Gabriel Marcel introduce su investigación filosófica sobre el misterio del ser. Explica que su objetivo no es presentar un sistema filosófico sino retomar su obra bajo una nueva luz, mostrando sus articulaciones y orientación general. Su investigación consistirá en el movimiento reflexivo por el cual puede pasar de una situación discordante a otra en la que se cumpla cierta expectación, aunque reconoce que la validez de tal desarrollo más allá de lo subjetivo surgirá progresivamente. Finalmente, señala que la filosofía implic
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Gabriel Marcel introduce su investigación filosófica sobre el misterio del ser. Explica que su objetivo no es presentar un sistema filosófico sino retomar su obra bajo una nueva luz, mostrando sus articulaciones y orientación general. Su investigación consistirá en el movimiento reflexivo por el cual puede pasar de una situación discordante a otra en la que se cumpla cierta expectación, aunque reconoce que la validez de tal desarrollo más allá de lo subjetivo surgirá progresivamente. Finalmente, señala que la filosofía implic
Gabriel Marcel introduce su investigación filosófica sobre el misterio del ser. Explica que su objetivo no es presentar un sistema filosófico sino retomar su obra bajo una nueva luz, mostrando sus articulaciones y orientación general. Su investigación consistirá en el movimiento reflexivo por el cual puede pasar de una situación discordante a otra en la que se cumpla cierta expectación, aunque reconoce que la validez de tal desarrollo más allá de lo subjetivo surgirá progresivamente. Finalmente, señala que la filosofía implic
Gabriel Marcel introduce su investigación filosófica sobre el misterio del ser. Explica que su objetivo no es presentar un sistema filosófico sino retomar su obra bajo una nueva luz, mostrando sus articulaciones y orientación general. Su investigación consistirá en el movimiento reflexivo por el cual puede pasar de una situación discordante a otra en la que se cumpla cierta expectación, aunque reconoce que la validez de tal desarrollo más allá de lo subjetivo surgirá progresivamente. Finalmente, señala que la filosofía implic
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GABRIEL MARCEL (1889) París
EL MISTERIO DEL SER
No sin cierto sentimiento de reverencia me apresto a hacer escuchar mi voz después de la de tantos pensadores de diferentes nacionalidades que han honrado, todos, a la Filosofía. Ciertamente, necesito también sobreponerme a una especie de desaliento previo: ¡qué vana pretensión!, ¿no es cierto?, ¡querer exponer una doctrina después de tantas doctrinas! Por poco que reflexione, aun el pensador más convencido no deja de albergar en el fondo de sí mismo a un escéptico para quien la Historia de la Filosofía se presenta a veces como una serie de blancos que se le ofrecen a su puntería. Un término como investigación es para mí de aquellos que designan más adecuadamente la marcha esencial de la Filosofía. Agreguemos, si queréis, que en Filosofía aquel que expone en su encadenamiento dialéctico o sistemático las verdades que acaba de descubrir, se arriesga a alterar muy profundamente el carácter de esas mismas verdades. Era para mí realmente un problema personal —y un problema muy grave— el que se me presentaba. En efecto, ¿no se pedía algo que desde hace mucho tiempo había resuelto no hacer? ¿No era incitarme a presentar en forma sistemática todo aquello que para mí —lo repito— ha permanecido siempre y esencialmente en el plano de la búsqueda? En consecuencia, mi tarea, vuelvo a repetirlo, no será exponer un sistema filosófico susceptible de llamarse marcelismo —tal palabra tiene para mí un sonido casi burlesco—, sino más bien retomar mi obra total bajo una nueva luz, mostrando sus articulaciones y señalando sobre todo su orientación general. Por otra parte, el técnico —y podríamos decir también el científico, puesto que la diferencia entre uno y otro casi desaparece en este punto— se presenta a la reflexión ejecutando operaciones mentales y materiales que cualquier otro podría hacer en su lugar, y cuyo desarrollo, por tanto, puede esquematizarse en términos universales. No tenemos en cuenta aquí los tanteos inseparables del período de descubrimiento: esos tanteos están destinados a olvidarse, como se suprimen al final los rodeos inútiles que realiza un turista novicio para llegar a un punto en un país que aún no le es familiar. La grandeza y el límite de la invención consisten precisamente en el hecho de que por su propia naturaleza está destinada a perderse en el anonimato. Desde el punto de vista de la técnica considerada en su desarrollo no se toman en cuenta las condiciones concretas en que ha podido producirse la invención, el fondo personal y quizá trágico sobre el cual se destaca: de todo eso hace abstracción sencilla e inevitablemente. ¿Cómo es posible una investigación sin la prenoción de lo que se busca? Será necesario efectuar aquí cierta discriminación. La prenoción que ahora se excluye implica un cierto hacer: cómo proceder para que este hacer que es actualmente impracticable, o por lo menos que sólo puede efectuarse en condiciones precarias y defectuosas, se haga posible de manera que pueda satisfacer ciertas exigencias preestablecidas (exigencias de sencillez, economía, etc.). Agreguemos aun en la línea de lo que acabamos de decir, que este hacer debe ser tal que pueda realizarlo, si no cualquiera, al menos todo el que se encuentre en determinadas condiciones objetivamente precisables, por ejemplo utilizando cierto instrumento necesario. Pero sin duda no es suficiente decir que un resultado de esta naturaleza no puede prejuzgarse cuando se emprende una investigación metafísica; es necesario añadir que tal investigación excluyere En principio ese género de posibilidad. Agreguemos, por otra parte, que la falta de aptitud metafísica en el común de los hombres, particularmente en la época en que vivimos, está ligada a la imposibilidad de concebir un resultado que no sea de este orden, es decir, que no pueda traducirse en un lenguaje semejante. Para ver esto más claramente es necesario que nos esforcemos en definir con mayor precisión el punto de partida del otro tipo de investigación que es justamente el nuestro. No sin motivo introduzco aquí la idea de situación, que está llamada a ocupar un lugar importante en estas lecciones. Sólo más tarde podremos elucidar íntegramente su significado. Por el momento contentémonos con decir que es aquello en que yo estoy implicado: en cualquier forma que se conciba ese "yo", es manifiesto que la situación no sólo lo afecta desde fuera, sino que también lo califica interiormente. Pero antes tendremos que investigar si en esta búsqueda la oposición corriente entre fuera y dentro no tiende a perder sentido. Lo que quiero indicar ahora es que una búsqueda como ésta debe considerarse como el conjunto de movimientos por medio de los cuales puedo pasar de una situación fundamentalmente discordante —en la que llegaré a decir que estoy en guerra conmigo mismo— a una situación diferente en la que cierta expectación se cumple. Todo esto es aún muy vago, pero desde luego suscita cuestiones que pueden parecer embarazosas, y que en suma gravitan alrededor de ese yo indeterminado al que he tenido que referirme. La cuestión esencial podría plantearse de la manera siguiente: la investigación que emprendemos, ¿no corre el riesgo de reducirse a la sucesión de etapas a través de las cuales yo mismo, en cuanto individuo particular, intento acceder desde un estado que implica sufrimiento a otro que no solamente no lo implica, sino que puede ir acompañado de cierto gozo? Pero, ¿qué es lo que garantiza que ese desarrollo pueda tener un valor más que subjetivo? La respuesta a esta cuestión sólo aparecerá claramente de manera progresiva y por el movimiento mismo de la reflexión. Sin embargo es necesario indicar desde ahora, para apaciguar temores de suyo muy comprensibles, en qué dirección deberá buscarse la respuesta. Por otra parte, sería muy conveniente proceder a un análisis cuidadoso de lo que es susceptible de encuesta. Llegaríamos entonces a preguntarnos si, fuera de las cuestiones a las que la gente puede responder con un sí o un no, no hay otras infinitamente más vitales que, literalmente, no pueden cobrar cuerpo para la conciencia común; y son