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Cuentos de Hadas Anónimo 2
La montaña de oro
Hace tiempo vivía un hijo de comerciante qué disipó toda su fortuna,
llegando al extremo de no poder comer. No tuvo otro recurso que coger una
azada e ir al mercado a esperar que alguien lo ajustase como jornalero. Y
he aquí que un comerciante que era único entre setecientos, por ser
setecientas veces más rico que ningún otro, acertó a pasar por allí en su
coche dorado, y apenas lo vieron los jornaleros que en el mercado estaban,
corrieron en todas direcciones a esconderse en los portales y en las
esquinas. Sólo quedó en la plaza el hijo del comerciante.
- ¿Quieres trabajar, mozo? -preguntó el comerciante que era único entre
setecientos. - Yo te daré trabajo.
- Con mucho gusto, para eso he venido al mercado.
- ¿Qué sueldo quieres ganar?
- Si me das cien rubios diarios, trato hecho.
- ¡Es una suma excesiva!
- Si te parece mucho, búscate un género más barato. La plaza estaba llena
de gente y en cuanto has llegado, todos han desaparecido.
- Bueno, convenido; mañana te espero en el puerto.
Al día siguiente, a primera hora, el hijo del comerciante se presentó en el
puerto, donde ya lo esperaba el comerciante único entre setecientos.
Subieron a bordo de una embarcación y pronto se hicieron a la mar.
Navega que navegarás, llegaron a la vista de una isla que se levantaba en
medio del Océano. Era una isla de altísimas montañas, en cuya costa algo
resplandecía como el fuego.
- ¿Es fuego eso que veo? -preguntó el hijo del comerciante.
- No; es mi castillo de oro.
Se acercaron a la isla, se acercaron a la costa. La mujer y la hija del
comerciante único entre setecientos salieron a recibirlos, y la hija era de
una belleza que ni la mente humana puede imaginar, ni en cuento alguno
puede describirse. Cuando se hubieron saludado, entraron al castillo con
el nuevo jornalero, se sentaron a la mesa y empezaron a comer, a beber y a
divertirse.
- Regocijémonos hoy -dijo el huésped,- mañana trabajaremos
El hijo del comerciante era un joven rubio, fuerte y majestuoso, de
complexión colorada y agradable aspecto, y se prendó de la hermosa
doncella. Ésta se retiró a la habitación contigua, llamó al joven en secreto
y le entregó un pedernal y un eslabón, diciendo:
- Toma, utiliza esto cuando te hago falta.
Al día siguiente, el comerciante que era único entre setecientos salió con
su criado en dirección a la montaña de oro. Sube que subirás, trepa que
treparás, no llegaban nunca a la cumbre.
- Bueno -dijo el comerciante,- ya es hora de que echemos un trago.
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Cuentos de Hadas Anónimo 3
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Cuentos de Hadas Anónimo 4
Morozko
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Cuentos de Hadas Anónimo 5
Una vez vivía una madrastra que, además de su hijastra, tenía una hija
propia. Todo lo que hacía su hija lo daba por bien hecho, y la llamaba
"niña juiciosa"; pero su hijastra, por más que se esforzaba en complacerla,
todo se lo hacía mal y del revés. Y no obstante, la hijastra era una
verdadera alhaja y en buenos manos se hubiera amoldado como la cera;
pero, con la madrastra, no hacía más que llorar. ¿Qué podía hacer la
pobrecita? Las tempestades se calman, pero los escándalos de una vieja
regañona no tienen fin. Encuentra para gritar los pretextos más
desatinados y es capaz de empeñarse en que se peine uno los dientes. A la
madrastra se le metió en la cabeza echar a la hijastra de casa.
- Llévatela -le decía al marido,- llévatela adonde quieras; pero que no la
vean mis ojos, que mis oídos no la oigan. No quiero que esté un momento
más en el tibio dormitorio de mi propia hija; abandónala en mitad del
campo, entre la nieve.
El hombre se quejó llorando, pero obedeció y puso a su hija en el trineo sin
atreverse siquiera a taparla con la manta del caballo. Se llevó a la
desventurada a los desiertos campos, la dejó sobre un montón de nieve, y
después de santiguarse, volvió corriendo a casa paro no presenciar la
muerte de su hija.
La pobrecita se vio abandonada a la entrada del bosque, se sentó bajo un
pino, estremecida de frío y empezó a rezar en voz baja sus oraciones. De
pronto percibió un rumor extraño. Morozko estaba crepitando en un
árbol vecino y saltaba de rama en rama haciendo chasquear los dedos. Y
he aquí que, de salto en salto, se acercó al pino a cuyo pie se sentaba la
muchacha y dando chasquidos con sus dedos se puso a brincar
contemplando a la hermosa niña.
- ¡Mocita, mocita, soy yo, Moroz Narizrubia!
- ¡Buenos días, Moroz! Dios te envía para consuelo de mi alma pecadora.
- ¿Estás caliente, mocita?
- ¡Caliente, caliente, padrecito Morozushko!. Moroz empezó a bajar
crepitando con más ruido y chasqueando los dedos con más alegría. Y de
nuevo habló a la muchacha:
- ¿Estás caliente, mocita? ¿Estás caliente, preciosa?
La niña apenas podía respirar, pero siguió diciendo:
- ¡Sí, caliente, Morozushko; caliente, padrecito!
Morozko crepitó con más ruido e hizo chasquear los dedos con más
entusiasmo, y por última vez preguntó:
- ¿Estás caliente, mocita? ¿Estás caliente, preciosa?
La niña estaba aterida y sólo pudo contestar con un hilo de voz:
- ¡Oh, sí, caliente, querido pichoncito mío, Morozushko!
