En La Desembocadura Del Yukon Compress

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 156

De la desembocadura del Yukon

 por el
P. Segundo Llorente
de la Compañía de Jesús

1948
2
NIHIL OBSTAT:
N. GÜENECNEA, S. I.

IMPRIMI POTEST:
FERNANDO ARELLANO, S. I.
Prepos. Prov. Castilla
2 Mayo 1948

IMPRIMATUR 
CARMELUS, Episc. Victor.
30 Apr. 1948

3
ÍNDICE

AL LECTOR.................................................................................................................6
EL ADIÓS A KOTZEBUE.........................................................................................11
CAMINO DE AKULURAK.......................................................................................16
TOMA DE POSESIÓN...............................................................................................25
DIEZ PREGUNTAS...................................................................................................31
VIAJE A HOOPER BAY............................................................................................41
A TRAVÉS DE LA LLANURA HELADA...............................................................52
¿POR QUÉ VINO VD. A ALASKA?.........................................................................61
EN LA MISIÓN DEL P. FOX....................................................................................70
ENFERMO EN LA TUNDRA....................................................................................80
 NAVIDAD ENTRE ESKIMALES.............................................................................91
A BORDO DEL "AMADEO"...................................................................................102
EL MARTIRIO DE LA PACIENCIA......................................................................110
LA CAPILLA DE NUNALJAPAK..........................................................................115
TEMPORAL EN EL RÍO NEGRO...........................................................................120
EL PRIMER ESTALLIDO.......................................................................................129
MESA REVUELTA..................................................................................................133
LAS "HERMANAS DE LA NIEVE".......................................................................138
EN LA "PESQUERA" DE AKORPAK....................................................................144
VILLANUEVA, LA ALDEA ESKIMAL
DE NOMBRE ENREVESADO................................................................................150

4
El río Yukón es uno de los grandes ríos de América del Norte. El río nace
en la Columbia británica (Canada) y recorre 3.018 km, dibujando una
gigantesca curva, hasta desembocar en el Mar de Bering, en Alaka. En su
 parte más norteña pasa justo por encima del Círculo Polar Ártico. Con sus
numerosos afluentes, el Yukón drena una cuenca de 855.000 km 2.
Permanece helado desde octubre hasta mediados de mayo. (N. del Editor)

5
AL LECTOR 

Cambio de destino

En 1942 se publicaron los dos tomos E N LAS LOMAS DEL POLO NORTE y
AVENTUREROS DEL CÍRCULO POLAR , que recogían la totalidad de las crónicas
enviadas por el P. Llorente desde su avanzado puesto de misión de
Kotzebue, sobre el Círculo Polar.
Algún otro libro, seguramente, se habría reunido desde entonces con
su colaboración en EL SIGLO DE LAS MISIONES, si la guerra más feroz que han
conocido los hombres no hubiera disminuido y dificultado su
correspondencia epistolar con retrasos, censuras y extravíos, poniendo una
 barrera a su celoso apostolado de la pluma.
 No cejó por eso en su empeño y, cuando no se pudo de otro modo,
utilizó correos de Hispano américa, remitiéndonos sus crónicas por 
Colombia o Cuba, y dando a sus escritos tal amplitud que sus firma pudiera
seguir estando presente en las páginas de la Revista; así, por ejemplo,
«Diciembre en Alaska», que nos fue retrasmitido desde Bogotá y que dio
materia para diez de los doce meses de 1944 ( 1)
Ahora, cuando nos disponíamos ya a entregar a la imprenta la serie de
artículos publicados hasta la fecha, nos viene de improviso el 22 de Febrero
de 1948, una carta del P. Llorente en que nos dice:
"Anoche me llegó un telegrama anunciándome el cambio que ya
esperaba, aunque no para donde yo esperaba. Yo me había quedado con
 ganas de volver a dar otra dentellada a Kotzebue, pero la santa Obediencia
ha querido que vaya a dársela a Bethel, en las riberas del rio Kuskawim,
donde sucederé al P. Manager, que es el actual párroco.
"La parroquia comprende todo el río, desde la desembocadura hasta
1
Capítulos V al X de este libro.
6
 McGrath, una distancia fantástica. Veremos cómo nos las bandeamos...
 Akulurak sigue impertérrita, y pronto hablaremos de ella largo y tendido
 por vía de despedida, si Dios nos da la vida para ello, que con tanto volar 
en tantos aviones nunca sabe uno por la madona si llegará a la cena con
los huesos sanos..." 
El nombramiento de Superior del distrito de Akulurak, lo había
recibido en Kotzebue, el 10 de Agosto de, 1941, e inmediatamente hubo de
salir para su nuevo destino, donde ha pasado seis años y medio.
Esta circunstancia del cambio de residencia viene, pues, a resolver una
vez más nuestra indecisión sobre qué artículos incluir u omitir en este tomo,
ya que automáticamente las crónicas desde Akulurak nos ofrecen al menos
una unidad de procedencia y nos dan un todo cerrado.
Los artículos, ahora capítulos, van casi en el orden en que fueron
viendo la luz pública en EL SIGLO DE LAS MISIONES, y que, quizá sin ninguna
alteración, presentan, el orden cronológico con que fueron redactados.
Las vicisitudes por las que, a causa de la guerra, hubo de atravesar la
correspondencia del Padre Llorente quedan suficientemente reflejadas en las
 páginas que escribe por lo que, salvo raras excepciones, nos abstenernos de
situarlas en el tiempo.

Juzgado por sí mismo

Por esta vez, y confiando en la benevolencia del protagonista, no


 podemos resistir a la tentación de ofrecer a los lectores el juicio que al Padre
Llorente le merecen sus artículos entresacándolo de su correspondencia
 particular de estos últimos años.
"No sé qué sería de mí sin E  L S  IGLO DE  LAS  M  ISIONES . Lo que me duele es
que con tanto alejamiento del castellano, lo voy perdiendo sensible y
visiblemente, aunque hago esfuerzos titánicos por conservarlo leyendo
libros de Hispanoamérica, traducciones mal hechas, libros con frases
raras, galicismos, germanismos, hungarismos, anglicismos, que me hacen
 prorrumpir en bufidos mal contenidos.
"Menos mal que tengo el Q UIJOTE  para cubrir los extranjerismos con
una mano de castellano puro, como se cubren letreros tontos en las paredes
con una mano de pintura blanca y espesa..." 

7
"...Me ruega encarecidamente que lea el Q UIJOTE  en voz alta para que
conserve el estilo incorrupto. Así lo hago y lo he venido haciendo desde
hace bastante tiempo. Cojo un libro español y lo leo en voz alta. Más aún, a
los perros les hablo siempre en español; y, cuando viajo en trineo por las
tundras alaskanas, entre el -cielo y la nieve, improviso sermones en
español.
"La curioso es que luego me olvido y hablo al guía también en
español. Él se ríe y me hace caer en la cuenta del error.
"En el altar y cuando hablo con Dios en general, lo hago
infaliblemente en español. Todos los días, en la Santa Misa, pido a Dios en
español por todas y cada una de las intenciones de todos aquellos que me
han escrito o me han de escribir, aunque no me lleguen sus cartas..." 
"En un número extraordinario de E CCLESIA que me mandaron el año
 pasado (1946) había una sección de Misiones y en ella se quejaba el ar-
ticulista que los misioneros españoles no escribían, aunque parecía
consolarse con que, el menos, el Padre Llorente lo hace.
"Lo leí en la pesquera de julio y me quedé estupefacto. En el 
 Juniorado los profesores me tuvieron por una nulidad y nunca jamás me
aprobaron nada de lo que escribí. Ahora salimos con que, según E CCLESIA ,
 soy el único misionero español que escribe para el público. Eso me dice a
mí que los demás se tumban a la bartola y creen que emplean
racionalmente el tiempo leyendo lo que otros escriben. ¡No hay derecho! Si
 yo escribo y el público lo lee complacido, ningún jesuita tiene derecho a
eximirse de escribir, pues nunca me tuvo nadie por escritor; y, en cambio,
otros escribían exquisitamente... o, por lo menos, así se nos dijo en las
clases. Menos mal que se acaba el papel, pues me estoy sulfurando y
 pudiera decir algún desatino..." 
"...Son muchísimos los que me escriben quejándose cuando no hallan
en E  L S  IGLO crónica de Alaska. Por lo visto, presuponen que entré en la
Compañía y me ordené y vine acá a pergeñar un relato alaskeño en E  L
S  IGLO DE  LAS  M  ISIONES .
"Hay cartas muy consoladoras, como cuando me dicen que ya están
admitidos o admitidas en tal o cual religión, y que el germen de la vocación
 se debe a mis artículos, aunque yo no lo sospechara. Estas "indirectas" me
han hecho pensar seriamente en la obligación que tengo de proseguir 
haciendo bien por ese camino de escribir. Por eso, y en cuanto esté de mi
 parte deseo que no se pasen muchos meses sin que nuestro S  IGLO saque algo
8
mío, para descargo de mi conciencia..." 
"Me escriben que lo que más les gusta es mi espíritu alegre, en medio
de tantas contrariedades, que nunca pido dinero a bocajarro, que bajo a de-
talles personales para ellos interesantísimos, pues les abre horizontes no
 soñados, etc.
"'Lo del espíritu alegre no deja de ser aleccionador; pues resulta que
me ahogan de vez en cuando tristezas y vivo días cuajados de amarguras
interiores. Lo que hago es sobreponerme a todo ello, echarme en los brazos
del Señor, dejar que el globo ruede vertiginosamente por los espacios,
tararear y aguardar que pase el nubarrón.
"Como táctica procuro no escribir cuando estoy triste. Debo admitir,
con todo, que por un día de tristeza tengo una semana de alegría, pues me
estoy especializando en el arte de estrangular las tristezas y amarguras tan
 pronto como asoman la oreja. Por eso, cuando me escriben: "¡Qué alegre
es Vuestra Reverencia y qué socarrón!", yo respondo por lo bajo:
"¡Compadre, amigo, sí tú supieras!"...
"...Voy notando que se me acaba la materia para mis artículos. Lo que
 pasa es que, como el público no tiene la menor idea de cómo es esto, puedo
continuar dándole vueltas por activa y por pasiva, siempre diciendo lo
mismo, pero siempre con variantes para que se hagan la ilusión de que es
nuevo lo que en realidad es más viejo que las encinas de los montes, y lo
han oído ya cien veces, pero se les hace nuevo, sin que yo me pueda ex-
 plicar cómo sea así.
"Todos me escriben, que gozan mucho con mis crónicas y me animan
a continuar. Bastante confuso por este choque de ideas, aparentemente con-
tradictorias, obedezco maquinalmente y sigo escribiendo sobre esta Alaska,
remota y silenciosa, donde parece que tres artículos debieran agotar la
materia, pues no creo haya en el mundo país más monótono y dormido que
éste..." 

Lo que hace el P. Llorente

Para terminar, vamos a recoger aquí las líneas que el P. Constantino


Bayle, S. I., consagró al Padre Llorente con ocasión de la publicación del
 primero de sus libros: «E N EL PAÍS DE LOS ETERNOS HIELOS», y que se aplican
 por igual a toda su producción literaria:
9
"Nadie se imagina un misionero español en aquellas latitudes: un
misionero castellano viejo, con la frescura de la juventud bullente, que
escribe como hablaría en su pueblo en los soportales de la parroquia al 
 salir de la misa dominguera.
"Un jesuita que entre el temporal de nieves, empujando el trineo, va
cantando peteneras, que, en las inmundas chozas de los esquimales, tiene
humor para hacer patria y bautizar con el nombre de Millán Astray a un
muchacho astroso, o se entretiene en las noches inacabables tocando el 
acordeón.
"Pero, bajo la capa regocijante y juguetona, se trasluce el sacrificio
espantoso del misionero en aquellas soledades de hielo eterno, hielo físico y
moral: se palpa hasta dónde llega el heroísmo del apostolado en aquellos
desiertos de nieve, sin ningún aliciente humano.
"El P. Llorente, casi sin proponérselo, con el correr espontáneo de la
 pluma nos lo dice, difícil estrazar un cuadro más real y de bulto de lo que
es Alaska, su naturaleza y sus hombres, que el suyo.
"La misionología española, rica sobre todas las del mundo, carecía de
narraciones de este carácter, porque nunca subieron tan arriba sus
misioneros. El P. Llorente ha llenado el vacío".
Y con esto dejamos al lector que saboree las deliciosas páginas del
abnegado misionero alaskeño que, como San Francisco Javier, no se des-
deña de consagrar al apostolado de la pluma las horas de descanso entre sus
 jornadas apostólicas, en afán impaciente de mantener contacto permanente
con quienes, desde retaguardia, tienen los ojos y el corazón puestos en las
avanzadas del ejército de primera línea de Cristo Rey.
Patrocinio de San José, 1948.

 R. G., S. I.

10
El adiós a Kotzebue

Nuevo destino

Una de las definiciones que mejor le cuadra a la Compañía de Jesús es


la que el mismo San Ignacio le dio en cierta ocasión, y es ésta: «Escuadrón
de caballos ligeros siempre desplegados y listos para el ataque».
Estaba yo en Kotzebue dándome la gran vida y con la ilusión de
 permanecer allí por lo menos unos 25 años, cuando un día de verano bajó de
las nubes el aeroplano correo con una carta del señor Obispo de Alaska, en
la cual se me mandaba disponer el baúl y las maletas y dirigirme a Nome,
donde debía embarcarme para Akulurak.
Por lo visto Akulurak nunca había dado el visto bueno a mi escapada a
Kotzebue tres años ha.
Las viejas del Yukón deseaban oírme imitar los sonidos eskimales, los
viejos ansiaban volver a escuchar historias inverosímiles y cuentos tártaros;
los chicos suspiraban por más capítulos del Quijote; las chicas no se
hallaban sin el acordeón y las tonadas granadinas; las monjas amenazaban
con huelga de brazos caídas si no les daba yo los Ejercicios de San Ignacio;
los ajedrecistas querían romper lanzas cuanto antes con el Padre español y
hasta les cachorros aullaban y gemían la ausencia del que les había tratado a
cuerpo de rey en los dorados días de su infancia zalamera y gordinflona.
Y cada vez que el Sr. Obispo les visitaba, se reanudaban los lamentos,
hasta que el Prelado se cansó y decidió cortar por lo sano nombrándome
Superior del distrito de Akulurak. Así se hartarían hasta empalagarse.
Al leer la carta en mi cocina de Kotzebue me quedé de una pieza. No
había más remedio que echar a volar y dejar el nido. Era por la tarde.
Aquella noche, inútil es decirlo, no pude prender los ojos.

Raquel, la rústica

La primera en enterarse fue Raquel, la Vieja eskimal que anduvo y


desanduvo todas las lomas del Polo Norte hasta que se estableció en Kotze-
 bue, donde tuve el honor de admitirla en el seno de la Iglesia.

11
En los dos años de recepción de Sacramentos y vida católica práctica,
Raquel llegó nada menos que a las cumbres nevadas de la Mística. Lo sé
 porque he leído y releído a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz y pude
comparar lo que allí leí con lo que Raquel me contaba en la cocina.
Las ansias que tenía de comulgar eran tales que se despertaba a media
noche y ya no podía conciliar el sueño. En su camastro destartalado se
engolfaba en una unión con Dios que la abrasaba y la hacía respirar 
aceleradamente.
Al oír la campana se echaba a la calle, aunque rugiese una tormenta
fenomenal, y llegaba toda fatigada y tiritando de frío. Ya sabía: al entrar iba
derecha a la estufa y se calentaba. Era éste un mandato expreso, pues de lo
contrario se quedaba en un rincón para mortificarse ofreciendo a Dios el
tembleque de miembros ateridos y el típico rechinar de dientes.
Durante la Misa llenaba de lágrimas por lo menos un pañuelo; algunos
días llenaba dos. Como ella no tenía pañuelos y se los daba yo, me era fácil
llevar la cuenta de los que llenaba.
Un día le amenacé con darle una toalla, y nos reímos cerca de media
hora.
Poco después de recibir la Sagrada Comunión, no cabía dentro del
cuerpo y tenía impulsos e ímpetus de levantarse y saltar, o por lo menos de
moverse o hacer algo.
Aquella cara feísima y arrugada se revestía entonces de un brillo y una
luz que inspiraban reverencia y un como temor sacrosanto o también algo
así como veneración sagrada.
Acaecía con frecuencia que al conversar casualmente conmigo sobre
temas religiosos, me contaba sus experiencias y se explayaba describiendo
detalladamente los efectos de la gracia santificante, que si no lo hubiera
estudiado yo en Teología me hubiera quedado en ayunas.
Cuando oyó hablar de monjas y de los votos religiosos, la pobre sufrió
verdaderas torturas de espíritu defraudada, como ella decía, nacida y criada
en el paganismo y dada en matrimonio sin haber oído hablar jamás de las
vírgenes del Señor.
Cuando me oyó hablar de las Religiones donde las monjas, blancas
como palomas, adoran a Jesucristo Sacramentado expuesto diariamente en
sus altares, quedó como herida de muerte hasta el punto de amedrentarme
seriamente. ¡Y que hubiera ella perdido todo eso!
Para cobrarse en alguna manera, nunca dejaba pasar un día sin hacer 
12
una visita larga al Sagrario de Kotzebue. Se arrodillaba junto al co-
mulgatorio y se eternizaba en coloquios en eskimal purísimo con Jesucristo,
que ciertamente entiende la lengua eskimal. Hablaba alto y yo la oía desde
mi despacho dentro de casa.
Su marido, también católico, no entendía de misticismos y un día salió
con la petenera de que no quería confesarse porque el Padre era un hombre
con pantalones como otro cualquiera y solo Dios puede perdonar los
 pecados. Los hombres no pueden perdonar pecados.
Raquel le rogó que fuera a la iglesia y se lo preguntara al Señor.
Mientras él iba, ella oraba por él; y cuando el buen hombre entró en la
Iglesia y con los ojos en el sagrario preguntó si yo podía perdonar los
 pecados de la gente, oyó a la estatua del Sagrado Corazón decir en voz alta:
 —«Sí puede».
Con esa respuesta tan categórica ya no lo volvió a dudar y Raquel vino
a mi cocina loca de contenta a comunicármelo.
Yo pasé el resto del día sumamente pensativo.

Un día difícil

Más pensativo me quedé otro día cuando Raquel me vino a preguntar 


qué me había ocurrido el domingo durante la Misa.
Resultó que tuve dificultad en encender la estufa y encima me
chamusqué los dedos. Luego tropecé no sé dónde y me di un trompazo no sé
cómo. Además la noche anterior había dormido en una postura que me dio
tortícolis. La borrasca de nieve metía los copos por la chimenea y tuve que
habérmelas con no sé qué goteras. Todo en las dos horas que precedieron a
la Misa.
Malhumorado y con cara por demás avinagrada comencé a celebrar 
hecho un ovillo de quejas y líos.
Al empezar el sermón los nenes se pusieron pesadísimos lloriqueando
y echando rabietas a cataratas; todo lo cual acabó de colmar la medida y sin
género ninguno de duda, dejé traslucir al exterior el enojo que me consumía
 por dentro.
Cuando luego me vino Raquel a pedir cuentas, ya empezaba yo a
acusarme con toda sinceridad de mi falta de vencimiento; pero ella me cortó
el vuelo para decirme con un aplomo desconcertante que, mientras
 predicaba, salían de mi rostro oleadas de rayos de luz, etc., etc., y como
13
 preguntase ella al Señor qué significaba aquello, oyó por respuesta que el
Padre en el púlpito representaba a Dios y que todo lo que él dijese debía ser 
recibido como dicho por boca del mismo Dios.
Desde entonces Raquel está dispuesta a caminar leguas y más leguas a
trueque de oír un sermón. Yo me quedé con un pánico formidable. Mientras
yo estaba hecho una madeja de zozobras en mi interior, Dios se valía de mí
como de un instrumento para labrar las almas a mí confiadas. Mientras yo
amontonaba leña en el purgatorio, les ayudada a ellos a quitar de la suya.
Misterios dignos de ser ponderados, y que ya a San Pablo le atemorizaron
cuando descubrió que era posible ayudar a otros a salvarse mientras uno
mismo podía condenarse.

Los eskimales y lo sobrenatural

Y una borracha famosa de Kotzebue se convirtió a mejor vida porque


dice que, al volverse el Padre a decir  Dominus
 Dominus vobiscum, no tenía rostro de
hombre, sino de ángel, y que también ella quería tener rostro de ángel como
aquél.
El anciano obispo de Alaska está convencido de que Dios nuestro
Señor habla a esta gente sencilla con visiones, hablas audibles, representa-
ciones y otras señales externas con las que les es fácil entender lo que nunca
entenderían con explicaciones abstractas.
Para ellos todo es concreto: peces, renos, ballenas, el cuchillo, las
 botas, etc., y si Jesucristo está realmente en el sagrario, esperan con toda
sencillez verle y oírle; y Jesucristo es tan bueno, tan humano y tan asequible
que se deja ver y oír y con eso se robustecen en la religión.
Unaa mujer
Un ujer vio al de demo
moninioo div
diverti
ertirs
rsee a la pu
puer
erta
ta de la igle
iglesi
siaa
 protestante, y desde entonces se nos vino dispuesta a creer a carga cerrada
todo cuanto diga una religión cuya iglesia no tiene demonios tomando el
fresco a su puerta. Maravilloso.

Las despedida

Digo, pues, que, cuando le dije a Raquel que iba a embarcarme para
Akulurak, se dejó caer en un banco y quedó unos cinco minutos como quien
ha sido herido por el rayo.
Al volver en si confesó que temía perderse sin mi ayuda; pero yo la
14
conforté con la nueva de que dentro de un mes tendrían en Kotzebue al R. P.
Pablo Ocónnor, S. J., veterano misionero de las tundras alaskanas, muy
amigo de los indígenas, gran teólogo, todo amabilidad, etc., etc., y que él
continuaría mi obra con ventajas.
Tanto ponderé la virtud de mi sucesor que Raquel se aquietó, y con
eso respiré. Como yo era el único sacerdote que había tratado, se había ima-
ginado en su ignorancia que los otros eran diferentes y que tal vez la irían a
morder o algo así. En las lomas del Polo Norte ocurre todo lo ocurrible y
algunos ocurribles más.
Mi gran amigo Luis Reich, el ballenero de 1896 y maestro de obras en
la construcción de la iglesia de Kotzebue; el gran bienhechor de todos los
Padres y su mejor defensor en las tertulias animaloides de los blancos; mi
vecino Luis, que se enojaba si dejaba pasar dos días sin visitarle en su cama
donde yacía con sola una pierna y con el aparato digestivo descompuesto,
cuando me oyó decir que había recibido órdenes de salir para Akulurak,
clavó en el techo una mirada alelada y luego reaccionó para asegurarme que
iba a morirse antes de que llegase el barco, pues quería que le enterrara yo y
que rogase por él en mis misas cotidianas.
Y como lo dijo lo hizo.
Tres días antes de que arribase el barco, expiró en mis brazos,
habiéndome dejado en el testamento un abrigo de pieles que no hay más que
 pedir. No deja de impresionar tener que enterrar a un amigo entrañable en
aquel remoto camposanto del Polo Norte.
Los últimos días todos me invitaban a comer o a cenar, incluso aquel
famoso tabernero de antaño que ahora quería echar la casa por la ventana de
gozo por verme partir de aquella población que él reputaba por coto suyo y
de nadie más. Me guisó un banquetazo que todavía al pensar en él se me
hace la boca agua.
 Nos reíamos como dos compadres de lo más campechanos, mientras
 por dentro abrigábamos pensamientos totalmente diversos para que en la
tragedia no faltase su dosis de comedia.

15
II

Camino de Akulurak 

Por fin llegó el día y tuve que consumir e Santísimo Sacramento.


Kotz
Ko tzeb
ebue
ue qu
qued
edab
abaa tempo
temporal
ralme
ment
ntee sin más
más gu guard
ardas
as qu
quee aq
aque
uell
llos
os
demonios que jugabais al truco a la puerta de la iglesia protestante.
Hubo las despedidas de rúbrica y salté a la lancha que me había de
llevar al barco que flotaba mar adentro. Me dieron un camarote diminuto y
en él me acosté a devorar penas y pesares.
Siguieron varios días de navegación por aquellas bahías árticas con un
cielo plomizo y rebaños esporádicos de ballenas blancas que jugaban al
escondite sin parar mientes en la cercanía
cer canía de nuestro barquito mugidor.
Cansado de posar los ojos en agua revuelta, en cielo pardusco y en
costas peladas, la emprendí con la maleta de libros que me envió del Japón
el R. P. Bizcarra, S. J., más otros libros españoles de diversos puntos de
España.
Allí me enteré detalladamente de cómo y por quién se hizo el CARA
AL SOL; quiénes fueron Raimundo Ledesma, José Antonio, Onésimo Re-
dondo, Ruiz de Alda y otros «camisas viejas» del Movimiento; cómo vivían
en la Cárcel Modelo los fundadores de la Falange y cómo se escaparon
Serrano Suñer y Raimundo Fernández Cuesta. Allí pude leer y saborear los
discursos del Caudillo, los de Suñer, los del camarada. Raimundo y los de
Pemán.
Estos libros los llevó al Japón el general Castro Girona y no pararon
pa raron de
rodar hasta que llegaron ufanos y alegres a mis manos en las lomas del Polo
 Norte, frente a Siberia y el Japón.

«Carlos María»

También me solacé con la lectura de la biografía del marino y aviador 


Carlos María Rey Stolle Pedrosa, escrita por su hermano
hermano el publicista
publicista Adro
16
Xavier.
En los primeros años de mi vida religiosa me familiaricé con las vidas
de centenares de varones espirituales e ilustres, escritas por varones asimis-
mo espirituales, que cometieron el error de pintar únicamente el lado
espiritual, dejándonos por el mero hecho desconsolados al pretender 
querernos equiparar a ellos y descubrir que todos nacieron, vivieron y
murieron en estado de gracia sin haberse impacientado jamás, sin haberse
distraído en la meditación, sin haber faltado a la caridad ni por pienso y,
como vulgarmente se dice, sin haber roto un plato.
¡Vaya que los rompieron! Pero sus biógrafos lo callan. Por eso las
figuras resultan imperfectas. El buen pintor pone sombras en el cuadro, y
esas sombras mezcladas con los celajes de luces y colores bellos producen
un todo perfecto y acabado; porque solo Jesucristo pudo encararse con sus
 propios enemigos y retarlos a que adujeran un solo pecado suyo.
Adro Xavier nos pinta con mano maestra la figura acabada y perfecta
de su hermano soldado de Franco, soldado que gustaba de piropeos y que así
llevaba el palio en una procesión o ayudaba a Misa como partía en dos de un
cañonazo al «Almirante Ferrándiz» en las aguas del Estrecho.
Joven admirable, querido de jefes y compañeros, condecorado por su
  bravura en la captura del «Mar Cantábrico», teniente aviador pulcro y
esforzado, que mereció formar parte en la celebrada «cadena» que pulverizó
las trincheras del Ebro y otros frentes, galanteador de pro que no bailaba
aunque sabía hacerlo muy bien, siempre en busca de una mujer que pudiese
satisfacer sus ansias de felicidad espiritual y humana, joven de Comunión
diaria y que poco antes de morir en un accidente de aeroplano pudo escribir 
en sus apuntes secretos que no tenía conciencia de haber cometido jamás un
solo pecado mortal.
La vida de Carlos María, marino y aviador, debiera ,ser leída por todos
los jóvenes, y la biblioteca que no haya pedido un ejemplar —o varios— es
y será una biblioteca manca y perniquebrada.

A bordo del «Meteoro»

Con estas lecturas sanas servidas en un español impecable crucé


 bahías y más bahías en aquel vaporcito correo por nombre «El Meteoro»,
hasta que una mañana lloviznosa amanecimos en el puerto de Nome.
Dije Misa en la iglesia grande, que allí tenemos, y tuve oportunidad de
17
visitar a varios amigos y conversar pausadamente hasta que «EI Meteoro»
me avisó que estaba a punto de salir para San Miguel.
En esta travesía no me fue tan bien como me fue hasta Nome. Se
levantó una tormenta regular y me mareé bastante. ¡Qué ironías tiene la
vida!
Al cabo de tres años de cocinar en Kotzebue, harto de pelar patatas y
echar sal en las alubias, me encontré con que el cocinero de «EI Meteoro»
era de lo mejor que he visto y gustado. Nos hicimos amigos el primer día y
hasta ayudé a fregar las ollas y platos. Él me lo remuneraba guardándome
los bocados más exquisitos y visitándome cien veces en mi camarote para
llevarme todo género de golosinas.
Ahora, con el dichoso mareo, tuve que someterme a una dieta rigurosa
de ayuno y abstinencia.

Una tormenta en el Golfo

El tufillo de la cocina incluso empeoraba la situación.


Cerró la noche al salir del puerto de Gólovin, al Sur de Nome, y el
capitán creyó que la tormenta no era peor que otras bandeadas con éxito; por 
eso decidió lanzarse a cruzar el golfo en línea recta hasta San Miguel.
Fue aquella la peor noche que pasé desde que nací. Me acordé del
 profeta Elías cuando pidió la muerte que viniese ya, pues no vacía la vida la
 pena de vivirse.
El infame «Meteoro» se balanceaba como cascara de nuez en alta mar.
Fue tal el zarandeo que llevé en aquel camastro estrecho y oscuro, que me
 pareció entonces más humano y tolerable hundirme de una vez y poner fin
al tormento.
Sin embargo, cuando una racha de viento enfilaba una ola contra el
casco y el barco se sepultaba unos segundos en la espuma, deseaba salir a
flote y seguir tirando aunque fuese con las entrañas hechas picadillo.
Al filo de la media noche la situación empeoró notablemente. El agua
se nos metía por todas partes impelida por el huracán, y «El Meteoro» era un
columpio en actividad. No tuve más remedio que agarrarme bien a los
muelles de la cama y sobrellevar el zarandeo.
Hubo momentos difíciles. No quedó en su sitio ningún objeto movible.
El ruido de cacerolas lanzadas contra las paredes era por demás deprimente.

18
Por fin, me llegué a convencer de que el barco se hundiría de un
momento para otro, y en aquella oscuridad apretada e infernal comencé a fi-
losofar sobre los vaivenes de la vida.
Dejar a España y venir al fin del mundo para morir ahora en las aguas
salobres de este golfo desconocido, ahogado como una rata en una ratonera,
lo mismo que las ahogaban en mi pueblo en las ratoneras de alambre, donde
las pobres forcejeaban ferozmente hasta que se ahogaban y se convertían en
 basura.
Desde entonces «El Meteoro» se llamó «La Ratonera».
Recé varios actos de contrición y ofrecí una Misa en acción de gracias
si «La Ratonera» se salvaba del naufragio y me salvaba.

En San Miguel

A las nueve de la mañana entrábamos triunfantes en la bahía rasa y


 pacífica de San Miguel. Al saltar a tierra, creí que estábamos sufriendo un
terremoto. Los pies me fallaban y la cabeza lo veía todo doblado y
tresdoblado, y cuando me senté en una silla me pareció qué soñaba.
Dos rapaces me ayudaron a llevar las maletas a la casa de la Misión
limpia y aseada. El Misionero del distrito, el belga P. Lonneux, estaba
ausente.
Al poco de tomar posesión comenzaron a llegar cristianos. No sé cómo
se esparció el rumor de que yo era el Obispo, y así me lo preguntaron a que-
marropa:
 —Pero, vamos a ver —les dije—, ¿tengo yo cara y facha de Obispo?
Y efectivamente, con sólo mirarme de arriba abajo, se convencieron de
que no, que era imposible que yo lo fuera.
Los cristianos seguían viniendo.
Entre ellos había varios ex alumnos de Akulurak que habían estado
 bajo mi férula cuatro años hacía y que acababan de dejar la escuela. ¡Qué
crecidos estaban! Y ellas ¡qué desarrolladas!
Allí me enteraron de Fulano, Zutano y Mengano, hasta que pasamos
revista a todos los habitantes del distrito.
Se me partió el corazón al oír tantas muertes, tanta gente ahogada,
tantas viudas, tantos enfermos y tanta necesidad. Se me inundó de gozo el
alma al oír otras noticias más consoladoras, que de todo tiene que haber en
19
la viña del Señor.
La lengua de aquí era la lengua misma de Akulurak, distinta de
Kotzebue, y me era grato volver a oír sonidos amigos, los mismos sonidos
con que tuve que batallar a mi primera llegada al país de los eternos hielos.
San Miguel está en una isla vastísima separada del continente por un
canal natural, que juraría uno ser artificial por la proporción simétrica de sus
márgenes a lo largo de kilómetros y más kilómetros.
En los buenos días de 1900 y hasta 1915, San Miguel llegó a tener 
12.000 habitantes. En la actualidad no creo que pasen de 150.
Da lástima ver tantos edificios abandonados, tanta madera que se
 pudre, tantos vapores fluviales en ruinas sobre el barro arenoso ele la costa,
tanta desolación y la convicción íntima de que aquello no volverá a
resucitar.
Allí está, viniéndose a tierra, la iglesia rusa ortodoxa del tiempo de los
Zares, remedo acabado de las catedrales que aún se ven en las fotos de
Moscú y otras ciudades de la Rusia soviética.
Fue un tiempo sede episcopal y centro misionero muy activo en la
desembocadura del Yukon. Hoy es un fósil. Ni siquiera quedan ortodoxos.
El célebre P. Sifton, de grata memoria, entró a saco la población, y hoy son
todos católicos.
Tuve confesiones por la tarde y al día siguiente tuvimos una Misa de
Comunión muy devota. Durante el día estuvo la cocina llena de visitantes
que me entretuvieron amenísimamente. Permanecí con ellos tres días. Tres
días de paz octaviana en un ambiente de amistad y comprensión mutuas.
Esta gente es católica. Estos son de los nuestros. Kotzebue no lo es
más que a medias o a terceras partes, y el cambio se nota en seguida. Esta
gente tiene fe y la práctica. Benditos sean.

Camino de Hámilton

Dejé a San Miguel en el «Mildred», vaporcito muy mono que iba con
un cargamento de madera para Hamilton, exactamente el término de viaje
por el gran Yukón. •
Fueron dos días placenteros doblando cabos con nombres rusos
terminados en off , y subiendo río arriba contra la majestuosa corriente que
formaba remolinos por todas partes Como para indicarnos la profundidad de
las aguas.
20
Acá y allá en las orillas se veían campamentos de pescadores que
oreaban el salmón recién cogido y cortado. Cada campamento nos recibía
con la consabida música canina indispensable en el país de los eternos
hielos.
Llegamos a Hamilton. Me instalé en la casa e iglesia del P. Lonneux.
También aquí vino a recibir los Sacramentos la población en masa. Éramos
todos gente conocida de antiguo.
A los pocos días de espera, llegó por mí el Hermano Feltes, famoso
aviador de nuestro aeroplano que tuvo la suerte de no estar en él, cuando
cayó y se estrelló en el aeródromo de Kotzebue en octubre de 1930.

Impresiones gratas

Ahora comenzaron las impresiones. El antiguo barco del H. Murphy


acababa de ser sustituido por otro casi el doble de grande, modernísimo, con
un motor que zumba lo mismo que el de un aeroplano, y que fue bautizado
con el evocador nombre de «El Sifton».
Fue un apretón de manos por demás efusivo el que nos dimos el
Hermano y yo.
Después de trece meses sin ser visitado por ningún Jesuita, al verme
ahora en aquel hermoso barco, que por el mero hecho quedaba bajo mi
custodia y responsabilidad, al oír al Hermano llamarme P. Superior con la
gorra reverentemente cogida en las manos encallecidas de trabajar en
Akularak, y al enterarme de que me estaban esperando todos
impacientísimos se me dilató el corazón y se me anublaron las pupilas y creí
que despertaba de un profundísimo sueño.
Venían con el Hermano dos rapaces grandecitos que cuatro años antes
había dejado yo pequeñucos y poco menos que inútiles.
Había en el almacén de Hamilton una caja de naranjas con unas 16
docenas; sólo una caja. Pregunté al Hermano con una mueca socarrona si
tenían naranjas en Akulurak y me respondió con unos ojazos muy abiertos:
 —¿Naranjas? ¿Qué son naranjas? ¿Esas cosas redondas y amarillentas
que se comen? No, Padre, es fruta prohibida.
Le respondí que no había tales prohibiciones, que íbamos a echar la
casa por la ventana consumiendo todas y cada una de las naranjas
contenidas en aquel cajón.
Y así fue.
21
Hay que hacer algo gordo, siquiera una vez en la vida. Cualquier 
valenciano hubiera hecho otro tanto y tal vez más. Y lo que son las cosas:
cuando el almacenista se enteró de que pensaba yo celebrar mi entrada en
Akulurak con aquella caja de naranjas, me la regaló.
Al buen señor (que es ateo) le aseguré, dándole palmadas en los
hombros, que, por aquel acto de generosidad, Dios le va a convertir a Sí un
día de éstos y le va a preparar un trono elevadísimo en el cielo.
 Nos reíamos a carcajadas: él muy dudoso, y yo muy confiado.
Como en agosto no hay aquí noche propiamente dicha, salimos de
Hamilton a las seis de la tarde.