ésas, precisamente, las más importantes, las que se plantean en primer lugar al filósofo. Desde luego, las palabras "en primer lugar" no deben tomarse en sentido cronológico. El filósofo comienza forzosamente por plantearse cuestiones comunes, y sólo a costa de un esfuerzo de reflexión que constituye una verdadera ascética se eleva del primer tipo de problemas al segundo. Pero esta es una manera muy burda de presentar las cosas. Un ejemplo mostrará mucho mejor lo que quiero decir. La pregunta ¿cree usted en Dios? es de las que más comúnmente se cree poder contestar con un sí o con un no. Pero un análisis más profundo permitiría descubrir el carácter puramente ilusorio de estas respuestas. De manera que la respuesta a la pregunta ¿cree usted en Dios? debería ser en la gran mayoría de los casos: no sé si creo o no en Dios, y, por otra parte, no estoy seguro de lo que es creer en Dios. Notemos la diferencia entre estas fórmulas y las del agnosticismo corriente en el siglo xix: no sé si Dios existe. Desde este punto de vista podríamos llegar a definir la Filosofía como el planteamiento de las verdaderas cuestiones. He dicho las verdaderas cuestiones. Verdaderas, ¿para quién? O, de otra manera: ¿es posible dar un copleniilp a ese adjetivo sin ninguna referencia a un quién? De hecho, abordamos aquí uno de los problemas que deberán ocuparnos más largamente en esta primera serie de conferencias. Es imposible decir algo sobre la esencia de la vida espiritual si antes no se ha llegado a aclarar lo que debe entenderse por verdad, o al menos a reconocer si es una noción susceptible de ser definida de manera unívoca. Sin embargo, me parece que todas estas consideraciones no nos permiten hasta ahora discernir claramente el objeto de estas búsquedas. Nos preguntaremos largamente sobre la naturaleza de la reflexión y su alcance metafísico. Pero desde luego podemos indicar que habrá que desconfiar, no digamos de las palabras mismas, sino de las imágenes que su empleo provoca. Sin entrar ahora en el g.tabl^ma terriblemente difícil de la naturaleza esencial del lenguaje, debemos recordar que con mucha frecuencia .se forman nudos —de buena gana diría coágulos, en el sentido fisiológico de la palabra— que constituyen obstáculos para el curso del pensamiento, que es ante todo circulación. Estos coágulos se deben al hecho de que las palabras se cargan de pasión y se convierten en tabú. El pensamiento que se atreviera a atacarlas sería considerado, si no sacrílego, al menos fraudulento, o algo peor. Esto es hoy particularmente notable en el dominio político, y el término "democracia" es, a no dudarlo, uno de los que bloquean en forma más fastidiosa el pensamiento. Pero sería inexcusable dejarse dominar por el temor de ser encasillado; si realmente nos anima la intención cuya naturaleza trato de precisar, el temor desaparece o al menos no se toma en consideración. Por tanto, parece a primera vista que será necesario cierto coraje, un valor del pensamiento, un valor del espíritu, que la experiencia nos obliga a comprobar como infinitamente menos corriente que el valor físico — y sería importante preguntarnos por qué es así. Todo esto no es más que un ejemplo; pero en esta primera lección me propongo multiplicar las referencias a diversos órdenes para señalar el alcance extremadamente general de las investigaciones que siguen. ¿En qué_ consiste exactamente esta exigencia, esta negación a dejarse bloquear? Creo que es la intención filosófica tomada en toda su pureza; en realidad no puede separarse de lo que solemos llamar "libertad". Digamos simplemente que si el pensamiento filosófico es el pensamiento libre, en primer lugar es porque no quiere dejarse influir por ningún prejuicio. La noción de prejuicio debe tomarse aquí en su extensión máxima. El pensamiento filosófico no sólo debe liberarse de los prejuicios sociales, políticos y religiosos, sino de un conjunto de prejuicios que parecen coexistir con él como si los segregara. Empleando una comparación trivial diría de buen grado que por momentos da la impresión de que librando esta lucha se despoja de su propia piel y se transforma en una especie de carne sangrante y sin protección. Aun esta metáfora es insuficiente. Quizá podría decirse que desde el punto de vista ético la Filosofía debe sentir el temor de traicionar a su propia naturaleza, mostrarse infiel a sus propias exigencias, y asumir a causa de ello la existencia impura, contradictoria, caída y renegada, sin ninguna compensación visible. Recuerdo muy bien los períodos de angustia que atravesé hace más de treinta años cuando en una oscuridad casi completa luchaba contra mí mismo, en nombre de algo que sentía como un aguijón, sin que pudiera atribuirle todavía un rostro. Volveremos largamente sobre esta exigencia misteriosa, puesto que precisamente a ella pretendo satisfacer en el curso de estas lecciones, y, por el contrario, corre el riesgo de parecer desprovista de contenido a quien no la siente en el fondo de sí mismo. Quizá sólo en la paz, o, lo que es lo mismo, en las condiciones que la aseguran, es posible encontrar el contenido que especifica la voluntad como buena. Aunque sin duda la palabra contenido no conviene exactamente aquí. Hay que precisar y elaborar estas nociones, y me atrevo a esperar que nuestras pesquisas no serán inútiles si permiten contribuir de alguna manera a esta elucidación. Pero la oposición a que hemos llegado, para que nos permita determinar a quién está realmente destinado este trabajo, exige además un ahondamiento. Veremos en la próxima lección cómo se define en relación a una cierta concepción del mundo. EL MUNDO EN CRISIS: Antes de penetrar más profundamente me parece necesario volver sobre las objeciones que no habrán dejado de presentarse en el espíritu de muchos oyentes. ¿No es extraño, y en cierto modo escandaloso, declarar de antemano que una investigación ante todo teórica sólo puede interesar a cierta categoría de espíritus, a los espíritus orientados de cierta manera? ¿No implica esto una perversión de la noción misma de verdad? La idea común y normal de lo verdadero, ¿no lleva implícita una referencia a cada uno y a cualquiera? ¿No es extremadamente peligroso disociar así verdad y validez universal? O, dicho más exactamente: al practicar esta distinción, ¿no se tiende a sustituir la verdad por algo que puede presentar un valor pragmático, ético o quizá estético, pero que no merecería llamarse verdadero? Más tarde nos interrogaremos largamente sobre la noción de verdad; pero aún no hemos llegado al punto en que esta investigación podría intentarse con utilidad. Cualquiera que sea la definición de la verdad a que lleguemos, podemos afirmar desde ahora que no es una cosa y que nada de lo que conviene a las cosas podría convenirle. Podemos decir, como lo indiqué más arriba, que un trabajo semejante implica no sólo aptitudes sino exigencias que no son absolutamente comunes; y como lo sugerí al final de la primera lección, veremos que en el mundo en que hoy vivimos estas exigencias son desconocidas casi sistemáticamente; en realidad hasta son desacreditadas. Es verdad que nuestro mundo actual se organiza contra ellas, se les opone en la medida en que los técnicos se emancipan radicalmente de los fines a los que de un modo natural debían subordinarse, reivindicando para sí un valor o una realidad autónomas. "¿Tú no tienes algunas veces la impresión de que vivimos... si a esto se puede llamar vivir... en un mundo destrozado? Sí, destrozado, como un reloj destrozado. El resorte no funciona. Aparentemente, nada ha cambiado. Todo está en su lugar. Pero si se acerca el reloj al oído no se oye nada. ¿Comprendes? El mundo, eso que llamamos mundo, el mundo de los hombres... debía tener antes un corazón, pero pareciera que ese corazón ha dejado de latir." La heroína de una de mis piezas se expresa en esta forma. No será la única vez que en el curso de estas lecciones citaré textos tomados de mis obras de teatro, pues en ellas mi pensamiento se encuentra en estado naciente y como en su hontanar original. Espero que más tarde os haré comprender por qué es así, y cómo el modo de expresión dramática se me impuso conjugado con la reflexión propiamente dicha. La joven que pronuncia las frases que cité no es en absoluto lo que solemos llamar una intelectual; es una mujer de mundo, elegante, espiritual, adulada