Flamenco y Sexo 926800
Flamenco y Sexo 926800
Flamenco y Sexo 926800
FLAMENCO Y SEXO *
I
671
Pero las oscuras fuerzas naturales, de raíz biológica, que maneja y
piomueve el arte flamenco, nada tienen de imaginarias ni turísticas y
pueden adquirir singulares relieves—lo adquieren de hecho—en el
anchuroso y solapado campo del sexo, actuando en él por reflejo y, a
veces, con tempestuosas energía y celeridad. No quisiéramos errar ni
hacer errar a nadie en un tema tan peliagudo y tan en la linde del
color local y la novela por entregas—tan propicio, pues, al desastre—,
pero creemos disponer de argumentaciones y ejemplos suficientemente
favorables.
Son frecuentísimas las fugas amorosas por sorpresa; no lo es ya
tanto, aunque sí de lo más folletinesco, que una esposa y madre norte-
americana—y ahora no hablamos de ninguna película—, mujer bas-
tante refinada, padezca el drama que ella padeció con más intensidad
que nadie y que la hizo abandonar su familia y su sosegado y confe-
sadamente satisfecho vivir para unirse .de golpe a un cantaor no ya
joven, cuyo aspecto físico y cuyos nivel cultural y personalidad huma-
na tienen bien poco de destacados.
El irreparable «flechazo» tuvo lugar sólo en muy pocos días, durante
unas vacaciones del matrimonio en Madrid; balanceando todos sus
datos, puede llegarse a la rara conclusión de que la seducida casi no
io fue por el cantaor, sino por el cante mismo, añadamos que de muy
buena clase en el caso de este intérprete, y de signo muy varonil pese
a cierto pronunciado y nasal gangueo.
Dos detalles reveladores subrayan tan desconcertante deducción:
primero, no fue el hombre quien inició la relación amorosa, sino quien
resultó arrastrado a ella por la hembra y, en principio, tan sorprendido
como ésta ante su inapelable, violenta fuerza; segundo, la mujer, que
no sabía una palabra de castellano y que, al quedarse en España, lo
aprendió con excepcionales ligereza y perfección, llegó después a cantar
flamenco en público con una voluntad y un decoro no menos descon-
certantes. En un calco bastante claro del estilo de su maestro-amante,
su ejemplo debió probablemente animar más tarde a otros intérpretes
flamencos de diversos países no hispanohablantes como el actual y no-
ruego «Junquito de Oslo» (apodo con ciertos visos de catástrofe), ca-
paces de interpretar con cierta corrección algunos géneros secunda-
rios (i). Pero tan extraños y desde luego no únicos casos de ejecutantes
flamencos procedentes de países geográfica, lingüística y culturalmente
(i) Son evidentes las limitaciones de repertorio, estilo y «aire» en las eje-
cuciones flamencas de estos intérpretes de otras lenguas de origen, así como su
incapacidad de suscitar momentos importantes de cante. Pero ya es mucho que
sus cantes posean el decoro a que me referí—el baile es más asimilable—y pue-
dan ser seguidos por los que entienden con el afectuoso respeto con que algunos
lo son.
672
muy distanciados, son ya un asunto ajeno al que estas páginas proponen
y vamos a dejarlos aquí.
II
673
Trataré de fundamentar un poco esta relación, sin duda arries-
gada pero, también, sancionada por bastantes experiencias.
Empezando casi por el final, ya que aludimos antes a la figura de
la bailaora, reparemos en que el baile flamenco de mujer, básicamente
apoyado en los movimientos y actitudes de torso, brazos, manos y
cabeza, no encierra otro componente sexual significativo que el que,
como intuyó Rainer María Rilke en Bailarina española durante su
estancia andaluza, la equipara con una llama que se eleva. Pero, difi-
riendo de otros autores, tal símbolo del fuego—tan identificado y ma-
nipulado en el campo amoroso—se me antoja aquí más mágico que
erótico.
Ciertamente, he ahí los sensuales arrequives y desplantes del baile
flamenco femenino, cuyo origen ya fijé con preferencia en las danzas
de la antigüedad romano-andaluza y a los que luego aumentó tal vez
la huella de la coreografía árabe, tan argumentai en muchas ocasio-
nes. Sin embargo, los posteriores, hieráticos y severos acarreos gitanos,
parecen dominar, en un plano profundo, unos y otros influjos.
