
de escribir la Revolution. Poco importa la autenticidad de la
escena que recompone en 1869, ésta presenta una imagen

84
admirable de cómo cambian de lugar los símbolos en la cons-
trucción que él mismo ha mentado cómo ésta se preserva a
y
pesar de una inversión de sentido.
Su Histoire de France, señala en el prefacio, lo condujo al
umbral del estudio de los «siglos monárquicos», cuando un
«azar» alteró los planes: «Un día, pasando por Reims, observé
con gran detalle la magnífica catedral, la espléndida iglesia
del sagrario. La cornisa interior, por la que se puede marchar
a ochenta pies de altura por el interior de la iglesia, la hace
lucir espléndida, con una rigueza florida, un alcluya perma-
nente. En la vacía inmensidad parece siempre poderse escu-
charel gran clamor oficial, lo que Hamábamos la voz del pue-
blo... Llegué al último campanario pequeño. AlK, un
espectáculo me sorprendió, La torre redonda estaba adorna-
da con una guirnalda de sacrificados. Uno, con la cuerda al
cuello; el otro, sin una oreja. Los mutilados son más tristes
aún que los muertos. ¡Cuánta razón tienen! ¡Qué aterrador
contraste! ¡Cómo es posible que iglesia de las fiestas, esa
la

casada, utilice como collar de novia tan lúgubre ornamento!


El cadalso del pueblo erigido sobre el altar. ¿Pero acaso los
llantos no lograron atravesar las bóvedas y caer sobre la cabe-
za de los reyes? Unción temible de la Revolución, de la ira de
Dios. “No comprenderé los siglos monárquicos si antes no es-
tablezco en mí el alma y la fe del pueblo”, me dije, y luego de
Louis XI escribí la Revolución (1845-1853)».
Sorprendente descripción, más elocuente que muchos ar-
gumentos apoyados en la historia y la teoría para hacernos
comprender
contra lo
a partir de dónde lleva a cabo Michelet su juicio
teológico-político. ¿Desde dónde?, preguntamos.
Desde ahí mismo, desde la catedral del sagrario, pues nos hace
reformó
ver cómo se formó y la Francia cristiana. El autor
el
recorre lugar. Asciende a sus alturas, al igual que se suponía
que el alma de los reyes se elevaba por el clamor de los fieles
para alcanzar su lugaralcanza
junto a Dios; y en una nueva liturgia su
propio pensamiento un lugar junto al pueblo. Michelet
mismo se coloca en escena dentro de la iglesia; en verdad, la
transforma, pero sin dejar de estar ligado
a ella. Se convierte
en espectador de la institución real; secretamente la transfor-
ma en destitución, para dejar aparecer otra institución que de
algún modo sustituye a la primera. Utiliza todos los antiguos

85
símbolos: el sagrario, la aclamación que hace entrar elegi- al
do en la comunidad de los santos, el matrimonio de la iglesia
con Cristo, del reino el
con rey,
sobre el altar, la unción por medio de
la víctima
la
sacrificada, la cruz
cual la cabeza del rey
se eleva por encima de de
la masa sus súbditos. Pero el sagra-
rio es para él el pueblo. Su verdadera voz es la que escucha en
Ja nave; de otro matrimonio imagina él la celebración; la guir-
nalda de sacrificados sustituye al Cristo mártir; el cadalso
domina al altar; las lágrimas sustituyen al licor sagrado; la
unción del Señor se convierte en la unción de la Revolución,
quese convierte en la gesta de Dios. Y falta añadir que surge
la referencia a un tiempo que, sin estar fuera del tiempo, no
está en el tiempo: el del pueblo, de un pueblo en espera de su
encarnación y de alguna manera siempre invisible, a pesar de
haberse dejado ver en la historia durante un momento —fe-
nómeno que demanda fe.
Pero no creamos que la escena de la catedral de Reims se
reduce a una fantasmagoría; condensa una parte de tedos los
temas que gobiernan el trabajo del pensamiento en la
Revolution frangaise. Es inútil multiplicar las referencias, a
pesar de ser explícitamente religiosas. La imagen de la igle-
sia aparece de nuevo en el prefacio
Revolución
de 1847 y enel
hubiera
de 1868.
sabido
A
quienes lamentan que la no opo-
neral catolicismo el espíritu de la Reforma (a Quinet, en par-
ticular, pero sin nombrarlo) objeta que no adoptó ninguna
Iglesia por la excelente razón de que «era una lglesia en sí
misma». A quienes hacen la crítica de su libro y se disputan
la herencia del girondinismo, o del jacobinismo, responde que
le repugnaría combatirlos, pues «no desea romper la unidad
de la gran Iglesia». Pero tanto o más que las palabras es im-
portante la concepción mística de la Revolución. Ciertamen-
te se trata de un acontecimiento que ocurrió en un Jugar pero,
como lo escribe en una ocasión y lo sugiere constantemente:
«Ella ignoró el espacio y el tiempo.» Ese acontecimiento es
como la imagen del paso de Cristo sobre la tierra. Es mani-
festación de una plenitud del tiempo, según la fórmula de
San Pablo, y a la vez de una abolición del tiempo. Inaugura
una
era, pero se sustrae a toda determinación temporal para
figurar una unidad espiritual que da a la humanidad acceso a
sí misma; que en ese sentido es indestructible, está fuera del

86
terreno donde continúan ocurriendo los combates políticos y
condena por vanidosas las empresas de restauración del an-
tiguo orden. Con la Revolución la humanidad se coloca por
encimade sí misma, de modo que en
lo sucesivo le es ya im-
ni concebir las vicisitu-
posible compararse consigo misma,
des de su historia más que desde esa nueva altura. En el len-
guaje del teólogo, al analizar Ja fiesta de la federación, Michelet
habla de ella como de un matrimonio de Francia con Francia
(semejante al de Cristo con la Iglesia o al del rey con el rei-
no). O bien, retomando el tema de una humanidad en busca
de su cuerpo, evoca el momento en que el mundo se dijo:
«Ah,si yo fuera uno, [...] si al fin pudiera unir mis miembros
dispersos, acercar mis naciones». Después, volviendo al pró-
logo de 1868 sobre los acontecimientos de 1790 añade: «Cómo
ágape y comunión nada puede comparársele». De la guerra
de 1792 hace, en el mismo pasaje, una «guerra sagrada». Allí
se mostró «lo absoluto, lo infinito del sacrificio». Con eso le
basta para rechazar la tesis de Quinet, según la cual la Revo-
lución no supo darse nuevos símbolos: «La fe lo es todo, la
forma es poca cosa. ¿Qué importa el arreglo del altar? Sub-
siste el altar del Derecho, de la Verdad, de la eterna Razón.
No ha perdido una piedra y espera tranquilamente».
Este establecimiento en la certeza y la nueva relación que
lo
se teje entre cierto y lo revelado muestran una reinscripción
del pensamiento de Michelet en la matriz de la religión cris-
tiana, Pero en ningún momento podemos perder de vista que
la referencia monárquica se combina con la referencia a Cris-
to. Michelet no sólo toma por su cuenta la noción de una dua-
lidad entre lo temporal y lo intemporal para ligarla, trasla-
dándola a otro registro, a un acontecimiento que hace leer a
uno en el otro, sino que vuelve a apropiarse de la imagen del
rey, de la idea de la soberanía del uno, para celebrar al pueblo,
al espíritu o a la razón, a la justicia o al derecho. Como la
Revolución, el pueblo se escinde, por una parte, entre su exis-
tencia en el espacio y en el tiempo —en la cual parece falible,
dividido, despreciable bajo los rasgos del «gobierno de la
multitud», o del «capricho popular» de la gesticulación grose-
ra de los recientemente encumbrados por la Comuna, inclu- o
so grotescamente sometido a sus «bufones», o también el más
peligroso de los jueces cuando se halla «en fermentación» (ca-

