GZ Filosofía 2021 Final

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 92

FILOSOFÍA

Filosofía de la filosofía, filosofía de las ciencias,


antropología filosófica, filosofía del lenguaje,
fenomenología y hermenéutica,
el sentido de la vida, Dios
Gabriel J. Zanotti
((DATOS AUTOR – ISBN E-BOOK, OTROS))
ÍNDICE

Introducción 9
1. Filosofía de la filosofía 11
2. De las ciencias a la filosofía 17
2.1. La imagen habitual de la ciencia: un mundo feliz 17
2.2. Popper dijo «no» 18
2.3. Kuhn le dijo «no» a Popper 20
2.4. Lakatos les dijo «sí» a ambos 21
2.5. Feyerabend dijo… ¿Qué dijo? 22
2.6. Pero entonces… 23
3. Filosofía y ciencias sociales 25
3.1. Las ciencias sociales, sin complejo de inferioridad 25
3.2. Ética, historia, ciencias sociales 26
3.3. De la ética al orden espontáneo 28
3.4. Del orden espontáneo a la ética,
de la ética a la acción humana 29
3.5. De la acción humana a la filosofía 30
4. Libre albedrío y determinismo 35
4.1. Introducción 35
4.2 El libre albedrío. Opciones filosóficas clásicas 36
4.3 Decidamos libremente si somos libres 39
5. Alma y cuerpo, conciencia y objeto, mente y cerebro 43
5.1. Introducción 43
5.2. Un breve paneo sobre la historia del problema 43
5.2.1 El cuerpo, cárcel del alma 43
5.2.2. El alma, forma del cuerpo 44
5.2.3. El alma creada por Dios, a la espera
de resucitar en el fin de los tiempos 44
5.2.4. El alma es inmortal
y al mismo tiempo forma del cuerpo 45
5.2.5. El alma, conciencia inmortal, res cogitans 46
5.2.6. Un epifenómeno de las neuronas 46
5.3. Tres posibilidades 47
5.3.1. Popper y el mundo 3 47
5.3.2. ¿Reedición de Santo Tomás? 49
5.3.3. Mundo 3, sentido, lenguaje 49
6. El conocimiento 51
6.1. Lo universal y lo singular 51
6.2. Lo universal, lo singular y la creación 53
6.3. Una pequeña bolita de nieve
que se hizo una avalancha 54
6.4. Sujeto, objeto, duda, etc. 56
7. Conocimiento e interpretación 59
7.1. Otro mundo 59
7.2. Mundo, horizontes e interpretación 61
7.3. Un cambio de lenguaje 62
7.4. En verdad os digo que... 63
8. Filosofía y lenguaje 67
8.1. Sujeto – idea – palabra – cosa 67
8.2. Lenguaje y mundo 68
8.3. Lenguaje y sujeto 69
8.4. Lenguaje y metafísica 70
9. Filosofía y sentido de la existencia 75
9.1. Una larga introducción 75
9.2. El avión existencial 77
9.3. La contingencia existencial 78
9.4. Toc toc. ¿Molesto? 79
9.5. La sorprendente coincidencia 80
10. ¡Ay, Dios! 83
10.1. Introducción 83
10.2. El monoteísmo en la historia de la cultura occidental 83
10.3. ¿Y los filósofos? 84
10.4. Surge el cristianismo 85
10.5. San Anselmo 86
10.6. Santo Tomás de Aquino 87
10.7. De Descartes a Kant 88
10.8. ¿Entonces? 89
Filosofía

INTRODUCCIÓN

Siempre estuve convencido de que la filosofía está en todos nosotros


como nuestra sangre, pero ahora estoy más convencido que nunca.
Uno de los dramas culturales más perjudiciales de los últimos si-
glos es la separación total entre vida y filosofía. El academicismo
exasperante de los filósofos, a tal punto que dejan de serlo, la discu-
sión de problemas mal planteados –como el del conocimiento– y el
imperio del cientificismo (como el Imperio de Star Wars) ha conven-
cido a casi todos de que la filosofía es una cosa que nada tiene que
ver con sus vidas. Casi todos creen que, por un lado, están los he-
chos, descriptos por una ciencia infalible que alcanza solo a la mate-
rialidad muda de un universo físico, y, por el otro lado, las llamadas
humanidades, muy bonitas, muy cultas, pero subjetivas y por ende
irrelevantes. Y es totalmente al revés. Esa creencia ya es una posición
filosófica, y todo lo que hacemos, decimos y pensamos está dado por
una concepción filosófica de la vida, del mundo, de la existencia, que
nos abarca totalmente sin que nos demos cuenta. Despertar de ese
sueño es la antipática tarea del filósofo. La verdad no está en supues-
tos facts que son independientes de la filosofía, sino en la fundamen-
tación filosófica de nuestro horizonte del mundo. El ser humano que
toma conciencia de ello, vive. El que no, es vivido (Héctor Mandrioni),
habitando una Matrix que llama realidad.
Este pequeño libro tuvo su origen en un pequeño curso, pero es
también el lugar donde están expuestas casi todas mis ideas filosófi-
cas. No puedo decir al lector que mis ideas lo ayudarán, no tendrá
más que correr el riesgo. Mis ideas sobre el ser humano, la vida y su
sentido, la filosofía del lenguaje, de la ciencia, de las ciencias sociales,

9
Gabriel Zanotti

del conocimiento, mi hermenéutica y mi fenomenología están todas


aquí. Es sintético, sí, pero no por razones didácticas, sino porque
muestro en pocas palabras la entrada a diversas Narnias que el lector
tiene que recorrer por sí mismo (eso es filosofar). La filosofía no es ni
fácil ni difícil, ni corta ni larga, sino apasionante. Y la síntesis no tiene
que ver con decir brevemente lo que es muy largo. Tiene que ver con
que muchos filósofos inventan falsos problemas y terminología re-
buscada para esos pseudoproblemas. Escriben en espiral. No van al
punto sino después de varios tomos. Yo no. Sujeto, verbo, predicado
y complemento. No es necesario nada más porque no hay nada más.
Los mundos cotidianos de la vida son el camino del filosofar. ¿Entien-
des la parábola del buen samaritano? Entonces ya está. ¿No entien-
des La ciencia de la Lógica, de Hegel? Problema de Hegel. Espero
haberme explicado.
Es la primera vez que re-escribo un libro. Habitualmente, los de-
jo como están, como testigos de una etapa de mi existencia. Pero
ahora no sé bien en qué etapa estoy. Soy como la botella echada al
mar. Que Dios vele por mí.

Gabriel J. Zanotti
Buenos Aires, diciembre de 2020.

10
Filosofía

CAPÍTULO UNO
FILOSOFÍA DE LA FILOSOFÍA

Comencemos, sencillamente, reflexionando sobre uno de los temas


más presentes y a la vez más ausentes de nuestra vida: la filosofía, la
tan admirada pero, a la vez, olvidada filosofía.
Admirada porque, por un lado, sabemos que la filosofía «está
allí», como una cosa importante, respetable, oculta en libros difíciles,
cuyos secretos son develados y «administrados» por los «filósofos»,
que despiertan una paradójica imagen cultural de respeto e… inutili-
dad.
Olvidada, precisamente, por lo anterior. La filosofía es a veces
admirada, pero sigue siendo algo de lo cual podríamos prescindir.
Algo que, en principio, no tiene nada que ver con nuestras vidas, y
menos aún cuando escuchamos esos debates filosóficos, llenos de
términos, nombre y fechas que no entienden ni siquiera los que así
debaten. Vislumbramos, sí, que si entendiéramos algo de todo ello
podríamos ser «más cultos», o hacer «más ejercicio intelectual»,
pero, claro, no hay tiempo. Tuvimos que elegir una profesión, y no
hubo tiempo para lo demás. Sí, están aquellos que lograron ser pro-
fesores de filosofía y vivir de sus clases, pero hasta ellos mismos sa-
ben (demanda subjetiva) que si se quedan sin alumnos.
Uno de nuestros objetivos es no solo diagnosticar por qué ha
ocurrido ello, sino, también, dar otra imagen de la filosofía. Una ima-
gen que sea adecuada a nuestras circunstancias culturales actuales.
Por ello, voy a decir que la filosofía es como nuestro sistema operati-
vo básico, como el DOS de antaño o como los Windows actuales.
Encendemos la computadora, usamos los programas que necesita-

11
Gabriel Zanotti

mos, escribimos diversas cosas, nos comunicamos, pero todo ello


«presupone» algo que «está ahí», pero que tendemos a olvidar mien-
tras la computadora funcione bien. Claro, ese es el límite de la analo-
gía, porque las computadoras pueden funcionar mal de vez en cuan-
do –o más que de vez en cuando– y entonces su sistema operativo se
hace paradójicamente más visible, y sus técnicos y expertos también.
No forcemos la analogía. Simplemente, hay «pre»-supuestos,
creencias culturales básicas que pre-suponemos sin darnos cuenta.
Ellas determinan nuestra «concepción del mundo» e influyen absolu-
tamente en nuestras decisiones más concretas. En todos esos presu-
puestos, la filosofía tiene un puesto esencial. Tomar conciencia de
ellos, ¿es importante? Dejo al lector la respuesta…
¿Pero cuáles son esos presupuestos? No, no voy a dar ejemplos
ahora. Los filósofos damos lástima cuando intentamos hacer marke-
ting de ese modo, y, además, aunque un ejemplo fuera «bueno»,
sería tristemente incompleto. Dejo al lector la mirada retrospectiva
de todo este libro para llegar por sí solo a la respuesta.
Entonces, debemos seguir. ¿Por qué hemos llegado a esta situa-
ción? ¿Por qué hemos llegado a una circunstancia cultural donde la
filosofía ocupa, en nuestras vidas, el papel de respetables y olvidados
anaqueles de biblioteca?
Vamos a ensayar una hipótesis explicativa, falible como todas,
pero que por eso mismo nos permitirá debatir y, en ese sentido, pro-
gresar.
Desde el inicio de la filosofía occidental (ver Gadamer) hubo una
tradición de pensamiento que, de manera armónica o competitiva
con tal o cual pensamiento religioso, se ocupó siempre de temas
tales como el alma, la existencia de Dios, la libertad (libre albedrío); la
moral. Todo ello recibió diversos nombres, con significados y alcances
diversos según cada pensador. Pero ya sea que se llame metafísica,
ontología o teología natural, la cuestión es que la filosofía occidental,
a trevés de pensadores tales como Parménides, Platón, Aristóteles,
Plotino, San Agustín y Santo Tomás, no trató solamente de lo que hoy
llamaríamos física (y hay un gran debate instalado sobre si los prime-
ros filósofos presocráticos eran «físicos» o «meta»-físicos).

12
Filosofía

Esa tradición de pensamiento, que ahora, retrospectivamente,


se llama en general metafísica (pero que abarca pensadores y ten-
dencias tan diversas que incluyen desde el espiritualista y casi religio-
so Platón hasta el casi «científico» Aristóteles) llega a un punto in-
teresante de desarrollo, desde la sutileza de sus análisis lógicos y
lingüísticos, con la escolástica medieval, uno de cuyos ejemplos de
«síntesis» es Santo Tomás de Aquino. En esa síntesis, el diálogo entre
la razón y la fe no presenta ningún problema: es un matrimonio feliz,
y los argumentos racionales a favor de Dios, el alma y la libertad con-
viven con el cristianismo casi como las dos piernas de una misma
persona, donde el andar es solo uno. Ello «era» considerado «racio-
nal» sin ningún problema.
De todos modos, en los siglos inmediatamente posteriores (si-
glos XIV, XV, XVI) las cosas no fueron tan simples; ese matrimonio feliz
comienza a entrar en algunas «discusiones» hasta que, de algún mo-
do, entra en una gran crisis, sobre todo cuando el paradigma de Pto-
lomeo cae ante la emergencia del paradigma de Copérnico y Galileo,
y esa caída arrastra consigo la metafísica «cristiana» sistematizada en
el medioevo. La filosofía en el siglo XVI está, de algún modo, buscan-
do un nuevo rumbo, y eso, en mi humilde opinión, es llevado adelan-
te por Renato Descartes.
Desde esta perspectiva, es posible entender el famoso «pienso,
luego existo», que, fuera de contexto, es una de las frases más famo-
sas de la filosofía, pero, a la vez, una de las más extrañas. Nos pre-
guntamos, valga la redundancia, «¿y qué con eso?». Pero el «eso»
tiene otro color si advertimos que Descartes intentaba sacar a la filo-
sofía de un letargo comprensiblemente escéptico para llevarla de
vuelta al redil de la metafísica. Para ello, se necesitaba un «punto de
partida indubitable», para, desde allí, razonar con firmeza nuevamen-
te y demostrar que Dios existe y que el alma es inmortal. Y ese punto
de partida es el «si dudo, pienso, y si pienso, existo» que emerge
triunfante a partir de la duda utilizada, precisamente, como recurso
retórico para advertir que no podemos dudar de todo.
De todo, no, dirán muchos de ustedes, pero que se pueda de-
mostrar lo que Descartes pretendía… Calma, ya tendremos tiempo de
ocuparnos de esto. La clave de la cuestión pasa por «otra» demostra-

13
Gabriel Zanotti

ción que enciende la mecha de un debate hasta entonces, diría yo,


casi inexistente.
Descartes se había quedado con que «yo existo», pero no con
que «el mundo externo», el «objeto de conocimiento» existe. Tiene
que demostrar que el mundo externo a su propio yo existe; él consi-
dera que es perfectamente posible hacerlo, y por ello algunos lo con-
sideran «realista», porque considera que puede demostrar que el
mundo externo es real, «aunque» su punto de partida (el yo aislado)
deja abierta lo que llamo «la pregunta idealista»: ¿cómo sé que el
mundo externo existe?
La filosofía occidental, a partir de Descartes y yo diría que casi
hasta hoy, queda «enamorada» de este planteo. ¿Cómo es posible el
conocimiento? ¿Cómo es que el sujeto conoce el objeto? ¿Cómo
sabemos si el objeto de conocimiento es real o ficticio?
Pero uno de los grandes filósofos en este debate, Hume, adopta
una posición fundamental para la hipótesis que estoy planteando.
Dice que no se puede demostrar que el objeto (el mundo externo)
exista. O sea, no se puede demostrar «filosóficamente». Pero lo dice
de una manera muy especial. En su vida concreta no es escéptico.
Dice claramente que cuando se lavanta de su escritorio de filósofo,
vuelve a «creer», en su vida cotidiana, en todas esas cosas que como
«filósofos» no podemos demostrar.
¿Por qué esto es tan importante? Porque a partir de aquí, queda
«instalada» en la conciencia de la filosofía occidental una dualidad
entre la filosofía, con sus demostraciones o sus escepticismos, y la
vida cotidiana. Esa vida cotidiana, con sus alegrías, penas, certezas e
interrogantes, queda fuera, fuera de la vida «académica» de los filó-
sofos. Mis colegas asisten a congresos, escriben sus ponencias, son
capaces de negarme que yo tenga certeza de nada, dudan de todo,
cuestionan todo, y luego me saludan con un abrazo y envían un salu-
do a mis amigos. O sea que, como filósofo, alguien puede dudar de la
existencia, de la realidad y de la naturaleza de mí mismo y de mis
amigos, pero luego esa misma persona «me» saluda, sin dudar de
que yo o mis amigos existamos ni confundiéndonos con hormigas.
Pero, al parecer, esa certeza cotidiana no tendría nada que ver con la
filosofía.

14
Filosofía

Una corriente, el existencialismo de fines del siglo XIX y princi-


pios del XX (Kierkegaard, Unamuno), puso como clave de todo la exis-
tencia concreta de cada persona. Pero dejaba «la razón» a las demás
corrientes filosóficas, con lo cual cierto racionalismo (ya sea positivis-
ta o hegeliano) se fortalecía en su misma posición. La cuestión es:
¿cómo reconciliar nuevamente la razón con la vida? ¿Cómo hacer
para que nuevamente la vida concreta sea el piso donde la filosofía
se mueve?
Nuestra hipótesis es: hay una noción de racionalidad y de filoso-
fía que quedó «pegada» a un eterno debate sobre si el sujeto puede
o no conocer al objeto, y, a su vez, hay una noción de racionalidad
que quedó pegada a una racionalidad «científica». En ambos casos, la
vida queda fuera de la razón, y lo que es obvio y sencillo en la vida
cotidiana es una infnita amalgama de eruditas discusiones en el te-
rreno filosófico. En el siglo XX, esta crisis se torna tan profunda que
ha llevado a algunos a hablar de «el fin de la filosofía» (Heidegger o
Wittgenstein, por ejemplo).
La conclusión de todo esto no debe ser una escisión entre filoso-
fía y vida, sino, al contrario, una filosofía que quede como una refle-
xión «racional», «intelectual», (Husserl la llamaría «actitud teoréti-
ca») sobre la vida humana. En ese sentido, coincido con M. F. Sciacca:
«La filosofía, por tanto, lejos de estar separada de la vida, como un
castillo de fórmulas abstractas y de palabras extrañas, como un fútil
juego de conceptos o recorrido inútil de soluciones contradictorias,
(…) compromete hasta las raíces de nuestra vida espiritual y tiene
como objeto de investigación lo que de más serio, de verdaderamen-
te serio (que da espanto y gozo a un mismo tiempo), hay en nuestra
existencia de hombre».
En este sentido, propongo al lector una especie de «estímulo al
pensamiento» sobre los temas humanos más profundos, y así am-
pliar nuestros horizontes para todas nuestras actividades y nuestras
tomas de decisiones complejas. No intentaremos competir con histo-
rias de la filosofía (que las hay, y muy buenas), que recomendaremos
ya desde el primer capítulo (Julián Marías, Sciacca y Kenny). Tampoco
explicaremos los temas como si pudieran «cerrarse» como ocurre
con otro tipo de paradigmas. Dejaremos preguntas pendientes, for-

15
Gabriel Zanotti

mularemos respuestas provisorias, como invitando al lector a su pro-


pio pensamiento. No porque no estemos seguros de nada, no porque
no tengamos certezas, sino porque la filosofía es una meditación
progresiva, donde el discurso no debe «obligar» a concluir, sino «invi-
tar» a una conclusión (Nozick) donde el lector se sienta llamado a
poner de sí su propio pensamiento como parte indispensable del
diálogo. Ello es una cuestión clave de la ética del discurso. Y uno de
los objetivos de este libro. Si, retrospectivamente, el lector ve todos
estos temas como parte de su reflexión cotidiana, es que ya se ha
convertido en filósofo.

Bibliografía recomendada (de acuerdo al orden de temas):


 Gadamer, H.G.: El inicio de la filosofía occidental, Paidós, 1999.
 Kuhn, T.: La revolución copernicana, Orbis, 1985.
 García Morente, M.: Prólogo a Discurso del método y Meditacio-
nes metafísicas, de Renato Descartes, Espasa-Calpe, 1979.
 Abbagnano, N.: Historia de la filosofía, vol. 2, cap. X, Montaner y
Simon, 1978.
 Marías, J.: Historia de la filosofía, Revista de Occidente (ediciones
varias).
 Sciacca, M.F.: Historia de la filosofía, Luis Miracle Ed., 1954.
 Kenny, A.: Breve historia de la filosofía occidental, Paidós, 2005.
 Nozick, R.: Philosophical Explanations, Harvard University Press,
1981. «Introduction».

