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Este resumen describe en 3 oraciones o menos el contenido del documento: El documento presenta 3 cuentos cortos. El primero narra la historia de un hombre muy viejo con alas que aparece en la casa de Pelayo durante un día de lluvia. La gente del pueblo piensa que es un ángel y comienzan a cobrar entrada para verlo, convirtiéndose en un espectáculo. El padre Gonzaga investiga su naturaleza pero no puede determinar si es realmente un ángel.
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Este resumen describe en 3 oraciones o menos el contenido del documento: El documento presenta 3 cuentos cortos. El primero narra la historia de un hombre muy viejo con alas que aparece en la casa de Pelayo durante un día de lluvia. La gente del pueblo piensa que es un ángel y comienzan a cobrar entrada para verlo, convirtiéndose en un espectáculo. El padre Gonzaga investiga su naturaleza pero no puede determinar si es realmente un ángel.
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Antología Narrativa

(Cuentos seleccionados)
Colegio María Auxiliadora
Valparaíso
ÍNDICE

Gabriel García Márquez


1. Un señor muy viejo con alas enormes

Roberto Bolaño
2. Llamadas telefónicas

Jorge Luis Borges


3. El otro
Un señor muy viejo con alas enormes

Gabriel García Márquez

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que
Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién
nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la
pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una
misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como
polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La
luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de
haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba
en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre
viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer,


que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del
patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido
como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo
pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo
ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande,
sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto
lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy
pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a
hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible, pero con una buena voz
de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave
extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una
vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una
mirada para sacarlos del error.

- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan
viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un
ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles
de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no
habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde
desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a
rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A
medianoche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer.
Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero
cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario
frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas
de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la


noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del
amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo.
Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de
espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para
que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado
como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios
que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había
sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y
todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de
lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas.
Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras
de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a
las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró
algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los
buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al
comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros.
Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias
y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza
miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces
abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los
riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de
recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que, si las
alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y
un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin
embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al
Sumo Pontífice, de modo que el veredicto viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se


divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto
de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto
que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto
barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco
centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un


acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre,
pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral.
Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre
mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le
alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba
el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer
dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad.
En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y
Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron
de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para
entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El


tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de
infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que les arrimaban a las
alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de
acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los
ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos
papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo
que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud
sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo, en los primeros tiempos, cuando
le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus
alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y
hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de
cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el
costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar
inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua
hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un
remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no
parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de
rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la
mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino
la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas


de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la
naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la
urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su
dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta
de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de
parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento
providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que, por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del
Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido
en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba
menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de
preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo
que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del
tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más
desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba
los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa
de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber
bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos
mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña.
Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad
humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un
ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además, los
escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental,
como el del ciego que no recobró la visión, pero le salieron tres dientes nuevos, y
el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el
del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos de burla habían quebrantado
ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de
aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el
patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres
días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero


recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con
sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con
barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo
estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para
siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas
satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban
las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue
lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y
quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel,
sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño
aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego
se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño
mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas
podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el
resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una
mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo
tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel,
y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le
pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la
lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente
humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia
habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá
como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un
momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al
mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo
por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una
desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos
de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los
horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas.
Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el
cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que
se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia
había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor
con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado
del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en
las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien
parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de
estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie
oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando
un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la
ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes,
que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de
desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro
de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió
viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando
ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su
vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
Llamadas telefónicas

Roberto Bolaño

B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en


una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo
que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él
por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se
repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas
telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota
en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo
de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas
enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X,
aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando
de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando
pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene
ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está
enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de
estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el
suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin
embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida
a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados
remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de
esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón
sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a
X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus
amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede
vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B
coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es
afectuosa y desesperada. B viaja en litera, pero no puede dormir hasta muy tarde.
Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el
desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero
el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de
noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la
Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo
tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama
a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al
siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se
estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando
y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y
plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no
soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te
abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo
piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus
sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro.
Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en
reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los
pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no
hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?,
dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato
cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin
embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno,
quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo —el tiempo que separaba
a B de X y que B no lograba comprender— pasa por la línea telefónica, se
comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha
puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente,
cuelga.

Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no


debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son
policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z,
después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España,
alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él
es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en
guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha
hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha
movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa,
pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría.

En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la


posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman
sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B
acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado
detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un
asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de
inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar
comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se
encuentra perdido en el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde
toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche,
de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que
pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También
piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso,
precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X
por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí
mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente
a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo, lo invita
a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio
vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de
agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del
asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido.
Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la
cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo
ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice.
Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está
vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el
hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato,
agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su
sueño.
El otro
Jorge Luis Borges

El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge.


No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no
perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como
un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.

Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo
siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río


Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo
nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo.
Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de
Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo,
interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.

Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de
fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se
había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en
seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces
cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba,
lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La
tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la
memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego
vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de
Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.

Me le acerqué y le dije:

—Señor, ¿usted es oriental o argentino?

—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra—fue la contestación.

Hubo un silencio largo. Le pregunté:

—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?

Me contestó que sí.

—En tal caso—le dije resueltamente—usted se llama Jorge Luis Borges. Yo


también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.

—No—me respondió con mi propia voz un poco lejana.

Al cabo de un tiempo insistió:

—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que
nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.

Yo le contesté:

—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un
desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del
Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón.
En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y
una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo
y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la
versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de
Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una
biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las
costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un
atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.

—Dufour—corrigió.

—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?

—No—respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es


natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.

La objeción era justa. Le contesté:

—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que
pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente
obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y
haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.

—¿Y si el sueño durara?—dijo con ansiedad.

Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le


dije:

—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay


persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora,
salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que
te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:

—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero
padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia;
la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño
sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja.
Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a
todos y nos dijo: “Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio.
Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se
casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?

—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era
como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en
parábolas.

Vaciló y me dijo:

—¿Y usted?

—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás
poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás
clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.

Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié
de tono y proseguí:

—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos
antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un
dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos
Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante
parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos
salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose
del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a
ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más
provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la
enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.

Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin


embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre
muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que
apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.

—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski—me replicó


no sin vanidad.

—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?

No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.

—El maestro ruso—dictaminó—ha penetrado más que nadie en los laberintos del
alma eslava.

Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.

Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enumeró dos o tres,
entre ellos El doble.

Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph


Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.

—La verdad es que no—me respondió con cierta sorpresa.


Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que
se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.

—¿Por qué no?—le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de
Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.

Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los
hombres.

El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.

Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos.


Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros,
de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de
todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los
oprimidos y parias.

—Tu masa de oprimidos y de parias—le contesté—no es más que una abstracción.

Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el


hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o
de Cambridge, somos tal vez la prueba.

Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de


frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado
entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del
barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos
preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que
las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o
descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades
íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los
hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse
esta opinión, que expondría en un libro años después.

Casi no me escuchaba. De pronto dijo:

—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un
señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?

No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:

—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.

Aventuró una tímida pregunta:

—¿Cómo anda su memoria? Comprendí que para un muchacho que no había


cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le
contesté:

—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio


anglosajón y no soy el último de la clase.

Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.

Una brusca idea se me ocurrió.

—Yo te puedo probar inmediatamente—le dije—que no estás soñando conmigo.


Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.

Lentamente entoné la famosa línea:

L’hydre—univers tordant son corps écaillé d’astres.


Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada
resplandeciente palabra.

—Es verdad—balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa. Hugo
nos había unido.

Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que
Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente
feliz.

—Si Whitman la ha cantado—observé—es porque la deseaba y no sucedió. El


poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de
un hecho.

Se quedó mirándome.

—Usted no lo conoce—exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.

Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea


lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos
demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace
difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La
situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era
inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.

De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y
le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.

Se me ocurrió un artificio análogo.

—Oí—le dije—, ¿tenés algún dinero?


—Sí—me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón
Jichlinski en el Crocodile.

—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien...
ahora, me das una de tus monedas.

Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno
de los primeros.

Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso
valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.

—No puede ser—gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.

(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)

—Todo esto es un milagro—alcanzó a decir—y lo milagroso da miedo. Quienes


fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.

No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.

Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.

Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata
hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.

Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse
que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y
en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos
mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban
a venir a buscarme.

—¿A buscarlo?—me interrogó.

—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el
color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una
cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.

Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco
habrá ido.

He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber
descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un
sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me
atormenta el recuerdo.

El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la


imposible fecha en el dólar.

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