87
pítulos sobreel juicio a Luis XVI)— y, por otra parte, su exis-
tencia intemporal, en la cual obtiene su verdadera identidad,
se revela infalible, unido a sí mismo
y justo titular de un dere-
cho absoluto. Pero en ese último estatuto ocupa el lugar del
rey. No es un procedimiento retórico el que hace decir a
Michelet que, en su calidad de historiador, ha seguido la «vía
real» y comentar: «Ese término quiere decir para nosotros
popular (libro 11[: De la méthode et de lesprit de ce livre); al
plantear la cuestión de la legitimidad del juicio a Luis XVI
afirma: «El pueblo lo es todo» y designa al «verdadero Rey
que es el pueblo». No podemos dejar de percibir en algunas
de esas fórmulas un resurgimiento del mito teológico-político
de la doble naturaleza del rey.
No menos significativo es su repetido elogio del derecho
como soberano del mundo (fórmula tomada de Rousseau), o
bien el modo como en el curso de su despiadada descripción
de los atropellos de la monarquía sacerdotal y en el momento
en que erige a Buffon, Montesquieu, Voltaire y Rousseau como
fundadores de la nueva humanidad (los llama incluso «gran-
des doctores de la nueva Iglesia») se apropia de nuevo del nom-
bre, cuyos efectos de ilusión no había dejado de combatir, para
elevar por encima del mundo la «realeza del espíritu». Es en-
tonces cuando se sorprende a la operación de transferencia
que indicábamos: «La unidad descansaba hasta entonces so-
bre la idea de la encarnación religiosa o política. Hacía falta
un Dios humano, un Dios de carne para unir a la Iglesia y al
Estado. La humanidad todavía débil colocaba su unión en un
signo; un signo visible, un hombre, un individuo. En lo suce-
sivo, la unidad más pura, dispensada de esta condición mate-
rial, residirá en la unión de los corazones, la comunidad de
los espíritus, el matrimonio profundo de los sentimientos de
todos con todos». Pero un análisis más detallado del lenguaje
de Michelet podría descubrirnos una arquitectura simbólica
más cercana
pone al a
rey en
la elaborada a finales de la Edad Media, la cual
posición de soberano y a la vez de mediador
entre la justicia y los hombres; y a la justicia misma en posi-
ción de soberana y de mediadora entre la razón y la igualdad.
Sin embargo, como habíamos anunciado, descubrir en el
pensamiento de Michelet la huella de lo teológico-político (la
cual se empeña en destruir) no induce a desacreditar su inter-

88
prelación de la mutación que se produce del Antiguo Régi-
men a la Revolución. Es uno de los pocos pensadores de su
tiempo que reconoce
ma las relaciones
de
la función simbólica del poder en la for-
sociales. Quien dudara sólo tendría que
leer, o releer, la introducción a su Révolution frangaise, verda-
dero ensayo de filosofía política cuya intuición mayor nos
parece conservar su agudeza, a pesar de la fragilidad de la
composición histórica. Sin duda, comparado con el de un
Tocqueville, ese análisis del Antiguo Régimen puede parecer
sumario y sociológicamente pobre. Pero uno no borra al otro;
entre ambos la diferencia no es la de una historia ideológica
frente a una historia conceptual. En efecto, lo que Michelet
percibe y desea pensar permanece oculto al pensamiento de
Toequeville. Este último enumera todos los signos de una cen-
tralización progresiva del Estado y de una igualación progre-
siva de las condiciones que confirman, bajo la apariencia de
una permanencia de su orden, la transformación de la
dad. Sería imposible decir que no es sensible a la dimensión
socie-

simbólica de lo social, En un sentido podríamos decir que no


se le escapa, pues creemos que lo que retiene su atención y
sabe poner en evidencia es más la instauración de un princi-
pio de similitud de las conductas y de las costumbres, la ins-
tauración de un punto de vista del Estado incompatible con la
antigua constitución de una sociedad aristocrática, que el pro-
greso de hecho de
cisamente al
la y
igualdad de la centralización. Pero pre-
erigir a sociedad aristocrática en modelo —un
la
modelo ideal cuyas referencias en el tiempo no
más—, se desinteresa de la figura del
se definen ja-
poder,tiende a reducir
la historia del Antiguo Régimen a la de una descomposición
de la sociedad aristocrática, hasta el punto de que la nueva
sociedad sólo aparece como resultado último de ese proceso y
de que la revolución termina siendo ininteligible, cuando no
termina por designar una evasión a lo imaginario. En cam-
bio, Michelet descifra lo simbólico en otro plano: aquel en
el
que resorte de la dominación y de la organización de las
instituciones de una sociedad es, según sus términos, lo más
oscuro y lo más íntimo en la posición y representación (repe-
timos que éstas no pueden separarse) del poder político. Su
pensamiento alcanza su mejor expresión cuando, al término
de una evaluación de la situación de Francia antes de 1789;

8
después de haber señalado: «Veo a la Revolución por doquier,
incluso en Versalles»; después de mostrar las audacias y la
ceguera de Calonne; después de considerar inevitable y visi-
ble, «a la vista de cualquiera», la derrota de la nobleza y del
clero, concluye: «La única cuestión oscura era la de la realeza.
Cuestión no puramente de forma, como tanto se ha repetido,
sino de fondo, cuestión mas íntima, más vivaz que ninguna
otra en Francia, cuestión no sólo de política, sino de amor, de
religión. Ningún pueblo amó tanto a sus reyes».
Esta atracción por lo oscuro, lo profundo, lo originario,
que, por lo demás, guía a Michelet en todas sus obras (desde
los Origines du droit francais hasta La Sorciére), le hace descu-
brirlo que Tocqueville descuida: el misterio de la encarnación
monárquica —más allá de la representación consciente de un
rey por derecho divino, la cual restituye en su poder algo de la
presencia de Cristo y en cuya virtud hace aparecer la
en su persona, la representación consciente de una sociedad
justicia

que sc encarna en el rey no sólo se organiza en sus institucio-


nes políticas de acuerdo a un «principio carnal», sino que sus
miembros son captados por la imagen de un cuerpo, de ma-
nera tal que proyectan en ella su propia unión y que sus afec-
tos precipitan una identificación amorosa con ese cuerpo. Si
prestamos atención, Michelet combina dos argumentos que,
a pesar de estar ligados, no se superponen.
El primero consiste en referir la ley política del Antiguo
Régimen la ley religiosa —sin duda no sería demasiado de-
cir: deducirla ley política de la religiosa. El cristianismo con-
firma ser el sistema fundador de la monarquía y del conjunto
de las instituciones que la sostienen. Por lo demás, el plan
mismo de su Introduction lo muestra: primera parte, «De la
religión de la Edad Media»; segunda parte «De la antigua
monarquía». Así, formula inmediatamente la pregunta: «¿La
Revolución es cristiana o anticristiana? Esta pregunta, histó-
rica y lógicamente precede a todas la demás». Y su respuesta
no se deja esperar: «No veo en escena más que dos grandes
hechos, dos principios, dos actores, dos personas: el cristia-
nismo y la Revolución». Todavía llega a afirmar: «Todas las
instituciones de orden civil que encontró la Revolución eran
cristianas, o emanaban del cristianismo, o eran calcadas de
sus formas, autorizadas por él». En esa perspectiva, el esque-

