Sesión 1.1 - Las Tecnologías y Dispositivos de Género en Educación
Sesión 1.1 - Las Tecnologías y Dispositivos de Género en Educación
Sesión 1.1 - Las Tecnologías y Dispositivos de Género en Educación
Sebastián Fuentes*
Tabla de contenidos
Educación y Género: enfoques y categorías nodales para mirar las políticas educativas
Género como clasificador social
Las Tecnologías de Género
Hay género para todos/as: la socialización
¿Cómo pensamos a las instituciones? De la socialización a la tipificación y el ordenamiento de las prácticas sociales
Dos instituciones o dos modos de producir sujetos y socializaciones: familia y escuela en el orden moderno
Representaciones sociales, estereotipos y condiciones sociales de género
Bibliografía
Cómo citar esta clase
Educación y Género: enfoques y categorías nodales para mirar las políticas educativas
Bienvenidos/as al Módulo 1.
Junto a Laura Masson y Carolina Gamba pensamos y preparamos el primer tramo del Diploma. Queremos que esta primera inmersión en
la teoría de género en educación sea clara, alentadora y que la disfruten. Comparto, en este adelanto, un aviso: van a encontrarse con
definiciones y explicaciones que van a ir agregando condimentos, matices y diferencias al enfoque de género, a las perspectivas de género.
La invitación que les hacemos es la siguiente: no preocuparse tanto por tener una definición estática de la perspectiva de género, de esas
que encontramos en diccionarios. Nos gusta pensar en glosarios dinámicos. Nuestra propuesta es navegar entre enfoques y desarrollos
teóricos que se fueron acumulando, discutiendo y señalando diferencias, porque el enfoque de género se construye, de modo robusto, en
esa historia y en ese recorrido.
En los últimos años la expansión de la bibliografía de género en general, y de educación y género en específico, ha sido sorprendente.
Tenemos acceso a numerosos textos, pero accedemos a las discusiones de modos fragmentarios, aleatorios o con cierta impotencia frente
a un “mundo” inabarcable: vayamos más allá de la acumulación o del repositorio. Por eso seleccionamos cuidadosamente los materiales
bibliográficos y videográficos de este Diploma: no se trata de la cantidad –aunque celebramos lo prolífico de la producción sobre el tema-
sino de las teorías y enfoques más adecuadas y pertinentes para hacer un recorrido que sea significativo, estructurado y sobre todo
posible de ser apropiado en el trayecto de formación de posgrado de cada uno/a de Uds.
En esta clase les propongo aproximarnos a la pregunta que instala la perspectiva o enfoque de género. Como notarán, recogemos los
principales aportes de la sociología, la antropología y los estudios de educación y género: la interdisciplinariedad es clave para adentrarnos
en un campo teórico potente para mirar instituciones y políticas, abordarlas desde una posición informada teóricamente y sensible a las
alteraciones del orden existente. Algunas/os de ustedes ya tienen un recorrido de lecturas, formación o análisis en algunos de estos temas.
Otros/as no. En el Diploma no damos por sentado el background con el que cada uno/a llega: por ello este recorrido puede resultarles
totalmente nuevo o bastante familiar. Hace a la gradualidad de la propuesta iniciar de esta manera. Iremos integrando la formación previa
y los saberes que cada una/o posee en las instancias de intercambio y producción conjunta.
Género como clasificador social
Cada sociedad humana, en sus procesos de construcción cultural, despliega clasificaciones que dan sentido a los sujetos, que otorgan
posiciones sociales –lugares donde estar subjetivamente, desde donde mirar el mundo-, y que distribuyen roles, y por supuesto,
valoraciones. Son clasificadores porque nos ubican en una suerte de grilla, de posiciones que marcan un lugar específico en el conjunto.
Esos clasificadores, tipologías o marcadores de la diferencia social poseen lógicas intrínsecas a dichas sociedades y cobran sentido en
función de cómo se organizan. No obstante ello, son continuamente disputadas, y al mismo tiempo, reproducidas por los actores de cada
sociedad. Se modifican con el paso del tiempo, o se resignifican, porque los actores se apropian de los sentidos y prácticas culturales
heredadas, y esa apropiación rara vez es lineal, sin cuestionamientos ni fisuras. Basta con que pensemos la relación que cada una/o de
nosotras/os construimos con lo “heredado” de las generaciones precedentes y de la cultura parental. En algún sentido, todas/os somos
traidores/as de una herencia en las relaciones intergeneracionales. Con eso en mente podremos pensar cuestiones relativas a la
permanencia y el cambio, sobre todo de “cuestiones” como las relaciones de género que para unos/as parecen inmodificables y para
otras/os en constante mutación.
Uno de los clasificadores sociales más potentes es aquél que se organiza en torno a la diferencia sexual. Entiendo aquí –en este párrafo-
como diferencia sexual aquella diferencia fundada en la lectura que una sociedad hace sobre los órganos sexuales de los nuevos
individuos, una lectura que le asigna modos de ser (esperados), posiciones sociales, roles y valoraciones a esos individuos, según la marca
anatómica de la que se trate. Podemos decir que toda sociedad posee una teoría nativa sobre la diferencia sexual, con la que se piensa, se
disputa y se modifican los roles que se asignan en función de esa lectura.
La pregnancia, la fuerza y la persistencia que tiene esa lectura de la diferencia sexual es que se asocia directamente al cuerpo, y lo
corporal, en algunas sociedades como las “occidentales” posee connotaciones deterministas. ¿Qué queremos decir con ello? Que poseen la
fuerza de la naturaleza, como si lo natural no cambiara, como si fueran leyes inmodificables, dictadas por lo que luego en occidente
consideramos como una disciplina, pero también como un cuerpo de conocimientos sobre lo dado por la naturaleza: la Biología. Aquello
que asociamos al cuerpo en nuestras sociedades queda asociado a lo dado (cuando no lo es, ya lo veremos).
Hay otros marcadores y clasificadores sociales que poseen la misma fuerza. Durante décadas o siglos, en muchas sociedades, persistió y
aún persisten explicaciones racistas y eugenésicas que dicen que el color de la piel supuestamente determina diferencias de carácter, o
que la misma asigna roles diferenciados como por default. Distintas/os autores/as han analizado la persistencia de esos marcadores
“raciales” (Margulis, 1999; Segato, 2007; Briones, 2009). Los clasificadores socioculturales que se construyen alrededor del cuerpo han
tenido históricamente esa persistencia, que explica por ejemplo, por qué en algunas sociedades latinoamericanas la negritud ha sido
invisibilizada o procesada como una diferencia a subordinar, un organizador de las exclusiones cotidianas y de las estructurales. Esas que
explican por qué se sigue empleando como un insulto. Esos marcadores, que son denigrantes, organizan diferencias sociales. Nuestra
mirada ética, sobre ellos, no debe hacernos perder de vista que tienen una efectividad segregadora.
No hay ninguna ley de la naturaleza ni del desarrollo genético que justifique una desigualdad en lo que valen las personas o las
agrupaciones sociales que esté basada en la diferencia sexual. Las marcas de la diferencia social asociadas al cuerpo, in-corporadas son
simplemente diferencias. Pero al funcionar como organizadores sociales en la distribución del poder, terminan produciendo
desigualdades, segregaciones, jerarquizaciones diferenciales, exclusiones. En nuestras sociedades hemos transformados diferencias como
la sexual en desigualdad.