16
Filosofía

CAPÍTULO DOS
DE LAS CIENCIAS A LA FILOSOFÍA

2.1. La imagen habitual de la ciencia: un mundo feliz


Después de lo que reflexionamos en el capítulo uno, alguien podría
decirme: muy buenos nuestros esfuerzos de traer de vuelta la filoso-
fía a la vida, pero ese esfuerzo también se debe, en parte, a que los
temas filosóficos son, en el fondo, «muy opinables». Habría, en cam-
bio, otro mundo de conocimiento, donde las cosas serían más «orde-
nadas», donde son los hechos los que hablan. Es el reino de la ciencia.
Esa es una imagen muy difundida de la ciencia, y es totalmente
razonable que así sea. Tiene que ver, aunque esto no suele gustar a
los científicos, con la filosofía. Desde que F. Bacon (1561-1626) lanzó
su gran desafío, esto es, «leer el gran libro de la naturaleza», se ex-
tendió como una flecha la mentalidad de que la ciencia consiste en
saber «leer los hechos» de manera metódica, y ese método sería el
método experimental. Así se lee e interpreta la historia de Galileo,
Newton y toda la revolución de la ciencia moderna. La ciencia sería el
reino de los hechos, donde las opiniones humanas no intervienen. Allí
se da la «objetividad». Obsérvese qué interesante: la verdad es depo-
sitada en el banco de la objetividad y de los hechos1. En el siglo XIX,
cuando J. S. Mill sistematiza las reglas del método experimental, todo
esto parece consolidarse. El desarrollo de la lógica del método hipo-
tético-deductivo es un paso muy importante. De la observación de
los hechos se pasa a la elaboración de una hipótesis explicativa de
estos. Esa hipótesis (por ejemplo, la teoría atómica) tiene consecuen-

1 Pero ese banco está en quiebra…

17
Gabriel Zanotti

cias observables (por ejemplo, las relaciones entre volumen, presión


y temperatura en los gases), y esas consecuencias observables «veri-
fican» la hipótesis y la convierten en ley.
En Carl Hempel, importante epistemólogo del siglo XX, la cues-
tión se modera un poco: no es tan importante si la hipótesis emana
de los hechos o no (o sea, lo importante no es el «contexto de descu-
brimiento»), sino la justificación de la hipótesis (contexto de justifica-
ción) por un apoyo inductivo, experimental, suficientemente amplio.
Que una hipótesis tenga apoyo experimental no la confirma absolu-
tamente, pues siempre puede haber otras explicaciones plausibles,
pero observemos que el apoyo experimental sigue siendo, sin em-
bargo, el criterio de elección «racional» de las hipótesis (analicen
esto los que vengan de economía y administración y conozcan de los
criterios de «elección racional» de un proyecto de inversión...). Pero,
en este esquema, queda muy firme la distinción entre las hipótesis,
por un lado, y los hechos experimentales, por el otro. Estos últimos,
vuelvo a decir, surgen como la garantía de la verdad, de la certeza, de
la objetividad: allí «el ser humano no molesta».
¿Qué tiene que ver todo esto con este libro? Mucho, pues desde
la filosofía se podrían decir muchas cosas. Pero ¿y desde la ciencia o
desde la filosofía de la ciencia? Ese es el objetivo de este capítulo
dos: ¿no sería bueno enterarnos de que este esquema de pensamien-
to, aparentemente tan sólido, ha sido objetado por físicos y matemá-
ticos que se dedicaron a la filosofía de la ciencia?

2.2. Popper dijo «no»


Por eso pasamos a este segundo punto. Popper dijo «no». Pero,
¿quién es Popper? ¿Un filósofo que se dedicaba a la metafísica? No.
Popper, nacido en Viena, en 1902, estudió física y matemáticas, y
asistió varias veces a las reuniones de los filósofos que más exaltaban
a la ciencia positiva, experimental, como el único camino de la racio-
nalidad (esto es, los neopositivistas lógicos, el llamado «círculo de
Viena»). Era amigo de varios de ellos, hablaba su lenguaje, entendía
su mundo. Y así, en 1934, un joven Popper de 32 años publica un
libro llamado La lógica de la investigación científica, muy poco leído
en su momento, aunque sí por varios de sus amigos y conocidos neo-

18
Filosofía

positivistas. Y es a ellos a quienes, amigablemente y en su lenguaje,


Popper les dice: «no».
¿Por qué no? Porque esa distinción entre las hipótesis, por un
lado, y los hechos, por el otro, es una especie de ilusión. Un científico
puede estar haciendo un experimento con gases. Pero el travieso
Popper pregunta: ¿qué es un gas? Y, cuando lo queremos definir,
usamos la teoría cinética de los gases. Esto es: no nos damos cuenta
de que cuando «observamos» un gas, lo interpretamos desde la teo-
ría que nos dice qué es un gas. O sea, la base empírica también es
hipotética. Claro, alguien podría decirme que es más fácil decir lo que
es un gas: un gas es el aire que respiro, es lo que pongo en un globito,
y el globito sube… Pero ¿no estamos hablamos de ciencia? (Volvere-
mos a esto más adelante).
Pero entonces, si la base empírica es lo que «servía» para juzgar
las hipótesis y ahora nos damos cuenta de que la base empírica no es
firme, sino también hipotética, ¿entonces? Popper tiene una salida
muy práctica: cada comunidad científica tiene un «consenso» sobre
la base empírica que va a utilizar para los experimentos.
La segunda gran sorpresa del joven Popper, de este jovencito
que, desde el mismo método hipotético-deductivo, se atreve a mos-
trar sus límites, es decir «no» a la inducción. Habitualmente, supo-
nemos que los principios, las «leyes» de la ciencia tienen «apoyo
experimental», y por ende suponemos que tienen una alta probabili-
dad de ser verdaderos. ¿Pero ello no implica un cierto porcentaje?
Un medicamento dio excelentes resultados en el 94,7% de los pacien-
tes. Eso implica que se determinó un cierto universo limitado de pa-
cientes: 100 pacientes, 2000, 3000, lo que fuere. ¿Y cuál es el univer-
so del principio de inercia, por ejemplo? ¿O de las leyes gravitatorias?
¿De aquí a la luna? ¿De aquí al próximo sistema solar? No, los libros
de texto dicen: «todo cuerpo…». ¿Y cuándo y cómo observaron el
«todo»?
Este es un punto filosófico muy importante. Popper cambia la
mentalidad: la cuestión no es lo que sabemos, sino lo que no sabe-
mos. Postulamos que todos los cuerpos se atraen según el cuadrado
se sus distancias, etc., pero, dado que no lo sabemos todo, más que
buscar casos de confirmación que siempre van a tender a cero al lado

19
Gabriel Zanotti

de lo infinitamente desconocido, debemos postular la hipótesis y


estar abiertos a un caso que la contradiga. Es más, debemos adelan-
tar ese caso. Debemos estar abiertos a la refutación empírica, no a la
confirmación. La ciencia no se caracteriza por la certeza de la confir-
mación, sino por estar abiertos a una instancia empírica que nos con-
tradiga.
Esto es revolucionario: no hay hechos firmes, no hay inducción,
sino humildes conjeturas que pueden ser experimentalmente con-
tradichas (falsadas) en cualquier momento. La ciencia baja del pedes-
tal de la certeza infalible para pasar a ser un conjunto de conjeturas
falibles. Popper no está hablando de teorías «aún no confirmadas».
Está hablando de Galileo, Newton, Einstein y todo lo que los occiden-
tales consideramos ciencia.
Por supuesto que esto ha sido muy difícil de aceptar. Pero lo cu-
rioso es que el principal contradictor de Popper fue alguien que acep-
tó totalmente que la inducción experimental ya no tenía que ver con
la ciencia.

2.3. Kuhn le dijo «no» a Popper


No problem: la ciencia no trata más de hechos confirmados, sino de
humildes conjeturas hasta ahora «no contradichas». O sea que la
ciencia «es» lo que es falible; el científico «es» quien está abierto a la
crítica… Pero eso, más que lo que la ciencia «es», parece lo que «de-
be ser». Popper parece haber hecho una filosofía de la ciencia «pres-
criptiva»: «deberás» tener conciencia de la conjeturalidad de tus
supuestas leyes, «deberás» estar abierto a la crítica. Pero ¿qué tiene
que ver eso con la historia de la ciencia? Al parecer, nada.
¿Quién fue el que dijo esto de modo tan desafiante? Un joven histo-
riador de la ciencia, norteamericano, nacido en 1924, quien en 1962
publica uno de los libros más vendidos de todos los tiempos en la
historia la filosofía: La estructura de las revoluciones científicas. Kuhn
de ningún modo contradice a Popper en que los «experimentos»
están influenciados desde un marco teorético; es más, lo apoya fir-
memente. Kuhn tampoco contradice que la inducción no va más.
Pero llega a un extremo al cual Popper no quiso llegar nunca. Los

20
Filosofía

científicos, dice Kuhn, de ningún modo han estado ni quieren estar


«abiertos a la crítica». Muy lindo sería que fuera así, pero no es así.
Sus ejemplos no son nada despreciables: ¿estaba Galileo abierto a la
crítica? ¡De ningún modo! ¿Quería Newton contradecir sus propias
teorías? ¡Menos aún! Los científicos se forman en un paradigma, un
marco teorético muy estricto (como todos los que hemos sido for-
mados en el paradigma newtoniano), y desde allí interpretamos el
mundo, desde allí consideramos «evidentes» ciertas cosas (como que
es evidente que las cosas se mueven según la ley de gravedad); desde
allí consideramos «posible» o «imposible» que ocurran o no ciertos
fenómenos (por ejemplo, es imposible que un cuerpo no caiga a 9,8
km/s en caída libre). Por eso hay fenómenos que el paradigma consi-
dera «imposibles», ¿Cómo un paradigma va a encontrar algo que lo
contradiga? Los paradigmas, dice Kuhn, no se someten a crítica a sí
mismos, sino que entran en crisis por agotamiento. Finalmente, la
cantidad de problemas que no pueden resolver rompen lo que fue la
dura piel de su sistema y colapsan. Los paradigmas alternativos (co-
mo lo fue en su momento Galileo) triunfan entonces, y se convierten
en los nuevos paradigmas dominantes hasta que también ellos en-
tran en crisis. Y así sucesivamente. Eso tiene otra consecuencia muy
importante para los objetivos de este libro: para Kuhn no existe, al
parecer, «la verdad». Todo dependería del paradigma donde uno
esté situado. Eso irritó mucho a Popper.

2.4. Lakatos les dijo «sí» a ambos


Popper y Kuhn comenzaron a discutir mucho sobre estas cosas, pero
un discípulo de Popper, Imre Lakatos, trató de mediar entre los dos.
Lakatos había huído de la Hungría comunista y había encontrado
merecido refugio como ayudante de Popper en Londres.
Lakatos le reconoce a Kuhn que los científicos no quieren some-
ter sus teorías a crítica. Lo que Kuhn llama paradigma, Lakatos llama
núcleo central. Pero la crítica aparece como una consecuencia no
intentada de la defensa del paradigma. Por ejemplo, el astrónomo
newtoniano, Halley, para defender algunas cosas que no encajaban,
crea la hipótesis «ad hoc» del cometa y predice que, 72 años des-
pués, pasaría cerca de La Tierra. Claro, podía no ser así, y entonces

21
Gabriel Zanotti

efectivamente el núcleo central de Newton se hubiera enfrentado


con un problema.

Filosóficamete, esto es muy interesante, porque lo que está di-


ciendo este «puente» entre Popper y Kuhn que es Lakatos, es que
algo puede ser considerado falso en un momento dado, pero es lícito
aferrarte a ello si tienes algunas «hipótesis adicionales» para defen-
derlo. O sea, que algo puede ser falso primero y verdadero después,
o verdadero ahora y falso después.

2.5. Feyerabend dijo… ¿Qué dijo?


Entonces, Paul Feyerabend, uno de los más iconoclastas filósofos y
científicos de nuestra época, dijo, al parecer, que la ciencia es cual-
quier cosa… Que si es así, que todo vale, que no hay método, que
puedes decir lo que quieras y considerar la evidencia empírica una
inversión cuyo cálculo de retorno es casi infinito. Si tienes suerte,
eres Galielo, pero si no, no eres nadie y nadie recordará tu apuesta.

¿Dijo esto Feyerabend? Algunos dicen que sí, que lo dijo. Que
Feyerabend forma parte de una época postmoderna donde la razón,
la verdad, la ciencia, «los grandes relatos» se acabaron.

Otros, entre los que me incluyo, decimos que en realidad lo que


Feyerabend dice, como una síntesis de este debate, es que «todas las
metodologías, incluso las más obvias (son sus palabras) tienen sus
límites». O sea, que la ciencia no es ese pedestal infalible a resguardo
del humano errar, sino que es esencialmente humana, con las mis-
mas características que todo producto humano, como la filosofía, el
arte, la religión2, la literatura: puede ser grandiosa, formidable,
arriesgada, verdadera en parte, falsa en parte, falible…

2 Salvo que alguien considere (me incluyo) que los contenidos de la Fe han sido
revelados por Dios. Pero aun en ese caso, el respeto al derecho a la libertad reli-
giosa es un deber moral absoluto.

22
Filosofía

2.6. Pero, entonces…


Pero entonces. La ciencia no es ese muro infranqueable donde unos
humanos privilegiados se refugiaron de sí mismos, como encontran-
do un nuevo Olimpo donde los dioses del testeo empírico los prote-
gían de los errores de los demás mortales. La ciencia –no solo en
eso– es igual de arriesgada que la filosofía, pero además depende de
la filosofía, depende de las concepciones del mundo que dan origen a
las cosmogonías que originaron lo que hoy en nuestra física (Koyré).
Otra consecuencia de esto es que las ciencias sociales no tienen
por qué avergonzarse de sus límites ni de sus problemas. Tal vez el
problema se produce cuando son concebidas como una imitación de
una física infalible que, como vimos, es inexistente. Ese será el tema
de nuestro próximo capítulo.

Bibliografía recomendada
 Chalmers, A.F.: Qué es es cosa llamada ciencia, Siglo XXI Ed.,
1988.
 Hempel, C.: Filosofía de la ciencia natural, Alianza Ed., Madrid,
1981.
 Popper, K.: La lógica de la investigación cientifica, Tecnos, Ma-
drid, 1985.
 Kuhn, T.: La estructura de las revoluciones científicas, FCE, 1971.
 Lakatos, I.: La metodología de los programas de investigación
científica, Alianza Ed., Madrid, 1989.
 Feyerabend, P.: Tratado contra el método, Tecnos, Madrid, 1981.
 Koyré, A.: «La influencia de las concepciones filosóficas en las
teorías científicas», en Pensar la ciencia, Paidós, 1994.

23
Gabriel Zanotti

24
Filosofía

CAPÍTULO TRES
LA FILOSOFÍA Y LAS CIENCIAS SOCIALES

3.1. Las ciencias sociales, sin complejo de inferioridad


El economista austríaco Fritz Machlup escribió un seminal ensayo
llamado «El complejo de inferioridad de las ciencias sociales», cuyo
título lo decía todo. Al lado de unas ciencias naturales muy orgullosas
de sí mismas, de su supuesto mundo perfecto de hechos indubita-
bles, probados y matematizados, las ciencias sociales tenían (¿tie-
nen?) un inevitable complejo de inferioridad. «Ya vamos a ser como
ustedes», es su culpógeno anuncio; mientras tanto, asumen casi con
vergüenza su contingencia, sus marcos interpretativos, sus inexacti-
tudes, su dependencia de diversas filosofías e ideologías. O sea, su
«dependencia de todo lo humano». Pues bien, después del capítulo
dos, hemos visto que las cosas no tienen por qué ser así. Las ciencias
naturales «también» son ciencias humanas. La distinción tan frecuen-
te entre «humanidades y ciencias» es, por decir lo menos, curiosa. La
ciencia es esencialmente humana. Dios no necesita ciencia (y con eso
un agnóstico puede coincidir «hipotéticamente»), tampoco los ani-
males. Justamente, el ser humano, en un peculiar medio entre los
mamíferos superiores y «los dioses», es el que necesita su ciencia y
su técnica para sobrevivir en un universo en principio indiferente a
sus necesidades. La ciencia es tan humana que, si no fuera humana,
no sería ciencia. Es revelación sobrenatural o instinto.
Por ende, más allá del debate sobre sus grados de certeza, la
ciencia depende de nuestras concepciones del mundo, de nuestras
interpretaciones, de nuestras falibles conjeturas que intentan dar luz
a un mundo infinitamente desconocido. El método científico es una

25
Gabriel Zanotti

caminata de ensayo, error, falibilidad y progreso. Las ciencias socia-


les, por ende, «también». No son superiores o inferiores a cualquier
otro intento humano de dar sentido al mundo. Tienen, sí, sus dife-
rencias. Veamos esas diferencias.

3.2. Ética, historia, ciencias sociales


Comencemos por su prehistoria. «Al principio» –esto es, desde los
albores de la filosofía, y hasta hace muy poco–, no había ciencias
sociales. Hubo, sí, algo muy importante, de lo cual se hacía una direc-
ta aplicación al mundo social. Era y sigue siendo la ética.
Para la concepción griega del mundo, una ética separada de la
vida social era casi inconcebible. En Aristóteles –por mencionar un
ejemplo no menor– la ética no era solo el estudio de las virtudes que
perfeccionan la naturaleza humana. La máxima de esas virtudes era
preocupación cívica por la «ciudad». La vida de la polys era lo máxi-
mo en la perfección del hombre. Ahora bien, ¿cómo debía ser «regi-
da» esa polys? Naturalmente, de modo «bueno». La famosa clasifica-
ción aristotélica de las formas de gobierno así lo revela. Si el gobierno
de uno, unos pocos o muchos era «bueno», entonces teníamos la
monarquía, la aristocracia, la república. Los temas sociales eran te-
mas éticos. En ningún momento se concebía que se pudiera llamar a
un «técnico» que, «sin juicios de valor», hiciera sus recomendaciones
para una «gestión eficiente».
La irrupción cultural del cristianismo, del judeo-cristianismo, im-
plicó enormes cambios en la concepción del mundo, pero la caracte-
ristica anterior se mantuvo. El cristianismo implica, precisamente,
que hay algo anterior y superior a la polys: la relación de cada indivi-
duo con Dios. Desde allí, desde esa «ciudad de Dios», se debe juzgar
la «ciudad del hombre». Con la conformación del renacimiento caro-
lingio (s. IX) y la conformación del Sacro Imperio, se conforma una
concepción de la vida social donde la auctoritas humana es el «brazo
secular» de la Iglesia. «El príncipe» temporal tiene cierta autonomía,
pero su «función propia» es casi como un instrumento del poder
eclesial. Los musulmanes pensaban igual; simplemente, diferían en
quién era el príncipe y quién era el profeta. Y los judíos no contaban

26
Filosofía

entonces porque se habían quedado sin su ciudad temporal (que,


cuando existió, giró en torno al templo).

La separación entre católicos y protestantes no cambia la cues-


tión. Lutero y Calvino seguían pensando que la ética de la ciudad de
Dios debía continuar gobernando la ciudad del hombre, un hombre,
para ellos, ya irremisiblemente destruído por el pecado. La cuestión
tampoco cambia con el racionalismo continental del siglo XVIII, cuyo
representante más ilustrado es Kant. Con él, también la sociedad, en
camino hacia la república, la ciencia y la paz perpetua, dependía de la
ética. Una ética diferente, sí, más secular, dependiente de un impera-
tivo absoluto, aunque sin metafísica o religión –en principio–; pero
igual de fuerte y categórica. Las repúblicas laicas y democráticas,
guiadas por la ciencia newtoniana y la educación obligatoria, deben
ahora «dominar la tierra». El mandato bíblico es cambiado de conte-
nido. «Id y bautizad…» se transforma en «id y enseñad, civilizad…»,
pero con el mismo impulso ético y expansivo, exotérico, de épocas
anteriores.