Acercándome a Akulurak

Amanecimos en Kwigyk, donde se reunieron 40 personas para la


Misa, que fue precedida de un sermoncito nada corto, pues aquella aldea,
hacía mucho tiempo que no habla sido visitada.
De allí nos dirigimos a otra aldea próxima donde también tuvimos una
reunión muy consoladora.
La «quinta columna» espiritual (si vale la frase) me informó que Jorge
y su mujer estaban separados y que habían puesto a los hijos pequeños en
Akulurak.
Dos errores que había que subsanar inmediatamente, pues, si los niños
son muy pequeños, resultan un estorbo que hay que evitar a toda costa a no
ser en casos de absoluta orfandad.
La reunión con Jorge y su costilla duró casi dos horas. Aquella
eskimala tenía un genio endemoniado y no había modo de meterla en
vereda. Jorge era bonachón y deseaba a toda costa hacer las paces, pero ella
seguía refunfuñando y ladrando con ojos de culebra pisada en la cola.
Todas mis sonrisas, toda mi amabilidad, toda mi campechanería
fracasaron rotundamente hasta que cambié de tono y me puse hecho una
verdadera furia con muchos puñetazos en una mena destartalada y mucho
cocear el suelo con ademanes pavorosos.
Esto dio un resultado colosal. La buena señora amainó velas y quedó
  blanda como cera. En menos que se tarda en decirlo se miraron
comprensivos e hicieron las paces.
 No bastaba eso. Yo mismo los llevaría en «El Sifton» a la Misión de

22
Akulurak para que volviesen a casa con los nenes.
El paseo en aquel barco tan nuevecito les pareció de primera. Subieron
a bordo y quedaron hechas las paces.

Los dos rapaces de Pugumuvik

A corta distancia estaba la aldea de Pugumuvik, católica toda ella.


Otra visita que pudiéramos llamar apostólica y el encuentro con dos
huérfanos, mantenidos por el abuelo, ya bastante anciano. Aquellos niños
iban a ser míos en adelante.
El abuelo, encantado; pero cuando los chicos de 9 y 10 años,
respectivamente, oyeron que me los iba a llevar, se metieron debajo del
camastro y gritaban como si los fuéramos a desollar. Costó un triunfo
sacarlos de aquella madriguera.
Cuando les tuvimos en el medio de la choza el Hermano agarró a uno
y yo agarré al otro. N molieron a patadas las canillas, pero logramos
arrastrarlos hasta el barco.
La abuela, muy anciana la pobre, me rogó que los atara, no fuera que
se tiraran al agua. Lo decía llorando de pena y de gozo; de pena, al oírlos
llorar tan rabiosamente; de gozo, al pensar en lo bien que les iba a ir en
Akulurak. No fue menester atarlos, aunque si los vigilamos por si acaso.
 No sabían cómo se llamaban, cosa que no nos extrañó. Se llamaban lo
que se llaman todos la eskimales, Usok, que quiere decir: oye, tú.
Los pobrecitos estaban hechos una miseria, descalzos, rotos, sucios,
 piojosos, y ahora con los ojos hinchados por el llanto.
Cuando estábamos en plena marcha les guisamos una buena comida
con carne y patatas, pan, mantequilla y té con azúcar. Creían que era para
nosotros. Cuando les mandamos sentarse y comer, se miraron atónitos y no
acababan de entender.
Por fin, embistieron con los platos, y el mayor, al tomar el primer 
 bocado, dijo en eskimal una frase que en español, pudiera traducirse pos: — 
Atiza, chico, ¡qué rico está esto!
El pequeño se animó con eso y los dos se dieron el gran banquete.
Arrebañaron los platos con visible gusto y luego comenzaron a deponer su
actitud hostil y a familiarizarse con nosotros. Es imposible odiar a nadie
después de una suculenta comida. Todo se puede temer de un hombre

23
hambriento. Los yankis dicen que la barrera entre el hombre y el tigre son
tres comidas. No sé si dicen verdad o no; me limito a citarlos.
 Nosotros llamamos a los rapaces de Pugumuvik Pedro y Pablo, y con
ello se quedaron hasta el día de hoy.

24
III

Toma de posesión
Hicimos otras visitas a aldeas circunvecinas, donde no ocurrió
incidente alguno, y luego viramos en dirección a Akulurak, adonde llegamos
ya muy atardecido.
Desde lejos pudimos divisar los edificios con toda claridad, y a medida
que nos acercábamos se iban perfilando los detalles, hasta que distinguimos
la gente esperándonos a la orilla del río: las monjas, las chicas, el P.
O'Connor, los rapaces y la gente de la aldea.
Fue una recepción muy cordial y efusiva. ¡Tantas caras conocidas y
tantas caras nuevas!
El P. O'Connor me puso al tanto de los negocios en una charla muy
animada hasta mucho después de medianoche, y al día siguiente me escuchó
 por espacio de cuatro horas sobre el estado de cosas en Kotzebue, adonde
acababa él de ser destinado.
Dos días más de toma acelerada de posesión y el buen Padre salió de
Akulurak, camino de las lomas del Polo Norte. Dos operaciones de hernia le
habían dejado paliducho y muy debilitado, y se creyó que la vida pacífica y
  patriarcal de Kotzebue le habría de restablecer la salud perdida, como
  probabilísimamente acontecerá; pues allí no hay viajes en trineo ni en
vapores, y en cambio hay una casa perfectamente acondicionada para los
rigores del clima con buenas estufas, buena cama, mucho silencio, mucha
 paz y dos almacenes bien repletos que venden de todo. Se fue el Padre
O’Connor.
También fue destinado a Holy Cross el Hermano Feltes.
Los tres Hermanos destinados a Akulurak estaban a 500 kilómetros y
sin esperanzas de llegar en una buena temporada.
Tuve que cargar con todos los negocios y de la noche a la mañana me
vi hundido hasta la orejas. Las cinco horas que lograba destinar al sueño me
dejaban con unos ojos cargados y enrojecidos. Todo el día en pie y de la
Ceca a la Meca

25
En la nueva faena

El invierno se nos venía a uña de caballo y había que prepararse para


recibirlo; es decir, había que retocar los edificios, las estufas, las chimeneas,
la indumentaria, la perrera, etc., etc.
Los trabajadores que nos habían ayudado a pescar el salmón, venían
continuamente por harina, manteca, té, café, pantalones, gorras, etc., y me
traían todo el santo día como burro de noria
Llegó el correo con un fajo preciosísimo de cartas que, unidas a las
que tenía sin contestar, formaron una pirámide más pequeña que las famosas
de Egipto, pero pirámide.
Para colmo de males aquél era el último correo de la estación, o sea,
que no había de haber correo a fines de Septiembre, ni en Octubre, ni hasta
fines de Noviembre. ¡Y mis corresponsales esperando impacientes siquiera
dos líneas! ¡Si pudiera yo hablar con cada uno de ellos por teléfono siquiera
cinco minutos! Pero no; no había más solución que tener paciencia y dejar 
que viniesen días y pasasen días.
Entonces discurrí escribir una tarjeta como respuesta a cada una de las
cartas, y pronto pude ver un fajo descomunal de tarjetas que habían de echar 
a volar por esos mundos y que habían de refrescar memorias si no satisfacer 
curiosidades.
Recuerdo que una mañana vino una madre con un niño tan enfermo,
que se murió a las pocas horas de llegar. Hubo que arreglar los funerales, el
ataúd, la poza, etc.
Por la tarde, dos novios fueron instruidos y a la mañana siguiente, en
Misa, se casaron como Dios manda.
Después del desayuno, se ahogó en nuestra aldea una moza de 22
años.
Ese mismo día tuve que organizar las mesnadas de trabajadores que
hablan de emplear un mes en hacer todo género de mejoras en la aldea,
 pagados por el Gobierno, pero bajo mi dirección. ¡Cuántas horas robadas a
ocupaciones que yo creía imprescindibles! Porque todo el mes de
Septiembre tuve que dedicar varias horas diarias a las dichosas obras.
¿Cómo escribir cartas? ¿Cómo escribir un articulejo (o varios) para el
simpático SIGLO DE LAS MISIONES? ¡Paciencia y amanecerá!

26
Un rato en la perrera

En un rato desocupado fui a la perrera a saludar a mis carísimos


cachorros. Ya no había tales cachorros.
Aquellos cuatro cachorros de raza superior, que habían quedado
llorando cuando yo salí de Akulurak en 1937, son ahora verdaderos
mastodontes que me miraron con el entrecejo fruncido como diciendo para
sus adentros:
 —¿Quién será este pájaro?
Los miré enternecido y les dije en español que su fama se había
extendido por todo el mundo y que eran tan conocidos como el bigote de
Stalin
A propósito; de los 15 perros crecidos hay un grupo con nombres de
 jefes de Estado o de políticos de actualidad.
 No sé quién tendría la ocurrencia, si el Padre O'Connor o el H. Feltes.
Y el chiste está en que ninguno de esos es el delantero. El delantero se
llama Nabo, y el que le sustituye a ratos se llama Jazmín, nombre poético si
loa hay.
Protesté contra el nombre de Nabo y quise cambiarle, pero los rapaces
me aseguraron que ya en tarde, y que no atendería. Nabo en inglés es turnip;
 pero para mi mentalidad española turnip es nabo, y yo nunca pude tragar un
nabo sin que me acometieran bascas violentas.

La cocina de Akulurak

Una de las ventajas incomparables que tiene el vivir en Akulurak, es


que no tiene uno que cocinar. Se acabó para mí el pelar patatas, el llorar 
cortando cebollas, el echar sal a ojo de buen cubero, el freír chuletas de reno
y (sobre todo) el fregar platos.
La cocinera de Akulurak, Sor Catalina, de 65 años, pero ágil y valiente
como si tuviera 35, es una cocinera de profesión y me trata estupendamente.
Todo se vuelve preguntarme si me gusté esto y aquello, si prefiero esto a lo
de más allá, si me sentará mejor de esta o de la otra manera.
Yo respondo que un hueso me basta y me sobra; que en Kotzebue me
acostumbré a ir a la cama sin cenar; que pan y queso con un vaso de agua es
suficiente para un misionero mortificado, y que mientras más cochifritos
27
tengamos acá en la tierra, más chamuscones tendremos en el purgatorio.
La pobre monja replica con ademanes y frases de dolor: que si el
mucho trabajo, que si la color, que si esto y que si lo otro, y el resultado es
una mesa limpia y bien repuesta aquí en las lomas del Polo Norte.
Vaya todo por las comidas de Kotzebue, cuando por pura haraganería
llamaba comida o cena a un cacho de pan con queso y unas pasas.

Una visita al cementerio

Ya no tenemos de cocinero al H. Kio, de buena memoria. Se nos fue al


cielo a los 70 años de edad y 50 de vida religiosa. El alma voló al cielo; pero
el cuerpo quedó aquí entre nosotros, a cien pasos de la iglesia.
Al atardecer se me fortalece el espíritu cuando doy una vuelta por el
cementerio, rezando el rosario, y leo en las cruces tantos nombres que para
mí son como de familia.
Uno tras otro, todos van a parar al altozano, y las hileras van siendo
cada vez más largas y tupidas; cruces iguales y blancas con nombres negros
y guarismos subrayados. Ya tenemos dos Padres y un Hermano.
Las monjas no tienen a nadie. Son más listas; cuando una envejece o
da señales de terminar la carrera, un telegrama da con ella en los Estados
Unidos, donde muere en una cama blanda rodeada de médicos y monjas y
suspiros y oraciones.
 Nosotros, los misioneros, morimos con las botas puestas y el abrigo de
  pieles bien abotonado, y esperamos la resurrección de los muertos
incorruptos en este subsuelo congelado, reliquia de glaciares prehistóricos
que ahora están cubiertos de musgo y forman la celebérrima tundra
alaskana.

El hielo del nuevo invierno

A fines de Octubre comenzó a nevar y los charcos se congelaron una


mañana de temperatura bajísima. Luego les llegó el turno a los lagos, y por 
fin el mismo río tuvo que ceder ante tanto frío, y abrigarse con una capa
gruesa de hielo que le convierte en una pista ideal para trineos.
Aquí, en casa, formamos dos trineos de siete perros cada uno. Por las
tardes los sacamos a entrenarse y a desperezarse del largo verano en que han
holgazaneado soberanamente.
28
Las primeras semanas sudan mucho y jadean que da lástima verlos;
 pero poco a poco cambian el pelo corto por otro más lanudo que les abriga
 bien y enseguida se hacen al trabajo.
Salen disparados como balas, pero vuelven con una cuarta de lengua,
tambaleándose e implorando misericordia. Se les da de comer un salmón;
luego se les da de beber y pasan la noche de un tirón, bonachones e
inocentes.
Al día siguiente, con las fuerzas debidamente reparadas, ladran y
forcejean con ruido infernal, pidiendo a coro salir a dar otra vuelta por la
  planicie repleta de maleza, medio sepultada en la nieve. Es una vida
famosísima ésta de Akulurak,

Los niños de las escuelas

Las escuelas funcionan maravillosamente. Tenemos 100 huérfanos;


niñas la mayoría, porque los niños valen para el trabajo mucho antes que las
niñas, y nunca falta un primo o un abuelo o un pariente lejano que adopta
con gusto al rapaz desamparado, con la esperanza de ponerle a partir leña a
los siete años y de hacerle visitar las trampas del bosque a los diez.
Estos niños son por demás dóciles y manejables. Aprenden en nuestra
escuela lo suficiente para leer y escribir con holgura y manejan la tabla de
dividir, que es a lo sumo a que llegan en matemáticas, por la sencilla razón
de que no necesitan más para el consumo diario en su vida patriarcal por las
lomas del Polo Norte.
Visten limpios y aseados; cortan leña, acarrean agua en cubos a
 propósito, juegan, corren, comen tres veces al día, duermen nueve horas y se
les ve crecer y desarrollarse. Los domingos vamos de caza, con mucha
gritería, y volvemos con una carga respetable de conejos.
Las niñas visten de uniforme en la iglesia, donde cantan con verdadero
 primor. Son todas muy chatas, con unas carotas muy aplastadas o redondas,
 pero muy sandungueras.
Hemos vuelto a las andadas del acordeón y los cuentos de duendes.
En las noches tenebrosas de invierno, mientras el viento azota
inclemente las paredes, nosotros nos divertimos adentro junto a la estufa,
escuchando vidas de Santos corregidas y aumentadas por mí mismo,
cantando himnos de todos los matices al compás marcial del acordeón,
oyendo cuentos famosos, y, en fin, entreteniéndonos inocentemente mientras
29
el globo terráqueo sigue rodando por los espacios interplanetarios.
Tengo la convicción de que Akulurak es un semillero de plantas que
Dios cultiva con mano paternal y que luego trasplanta a los jardines del
cielo para recrearse con el aroma de sus flores y el sabor placentero de sus
frutos. No me imagino a esta tundra vastísima sin la influencia bienhechora
de Akulurak, y se me ponen de punta los pelos al pensar lo que sería esta
gente sin el sagrario de Akulurak.
Y creo que con esto basta de generalidades sobre este distrito
simpático. Otro día, si Dios quiere, descenderemos a detalles y se los
comunicaremos gustosos a nuestros muchos amigos de España y ultramar.

30
IV

Diez preguntas
El Rdo. P. Antonio Irala, S. J., bien conocido de todos los lectores de
EL SIGLO DE LAS MISIONES me escribe rogándome le responda a once pre-
guntas que se le ocurrieron un día mientras viajaba en el tren por las llanuras
soleadas de Castilla.
Voy a ser sincero y voy a responderlas tal y como las respondería en el
lecho de muerte que es donde todo el mundo es (o debe ser) sincero y sin
doblez.

I.ª ¿Qué es lo que más le consuela en su labor 


misionera?

R ESPUESTA.— Pensar que estoy haciendo la voluntad de Dios, y no


como quiera, sino de modo tan singular y providencial; porque haber nacido
en un pueblo de León; haber sobrevivido castigos de profesores e
inspectores de muchacho; haber sido admitido en la Compañía de Jesús;
haberme ordenado de sacerdote con los yankis; haber sido enviado a las
lomas del Polo Norte a extender el Reinado de Jesucristo en un ambiente tan
extraño, y que me guste tanto esto aunque soy el único Misionero español en
esta región del fin del mundo... y esto y otras cosas que no hay para qué
enumerar, indican claramente que Dios nuestro Señor me quiso para aquí y
que aquí es donde debo vivir entregado en cuerpo y alma a la labor 
misionera. Este pensamiento es lo que más me consuela en mi vida de
misionero.

2.ª ¿Cuál es su mayor pena?

R ESPUESTA.— Mi mayor pena es mi impotencia para deshacer lo que


hacen los blancos. Ya he descrito en diversas ocasiones la labor desmorali-
zadora de estos blancos aventureros que no tienen más Dios que el oro y el
vientre y con su ejemplo estropean a los indígenas.
31
Ellos son los que han introducido el lado malo de la civilización, como
el divorcio, el aborto, el aguardiente, la indiferencia en materias religiosas,
el lujo necio y el juego, todo lo cual echa por tierra otros beneficios de la
civilización, como las escopetas, los motores de gasolina, las botas de goma
hasta la cintura, las estufas y la madera aserrada. El misionero forzosamente
tiende a deplorar lo primero y a pasar por alto lo segundo.

3.ª ¿Cuál es su principal anhelo?

R ESPUESTA.— Poder predicar en lengua eskimal con la misma facilidad


con que lo hago en inglés o lo haría en español. Los Misioneros de Alaska
venimos con el pecado original de no poder aprender la lengua lo
suficientemente bien para predicar con holgura sin la ayuda de un indígena
experto.
En primer lugar, el inglés lo va invadiendo todo con tantas escuelas y
tantos aventureros yankis, y sale uno del paso con esa lengua; y en segundo
lugar, como no hay lengua eskimal escrita, su aprendizaje queda confinado
exclusivamente a la práctica diaria que es muy escasa por la intromisión
forzosa y continua del inglés.
Una cosa es entender y chapurrear el eskimal, y otra muy distinta
levantarse delante de un auditorio y dispararles un sermonazo sin zozobras,
mugidos ni titubeos. Dentro de 25 años no creo que sea menester aprender el
eskimal, pues va desapareciendo visiblemente.

4.ª ¿Cuál es el proyecto que acaricia con más


cariño?

R ESPUESTA.— Levantar un edificio nuevo en Akulurak con cimientos


de maderos clavados 10 m. en el suelo eternamente congelado para que no
se nos ladee como el que ahora tenemos que está todo él doblado y retorcido
y saca todas las puertas y ventanas fuera de sus quicios.
Y una vez, que tengamos ese edificio hecho a prueba de derretimientos
  periféricos estivales, instalar una pesquera a estilo moderno que nos dé
10.000 cajas grandes de salmón con un rendimiento neto de 6.000 dólares
con los cuales nos podemos reír de todas las crisis y depresiones mundiales
y podemos dejar en paz a los amigos y bienhechores que con sus pobres
ahorros nos están manteniendo en este rincón del fin del mundo.

32
Las obras empiezan a ser planeadas, y, si una energía sabia y prudente
secunda esos planes, una mañana se levanta uno y se encuentra con la obra
terminada. Con la parte económica mejorada, la parte espiritual debería ser 
reforzada considerablemente; que ése es al fin y al cabo la razón de nuestra
 presencia en el país de los eternos hielos.

5.ª ¿Cuál es la conversión que más le ha


consolado?

R ESPUESTA.— Contesto sin vacilar que la conversión de Raquel


Manguyak en Kotzebue es la que me ha hecho la vida más risueña aquí en
las lomas del Polo Norte. Que la que ayer fue pagana, hoy sea mística, es un
salto que deja tamañito al de nuestro famoso Alvarado. Raquel Manguyak,
eskimala purísima, es hoy un alma favorecida do Dios de modo
extraordinario. Ya he hablado de ella en otras crónicas que, si no han visto
la luz pública, esperamos la verán pronto.

6.ª ¿Cuál ha sido el día más feliz en su vida de


Misionero?

R ESPUESTA.— Si mi madre estuviera ya en cielo, responderla a esta


 pregunta sin que me temblara el pulso; pero como no tengo noticia de que
Dios la haya llevado aún, lo hago con mucha carraspeos, muchos meneos de
cabeza y latidos muy acelerados del corazón. Es un secreto para los lectores
de EL SIGLO DE LAS MISIONES; pero allí va.
En cierto día de cierto año, cuando los lagos y ríos acababan de
congelarse y solidificarse razonablemente bien, sacamos nuestros dos
trineos por la tundra nevada y nos dimos el gran paseo. Se trataba de
examinar la índole de los perros nuevos, estudiar sus cualidades, sus tretas y
sus zorrerías y luego clasificarlos en los tres grupos de A, B y C.
Es ése un trabajo preliminar indispensable para la formación de un
trineo modelo que lleva a uno en volandas como quien dice.
Acabábamos de comer. Dos rapaces manejaban el trineo que seguía al
que conducíamos Elías y yo. Elías era un chico muy hábil de unos 14 años.
Llegamos a unos matorrales que circundaban un lago inmenso, helado
todo él y plano como palma de la mano. Exploramos el hielo y lo hallamos
firme. Nos echamos por la orilla y cubrimos una distancia enorme a carrera
33
tendida. Elías estaba sentado en medio del trineo, vuelto hacia mí y los dos
reíamos como embriagados por aquel placer inesperado. El trineo que nos
seguía, estaba a sólo 20 metros. Yo llevaba las manillas de nuestro artefacto.
Aquellos dos trineos parecían dos aeroplanos a toda marcha.

De repente, ¡plas! el hielo se resquebrajó. Mi trineo se hundió en los


abismos. Elías se agarró a la maroma de tiro de los perros. Cuatro canes, los
más próximos al trineo, se hundieron hasta las oreja. Lo único que yo pude
ver de Elías, fue la gorra que le tapaba orejas y cuello.
Los perros que aún estaban en hielo firme, no podían tirar porque, al
querer hincar las uñas, se resbalaban y caían de bruces. Elías y los cuatro
 perros desgraciados forcejeaban inútilmente con el agua hasta el cuello.
Yo, al hundírseme el aparato debajo de mis narices, me encaramé
sobre él, pero se hundió tan profundo que me vi dentro del agua hasta la
  boca. En traje de baño y en agua tibia hubiera yo dado una distancia
razonablemente larga, pero aquí, vestido de pieles y con botas hasta la
rodilla, veinte minutos después de comer, con bloques de hielo alrededor de
mí como si fueran avispas tras una cucharada de miel... la situación
cambiaba notablemente.
Digo, pues, que floté unos instantes y avancé hasta los filos del hielo
firme; extendí los brazos y el pecho sobre el hielo y, al querer levantarme, se
hundió aquel bloque y volvimos al agua a flotar, a avanzar, a extender los
 brazos y el pecho sobre los nuevos filos del hielo aparentemente firme.
Vuelta a resquebrajarse éste, y vuelta al agua, a flotar, avanzar, a
trepar hielo arriba, y vuelta éste a hundirse, y vuelta yo a flotar, etc., etc.,
34
 Nadé en dirección del trineo y quise encaramarme sobre toda la traílla
y salir de unos saltos, aunque hundiese a los canes, pero el peso de ropa
mojada no me dejaba lograrlo; además hubiera tenido que pisar la cabeza de
Elías y hundirlo definitivamente, cosa que no hubiera hecho yo jamás.
El trineo que nos seguía se alborotó tanto, los pobres chicos no
hicieron poco con retenerlo a distancia para no hacer una escabechina si se
hubieran acercado con nuevo peso.
Elías gritaba valientemente a los perros. Dos veces le vi
completamente debajo del agua en forcejeo con uno de los perros que no
gustaba verse tan asido a la soga de tiro.
Cuando después de superar una docena de bloques, me encontré con
que todos ellos fallaban y me daban el consiguiente remojón sin poder hacer 
 pie; con la ropa interior empapada en hielo, las fuerzas exhaustas, la suerte
de mí pobre Elías en la balanza, etc., etc., me convencí de que había llegado
mi última hora y, sin dejar de nadar con fuerzas salidas sabe Dios de dónde,
le dije a Jesucristo en español y en voz alta que era lástima perder a un
Misionero tan a lo bobo y a lo tonto; que si me quería para Sí, bien estaba;
 pero que yo intercedía por unos años más de vida misionera y reforzaba mi
 petición ofreciéndole allí mismo desde aquella marejada de hielos que me
envolvían, y ofreciéndoselo con la confianza mayor que podía tener: TODAS
LAS ORACIONES QUE SE HAN ELEVADO, SE ELEVAN Y SE ELEVARAN POR UN POR MÍ.
Añadí confusamente que cómo iba a desoír tantas oraciones como
elevan al cielo por mí los lectores de E L SIGLO DE LAS MISIONES.
Y ahora viene lo gordo. Terminar la oración y salir a manotadas, fue
todo uno. Conmigo, aunque a cierta distancia, salían triunfantes Elías, perros
y trineo. Salíamos dejando un rastro de agua que caía y resbalaba sobre un
hielo firmísimo y caminamos unos pasos más hasta que nos vimos seguros
en la nieve sobre la yerba.
Los dos rapaces habían logrado atar su trineo a un arbolillo y vieron
con pasmo cómo salíamos cuando ya nos creían perdidos irremisiblemente.
El mayor tomó a Elías en nuestro trineo y partió para casa.
Yo me acomodé en el otro y di órdenes dé salir pitando, pero los canes
tiraban tan desaforadamente al ver partir al otro trineo, que no hubo medio
de soltar la soga. Para mí, mojado, como estaba, cada segundo tenía un valor 
inestimable. No teníamos navaja...
Entonces salté del trineo, tomé la soga con las dos manos y —otro
milagro de primer orden— arranqué el arbolillo, o mejor lo debió arrancar el
35
Ángel de la Guarda, pues no acierto a concebir cómo un solo tirón sacó
tantas raíces.
Y ahora viene otra complicación: los perros no querían volver para
casa; querían más aire fresco por la tundra nevada, y, en vez de trotar como
acostumbraban, todo era volverse y hacer el oso y pararse a humedecer 
todas las matas por donde pasaban.
Todo mi sistema intestinal estaba paralizado, helado, pesadísimo,
muerto, como si no fuera mío; pero la respiración era normal así como
normales estaban la cabeza y el corazón.
Al llegar a casa el pasmo fue desusado, porque mi abrigo mojado y
con una capa de hielo pesaba tanto que a duras penas los Hermanos
Coadjutores podían levantarlo del suelo. Fue menester cortar las correas de
las botas que parecían alambres y no cedían.
Al meterme en la cama bien abrigado y con un buen vaso de vino creí
que estaba soñando.
La reacción fue tremenda con un sudor copiosísimo.
Pasé la noche con el cuerpo en la cama pero con el espíritu batallando
  bloques de hielo en un lago muy profundo y amanecí normal, sano,
restablecido, sin un síntoma de pulmonía ni de digestión ni de nada; si cabe,
salí más vigorizado con el ejercicio gimnástico que supuso la batalla, o
hablando más en cristiano, salí como los jóvenes del horno babilónico a
quienes no contristó ni chamuscó el fuego del tirano.
Todo se me volvía preguntar por Elías. Me aseguraban que estaba
 bien, pero quise comprobarlo yo mismo; por eso nada más levantarme fui al
dormitorio de los niños y me dirigí en línea recta a la cama de Elías que me
recibió con una sonrisa verdaderamente angelical.
 —Ven acá, Elías, hijo mío —le dije, echando los brazos al cuello— 
¿caíste en la cuenta de que nos pudimos haber ahogado? ¿En qué pensabas
todo aquel cuarto de hora que estuvimos en agua?
Elías me afirmó que nada más verse entre el hielo comenzó a rezar con
el corazón y a gritar a los perros con la lengua.
 —Bravo, Elías, bravo; eres un héroe.
Y gastamos cerca de una hora comentando el suceso y atando cabos.
Luego me ayudó a Misa; una Misa de acción gracias por el milagro de
haber salido, por el de haber arrancado el árbol, por no haberme helado en el
camino de vuelta con la brisa de frente, por no haber tenido una indigestión,

36
 por no haber tenido ni asomos de pulmonía, por no habérseme helado la
sangre, por no habérseme parado corazón, por habérmelas bandeado
exhausto con un abrigo que un hombre sano apenas podía mover, etc., etc.
La pregunta del P. Irala dice así: ¿Cuál ha sido el día más feliz en su
vida de misionero? Y yo respondo que aquel fue el día más feliz, porque no
se puede expresar con palabras el efecto tan saludable que causó en mi alma
semejante acontecimiento.
Entonces me convencí, si antes no lo estaba, que las oraciones de los
que en sus cartas me dicen que me encomiendan a Dios son reales, ver-
daderas, poderosas, eficaces. ,
Entonces me afirmé en el convencimiento teórico de que hay un Dios
que vela por nosotros. Aquel día lo pasé en el cielo, absorto en Dios, objeto
del amor paternal de Dios, lleno de amor de Dios, dispuesto a emplear 
únicamente en el servicio de Dios esta vida que él me acaba de devolver.
  Ni la primera Comunión, ni los votos religiosos, ni la ordenación
sacerdotal ni la primera Misa, ni todas esas gracias juntas produjeron en mi
alma el cambio que operó este milagro tan breve, tan limpio, tan natural y
tan casero. El cielo y la tierra pasarán, pero, con la divina gracia, mi
agradecimiento a Jesucristo por este milagro no pasará...
Recuerdo que al día siguiente descubrimos en los pantalones agujeros,
o mejor, cortaduras de hielo que tienen filos de navaja de afeitar. Asimismo
las manos tenían rasguños en todas direcciones. Se me perdieron en la
 batalla los guantes, que en paz descansen.
Los eskimales, que han visto ahogarse a tanta gente, venían a verme y
 —los muy supersticiosos— dudaban si yo era el Padre de verdad o un fan-
tasma. Por la noche tuvimos rosario y Bendición solemne en acción de
gracias. Coincidió ser día de fiesta.

7.« ¿Cuál es su recuerdo más grato?

R ESPUESTA.—La víspera de Pascua de 1940 en que una mestiza de mala


fama no podía termina la confesión a fuerza de sollozos y una borracha que
se nos había extraviado volvió al seno de Iglesia, se casó como Dios manda,
me mandó bautizar a sus dos hijitos y trajo al confesonario su marido, todo
ello en aquella tarde memorable.

37
8.ª ¿Cuál es la carta que más le he consolad?

R ESPUESTA.—Aquí el P. Irala me pone en apuro, pues me es poco


menos que imposible acertar con la verdadera respuesta. Si una madre tiene
siete hijos y ella es lo que debe ser y ellos son otro tanto ¿a quién de ellas
ama más esa madre modelo?
Para responder con toda franqueza, voy a descartar  las cartas de mi
familia, las de mis Superiores, las de mis amigos y las de los sacerdotes y
Religiosos o Religiosas, y voy a limitarme a una carta de persona
desconocida.
Quedo indeciso ante seis cartas que me han parecido las mejores por lo
francas y alentadoras. Las barajo, las echo a suertes y sale favorecida la de
una señorita barcelonesa cuyo nombre no tengo permiso para publicar. Dice
así con ligera omisiones:
«Muy Rdo. Padre:
«Sus artículos y cartas constituyen desde estos últimos años el mayor 
atractivo de EL SIGLO DE LAS MISIONES. No se lo digo para alabarle, sino para
alentarle a seguir escribiendo, pues por su artículos nos enteramos de la vida
de tantos Padres Llorentes esparcidos por el mundo infiel que no parecen
tener oportunidad de relatarnos sus andanzas como lo hace usted.
«¡Que hombres de talento como ustedes se oscurezcan y desaparezcan
del mundo civilizado sólo por amor a Jesucristo prueba mucho; porque
incluso el Religioso puede tener acá cierta comodidad de vida, pero no en
las Misiones! Yo creo que la causa de que sus escritos nos gusten tanto está
en que usted escribe con el corazón.
«No tema contarnos sus penas, aunque tenga tendencia natural a
hacerlo sólo con sus íntimos. Al leer su manera de vivir, me siento yo
confortada y animada a sufrir con más valor. Ya le dijo usted a Ceferino
dónde se encuentra el verdadero consuelo, sin embargo, la de la tierra no es
 pequeña ayuda, y a veces ¡tan necesaria!
«Padre, usted que tan cerca está de Dios y a quien tendrá tan propicio
 por haberlo dejado todo por Él, pídale que no se canse de mí y que algunas
de esas gracias que se le derraman, vengan a mi corazón en lugar de
desperdiciarse.
«Dígame, Padre, ¿cómo ha conseguido usted ser verdaderamente
feliz? Porque en su contestación a Ceferino dejó ver a las claras que lo es.
Para ser feliz en esta vida ¿tiene uno que ser Misionero? ¿Y los que estamos
38
imposibilitados de serlo? ¿No nos queda a los tales otro remedio que
consumirnos en esa ansia?
«Cuéntenos mucho de los eskimales ¿Por qué mueren tantos tísicos?
¡Quién pudiera estar ahí de enfermera! Y luego tanta nieve y tan blanca.
¿Por qué es imposible ahí la formación de un clero indígena? ¿Qué religión
tienen los paganos? ¿Son monoteístas? ¿Cómo soban las pieles? ¿Por qué no
les gusta a los blancos el aceite de foca?
«Bueno, si me pongo a hacer preguntas no acabo nunca. No es
menester que las conteste; ríase de ellas y échelas al cesto de los papeles.
Como no me conoce, no me importa; más aún, me acabo de resolver a no
darle mis señas para no obligar a cumplir su promesa de contestarnos a
todos.
«Tampoco me vaya a copiar parrafitos en el SIGLO DE LAS MISIONES,
 pues me los van a conocer y el pitorreo va a ser bueno. ¡Cómo me alegro
que quiera usted tanto a esos perros tan noblotes! también los quiero mucho.
«Y voy a terminar. Como no soy muy rezadora que digamos, no digo
que haga muchas visitas en espíritu a su sagrario de Kotzebue, pero debo
decirle que nunca le olvido en mis oraciones, aunque ya sé que son muy
 pobres. Pida mucho a Dios por su afma. en Cristo», etc.,
Esta carta es alentadora. El Misionero es esencia un ser abandonado y
necesita saber que no lo está en las oraciones de los fieles cristianos. Esta
carta es ingenua y espontánea. Es desinteresada hasta el punto de no poner 
la dirección y Dios ha querido (tal vez por eso) que le tocare la suerte de ser 
 publicada. Hace preguntas acertadas y pertinentes que facilitan mucho la
respuesta. Una carta como ésta hace un bien inmenso al misionero solitario
que llega a perder la noción del resto del mundo.

9.ª ¿Cuál es la cosa que más le hace falta?

R ESPUESTA.—En vestidos, nada; en comida, racimo de uvas andaluzas


imposible de hacer llegar aquí; en virtud, paciencia.

10.ª ¿Qué rasgo o delicadeza de un niño le ha


impresionado más?