90
ma es sencillo: el cristianismo es «la religión de la gracia, de
la salvación gratuita, arbitraria y de la voluntad de Dios». La
monarquía humana sc construyó a imagen de la mona quía
divina: una y otra gobiernan para sus elegidos. Bajo la apa-
riencia de la justicia lo arbitrario se aloja en la sociedad: lo
encontramos «con una fidelidad desesperante en las institu-
ciones políticas». Es un «principio carnal» que sostiene la or-
ganización social, la división de los órdenes, la jerarquía de
las condiciones, un principio «que pone la justicia y la injusti-
cia en la sangre, las hace circular con el flujo de la vida, de
una generación a otra...». El sistema teológico-político tal es

que sugiere, que glorifica el amor, la relación personal del


hombre con Dios, del hombre con el rey: la noción espiritual
de la justicia se materializa; el amor es colocado «en lugar de
la Ley». Comentaremos libremente, en los términos que usa-
mos antes: donde existe
da la
la plena afirmación del poder, donde
condensación en una persona del poder divino y del
se
poder humano, la ley se imprime en el poder; como tal, resul-
ta borrada; el resorte de la obediencia, cuando el
no es temor,
consiste en la sumisión amorosaal monarca. Simultáneamen-
te, e inversamente al amor que requiere el cristianismo, surge
el odio hacia todos los que rompen el orden, «los increíbles
furores de la Iglesia en la Edad Media», la Inquisición, los
libros quemados, los hombres quemados, la historia de los
Vaudois, los Albigeois... Un terror que con la perspectiva del
terror revolucionario nos hace sonreír. De igual forma,
inversamente al amor que suscita el rey, están las torturas, la
Bastilla, los edictos de captura, el Libro rojo...
el
Pero segundo argumento de Michelet, que apunta en la
articulación de las dos primeras partes, toma otra dirección.
El poder del rey no sólo se abate desde todas las alturas de la
arbitrariedad cristiana, es también edificado por sus sujetos;
son ellos los que preparan «ese santuario de refugio: el altar
de la realeza»; ellos forjan «una serie de leyendas, de mitos
amplificados por todos los esfuerzos de su imaginación; en el
siglo XIII el rey santo, más sacerdote que el sacerdote mismo,
en el siglo XvI el rey caballero, el rey bueno con Enrique IV,el
rey Dios con Luis XIV». En un sentido obedecen a la misma
inspiración que los pensadores más importantes de la época,
observa el autor; la inspiración de Dante, por ejemplo, quien

91
buscaba lasalvación de la humanidad en la unidad e imagina-
ba un monarca apto para encarnar al uo, para estar en pose-
sión de una autoridad sin límites, libre de las pasiones de los
mortales. Sin embargo, «es necesario cavar por debajo de
Dante, descubrir dentro de la tierra el profundo cimiento po-
pular sobre el cual se construyó el coloso» (subrayado mío).
Los hombres sólo creyeron «salvar la justicia con una reli-
no
gión política», no sólo crearon «a partir de un hombre un Dios
de justicia»; hicieron de los reyes objetos de su amor. Amor
singular: «amor obstinado, ciego, que hace de las imperfec-
ciones de su Dios un mérito, Lo que éste tiene de humano,
lejos de molestarle, lo agradece. Lo interpreta como cercanía,
como ausencia de orgullo, de dureza. Agradece a Enrique IV
su amor por Gabriela»... La descripción de ese amor, la evoca-
ción de Luis XV el bienamado, el
Dios de carne, las páginas
consagradas a Luis XVI, desde el regreso de Varenne hasta su
ejecución, son notables porque inducen a interrogar de nuevo
la representación del doble cuerpo del rey, tal y como
mó desde la Edad Media, apoyándose en el doble cuerpo de
for- se
Cristo, hasta engendrar en la Inglaterra del siglo XvIJa ficción
jurídica de las dos personas gemelas: una de ellas el rey natu-

puesto a la ignorancia, al error, a la enfermedad;


a
ral, mortal, hombre sujeto al tiempo, las leyes comunes, ex-
otra, el rey la
sobrenatural, infalible, omnipresente en el espacio y enel tiem-
po del reino. Esa representación, que suscitó abundantes co-
mentarios por parte de
historiadores ingleses y de la que Ernst
Kantorowicz? ofrece un análisis de una erudición y una suti-
leza incomparables, sin duda no es puesta en evidencia por
Michelet, pero le da un tratamiento indirecto, de forma tal
que nos hace sentir los límites de su formulación en términos
jurídicos, oteológico-jurídicos, formulación que principalmen-
te ha retenido la atención de nuestros contemporáneos. Den-
tro de esa elaboración, al
leerlo, aparece en efecto que el cuer-
po natural, por su combinación con el sobrenatural, ejerce un
hechizo que encanta al pueblo. En su calidad de cuerpo
sexuado, cuerpo que engendra, cuerpo amoroso, cuerpo fali-
ble, efectúa una mediación inconsciente entre lo divino y lo

12. Ernst 11. Kantorowicz, The King's Two Bodies, Princeton, Princeton University
Press, 1957. (Ed. esp. Los dos cuerpos del rey, Madrid, Alianza, 1985.) [N. del 7]

92
humano, una mediación que el cuerpo de Cristo, mortal, visi-
ble y falible, al mismo tiempo que divino, no podría asegurar
porque indica la presencia de Dios en el hombre sin llevar a
su término el movimiento inverso, que hace visible al hom-
bre, sensible su carne en Dios. Rompiendo la argumentación
que deduce la monarquía humana de la monarquía divina,
Michelet revela un campo erótico-político. Sin duda sólo se
instaura, según él, porque la religión puso al amor en lugar de
la ley, pero esboza una lógica del amor en
lapolítica de la que
nos sorprende que no vea que es más antigua que el
mo. El rey moderno, figurado como representante de Dios
cristianis-

sobre la tierra, o figurado como sustituto de Cristo, no extrae


de esa imagen todo su poder. Por la operación única del sacri-
ficio en el elemento del sufrimiento, el hombre
se
Dios, se identifica con Cristo, abandona su cuerpo mortal.
eleva hasta