Morozko la amó por tan tiernos palabras, y movido a compasión, la
envolvió en pieles para hacerla entrar en calor y la obsequió con un cofre
grande, lleno de atavíos de novia, de donde sacó un vestido todo aderezado
de oro y plata. La muchacha se lo puso, y ¡oh, qué bella y apuesta estaba!
Sentóse bajo el árbol y empezó a cantar canciones. Y entretanto, su
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Cuentos de Hadas Anónimo 6
La nave voladora
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Cuentos de Hadas Anónimo 7
Vivía una vez un matrimonio anciano que tenía tres hijos: dos de ellos
eran listos, pero el otro era tonto. La madre quería a los dos primeros y
casi los viciaba, pero al otro lo trataba siempre con dureza. Supieron que
el Zar había hecho publicar un bando que decía: "Quien construya una
nave que pueda volar se casará con mi hija, la Zarevna". Los dos mayores
decidieron ir en busca de fortuna y pidieron la bendición de sus padres. La
madre les preparó las cosas para el viaje y comida para el camino y una
botella de vino. El tonto quería también acompañarlos, pero su madre le
negó el permiso.
- ¿Adónde irías tú, necio? -le dijo- ¿No sabes que los lobos te devorarían?
Pero el tonto no cesaba de repetir:
- ¡Quiero ir, quiero ir!
Viendo la madre que no sacaría nada de él, le dio un pedazo de pan seco y
una botella de agua y le puso de patatas en la calle.
El tonto empezó a andar y más andar, hasta que, por fin, encontró a un
anciano. Se cruzaron los saludos y el anciano preguntó al tonto:
- ¿Adónde vas?
- ¿No lo sabes? -dijo el tonto.- El Zar ha prometido dar su hija al que
construya una nave que vuele.
- ¿Y tú eres capaz de hacer semejante nave?
- ¡Claro que no, pero en alguna parte hallaré quien me la haga!.
- ¿Y dónde está esa parte?.
- Sólo Dios lo sabe.
- Entonces, siéntate y come un bocado. Saca lo que tienes en la alforja.
- Es tan poca cosa que me da vergüenza enseñarlo.
- ¡Tonterías! ¡Lo que Dios nos da es bastante bueno para comer! ¡Sácalo!
El tonto abrió la alforja y apenas daba crédito a sus ojos. En vez de un
pedazo de pan duro contenía los más exquisitos manjares, que compartió
con el anciano. Comieron juntos y el anciano dijo al tonto:
- Anda al bosque y ante el primer árbol que encuentres santíguate tres
veces y da un hachazo en el tronco, luego échate al suelo de bruces.
Cuando te despiertes verás una nave completamente aparejada; siéntate
en ella y vuela a donde quieras y recoge todo lo que encuentres por el
camino.
El tonto, después de dar las gracias y despedirse del anciano, se encaminó
al bosque.
Se acercó al primer árbol e hizo lo que se le había ordenado, se santiguó
tres veces, descargó un hachazo en el tronco y, echado de bruces en el
suelo, se quedó dormido. No tardó mucho en despertar, se levantó y vio un
barco apercibido para la marcha. Sin pensarlo poco ni mucho, el tonto se
subió a él y apenas se hubo sentado, la nave empezó a volar por el aire.
Vuela que vuela, el tonto vio a un hombre que, tendido en el camino,
estaba aplicando una oreja al duro suelo.
- ¡Buenos días, tío!
- Buenos días.
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Cuentos de Hadas Anónimo 8
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Cuentos de Hadas Anónimo 9
Pronto llegaron al patio del Palacio del Zar. En aquel momento se hallaba
el Zar sentado a la mesa y cuando vio la nave voladora, se quedó muy
sorprendido y mandó un criado que fuese a ver quién volaba en aquella
nave. El criado salió a ver y volvió al Zar con la noticia de que quien
conducía la nave no era más que un pobre y mísero campesino. El Zar
reflexionó. No le gustaba la idea de dar su hijo a un simple campesino y
empezó a pensar cómo podría desembarazarse de aquel indeseable yerno
durante un año. Y se dijo: "Le exigiré que realice antes varias hazañas de
difícil cumplimiento". Y mandó decir al tonto que, para cuando acabase la
imperial comida, le trajese agua viva y cantante.
Cuando el Zar daba esta orden al criado, el primero de los compañeros a
quien el tonto había encontrado, es decir, aquel que estaba escuchando lo
que pasaba en el mundo, oyó lo que el Zar ordenaba, y se lo dijo al tonto.
- ¿Qué puedo hacer yo? -dijo el tonto.- Aunque busque un año y toda la
vida no encontraré esa agua.
- No te apures -le dijo el Pierna Ligera,- yo lo arreglaré.
El criado se acercó a transmitir la orden del Zar.
- Dile que la buscaré -contestó el tonto, y su compañero desató la otra
pierna de la oreja y emprendió tan veloz carrera, que en un abrir y cerrar
de ojos llegó al fin del mundo, donde encontró el agua viva y cantante.
- Ahora -se dijo- he de darme prisa y volver enseguida.
Pero se sentó junto a un molino y se quedó dormido.
Ya llegaba a su fin la comida del Zar, cuando aun no había vuelto, y todos
los de la nave lo esperaban impacientes. El primer compañero bajó al suelo
y aplicando el oído a la tierra escuchó.
- ¡Ah, ah! ¿Conque estás durmiendo junto al molino?
Entonces, el tirador cogió el arma, apuntó al molino y despertó a Pierna
Ligera con sus disparos. Pierna Ligera echó a correr y en un momento llegó
con el agua. El Zar aun no se había levantado de la mesa, de modo que su
orden quedó exactamente cumplida. Pero de poco sirvió. Porque impuso
otra condición. Le mandó decir: "Ya que eres tan listo, pruébamelo. Tú y
tus compañeros habéis de devorar en una sola comida veinte bueyes
asados y veinte grandes panes de hogaza". El primer compañero lo oyó y se
lo dijo al tonto. El tonto se asustó y dijo:
- ¡Pero si no puedo tragar ni un panecillo en una sola comida!
