Antropología Una Guía para La Existencia (Albatros) (Spanish Edition)
Antropología Una Guía para La Existencia (Albatros) (Spanish Edition)
Antropología Una Guía para La Existencia (Albatros) (Spanish Edition)
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1ª edición, marzo 2003
2ª edición, noviembre 2005
3ª edición, octubre 2008
4ª edición actualizada, diciembre 2009
5ª edición revisada, abril 2013
Colección: Albatros
Director de la colección: Juan Manuel Burgos
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A Karol Wojtyla, filósofo
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TERCERA PARTE
ÁMBITOS DEL OBRAR HUMANO
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La estructura del ser personal nos ha mostrado el esqueleto esencial de la persona, los
elementos que la componen y las relaciones y dependencias que guardan entre sí. Pero la
persona no es meramente estructura, es dinamismo y actividad, es acción. La persona
obra y, mediante su acción, crea un mundo insospechado que transforma la entidad de
las cosas. Ciudades, autopistas, cultivos, instrumentos, tecnología, arte, ciencia es el
resultado del obrar del hombre que se manifiesta y se expresa en multitud de ámbitos.
Además, la acción no es solo producto exterior, transformación del mundo, es también
manifestación, expresión y modificación de la misma persona que la ejecuta. Es, pues,
una realidad multiforme y variada, fascinante y poderosa.
Este es el tema que vamos a abordar a continuación. En primer lugar analizaremos la
acción en cuanto tal y su relación con la persona. Después exploraremos dos ámbitos
específicos: el lenguaje y el trabajo. Se trata, ciertamente, de una selección muy limitada
pero inevitable, dados los límites de espacio[1]. De todos modos hemos procurado
estudiar dos temas que nos parecen especialmente importantes y que, por otra parte,
sirven de indicador y de referencia para desarrollos similares que se pueden hacer de
otros tipos de actividad.
Una última cuestión: el hecho de que tratemos de la acción en una parte distinta de la
que corresponde a la estructura de la persona no quiere decir que no sea una dimensión
esencial del hombre. La persona no es un ser estático que, una vez constituido como tal,
actúa o no como realidad opcional. Muy al contrario, es un ser intrínsecamente activo y
dinámico que se manifiesta primordialmente en la acción hasta el punto de que puede
decirse que la acción es la misma persona manifestándose, modificándose,
desplegándose y expresándose. ¿Por qué, entonces, no la hemos incluido en la Parte II
que describe precisamente la estructura esencial de la persona? La razón es
fundamentalmente pedagógica. No es posible hablar de todo al mismo tiempo y, aunque
la acción es intrínseca a la persona, cabe distinguir entre algunos aspectos más estáticos
y otros más específicamente dinámicos. Los primeros los hemos recogido en la II Parte
del libro y los más específicamente dinámicos los vamos afrontar en esta III Parte[2].
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NOTAS
1 También nos ha parecido más interesante tratar dos temas con algo de detalle que muchas cuestiones sin
profundidad.
2 De todos modos hay una presencia importante del dinamismo personal en la II Parte a través de la
consideración de la tendencialidad y, sobre todo, de la libertad.
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8. LA ACCIÓN
1. La estructura de la acción
a) Persona y acción
En el hombre existen muchos dinamismos –reacciones instintivas, pulsiones
vegetativas, tendencias– pero ninguno de ellos concuerda con lo que propiamente
denominamos acción. La acción no se refiere a ningún dinamismo parcial, sino a la
actividad de toda la persona en cuanto tal, al desplegarse dinámico y unitario del
hombre[1]. «Yo actúo», en esta frase queda radicada la esencia de la acción humana tal
como queremos considerarla aquí. Yo, como persona, despliego mis potencialidades y
entro en contacto con el mundo y con mí mismo a través del misterio de la acción
humana.
¿Cuál es la esencia de este hecho? No es fácil responder a esta pregunta porque,
como todas las realidades humanas radicales se resisten tenazmente a la descripción y
más aún a la definición, pero sí podemos decir que un elemento clave y definitorio es la
causalidad (cfr. cap. 6.2.b). Lo que distingue radicalmente la acción humana de
cualquier otro dinamismo que puede tener lugar en el interior del hombre es que el sujeto
es la causa libre de la acción. «Yo actúo» significa que yo, sujeto, pongo libremente una
acción en el mundo. Sin mí, esa acción no existiría mientras que, por el contrario, mi
determinación voluntaria supone una modificación del ser del mundo que sigue a su
«puesta en la existencia», como diría Maritain.