Esas diferencias no se generan solo al momento de nacer y de la (hétero)asignación de “sexo”. Las vivimos a lo largo de nuestro recorrido
vital, y se organizan como clasificadores con una fuerte potencia para marcar etapas. Pensemos en la menopausia, aquel período e
instancia que muchos/as de nosotros/as pensamos como dado y marcado por la naturaleza, inevitable y determinante para la vida de las
mujeres. Ese marcador posee su legitimidad en su explicación biológica: niveles hormonales que varían junto a otras modificaciones
orgánicas. Pero la menopausia no es universal como hecho social y cultural: si esa variación biológica ocurre en todas las mujeres (cis*), no
en todas las sociedades se marca un período o instancia como tal. Como bien lo señala Esteban (2006), esas variaciones orgánicas no son
siquiera identificadas por mujeres en algunas sociedades (no hay síntomas), donde además no existe una representación cultural que
“marque”, o “clasifique” o “reafirme” que la mujer está pasando por una etapa distinta. Simplemente no existe.
¿Qué nos dice esa variación cultural sobre el género y sobre la diferencia sexual?
Sostengamos el ejemplo de la menopausia por un momento. La menopausia como hecho cultural no es universal. Pero donde está
presente opera de dos maneras: reafirma la diferencia sexual –es algo “propio” de las mujeres- y reafirma la supuesta naturaleza maternal
de las mujeres –se trata del fin de su capacidad reproductiva-. En nuestras sociedades la diferencia sexual primordial, el rol que más
evidencia y legitimidad posee, es el reproductivo, que se asigna al “sexo” femenino, a las mujeres. Los primeros feminismos, las primeras
feministas problematizaron justamente esa naturalización: no se trata de una ley de la naturaleza, sino de una posibilidad biológica (la de
gestar) transformada en mandato cultural (pero durante mucho tiempo sostenido como mandato “natural”).
La misma situación “menopáusica” nos permite pensar la primera parte de la pregunta que nos hicimos: ¿qué pasa con el “género”?
Volvamos a la afirmación inicial: toda sociedad tiene una teoría sobre la diferencia sexual. Se trata más bien de una teoría de género, si es
que están implicados sentidos y representaciones culturales. Aquí, las conceptualizaciones sobre sexo y género se explican
necesariamente en función de cómo durante el siglo XX, se fue construyendo una teoría de género explícita, a partir de una complejización
del modo en que se entendía la diferencia sexual. Cada uno de estos términos tiene distinto alcance en esa historia. Creo que si los
ubicamos viendo las distinciones entre ellos podremos apreciarlos mejor. Pero con una advertencia: aquí estamos desglosando,
desarmando una serie de elementos que en la compleja vida social se dan de maneras combinadas, mezcladas, confundidas. Intentamos,
como diría Descartes, despejar ideas claras y distintas, para entenderlas. Pero solo a los efectos analíticos: la vida, lo sabemos, es más
compleja.
-Cada sociedad organiza una clasificación sobre roles, valoraciones, etc., construida sobre la lectura que hace de los cuerpos sexuados.
-Lo sexuado se considera una diferencia biológica o simplemente natural, y se explica a partir de tamaños, órganos y apariencias físicas. Se
organiza en el fenotipo. Estas lecturas son más o menos teorizadas de modos nativos*.
-Las primeras conceptualizaciones feministas problematizaron esas clasificaciones: se les cuestionó su supuesta relación con la naturaleza,
su carácter determinista. Estos análisis se basaban en la denuncia de esa organización y clasificación social.
-El análisis se complejizó, se investigó, se discutió, y se plantearon diferencias entre sexo y género. Sexo quedó designando la diferencia
más vinculada a la biología, la anatomía y la naturaleza. Género empezó a designar dos cosas: 1) las representaciones culturales y los roles
esperados para cada uno de los “sexos”, designando el componente más cultural de la explicación sobre la diferencia sexual; 2) un
conjunto de teorías y miradas sobre la diferencia sexual.
Hasta aquí tenemos una teoría de género (conjunto de categorías y discusiones, cuyos ejes iremos trabajando en todo el Diploma y la
profesora Laura Masson profundizará en la próxima clase) para analizar cómo las sociedades organizan las diferencias entre tipos de
actores sociales basados en la diferencia sexual. Género designa los significados y sistemas de expectativas y roles que cada sociedad
asigna a cada sujeto. No son significados aleatorios sobre cualquier aspecto: en general están organizados según un grado de cercanía con
las nociones y lecturas del sexo (anatómico), sexualidad (vinculada al erotismo, el placer y la atracción), y (aún) a la reproducción (Ref:
Decimos aún porque una idea-fuerza de la teoría de género es construir perspectivas que desplacen la asociación con lo reproductivo
sexual/biológico. ).
Esta distinción entre sexo y género no está del todo saldada. En algunos desarrollos teóricos se habla de sistema sexo/género. En otros, se
sostiene la mirada puesta en lo cultural, y específicamente en el nivel discursivo/imágenes de género. Antes de avanzar con ello, vayamos
al ámbito educativo y propiamente escolar para ubicar algunas preguntas.
En las ciencias sociales y humanas empleamos categorías para mirar los procesos sociales, políticos y culturales, incluyendo los
propiamente educativos. Las categorías son lentes, posiciones sobre el conocimiento, modos de mirar, problematizar y analizar esos
objetos que nos interesa ver más allá del “sentido” común instalado en la vida cotidiana. Las categorías son herramientas para
aprehender el mundo, que tienen su propio desarrollo e historia en las disciplinas científicas. No existen categorías totales, sino
situacionales, perspectivas para mirar conexiones que antes no veíamos, develar relaciones que no identificábamos antes, o
problemas que antes dábamos por hecho. Todo conocimiento y toda categoría se despliega desde determinado lugar: uno de los
aportes centrales de los primeros feminismos, y luego de la teoría de género fue problematizar las categorías, las miradas que
teníamos sobre los procesos sociales. La crítica que gradualmente se fue desplegando se enfocó no solo en aquella asociación entre
mujer-reproducción-naturaleza de la que hablamos anteriormente. También se fue deconstruyendo la mirada universal, el supuesto
de que la realidad, la sociedad, la ciencia, puede ser mirada desde posiciones neutrales, universales, totales, como si miráramos
nuestras sociedades desde arriba, pudiendo verlo todo y comprenderlo todo. Esta perspectiva es claramente patriarcal: poder
conocerlo todo y mirarlo todo, y dar por hecho que la propia mirada es la mirada correcta, adecuada, global, esa que no necesita que
se aclare desde qué lugar se habla, porque es el lugar dado… (al varón educado, que puede mirarlo todo como si el mundo estuviera
para ser analizado desde un punto de vista total, nunca situado en determinado lugar). De hecho, si hilamos fino, la misma categoría
de “mujer” es una idea universal (Moore, 1990) que presenta numerosos problemas para la comprensión de las vidas comunes de las
mujeres comunes en su diferencia. Incluso las categorías de género deben ser revisadas.
Si bien profundizaremos esta perspectiva en el Módulo 3, me interesa situar aquí este “sesgo” presente no solo en las ciencias
sociales y humanas en el ámbito académico-universitario-científico. También está presente en su traducción en las disciplinas
escolares, en las formas del conocimiento escolar. Afirmar y reconocer que hay puntos de vista implica una perspectiva pedagógica
de distribución y democratización del conocimiento: todos y todas conocemos de distintas maneras, y nos relacionamos con ese
conocimiento de sí mismos (identidad) y de los otros (sociedades, alteridades, culturas) de diferente manera. Perspectiva de género
en educación… ¿para qué? Para dar cuenta que hay modos de conocer situados, humildes y potentes, no porque sean de las mujeres,
sino porque todo conocimiento está construido desde un lugar generizado, una posición específica, muchas veces invisibilizada.