- No te apures -dijo el Tragón,- eso no será nada para mí.
El criado salió y comunicó la orden del Zar.
- Está bien -dijo el tonto,- traed todo eso y nos lo comeremos.
Y le sirvieron veinte bueyes asados y veinte grandes panes de hogaza. El
Tragón lo devoró todo en un momento.
- ¡Uf! -exclamó.- ¡Qué poca cosa! ¡Bien podrían servirnos algo más!
El Zar mandó decir al tonto que habían de beberse cuarenta barriles de
vino de cuarenta cubos cada uno. El primer compañero oyó las palabras
del Zar y se lo comunicó al tonto.
- ¡Pero si no podría beberme ni un solo cubo! -dijo el tonto, lleno de miedo.
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Cuentos de Hadas Anónimo 11
El gnomo bigotudo y el
caballo blanco
En cierto reino de cierto Imperio vivía una vez un Zar. En su corte había
unos arreos con jaeces de oro, y he aquí que el Zar soñó que llevaba estos
arreos un caballo extraño, que no era precisamente blanco como la lana,
sino brillante como la plata, y en su frente refulgía una luna. Al despertar
el Zar por la mañana, mandó lanzar un pregón por todos los países,
prometiendo la mano de su hija y la mitad de su imperio a quien
interpretase el sueño y descubriese el caballo. Al oír la real proclama,
acudieron príncipes, boyardos y magnates de todas partes, mas por mucho
que pensaron, ninguno supo interpretar el sueño y mucho menos saber el
paradero del caballo blanco. Por fin se presentó un campesino viejecito de
blanca barba, que dijo al Zar:
- Tu sueño no es sueño, sino la pura realidad. En ese caballo que dices
haber visto ha venido esta noche un Gnomo pequeño como tu dedo pulgar
y con bigotes de siete verstas de largo y tenía intención de raptar a tu
hermosa hija, sacándola de la fortaleza.
- Gracias por tu interpretación, anciano. ¿Puedes decirme ahora quién es
capaz de traerme ese caballo?
- Te lo diré, mi señor Zar. Tres hijos tengo de extraordinario valor. Nacieron
los tres en una misma noche: el mayor, al oscurecer; el segundo, a media
noche, y el tercero, a punta del alba, y por eso los llamamos Zorka,
Vechorka y Polunochka . Nadie puede igualárseles en fuerza y en valor.
Ahora, mi padrecito y soberano señor, manda que ellos te busquen el
caballo.
- Que vayan, amigo mío, y que tomen de mi tesoro cuanto necesiten. Yo
cumpliré mi palabra de Rey: al que encuentre ese caballo le daré la
Zarevna y la mitad de mi imperio.
Al día siguiente muy temprano, los tres bravos hermanos, Zorka, Vechorka
y Polunochka, llegaron a la corte del Zar. El primero tenía el más hermoso
semblante, el segundo, las más anchas espaldas y el tercero, el más
apuesto continente. Los condujeron a presencia del Zar, rezaron ante los
santos inclinándose devotamente, y ante el Zar hicieron la más profunda
reverencia, antes de decir:
- ¡Que nuestro soberano y Zar viva muchos años sobre la tierra! Hemos
venido, no para que nos obsequies con banquetes, sino para acometer una
ardua empresa, ya que estamos dispuestos a buscarte ese extraño caballo
por lejos que se encuentre, ese caballo sin igual que se te apareció en
sueños.
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El arpa mágica
Lejos, más allá de los mares azules, de los abismos de fuego, en las tierras
de la ilusión, rodeada de hermosos prados, se levantaba una ciudad
gobernada por el Zar Umnaya Golova (el sabio) con su Zarina.
Indescriptible fue su alegría cuando les nació una hija, una encantadora
Zarevna a quien pusieron por nombre Neotsienaya (la inapreciable) y aun
más se alegraron cuando al cabo de un año tuvieron otra hija no menos
encantadora a quien llamaron Zarevna Beztsienaya (la sin precio). En su
alegría, el Zar Umnaya Golova quiso celebrar tan fausto acontecimiento
con festines en que comió y bebió y se regocijó hasta que vio satisfecho su
corazón. Hizo servir a sus generales y cortesanos trescientos cubos de
aguamiel para que brindasen y durante tres días corrieron arroyos de
cerveza por todo su reino. Todo el que quería beber podía hacerlo en
abundancia.
Y cuando se acabaron los festines y regocijos, el Zar Umnaya Golova
empezó a preocuparse, pensando en la mejor manera de criar y educar a
sus queridas hijas para que llevasen con dignidad sus coronas de oro.
Grandes fueron las precauciones que tomó el Zar con las princesas.
Habían de comer con cucharas de oro, habían de dormir en edredones de
pluma, se habían de tapar con cobertores de piel de marta y tres doncellas
habían de turnarse para espantar las moscas mientras las Zarevnas
dormían. El Zar ordenó a las doncellas que nunca entrase el sol con sus
ardientes rayos en la habitación de sus hijas y que nunca cayese sobre
ellas el rocío fresco de la mañana, ni el viento les soplase en una de sus
travesuras. Para custodia y protección de sus hijas las rodeó de setenta y
siete niñeras y setenta y siete guardianes siguiendo los consejos de cierto
sabio.
El Zar Umnaya Golova y la Zarina y sus dos hijas vivían juntos y
prosperaban. No sé cuantos años transcurrieron, el caso es que las
Zarevnas crecieron y se llenaron de hermosura, y empezaron a acudir a la
corte los pretendientes. Pero el Zar no tenía prisa en casar a sus hijas.