por sus amigos, pero la agitación en que parece complacerse encierra una pena, una angustia, y es esta angustia la que aflora en ese momento. ¿Un mundo destrozado? ¿Podemos hacer nuestras esas palabras? ¿No nos dejamos engañar por un mito al imaginar un tiempo en que el mundo tenía corazón? Debemos tener mucho cuidado. A no dudarlo, sería temerario que pretendiéramos evocar una época histórica en que la unidad del mundo haya sido directamente accesible a todos los hombres. Pero el hecho de que algunos de nosotros podamos experimentar con tanta intensidad esta división, muestra que es posible que guardemos en nuestro interior, si no necesariamente el recuerdo, al menos la nostalgia de semejante unidad. Importa comprender cómo ese sentimiento de división es tanto más fuerte cuando asistimos en apariencia a la unificación creciente de nuestro mundo, es decir, de la tierra. En el curso de estas lecciones volveremos más tarde a considerar esta posibilidad y finalmente a pronunciarnos sobre la esperanza que lleva implícita. Y, ante todo, ¿tenemos el derecho de atribuir a esta experiencia un carácter de generalidad? Una primera observación se presenta de inmediato al espíritu: vivimos en un mundo en guerra consigo mismo, y ese estado de guerra ha ido tan lejos que amenaza terminar en algo que es imposible no considerar como un verdadero suicidio. Nunca se insistirá demasiado en el hecho de que el suicidio, que hasta ahora se presentaba solamente como una posibilidad individual —que parecía inseparable de la condición individual—, aparece hoy ligado a la condición del mundo humano en su totalidad. Por cierto que algunos se inclinarán a considerar que esta -nueva posibilidad es el precio de un sorprendente progreso. ¿No ha logrado el mundo el tremendo poder de destruirse a sí mismo en la medida en que ha llegado a un tipo de unidad y totalidad antes desconocido? Hay aquí una conexión sobre la cual puede resultar interesante concentrar nuestra atención. La mixis es un modo determinado de unidad que traiciona en cierta medida las exigencias a las que debe responder. En general, y con un lenguaje más sencillo, diré que vivimos en un mundo donde la palabra con está perdiendo sentido. La misma idea podría expresarse diciendo que la intimidad es cada vez más irrealizable y que, por otra parte, está desacreditada. Me refiero aquí a uno de los temas centrales de este trabajo, pero me limitaré por ahora a tratarlo desde el punto de vista de la descripción superficial de los hechos. Partiendo del hecho general de la socialización creciente de la vida, puede verse cómo se realiza la pérdida de la intimidad. ¿En qué consiste, en efecto, esta socialización? En que cada uno de nosotros cada vez más es tratado como un agente cuyo comportamiento debe contribuir al desarrollo de cierta totalidad, a la vez lejana y omnipresente, digamos aun tiránica. ¿En qué se convierte en sí y para sí un ser que es utilizado de este modo? Quizá se podría hablar aquí de desnudez social, y preguntarse qué clase de vergüenza es capaz de suscitar en los que son condenados a ella. Es evidente que el fichaje universal al que he aludido, únicamente puede realizarse en el seno de una burocracia anónima, que no puede inspirar otro sentimiento que el de un vago temor, que me invade personalmente cada vez que debo tratar un asunto con un funcionario anónimo que se confunde con su propia función. La idea de la máquina o del mecanismo se me impone entonces necesariamente, y es importante observar que esta máquina no puede ser objeto de contemplación, simplemente se siente su presencia; si se la contemplara sería posible cierta admiración a pesar de todo. En las conferencias próximas partiremos de esta doble observación: que nada es más necesario que reflexionar, pero que la reflexión no es un procedimiento como los otros; en realidad no es un procedimiento puesto que permite considerar cualquier procedimiento. Convendrá, pues, ponernos en claro sobre la naturaleza misma de la reflexión, o dicho más exactamente: será necesario que la reflexión se haga transparente a sí misma. Sin embargo, podría ocurrir que este proceso de esclarecimiento no pueda llegar a los límites; es posible —como luego veremos— que la reflexión, al interrogarse por su propia esencia, llegue a reconocer que se apoya inevitablemente en algo que no es ella misma, y que de allí proviene su fuerza. LA EXIGENCIA DE TRASCENDENCIA: Esa especie de exploración circular que hasta ahora hemos realizado sólo nos aclara en forma muy imperfecta el sentido y la naturaleza de la investigación emprendida. En realidad hemos visto sobre todo lo que esta investigación no es, y cuáles son las condiciones que amenazan paralizar su desenvolvimiento. Por tanto, es necesario que tratemos de discernir más directamente lo que es, y en primer término en qué consiste esa exigencia a la que he aludido tantas veces, y que constituye algo así como su resorte interno. De buen grado diría que es esencialmente una exigencia de trascendencia. Por desgracia se ha abusado tanto de este término en los últimos tiempos —en la filosofía alemana contemporánea y en los pensadores franceses inspirados por ella—, que es necesario proceder a una discriminación previa. Estableceré en principio que trascender no significa simplemente sobrepasar, ya que puede haber modos de sobrepasar a los que no conviene de ninguna manera el término "trascendencia". Esto es verdadero sobre todo para lo espacial, es decir, para avanzar por una superficie que se extiende más allá de ciertos límites comúnmente aceptados. Nos encontramos aquí con una especie de ampliación, si no ilegítima, al menos engañosa, del sentido de las palabras. Pero en realidad las determinaciones de alto y bajo aparecen de todas maneras como fundamentales, como ligadas a nuestro modo de existencia en tanto que somos seres encarnados. Vamos, pues, a preguntarnos ahora en qué consiste justamente la exigencia de trascendencia. Pienso que debemos intentar ante todo situarla en relación con la vida tal como es vivida, y no definirla en el éter enrarecido del pensamiento puro. Mi marcha consistirá invariablemente, como ya lo habréis observado, en remontarme de la vida al pensamiento para luego descender del pensamiento a la vida tratando de iluminarla. Creo que sería una empresa desesperada la pretensión de establecerse, de una vez por todas, en el pensamiento puro. Más exactamente: esta tentativa sólo es lícita en ciertas disciplinas especializadas, particularmente, desde luego, en las ciencias matemáticas; aunque es una cuestión discutida y extrañamente difícil saber si aun el matemático puro puede desarrollar sus especulaciones en un mundo totalmente separado de la experiencia, es decir, de la vida. Volveremos más tarde a preguntarnos por la relación precisa entre vida y experiencia, y a tratar de disipar la confusión que subsiste sobre este punto en ciertas regiones del pensamiento filosófico. Conviene, por tanto, ser aquí lo más concreto posible, es decir, dramatizar. Con esto quiero decir imaginar, con la mayor precisión que se pueda, tal situación o tal tipo de situación en que el yo se encuentre implicado. Debe tomarse el pronombre personal yo en su máxima extensión. Pues no se trata solamente de la individualidad finita que soy, sino de toda individualidad con la cual pueda llegar a simpatizar tan vivamente que consiga figurarme hasta su comportamiento interior. De esta manera es posible concebir una jerarquía de satisfacciones, algunas bajas y vulgares, otras altamente espirituales. Notemos de paso que la oposición entre lo alto y lo bajo reaparece aquí inevitablemente. Esas satisfacciones jerárquicas presentan sin embargo un rasgo común. Todas se relacionan por el hecho de poseer cierto poder que no me pertenece fundamentalmente, un poder que en rigor no se confunde con mi yo. Todo ocurre —sobre esto volveremos más tarde— como si esta libertad de movimiento que se nos acuerda se revelara insignificante y desprovista de valor. Quizá justamente porque el principio no reside en mí sino fuera de mí. Es como si otro llamado surgiera dentro de mí, un llamado que se orienta hacia adentro. Podemos reflexionar sobre el cansancio que se apodera de quien ha leído demasiados libros, escuchado demasiados conciertos, visitado demasiados museos. Si hay suficiente vida en él, este cansancio