El feminismo y la teoría de género traen ese aporte a las ciencias sociales y a la pedagogía: no hay un conocimiento total y estático, ni
explicaciones universales, sino modos de ver siempre situados. Ni siquiera las ciencias o conocimientos más formales, como las
matemáticas, son totales ni universales porque no existen usos ni relaciones con el saber neutras: recordemos sino la cantidad de
ejemplos empleados en la enseñanza de distintos temas que reafirman el binarismo. Además, las matemáticas han sido presentadas
durante décadas como saberes difíciles y más cercanos al “cerebro” de los varones que de las mujeres. Desde otro lugar, las
perspectivas feministas sobre la historia como disciplina escolar revisan la pretensión de naturalizar una historia total o “neutra”
como si no hubiera perspectiva en la historia contada por varones. La que hemos conocido durante décadas.
¿En qué situaciones escolares se materializan teorías nativas sobre la diferencia sexual? ¿Cómo aparecieron, en la propia historia de
vida escolar, estas explicaciones sobre la diferencia sexual? ¿En qué momentos de la vida de las instituciones educativas estas ideas y
miradas universalistas, que no reconocen puntos de vista situados, se hacen presentes?
Las Tecnologías de Género
Cada categoría de análisis es construida desde un lugar, una situación cultural y política, una trayectoria social y educativa. Uno de los
modos para mirar los procesos, los históricos, los contemporáneos y las “palancas” de cambio para el campo educativo, es la de tecnología
de género (de Lauretis, 1996). ¿Qué tiene esta categoría de particular?
Primero: si pensamos al género como una tecnología para mirar, tendremos más en claro que se trata de una categoría, un modo de ver
las relaciones y representaciones sociales.
Segundo: la idea de la tecnología de género permite superar la de la diferencia sexual. Esta categoría, empleada sobre todo al inicio del
desarrollo de los estudios de género, posee un problema fundamental. Cuando se habla de diferencia sexual parece que se hace
referencia a la diferencia de las mujeres en relación con el varón: de esta manera funciona como una categoría subalterna, secundaria, que
nombra a un sujeto o hace referencia al mismo naturalizando el punto de referencia: el varón. Las diferentes: mujeres.
Tercero: en nuestro imaginario, la idea de la diferencia sexual opera con un fuerte binarismo*, porque solemos asociar el sexo con lo
biológico. En el supuesto social, naturalizado, de que el sexo “viene dado” (algo que siempre problematizamos desde la perspectiva de
género), se supone que solo hay dos opciones. La idea de tecnología de género introduce dos elementos superadores: la de que el género
es un artefacto producido por las sociedades humanas, una tecnología; y el género, como idea superadora en relación al sexo, que
comprende aspectos culturales e identitarios, y de esa manera, no quedarían tan restringidos al binario varón y mujer que instala el “sexo”.
Cuarto: al instalar la idea de artefacto, permite ubicar diferencias de género dentro de esas grandes “regiones” del género (el binario varón
y mujer por ejemplo), ya que la diferencia sexual nos plantea una idea de oposición universal y homogeneizante entre varones y mujeres,
como si todos/as fuéramos iguales dentro del conjunto de varones o del conjunto de mujeres.
Quinto: la idea de tecnología remite además a la de producción (y aquí está la huella de los aportes de Michel Foucault, lo veremos más
adelante): nos conocemos, por así decirlo, por los efectos. Podemos identificar a tal o cual como varón, por ejemplo, en función de los
efectos de determinadas tecnologías: su nombre, el corte de pelo, el modo de hablar y de caminar, su vestimenta… los gustos que tiene, las
series que mira, a quiénes mira en la calle, etc. En la escuela, lo hacemos por los colores de los útiles, en algunas instituciones por el
uniforme, y tantas otras marcas. Somos el efecto de un conjunto de tecnologías, de tecnologías que son maleables, que cambian y de las
que de distintas maneras nos vamos apropiando, como individuos o colectivos sociales.
Esta perspectiva, las tecnologías de género, tomada en gran parte de la feminista y teórica de género Teresa de Lauretis (1996), nos va
facilitar la comprensión de los procesos vinculados a la socialización de género (es decir, la educación), ya que como ella dice somos
sujetos constituidos en el género, sujetos en-gendrados. Imaginemos un campo, un lugar, un espacio social donde nacemos, pero no como
un lugar dentro de un país, una nación, una ciudad, sino un campo cultural. Ese campo es el del género, de las relaciones de género que
nos van armando, que nos permiten reconocernos también como alguien.
Para de Lauretis esos campos o lugares donde nacemos y somos socializados/as pertenecen también a otras lógicas culturales y sociales,
además del género. “También en la experiencia de relaciones raciales y de clase, además de sexuales; un sujeto, en consecuencia, no
unificado sino múltiple y no tanto dividido como contradictorio” (de Lauretis, 1996, p. 8). De esta manera la categoría tecnología de género
permite integrar aquellas prácticas, relaciones y discursos e imágenes propias de la diferencia sexual articuladas en la cultura, en el modo
en que somos engendrados en tanto sujetos sociales, culturales, lingüísticos, y políticos.
¿Qué implica ello? Que nos subjetivamos y hacemos identificándonos o des-identificándonos con distintas lógicas de género, raciales,
étnicas, de clase social… Podemos reconocernos como blancos, heterosexuales varones cis, de clases medias, pero al mismo tiempo ver
que hay relaciones entre esos aspectos que nos constituyen, y que buceando en algunas de estas diferencias podemos operar cambios,
descubriendo que esas categorías no nos identifican plenamente ni durante toda la vida, que las identificaciones son más móviles que lo
que pensamos. Que nos subjetivamos, de modos menos lineales o coherentes que lo que suponemos y allí está el gran esfuerzo de la
escuela moderna: generar en nosotros/as identidades estabilizadas, coherentes y armónicas con determinados lugares sociales, de
género, de “raza”. Pensemos sino en el trabajo constante que construimos en los sistemas educativos para instalar el valor que tiene la
“armonía”, la “coherencia”, el “orden” en la trayectoria de estudiantes y docentes…
Las tecnologías de género se hallan en los aparatos y dispositivos sociales que inventamos, institucionalizamos y naturalizamos: la familia,
los deportes y clubes, los espacios de recreación, las fuerzas armadas, las redes sociales, los medios de comunicación, la escuela y la
universidad, todas ellas construyen género. La escuela es una tecnología de género (y de otros campos), solo que la “magia” que posee es
invisibilizar su carácter tecnológico, a partir de su presentación o misión moral.
Veamos cómo se produce el mismo proceso en aquello que desde la sociología se denomina socialización, y que constituye una de las
primeras y más fructíferas categorías para comprender el proceso de producción de las diferencias sexo-genéricas.
Hay género para todos/as: la socialización
Cada sujeto es constituido como tal en función de un proceso de incorporación a un orden social, que implica posiciones, asignaciones de
sentido y lugar, y la identificación con esos lugares que las sociedades van dándole a los/as nuevos/as llegados/as. Cuando hablamos de
socialización hacemos referencia ineludiblemente a un proceso de incorporación de “nuevos” individuos, y lo nuevo está dado por una
diferencia en el orden temporal: más “nuevos” frente a más “viejos”. Por ello hablamos de socialización cuando nos referimos a niños/as,
adolescentes, jóvenes. La socialización implica la construcción de un individuo como un ser social.