Establecida la esencia más radical de la acción podemos pasar a preguntarnos por las
razones de nuestra actividad. ¿Por qué actuamos? ¿Por qué nos sumergimos en un
dinamismo a veces incluso desenfrenado y voraz? Primeramente, lo hacemos por
necesidad. No podemos no actuar porque la estructura de nuestro ser es dinámica.
Somos movimiento y estamos obligados a actuar hasta el punto de que, como sabemos,
las omisiones son también un modo específico de actuar que consiste en la decisión de
no hacer nada. Pero la actividad humana no es, evidentemente, un mecanismo necio fin
para sí mismo, sino el que nos permite lograr nuestra plenitud, nuestra autorrealización,
lo que intuimos en nuestro interior que debemos ser pero todavía no hemos conseguido.
Desde este punto de vista, las razones del actuar se multiplican tanto como los aspectos
de la naturaleza humana con los que se puede corresponder. Puedo actuar para alcanzar
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aquello que no soy y que creo que debo ser, para probarme a mí mismo, para crear o para
destruir, para poseer o para regalar, para transformar el mundo o la sociedad o para
realizar este tipo particular de actividad que consiste en el reposo y en la quietud. En
cualquier caso busco una cierta plenitud, un objetivo, un anhelo, algo que antes no
poseía y que considero que me conviene desde algún punto de vista. Este es el muelle
esencial que dispara el fascinante mecanismo de la acción humana.
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construye», ni «el correr», sino «alguien que corre» y que al construir y al correr se
cansa, se fatiga, se fortalece o se perfecciona. Esto quiere decir, desde otra perspectiva,
que la acción, como fácilmente puede intuirse, nunca sale completamente del interior de
la persona porque es la misma persona modificándose, activándose y desarrollándose. Y
significa también que la acción modifica el mundo pero modifica, sobre todo, a la
persona porque revierte sobre su interior cambiándola en uno u otro sentido. Esta
cualidad de la acción por la que revierte sobre la persona que la realiza se denomina
dimensión subjetiva y se corresponde con la dimensión autodeterminativa de la voluntad.
Desde este punto de vista, y a diferencia de lo que antes sucedía, la acción es
intransitiva porque permanece en el sujeto. Y esto –es importante remarcarlo por lo que
se dirá a continuación– sucede en todas las acciones humanas. Incluso en actividades tan
aparentemente materiales como la construcción u otras tareas manuales o mecánicas
nunca se puede prescindir del hecho de que estamos ante un sujeto actuando, es decir,
que ese dinamismo que modifica la materia es el resultado de una subjetividad que se
despliega y que inevitablemente es modificada a su vez por esa actividad. De modo más
concreto: la persona que construye se cansa, se realiza o se frustra, consigue sus
objetivos o fracasa, disfruta o se deprime.
Por último, hay que añadir que la acción completa y real no es ni subjetiva ni
objetiva, ni transitiva ni intransitiva sino que posee simultáneamente las dos cualidades
al igual que sucedía con la libertad. El «yo actúo» implica un sujeto que realiza una
acción que cambia al mundo pero que también cambia al propio sujeto. En palabras de
Wojtyla: «las acciones, que son el efecto de la operatividad de la persona, unen en sí la
exterioridad y la interioridad, la transitividad y la intransitividad. Cada acción contiene
en sí cierta orientación intencional, se dirige hacia determinados objetos o conjuntos de
objetos, se dirige más allá de la persona. Al mismo tiempo, la acción, en virtud de la
autodeterminación, penetra en el sujeto, en el ‘yo’, que es su objeto primero y esencial.
De este modo, en la acción humana se dan al mismo tiempo la transitividad y la
intransitividad»[3].
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integración[5].