En medio de todo esto, se abre paso otra tradición, también muy


importante en la filosofía occidental. Me refiero a la historia. Pero no
simplemente como una (¿imposible?) «historiografía», sino como
«comprensión». Dilthey (fines s. XIX) es aquí el autor clave. Podemos
comprender los fenómenos sociales porque nuestra condición huma-
na nos proporciona una interpretación de nuestra historia de un mo-
do tal que no podríamos interpretar de un hormiguero y menos aún
de un trozo de roca. Podemos ponernos en el lugar de Napoleón, y,
por más desacuerdos que tengamos, comprender sus motivaciones y,
por ende, sus acciones. En ese sentido la historia comprende, y las
ciencias naturales «explican». En esta tradición, las ciencias sociales
son historia. O la historia «es» las ciencias sociales. Algo de esto,
aunque con muchas diferencias, subsiste en un Gadamer que contra-
pone (1960) la verdad de la conciencia histórica al método de las
ciencias naturales. La filosofía continental alemana aún hoy se en-
frenta, en alguna medida, a cierto positivismo en ciencias sociales
que predomina en algunos ámbitos anglosajones.

27
Gabriel Zanotti

3.3. De la ética al orden espontáneo


En medio de la ética, en medio de la historia, ¿quedaba lugar para
algo más?
Adentrémonos un poco más en la historia de la filosofía occiden-
tal y encontraremos algunas cosas.
En primer lugar, según Marjorie Grice-Hutchison, en un famoso
estudio sobre la Escuela de Salamanca (tesis dirigida por Hayek),
jusuitas y dominicos españoles habrían desarrollado las primeras
teorías sobre los precios, la inflación, los salarios, etc., adelantándose
al modo en que lo haría la economía a partir del siglo XVIII –por ejem-
plo, que «es» la inflación, aparte de lo que «deba ser». Otros autores,
como Rothbard, Novak, Chafuen, Huerta de Soto, etc., han estudiado
mucho este pensamiento.
En los albores del siglo XVIII, encontramos los inicios no solo de
la escuela Clásica de economía, sino de la Escuela Escocesa, con auto-
res como Hume, Smith, Ferguson. Este último acuña la feliz expresión
de que la sociedad es fruto «de la acción humana, pero no del desig-
nio humano». Esto implica que, para ellos, el orden social era «es-
pontáneo», esto es, no fruto de un acto fundacional deliberado. Los
fenómenos sociales implican «consecuencias no intentadas», evolu-
ciones o involuciones que escapan a planes deliberados de una per-
sona o un grupo de personas. Hay en los fenómenos sociales algo que
se puede estudiar pero no planificar. Esto es interesantísimo.
Esta cuestión es retomada explícitamente por el economista
austríaco C. Menger en su teoría del origen del dinero como institu-
ción social espontánea. Esta línea «institucionalista-evolutiva» de los
fenómenos sociales es reemprendida luego por Hayek, pero es L. von
Mises quien –según mi opinión–,en el inicio de su tratado de econo-
mía, acuña una explicación que es clave para entender una ciencia
social que no sea «solo» ética. Dice así:
The discovery of a regularity in the sequence and
interdependence of market phenomena went beyond the limits
of the traditional system of learning. It conveyed knowledge
which could be regarded neither as logic, mathematics,
psychology, physics, nor biology.

28
Filosofía

Este párrafo es clave. Se afirma que se toma conciencia de algo que


está más allá de los campos tradicionales del saber. Eso, que está
más allá y que tiene una cierta (vamos a ver por qué digo «cierta»)
autonomía de la ética es una «secuencia y regularidad», esto es, cier-
to «orden» en las consecuencias no intentadas de las acciones. Adop-
tar ante este orden una actitud teorética es comenzar a hacer cien-
cias sociales de un modo no solo nuevo, sino constitutivo, esto es, las
ciencias sociales son «eso»: el estudio de los órdenes espontáneos.
Yo puedo «querer» que un poeta gane más que un futbolista, puede
ser que considere que eso sería bueno, pero si formo parte de los
millones y millones de personas que ven partidos de fútbol por tele-
visión o voy al estadio, entonces yo mismo, como consecuencia no
intentada, estoy causando el alto salario del futbolista. Un gobierno
puede considerar bueno que los obreros de tal o cual sector ganen
mil dólares al mes, pero la consecuencia no intentada será que algu-
nos empleadores potenciales dejarán de contratarlos. Yo puedo que-
rer y considerar bueno que las secretarias de mi empresa (no es mi
caso) ganen diez mil dólares al mes, pero la consecuencia no intenta-
da es que tendré más postulantes de las que puedo absorber y «ten-
dré que» bajar el salario que estoy ofreciendo. O, al revés, puedo
considerar injusto que un famoso futbolista gane millones y millones
más que un profesor titular de Física I, pero, si yo veo sus partidos, yo
soy parte de la causa por la cual ese futbolista gana millones. Y así
sucesivamente.

3.4. Del orden espontáneo a la ética,


de la ética a la acción humana
¿Diremos entonces que las ciencias sociales son solo descriptivas de
órdenes espontáneos y de ningún modo normativas? No, porque,
como vimos, en toda acción humana hay una decisión moral implíci-
ta. Pero existe una consecuencia, una inter-acción, que va más allá
del fin directamente intentado por el individuo. Esa consecuencia no
intentada puede ser, a su vez, buena o mala, pero la «descripción» de
esas consecuencias que son fruto de la inter-acción humana tiene un
margen de autonomía con respecto a la ética tradicional. Si ese mar-

29
Gabriel Zanotti

gen no se ve, tampoco se ve la diferencia entre las ciencias sociales y


la sola ética. Es absolutamente bueno que todos tengan alimento de
sobra, «pero» resulta que hay una ciencia, la economía, que nos dice
que «hay» escasez, y entonces los salarios no se pueden aumentar
por el simple hecho de que eso sea «bueno»: hay, además, un proce-
so de ahorro, de formación de capital.
No se trata, por ende, de contraponer una ciencia «de hechos» a
una ética normativa. Los fenómenos sociales implican un «mundo» –
esto es, según Husserl, un conjunto de relaciones entre personas
(intersubjetvidad)–, y eso es el mundo social, y ese mundo social
tiene sus valores morales como constitutivos porque son parte de su
horizonte cultural. Simplemente, ese mundo social transita una evo-
lución o involución espontánea –una serie de inter-acciones no inten-
tadas que no se reducen al solo juico ético de cada acción en particu-
lar.
Pero ¿qué hay detrás de esa «regularidad» de la que hablaba
Mises? ¿No hay acaso libertad en las acciones humanas? Sí; eso será
objeto de nuestro próximo capítulo. Pero por los ejemplos dados,
vimos que las consecuencias no intentadas no son «arbitrarias»: tie-
nen un orden, que emerge de decisiones libres previamente adopta-
das. Y ese orden tiene que ver con un tema esencialmente filosófico:
la racionalidad del ser humano, racionalidad falible, incierta, pero
racionalidad al fin: persigo ciertos falibles y cambiantes fines y recu-
rro a falibles y cambiantes medios. Quiero comprar un libro, lo com-
pro, y millones y millones de acciones similares a las mías «causan»
que tal o cual autor sea rico y conocido.

3.5. De la acción humana a la filosofía


Como podemos ver, detrás de todo lo que estamos diciendo hay una
antropología filosófica, una concepción del ser humano que implica a
su vez una determinada noción de acción humana.
En ese sentido, los problemas teoréticos más importantes de las
ciencias sociales tienen que ver con la noción de acción e interacción
que estemos manejando. Un economista partidario de la teoría de la
plusvalía marxista ve al mundo como la explotación de capitalismo de

30
Filosofía

los Estados Unidos y de Europa con respecto a los explotados: Améri-


ca Latina, África, etc. Inútil es que le digamos cifras sobre el PBI in-
terno de los Estados Unidos o que le mostremos que el PBI per cápita
en tal o cual región de América Latina ha crecido: él tendrá otras «ci-
fras» para mostrar que las desigualdades han crecido.
Pero ¿cómo ve el mundo alguien formado en otra concepción de
la economía? Al revés: América Latina es pobre porque nunca ha
generado las condiciones culturales e institucionales para la estabili-
dad jurídica que es necesaria para el ahorro y la inversión a largo
plazo. Por otro lado, la teoría del valor es diferente: para uno, es la
del valor-trabajo en Marx; para el otro, es la teoría del valor subjetivo
de Menger y Bohm-Bawerk. Desde esas dos concepciones del mundo,
diametralmente opuestas, no ven «lo mismo» desde dos perspectivas
diferentes, sino que ven fenómenos diferentes. América Latina y los
Estados Unidos no son lo mismo para unos que para otros, y todas las
relaciones de causa y efecto son diferentes para ambas perspectivas.
¿Cuál de las dos es la correcta?
Para responderlo, hay que ir a la teoría del valor y, por ende, al
tema de la acción humana, la racionalidad, la intencionalidad de la
acción, el libre albedrío, la falibilidad de la acción, la incertidumbre.
Y todo ello no es más que antropología filosófica.
De modo que:
a) las ciencias sociales tardaron mucho tiempo en distinguirse de la
sola ética.
b) Ello no implica que las ciencias sociales sean totalmente autó-
nomas de la ética.
c) La autonomía de las ciencias sociales tiene que ver con la pro-
gresiva emergencia de un nuevo paradigma, la noción de órde-
nes espontáneos en lo social.
d) Esa noción de orden espontáneo tiene que ver con temas tales
como: racionalidad limitada, acción humana intencional, inter-
subjetividad, libre albedrío, orden, etc.
e) Esos temas son esencialmente filosóficos.

31
Gabriel Zanotti

Precisamente, a estos temas nos dedicaremos en gran parte de


las clases que siguen.

Bibliografía recomendada
 Blaug, M.: La metodología de la economía, Alianza Ed, Madrid,
1980.
 Casaubón, J. A.: «Las relaciones entre la ciencia y la filosofía», en
Sapientia, vol. XXIV, 1969.
 Popper, K.: La miseria del historicismo, Alianza Ed., Madrid, 1987 (4).
 Gadamer, H. G.: Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1991.
 Verdad y Método II, Sígueme, Salamanca, 1992.
 Hayek, F. A. von: «Scientism and the Study of Society», en The
Counter Revolution of Science, Liberty Press, 1979.
 «The Theory of Complex Phenomena», en Studies in Philosophy,
Politics and Economics, University of Chicago Press, 1969.
 Mises, L. von: «Problemas epistemológicos que suscitan las cien-
cias referentes a la acción humana», cap. II de La acción humana,
Sopec, Madrid, 1968.
 Gallo, E.: «Hayek y la investigación histórica: algunas reflexio-
nes», en Estudios Públicos, Centro de Estudios Públicos, Santiago
de Chile, N.º. 50, 1993.
 Cornblit, O. (compilador): Dilemas del conocimiento histórico:
argumentaciones y controversias, Ed. Sudamericana/Instituto
Torcuato Di Tella, Bs. As., 1992.
 Machlup, F.: «El complejo de inferioridad de las ciencias socia-
les», en Libertas, Eseade, Bs. As., N.º 7.
 Weber, M.: The Methodology of the Social Sciences, The Free
Press of Glencoe, Illinois, 1949.
 Schutz, A.: On Phenomenology and Social Relations, University of
Chicago Press, Chicago and London, 1970.

32
Filosofía

 Husserl, E.: The Crisis of European Sciences, Northwesten Univer-


sity Press, Evanston, 1970.
 Dilthey, W.: Introducción a las ciencias del espíritu, FCE, 1949.
 Gordon, S.: The History and Philosophy of Social Science,
Routledge, 1991.
 Polanyi, M.: Personal Knowledge, Routhledge, 1998.
 Menger, C.: Investigations Into the Method of the Social Sciences,
Libertarian Press, Grove City, 1996.

33
Gabriel Zanotti

34
Filosofía

CAPÍTULO CUATRO
LIBRE ALBEDRÍO Y DETERMINISMO

4.1. Introducción
Si un vuelo rasante sobre las ciencias y las ciencias sociales nos ha
mostrado que tanto las ciencias sociales como las naturales son
esencialmente humanas, nada mejor que comenzar haciendo refe-
rencia a los problemas filosóficamente clásicos que se refieren al ser
humano.
¿Qué «es» el ser humano? ¿La última etapa de la evolución de la
materia? ¿Una asombrosa casualidad? ¿Un espíritu «encerrado» en
un cuerpo? ¿Un cuerpo y un alma? ¿Un designio de Dios? ¿Un ser
esencialmente personal, con inteligencia y voluntad libre? Pero en
este último caso, ¿qué es la inteligencia humana? ¿Lo que mide un
test? ¿Y qué es su llamada libertad interior o libre albedrío?
Estas preguntas y sus respuestas, anhelantes y vacilantes, con-
forman gran parte de la filosofía occidental desde Platón y Aristóteles
hasta nuestros días. Están necesariamente relacionadas con cosmovi-
siones religiosas y científicas. Ante semejante panorama, tan vasto,
no intentaremos de ningún modo resumir «en pildoritas» esas res-
puestas, haciendo una mala copia de los libros resumidos de historia
de la filosofía. Nuestra metodología, en este tema como en los de-
más, será ir planteando los problemas, el sentido de esos problemas,
comentar algunas posturas filosóficas que nos parezcan relevantes y
ofrecer algún «modelo» de respuesta, siempre con el objetivo de que
el lector pueda profundizar por sí mismo los autores clásicos, la histo-

35
Gabriel Zanotti

ria de la filosofía, y llegar a sus propias conclusiones. Mi propio plan-


teo condicionará al lector, es verdad, pero siempre que mantenga
conmigo un diálogo crítico, ello será una ventaja y no una desventaja
para la propia libertad intelectual.
De los temas que tienen que ver con la condición humana, la
«inteligencia» y la «voluntad» han preocupado siempre a la filosofía
occidental. Es imposible determinar necesariamente por cuál comen-
zar. Con una opción didáctica y falible, comencemos con la famosa
cuestión del libre albedrío.

4.2. El libre albedrío. Opciones filosóficas clásicas


La cuestión del libre albedrío se encuentra condicionada por el si-
guiente debate. Un trozo de piedra, ¿es libre? Presuponemos que no.
Desde la antigüedad, entonces, se presupuso también que «lo espiri-
tual», sin estar sometido a lo material, sería «libre», esto es, gozaría
de una libertad interior respecto a sus opciones, que lo ubicarían a su
vez en un orden «moral».
Globalmente, se podría decir que autores como Platón, San
Agustín, Descartes, Leibniz y, en cierta medida, Kant hacen esta op-
ción por un reino de «lo espiritual» que, libre de las ataduras de la
materia, daría a lo humano la dignidad de una libertad interior que
fundamentaría a su vez su ubicación en el orden moral objetivo.
A su vez, siempre hubo en la filosofía occidental tendencias
«materialistas», que han puesto su acento en la sola existencia de la
materia y, por ende, en una negación de aquella dimensión espiritual
que era coherente con el libre albedrío. Con el surgimiento de las
ciencias modernas, esta tendencia se incrementó, aunque en sí mis-
mo podría considerarse como un non-sequitur (no se sigue). Sin em-
bargo, la teoría de la evolución jugó aquí una «conscuencia no inten-
tada»: si la evolución era ya una teoría unificada para la física y para
la biología, según la cual el universo material entero habría evolucio-
nado a partir del primer estallido originario (big-bang), con el ser
humano incluido, como última etapa del «polvo de las estrellas»,
entonces… Entonces, la carga de la prueba pesaba sobre las posicio-

36
Filosofía

nes «espiritualistas» anteriores, que, a lo sumo, podían considerarse


posturas solo religiosas.
Sin embargo, en medio de estos dos extremos había posturas
más sutiles. Hubo espiritualismos creyentes negadores del libre albe-
drío. Algo así se dio en el estoicismo, pero fue sobre todo la tentación
de cierto cristianismo que vio en la Providencia divina una amenazan-
te negación de la libertad. El cristianismo católico romano tuvo que
reafirmar el libre albedrío como parte de su dogma, presentado en-
tonces como un misterio de la fe la conciliación entre el libre albe-
drío, la Gracia de Dios y la Providencia. Los teólogos católicos tam-
bién discutieron mucho entre sí esta cuestión, y, en medio de ellos,
Santo Tomás de Aquino brilla como el conciliador entre tendencias
opuestas: no asume la dualidad alma-cuerpo de Platón, sino una teo-
ría más biológica del ser humano, que toma de Aristóteles, y sostiene
al mismo tiempo la conciliación del libre albedrío y la infalibilidad de
la Providencia Divina. Leibniz, otro gran conciliador, también trató de
hacer lo mismo. Los historiadores de la filosofía difieren sobre cuál de
los dos merece la nota de aprobación.
Pero, a su vez, hay una tendencia, que podríamos llamar tam-
bién espiritualista, pero donde el espíritu es sobre todo uno, esto es,
lo que llamamos ser humano sería de algún modo una prolongación
de un único espíritu universal. Es un espiritualismo monista, a veces
estático, a veces evolutivo, que ha generado las metafísicas panteís-
tas más interesantes de Occidente: Plotino, Spinoza, Hegel. Por su-
puesto, no hay lugar para el libre albedrío en estas doctrinas.
Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, con Hegel por un la-
do y un cientificismo por el otro, surgen ciertas reacciones a favor del
libre albedrío. Algunos existencialistas rescatan la vida humana indi-
vidual y libre ante su destino (trágico a veces), y la neoescolástica
tomista sistematiza los argumentos de Santo Tomás a favor del libre
albedrío. Pero el avance de la ciencia y de las neurociencias sigue
siendo un duro desafío a estas tendencias (excepto por ciertos tomis-
tas que, herederos de cierto aristotelismo, gustaban de dialogar con
las ciencias naturales). Lo curioso es que, dentro de la filosofía de las
ciencias, el ya citado autor Karl Popper sostiene que la actitud racio-
nal, identificada con la crítica, presupone el libre albedrío. Pero es

37
Gabriel Zanotti

una excepción: para los neurofisiólogos (excepto para J. Eccles), lo


que llamamos conciencia es un epifenómeno de los procesos sinápti-
cos. Si en medio de ello hay libre albedrío, sería un tema solo reser-
vado a la fe.
Finalmente, a esto se suman las posiciones que podríamos lla-
mar «sí, pero…». Sí, el ser humano parece ser libre, pero no perda-
mos de vista los condicionamientos: psicológicos (las pulsiones del
inconciente); histórico-culturales (¿hubiéramos sido quienes somos si
hubiésemos nacido en…?); económico-políticos (mi vida y mis opcio-
nes hubieran sido otras si mis oportunidades hubieran sido…). Este
último tema merece plenamente la categoría de «último, pero no por
ello menos importante». La cuestión de los condicionamientos es uno
de los factores que más influyen en la negación o la duda frente al
libre albedrío, sin necesidad de llegar a las alturas especulativas de
las teorías anteriores.
Como pueden ver, el panorama no es nada sencillo. Antes de
desanimarnos, sistematicemos las posiciones reseñadas:
a) espiritualismo partidario del libre albedrío. Hay espíritu, el ser
humano no es materia, luego, hay libre albedrío.
b) Materialismo: hay solo materia, luego, no hay espíritu, luego, no
hay libre albedrío.
c) Materialismo evolucionista: el hombre es fruto de la evolución
un cosmos material. Luego…
d) Evolucionismo dualista: la evolución del cosmos implica un «uni-
verso abierto» donde emerge la crítica y, luego, el libre albedrío
(Popper).
e) Espiritualismo negador del libre albedrío. Existe Dios, está el plan
de su providencia, luego, no hay libre albedrío.
f) Espiritualismo monista: todo es espíritu, y es solo un espíritu, y
la materia y el hombre no son sino la manifestación necesaria de
la vida de ese espíritu. Luego, no hay libre albedrío.
g) Reacción existencialista: existe cada individuo, y está él, solito
consigo mismo, decidiendo su destino.