Pensaba que a un pretendiente predestinado no se le puede evitar ni en un
caballo veloz, pero al que no está predestinado no se le puede mantener
alejado ni con triple cadena de hierro, y mientras así estaba pensando y
ponderando el asunto, le sorprendió un alboroto que puso en conmoción
todo el palacio. En el patio se produjo un ruido de gente que corría de un
lado a otro. Las doncellas de fuera gritaban, las de dentro chillaban y los
guardianes rugían con toda su alma.
El Zar Umnaya Golova salió corriendo a preguntar:
- ¿Qué ha sucedido?
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Gore-Gorinskoe
Una vez vivían en un pueblo dos hermanos, uno rico y otro pobre. Al rico
todo le salía a pedir de boca y la suerte le acompañaba en todos los
negocios que emprendía, pero al pobre parecía huirle la fortuna por más
que se esforzase en trabajar como un esclavo.
En pocos años, se vio el rico tan acaudalado y en un estado de prosperidad
tan abundante, que se trasladó a la ciudad, se hizo construir la casa más
grande y se estableció como comerciante, mientras el pobre pasaba tales
apuros, que a veces no tenía en casa ni un pedazo de pan que dar a un
racimo de hijos, todos pequeños, que lloraban a un tiempo pidiendo algo
que comer o beber. El pobre hombre empezó a desanimarse, maldiciendo
su suerte y su desgraciada cabeza empezó a hundírsele entre los hombros.
Fue a visitar a su hermano de la ciudad y le dijo: -¡Socórreme! ¡Estoy
completamente aniquilado!
- ¿Por qué no? -contestó el rico.- Medios no me faltan, pero has de trabajar
conmigo toda esta semana.
- ¡De mil amores! -accedió el pobre. Y puso manos a la obra. Barrió el
establo, dio de comer a los caballos y cortó leña para el fuego.
Al fin de la semana, el hermano rico le dio tres monedas y un trozo de pan.
- Gracias, aunque sea por tan poca cosa -dijo el pobre. Y ya se volvía a
casa cuando su hermano, sin duda sintió remordimientos de conciencia y
le dijo:
- ¿Por qué te marchas tan pronto? Mañana es mi cumpleaños. Quédate a
celebrarlo con nosotros.
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- ¿Cómo ha sido esto? -dijo el hermano rico con una sonrisa burlona.-
¡Hace poco estabas desnudo y te morías de hambre y ahora inauguras un
palacio y das banquetes!
- Sí, hubo un tiempo en que nada tenía que comer; pero ahora a Dios
gracias, no estoy peor que tú. Ven y verás.
Al día siguiente el hermano rico se dirigió al campo a ver a su pobre
hermano y se quedó admirado ante las magníficas construcciones de
madera, de que ningún rico comerciante podía jactarse. El hermano pobre
obsequió al rico con un banquete en que no faltaron los manjares más
exquisitos y cuando se le desató la lengua con las abundantes libaciones,
contó de qué manera había llegado a ser tan rico. La envidia se apoderó
del rico comerciante, quien pensó:
- Qué tonto es mi hermano. De veinte jarras que había, sólo cogió una.
Con tanto dinero como allí queda ni el mismo Doliente es temible. Iré allá,
apartaré la piedra, cogeré el dinero y dejaré en libertad a Doliente el
dolorido. ¡Qué se vengue de mi hermano con la mismo muerte!
Y dicho y hecho. El rico se despidió de su hermano, pero en vez de volver a
casa se dirigió a la famosa piedra. Apelando a todas sus fuerzas, logró
removerla hasta dejar espacio para poder mirar el arco. Pero antes que él
pudiera sacar la cabeza, el Doliente se escabulló del agujero y en un
instante se le subió a la espalda y se le agarró el cuello.
El rico sintió el peso en la espalda, volvió la cabeza y vio al monstruo
colgado de él y murmurándole al oído:
- ¡Lindo compañero estás hecho! ¡Conque querías matarme de hambre!
Pues te juro que no te desprenderás de mí tan fácilmente. ¡Nunca te
dejaré!
- No seas insensato, Doliente -chilló el rico.- No soy yo quien te dejó
encerrado bajo la piedra, y no hay razón para que te prendas a mí, que soy
el rico; ve a atormentar a mi hermano, que te ha encerrado.
Pero el otro no quiso escucharlo.
- ¡Mientes! -gruñó.- Una vez me engañaste y no volverás a hacerlo.
Y el rico no tuvo más remedio que llevar a cuestas a Doliente el dolorido
hasta su casa y por todos los días de su vida. Sus riquezas se extinguieron
y su opulencia se convirtió en humo y cenizas. El pobre hermano vive en
paz y en la abundancia y canta cantinelas divertidas de Doliente, el que
era más listo que todos.
Anda no sé adónde,
busca no sé qué
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Fedot fue a ver a sus compañeros y les pidió prestado a cada uno un rublo
hasta que recogió cerca de doscientos rublos, que se apresuró a entregar a
su mujer.
- Ahora -le dijo ésta- cómprame con estos rublos seda de varios colores.
El arquero fue y compró con aquellos rublos seda de varios colores. Su
mujer cogió el género y dijo a su marido:
- ¡No te preocupes! ¡Reza y échate a dormir que la mañana es más buena
consejera que la noche!
Con esto, el marido se durmió mientras que su mujer fue a la galería,
abrió el libro de los encantos y al momento se le aparecieron dos jóvenes
que le dijeron:
- ¿Qué tienes a bien mandarnos?
- Tomad esta seda y en una hora traedme una alfombra que sea lo más
admirable que pueda hallarse en todo el mundo, y bordadme en ella todas
las ciudades y las aldeas y ríos y lagos de este reino.