La integración implica, fundamentalmente, la necesidad de que el sujeto incluya de
manera correcta en su acto de autodeterminación los diversos aspectos de la estructura de
la persona: cuerpo, psique y voluntad. Y esta tarea tiene, a su vez, dos dimensiones: una
psicológica y otra moral. La integración psicológica implica el logro de una
coordinación interna que permita al sujeto hacer lo que realmente desea y del modo que
lo desea. Si desea conducir, por ejemplo, necesita un período de aprendizaje –que afecta
tanto al aspecto motor e intelectual– para ser capaz de hacerlo de una manera coordinada
y eficaz, y lo mismo sucede con el resto de actividades. Una integración psicológica
adecuada y suficiente es el resultado del aprendizaje de toda una vida, es totalmente
necesaria para una vida normal y su carencia puede dar lugar a patologías de diverso
grado.
También es necesaria una integración moral para que la persona se estructure
internamente de modo que le resulte fácil realizar buenas acciones (concepto clásico de
virtud). Esta coordinación y armonización no siempre es sencilla porque las diferentes
capacidades humanas, al tener un cierto grado de autonomía, pueden oponerse entre sí o
intentar bloquear las decisiones del yo. Aunque sepa, por ejemplo, que una acción es
incorrecta, un impulso pasional me puede arrastrar a realizarla[6]. Y, en sentido
contrario, diferentes mecanismos internos –el cansancio, la soberbia o el orgullo– me
pueden impedir que realice acciones que pienso que debería hacer. Tanto la integración
psicológica como la moral son tarea de toda la vida y nunca están definitivamente
conseguidas porque siempre aparecen nuevos comportamientos que debemos aprender y
controlar, dificultades que antes no existían, etc.
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implica personalmente en la acción y corresponde, por tanto, a las acciones virtuosas o
viciosas, es decir, a las acciones de tipo ético. A diferencia de las anteriores, no son
completamente transitivas, sino que tienen también una dimensión intransitiva que
afectan de un modo u otro al sujeto: al hacer una obra buena, en efecto, no solo realizo
una acción externa, sino que me hago bueno en algún modo.
3) La contemplación (theoria), por último, es la actividad propia del intelecto y es la
acción más bella y más perfecta porque no busca nada fuera de sí. Mientras que las
demás acciones se realizan por algo distinto de ellas (trabajo para construir una casa,
construyo una casa para vivir, etc.), la contemplación no busca nada fuera de sí misma:
contemplo para contemplar. Por eso, es completamente intransitiva ya que permanece
totalmente en el interior del sujeto.
¿Qué valoración se puede dar de esta división? Fundamentalmente, que tiene algunos
elementos realmente valiosos pero también que presenta problemas importantes. Por lo
que respecta a los aspectos positivos parece claro que capta de manera lúcida tres áreas o
ámbitos del obrar que realmente se distinguen y de los que podemos llegar a tener una
cierta experiencia personal: trabajar duramente en algo material, realizar una buena
acción, contemplar una puesta de sol o rezar con devoción. Y también resulta una
aportación decisiva, y lo ha sido históricamente, la distinción que establece entre los
aspectos transitivos e intransitivos de la acción. Pero esto no obsta para que se puedan
indicar también limitaciones significativas. La primera y principal es que, aunque a
primera vista pueda parecer lo contrario, esta clasificación no describe acciones reales
sino aspectos formales presentes en cada acción. En realidad no existen acciones
solamente transitivas ni solamente intransitivas sino que, en toda acción (se trate de
poner ladrillos o de «contemplar») hay una dimensión transitiva u objetiva y otra
intransitiva o subjetiva. Toda acción es realizada por un sujeto que modifica siempre su
intimidad al realizarla (más o menos es otra cuestión) y que, de igual modo, busca un
objetivo mediante su realización (también en la contemplación). Todo lo cual significa,
como indica Rodríguez Luño, que aunque la distinción entre «obrar» y «hacer» contiene
elementos válidos solo puede aceptarse si se entiende «no como una distinción entre dos
géneros de acciones completamente independientes, sino como una distinción de
aspectos formales que pueden ser poseídos por una misma acción»[8].
Tampoco resulta procedente, por otra parte, separar drásticamente los aspectos
técnicos (hacer) de los morales (obrar) ya que en las acciones humanas reales no se da
esa separación. El obrero que construye una valla está realizando simultáneamente una
tarea humana y técnica con la que contribuye al bienestar de los demás hombres y lo
mismo sucede con cualquier otra acción. No tiene sentido distinguir acciones meramente
técnicas o productivas y otras morales, ante todo porque no existen y, a posteriori,
porque esta distinción acaba planteando gravísimos problemas cuando se intenta
reunificar la técnica con la moral. Sucede aquí algo parecido a lo que hemos comentado
anteriormente sobre los ámbitos de acción. Cabe distinguir, por supuesto, entre los
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aspectos técnicos y morales de una acción pero solo desde un punto de vista formal no
como acciones distintas.