En la sociología hay toda una tradición de abordaje sobre la socialización (las distinciones entre socialización primaria y secundaria
constituyen uno de los ejes más conocidos en el campo educativo). Socialización implica para el individuo la adquisición o internalización
de la sociedad, la incorporación de las normas o más bien de una normatividad, de modos de proceder reglados, esperados de distintas
maneras y en diferentes momentos de la vida. Hablamos de socialización primaria cuando los otros significativos se presentan al/a la
niño/a como una realidad objetiva, como lo que el mundo es, con un patrón de distribución de roles, y un proceso identificatorio*, esa
batalla por adquirir una identidad (Berger y Luckman, 1991). Ese proceso de construcción identitaria implica aprender un lugar social, que
luego es complementado, cuestionado, problematizado o ampliado por los dispositivos de socialización secundaria, como clásicamente ha
sido catalogada la escuela, donde se internalizan también submundos institucionales, jerarquías y modos de valorar sujetos.
Socialización e identificación son dos procesos conjuntos, donde in-corporamos disposiciones y percepciones: modos de ver el mundo, de
actuar en él. Esos procesos son materiales (pensemos en la materialidad de un espejo donde los/as niños/as se miran, el pantalón o la
pollera con que se los/as inviste) y simbólico-discursivos: se ingresa y se socializa en una estructura con sentido.
Los estudios clásicos sobre socialización trabajan sobre un supuesto generalizado, que es la de un sujeto neutro, sin “sexo”, que
simplemente es socializado, sin considerar allí la dimensión sexo-genérica… Pero nuestras sociedades se esfuerzan en clasificar la
identidad en función de la materialidad anatómica de aquello que llamamos “sexo”. Todo el dispositivo biomédico y las expectativas
socioculturales sobre la reproducción biológica y social se condensan en aquella pregunta que emerge en una ecografía de una persona
gestante: “¿Querés saber el sexo?”, y en la primera (o segunda) pregunta que hacemos frente a un embarazo de alguien cercana: “¿Qué va a
ser: varón o mujer?” o “¿Qué te gustaría que fuera?”. La operación de clasificación discursivo-material opera en la misma tecnología
biomédica y en cómo miramos a la progenie, a los/as herederos/as, a los “recién llegados/as”. Las clasificaciones de sexo tranquilizan,
como si nos dieran estabilidad a los futuros que siempre son inciertos. Las ansiedades se canalizan en función del orden tranquilizador
que otorgan las clasificaciones sexo-genéricas. Si alguna vez nos preguntamos los por qué de las persistencias de los órdenes de género,
he allí una de sus posibles respuestas.
Ahora bien, la socialización primaria y secundaria acontece en un marco profundamente generizado. En los diálogos que un/a niño/a tiene
con otros/as y consigo misma/o, en el proceso de incorporación de la eficacia realizadora del lenguaje, se objetiva una posición, un modo
de estar en el mundo, un lugar en una estructura (como la figura de la grilla que vimos anteriormente). Se conquista esa posición, a base
de conocimiento, de equivocación, de aprender qué corresponde a una niña blanca, supongamos, de clase media, urbana, en determinado
contexto nacional, o a un niño wichí en un contexto intercultural en la región del Gran Chaco Sudamericano. Posiciones que se aprenden y
roles para cada uno, que siempre van acompañados de un determinado valor social y un conjunto de saberes. La socialización siempre es
socialización de género, ese que propicia procesos identificatorios como lugares sociales (como ser varón o mujer, o nada de eso), campos
que habitar durante el desarrollo.
¿Cómo pensamos a las instituciones? De la socialización a la tipificación y el ordenamiento de las prácticas sociales
Las instituciones a menudo son identificadas como aquello que viene dado por el pasado mismo de nuestras sociedades, que cumplen una
función social y reúnen a un conjunto de actores que para llevarla a cabo siguen determinadas reglas y roles. Esta idea nativa sobre
institución requiere ser problematizada, más aún cuando nos preocupa cómo en las instituciones se reproducen imágenes, expectativas y
roles que están generizados. La institucionalización es un proceso que acontece cuando se tipifican de modo recíproco acciones que los
actores van habituando, acostumbrándose a ellas. Las instituciones se configuran en función de un tiempo, y en este sentido para ser
consideradas como tales requieren pasado, es decir, que se reconocen porque justamente se tipificaron relaciones y prácticas entre
actores. Cuando decimos que se "tipifican" queremos decir que los comportamientos se van ordenando, estructurando y pareciéndose
entre sí: sabemos que hay un tipo de comportamiento de un padre para con su hijo, o de un profesor para con su alumna/o, podemos
identificar esas tipologías de comportamiento, como si se fueran copiando, replicando y modelando a sí mismas. Es de este modo
dinámico que podemos pensar a la escuela: como la institucionalización de acciones recíprocas que fueron desplegándose a lo largo del
tiempo, donde los actores se habituaron y se habitúan a ello. De esta manera las instituciones educativas fueron adquiriendo la forma que
conocemos de ellas en nuestros días.
Aunque hayamos ido a distintas escuelas, en distintos lugares del mundo, con políticas educativas diferenciadas y propuestas de
enseñanza radicalmente distintas, todos/as nosotros podemos identificar esa institución como tal, la escuela. En ella se tipificó, se
estructuró la función de la transmisión de los saberes, entendida de modo amplio, a las generaciones noveles. Decíamos transmisión de
saberes porque el conocimiento social se transmite con una cierta entidad de veracidad, de fiabilidad u “objetividad”. Nuevamente aquí
aparece aquella dimensión sobre la que tanto ponemos la lupa desde una lente de género: lo público y lo privado. Los contenidos
escolares no pertenecen al ámbito de lo privado y se basan en un conocimiento público, no necesariamente científico, sino validado por un
conjunto institucional más amplio que la escuela, y revalidado por ella en su función de institución de la cultura. La tipificación de los
comportamientos implica entones un modo de relación con la cultura. Como veremos esa relación también está generizada.
Un elemento que no mencionamos aún es el del control (Berger y Luckman, 1991): en las instituciones se controlan las acciones. Desde un
punto de vista foucaultiano diríamos: se disciplinan sujetos mediante grillas de control, con dispositivos dispuestos para ello. Control
implica que en ese conjunto de tipificaciones –como puede ser por ejemplo, escribir en papel, leer en voz alta y explicar luego algo relativo
a esa lectura- se ordena, se controla la sociedad controlando a determinados tipos de individuos en ese contexto. Se controlan
comportamientos que marcan a los individuos: mostrar la pericia de estar alfabetizado, por ejemplo, es un efecto del orden de control
escolar.
En los roles los individuos participan de una manera determinada del orden social, y lo hacen desde la posición de “género” asignada,
donde se materializa esa dimensión del control de las prácticas sociales: el rol de la hermana mayor en una familia con varias/os hijas/os
implica una normatividad, un control sobre el comportamiento de sí y de otros. Es decir, se incorpora la función de control al ser
controlado, disciplinado en ello. Entonces, en la distribución desigual de los cuidados que acontece en buena parte de los hogares, las
hermanas mayores controlarán a los/as hermanos/as menores, les ayudarán con la tarea escolar, los/as retarán… en la representación
dominante de los roles de género.