Nada hay aquí, en el baile flamenco de mujer, de «alcohólicos»
éxtasis tipo luba o vudú, de intoxicaciones espasmódicas. Recogimiento,
ausencia, introversión pensativa, son sus claves, y todo lo demás aña-
didos superficiales, oropel sobrepuesto y fugitivo que no engañará a
ningún espectador sagaz del mejor baile flamenco femenino.
No comprendo, pues, cómo un hispanófilo tan probado e inteli-
gente como Paul Werrie haya podido confundir la figura de la ver-
dadera bailaora con la de «una mujer poseída por la lujuria», una
«bacante que se ha entregado a todos los hombres de la sala» (2).
O puede que no se refiera con estas palabras sino a las falsas bailaoras
que menciona más adelante: «Algunas, en el Zapico de Sevilla (hablo
de antes de la guerra civil) se desnudaban prenda por prenda hasta no
conservar más que el mantón de seda negra y largos flecos (con lo que
llegaban más lejos que todos los strip-teases del mundo) y se morían,
los brazos en cruz, el cuerpo desplomado, clavadas en un madero in-
visible...» Tales cabareterías poco tienen que ver con el flamenco.
Desde luego, Werrie tiende en cualquier caso a demostrar la castidad
o la virginidad que, contra todo aspaviento anhelante, suelen marcar
la conducta de la danzarina gitano-andaluza y, en general, de la mu-
jer española... Pero es que en las formas exteriores del auténtico baile
flamenco de mujer tampoco vemos ese despliegue carnal, ese aparato
de incitaciones y ardentías tan hábilmente agigantado por el escritor
francés.
674
Pensemos en cualquier bailaora digna de tal título. ¿No hemos de
notar la superficialidad de sus volanderos coqueteos? O, dicho de otro
modo, ¿es un juego amoroso lo que realmente desean expresar en su
baile una Pastora Imperio, una Carmen Amaya, una Manuela Vargas,
una María Márquez? Desde luego que no.
La baiiaora es más bien una misteriosa y reservada Terpsícore do-
méstica, una Devi, Gran Diosa arcaica cargada de un grave significado
protector y ritual-religioso que se impone a las señas, secundarias y epi-
dérmicas, de sus cautivadoras gesticulaciones y de sus gracias corpo-
rales. A través de Gaston Bachelard, se ha aludido con pleno acierto
al «impulso de altura» y al «psiquismo ascendente» que distinguen al
baile flamenco de mujer: la rilkeana «llama que se elevan. Estos radi-
cales contenidos—de evidente marchamo gitano-asiático—subliman
las otras indicaciones carnales de «la serpiente» o «el fuego» y difu-
minan en gran parte la apelación sexual de esc baile; ya devuelta por
el espectador, tal apelación suele limitarse a una contemplación usual
de la hermosura femenina, que, en situaciones distintas, no asumiría
el vago y temeroso respeto que frente al baile «jondo» asume muchas
veces.
Con la figura del bailaor, toca ahora el turno en este borrador de
sexologia flamenca a una realidad muy diferente.
En efecto, el elemento sustancial del baile flamenco masculino es
el zapateado, y éste adquiere un significado «descendente» y terreo,
opuesto al ascendente y aéreo del baile de mujer: el zapateado alude
a un «acto poseedor y fecundador» del macho, o del dios en el caso
concreto de la religión griega descifrado por Guthrie con las palabras
que acabamos de entrecomillar (3).
En su texto sobre el Calcare terrain, Ricardo Molina, inteligente y
ocasional rondador de estos vericuetos, insiste en esa significación po-
seedora del zapateado y afirma que «el bailaor que consigue identifi-
carse sinceramente con el ritmo de sus pies, ingresa, como el derviche
o chamán, en los dominios de la inconsciencia... El alma antropoicle
lo transforma en fuerza elemental ajena a control, desatada y frené-
tica, con violencia primitiva de viento huracanado».