Entonces el amor lo coloca por encima de la vida, Mientras


que por la doble operación del sacrificio y del placer, los suje-
tos del rey conocen el éxtasis. El amor nutre sus vidas al mis-
mo tiempo que justifica su muerte, La imagen de su cuerpo
natural, la imagen del Dios de carne, la imagen de su matri-
monio, de su paternidad, de sus relaciones, de sus fiestas, de
sus diversiones, de sus festines, pero también de sus debilida-
des, por no decir de sus crueldades; en suma, todos los signos
de su humanidad pueblan su imaginario, aseguran la conjun-
ción del pueblo con el rey. Indisociable de la unión mística
entre rey y reino se teje una unión carnal entre el gran indivi-
duo y la masa de sus servidores, desde los cercanos hasta los
lejanos. Según la teología y los juristas, el rey inmortal posee
el don de la ubicuidad y el de la clarividencia; pero simultá-
neamente,a de
pesar sustraerse a las miradas, atrae las mira-
das de todos, concentra sobre
ser-hombre: único foco,

cancela
la visibilidad absoluta del
la diferencia entre puntos de
,
vista y hace que todos se confundan en el uno.
La sensibilidad extrema de Michelet al enigma de la
nación monárquica y a la parte del cuerpo natural que dispo-
encar-

ne en el cuerpo sobrenatural se manifiesta particularmente


en su análisis del juicio a Luis XVI. Centrémonos en aquello
que atañe de cerca a nuestro propósito. El autor no intenta
preguntar si el juicio debió o no ocurrir, Es una evidencia.
Éste presentaba una doble utilidad: por una parte, «reubicar

93
ala realeza en su verdadero sitio: el pueblo», al convertirlo en
juez; por otra, «sacar a la Juz ese ridículo misterio del que la
humanidad bárbara durante largo tiempo hizo una religión,
el misterio de la encarnación monárquica, la extraña ficción
que supone que la sabiduría de un pueblo se concentra en un
imbécil...» El problema era saber, ya que la realeza se incor-
poraba en un hombre, cómo arruinar la encarnación, cómo
impedir para siempre que un hombre pudiera ser rey. La res-
puesta del historiador, desarrollada ampliamente en las pági-
nas siguientes, llega de un solo golpe: «Era necesario que la
realeza fuese llevada a la plena luz del día, expuesta por de-
lante y por detrás, abierta, para que mostrase su interior de
ídolo apolillado, su bello busto dorado lleno de insectos y gu-
sanos. La realeza y el rey debíanser
la
definitivamente condena-
cuchilla. ¿Debía caer la cuchi-
dos, juzgados y puestos bajo
lla? Eso es harina de otro costal. El rey confundido con la
institución muerta sólo era una cabeza de madera, vacía y
hueca, nada más que una cosa. Con sólo golpear esa cabeza
y extraerle aunque fuera una gota de sangre, era suficiente
para constatar la vida; podía creerse de nuevo en una cabeza
viva; la realeza revivía» (libro IX, 7).
Análisis penetrante que podríamos reformular en estos tér-
minos: la realeza condensa para los hombres la vida inmortal;
esa vida se da en alguien vivo, el rey. Hay que mostrar que el
símbolo de la vida es producto de una ilusión, desarraigar la
creencia, hacer ver al ídolo como ídolo, en suma, destruir las
tinieblas interiores de esa pseudo—visibilidad, derribarla y
cortarla en pedazos. Con esa única acción logramos que el
vivo pierda la vida. En el vacío de la corona aparece la cabeza
vacía de Luis XVI. Por el contrario, si golpeamos a Luis XVI,
si hacemos correr su sangre cuando creemos aniquilar su cuer-
po, confirmamos que
vivo figuraba la
se
vida
trata de alguien vivo y, puesto que ese
eterna, resurge la realeza. Michelet in-
tenta explicar, de forma general, que la fantasmagoría real es
reanimada, pues la realeza se encarna en un hofnbre, y de ese

sobre
se
hombre
la
hace un espectáculo. De ahí su amargo comentario
detención de Luis XVI en el templo. Sugiere que po-
dría pensarse que la decadencia del individuo logra
desacralizarlo. Al contrario: «El golpe más grave, el más cruel
que sufrió la Revolución, fue seguramente la ineptitud de quie-

94
nes constantemente mantuvieron a Luis XVI ante las miradas
de la población y en relación con ella como hombre y como
prisionero». ¿Por qué? Porque cuanto más aparece en su sin-
gularidad humana, más se muestra el individuo vivo, y más
mantiene como rey. Sus sufrimientos despiertan el amor an-
se
tes incluso de la ejecución, pero además del amor, si puede
decirse así, existe la atracción por el único objeto de todas las
miradas. Y lo que admirablemente muestra Michelet es que
parece único porque parece ser un individuo cualquiera, per-
cibido en medio de su familia, simple entre los simples, atra-
pado en la insignificancia de lo cotidiano. Todos los signos
que lo designan como hombre lo restituyen como rey.
Relevante en ese sentido, y no puedo dejar de señalarlo, es
la manera con que el escritor describe él mismo a la persona
de Luis XVI. Se lo muestra a sus lectores para sustraerlo al
encantamiento de los ojos. Lo muestra «sanguíneo y repleto»,
comiendo demasiado, una alimentación demasiado rica, des-
envalviéndose «con un aire miope, con la mirada vaga, el por-
te pesado, con ese balanceo propio de los Borbones»... ha-
ciendo «el efecto de un obeso granjero de Beauce». Con ello
no lo hace menos un individuo cualquiera, pero de algún modo,
por medio de una observación neutra, intenta disolver la indi-
vidualidad en la categoría del género.
El momento crucial de la interpretación concierne al mo-
mento de la ejecución. Michelet no es insensible al razona-
miento de los montañeses; piensa que su mérito consistió en
reconocer el imperativo de la desencarnación. Ellos creían,
precisa Michelet, «sin faltarles la razón, que el hombrees
to cuerpo como espíritu y que no era posible la seguridad so-
tan-

bre la muerte de la realeza hasta no tocarla, palparla y mane-


jarla en el cuerpo muerto de Luis XVI y en su cabeza cortada».
Sugiere así, de alguna manera, que para que el pueblo acceda
al sitio de la realeza requiere algo más que la idea de ley,
la

necesita una imagen del castigo. Pero según él, si la imagina-


ción no se extingue bajo la luz de la justicia, encuentra su
mayor fuerza al contacto con la visión del cuerpo. La encar-
nación no se deshace, resurge con la sangre del muerto, Rea-
leza y religión renacen en el instante mismo en que recaemos
en la ilusión que las sostenía, es decir, que se imprimía en un
cuerpo real. Esos son finalmente clos efectos terribles de la