38
Filosofía

h) Neoescolástica tomista: existe el libre albedrío, compatible tanto


con un ser humano esencialmente corpóreo como con la provi-
dencia divina.
i) «Sí, pero»: el ser humano está condicionado por su psicología,
su cultura, su historia, sus condiciones de vida económicas y po-
líticas. Luego, el libre albedrío es dudoso.

¿Y entonces? ¿Aquí nos detenemos y volvemos a esa imagen de la


filosofía, que parece una tienda arbitraria donde uno entra y dice,
según el buen o mal día que hayamos tenido, «deme un poco de f
combinado con i, con una pizca de a»?
No, se podrán imaginar que no es ese el ejercicio que les voy a
proponer. Lo que vamos a hacer son dos cosas:
a) analizaremos un poco la «lógica» de estas argumentaciones;
b) analizaremos algunas de estas argumentaciones, aquellas que,
según mi falible juicio, conducen a un menor escepticismo, para
que luego cada uno de ustedes pueda decidir libremente (como
diría con picardía Karl Popper, presuponiendo la libertad en el
debate sobre el libre albedrío).

4.3 Decidamos libremente si somos libres


(dicho esto con humor)
Ante todo, observen que he realzado ciertos «luego» que nos pueden
ayudar, en primer lugar, a comprender la forma de razonar de algu-
nas filosofías, pero, además, a destrabar algo de la maleza filosófica
que nos envuelve.
Vayamos al primer caso. Hay espíritu, no hay materia, luego
¿hay libre albedrío? No necesariamente: hay espiritualismos deter-
ministas como los vistos en e) y f).
Segundo. Hay solo materia, luego ¿no hay libre albedrío? Aquí se
podría decir que la inferencia es casi correcta, excepto tomemos el
sutil camino de la posición d).

39
Gabriel Zanotti

Tercero, existe Dios, luego ¿no hay libre albedrío? No necesa-


riamente, si la posición h) es correcta.
Cuarto, hay condicionamientos. Luego ¿el libre albedrío es du-
doso? No necesariamente, todo depende de qué se entiende por
«condicionamientos». Las condiciones humanas de la existencia,
¿hacen al libre albedrío inexistente o sencillamente humano?
El libre albedrío tiene una forma muy sutil de encararse, como
dijimos, en Karl Popper. Su argumentación es sencilla. Si argumenta-
mos a favor o en contra del libre albedrío, ¿no indica eso que somos
internamente libres? ¿No presupone ello que estamos dialogando
con un ser humano que piensa, que considera las razones, a favor o
en contra, y luego «decide»? Si estuviéramos absolutamente deter-
minados por las fuerzas físico-químicas de la sinapsis cerebral, ¿qué
sentido tendría todo ello? Si quien escribe estas líneas estuviera ne-
cesariamente determinado a escribirlas, y quien las lee estuviera ne-
cesariamente determinado a leerlas y a pensar tal o cual cosa, ¿qué
sentido tendría el diálogo, la consideración crítica de argumentos?
Pero es así que sabemos en nuestro interior que estamos argumen-
tando, que podemos detenernos a pensar. Luego…
¿El viejo camino cartesiano? ¿Pienso, luego soy libre? Tal vez. No
en vano Popper cita a Descartes y a San Agustín. Pero lo curioso es
que también tiene esto algo de parecido con la argumentación de
Santo Tomás, quien se refería al libre albedrío como el «libre juicio de
la razón». Su argumentación giraba más o menos en estos términos.
Supongamos (el ejemplo es mío) que quiero aprobar a alguien en un
examen cuyos resultados, según mis propios criterios, están por de-
bajo de la nota de aprobación. Tengo razones para desaprobarlo,
desde luego, pero también razones para «eximirlo». A favor de una y
otra acción existe una serie de argumentaciones, ninguna de las cua-
les es determinante. Ello se debe, a su vez, a que en la realidad ambas
opciones son buenas. Esto es, tengo delante dos «bienes» (aprobar,
desaprobar), ninguno de los cuales determina necesariamente mi
voluntad. Pero Santo Tomás generaliza: ningún bien «de este mun-
do» determina necesariamente la voluntad. La voluntad es querer el
bien; «el» bien no puede ser ninguno de este mundo, sino solo Dios.
Curioso. El Dios que en otras filosofías es una razón para negar el

40
Filosofía

libre albedrío, aquí aparece para afirmarlo. En el siglo XX, un agnósti-


co podría decir: ningún bien determina totalmente mi voluntad, ex-
cepto, ex hipótesis, el bien total, «que no sé si existe».
¿Y los condicionamientos? Veamos. Soy humano. Eso lo dice to-
do. Por ende, puedo sentir una enorme pasión que me mueva a
aprobar el examen, pero ello no niega los argumentos que tengo para
no hacerlo. ¿Y si me puse voluntariamente en situación de que mis
sentimientos y pasiones nublen mi razón? Bien, el caso es que me
puse voluntariamente. ¿Y si hubiera desayunado con tres litros de
whisky, sería libre? Por supuesto que no, pero ¿estaba necesariamen-
te determinado a desayunarme con tres litros de whisky? Bueno, es
que tal vez, alguien pueda decir, toda mi historia social y personal así
lo determinaban. Pero ello presupone ya que no hubo nunca opcio-
nes tomadas con un mínimo de deliberación en toda esa historia
personal.
¿Y si fuera una opción entre algo bueno y algo decididamente
malo? ¿Si la opción fuera asesinar o no asesinar al alumno? (Bueno,
algún profesor puede tener un muy mal día…). Allí no se puede decir
que tengo razones para una cosa o razones para otra. No, evidente-
mente, no. Pero, de todos modos, la opción de asesinar, decidida-
mente mala, no determina totalmente mi voluntad. Sin embargo, si
tuviera ese terrible día y terminara preso, el abogado defensor y el
fiscal me preguntarían «por qué lo hice». Y en ese caso alegaría yo
algunas razones para haberlo hecho. En esas razones descubriríamos
algo dicho por Santo Tomás varios siglos atrás: toda acción mala se
comete «bajo algún aspecto de bien»; bien que, sin embargo –y aquí
la argumentación vuelve– no determinaba totalmente mi voluntad. Y
por eso fui responsable.
Creo que la filosofía tiene buenos argumentos para el libre albe-
drío, aunque hemos nombrado una palabra densa: responsabilidad.
La filosofía no puede determinar a prori el grado de responsabilidad
de una persona en un momento concreto, hasta qué punto su con-
ducta estuvo tan condicionada por factores inculpables desde el pun-
to de vista de su historia personal. Allí es donde la filosofía deja el
camino abierto a la religión, al perdón, a la misericordia. Pero se
puede hacer eso solo cuando de algún modo nos hemos convencido

41
Gabriel Zanotti

de que en nuestras acciones hay un «plus», algo más que una máqui-
na biológica o un tigre corriendo instintivamente a una gacela.
Y ello tiene que ver necesariamente con el tema del capítulo si-
guiente.

Bibliografía recomendada
 Popper, K.: El universo abierto, un argumento en favor del inde-
terminismo, Tecnos, 1984.
 Marías, J.: Historia de la filosofía, Ed. Revista de Occidente, 1943
(hay nuevas ediciones).
 Kenny, A.: Aquinas On Mind, Routhledge, 1993.
 Kenny, A.: Breve historia de la filosofía occidental, Paidós, 2005.
 Kenny, A.: La metafísica de la mente, Paidós, 2000.
 Sto. Tomás de Aquino, Suma Teológica, ediciones diversas, I, Q.
83; I-II, Q. 10, a. 2c.
 Guardini, R.: Libertad, gracia, destino, Lumen, Buenos Aires,
1987.

42
Filosofía

CAPÍTULO CINCO
ALMA Y CUERPO, CONCIENCIA Y OBJETO,
MENTE Y CEREBRO

5.1. Introducción
Sobre la base de lo anterior, podemos llegar a la siguiente conclusión:
el problema del libre albedrío depende de un problema previo, a
saber, si hay «algo» en el ser humano que no sea reductible o defini-
ble en términos materiales-corpóreos. Lo cual nos lleva al eje central
de la antropología filosófica. ¿Qué es el ser humano, en última ins-
tancia? ¿La última etapa de la evolución del polvo cósmico? ¿Un
mamífero evolucionado? ¿Un cuerpo cuyo sistema nervioso central
tiene un «epifenómeno» llamado conciencia? ¿Un espíritu encerrado
en un cuerpo? ¿Un alma en un cuerpo? ¿Un cuerpo con espíritu?
Como siempre, no vamos a dar ahora «la» respuesta, como si es-
tas reflexiones pudieran ponerse por encima de toda la filosofía occi-
dental. Intentaremos despejar el sentido de las diversas soluciones
propuestas para luego proponer una salida sujeta a una evolución con-
ceptual permanente.

5.2. Un breve paneo sobre la historia del problema


5.2.1. El cuerpo, cárcel del alma
Cuando Platón escribe sus famosos diálogos, deja una huella que aún
no se ha extinguido en la conciencia occidental. Se llama «dualismo»,
esto es, la concepción según la cual el ser humano es alma y cuerpo,
siendo el alma una cosa, y el cuerpo, totalmente otra. En Platón esto

43
Gabriel Zanotti

tiene relación con los mitos griegos anteriores, según los cuales el
alma existía antes de su unión con el cuerpo, unión que es interpre-
tada como un castigo, una «caída» en un cuerpo: un castigo. A partir
del nacimiento el alma tendría que recordar con dificultad las ideas
contempladas en el mundo de las ideas que habitaba, para tratar de
retornar a él según una vida buena.
5.2.2. El alma, forma del cuerpo
Con Aristóteles, la cuestión cambia de modo bastante enfático. Aris-
tóteles articula una teoría sobre los cuerpos que aplica a todos los
cuerpos, tanto vivientes como no vivientes. Cada cuerpo es, en reali-
dad, una materia organizada por una forma («hilemorfismo»). De ese
modo, en los seres vivos (empezando por las plantas), sus cuerpos
son cuerpos «tales» (por ejemplo, cuerpo de tigre, cuerpo de rana y
demás) porque están «conformados» por una «forma sustancial»
(tigreidad, raneidad y demás). Dejemos de lado por ahora los funda-
mentos que Aristóteles dio en su momento, y dejemos de lado tam-
bién las interesantes relaciones que esto puede tener con la ciencia
moderna. Lo interesante, a efectos de los humildes objetivos de estos
comentarios, es destacar que el dualismo platónico cambia por un
monismo aristotélico. Eso es, alma y cuerpo no son dos cosas distin-
tas, sino que hay una unidad sustancial, porque el alma es sencilla-
mente la forma del cuerpo. Es su principio organizante, organizante
de elementos materiales que de lo contrario no constituirían tal
cuerpo. El resultado de esto es fundamental para la historia de la
filosofía occidental. La inmortalidad del alma, que en Platón era obvia
–porque el alma nada tenía que ver con el cuerpo–, queda, por decir
lo menos, dudosa en Aristóteles. En efecto: el alma en PLatón «se
liberaba» con la muerte. Pero el alma en Aristóteles era el principio
organizador del cuerpo. Des-organizado el cuerpo (la muerte), ¿qué
sentido tenía decir que el alma «continuaba»?
5.2.3. El alma creada por Dios, a la espera de resucitar en
el fin de los tiempos
Con el advenimiento del cristianismo, se produce un proceso de asi-
milación muy especial de estos elementos de la filosofía antigua.
Pero, contrariamente a lo que podríamos suponer hoy, donde en el

44
Filosofía

siglo XX ha habido tantos católicos aristotélicos, el diálogo era mucho


mayor con el neo-platonismo. Aristóteles era más bien conocido en
física y en lógica en los ambientes cristianos; la asimilación de su an-
tropología y su metafísica comenzó con los árabes en los siglos XI y
XII, y recién en el siglo XIII por parte de ciertos autores cristianos.
En el siglo IV, San Agustín toma del neoplatonismo la concepción
de un alma inmortal, cuestión que, para el cristianismo, era y sigue
siendo fundamental. Pero con diferencias: el alma no habita un mun-
do anterior, sino que es creada directamente por Dios, y la contem-
plación perfecta de las ideas se dará después de la muerte, sí, pero
porque «lo» contemplado directamente será Dios, en quien «están»
las ideas de todas las cosas porque ´Él es el creador de todo. Pero,
además, la visión del cuerpo se hace positiva. El cuerpo es bueno
porque es creado por Dios, y el dogma de la resurrección afirma que,
en la resurrección final, alma y cuerpo vivirán nuevamente, para
siempre. Por ende, el cuerpo no puede ser malo, aunque por supues-
to haya pecados que impliquen una pérdida de armonía entre la sen-
sibilidad y la inteligencia como fruto del pecado original, que implicó
la salida del paraíso originario, donde la armonía alma/cuerpo era
perfecta.
Esta síntesis siguió en la cultura cristiana del medioevo, hasta
que Santo Tomás le da un giro muy especial. Sin apartarse un milíme-
tro del espíritu de la herencia agustiniana, se permite algo casi sub-
versivo para la época: agregó algo de la antropología de Aristóteles,
que hasta entonces era manejado por los árabes y con interpretacio-
nes contrarias al cristianismo. Pero el aristotelismo cristiano del siglo
XIII implicó una interpretación de Aristóteles muy diferente.

5.2.4. El alma es inmortal


y al mismo tiempo forma del cuerpo
Para Santo Tomás, como para Aristóteles, el alma es forma del cuer-
po. Pero, entonces, ¿cómo explicar su inmortalidad? Santo Tomás da
una respuesta clásica: el ser humano conoce ideas universales que,
en cuanto tales, superan lo que un solo cuerpo podría hacer. Por lo
tanto, el conocimiento humano no es reductible al cuerpo y, como el
conocimiento humano deriva de lo que el ser humano es, y el ser
humano es una forma que organiza su cuerpo, esa forma tampoco

45
Gabriel Zanotti

puede ser reducible a lo corpóreo y, por ende, es inmortal. Santo


Tomás la llama forma sustancial racional o subsistente. Tan coheren-
te es Santo Tomás con que el ser humano es uno solo en la unidad
alma-cuerpo, que al alma separada del cuerpo la llama sustancia
incompleta, que solo será nuevamente completa en la resurrección
de los cuerpos. Obviamente, no todos han estado de acuerdo con
esto (menos aún los cristianos platónicos de su tiempo y posteriores),
pero casi todos los historiadores de la filosofía reconocen hoy la suti-
leza del análisis de Santo Tomás y su capacidad de armonizar tradi-
ciones de pensamiento muy diferentes (por ejemplo, agustinismo
más aristotelismo).
La síntesis de Santo Tomás, aunque parezca extraño hoy en día,
es olvidada muy rápido por los autores cristianos (excepto por los
teólogos de la orden dominica) y, en los siglos XV y XVI, la tradición
neoplatónica cristiana renace con mucha vehemencia. Pero en el
siglo XVII se produce uno de los giros copernicanos más extraordina-
rios de la filosofía occidental, y el dualismo platónico renace con más
fuerza aún. Nos referimos al famoso Renato Descartes.
5.2.5. El alma, conciencia inmortal, res cogitans
En Descartes, su «yo soy» tiene una implicación antropológica impor-
tante. El ser humano es res cogitans, sustancia que piensa, espiritual,
irreductible a lo corpóreo. Lo corpóreo es precisamente otra cosa, res
extensa, material, geométricamente organizada por Dios. La res ex-
tensa jamás puede dar origen a la res cogitans. La inmortalidad del yo
(esencialmente espiritual) queda así, por definición, asegurada; el ser
humano «deja una vez más» de ser su cuerpo. El ser humano es, ante
todo, conciencia, autoconciencia, «frente a» un mundo externo
esencialmente físico-mecánico. Dejamos para el capítulo siguiente la
importancia que esto tiene para abordar el problema del conocimien-
to humano.
5.2.6. Un epifenómeno de las neuronas
La tradición racionalista posterior (hasta Leibniz inclusive) mantuvo
en líneas generales estas posturas dualistas, pero, advirtamos, ese
dualismo se basaba en una metafísica que aformaba la posibilidad de
demostrar la existencia del alma y su inmortalidad, en los términos

46
Filosofía

cartesianos que hemos visto. Pero, a partir del siglo XVIII, tres aconte-
cimientos importantes dan un duro golpe a esta concepción. Uno,
Kant (s. XVIII), quien rechaza la metafísica no como creencia, pero sí
como ciencia. Dos, el positivismo, unido a cierto materialismo deter-
minista del siglo XIX (Comte, Laplace), que afirmaba que todo es ex-
plicable en términos de las ciencias naturales y, por ende, nuestra
conciencia e inteligencia también. Finalmente, aunque no haya sido
la pretensión de Darwin, la teoría de la evolución parece dar un golpe
de gracia a la creencia de que el alma humana es creada directamen-
te por Dios.
Así las cosas, en el siglo XX, «la filosofía» parece haber sido «sa-
cada del ring» en lo que respecta al tema del hombre. Por un lado,
los científicos de orientación más organicista, con todo el desarrollo
de la biología del sistema nervioso a su favor, afirman decididamente
que la conciencia humana no es más que un resultado emergente
(epifenómeno) del cortex cerebral (Bunge). Luego, si hay un alma o
no parece ser solo una cuestión de fe. Lo que queremos decir con
esto es que la filosofía, en cuanto filosofía, parece haber perdido su
lugar en este debate. Como si tuviéramos biología por un lado y reli-
gión por el otro.
La pregunta es: ¿hay algo en el medio?

5.3. Tres posibilidades


Mi humilde diagnóstico es que en el siglo XX quedan tres posibilida-
des (complementarias) para que «la filosofía vuelva a» ocuparse de
estos temas:
5.3.1. Popper y el mundo 3
Vimos en el capítulo anterior que Popper dedica un libro entero
a la cuestión del indeterminismo y el libre albedrío. Pero eso tiene
que ver con una metafísica y una teoría del ser humano que se ve
fundamentalmente en varios de los artículos que conforman su libro
Conocimiento objetivo.

47
Gabriel Zanotti

Una de las teorías más importantes de Popper se llama teoría de


los tres mundos. Tiene mucho que ver con lo que observábamos so-
bre el diálogo en el capítulo 4, pero no es exactamente lo mismo.
Veamos, por ejemplo (el ejemplo es de Popper), «la» teoría de la
relatividad. Como teoría, en cuanto tal (mundo 3), no se identifica
con nuestros estados de ánimo sobre ella (no la entiendo, me aburre,
me entusiasma, me fascina, etc.), esto es, el mundo 2, ni tampoco
con cada uno de los ejemplares físicos que descansan en bibliotecas,
o sea, los libros sobre ella materialmente considerados (mundo 1). O
sea que existe el mundo 1 (lo físico); el mundo 2 (los estados huma-
nos de conciencia); y el mundo 3 (las teorías consideradas «en sí»).
El mundo 3 presenta interesantísimas características. La primera y
fundamental es que no es reductible al mundo 1. Una teoría no es una
cosa física; de lo contrario, sería igual a los medios físicos donde está
asentada. Por ello es verdadera o falsa, en sí misma, aunque no este-
mos seguros. Por otra parte, una teoría es válida o no desde un punto
de vista lógico (consistencia), lo cual tampoco es una cosa física. La
verdad o la falsedad, la validez o no de la teoría (lo cual tiene que ver
con su posibilidad de ser argumentada, como veíamos en el capítulo 4)
no es reductible a lo físico. Luego, la inteligencia humana, que trabaja
con teorías del mundo 3, no se reduce a lo físico. Esta posición, que
Popper sostiene con J. Eccles en El yo y su cerebro, ha sido llamada
dualismo genético (porque el mundo 3 sería un inexplicable proceso a
partir de la evolución), en contraposición al monismo de corte materia-
lista que afirmaría, que la conciencia humana es solo fruto de la evolu-
ción del sistema nervioso.
De ese modo, Popper sale filosóficamente de la aporía actual en-
tre la biología y la religión con una argumentación típicamente filosófi-
ca que, aunque a Popper no le hubiera gustado la comparación, tiene
algo de Platón. O sea, las teorías en sí mismas tienen algo de las
«ideas» contempladas por la inteligencia. Esta tradición renace a fines
del siglo XIX con la filosofía de las matemáticas y da origen en Husserl a
su fenomenología, que veremos más adelante. Popper, sin embargo,
no hace conexión con esta vertiente «platónica-escolástica-fenome-
nológica».

