Cuento 7. Eudora Welty

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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

EUDORA WELTY
UN DESGASTADO CAMINO

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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

Era diciembre, un día claro y helado, temprano. Lejos, por el


campo, iba una anciana negra con un harapiento pañuelo rojo
en la cabeza, por un sendero que atravesaba un pinar. Se lla-
maba Phoenix Jackson. Era muy vieja y muy menuda1 y cami-
naba lentamente, bajo las sombras oscuras de los pinos, me-
ciéndose un poco al andar, con la equilibrada pesadez y la lige-
reza del péndulo de un viejo reloj de pared. Llevaba un bastón
pequeño y delgado, el resto de un paraguas, y con él tanteaba
sin cesar la tierra helada. Esto alzaba un rumor grave y per-
sistente en el aire quieto, que parecía meditabundo como el
gorjear de un pajarillo solitario.
           Llevaba un vestido oscuro, de rayas, que le llegaba hasta
los zapatos, y un delantal de la misma longitud hecho de sacos
de azúcar blanqueados, con un bolsillo grande: todo limpio y
cuidado; pero cada vez que daba un paso se arriesgaba a caer
porque llevaba sueltos los cordones de los zapatos.
      Miraba hacia adelante, fijamente. Tenía los ojos azules por
la vejez. Toda su piel estaba surcada de innumerables arrugas

1 Menudo: que es muy bajo y delgado.


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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

ramificadas y parecía que tuviera un arbolito plantado en mi-


tad de la frente, pero debajo era de un color dorado, y un bri-
llo amarillento iluminaba los dos nudos de sus mejillas bajo la
oscuridad. El cabello le caía por el borde del trapo rojo en ri-
zos fragilísimos sobre el cuello; aún era negro, y con olor pa-
recido al cobre.
      De vez en cuando, se producía un temblor en los arbustos
Y la vieja Phoenix decía:
      —¡Fuera de mi camino, todos ustedes, zorros, búhos, esca-
rabajos, conejos, mapaches y animales del bosque…! Apárten-
se de estos pies, pequeñas codornices… Que los jabalíes se
aparten de mi camino. Que ninguno se atraviese. Tengo una
larga Jornada por delante.
           Bajo su manita con manchas negras, el bastón, flexible
como una fusta2, golpeaba la maleza como para sacudir cual-
quier cosa oculta.
      Y seguía caminando. Los bosques eran espesos y silencio-
sos. El sol hacía que las agujas de los pinos brillasen demasia-
do y no pudieras mirarlas, arriba, donde el viento zarandeaba.
Las piñas caían leves como plumas. Abajo, en la hondonada3,
estaba la torcaz4; para ella no era aún demasiado tarde.
      El sendero remontaba una colina.

2Fusta: vara delgada y flexible, generalmente con una correa en uno de sus extre-
mos, que se emplea para estimular al caballo y darle órdenes.
3 Terreno que está más hondo que las zonas que lo rodean.
4 Torcaz: ave de plumaje gris azulado, que habita en el campo.
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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

      —Parece que tuviera cadenas en los pies cuando llego aquí


—dijo con la voz renegada que los viejos acostumbran a utili-
zar cuando hablan solos—. En esta ladera hay siempre algo
que se apodera de mí, que me pide quedarme.
      Cuando llegó a la cima se volvió y miró seria y meticulosa
hacia atrás, hacia el camino que había recorrido.
      —Después de subir entre pinos—dijo al fin—, bajaremos
entre robles.
      Abrió los ojos al máximo y comenzó a descender muy des-
pacio. Pero antes de llegar al final de la ladera, un matorral5 se
le enganchó en el vestido.
      Aunque sus dedos eran ágiles y diestros, tenía la falda de-
masiado larga, de modo que cuando se soltaba de un sitio se
enganchaba otro. No podía permitir que se le desgarrara la
falda.
      —Yo, entre los espinos —dijo—. Espinos, hacen su traba-
jo. No dejen pasar nunca a la gente, no señor. Estos ojos viejos
creyeron que eran un matorralito muy lindo y muy verde.
           Al fin, toda temblorosa, se liberó y buscó en el suelo el
bastón.
      —¡Oh, qué alto está el sol! —exclamó alzando la cabeza al
cielo y mirando, mientras se le inundaban los ojos de lágri-
mas—. El día está acabándose.
      Al pie de aquel cerro había un arroyo con un madero atra-
vesado para cruzarlo.