Aprender y ser socializados en esos roles implica siempre un conocimiento. La función del conocimiento en nuestras sociedades es
múltiple: una de ellas es la legitimación. Decimos legitimación para caracterizar la integración de lo nuevo y lo dado en un orden común, en
función de aquello que una sociedad conoce y considera aceptable, querido o valioso. Esto hace que determinado rol, institución o
conocimiento esté disponible, sea identificable como tal y sea querido, sea plausible. Que una hermana mayor se haga cargo de sus
hermanos/as menores, y sepa cómo hacerlo, y nadie lo cuestione, implica la ratificación y legitimación de un orden de género, en el que el
varón de mayor edad “sabe” que no deberá cuidar, asistir en la tarea escolar, o velar por sus hermanos/as más pequeños/as. En la
asignación de un orden de género significa que “aprendió” su lugar, su posición, que conoce ese mundo desde su perspectiva.
Ahora bien, ¿niños/as en sus procesos de socialización incorporan esos conocimientos, roles y posiciones sin más?
La respuesta a la pregunta anterior se vislumbra como negativa. Si fuera cierta, pues no habría procesos de cambio social, y la evidencia es
que los hay. De modo incipiente, una antropóloga muy reconocida –tal vez la más famosa de la disciplina- se formuló preguntas como ésta
en las primeras décadas del siglo XX. Margaret Mead había estudiado psicología, para luego hacer un doctorado en antropología, una
disciplina joven en ese momento. En los EE.UU., su hogar nativo, se difundían teorías que planteaban que la adolescencia era una etapa
marcada por un proceso casi exclusivamente biológico, hormonal, que inevitablemente llevaba a una crisis identitaria, un período
tormentoso inexorable. Mead quiso problematizar esta mirada, e indagar de qué otras maneras se producía la infancia y la adolescencia.
Viajó a Samoa, y allí hizo el trabajo de campo etnográfico para su tesis doctoral, que se preguntó sobre la socialización cultural, el género y
la edad.
Entre otros hallazgos, Mead descubrió que la adolescencia no era una etapa universal que aconteciera en todos los seres humanos por
fuerza de la naturaleza. Antes bien, la adolescencia era una etapa que algunas sociedades construyen como tal, y que además, no siempre
era vivida del mismo modo. Contrario a un pensamiento anclado en un cierto biologicismo –que, por ejemplo pone en las hormonas y en lo
orgánico, la causa del comportamiento humano- Mead ve que las niñas o jóvenes de Samoa cuya edad equivaldría a lo que en EE.UU se
entiende por adolescencia, no atraviesan esa etapa como lo planteaban algunos psicólogos norteamericanos: como un período de
turbulencia, tempestad o confusión. Ninguna de esas características aparecía en aquellas niñas-adolescentes-jóvenes. Yendo más allá,
Mead dedica todo el libro (1990) a describir cómo es el proceso de crianza de varones y mujeres, desde la niñez a la juventud en aquellas
comunidades.
A partir del estudio de esa particularidad histórica, la antropología y las ciencias sociales en general pudieron empezar a desnaturalizar
asociaciones entre edad, “naturaleza” humana y comportamiento según género. Además, Mead vio que había patrones de distribución por
género, pero que no coincidían con los patrones prevalentes en su propia sociedad. Identificó por ejemplo, cómo las adolescentes
experimentaban cierto período de libertad y autonomía, y comprendió la diferencia cultural que organizaba esas diferencias de género.
Los estudios sobre infancia y juventud que vinieron luego de sus aportes, lograron identificar la socialización como un proceso dispar y
desigual, pero de doble vía: de adultos/as y la sociedad toda hacia niños/as y adolescentes, y de éstos/as hacia los/as adultos y toda la
sociedad. Los sujetos a socializar (en cierto sentido a humanizar, a convertir en esa inteligibilidad que llamamos humanos (Ref: Lo veremos
más adelante con Butler. Esto tiene consecuencias éticas relevantes. )) también conquistan una determinada posición, la adquieren, la
incorporan. Niños/as y adolescentes son sujetos en sus procesos de construcción y desarrollo, no son individuos planos que reciben una
asignación, un lugar, un saber y simplemente lo viven, sino que se apropian de él, y allí se construyen las relaciones intergeneracionales y
de género. Si Margaret Mead vio que los adolescentes no son “rebeldes por naturaleza”, el mismo paradigma aplica para pensar a los/as
adolescentes, a los niños y niñas: ni unos son fuertes por naturaleza, ni las otras débiles o histéricas por naturaleza. Pero esas
interpretaciones que llevan la causa del orden de lo humano exclusivamente al terreno de la naturaleza y la biología están presentes, y
debemos considerarlas como parte del acervo social, de lo que sabemos y debemos problematizar para comprender las relaciones en las
que estamos insertos/as y los procesos educativos y escolares que habitamos.
Niños/as y adolescentes co-construyen las tipificaciones del comportamiento y sus modificaciones, así como lo hacen todos los actores
sociales en las distintas sociedades. Lo que tienen en común es que en todas ellas se instituyen tecnologías de género que hacen variar la
manera en que se socializa a niños/as y adolescentes.
Dos instituciones o dos modos de producir sujetos y socializaciones: familia y escuela en el orden moderno
La historia del orden escolar moderno puede ser narrada como la progresiva ampliación del espacio estatal-escolar por sobre el ámbito
familiar. Es una historia sobre el desarrollo de aquello que denominamos como lo “privado” o lo “íntimo”, por un lado, y lo “público” o lo
“común” por el otro. Los Estados Modernos fueron identificando gradualmente la necesidad y la oportunidad de hacer de cada individuo
un sujeto atado al orden “nacional” que se buscaba desplegar en aquello que permitía la escuela primaria universalizada: de una moral
particular, privada (propia del orden familiar), pasar a una moral ciudadana, un sujeto que pensara y mirara el mundo con marcos
normativos diferentes o más amplios que los del grupo de origen, tal cual lo planteó E. Durkheim a inicios del siglo XX, en su texto La
Educación Moral.
Esa sujeción, sin embargo, no solo buscaba producir una conciencia “nacional” y unos cuerpos dóciles y preparados –ya sea para la guerra,
las relaciones diplomáticas, o simplemente el trabajo manual, la industria-. Fue también la instauración de un estridentemente silencioso
orden masculino, que modificaba a su vez un orden precedente. Si la familia hasta los siglos XVIII y XIX reunía un conjunto de individuos de
distintas edades bajo una misma unidad moral, económica y cultural en la figura del patria potestas, es decir del jefe varón adulto, el orden
moderno instaurará –con el avance de la demografía, nuevas legislaciones civiles, la urbanización de la vida de las masas, la consolidación
de las fábricas, y, por supuesto, la expansión de la escuela- un orden en que el poder seguirá distribuido favorablemente hacia los jefes,
pero que no dejará de restarle poder e injerencia. Se formará así una transformación de las jefaturas, pero sobre todo de los liderazgos
sociales. Si el hombre formado y valorado en los siglos precedentes al orden moderno se caracterizaba por su ductilidad en las armas y en
las reglas cortesanas (Elias, 1982), el varón moderno será aquél reconocido por el orden estatal a partir de su capacidad de gobierno de la
unidad familiar*. En la expansión del orden estatal la escuela jugará un rol fundamental, y el dominio básico de la lectoescritura y las
nociones matemáticas tendrá un eje de su expansión en este pater families: porque el dominio de los negocios –mediados, por ejemplo,
por relaciones contractuales y una codificación estatal-capitalista que requiere el dominio básico de las letras- será un dominio de varones
y para varones en la extensión del capitalismo moderno. Y porque el deber de asegurar ese dominio para las generaciones venideras será
depositado (y muchas veces disputado) por el Estado en el mismo jefe de familia (Donzelot, 1998).
