Jesús y La Samaritana

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___ JESÚS Y LA SAMARITANA: DISCERNIMIENTO DEL MISTERIO ___

Volvamos entonces a nuestra imagen evangélica. En la primera parte de la conversación entre Jesús
y la samaritana hemos visto el recorrido desde el misterio perdido hasta el misterio encontrado. Nos
queda ahora por ver, aunque no con la pretensión de encontrar una perfecta correspondencia con las
etapas indicadas en nuestro análisis, la parte referida al discernimiento del misterio. Habíamos dejado
a la samaritana frente a la exigencia de Jesús de ir a llamar al marido y después volver (Jn 4, 16ss.).
Podemos considerar la afirmación de Jesús como un modo muy inteligente de introducirse dentro del
misterio vital de esta mujer, ante todo invitándola a releer el dato histórico, es decir, lo que ha
acontecido en ella, a partir de un
acontecimiento central, cargado muy
probablemente de tensión emotiva si ha
tenido cinco maridos. Una vez más Jesús
acierta con la exigencia justa para discernir y
ayudar a discernir. El secreto está
justamente en tocar un punto donde esté
concentrada una cierta tensión emotiva, un
punto problemático que permanece
irresuelto, en torno al cual la persona siente
que se pone de nuevo en discusión su propia vida, que
quizás ha tenido vergüenza de afrontar, que jamás ha tenido el coraje de
reconocer en su verdad o en el que se tocan los extremos de su debilidad y de sus potencialidades...
“Responde la mujer: No tengo marido". El objetivo ha sido alcanzado. La mujer está obligada a decir
la verdad, no tanto a Jesús cuanto a sí misma. Está obligada a admitir, en este caso, que una cierta
abundancia (de maridos y de relaciones, quizás de sexo y de éxitos) no la ha colmado ni enriquecido;
el agua que ha bebido abundantemente no ha saciado su sed; el ánfora ha permanecido vacía... iQué
importante es conducir a nuestros jóvenes a la admisión del vacío interior! No como declaraciones de
fracasos con respuestas depresivas y melancolías incurables, sino como inicio de una estimulante
capacidad de discernimiento de deseo de verdad que la satisfaga de una vez por todas, con todas esas
máscaras y desfiguraciones de la propia imagen que durante tanto tiempo, hasta ahora, han llevado al
joven a decir y a aparentar estar contento, ¡mientras de ninguna manera lo era! "Le dice Jesús: Has
dicho bien... el que tienes ahora no es tu marido..., en esto has dicho la verdad". La mujer llega a una
cierta verdad y Jesús la subraya y específica, para hacerle comprender a esta mujer que está todavía
lejos de su verdadera identidad, pero además para empujarla a descubrir su genuina identidad. El
problema es cada vez más el de la verdad de sí mismo. En el fondo, esto significa, ayudar a descubrir
la verdad de sí. "Señor, veo que tú eres un profeta”. La samaritana comprende que ese hombre está
dotado de una cierta sabiduría y entonces lo pone de alguna manera a prueba, con una cuestión
cultural-religiosa que parece "externa" al yo: ¿dónde se debe adorar a Dios, en realidad, dónde "vive"
Dios, cómo y dónde darle culto? Está alejadísima, en todo caso, de la idea que Dios pueda ser
encontrado en la historia del hombre. "Créeme, mujer, ha llegado el momento, y es éste, en que los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.” Jesús repite dos veces este
concepto. El problema no es el lugar físico particular, quizás ni siquiera el que uno conoce o le gusta
o al que espontáneamente va, sino la persona y su verdad interior, el descubrimiento de la propia
verdad, de aquello que uno está llamado a ser.
Ahora, ¿quién puede revelar al hombre tal verdad? En la mujer no existe la costumbre de remitirse
a la interioridad evocada por Jesús, pero despertando la memoria bíblica exclama: "Sé que debe venir
el Mesías; cuando él venga, nos anunciaría todo", afirmando implícitamente que será él quien
revelará al hombre su verdad. San Agustín comenta que "ella sabía que esto sería hecho por el
maestro, pero todavía no comprende que este Maestro ya estaba allí con ella". Según nuestra
terminología, la mujer tenía una cierta memoria bíblica, pero privada totalmente de memoria afectiva,
en consecuencia estática, nocional, de un hecho del pasado que tiene pocos vínculos con el presente
y que no suscita ninguna emoción. Y aquí tenemos la escena- madre, dominada por la frase de Jesús:
"Soy yo, el que te habla". Todo el sentido de la historia de Israel se resume en estas palabras, pero
también la historia de la mujer está, de alguna manera, dentro de esta frase, que se convierte en la
clave interpretativa de las vicisitudes de la mujer, que en efecto abandona el jarrón vacío -la vida
anterior con sus costumbres, esa vida vacía y pobre de verdad- y corre a la ciudad para decir una cosa
sensacional a la gente: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho". Es decir,
me ha revelado a mí misma, me ha hecho descubrir el sentido de mi pasado, ha abierto mi vida a un
futuro nuevo, me ha dicho la verdad... Esta es la cosa prodigiosa que puede cambiar la vida de una
persona, hacerle recuperar el misterio y someterlo a discernimiento a través del relato de la historia
misma. Aquí nace el apóstol, que corre a anunciar la buena nueva, que invita a hacer la misma
experiencia, que no se pone en primer plano, pero que provoca a los otros para que escuchen al Señor,
como el único que tiene palabras de vida y puede revelar a cada uno su misterio personal. En efecto:
«Muchos samaritanos creyeron en él por las palabras de la mujer... y le decían a la mujer: “ya no
es por tus palabras que creemos, sino porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es
verdaderamente el Salvador del mundo"». La experiencia se contagia, el apóstol genera nuevos
apóstoles, porque es imposible tener para sí una experiencia como el descubrimiento de la verdad de
sí y del propio misterio. Una última nota. Cuando los apóstoles vuelven con el alimento para comer,
Jesús parece rechazar ese alimento e invita a los suyos a mirar los campos que ya están madurando
para la cosecha y comenta: «Aquí se cumple el proverbio: "uno siembra y otro cosecha". Yo los he
mandado a cosechar lo que ustedes no han trabajado, otros han trabajado y ustedes recogen el fruto
del trabajo de ellos». Justamente esto es, sembrar sin la pretensión de recoger y provistos de dos
certezas. La primera es que cuanto se siembra florecerá en un bello día. aunque no me toque a mi
recogerlo; la segunda es que también he cosechado donde no he sembrado, y entonces es
perfectamente justo que ahora siembre sin pretender cosechar.

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