tenderá a transformarse en deseo de crear. Ciertamente nada garantiza a priori que este llamado será escuchado. No depende de mí el crear, aun cuando aspire a la creación. Volveremos sobre este punto posteriormente cuando tratemos de discernir en qué sentido el hombre tiene derecho a considerarse libre, pero desde ahora podemos ver que el hecho de realizar su vocación, por alta que sea, y aun cuanto más alta sea, no puede reducirse a un simple decreto del querer. Por el contrario, todas las razones permiten presumir que este cumplimiento implica la cooperación de multitud de condiciones sobre las cuales el sujeto no tiene influencia directa. Esto es de la mayor importancia y muestra que el problema de la vocación esesencialmente metafísico, y que su solución trasciende toda psicología. Y no es un azar que aparezca aquí el verbo trascender. Estamos en el eje de esa trascendencia que hemos tratado de definir en la primera parte de la lección. ¿No podría decirse que crear es siempre crear por encima de sí? ¿No es precisamente en este dominio que la expresión por encima cobra valor específico? No tiene sentido tratar a la trascendencia como un predicado que corresponde a una realidad determinada y no a otra. Esto suscita una dificultad que no podemos eludir. Desde el momento en que la trascendencia se evoca en relación al hombre, ¿no se la niega como trascendente, y de alguna manera se la absorbe en la experiencia, es decir que en el fondo se transforma en inmanente? Pero entonces, ¿qué ocurre con la exigencia de la trascendencia propiamente dicha? Procedamos como conviene siempre en estos casos, es decir, reflexivamente, preguntándonos si la objeción no supone un postulado o una imagen implícita que convendría destruir. Lo que está en cuestión es la idea misma de experiencia; tenemos la injustificable tendencia a imaginarla como una especie de elemento dado, más o menos informe, algo así como un mar cuyas costas estarían ocultas por una espesa niebla, y como si lo trascendente fuera una nube destinada a perderse allí; pero basta reflexionar sobre lo que es la experiencia para comprender que esta forma de imaginarla es torpe e inadecuada. Es necesario ir mucho más lejos y esta observación general domina en cierto sentido todas nuestras búsquedas ulteriores. Nunca se criticará demasiado la idea de una representación posible de la experiencia como tal. La experiencia no es un objeto, y tomo aquí —como lo haré siempre— la palabra objeto en su sentido etimológico que es el de Gegenstand, una cosa que está colocada ante mí, frente a mí. En último análisis esto significa nada, puesto que la determinación fuera de es empírica, está dentro de la experiencia. Estas sencillas observaciones llevan a una conclusión importante que no debemos perder de vista en la segunda parte de estas lecciones, cuando abordemos temas más metafísicos. No solo "trascendente" no puede querer decir trascendente a la experiencia, sino que por el contrario debe haber una experiencia de lo trascendente como tal, y la palabra sólo tiene sentido en estas condiciones. Desde luego, no queremos disimular que esta afirmación puede parecer a primera vista contradictoria. Pero esto se debe a que de la experiencia tendemos a formarnos una idea muy restringida. Hasta ahora no he tomado más que experiencias sensibles. Pero sabemos muy bien que la experiencia excede infinitamente el dominio de los sentidos externos, y es evidente, en lo que llamamos vida interior, que la experiencia puede traducirse en actitudes opuestas. Reconozcamos además que es muy difícil en asuntos semejantes encontrar un lenguaje adecuado. Decir que lo trascendente es inmanente a la experiencia, es a pesar de todo persistir en la objetivación, e imaginar un espacio del cual sería una dimensión. Sólo podemos evitar estas confusiones teniendo siempre presente y poniendo el acento sobre el sentido espiritual. Por cierto que no es posible dejar de recurrir a los símbolos, pero es necesario que esos símbolos sean reconocidos como tales y que no influyan nunca sobre las ideas que tratamos de elucidar. Por eso, lo repito, la exigencia de trascendencia no debe interpretarse en ningún caso como la necesidad de superar toda experiencia, pues más allá de toda experiencia no hay nada que se deje, no digo pensar, ni siquiera presentir. Sería más correcto decir que la cuestión consiste en substituir ciertos modos de experiencia por otros. Lo otro en tanto que otro, ¿no cae por definición fuera de mi experiencia? Ahora debemos preguntarnos si esta objeción no oculta una idea preconcebida que tenemos que descubrir para poder criticarla. Se trata de la concepción, yo diría más bien de la imagen, que nos hacemos de la experiencia. El punto es tan importante que conviene insistir. La filosofía del siglo xix en gran medida estuvo dominada por un prejuicio que adquirió arbitrariamente la dignidad de un principio. Consistía en admitir que toda experiencia se reduce en última instancia al hecho de que un sujeto experimenta sus propios estados interiores. Llegamos, pues, a una conclusión negativa, pero de la mayor importancia: no es posible reducir la experiencia al hecho de que el sujeto experimente sus propios estados. Admitiré en principio para todo lo que sigue que la conciencia es siempre conciencia de algo distinto de sí. Lo que llamamos conciencia de sí es un acto derivado cuya esencia es incierta; veremos más tarde lo difícil que es llegar a discernir directamente lo que entendemos por sí. Notemos por ahora que no puedo conocerme, y ni siquiera hacer el esfuerzo de conocerme, sin ir más allá de ese yo dado que pretendo conocer, y ese pasaje aparece como característico de la conciencia, lo cual basta para hacer justicia a la idea de una conciencia espejo. Es importante advertir que debemos cuidarnos de todas las metáforas incorporadas al lenguaje y que asimilan el hecho de tener conciencia, o aun de comprender, a un modo de apoderarse de algo. Verbos como "captar" y "aprehender", son a este respecto muy significativos. Y en realidad no es por un simple azar desdichado que recurrimos a ellos espontáneamente. No podemos prohibir la práctica de tales transposiciones, pero no debemos engañarnos: es necesario que reconozcamos sus límites, fuera de los cuales son ilegítimas y carecen de sentido. Hasta diría de una manera general que cuanto más nos aproximamos a la intelección propiamente dicha, más metáforas centradas en el acto de apoderarse de algo se vuelven inutilizables. No hay tarea más importante para un filósofo digno de ese nombre que restituir a la experiencia el lugar ocupado por sus malos substitutos. La inteligencia en ningún caso puede asimilarse a un contenido; de ello nos convenceremos en la próxima clase al tratar de profundizar lo que debemos entender por verdad. La terminología, en gran parte nueva, que adopta la filosofía alemana, no puede menos que suscitar graves temores. Notaré de paso que al forjar palabras nuevas el filósofo muchas veces es víctima de una ilusión: la impresión insólita que acompaña al vocablo impide reconocer que el pensamiento no lo es. En el origen de la creación de tales palabras a menudo está presente el choque que el filósofo sintió al redescubrir por su cuenta algo que ya había sido descubierto mucho antes. Este redescubrir no es un descubrimiento. Por mi parte, en tanto sea posible, trataré de usar únicamente palabras sencillas, salvo una o dos excepciones. Para aclarar esta búsqueda insistamos sobre el hecho de que lo que importa es elucidar lo que queremos decir cuando declaramos, por ejemplo, que nos guía el amor a la verdad, o que alguien se ha sacrificado por la verdad. Por el momento sólo consideraremos la verdad como valor; únicamente en este sentido puede convertirse en algo que está en juego. Partiré de un ejemplo muy sencillo, y a mi juicio muy instructivo. Desde muy temprano se nos enseña que no hay que confundir la verdad con nuestros deseos. Pero ante todo, ¿qué diferencia hay entre lo que es verdadero y lo que es simplemente? En otros términos, la verdad se distingue de la realidad en la medida en que es sólo un aspecto, en que es unilateral, mientras que la realidad es por esencia omnicomprensiva. En efecto, conviene tener en cuenta que incluir es una operación que sólo puede cumplirse en el interior de un sistema o de una totalidad relativa que