5El matorral, arbustal o matojal es un campo caracterizado por una vegetación do-


minada por arbustos y matas.
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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

      —Ahora viene la gran prueba —dijo Phoenix.


     Levantando el pie derecho se montó en el leño y cerró los
ojos. Se levantó un poco la falda, tanteando fieramente con el
bastón por delante, como en el desfile de una fiesta, y empezó
a cruzar. Al abrir los ojos estaba ya segura en la otra orilla.
      —Vaya, no estoy tan vieja como creía —dijo.
      Sin embargo, se sentó a descansar. Extendió la falda sobre
la orilla y apoyó las manos sobre las rodillas. Encima de ella
había un árbol envuelto en una perlada nube de muérdago6.
No se atrevió a cerrar los ojos, y cuando un niñito le llevó un
plato con un trozo de tarta, le habló.
      —No está mal—dijo.
Pero cuando fue a cogerlo, en el aire solo estaba su mano.
      Así que abandonó aquel árbol y siguió dispuesta a cruzar
una valla de alambre espinoso. Allí tuvo que arrastrarse y rep-
tar, estirando las rodillas y extendiendo los dedos como un ni-
ñito que intenta subir las escaleras. Pero hablaba en voz alta
consigo misma. No podía permitir que se le rasgase el vestido,
era ya muy tarde, y no tenía dinero con que pagar para que le
serrasen un brazo o una pierna si se quedaba enganchada allí.
      Por fin, cruzó sin problemas la alambrada y se puso de pie
en el claro. Grandes árboles muertos se erguían entre los ta-
llos púrpura del algodonal marchito.
Había un buitre posado.
      —¿A quién vigilas?
6Muérdago: planta semiparásita que crece sobre las ramas de diversos árboles,
principalmente especies de  hoja caduca, como  manzanos  o  álamos, pero tam-
bién sobre algunas variedades de pinos.
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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

      Ya en el surco, siguió por él.


     Cruzó el viejo algodonal y entró en un campo de maíz seco.
Cuchicheaba y se mecía y era más alto que su cabeza.
      —Ahora, a cruzar el maizal—dijo ella, pues no había sen-
dero. Luego, de repente, algo alto, negro y flaco apareció mo-
viéndose ante ella.
           Primero creyó que era un hombre. Podría haber sido un
hombre que bailaba en el campo. Pero ella se quedó quieta y
escuchó atentamente; aquello no hablaba ni hacía ruido al-
guno. Era tan silencioso como un fantasma.
           —Fantasma—dijo con voz aguda—, ¿de quién eres fan-
tasma? No sé de nadie que haya muerto por aquí.
           Aunque no hubo respuesta, solo el harapiento danzar al
viento. Cerró los ojos, estiró la mano, tocó una manga. Descu-
brió una chaqueta y, en el interior, el vacío, frío como el hielo.
      —Ah, espantapájaros —exclamó.
      Se le iluminó el rostro.
      —Deberían encerrarme para siempre—dijo con una carca-
jada—. Los sentidos me fallan. Soy demasiado vieja. Soy la
persona más vieja que conozco. Baila, buen espantapájaros—
añadió— que yo bailaré contigo.
      Luego prosiguió su camino por el susurrante campo, tan-
teando el terreno con el bastón. Llegó al fin a su término, a un
camino de carros, donde la hierba plateada brotaba entre las
rojas rodadas7.

7 Rodada: Huella o surco que al pasar deja una rueda en el suelo.


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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

           Las codornices correteaban por allí como polluelos, deli-


cadas y casi invisibles.
      —Camino bonito —dijo la vieja—. Esto es ya fácil. Este es
el buen camino.
      Siguió la senda, que serpenteaba entre tranquilos y desnu-
dos campos, a lo largo de pequeñas hileras de árboles, con sus
hojas secas plateadas; pasaba cabañas plateadas por el tiempo,
puertas y ventanas cerradas con tablas clavadas, como viejas
detenidas allí por un hechizo.
      —Entro en su sueño —dijo la vieja, asintiendo con la ca-
beza vigorosamente.
           En una barranca, llegó donde un arroyo fluía silencioso,
atravesando un tronco hueco. Se agachó y bebió.
           —Encías dulces hacen agua dulce—dijo, y bebió más—.
Nadie sabe quién hizo este pozo, pues aquí estaba cuando yo
nací.
           El sendero cruzaba una zona pantanosa donde el musgo
colgaba de cada rama, blanco como encaje.
      —Sigan durmiendo, caimanes, y soplen burbujas.
      Luego la senda desembocaba en la carretera.
           La carretera bajaba y bajaba entre márgenes altas y ver-
des. Arriba, los robles antiguos se entrelazaban, y todo estaba
oscuro como una cueva.
      Un perro negro de inquieta lengua salió de entre los ma-
torrales junto a la zanja. Ella estaba distraída, no lo esperaba,