48
Filosofía

5.3.2. ¿Reedición de Santo Tomás?


Pero ¿quién había dicho que la inteligencia es inmaterial por la
universalidad de las ideas que contempla? ¿No era Santo Tomás de
Aquino? Sí. Su argumentación, si vamos a seguir una tradición analíti-
ca, tiene que ver con este razonamiento:
1, premisa mayor: si la inteligencia fuera solo cuerpo, no conoce-
ría sino los cuerpos (si p, entonces q).
2, premisa menor: pero es así que conoce cosas que no son
cuerpo (no q).
3, conclusión: luego, la inteligencia no es cuerpo (no p).
Esta argumentación, dicha casi exactamente así en el cap. 49 del
libro II de la Suma contra gentiles, puede conectarse fácilmente con
el mundo 3: precisamente, el mundo de las teorías en sí mismas, que
no son cuerpos y no responden a las leyes de la física, sino de la lógi-
ca.
5.3.3. Mundo 3, sentido, lenguaje
Y el que había sostenido con énfasis que los resultados objetivos
del pensamiento humano no son reductibles a la física fue Husserl, a
principios del siglo XX. Curiosamente, el siglo XX tiene un desarrollo
espectacular de la filosofía del lenguaje. Y el eje central de la filosofía
del lenguaje del siglo XX es «el sentido del sentido». Cuando alguien
dice «algo» (por ejemplo, lo que yo estoy diciendo en este momen-
to), ¿qué es ese «algo»? «Lo» que estoy diciendo, ¿se identifica con
el soporte físico donde grabo el mensaje (papel, silicio, etc.) o con el
aire en el cual se da el fenómeno físico del sonido? (H. Putnam ha
tocado esta cuestión).
Si contestamos que sí, entonces deberemos admitir que una
grabación puesta en «play» implica que es la máquina en cuestión la
que está «hablando». Pero si decimos que no, que el grabador, CD o
computadora «no habla», sino que reproduce lo ya hablado «por
alguien», entonces, excepto que nos vayamos al infinito para atrás,
tendremos que reconocer que detrás del «alguien» que habla hay un
sentido, una teoría, «lo» que quiere decir que no es reducible a lo
físico. Y de allí a que haya «algo» en lo humano que no sea reductible

49
Gabriel Zanotti

a lo solamente material hay un paso muy corto. Y ese algo funda un


libre albedrío que, valga la redundancia, libera al ser humano de las
ataduras determinantes del mundo material.
¿Qué es ese algo? ¿Es el alma, el espíritu? ¿Será el fundamento
último de aquello que llamamos intimidad, decisión, responsabilidad,
o…«Yo»?
Tal vez. Es muy posible. Pero hasta aquí llego. El camino no está
recorrido, está apenas señalado.

Bibliografía recomendada
 Platón: Diálogos escogidos, El Ateneo, Buenos Aires, 1949.
 Aristóteles: Metafísica, Espasa-Calpe, 1945.
 Sciacca, M.F.: Historia de la filosofía, Luis Miracle, Barcelona,
1954, cap. X.
 Santo Tomás de Aquino: Suma contra gentiles, libro II. Club de
Lectores, Buenos Aires, 1950.
 Descartes, R.: Discurso del método, Espasa-Calpe, 1979.
 Popper, K.: Conocimiento objetivo, Tecnos, 1974.
 Bunge, M.: El problema mente-cerebro, Tecnos, 1985.
 Kenny, A.: La metafísica de la mente, Paidós, 2000.
 Putnam, H.: Razón, verdad e historia, Tecnos, 2001.
 Putnam, H.: La herencia del pragmatismo, Paidós, 1997.

50
Filosofía

CAPÍTULO SEIS
EL CONOCIMIENTO

Si hay un tema que ha obsesionado a la filosofía occidental, ese es el


conocimiento. He utilizado la palabra a propósito: obsesión. Pero,
cuidado, la utilizo de un modo analógico. De ningún modo me refiero
a un tema psicológico. Me refiero a una comprensible «preocupa-
ción» filosófica que nos consume desde hace mucho tiempo. En filo-
sofía, podemos hablar del alma, del libre albedrío, de las ciencias,
etc., pero esto presupone que algo podemos conocer sobre ello. Sin
embargo, ¿qué conocemos del conocer? ¿Y si «en realidad» no pu-
diéramos conocer nada? ¿Si estuviéramos dando por supuesto una
capacidad de conocimiento que no tenemos? ¿Cómo «conocer» so-
bre ello? ¿Con el mismo conocimiento que sometemos a duda?
Los manuales suelen exponer posiciones sobre este tema (rea-
lismo, idealismo, empirismo, racionalismo), que luego van analizando
según las diversas épocas. Ello tiene una dificultad: ¿significan esos
términos lo mismo, siquiera cuestiones análogas, en períodos y pen-
samientos muy diferentes? ¿Es lo mismo el idealismo en Platón que
en Hegel? Definitivamente, no. ¿Entonces?

6.1. Lo universal y lo singular


La filosofía antigua, como hemos insinuado en otras ocasiones, es un
mundo inabarcable. La pequeña pista que podemos dar en este hu-
milde libro es que tal vez no era ese el planteo, en general, en la filo-
sofía griega. Yo diría que los presocráticos eran filósofos que se plan-
tearon a fondo temas que hoy consideraríamos tanto físicos como

51
Gabriel Zanotti

metafísicos; que ese planteo tuvo un «agotamiento» que condujo a


que Sócrates se planteara las cosas de otro modo: preguntas sobre la
naturaleza de las acciones morales. ¿Qué es la justicia? ¿Qué es la
valentía?
Pero, aunque no fuera la intención, retoma los debates sobre lo
universal y lo singular. ¿Qué es lo que estamos «conociendo» en ese
planteo? «La» justicia, así, «universalmente», o cada acto concreto y
singular de justicia? Y si contestamos que todos los actos de justicia
tienen una naturaleza en común, ¿qué es lo real entonces? ¿Cada
acto de justicia o esa naturaleza en común? ¿O ambos? O sea que,
aunque la intención del planteo fuera solo moral, las cuestiones me-
tafísicas de fondo surgen nuevamente.
Así las cosas, el llamado «idealismo» de Platón es un intento de
solucionar ese problema, que es un problema metafísico más que
«gnoseológico» (teoría del conocimiento), como diríamos hoy. Lo
«real» son las ideas universales que hemos conocido en el mundo de
las ideas, antes de «caer» a este mundo. El «conocimiento» en el
mundo sensible es un recordar, con esfuerzo, lo que habíamos cono-
cido en el mundo de lo «verdaderamente real». Sé que hoy, en prin-
cipio, nadie aceptaría con todas sus letras este planteo, muy relacio-
nado con la religión griega antigua. Pero hay detrás de él una inquie-
tante pregunta: ¿en qué «se origina» la multiplicidad de las cosas
singulares? Las cosas mojadas, por ejemplo, singulares y concretas,
¿no tienen «por detrás», de algún modo, «el» agua? Este es el legado
permanente, inquietante, que Platón deja al resto de la historia de la
filosofía occidental: lo múltiple se origina en lo uno.
Aristóteles no niega esto último, pero «baja» lo uno del mundo
de las ideas al mundo material y concreto de todos los días. Sí, hay
varios tigres, todos con una naturaleza en común (la tigreidad), pero
esa naturaleza está en todos y cada uno de los tigres: es su forma, lo
que los hace ser tales, que está en ellos y no en «otro» mundo. Se
dice habitualmente que Aristóteles es realista y Platón, idealista. Pero
ambos, me parece, son realistas. Conocemos lo que las cosas real-
mente son. Lo que ocurre es que, en Platón, lo que realmente es, son
las ideas universales, mientras que en Aristóteles lo real es cada cosa
concreta, y real es también la «forma», que es universalmente la

52
Filosofía

misma en cada cosa que tiene la misma forma (cada tigre, cada
mono, cada árbol). El problema del conocimiento es, en ellos, el pro-
blema de lo uno y lo múltiple, de lo singular y lo universal.

6.2. Lo universal, lo singular y la creación


La filosofía medieval, según M. F. Sciacca, «es» el diálogo entre razón
y fe. En ese sentido, supone un «encuentro», a veces amistoso, a
veces no, entre el legado de la filosofía antigua y las ideas judeo-
cristianas de Dios creador, persona, inmortalidad personal, resurrec-
ción, moral como camino a Dios, etc. En ese encuentro, el legado de
la filosofía antigua, respecto al debate entre lo singular y lo universal,
no solo no se abandonó, sino que se perfeccionó. No había en la filo-
sofía medieval «problema del conocimiento» como lo entendemos
hoy, sino el problema de los universales, corregido y aumentado.
En San Agustín (s. IV) el problema de las ideas se resuelve en un
Dios creador que, como creador, implica del algún modo las ideas de
todas las cosas que son creadas por Él. El intelecto humano participa
de la luz del intelecto divino, y con esa iluminación puede re-conocer
la naturaleza de las cosas en el mundo creado.
La reflexión medieval posterior nunca abandonó ese legado
agustinista. Tampoco Santo Tomás (s. XIII), a quien a veces se presen-
ta solo como un aristotélico. En Santo Tomás, el intelecto humano
también participa de la luz del intelecto divino, de modo más sutil:
hay un intelecto activo que ilumina la naturaleza del tigre en la ima-
gen que tenemos del tigre concreto y singular, y a partir de esa ilumi-
nación, la naturaleza en común es abstraída y, de ese modo, «vista»
por el intelecto, que en ese caso es pasivo, al recibir el conocimiento
de esa naturaleza en común. Cuando Sto Tomás explica todo esto, lo
hace en el contexto del debate con los platónicos y la teoría de los
universales. Hay un texto, además, donde se ve lo que significa «rea-
lismo» en Sto Tomás. En la «questión disputada sobre la verdad»,
afirma que toda cosa se encuentra entre dos intelectos: el de Dios,
infinito, que la crea, y el humano, finito, que la conoce (limitadamen-
te). La «cosa extramental», y, en ese sentido, real, implica que la
realidad de las cosas está dada por el acto creador de Dios, y no por
el acto del conocimiento humano. Ese es el sentido del realismo en

53
Gabriel Zanotti

Santo Tomás. Es resguardar el carácter creado de todas las cosas. Esa


noción de creación atraviesa toda la filosofía medieval. En el siglo XIV,
esa afirmación decidida de la sustancia individual por parte de Santo
Tomás es convertida en nominalismo: solo existen las cosas indivi-
duales, los universales son «puros nombres». Curiosamente (curio-
samente para lo que presuponemos hoy), la razón que alegaban sus
partidarios es que suponer esencias «reales» implicaba negar el po-
der creador de Dios. Dios es todopoderoso, luego las cosas son títe-
res en sus manos. Para Santo Tomás un tigre se mueve conforme a su
naturaleza de tigre creada por Dios. Para un nominalista del siglo XVI,
un tigre se mueve según lo que Dios absolutamente quiera. «Con-
forme a su naturaleza de tigre…», les parecía a algunos algo que limi-
taba el poder de Dios. Debate importante, sin duda, que tiene mu-
chas facetas, una de las cuales es mostrar nuevamente que el carác-
ter creado del mundo domina los debates medievales que hoy lla-
mamos «debates sobre el conocimiento».

6.3. Una pequeña bolita de nieve


que se hizo una avalancha
Un tema que había quedado «rodando por ahí» en la filosofía medie-
val es el tema de las ideas como «signos» de las cosas. En la historia
de la filosofía, es muy común que, cual bolitas de nieve, haya cosas
que quedan rodando por ahí, en cierta época, como si no tuvieran
importancia, hasta que gradualmente van engrosando su problemati-
cidad filosófica y llegan a convertirse, en otra época, en una bola de
nieve y luego en una avalancha. Eso es lo que ocurre con este tema.
Como dijimos, la «cosa extramental», creada por Dios, es cono-
cida «a través» de un signo, que Santo Tomás llamaba signo «en el
cual», a través del cual conocemos la cosa real. Muy sagazmente, ese
signo no era «lo conocido», sino «aquello a través de lo cual» cono-
cemos la cosa. Dije sagazmente porque, de lo contrario, conocería-
mos solo las «representaciones» (cuidado con ese término) y no las
cosas reales.
En el siglo XVI, los escolásticos, que eran los filósofos analíticos
de entonces, elaboraron una delicada ingeniería de clasificación de

54
Filosofía

signos sensibles e inteligibles «a través de los cuales» conocemos las


cosas. Complicado, muy complicado, como el sistema astronómico de
Ptolomeo. Curiosamente, o no tanto, ambos sistemas entraron en
crisis. Semejante complicación enojó, en cierta medida, a Renato
Descartes, educado en un colegio jesuita.
Si tenemos tantos «signos» delante de las cosas, ¿por qué no
dudar de ellas? ¿Conozco al tigre o a la idea de tigre que tengo in
mente? Ese escepticismo inunda la filosofía europea de fines del siglo
XVI, y Descartes, en pleno siglo XVII, se propone salir de ese escepti-
cismo. Pero entonces le hace el juego: bien, dudemos de todo. Hace
entonces «retóricamente», metódicamente la pregunta que después
se convierte en real: ¿cómo estar seguros de que conocemos lo real?
La película que sigue ha sido pasada muchas veces por las salas
de la historia de la filosofía. «Si dudo» (pero Descartes no dudaba
realmente) pienso, y si pienso, existo. Entonces estoy seguro de que
existo, y, como mi existencia no se explica a sí misma, entonces Dios
existe. Y si Dios existe, no puede permitir que nos engañemos con las
ideas que tenemos del «mundo externo», y entonces el mundo ex-
terno existe y puede ser conocido.
Lo que a veces no se advierte es que Descartes, en este proceso,
sigue siendo muy escolástico. Sus argumentos para probar que Dios
existe oscilan entre los de San Anselmo y los de la contingencia de
Francisco Suárez (s. XVI), aunque obviamente los tomistas suaristas y
los estudiosos de San Anselmo se encargan de advertir seriamente
que Descartes los entendió muy mal (y por ahí tienen razón). Pero,
además, Dios queda como garante de que conocemos realmente al
mundo –lo que no siempre es el caso. ¿No era así, sobre todo, en San
Agustín, donde el conocimiento del ser humano es, sobre todo, una
participación en la iluminación del intelecto divino? Las Meditaciones
metafísicas de Descartes podrían interpretarse, sencillamente, como
agustinistas.
Pero, entonces, ¿qué pasa cuando autores como Hume, por un
lado, y Kant, por el otro, ya no consideran que la filosofía pueda de-
mostrar que Dios existe? ¿Queda entonces el conocimiento humano
«garantizado»? ¿O puede la cosa real ser conocida como realmente
es?

55
Gabriel Zanotti

¿Y entonces?
¡Pues en estos problemas todavía estamos!

6.4. Sujeto, objeto, duda, etc.


La herencia de estos problemas es «el problema» del conocimiento
como hoy lo entendemos. ¿Puede el sujeto conocer al objeto? Los
realistas dicen sí, algunos idealistas dijeron que no, por diversas ra-
zones. Algunos dijeron sí, con la razón; otros, sí, con los sentidos.
Algunos dijeron no, porque la razón; otros dijeron no, porque los sen-
tidos.
Cierta terminología quedó, además, tan «heredada» que se pegó
a nuestro modo cotidiano de hablar. Si algo es «objetivo», es real, si
es «sujetivo», es dudoso. Como dijimos en el capítulo 2, la ciencia
quiso ser el monopolio de lo «objetivo», y para muchos sigue siendo
así. Ya vimos, sin embargo, que eso tiene sus dificultades.
Pero ¿hay «solución» a este problema? Tal vez no. Excepto que
repasemos el planteo del problema. ¿Es el conocimiento la relación
entre un sujeto, por un lado, y un mundo externo, por el otro, «me-
diante» una idea, signo, espejito o copia mental?
Para ello tenemos que pasar al próximo capítulo.

Bibliografía recomendada
 Platón: Diálogos escogidos, El Ateneo, Buenos Aires, 1949.

 Aristóteles: Metafísica, Espasa-Calpe, 1945.

 Sciacca, M.F.: Historia de la filosofía, Luis Miracle, Barcelona, 1954.


Cap. X. (hasta aquí, idem cap. anterior).

 Santo Tomás de Aquino: Suma Teológica, I, Q. 79, a. 3c (ediciones


diversas)

––De Veritate, Q. 1, a. 1 (ediciones diversas).

56
Filosofía

 Renato Descartes: «Meditaciones metafísicas», en Discurso del


método y Meditaciones metafísicas, con traducción, prólogo y no-
tas de Manuel García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1979.

 Abbagnano, N.: Historia de la filosofía, Montaner y Simon, Barce-


lona, 1978, tomo II, cap. 10.

 Marías, J.: Historia de la filosofía (op.cit), parte referente a Kant.