95
leyenda del templo», liberados por la ejecución... «Los reyes
de
laescritura son llamados Cristos; el Cristo es llamado rey.
No había incidente de la cautividad del rey que no fuera apre-
hendido, traducido al punto de vista de la Pasión. La pasión
de Luis XVI llegó a convertirse en una especie de poema tra-
dicional, pasado de boca en boca, entre mujeres, entre cam-
pesinos, el poema de la Francia bárbara.»
¿Pero en virtud de qué un pensador tan atento en descu-
brir las creencias que suscitaban, mantenían, o restituían el
misterio de la encarnación monárquica, se presta a su trans-
ferencia a la imagen sagrada del pueblo, de la nación, de la
humanidad, del espíritu? El problema se complicaría más si
siguiéramos la otra vertiente de su interpretación de la Re-
volución, cosa que no es nuestra intención en el marco de
este ensayo. Basten estas breves observaciones: habiendo sido
planteada la antítesis del Antiguo Régimen y de la Revolu-
ción, Michelet no es ciego a las contradicciones internas de
la Revolución. Descubre en el poder adquirido por
Robespierre una resurrección de la monarquía (comienza con
la muerte de Danton, señala en
el
prefacio del 68); destroza
la doctrina jacobina del bienestar público al reducirla a la
razón de Estado del tiempo del absolutismo
vación edificada por el y a la de la sal-
cristianismo; denuncia tanto en los
montañeses como en los girondinos a una élite arrogante de
intelectuales («una terrible aristocracia en esos demócratas»);
llega incluso a decir de Robespierre que «el día en que apa-
reció el director (después del juicio a la madre de Dios) como
futuro rey de los sacerdotes, Francia despierta y lo coloca
junto a Luis XVI» (libro III, De la méthode etde l'esprit...). Su
voluntad, decíamos, consiste en no permitir que se confun-
da a la Revolución con alguno de sus episodios; defenderla
contra toda apropiación por parte de un clan; pero si en un
sentido la des-temporaliza, en otro sentido le restituye una
temporalidad indomable, describe su avance de tal manera
que la creación la disolución de las ideas y los hombres no
se compartan; si afirma la unidad del espíritu de la Revolu-
ción, la ve, sin embargo, desplegarse en sitios diferentes,
abrazar múltiples corrientes, hasta el punto de distinguir una
y
revolución propiamente campesina el esbozo de una revo-
lución socialista.

96
Quizá dos de esas fórmulas muestran mediante su con-
traste la ambigúedad última de su concepción. Ambas llega-
ron a ser célebres: «La historia es resurrección», «La historia
es el tiempo».
En el rápido boceto que acabamos de dibujar, el lector no
habrá dejado de sentir una debilidad en Ja argumentación de
Michelet. Su deducción de la monarquía humana
y a partir
de la monarquía divina, de las instituciones políticas a par-
tir de las instituciones religiosas, procede de una simplifica-
ción a ultranza del cristianismo. Ello no invalida la tesis de
que los dos tipos de institución se inscriben en un mismo
esquema, pero en modo alguno queda demostrado que unos
sean calcados de los otros. Una proposición así, lo señalába-
mos, supone que sea posible concebir una esencia en sí del
cristianismo, independientemente de cualquier concepción
del hecho político. Michelet atisba lo arbitrario de esta hipó-
tesis cuando declara que el Evangelio no muestra nada preci-
so: «En su vaga moralidad —concede a sus adversarios—, no
contiene casi ninguno de los dogmas que hicieron del cristia-
nismo una religión tan positiva, tan atrayente, tan absorben-
te, tan fuerte para cobijar al hombre...» (Introducción). Así,
señala que su objeto no es otro que la religión plenamente
instituida en el catolicismo. Sin embargo, como descubre
principio de la doctrina del tema de la gracia, esperaríamos
al
que tomara en consideración el fenómeno del protestantis-
mo y que en lugar de limitarse a observar de paso que éste no
hace sino «formular más duramente» la doctrina del mundo
católico, se interesa por su modo de inserción en las socieda-
des políticas modernas. Sobre este punto guarda silencio. Ig-
nora deliberadamente, cuando establece su gran oposición
entre cristianismo y revolución, el hecho americano. Que
hayan sido puritanos quienes fundaron las instituciones li-
bres de la Nueva Inglaterra, que constantemente se hayan
referido a la Biblia en sus proclamas políticas, nada de eso
retiene su atención, mientras su contemporáneo Quinet en-
cuentra en esa conjunción entre protestantismo
y libertad una
enseñanza de envergadura considerable para la comprensión
de la democracia moderna. Sin embargo, esta laguna en el
análisis de Michelet, o más valdría decir, esa ocultación de
una revolución puritana, es importante para nosotros no tanto

97
porque sería el signo de una ignorancia, o de un desconoci-
miento, de la verdadera naturaleza del cristianismo, sino por-
que en ella encontramos el indicio de una obstinación por
reducir la eficacia de lo religioso. Para Michelet se trata de
mostrar cómo el cristianismo modeló la monarquía europea
y especialmente la francesa. Pero señalemos que Quinet, tan
preocupado por separar el cristianismo del catolicismo y por
poneren evidencia las virtudes liberadoras del protestantis-
mo, no duda de la eficacia propia de lo religioso y de que, por
su lado, busca la fórmula de una nueva fe investida en el pue-
blo, en la nación, en la humanidad y simultáneamente en el
a
derecho la justicia y a la razón. Por lo demás, sería impor-
tante preguntarse si el ideal libertad política, que se afirma
en medio de una ruptura con los valores de los regímenes
monárquicos, no se integra, gracias al discurso puritano, con
una singular acentuación del conformismo
las sentido
en las costumbres
con una negación del nuevo
y opiniones, y en ese
tipo de efectos en la división social que desencadena la de-
mocracia. Todo sucede, en efecto, como si a partir de premisas
diferentes los pensadores más sensibles al advenimiento de
la modernidad, a la irreversibilidad del curso de la historia
(y, en el caso de Francia, no sólo pensamos en Michelet, o en
Quinet, sino también, por ejemplo, en Guizot y Tocqueville, o
en un socialista como Leroux), buscaran en lo religioso la
reconstitución de un polo de unidad en la que fueran conju-
radas las amenazas de una disolución de lo social, surgidas
por la derrota del Antiguo Régimen.

Tal es, pues,la cuestión con la que conectamos tras


dev por la problemática de Michelet y que él nos induce a
el
ro-

reformular. Más que querer redefinir las relaciones que man-


tienen lo político y lo religioso, para apreciarel grado de sub-
ordinación del uno al otro y, consecuentemente, interrogarse
sobre la permanencia o no del pensamiento religioso en la
sociedad moderna, ¿no valdría más establecer como premisa
inicial, lógica e históricamente, una formación teológico-polí-
tica?, ¿aprehender en las oposiciones que implica el principio
de una evolución o, si preferimos, de un trabajo simbólico