La formación de la persona moderna educada –con marcas en su cuerpo y en sus gestos, en su habla y en su léxico- será la educación del
caballeroso (para usar una expresión que en nuestro imaginario remite a la edad media) pero ahora letrado varón moderno.
La expansión de la escolarización trajo e instaló una nueva relación entre familias y las escuelas: permitiría también su apropiación por
parte de las hijas del pater familiae, niñas que irán accediendo gradualmente al bien educativo sin que el sistema educativo deje de ser un
dispositivo más del sistema patriarcal* moderno que se configuraba entonces. Como veremos a lo largo del Diploma, el mismo sistema
educativo moderno que permitirá definir en nuevos términos las trayectorias sociales de los varones en función de los hitos escolares y
universitarios, será el que posibilitará un nuevo tipo de experiencia para las mujeres, consiguiendo también el acceso a un dispositivo de
valorización como lo fue la escuela moderna en todos los países del mundo.
La educación significó un camino privilegiado para contrarrestar la subordinación de las mujeres, tanto en lo que se refiere a la
universalización de la alfabetización, como en cuanto a las trayectorias socioeducativas a las que se las habilitaba. La escolarización era y es
una vía de jerarquización cultural en un contexto marcado por la desvalorización de las mujeres, de las niñas, sobre todo si miramos sus
posibilidades y las representaciones sobre las mismas en las familias latinoamericanas del siglo XIX y XX (Losada, 2012).
¿Por qué y cómo logran eso las mujeres? Las marcas “educativas” se universalizan como signos de modernidad: ser una persona educada
era un signo de valor, y se suponía que el mismo estaba en manos y en el cuerpo de los varones. Ser educado, gradualmente, pasa a ser
una jerarquía intrínsecamente masculina en la construcción y distribución de los valores sociales. Al mismo tiempo, las mujeres irán
apropiándose de esas marcas, no sin luchas ni disputas. Ambos procesos acontecen mientras crecen los requerimientos y mandatos
educativos en los Estados modernos entre el siglo XIX y el XX, tanto aquellos “modélicos” europeos, como los latinoamericanos: la
necesidad de mayor y más “calificada” mano de obra para diversas funciones “letradas”, y una población cada vez más “civilizada”. Como
vemos, los proyectos estado-nacionales presentan esta doble cara: se construyen y expanden bajo el dominio del jefe de varón adulto…
pero en esa expansión, las marcas de la población “educada” y “civilizada” se transformarán en un signo de “progreso” y valor nacional,
permitiendo la viabilidad y las condiciones para la expansión de la educación de las mujeres.
Una educación que se conseguiría no solo en términos del acceso de personas, mujeres, individuales, sino también conmoviendo ciertas
estructuras simbólicas que confinaban a las mujeres al hogar. Ese confinamiento no era meramente una cuestión física o material, sino
una cuestión de legitimidad del ámbito de acción de las mujeres y del sentido de sus acciones. La investigación caracterizó la justificación
de ese espacio para las mujeres no solo con el desarrollo de la división sexual del trabajo –categoría que veremos en la próxima clase- sino
también con la ideología de la domesticidad, que identificó aquello que daba sentido a la relación entre mujeres y hogar.
La ideología de la domesticidad dominó buena parte de la historia de las relaciones de género, y se vincula con la complejidad de la
constitución generizada de lo público y lo privado. Este concepto permite pensar el proceso histórico que aún atravesamos, donde lo
doméstico se feminiza y las mujeres se maternizan. Esta ideología no es exclusiva del siglo XIX (Scott, 1996), pero es entonces cuando el
orden económico capitalista burgués se expande, y las necesidades y requerimientos de cuidar la prole se generizan aún más. Es la
explicación de que la maternidad, el cuidado de la prole y el hogar como ámbito propio sea un destino deseable para las mujeres, ya que
se trata de estar en la casa pero al mismo tiempo de abnegarse y sacrificarse por esa prole, esa tarea, ese lugar. Los varones producían, las
mujeres reproducían y lo hacían con determinada emocionalidad.
De esta manera se estructuraron en la modernidad, ideologías dominantes, distribuciones de roles y espacios, expansión de un orden
económico que crecía a la par y gracias a esas distribuciones, y un orden de poder, Estados, que instituyeron y expandieron órdenes
masculinizantes, ideologías de la domesticidad. Los sistemas educativos fueron un vehículo para esa expansión, pero al mismo tiempo
también posibilitaron un nuevo tipo de experiencia social para mujeres en distintas latitudes.
En su análisis sobre el magisterio de inicio del siglo XX en la Argentina, Marina Becerra (2019), siguiendo estos planteos, identifica la
presencia de determinados sentimientos como un terreno femenino en el orden patriarcal que se estaba constituyendo entonces. El
sentimiento maternal, sobre todo, le daba contenido a la asignación que se hacía sobre las mujeres como sujetos emocionales o afectivos,
y en ese marco se produce y se tensa, al mismo tiempo, la formación de las maestras normales, claves indiscutibles de la expansión de los
sistemas educativos en América Latina. Ese sentimiento se acompañaba de abnegación y sacrificio, definiendo el ser mujer en términos
relativos y orientados hacia otros. Según Becerra esto orienta la vida de las mujeres desde pequeñas, en la preeminencia de los
sentimientos y una subjetividad y corporalidad enfocada en ese autosacrificio. La historiadora recuerda la escritura de una de estas
maestras, que conscientemente critica la orientación de la vida de las mujeres hacia ese lugar,
“(…) nos han enseñado a supeditar toda nuestra vida al cuidado de un órgano. Nos han agrandado tanto el concepto del honor y para mejor
asegurarlo, nos lo han guardado en un órgano de tal manera vedado a la vida, que hemos creído siempre malo hacerlo vivir sin el permiso de
todos los demás (…)” (Mendoza, 1923, p. 36). (Citado por Becerra, 2019).
La maestra que allí habla es Angélica Mendoza. Otras docentes mujeres pasaron a cuestionar esas experiencias, esas socializaciones,
construyendo posiciones críticas para pensar la educación de las nuevas infancias que les eran encargadas por su labor de maestras
normales. Paradójicamente era ese acceso a la cultura el que les permitía ir conceptualizando esto por medio de la escritura, que en
ocasiones era íntima (quedaba en el fuero privado) y en otras adquiría el estatus de lo público, pudiendo cuestionar socialmente esas
representaciones: la cultura letrada y escolar oficiaba allí como instrumento, tecnología para la crítica social y cultural del orden de género.
La presencia de estas mujeres luchando por lo público puede leerse en la figura de la excepción. Pero también escribían y militaban en
distintas causas, construyendo y sosteniendo públicos que hacen pensar en que su excepcionalidad no era tal o no estaban tan “solas”.
Más que modificar la escuela, buscaron construir un orden distinto a partir de un poder simbólico, agentes intelectuales en las que su
trayectoria escolar era el bien y la condición para hablar como tales. Buscaron modificar un orden social, afirmando la necesidad de
educación para todas.