Ello es verdad, aunque, a mi entender, esa energía primitiva no
está «ajena a control», sino que se ve incrementada por las paradójicas
contención y serenidad que, aparte del rigor técnico, también aprecia-
mos en el gran baile flamenco de hombre y que nos hacen pensar más
bien en un huracán esforzadamente prisionero de sí mismo, obsesio-
nado por no dispersarse, ahorrador de espacio, tiempo y gestos.
El símbolo de posesión y fecundidad del zapateado masculino, ese
675
valor fertilizante de la danza, queda de manifiesto a través de todos los
tiempos y culturas. En España, «pisar» sigue valiendo para designar
la copulación de las aves; los bassa de Nigeria someten sus piernas y
pies a todo un maratón de baile cuando llega el día de su iniciación
sexual; autores como Jung y Mircca Eliade, Budge y Kirchcr, Frazcr
y Stuhl, localizan y explican esa extraña presencia universal de «los
pies fecundantes de la danza»...
Así, en el flamenco, la fuerza elemental de la danza masculina, re-
forzada por las imperativas actitudes y los viriles, sobrios ademanes
del bailaor de casta, suele hallar una oscura resonancia en la recepti-
vidad natural de la mujer, quien, por decirlo de algún modo, se siente
convocada por su baile, instada a creadoras llamadas de la tierra que
la tocan muy de cerca y muy en lo vivo.
En cuanto al cantaor, su impacto en estos fondos del ser femenino
puede ser todavía más crecido que el del bailaor, pese a que su arte
sea menos vistoso y espectacular. Las llamadas del cante son aún más
directas, más biológicas : dolor y ternura, violencia y exultación, impul-
sividad e instinto, campan por el cante prescindiendo de todo el de-
corativismo del baile y se dirigen a la psique de la mujer de un modo
más auténtico y despojado, la invocan punzantemente desde zonas to-
davía más íntimas y enzarzadas en los raigones de la existencia misma.
Pero nada de esto quiere decir, naturalmente, que baile y cante
scan una droga irresistible para la mujer, aunque puedan serlo en algún
extremo como el de la imprevisible cantaora anglosajona y al menos
otros tres casi tan brillantes, nada remotos y de cuyos detalles dispongo.
Es obvio también que sería monstruoso hablar de «la mujer» si no lo
hiciéramos contando con la infinita gama de distintas sensibilidades y
momentos, y, por tanto, con la infinita gama de efectos, oscilantes des-
de la más cerrada impermeabilidad al flamenco hasta las más rápidas
y completas dotes para percibir sus sugestiones.
Ahora bien: cabe generalizar discretamente sobre la fundada opi-
nión de que, en mayor medida que en el hombre, las grandes vivencias
sensibles de la mujer están relacionadas con el amor, entendiendo esta
palabra en su más entero y profundo sentido. Así, las desnudas y aven-
turadas reclamaciones del cantaor, pegando sin rodeos en tales viven-
cias, encuentran muchas veces un hondo, instintivo y, en ocasiones,
muy poderoso eco erótico, cuyas correrías no son desconocidas y que
suele percutir con mayor fuerza en mujeres no españolas. Ello es ex-
plicable en muchos casos: el factor sorpresa, el exceso de «domestica-
ción» de sociedades más desarrolladas, donde la vida es monótonamen-
te presidida por las formas convencionales del industrialismo, la co-
modidad material, la mecanización y las relaciones de intereses, el brus-
676
co encuentro con un orden de cosas—el del flamenco—comandado
por un tumulto de primarias e inexcusables intuición y pasión, han de
contar potentemente a la hora de propiciarse y ampliarse los efectos
a que nos referíamos.
La cantaora, por el contrario, no consigue esos efectos, o los con-
sigue a muy reducida escala, en su oyente español o extranjero. El mo-
tivo es sencillo: ella no es sino eventual portadora de un mensaje esen-
cialmente masculino. La propiedad y calidad excelentes del arte de una
Andonda, una Merced la Scrncta, una Pastora Pavón o una Fernanda
de Utrera, no evaden esta ley. Sus interpretaciones actúan más bien
sobre la sensibilidad artística del oyente, sobre su afición al cante y
sus conocimientos del mismo, sobre su curiosidad. Pero el papel de
invasión y desnudez psicológicas que hemos atribuido al cantaor y al
bailaor es difícil que puedan alcanzársele a la cantaora, ya que ella
es sólo una depositaria, diríamos provisional, del cante flamenco y que
la médula del de gran altura parece no encajar en los paisajes del es-
píritu femenino, pese a las innegables autenticidad y entereza con que
algunas de sus grandes intérpretes lo asumen. En una muy reciente
grabación de la vieja gitana Anica La Piriñaca—grabación de gran
interés y que incluye tonas, siguiriyas, martinetes y bulerías—, sólo la
voz es de mujer; con tal cual excepción y con los debidos matices, el
ejemplo es igualmente válido para todas las cantaoras de importancia.