desborda al elemento que se trata de incluir. Más exactamente diré que es una operación sólo practicable por un pensar en movimiento. Puede parecer extraño que haya introducido las difíciles y complicadas consideraciones que ocuparon la lección anterior antes de abordar las cuestiones que trataremos ahora. Pero me pareció que un examen de lo que entendemos por verdad debía preceder a todo lo demás. Toda nuestra investigación deberá desarrollarse en el medio inteligible, cuya naturaleza es tan difícil de definir porque no es sólo lugar de encuentro sino — como lo veremos cada vez con mayor claridad— comunicación y voluntad de comunicar. Puede objetarse que debe ser así para todo pensamiento digno de ese nombre. Sin duda; pero el carácter distintivo del pensamiento filosófico tal como lo concibo —al igual que muchos otros— consiste en que no sólo se despliega hacia el objeto cuya naturaleza pretende descubrir, sino que al mismo tiempo escucha un canto que surge de sí mismo a medida que cumple su tarea. Como ya lo vimos, es anterior a toda reflexión, y sin duda este es el momento de ahondar en su naturaleza. Comenzaré por recordar las condiciones en las que habíamos llegado a plantear el problema de la naturaleza de lo sensible. Partimos de la cuestión ¿qué soy yo?, que nos llevó a inquirir por la relación entre mi ser, como mi modo de existencia, y lo que llamo "mi cuerpo". Traté de mostrar a propósito de la posesión y la relación instrumental que, cuando se trata de imaginar una relación exterior entre mi cuerpo y yo, invariablemente se llega a una contradicción que se traduce por la regresión al infinito. Esto me condujo negativamente a afirmar que soy mi cuerpo. Pero vimos también que esa fórmula es ambigua y que no debemos tomarla en el sentido que le daría cualquier materialismo. Soy mi cuerpo en tanto significa un tipo de realidad esencialmente misterioso que no se deja reducir a las determinaciones que presenta como objeto, por completas que sean. Recordemos el sentido preciso que doy a la palabra objeto. Es imposible insistir sobre lo que hay de específico en mi cuerpo en tanto mío sin poner el acento en el sentir como tal. Esta es una prerrogativa que me pertenece exclusivamente. Significa que el sentir está ligado indisolublemente al hecho de que ese cuerpo sea mi cuerpo y no un cuerpo entre otros. Si no nos damos cuenta a primera vista, es porque estamos fascinados por la representación física, y confundimos la vibración comunicada a nuestro organismo y el hecho de darse a un sujeto. En el fondo, materializamos la misteriosa relación encerrada en la palabra dato. En otra ocasión insistí sobre la necesidad de distinguir entre el hombre espectador y el hombre participante, pero debo confesar que esta distinción ha perdido para mí gran parte de su valor. Por lo menos, me resulta clara su insuficiencia', puesto que la idea de espectador es en sí misma ambigua. Distinguiendo entre el homo spectans y el homo particeps, quería justamente poner el acento en el hecho en que en un caso hay un comprometerse, y en el otro no. Me equivocaba al no tener en cuenta que la contemplación es de esencia muy distinta, y, en el punto a que hemos llegado, se hace necesario buscar en qué consiste esta diferencia. Actualmente creo que el espectador, en el sentido corriente de la palabra, participa sin participar, experimenta emociones superficialmente análogas a las de los seres que están realmente comprometidos en la acción, pero sabe que esas emociones no tienen consecuencias para él. En otros términos, hay cierta simulación que sólo es eficaz en tanto es imperfectamente consciente de sí. Por el contrario, es totalmente extraña a la contemplación propiamente dicha; y quizá porque estamos tan contaminados por el teatro y el cinematógrafo por una parte, y la técnica por otra, la contemplación se ha transformado para nosotros en algo tan completamente extraño que difícilmente llegamos a vislumbrar lo que pueda ser. Pero es imposible no preguntarse al mismo tiempo si esta desaparición casi completa no está ligada a ciertos males terribles que sufre la humanidad contemporánea; y podría ocurrir que el descubrimiento de esta conexión sea uno de los resultados principales de estas lecciones y de las que seguirán. Sin ir todavía al fondo de la cuestión, no debemos dejar de ver que la contemplación mantiene con el tiempo o la duración un vínculo múy diferente a la implicada en la actitud del simple espectador. La contemplación excluye fundamentalmente la curiosidad, lo que significa que no tiende hacia el futuro. Todo ocurre como si las oposiciones temporales siempre relativas a la acción perdieran aquí su significado o en todo caso su valor. El tiempo de la contemplación no puede ser otro que el presente. Pero lo que todavía no podemos presentir, antes de un análisis profundo, es que la contemplación sólo es posible para un ser firmemente arraigado en la realidad. Por el contrario es inconcebible para el que flota sobre la superficie de lo real, o para emplear otra imagen, que se desliza sobre esta superficie; es el caso del amateur o del dilettante. Podemos concluir, por tanto, que en la medida en que la contemplación no se reduce a la actitud del espectador —y que, en el fondo, le es contraria—, no puede dejar de considerarse como una de las formas más íntimas de participación. EL SER EN SITUACIÓN: En el curso de la última lección reconocimos, por una parte, que debe considerarse el sentir como un modo de participación, y, por otra, que la participación excede considerablemente los límites del sentir. Conviene que insistamos sobre esto a fin de discernir con mayor claridad qué tipo de respuesta —me guardaré muy bien de emplear la palabra solución— corresponde a la pregunta ¿qué soy? o ¿quién soy? Sin duda nos será útil volver al tema de la contemplación. La contemplación resulta inteligible sólo si se reconoce la ambigüedad que implica la mirada, el hecho de mirar. Existe un mirar íntegramente dirigido hacia la acción posible. "MI VIDA" En el curso de la lección anterior divagamos bastante; ahora debemos encarar directamente el problema que es como la tónica de estas lecciones. Se trata de la cuestión: ¿quién soy yo?, ¿quién soy yo, que me intereso por mi propio ser? No puedo evitar la referencia a una de las páginas más importantes, pero también más difíciles, de Etre et Avoir. Intentaré desarrollar lo que en ella es todavía demasiado denso, demasiado implícito. Cuando me pregunto ¿quién soy yo que me interrogo por mi ser?, en el fondo obedezco a una segunda intención; en realidad quiero decir: ¿estoy calificado para responder a la pregunta? ¿No debo temer, precisamente porque la respuesta surgirá de mí, que no sea válida? Desde el momento en que el individuo se adhiere a un partido o una secta —y poco importa que sea una u otra—, concede a ese partido o a esa secta el derecho absoluto de resolver por su cuenta. Será necesario que reorganice mi vida sobre otras bases, y esta es una operación muy difícil de efectuar y muy dolorosa. Si es así, hemos llegado al sacrificio en el verdadero sentido de la palabra; hemos abandonado el plano del Tener. El convenio, como un pedazo de papel, no es más que un signo, un símbolo. Lo que verdaderamente importa es el acto por el cual considero un deber proceder a una reorganización (re-shaping). La verdad es que el sacrificio —pienso aquí en el verdadero sacrificio por el cual el hombre da su vida— es esencialmente creador, y se corre el riesgo de desnaturalizarlo si se reflexiona imperfectamente, es decir, en suma, si se trata de interpretarlo en términos racionales. Su esencia es no poder dar cuenta de sí mismo, y toda tentativa de intelectualizarlo es inadecuada. No se entrega la vida para qué. . . de lo contrario podríamos pensar en cambios como en el mercado. Pero justamente aquí el cambio es inconcebible. Hemos llegado al momento de extraer todas las consecuencias de las ideas de situación y participación tal como tratamos de elucidarlas en el curso de las tres últimas lecciones. Lo que primero salta a la vista en este largo análisis es la extrema complicación de lo que llamamos el problema de la identidad personal. Entre la identidad objetiva tal como la comprobamos en el mundo de los objetos y la identidad de aquello que llamo "cualidad sentida" subsiste inevitablemente un intervalo, una