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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

y cuando el perro se le acercó, casi no pudo darle con el bas-


tón. Y se fue contra la zanja8 , como una motita de algodón.
      Allá abajo, en la zanja, perdió el sentido. La visitó un sue-
ño, y levantó la mano, pero nada bajaba y la ayudaba a subir.
Así que allí se quedó, y empezó a hablar.
      —Buena mujer —se dijo—, aquel perro negro salió de en-
tre los matorrales para derribarte, y ahora está ahí sentado en
su lindo rabito, riéndose de ti.
      Por fin apareció un hombre blanco y la vio. Un cazador, un
joven, con su perro sujeto con una correa.
      —¡Vaya, abuelita! —dijo riéndose—. ¿Qué hace usted ahí
abajo?
      —Tumbada boca arriba como un escarabajo, esperando a
que me den la vuelta, señor—dijo, estirando la mano.
      La sacó de allí, la columpió en el aire y la puso de nuevo en
pie.
      —¿Algo roto, abuelita?
        —No, señor. Las viejas hierbas secas aún verdean —dijo
Phoenix cuando recuperó el aliento—. Se lo agradezco mucho.
      —¿Dónde vive usted, abuela? —preguntó el joven, mien-
tras los dos perros se gruñían.
            —Hacia allá, muy lejos, señor, al otro lado de aquellas
montañas. No se ve desde aquí.
       —¿Y regresa a casa?
       —No, señor, voy a la ciudad.

8 Zanja: excavación larga y estrecha que se hace en la tierra con diversos fines
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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

     —¡Eso está muy lejos! Es donde voy yo cuando salgo, y me


da mucho trabajo.
           Palmoteó la bolsa llena que llevaba, colgaba de ella una
garra pequeña y cerrada. Era de una perdiz, con el pico en
gancho para demostrar amargamente su muerte.
      —¡Váyase a casa, abuela!
        —Tengo que ir a la ciudad, señor —dijo Phoenix—. Se
acerca el día.
      El hombre soltó otra risa que inundó todo el paisaje.
      —¡Conozco muy bien a los negros viejos! ¡No quiere per-
derse lo de ir a la ciudad a ver a Santa Claus!
      Pero algo hizo quedarse muy quieta a la vieja Phoenix. Las
profundas arrugas de su rostro adquirieron una radiación fe-
roz y distinta. De sopetón había visto con sus propios ojos una
centelleante moneda de un níquel caer del bolsillo del cazador
al suelo.
      —¿Cuántos años tiene, abuela? —decía el cazador.
      —Eso no se sabe, señor —respondió ella—. No se sabe.
Luego dio un gritito y una palmada y dijo:
           —¡Fuera de aquí, perro! ¡Mire! ¡Mire ese perro! —Y se
echó a reír, como admirada—. No se asusta de nadie. Es un
perro negro y grande —cuchicheó luego—. ¡Asústelo!
      —Mire cómo me libro de ese chucho—dijo el hombre—.
¡A por él, Pete! ¡Muérdele!
      Phoenix oía pelearse a los perros, y oía correr al hombre
tirándoles palos. Oyó incluso un disparo. Pero estaba inclinada
ya, se inclinaba hacia el suelo, los párpados bajos, como si se
moviese en sueños. El vientre casi le tocaba las rodillas. La
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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

palma amarillenta de la mano salía del pliegue de su delantal.