57
Gabriel Zanotti

58
Filosofía

CAPÍTULO SIETE
CONOCIMIENTO E INTERPRETACIÓN

7.1. Otro mundo


Vimos, entonces, que el tema del conocimiento se queda «estanca-
do» en «cómo estar seguro» de que el sujeto conoce a un objeto,
considerado como mundo externo; si ese mundo externo es real, etc.
Al respecto, creo que es interesante esta cita de Hiedegger: «El
“escándalo de la filosofía” no consiste en que esta demostración aún
no haya sido hecha hasta ahora, sino, más bien, en que tales demos-
traciones sigan siendo esperadas e intentadas»3. Yo no coincido tanto
en la crítica a Descartes que está detrás de esto, común a muchas
corrientes filosóficas de la actualidad. Esto es: no es que yo coincida
totalmente con el planteo cartesiano, pero algunas críticas parecen
no comprender el origen en la época («epocal») del planteo. Era to-
talmente comprensible que, si la bolita de nieve de la «idea» había
quedado girando por ahí, Descartes haya tratado de solucionarla. Por
otra parte, él no dudaba de la realidad del mundo externo, no era
escéptico, pero, como la mayoría de los filósofos posteriores, consi-
deró que la tarea de la filosofía era dar esa «demostración» que tan-
to escandaliza a Heidegger. En lo que este último tiene razón es en lo
siguiente: ha pasado mucha agua bajo el río. ¿No es hora de replan-
tear la situación?
Pero Heidegger no cita allí a su maestro, Husserl, que era clara-
mente conciente del problema. Recordemos que, en el capítulo ante-
rior, dijimos: atención con la palabra «re-presentación». Esa palabra

3 Ser y tiempo (ver bibliografía) p. 226.

59
Gabriel Zanotti

esconde dos problemas. Primero, reproduce el problema de si la idea


reproduce verdaderamente el mundo. Si la idea es una cosa que está
horizontalmente en el medio del sujeto y el objeto (sujeto – idea –
objeto), entonces tenemos el mismo problema: el sujeto no parece
conocer al objeto real, sino a la idea, que se «interpone». Y, segundo,
el objeto parece siempre estar «frente» al sujeto: «presente» a él, lo
cual señala, aunque no se quiera, una «distancia» que el sujeto tiene
que recorrer hacia el objeto.
Para evitar todo esto, esto es, «el problema de la representa-
ción», Husserl, en sus primeros libros (ver bibliografía), advierte que
va a dejar de lado la «realidad» para concentrarse en el «contenido
objetivo» que tiene la «idea de árbol» (por ejemplo) en mi concien-
cia. Para él, realidad era más bien aquello con lo que el sujeto «cho-
ca». Otra vez, como en Descartes, se trataba de un método que per-
mitía comprender mejor lo que queremos significar con árbol o lo
que fuere, evitando la pregunta de la realidad del mundo externo.
Algunos, sin embargo, comenzaron a tildarlo de «idealista», de lo
cual él se lamenta, con cierta amargura, en el epílogo de su libro
Ideas I. Y, en cierto sentido, tenía razón. Desde 1910 en adelante,
lenta y progresivamente, Husserl comienza a elaborar otra noción de
«mundo», como mundo de vida, esto es, el mundo de las personas
que cotidianamente conviven (intersubjetividad). Por ejemplo, si
alumnos y profesores están «en clase», la clase no es un mundo físi-
co, sino una situación entre las personas, una relación específica en-
tre ellas. La clase es una relación copersonal de profesor y alumnos
comunicándose, aprendiendo, entendiéndose, y no las cuatro pare-
des o las sillas y las mesas, que después podrían ser utilizadas para
otra cosa y entonces estaríamos en «conferencia» o «sala de reunio-
nes» o «departamento de investigación aplicada», etc. La realidad,
así concebida, como mundo intersubjetivo, como relaciones entre
personas, no es un mundo físico «externo» a ellas. Alumnos y profe-
sores no están «frente» a la clase, la clase no es algo físico delante de
ellos, sino que ellos «están en» clase, y, en ese sentido, la clase es un
mundo interno a ellos. Pero ellos no crean arbitrariamente la clase,
un alumno no puede levantar la mano y decir «ahora estamos jugan-
do al futbol». El mundo como mundo de vida es real, no es arbitra-
riamente soñado. Es la realidad más profunda de la persona. Estar

60
Filosofía

casado no es lo mismo que estar soltero. Ese es un buen ejemplo de


«mundo de vida», y real, muy real.

7.2. Mundo, horizontes e interpretación


En el mundo, por ende, las personas «están en». La persona «es en el
mundo», concebido mundo como conjunto de sus relaciones inter-
subjetivas. Yo, por ejemplo, Gabriel, «estoy en» mi mundo: mi profe-
sión, mis colegas, mis amigos, mis familiares, mis clases, mis ilusio-
nes, felicidades y preocupaciones. Como habito ese mundo, como
ese mundo es mi casa, lo «comprendo», y desde ese mundo com-
prendo la realidad. Ese mundo, que tiene, aunque yo no me dé cuen-
ta, toda su historia cultural asumida en él, es el «horizonte» (Gada-
mer) desde lo cual comprendo: es el límite de mi comprensión, que
obviamente se puede ampliar, pero siempre es límite. Desde ese
mundo es que voy a un lugar que es una universidad, y «presupon-
go», «comprendo» que un lugar con sillas y pizarrones es un aula. Si,
como en las Crónicas de Narnia, abriera la puerta de un aula y me
encontrara en una campiña medieval, no podría entender, «interpre-
tar» lo que está ocurriendo.
Hemos dicho interpretar. Esa palabra, que habitualmente «se in-
terpreta» de otro modo, ahora es «interpretada» de un modo muy
distinto. Entendemos el mundo que habitamos; eso es «compren-
der», y eso es «interpretar». Solemos usar una noción común de in-
terpretación, que siempre es «algo sobre algo». «Sé» que tal equipo
ganó el mundial de futbol y luego «interpreto», o sea, digo qué me
parece, por qué, etc. La interpretación es concebida casi siempre
como una segunda reflexión más «opinable» sobre un «hecho objeti-
vo» indiscutible. Pero lo que hemos dicho es distinto. Volvamos al
ejemplo anterior. Estoy en clase. «Sé» que estoy en clase. O sea,
«comprendo», y en ese sentido interpreto, que estoy en clase. Si por
arte de magia o ciencia ficción trasladaras a un maya muy culto del
siglo VII d. C. a tu clase, él jamás podría «interpretar» lo que «ve», al
menos inmediatamente. Tú sí.
Pero entonces, ¿no hay hechos objetivos?

61
Gabriel Zanotti

7.3. Un cambio de lenguaje


Realidad, sí. Realidad «en la cual» vivimos, pero no como un suelo
físico, sino como el conjunto de nuestras relaciones intersubjetivas.
Sí, esto implica abandonar cierto lenguaje que tiene que ver con el
modo en el cual concebimos el conocimiento: sujeto – idea – objeto =
mundo físico externo.
Según esta concepción, cuyos orígenes históricos estamos vien-
do desde el capítulo anterior, la cuestión sería así:
Sujeto = subjetivo
Objeto = mundo físico externo
Mundo físico externo = realidad
Real = objetivo
Objeto = «los hechos»
Interpretación = juicio subjetivo «sobre» los hechos.
¿Y no es así? ¿No nos pasamos todo el día tratando de ligar la
verdad a lo «objetivo»? Y si entra el sujeto, ¿no parece que su «sub-
jetividad» molesta? Habíamos visto en el capítulo dos la sorpresa que
se produce en la ciencia cuando los epistemólogos redescubren al
sujeto.
Pero, como vimos, si concebimos al conocimiento humano como
«habitar un mundo», y al mundo como un mundo de relaciones entre
personas, las cosas cambian. No hay subjetivo ni objetivo, sino inter-
subjetivo. No hay hechos como si pudiera haber algo «sin» sujetos,
sino que hay realidad, realidades, intersubjetivas, desde las cuales las
cosas físicas son comprendidas. Y eso es interpretar. Que no agrega,
por ende, nada, sino, sencillamente, es «conocer humanamente».
Nada de esto es innecesario. Como veremos en el capítulo si-
guiente, los modos de hablar son concomitantes a los mundos que
habitamos. En este caso, el lenguaje refleja una concepción filosófica.
Que se haya metido hasta nuestras entrañas la distinción entre lo
subjetivo y lo objetivo, que lo objetivo sean los hechos y estos últi-
mos, cuanto más medibles y estadísticos, mejor, refleja un modo de

62
Filosofía

concebir el conocimiento que nos produce un sinfín de aporías y pro-


blemas. Como ejemplo de esto último, veamos un «pequeño» caso:
la verdad.

7.4. En verdad os digo que...


Hay muchos filósofos partidarios de la verdad «objetiva», pero, al
mismo tiempo, hay otros que la niegan y son llamados «relativistas»
por los primeros. Pero esta cuestión ¿no tendrá algo que ver con el
tema anterior? Creemos que sí.
La verdad ha sido definida muchas veces como «adecuación»
entre una proposición y «los hechos». De vuelta, el amigo Heidegger
nos rompe los esquemas:
Hablamos de coincidencia dándole distintos significados. Por
ejemplo, a la vista de dos monedas de cinco marcos que se en-
cuentran sobre la mesa, decimos: las dos son iguales, coinciden.
Ambas coinciden en su aspecto único. Tienen ese elemento en
común y, por eso, desde ese punto de vista son iguales. Pero
también hablamos de coincidir cuando, por ejemplo, afirmamos
sobre una de las dos monedas de cinco marcos: esta moneda es
redonda. Aquí, el enunciado coincide con la cosa. Ahora la rela-
ción ya no es entre cosa y cosa, sino entre un enunciado y una co-
sa. ¿Pero en qué pueden coincidir la cosa y el enunciado si los
elementos que se han puesto en relación son distintos en lo to-
cante a su aspecto? La moneda es de metal. El enunciado no es
nada material. La moneda es redonda. El enunciado no tiene para
nada la naturaleza de algo espacial. Con la moneda se puede
comprar algo. El enunciado sobre ella nunca puede ser un medio
de pago. Pero, a pesar de toda esta desigualdad entre ambos, en
la medida en que el enunciado es verdadero coincide con la mo-
neda. Y, de acuerdo con el concepto corriente de verdad, este
modo de concordar tiene que ser una adecuación. Pero (¿)cómo
puede adecuarse a la moneda algo tan completamente desigual
como el enunciado? Tendría que convertirse en moneda y de este
modo anularse a sí mismo por completo. Pero eso es algo que el
enunciado no puede conseguir nunca. Si lo consiguiera, en ese
mismo instante el enunciado ya no podría coincidir con la cosa en
cuanto tal enunciado. En la adecuación el enunciado tiene que
seguir siendo lo que es o incluso precisamente llegar a serlo. ¿En

63
Gabriel Zanotti

qué consiste su esencia, absolutamente distinta de cualquier co-


sa? ¿Cómo consigue el enunciado adecuarse a otro, a la cosa,
permaneciendo y persistiendo precisamente en su esencia?
Hiedegger juega aquí, pícaramente, con las concepciones heredadas
que tenemos de sujeto, objeto, adecuación, etc. Tenemos gran te-
rreno ganado para ver qué hacemos con este laberinto. La cuestión
es no entrar en él. El camino del laberinto es este: el mundo externo
está frente a mí, es una cosa, un hecho, y si es medible, mejor. Pero,
¿cómo sé que «el hecho» es real y no una proyección de mi subjetivi-
dad? Hecha esta pregunta, que emerge del planteo anterior, debo
«recorrer» el puentecito que hay entre yo, sujeto, y la realidad, obje-
to. Pero entonces vienen miles de argumentos, como misiles, que
tiran abajo el puentecito. Y punto terminado, me quedo sin conoci-
miento. Y sin verdad.
Entonces ¡ni entremos en el laberinto! Pero ¿cómo? ¡Ya lo he-
mos visto! En el mundo de vida, intersubjetivo, no hay puente que
cruzar. Tampoco hay sujeto, objeto o hechos. Hay realidad inter-
subjetiva «en la cual» estamos. La verdad, por ende, no es más que
hacer explícita la vivencia de «habitar en» ese mundo. Si estamos en
clase, y un amigo pasa cerca y nos ve, y nos llama, y entonces deci-
mos «estoy en clase» (como indicándole que espere), ¿es verdad lo
que decimos? ¡Claro que es verdad! ¿Por qué? Porque no es más que
expresar al otro el mundo real que estamos habitando. La verdad no
es más que la expresión del mundo de vida habitado. Ahora bien,
¿acaso decimos, como si fuéramos un Jesús de lo obvio, «en verdad,
en verdad os digo que estoy en clase»? Claro que no. Tendríamos que
decir algo similar si el otro dudara de que estemos en clase.
Por un lado, todo esto es más complicado porque es un nuevo
modo de concebir el conocimiento y un nuevo lenguaje. Pero, una
vez habituado a este nuevo lenguaje, verás que estamos haciendo lo
que prometimos en el capítulo uno: simplificar la filosofía, una senci-
lla profundización racional de la vida que vivimos, gozamos y sufri-
mos. Esa simplicidad no renuncia a la razón, sino solo a la razón ra-
cionalista. Y esa simplicidad no ignora que hay problemas filosóficos
más complicados. Pero para llegar a lo complicado, hay que comen-

64
Filosofía

zar por lo simple. Y lo simple es que estás vivo y que dos ojos que te
aman son más reales que un sinfín de estadísticas.

Bibliografía recomendada
 Gadamer, H. G.: El giro hermenéutico, Cátedra, Madrid, 1998.
 —Verdad y método, I, y II [1960/1986], Sígueme, Salamanca,
1991/1992.
 Gilson, E., El realismo metódico, Rialp, Madrid, 1974.
 Heidegger, M.: Ser y Tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de
Chile, 1997, traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera
C.
 «De la esencia de la verdad», conferencia de 1930, en línea, en
http://personales.ciudad.com.ar/M_Heidegger/esenciaverdad.htm

 Husserl, E.: Experiencia y juicio [1919-20 aprox.], Universidad


Nacional Autónoma de México, 1980
 —Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía feno-
menológica [1913], Fondo de Cultura, México, 1986.
 —Ideas… Second book [1928 aprox.], Kluwer Academic Publish-
ers, 1989.
 —Investigaciones lógicas [1900], Alianza, Madrid, 1982, tomos I y II.
 —Invitación a la fenomenología, Paidos, 1992.
 —La filosofía como ciencia estricta [1911]; Universidad Nacional
de Buenos Aires, 1951.
 —Meditaciones cartesianas, Tecnos, Madrid, 1986 [1931]
 —Problemas fundamentales de la fenomenología, Alianza, Ma-
drid, 1994.
 —The Crisis of European Sciences [1934-1937 aprox.]; North-
western University Press, 1970.

65
Gabriel Zanotti

 Leocata, F., Persona, Lenguaje, Realidad, UCA, Buenos Aires,


2003
 —«El hombre en Husserl», Sapientia, 1987, vol. XLII, pp. 345-370.
 Polanco, M., Realismo y Pragmatismo, biografía intelectual de
Hilary Putnam, Tesis de doctorado presentada a la Universidad
de Navarra, dirigida por Jaime Nubiola, Pamplona, 1997.
 Putnam, H., Las mil caras del realismo, Paidós, Barcelona, 1994.
 —Realism with a Human Face, Harvard University Press, 1992.
 Schutz, A., On Phenomenology and Social Relations, University of
Chicago Press, 1970.

66
Filosofía

CAPÍTULO OCHO
FILOSOFÍA Y LENGUAJE

Uno de los temas más delicados de toda la historia de la filosofía, que


tomó un «giro» importante en el siglo XX, es el tema del lenguaje.
Como siempre, estos humildes «estímulos al pensamiento» no pre-
tenden resumir todas las cuestiones y solucionarlas, pero sí especifi-
car lo que, según nuestra opinión, es el eje central del problema.

8.1. Sujeto – idea – palabra – cosa


Sí, tal cual. La cosa se complica. Hemos visto que gran parte de la
filosofía occidental se metió en el laberinto sujeto – idea – objeto.
Hemos visto algunas propuestas, no sobre cómo salir, sino sobre
cómo no entrar. En ese sentido, tenemos gran parte del terreno ga-
nado. Pero nos había quedado algo pendiente: precisamente, el len-
guaje.
Si concebimos la realidad y el conocimiento como un sujeto en-
frente de un objeto, al cual se llega porque una idea representa al
objeto, teníamos una serie de problemitas, más uno adicional. El
adicional es que entonces concebimos el lenguaje como una copia,
estrictamente, como una fotito de la realidad. Yo digo «lámpara»,
«mesa», «silla» y entonces lo que hago es otro tipo de signo para las
ideas que me representan esas cosas. Veo una silla, pienso en la silla,
«digo» la palabra «silla». El lenguaje no es el tercero en discordia: es
el cuarto en discordia. Más pasos para «llegar» a lo real. Las palabras,
con sus significados tan diversos, ¿son verdaderas representaciones
de las ideas, que, a su vez, representan a las cosas?

67
Gabriel Zanotti

Esto, que se ha llamado concepción especular del lenguaje, tiene


un matiz adicional. El lenguaje es concebido esencialmente como
información. ¿Cuántas sillas hay en el aula? «Quince», me contesta
alguien. Lacónicamente, respondiendo solo a la pregunta, «me in-
forman de los hechos». Nada más, ninguna cosa más, ninguna pre-
tensión adicional con el lenguaje. Y algunos piensan que ese es el
lenguaje de la ciencia y que debería ser el de toda la filosofía.
Pero, después de todo el camino recorrido hasta ahora, ¿es así?

8.2. Lenguaje y mundo


Si el modo de salir del laberinto era no entrar en él, y, al hacerlo,
«descubrimos» que «somos en el mundo» ello también implicará
otra noción del lenguaje.
«Somos en el mundo» implicaba, recordemos, que estamos en
nuestras relaciones humanas cotidianas, que constituyen nuestro
mundo y desde el cual todas las cosas físicas son «vividas». Ahora
bien, en esas relaciones humanas cotidianas, «hablamos». Jugamos
con el lenguaje todo el tiempo: afirmamos, negamos, prometemos,
exhortamos, señalamos, convencemos, pedimos, ordenamos, etc.,
etc., etc. No somos del todo concientes de la infinita gama de posibi-
lidades que tiene el lenguaje. Pero lo que ahora queremos «decir»,
precisamente, es que ese lenguaje no es algo que señala o copia un
objeto: es parte concomitante y esencial de nuestro mundo. Al estar
en un mundo, mundo que es relaciones entre personas, ese mundo
es «hablado», y, de ese modo, ese ser «hablado» es una capa con-
comitante de las infinitas gamas humanas de nuestro mundo. Deci-
mos «parte», «capa» porque no estamos reduciendo todo al lengua-
je, pero, a la vez, no hay parte del mundo humano, intersubjetivo,
que no sea «hablado», por más que a veces nuestro lenguaje consista
en el silencio.
Wittgesntein, uno de los más grandes filósofos del siglo XX, es
quien habló de «juegos de lenguaje», para referirse precisamente a
esa infinita capacidad plástica que tiene nuestro lenguaje. Hay mu-
chas interpretaciones de lo que quiso decir, pero sin duda advirtió a
sus contemporáneos que el lenguaje es acción humana, y, por eso,

68
Filosofía

quienes siguieron sus enseñanzas (filósofos como Austin y Searle)


comenzaron a decir que «hacemos cosas» con las palabras.
Mi interpretación es que nuestros mundos de vida atraviesan in-
finitas posibilidades que podrían llamarse «situaciones vitales» (estar
tomando un café con un amigo; asistir a un entierro; estar en una
clase, etc.), y que cada una de esas situaciones vitales implica una
serie de funciones lingüísticas infinitamente diferentes y plásticas,
modos de hablar muy diversos y asombrosamente idóneos para la
comunicación intersubjetiva que cada una de esas situaciones requie-
re. Nuestro modo de hablar va cambiando, girando, según esas situa-
ciones se presenten, con normas muy específicas espontáneamente
aprendidas. Todos esos giros son acciones y significaciones. El len-
guaje es acción humana: al hablar, tenemos fines, interactuamos con
el otro. Nadie intenta meramente informar: no se puede. El que me
dice que hay quince sillas en la clase comparte conmigo un sinfín de
supuestos. Podríamos ver algunos: que sea relevante que haya quin-
ce sillas en la clase; que comparta conmigo la importancia del tema y
la pregunta; que comparta el mismo mundo vital donde hay sillas;
que me vea como alguien que tiene derecho a hacer la pregunta, etc.
¿«Dónde está el baño»? «En este planeta», podría ser la respuesta.
¿Y no es un hecho, según un positivista? ¿No es acaso real que está
en este planeta, según yo creo? Pero, ¿qué pasa entonces con esa
«información»? Que no es relevante. Entonces, ¿qué distingue lo
relevante de lo que no lo es? Pues el contexto vital de la situación en
la que nos encontramos. Y ello, ¿cómo se sabe? No precisamente
porque hayamos hecho un curso, sino porque «somos en el mundo»,
y allí, en ese mundo, vivimos «en» el contexto de personas que ha-
blan, de alguien que dice algo a alguien. Por ende, el «algo» es un
misterio de significado entre los dos «alguien».