Los dos jóvenes se pusieron a trabajar y bordaron una alfombra que era la
maravilla de las maravillas. Al día siguiente, la mujer entregó la alfombra
al marido, diciéndole:
- Toma, lleva esto al mercado y véndelo a los comerciantes; pero guárdate
bien de regatear. Toma lo que te den por ello.
Fedot cogió la alfombra, la enrolló, se la puso bajo el brazo y se fue al
mercado.
El primer comerciante que lo vio se le acercó y le dijo:
- Escúchame, señor mío: ¿no me venderías esa alfombra?
- ¡Con mucho gusto!
- ¿A qué precio?
- Fíjalo tú mismo, ya que frecuentas el mercado y entiendes de esto.
El mercader empezó a pensar y a pensar y no podía fijar el precio de la
alfombra por más que se exprimía el cerebro. Pasó por allí otro comprador
y se detuvo ante la alfombra, y luego otro y otro, hasta que formaron un
grupo numeroso. Todos contemplaban la mercancía expuesta y se
quedaban tan admirados, que no lograban fijar el precio. En aquel
momento pasó el mayordomo del rey, y al ver el grupo se acercó a
enterarse de qué estaban hablando los comerciantes.
- ¿De qué se trata? -les preguntó.
- No sabemos qué precio poner a esta alfombra -le contestaron.
Entonces, el mayordomo se fijó en la alfombra y también se quedó
maravillado.
- ¡Escucha, arquero! -dijo.- Dime la verdad: ¿de dónde has sacado esta
señora alfombra?
- ¡Mi mujer la ha fabricado!
- ¿Cuánto quieres por ella?
- Ni yo sé lo que vale. Mi mujer me encargó que no regatease, sino que
aceptase lo que se me ofreciera.
- ¿Entonces, qué te parece si la ponemos en 10.000 rublos?
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Verlioka
Una vez vivía un matrimonio anciano con dos nietos huérfanos, tan
hermosos, tan dóciles y buenos, que el matrimonio los quería sin medida.
Un buen día se le ocurrió al abuelo llevar a los nietos al campo para
enseñarles un plantío de guisante, y vieron que los guisantes crecían
espléndidos. El abuelo se regocijó al ver aquella bendición y dijo:
- No hallaréis guisantes mejores en todo el mundo. Cuando estén bien
granados, haremos de vez en cuando sopa y tortilla de guisantes.
Al día siguiente, el abuelo mandó a su nieta, diciendo:
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Cuentos de Hadas Anónimo 34
- ¡Sé que buscas a tus nietos y que quieres ajustar las cuentas con
Verlioka!
- ¿Cómo conoces a ese monstruo?
- ¡Cuac, cuac, cuac! -graznó el pato-. ¿Cómo quieres que no lo conozca, si
fue él quien me arrancó la cola?
- Entonces, tal vez puedas decirme dónde vive.
- ¡Cuac, cuac, cuac! No soy más que un ave pequeñita, pero me daré el
gusto de hacerle pagar mi cola. Te diré dónde vive.
- ¿Quieres ir delante y enseñarme el camino? ¡Aunque te falte la cola veo
que no te falta cabeza!
El pato salió del agua y se puso a caminar contoneándose.
Anda que andarás, anda que andarás, llegaron ante un trozo de cuerda
tirado en el camino, que dijo:
- ¡Hola, abuelito juicioso!
- ¡Hola, cuerdecita!
- ¿De dónde vienes, y adónde vas?
- Vengo de tal y tal parte y voy a vérmelos con Verlioka, que ha pegado a
mi mujer y se ha llevado a mis dos nietos, y ¡qué nietos, si los vieses!
- Llévame y tal vez pueda ayudarte.
El abuelo pensó: "Podría llevármela y quizá me serviría para ahorcar a
Verlioka". Y contestó a la cuerda:
- Ven con nosotros, si sabes el camino.
Y he aquí que la cuerda se puso en movimiento ante ellos arrastrándose
como una culebra.
Anda que andarás, anda que andarás, llegaron ante un molino de agua,
que dijo:
- ¡Hola, abuelito juicioso!
- ¡Hola, molinito de agua!
- ¿De dónde vienes y adónde vas?
- Vengo de tal y tal parte a ajustarle las cuentas a Verlioka. Figúrate que
ha molido a palos a mi mujer y se ha llevado a mis nietos, y ¡qué nietos, si
los vieses!
- ¡Llévame contigo y tal vez pueda ayudarte!
Y el abuelito pensó: "El molino de agua también puede ser útil".
Entonces el molino se levantó y apoyándose en la turbina echó a andar
delante del abuelo.
Anda que andarás, anda que andarás, llegaron ante una bellota tirada en
el camino, que dijo:
- ¡Hola, abuelito narizotas!
- ¡Hola, bellota robliza!
- ¿Dónde vas tan aprisa?
- Voy a zurrar a Verlioka. ¿Lo conoces?
- ¡Ya lo creo! ¡Llévame contigo y te ayudaré!
- ¿Pero en qué puedes ayudarme?.
- ¡No escupas en el pozo si no quieres tenerte que beber tú solo el agua!
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Cuentos de Hadas Anónimo 35
El genio de la estepa
En aquellos remotos tiempos vivían un rey y una reina. El rey era anciano
y la reina, joven.
Aunque se querían mucho eran muy desgraciados porque Dios no les
había dado descendencia. Tan apenada estaba la reina, que cayó enferma
de melancolía y los médicos le aconsejaron viajar para disipar su mal.