R ESPUESTA.—Unos amigos argentinos me mandaron a Kotzebue un


mazapán grandísimo. Por desgracia tardó nueve meses en llegar y en el
39
entretanto enmoheció. Al sacarlo del paquete y verlo tan enmohecido hice
un gesto de extrañeza. El grupo de chiquillos que presenciaba la escena se
alarmó temiendo que lo fuera a tirar. Mientras yo dudaba hecho un ovillo de
indecisión, la rapacería gritaba y argüía que a ellos les gustaba aunque
estuviera mohoso.
Como yo no me inclinara del todo a dárselo, una rapacita de 8 años se
me acercó con ojos muy vivos y me dijo textualmente:
 —Padre, escuche, a nosotros, si está mohoso, nos gusta más que si no
lo está.
Entonces cedí verticalmente. Hay filósofas entre los eskimales. Hay
que retroceder hasta Cicerón para encontrar un modo tan bonito de reforzar 
el argumento.
Queda aún otra pregunta, pero ya he respondido a ella virtualmente en
las respuestas precedentes.
Vamos, con todo, a poner algunos puntos sobre las íes. ¡No me vaya
nadie a recomendar que tenga cuidado cuando vaya sobre el hielo! Ya lo sé
yo de sobra después de aquel famoso remojón. Se trató de poca cautela en
no haber aguardado un par de días más hasta que el hielo fuese más espeso.
Todos esos errores han sido subsanados.
La señorita barcelonesa pregunta cómo puede una mujer ser feliz sin
ser misionera. Respondo que toda mujer, como todo hombre, será feliz si
tiene conciencia de que está haciendo lo que Dios quiere y como Dios
quiere; sea eso remendar zapatos, cavar, educar los hijos, oír Misa, lavar la
ropa, ser sastre, etc., etc.
Una vieja lavandera puede agradar a Dios más que un Misionero. No
está la santidad en lo que uno es, sino en cómo lo es. San José fue carpintero
y San Isidro fue labrador.
He desobedecido su orden de no copiar parrafitos, porque querer 
encontrar a una señorita en Barcelona es peor que intentar buscar una aguja
en el pajar. A los hechos me remito.

40
V

Viaje a Hooper Bay


(Diciembre 1941)

Diciembre no es el mes más frío, ni mucho menos. El mes más frío


suele ser Febrero.
En Diciembre no se ha enfriado aún la corteza terrestre lo suficiente
 para hacer sentir su efectos de una manera notable. En Febrero, sí.
Entonces la periferia helada y la ausencia de calor solar se aúnan para
convertir las regiones alaskanas en un refrigerador gigantesco donde todo es
frío, sólo frío y nada más que frío.
Marzo también es malo; pero entonces comienza a brillar el sol, y,
aunque sea un brillo mortecino, al fin es luz solar que da la impresión de que
estamos en plena primavera.
En Alaska no hay cuatro estaciones como en los trópicos. Según unos,
no hay más que dos estaciones: la del hielo y la del deshielo. Según otros
hay tres: ocho meses de invierno, tres de primavera y uno de otoño.

A vueltas con el «Diario»

Hace algunos años publiqué mi  Diario del mes de Noviembre. Otro


día, si vivimos para contarlo, daremos a luz el Diario de otro mes hasta que
con el tiempo completemos lo más saliente de los principales meses del año.
Entiendo por principales los meses que nos revelen lo mejor de las
diversas estaciones, sean éstas dos, tres o cuatro. En éste, como en los demás
artículos, seguimos la táctica de contar detalles personalísimos, sean
internos o externos, ya redunden en honra ya en vituperio del autor, por 
aquello de que el día del Juicio nos hemos de ver todos las caras sin
mentiras ni hipocresías, ni reticencias, ni adorno alguno poético. Así los que
aspiren a Misiones sabrán con bastante certeza lo que les espera y podrán
41
 prevenirse de antemano contra peligros nunca sonados. Asimismo, si tienen
verdadera vocación, se animarán y ofrecerán gustosos sus vidas en defensa
del Reinado de Jesucristo acá en la tierra.
La vida del Misionero es como la de San Pablo, que por un éxtasis que
tuvo camino de Damasco, tuvo mil y un peligros a lo largo del
Mediterráneo. El mismo Jesucristo, si se exceptúa la noche del Tabor, no
estuvo una hora sin dolor de Pasión; y no es bien que los siervos reciban
mejor trato que su Señor. Hay que imitarle en la pena, para luego imitarle en
la gloria. Así, y sólo así, llegaremos a ser «otro Cristo».

DICIEMBRE

LUNES, 1

Un viaje inesperado

Después de una caminata penosa de cinco días llegó anoche el criado


del P. Fox, en trineo, y nos entera de que el P. Fox anda bastante alicaído y
hasta guarda cama de vez en cuando.
Esta noticia es alarmante; pues los que conocemos al P. Fox sabemos
que se tira a matar y no se acuesta jamás si no es a eso de media noche para
luego madrugar a hacer meditación arrodillado en el duro y frío suelo de su
 pobre residencia.
Me escribe rogándome le haga una visita para ayudarle a resolver 
varios problemas que trae entre manos.
Este inesperado viaje a Hooper Bay, donde reside, me deshace mil
 planes que tengo en la cabeza concernientes a la visita a mi propio distrito;
 pero la caridad fraterna se impone, y debo ponerme en camino, aunque me
da el corazón que voy a sufrir horrores en este viaje tan largo y en estación
tan poco propicia.
La nieve está aún muy blanda. Los lagos, y los hay a millares, semejan
espejos gigantescos tendidos en la superficie terrestre para que se vean la
cara las estrellas todas del firmamento.
Cuando hay mucha nieve, los lagos helados son carreteras naturales
 primorosas; pero ahora están sin nieve porque la barrió una tempestad, y los
 perros se resbalan por ellos y el trineo se zarandea lo suficiente para hacerle
a uno creer que la vida no merece la pena de vivirse.
42
Dejo al frente de Akulurak al P. Menager, quien dentro de una semana
enviará por mí al criado Sipari con el trineo de casa.
Empleo el día en preparativos. Botas, calcetines de lana, un par de
mudas, recado para celebrar, alimentos, papeles, una infinidad de
 pormenores... y, por fin, me acuesto ya muy de noche-resignado a lo que
venga.

MARTES, 2

La cabaña de Jorge

Hace un frío regular, pero eso se da aquí por supuesto.


Después del desayuno me cubro de pieles, doy los consabidos
apretones de manos a la gente que me rodea y me acomodo en el trineo del
Padre Fox. De los trece perros, cinco son verdaderos esqueletos y los
restantes no valen gran cosa. Mejor es tener siete perros bien alimentados
que trece muertos de hambre.
Salimos para Pastólik por una senda ni buena ni mala.
Al entrar en unos bosquecillos se levantaron unas bandadas de aves
norteñas y Jaime no puede resistir a la tentación; coge el rifle automático,
que le costó 90 pesos, y dispara en todas las direcciones sin dar paz a la
mano.
Las aves revolotean cerca y nos miran con ojos de admiración y duda;
la lluvia torrencial de las balas no da en el blanco ni por casualidad. Muy
cabizcaído, Jaime mete el rifle en la funda de cuero y proseguimos.
  Nueva bandada y nueva lluvia de balas sin dar en el blanco.
Proseguimos.
Tercera bandada muy nutrida y vuelta a los disparos.
Esta vez Jaime hiere a un ave muy chilladora y al ir por ella tiene que
correr y correr tras ella con muchos tropezones por la maleza.
Malhumorado, intenta dispararla a dos pasos, pero yo le lleno de denuestos a
voces y él prosigue la carrera tras el ave perniquebrada, que al fin coge y
trae al trineo viva, testimonio vivo de su habilidad irrisoria de cazador.
Llegamos a Kuijok, aldea de tres chozas, y hacemos alto para saludar a
la gente. ¡Pobre gente!
Entramos a gatas en la cabaña de Jorge, que es la primera del grupo. Si
43
hay en el diccionario una palabra más significativa que el vocablo
«apestar», ésa es la palabra que expresa de lejos el hedor nauseabundo de
aquel agujero asqueroso. El suelo está empedrado de pescado podrido.
Jorge tiene 65 años y su mujer Celedonia tiene por lo menos 70, pero
los dos pudieran pasar por nonagenarios a juzgar por lo encorvados,
arrugados, cegatones y chupados que aparecen.
Pasan el día sentados en una piel de reno con sendos botes al lado para
escupir. Una estufilla calienta a medias la estancia.
Los dos viejos viven en un mundo atrasado unos dos mil años. No
saben leer ni escribir. No saben si existen otros países fuera del suyo. No
saben si hay guerra, y aunque lo supieran, no saben quiénes son los rusos, ni
los alemanes, ni los japoneses, ni por qué luchan.
 No hay alrededor pueblos ni aldeas ni viajeros con noticias de última
hora. En la choza cubierta de nieve, aquel matrimonio ve pasar los días y los
meses y los años en una monotonía y silencio que el resto del mundo no
 puede ni concebir.
De vez en cuando cruzan unas palabras. Sigue un silencio muy largo,
interrumpido por una tos no cohibida, y el hombre al fin pregunta si vendrá
 pronto Lamberto con los peces.
 —¡Quién sabe! —responde la vieja, y sigue oyéndose el tic tac de un
despertador que va dos o tres horas fuera de camino.
Lamberto es un hijo adoptivo que se libró de servicio militar por inútil
y tonto. Con la leña que acarrea y los peces que coge debajo del hielo, viven
los tres en una pobreza que llega al límite y en una simplicidad que el
mundo no puede ni sospechar.
Después de llenar una cuartilla con notas concernientes a la edad,
estado y condiciones de los dos viejos, con el fin de conseguirles del
Gobierno una pensión de vejez, salí de aquella vivienda sumido en un mar 
de pensamientos varios.
Como esta choza eran las otras dos, sólo que los habitantes no eran tan
viejos ni estaban tan necesitados.
Dejamos aquel paraje solitario y reanudamos el viaje río arriba,
camino de Pastólik, por desiertos nevados.
Llegamos ya muy entrada la noche. Nos hospedamos en el almacén
que tiene allí la «Compañía Comercial Norteña», regentado en la actualidad
 por un mestizo católico muy amigo mío, a pesar de las reprimendas que le
doy por su propensión innata a la maldita borrachera.
44
Cenarnos amigablemente y charlamos de sobremesa con toda paz.
Poco a poco fueron llegando cristianos diseminados que olfatearon nuestra
llegada hasta que se reunió un grupito no despreciable. Después de
saludarlos me senté en el mostrador, desde donde les prediqué hasta que nos
cansamos, yo de hablar y ellos de escuchar.
Convertí luego la cocina en confesonario y por allí fueron desfilando
uno tras otro, con orden y silencio, como si fueran Novicios de una Orden
muy observante.
Me trajeron un niño de tres días que bauticé con el nombre de Miguel
y tomé notas sobre un mocete de 16 años que parece estar algo loco, pues
hace y dice cosas propias sólo de un loco de atar. Incluso disparó un rifle y
no mató a una vieja por puro milagro.
Hay que dar parte a la Justicia y enviar a un correccional yanqui a este
 joven peligroso de mirada torva, ratero diplomado, borracho, noctámbulo de
 profesión, y asesino en ciernes. Tiene una pelambre tal que juraría posee por 
lo menos cien parásitos.
Le echo una filípica en toda regla, pero cono tiene las entendederas a
componer, noto que no le hacen mella mis amonestaciones.
Por fin, poco antes de medianoche, nos acostamos en un suelo limpio
y caliente debajo de un techó repleto de pieles de zorra.

MIÉRCOLES, 3

Trabajo sobre la marcha

Digo Misa muy temprano sobre el mostrador del almacén y reparto


doce Comuniones.
Me encomiendo a Dios con todo fervor y le hago ofrecimiento de
todas las penalidades que me esperan en el largo viaje cuya perspectiva
  pugna por amedrentarme. Presiento muchos sufrimientos y estos
 presentimientos rara vez me fallan; por eso me apresto a la lucha poniendo
en Dios mi confianza y esperándolo todo de Él, porque «sin Mí no podéis
hacer nada» que dijo Jesucristo.
Desayunamos amigablemente y salimos para Ilútak a donde llegamos
a eso del mediodía. Visité a los aldeanos, a quienes di medallas, rosarios,
estampas, escapularios y agua bendita, que recibieron muy agradecidos; y

45
continuamos el viaje para Cañak, que es una aldea de dos casas.
En una de ellas se estaba muriendo una mujer que había estado de niña
en nuestra escuela de Akulurak. Se alegró mucho al verme entrar a gatas en
su choza subterránea; ni fue menor mi alegría interior al ver y admirar la
 providencia de Dios en semejante coincidencia, al parecer tan casual.
Después de un coloquio espiritual se confesó en medio de una tos muy
congojosa. Le di luego la Extremaunción con todo sosiego y acto seguido
rezamos todos el Rosario.
Fuimos luego a la choza vecina, donde cenamos carne de foca con pan
y una taza de té. Vuelvo a ver a la enferma y le aplico la indulgencia
 plenaria en artículo de muerte. A continuación tuvimos confesiones que oí a
la puerta de la choza mirando a un cielo negro sin estrellas. La enferma
deseaba recibir la Sagrada Comunión. Unas horas más y diría Misa para
darle este último consuelo.
Quedan cuatro personas con la enferma y los once restantes nos
acostamos en el suelo de la otra choza muy apretados.
Yo no puedo conciliar el sueño a pesar del cansancio del viaje. La
guadaña de la muerte anda de acá para allá por los techos de las chozas.
Tendido en el saco de dormir sobre las tablas, dejo que los otros ronquen
mientras yo medito sobre lo cierto y peregrino de la muerte.
De repente, se abre la puerta. Antes de que la vieja acabase de entrar,
 pregunté si María habla muerto.
 —  Iii tokójok —me respondió.
María acababa de fallecer. Había estado grave muchos días, pero Dios
la sostuvo hasta el punto y hora en que llegué yo para empaquetarla para el
cielo.
El Misionero es una pieza de ajedrez que Dios maneja según los
designios de su providencia amorosa.

JUEVES, 4

¡A la buena de Dios!

Digo Misa encorvado, con el consiguiente dolor de riñones. Cuando


me descuido y me enderezo me doy un cabezazo contra el techó que me
obliga a doblegarme de nuevo. Inútil exasperarse. Hay que agacharse y
46
callar.
Pienso en las naves de la catedral de León, las altas y esbeltas y sin
 peligro alguno para la cabeza del celebrante. Y aunque no sea una catedral,
si esta choza fuera un poquitín más alta, me estiraría yo como quien gana las
elecciones,
Reparto diez Comuniones, siendo la última para una vieja que me
muerde los dedos con saña. Menos mal que está desdentada y el mordisco
no llega a ser cosa mayor. La pobre vieja es la segunda vez que recibe la
Comunión y no entiende de delicadezas.
Desayunamos carne de foca con pan y té que sobró de la cena. En la
choza de la difunta se guarda un silencio reverencial. La pobre María que
era tan feuca y espantaba de lo esquelética que estaba antes de morir, ahora
amortajada está guapísima, con una paz angelical que parece trasunto de la
que tendrá en el cielo.
De pie junto a ella, me alegro infinito de ser Misionero y de haber 
venido al Polo Norte a ayudarla a bien morir.
Pero las horas pasan volando y me queda una jornada dura; por eso me
despi
despido
do de todo
todoss co
conn much
muchaa efusió
efusión,
n, prome
prometitién
éndo
dole
less vo
volv
lver
er a ve
verl
rlos
os
después de las Navidades.

Salimos Jaime y yo en el trineo repleto de impedimenta y ponemos la


 proa al sureste, camino de Uksukalik, a donde esperamos llegar antes de que
anochezca. El rastro es malo, peor que el que hemos tenido hasta hoy;
 pésimo en grado superlativo. No es rastro propiamente dicho, pues lo que
era rastro trillado fue borrado por la tormenta.
Caminamos a la buena de Dios, sin otras señales que un cielo plomizo
y un vendaval fatídico en unas llanuras de pampas sin fin, sin un altozano,
sin una peña, sin una yerba, sin nada que se alce un milímetro de este suelo
que fue un día el fondo plano de la mar, ahora retirada 20 kms. al oeste.
El camino como tal es de esta manera: una laguna cubierta de musgo
con una capa de nieve blanca sobre la cual abre un surco el trineo que está
hecho para deslizarse y no para competir con el e l arado.
Viene luego el lago redondo y tan vasto que apenas se ven las orillas,
helado, claro está, pero sin nieve.
Al entrar en él, el trineo se ladea y atraviesa en un patinar alocado, ya
cayendo sobre los perros como ariete romano, ya tropezando con algún sa-
liente que lo vuelca, ya torciéndose con tal tenacidad que la paciencia se
47
 pone en carne viva.
Tras el lago viene otra laguna musgosa y nevada que es seguida por 
otro lago y así sucesivamente ad infinitum.
infinitum.
Un perro ya no pudo más y se tiró sobre la nieve. Era un esqueleto
vivo que se podían contar los huesos. Le soltamos, y aun así no podía se-
guirnos.
Como todo esto está infestado de lobos, nos pareció más benigno darle
un balazo en la nuca y librarle de penas, que dejarle a merced de una partida
de lobos voraces.
Proseguimos con un perro menos, siempre procurando conservar la
 posición hacia el sureste. Ya va oscureciendo y Jaime, aunque él protesta lo
contrario, está más perdido que los asnos bíblicos de Saúl. Se lo conozco en
la manera con que otea el horizonte.

Tropezando y levantando

Por fin, anochece en toda regla. Ha sido un día penosísimo de fatiga


sin igual, seguido ahora de una noche que, teóricamente, debiera ser de luna,
 por estar en plenilunio, pero todo lo que pudiera ayudarlo aun remotamente
ha sido interceptado
inter ceptado misteriosamente y en cambio llueven sobre nosotros los
obstáculos más adecuados pan hacemos la jornada lo más dura posible.
Tampoco se ve una estrella en el cielo, por lo que no sabemos a punto
fijo donde está la estrella polar.
Para que nos convenzamos de que no nos queda otro remedio que
tener paciencia y encomendarnos a Dios, comienza a nevar lo suficiente
 para que no veamos absolutamente nada, ni siquiera los perros
perr os del trineo.
Sacamos las linternas eléctricas que tampoco sirven por no haber 
rastro visible.
Los
Los peperr
rros
os está
estánn ex
exha
haus
usto
tos;
s; un
unoo de ello
elloss se qu
quej
ejaa co
conn au
aull
llid
idos
os
lastimeros indicadores de que a resistencia llegó al límite. Le soltamos con
ayuda de las linternas y el esquelético can se queda detrás en la noche
oscura y tenebrosa.
«Con éste van dos» —dije para mis adentros
En el vagar por aquellas soledades nocturnas vinimos a parar a unos
yerbazales donde nos hundíamos hasta la rodilla y algo más.
El agotamiento comenzó a hacer presa primero en mis miembros y
48
luego en mi mente; pero el instinto de conservación resucita en nosotros
reservas no sospechadas.
Agarrado al trineo con una mano, seguí horas y horas jadeando,
suda
sudand
ndo,
o, trop
tropez
ezan
ando
do,, lev
levan
antá
tánd
ndom
ome,e, div
divaga
gand
ndoo loc
locamen
amentte coconn la
imaginación calenturienta y desbocada.
Mientras daba los pasos mecánicamente y sin saber cómo, soñaba con
salones iluminados, repletos de butacas atestadas de revistas gráficas.
De estos sueños peregrinos me sacaba un tropezón seguido de otros
hasta que mandé parar y pregunté formalmente a Jaime si no sería mejor 
hacer alto y acampar allí mismo.
Tal vez arrollados en las mantas pudiéramos pasarlo menos mal hasta
que amaneciese y entonces nos vengaríamos, pero Jaime, que lleva muchos
años de vagar por llanuras como ésta, me asegura que pernoctar allí con
aquella ventisca y lo sudorosos y exhaustos que estábamos equivalía a
suic
suicid
idar
arse
se.. Si hu
hubi
bier
eraa árbo
árbole
les,
s, serí
seríaa otra
otra co
cosa
sa;; pe
pero
ro en camp
campoo raso
raso,,
imposible.
Seguimos, pues, adelante; yo más muerto que vivo y él lo mismo,
aunque no hacía más que echárselas de valiente jactándose de estar aún más
fresco que una manzana, sin duda para alentarme y mantener alta la moral.

Un viajar moribundo

Yo no hacía más que pensar en José, el hijo de Jacob, quien, al no


encontrar a sus hermanos los pastores, andaba errante por el campo; y re-
 petía hasta la saciedad: errante por el campo: errantem in agro.
agro.
Aquello era para volverse loco. El espíritu estaba pronto a cualquier 
sacrificio, pero con una carne flaca, hambrienta, fatigada, rendida, exhausta
y a pupunt
ntoo de de
desp
splo
loma
mars
rse,
e, el espí
espíri
ritu
tu en
enfl
flaq
aque
uece
ce tamb
tambié
iénn y todo
todo el
compuesto de cuerpo y alma forma una figura triste y quijotesca que lo
mismo le puede hacer a uno reír que llorar.
En el gran universo de Dios yo era un corpúsculo microscópico e
insignificante que no valía un real.
Volví a apretar a Jaime con nuevas protestas de hacer alto, pero él se
apostaba la cabeza a que dentro de una hora se vería la luz del amanecer 
enfrente de nosotros un poco hacia la izquierda.
Como al cabo de varios siglos no había tal luz ni enfrente ni por 
ninguno de los cuatro costados, y como yo me estaba suicidando con aquel
49
caminar violento fuera de todo juicio y razón, y como el acampar allí
 pudiera resultar fatal, confieso que comencé a temer seriamente por mi vida.
Una cosa deseaba por encima de todo: vivir lo suficiente para escribir 
un artículo en el diría a los que aspiran a Misiones que la evangelización de
infieles está resumida en aquellas palabras de San Pablo, prototipo de
Misionero: "Quotidie morior"  (vivo agonizando). Que es una vida a dos
 pasos de la muerte, y que hay que almacenar toda la santidad de que sea
capaz es pobrecilla alma que llevamos en las carnes.
En mi viajar moribundo recapacitaba sobre estas palabras hasta que
eran suplantadas por otras que venían o no venían al caso.

La luz salvadora

Entretanto se me salían los ojos de las órbitas en busca de la luz que


debería aparecer hacia la izquierda.
 —Allí está, yo la veo —gritó Jaime con voz enronquecida salida de un
cuerpo cadavérico.
Torcí la cabeza en todas las direcciones hasta que, en efecto, vi una
lucecita a una distancia infinita como una estrella en el horizonte y la
distancia no importaba, lo importante allí era qua veíamos la luz.
Como la llanura era geométricamente perfecta, nunca se nos ocultó.
Para mi espíritu abatido esta aparición lo fue en todo el rigor místico
de la palabra. Me convertí en otro hombre. Luego me avergonzaba de la
 poca fe que habla tenido.
Fue larga la caminata que tuvimos que cubrir pero al fin llegamos a
 pocos pasos de la luz y no distinguíamos claramente los edificios; para que
se entienda lo cerrada que estaba
est aba aquella noche de plenilunio.
En Uksukalik tenemos una capilla, y junto a ella hay un almacén. En
otro tiempo fue una aldea populosa, es decir, tuvo hasta siete casas; hoy no
queda más que una detrás del almacén. Sin embargo, por ser sitio céntrico,
el almacén hace su negocio con las pieles que traen los eskimales nómadas
del distrito.
Después de poner los perros a buen recaudo, entramos en el almacén
ya muy entrada la noche. El almacenista está ausente, pero su mujer y dos
hijos de diez y doce años respectivamente, nos dieron una bienvenida que a
mí se me antojó celestial.

50
Caí en una butaca, debajo de una lámpara brillantísima, en frente de
una mesa con revistas y periódicos muy atrasados.
La buena Isabel nos preparó una cena rica y bien guisada.
Al sentarme a la mesa en la cocina y comparar aquello con lo que
hubiera sido si hubiéramos acampado en aquella soledad tenebrosa de frío y
cellisca, no pude menos de dar gradas a Dios por la providencia amorosa
que mostraba con todo lo que concernía a mi persona.
Cenamos, charlamos, saludamos a los cinco eskimales que vinieron a
vernos, les eché una plática sobre los diez mandamientos, se confesaron
todos, y encendí la estufa en la capilla contigua y me acosté a dormir el
sueño mejor merecido desde que nací.

51
VI

A través de la llanura helada

(Diciembre 1941)

VIERNES, 5
Gracias a Dios amaneció claro y sereno, en contraste notable con el
vendaval de ayer; hasta tal vez tengamos sol, que ahora sale a las diez y se
 pone a las dos. Los poquísimos eskimales de Uksukalik fueron llegando uno
tras otro.
Cuando estuvimos todos reunidos comencé la santa Misa que oyeron
muy devotos y en la cual comulgaron atentos y reverentes.
Jaime es un intérprete de primera. Con su ayuda no tengo dificultad en
instruir en la religión a los indígenas más cerrados y bozales.
Me trajeron un niño de pocos días que bauticé con el nombre de
Basilio.
He comenzado una campaña de nombres raros para descongestionar 
las listas inacabables de Josés, Franciscos, Ignacios, Juanes, Luises,
Estanislaos.
Creo no equivocarme si afirmo que esos seis nombres cubren el 80 por 
100 de la población católica aquí en la desembocadura del Yukón. Para
evitar confusiones, apelan a motes y apodos que se me atraviesan de medio
a medio.
Por eso, yo estoy sembrando la campiña de Bernabés, Anicetos,
Ciprianos, Marcelos y Anastasios.
El Basilio de hoy no parece eskimal, por lo guapetón y frescote,
aunque le delata la nariz chata y los ojos japonizoides.
Celebramos el bautizo con un desayuno fuerte de pan, salmón seco y
café; nos despedimos amistosamente y Jaime y yo disponemos los prepara-
tivos para continuar la caminata.
El perro de ayer llegó tambaleándose y se echó junto a sus
52
compañeros. Como apenas se tiene en pie, Jaime pone fin a sus achaques y
 penas con una bala entre las orejas.
A este paso nos vamos a quedar sin perros. Pienso en los míos de
Akulurak, tan guapos y tan bien cebados; pero no es este tiempo de añoran-
zas; enganchamos los once perros que aún nos quedan y salimos camino de
Kapótlik siempre hacia el sur.
La senda o rastro es como la de ayer, sólo que hoy está el sol a punto
de salir y vemos donde pisamos, que es un alivio que no agradecemos lo
debido, como la salud.
Jaime lleva aire de chulo y me responde con donaires cada vez que le
 pregunto si sabe a punto fijo por dónde camina. Por allí no perdería él la
senda con los ojos cerrados.
 —Pues nada, que Dios te oiga —me limito a contestar.

Orientándonos

Avanzamos lentamente por aquellas llanuras oceánicas hasta que


Jaime requiere los prismáticos, se pone de pie sobre el trineo, cubre el ho-
rizonte despacio girando sobre los talones, y me espeta a bocajarro que,
siguiendo aquella dirección, vamos a parar al mar.
Es de notar que no hay caminos. Es como quien camina por una era de
100 kms. o por un rastrojo como los de Castilla pero sin carreteras., caminos
sendas ni siquiera linderos. Hay que guiarse por el instinto.
Jaime viró en redondo y tuvimos que desandar buena parte del camino.
El pobre estaba temiendo que yo le fuera a restregar en la cara el episodio,
 pero, aunque soy malo, no tan malo que llegue a eso mi maldad. Nos reímos
del accidente y proseguimos.
Andábamos de nuevo errantes por el campo. A un lago sin límites
seguía otro de límites invisibles, y tras los lagos venían llanuras nevadas en
las que semejábamos hormigas arrastrándonos por el suelo.
 No había viento y el cielo estaba claro, señales infalibles de un bajón
de temperatura que, en efecto, tuvo lugar tan pronto como el sol se puso, que
fue más pronto de lo que quisimos.
Con unas galletas duras y unas pastillas de chocolate matamos el
hambre que nos entraba por todos los poros, debido al mucho cansancio y al
frío que rozaba la piel del rostro hora tras hora causas ambas de acrecentar 
el apetito.
53
Comenzaba a anochecer.
¡Qué vida tan extraña! ¡Ya me había dado a mí el corazón que el viaje
a Hooper Bay en Diciembre era un desatino, justificado únicamente por la
caridad y deseo de aliviar las penas de un compañero de armas y fatigas, de
un Misionero, de un Sacerdote de Dios y Ministro del Altísimo que se lo
merecía todo!
Esta noche brillan las estrellas con fulgor esplendente y sale una luna
llena que lo llena todo de bienestar.
Jaime, que debía tener tortícolis de tanto estirar el pescuezo y mirar 
con siete ojos el horizonte vio colmados sus afanes y deseos de repente
cuando gritó entusiasmado:
 —Puyúgumuk tanjtoa. (Veo el humo de la choza).
El humo de la choza solitaria en Alaska es la visión más ansiada,
segunda únicamente a la visión de la esencia divina en el cielo de los bien-
aventurados.
Con el humo de la chimenea a la vista estábamos salvados.

La aldea de Kapótlik

Poco antes de llegar a la aldea topamos con el cementerio, que es


desproporcionalmente grande, con cajones toscos por ataúdes, clavados
sobre cuatro estacas, y todo género de utensilios colgando, como botas de
nieve, cafeteras, rifles oxidados, trineos destartalados, en fin, todo cuanto
  perteneció al difunto en el punto y hora en que expiró rodeado de
supersticiones con sabor a prehistoria
Junto al pobladísimo cementerio se alza metro y medio sobre el suelo
una casucha, una sola, que es toda la aldea conocida en muchas leguas a la
redonda con el nombre de Kapótilk, metrópoli tal vez hace treinta años y
reducida hoy a la mínima expresión en el mundo de los vivos.
La tal casa está habitada por dos familias bien repuestas, porque, como
no vive nadie en muchas leguas alrededor, cogen muchas pieles y las
venden en el almacén y compran otros dos relojes despertadores, otra
máquina de coser, media docena más de cazos y potes y sartenes, dos o tres
rifles nuevos y así sucesivamente hasta que el interior de la casa se llenó de
modo que no cabe un alfiler más.
Apenas abrí la puerta me invadió una ola de consternación. Tuvimos
que dejar toda la impedimenta en el trineo, sobre la nieve, debajo de un cielo
54
estrellado frigidísimo, lo más frío de la estación hasta esta fecha; lo único
que pudimos introducir fue el saco de los alimentos.
Apretados como sardinas en banasta guisamos unos botes de contenido
variado que nos supieron a gloria.

Un bautiza y una plática

Terminada la acción de gracias, bauticé a una niña de dos meses,


gordinflona y muy calladita, excepción ésta que me hizo simpatiquísima a la
nena, pues de ordinario lloran y rabian como las estuviéramos desollando.
Le puse por nombre Lorenza, como recuerdo viviente de la sin par 
Madre Lorenza que estuvo de Superiora en Akulurak ni más ni menos que
35 años. .
Terminado el bautismo, les eché a los cinco adultos una plática muy
larga sobre Dios nuestro Señor, sus atributos y su providencia divina sobre
todos nosotros.
Los pobres estaban un poco menos que en ayunas en lo tocante a
Religión, tanto que nunca, habían recibido los Sacramentos, fuera del Bau-
tismo, que algún Misionero transeúnte, como yo ahora, les administró.
 Nunca han vivido más de dos años en un mismo sitio. Son nómadas de
los castizos; por tanto la culpa no gravita sólo sobre el Misionero, sino sobre
el hecho del nomadismo imperante, que hoy están aquí y mañana están a
treinta leguas.

Un matrimonio voluntario

Les pregunto cómo se casaron, y me responden que porque quisieron.


 No era eso lo que yo preguntaba. En inglés y en eskimal, como en español,
se confunde a veces el cómo con el por qué. Todavía recuerdo al tío Felipe,
vecino mío en mi niñez, que envió a su hijo Tanis a trabajar a un pueblo
cercano. El pobre chico se aburrió un día y tomó las de Villadiego y se vino
al pueblo.
 —¿Cómo viniste? —le preguntó su padre algo mohíno.
Y Tenis respondió muy serio:
 —¡Andando!
Un sopapo en las orejas puso fin al diálogo, pues el tío Felipe no
55
estaba aquel día para chistes.
Volví a la carga con la pregunta, esta vez sin equívocos, y me
responden que se juntaron. Esta palabra, «juntarse», en Alaska significa que
han contraído matrimonio naturalmente válido y en toda regla, a usanza del
 país bárbaro e inexplorado en el sentido civilizado de la palabra.
Todo queda como está, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la
 bendiga.
Tienen una cara de inocentes y bonachones que ya la quisieran más de
un personaje civilizado y más de dos.
Por fin, convenimos en que ya es hora de acostarnos y lo hacemos con
tanta dificultad que yo me muero de risa por dentro; porque si era dificultoso
convivir sentados y de pie, ¿cómo vamos a caber tendidos?
A fuerza de adelgazarnos como anguilas, logramos tendernos todos en
el suelo envueltos en mantas y pieles. Yo tenía que estar algo encogido,
 pues cada vez que me estiraba tocaba a alguno con los pies.

Un nuevo huésped

Ya estábamos todos empezando a roncar, cuando nos despertó una


algazara de perros verdaderamente alarmante,
Resultó que llegó un trineo y el Individuo no sabía que habla
huéspedes en Kapótlik.
Cuando logró desenredar los perros entró muy decidido como Pedro
 por su casa, pero fue recibido con una granizada de improperios, porque
cada paso que daba era un pisotón a bulto y, por lo visto, aquellos
durmientes no tenían madera de santos.
Yo me acurruqué hasta hacerme una bola en espera de un pisotón en
toda regla, pero me favoreció el cielo que el tal individúo se acomodó no sé
cómo en el rincón opuesto sin sospechar siquiera que había un sacerdote
debajo de aquel techo.
Una media hora más y todo eran ronquidos.

56
SÁBADO, 6

Misa en la choza

Envueltos en una oscuridad maciza, comenzamos a despertar y


desperezamos. Yo tenía un cerco de hielo en la manta alrededor de las
narices y supongo que lo mismo les pasaría a los demás, porque el frío era el
mismo para todos.
El dueño se levantó y encendió una lumbre chisporroteante que nos
facilitó levantarnos sin aterirnos.
Me costó mi trabajo, pero conseguí armar un tinglado que hizo las
veces de altar, donde dije Misa con una paz octaviana, mirado y remirado
 por aquellos nómadas bonachones que parecían extasiados ante la novedad
del caso.
Jaime les explicó brevemente el significado de todo ello.
Dentro de un par de años llevaré a la escuela de Akulurak a la hija
mayor, quien a su vez instruirá a sus padres al regresar moza y despabilada.
¡Hay que planear la cristianización de estos nómadas como mejor se
 pueda! Dios ve nuestra intención y nuestras posibilidades.
Terminada la santa Misa, guisamos un desayuno fuerte que nos
sostuviese durante el largo trayecto que nos separa de Scammon Bay,
adonde esperamos llegar esta noche con la ayuda de Dios.

Otra vez en marcha

Dentro de la choza sudamos; afuera se nos corta el sudor de repente,


 pues ha amanecido muy frío aunque sin viento; loado sea Dios.
Salimos de Kapótlik casi de noche.
Cruzamos lagos y más lagos, lagunas y más lagunas, pampas nevadas,
yerbazales blanduchos, siempre hacia el sur y procurando tener de frente al
  peñón que se divisa encima del monte Eskinok, en cuyas faldas yace
silenciosa la aldea término de nuestro viaje de hoy.
Parece que se toca al monte con las manos, pero las horas pasan
muertas y nunca se acaba de llegar.
De pronto, vemos humo en la llanura al ras del horizonte. Gracias a
Dios, no estamos del todo perdidos.
57
La tal choza humeante resultó ser un agujero maloliente con una mujer 
y dos criaturas. Jaime cree que no tenemos tiempo para detenernos y que
debemos apresurarnos mientras sea de día.
Los perros esperaban un descanso razonable y no quieren reanudar la
marcha, aunque lo hacen cuando Jaime da cuatro voces sonoras que ellos
conocen muy bien.
Siguen lagos como espejos en los que se resbalan los perros y se
zarandea el trineo.