98
que se realiza a prueba de los acontecimientos? ¿detectar cómo
ciertos esquemas de organización y de representación de la
imagen del cuerpo y de su duplicidad, de la idea del 0y de
una mediación entre lo visible y lo invisible, de lo eterno y de lo
temporal se mantienen, gracias a desplazamientos o transfe-
rencias, dentro de entidades nuevas? Así tendríamos una me-
jor oportunidad de preguntarnos si la democracia es
el
teatro
de un nuevo mado de transferencias o sin en ella no permane-
ce más que el fantasma de lo teológico-político.
Lo que entonces descubrirfamos es una red de determina-
ciones de las que la «monarquía sacerdotal» no proporciona
más que un elemento, a pesar de ser constitutivo, y en el que
figuran a su vez el desarrollo de las cindades-Estado, de los
diversos cuerpos en las ciudades, de los gremios de artesanos
y de la explotación del humanismo clásico. Lo que también
descubrirfamos es un esquema dinámico que se imprime en
ese juego complejo de cismas que Ernst Kantorowicz dilucidó
tan sutilmente: quiasmas, repitámoslo, entre lo teológico y lo
político como sus propias formulaciones a veces incitan a su-
ponerlo, sino quiasmas, admitamos estos barbarismos, entre
lo teológico ya politizado y lo político ya teologizado.
si
Apenas es necesario precisar que ese esquema sólo es
legible teniendo en mente los horizontes de una historia real
en la que se producen cambios de orden económico, tecnoló-
gico, demográfico, militar; cambios en las relaciones de fuer-
zas entrc los actores dominantes; cambios también en las ca-
tegorías del conocimiento, de los cuales un momento decisivo
fue marcado por el renacimiento del derecho romano y de la
filosofía antigua. Además, si seguimos la argumentación de
EKantorowicz, ese esquema no puede ser plenamente proyec-
tado en la historia empírica, a pesar de que aprehendemos
sus articulaciones en una dimensión temporal. Las cuatro for-
maciones que distingue el autor ---las monarquías cristo-cén-
tricas, jurídico-céntricas, político-céntricas, humano-céntri-
cas— dan fe de un desplazamiento de la representación del
doble cuerpo del rev, pero la que en cada ocasión es desplaza-
do no desaparece, sino que parece contener, a título de antici-
pación, el núcleo de otra configuración simbólica. Así, que la
realeza se despliegue en principio sobre la imagen de Cristo
a
no significa que cuando deba renunciar ella, en parte como

99
consecuencia de la estrategia del Papa de adjudicarse el título
de único vicario de Cristo, la referencia a Cristo pierda toda
su eficacia. Mucho tiempo después de la descomposición del
mito otoniano del siglo x, el tratado de la consagración dirigi-
do a Carlos V colocará a éste explícitamente en posición de
sustituto de Cristo, y de hecho el mismo Luis XVI se benefi-
ciará, como a justo título lo señala Michelet, de esta identifi-
cación. Igualmente, que la representación del Rey se apoye
plenamente en la de la justicia y el derecho, en época de Fede-
rico II y de Bracton, no hace olvidar la reelaboración de una
verdadera religión del en
derecho el siglo Xv1 y, por otra parte,
contiene yala virtualidad de un sistema en el cual el cuerpo
político, el reino, aparece como el cuerpo sagrado del rey. O
incluso cuando Dante, en su De Monarchia, compone el retra-
to de un emperador que en posesión de una autoridad univer-
sal presta figura al uno y a la vez da figura a la humanidad
reunida en un cuerpo a través de la multiplicidad actual de
sus miembros y de la sucesión de las generaciones, esa visión
teológico-política del humanismo no se deja asignar a las úni-
cas condiciones de una época (menos aún reducir a la expre-
sión de una nostalgia del imperio en el momento en el se des-
vanece su factibilidad): es a la vez anunciada por el trabajo de
los juristas italianos y reactivada en la época de Carlos Y, de
,
Isabel, y de Francisco o de Enrigue II. Cuando la ambición
imperial se combina con un lenguaje universalista, las ideas
de De Monarchia, la doble figura de Augusto de Astrea, del
poder y de la justicia, volverán a ser explotadas al servicio de
la edificación de una nueva monarquía y de la conquista del
mundo. Queda lo esencial: lo teológico-político surge en el
despliegue de un sistema de representación cuyos términos se
transforman, pero cuyo principio de oposición se preserva.
A partir del momento en que la monarquía se vuelve sa-
grada, por medio de las instituciones de la unión y la corona-
ción, se abre al rey la posibilidad de exigir una soberanía que
lo separa del resto de los hombres; la posibilidad de aparecer
a la vez como vicario, ministro de Cristo y, de acuerdo con su
imagen, dotado simultáneamente de un cuerpo natural, mor-
tal, y de un cuerpo sobrenatural, inmortal; a su vez el papa,
maestro de la operación de la consagración, encuentra la po-
sibilidad de apoderarse de los emblemas de la monarquía y

100
de imprimir su poder en
medio
el orden temporal (lo que se actuali-
de la reforma gregoriana y la que-
zará más tarde por
rella de las investiduras). A partir del momento en que esfor-
zándose por deshacer la imbricación de las funciones
seculares y sacerdotales, como consecuencia de la sacra-
lización de la realeza, la iglesia adquiere la fuerza para deli-
mitar su espacio de dominación, la fuerza de organizarse
como un cuerpo funcional, a la par de los Estados en forma-
ción, busca distinguirse radicalmente de todas las entidades
políticas, preservar su misión espiritual, presentándose como
un cuerpo místico (corpus Ecclesiae mysticum) —el cuerpo
mismo de Cristo, cuya cabeza a la vez constituye—; por su
parte, el reino reimprime en sí mismo la vocación religiosa y
se da la definición de un cuerpo místico (corpus Republicae
mysticum) —cuerpo del rey, cuya cabeza simultáneamente
representa. A partir del momento en que la reexplotación del
derecho romano del aristotelismo ofrecen un nuevo cuadro
conceptual a la teología y a la teoría política, las antiguas
nociones de imperium, de comunitas, de patria, de perpetuitas,
de aevum (noción intermedia entre la eternidad y el tiempo)
son recuperadas para figurar en cada campo una nueva rela-
ción entre lo singular, siempre inscrito en los límites de un
cuerpo, de una entidad espacial y temporalmente orgánica, y
lo universal, siempre relacionado con la operación de la tras-
cendencia. Las ideas de la razón, de justicia, de derecho que
gobiernan un
co y un
retorno
movimiento aen
los principios del pensamiento clási-
dirección de una ética laica, resultan
ellas mismas atrapadas en una elaboración teológico-políti-
ca. El príncipe (ya hicimos alusión a esc acontecimiento) ocu-
pa la posición de mediador entre la justicia y sus sujetos; la
antigua definición romana del emperador, al mismo tiempo
liberado delas leyes
y sujeto a la ley, se doblega para colocar-
lo en esa posición; aparece como por encima y por debajo de
sí mismo, divino por la gracia al mismo tiempo que humano
a
por la naturaleza, la vez instituidor y revelador de
la
justi-
cia, a la vez su vicario y su imagen en el Estado —en tanto
que simétricamente la justicia, objeto de culto a la manera de
Cristo, se coloca ella misma en posición de mediador entre la
soberana razón y la equidad, entre el sustituto de la ley divi-
na y el sustituto de la ley humana.