El poder reproductor o instituyente de las políticas educativas –es decir, de cómo las sociedades estado-centradas regulan los procesos de
formación de la población- se juega en términos de género. Por ejemplo: en distintos estados latinoamericanos los Ministerios de
Educación normalizaron la vestimenta de las maestras durante el siglo XX, depositando en el blanco “puro” una regulación sobre la moral,
es decir, sobre el comportamiento de las maestras, en esa cadena que las ubica tan de cerca con las ideas de pureza religiosa y
matrimonial. La sacralización de la tarea educativa estaba así ¿solapadamente? generizada, dándole el sentido de la entrega y el sacrificio
casi religioso que implicaba para las mujeres continuar con una suerte de mandato biológico –la maternidad- cuidando y educando a los
hijos/as de otras/os. Beatriz Sarlo (2007), sin mirarlo desde una perspectiva de género consolidada, también lo vio en torno a la posibilidad
que la educación comportaba para las mujeres hijos/as de familias inmigrantes de la Argentina de entresiglos, al mismo tiempo que estas
mujeres eran las que instauraban las marcas civilizatorias y modernas en el cuerpo de niños/as a ellas encomendadas/os: ella narra
escenas donde la escuela decide pelar directamente a los niños/as.
Miradas desde la actualidad, estas prácticas implicarían una gran polémica, en contextos donde el contacto corporal y el disciplinamiento
físico de docentes a niños/as y adolescentes sería –con razón- considerada una vulneración a su integridad. Pero, situados en su contexto,
aquellas prácticas cobran sentido en pos de la progresiva des-familiarización de los “recién llegados” y la creciente intervención del Estado
educador, sea por medio de los castigos físicos o las obligaciones sobre la vestimenta (en aquél entonces) o en función de los paradigmas
de protección de derechos (en el tiempo presente). Viendo pasado y presente en su conjunto, podemos apreciar cómo se juega el cambio
en la noción de intimidad o esfera privada, y cómo eso dialoga con la distribución adulta (ma-paternales) de la relación con las nuevas
generaciones. Algo que atañe tanto a familias como escuelas.
Con ello quiero señalar que el enfoque de género nos permite ver el rol que jugamos, que juega lo instituido en los sistemas y prácticas
educativas, en esos disciplinamientos, sus persistencias y transformaciones. Cambian los roles de género o las expectativas sobre ellos, y
cambia aquello que se considera del ámbito íntimo, lo personal, o lo público. Las tecnologías de género que instaura la cultura parental
para la socialización y educación de infantes y adolescentes, se ven condicionadas y marcadas por estas transformaciones. Como veremos,
toda esta significación también es el resultado y la consecuencia de aquella consigna propia del feminismo “lo personal es político”.
Esta breve reseña global sobre el pasado sitúa la relación Sociedad-Estado como clave para problematizar, analizar y proyectar relaciones
sociales más justas, en el presente y en el futuro que implica todo proyecto educativo. Asistimos a un cambio epocal en los procesos de
ampliación y expansión educativos, con sus consecuentes cuestionamientos y retrocesos. Es clave seguir pensando cómo hacer cultura
para seguir transformando los mismos significantes elitistas y machistas que configuraron el origen de los sistemas educativos modernos:
una clave es pensar qué tecnologías y dispositivos necesitamos, para reapropiarnos de los sentidos y marcas que jerarquizan a
determinados tipos de sujetos por encima de otros/as. Para ello la perspectiva de género, una perspectiva que mira críticamente los
discursos e imágenes que reproducen las jerarquías instaladas.
Representaciones sociales, estereotipos y condiciones sociales de género
Las representaciones sociales condensan sentidos que orientan a la acción. Todos/as desplegamos un conjunto de ideas, que son comunes
a los grupos, clases, colectivos y sociedades en las que nos movemos, vivimos y donde somos socializados/as. Orientan la acción, y he allí
su efectividad, la efectividad de su contenido: articuladas organizan nuestro sentido “común”, las ideas que tenemos sobre el mundo y de
relacionarnos con él, aunque no estén articuladas de un modo racional o siempre explicable. Se hallan presente en el discurso, en los
modos de comunicación, en las imágenes y estéticas en las que nos movemos y percibimos.
En ellas también se condensan sentidos sobre las relaciones de género. Un ejemplo son las representaciones sobre las personas trans
como “anormales”, persistentes en nuestras sociedades. Otra es la idea de hogar que se materializa en el dibujo de una niña cuando
representa su familia durante una actividad escolar: la forma en la que dibuja una familia heterosexual, con las polleras y trenzas como
marcadores de género femenino de sus integrantes.
Esto último nos indica que algunas representaciones poseen un poder ejemplificador*, no en el sentido ético o moral, sino en su capacidad
de designar de modos directos, potentes y superficiales, un fenómeno, relación, objeto, persona o situación. Son sedimentaciones
estereotipadas, convertidas en tipologías. Estamos hablando de los estereotipos. Estos poseen una gran capacidad de designación porque
“solucionan” el proceso de comunicación. Son económicos, con pocos recursos designan objetos sin dudarlo. Pero tienen una contracara:
simplifican realidades complejas, son difíciles de cuestionar y modificar, los naturalizamos con mucha facilidad. Su valor pedagógico es que
transmiten sentidos morales asociados a esa imagen: en su momento sería la inadecuación e inmoralidad del pantalón en la mujer, por
ejemplo. Podemos cuestionar esa potencia pedagógica, pero no ignorar la efectividad que poseen esas imágenes que las escuelas y los
sistemas educativos transmiten para moralizar las relaciones de género.
El escenario escolar está imbuido de estereotipos, en los discursos, en las prácticas, en los registros… y en la arquitectura. Comparte con
otros espacios e instituciones la clasificación pictórica de un objeto fundamental en la vida escolar: los baños.
Podemos apreciar la “indudabilidad” de lo que representan estas imágenes. No ingresaremos al baño “equivocado” porque la fuerza del
signo reduce la posibilidad del “error”. Esa representación potencia la regulación moral de la vestimenta escolar y extraescolar. No es una
representación gráfica exclusivamente escolar, como lo sabemos, pero también sabemos el peso que tiene lo que la escuela instituye y
reproduce. Podríamos preguntarnos: ¿Está mal esa representación? La respuesta debería orientarse a pensar en sus efectos, basado en lo
que supone o naturaliza esa marca gráfica. Podemos analizar sus efectos:
1°: Está asociada al uso del espacio: marca al territorio escolar como un lugar materialmente generizado.
2°: No se problematiza el supuesto de la pollera como vestimenta ineludiblemente femenina, y naturaliza recubrimientos de los cuerpos
diferentes para cada “sexo”.
3°: Normaliza cuerpos generizados de determinada proporción, contribuyendo ¿inocentemente? a valorar solo determinados tipos
corporales.
4°: Reafirma el binarismo sexo/genérico, anulando la posibilidad de otras alternativas en el campo identificatorio/corporal.
5°: Instituye un orden de supuesta seguridad y protección que no es tal: los baños generizados binarios no solucionan la cuestión de la
intimidad, pero instalan esa idea.