La Cruz y al dólar 

Por fin, nos extraviamos y caminamos a buena de Dios siempre hacia


el sur y enfrente del peñón que parece huir de nosotros. Extraviados y
rendidos, me convenzo una vez más de que el que diga que goza
conduciendo perros y trineos es un mentiroso, un embustero, un hipócrita,
un fariseo y un mentecato.
Los únicos blancos metidos en el negocio de trineos son el mercader y
el Misionero, dos locos, el mercader con ideas Iocas sobre dinero que no
 puede llevar a la otra vida, y el Misionero con ideas que participan de la
locura de la Cruz.
¡La Cruz y el dólar!

Atollado en la nieve

Terminados los lagos cristalinos, nos adentramos en unos matorrales


nevados, donde se atasca el trineo forzándonos a caminar a pie y a venir en
ayuda de los asendereados canes.
Yo me atollo hasta la rodilla. Como el demonio quiere sacar raja de la
situación le doy higas y Ie ahuyento ofreciendo a Dios cada paso en
satisfacción por mis pecados y por los pecados de todos los hombres.
Entonces se me antoja que cada pisada profunda en la nieve es un
 pecado menos y hasta tal vez un pecador menos, y con eso me aliento a
seguir por el atolladero como buen cristiano
Pero con eso no se quita el sufrimiento. Hay que seguir forcejeando
hasta aquel ribazo allá lejos donde parece que la nieve no es tan profunda y
el suelo parece más firme.

58
Embestir los bloques seria desatino, pues al bajarlos rodaríamos como
 bolas; no queda otro medio que seguir escurriéndonos y culebrear entre
aquellos bloques formidables que yacen en posturas feas y ridículas sacando
a veces una barba o unas narices de veinte metros.
Ya anochece y comienzan a verse las estrellas, pero por fortuna
divisamos ya la aldea y Jaime distingue la capilla donde pasaré la noche, si
Dios quiere.
A la luz de la luna, y en medio de un ladrido ensordecedor de perros,
entramos en Scammon Bay y nos dirigimos a la capilla católica.
Atamos los perros y les damos de cenar con la ayuda de un grupo de
chicos que han venido a curiosear, como no podía menos de ser siendo
chicos.

Vocación frustrada

Dejamos el matalotaje en la capilla y fuimos a cenar en casa de la


catequista del P. Fox, una de las primeras que entró en el noviciado indígena
de las Hermanas de la Nieve, y también de las primeras en salir y casarse.
La pobre llevó tal desengaño al poco de casarse que rogó al P. Fox,
 por todo lo habido y por haber, que la dejase volver al Noviciado. Ahora
tiene dos hijos pequeñitos con unas caras más sucias de lo que debería uno
esperar de una catequista.
Dos veces a la semana toca la campana y explica a los aldeanos el
catecismo, les enseña las oraciones e himnos sagrados y los conserva así
dentro del gremio de nuestra santa Madre Iglesia. Vuelve a instar conmigo
que la alcance poder volver al Noviciado, sin acabar de comprender que es
casada y con hijos, y que religiosa y casada son términos que no dicen bien.
La animo a seguir adelante, encareciéndole lo mucho que hay que
hacer por Dios y cómo Dios se está valiendo de ella para extender su
Reinado en aquel pedazo de territorio enemigo. Con esto se satisface a
medias y promete caminar por ese camino, aunque se ve a la legua que
llevará al sepulcro la idea de que hizo muy mal en cambiar el noviciado por 
un eskimal apergaminado, chato, feo, ignorante y atolondrado.
Es que los pobres eskimales no están aún maduros para arremeter con
caminos de perfección y votos canónicos.

59
Besando la nieve

Esta noche se reunieron todos en casa de la catequista y me


escucharon un razonamiento largo y tendido sobre el negocio del alma.
Luego no trajeron dos niños que bauticé con nombres poco comunes.
Jaime se quedó a dormir con los catequistas yo voy a la capilla,
levantada en un lugar empinado y apartado de la población, por razones que
nunca pude escudriñar y que no pueden ser buenas y valederas, porque la
ascensión al edificio es por un vericueto de cabra donde los tropezones se
suceden como las invocaciones de una letanía
Besé la nieve varias veces contra mi voluntad y llevé todo género de
retortijones, pero ilegal sin heridas mayores y entré en la capilla, oscura, fría
y solitaria.
Pronto la estufa estaba al rojo vivo llenando el recinto de bienestar. Me
acosté en un camastro eremítico y dormí ocho horas seguidas que me
restablecieron el vigor perdido.
En mi bajada hacia la aldea el viento me tumbó a discreción, ayudado
 por lo resbaladizo de nefasto vericueto.
Todo aterido entré en la casita de los catequistas que estaba caliente y
con una lámpara muy brillante.
Tocamos la campanilla, oí confesiones, celebré la santa Misa, que
amenizaron con motetes y oraciones en eskimal, desayunamos, nos
despedimos de los cristianos y salimos camino de Hooper Bay, término de
nuestro viaje.

60
VII

¿Por qué vino Vd. a Alaska?


(Diciembre 1941)

DOMINGO, 7
Hay una tormenta fenomenal. Yo voy tan encapuchado en mis abrigos
de pieles que no llevo al descubierto más que los ojos, unos ojos lagrimosos
y en carne viva, casi cerrados, pues la tormenta nos da de lleno en la cara.
El viento, encajonado entre el monte nevado y los cerros artificiales de
hielo, incrustados en el lodo tierra adentro por el huracán pasado, nos azota
el rostro implacablemente y obliga a los perros a ladearse y tirar hacia la
izquierda, imposibilitados de dar la cara al feroz elemento.
Vamos a paso de tortuga.

Una subida difícil

A eso de las once llegamos al atajo que corta en dos el monte Eskinok.
Comenzamos la subida con el viento de cara, que no parece sino que toda la
creación se está confabulando contra nosotros.
Agarrados al trineo y apoyándonos en las puntas de los pies, ayudamos
a los perros empujando el artefacto con tanta fatiga que no comprendo cómo
vamos a llegar vivas a la cima.
Hago alto con frecuencia con la disculpa de contemplar el horizonte,
 pero Jaime, que es un vivales, me cala y me sale con que no está el día para
 paisajes.
Tiene razón, pero no le dejo salir con la suya: cuando las piernas me
dicen que quieren descansar, me subo al trineo y paramos hasta que están de
nuevo en condiciones de continuar. Los hombres no somos animales ni es
 justo que se nos aguijonee hasta que reventemos con la carga.
Jaime está hecho a esta vida, y yo no lo estoy pues los tres años de
vida sedentaria en Kotzebue echaron por tierra todas mis experiencias
61
  perrunas en mi anterior estancia en Akulurak. Venir ahora de golpe y
arremeter con un viaje de este calibre es cosa más seria de lo que pudiera
 parecer; Jaime lo comprende y se calla.
Seguimos subiendo, subiendo, subiendo hasta que la respiración se
hace muy difícil. Ya no me canso. Mi estado es tal que ni sé si estoy vivo o
muerto o resucitado: las piernas se mueven maquinalmente y continuamos
subiendo hasta lo que yo creo ser la cima.
Llegados allí descubro una cadena de montes cuyo límite se perdía en
la bruma del ambiente. ¡Había que subirlos y cruzarlos todos!

«Bajo la doble águila»

Pasan las horas, y nos hallamos en unas alturas formidables cuyas


faldas nutren constantemente lagos y más lagos, todos helados, y hasta
forman un río que se despeña estrepitosamente a cinco pasos de nuestro
rastro.
 Nunca olvidaré la sensación de soledad, lejanía, novedad y temor que
se apoderó de mí en aquellas crestas coronadas de lagos transparentes.
Volaban dos águilas sobre nosotros, curiosas y perezosas,
despreocupadas, siempre sobre nuestras cabezas, aunque a mil metros de
altura, en espera tal vez de que reventásemos de cansancio y pudieran bajar 
veloces a darse la gran cena.
¡Si tuviera yo alas! El profeta pedía alas de paloma. Yo las pedí de
águila como las de aquellas dos que trazaban círculos mayestáticos al ras de

62
las nubes.
Por fin, se inició la bajada. El trineo se echa de bruces sobre las patas
de los perros que galopaban amedrentados mientras nosotros descasamos en
el trineo tendidos como en una cama
Allá, en la bajada, se ve una choza humeante que los perros acaban de
olfatear, y a ella nos dirigimos en línea recta en busca de compañía,
Se nos habían acabado las provisiones de boca.
Entramos gateando y nos vimos en un agujero redondo con un
ventanuco en el techo a manera de claraboya. Al sentarme junto a la estufilla
y caer en una especie de sueno beatífico, me hice cargo de lo terriblemente
cansado y agotado que estaba.
Vivía allí un matrimonio con cuatro hijos, todos cazadores, todos
 bautizados y buenos católicos.

Comida eskimal

Como el hambre era extrema y lo único tenían era salmón amojamado,


conservado en un cuero repleto de aceite de foca, no tuve más remedio que
arremeter con ello, la primera vez que lo hice en toda mi vida alaskeña.
La buena mujer metió la mano en el odre y sacó un pedazo de salmón
curado pringando aceite de foca.
En otra ocasión cualquiera, hubiera yo vomitado los hígados de sólo
ver la operación; pero al buen hambre no hay paro duro ni hay aceite de foca
demasiado fétido.
Jaime y yo arremetimos con aquellos pedazos negroides y nos
hartamos de comer.
Dos o tres veces estuve a punto de devolverlo todo de un golpe, mas el
hambre se impuso y el estómago tuvo que contentarse y hasta mostrarse
agradecido.

Parlamento movido

Hablamos de todo. Discutimos las ventajas y desventajas de pernoctar 


allí con el fin de que pudiesen oír misa y comulgar.
Teóricamente, era un deber pasar allí la noche, no sólo para facilitarles
los Sacramentos, sino para descansar del cruelísimo viaje por los montes
63
nevados con el viento de cara; mas había el obstáculo de lo reducido del
sitio, tan escaso para el número de gente y tan falto de todo, que no pude
hallar en mi mente manera de armar un altar para decir Misa.
Si hubiera habido unas latas de gasolina, o un cajón, o unas tablas, o
algo duro y resistente, creo que me hubiera quedado allí aunque hubiéramos
tenido que dormir apretados como los ladrillos de un tabique; pero no había
nada de eso, sino sólo pieles para dormir y una estufilla para calentar y
cocinar.
Además, Jaime se oponía abiertamente a ello asegurándome que
Hooper Bay estaba al doblar del monte, y que me llevaría sano y salvo en un
 par de horas, a lo sumo en cuatro horas, y que el rastro era todo llano y
carretero, y que los perros sabían de memoria el camino, y que a lo mejor se
levantaba al otro día una tormenta y nos obligaba a permanecer una semana
en aquel agujero sin alimentos ni para nosotros ni para los perros; total, que
  prevaleció su opinión y salimos camino de Hooper Bay bien entrada la
tarde.

Bajo la noche polar 

Dicen que, después de terminada una guerra la gente discute


acaloradamente sobre lo que se debió haber hecho para no perder tales o
tales batallas sin atender a que no vemos más que pasado y el presenté y que
andamos a ciegas en lo tocante al futuro.
Después de haberse uno equivocado, es cosa fácil disertar y argüir 
sobré la manera de haber podido evitar el equívoco; pero los castellanos
tienen respuesta para esto con el conocido refrán: «Después de la liebre ida,
 palos en la madriguera».
Digo, pues, que salimos y nos vimos muy pronto en unas llanuras
infinitas formadas por charcas sin límites, heladas lo suficiente para que no
se hundiese el trineo, aunque de vez en cuando se oían acá y allá ruidos
secos de resquebrajaduras que a mí me paralizaban el corazón.
Se nos echó la noche encima y no habíamos salido aún de aquellas
charcas solitarias faltas de vida y vegetación. Estábamos en plenilunio, pero
una luna plateada hubiera sido sacarnos de apuros, y aquella noche había de
ser de apuros, uno tras otro y todos a la .vez.
A medida que cierra la noche, se levanta un viento que trae cellisca y
nos envuelve en un mar de oscuridad sin distinguir el cielo de la tierra hasta
64
el punto de no ver el suelo que pisábamos
En esto embestimos unos altozanos de nieve profunda que nos
obligaron a empujar el trineo, hundidos hasta cerca de la rodilla.
¡La cosa se va poniendo mala!
Caemos sobre un río de pendiente muy marcada que debe ser una
torrentera en el verano y que ahora tiene una corteza de hielo tan sutil que
rugen las resquebrajaduras por todas partes.
Jaime se alarma y saca los perros a la orilla y echamos a campo
traviesa por terrenos nunca vistos, en medio de una oscuridad completa.
La brisa es cada vez más fuerte y fría. Nieva regularmente. Yo estoy
vivo de puro milagro.

Al borde de un despeñadero

Como aquello presenta muy mal cariz, me recojo Interiormente y me


dispongo a presentarme ante Dios lo más cristianamente posible. Jaime dice
que jamás en su vida ha tenido un viaje tan duro como éste.
Cojo las manillas del trineo y hago de conductor mientras él descansa.
De repente, salta del trineo y me dice que por allí hay unos despeñaderos
 peligrosos y que será mejor que él coja de nuevo las manillas.
Fue una intervención divina; un milagro mayor que la resurrección de
Lázaro, porque coger él las manillas y perderse todos los perros fue cosa de
un segundo, cosa de encantamiento.
Estábamos al borde del precipicio sin saberlo. Los perros se tiraron y
cayeron amontonados. Jaime tiró el trineo y se tiró tras él.
Yo aguardé el resultado desde arriba, convencido de que
efectivamente había llegado nuestra última hora. Jaime me da voces desde
abajo que me tire, que la nieve está blanda y que él me está esperando.
Cuando se tiró tras el trineo, lo agarró antes de que los perros se
rehiciesen y marchasen solos, en la oscuridad.
En un diálogo breve recibí las debidas instrucciones concernientes a
cómo tirarme con precaución y cautela.
Me senté y me arrastré sentado hasta que llegué al borde y se me
quedarán las piernas colgando.
Allí me santigüé, miré a un cielo encapotado y tenebroso, me dejé
resbalar y vine abajo con un golpe seco hundido en la nieve y todo
65
arrebujado como un vellón de lana.
Al incorporarme y volver al trineo le pregunté a Jaime si había más
despeñaderos como aquél. Me respondió que aquel sitio estaba lleno de
ellos,

¡Tres horas todavía!

Le agarré del brazo por toda respuesta y le apreté a que me dijese


cuanto nos quedaba para Hooper Bay y sí no sería mejor hacer alto y pasar 
allí la noche.
Si hubiera tenido yo las manillas en aquel precipicio me hubiera roto
todos los huesos.
Ya que Dios me había sacado milagrosamente de aquel peligro, no
debíamos tentarle más ni obligarle a hacer milagros con nosotros al volver 
de cada esquina.
¿No sería mejor pararnos en seco, cavar un hoyo en la nieve y dormir 
en él, o tratar de dormir, hasta que amaneciese el alba y lo inundase todo de
luz con sus arreboles?
Jaime duda mucho de los tales arreboles e insiste en continuar, ya que
no es cosa de más de tres horas.
Cuando oí tres horas le volví a agarrar por el brazo, pero era tal la
debilidad de mis manos que no pude hacerle daño mayor.
Me pintó lo bien que lo íbamos a pasar en Hooper Bay aquella noche,
y tuve que ceder de nuevo, porque, además, yo tenía verdadero pánico a
 pasar ahí una noche tan horrible como aquella y en estado de agotamiento
tan general.
Las linternas eléctricas no alumbraban más que a los copos de nieve
que revoloteaban en nuestro alrededor, sin que descubriésemos sombra de
rastro, senda ni camino ni señal alguna de pisar terreno conocido.
Jaime insiste en proseguir en dirección al oeste; no sabe por qué, pero
se lo dice el corazón.
Flotan unos nubarrones negros que son, a su juicio, la evaporación de
las aguas marinas que no se hielan; y como los nubarrones están casi sobre
nuestras cabezas, concluimos que estamos a dos pasos de la costa.

66
Una luz providencial

En esto brilló una luz roja brillantísima en frente de nosotros, hacia el


oeste, como una estrella y se disipó a poca altura.
Vira
Viram
mos en diredireccción
ión a ell
ella y vini
vinim
mos a papara
rarr a un
unas
as ch
choz
ozas
as
abandonadas muy conocidas de Jaime. ¡No vivía nadie!
¿Qué clase de luz fue aquella? ¿De dónde vino? ¿Cómo se formó ella
sola?
Era este otro milagro tan claro que yo me regocijé mucho
interiormente al ver con tanta claridad cómo Dios estaba con nosotros.
Tal vez mis amigos y bienhechores rogaban por mí y Dios escuchaba
sus oraciones.

Un perro inteligente

Jaime conoce aquel terreno y se orienta. Ya nos queda poco para llegar 
a Hooper Bay, pero no damos con el rastro.
El perro delantero se obstina en tirar hacia la izquierda, pero Jaime
teme que por allí nos lleve al mar y nos ahogue; por eso le declaramos la
guerra al pobre perro y le obligamos a torcer hacia la derecha a fuerza de
voce
vo ces,
s, insu
insult
ltos
os,, reni
renieego
goss y ha
hast
staa algú
algúnn pu
punt
ntap
apié
ié qu
quee él de
deso
sobe
bede
dece
ce
tenazmente.
Paramos y descargamos verdaderas cortinas de fuego sobre el perro
guía induciéndole a torcer a la derecha, pero él responde emprendiendo un
galope inesperado tan hacia la izquierda que casi vira
vir a en redondo.
Muertos de cansancio y hastiados le dejamos salir con la suya y vemos
con pasmo que en dos minutos nos planta en el rastro, un rastro como una
carretera, el rastro de Hooper Bay por el cual caminamos de prisa y con la
 plena seguridad de que siguiéndole llegaremos pronto a nuestro destino.
El perro era más listo que nosotros.
Mandé a Jaime que fuera y le estampara un par de besos en el hocico;
que le acariciara y rascara las orejas en señal de agradecimiento; que nunca
 jamás volviera a contradecirle; que no lo matara nunca hasta dejarle que se
cayese y muriese de viejo, etc., etc., a todo lo cual responde Jaime con un
«Ya veremos» lacónico que encierra toda la filosofía eskimal, es decir, una
filosofía tristona, fría, desagradecida y sin pizca de corazón.
67
Lo de besar al perro en el hocico incluso le hizo reír como si le hubiera
contado un chascarrillo aragonés.

—¿Por qué vino Vd. a Alaska?

Tomé de nuevo las manillas y Jaime se tumbó a la larga en el trineo


respirando fatigosamente y con muestras de un agotamiento absoluto.
 —Qué, también tú estás cansado, ¿eh?
 —Sí, Padre, lo estoy; este viaje es el que más me ha costado.
 —Pues si a ti, guía de profesión, te ha costado tanto, imagínate cómo
vendré yo.
 —
—YYa me ha hagogo carg
cargoo. Ha sid
sido un de desa
sattino
ino ha
haccer este
este viaj
viajee en
Diciembre. El mejor tiempo para hacer este viaje es Abril, cuando la nieve
está bien apisonada y los días duran 20 horas, y no ahora, sin luz y por hielo
sin nieve o por nieve blanda y sin pisar.
 —Sí, pero la caridad está por encima de todo; ya verás qué alivio para
el P. Fox poderse sentar junto a mí y charlar mano a mano con un hermano
en Religión y co-Misionero.
 —Por eso precisamente me envió a buscarle a usted. Lo que temo es
que haya sufrido usted demasiado y quede raquítico para todo el invierno.
 —No lo creas, Jaime. Es verdad que dejo jirones de mi juventud por 
estos andurriales y acorto la vida con estos tratamientos tan duros, pero Je-
sucristo murió a los 33 años y ya ves lo que hizo; y yo ya tengo 35 y no he
hecho nada; así que ya es hora de que despierte de mi letargo y me sacuda el
 polvo y haga algo.
 —¿Dice usted, Padre, que no está
est á acostumbrado a estas durezas?
 —Así es. Nunca pasé tantas horas expuesto al frío ni por rastros tan
horribles como los que hemos tenido en este viaje.
 —Pero ¿no viajan en trineo en su tierra?
 —No, hombre, no, qué van a viajar en trineo. Yo soy español. Los
españoles no han visto trineos más que en las revistas de Misiones.
 —Pues ¿entonces? ¿Cómo viajan?
 —Pues en tren, en automóvil, en coche, en bicicleta, en aeroplano, a
caballo, en burro, en carro de bueyes y a pie.
 —Eso será en
e n verano; pero en invierno con la nieve ¿cómo viajan?

68
 —En España cae poca nieve. Los sevillanos apenas le ven el pelo.
España es el país de las naranjas, de los viñedos, de las ganaderías y de los
olivares. No te vayas a creer que España es como esto. Cuando tengas
dinero date un viaje por España; yo te daré las señas de algunos de mis
amigos que te acribillarán a preguntas, y entonces verás lo que es mi tierra.
Si vas, no vuelves.
 —Pues entonces ¿por qué vino usted?
 —
—PuPues
es,, ho
homb
mbre
re,, tú qu
quee estu
estuvi
vist
stee on
once
ce añ
años
os en nunues
estr
traa escu
escuel
elaa
debieras saberlo. Vine porque vosotros los esquimales no tenéis sacerdotes,
y sin sacerdotes ya ves qué paganismo reinaría en la región; y Jesucristo dijo
que El haría que su evangelio fuese predicado en toda la redondez de la
tierra. Alaska tendrá siempre sacerdotes, si no indígenas, extranjeros; alguno
tiene que ser el extranjero que tiene que venir; y, si alguno ¿por qué no yo?
Y, a propósito, ¿cuánto nos queda para llegar a Hooper Bay?
Jaime quiere hacerse el sordo, mas al fin confiesa que no pasará de una
hora. Como llevábamos diez horas de caminata y habíamos cubierto una
distancia tan considerable, me convencí de que Jaime me habla engañado
 buenamente cuando me dijo en aquel agujero del monte que era cosa de
unas horas.
Se lo pregunté de sopetón y me respondió que se había extraviado; de
lo contrario me hubiera llevado a Hooper Bay en muy pocas horas.

69
VIII

En la Misión del P. Fox


(Diciembre 1941)

Seguimos rodando una distancia considerable hasta que al subir un


ribazo divisamos las luces de Hooper Bay. Los perros sacaron fuerzas de
flaqueza y tomaron un trote ligero que nos puso en la población en menos
que se tarda en decirlo. ¡Pobres perros, tan flacos, tan fieles, tan valientes!
Al llegar a las puertas de la Iglesia se dejaron caer; allí mismo se hubieran
quedado dormidos si no los hubieran arrastrado a la perrera. Al oír la
algazara de los otros perros que nos recibían, el P. Fox se levantó de la cama
y nos encontramos al abrir una puerta.
¡Qué cambiado estaba! Flacón, macilento, sin afeitar, ojos hundidos y
apagados, encorvado de hombros, en fin, un retrato acabado del Misionero
 polar en articuló de muerte.
 Nos miramos de hito en hito unos segundos y nos dimos luego el
abrazo ignaciano con frases muy elusivas. Nos dirigimos en seguida a la
cocina, donde restauré las fuerzas con una suculenta cena, tan caliente como
sabrosa.
Dios nuestro Señor había inspirado a Jaime cuando respondió
negativamente a todas mis propuestas de hacer noche en aquellos
despeñaderos cortados a tajo y con nieve blanda en la hondonada.
Antes de acostarme se me robusteció mucho la fe al visitar al Señor en
el sagrario y contarle mis penas y pesares.

MIÉRCOLES, 10
Me encuentro aquí, en Hooper Bay como en mi casa, restablecido del
viaje y renovado en toda los sentidos. He tenido unas charlas muy animadas
con el P. Fox.

70
Tiene seis aldeas que visita cuando y como puede, aparte de esta de
Hooper Bay, que es la más populosa, la más ferviente y la que mejor 
responde a los esfuerzos del Misionero.
Todos los días comulgan unas 25 personas, y los domingos cerca de
ciento; en las fiestas principales llegan a 150, y cuando vienen cristianos de
otras partes no caben en la iglesia.
 No se habla nada de inglés; todo tiene que arreglarse en eskimal de
  pura cepa, que el P. Fox entiende sin dificultad, aunque lo habla a
trompicones, como me pasa a mí.

El P. Fox en sus primeros años

Cuando vino a Hooper Bay, allá por 1929, en el P. Fox un verdadero


atleta, con una osamenta imponente y una agilidad de corzo montés.
El celo por las almas le consumía. Comenzó a edificar capillas y a
establecer cristiandades en su distrito sin límites, siempre en marcha,
siempre en movimiento, corriendo aquí, trotando allá y galopando acullá,
sin parar mientes en si hacia buen o mal tiempo.
Como el tiempo aquí es el peor en toda la redondez del globo
terráqueo, y como vio que los temporales le impedían considerablemente la
conversión del mundo infiel, hizo una especie de voto de no pararse jamás a
considerar si hacía bueno o malo, sino que la norma para viajar había de ser 
si era cosa que debía hacerse o no.
Con esta norma por guía se lanzó a convertir el vasto y abandonado
distrito confiado a sus cuidados apostólicos.
El primer invierno durmió al raso cinco noches. Como los perros que
tenía eran unos cachorros fofos e inexpertos que no sabían a dónde iban ni
de dónde venían, y como se fatigaban pronto con la carga, el P. Fox los
conducía trotando todo el día delante de ellos chorreando sudor por todos
los poros.
Luego, al llegar a casa, bebía doce o catorce vasos de agua uno tras
otro.
Cuando se resolvía a dormir a la intemperie lo hacía a eso deis media
noche, después de haber perdido toda esperanza de llegar a poblado.
En cuanto a comer, comía le que caía y como caía, principalmente
comida indígena, a la cual se acostumbró a pura fuerza de voluntad.

71
Las Hermanas de la Nieve

Concibió entonces la idea de fundar una Congregación religiosa de


indígenas, que luego se bifurcó para abrazar Hermanas y Hermanos.
Esta última no duró más que un par de años y se extinguió cuando el
tercer postulante se casó como lo habían venido haciendo los eskimales
desde el Gengiskán o quien fuese el padre de la raza.
Las Hermanas de la Nieve sobreviven en la fecha, aunque no quedan
más que cuatro. A estas cuatro les estoy dando seis días de Ejercicios que
hacen con todo recogimiento. Visten un hábito peculiar, negro tirando a
 pardo, y hacen votos que deben renovarse todos los años pues expiran a los
doce meses de emitidos.
Es esta la primera experiencia de este género en el país de los eternos
hielos. Unas se casaron, otras se murieron y no quedan, como dije, sino
cuatro: dos veteranas y dos novicias. El P. Fox las amaestra con pláticas,
lecturas espirituales, explicaciones catequéticas, puntos para la meditación,
horas de oración, exámenes de conciencia, etcétera, etc., luego las manda en
  binas a las aldeas, donde la gente las mantiene, y donde las buenas
Hermanas enseñan la doctrina, las oraciones, himnos sagrados, etc. Y donde
le roturan y preparan el terreno al Padre, que no hace nada más que llegar,
administrar los Sacramentos y proseguir el viaje.

LUNES, 15

Llevo tres días solo en Hooper Bay. El P. Fox aprovechó mi venida


 para hacer una escapada a su parroquia de Chevax, donde espera tener algún
fruto a la vez que descansar todo lo más que pueda en el corto espacio de
tres días. Hoy terminamos los Ejercicios y las ejercitantes renuevan sus
votos; una los hace por primera vez. Estás contentísimas, muy animadas a
continuar trabajando por Dios y resueltas a ser lo que se dice santas en toda
regla. Después del desayuno las entretengo con historias que ríen y
agradecen y a mí me dan materia de meditación, pues parece que no vine al
mundo más qué para contar historias; profesión bien rastrera y menguada
  por cierto; pero así como el leopardo no cambia ni puede cambiar los
colores de las rayas en la piel, así yo no puedo cambiar de condición por 
más propósitos que hago de enmendarme.

72
La bendición del misionero

Poco antes del Mediodía, mientras escuchaba por radio el parte de


guerra japonés, entra en mi cuarto un eskimal diciéndome con voz tristona
que le siga inmediatamente, pues su mujer se está muriendo; no puede dar a
luz y está ya en las últimas.
Vamos los dos por el sendero de nieve y penetramos en su covacha
subterránea donde una mujer da señales de entrar en agonía.
Con una fe como jamás había sentido yo en mi vida le di la bendición
a la pobre mujer.
Salí a los pocos minutos, después de consolarla y animarla lo más que
 pude, y apenas había andado cien metros, cuando me llaman a gritos; vuelto
a la casa y veo con pasmo un niñote, fresco y regordete, asustadizo, con más
vida que un cachorro retozón.
Los circunstantes se miraron y uno dijo en voz alta:
 —Ya VEIS CÓMO NO PODEMOS VIVIR SIN EL Padre. Si este
Padre no hubiera venido, en vez de bautizo, tendríamos entierro.
Todos asintieron. Terminada mi misión de bendecir, me despedí y
volví a mi aposento admirando el poder y las obras de Dios nuestro Señor.

Ante la guerra mundial

Los japoneses en la radio estaban que ardían. Vencían en todos los


frentes y tenían puesta la proa a Hong Kong, Manila, Singapur, Java y
Australia.
La radio de Wáshington cantaba en tonos diversos. Aunque admitía
que los japoneses habían obtenido triunfos iniciales, aseveraba que muy
 pronto esos triunfos se convertirían en reveses y que esta vez la victoria final
iba a tener consecuencias para muchos años.
Yo me quedo pensativo ante el aparato de radio comparando notas y
rogando a Dios que acelere el día de la paz; que ya basta de guerra; que,
desde el asesinato de Calvo Sotelo por el Gobierno de Azaña, no he
escuchado más que batallas y descripciones de preparativos bélicos para
nuevas batallas; que basta ya de mentiras y locutores exagerados; que
vuelva a reinar la paz siquiera unos años hasta que tal vez la generación
venidera cambie de táctica y arregle las cuestiones diplomáticas
internacionales produciendo y escribiendo, en vez de hacerlo como ahora,
73
destruyendo y arrebatando.
Pero allá van leyes do quieren reyes.
El mundo hierve en gorreas, ni ha sido otra su suerte desde que Caín
dio muerte a su hermano por envidia de su virtud.

Oscurecimiento nocturno

Aquí, en Hooper Bay, no las tenemos todas con nosotros. Se teme que
los japoneses vengan a visitarnos en trimotores, ya que estamos a dos pasos,
y por las noches colgamos de las ventanas mantas y otros trapos que ocultan
la luz.
Es un crimen inhumano ocultar la luz a un viajero que vaga en trineo y
 pierde el camino en la noche oscura; pero la guerra es así, y en Alaska hoy
estamos en guerra contra el imperio del Japón.
 No que los japoneses vayan a gastar una bomba en nosotros, que no la
velemos, sino que las luces de Hooper Bay pueden servir de señales camino
de Fairbanks o Anchorage u otros centros donde un bombardeo pudiera
causar daños considerables.

Radioemisoras

El P. Fox tiene un aparato de radio que le permite no sólo escuchar,


sino transmitir mensajes y comunicarse con las estaciones vecinas todos los
días.
En su ausencia manejo yo el aparato y hablo con diversas personas
autorizadas para ello. Cuando vinieron los aparatos estos, se charlaba mucho
con ellos y hasta «se pelaba la pava», tanto que fue menester una orden
oficial para que las conversaciones por radio fueran puramente de negocios
y sobre el estado del tiempo. Para reforzar la ley con sanciones adecuadas se
enviaron para acá inspectores que pusieron muy pronto las cosas en su punto
Hoy nos llega la orden de que nadie puede hablar por radio bajo
ningún pretexto hasta nueva orden. Supongo que regularizarán muy pronto
el uso de los aparatos, poniéndolos al servicio del talado mientras dure la
guerra.

74
MARTES, 16

Llega el P. Fox

Hoy llega el P. Fox muy satisfecho de su escapadita.


 Nos sentamos a planear y, al cabo de un par de horas, decidimos que el
Hermano Wickart de Akulurak venga inmediatamente a Hooper Bay a
cuidar de la parte manual y material de la casa a fin de que el Padre quede
libre para dedicarse exclusivamente a lo espiritual.
Aun así el Padre tal vez tenga que volver un año a los EE. UU. a
recobrar la salud perdida. Por la tarde llega Sipari con el trineo de Akulurak.
Los perros me conocen a la legua y se me trepan a los hombros muy
zalameros y noblotes. El Sr. Obispo está en Akulurak y desea verme y
hablarme.
Yo estoy completamente restablecido del viaje, lleno de vida y
animación, contento en toda la línea, aunque me embarga un presentimiento
que la vuelta va a ser dura como la venida. El Padre Fox me ha tratado a
cuerpo de rey.
Paso el anochecer en preparativos. Hablaron hasta muy entrada la
noche.

MIÉRCOLES, 17
Después del desayuno nos disponemos a partir. Sipari va con el trineo
del P. Fox y yo voy el mío de Akulurak.
Mientras enganchan los perros al tiro yo me postro de rodillas ante el
sagrario, y así, como quien no dice nada, le ofrezco al Señor la vida por la
salvación de las almas. Son momentos de una solemnidad sagrada mezclada
con un no sé qué de simplicidad muy natural en un misionero.
Siguieron los encargos de última hora y despedidas acostumbradas y
salimos para Akulurak a un galope desbocado, pues los perros estaban
descansados y el rastro no era del todo malo.
Sipari conoce un atajo por la orilla del mar que nos debe ahorrar por lo
menos 25 kilómetros. Naturalmente debe ir delante; pero las perros del P.
Fox no se pueden comparar con los míos, que les dejan a medio camino.
Cambiamos, pues, de trineo y Sipari toma la delantera con el trineo de
Akulurak. Yo le sigo con el trineo del P. Fox cada vez más lejos.
75
Le doy voces que me aguarde con el fin de hacer alto unos minutos,
descansar, cambiar impresiones, etc., pero Sipari, aunque más inteligente
que la masa eskimal ordinaria, al fin es eskimal y continúa impertérrito sin
oírme, sin ocurrírsele siquiera volver la cabeza para ver cómo va el Padre.
Clavo los ojos en su trineo, que cada vez se aleja más, en espera de
que vuelva la cabeza para hacerle la señal con los brazos, pero Sipari se me
aleja hasta que se convierte en un punto negro al ras del horizonte.

Entre el cielo y la nieve

Por fin, le perdí de vista. Era aún la mañana y no contábamos con


llegar a nuestro destino hasta bien entrada la noche.
A eso del mediodía, solo entre el cielo y la tierra, me paré a comer 
unas pasas con pan y queso.
Los perros se tendieron a descansar jadeantes en una soledad y silencio
que yo no acierto a describir.
Me invaden oleadas de ira contra el atolondrado guía, pero la ira es
mala consejera; por eso, cambio de disco y apaciento a la imaginación con
otros temas.
Estamos en guerra. Lo bonito seria ahora que un trimotor japonés
viniera por acá y me tomara per un enlace de las defensas costeras y me
cosiera con la nieve desde su ametralladora. ¿Qué tengo yo que ver con la
guerra? Mas, y ¿qué va a saber de esto el japonés del trimotor?
En estos pensamientos me coge la una de la tarde.
Pruebo a sentarme en el trineo, pero, por lo visto, soy más pesado de lo
que yo me imagino, y los perros hacen alto en señal de protesta.
Tengo, pues, que caminar a pie con las manos en los barrotes del
trineo, mientras que a Sipari le llevan como en volandas mis perros de
Akulurak.
En aquel silencio del cielo grisáceo y nieve muda, sólo veo ante mis
ojos el rastro abierto por Sipari, las dos rodadas que se pierden ante mis ojos
como los carriles de un tren en la pampa ilimitada.
Y así, horas y más horas.
Se levanta un airecito de cara, que empeora situación. Son las cinco y
comienza a oscurecer.
¡Nuevas oleadas de ira! Hasta hubiera dado la bienvenida al trimotor 
76
 japonés de marras; sin embargo, la vida es amable y lucho contra viento y
marea esperando de un momento a otro descubrir al guía, a cuyo ángel
custodio le mandé un mensaje rogándole le inspirase hacer alto para
aguardarme.
Siguen varios siglos de tortura.
Como la impaciencia pugna por vencerme, reclino la frente en los
 brazos de Jesucristo y me preparo a sobrellevar cuanto el cielo permita caiga
sobre mí.
Por fin, oí el ladrido de perros que para mí fueron ecos melodiosos y
gorjeos de ruiseñor primaverales. Otro esfuerzo más y ¡ya!, en las faldas del
monte Esquinok me esperaba Sipari fumando una pipa corva más negra que
el carbón. Había allí una choza diminuta, destartalada y sin pizca de
acomodo.