puede existir sin la otra. Esto supone el esclarecimiento de una idea de duración que no es de ningún modo la del sentido común ni la de las filosofías que quieren reivindicarla para sí. Al comienzo de la próxima lección trataré de ilustrar y presentar en forma más concreta lo que acabo de decir, esforzándome por aclarar las singularidades que recubren esa dependencia familiar cuya verdadera naturaleza no puede ser conocida ni por el biólogo ni por el sociólogo, y que hasta ahora apenas ha llamado la atención del metafísico. LA PRESENCIA COMO MISTERIO: Desde este punto de vista conviene que veamos lo que he llamado "el misterio familiar", que no es más que una expresión particular del misterio del ser, al que consagraremos las lecciones de la segunda serie. Quizá parezca extraño que evoquemos un modo particular antes de tratar el misterio del ser en su conjunto. Pero no olvidemos que todo este trabajo se presenta como una búsqueda que procede por aproximaciones sucesivas, y que no es una exposición didáctica donde se desarrollan consecuencias y corolarios a partir de un determinado teorema. Vivimos, en verdad, en un mundo en que la idea misma de filiación tiende a perder el contenido substancial que presentaba en otras sociedades. La filosofía de las luces, que bajo nuevas formas triunfa hoy día, pretende en realidad relegar a un oscuro plano mental, con otras tantas supersticiones, esta creencia en la realidad metafísica de la filiación, y es importante poner al desnudo la concepción casi exclusivamente negativa que tiende a instaurar ante nuestros ojos. Creo que se define ante todo por no reconocer a la vida —al hecho de vivir— un valor que permita tratarlo como un don. Hay razones fundamentales para ello; probablemente la más notable consiste en que el hecho de vivir en un mundo tan trágico, tan amenazado, se presente a muchos espíritus como una condenación. Pero, ¿una condena pronunciada por quién? ¿Y en castigo de qué falta? ¿De qué ofensa que el condenado no conoce? Pero no es todo: el acto de procrear se reduce muy a menudo a un gesto impremeditado, cumplido por un irresponsable que está muy lejos de asumir las consecuencias que tendrá ese gesto para aquel que no ha pedido nacer. Puede decirse que en nuestro mundo actual esta disociación entre lo espiritual y lo biológico tiende a generalizarse; pero sería una prueba más de que este mundo está destrozado, y que solamente en un mundo destrozado pueden nacer prácticas como la inseminación artificial, por ejemplo. "Debe evitarse cuidadosamente toda confusión entre el misterio y lo incognoscible. Lo incognoscible no es, en efecto, más que un límite de lo problemático que no puede actualizarse sin contradicción. El reconocimiento del misterio es, por el contrario, un acto esencialmente positivo del espíritu, el acto positivo por excelencia, en función del cual es posible que toda positividad se defina rigurosamente. Ocurre como si tuviera una intuición sin saber inmediatamente que la poseo, una intuición que no podría ser para sí, pero que se capta a través de los modos de experiencia en que se refleja y que ilumina por esa misma reflexión." No me parece que sea difícil captar la significación concreta del texto para quienes hayan seguido estas lecciones. Conviene, sin embargo, insistir sobre los siguientes puntos: la oposición de problema y misterio siempre corre peligro de ser explotada en un sentido enojosamente literario, por espíritus que pierden de vista su alcance técnico. Este es uno de los aspectos más inquietantes de la Filosofía, cuyos rasgos principales he intentado mostrar. Basta compararla con las ciencias exactas, para ver en qué consiste este peligro. Cuando se establece el orden en las cosas, el hombre de ciencia debe declararse satisfecho, pero ese orden sólo puede ser un orden parcial. Si interviene la teoría lo hace como hipótesis para sostener en cierto modo los resultados fragmentarios y verificables a los que se llega, si no experimentalmente, al menos referidos a una experiencia de las cosas, de los datos objetivos. Pero el filósofo se encuentra en una situación totalmente diferente, y está en su esencia el reflexionar sobre esta situación, el tomar conciencia cada vez más amplia de ella. Ahora bien, lo que creemos poder establecer en esta primera serie, es que esta toma de conciencia no se refiere esencialmente a su objeto. Hemos tenido que poner el acento cada vez más sobre la presencia del yo para sí mismo o sobre la presencia del prójimo, que en la realidad no es separable. Y justamente la diferencia entre presencia y misterio nos permite discernir la articulación decisiva. Pues por una parte toda presencia es misteriosa, y por otra es más que dudoso que pueda emplearse la palabra "misterio" cuando una presencia no es por lo menos presentida. Dije las civilizaciones de cierto tipo: son las que no están dominadas por las ideas de eficacia y rendimiento. Volvemos a encontrarnos con las observaciones presentadas al comienzo de estas lecciones. EXISTENCIA Y SER: Quisiera hoy esforzarme por penetrar más profundamente en lo que suele llamarse el problema ontológico. Pienso que, después de lo que dijimos el año anterior, resultará muy claro que este problema es en realidad un misterio. Pero las palabras "misterio ontológico" desgraciadamente pueden degenerar con facilidad en una especie de slogan seudofilosófico. Aquí, como siempre, estamos expuestos al peligro de ver a las palabras, al pensamiento mismo, marchitarse, corromperse, y es necesario un vigoroso esfuerzo de reflexión para reaccionar contra esa desagradable posibilidad. En francés, la palabra étre (ser) presenta el grave inconveniente de ser anfibológica, puesto que a la vez es substantivo y verbo. Por el contrario me parece que pensar la existencia es en última instancia pensar en la imposibilidad de oponer aquí el ser al aparecer, y esto porque el aspecto existencial está ligado indisolublemente —posteriormente he llegado a verlo cada vez con mayor claridad— a mi condición de ser no solamente encarnado, sino itinerante, de Homo Viator. Lo que reconozco o saludo como existente lo reconozco al mismo tiempo como no debiendo existir un día, en el sentido en que yo mismo no existiré. Pero ya esto es en realidad mucho menos sencillo de lo que parece a simple vista. Pero la complicación surge de esta especie de irreductible dualidad en virtud de la cual lo existente es a la vez una cosa y algo más que una cosa. La difícil y paradójica conclusión que se desprende de este análisis, cuyo carácter desconcertante no discutiré, es que la idea de existencia (y, por otra parte, ¿es una idea?) en el fondo está cargada de ambigüedad. Hasta diré que ocurre como si estuviéramos en presencia de algo que está en una pendiente y que tiende a deslizarse hacia abajo, pero que al mismo tiempo está como débilmente retenida, quizá por una cuerda, y que a pesar de todo somos capaces de tirar de ella, de manera que esa cosa puede subir la pendiente. ¿Podemos estar absolutamente seguros que las palabras: "acto de ser" no encierran en cierto modo una contradicción? LEGITIMIDAD DE LA ONTOLOGIA: No obstante, el sentido mismo de la palabra "legítimo" está lejos de ser claro en nuestro dominio. Ante todo, vamos a precisar ese sentido. OPINIÓN Y FE: Me pareció, en efecto, que, al menos en los modernos, tiende a establecerse una confusión entre una y otra. PLEGARIA Y HUMILDAD (La conciencia orante) Todo lo que puede vislumbrarse es que hay plegarias más puras que otras y que hay algunas de una impureza absoluta. Me inclinaré a pensar que son las ideas de pureza e impureza las que deben sustituir aquí a las de validez e invalidez. Pero, ¿qué es esta pureza? ¿Hay que interpretarla como una conformidad a la esencia? ¿Pero cuál es la esencia de la plegaria? ¿Qué nos permite decir que una plegaria es más auténticamente plegaria que otra? Lo que probablemente es verdadero es que, cuando la plegaria es pura —y no volveré sobre lo que conviene entender aquí por pureza—, no puede concebirse sin respuesta, a la manera de una carta que no ha sido abierta por el destinatario, o que aquél hubiera arrojado por pereza o descuido. No obstante, en la próxima lección tendremos que precisar lo que conviene entender aquí por libertad, pues es una idea —o más que idea— que parece haber sido oscurecida sin razón por los filósofos, en