101
Lo que merece particularmente muestra atención es la seric
de desdoblamientos que acompañan y mantienen la figuración
de los cuerpos, primitivamente inspirada por el modelo de Cris-
to —cuerpos que no sólo se sustituyen unos por otros, sino se
apoyan unos a otros. Repitámoslo, el principio del esquema es
planteado con la
institución de una realeza de nuevo cuño, por
medio de la operación de la consagración. Como lo muestra
Marc Bloch en su Les rois thaumaturges,' presenciamos un
fenómeno complejo que pone en juego el estatuto del poder
y
temporal el del poder espiritual. El rey bendecido y corona-
do por la unción del señor posee un poder espiritualizado, pero
réplica al fin de Cristo, de Cristo sobre la tierra, es, a diferen-
cia de su modelo, humano por la
naturaleza y divino por la
gracia. No sólo no podría ocupar plenamente el sitio de lo sa-
grado (nadie sin duda lo ha conseguido), sino que en su perso-
na sc torna visible la unión al mismo tiempo que división
entre lo natural y lo sobrenatural. A pesar del intento hecho en
la
ese sentido por los emperadores otonianos, la
vía de una iden-
tificación completa con el
Dios hecho hombre permanece ce-
rrada. Simultáneamente, choca en la tierra con otro poder, el
sacerdotal, en virtud del cual recibe Ja gracia y está en posi-
ción reivindicar su supremacía. El desdoblamiento del cuer-
de

po del rey corre a la par del desdoblamiento de la autoridad


real (o imperial) y pontifical. Pero lo que se juega en ese último
polo no es menos significativo, pues la erección del papa por
encima del poder temporal se halla ligada al proyecto de impri-
mir su propio poder espiritual sobre un territorio, A este res-
pecto, recordemos que las circunstancias mismas del primer
pacto entre un rey y un papa, Pipino el Breve y Estanislao II,
no son anecdóticas; poseen un significado simbólico. Pipino
convirtió la arbitrariedad de su padre en una usurpación, por
ello pide a la Iglesia que establezca el fundamento de su legiti-
midad. En cuanto a Estanislao II, pretende apoderarse del
exarcado de Rávena gracias a la ayuda del rey, por medio de
una falsa donación de Constantino, quien supuestamente le

13. Marc Bloch, Les rois thauntaturges. Étude sur le caractére sumatarel attribué
á la puissance royale particuliérement en France et en Anglaterre, Strasbour:
Publication de la Faculté de Lettres de Strasbourg, 1924. Nueva edición, con prólo-
go de Jacques Le Goff, París, Gallimard, 1983. (Ed. esp. Los reyes taumaturgos,
México, FCE, 1988.) [N. del 7.]

102
otorgó las posesiones a Roma, La combinación entre la ley
religiosa y la ley humana encubre un doble fraude. La nueva
formación
es teológico-política de parte a parte; queremos de-
cir que es reglamentada por un doble juego de poder. Pero es
más importante señalar que, de entrada, dos movimientos si-
multáneos aparecen en dirección de una autoridad universal,
y
espiritual y temporal, de la imposibilidad de su cumplimen-
to —la imposibilidad de una dominación política sin restric-
ciones y la de una monarquía teocrática.
En cambio, lo que surge cuando termina la fragmentación
de las autoridades característica de la organización feudal es
la posición de un rey que en el marco de un territorio limitado
se presenta como quien no tienen a nadie por encima de sí
mismo —es decir, ningún poder temporal—, que se define como
emperador en su reino (imperator in suo regno). Pero en e:
momento en que con claridad se afirma esa pretensión, es de-
cir, tanto en Francia como en Inglaterra, y desde mediados del
siglo XIII, la configuración monárquica empieza a desplegarse
en su singularidad occidental.
El trabajo de inscripción del poder y de la ley en un terri-
torio; Ja delimitación de una sociedad política en el interior
de fronteras definidas; la conquista en ese espacio de una sub-
ordinación común a la autoridad del rey van a la par de un
trabajo de sacralización del territorio, de espiritualización del
reino. Paralelamente a un proceso de secularización y de
laicización que tiende privar a la Iglesia de su poder tempo-
ral en el marco del Estado, que tiende a incluir al clero nacio-
nal en Ja comunidad del reino, se da un proceso de incorpora-
ción de las representaciones religiosas propias para investir
en el espacio «natural» y en las instituciones sociales un signi-
ficado místico. Se efectúa un desdoblamiento entre lo que es
del orden delo y
funcional de lo místico a todo lo ancho de la
sociedad; o sería mejor decir, puesto que se presenta en esa
representación, en el espesor del cuerpo político. El desdobla-
miento de ese cuerpo acompaña
ma parte, puesto que el
al del rey, al tiempo que for-
sobrenatural e inmortal del
cuerpo
la
rey esa vez el de una persona divina por gracia, habitada
la
por dios, y que emigra al cuerpo del reino; o incluso, puesto
que en momento en que un mismo cuerpo
el
se el
define como
de una persona y como el de una comunidad, la cabeza per-

103
manece como
Así
el símbolo de una trascendencia imborrable,
Joseph Strayer en sus célebres ensayos consagrados al rei-
no de Felipe el Hermoso,'* hace ver cómo la conquista de la
unidad de la sociedad política bajo el
signo de la «defensa del
reino» logró movilizar los afectos religiosos, defensa que vie-
ne a relevar a la del reino de cristo, al sustituirse el sentimien-
to de la patria terrestre por el de la patria celeste, y hace equi-
valer el sacrificio de los combatientes con el de los cruzados
que cayeron por la liberación de Jerusalén y la
gloria de Dios.
El historiador nos desvela cómo se desdobla la
figura del rey
guerrero y la del rey muy cristiano, al mismo tiempo que
territorio se convierte en fierra santa y la masa de los súbditos
el
en pueblo elegido (ver su ensayo The Most Christian King, The
Chosen People and the Holy Land). Sería inútil precisar cómo
las nociones romanas de
patria y de comunitas, o de populus,
son reaclivadas y reelaboradas en una simbología religiosa;
nuestra intención es solamente llamar la atención sobre ese
fenómeno hoy de sobra conocido: la instauración
presentaciones del pueblo, de la nación, de la patria, de la
re- de
las
guerra sagrada, de la salvación del Estado en la configuración
teológica de la monarquía medieval. No menos instructivo sería
examinar, remitiéndonos a los análisis de Kantorowicz, el pro-
ceso inaugurado en el siglo X111 mediante el
cual se escinde de
la persona del rey un campo público, un campo de
inalienables, y se desdobla también la referencia a un orden
bieneslo
objetivo y a un orden sagrado: los res publicae se convierte en
res sacrae a imagen de los bienes de la
Iglesia, ellos mismos
propiedad de Cristo; la Corona, o
el Fisco, se sitúan bajo la
égida de una impersonalidad que más tarde será firmada como
el polo del Estado y gracias a la inversión de los signos se
define como de las personas, como de los cuerpos místicos
(Bracton llega incluso a definir al rey como vicario del Fisco,
según el modelo del vicario de Cristo).
Finalmente, habría que analizar la relación que se
establece
entre la noción de un poder replegado sobre un territorio y una
comunidad delimitados (noción desconocida en tiempos del

14. Joseph R. Strayer, Medieval Statecraft and the Perspectivas of History,


Princeton, Princeton University Press, 1971. (Ed. esp. Sobre los orígenes medievales
del Estado modemo, Barcelona, Ariel, 1986.) [N. del 71

104
imperio) y la de un poder que pretende una dominación uni-
versal y, simétricamente, la relación que se establece entre la
noción de un reino, de una nación, de un pueblo, asignados a
una identidad definida, y la noción de una tierra y de una co-
munidad enlas cuales se imprime, se encarna de manera privi-
legiada, Ja humanidad. La fórmula que hace del rey emperador
de su reino contiene una contradicción: señala a una autoridad
sin límites y una autoridad limitada; indica que la aceptación
tácita por los monarcas modernos de un poder limitado por
otros poderes no ha anulado el fantasma de un poder imperial
—de hecho siempre reanimado
a lo largo de los siglos. Pero esa
contradicción es desterrada en el marco del reino; como si no
pudiera concebirse dentro de fronteras empíricas sino descu-
briéndose depositaria de valores universales. Pero para medir
todo su alcance, quizá sería necesario aclararla reexaminando
la influencia que, bajo el primer impulso de Dante, ejerció la
idea de humanidad, que en la paz se convierte en una, bajo la
autoridad de uno solo —idea que conjuga el poder del espíritu,
la razón soberana, con el poder político. Esa idea tan activa-
mente combatida por quienes encontraron en el humanismo
fundamento de una crítica de la monarquía temporal —ello
el
desde finales del siglo XIV en Florencia y en toda Europa en
el XVI— merecería quizá que se investigara si no ha conservado
su eficacia teológico-política en la filosofía cada vez que ésta ha
intentado reformular el principio de eso que llamábamos, se-
gún la expresión de Michelet, la realeza del espíritu.