Como al rey lo retenían sus asuntos en su reino, ella emprendió el viaje sin
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Cuentos de Hadas Anónimo 41
- Príncipe Junak- dijo el corcel,- hace siglos que esperaba un jinete como
tú. Heme aquí dispuesto a llevarte y a servirte fielmente. Súbete a mis
lomos y empuña la maza que pende del arzón de la silla. No hace falta que
la manejes tú mismo, dale tus órdenes y ella irá a cumplirlas y peleará por
ti. ¡Y ahora partamos y que Dios nos acompañe! Dime adónde quieres ir y
estarás allí al momento.
En cuatro palabras, el Príncipe contó su historia al caballo, empuñó la
maza y emprendió veloz carrera. El animal cabrioló, galopó, voló y hendió
los aires a más altura que los más altos bosques, pero manteniéndose
siempre por debajo de las nubes; cruzó montañas, ríos y precipicios;
apenas tocaba las puntas de las hierbas al pasar sobre ellas y corría tan
ligeramente por los caminos, que no levantaba ni un átomo de polvo.
Hacia la caída del sol, Junak se hallaba ante un bosque inmenso, en mitad
del cual se alzaba la casita de Yaga, rodeada de robles y de pinos
centenarios que no conocían el hacha del leñador. Los enormes árboles,
dorados por los rayos del sol, parecían erguir sus copas, mirando con
sorpresa a sus extraños visitantes. Reinaba un silencio absoluto. Ni un
pájaro cantaba en las ramas, ni un insecto zumbaba en el aire, ni un
gusano se arrastraba por la tierra. El único ruido era el del caballo
abriéndose paso entre el follaje. Por fin llegaron ante una casita sostenida
por una pata de gallo sobre la que giraba como un torno.
El Príncipe Junak gritó:
"Da la vuelta, casita, da la vuelta,
Gira, que quiero entrar;
Vuélvete de espalda al espeso bosque
Y ábreme la puerta de par en par."
La casita giró, y al entrar, el Príncipe vio a la vieja Yaga, que lo recibió
exclamando:
- ¡Hola, Príncipe Junak! ¿Cómo has llegado hasta aquí, donde nunca entra
nadie?
- ¡No seas necia, bruja! ¿Por qué has de aburrirme a preguntas antes de
obsequiarme? -replicó el Príncipe.
Al oír esto, la vieja Yaga dio un brinco y se apresuró a llenar de atenciones
a su huésped. Le preparó una cena espléndida y un lecho blando para que
durmiese bien y luego salió ella de casa y pasó la noche afuera. Al día
siguiente, el Príncipe le contó sus aventuras y le expuso sus planes.
- Príncipe Junak -dijo ella,- has acometido una empresa dificilísima, pero
tu valor hará que la termines con éxito. Te diré cómo has de dar muerte a
Kostey, pues sin esto nada puedes hacer. En medio del Océano está la Isla
de la Vida Eterna. En la isla crece un roble y al pie de éste, escondida bajo
tierra, hay un arca forrada de hierro. En el arca está encerrada una liebre
y bajo ella hay una oca que tiene un huevo. Dentro del huevo está la vida
de Kostey. Cuando se rompa morirá el gigante. Adiós, Príncipe Junak,
anda y no pierdas tiempo. Tu caballo te llevará a la isla.
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Kuzma Skorobogati
Una vez vivía un matrimonio campesino que tenía un hijo, y éste, aunque
buen chico, era tonto de capirote e inútil para los trabajos del campo.
- Marido mío -dijo un día la mujer,- no haremos nada bueno con este hijo
y se nos comerá casa y hacienda; mándalo a paseo, que se gane la vida y
se abra camino en el mundo.
Lo sacaron, pues, de casa, y le dieron un rocín, una cabaña destartalada
del bosque y un gallo con cinco gallinas. Y el pequeño Kuzma vivía solo,
completamente solo en medio del bosque.
La raposa olió las aves de corral que le ponían casi bajo las narices en el
bosque y resolvió hacer una visita a la cabaña de Kuzma. Un día el
pequeño Kuzma salió a cazar y apenas se había alejado de la cabaña, la
raposa que estaba vigilando la ocasión, entró, mató una de las gallinas, la
asó y se la comió. Al volver el pequeño Kuzma quedó desagradablemente
sorprendido al ver que faltaba una gallina, y pensó: "Se la habrá llevado un
buitre". Al día siguiente volvió a salir de caza, encontró por el camino a la
raposa y ésta le preguntó:
- ¿Adónde se va, pequeño Kuzma?.
- ¡Voy a ver que cazo, raposita!
- ¡Buena suerte!
E inmediatamente se deslizó hasta la cabaña, mató otra gallina, la coció y
se la comió. El pequeño Kuzma volvió a casa, contó las gallinas y vio que
faltaba otra. Y se le ocurrió pensar: "¿No será la raposilla la que está
probando mis gallinas?" Y al tercer día dejó bien cerradas la ventana y la
puerta y salió como de costumbre. Se tropezó con la raposa, la cual le dijo:
- ¡Hola, pequeño Kuzma! ¿Dónde vamos?
- ¡A cazar, raposita!
- ¡Buena suerte!
Y corrió a la cabaña de Kuzma, pero éste se volvió tras ella. La reposa dio
la vuelta a la casita y vio que la puerta y la ventana estaban, tan bien
cerradas que no le era posible entrar. Entonces se encaramó hasta el
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Al día siguiente, las garduñas y las martas estaban reunidas sin faltar
una, y la raposa las condujo a presencia del Zar Ogon; le ofreció los
respetos en nombre de su futuro yerno y le hizo el presente de las
cuarenta cuarentenas de garduñas y de martas. El Zar aceptó el obsequio
y dijo:
- ¡Gracias! Di a mi futuro yerno que venga en persona; deseamos verle y ya
es hora de que conozca a su prometida.
Al día siguiente, la raposita se presentó de nuevo en la corte, y el Zar le
preguntó:
- Y bien ¿dónde está nuestro futuro yerno?