Los dedos tanteaban el suelo buscando la moneda con la gra-
cia y el cuidado con que habrían alzado un huevo de debajo de
una gallina que estuviera poniendo. Luego se alzó lentamente,
se mantuvo erguida y la moneda cayó en el bolsillo del delan-
tal. Un pájaro pasó volando. La vieja movió los labios.
      —Dios mirándome siempre. Y me pongo a robar…
      El hombre volvió, y su perro jadeó alrededor de ambos.
   —Bueno, esta vez le he dado un buen susto —dijo, y se echó
a reír y alzó la escopeta y apuntó a Phoenix.
      Ella se estiró y le hizo frente.
      —¿No le asusta la escopeta? —preguntó él apuntándola
aún.
    —No, señor, he visto muchas dispararse más cerca, en mis
tiempos, y por menos de lo que hice yo—contestó permane-
ciendo absolutamente inmóvil.
      Él sonrió y se echó el arma al hombro.
           —Está bien, abuelita —dijo—, debe de tener cien años y
no le asusta nada. Le habría dado unas monedas si las llevara
encima. Pero siga mi consejo: quédese en casa y no le pasará
nada.
      —Tengo que seguir mi camino, señor —repuso Phoenix.
      Inclinó la cabeza envuelta en el pañuelo rojo. Luego ambos
siguieron en direcciones distintas, pero ella pudo oír otro dis-
paro, y después otro, en la cima del cerro.
      Continuó su camino. Las sombras colgaban de los robles a
la carretera, como cortinas. Percibió el olor a madera quemada
y el olor del río, y vio un campanario y las cabañas sobre sus
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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

empinadas escaleras. Decenas de niños negros se arremolina-


ron a su alrededor. Allí estaba Natchez9 , brillando.
      Sonaban campanas. Siguió caminando.
     En la ciudad pavimentada era Navidad. Había luces eléctri-
cas, rojas y verdes alineadas y entrecruzadas por todas partes,
y todas encendidas durante el día. La vieja Phoenix se habría
perdido si no hubiera desconfiado de su vista contando con
que sus pies sabrían adonde llevarla.
      Se detuvo tranquilamente en la acera por la que pasaba la
gente. Una señora se acercó con varios regalos envueltos en
papel rojo, verde y plateado; emanaba perfume a rosas y Phoe-
nix la paró.
      —Por favor, señora, ¿querrá atarme los zapatos?—Y alzó
un pie.
      —¿Qué quiere, abuela?
     —Mire mis zapatos —dijo Phoenix—. Van bien para andar
por el campo, pero no podría entrar así en un gran edificio.
    —Estese quieta entonces, abuela —contestó la señora. Dejó
los paquetes en la acera, al lado, y le ató bien los zapatos.
           —No puedo atármelos con un bastón —dijo Phoenix—.
Gracias, señora. No me importa pedir a una buena señora que
me ate los zapatos, cuando salgo a la calle.
      Moviéndose lentamente y de lado a lado, entró en el gran
edificio y en una torre de escaleras, donde subió dando vueltas
y vueltas hasta que los pies supieron que tenían que detenerse.

9 Natchez es una ciudad del condado de Adams, Misisipi, Estados Unidos.


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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

           Cruzó una puerta y allí vio clavado en la pared el docu-


mento estampado con el sello de oro y enmarcado en el marco
de oro que coincidía con el sueño que colgaba en su cabeza.
      —Aquí estoy —dijo. Todo su cuerpo tenía una lucidez fija
y ceremoniosa.
           —Un caso de caridad, supongo —dijo una ayudante que
estaba sentada a la mesa ante ella.
      Pero Phoenix solo miraba por encima de su cabeza. Su ros-
tro estaba sudado, y las arrugas le brillaban como una red lu-
minosa.
      —Hable, abuela —dijo la mujer—. ¿Cómo se llama? Debo
hacer su historial, ¿comprende? ¿Ha estado antes aquí? ¿Cuál
es su problema?
           La vieja Phoenix se limitó a hacer una mueca como si le
molestase una mosca.
      —¿Está usted sorda? —gritó la ayudante.
      Pero entonces entró la enfermera.
     —Vaya, si está aquí la buena tía Phoenix —dijo—. No vie-
ne por ella… Tiene un nietecito. Hace estos viajes con la pre-
cisión de un reloj. Vive lejos, más allá del antiguo sendero de
Natchez. —Se inclinó—. Bueno, tía Phoenix, ¿por qué no se
sienta? Debe de estar cansada después del largo viaje.
      —Le indicó un asiento.
      La vieja se sentó muy erguida en la silla.
      —Bueno, ¿qué tal el chico? —preguntó la enfermera.
La vieja Phoenix no contestó.
      —Le pregunto que cómo está el chico…

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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