particular en la época contemporánea. LIBERTAD Y GRACIA: Entre generosidad y don la relación es doble: por una parte, la generosidad es aquello por lo cual el don es posible; no es la causa, o al menos no diríamos nada preciso ni significativo afirmando que es la causa. Sin duda sería más exacto decir que es su alma. Sin embargo, la generosidad misma aparece como un don; esto quiere decir ante todo, negativamente, que no es algo que pueda obtenerse ni de sí ni de otro. Pues no se obtiene algo sino por insistencia y -tenacidad. Lo obtenido es siempre resultado de un esfuerzo. Pero el don no resulta, brota. Las observaciones desarrolladas en la última lección tienen para mí la considerable ventaja de ayudarnos a descartar toda interpretación causalista de la gracia. Debemos reconocer que nuestro mundo implica posibilidades, en apariencia ilimitadas, de derroche y destrucción; un ser que se presentara ante nosotros como plenamente cumplido, y aun cuando estuviera habitado por la gracia, no sólo no estaría por eso inmunizado contra los principios de la muerte que actúan en nuestro universo, sino que, al contrario, podría parecer más amenazado, más vulnerable que los seres sencillamente mediocres, como si con su perfección misma alentara la hostilidad activa de alguna potencia adversa. Dije como si; en efecto, es una interpretación mitológica que no podría suscribir sin caer en el maniqueísmo. Tiene, sin embargo, una apariencia relativamente consistente, que quizá no haya que perder de vista. Volveremos a encontrarla en la última lección a propósito de lo histórico y lo transhistórico. LA MUERTE Y LA ESPERANZA: No vamos a comprometernos aquí en la empresa, por otra parte quizá impracticable, de querer constituir algo semejante a una ontología de la muerte. Además, hay que reconocer que estas dos palabras chocan entre sí, y lo que dijimos sobre el ser es suficiente para mostrarnos por qué. Una vez más debemos reconocer la existencia de conexiones secretas que, por cierto, siempre podemos romper, pero sin que esta ruptura llegue a abolir lo que se pretende salvar aisladamente. Un porvenir humano edificado sobre el deliberado exterminio de millones de individuos no puede menos que estar corrompido en sus mismos principios y debemos rechazarlo con todo nuestro ser. Pero, ¿qué hay que entender exactamente por este rechazo? De ninguna manera se trata de articular profesiones de fe o firmar manifiestos, que no son más que gestos. Lo que debemos rechazar es la complicidad, aunque sea silenciosa, y esto quiere decir que nuestra acción debe situarse en una dimensión muy distinta. En la lección que concluirá esta segunda serie tendremos que esforzarnos por precisar lo que puede y debe ser esta dimensión, y mostrar que actualmente consiste para el hombre en encontrar el sentido de lo eterno y oponerse a todos ' aquellos que pretenden orientar su vida en función de un pretendido sentido de la historia. CONCLUSIÓN: En esta última lección trataré de reunir, como en un final de sinfonía, los principales temas que vimos desfilar ante nosotros el año anterior y este año. Por otra parte, no quisiera, claro está, contentarme con proceder a una especie de recapitulación, sino —me atrevería a decir— presentar estos temas de tal manera que cada uno pueda reconocer la importancia que ellos presentan para su propia vida. Aquí abriré un paréntesis. Hubo períodos en la historia en que quienes escuchaban las lecciones de un filósofo podían hacerlo en una cierta atmósfera de serenidad; podían considerar su existencia como asegurada, no ciertamente contra los accidentes a que está expuesta toda existencia individual, sino al menos contra los grandes cataclismos históricos que, por extraña ilusión óptica, parecían pertenecer al pasado. Así, por ejemplo, durante una gran parte del siglo xix. Pero nosotros nos encontramos en una situación diametralmente opuesta. Sin ánimo de profetizar, o simplemente de abandonarnos a un fatalismo que por mi parte considero ilícito y culpable, reconozcamos que hay grandes probabilidades de que nos veamos ante catástrofes más terribles todavía, más desarraigadoras que aquellas de que hemos sido testigos muchos de nosotros desde hace un tercio de siglo. Si hemos encontrado un medio para permanecer fuera de las abstracciones y esta ha sido una de mis preocupaciones desde el momento en que tomé conciencia de mi vocación filosófica—, ¿no fué con la sola condición de mantenernos en el dominio de la experiencia íntima? Pero esta experiencia íntima, con todos sus tesoros, alrededor de los cuales se concentra, ¿no está amenazada de aniquilación por las potencias ciegas que se abaten sobre el mundo? Sin embargo, tengamos cuidado. ¿Puede hablarse aquí de potencias ciegas, como sería el caso de hacerlo a propósito de un terremoto o una inundación? No digamos con demasiada rapidez que esas fuerzas sean humanas en su esencia, pero reconozcamos al menos que han movilizado —aun si no pertenecen "al hombre", aun si son demoníacas, por ejemplo — instintos o pasiones humanos. En realidad, es extremadamente difícil, quizá imposible, discernir lo que estas fuerzas son en sí mismas. Admitiendo que esos instintos o pasiones no sean más que su vehículo, se manifiestan en ellos y a través de ellos. Confesemos ante todo nuestra ignorancia. No podemos ni siquiera presentir en qué condiciones pueden producirse estas conversiones, puesto que no están en nuestro poder. Es posible que sean de orden específicamente milagroso. No veo que el filósofo tenga derecho de excluir esta posibilidad. Hasta diré que ciertamente son casi milagrosas, sin que el milagro sea necesariamente de orden sensible y sin que la gracia se manifieste forzosamente por fenómenos materialmente supranormales. Es más importante, y está más a nuestro alcance, ver en qué podría consistir esta conversión. ¿Puede afectar exclusivamente a la voluntad? Un cambio de la voluntad está ligado a un cambio en la iluminación de la vida, y me pregunto si en última instancia no se trata de una supratemporalización. Trataré de ser lo más explícito posible en materia tan difícil. Debemos evitar ante todo un equívoco: no puede tratarse para nosotros de franquear, hablando con propiedad, el tiempo, puesto que sería evadirnos a la abstracción pura; lo que se nos pide, me parece, es más bien liberarnos de cierto esquematismo temporal que en realidad sólo es aplicable a las cosas y a nosotros mismos en la medida en que somos asimilables a cosas. Todo nos muestra con creciente claridad que nos está dado cimentar la prisión en la que elegimos vivir. Tal es el espantoso rescate del incomprensible poder que nos ha sido confiado, más aun, que nos constituye como nosotros mismos. Pero por otra parte, a medida que atendemos a las solicitaciones muchas veces tenues pero innumerables que emanan del mundo invisible, todas las perspectivas se transforman, se transforman aquí abajo, pues al mismo tiempo la vida terrestre se transfigura, se reviste de una dignidad que no le pertenecería si se la considera como una especie de excrecencia chocada en forma aberrante en un mundo extraño al espíritu y a todas sus exigencias. Retomando una de las comparaciones musicales por las cuales tengo, como sabéis, invencible predilección, diré que a partir del momento en que nos volvemos permeables a esas infiltraciones de lo invisible, nosotros, que quizá éramos al comienzo solistas inexpertos y por tanto pretenciosos, tendemos poco a poco a transformarnos en miembros fraternos y maravillados de una orquesta, donde aquellos que llamamos indecentemente "los muertos" sin duda están más cerca que nosotros de Aquel del que no puede decirse que conduzca la sinfonía sino que es la sinfonía misma en su unidad profunda e inteligible, unidad a la que sólo podemos esperar acceder a través de pruebas individuales, cuyo conjunto, imprevisible para cada uno de nosotros, es sin embargo inseparable de la propia vocación. Todo esto, convengo en ello, permanece más aquí de la revelación propiamente dicha y del dogma, pero al menos es una vía de aproximación, y como caminantes, como peregrinos, en un camino difícil y sembrado de obstáculos, tenemos la esperanza de ver brillar un día esa luz eterna que no ha dejado de alumbrarnos desde que estamos en el mundo, esa luz sin la cual, podemos estar seguros, jamás nos hubiéramos puesto en camino.