A lo que contestó la raposa:
- Me ha ordenado que os presente sus respetos y que os diga que hoy le
será imposible de todo punto venir.
- ¿Cómo así?
- Está abrumado de trabajo, recogiendo todas sus cosas para venir, y
ahora mismo acabo de dejarlo contando su tesoro. Precisamente os ruega
que le prestéis un almud, porque ha de contar sus monedas de plata; sus
almudes los tiene llenos de oro.
El Zar entregó a la raposa el almud sin comentario, pero dijo para sus
adentros: "¡Magnífico, raposa! ¡Eso es caernos en suerte un buen yerno!
¡No todos pueden contar en almudes el oro y la plata, en estos tiempos que
corremos!"
Al día siguiente, la raposa se presentó de nuevo en la corte y devolvió al
Zar su almud (en cuyos ángulos había tenido la precaución de pegar unas
moneditas de plata), y dijo:
- Vuestro futuro yerno, Kuzma Skorobogati, me ordena que os presente
sus respetos y os diga que hoy estará entre vosotros con todas sus
riquezas.
El Zar estaba encantado y ordenó que lo preparasen todo para la recepción
de tan estimable huésped. Pero la raposa corrió a la cabaña de Kuzma,
donde hacía dos días que el desgraciado estaba echado sobre la estufa,
muerto de hambre y esperando. La raposa le dijo:
- ¿Por qué estás tan abatido? ¿No sabes que ya tengo para tu novia a la
hija del Zar Ogon y de la Zarina Molnya? ¡Vamos a verlos en calidad de
huéspedes y a celebrar la boda!
- Pero, raposa, ¿estás en tu sano juicio? ¿Cómo he de ir si no tengo ropa
que ponerme?
- Haz lo que te digo. ¡Ensilla tu rocín y no te preocupes de nada!
Kuzma sacó el rocín del cobertizo, le echó encima una manta vieja, le puso
las riendas, lo montó y siguió a la raposa a trote ligero. Ya llegaban cerca
del castillo, cuando encontraron un puente que cruzaba un río.
- ¡Baja del caballo! -dijo la raposa a Kuzma.- ¡Sierra los pilares de este
puente!
El pequeño Kuzma se puso a serrar con todas sus fuerzas los pilares,
hasta que el puente se vino abajo con un crujido.
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La acusadora
Una vez vivía un matrimonio anciano. Ella, sin que fuera una mala mujer,
tenía el defecto de no sujetar su lengua, y todo el pueblo se enteraba por
ella de lo que su marido le contaba y de lo que en casa sucedía, y no
satisfecha con esto, exageraba todo de tal modo, que decía cosas que
nunca ocurrieron. De vez en cuando, el marido tenía que castigarla y las
costillas de la mujer pagaban las culpas de su lengua.
Un día, el marido fue al bosque por leña. Apenas había penetrado en él,
notó que se le hundía un pie en la tierra, y el buen viejo pensó:
- ¿Qué será esto? Voy a remover la tierra y tal vez tenga la suerte de
encontrar algo.
Se puso a hurgar y al poco rato descubrió una caldera llena de oro y plata.
- ¡Que suerte he tenido! ¿Pero qué haré con esto? No puedo ocultarlo a mi
buena mujer, aunque estoy seguro que todo el mundo se enterará por ella
de mi feliz hallazgo y yo habré de arrepentirme hasta de haberlo visto.
Después de largas reflexiones llegó a una determinación. Volvió a enterrar
el tesoro, echó encima unas cuantas ramas y regresó al pueblo. Enseguida
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El matrimonio fue rico desde aquel día y vivió alegremente, pero la mujer
no se enmendó; cada día invitaba gente y les daba tales banquetes, que al
marido casi se le hacía aborrecible su casa. El hombre trató de corregirla.
- ¿Pero en qué piensas? -le decía.- ¿No quieres hacerme caso?
- No recibo órdenes ni de ti ni de nadie -replicó ella.- Yo también encontré
el tesoro y tengo tanto derecho como tú a divertirme como él me permite.
El marido estuvo desde entonces algún tiempo sin decirle nada, pero al fin
le dirigió la palabra diciendo:
- ¡Haz lo que te dé la gana, pero no estoy dispuesto a que tires más dinero
por la ventana!
La mujer se enfureció y contestó en mal tono:
- Ya sé lo que quieres: guardar todo el dinero para ti. Antes te arrojaré por
el despeñadero para que los cuervos te dejen sólo con los huesos. ¡No te
lucirá mucho mi dinero!
El marido le hubiese dado un golpe, pero la mujer huyó y acudió al juez y
presentó una querella contra aquél.
- Vengo a ponerme en manos de tu piadosa justicia y a presentar una
demanda contra mi inútil marido. Desde que encontró el tesoro no es
posible vivir con él. No quiere trabajar y pasa el tiempo bebiendo y
pindongueando. Quítale todo el dinero padre. ¡El oro que así pervierte a
una persona es cosa vil!
El magistrado se apiadó de la mujer y envió a su escribano más antiguo
para que fuese juez entre el marido y su esposa. El escribano reunió a
todos los ancianos del pueblo y cuando se presentó el campesino le dijo:
- El magistrado me ha mandado venir y ordena que me entregues todo tu
tesoro.
El campesino se encogió de hombros y preguntó:
- ¿Qué tesoro? No sé nada de mi tesoro.
- ¿Que no sabes nada? Pues tu mujer acaba de ir a quejarse al magistrado,
y yo te digo, amigo, que si niegas, peor para ti. Si no entregas todo tu
tesoro a¡ magistrado, habrás de responder por tu osadía de encontrar
tesoros y no descubrirlos a la autoridad.
- Perdonadme, honorables señores. ¿De qué tesoro me estáis hablando?