8.3. Lenguaje y sujeto


Pero, entonces, ¿todo es lenguaje? ¿No hay una persona «que pien-
sa» independientemente del lenguaje?
Nos permitimos aventurar una opinión. Claro que hay sujetos,
personas, de carne y hueso: dijimos, precisamente, «alguien que dice
algo». En capítulos anteriores (cinco y seis) vimos que no hay «algo»

69
Gabriel Zanotti

dicho si no hay «alguien». El grabador, la computadora, el DVD, etc.,


no «hablan». El WhatsApp no habla, pues se supone (¡esperemos!)
que hay una persona detrás. Y la relación entre esa persona y su «au-
diencia» implica el «significado». O sea que sí, que hay alguien que
piensa, y ese pensamiento no se reduce a reproductores mecánicos
de sonidos. ¿Un límite a la llamada inteligencia artificial?
Pero el pensamiento no es una cosa metida dentro de mí mismo.
Soy yo mismo –irreductible a lo material, pero yo mismo. Puedo estar
dormido, despierto, «callado» o hablando, pero siempre, con y sin
mis palabras, mi cuerpo, mis manos, mis gestos, mis posturas corpo-
rales, todos ellos hablan, y cuidado porque hay otros «hablantes»
que pueden leer muy bien ese idioma.
Lo que quiero decir es que hay personas, hay «lo que piensan»,
pero ellas y sus relaciones constituyen un mundo «hablado», conco-
mitante a ellas mismas. Las personas no se reducen al lenguaje pero
no hay personas sin lenguaje. Claro que podemos «guardarnos nues-
tros pensamientos»; claro que podemos, y a veces debemos, no de-
cirle a alguien que su peinado es sencillamente horrible. Pero ese «no
decir» será parte de nuestro «juego de lenguaje» con él o con ella.
Pero ¿podemos pensar sin palabras? Claro que no, somos hu-
manos. Eso no quiere decir que pensar sea igual a hablar o escribir,
implica que la lengua materna es parte esencial de nuestro mundo de
vida. Ahora bien, ¿todo se puede decir? ¿No hay algo de «la realidad»
que «escapa» a nuestro lenguaje? Tal vez, sí. Pero a ese tema le va-
mos a dedicar un poquito más de «lenguaje».

8.4. Lenguaje y metafísica


Hay un primer Wittgenstein que dijo que de lo que no se podía ha-
blar, mejor callar. Algunos neopositivistas (lo vimos en el capítulo
dos) pensaron que con ello estaba prohibiendo todo discurso que
fuera más allá de la física. Es dudoso que él dijera eso; sin embargo,
más allá de lo que Wittgenstein quiso decir, vale la pena analizar el
problema. En el capítulo dos vimos esta cuestión desde el punto de
vista de las respuestas que recibe de los filósofos de la ciencia poste-

70
Filosofía

riores (Popper en adelante). Ahora, habiendo transitado un poco más


el terreno de la filosofía, ensayemos una reflexión adicional.
En primer lugar, por metafísica podríamos entender filosofía
primera, como la entendía Aristóteles. Pero un contemporáneo diría
que las categorías que Aristóteles llama «del ser» son, sin embargo,
del lenguaje. Eso tiene que ver con el giro que Kant da a la filosofía en
el siglo XVIII, donde no se conoce la cosa en sí misma, sino lo que
ordenamos de la experiencia según nuestras categorías a priori. No
obstante, vimos que el planteo kantiano es uno de los más sutiles
intentos de recorrer el camino que va de sujeto a objeto. Con la no-
ción de mundo acuñada en el siglo XX el camino ya no debe ser reco-
rrido y, por ende, todo el «problema» kantiano debe ser reinterpre-
tado.
En segundo lugar, si por metafísica se entiende el estudio de es-
tos tres grandes temas –a saber, Dios, el alma y la libertad–, entonces
existen tres actitudes básicas:
a) nada que decir. Si uno intenta decir algo, se enreda en los enga-
ños del lenguaje cotidiano, lo cual conduce a absurdos. Eso impli-
ca que el lenguaje se reduce a la lógica de las ciencias. Pero ya
hemos visto que esta posición es difícil de sostener desde las
mismas ciencias.
b) Nada que decir en el sentido místico. Solo una fe silenciosa, in-
terna, pero nada que decir. Esto se combina también con el últi-
mo Heidegger, el que habría afirmado que toda metafísica impli-
ca un «olvido del ser», porque siempre que intentamos «definir»
al ser, lo disfrazamos de una definición in abstracto. ¿Será así?
Creemos que no, pero hay que tener esto siempre en cuenta. No
hay que olvidar que podemos olvidar al ser.
c) Sobre esos tres temas podemos decir... En última instancia, al
menos sobre los temas del libre albedrío y del alma hemos dicho
«algo», en el sentido de «afirmar» (capítulos cuatro y cinco). So-
bre Dios, esperemos que Dios nos perdone por lo que vamos a
decir en el último capítulo. Pero ahora querríamos agregar una
última observación.

71
Gabriel Zanotti

Se trata de lo siguiente. Podemos intentar salir de los problemas del


lenguaje cotidiano recurriendo a un lenguaje lógico muy preciso.
Demos un ejemplo:
«Yo soy». ¡Engaño del lenguaje!, grita el positivista. Y, con lógica
matemática, muestra que el «ser», en lógica, se trata del modo «exis-
te al menos un x tal que...» y que, por ende, ello implicaría decir
«existe al menos un x tal que x es Yo», lo cual es un absurdo porque
se supone que el sujeto es x, y no el yo.
Digamos entonces, sencillamente: existo. Punto; eso es lo que
quiero decir. Entonces vienen los neopositivistas de vuelta. ¡Tampo-
co!, porque... (Y todo otro debate al respecto).
Por su parte, los heideggerianos arguyen: ¡no, eso es un olvido
del ser!
Y uno se queda solito con su existencia, diciendo, cual metafísico
Galileo: y sin embargo, existo. ¡Existo! ¿No?
Aquí es donde uno puede dar un portazo con la filosofía, esa ne-
gadora de la sencillez. Pero no. He llegado a la conclusión de que nos
enfrentamos aquí con un tema muy del segundo Wittgenstein: los
límites del lenguaje. Los juegos de lenguaje son infinitos, pero, en
cada situación, el lenguaje tiene un límite, un límite tan limitado y
llevadero como nuestra misma humanidad. Creo que los grandes
esfuerzos de los grandes filósofos en estos temas han logrado decir
algo, yo diría bastante, sobre «algo» que supera al lenguaje mismo,
que es más que la realidad física: es la maravilla y el misterio de lo
insondable que entraña «lo humano». «Existo»; sí, ese «juego del
lenguaje» puede tener sus problemas, pero son más bien límites in-
herentes a nuestro modo humano de hablar. Y no tenemos otro.
Existo, sí, quiere decir que no estoy muerto. Acércate a un entierro y
manifiesta tus dudas sobre si lo que está en el cajón está muerto o
no, porque no hemos descubierto un lenguaje «sin problemas» para
hablar de «existir» y «ser». Atrévete.
Dicen que un famoso neopositivista alguna vez afirmó: «lo que el
neopositivista le dice al metafísico no es “lo que tú dices es falso”,
sino “no te entiendo”».

72
Filosofía

¿Seguro?
¿Alguna vez te dieron la noticia de que alguien había nacido?
¿Alguna vez te dieron la noticia de que alguien había muerto?
¿Y qué dijiste? ¿Que no entendías?

Bibliografía recomendada
 Leocata, F.: Persona, lenguaje, realidad, Educa, Buenos Aires,
2003.
 Wittgenstein, L.: Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona,
1988.
 Austin, J.: Cómo hacer cosas con las palabras, Paidós, 1990.
 Searle, J.: Actos del habla, Cátedra, Madrid, 1990.
 Nubiola, J., y Conesa, F.: Filosofía del lenguaje, Herder, Barcelona,
1999.
 Acero, J.J., Bustos, E., Quesada, D.: Introducción a la filosofía del
lenguaje, Cátedra, Madrid, 1985.
 Muñiz Rodríguez, V.: «Introducción a la filosofía del lenguaje»,
problemas ontológicos, Antropos, Barcelona, 1989.
 Llano, A.: Metafísica y lenguaje, Eunsa, Pamplona, 1989.

73
Gabriel Zanotti

74
Filosofía

CAPÍTULO NUEVE
FILOSOFÍA Y SENTIDO DE LA EXISTENCIA

9.1. Una larga introducción


Si hemos reiterado frecuentemente el compromiso de la filosofía con
la vida, este capítulo tendrá que cumplirlo con todas las letras.
Ante todo, ¿qué existencia? Venimos de ver la relación entre fi-
losofía y lenguaje. En nuestro ámbito cotidiano, es increíble la canti-
dad de veces que mencionamos que tal o cual cosa existe o no, y en
tantos sentidos diferentes. Decimos, por ejemplo, que en las selvas
hay tigres. Gran parte de la lógica actual tiene un modo muy simple
de expresarlo: existe, al menos, un x tal que x es tigre. Vamos bien.
Después decimos: «hay un lápiz en mi escritorio». También queremos
decir con ello que ese lápiz existe. O sea, que «está ahí», «a la mano»
(Heidegger), como una cosa a mi servicio. Tal vez el lápiz se pierda y
sea reemplazado por otro, sin problema. Decimos también que te-
nemos una mascota, que es un perro y se llama Fido. Con eso que-
remos decir que Fido existe. ¿Es lo mismo que decir que hay perros,
como en el ejemplo de los tigres? Veamos: existe al menos un x tal
que x es Fido –esto ya lo habíamos visto al final del capítulo anterior.
El x que existe es Fido. O sea, existe al menos un Fido tal que Fido es
Fido… La cosa se complica. Además, «al menos un Fido». ¿Puede
haber dos? Dos perros diferentes, sí. ¿Dos Fidos?
Pero esto no es nada. En el caítulo anterior, terminamos «insis-
tiendo» en que nosotros existimos (yo, tú) independientemente de
estas complicaciones. Ahora bien; asumamos, aunque muchos cole-
gas se enojen, un punto de partida cartesiano, si bien renovado. Es-
toy escribiendo este libro, luego, existo. Tú lo estás leyendo, luego,

75
Gabriel Zanotti

existes. Hago mis tareas cotidianas, luego, existo. Llego a casa, luego,
existo. Duermo, luego, existo. Me canso, luego, existo. Sufro, luego,
existo. De repente tengo una buena noticia, luego, existo. Pienso,
luego, existo. Sí, también. O sea que existimos. No aisladamente,
claro, sino en el entramado de relaciones intersubjetivas que consti-
tuyen nuestro mundo.
No nos vamos a preguntar qué significa que existamos, porque
de algún modo ya lo sabemos. No totalmente, claro, o no de tal mo-
do que demos respuesta a las preguntas de mis colegas, pero al me-
nos nos damos cuenta de que «estar existiendo» es el supuesto bási-
co para todo el «conjunto» de nuestra existencia. Creo que a partir
de allí podemos re-enfocar la situación. Qué es existir, ya lo sabemos,
y, como ya hemos dicho, no lo sabemos si los filósofos nos preguntan
qué es, y hemos llegado también a la conclusión de que en ese caso
«insistimos» en que «existimos» a pesar de esas preguntas (lo más
curioso es que esa in-sistencia en nuestra ex-sistencia te la propone
un filósofo. ¿Me quitarán la matrícula mis colegas?). Hay otra pre-
gunta de fondo. Otra pregunta inquietante: ¿por qué existimos?
Pero, antes de seguir adelante, ¿tiene importancia esa pregun-
ta? Alguien podría responder: depende de cada quién. Sí, claro, de-
trás de una pregunta está siempre quién pregunta. Pero lo que yo
estoy preguntando es: ¿tiene sentido esa pregunta para todos los
seres humanos?
Eso depende, creo, de la importancia que tenga la existencia. Al-
go que a mí me gusta llamar compromiso existencial con el otro. ¿Te
acuerdas del ejemplo del lápiz que se perdió? ¿Tenía importancia?
Tal vez tuviera la importancia de un regalo o la importancia de un
instrumento irreemplazable que yo necesitaba. Pero también podía
ser el caso, muy frecuente, de un lápiz barato que compré ayer y
perdí. De modo que lo reemplazo por otro lápiz barato. El otro ¿qué
importancia tenía? Vamos a dar otro ejemplo, pero al revés. Me lla-
ma mi madre, porque necesita mi ayuda. Mi existencia ¿tiene impor-
tancia para mi madre? Sí. La existencia de mi madre ¿tiene importan-
cia para mí? Sí. ¿Por qué? Porque yo amo a mi madre y, por ende,
tengo un «compromiso» existencial con ella. O sea: su existencia no
me es indiferente.

76
Filosofía

Solo a partir de ese supuesto tiene importancia la pregunta del


«por qué». Nuestra existencia ¿nos es indiferente? Espero que no.
¿Por qué existimos? La pregunta ¿tiene sentido? Hemos dado un
paso: nuestra existencia tiene importancia, y si estamos en un mal
día y creemos que no, al menos la de algunos otros. Pero aún así:
¿tiene sentido preguntar por qué existimos?
Alguien me podría decir: sí, la existencia de mis seres queridos
tiene importancia, pero está bien, así lo vivo y listo. La pregunta por
el sentido de la existencia no tiene mucho sentido porque, de algún
modo, ya la sabemos. Esto es, seamos francos: todos sabemos que
existimos porque nuestros padres nos engendraron. ¿Y por qué? No
es necesario ninguna historia en especial para darnos cuenta de que
hay un margen de causalidad allí: si no se hubieran conocido, no exis-
tiríamos. Por ende, llegamos a una conclusión que no sé si es buena o
mala noticia: existimos de casualidad. Pero esa repentina sorpresa
aporta más fuerza a la pregunta anterior. ¿Qué sentido tiene una
existencia que existe de causalidad? ¿Cuál es el sentido de la vida, si
depende de la causalidad del encuentro de nuestros padres, y de
nuestros abuelos, y así hasta un big bang originario que también
tiene un margen de casualidad?

9.2. El avión existencial


No, no el avión presidencial. El existencial. Ya utilicé en otra oportu-
nidad este ejemplo. Supongamos que hubiéramos nacido en un avión
en vuelo, un enorme y gran avión. Supongamos que hace mucho
tiempo que está en vuelo y que las generaciones se han sucedido en
él. Supongamos también que nadie sabe de dónde despegó origina-
riamente, ni quién lo hizo, y supongamos también que tiene combus-
tible para rato, pero limitado. Dentro del avión, hay para entretener-
se, porque hay que mantener el avión en vuelo, ya que otro supuesto
es que no tenemos dónde aterrizar. Dentro del avión también hay
grupos filosóficos y religiosos que dicen tener las respuestas y deba-
ten entre sí. ¿Cabe la pregunta del sentido de todo ello? Creo que sí.
Y tal vez hay allí algún filósofo que dice: «la respuesta es que no hay
sentido».

77
Gabriel Zanotti

¿Y no estamos, acaso, todos en un pequeño planeta que parece


haber surgido también de la casualidad de la evolución cósmica?

9.3. La contingencia existencial


Ese es precisamente el punto que estamos «circunvolando» todo el
tiempo. Existimos pero podríamos no existir. ¿Qué sentido tiene la
existencia entonces?
Cualquiera de nosotros ¿quién era hace doscientos años? Nadie.
¿A quién amaba? A nadie. ¿De qué sufría, de qué gozaba? De nada.
¿Con qué se emocionaba? Con nada. Esa sucesión de «nadas» ¿no
nos revela algo peculiar de nuestro existir?
Existir, para nosotros, es nacer. Qué novedad. Pero por qué na-
cemos, ya vemos que no sabemos. O sea: podríamos no haber naci-
do. ¿Y no será esa una señal definitiva de toda existencia? Los filóso-
fos existencialistas insisten en que también tenemos la muerte por
delante. O sea que nuestra existencia parece ser un espacio de miste-
rio entre dos nadas, la nada anterior y la nada posterior. Entre esas
nadas, nada nuestra existencia presente (con perdón de Carnap)
como en aguas… sin mucho sentido.
La conciencia de la propia contingencia existencial es un paso
importante. Heidegger la relaciona con una existencia auténtica. Pero
su lenguaje a veces atemoriza. Hemos sido arrojados a la existencia y
somos un ser «para la muerte». Woody Allen piensa igual, pero su
sentido del humor es precisamente su «fortaleza» ante la radical
contigencia existencial. «Le pregunté al rabino por el sentido de la
existencia», dice en una de sus maravillosas películas. Lo habíamos
citado en la introducción. «El rabino me dijo el sentido de la existen-
cia. Pero me lo dijo en hebreo. No entiendo hebreo…». Una broma,
precisamente para decirte con anestesia que el sentido de la existen-
cia no tiene respuesta.

78
Filosofía

9.4. Toc toc. ¿Molesto?


¿Molesto?, pregunta el creyente. El creyente exclama: «¡No! ¡Tengo
una buena noticia: la existencia sí tiene sentido! Somos creados por
Dios. No estamos arrojados a una existencia sin sentido, sino creados
por Él y llamados por Él a vivir eternamente con Él».
Es una respuesta coherente con el planteo anterior, y podría
darla cualquier creyente en las religiones monoteístas tradicionales
(judaísmo, cristianismo, islamismo).
Pero tú puedes preguntarme: «¿Por qué coherente? ¿Cómo que
coherente? El planteo anterior decía que la existencia no tiene senti-
do, y el creyente dice que sí la tiene. ¿Dónde está la coherencia?»
Prestemos atención. La pregunta por el sentido de la existencia
tendría dos respuestas: que la existencia tiene sentido y que no la
tiene. Pero ahora debemos distinguir dos cuestiones que mezclamos
un poquito. Una cosa es que el agnóstico diga que la existencia no
tiene sentido porque no sabe si hay Dios. Y otra cosa es si la pregunta
por el sentido tiene sentido. Eso es diferente, porque en ese caso, un
agnóstico que advierte la radical contingencia de la existencia huma-
na, comparte (con el creyente) que esa contingencia da sentido a la
pregunta por el sentido. O sea, dada la radical contingencia de la exis-
tencia, tiene sentido que nos preguntemos «¿qué sentido tiene algo
así?», para luego contestar «ninguno» o «no lo sabemos». No es la
misma respuesta, claro: la segunda es agnóstica.
Cuando el creyente decía «no»4, no decía «no» a la radical con-
tingencia de la existencia. Al contrario, la afirma absolutamente, por-
que dice que hemos sido creados por Dios. O, mejor dicho, que es-
tamos siendo creados por Dios. Justamente, «podríamos no haber
sido», y es Dios quien decide que seamos, no nosotros. La contigen-
cia de nuestra existencia implica que estamos colgados sobre la nada,
y es Dios quien sostiene la cuerda. Podría soltarla. En eso cree el cre-
yente cuando dice «creación»: en un «sostén» por parte de Dios a
nuestra existencia que de por sí no se sostiene. En ese caso, hay tam-

4 «Pero entonces aparece la fe. El creyente dice: “¡No! ¡Tengo una buena noticia: la
existencia sí tiene sentido!”».

79
Gabriel Zanotti

bién una distinción adicional que ahora debemos marcar: el paso de


una contingencia biológica («podría no haber nacido») a una contin-
gencia existencial, más abarcadora («yo podría no haber sido, y todo
podría no haber sido»). Como vemos, la contingencia del creyente es
aun más radical, y por eso más radical su fe en Dios, que sostiene en
el ser aquello que radicalmente no se explica por sí mismo. Por su-
puesto, a su vez, un creyente bien puede incluir en el diseño de la
creación todas las casualidades de este mundo (la historia de nues-
tros padres, también). Santo Tomás de Aquino fue muy claro en eso
(yo estoy de acuerdo con él, pero no es el momento de tratarlo).