En realidad, y quizá es algo que no se ha tenido suficientemente en cuenta por los
que han aceptado esta clasificación, esta división de origen aristotélico está muy ligada a
las circunstancias sociales y culturales de la época griega y romana (y, en parte, de la
medieval que la retomó) y eso explica en parte los problemas que supone su utilización
de manera no crítica (cfr. cap. 10.1). La distinción entre hacer y obrar, por ejemplo, tiene
su origen en la estructura social griega que encomendaba las tareas pesadas y materiales
a los esclavos mientras que reservaba la actividad política y de ocio para los hombres
libres[9]. Se entiende así que fuese considerada la actividad inferior y transitiva ya que
consistía en la producción de objetos por seres que no eran considerados personas. Y
algo similar ocurre con la supravaloración de la contemplación o de la especulación. Por
un lado, Aristóteles estaba condicionado por su visión de los dioses. Al no poseer el
concepto de amor, los dioses aristotélicos no podían actuar, ya que eso hubiera
significado que buscaban algo de lo que carecían y que, por lo tanto, eran imperfectos, es
decir, no-dioses. Consecuentemente, Aristóteles concluyó que el obrar (agere) no podía
ser la acción más perfecta ya que los dioses no la realizan[10]. A esto se añade, además,
su intelectualismo. Como para Aristóteles la facultad más perfecta es la inteligencia, el
acto más perfecto, que corresponde al ejercicio de la facultad más perfecta, es
precisamente la especulación o contemplación.
Que los problemas que planteaba esta distinción no fuesen advertidos
suficientemente por los pensadores cristianos medievales que la asumieron y
formalizaron también puede estar ligado en parte a condiciones sociales y culturales
consistentes, en este caso, en que la mayor parte de ellos pertenecían a órdenes
religiosas. Al no estar implicados en trabajos profesionales (entonces en formación), la
distinción entre técnica y moral no planteaba excesivas dificultades y, menos aún, la
primacía de la contemplación[11]. Esta, por el contrario, concordaba con el ideal
religioso de separación del mundo y de las cosas mundanas para concentrarse en «lo
único importante», y resultaba, por tanto, el tipo de actividad más perfecta de acuerdo
con la tradición aristotélica aunque ligeramente modificada ya que Aristóteles
propugnaba una contemplación casi exclusivamente intelectual, algo incompatible con el
cristianismo[12].
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intentar encuadrarlas en categorías cerradas parece una tarea vana e imposible. Eso no
significa que se deba renunciar al estudio de la acción, al contrario, se debe aumentar el
esfuerzo por comprender la actividad del hombre pero respetando la identidad diversa y
diferenciada de cada uno de sus actos, algo que, de todos modos, no es privativo de
nuestra época, sino que ha sido siempre privilegio de la humanidad como nos recuerda
este precioso texto de la Biblia:
Cada una de estas acciones merece un estudio distinto y diverso porque cada una
influye de modo distinto en el hombre y en el mundo. No es lo mismo guerrear que hacer
política, nacer o morir, amar u odiar. Cada uno de estos actos exige un tratamiento
específico que capte la esencia que lo constituye y que dé razón del peso que tiene en la
vida y en la historia de los hombres. Cualquier otro planteamiento nos parece que supone
una reducción injustificada del multiforme y espléndido mundo de la acción
humana[15].