Siempre adelante

Discutimos animadamente los pros y los contras y prevaleció, para mi


daño, la Idea de trasponer el monte y caer sobre Magayagameut, aldea
 pintoresca donde dormiríamos como señores.
Sipari comprendió perfectamente que si se descuidaba y no se paraba
cada vez que se me adelantase 50 metros, sería por lo menos estrangulado y
su cuerpo dejado allí para pasto de águilas.
Tomamos un bocado de pan y salmón encecinado mientras allá en mis
huesos me gritaba el sentido común que no pasáramos de allí so pena de
 pedir milagros; pero la idea de caer sobre Magayagameut por sorpresa y
dormir junto a una estufa humeante volvió a prevalecer, y así reanudamos la
marcha monte arriba.
Una vez ganada la cumbre, lo demás era coser y cantar. El ascenso era
entre matorrales.
Ya en plena noche, nos valíamos de las linternas para tratar de
descubrir el rastro o algo que se lo pareciese. A medida que subíamos, el
viento se hacía más fuerte hasta que nos vimos envueltos en remolinos de
nieve.
¡Si luciera la luna y las estrellas! La luz de la linterna nos descubría el
espesor de la nieve que caía y que el viento arrebataba y llevaba en todas
direcciones.
Al cruzar un bosquecillo de algo así como retamas entrelazadas se
77
enredó el correaje de los perros en unas ramas nudosas y, con el esfuerzo de
un tirón supremo, se rompió la soga y un perro se me perdió de vista.
A los cinco minutos lo cogió el guía junto a su trineo y me lo devolvió.
 Nuevos enredos y paradas que ya hubiera yo querido yo ver allí al
 pacientísimo Job.

¡La catástrofe!

Por fin llegó la catástrofe: como los perros no podían arrancar, al


levantar yo el trineo en vilo y empujarlo, se me doblaron las piernas en un
amasijo de calambres tan genuinos que me vi imposibilitado de asentar la
 planta del pie allí, en aquel monte barrido por un vendaval de nieve en una
noche tenebrosa con un tiro de perros exhaustos, vacío el estómago, sin jugo
ya para sudar como lo pedía el continuo esfuerzo, molido, atribulado,
estropeado y puesto fuera de combate.
Tuve que reclinarme sobre el trineo y dejar que los perros, a paso de
tortuga, se desenredasen y continuasen.
La pierna izquierda se repuso luego, pero la derecha se negó
definitivamente a funcionar. Cojeando y apoyándome en el trineo hice señas
con la linterna al guía, que me esperó fielmente.
Le expuse mi situación y le vinieron ganas reírse.
Propuse hacer alto allí; metemos vestidos en el saco de dormir;
descansar varias horas y luego continuar; pero me respondió que si yo me
metía en el saco de dormir en aquel monte, despertaría en la eternidad.
Tenía razón.
Pero ¡si, al menos, hubiera agua! Sí, la habla y precisamente allí
mismo, debajo de nuestra pies, se despeñaba un arroyo. Siparl cavó un
hoyuelo, metió el brazo y sacó una taza de agua que bebí a sorbos
gedeónicos, no fuera que el contraste del agua fría me dañara. Me tendí en el
trineo y descansé unos quince minutos.

La noche triste

Con la pierna izquierda muy valiente y la derecha a media máquina


reanudé la marcha detrás del guía. Si supiera yo el camino, tomaría el trineo
de Akulurak y caminaría sentado; mas todo estaba combinado de suerte que
78
aquélla había de ser para mí la Noche Triste por antonomasia.
 Nunca olvidaré las impresiones que recibí en aquella subida tétrica.
La oscuridad se hizo total. Hay momentos en la vida en que las
angustias le cercan a uno como el agua al pez, y no se ve la solución ni
asomos de ella. Más aun, hay momentos en que ve uno la muerte a un tiro
de piedra sin hallar el modo y la manera de escabullirla. Un paso en falso, y
todo se hubiera concluido para mí.
La pierna izquierda volvió a resentirse y me volví a convertir en un
inválido. En casa me hubiera acostado, y asunto concluido; pero allí, en el
monte oscuro, no había otra solución sino continuar, y yo no podía ya
continuar, y, sin embargo, tenía que continuar so pena de la vida.
He ahí el problema.
Pocas veces en la vida me he encomendado a Dios con tanto fervor 
como entonces. Era aquélla mi calle de la Amargura y sin cirineo; el
calvario estaría tal vez a unos metros de distancia; porque la borrasca se hizo
general y mi estado físico ya no daba más de sí.
Diez horas de pie o trotando junto al trineo en una atmósfera helada y
ahora cuesta arriba en una borrasca de nieve en la oscuridad de la noche y
con un trineo exhausto habían convertido mi cuerpo en un fantasma de
cuerpo humano. Un esfuerzo más nos puso en la cumbre del monte. No lo
vimos, pero lo sentimos, pues la inclinación del trineo nos dijo que se
iniciaba la bajada.
En cosa de diez minutos estábamos en la llanura. Una hora más y nos
vimos en la aldea de Magayagameut cerca yo de las once de la noche.
Cenamos unas habas con pan y té.
El P. Fox me contó que al fin de sus viajes acostumbraba a beber una
docena de tazas de agua en una media hora. Yo fui mucho más moderado;
me contenté con siete.
 Nos acostamos. A las pocas horas desperté con dolor agudo que cubría
geográficamente todo mi interior, aunque con especial énfasis en los in-
testinos.

79
IX

Enfermo en la tundra
(Diciembre 1941)

JUEVES, 18
Con un cólico de estatura mediana reuní a la población católica antes
de que tuvieran tiempo de desayunar con el fin de facilitarles la recepción de
los Sacramentos. Una asentada regular oyendo confesiones, Misa y
exhortación a vivir como Dios manda.
El dolor, que en lugar de amenguar se acentúa ominosamente, me hizo
adoptar una medida prudencial que consistió en ajustar a Miguel, antiguo
alumno de Akulurak, que me llevase y añadiese sus perros a los míos para
continuar con más velocidad.
La gente de Magayagameut ni se enteró siquiera de mi indisposición.
¿Para qué? Ninguna de sus chozas me pareció a propósito para descansar y
restablecerme, y por otra parte urgía mi retorno a la Casa Misión para
conferenciar con el Sr. Obispo y para preparar con antelación los festejos del
 Nacimiento.
Salió Sipari delante con los perros de Akulurak y a buena marcha. Yo
me arrellané en el trineo envuelto en pieles y Miguel dio la voz de “Listos" a
dieciséis perros que semejaban un tren mercancías.
A las dos horas de respirar aquel aire congelado me sentí tan mal que
tuve que hacer alto y disponer el saco de dormir de suerte que me metí y
cubrí de pies a cabeza convirtiendo el trineo en catre y a los envoltorios de
mantas en colchón y cama blanda.
Así, en postura horizontal y bien cubierto vi pasarse las horas con una
lentitud aplanadora. Vinieron terraplenes, altibajos, desniveles rápidos y
otras excrecencias periféricas que causaban trompazos y trompicones, cada
uno de los cuales era como una coz que me diera en la boca del estómago.
Hacia las dos de la tarde le pregunté a Miguel si llegaríamos pronto a
80
algún poblado.
Me respondió que en menos de una hora pasaríamos por uno, y que
dentro de tres o cuatro llegaríamos a Kaveagameut donde vivía su tía, que
nos trataría colosalmente.

En una choza desapacible

Llegamos, en efecto, al primer poblado consistente en una choza sin


entarimado, sin bancos, sin sillas, sin cama, sin nada de lo que nosotros
consideramos elemental y rudimentario en cualquiera de nuestras viviendas.
Al salir de mi camastro improvisado me metí en la choza gateando y
sin decir oste ni moste me senté junto a la estufa todo alicaído y des-
 plumado.
La madre y la hija que me vieron obrar así, se miraron y rompieron a
reírse con ruido de catarata en una crecida. Magnifico contraste, me estoy yo
muriendo y ellas se retuercen de risa.
Para no desconcertarlas con una mirada tremebunda que pugna por 
salirme, hago un esfuerzo y me sonrío, con lo cual se serenaron y entraron
en razón.
Tomamos una taza de té hirviendo y ya nos disponíamos a partir,
cuando la perspectiva ir dos o tres horas más a campo traviesa por el hielo
me hizo dudar seriamente si no sería mejor quedarme allí a morir 
 placenteramente junto a la estufa sentado en un cajón y apoyado en el poste
que soportaba la techumbre.
Se pesaron los pros y los contras. Miguel y Sipari temblaban de solo
  pensar que tuvieran que pernoctar allí. En mi empeño de no serles le
molesto ni gravoso les dejé salir con la suya y partimos cuando ya empezaba
a oscurecer. Miguel sabía el camino de memoria.

La marcha fúnebre

Arreglamos una cama decente en el trineo; me hundí en un abismo de


mantas y pieles; nos encomendamos a Dios y salimos para Kaveagameut,
que quiere decir «villa del zorro».
Fue aquello una marcha fúnebre. El cólico empeoraba a pasos de
gigante y yo me vi morir En realidad de verdad era eso lo único que me
faltaba, pues ya iba amortajado y metido en un ataúd.
81
Como los trompicones se sucedían con ritmo de letanía, y como el
malestar y los dolores me dominaban en toda la línea, me recogí
interiormente y me preparé para entregar a Dios el alma de un momento a
otro.
Hasta me halagaba la idea de morir, dejar el suelo desnivelado
cubierto de nieve y hielo, volar a los cielos y ver a Dios cara a cara.
Creo que caí en una especie de sopor del que me sacó la voz de Miguel
que me anunció nuestro arribo a Kaveagameut.
Me arrastré fuera del trineo lo mejor que pude y me dirigí todo
encorvado a la única choza del lugar.

El adiós a la vida

Al abrir la puerta y echar una vista en derredor, di un adiós final a la


vida y me resigné a morir allí lo más cristianamente posible. No tenían leña.
Tampoco luz, a no ser que llamemos luz a una astilla incrustada en un
 pedazo de aceite de foca que daba una llamarada pálida humeante como
locomotora a toda marcha. El hedor no es para describirse.
Poco a poco me fui haciendo a la oscuridad de la estancia y vi que allí
no había habido fuego por lo menos en tres días.
Un viejo tosía tronando y llenaba de esputos un bote en el que no
siempre acertaba. Dos criaturas roncaban sobre unas tablas arrellanadas en
andrajos. El ama de casa, robusta y con señales de buena crianza, me contó
que el hijo mayor había ido a ver los cepos, y, como no había vuelto con los
 perros, estaban sin leña; que dispensase el frío recibimiento.
Entraron luego Miguel y Sipari. Este último, previsor y zorro viejo,
llevaba una cocinilla portátil de keroseno, lo encendió y calentó agua para
tomar el té clásico de las tundras alaskanas.
Sin ganas de comer, y bebiendo a la fuerza una taza de té, me acosté
vestido y arrebujado en el saco de dormir, que tendí sobre un camastro
formado por varales apartados y ñudosos, contiguos a una pared cubierta de
escarcha; un camastro estrechísimo y a dos cuartas del suelo, con otro
camastro encima de la misma catadura.
Aquí el cólico llegó a su cenit. Cada respiración era una bocanada de
vapor como si estuviera fumando un puro habano.

82
El testamento

Mientras se acostaban los demás, llamé a Sipari y le dije sin ambages


que me moría y que recibiese allí mi testamento.
En primer lugar que dijese a los de Akulurak que moría contento y
feliz y sin resentimiento de ningún género.
Que al morir no permitiese que hicieseis supersticiones sobre mi
cuerpo, porque si las hacían me aparecería a ellos con unas uñas muy largas
y les haría pasar el drama mayor de su vida; y eso no una noche, sino varias,
y acaso muchas.
Que me dejase envuelto como estaba y me llevase en línea recta a
Akulurak, donde debía ser enterrado junto al Hermano Chiaudano,
 píamontés, y que no me llorase Sor Catalina la cocinera que llora por nada.
Siguieron varios encargos sobre papeles, contratos y dinero y con el
testamento hecho quedé más tranquilo y me puse a meditar. Realmente yo
no tenía derecho alguno a quejarme; al contrario, yo era un mimado del
cielo.
Aquella, muerte era casi demasiado ideal.
Así murió el P. Francisco Javier en la choza de Sanchón sin más
compañía que el chino Antonio y el crucifijo; choza pobrísima como la mía;
soledad completa como la mía; dolor agudo y mortífero como el mío;
sensación lejana y abandono como los míos; y, todo ello en un ambiente pa-
gano idéntico hasta en los pequeños detalles.
Con el crucifijo de los santos votos en los dedos temblorosos hago
recapitulación de mi vida pasada y la hallo falta. A la hora de la muerte las
obras se presentan como son y fueron de verdad.
El cúmulo de imperfecciones pesa sobre mi como cordillera rocosa;
 pero me invade de pronto una confianza tan desusada que casi me da miedo.
Ya debe estar la noche muy avanzada, pues el sueño en la choza es
general y muy profundo. Uno sueña en voz alta y profiere frases entrecor-
tadas que no entiendo.

¡Cuestión de horas!

Yo sigo muy mal. El más leve intento de moverme me paraliza de


dolor. Acaso sea cuestión de unas horas.
83
Cuando se esparza la noticia de mi muerte dirán: «Murió en Alaska»,
así sin más. No saben que muero en este agujero perdido entre el cielo y el
centro de la tierra. Pero mejor será dejar que piensen lo que quieran; lo que
importa ahora es prepararse.
Muero al pie del cañón, qué caramba, como murieron tantísimos más
desde la muerte prototipo de Jesucristo en la cruz.
Muero en pleno combate y espero juntarme pronto con el Sumo
Capitán de los buenos, Jesucristo, que me precedió y me está esperando. Se-
ría una canallada no responder con prontitud a su divina llamada.
En unos momentos más de meditación fatigosa, pero clara, se apoderó
de mí tal deseo de salir de esta cárcel y volar a ver a Jesucristo que, como
Elías en el desierto, pedí a mi alma que se apresurara ya y saliese viril y
letabunda.
El dolor del cuerpo cedió el paso a la alegría del espíritu y sentí que,
en vez de morirme, se alejaba el malestar y mejoraba visiblemente. Ya podía
dar vueltas en el camastro sin ver estrellas, y hasta podía estirarme sin daño
notable.
La oscuridad era total y muy propicia para la meditación.
Como salga de ésta ya sabré yo ayudar a morir. Sentado junto a un
moribundo no tendré más que reconcentrarme y volver o vivir esta noche de
recuerdos imborrables; lo que entonces hubiera yo querido oír, eso le diré al
oído al agonizante.
Siguen unas horas más y la gente comienza a desperezarse. Pruebo a
levantarme y veo con extrañeza que me tengo en pie y hasta puedo caminar.
Almas esparcidas por el mundo han rogado por mí esta noche y me
han alcanzado de Dios una prórroga como la del buen Ezequías que alcanzó
de Dios quince años más de vida cuando estaba a las puertas de la muerte.
Sipari se apresura a disponer la partida. En una choza caliente hubiera
incluso podido celebrar aquella mañana; pero en aquella nevera hubiera sido
 pedir otro milagro.
Envuelto en pieles me arrellané en el trineo y caminamos todo el día
sin ver otro poblado que la famosa choza de Kapótlik donde no hicimos alto,
 pues nos corría prisa llegar al Río Negro donde tengo una capillita muy
 pobre, pero muy devota. Mientras más trompazos daba el trineo y mientras
más soplaba la brisa, mejor me ponía. El restablecimiento era ya una cosa
 palpable. Bendito sea Dios.

84
De nuevo en el mundo de los vivos

Seguimos rodando por aquellos parajes horas y más horas hasta que
divisamos las chozas del Río Negro, a donde llegamos antes del oscurecer.
Unas sopas calientes y varios mendrugos de pan con queso aceleraron la
mejoría.
Bauticé a dos niños, Marcelo y Silvestre; bendije dos matrimonios;
 preparé para la confesión a los adultos y les confesé; dirigí las oraciones de
la noche y el rosario; cené más sopas con salmón, pan y café y me acosté a
dormir de un tirón una noche del todo opuesta a la anterior.
En un momento de reflexión, al verme de nuevo entre los vivos por los
caminos de esta vida tan accidentada, me llegó a pesar seriamente no ha-
 berme muerto en Kavegameut.
Dudo mucho que en momento alguno de mi vida me encuentre tan
 bien preparado y dispuesto como lo estuve en aquel camastro a modo de
escúleo, en aquella noche fría y oscura y con dolores tan agobiantes.
Pero, en fin de cuentas ¿qué somos, sino mayordomos de nuestras
vidas? No nos pertenecemos a nosotros mismos; pertenecemos a Dios.

SÁBADO, 20
Misa muy devota alrededor de la estufa. Sipari dirige las oraciones,
que siguen todos con voz clara y sin titubeos gracias a dos antiguas chicas
de Akulurak que se casaron aquí y han enseñado las oraciones y el
catecismo a estos cazadores rudos, pero sanos y sinceros.
Yo me encuentro estupendamente. Después del desayuno les
entretengo con historias inverosímiles y nos despedimos con mucha efusión
y algazara.
Enfilamos el rastro de Kusilvak y llegamos a la aldea al declinar la
tarde. La gente estaba de fiesta y celebraban unas danzas muy solemnes que
tienen todos los años antes de las Navidades.

Danzas originales

Entramos todos en el que pudiéramos llamar «salón», un recinto


subterráneo muy capaz, donde tuvieron lugar danzas indígenas, que no son
danzas propiamente hablando, pero hay que llamarlas así por falta de
85
vocablo más apropiado.
Dos tambores fenomenales golpeados con una vara flexible. La
rapacería y las mujeres se apretaron alrededor de las paredes, mientras los
hombres tomamos posiciones en el centro. Yo también soy hombre.
Para darles ánimo y para santificar, por decir así, la ceremonia, tomé
un tambor y les dejé boquiabiertos cuando vieron cómo seguía el ritmo de la
música sin fallar un golpe, exactamente lo mismo que hacen ellos, y no
todos a bulto, sino los más experimentados.
Es que he presenciado danzas similares centenares de veces y ellos no
lo sabían.
A punto fijo no acerté a responder a la pregunta interior de si aquello
era hacerme todo a todos o era hacer el payaso; pero, provisionalmente,
seguí dándole al tambor como si dos días antes no hubiera estado a la boca
de la muerte.

Resistiendo una tentación

Pero ¡qué contrastes tiene esta vida eskimal! Hasta me vinieron ganas
de danzar yo mismo como lo hizo el real profeta David; sino que el motivo
y las circunstancias me parecieron tan disimiles que desistí con un NO
rotundo y decisivo.
En primer, lugar, si danzaba, tenía que ser ridiculizando, y no estaba
seguro de que lo tomarían a bien. Con los niños de la escuela es diferente.
Cuando danzo en Akulurak y ridiculizo las danzas grotescamente,
tengo la seguridad de que soy dueño del campo y arranco las risotadas más
explosivas que se han oído por aquí.
Como me conocen y saben que soy todo para, ellos, lo toman como se
debe tomar y tenemos circo de balde; pero aquí, entre eskimales tan
apartados de Akulurak es diferente; por eso me abstengo de danzar.
Ellos, en cambio, danzaron hasta que nos pareció a todos que ya era
hora de cambiar de disco y pasar a otra cosa de más monta.
Sin cambiar de postura tuvimos un sermoncito sobre la salvación del
alma, seguido de confesiones que tuve que oír encorvado en el portalillo de
la entrada.

86
Cómo se duerme en Alaska

Terminamos ya muy de noche y yo dormí allí mismo con otros pocos


que hacían del salón común su dormitorio habitual.
Tendimos los sacos de dormir sobre los tablones y uno de los
circunstantes contó una historia más larga que la de Calainos en tono tristón
y pesado con el fin de adormecernos a todos.
Es ése el estilo indígena castizo que está aún en boga en regiones
intactas de huellas de hombres blancos que todo lo transforman con su mera
 presencia.
Aquellos tablones parecían peñas, y no muy pulidas que digamos. Pero
si los demás dormían sin quejarse, ¿de qué me voy yo a quejar? Y no
digamos nada del madero de la cruz, porque entonces mi saco de dormir se
convierte en lecho de flores.
 No, no es que haga frío propiamente hablando, porque el saloncito está
enterrado sin más salida que un agujero cerrado con puerta y piel de oso, y
el aire no penetra por ninguna parte; pero el ambiente es húmedo como lo
delata la respiración vaporosa.
Así y todo dormimos sin percance alguno.
Lo que me inquietaba un poco era la convicción de que en aquel
recinto sin ventilación se apretaban a trillonadas los microbios malsanos y
que a mí me cercaban como enjambres hambrientos y rabiosos; pero ya nos
veríamos las caras el día siguiente en campo raso, con el vientecito que se
estila por estas llanuras alaskanas.
Demos a cada uno lo suyo, y demos tiempo al tiempo.

DOMINGO, 21
A falta de agua con que lavarse salgo de la madriguera y me jabono el
rostro y las manos con nieve dura que tiene la aspereza del barro seco y
aguanta un manoseo interminable sin derretirse
Me apuntan unas barbas de cuatro días y tengo el cabello desordenado.
Debo aparecer verdaderamente horrible y espantoso. Menos mal que los
eskimales aparecen mucho peor y hasta tal vez murmuren que me doy
 postín.

87
Una Misa en el salón de baile

Tenemos Misa de comunión allí mismo donde danzan todo el invierno,


y la oyen muy respetuosos.
Pienso en las gracias que recibirán con esta visita de Jesucristo; cómo
revolotearán los ángeles alrededor del cáliz; cómo el Eterno Padre tendrá
clavados los ojos en esta escena de catacumbas; cómo los pobrecitos
eskimales no entienden, nada del drama que se está representando ante sus
ojos, y cómo el mismo Misionero no entenderá hasta que vaya al cielo el
 bien inmenso que por su medio obró Dios en las almas de los indígenas.
Vivimos de noche y no vemos las transformaciones que tienen lugar en las
almas.
Después de Misa bautizo al simpático Bartolomé, de cuatro meses; les
dejo una provisión abundante de agua bendita, anoto en la libreta muchos
datos concernientes a viejos y viejas que tienen derecho al subsidio de la
vejez, recibo varios encargos para diversos pupilos de Akulurak y salimos a
toda marcha por planicies nevadas y monótonas.
Hace buen día, es decir, no hace frío ni sopla el viento. Los dos trineos
ruedan ligeramente por lagos anchurosos que se suceden continuamente.
A medio día llegamos al almacén de Postolik donde mi amigo Andrés
me sirve una suculenta comida.
Charlamos mucho de sobremesa y le prometo enviarle una chica
mayorcita eme le ayude en las faenas de la cocina y haga también de niñera.

De nuevo hacia Akulurak

Reanudamos la marcha y a eso del oscurecer divisamos la torre de


Akulurak, a donde llegamos sanos y salvos. Salió toda la gente a recibirnos
con mucha algarabía de voces acompañadas de aullidos de perros.
¡Tres semanas de ausencia! ¡Pues no era nada la de noticias que
esperaban! Y el Sr. .Obispo me esperaba, en su cuarto también con ansias de
saber de Hooper Bay.
Al dirigirme a su cuarto, vestido como venía, le encontré a medio
camino que venía a verme muy cariñoso y paternal.
Fue un encuentro inolvidable. Hacía dos años que no nos veíamos.
Había sido mi Provincial y nos habíamos tratado mucho en los últimos años.
Enfrentados ahora en el pasillo, a la luz de una lámpara, nos reímos
88
estrepitosamente sin saber de qué y nos comunicábamos con monosílabos
incoherentes indicadores de la emoción que os embargaba.
Me dijo que estaba grueso y bien conservado, a lo que repliqué que no
adelantase juicios hasta que me viese y tratase más despacio.
Quería saber cómo me había ido en el viaje, a lo que respondí que
necesitaría, por lo menos, una semana para responderle punto por punto. En
esto llegaron el P. Menager y los dos Hermanos Coadjutores. Hablábamos
todos a la vez en una jovialidad vivificadora.
Luego, durante la cena, les conté brevemente los sucesos más
salientes, que ellos comentaban echando su cuarto a espadas y acotándolo
con peripecias similares ocurridas acá y allá a lo largo de la vida.

LUNES, 22

Hablando con el Sr. Obispo

El Sr. Obispo aprueba el destino del H. Wickart a Hooper Bay. El


valiente Hermano, suizo de nación, se envuelve en pieles que cubren sus
ciento y pico kilos y se dispone a partir en el trineo que me trajo a mí.
Con las descripciones que le he hecho ha escarmentado en cabeza
ajena y lleva un programa detallado de los atajos que no debe tomar y de las
chozas y aldeas donde debe pernoctar a fin de llegar a Hooper Bay sano y
salvo.
Lleva buena provisión de sopa y alimentos y no hay por qué anticipar 
suceso alguno funesto. Su llegada será un alivio imponderable para el Padre
Fox, que ahora podrá dedicarse únicamente a la parte espiritual.
Aquí, en Akulurak, todo marcha bien. Por la tarde reúno a los nidos y
niñas y les cuento peripecias del viaje, que ellos escuchan y ríen muy
candorosos e inocentones.
Yo estoy completamente repuesto, como si aquí no hubiera pasado
nada.
Por la noche me encierro en el cuarto del Señor Obispo y charlamos
hasta que nos domina el sueño. ¡Hay tanto qué hablar y tantos negocio que
ventilar! ¿Qué tal marcha el distrito? ¿Cuántos paganos hay? ¿Cuántos niños
hay sin instrucción? ¿Y aquí en la escuela? ¿Qué tal marchan las cosas?,
etc..., etc.
89
90
X

Navidad entre eskimales

MARTES, 23

Una excursión a corta distancia

Después del desayuno salgo en trineo a bautizar un niño en la aldea


que lleva el bonito nombro de Ajovikchagak, a corta distancia de Akulurak.
Hace un frío espantoso.
Los aldeanos me rodean muy amables y chateamos un rato después del
 bautizo.
Me enteran de que Jorge tiene un niño recién nacido en Unwitójeak,
otro nombre de aldea bonito, y allá me dirijo a bautizar a Miguel, que a la
semana de nacer, ya da muestras de un genio furibundo.
De vuelta a la casa Misión me encuentro con trineos en gran número
que vienen a pasar las Navidades en Akulurak, costumbre que se inició allá
 por 1894 cuando los PP. Treca y Barnum entraron en estas llanuras a sangre
y fuego.
Los perros ladran y compiten a carrera desbocada.
En Akulurak hay ya un buen número de eskimales, algunos muy
conocidos, otros menos, y no faltan acá y allá caras completamente
desconocidas.

MIÉRCOLES, 24

La Nochebuena

Día de ajetreo en toda regla. Mañana es Navidad. Akulurak está


repleta de gente.
Calculo que habrá más de 500 perros. Menudo jaleo cuando se les da
91
de comer el clásico salmón
Por la tarde nos sentamos dos Padres en el confesonario y confesamos
a la multitud lo mismo que en el centro más católico de la Cristiandad.
Ya va anocheciendo, pero siguen llegando más trineos cargados de
gente. A deshora voy reuniendo grupos rezagados y les confieso con toda
 paz y amistad.
Viene luego la repartición de la gente: las mujeres van al edificio de
las niñas y los hombres al de los niños. Cenan todos revueltos en estilo
 patriarcal y luego se acuestan en el suelo, como de costumbre.
Algunos son tan pobres y tan despreocupados y desprevenidos que no
traen ni siquiera una manta. Tengo que prestarles mantas hasta que los veo a
todos tendidos y bien cubiertos.
Entonces apago la luz y me retiro a mi aposento a meditar en el
nacimiento del Niño Dios y a prepararme a celebrar las tres Misas con
menos indignidad de la que ya es innata.
Antes de la media noche damos tos últimos toques a las ceremonias de
la Misa Pontifical hasta que nos llama la banda que toca y canta unos
villancicos en la oscuridad de la noche polar.
Todo revive como por encanto.
A eso de las doce se llena la iglesia de gente. Las dos estufas hacen su
oficio maravillosamente bien y despiden un calor que da gusto.
Salimos de la sacristía en procesión ordenada y damos comienzo a la
Misa Pontical, la primera que se ha celebrado aquí en la Noche Buena. La
mitra y el báculo impresionan mucho a los eskimales, que miran atónitos
con ojos de oveja campestre.

El sermón de Su Ilustrísima

El sermón del Sr. Obispo fue hecho trizas por el intérprete Farruco,
que está acostumbrado a frases más cortas y palabras más llanas. Ya le pre-
vine yo a Su Ilustrísima que profiriese frases cortas y palabras caseras.
Por más que ensayó y tijereteó el borrador del sermón, quedó todavía
muy subido. Acostumbrado a tratar con personajes de importancia toda la
sida, le es muy difícil bajarse y ponerse al nivel de esta gente.
El P. Lonneux, que lleva aquí cerca de veinte años, cuando le visitó el
Sr. Obispo, no sufriéndole el corazón ver el sermón de Su Ilustrísima des-
92
 pedazado por el acongojado intérprete, se interpuso entre los dos de suerte
que el sermón continuó así: primero, echaba una parrafada el señor Obispo.
El P. Lonneux hacía anatomía de la tal parrafada y la pasaba en frases
 breves y llanas al intérprete, que ahora estaba en su gloria e interpretaba fiel
y ardorosamente.
El Sr. Obispo me lo contaba muerto de risa. Esta noche yo no tuve
valor para emular la proeza del P. Lonneux y dejé que Farruco sudase e
interpolase ideas y doctrinas de cajón a cambio de las muy subidas del Sr.
Obispo, que resbalaban sobre su cabeza como la lluvia por el tejado,
¡Pobre Farruco, en qué apuros se vio para improvisar delante de tanta
gente! El original del sermón que a él se le escapaba era magnifico; ideas
admirables que el Sr. Obispo irá aprendiendo a poner al alcance de estos
indígenas novicios en la vida espiritual y en la fraseología eclesiástica.
Tuvimos una Comunión muy consoladora. Jesucristo volvía a nacer 
esta noche en los corazones de estos hijos de la nieve que venían a recibirle
desde lejanas aldeas en tiempo frío y sin mucha mantas que digamos.
La música estuvo por todo lo alto. El Sr. Obispo, que es nuevo en el
cargo, no esperaba encontrarse con todo esto aquí en las lomas del Polo
 Norte.

JUEVES, 25

Día de Navidad

Todo es movimiento en la Misión. Por la mañana, después del


desayuno, tenemos una comedia cuyo fin primario es hacer reír y entretener,
 pero que lleva un segundo fin, y es instruirles en lo relativo a supersticiones
groseras, especialmente las relacionadas con el demonio, a quien tienen el
 pánico más cerval que se puede concebir.
Creo que la comedia fue el San Quintín de los hechiceros.
Mientras la presenciábamos riéndonos, metíamos la mano en un
cucurucho de dulces y cacahuetes, siguiendo la costumbre inmemorial.
Por la tarde tuvimos Bendición solemne del Santísimo dada por el Sr.
Obispo, y luego comenzó mi calvario.
Mi cuarto fue acordonado por filas apretadas de eskimales que tenían
negocios personales que ventilar.
93
Unos quedan llevarse niños ya grandecitos que necesitaban para cortar 
leña y dar de comer a los perros; otros querían niñas mayores que necesi-
taban para ayudar a la esposa, que tenía cuatro hijos y estaba enferma; éstos
querían saber si les podría yo proporcionar novias decentes, pues querían
casarse y no encontraban con quién; aquéllos insistían en que si yo no reñía
a Fulano y Zutano y les hacía cortar las borracheras, se las quitarían ellos
con el rifle, pues aquello ya pasaba la raya y en defensa propia se puede
incluso mandar al otro barrio al agresor.
Algunas mujeres pedían que hablase a los esposos y les dijese bien
claro esto y lo de más allá, pues ya estaban hartas y si no se corregían se
irían a vivir a otra parte con otros miembros de la familia.
Todos habían perdido los rosarios, todos necesitaban una medalla y
todos pedían un escapulario. Los más se proveyeron de agua bendita en
 botellas que yo tenía preparadas al efecto.
Mi habitación era un enjambre humano y el pasillo un hormiguero.
Al anochecer tengo la cabeza inflada como un balón y me duelen las
manos de tanto frotarlas conscientemente. Asimismo la garganta se ha
llevado una tunda de padre y muy señor mío.
A las diez de la noche queda la casa en silencio y yo me desplomo en
la cama.
Durante el año reina aquí un silencio relativo y yo no hablo mucho que
digamos. Venirme ahora de repente con este tumulto es someterme a una
 prueba que resulta menos pesada por no cogerme del todo desprevenido.
 Navidad y Pascua de Resurrección son los días del año más duros para
el Superior de Akulurak. Son al mismo tiempo los días más consoladores,
  pues todo eskimal del distrito que no está físicamente impedido, viene
infaliblemente esos días a recibir los Sacramentos y ver y saludar a los
Padres y amigos.

SÁBADO, 27

Una visita a Chinigayun

Ya repuesto y de buen humor, cojo el trineo y parto para Chinigayun,


una aldea remota de la que apenas vino gente por haber en ella varios
enfermos.

94
Para que todo nos saliera como de costumbre, perdimos el rastro y
vagamos errantes en todas las direcciones hasta que el perro delantero nos
 plantó inesperadamente en la senda que guía derechamente a la aldea.
La clásica taza de té hirviendo y el pan y queso acostumbrados. Dos
 bautismos y una extrema unción. Asamblea en el salón subterráneo con
sermón, rosario y confesiones.
Aquí todos son católicos por no haber competencias con las dichosas
sectas. Una ignorancia fenomenal, claro está, pero la instrucción suficiente
 para recibir los Sacramentos.
Mis sermones no son como los que predican los Padres en los púlpitos
de Europa y América; son más bien catequesis que abarcan los puntos más
importantes de la Teología y que mezclan la existencia de Dios con la
morada del Espíritu Santo en el alma del justo.
Cuando he hablado hora y media a un grupo de eskimales, saben tanto
como yo, pues verdaderamente me vacío cuando les predico. Todos
escuchan petrificados.
Amigos como son de noticias, escuchan estas nuevas como
escuchamos nosotros noticias recientes del frente de guerra.
A eso de las diez de la noche les despido. Algunos se quedan a dormir 
y pronto cubrimos el suelo del calabozo, pues ese es el nombre que mejor le
cuadra al recinto subterráneo donde nos hallamos.