En canción folklórica femenina, Cuba, Brasil, Rusia o Centroamé-
rica logran efectos mucho más certeros al producirse de una manera
envolvente y suave. Sentimos una convincente alusión, un toque de
erotismo que, en esos cantares, va de acuerdo con lo intransferible de
la entrega femenina y de sus eternas incitaciones, más sutiles y «pa-
sivas» que las del varón.
III
Hace un par de años fui invitado a una reunión de cante que una
escogida, recóndita peña de buenos aficionados iba a oficiar en los ba-
jos de una taberna próxima a la Puerta del Sol y a la Plaza Mayor
de Madrid. Al salir, en la puerta de casa, me encontré con una her-
mosa muchacha sudamericana. Acababa de llegar; traía una carta de
presentación de amigos comunes. La llevé conmigo y por el camino
me pareció un bombón realmente insulso o una insulsez realmente
bombonífera, muy pagada de su hermosura que, lo que es tener, la
tenía a mantas; ya no había tiempo de retroceder.
La reunión del cante, prevista hasta la madrugada, no pasó de dos
horas. Nada más llegar, tres jóvenes elementos se nos pegaron, en
677
labia de requiebros y contemplaciones a la visitante; uno de los can-
taores derivó pronto, por el aquel de ser gentil, a las mejicanadas más
barateras; los patriarcas de la reunión estaban visiblemente incómo-
dos. Dije que nos íbamos; nadie lo consintió. La noche había tomado
ya esos torpes rumbos y embarcado en ellos habría de despedirse el
cónclave entero al cabo de un rato.
—Muy lindas todas las cosas españolas—me dijo la chica al salir
al frío de la calle.
—Sí, sí...
Entendí entonces y de una buena vez por qué en las reuniones fla-
mencas de puro cuño la presencia de la mujer todavía es extrañada
en proporción directa a su belleza y al desconocimiento que de ella
tengan los presentes.
En cambio, no hay problemas en cuanto a las cantaoras por gran-
des que sean su juventud y hermosura—como puedan serlo las de la
actual y sanluqueña María Vargas—; por otra parte, esa desconfianza
se produce muy en corto, y entre escasos contertulios, por lo que toca
a las bailaoras.
Según susceptibles devotos del cante, la espectadora suele atraer
en las reuniones un importante ramal de la atención masculina que,
gradualmente acrecentado por las bebidas y el curso del tiempo, dis-
trae a los oyentes, perturba más o menos a los artistas y absorbe par-
cialmente su atención y la de quienes lo escuchan.
No se piense por esto que una verdadera reunión en condiciones le
esté vedada a la mujer ni que no se la admita en ella con toda clase
de cortesía y deferencias. Pero su presencia será luego tanto más agra-
decida cuanto menos advertida; al parecer, el estímulo que en las ca-
pillas del cante puede promover una mujer, sobre todo si es llamativa,
las bazas que para el cante mismo puede conseguir su presencia, no
compensan suficientemente.
Sin embargo, he sido testigo o protagonista directo de no pocos ni
flacos resultados de este estímulo, aunque, como en el caso que conté,
tampoco he dejado de comprobar las secretas perturbaciones e interfe-
rencias temidas en la mujer por los sacerdotes de la juerga. Con la de
la cantaora, la única excepción de total garantía para ellos es la de la
aficionada de primeras calidad, sabiduría y resistencia a las horas, que
está allí con idéntico y reconocido derecho de costumbre y a la que,
constando a los presentes su completa integración en el grupo, se la
trata sin particular atención, como a un componente más de él.