      Pero Phoenix solo esperaba y miraba fijamente al frente, la


cara muy solemne y con una rigidez remota.
      —¿Tiene la garganta mejor? —preguntó la enfermera—.
¿No me oye, tía Phoenix? ¿Está su nieto mejor que la última
vez que vino por la medicina?
      La vieja escuchaba, con las manos en las rodillas, silencio-
sa, rígida e inmóvil, como si estuviera dentro de una armadu-
ra.
      —No nos haga perder el tiempo así, tía Phoenix —dijo la
enfermera—. Háblenos enseguida de su nieto, y acabemos. No
ha muerto, ¿verdad?
      Por fin hubo un chispeo y luego una llama de comprensión
atravesó su rostro, y Phoenix habló:
      —Mi nieto. Ha sido mi memoria, que ha desaparecido. Me
he quedado sentada y he olvidado por qué había hecho este
largo viaje.
      —¿Lo ha olvidado? —La enfermera frunció el entrecejo—
¿Después de venir hasta aquí?
      Entonces Phoenix fue como una vieja pidiendo decorosa-
mente perdón por despertar asustada en la noche.
      —Nunca fui a la escuela, era ya demasiado vieja cuando la
Rendición10 —dijo con voz suave—. Soy una anciana sin edu-
cación. Me falla la memoria. Mi nietecito está igual, y lo he
olvidado al entrar aquí.

10Se refiere a la Rendición de los ejércitos de los Estados del Sur ante los del Norte, que
trajo como consecuencia la abolición de la esclavitud de la población afrodescendiente.
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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

           —La garganta no se le cura, ¿verdad? —preguntó la en-


fermera, hablando a la vieja Phoenix con voz sonora y firme.
      Ya tenía una tarjeta con algo escrito, una listita.
      —Sí. Tragó lejía. ¿Cuándo fue? Enero… hace dos o tres
años…
      Phoenix habló entonces sin que le preguntasen.
      —No, señora, no murió, sigue igual. Cada poco se le cierra
la garganta otra vez, y no puede tragar. No puede respirar. No
puede valerse. Así que llega el momento, y yo hago otro viaje
por la medicina.
           —Muy bien. El médico dijo que mientras usted viniera
por ella, se la diéramos. Pero es un caso rebelde.
      —Mi nietecito se ha quedado allí sentado en la casa todo
envuelto, esperándome —continuó Phoenix—. Somos los dos
únicos que quedamos en el mundo. Sufre y parece que no va a
curarse nunca. Tiene una cara muy dulce. Tiene que vivir. Se
tapa con la pequeña colcha y asoma con la boca abierta como
un pajarito. Le recuerdo muy bien ahora. No volveré a olvidar-
le, no, nunca más. Podría distinguirle entre todos los niños de
la creación.
      —Está bien.
      Ahora la enfermera quería hacerla callar. Llevó un frasco
de medicina.
      —Caridad—declaró haciendo una marca en un libro.
      La vieja Phoenix se acercó el frasco a los ojos y luego se lo
guardó con sumo cuidado en el bolsillo.
      —Muchas gracias—dijo.

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Cuento 7. Doce maestros del cuento. Prof. Carlos Zambrano.

      —Es Navidad, abuela —terció la ayudante—. ¿Puedo dar-


le unos centavos de mi bolso?
       —Cinco centavos hacen un níquel—repuso Phoenix muy
tiesa.
      —Tome un níquel —ofreció la ayudante.
     Phoenix se levantó con mucho cuidado y extendió la mano.
Recibió el níquel y luego sacó el otro níquel del bolsillo y se lo
puso en la palma de la mano. Se miró luego la palma atenta-
mente, con la cabeza ladeada.
      Entonces dio un golpecito con el bastón en el suelo.
      —Esto es lo que tenía que hacer —dijo—. Ahora iré a la
tienda y le compraré a mi niño un molino de viento de papel
que venden allí. No va a creerse que haya algo así en el mun-
do. Volveré a su lado llevándoselo en la mano, en esta mano.
      Levantó la mano libre, hizo una inclinación, se dio la vuel-
ta y salió del consultorio. Luego empezaron a oírse sus pasitos
lentos en las escaleras, bajando.

ACTIVIDADES

1. ¿Qué tan bien trabajado está personaje de la anciana?


2. ¿Qué tan disfrutaba es el recorrido que lleva a cabo?
3. ¿Qué tanto aporta al significado de la historia la llegada al
hospital?
4. ¿Cuál podría ser un tema central de la historia?
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