El lobo y el minero

Esta vez me toca a mí dormirlos con una historia larga y pesada y les
cuento la del famoso minero que adquirió un lobezno y lo domó y amansó
hasta el punto de que no se apartaban uno del otro ni para dormir.
Juntos dormían, juntos comían, juntos iban y venían y en todo
 procedían como si fueran dos cuerpos en una sola alma.
El lobo llegó a crecer desmesuradamente. Algunos amigos no cesaban
de precaverle al minero que se guardase de acariciar tanto al bruto, pues el
lobo, una vez lobo, es siempre lobo, y de un lobo no se pueden esperar más
que lobadas. Pero el minero conocía el percal y se reía. Aquel lobo era
diferente.
El minero se casó y al año siguiente tuvo un hijo. El corazón del lobo
era tan grande que en él cupieron perfectamente la esposa y el niño, a
quienes amaba lo mismo que a su legítimo dueño.
95
Poco a poco el lobo se convirtió en un miembro más de la familia, y
tan indispensable como cualquiera de los otros miembros.
Murió la esposa del minero. El lobo se dio perfecta cuenta de la
magnitud de la catástrofe y se convirtió en madre del niñito, que contaba
medio año.
Cuando el minero salía de casa a sus quehaceres, dejaba al lobo de
ama de llaves. Con instinto admirable sabía quién venía a acariciar al niño y
quién traía intenciones siniestras.
Los niños de una caseta vecina entraban y salían sin ser molestados;
 pero ¡ay del perro que se acercase a la puerta! Con aquel lobo estaba el niño
mejor defendido que con un cordón de ametralladoras.
Una tarde volvió el dueño de su mina y se encontró con una escena
que le paralizó el corazón. El niño no estaba en la cuna. Todo el suelo estaba
rociado de sangre.
El lobo movía la cola desde un rincón sin atreverse a dar un paso, allí
acurrucado como estaba en la oscuridad.
 —¡Ah! —gritó el minero con el corazón desgarrado— lobo maldito,
¡bien me prevenían que el lobo es siempre lobo!
Y agarrando el hacha que estaba allí a mano, le partió el cráneo de un
hachazo.
Encendió una luz dando berridos de toro de corrida y se puso a
registrar la choza.
¡Oh dolor! ¡Con qué precipitación había sacado la consecuencia!
Porque resultó que el niño estaba muy abrigadito debajo de un camastro, y
en otro rincón yacía despedazado un lobo negro descomunal que había
osado violar la clausura y se habla metido de ronden en busca de carne fres-
ca de niño, sin contar con el fiel guardián que le custodiaba.
El minero, desconcertado, se abrazó con su lobo fiel y le pidió perdón
a voces estentóreas; pero el hachazo había sido mortal.
El buen lobo movió por última vez la cola, cerró unos ojos tiernos
indicando que le perdonaba de corazón y expiró.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Creí que estaban dormidos todos, pero me llevé un chasco cuando casi
a coro me dijeron:
 —Padre, cuéntanos otro,
Por desgracia, no estaba el horno para más bollos y por unanimidad
96
convinimos en cerrar los ojos, así, sin más.

DOMINGO, 28

Trabajos del día

 Nos levantamos del suelo, arrollamos las mantas que amontonamos


luego en un rincón, nos lavamos con nieve fuera del calabozo, y llamamos a
la gente, que va viniendo en fila india.
Ya están todos.
Doy comienzo a la Santa Misa, que oyen diciendo a coro las
oraciones.
Basta que haya tres personas de nuestra escuela de Akulurak para que
todo tome ambiente de religión y de orden. Míos son los que dirigen y
llevan la voz cantante.
Hoy comulgaron todos los que ya lo habían hecho; los demás tienen
que aguardar hasta que aprendan algo más.
Después de Misa les hablo de nuevo y a continuación desayunamos.
Salgo a meditar por la campiña nevada, caminando de prisa para no
enfriarme.
Cuando pienso desde mi habitación en lo poético que debe ser meditar 
 por la mañana paseando en la campiña plana y nevada, me parece algo
idílico y prometo hacerlo en la primera ocasión; pero, cuando llega el caso,
experimento que hace mucho frío, hay mucha soledad, mucha monotonía,
mucha rutina y mucha prosa.
 No es la campiña nevada la que trae devoción y fervor, sino la vida
 buena en la campiña nevada. Ya de vuelta reúno a los niños y tenemos ca-
tecismo con dulces.
¡Qué ojos tan puros e inocentes tienen estas criaturas de Dios! Casi da
 pena que crezcan y se hagan borrachos, como se harán el noventa por ciento
cuando lleguen a mayores.
Algunos ya son mayorcitos y los llevaré conmigo a la escuela en el
verano, cuando los visite en la gasolinera de la Misión.
Son pobrísimos; pero viven satisfechos con lo que tienen, y, viviendo
satisfechos, son ricos propiamente hablando.

97
Por la noche tenemos una instrucción a fondo y con ello constatamos
la veracidad de las palabras de Jesucristo cuando dijo citando al Antiguo
Testamento que «los pobres son evangelizados». Dormimos en el conocido
calabozo diez horas largas y tiradas sin percance alguno.

LUNES, 29

Calor y viento sur 

Se levanta un viento sur que crece sin cesar y calienta el ambiente. A


mediodía el vendaval es algo formidable. La nieve se derrite y las mareas
del Estrecho de Bering irrumpen por los ríos debajo del hielo levantándolo
cosa de medio metro.
La fuerza del agua aprisionada es de todos conocida, o mejor aún,
sospechada.
El agua levanta el hielo, que se quiebra a lo largo de las márgenes
donde es delgado y está pegado al Iodo congelado, y toda la superficie
helada del río se cubre de una sábana algo rojiza
 No es que constituya niegan peligro, no; pero es origen de molestias
sin cuento. Los perros trotan con el agua al ras de la barriga y la impe-
dimenta del trineo que va abajo se lleva un baño que ni los peces.
Aunque el entendimiento le dice a uno que no hay peligro porque se
camina sobre una carretera de hielo de medio metro de espesor, la
imaginación se sulfura ante tanta agua y va uno con el alma en un hilo y el
corazón repicando como una campana que toca a quema.
Estas rachas de calor y viento sur nos visitan dos o tres veces cada
cinco años y a veces duran una semana.
Como ésta puede ser una de ellas, y como no tenemos provisiones para
tanto tiempo, y como por aquí no hay almacenes, ni lugar para comprarlas,
enganchamos los perros y salimos pitando para la Misión, antes de que sea
demasiado tarde.
El viaje de vuelta fue un chapuceo sumamente poético, sobre todo
visto retrospectivamente.

98
Lo que dijo un poeta

Este país polar es tan original, tan peregrino, tan extraño a mi


mentalidad española, tan raro, tan salvaje y tan sin entrañas, que nunca está
uno seguro de que no se oculte una trampa debajo de cada pisada.
Por eso, el poeta yanki del 98, Roberto Service, que vivió varios años
en los yacimientos auríferos de Klondike y experimentó los efectos de
aquellos inviernos padrastros, pone en boca de Alaska versos que, en prosa
castellana, vienen a decir más o menos:
«Yo soy amiga del arrojo y del valor, y no quiero en mi casa más que
bravos y aguerridos. A éstos los estrujo y les saco el jugo sin darles treguas
hasta que los convierto en inválidos y decrépitos indefensos. No me traigáis
 gente ruin y achacosa, ni débiles, ni enfermos, ni cobardes, porque los
cogeré en mis brazos de acero y los reduciré a virutas deleznables».
Y así por el estilo va discurriendo y fantaseando el bonachón Roberto,
que llevó una vejez madura en los Estados Unidos viviendo regiamente con
los honorarios de sus versos acerca de los inviernos alaskanos.

Exageraciones

 No creo que haya tema en el mundo sobre el cual se haya exagerado
tanto como sobre el clima de Alaska.
Creo que se debe a que de vez en cuando los elementos se desatan y lo
arrollan todo en olas consecutivas que destruyen, destrozan, hielan, hunden,
aterrorizan y matan todo a la vez.
Y porque de vez en cuando suceda eso, los poetas y poetastros se
exaltan y lanzan a las nubes párrafos y versos espeluznantes sin aquilatar ni
concretar que aquellos fenómenos son raros y no el pan nuestro de cada día.

MARTES, 30

Desde talanquera

El viento sur sigue empujando las mareas río arriba y hoy se ha


registrado un hecho que no ha tenido lugar en la memoria de los vivos: Un
eskimal remó en el barco y cruzó el río en el agua que flotaba sobre el hielo.
99
Vivir para ver.
Yo en casa veo los toros desde talanquera y me río del agua. ¡Ay del
que haya sido cogido en escampado en el trineo!
Los perros no se meterán por nada en tanta agua y el buen hombre
tendrá que aguardar hasta que el viento amaine o cambie, y baje el nivel de
los ríos y se asiente el hielo. ¿Cuándo será?
Los castizos de Alaska están hechos a esas interrogantes y les
 presentan impávidos el pecho con caras de esfinge.
Aquí, en casa, estamos seguros y salvos, gracias a Dios. Todo funciona
como un reloj. Es para alabar a Dios el buen espíritu que reina en las
Comunidades.

MIÉRCOLES, 31

Mirando hacia atrás

Por ser el último día del año tenemos recreo y diversiones especiales.
Por la tarde nos confesamos para celebrar con un corazón limpio la gran
fiesta de mañana y entonamos un Te Deum solemne para dar gracias a Dios
 por todos los beneficios que nos ha dispensado durante el año. Aquí en
Alaska donde los peligros son tantos y donde la vida reviste caracteres
 propios muy largos de analizar, las palabras del Te Deum tienen un sentido
 por demás veraz, y se esponja el corazón al poder alabar a Dios y darle
gracias por tantos beneficios, tan patentes, tan frescos, tan paternales y
amorosos.
¡Un año más en Alaska!
Cuando vaya al cielo (como lo espero en la misericordia de Dios) veré
clara y distintamente el sinnúmero de ayudas divinas de que he sido objeto
este año que se está esfumando en cada tic tac del reloj.
Entonces veré lo que ha sido oro y lo que ha sido oropel; lo que en
realidad hice, y lo que creí que había hecho; las almas que salvé y las que
dejé de salvar por esto y lo otro y lo de más allá; las veces que tuvo que
intervenir Dios para que no me despeñara sin que a mí se me hubiera pasado
 por las mientes que estuve a punto de despeñarme, y así sucesivamente.
Por fortuna tenemos un Dios que se hace cargo de nuestras miserias
innatas y adquiridas y es bueno sobre toda bondad.
100
Oración final

Dios mío, que el año que entra te sea fiel y te sirva con espíritu sincero
y caballeroso y no me acobarde ante el hielo y la cellisca, ante el viento y las
nevadas, ante la oscuridad y el cansancio, ante los fracasos y las
enfermedades, ante mis flaquezas y las de mis prójimos.
Que mi trato inspire aliento y mi conversación haga mejores a los que
me escuchan.
Que no me canse de escribir a España e Hispanoamérica, y que me ría
 por lo menos tanto como me he reído este año que está agonizando.

101
XI

A bordo del "Amadeo"

(Septiembre 1942)

¿Qué se hace en Septiembre en el distrito de Akulurak? Entre otras


cosas, se navega de campamento en campamento para administrar los Sa-
cramentos a los eskimales.
El pasado Septiembre lo empleé yo en eso y en edificar una capilla en
uno de los rincones más apartados del distrito.
Tenemos dos barcos: el «Sifton», de unas treinta toneladas y el
«Amadeo» (no el de Saboya), que desplaza unas diez.
Mientras el «Sifton» se paseaba por el Yukon proveyéndonos de
 pescado y de balsas de maderos para las estufas del invierno, yo puse a mi
disposición el «Amadeo», que será el héroe y protagonista de la relación.
Mis notas a lápiz, en garabatos ininteligibles, las traslado ahora al
 papel limpias de polvo y paja, y son como sigue:

MARTES, 1

A bordo del «Amadeo»

El « Amadeo» está repleto de material cortado a la medida para la


capilla que vamos a levantar en Nunáljapak.
Adolfo es nuestro curtido piloto, a quien llamamos «capitán» porque le
gusta esa palabra y porque trabaja como un negro cuando se le adula.
Es un muchachote rollizo que lleva con nosotros diez años largos y
que no ha pensado aún en casarse para que no haya regla sin excepción, ya
que el eskimal ordinario contrae matrimonio entre los 19 y 22 años. Adolfo
tiene ya 25 cumplidos.
102
El cocinero se llama Timoteo y es también de nuestra escuela: un
rapazote de 17 años a quien no han hecho mella alguna los libros, pero muy
habilidoso para todo género de trabajo manual.
El capellán del buque soy yo, vestido de mono y con botas de goma
hasta la rodilla.
Y ese es todo el personal: el capitán, el cocinero y el capellán.
Todo Akulurak nos despide en el embarcadero. Comienza a gruñir el
motor; nos despegamos de las amarras; ondearnos gorras y pañuelos y
 bajamos río abajo a buena marcha en los lomos la benéfica corriente.
Yo me siento a leer y leo hasta que ¡zas!, la mole ingente del barco se
embarranca en un banco de arena lodosa que nos esperaba oculto bajo las
aguas sucísimas del río.
Con pértigas y jadeos y frases entrecortadas y mucho recular y tantear 
a un lado y a otro logramos empujar el barco hacia la corriente principal o
canal, que es profundo y nos lleva en sus espaldas a una marcha respetable.
¡Loado sea Dios!
Vuelvo a sentarme y reanudo la lectura hasta que nos atollamos en
otro banco de arena y más tarde en otro, y finalmente en otro. Estos ríos son
anchísimos y no son navegables más que dentro del llamado canal que
zigzaguea debajo de un agua de color de chocolate.
El piloto experto intuye los zigzagueos de la corriente, y Adolfo los
suele intuir con bastante acierto; pero hoy no hace más que encender pipas y
chupar humo a lo chulo, y el resultado es embarrancar a cada paso.
Le amenazo con tomar yo el volante si nos vuelve a embarrancar, y
Adolfo se enoja razonablemente y nos conduce con mano sabia y firme sin
más atollamientos. ¡El buen Adolfo, siempre defectuoso hasta que se pone
en tela de juicio su habilidad!
Timoteo (le llamamos siempre Tim) trabaja en la cocinilla mientras el
capitán pone los cinco sentidos en la corriente y yo río las ocurrencias del
humorista inglés Wodehouse, que, ¡pasmaos cielos!, en el original tiene
gracia a carretadas.
Leacock y Wodehouse son los únicos escritores británicos que me han
hecho a mí reír desmesuradamente como lo hacemos cuando leemos a Fray
Gerundio o al Dómine Cabra de Quevedo.
En estas soledades remotísimas da buen resultado condimentar la vida
con la sal del gracejo y la sátira so pena de convertirse uno en sombra hosca
que vaga al azar en la noche fría.
103
Me saca del mundo ideal Tim, que me toca en la rodilla y me dice que
está lista la cena. Cenamos él y yo primero. Tomo luego el volante y Adolfo
engulle una porción respetable que ahoga en sorbos de té hirviendo.
Doblamos la desembocadura del Kanélik y entramos en el caudaloso
Kwimilik. Por desgracia el viento nos da de cara y el oleaje azota la proa
formidablemente. Empieza pronto el cabeceo y el balanceo. El pobre
«Amadeo» va como borracho por el empedrado.
Y así una jornada interminable hasta que llegamos a Pastólik, donde
anclamos felizmente. Salté a tierra y reuní a los pescadores, que se
confesaron como Dios manda, muy contentos de verme y hablarme.
Como el viento no amainaba y el oleaje creció, no quise dormir en el
 barco. Tomé el saco de dormir y lo tendí en el piso bien entarimado de una
casita, donde dormí sin balanceos ni ruidos de agua estrellada contra los
costados del camastro.

MIÉRCOLES, 2

Comisario de Matrimonios

Misa muy devota con Comunión general en la casita donde dormí.


Charlas, desayuno, negocios a granel, promesas de niños para nuestra escue-
la, mucho borrajear en el librito de notas y vuelta al «Amadeo» que zarpó
hacia el campamento bonitamente llamado Nagozligágovik.
Fue una travesía un poco accidentada; pero atravesamos sin percance
mayor aquella vastísima llanura de agua enfurruñada con ataques de cólera.
Aquí los pescadores procedían del interior inculto y estaban peor 
  preparados. Fue una labor paciente de charlas individuales y patriarcales
  junto a la estufa, la que dio por resultado la formación de un grupo
respetable que escuchó por fin todo un sermón formal con muestras de apro-
vechamiento.
Admití a los Sacramentos como a una docena y bauticé dos niños,
Alejandro y Gumersindo, el primero muy travieso y el segundo muy for-
malito.
Bendije un matrimonio que había ya desesperado de topar conmigo en
aquellos parajes y se había unido según la ley natural por todos respetada.
El juez de Nome me nombró Comisario de Matrimonios y puedo casar 
104
oficialmente a todos los que encuentre casables en 100 kilómetros a la
redonda.
Este nombramiento es un privilegio de mucha monta, pues con él en la
mano voy respaldado por la Iglesia y el Estado y combino los dos poderes
 para bien y descanso de los indígenas.
De esa manera el Gobierno conserva en sus Registros los datos
concernientes a familias que de otra manera vivirían en la pampa sin que se
supiera de ellas oficialmente.
Ya es muy de noche y yo estoy que no me tengo. Duermo en una
tienda de lona repleta de gente que ronca magníficamente, mientras el
«Amadeo» se balancea escandalosamente a la orilla.

JUEVES, 3

Hasta el «Fin de la tierras»

Celebro la Santa Misa en la tienda más capaz con mucho gozo interno
al ver aquellos indígenas melenudos arrodillados ante la Hostia Santa, que
miran con ojos oblicuos delatores de su procedencia oriental.
¡El evangelio se va esparciendo hasta los confines del globo, pese a
quien pese!
Durante la Misa pido a Dios con todo mi corazón que se apiade de
nosotros y nos haga hijos suyos, sin que lo estorben nuestra torpeza, igno-
rancia, debilidad, vida de sentidos y otras miserias inherentes en cierto modo
a la vida cerril y semisalvaje en que vivimos.
«Míranos con ojos de Padre, Señor, míranos con ojos de Padres —le
digo a Jesucristo y se lo repito como se repiten las invocaciones de la le-
tanía.
Detrás de mi patalean los chiquitines, que no tienen paciencia para
estarse quietos veinticinco minutos.
Desayunamos regularmente en buena comparsa sobre el verde oscuro
de una pradera tupida en el único altozano de toda la llanura visible, con el
oleaje a nuestros pies y perros de todos los tamaños y descripciones
olfateando nuestras piernas y manos a usanza eskimal.
Les dejo un cántaro de agua bendita que luego distribuirán
equitativamente; reparto medallas, rosarios y estampas que todos quieren a
105
 porfía y que contrarrestan el influjo pernicioso de las supersticiones; les doy
la bendición, que reciben de rodillas, y me encamino al «Amadeo», que me
recibe con venias y reverencias muy profundas.
Se pone en marcha el motor y Adolfo aproa a Nunamikkoa, que quiere
decir exactamente Finis Terrae o fin de la tierra, por ser un cabo que se
interna en el océano sin fin para ellos.
En Finisterrae tuve el consuelo de saludar a varios ex-alumnos de
Akulurak que vivían agrupados en una especie de tribu patriarcal.
Aquello era como mi casa. Los niños saladísimos, y con nombres tan
castizos como Ignacio, Javier, Teresa y así por el estilo. Todo se les volvía
 preguntar por este Padre y aquel Hermano y la monja de más allá.
Yo encantado y riéndome con ellos a más y mejor. Hasta jugamos
unas partidas de ajedrez que el H. Murphy les enseñó en días lluviosos y sin
escuela.
Por la noche bauticé una niña por nombre Pilar, que ya tenía dos
dientes y mucho genio.
Adolfo nos tocó la guitarra no del todo mal, aunque todo se le volvían
quejas contra aquel «trasto viejo» que no se podía comparar con su guitarra
mucho más cara y recién comprada.
Aunque el oleaje iba amainando visiblemente, preferí dormir en tierra,
como las noches precedentes.

VIERNES 4

Hundidos en la niebla

Todos comulgaron en la Misa que dije debajo de una lona sobre un


altarcito que ellas preparan lo mejor que pudieron: con yerbas por flores, en
vasos por jarrones y un saco roto por alfombra de Persia.
Había en aquel grupo un tal Pedro, y digo Pedro porque así es como le
llamé yo en adelante por serme poco menos que imposible pronunciar su
nombre K'j'oyal'ukr'jk, que quiere decir «Casi helado».
Probablemente de pequeño lo encontraron arrecido de frío en la nieve
y automáticamente fue rebautizado a usanza de la tierra, donde se estila
cambiar de nombre cada vez que le ocurre algo extraño al individuo, sea
niño, mozo o viejo octogenario.
106
Este Pedro ha vivido muchos años por estos parajes y conoce el país a
ojos-cerrados; por eso se me quitó un peso enorme de encima cuando aceptó
mi primer ofrecimiento de llevarle por gula; pues hay que hacer notar que el
 próximo viajecito era por mar, cosa de cinco horas, hasta la desembocadura
del Río Negro, más al sur.
Como al oleaje de los días precedentes había sucedido ahora una
calma absoluta, zarpamos inmediatamente y nos metimos mar adentro
 paralelos siempre a la costa.
De pronto cargó sobre nosotros una niebla espesísima que nos dejó a
oscuras en aquella inmensidad.
Pedro no las tiene todas consigo. Adolfo se olvidó del compás. Tim
hace como que guisa y yo estoy que no me conozco.
Pasan cinco horas y encallamos en la arena.
Adolfo se cala las botas de goma y se echa al agua, que no le llega a la
rodilla.
Aquella niebla tenla que desaparecer, fulminantemente o estábamos
 perdidos. Me pongo en la presencia de Dios con una fe y una sinceridad
 propia de las circunstancias y Dios nos oye y hace que la niebla se parta en
 jirones y desaparezca como por encanto.
En las Misiones el mundo sobrenatural es más real que en los países
civilizados, o por lo menos yo no hago más que decírmelo así a mí mismo.
O es que se necesita a Dios más frecuentemente y con más urgencia, y
Dios viene a ser tan indispensable como el aire para la respiración.
La marea era una bajamar en su cenit y, aunque no divisábamos la
costa, el agua no llegaba a la rodilla.
Adolfo y Tim se alegraron al ver esfumarse la niebla y dieron un paseo
 por el mar con el agua a medias canillas, ahora corriendo, luego brincando,
con muchas voces y algazara; total, que aquello era cosa nunca vista ni oída.
¿Cuántos pueden decir que se han paseado en alta mar? Hay que venir 
a las lomas del Polo Norte para poderse gloriar de semejante hazaña

En la desembocadura del Río Negro

Adolfo y Tim se dieron el gran paseo mientras yo leía con los ojos y
oraba con el corazón, pues aquellos paseítos me daban un cariz pésimo.
¡Tres horas encallados sin ver tierra!
107
Al atardecer empezó a subir la marea y el barco comenzó a
  balancearse con alegría general. Nos pusimos en marcha sobre una
superficie tersa y tranquila sin una arruga visible.
Aquella serenidad e inmensidad me contagiaron y obligaron a salir a
cubierta; desde donde me extasié absorto en el panorama peregrino de cielo
y mar en calma perfecta.
Vamos ya a buena marcha y descubrimos manchones negros a la
izquierda, adonde viramos con ojos cargados de esperanzas que no nos
fallaron; porque muy pronto oímos descargas de rifles y hasta divisamos
kayaks con eskimales que perseguían focas heridas a punto de hundirse.
Otra media hora y entrábamos en la desembocadura del Río Negro
escoltados por kayaks de gente conocida que se comunicaba con la tripula-
ción a voces y con muchos gestos.
A lo largo de las márgenes se divisaban hileras de tiendas de
 pescadores.
Otra media hora río arriba y anclábamos a la orilla, muy alta y cortada
a tajo por las crecidas del deshielo.
Salté a tierra y empecé la consabida rutina de saludos y preguntas.

Nombres propios

Bauticé inmediatamente a María Monserrat y a Julio, dos nenes con


caritas muy sucias, pero muy formalitos.
Varias veces he estado a punto de llamar Jesús a algún niño; pero es
tradición en el mundo anglosajón no poner a nadie ese nombre dulce y sal-
vador. Dos Jesuitas hispanoamericanos que vinieron a los EE. UU. y se
llamaban Jesús, tuvieron que cambiarlo por Manuel, pues el caso era fuente
de comentarios sin fin.
Por acá Jesús no se oye más que en la iglesia y en las riñas o cuando el
individuo se encoleriza y pierde los estribos.
Jesús es oración o blasfemia; no se da término medio.
Los portugueses llaman con frecuencia a sus niños Espíritu Santo, cosa
inaudita en tierras de habla española.
Los anglosajones arguyen que a ese paso pronto los españoles se
llamarán Dios y se quedarán tan campantes.
Jesús, para ellos, objeto yo, es el Juez de vivos y muertos, no el
108
Hermano mayor de la familia humana cristiana. Es cuestión de corazón, a
mi manera de ver.
Digo, pues, que hicimos noche en el campamento llamado Kipnáyak,
muy frecuentado todos los veranos desde tiempo inmemorial, como lo
comprueban las hileras de ataúdes en el cementerio al aire libre: ataúdes
algunos podridos por la acción del tiempo y a punto de caer con la osa-
menta; y digo «caer» porque están todos sostenidos por cuatro estacas como
de un metro a mucha distancia del río por temor a las crecidas.
  No hay aquí ni un metro cuadrado de terreno que se eleve un
decímetro sobre la llanura, geométricamente perfecta.
El Río Negro ha perforado una cuenca profunda por donde desagua
mansamente cuando la marea está baja. En pleamar el agua salada sube río
arriba muchísimos kilómetros.

109
XII

El martirio de la paciencia
(Septiembre 1942)

SÁBADO, 5

El martirio de la paciencia

Misa en una tienda. Los viejos dicen que les recuerdo al P. Treca. Este
Padre bautizó más eskimales que ningún otro y visitó esta pesquería por lo
menos veinte veranos desde fines del siglo pasado.
Él los bautizó a todos, y la edad que a ojo de buen cubero les puso en
los registros parroquiales es ahora la edad oficial que tienen, cuando a los 65
años desean acogerse a la pensión de vejez. Hay que llenar la friolera de
doce páginas atiborradas de preguntas en cada solicitud al Gobierno para la
 benéfica pensión.
Como esta gente no sabe ni lo que es Gobierno, ni solicitud, ni
distingue el inglés del chino, ni han tocado jamás con los dedos una hoja im-
 presa, tengo que hacerlo todo yo, y lo hago con una paciencia que espero me
libre del purgatorio, de quien dicen no libra más que el martirio, fuera de
casos raros, rarísimos.
A falta del martirio cruento, yo me acojo al incruento de la paciencia
en el despacho de estas solicitudes. Primero recibo por correo una crecida
remesa de las llamadas Formas o solicitudes impresas. Luego voy con los
ojos abiertos y al primer viejo (o vieja) que topo le hago sentar junto a mí y
comenzamos el diálogo:
 —¿Dónde nació usted?
 —No sé.
 —¿Dónde recuerda usted haber vivido cuando era como de unos seis
años?

110
 —En Kinayak por el verano; en Skinok y en Klujlk por el invierno.
 —¿Qué edad tiene usted?
 —No sé.
 —¿Es usted más viejo o más joven que Teodoro el Carasucia?
 —Cuando Carasucia se casó ya me había casado yo.
 —Bueno; pero ¿muchos años de diferencia? ¿Unos cuatro años?
 —No sé a punto fijo cuántos años.
 —Bueno, pero tal vez sea usted un par de años más viejo, ¿no?
 —No sé cuántos años; pero me parece que yo soy algo más viejo.
 —Perfectamente. Y dígame: ¿cómo le llaman a usted en cristiano?
 —Se me olvidó el nombre cristiano.
 —¿Quién le bautizó a usted?
 —Aquel Padre que tenía barba.
 —¿El Padre alto o el Padre bajo?
 —Uno que se parecía algo a usted, aunque más viejo.
 —¿Aquel que hablaba eskimal?
 —Cuando me bautizaba hablaba una lengua que yo no entendía.
 —Pero antes y después del bautismo decía palabras en eskimal, ¿no?
 —Sí, decía algunas palabras.
 —Pero ¿las pronunciaba bien o las pronunciaba mal? Dígame.
 —Unas las decía bien y otras las decía mal.
 —Perfectamente. ¿Está usted casado?
 —Sí, hace ya mucho tiempo.
 —¿Quién es su mujer?
 —¿Cuál?
 —Su mujer; su esposa. ¿Tiene usted más de una?
 —Yo no tengo ninguna.
 —¡Pero si me acaba de decir que es usted casado!
 —Me casé tres veces, pero se me murieron las tres.
 —¡Ah!, es usted viudo; enterados. ¿Tiene usted hijos?
 —Sí, yo tengo hijos.
 —¿Cuántos tiene y de qué edad?
111
 —Tengo cinco.
 —¿Dónde viven?
 —Se murieron. Uno se ahogó. Otro comió no sé qué y se envenenó.
 —¿Puede usted ganar el sustento sin ayuda de nadie?
 —Cuando era joven, sí; ahora me canso cuando trabajar.
 —¿Con quién vive usted?
 —Yo vivo en cualquier sitio.
 —¿Cuánto tiempo lleva en esta vivienda?
 —Vine ayer.
 —¿De dónde vino? ¿Quién le trajo?
 —Vine de Muklekchertulik y me trajo Kolunginalj.
 —¿Cuánto tiempo vivió usted con Kolunginalj?
 —Todo el invierno.
,—Mire, escúcheme y atienda. El Gobierno quiere saber si tiene usted
65 años; cómo se llama; dónde nació; estado; con o sin familia; como se
sustenta; estado de salud; impedido o hecho un Hércules; hacienda; casa
 propia o arrendada o un vagabundo; dinero; seguros; dónde ha vivido los
últimos nueve años; cómo se ha sustentado los últimos doce meses, diez
testigos que testifiquen en su favor y otras menudencias que irán saliendo en
el decurso de la conversación, Con que anímese, y sea rápido y preciso en
las respuestas. ¿Quién le da a usted de comer?
 —Yo como en cualquier casa.
 —Es decir, que usted no tiene casa y va de vecino, ¿eh?
 —No; yo tengo casa. Yo tengo dos casas. No; tengo tres casas.
 —¿Quién vive en ellas?
 —Dos se cayeron y en la otra vive un hijo.
 —¿Su hijo? ¡Pero si me acaba de decir que no tiene hijos!
 —Este hijo no es mi hijo; me lo dio el Tuerto cuando era pequeño.
 —¡Ah!, ya entiendo; es hijo suyo adoptivo. ¿Dónde vive?
 —No sé.
 —¿Está cerca de aquí?
 —Salió para la costa a cazar focas y anda por allá.
 —Ese hijo adoptivo, ¿le da a usted de comer?

112
 —Cuando tiene qué comer me lo da; pero cuando no tiene, no me da.
 —Entendido; es pobre y vive apuradamente. Y dígame, cuando usted
rema o cuando parte leña, ¿se cansa pronto?
 —Si en seguida; tanto que ya ni me pongo a hacerlo.
 —Muy bien. Bueno, pues con estos datos ya tengo suficiente materia
 para llenar todos los encasillados habidos y por haber. Usted es lo siguiente:
José Ittigarpak, de 79 años de edad, nacido en Kipnayak de Antonio y de
María, viudo, con un hijo adoptivo; pobre, incapaz de proporcionarse el
sustento cotidiano por sí mismo; con dolor agudo en las coyunturas y en la
espalda, cegatón, algunas veces escupe sangre, vive de limosna, es
ciudadano americano y desea vivamente que su petición sea despachada
 pronta y favorablemente. ¿Qué tal?
 —Todo cierto, Padre; lo mismo que si hubiéramos vivido juntos toda
la vida.
Ya llevo cerca de veinte diálogos como éste y peores y, por supuesto,
muchísimos más largos. En algunos he desesperado y no los terminé hasta
después de varias sesiones. No hay cosa que más le irrite al eskimal que
 preguntarle cómo se llama, de dónde es y qué edad tiene.
El nombre es horrible. Se llama Panzudo, Cabezorra, Narizotas,
Jorobado, Cigarro, Remendado, Uñaslargas y así por el estilo una lista sin
fin de defectos o notas salientes en el individuo, que le caracterizan y le dan
un nombre que, por el mero hecho, es el nombre oficial. Cuando se le
 pregunta cómo se llama, baja los ojos y se hace el sueco.
Tampoco sabe dónde nació. ¿Cómo lo va a saber, si sus padres
cambiaban de localidad por lo menos tres veces al año todos los años? Nació
alrededor del monte Kúsilvak y eso es todo lo que sabe. Y todavía es peor 
 preguntarle por la edad.
Aquí se sulfura y contesta un no sé furibundo, extrañadísimo de que
importe algo o nada la fecha de su nacimiento. A él nunca le dijeron cuándo
nació ni jamás él lo preguntó. Ahora viene un blanco a preguntarle por la
edad. ¡Qué horror!
Chicos y chicas de nuestras escuelas olvidan a la media hora la fecha
del nacimiento.
Yo tengo cuadros en la pared con los nombres, fecha y lugar de
nacimiento, edad actual, peso y estatura; a ver si a fuerza de mirarlo lo
absorben y retienen y se familiarizan con la idea de que hoy día conviene
 poseer esos conocimientos elementales si han de participar de los privilegios
113
de la civilización.

114
XIII

La capilla de Nunaljapak 
(Septiembre 1942)

DOMINGO, 6

Camino de Nunaljapak

Misa en la tienda de ayer. Les doy una instrucción larga y tendida


sobre Dios en general y los Mandamientos en particular. Escuchan muy
atentos.
Para algunos esto es una novedad y se esfuerzan por compaginar estas
ideas con las que ellos tienen acerca de la vida de ultratumba.
Una vieja cree que nuestra alma es de aire y a la muerte sale por la
 boca y se esfuma por la atmósfera, pero sin perder el conocimiento; y así
vaga por el espacio consciente de sí misma por eternidad de eternidades. Y
lo dice accionando como orador de mitin exaltado. Ahora comprendo por 
qué la llaman Relámpago.
Estoy con ellos hasta la tarde y nos disponemos a zarpar río adentro,
ya la última jornada, gracias a Dios.
Suben al barco cuatro mozos que me van a ayudar a levantar la casa.
Somos ocho, todos jóvenes y con mucho ánimo.
Ellos se sientan a fumar adentro, junto al motor, y yo voy de pie sobre
la parte más elevada del «Amadeo», para saturarme de panorama y aire
fresco.
Dejamos al Río Negro y nos internamos por Kipnayagak, un riachuelo
estrecho y profundo que cuando sube la marea se hincha y desborda. Ahora
la marea estaba en todo su apogeo y nos llevaba a toda marcha.
Entrábamos en el santuario de la vida animal, que aquí vive y se
multiplica merced a la soledad de esta llanura sin orillas. Mientras más
115
entramos, más encantado parece todo.
Como el río es tan estrecho, da la impresión de que navegamos sobre
la pradera, pues la cinta de agua se pierde entre los yerbazales de las orillas
y no se ve más que verdura y más verdura.
Allá lejos se ven lagos vivos. Viven porque son ciudades pobladísimas
de patos, gansos y cisnes que suben y bajan y se bañan en bandadas rui-
dosísimas; sobre todo al oír el zumbido del motor que se acerca y les llena
de pavor.
Bandadas de tármigans revolotean cerca, dudan, temen y desaparecen
 para volver a curiosear y volver a desaparecer medrosas.
Gansos carnosos jóvenes y muy inocentones que ven echársele encima
aquella mole ruidosa salen tambaleándose y suben a los bordes desde donde
nos miran atónitos.
Adolfo lleva escopeta, ¡no faltaba más!, y da en el blanco varias veces,
aunque otras muchas yerra el tiro con mucho sonrojo y mal disimulada
vergüenza; sobre todo la vez que disparó tres veces al mismo ganso sin
darle, y allá por un ventanuco disparó Tim casi sin apuntar y le acertó en la
mismísima cabeza.
 —Fue pura casualidad —dijimos todos con risa mal mantenida.
Y Adolfo replicó aturdido:
 —Sí, pura casualidad.
Seguimos navegando tierra adentro. Cruzan acá y allá conejos y hasta
dos liebres veloces que no se nos ponen a tiro.
Así vamos navegando tierra adentro hasta el atardecer. Por fin milagro
evidente, no hay vendaval ni frío ni calor, sino un ambiente sereno y
apacible que se goza a todo pulmón como goza el enfermo crónico que de
repente se encuentra totalmente bien.
Dentro del «Amadeo» siguen barajando tute y más tute. Yo no me
 puedo hartar de espaciar los ojos por aquellas verduras y las contemplo can-
tando canciones españolas nunca jamás oídas en estos confines.
Cuando ya empezaba a hundirse el sol en la fría Siberia llegamos e
nuestro destino, es decir, a Nunáljapak, una elevación diminuta de terreno
donde han cavado ocho agujeros que se llaman casas por puro eufemismo,
 pues en realidad son verdaderas guaridas.
Todas están deshabitadas menos una, donde vive una familia por cierto
muy joven y bien instruida por proceder del Yukón, aunque pobre en el
116
sentido literal de la palabra.
Saltamos a tierra y nos dimos a buscar sitio propicio para el edificio.
Uno de los fenómenos que le llaman a uno la atención en seguida de poner 
los pies en Alaska es el hecho de que esta península, tres veces mayor que
toda España, le pertenece a uno, así como suena. El que quiera adueñarse
del terreno, no tiene más que poner una cerca sin pedir permiso a nadie ni
 pagar un centavo al mismísimo Gobierno.
  Nosotros estudiamos los contornos, cavamos acá y allá y por fin
convinimos en un sitio que queda al otro lado del río. Tomamos las
medidas, quitamos el césped dejando un cuadrángulo desnudo de verdura,
cenamos ganso con arroz y nos acostamos en el barco muy ufanos y alegres.