Tal fue hasta hace muy poco el difícil papel de la espectadora en
la reunión flamenca de tipo ritual, y tal sigue siéndolo en las poquísi-
mas que de ese carácter—la partida de flamenco para hombres solos—
678
chapotean como pueden en algunas localidades andaluzas y en esta
delirante megápolis en que Madrid pugna en vano por convertirse.
Por lo demás, la presencia de mujeres en las reuniones flamencas
es y ha sido habitual, y los hombres del cante están hechos a encarar-
las de todas las gamas: prostitutas caras o de saldo que tienen la suerte
de acoger su presencia a la de alguien de la reunión o que acompañan
al «pagano» de turno, honestas amas de casa que se duermen literal-
mente sobre las copas y que no quieren negarle ese gusto a su marido
o se esfuerzan en no dejarlo solo por ahí; simpáticas e inteligentes ad-
venedizas cuya evidencia de que no entienden ni una palabra es com
pensada por su discreción y su buena fe en que todo aquello vale la
pena; extranjeras de aspectos y rostros cerradamente detonantes del
ambiente pero alguna de las cuales puede ser una aficionada de gran
paladar; desconocidas cuyo acompañante es una institución o un ini-
ciado de respeto; señoritas que piden de pronto el «Porompompero»
o que hablan por los codos; artistas de otras esferas—pintoras, escri-
toras, esculturas y ceramistas, músicas y cantantes—a las que su vincu-
lación con el arte les confiere un voto de familiaridad y confianza...
Todo irá bien o, por el contrario, cualquiera de esas mujeres puede
echar a rodar la fiesta por los mismos motivos que la echarían a rodar
hombres—cansancio, inoportunidad, demasía de copas—y también—o
sobre todo—por las particulares inquietud y distracción que pueden
suscitar en los varones.
IV
Pero se diría que las letras del cante hacen cuanto pueden por in-
terferir o cortar toda esa subterránea corriente de relaciones y depen-
dencias entre flamenco y sexo. El cancionero amoroso del flamenco es
todo un tratado de implacable represión sexual. Pese a cierto espíritu
liberal de los gitanos y flamencos en ese campo, y a sus frecuentes líos
amatorios, funcionan en ellos, por otra parte, seculares tradiciones abs-
tencionistas, de un atavismo casi convertido en instinto y muy coinci-
dente, por otro laclo, con las costumbres de la España católica y de la
Andalucía, dicho sea con palabras de Antonio Machado:
679
tos y promesas de castigo, y recaer en consejos o moralejas, la mayoría
de las cuales son repetidas de modo inconsciente, en un apego a las
tradiciones verbales del cante, por intérpretes cuya mentalidad puede
ser muy otra y que, en el plano de su criterio personal, negarían lo
que están cantando.
La comparación de la mujer con la Virgen y cuanta ciega venera-
ción ello implica son moneda corriente en el flamenco. Hay coplas que
parecen literalmente extraídas de triduos, novenas o inverosímiles y
arrumbados manuales de moral y educación. Un amurallado y conde-
natorio puritanismo encierra la cindadela amorosa del cante, en la que
hoy es difícil hallar brechas como esta:
Acuérdale cuando entonces
bajabas descalza a abrirme
y ahora no me conoces,
680
definen de por sí todo un estado de cosas, con brotes de masoquismo
y de un sadismo bastante evidenciado en el repertorio saetero y en su
morosa relación de los martirios infligidos a Jesucristo.
En el flamenco, los vetos a la cuestión sexual son inapelables, y la
represión rompe penosamente por donde puede, cobra inesperados, du-
ros y variadísimos reflejos:
681
eia, un papel que toca de un modo u otro todos los aspectos y momen-
tos del vivir humano.
Contra las apariencias de su distanciamiento y como era de esperar
en un arte tan vital, flamenco y sexo son orbes muy curiosamente re-
lacionados. De esa relación mutua, que estas páginas—cuyo riesgo no
ignoramos—se han reducido a sugerir, alguien como Carlos Castilla
del Pino, doblemente facultado como científico y como andaluz, po-
dría intentar un trabajo de cuyo interés inicial no puede dudarse.—
FERNANDO QUIÑONES (María Auxiliadora, 5. MADRID).
A. Diazlastra, Londres
682