9.5. La sorprendente coincidencia


¿En qué coinciden, por ende, un agnóstico y un creyente respecto de
la vida humana? En su total contingencia. Por eso coinciden, también,
en que la pregunta por el sentido tiene sentido5. La respuesta, claro,
es diferente. Para unos, la respuesta es que «no hay» sentido o que
«no se sabe» (ambas respuestas se mezclan). Para otros, la respuesta
es que sí hay sentido, y es Dios. Pero lo interesante es que un agnós-
tico que haya captado la contingencia de la existencia jamás pondrá
en la existencia misma su sentido. No la pondrá como respuesta, sino
como interrogante. No será una premisa, sino una curiosa conclusión
sin premisas a la vista. La contingencia, la radical contingencia de la
existencia, es el punto de intersección entre creyentes y no creyen-
tes. En ese punto de intersección, creyentes y no creyentes piensan
lo mismo. Se darán cuenta de que ambos se tomaron en serio la pre-
gunta sobre la existencia, que no han evitado el bulto y que no han
puesto sus esperanzas donde no deben.

5 «Para empezar, los denominados –es un término ya muy manido- temas existen-
ciales en mi opinión siguen siendo los ùnicos temas que vale la pena tratar. Cada
vez que se trata otros temas se está rebajando los objetivos. Uno puede apuntar
hacia cosas muy interesantes, pero para míì no es lo más profundo. No creo que
se pueda aspirar a mayor profundidad que a los denominados temas existencia-
les, temas espirituales». Woody Allen, en Blorkman, S.: Woody por Allen, Plot,
Madrid, 1995, p. 167.

80
Filosofía

Bibliografía y filmografía recomendadas


 Blorkman, S.: Woody por Allen, Plot, Madrid, 1995.
 Schickel, R.: Woody Allen por sí mismo, Robinbook, Buenos Aires,
2005.
 Allen, W.: Zelig, 1983.
 Heidegger, M.: Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Chile, 1998;
Introducción, traducción y notas por Jorge Eduardo Rivera C.
 Unamuno, M. de: Del sentimiento trágico de la vida, Companía
Argentina de Editores, Buenos Aires, 1962.
 Welte, B.: El hombre entre lo finito y lo infinito, Guadalupe, Bue-
nos Aires, 1983.
 Fabro, C.: Drama del hombre y existencia de Dios, Rialp, Madrid,
1977.
 Sciacca, M.F.: Historia de la filosofía, Luis Miracle, Barcelona,
1954: introducción.
 Santo Tomás de Aquino: Suma contra gentiles, libro III.

81
Gabriel Zanotti

82
Filosofía

CAPÍTULO DIEZ
¡AY, DIOS!

10.1. Introducción
Efectivamente, creyentes, no creyentes, etc., podemos coincidir en
eso. Varias veces al día podemos decir «¡Ay Dios!», frente a circuns-
tancias difíciles que nos convierten en creyentes, aunque sea solo por
los segundos que dure nuestro enojo o estupor. Pero de ahí a decir
que «hay» Dios, «hay» un paso. Un paso no precisamente sencillo.
¿Qué tiene que ver Dios con la filosofía? La filosofía siempre tu-
vo que ver con la búsqueda de una respuesta universal, de un primer
principio. Con el cristianismo, la filosofía occidental gira en torno a
Dios creador, ya sea que se lo afirme, se lo niegue o se dude de Él.
Además, si me has seguido en el capítulo anterior con atención,
«la pelota había quedado picando», y, en cierto sentido, se puede ver
cuál es la importancia del tema de Dios en los debates del existencia-
lismo del siglo XX. De todos modos, abordemos directamente la pre-
gunta principal: ¿es Dios una cuestión filosófica? ¿No debería ser solo
religiosa? ¿O debe ser ambas?

10.2. El monoteísmo en la historia


de la cultura occidental
Como hemos dicho, seamos creyentes, agnósticos o ateos, la vaga
noción de Dios que concebimos los occidentales está decididamente
influenciada por la historia de la cultural occidental, donde el judeo-
cristianismo y el islamismo han jugado un papel «formador» de nues-

83
Gabriel Zanotti

tra conciencia histórica. En Occidente, si un creyente (ya cristiano,


judío o musulmán) discute con un no creyente, «aquello de lo que
discuten» es más o menos lo mismo. La cuestión se pondría mucho,
mucho más complicada si al debate se agregara un budista, un hin-
duista o un sintoísta japonés. Pero entre occidentales y, sobre todo,
en la historia de la filosofía occidental, la cuestión se unifica un poco
más: el creyente cree que «existe» (comienzan los problemas de
lenguaje) un Dios personal, creador del mundo y distinto al mundo. El
no creyente lo niega o dice que no se puede pronunciar. Pero «aque-
llo que es negado, afirmado o ni negado ni afirmado» es esa noción
de Dios creador del mundo y distinto del mundo. No me estoy refi-
riendo a «la esencia» de Dios, sino al horizonte de precomprensión
desde el cual los occidentales hablamos de Dios. En general es así,
excepto por una larga tradición de cierto panteísmo occidental, que
por humildad de objetivos no trataremos ahora. Pero incluso esa
tradición, en Occidente, se identifica a sí misma en el debate con la
otra.
En ese sentido, podríamos decir que, en Occidente, Dios es en
primer lugar un tema culturalmente religioso. Es muy difícil que al-
guien sea occidental y «no piense en» lo que las religiones monoteís-
tas occidentales «piensan» cuando «creen» en Dios (problema: ¿se
puede «pensar» en Dios?).

10.3. ¿Y los filósofos?


¿Por qué entonces «los filósofos» se han ocupado de Dios? Porque
los filósofos occidentales han sido, ante todo, «creyentes» que «qui-
sieron decir algo» sobre Dios, y, en ese discurso, se dieran cuenta o
no, algo de «sentido», algo de «lógica» tenía que haber; de lo contra-
rio... ¿Qué otra actitud quedaba más que el silencio? (Algunos místi-
cos lo hicieron, tal vez el último Heidegger también).
¿Por qué, entonces, colocamos el «primer capítulo» de esta mi-
niserie en la filosofía griega? Los griegos tenían una religión politeísta
que no coincidía mucho, precisamente, con la incólume y no proseli-
tista fe monoteísta del pueblo judío. Pero resulta que algunos de esos
filósofos griegos, como Jenófanes, o tal vez Parménides, parecen
haber hablado de un dios «uno, eterno e inmutable». ¿Parecido, tal

84
Filosofía

vez, al dios en el cual pensaban/al cual rezaban los judíos? Esa «idea»
(¡Cuidado! ¿Dios es una idea?) queda dando saltos en la historia de la
filosofía griega hasta que Platón la entroniza como la idea del «Bien»,
que luego su discípulo Aristóteles, supuestamente más empírico,
exalta como «Acto puro» (¿Perfección absoluta?) y acuña una expre-
sión que hasta hoy hace correr ríos de aclaraciones, tanto metafísicas
como automovilísticas: «primer motor inmóvil». El último gran filóso-
fo griego, Plotino (s. II d. C.), retoma la idea platónica de bien y enfa-
tiza el uno, su unidad, de donde emerge y dimana todo mundo, que
participa de Dios.

10.4. Surge el cristianismo


Cuando el cristianismo se encontró con la filosofía griega, podría ha-
ber hecho lo mismo que el Judaísmo. ¿Por qué no? A fin de cuentas,
el cristianismo era, para algunas corrientes judías, una herejía de su
propio sistema monoteísta, y los cristianos se consideraban la culmi-
nación del mensaje del Antiguo Testamento. De modo que pensaban
en un Dios análogo. ¿Y qué era eso que hacía el Judaísmo, que los
cristianos también podrían haber hecho? Precisamente, nada: los
judíos no sentían la obligación de difundir su fe monoteísta. Ellos
eran el pueblo elegido y estaban esperando al Mesías. Pero Jesús dijo
que Él era el Mesías, y que después de Él, todos, judíos o no, debían
recibir la buena noticia de su llegada; por eso dijo: «id y bautizad a
todos los pueblos». O sea que la fe monoteísta del judaísmo pasó a
ser una religión expansiva, exotérica, que se sentía llamada a comu-
nicarle al mundo el anuncio de la buena nueva, para convertirlo. Lo
mismo puede decirse de los islámicos, que consideran a Cristo otro
profeta anterior a Mahoma.
Pero, para que una religión sea expansiva, tiene que hablar. Y
hablar al otro. Y para hablar –y hablar «al otro»– hay que emitir un
discurso con algo de sentido. ¡Todo un problema! No solo bastaba
rezar a Dios, sino que había que hablar de Dios al no creyente. Y, en
las primeras etapas del cristianismo, el no creyente por antonomasia
fue el Imperio Romano. Toda la «filosofía» de los primeros padres de
la Iglesia, hasta llegar a San Agustín, fue un intento de defenderse
racionalmente contra varias acusaciones. La primera era la de ser

85
Gabriel Zanotti

subversivo ante el Imperio; la segunda, la de ser un absurdo. Eso es


muy importante. Para explicar que algo no es absurdo, hay que expli-
car su sentido; al explicar su sentido, se dan «sus razones»; y al «dar
sus razones», se da un discurso en ese sentido racional.
Habiendo colapsado el Imperio Romano de Occidente, que ade-
más había asumido al cristianismo como religión imperial, el proble-
ma de ser un subversivo había concluido, pero toda la sabiduría acu-
mulada en la «defensa de la fe», toda la «apologética de la fe», todo
su «dar su sentido», todas las razones para la fe (esto es muy impor-
tante) son celosamente custodiadas por toda la tradición monacal
hasta que, en el siglo IX, con el renacimiento carolingio y la emergen-
cia histórica del imperio cristiano de Carlomagno, van surgiendo las
primeras «uniones de maestros» que luego derivan en las primeras
universidades. Allí, la reflexión sobre las razones para la fe, esto es, la
Teología, se convierte en una ciencia tan importante como hoy son la
física y la astronomía (que también son hoy las ciencias del imperio).
¿Y la filosofía? Ya dije, era nada más ni nada menos que el acompa-
ñamiento racional de la Fe.

10.5. San Anselmo


Esta segunda etapa del diálogo entre razón y fe presenta un punto de
inflexión fundamental en esta cuestión. Uno de los teólogos más im-
portantes de esa etapa, San Anselmo, ofrece uno de los «argumentos
para probar la existencia de Dios» que más ha implicado reflexión y
meditación en la historia de la filosofía occidental. En realidad, es un
argumento apologético para defender la fe ante el que la niegue. Se lo
ha interpretado de muchos modos y, a riesgo de no estar en lo correc-
to, diré que más o menos es así: los seres de este mundo son cosas
cuya esencia no implica que existan. Así, te puedes imaginar un tigre y
no por ello el tigre existe. Pero si algo fuera absolutamente perfecto,
nada le faltaría, por ende, tampoco la existencia. Un ser perfecto nece-
sariamente existe. Por consiguiente, si tenemos la idea de un ser per-
fecto, ello implica que necesariamente existe. Luego, el que dice «no
hay Dios» ya piensa en Dios; de ahí que no pueda negar su existencia.
Alguien argumentó que no por pensar en una perfecta isla esa isla
necesariamente existe, pero San Anselmo insistió: «yo estoy hablando

86
Filosofía

de Dios. ¿Cómo confunden una cosa con otra?» Su insistencia in-sistió


durante toda la historia de la filosofía occidental.

10.6. Santo Tomás de Aquino


Aunque a veces pueda resultar curioso, quien se opuso decididamen-
te a este argumento fue Santo Tomás de Aquino. Para él, Dios no era
evidente, como San Anselmo parecía decir, sino que había que de-
mostrarlo. O sea, hay que partir de lo que no es Dios, con su radical
finitud, y llegar racionalmente a que Dios es la causa no finita de las
cosas limitadas, finitas.

Hoy se utiliza muchas veces a Santo Tomás como «algo con lo


cual» se puede demostrar al agnóstico que Dios existe. Pero Santo
Tomás no estaba debatiendo con agnósticos: estaba debatiendo con
San Anselmo. Ambos creían en Dios. El debate giraba en torno a otra
cuestión: si Dios es evidente para el intelecto humano o si hay que
demostrarlo. Santo Tomás opina que se puede demostrar, pero «con-
tra» San Anselmo, esto es, no como una condición necesaria para
tener fe. En el debate, la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo esta-
ba fuera de duda, pero esa fe «dialoga» con una razón que demues-
tra que Dios es causa no finita de lo finito, algo que coincide con la
noción de «fe» en Dios creador. Y, por último, Santo Tomás no ha-
blaba de la existencia de Dios. Tampoco hablaba de esencia y «exis-
tencia» en esos términos. Para Santo Tomás, el término «existir»
tiene que ver con el latín existimo, que significa ‘surgir, comenzar a
existir’, lo cual no puede aplicarse a Dios. Dios, simplemente, es (en
traducción literal de la Suma Teológica: «si Dios es»). ¿Dios es qué,
preguntaría un neopositivista? «Es» causa no finita de lo finito, diría
Santo Tomás, quien explícitamente no parte de la idea de Dios, sino
de las cosas que no son Dios. ¿Y qué idea tenemos de Dios? Ni idea,
diría Santo Tomás. Cuando llegamos a que Dios es suma perfección,
etc., Santo Tomás agrega: «...y a eso lo llamamos Dios». Eso, o sea,
algo que no sabemos qué es, sino a lo cual llegamos por «remoción
de su imperfección».

87
Gabriel Zanotti

10.7. De Descartes a Kant


Entonces, ¿era un debate entre teólogos? Sí. ¿Y qué tiene que ver en-
tonces con la filosofía? Dos cosas. Primero, tiene que ver con la filoso-
fía si se la considera un acompañamiento racional de la fe. Segundo,
resulta que Renato Descartes se entusiasmó mucho con la demostra-
ción de San Anselmo. La idea de un ser perfecto solo puede haber sido
puesta en mí, ser imperfecto, por el ser perfecto; luego, Dios existe.
Una peculiar reelaboración, y en otro contexto: Descartes sí quiere
convencer a quienes dudan de que Dios existe. Además, toda la certe-
za del conocimiento, física incluida, queda en Descartes garantizada
por Dios así demostrado. De tal forma, Descartes influye en las metafí-
sicas más importantes, como la de un Leibniz, dejando de lado el caso
tan peculiar de Spinoza.
Pero el buen amigo Hume es muy escéptico frente a todo eso. En
él asoma ya ese escepticismo metafísico que es tan característico del
siglo XVII en adelante. Y Hume influye en Inmanuel Kant (s. XVIII).
Kant es un personaje central en esta miniserie. Kant sostendrá
que todo intento de demostración de existencia de Dios está irremi-
siblemente unido al argumento de San Anselmo. Pero es así que el
argumento de San Anselmo es falso, sigue Kant. Luego, toda demos-
tración asume una premisa falsa. Por eso, Kant parece haber conven-
cido a la posteridad entera de que toda demostración de la existencia
de Dios es filosóficamente fallida.
Hay aquí cosas muy interesantes. ¿Por qué el argumento de San
Anselmo es falso para Kant? Porque Hume lo convenció de que todo
juicio de «existencia» (un ejemplo ocurrente: tal tigre existe, y si lo
dudas, ponte enfrente) implica un juicio a posteriori (posterior, des-
pués de) la experiencia empírica concreta de la cosa existente. Pero
eso es imposible en el caso de Dios. Luego,...
¿Pero no coincide esto con Santo Tomás? Habrá que ver qué di-
cen tomistas y kantianos. Por lo pronto, Kant afirma que la demostra-
ción de la existencia de Dios vía la «contingencia» de las cosas que
nos rodean supone, sin darse cuenta, el argumento ontológico (el de
San Anselmo), porque afirma que «tiene que» haber un ser necesario
que sea causa de lo contingente, y ese «tiene que» supone la noción

88
Filosofía

de Dios como premisa, no como conclusión. Como vemos, la cosa


(¿qué cosa?) se pone espesa. El argumento de la contingencia de
Santo Tomás también se vería afectado. Pero, ¿era ese el argumento
de la contingencia de Santo Tomás? Es dudoso. Comencemos por
preguntar si la «existencia» es lo mismo en Santo Tomás que en Kant.
Me parece que no. Y otra pregunta cuya respuesta es clave: ¿en qué
tipo de contingencia estaba pensando Santo Tomás? Él se refería
mucho a las cosas que nacen y mueren como contingentes. Pero para
él los ángeles son «finitos», no in-finitos como Dios. ¿Es igual la con-
tingencia a la finitud?

10.8. ¿Entonces?
¿Cómo sigue la película? No estoy seguro, siempre se me han esca-
pado algunas escenas importantes. Los positivistas del siglo XX, a
quienes vimos en el capítulo dos, dicen que todos estos debates son
un sinsentido. Pero ya vimos este problema en nuestras reflexiones
sobre el lenguaje. ¿Hasta qué punto es lo mismo un sinsentido que
una limitación del lenguaje?
Un punto central de suspenso en esta película es Heidegger. No,
no es que «Dios» sea un sinsentido. Pero «pensar el ser como Dios
nos oculta al ser», habría dicho Heidegger, al parecer (no sé muy bien
qué quiso decir). ¿Y si pensar a Dios como «el ser» nos oculta a Dios?
¡Ay, Dios! ¿No mostraría todo esto que este tema es de imposi-
ble tratamiento para la razón humana?
No. Yo sigo estando de acuerdo con Santo Tomás en el trata-
miento de este tema, pero antes, otra pregunta: ¿importa?
La «cuestión», el «tema», el «problema» de Dios, ¿importa?
Es una pregunta que tienes que contestar muy en tu interior.
Si el planteo del capítulo nueve es correcto, ¿importa?
Si el problema de Dios afecta a lo central de nuestras vidas, im-
porta.
Y cuando algo importa, la razón humana hace algo. No «impor-
ta» que nos digan que no podemos hablar de aquello de lo que que-

89
Gabriel Zanotti

remos hablar, como tampoco importa que nos digan que debemos
hablar de lo que no queremos hablar porque carece de importancia
para nosotros.
Y el sentido de la existencia humana, ¿es algo que tiene impor-
tancia para todo ser humano o solo para algunos?
Cuando buscamos algo, cuando queremos algo, hablamos de
ello. Y cuando hablamos de algo, la inteligencia busca un sentido. Y el
sentido es «dar razón de» lo que se habla.
Y eso es ser filósofos.
Es casi nada. Pero en el transcurso de nuestra humana y limitada
existencia, es mucho.

Bibliografía recomendada
 Kenny, A.: Breve historia de la filosofía occidental, Paidós, 2005.
 Gilson, E.: La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid, 1976.
 Gilson, E.: Elementos de filosofía cristiana, Rialp, Madrid, 1981.
 Welte, B.: Ateísmo y religión, Instituto de Cultura Religiosa Supe-
rior, Buenos Aires, 1968.
 Welte, B.: Filosofía de la religión, Herder, Barcelona, 1982.
 Marías, J.: Historia de la filosofía, Rev. De Occidente, 1943.
 López Qintás, A.: Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid,
1990.
 Weisheipl, J.A.: Tomás de Aquino, vida, obras y doctrina, Eunsa,
Pamplona, 1994.
 Fabro, C.: Drama del hombre y existencia de Dios; Rialp, Madrid,
1977.
 Sciacca, M.F.: Historia de la filosofía, Luis Miracle Ed., Barcelona,
1954.

90
Filosofía

91
Gabriel Zanotti

92

También podría gustarte