JUEVES, 10

Peón y arquitecto

Ya está puesto el tejado. Trabajamos como negros. Yo me pongo un


traje de labor y acarreo madera, clavo puntas, sostengo maderas y arrimo el
hombro como el que más para animarles y para que luego no se quejen de
que, mientras ellos echaban callos, yo me paseaba con las manos metidas en
los bolsillos.
En realidad de verdad yo habla dibujado todo el edificio y había
tomado todas las medidas en un papel; ahora procedíamos conforme al mo-
delo que teníamos delante de los ojos.

DOMINGO, 13

El problema de los víveres

Llueve todo el día con verdadero furor y a estilo alaskano. Como la


estación está muy avanzada y nos corre prisa volver a Akulurak, trabajamos
dentro de casa retocando y completando detalles.
  No esperaba yo encontrar la aldea desierta y contaba con hallar 
 pescado en abundancia.
Por desgracia, me equivoqué, y ahora veo con pánico que se nos han
terminado los alimentos. Menos mal que cae algún que otro ganso y
117
tenemos aún harina.

MIÉRCOLES, 16

Unos patos muy «zorros»

La casa está terminada, gracias a Dios.


He puesto dos camas, pues este invierno pienso traer dos chicas de la
escuela que vivirán aquí como dos princesas orientales y catequizarán a la
  población, que durante el invierno no baja de 40 personas, más otras
familias que dicen vendrán a instruirse.
Es ésta una fortaleza clavada en campo enemigo y espero se ha de
servir Dios no poco de ella. Vamos ensanchando las fronteras y
conquistando terreno para Jesucristo Rey. La terminación del edificio
coincidió con la terminación de los alimentos: Y para empeorar la situación
esos gansos y patos se han hecho unos ladinos zorrísimos que huelen la
 pólvora y toman las de Villadiego antes de que las escopetas se les pongan a
tiro.

JUEVES, 17

Una noche toledana

Digo Misa en la nueva capilla, fiesta de las Llagas del glorioso San
Francisco. Pido con todo el fervor que tengo por la salvación de este distrito
abandonado y le ruego al Señor se apiade de nosotros y nos proteja por esos
mares turbulentos
A mediodía se dispersan en kayaks nuestros obreros y volvemos
Pedro, Adolfo, Tim y yo río abajo camino del Rio Negro, donde
acecharemos la coyuntura favorable que nos permita cruzar el brazo de mar 
e internarnos en los contornos de Akulurak.
Llegamos al Rio Negro al anochecer y vemos con pena que sopla un
viento nada tranquilizador.
Como sólo estamos a diez minutos del mar y como el viento quiere
arrastrarnos en esa dirección dejamos el Río Negro y nos adentramos en el
afluente Kipnayagak como un tiro de piedra, muy confiados en que las
118
márgenes elevadas nos defenderán como muros inexpugnables.
El viento empeora. A medianoche me despierto y me quedo sin aliento
al escuchar el bramido de la tempestad.
Las dos anclas, con los brazos enterrados en el lodo, no bastan a
contener el barco, que, a paso de caracol, se va arrastrando hacía el Río
 Negro, Cosa que hay que evitar so pena de la vida.
Doy la voz de alarma. Se levantan los tres muy dormilones, pero
 pronto notan que aquello huele a queso. En un consejo de guerra muy rápido
decidimos levar anclas y entrar más adentro en el afluente.
Lo importante es no dar con nuestros huesos en el Río Negro, que nos
arrastrará al océano, donde seremos sepultados en cuestión de minutos. Las
olas en el río son imponentes; la inundación es total.
Tan pronto como levamos anclas, el viento cogió al «Amadeo» de lado
y lo incrustó en el Iodo de la orilla, que ya estaba un decímetro debajo del
agua.
 Nos separaba del Rio Negro una faja de terreno de unos diez metros.
Si la marea seguía subiendo y la faja verde se cubría de agua, el «Amadeo»
flotaría en dirección al Rio Negro y estaríamos perdidos.
Era una noche de luna con manchones negros de nubes y una llovizna
fría impelida con furor por el huracán. Con pértigas en las manos, pánico en
los ojos y miedo en el corazón hicimos cuanto pudimos por desalojar el
  barco del lodo; pero nuestros esfuerzos fracasaron rotundamente y
quedamos rendidos y alelados allí a la faz de la luna, que jugaba al escondite
con las nubes en marcha.
Los tres eskimales se acostaron de nuevo y hasta roncaron neciamente
como si pertenecieran a otra especie de hombres sin imaginación, sin
corazón, sin alma.
Yo me apoyé en una ventana, pero me tuve que quitar de allí por temor 
a que el viento la arrancara y se me clavaran los vidrios en la cara.
Me recosté en el camastro y me quedé sumido en un coloquio con
Jesucristo, que se apiadó de mí y me envolvió en los pliegues de un sueño
tan inesperado como bienhechor. ¡Y luego culpaba yo a los eskimales de
dormir al borde del abismo!

119
XIV

Temporal en el Río Negro


(Septiembre 1942)

VIERNES, 18

«¡Sálvanos, Señor!»

Estamos en bajamar y el agua ha descendido un poco, muy poco. Digo


Misa y les doy la Comunión. Oramos fervientemente como condenados a la
horca. Salgo a cubierta y veo que el huracán ha hecho jirones y volado las
tiendas de los pescadores a medio kilómetro de nosotros.
A pesar de estar en bajamar, el agua bordea los lomos de las orillas. El
oleaje es algo que pone verdadero espanto. Las olas, encabritadas, se parten
y lanzan la espuma al cielo; arrastran árboles y más árboles que vinieron de
las selvas canadienses, cruzaron toda Alaska en los deshielos, se perdieron
en el mar entre Siberia y Japón y ahora volvían tierra adentro a una
velocidad pasmosa en las crestas de unas olas enloquecidas que parecían
instrumentos de Dios para vengar crímenes colectivos horribles; olas
vivientes, olas que se me antojaban fieras hambrientas en busca de la presa.
Bajé del barco y me dirigí al campamento inundado. Poco a poco se
inició la pleamar y aquello comenzó a revestir caracteres muy serios.
Me preguntaron si les permitía refugiarse en el «Amadeo». ¡Pues no
faltaba más! Pero ¿estaba seguro el «Amadeo»? Responden que más seguro
que la pradera encharcada y a punto de ser inundada.
Primero soltaron los perros para que se salvase el que pudiese. Estos
 pasaban de 60 y se arremolinaron en riñas a muerte que se interrumpían a
garrotazo limpio entre un infierno de ladridos y aullidos hasta que se
dispersaron en bandas por la pampa inundada.
La orilla sur del Río Negro era más baja y había sido rebasada de
suerte que, mirando hacia el sur, no se veía más que agua. Ahora le llegaba
120
el turno a nuestra orilla más alta. Con intermitencias rítmicas las oleadas
cubrían la orilla más y más hasta que llegamos a perder de vista los linderos.
 Nuevas oleadas se metían donde habían estado las tiendas voladas. La gente
cargaba con sus bártulos y se dirigía al «Amadeo» en procesión fúnebre que
me conmovió un poco.
Yo llevaba polainas de goma y un impermeable y me movía entre ellos
haciéndoles muchas preguntas en espera de respuestas que arrojaran alguna
luz sobre lo que se debía hacer para salvar nuestras vidas.
 Ningún viejo se acordaba haber visto hecatombe semejante y nadie
sabía cómo arreglárselas para salir de aquel apuro.
En una de mis idas y venidas me vi solo en los yerbazales con el agua
subiéndoseme por las botas; arreció un aguacero nutrido que, aunque
resbalaba sobre el impermeable, me obligó a cobijarme debajo de un ataúd
que estaba sobre estacas. ¡Qué soledad aquella tan opresora, y qué ambiente
tan macabro!
Cuando pasó el chubasco y me dirigí al «Amadeo», al ver la furia del
oleaje, la inundación que crecía por momentos, las tiendas destartaladas, los
 perros que no las tenían todas consigo y merodeaban los contornos con
verdadero miedo hundidos en las charcas; al escuchar el mugido ronco del
mar alborotado y que se nos echaba encima; al ver y palpar la imposibilidad
de mover el barco una sola pulgada y al pensar sobre la suerte que nos
estaría reservada cuando a media noche la marea estuviera en todo su
apogeo de pleamar... me sentí agobiado por tanto peso y con los brazos
extendidos y los ojos lacrimosos en el cielo encapotado comencé a voces un
coloquio con Jesucristo:
 —¡Sálvanos, Señor, que perecemos! —parafraseado y repetido varias
docenas de veces hasta que tuve que parar de puro cansancio.
Al subir al «Amadeo», el agua me llegaba a la rodilla, y el pobre barco
empezaba a flotar de nuevo. La marea crecía a ojos vistas y el temporal
empeoraba. Por fin, al atardecer se habían subido al barco todos.
Estábamos apretujados y con un lloriqueo constante de niños
hambrientos y descalzos que tiritaban de frío.
A mí se me habían terminado los alimentos por completo. Ellos tenían
algo de harina, pero nos era imposible amasar en semejantes circunstancias.
Algunos tenían un salmón seco muy mohoso que sólo verlo revolvía el
estómago.
Comenzó a anochecer. El fragor del huracán era algo imponente,
121
Estábamos a cuatro metros del abismo con las dos anclas hundidas en el
lodo. Al crecer la marea, el agua empujaría hacia arriba al barco y éste
arrastraría las anclas y caeríamos en el Río Negro donde en pocos minutos
se consumaría el sacrificio.
Como los niños eran inocentes y no era bien que pagasen ellos por 
nuestros pecados de adultos maliciosos, le pedí al Señor que siquiera por la
inocencia de aquellas criaturas no permitiese que el «Amadeo» se fuese a
 pique, y allí en la oscuridad di rienda suelta a un llanto callado que me so-
segó mucho.

Vuelta a Nunáljapak

Entonces se me ocurrió una idea. ¿Por qué nos habíamos de ahogar 


todos? Me puse al habla con Adolfo y decidimos que Tim, él y yo
volveríamos a Nunáljapak en la diminuta gasolinera que llevábamos atada al
«Amadeo», la cual, por no elevarse gran cosa sobre el agua, no ofrecía
mucho cuerpo al viento y podría navegar, aunque también podía ser 
inundada bajo las olas empenachadas.
Que el «Amadeo» estaba condenado a muerte no me cabía a mí la más
mínima duda; en cambio quedaba un pelo de esperanza en la gasolinera que,
a fin de cuentas, podría navegar fuera del río a campo traviesa donde las olas
no eran tan formidables.
Lo único que me amilanaba era que la luna era cubierta a cada paso
 por nubarrones que nos dejaban a oscuras y nos impedían distinguir el río de
lo que no lo era. Tomé el saco de dormir y el altar portátil, nos acomodamos
los tres en la barquilla con motor de dos caballos y rompimos tierra adentro
a la buena ventura.
La imaginación conjugaba por activa y por pasiva los verbos hundirse,
estrellarse, nadar, morir y perecer de frío y hambre. A veces embestíamos
una ola de las buenas que nos bañaba de una espuma salada que se metía por 
los labios Y que hablaba a uno de alta mar.
Cerca de media noche llegamos a Nunáljapak, saltamos a tierra y
entramos en la capillita sola y silenciosa que nos recibió en su regazo como
una madre tierna que sabe de angustias y peligros. Adolfo tenía el corazón
en el «Amadeo» y me espetó a bocajarro que él volvía inmediatamente para
ver de salvarlo; y si se hundía volvería por nosotros en la barquilla.
Por precaución habíamos traído dos latas de gasolina que nos salvarían
122
la vida una vez amaine la tormenta. Le dije que pasase por el tugurio al otro
lado del río y les diese cuenta de nuestra venida para que nos trajesen
aunque fuera pescado podrido.
Adolfo quedó en hacerlo así, se hincó de rodillas, le di la bendición
con un nudo en la garganta, y partió como un cohete en alas del vendaval.
Tim y yo nos miramos como dos almas venidas del otro mundo. Oramos lo
mejor que pudimos y dormimos hasta las once y media de la mañana del día
siguiente.

SÁBADO, 19

Intervención de la Providencia

Digo Misa a mediodía con mucho hacimiento de gracias y muchas


distracciones sobre el paradero del pobre «Amadeo» y su dotación. El es-
kimal de enfrente viene con su kayak y nos trae una taza de té y un salmón
enmohecido que Tim ralla y come sin aspavientos.
Afortunadamente encontré en el bolso un pedazo de queso, y a fuerza
de roerlo cada media hora pasé el día sin debilidad notable.
Por la tarde el viento amainó hasta casi desaparecer; el agua comenzó
a descender; el cielo se serenó y tuve el consuelo de recibir carta de Adolfo
 por kayak diciéndome que a los pocos minutos de arribar al «Amadeo» las
anclas cedieron y el barco fue empujado al Río Negro, con tal violencia
que el engranaje universal se dislocó y el barco quedó fuera de todo
dominio.
Y ahora vino el milagro. Las olas le rodearon sin tocarle; la corriente
no le arrastraba; el viento no le impelía; el motor no funcionaba, y todo así
 por el estilo.
Adolfo clavó de nuevo las anclas en la orilla, hundido hasta los
 pechos, y se puso a componer el motor con toda paz. Luego, durante el día,
a medida que el agua bajaba el barco bajaba con ella y así se salvó el
«Amadeo» con toda su tripulación.
Si el «Amadeo» no hubiera sido empujado al Rio Negro hubiera
quedado en tierra firme una vez que el agua hubiera descendido, y allí
hubiera tenido que pagar el invierno hasta las crecidas del deshielo en Junio.
Y si no hubiéramos estada allí con el «Amadeo», se hubieran ahogado

123
 bastantes pescadores; por lo menos los chicos descalzos y ateridos de frío.
Y, Dios quiso librarme a mí de la angustia horrible que por fuerza hubiera
 precedido al momento en que Él intervino milagrosamente.
«Pedid y se Os dará; llamad y se os abrirá».
Bendito sea Dios que está con nosotros y vive y se mueve dentro de
nosotros. No he pedido a Dios cosa que no me la haya concedido, aunque
haya sido cuando y como yo no lo esperaba.
Le contesté a Adolfo que volviera al punto a Akulurak con Pedro y, no
 por mar, sino por los ríos que como tela de haraña cubren la comarca y se
entroncan en el Akulurak si uno sabe el camino, que es muy largo y
tortuoso. Iban instrucciones detalladas sobre posibles eventualidades que no
hay por qué enumerar.
Tim y yo nos las arreglamos con un pescador que tenía una gasolinera
con toldo de lona muy sacia y muy pequeña, y que me había rogado le
prestase ropa y comida en Akulurak a cambio de
otros artículos que yo deseaba que ene vendiese.
Salió el buen hombre en su kayak con la carta
 para Adolfo, y Tim y yo quedamos solos todo el día, él tallando bustos con
la navaja en palos secos, y yo forcejeando por componer unos exámetros
latinos sin Diccionario ni Parnasos en un oleario sepulcral.

DOMINGO, 20

Desolación y hambre

Me levanto temprano por la fuerza de la costumbre y me quedo


extasiado ante el panorama que tengo ante la vista. Luce un sol algo lán-
guido que contrasta con la tormenta pasada. La paz es perfecta.
La llanura va echando de sí el agua y va reverdeciendo y atrayendo
 bandadas y más bandadas de aves norteñas. Las tármigans se posan junto a
mi casa y pitorrean como aves de corral en una atmósfera campestre y
 bucólica como no la había visto por aquí.
Cisnes, patos y gansos vuelan sobre mí y se posan en la primera
charca, donde trazan las figuras geométricas conocidas e imaginables. Por 
desgracia no tengo aquí la escopeta; quedó en el «Amadeo».
Digo Misa dominical, que oye el matrimonio vecino. Desayunamos un
124
 pedazo de pan y una taza de té que traen consigo como buenos eskimales.
Llega el pescador avisado por Adolfo. Se llama Diego y trae a su
hermano Alejo y al sobrinito Antonio.
En la gasolinera caben unas ocho personas apretadicas. Le doy la
gasolina; arreglamos la casa; cargo con el saco de dormir y el altar portátil,
que acomodo en un rincón, y salimos río abajo, camino de Río Negro, donde
decidiremos qué camino hemos de tomar para Akulurak.
Al llegar al Río Negro pude ver en toda su desnudez los estragos del
huracán. El «Amadeo» ya había partido.
Acababan de llegar unas lanchas que se habían refugiado cerca de allí
y nos dan la noticia de que en un barco casi tan grande como «Amadeo» se
habían ahogado tres hombres. Los cogió la galerna muy lejos de la costa y
los tragó sin dejar rastro ni señales.
Uno de ellos, Juan Berchmans, había estado en nuestra escuela y le
tuve yo a mis órdenes cerca de dos años. El muy papanatas se había alejado
últimamente de la Iglesia por niñerías y vivía de mala manera. ¡Juicios de
Dios! Me estremecí cuando me dieron la noticia.
De pronto se levanta un vientecillo maligno que agita las aguas más de
lo que nuestra gasolinera puede sufrir. Aguardamos algunas, horas en espera
de acontecimientos.
Si el viento cesa, nos colamos por la costa y en tres horas estamos a
salvo cerca del distrito de Akulurak; pero el viento, en vez de amainar 
empeora.
Yo me paseo por la orilla lodosa del río meditando y planeando.
Vuelta va y vuelta viene, hasta que me canso y me siento detrás de una
 barquilla embarrancada. A decir verdad, no me tengo de hambre.
Una familia ha logrado remendar la lona de la tienda y ha podido
cobijarse en ella mejor o peor. Con unos palos mojados hace lumbre al aire
libre y la mujer fríe unas tortas en aceite de foca. Mi estómago es una
orquesta y me dice que hay que ir con la música a otra parte.
Me levanto y entro en la tienda, donde se mueven niños sucios y mal
vestidos. Veo un plato lleno de tortas como la palma de la mano y pido
 permiso para tomar una. La vieja me dice que la coja.
Tomo la torta, pero al ver las caras hambrientas de los niños dudo unos
segundos y la parto por la mitad. Salgo afuera a comer la mitad y se me
saltan las lágrimas de pena, de necesidad, de abandono, de aislamiento.

125
Luego me regocijo espiritualmente por parecerme hoy a Jesucristo,
que no tenía dónde reclinar la cabeza y se acostó algunas veces sin cenar,
cono se lo reveló a Santa Teresa y como se desprende del contexto de ciertas
narraciones evangélicas, aun excluyendo los 40 días de ayuno que
sucedieron al bautismo en el Jordán.
Aquí el viento no cesa y nos decidimos a volver a Akulurak por el
interior siguiendo el curso de los ríos.

LUNES, 21

Navegación nocturna

Salimos de mañanita con viento regular río arriba. Yo me siento en un


rincón embozado en un abrigo enorme, y aguanto el zarandeo sin per-
turbación notable.
Por curiosidad llevé la cuenta de los rosarios y me sonreí al llegar a los
14: unos en latín, como en mis días de estudiante; otros en español; otros en
inglés y otros en eskimal, con una variedad que ni en botica.
En un campamento que topamos nos dieron pan, té y unos peces, que
despacharnos con un apetito envidiable. Aproveché la ocasión para estirar 
las piernas y volvimos al agujero de la gasolinera a rezar más rosarios.
A las seis de la tarde comenzó a oscurecer. A las siete no sé veía. A las
ocho navegábamos maquinalmente. A las nueve seguíamos el curso del río
de donde diere. A las diez lo mismo. A las once idem de idem. A las doce
descubrimos una luz. Era la tienda del viejo Mateo, amigo nuestro, que
acababa de llegar de su campamento de verano y había fijado allí las lonas
 para pasar la noche,
Saltamos a tierra y los saludamos. Bauticé una niña sin ceremonias por 
la premura del tiempo y continuamos, porque nos dijeron que Adolfo había
 pasado por allí y no debía estar muy lejos. Probablemente estaba pasando la
noche en Chinigáyuk.
Zarpamos animosos y a eso de la una casi nos estrellamos contra el
«Amadeo», que flotaba airoso en medio del río. Había allí unas tiendas con
gente conocida; todos durmiendo.
Adolfo habla continuado hacia Akulurak con Pedro en su gasolinera,
 pues no tenía gasolina suficiente para el «Amadeo».

126
Subimos al barco, a quien di unas palmaditas de saludo y efusión y
 plétora de recuerdos, y en él dormimos hasta muy avanzado el día.

MARTES, 22

Presunto ahogado

Aquellos pescadores son antiguos alumnos de Akulurak. Se confiesan


todos y me preparan un altarcito en una tienda, donde digo Misa de acción
de gracias por todos los beneficios recibidos en tan accidentado viaje.
Comulgan todos muy devotos y tenemos un desayuno de café hirviendo,
 pescado frito y unos bollos de pan duro que a mí me gustan a rabiar.
Charlamos largo y tendido en un ambiente de familia. Le di a Diego
una letra de cambio para un almacén cercano y nos despedimos.
Un tal Isidoro se ofreció a llevarme a Akulurak en su gasolinera
 pequeñísima; ofrecimiento que acepté al punto.
Partimos a eso del mediodía y en el camino nos encontramos con
Adolfo que estaba de vuelta con la gasolina necesaria. Me dijo que en casa
estaban todos alarmados y me habían dado por ahogado.
Ya me lo imaginaba yo; sobre todo del lado de las monjas, y en
especial Sor Catalina la cocinera.
Seguimos nuestra navegación hora tras hora con una brisa fría en el
rostro y las piernas entumecidas de tanto encogimiento y asentadas tan
 prolongadas. Yo llevaba unas barbas de cinco días.
  Navegamos el Kanelik, donde doblamos el Arrovijchagak y
embocamos el Akulurak, desde donde pude ver las casas de la Misión que se
alzaban airosas en lontananza.
Llegamos exactamente a la hora de cenar. Todos se me arremolinaron
con mil preguntas. Sor Catalina se alteró mucho cuando entré en la cocina
con la boca abierta dando dentelladas y con muecas de quien está dispuesto
a comerse la puerta o la pared.
Dije que llevaba una semana sin comer, y me lo creyó. Me miraba y
remiraba atónita como quien no cree lo que ve. Por la noche les conté el
viaje con omisiones y exageraciones entremezcladas según las caras que
 ponían, y se me esponjó el corazón al expansionarme delante del Sagrario
antes de acostarme.
127
El peligro de la vida en Alaska

Fue un mes de Septiembre bien variado por cierto. El viaje a


 Nunáljapak hubiera sido una verdadera excursión de recreo, si no hubiera
sido por la tormenta feroz que nos salió al paso para aguarnos la fiesta.
Una vez en la vida hasta conviene pasar por esos trances para conocer 
a Dios más de cerca y adquirir experiencia, que vale más que todo el oro de
la tierra. Aunque, a decir verdad, en Alaska Boreal las tormentas son el pan
nuestro de cada día y se hace uno a ellas a no ser que peligre la vida.
Dicen que ros que viven mucho tiempo en Alaska se hacen huraños,
misántropos, raros; en una palabra, chiflados. Si es cierto, que no lo es en
todos los casos, la explicación del hecho no es difícil.
El mal tiempo día tras día, mes tras mes y año tras año convierte en
misántropos al hombre más jovial. Mal tiempo trae mal humor, y mal humor 
a la larga engendra cualquier cosa menos buena.
 Nos ha acaecido en Akulurak tener un día bueno con sol y sin viento y
estarnos todo el día a la puerta de casa, mirando al sol y disfrutando como si
se tratara de un fenómeno raro parecido a los eclipses.
El país en sí es raro; el tiempo es siempre raro; las ocupaciones son
raras; y tanta rareza no puede por menos de ejercer un influjo poderoso en el
individuo y hacerle raro y extraño.
Yo me defiendo de esta plaga inoculando en el organismo buenas
lecturas; ocupándome siempre en algo que exija esfuerzo y traiga provecho,
y trayendo con frecuencia a la memoria que vine a salvar almas y no a
quejarme del mal tiempo ni a engendrar humores malignos, y que el mal
tiempo es mi purgatorio acá en la tierra, para que luego de muerto no pase
 por él en mi viaje al cielo.

128
XV

El primer estallido
(Enero 1945)

Querido lector: Vayan estas líneas para asegurarte que aún estoy en el
mundo de los vivos. Ojalá lo estés tú también.
Hace mucho tiempo que no escribo a E L SIGLO LAS MISIONES por 
razones de todos conocidas. Alguna que otra carta de España que me
llegaba, tardaba nueve meses en hacer la travesía.
Acostumbrado a correos aéreos, se me cayó el alma a los pies y perdí
el ánimo y el humor. Había también el peligro de los submarinos. Vivimos
tiempos verdaderamente azarosos, y lo peor es que todavía quedan azares
 para rato.
Pero todo induce a creer que en adelante podré comunicarme contigo
más a menudo, que es lo que he estado ambicionando desde que estalló la
guerra.
Un niño yanqui castigado por el Señor maestro a guardar silencio en
un rincón de la escuela, al cabo de un rato gritó:
 —Si no hablo pronto, estallo.
Lo mismo me pasa a mí. Si se me pasa mucho tiempo sin hablar a E L
SIGLO DE LAS MISIONES; estallo. Estas líneas a la buena de Dios son el primer 
estallido de una serie que deseo sea muy larga.
En primer lugar Dios Nuestro Señor me está dando una salud
excelente. Peso la friolera de 88 kilos y con tendencia a seguir engordando
según parece.
Hasta hoy he salido a flote en todos los peligros en que me he visto;
algunos, más serios de lo que uno quisiera. Cualquier día puede ser el
último, naturalmente, aunque eso acontece a todo el mundo sin tener que
venir a Alaska.
Con todo, he notado que las muchas oraciones que se están elevando

129
  por mí son responsables del bienestar de que ordinariamente disfruto;
 porque de otra manera no se podrían explicar tantas providencias.
Y vayan ahora

Noticias y cabos sueltos

Aquel Juanito que adopté en Kotzebue, el hijo de Effy, estuvo en


Akulurak conmigo el primer año. Un día cayó enfermo y se negó a comer.
Pronto cerró los ojos y, aunque respiraba, no había manera de hacérselos
abrir (2).
Le administré la Extremaunción y me puse al habla con el doctor del
Hospital de Bethel. Juanito tenía paroxismos siempre con los ojos cerrados.
Le pusimos en un aeroplano que iba a Bethel y se murió en el camino, allá
 por los aires, cerca del cielo.
El doctor me comunicó que Juanito habla ate erizado cadáver.
Angelitos al cielo. Probablemente Effy le alcanzó morir antes de que llegase
a ser hombre, que es decir, ser pecador y estar en peligro de condenarse.
Su hermana Eva aún está aquí, tiene 15 años y es la más gruesa de la
escuela. A propósito; en el artículo que escribí sobre Effy hay una errata
que puso de un mal humor endiablado. Cuando le pregunté a Effy, al ir yo a
Pilgrim Springs, si mandaba algo para los dos hijos que tenía allí, no
respondió:
 —Quisiera que llevara usted mis dos hijos.
Respondió así:
 —Padre, quisiera que me llevara usted mis dos ojos —que no es lo
mismo, y que está dicho mucho mejor, hasta con ribetes de filosofía.
 Naturalmente Effy deseaba ver a los hijos con los ojos; y como no
 podía ir, si llevara yo sus ojos en el bolsillo —pongamos por caso— y luego
al volver se los devolviera, el problema de ver a los ver a los hilos sin salir 
de Kotzebue quedaba resuelto...

Tengo un montoncito respetable de cartas españolas. Pronto ese


montoncito se convertirá en montonazo y, claro está, me será imposible
responderles a todos, especialmente mientras no me quiten esta carga de
2
Véase AVENTUREROS EN EL CÍRCULO POLAR, cap. VI, «Effy, la intérprete». La
errata de que habla después se produjo en la revista, no en el libro.
130
Superior que me está estrujando con su peso.
Ayer nos llegó el correo, que en el invierno es por aeroplano. El
aviador se llamaba Antonio Gómez. Al darnos respectivamente los nombres
nos miramos como dos lechuzas.
El buen Antonio, malagueño, vino a los Estados Unidos de niño con su
familia y ha perdido considerablemente el uso del español, pero charlamos
unos minutos en nuestra lengua. Tiene un tipo de torero elegantísimo que
me lo quise comer. ¡Lástima que vino tan de prisa!
Entre las cartas que me llegaron hay unas pocas de España, entre las
que sobresale la de la granadina Obdulia Palma, que se niega a darme la
dirección y que por eso mismo quiero sacar a relucir aquí para que se
cumpla aquello de que los humildes serán exaltados.
La buena señora —o tal vez señorita— me ruega encarecidamente que
lea el «Quijote, en voz alta para que conserve el estilo incorrupto. Así lo
hago y lo he venido haciendo desde hace bastante tiempo. Cojo un libro
español y lo leo en voz alta.
Más aún, a los perros les hablo siempre en español; y aun cuando viajo
en trineo por las tundras alaskanas entre el cielo y la nieve, improviso
sermones en español. Lo curioso es que luego me olvido y hablo al guía
también en español. Él se ríe y me hace así caer en la cuenta del error.
En el altar y cuando hablo con Dios, en general lo hago infaliblemente
en español. Todos los días en la santa Misa pido a Dios en español por todas
y cada una de las intenciones de todos aquellos que me han escrito o me han
de escribir, aunque no me lleguen sus cartas. Y si algún día se me pasa
hacerlo en la Misa, el Ángel de la Guarda me lo recuerda durante el día, y lo
hago entonces dondequiera que sea.

En los doce meses pasados he distribuido 25.000 comuniones y oí


2.000 confesiones. Tuve 45 bautismos y bendije 12 matrimonios. Los entie-
rros han sido alrededor de 40. Estos pobres eskimales viven la edad de las
flores, verdes por la mañana y secas por la tarde. Si se salvan, todo acaba
 bien.
Cien años, después de vividos, son como si no hubieran sido. El
eskimal a los 40 años parece un viejo, y lo es. La mortandad infantil es
aterradora. Así y todo la raza sigue tirando y manteniéndose mejor o peor,
especialmente en regiones como ésta de Akulurak incontaminada con la raza
 blanca.
131
Y basta de introducción. Otro día —pronto— cambiaremos
impresiones, aunque sean cortas, como las de hoy.
A todos mis amigos y corresponsales un saludo y muchas oraciones.

132
XVI

Mesa revuelta

¡Turrón en Alaska!

La noticia sensacional ele hoy no Puede ser más dulce. Es el caso que
cuando hace quince años me embarqué en Gijón con rumbo a las lomas del
Polo Norte lo hice con la plena convicción de que nunca jamás en el resto de
mi vida volvería a ver ni a gustar el turrón español.
Y así fue, en efecto, durante catorce años. Pero hace exactamente una
semana, tres amigos míos que no me conocen de vista, Antonio Muñiz,
Antonio Irurita y Mariano Ruiz, residentes en ciudad de Méjico, tuvieron la
delicadeza de mandarme, entre otras cosas, un kilo de turrón de Jijona
importado de Alicante. Al desempaquetarlo y olerlo me volví otro. Aquel
turrón y yo éramos paisanos, compatriotas, hermanos como quien dice. Y
nos compenetramos inmediatamente. Es cierto que no me duró más que tres
días, pero ¡qué días! Fueron unas Navidades renovadas, revividas a estilo
español con todo el séquito de Nochebuenas, aguinaldos, Reyes Magos y
Portales de Belén. El turrón español es de tal calidad que los extranjeros, si
no me engaño, no se han atrevido a intentar imitarlo; y si lo intentaran, lo
falsificarían. Una de tantas agudezas del exuberante ingenio español,
 pródigo en invenciones que contribuyen a endulzar las penas anejas a este
valle de lágrimas.

El tío Jonás (3)

Me preguntan en más de una carta en qué pararon el tío Jonás y mi


gato «Negrín».
Vamos por partes.

3
Véase «AVENTUREROS DEL CÍRCULO POLAR», cap, XI: «Jonás, con los lobos
negros de Revillagigedo».
133
El tío Jonás, hace poco más de un año, enfermó gravemente y llamó al
sacerdote misionero de aquel lugar. Se bautizó poco antes del mediodía; y al
atardecer moría placenteramente en un camastro atiborrado de mantas y
rodeado de amigos, viejos que fumaban y escupían con las piernas cruzadas
en arsenio mayor, al estilo del país.
Le dijo al Padre que quería bautizarse porque una vez le pregunté yo
qué iba a responder a Jesucristo cuando le preguntase el día del Juicio por 
qué no se había convertido a Él; y esta pregunta mía, casual al parecer dice
que le fue corroyendo las entrañas y no le dejaba ni a sol ni a sombra.
Por eso pedía el bautismo, para prepararse a responder debidamente al
Juez de vivos y muertos. Me alegró sobremanera la noticia.
El pobre viejo tuvo la dicha de coronar con el bautismo una vida al
aire libre —si las hay— vida de vagabundo como no se conoce en las
naciones europeas de población densa, sin bosques ni llanuras, como las que
se estilan en las lomas desiertas del Polo Norte.
Descanse en paz nuestro héroe, y que en el Cielo le veamos.

Mi gato «Negrín» (4)

En cuanto a «Negrín», no puedo dar tan buenas noticias. Como de vez


en cuando tenía yo que abandonar Kotzebue y no era cosa de llevar conmigo
el gato, se lo presté a un tal Frank Knapp, de origen alemán, casado con una
mestiza que tenía sangre portuguesa de las Azores.
Tenía un rancho o criadero de zorras cerca de Kotzebue y se quejaban
de que los ratones les acababan con la comida almacenada para las zorras.
«Negrín» viviría allí como un rey, etc., etc.
¡Cuál no sería mi sorpresa cuando a los pocos meses me trajeron la
noticia de que «Negrín» había muerto de pulmonía doble! Se me hizo muy
sospechosa la noticia.
Que «Negrín» había muerto no había por qué dudarlo; pero lo de la
 pulmonía doble me olía a queso.
En mi resignación no podía echar de mí la sospecha de que algún perro
le clavó los caninos en el pescuezo y... así acabó sus días el muy zorro.

4
Véase «AVENTUREROS DEL CÍRCULO POLAR», capitulo IX: «Papeletas de mi 
archivo» (Vida y milagros de un gato).
134
¿Quién es el verdadero Ceferino? ( 5)

Y ya que estamos revelando secretos, vayan más revelaciones. ¿Quién


es el verdadero Ceferino de carne y hueso que me escribió aquella carta de
envergadura?
Me han llegado cartas angustiosas rogándome que no les tenga más en
suspenso y que se lo diga sin ambages; pues es lo cierto que algunos
 jovencitos muy entusiastas de las Misiones y que me han escrito repetidas
veces son acusados de ser ellos el Ceferino famoso.
Se me cae la cara de vergüenza al tener que confesar en público mi
 pecado y pecado gravísimo. Pero como las cartas no tienen vergüenza, allá
va.
Es lo cierto que muchos jóvenes, seminaristas, bachilleres, apostólicos
y hasta comerciantes me han venido repitiendo por activa y por pasiva que
sueñan con venir y que no descansarán hasta que lo consigan.
Se me ocurrió que podía yo matar todos esos pájaros de un tiro si con
las ideas principales de sus cartas tejía yo una y luego la asesinaba con una
respuesta larga y al grano.
Como se ve, la carta en realidad no era mía. Las ideas no eran mías.
Lo único mío fue la composición, que procuré se acercase lo más posible al
estilo de las cartas en cuestión. ¿Estamos?
Ahora que confesé mi delito podéis levantar orgullosos vuestras
cabezas, ¡oh Ceferinos invictos!; y mirar cara a cara a vuestros adversarios,
que de hoy para siempre se verán constreñidos a morder el polvo de la
derrota y retirarse a la desbandada. Al pan, pan; y al vino, vino; y a quien
Dios se la dé San Pedro se la bendiga.