¿A qué conclusión nos conduce esta breve incursión en el


laberinto teológico-político? A reconocer que, según su esque-
ma, todo lo que se mueve en el sentido de la inmanencia lo
hace también en el sentido de la trascendencia; todo lo que
camina en el sentido de una explicación de los contornos de
las relaciones sociales lo hace también en el sentido de la
interiorización de la unidad; todo lo que transita en el sentido
de la definición de entidades objetivas, impersonales, lo hace
también en el sentido de una personalización de estas identi-
dades. El engranaje de los mecanismos de encarnación asegu-
ra una imbricación de la religión y de la política allí mismo
donde no creeríamos encontrar más que prácticas o represen-
taciones puramente religiosas, o puramente profanas.

105
Pero si dirigimos la mirada de nuevo hacia la sociedad
democrática que se dibuja en
elsiglo XIX, aquella que los filó-
sofos e historiadores de la época interrogaban, ¿no habría-
mos de aceptar que el engranaje está roto? Con la des-
incorporación del poder se da una desincorporación del
derecho, una desincorporación del pensamiento, una des-
incorporación de lo social. La paradoja es que toda la aventu-
ra que se pone en juego con la formulación de una nueva idea
del Estado, del pueblo, de la nación, de la humanidad, hunde
sus raíces en el pasado. En este sentido Tocqueville tiene más
motivos de lo que cree para denunciar en la Revolución Fran-
cesa la ilusión de un comienzo radical y para querer restituir
la prehistoria de la democracia. Solo pudimos hacer alusión,
pero Michelet descubre, más o menos conscientemente,
huellas de toda una religiosidad política del humanismo, Pero
a las

la reconstitución de una genealogía de las representaciones


democráticas, lejos de invitar a concluir sobre la continuidad
de la trama
dad de la
de
lahistoria, ¿no nos hace descubrir la profundi-
ruptura? Así, en lugar de buscar en la democracia
un nuevo episodio de las transferencias de lo religioso a lo
político, ¿no deberíamos reconocer que las antiguas transfe-
rencias de un registro a otro se efectuaban al servicio de la
conservación de una forma, actualmente abolida; que en lo
sucesivo lo teolágico y lo político estarán separados; que una
nueva experiencia de la institución de lo social ha sido pro-
puesta; que la reactivación de lo religioso se da allí donde des-
fallece; que su eficacia no es ya simbólica, sino imaginaria, y
que finalmente esa reactivación muestra la dificultad, sin duda
ineludible, sin duda ontológica, de la democracia a hacerse
legible por ella misma —la misma dificultad del pensamiento
político, filosófico, para asumir sin disfraces la tragedia de la
condición moderna?

106
REVERSIBILIDAD.
LIBERTAD POLÍTICA
Y LIBERTAD INDIVIDUAL *

El juicio que emite Tocqueville sobre el papel de los hom-


bres de letras en el siglo XVI
y
la responsabilidad que les
habría incumbido en la preparación de la Revolución cs de
sobra conocido. Bajo su influencia, «cada pasión pública se
disfrazó [...] de filosofía; la vida política fue violentamente
empujada hacia la literatura».'5 Con menos frecuencia son
señaladas las reflexiones que le
inspira la aparición de una
nueva categoría de teóricos, a los que «se ha dado el nombre
corriente de economistas o fisiócratas». Tocqueville admite
que no ejercieron el mismo atractivo que los filósofos, pero
piensa que en sus escritos «puede estudiarse mejor la verda-
dera naturaleza» de la Revolución. Es más, «en sus Jibros se
percibe ya ese temperamento revolucionario y democrático
que tan bien conocemos; no sólo odian ciertos privilegios,
sino que la misma diversidad les resulta odiosa: adorarían la
igualdad hasta en la servidumbre. Todo aquello que se inter-
pone en el logro de sus designios merece ser destruido. Los
contratos les inspiran poco respeto, los derechos privados nin-
guna consideración; mejor dicho, para ellos ya no existen,
hablando propiamente, derechos privados, sino utilidad pú-

*
6 Éditions du Senil, 1986
15. A. 1, p. 193. Lascitas son extraídas de la edición las obras completas de
de

Tocqueville dirigida por J.-P. Meyer, y publicadas en París por Gallimard. Utilizo la
sigla A para referirme a L'Ancien Régime et la Revolution (Ed. esp. El Antiguo Régi-
men
y la Revolución 1y IT, Madrid, Alianza, 1982)y la sigla para referirme a De la
D

démocratie en Amérique (Ed. esp. La democracia en América 1 y II, Madrid, Alianza,


1980). Los números romanos indican el volumen en el que se encuentra texto.
cl

107
«Droits de homme
teriormente en Claude
et
politique», Libre, 1.2 7 (1980). Recogido pos-
Lelort, Winvention démocratique, París,
Fayard, 1981 y 1994b.
«La logique totalitaire», Kontinent Skandinavia, 1. 3-4 (1980). Re-
cogido posteriormente en Claude Lefort, Linvention démocratique,
París, Fayard, 1981 y 1994b.
«image du corps et le n. 2 (1979).
totalitarismer, Confrontation,
Recogido posteriormente en Claude Lefort, L'invention démocratique,
París, Fayard, 1981 y 1994b.
«Renaissance de la démocratie?», Ponvoirs, 1" 52 (1990). Recogido
posteriormente en Claude Lefort, Écrire. A l'epreuve du politique,
París, Calmann-Lévy, 1992.

280
ÍNDICE

Prólogo. El trabajo de la incertidumbre,


VII
por Esteban Molina .........0.2eseneeneneennennn
UNA MIRADA RETROSPECTIVA

¿Cómo llegué a la filosofía?


A VUELTAS CON LA DEMOCRACIA

2...
El poder .............
La cuestión de la democracia
23
36
¿Permanencia de lo teológico-político?
Reversibilidad: libertad política y libertad individual .
52
107
Derechos humanos y Estado de bienestar ................. 130
Humanismo
y m0...
antihumanismo ................—.--——
LA CUESTIÓN DEL TOTALITARISMO
162

Derechos humanos
y política
La lógica totalitaria..........
181
220
La imagen del cuerpo y el totalitarismo 241
¿Renacimiento de la democracia? ....... 258

Procedencia de los textos .............e.ecemennee 279

281

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