LOS HOMBRES CONTRA LO HUMANO
El universal contra las masas: Desearía comenzar disipando un error que me parece grave y que he podido constatar repetidas veces en hombres que, sin embargo, han entrado realmente en contacto con mi pensamiento filosófico y que incluso han reconocido a menudo haber hallado en él sustento para su propia reflexión: muchos se han imaginado que las posiciones adoptadas por mí frente a la realidad política y social no estaban en realidad ligadas al cuerpo de lo que yo preferiría llamar mi doctrina. Lo propio de un pensamiento honesto es ser bilateral y prohibirse en toda circunstancia apuntar —mediante una operación espiritualmente fraudulenta— en el haber de los unos lo que inscribe en el débito de los otros. Diría que este volumen está sostenido por una meditación sobre el mal que no ha alcanzado aún sino posiciones muy generales, de las que estoy lejos de sentirme satisfecho. El mal es un misterio, no es nada que se deje asimilar a una falta o incluso a un defecto. ¿Qué entender por esto sino la esfera inquebrantable a la que jamás tendrán acceso las técnicas? El universal contra las masas: tal es, sin lugar a dudas, el verdadero título de esta obra. Pero, ¿qué es el universal? ¿Qué hay que entender por ello? Es obvio que no una verdad abstracta que se reduciría a fórmulas transmisibles destinadas a ser después puestas mecánicamente en circulación. El universal es el espíritu — y el espíritu es amor. Entre amor e inteligencia no puede haber auténtico divorcio. Este divorcio sólo se consuma cuando la inteligencia se degrada y, si se me consiente la expresión, se cerebraliza, y, por supuesto, cuando el amor queda reducido al apetito carnal. En la conclusión de esta obra, tendré que indicar algunas de las conclusiones positivas a las que debe llevarnos esta reflexión sobre el antagonismo entre el universal y las masas. No parece que una cuestión como ésta: “¿Qué es un hombre libre?”, pueda resultar fructífera si la discutimos de forma abstracta, es decir, sin referirnos a situaciones históricas, consideradas, claro está, con la mayor amplitud; dado que, además, lo propio del hombre es estar en situación10; esto es lo que, sin duda, cierto humanismo abstracto corre siempre el riesgo de olvidar. De lo que se trata es, pues, de que nos preguntemos no qué sea un hombre libre “en sí”, en su esencia, lo que quizá carezca de sentido, sino cómo puede concebirse y atestiguarse esa libertad en la situación histórica que es la nuestra y que hemos de afrontar hic et nunc. No podremos razonablemente pensar que alguna vez vayamos a recobrar las libertades perdidas, y no de las menos preciosas. Nunca será excesiva la fuerza con que declaremos que la crisis que está hoy atravesando el hombre occidental es una crisis metafísica; probablemente no exista peor quimera que la de imaginarse que este o aquel ajuste social o institucional podría bastar para apaciguar una inquietud que procede de lo más hondo del ser. Esta observación resulta por completo ajena a mi propósito; si me he decidido a hacerla es tan sólo para apartar de antemano las interpretaciones políticas que algunos podrían estar tentados de dar a las apreciaciones siguientes, pues hoy lamentablemente la preocupación política amenaza con falsear todas las discusiones, todos los análisis. Me parece que un hecho extremadamente general domina la situación contemporánea. Los hombres han entrado en lo que nos sentimos forzados a denominar una era escatológica. Ahora bien, lo importante es que el hombre, como especie, no pueda dejar de verse hoy dotado, si ésta es su voluntad, del poder de ponerle fin a su existencia en la tierra. A decir verdad, el yo trascendental no es más que un monstruo o, al menos, una ficción; pues cuando lo pienso, y aunque lo califique como puro sujeto, lo trato sin embargo como un objeto, pero al que le privo paradójicamente de todos los caracteres determinados por los que se define un objeto real cualquiera. Y es en este punto en el que me he visto llevado a introducir o a reinstaurar el misterio por oposición al problema. ¿Qué es entonces el misterio? Por oposición al mundo de lo problemático, que, una vez más, está íntegramente delante de mí, el misterio es algo en lo que me encuentro enredado o comprometido, y —añadiría— no parcialmente comprometido, sino comprometido, por el contrario, todo entero, por cuanto constituyo una unidad que, además, por definición, nunca puede captarse a sí misma y tan sólo podría ser objeto de creación y de fe. Al implantarse, el misterio deja abolida esa frontera entre el en mí y el delante de mí, que hace poco se podía trasladar o hacer retroceder, pero sin que dejara de recomponerse a cada paso de la reflexión. El primer ejemplo que he puesto es el del mal, y pienso que es uno de los más significativos. El mal lo problematizo al tratarlo como un accidente acaecido en el seno de alguna máquina o incluso como un defecto o como un vicio de funcionamiento. Por el contrario, el mal se me revela como misterio cuando he reconocido que no me puedo tratar como si fuera exterior a él, como si tuviera simplemente que constatarlo desde fuera o situarlo, sino que en cambio estoy implicado en él —en el sentido en el que se está implicado en un asunto criminal, por ejemplo. Pero ¿de qué modo es posible reconocer el misterio? Únicamente gracias a un allegamiento interior que no es otro que el recogimiento. Me cuidaré, en lo que a mí respecta, de hablar aquí de intuición. Pues ese allegamiento no cabe duda alguna de que no es una manera de mirar: es con mucho más bien una concentración y algo así como una refección interior. Ahora bien, de inmediato vemos que se trata de un proceso inverso al que impera en la solución de un problema o en la constitución de una técnica, dado que ésta exige del espíritu que salga afuera, que se arroje en los datos sobre los que tiene que trabajar. Hay que añadir que esa recuperación interior da bien la impresión de adoptar siempre el aspecto de la calma o del abandono, y de ningún modo de la crispación voluntaria. Pero aún habría que mostrar que esa calma no es un relajamiento. Si no me equivoco, habría que distinguir cuidadosamente entre Entspannung y Auflösung, pues todo relajamiento es, al parecer, un inicio de disolución; la calma de la que se trata se basa en el consentimiento (Zustimmung). El desarrollo o la invasión de la técnica no puede dejar de acarrearle al hombre la obliteración, la desaparición progresiva de ese mundo del misterio que es a la vez el de la presencia y el de la esperanza; no basta en efecto con decir que, en ese registro, el deseo y el temor son transportados más allá de todo límite que quepa señalar, sino que la naturaleza humana tiende cada vez más a volverse incapaz de alzarse por encima de uno y otro y de alcanzar en la plegaria o en la contemplación una esfera trascendente a las vicisitudes terrestres. La palabra “terrestre” resulta aquí muy reveladora. Puede decirse que el perfeccionamiento de la técnica contribuye con total evidencia a que el hombre se vuelva cada vez más terrestre; por otra parte, se podrá señalar correlativamente que cuanto más apegado a la tierra se muestre el hombre con tanta mayor necesidad se verá llevado a multiplicar y perfeccionar las técnicas que le permitan asegurarse en ella sus asideros y, podríamos decir, a consolidar su establecimiento. No obstante, hay en esto una paradoja que merece nuestra atención. ¿Puede decirse verdaderamente que el hombre de la técnica esté cada vez más arraigado? No parece que así sea. El enraizamiento, en efecto, ¿no supone una inserción en lo local, una individualización en los habitus que, como ya hemos visto, el progreso técnico tiende, en cambio, a excluir o que, al menos, combate con creciente éxito? Ahora bien, habría que preguntarse si el amor a la vida, en el sentido más fuerte, no va unido precisamente a esta inserción, a esta individualización. Y, de hecho, todo parece mostrar en nuestros días que cada vez se ama menos la vida; que, por el contrario, se la desprecia cada vez más. Si seguimos prolongando las observaciones anteriores, nos veremos llevados a pensar que el desarrollo a ultranza de la técnica apunta a extender sobre la vida, y en cierto sentido a poner en su lugar una superestructura casi íntegramente artificial, pero que de hecho se convierte para los hombres en el medio del que, al parecer, no pueden ya prescindir.