La taberna de Kotzebue (6)

¿Sigue funcionado la taberna de Kotzebue? No, ya no funciona. El


tabernero vive ahora en el cementerio, palabra griega que quiere decir 
dormitorio.
Había nacido en Pola, entonces austríaca y luego italiana. Se fugó de
la escuadra imperial y vino a parar en California y más tarde en Alaska. Era
5
Véase obra citada, cap. XIV «Contestando a una pregunta».
6
V. obra citada, cap. VI: «A la luz de mi linterna».
135
católico, apostólico y romano; pero ¿por qué pedir peras al olmo? ¿Cómo va
a practicar la religión un pobre hombre que hoy duerme aquí, mañana
amanece en el Pacifico y pasado mañana en el Círculo Polar Ártico?
Con todo y con eso, a pesar de sus muchas bellaquerías, allá en el
fondo del alma había algo religioso indefinible y, a fuer de castizo, llamó al
misionero cuando enfermó de muerte.
En una de sus muchas cartas me escribió el Padre O'Connor estas
sucintas palabras: «Murió Pablo. Antes de morir me llamó y le ayudé a bien
morir»,
Con Pablo se fue la taberna, se fue el cine, se fueron los bailes
nocturnos y se fue aquello que hacía a Kotzebue ser Kotzebue.

La escuela de Pilgrim Springs ( 7)

Finalmente cerremos este capítulo con la noticia de que la escuela de


Pilgrim Springs se tuvo que cerrar por falta de combustible.
El bosque que la circundaba en 1919 fue talado completamente y no se
excogitó medio adecuado para hacer que siguiera funcionado. Sólo el carbón
costaría 3.000 dólares todos los años.
Asimismo, las dos terceras partes de los niños procedían de aldeas sin
misionero, o sea, que al volver a sus casas perdían en un mes lo que habían
ganado en seis años. Era echar agua al mar.
Después de pensarlo mucho, el señor Obispo dio la orden de
abandonar la casa y en menos de una semana se despobló. Nueve niños que
no tenían a dónde ir, vinieron a Akulurak, donde algunos todavía están, muy
contentos y animados.
Uno de ellos fue el Juanito de Effy de quien ya hicimos mención en
otra carta.
El frío en Alaska es tal que las estufas tienen que funcionar día y
noche y a toda marcha. Hay semanas enteras de un viento norteño que para-
liza la vida. Si se descuida uno en echar leña al fuego y se apaga la estufa, se
hiela la casa, y estallan botellas, latas, botes, todo cuanto contenga líquido
alguno congelable.
La leche condensada se hiela dura como queso; las patatas, al chocar 

7
V. obra citada, cap. X: «El oasis de Pilgrim Springs».

136
crujen como piedras, y así todo.
Sin combustible en abundancia la vida aquí se hace imposible. Por 
fortuna, en Akulurak tenemos no sólo los maderos arrastrados por el Yukón
en el verano, sino bosques sin fin de arbolillos que prometen durar hasta el
día del Juicio por la tarde. Amén.

137
XVII

Las "Hermanas de la Nieve"

Dos fallecimientos

Querido lector: Aquí te envío noticillas de última hora que tal vez te
interesen. Creo que se me olvidó decirte en mi última que los dos
misioneros más antiguos de Alaska (cada uno en su género) se nos fueron al
cielo el mismo día; coincidencia extraña que nos dejó a todos
admiradísimos.
El día de Pentecostés fallecieron el Sr. Obispo Crimont y la célebre
Madre Lorenza de tan gratos recuerdos para Akulurak donde fue Superiora
más de 30 años arreo.
El Sr. Obispo, francés de nación, llevaba en Alaska alrededor de 50
años interrumpidos con escapadas muy largas en los EE.UU. Murió a los 87
años de edad sin otra enfermedad que la vejez natural que lo apagó como un
cirio dejado a sí mismo.
La Madre Lorena murió a los 83 años en las Montañas Roqueñas
donde vivía en la enfermería sentada en una silla con ruedas. En Akulurak 
tuvimos dos misas de  Requiem cantadas que trajeron alguna que otra
lágrima a los antiguos.
Como peregrinos que somos caminamos hacia el cielo, nuestra
verdadera patria. Allí nos volveremos a reunir, y entonces será para no
volvernos a separar.

Las Hermanas de la Nieve y las vocaciones


indígenas

El nuevo Sr. Obispo Walter Fitzgerald, S. J., tiene 61 años y pasó todo
el invierno pasado en las costas del mar de Bering entre eskimales para
 probar por experiencia la vida del Misionero activo y ver de mejorar la
138
situación en lo que se pueda.
El primer paso que dio tan pronto como falleció su predecesor, fue
suprimir la Congregación de las Hermanas de la Nieve, fundadas por el
Padre Fox, el amigo de España donde hizo sus estudios de Teología en los
tiempos de Primo de Rivera.
Esta Congregación empezó con muchas dudas, continuó con muchos
recelos y zozobras y finalmente se extinguió por aclamación universal.
Todos los Misioneros procuraron contribuir a sacar a flote este
experimento; pero, al cabo de 13 años de experiencias terminadas en
fracaso, el nuevo Vicario Apostólico puso fin a la empresa hasta que
amanezcan días mejores. .
Es el caso que los negros, los morenos, los rojos, los aceitunados, los
chamorros... todas las familias de la raza humana están dando vocaciones
 para el Sacerdocio y la vida religiosa; todas menos la familia eskimal.
Y lo peor del caso es que el porvenir en este punto no puede ser más
tenebroso. Toda lo que no sea pescar focas y salmón; cazar gansos y liebres;
atrapar nutrias y almizcleras, está sobre el nivel de este eskimal apegado al
terruño nevado como las lapas a la roca de la playa.
Los tres jóvenes escogidos con que el Padre Fox dio comienzo a la
Congregación de San José se casaron en menos de 20 meses.
De 20 Hermanas de la Nieve que fueron inscritas en el libro de la
Congregación, diez se casaron, cinco se murieron, y no quedaban más que
cinco alicaídas.
 Ni un solo Misionero logró descubrir deseos de vida religiosa en una
sola chica. Sin vocaciones a la vista y sin esperanzas de tenerlas, el Sr.
Obispo cortó por lo sano suprimiendo la Congregación «hasta nueva orden».
Cuando la chica eskimal llega a los 18 años, o se casa o se vuelve loca.
¿Por qué será?
En los registros de la Misión que comenzaron en 1892, no se ha dado
más que un caso de una mujer que murió soltera. Un hechicero, a quien ella
rechazó, esparció la voz de que el que se casara con ella se morirla
inmediatamente.
La pobre chica, abandonada, vino a nuestra escuela y ayudó a las
monjas en los quehaceres domésticos hasta que murió piadosamente a los 39
años.
En cuanto a solteros se ha dado únicamente dos casos: un altiricón

139
 barbudo que ponía espanto al mismísimo satanás y las ahuyentaba de cien
leguas y un individuo muy raro que vive solitario en un silencio sempiterno.
Estos son los tres únicos solteros en toda la región desde 1892.
Cuando leemos que en China, la India, el Congo y otros países de
Misiones tienen Seminarios y hasta Noviciados para indígenas nos co-
memos las uñas de envidia.
En 1930 teníamos un novicio Jesuita eskimal, y se murió. En 1942
mandamos otro al Noviciado, y salió.
Envié el año pasado al mejor chico de Akuluak al Noviciado para
Hermano Coadjutor y las últimas noticias son favorables, obediente,
trabajador, abnegado; pero no entiende las pláticas del Padre Maestro.
Lo de no entender no es porque no sepa la lengua; estuvo con nosotros
diez años y habla inglés excelentemente; son las ideas de las pláticas lo que
resbala sobre la cabeza del buen Ignacio Jakes, el eskimal de mejor pasta
que he topado en mis diez años de apostolado entre eskimales. Si fracasa
Ignacio, me doy por perdido.

Visitados por la gripe

Mientras esto escribo nos está visitando una gripe que ha postrado en
cama a todos los niños y niñas de la escuela. Los dormitorios parecen salas
de hospital.
Estos chicos juguetones y trastos que parecen hechos de azogue y todo
lo rompen o destrozan, están tendidos en la cama sin moverse, silenciosos,
con fiebre regular y un decaimiento universal.
Voy de cama en cama echando chistes que no ríen y animándoles con
que en dos días volverán a pelearse en el salón como si aquí no hubiera
 pasado nada. Los dos Hermanos y yo cortamos leña, les damos de comer,
 barremos y lo limpiarnos todo mientras pedimos a Dios que nos conserve la
salud y las fuerzas hasta que se tengan en pie.
Dos hombres del Yukón que se levantaron y salieron de casa antes de
tiempo, cogieron una pulmonía doble que los mató en 24 horas. Uno de
ellos había estado en nuestra escuela y los chicos le conocen mucho.
Ante el temor de correr la suerte del pobre Stolj (Ballenato) nuestros
chicos se acurrucan más en la cama y obedecen mejor y no pugnan por 

140
levantarse antes de tiempo.
 No hay en Misa más que las monjas y los dos Hermanos en contraste
extraño con los 95 niños que llenan la capilla todos los días.
Afortunadamente es una gripe ligera que no lleva camino de causar estrago
alguno.

Jorge Tramposo

Volví hace ocho días de una excursión por los campamentos de


  pescadores. Bauticé algunos niños, instruí a los adultos acá y allá y les
administré los Sacramentos con mucha paz hasta que topé con mi gran
amigo Jorge Tramposo.
Lleva medio año casado con una chica de nuestra escuela a quien
 prometió el oro y el moro, en especial que nunca jamás se emborracharía.
Al visitarlos en su tienda de lona Jorge me miró estupefacto, intentó
 ponerse en pie pero se tambaleó y cayó de cualquiera manera entre la mesa
y el camastro.
Volvió a la carga, quiso darme la mano y saludarme, pero se volvió a
desplomar. De pronto arremetió con la mujer y quería obligarla a que me
explicase que él no estaba borracho, no lo había estado jamás.
La pobre chica lloriqueaba y se me acercaba implorando ayuda contra
aquel animal que la empujaba y maltrataba.
Mi caballerosidad quijotesca se sobrepuso y me puse a deshacer aquel
entuerto poniendo la mano sobre el hombro de Jorge e imperándole que de-
 jase a María en paz.
En el forcejeo que hizo le empujé con algún brío y Jorge rodó por el
suelo.
Hecho una furia cogió el rifle, pero antes de que lo descolgara del todo
le di un manotazo en las sienes y rodó por el suelo lo suficiente para darme
tiempo a disparar en el río las 9 balas que contenía el arma.
Al volver en sí se puso a buscar la navaja en los bolsos. Otro sopapo le
echó a rodar, le quité la navaja, le puse en la cama, pero Jorge estaba
demasiado borracho para dormir.
Se levantó y me atacó como toro de miura. Entonces me puse serio y
le di un chaparrón de golpes, coces, empujones y estrujones que debiera
haber quedado fuera de combate si no fuera por lo bestial que se pone

141
cuando se embriaga.
La mujer había huido despavorida. Estábamos los dos solos y eran las
diez de la noche. En las tiendas vecinas todos estaban con gripe, calentu-
rientos, hechos una miseria.
Jorge se empeñaba en entrar en las tiendas berreando como un buey
 picado por la mosca. Entró en algunas y sembró el espanto en los pacíficos
moradores.
Como yo me interponía entre sus garras y las víctimas que atacaba se
me vino furioso y entonces di cima a la aventura. Le arrastré a la orilla del
río donde le molí a puñetazos y puntapiés.
A las tres de la madrugada finalmente se rindió y se durmió echando
espuma por la boca.

Después de la refriega

A eso del mediodía se despertó y me llamó para darme la noticia


extraña de que un borracho le había llenado la cabeza de chichones como
nueces y que se sentía cansadísimo.
Mi amigo Jorge no me había conocido. ¡Si estaría borracho! Si no
hubiera sido por lo del rifle, le hubiera dejado yo en paz, desde el principio
como lo hago con los demás; pero el haber cogido el rifle y el hecho de que
los vecinos estaban con calentura y una mujer estaba dando a luz... todos
estos factores combinados dieron por resultado el polizón que se llevó.
En Alaska a los borrachos se los empuja, caen al suelo, se les da una
 patada formidable en la cabeza, quedan sin sentido unos quince minutos,
vuelven en sí, se acuestan mansos como corderos y ahí acaba todo.
Yo, tímido y con miedo de hacerle daño, no pasé de sopapos,
empujones, puntapiés en las piernas y algún que otro mojicón con los
nudillos cuando me atacaba con más ferocidad.
Jorge, ya vuelto en sí, y enterado de todo, lloraba de vergüenza y me
dio cinco dólares para que dijera al día siguiente una Misa por su intención.
Se emocionó más cuando le dije que las manos del sacerdote son para
  bendecir y consagrar; no para levantar chichones en la cabeza de los
 borrachos.
Me agradeció sinceramente el que no le hubiera abierto la cabeza con
el rifle descargado. Así ocurren homicidios repentinos en noches a la orilla

142
del rio con borrachos sueltos que, al volver en sí, no recuerdan lo que
hicieron o lo que se hizo con ellos mientras berreaban.
A ver si para otro día tengo noticias más gratas que darte, lector 
amable, o por lo menos, más edificantes. Te las daré si ocurren. Ya ves que
es bien poco lo que dejo en el tintero. Entretanto oremos mutuamente para
que la luz del Evangelio se difunda más y más por estas latitudes, y para que
los Misioneros vivamos muchos años consagrados a difundirla en todos los
hogares y todos los corazones.

143
XVIII

En la "pesquera" de Akorpak 

Un mes en la pesquera

Estos últimos meses los he pasado atareado en la preparación y pesca


del salmón. Ha sido un verano por demás extraño. Los ríos no se deshelaron
hasta muy tarde: tan tarde que no hay memoria de deshielo tan tardío en los
Diarios de la Misión.
Por fin, a mediados de Junio nos echamos al agua y navegamos sin
 percance los cincuenta kilómetros que nos separan de nuestra pesquera de
Akorpak. Íbamos dos Hermanos Coadjutores, dos monjas, diez chicos
grandotes, dieciséis chicas mayores, cuatro obreros y un servidor de ustedes.
La pesquera estaba hecha una lástima, pues el hielo arrastrado por la
corriente desbordada la embistió y arrasó todos los edificios que allí te-
níamos; los que no arrasó los llevó a flote como arcas de Noé y los dejó sabe
Dios dónde.
Pero aquí en Alaska damos por supuestos estos gajes, y así, sin
enojarnos gran cosa, lo restauramos todo a su prístino estado en menos de
diez días.
Cuando, al cabo de ellos, pusimos en el agua la primera «rueda» de
 pescar, vimos con algazara que al punto comenzaron a caer salmones reyes,
algunos verdaderamente descomunales, aunque a todos ellos los aventajó
uno negrote que cayó una semana más tarde y pesó 68 libras. Los tres años
 pasados, con los cambios inesperados de la corriente que abre canales aquí y
levanta bancos de arena acá y allá, el salmón siguió rutas ignoradas y apenas
 pescamos lo suficiente para tirar todo el invierno. Este verano la corriente
nos favoreció y en veintinueve días pescamos 4.000 salmones reyes y
14.000 argentinos. Con trajes de faena y cuchillos bien afilados atacamos
diariamente un promedio de 600 salmones que nos dejaban rendidos.
Primero se los descabeza, se les abre y se arrojan las entrañas al río; luego se
144
cortan en dos dejando las dos partes unidas por la cola y se tira al río la
osamenta; luego se les da un lavado que es casi un fregado y se les corta en
rajas que primero se secan al sol y luego se ahúman debajo de cubierta.
Desde que viene el pez coleando hasta que sale del humo convertido en
cecina pasan, por lo menos, nueve días.

Psicología de la barba

Vivimos allí un mes entero acomodados en tiendas de campaña típicas


de la región. Me dejé crecer la barba, parte por haraganería, parte por 
 ponerme a tono con el ambiente rústico y parte también por deseo insano de
conocer el género de barba que me saldría.
Los pareceres eran tan dispares que hubo quien me comparó con San
Francisco Javier y no faltó quien opinó que yo había errado la vocación de
salteador de caminos.
Acongojado y cogido en una tormenta de pareceres diversos, opté por 
volver a la normalidad y una mañana les di el chasco más grande cuando me
 presenté a decir Misa rasurado, tieso y con cara de quien no ha roto un plato.
Era una barba cerrada, entrecana, hirsuta a lo jabalí, la mejor defensa
natural contra los mosquitos que se enmarañaban en ella y no hallaban modo
y manera de entrarme.
En realidad lo que me aguijoneó a rasurarme fue que, con barbas, mis
 pensamientos y mi porte en general eran de viejo rayano en caduco de puro
maduro; y yo no podía hacerme abandonar mi vida interior de joven lleno
aun de ilusiones y planes de conquista.
Además, con el bigote, el labio superior no me parecía un ornamento
de la boca, sino la piel de un hocico carnívoro y omnívoro. Por eso me
afeité. Que me perdonen los aristócratas de barbas venerables desde Aarón
hasta Damaskinos.

Alaranak y Kwiguk

Al terminarse la pesca fuimos todos en nuestro barco a inspeccionar 


los terrenos de Alaranak en la desembocadura misma del Yukón donde
 pienso levantar una escuela para descongestionar esta de Akulurak y para
obviar las dificultades que encuentro siempre que intento arrebatar a los
  padres sus chicos y chicas de diez años. Akulurak es técnicamente un
145
orfanotrofio; pero los niños que tienen la dicha de tener padres tienen la
desgracia de no tener escuela en sus villorrios diseminados por la pampa o
tundra nevada. De la noche a la mañana Alaranak se ha convertido en un
 pueblecito respetable con cien almas. Otras familias han prometido mudarse
a ese lugar si levanto una escuela.
Hoy por hoy cuento con treinta niños que, para empezar, son más que
suficientes en este país despoblado.
Atracamos en Alaranak sin percances y, después de una reunión muy
debatida, convinimos en lo esencial y prometimos por separado que yo les
daría el material y ellos levantarían el edificio. Ese edificio servirá de
escuela y de Casa Ayuntamiento; además se dará escuela nocturna a los
adultos que deseen instruirse en inglés.
Yo corro con los gastos escolares y ellos acarrearán de balde leña que
aquí es artículo más necesario que el pan y el agua.
Hecho el convenio patriarcalmente, sin firmas ni sellos de notario,
volvimos al barco y nos dirigimos a Kwiguk a pasar la tarde.
Kwiguk es una pesquera, famosa con hileras de tiendas de lona para
los pescadores. Muchos de nuestros pupilos tenían allí a sus familias, así que
se dispersaron todos y desaparecieron en menos que se tarda en decirlo.
Son muy amigos de visitarse. Entran y salen en todas partes sin llamar;
sean o no sean parientes.
Todos comieron salmón y pan untado en manteca; sorbieron té
humeante; chapurrearon eskimal a pulmón lleno; aceptaron una infinidad de
chucherías que ya no cabían en los bolsos; gozaron mutuamente lo indecible
y al atardecer volvimos a nuestra pesquera de Akorpak.
 No fuimos en línea recta porque en otro afluente con pescadores había
nada menos que tres niños recién nacidos. Les bauticé en presencia de toda
la dotación y por fin cortamos el Yukón en una diagonal muy larga que nos
llevó a nuestra casa, donde cenamos pan y salmón seco.

El futuro oasis de la pesquera

El año que viene, si Dios quiere, pienso levantar una capillita en la


  pesquera, donde nos recojamos a fortalecernos espiritualmente de los
desgastes de tanto trabajo corporal, tanto sudar, tanto resbalarse en la
 plataforma pavimentada de entrañas de peces que no debieran estar allí,
tanto espantarse los mosquitos y tanto gritar a chicos que, en vez de hacer lo
146
que se les manda, se trepan a los árboles a husmear nidos o se congregan a
desenterrar una garduña que juran se metió en aquel agujero.
Hubo días que pasaron de mil los salmones traídos a la plataforma;
un día fueron exactamente 1.455 que suponen un trabajo hercúleo como no
tienen idea de ello los que no lo han visto y palpado.
Como los salmones no vienen más que los dos meses de verano, hay
que despabilarse y hacer el agosto en el mes de Agosto o se queda uno sin
salmones. De ordinario empiezan a venir a mediados de Junio y terminan
del todo a mediados de Agosto.
Pero desde mediados de Julio llueve mucho, y mientras más se acerca
uno a Septiembre, peor; por eso lo ideal es acaparar todo el salmón posible
en Junio. Así lo hacemos con el trabajo consiguiente.
Una capillita con el Smo. Sacramento en medio de la pesquera nos
servirá de oasis donde descansemos contando a nuestro Señor nuestras
 penas y alegrías, nuestros triunfos y fracasos.
Hasta ahora nos hemos contentado con tener Misa en una tienda que
luego durante el día sirve de comedor y otros menesteres caseros. En
adelante pensamos tener nuestra capilla aunque no sea más que un mes al
año.

Un minero del 98

Un día vino remando un blanco enjuto de cara y tirando a viejo. Saltó


a tierra en nuestra pesquera y, mientras comía con nosotros, nos contó su
vida y milagros.
Tenía ochenta años, aunque a él no le parecían nada, porque su abuelo
había muerto a los 120, su abuela a los 116, su madre a los 115 y de su
 padre no sabía hacía muchos años.
Venía de Anvik donde había vivido largo tiempo. Se cansó de aquel
clima y venia ahora explorando las bocas del Yukon donde pensaba vivir 
unos cuantos años.
En el barco de remo traía madera y herramientas para levantar una
casa cómoda, y abastecimientos para un año.
Y aquel octogenario remaba tranquilamente aquel barco descomunal
que a mí me hubiera puesto fuera de combate en una hora.
Su ambición era vivir solo entre arbustos cimbreados por la brisa o

147
aplastados por la tormenta, pero arbustos que obstruyesen la vista de su
vivienda para que no le molestasen visitantes.
Quedan aún acá y allá restos de este tipo clásico de Alaska; restos de
los mineros celebérrimos del 98 que se esparcieron por la península y en los
que han hecho riza las manías más peregrinas, pero todos ellos con el común
denominador de preferir vivir solos como fieras de selvas inexploradas.
Todos los días los periódicos de Fairbanks traen una columna con
defunciones de estos Matusalenes que cada año van siendo menos y que a
este paso desaparecerán del mapa en cosa de diez años.
Pregunté a este señor de qué pensaba vivir. Me miró extrañado por la
 pregunta; cuando reaccionó, masculló una respuesta que venía a decir:
 —¿No está la tundra llena de conejos y el río de peces?
El porvenir los tiene sin cuidado a estos veteranos. Casi todos mueren
de repente. Sencillamente se les para el corazón.

¡Meditación!

Pocas veces me he visto circundado de tanta placidez como la que me


envolvía al atardecer sentado en un madero de la rueda de pescar con el
Yukón rodando a mis pies, bandadas de patos cruzando el horizonte en
formación militar, tiendas de lona blanca en las orillas contrastando con el
fondo verde de las márgenes, la rueda dando vueltas sin cesar y salmones
frescos, vivos, relucientes y carnosos cayendo en los cajones y coleteando
con un furor insospechado.
Y así una, dos y tres horas de meditación reposada en esta esquina
remota del fin del mundo,
Como en Junio no hay noche hablamos de amanecer, atardecer y
anochecer no porque ocurran estos fenómenos astronómicos, sino por la
costumbre que nos ha obligado a hablar así.
 Nos acostamos, no cuando es de noche, sino cuando el reloj dice que
son las diez y la situación del sol nos dice que son las diez de la noche y no
las diez de la mañana. ¡Oh Alaska, que los que te conocen te maldicen pero
te prefieren a otro lugar! ¿Qué tienes que hieres y curas, matas y das vida?
¡Uno de tantos misterios que no han sido aún descifrados!

148
149
XIX

Villanueva, la aldea eskimal


de nombre enrevesado

Una aldea cristiana

Hay no lejos de Akulurak una aldea con un nombre tan largo y


enrevesado que me ha parecido mejor bautizarla en español con el clásico
Villanueva..
En los anales de la Misión, Villanueva ha aparecido siempre como la
aldea cristiana modelo. Los misioneros la visitamos con más frecuencia que
a las demás y nos detenemos en ella más tiempo del acostumbrado en las
otras aldeas.
Hace cosa de cuarenta años no residía en Villanueva más que una
familia compuesta de un matrimonio muy viejo, sostenido por un hijo
adoptivo muy formal, robusto, concienzudo y en todo una verdadera
excepción en estas costas heladas barridas por huracanes de nieve.
Cuando murieron los dos viejos se casó el joven con una chica de
nuestra escuela; tal vez la más inteligente de todas las chicas graduadas aquí
desde que se abrió la escuela en 1905.
Antonio y Juanita hicieron una pareja ideal. Pronto un tío de Juanita se
mudó a Villanueva con toda su familia: el tío Andrés, poco instruido en
religión, pero honrado a carta cabal.
Juanito le instruyó pronto en los misterios de la Fe y Andrés se
convirtió en una de las columnas del catolicismo en las riberas del bajo
Yukon.
Andrés tenía dos hijas en nuestra escuela. Gertrudis, la mayor se casó
con un joven del distrito del P. Lonneux, muy bien instruido en la religión,
y fijaron su residencia en Villanueva, en una casita muy mona, casi pegada a
la casona de Andrés.
Al año siguiente tres familias más se muda a Villanueva. Con esta
150
afluencia inesperada, Villanueva se convirtió de la noche a la mañana en la
aldea más poblada de la vecindad; la aldea también más cristiana; la aldea
donde se reza y donde se espera con ansia al misionero para recibir los
Sacramentos y escuchar el catecismo explicado.

Agasajando al misionero

 No sólo eso. Cuando divisan a lo lejos mi trineo, que conocen por el
color blanquecino de Roncero —mi perro delantero—, se agitan, saltan de
acá para allá y me dan un recibimiento principesco con muchos apretones de
manos, muchas interjecciones de gozo y con tomar a su cuenta y cargo el
cuidado y manutención de los perros.
Andrés no se contenta con darme de comer así a secas, sino que pone
servilleta en la mesa porque sabe que los blancos la usamos, y tiene
reservada una ración de mantequilla en vez de la manteca que ellos usan
con el pan y que los blancos no han aceptado aún.
A la hora de acostarnos saca de no sé donde una alfombra muy gruesa
sobre la cual extiendo el saco de dormir.
Antes de comenzar la santa Misa, hace que cuelguen desde el techo un
lienzo, blanco como la nieve, que hace como de retablo, y en el medio
cuelga un cuadro del Sagrado Corazón. La mesa que hace de altar también
está cubierta de lienzos inmaculados.
Mientras celebro la Misa, dicen todos en voz alta las oraciones, no
como quiera, sino despacio, dando a cada palabra su significado y con las
manos cruzadas ante el pecho en un ambiente de verdadera piedad y
devoción. Todos comulgan. La Misa se termina con himnos sagrados que
todos entonan primorosamente.

Teologías eskimales

Durante el día tienen que trabajar, y trabajan. Cortan leña, visitan las
trampas del bosque, cazan, pescan debajo del hielo, cosen, remiendan,
friegan y guisan.
Yo me entretengo con los niños o doy un paseo sobre el hielo del río
muy ensimismado o canturreando, a veces con una escopeta al hombro por 
si los conejos.
Ya bien anochecido y fregados los platos de la cena, nos sentamos
151
todos patriarcalmente en la cocina de Andrés. Los niños pequeños hacen
ruido al principio, pero terminan por dormirse y se los alinea sobre una
manta en el suelo, donde quedan muertos como cadáveres.
Entonces comienza el sermón en serio. Juanita se sienta a mi lado y
traduce libremente en eskimal las explicaciones que yo doy en inglés.
Todos acatan su autoridad en materia de religión. Los domingos,
cuando no está el misionero, es ella, y solamente ella la que los
congrega e instruye explicando cuando escuchan y respondiendo sus
 preguntas cuando se les ofrecen dudas sobre lo explicado.
Una vez, en medio de mis explicaciones emití esta idea: en el cielo
veremos cómo. Dios se las arregló para librarnos de ciertos peligros de los
cuales nosotros ahora no tenemos ni idea; y esos peligros, si Dios no los
hubiera apartado de nosotros amorosamente, hubieran dado con nosotros, en
el infierno. Ese conocimiento será un motivo más para qué alabemos a Dios
y le demos gracias.
Parece éste un pensamiento sencillísimo, y lo es para nosotros.
Pues bien, Juanita lo explicó por activa y por pasiva, le dio vueltas y
revueltas, les preguntó colectiva y separadamente si lo entendían y al fin me
cuchicheó en voz baja:
 —Padre, pase a otra cosa, que éstos no lo entienden ni lo entenderán
 jamás. Demasiado subido para ellos.
Ella, en cambio, lo cogió al vuelo, y es eskimal como ellos. Así
conferenciamos hasta las diez de la noche: cuatro horas seguidas de sesión
 junto a la estufa sudando y consumiendo un jarro de agua tras otro. Los
eskimales gustan de pegarse a la estufa enrojecida y allí gotean sudor que
nutren bebiendo agua como camellos.

Calamidades sobre Villanueva

Hasta aquí hemos venido hablando de Villanueva en tiempo presente.


Ahora vamos a doblar la hoja y hablar en tiempo pretérito. Juanita, ¡pobre
Juanita!, se puso tísica.
Cada vez que la veía yo adelgazar y palidecer en progresión
ascendente y la oía toser con la tos típica de la tuberculosis me daban
escalofríos, pues veía y distinguía los contornos todos del fin que se
avecinaba.
En una de mis visitas a Villanueva me dijo que esperaba un niño
152
dentro de unos meses. Me callé como un muerto, pero en mi mente la di por 
muerta y enterrada.
En efecto, nació el niño prematuramente, le bauticé y se fue al cielo al
día siguiente. A Juanita le di la Extremaunción y le preparé para entrar en el
cielo con una palma victoriosa en la mano.
Una, semana más tarde moría Juanita, en aquella tienda de lona
clavada en las márgenes del río Takfalanak, uno de los mil desagües del Yu-
kon, a pocos kilómetros de la costa de Bering.
 No me cabe duda de que su alma subió muy pronto a gozar de Dios, y
 por cierto en grado eminente. Muertes como ésta alientan al misionero a
continuar en la brega.
 No es todo salvajismo y cafrería. Dondequiera que se reciban los
Sacramentos de la Iglesia, el Espíritu Santo ha de suscitar almas selectas que
den gloria a Dios a sabiendas.
Tenía Juanita un catecismo voluminoso con grabados. Cada vez que
entraba yo en su casa tenía que explicar cien detalles que ella había
descubierto en los grabados y que a mí se me habían pasado por alto la vez
anterior.
Murió con todo el conocimiento y ofreció a Dios el sacrificio de su
vida, y el sacrificio para ella tremendo de dejar huérfano a Carlitos, niño de
siete años, que ella pensaba educar para el sacerdocio.
Antonio quedó viudo y lloró mucho el día del entierro, cosa extraña,
 pues los eskimales lloran poco o nada, muera el que muera.
Sin Juanito quedó Villanueva como viuda. En mis visitas a la aldea
hace de intérprete Gertrudis, inferior a Juanita en todos los órdenes, pero
 joven excelente que aprovechó bien el tiempo en los ocho años que la
tuvimos en la escuela de Akulurak.
Su esposo era un sujeto de primera. Por desgracia, un día aceptó la
invitación de un individuo borracho que le dio un brebaje casero fortísimo y
se emborrachó por no estar acostumbrado a beber.
Al querer atravesar el río en el kayak, dio la vuelta, quedó apresado
debajo del agua y se ahogó. ¡Dios santo, cuántas calamidades sobre Vi-
llanueva!

153
Luto y lágrimas en Año Nuevo

Gertrudis se casó con un viudo muy feo y muy ignorante en materias


de religión. Su hermana Luisa, graduada por Akulurak, sucedió a Juanito, y
 por cierto casi llenó el hueco dejado por aquélla.
Antonio se enamoró de ella y los casé como Dios manda.
Desde entonces Luisa cargó sobre sus hombros la ardua tarea de
continuar instruyendo a los aldeanos en mi ausencia y de interpretar mis ins-
trucciones en las visitas frecuentes a Villanueva.
Un día me dijo que había escupido sangre. A renglón seguido me dijo
que esperaba dar a luz a primeros de enero.
Pasada la fiesta de Año Nuevo enganché los perros, y en seis horas de
marcha penosa por rastros de nieve blanda llegué a Villanueva ya algo
anochecido.
 Ni un alma me vio llegar. Con la velocidad del rayo cruzó mi mente la
tragedia que efectivamente acababa de tener lugar.
Un chicuelo, que salió al oír el ruido de los perros, me espetó a
 bocajarro que Luisa habla fallecido hacía unas horas después de haber dado
a luz una niña, que no hacía más que lloriquear.
Entré cabizbajo en la cocina iluminada, y allí estaba el cadáver,
vestido exactamente como cuando ella trajinaba por la casa y lo llenaba todo
con su presencia
El viejo Andrés, su padre, me extendió la mano en silencio. La vieja,
su madre, hizo lo mismo. Todos se me acercaron en silencio a darme la
mano.
Me acordé del silencio y dolor interior de Job y sus tres visitantes, que
se miraban tristemente, sin hablarse. Acá y allá se divisaba una lágrima que
hacía todo lo posible por resbalarse, pero nunca lo hacía.
Por fin, después de una cena frugal, nos congregamos todos alrededor 
del cadáver y les sermoneé como unas dos horas sobre el significado de la
muerte para los cristianos: para los buenos y para los malos. Que lo único
que entonces nos ayudará será lo bueno que hayamos hecho. Hagamos,
 pues, todo el bien que podamos ahora que podemos.
Al día siguiente les ayudé a fabricar el ataúd. A los cinco minutos de
meter en él a Luisa llegó un trineo con la hermana mayor, que vive en una
aldea muy apartada. Entró, se arrodilló junto al cadáver y por espacio de
154
diez minutos lloraron todos y yo con ellos.
Pared por medio lloraba sin cesar la niñita recién nacida y ya huérfana.
Eso fue lo que me puso a mí el nudo en la garganta. ¡Qué golpes tan fuertes
herían a aquella familia que tanto me había regalado!
Entonces comprendí mejor las lágrimas de Jesucristo ante Marta y
María a la muerte de Lázaro.
La enterramos junto a Juanito. En la Misa de Requiem que dije por el
eterno reposo de su alma di la primera Comunión a una sobrinita de Luisa
que ella había preparado con todo esmero.
La pusieron un vestidito blanco con una corona de flores artificiales,
 blancas y rojas, que contrastaban con el color negro de mis vestiduras.
Quedaron todos muy resignados con la voluntad de Dios y muy
agradecidos a la visita tan oportuna del misionero. Andrés y Antonio me pu-
sieron quince dólares en la mano para Misas. Son buenos cazadores y
ahorran el dinero en vez de gastarlo en borracheras.

Policía aérea

Mi última visita a Villanueva fue de carácter diametralmente opuesta a


las anteriores.
El anciano P. Lucchesi me había prevenido que nunca creyera que
había llegado a entender la mentalidad eskimal.
Hablando, hablando, en Villanueva me enteré de que urgía llamar al
 policía del distrito para castigar toda una letanía de excesos.
En la última choza vivía un hombre que tiene fama de ser el más feo
del globo. El esposo de Gertrudis, comparado con él, es un Apolo Belve-
dere. Este hombre, que espanta de feo, se casó con una sorda que nunca le
quiso, pero que la forzaron a casarse con él, según testimonios fidedignos.
Llevan juntos más de veinte años.
El otro día se emborrachó el muy bruto y no la mató por milagro. La
tiró contra la pared, la pisoteó, la presionó contra la estufa para quemarla
viva, la arrastró al agujero de hielo del rio de donde se provee de agua la
aldea y no la metió por él porque el agujero era demasiado estrecho, pero la
apisonó con furor y la golpeó con saña, etcétera.
Otro matrimonio advenedizo se emborrachó una noche y no se
mataron porque entró a tiempo en su choza un hombre que los separó.

155

También podría gustarte