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NOTAS
1 Wojtyla distingue estos fenómenos apelando a dos experiencias diversas: «algo sucede en el hombre» y «el
hombre actúa». Solo en este segundo caso estamos hablando propiamente de una acción (cfr. K. WOJTYLA,
Persona y acción, cit., p. 113 y ss.). Esta obra resulta básica para un replanteamiento adecuado tanto de la relación
entre la persona y la acción como de la misma concepción de la acción por las novedades que aporta sobre la
perspectiva clásica. Esta ha tendido a estudiar la acción como una actualización externa de un sujeto ya
constituido. «El objetivo de nuestro estudio, titulado Persona y acción, afirma Wojtyla, es invertir esa relación. No
se trata de una disertación sobre la acción en la que se presupone a la persona. Hemos seguido una línea distinta de
experiencia y de entendimiento. Para nosotros, la acción revela a la persona, y miramos a la persona a través de su
acción. (…) La acción nos ofrece el mejor acceso para penetrar en la esencia intrínseca de la persona y nos
permite conseguir el mayor grado posible de conocimiento de la persona. Experimentamos al hombre en cuanto es
persona, y estamos convencidos de ello porque realiza acciones» (Ibíd., p. 42). Una perspectiva similar la ofrece
también la obra clásica de M. BLONDEL, L’action, Paris 1893.
2 No consideraremos, por ejemplo, la intencionalidad, el alcance de la acción, la finalidad, la motivación, la
voluntariedad, etc. Algunas de ellas se abordan en la ética. Algunas referencias útiles son: J. DE FINANCE, Ensayo
sobre el obrar humano, cit.; G. E. M. ANSCOMBE, Intención, Paidós, Barcelona 1991; M. BLONDEL, La acción,
BAC, Madrid 1966, y L. POLO, Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Unión Editorial, pp. 169-
196.
3 K. WOJTYLA, Persona y acción, cit., p. 177.
4 El yo juega también aquí un papel esencial (cfr. cap. 7.2.b).
5 «No tiene sentido proseguir la lucha secular entre las diversas vertientes y potencias de nuestro ser: vida y
espíritu, voluntad y razón, sentimiento y entendimiento, sensibilidad e inteligencia… Tampoco resulta beneficioso
conceder a unas la primacía exclusiva sobre las otras. Lo decisivo es aprender a integrar sus campos de energía
mediante la fuerza del amor, entendido como la voluntad firme de crear formas elevadas de unidad» (A. LÓPEZ
QUINTÁS, Inteligencia creativa, cit., p. 417 y, más en general, pp. 417-438).
6 Lo cual no implica que deje de ser una acción del yo, sino que este decide dejarse arrastrar. Lo expresa de
manera perfecta un anuncio de una marca de licores: «déjate llevar por los sentidos».
7 Esta clasificación se puede obtener, por ejemplo, del libro X de la Ética a Nicómaco, donde Aristóteles
asigna el puesto máximo de la actividad humana a la contemplación y coloca en segundo lugar a la virtud ética. A
este hay que añadir la tercera dimensión: el producir. Para una sucinta pero clara exposición de esta tripartición
véase A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética general, Eunsa, Pamplona 1991, pp. 148-151.
8 A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética general, cit., p. 149.
9 Cfr. ARISTÓTELES, Política, III, 4-5.
10 Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, X, 7, 1178b.
11 No entramos aquí en la compleja pero interesante cuestión de la primacía de la contemplación desde un
punto de vista ascético, sino en su identificación con una actividad religiosa de apartamiento del mundo. Como es
sabido, la espiritualidad del siglo XX, y en particular Escrivá de Balaguer, ha propuesto una contemplación en
medio de las actividades humanas.
12 Una confirmación de los problemas que plantea esta tripartición la encontramos en la relativa esterilidad de
la tradición clásica (aristotélico-tomista) en el análisis de la acción humana. Esta tradición ha realizado profundos
análisis estructurales de la acción y de su moralidad (la Summa Theologiae de santo Tomás es pionera es este
terreno), pero la acción como manifestación y expresión de la persona ha sido raramente abordada, algo que
resulta fácil de comprobar si se buscan en esa tradición estudios sobre el trabajo, la estética, el arte o la cultura.
Ninguna de estas actividades puede adscribirse directamente a ninguna de las categorías antes señaladas y eso
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puede explicar, en parte, su ausencia.
13 Hannah Arendt, en La condición humana, clasifica el obrar humano en labor, trabajo y acción pero, aunque
sus análisis son sugerentes, nos parece que cae en el mismo error que aquí se comenta: cosificar en tipos de acción
puros aspectos que realmente existen pero solo como modalidades de acciones concretas.
14 Qohélet 3, 1-8.
15 Una ampliación de la cuestión en J. M. BURGOS, Praxis personalista y el personalismo como praxis, en J. M.
BURGOS, Reconstruir la persona, cit., p. 97-133.
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