A veces la escritura sirve. En algunos lugares, sin cuestionar aún ese binarismo que separa, los baños simplemente tienen carteles escritos:
“varones” o “mujeres”. No hay allí una normalización, o mejor dicho, la normalización es la del binarismo, sobre el que trabajaremos a lo
largo de este Diploma. Todo esto hace a las decisiones y políticas institucionales, al ámbito de trabajo e intervención posible en escuelas y
universidades. Esas representaciones gráficas no reflejan el mundo sino que lo instituyen, establecen una grilla de lectura legítima, o la
refuerzan. La materialidad del edificio escolar, sobre todo de los baños, también “enseña” e instituye. Las escuelas secundarias técnicas,
por ejemplo, pensadas y organizadas para varones durante muchas décadas, ni siquiera contaban con baños “para mujeres” cuando éstas
querían ingresar y ninguna norma lo impedía. Ese proceso se fue haciendo cada vez más evidente en la expansión de la educación
secundaria e implicó cambios materiales que hicieran lugar a la diversidad que correspondía a la democratización del sistema.
De alguna manera, el baño de mujeres ausente condensa aquello de que la educación técnica no era para las mujeres: porque el edificio
no estaba preparado para ellas, porque no está bien que se rodeen de varones o porque no tiene sentido que aprendan cuestiones
técnicas y manuales que luego no les van a servir (León, 2009; Millenaar, 2018). Esto no se debía a ningún impedimento formal, sino a un
imaginario que operaba limitando su acceso: por razones edilicias (no contar con baños para mujeres), por razones de convivencia (no es
apropiado que las chicas estén rodeadas de varones) o por razones de utilidad (de qué les sirven a las mujeres los aprendizajes técnicos y
tecnológicos) (León, 2009).
Podemos pensar en muchas. Veamos también cómo se conjugan esas representaciones en la materialidad y la discursividad de un
elemento clave de la política educativa de muchos países latinoamericanos, de México a la Argentina: la provisión de libros de textos por
parte de los Ministerios de Educación a las familias y las escuelas. O su provisión por parte de las mismas familias. Los libros de texto y
manuales escolares tienen la potencia de condensar (imágenes) y expandir (por su alcance poblacional) estereotipos, o de
problematizarlos, aunque lo segundo ha estado más bien ausente. Allí por ejemplo se condensan las representaciones generizadas sobre
el mundo del trabajo, estereotipos de varón y de mujer en esos roles combinados con otros. También hablan y condensan sentido en sus
ausencias, en los silencios discursivos y estéticos que consagran, omitiendo situaciones, subjetividades, diversidades. Como veremos en
este diploma se instituye una pedagogía de la sexualidad en ellos.
Veamos en este conjunto de imágenes extraídas de manuales escolares de distintas partes del mundo. Te invitamos a que las mires con
detenimiento, para identificar cómo operan allí los estereotipos, y de qué estereotipos se trata. Luego te solicitamos que enriquezcas el
muestreo: que selecciones imágenes, frases o consignas de los manuales de tu infancia (si los tenés a mano), o manuales que hayas
empleado o conozcan, como parte de tu ejercicio docente, y que reproduzcan estereotipos de este estilo. (Para leer más sobre este tema:
clic aquí).
Wainerman y Heredia (1996) en un trabajo que sigue a otro considerado clásico (escrito por Wainerman y Barck en 1987), caracterizaron
como imposición cultural lo que los manuales escolares producen en cuanto a expandir lo que se espera culturalmente de varones y
mujeres. Observan cómo se reproducen imágenes de lo doméstico para las mujeres y la vida pública para los varones en la literatura
infantil para el nivel primario.
En los libros de textos las mujeres aparecen naturalmente dotadas y socialmente destinadas a estar a disposición de los demás, a servirlos
y ser abnegadas, aparecen asociadas a la maternidad, a la familia y a la “casa”. Incluso cuando aparecen imágenes de mujeres leyendo, o
jugando, leen o juegan “cosas de chicas”, literatura para mujeres o juegos de nena. Las mujeres trabajan en determinados sectores de
servicios, o directamente en sus casas. Rara vez aparecen como ingenieras, o incluso médicas, y si lo hacen serán pediatras, no cirujanas ni
traumatólogas. En los 80, por ejemplo, las mujeres que trabajaban lo hacían porque no quedaba otra, eran excepcionales, no por sus
logros, sino por las condiciones impuestas (Wainerman y Back, 1987).
Los varones, según los estereotipos de los manuales, se dedican a las más diversas actividades que la sociedad necesita y valora. ¿Se les
ocurren ejemplos? Las mujeres realizan tareas repetitivas, los varones las que requieren creatividad, iniciativa, originalidad. Según
Wainerman y Heredia (1996), la sociedad argentina había cambiado entre inicios del siglo XX y la década del 70, pero la mayoría de los
manuales en uso sostenían ideas que no se condecían con nuevos órdenes sociales y nuevas posibilidades antes vedadas a las mujeres.
En los años 90 los libros de lectura y la sociedad se habían modificado, y se detectaban mayores puntos de contacto. La composición de los
hogares era patentemente distinta, ejemplificada en la masificación de la jefatura femenina de los hogares, dados los procesos de
desindustrialización y crecimiento del desempleo, junto al mayor aprovechamiento del bien educativo por parte de las mujeres. Los
manuales de esa década responden a nuevas regulaciones curriculares, dada la reforma educativa de esa década que acontece en la
Argentina, que además habilita a los contenidos específicos por provincia, y frente a lo cual la industria editorial responde con una
producción mucho mayor, con primacía de elementos gráficos. En su contenido, estos textos en un mercado editorial creciente, ya no
presentan modelos únicos al menos sobre lo que significa ser varón o mujer, y profundizan, algunos, la tematización de la discriminación
de la mujer (que por otra parte estaba en los lineamientos curriculares), su infravaloración, los estereotipos sobre lo que las mujeres
pueden ser cuando sean grandes, entre otros temas. En otros órdenes y registros gráficos observados en algunos manuales, coexisten
roles tradicionales con roles “nuevos” o modernos: es decir, la mujer que lava platos con la mujer profesional que se realiza. Y se ve a los
niños y niñas colaborando en las tareas del hogar, ya no solo a las niñas como en los libros de décadas anteriores. Son textos además
donde aparecen diversidades de familias. Se sigue mostrando a los hombres con un espectro más amplio de actividades laborales que las
mujeres, aunque estas ya no estén confinadas exclusivamente al ámbito de lo doméstico o la docencia.
El recorrido que va de entender la categoría de representación social y al estereotipo como un modo específico de representación, nos
permitió comprender la utilidad de estos análisis, que abren la “caja” de lo que acontece en los procesos de socialización en marcos
institucionales como el del orden escolar moderno. Allí, la reproducción de estereotipos conlleva procesos de discriminación y
subordinación de roles, si es que la institucionalización de la enseñanza y del mismo sistema educativo no va de la mano con las
transformaciones sociales. Cuando ello ocurre podemos identificar representaciones gráficas más pertinentes y situadas socialmente…
Sería cuestión de ver los manuales escolares como tecnologías de género: qué nuevos tipos de imágenes y representaciones gráficas
proponen para abrigar, acoger y socializar a las nuevas generaciones en encuadres y propuestas más diversas.
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Lectura obligatoria
Ortner, S. (2006). Entonces ¿Es la mujer al hombre lo que la naturaleza a la cultura?” Antropólogos Iberoamericanos en Red, 1, 1.
Descargar
Cómo citar esta clase
Fuentes, S. (2021) Las tecnologías y dispositivos de género en educación. Sesión 1. Módulo 1. En Diploma Superior en Políticas e
instituciones educativas con enfoque de género. FLACSO Argentina, disponible en flacso.org.ar/flacso-virtual