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(Cuentos seleccionados)
Colegio María Auxiliadora
Valparaíso
ÍNDICE
Roberto Bolaño
2. Llamadas telefónicas
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que
Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién
nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la
pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una
misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como
polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La
luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de
haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba
en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre
viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan
viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un
ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles
de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no
habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde
desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a
rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A
medianoche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer.
Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero
cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario
frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas
de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
Sucedió que, por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del
Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido
en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba
menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de
preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo
que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del
tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más
desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba
los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa
de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber
bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos
mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña.
Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad
humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un
ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además, los
escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental,
como el del ciego que no recobró la visión, pero le salieron tres dientes nuevos, y
el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el
del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos de burla habían quebrantado
ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de
aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el
patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres
días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia
habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá
como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un
momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al
mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo
por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una
desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos
de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los
horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas.
Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el
cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que
se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia
había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor
con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado
del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en
las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien
parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de
estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie
oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando
un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la
ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes,
que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de
desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro
de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió
viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando
ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su
vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
Llamadas telefónicas
Roberto Bolaño
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo
siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de
fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se
había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en
seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces
cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba,
lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La
tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la
memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego
vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de
Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que
nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un
desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del
Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón.
En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y
una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo
y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la
versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de
Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una
biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las
costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un
atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour—corrigió.
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que
pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente
obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y
haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero
padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia;
la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño
sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja.
Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a
todos y nos dijo: “Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio.
Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se
casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era
como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en
parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás
poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás
clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié
de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos
antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un
dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos
Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante
parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos
salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose
del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a
ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más
provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la
enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
—El maestro ruso—dictaminó—ha penetrado más que nadie en los laberintos del
alma eslava.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enumeró dos o tres,
entre ellos El doble.
—¿Por qué no?—le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de
Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los
hombres.
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un
señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
—Es verdad—balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa. Hugo
nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que
Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente
feliz.
Se quedó mirándome.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y
le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien...
ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno
de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso
valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata
hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse
que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y
en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos
mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban
a venir a buscarme.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el
color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una
cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco
habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber
descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un
sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me
atormenta el recuerdo.