Tal vez mí mujer haya visto ese tesoro en sueños, os habrá dicho un
cúmulo de insensateces y le habéis hecho caso.
- No se trata de insensateces -le gritó la mujer,- sino de una caldera llena
de plata y oro.
- Tú has perdido el juicio, querida esposa. Perdonad, honorables señores.
Haced el favor de interrogarla minuciosamente sobre el asunto, y si puede
probar lo que dice contra mi, estoy dispuesto a responder con todos mis
bienes.
- ¿Y tú crees que no puedo probar lo que digo contra ti? ¡Lo probaré,
granuja! Le diré cómo sucedió todo, señor escribano. Lo recuerdo
perfectamente sin olvidar detalle. Fuimos al bosque y en un árbol vimos
un besugo.
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Rico. Al pasar junto al precipicio, les pareció oír gritos de niño, que subían
del fondo. Detuvieron la marcha y mirando por los ventisqueros vieron en
un prado muy profundo a un niño que, sentado sobre la hierba, jugaba
con las flores. Los comerciantes lo recogieron, lo envolvieron en pieles y
continuaron el viaje. Al llegar a casa de Marco el Rico, le contaron el
extraño hallazgo. Marco comprendió enseguida que se trataba del niño que
él había comprado y dijo a los mercaderes.
- Me gustaría mucho hacerme cargo de la criatura; si me la entregáis os
perdonaré la deuda.
Los mercaderes se avinieron, dieron el niño a Marco y se marcharon. Pero
aquella misma noche Marco cogió a la criatura, la puso en una canastilla
embreada, y la arrojó al mar.
La canastilla, arrastrada por la corriente y por el viento, fue deslizándose
por la superficie como una barquilla, hasta que llegó a un monasterio. Por
casualidad estaban los monjes a aquella hora en la orilla extendiendo las
redes al sol, y oyeron el llanto de un niño. Adivinaron que el llanto venía de
la canastilla, la pescaron, la destaparon y encontraron al niño. Lo llevaron
al abad, y así que éste se enteró de que el niño había sido hallado en el
mar dentro de una canastilla, decidió que se llamara Basilio el
Infortunado. Y desde entonces, Basilio vivió en el monasterio hasta los
dieciséis años, creciendo en gracia y fortaleza y en virtud y talento. El abad
lo quería porque aprendió las letras con tanto facilidad, que pronto estuvo
en disposición de leer y cantar en la iglesia mejor que los demás, y porque
era hábil y sagaz en los negocios. Y el abad lo nombró sacristán.
Y sucedió que en un viaje de negocios que hizo Marco el Rico, llegó a aquel
mismo monasterio, y los monjes lo recibieron con todos los honores que
aconsejaban su opulencia. El abad mandó al sacristán que abriese la
iglesia. El sacristán corrió a obedecer, encendió las luces y se quedó en el
coro leyendo y cantando. Marco el Rico preguntó al abad si aquel joven se
había educado allí desde niño, y cuando el abad se lo contó todo, llegó a la
conclusión de que aquel joven no podía ser otro que el niño que él compró.
Y dijo al abad:
- Si pudiera obtener los servicios de un joven tan despejado como vuestro
sacristán, le confiaría todos mis tesoros, y lo nombraría administrador de
todos mis bienes, que ya sabéis vosotros que son cuantiosos.
El abad empezó a excusarse, pero Marco prometió al monasterio una
donación de diez mil rublos. El abad vacilaba, y consultó a los hermanos
de comunidad y los hermanos le dijeron:
- ¿Por qué hemos de cruzarnos en el camino de Basilio? Que Marco haga
de él su administrador, si quiere.
Acordaron, pues, que Basilio el Infortunado se marchase con Marco el
Rico.
Pero Marco mandó a Basilio a casa en una embarcación y escribió a su
mujer esta carta: "Cuando se presente el dador de esta carta llévalo
enseguida a nuestros obradores de jabón y cuando paséis por la gran
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que dejaron, había plata y oro y piedras preciosas sin cuento. Basilio
dirigió la mirada al mar y he aquí que las doce naves de Marco el Rico, que
la ballena había devuelto, navegaban viento en popa y en el alcázar de la
nave principal estaban los tres ancianos que Basilio encontró cuando fue a
entregar la carta a la mujer de Marco el Rico y lo salvaron de una muerte
segura. Y los ancianos dijeron a Basilio:
- ¿No ves, Basilio, cómo Dios te ha bendecido? Y, dicho esto
desembarcaron y siguieron el camino andando. Y los marineros saltaron a
tierra y embarcaron todo el oro y la plata y las piedras preciosas y
siguieron la ruta en dirección a su país.
Marco el Rico, al ver todo aquello se enfureció más que nunca. Mandó
ensillar el caballo y salió a galope en dirección del país de Tres Veces Diez,
para arreglar personalmente sus asuntos con el Zar Serpiente. Al llegar al
río saltó a la barca, pero el barquero lo empujó a la corriente desde la orilla
y Marco el Rico se vio convertido en el barquero para toda su vida. Y aun
está remando. Pero Basilio el Infortunado vivió con su mujer y la madre de
ésta en completa dicha y prosperidad; fue bueno con los pobres, y les daba
comida y vestidos y administró y aumentó la fortuna de Marco el Rico.
La zarevna Belleza
Inextinguible
Hace mucho tiempo, en cierto país de cierto Imperio, vivía el famoso Zar
Afron Afronovich. Tenía tres hijos: el mayor era el Zarevitz Dimitri, el
segundo, el Zarevitz Vasili, y el tercero, el Zarevitz Iván. Todos eran buenos
mozos. El menor tenía diecisiete años cuando el Zar Afron frisaba en los
sesenta. Y un día, mientras el Zar estaba reflexionando y contemplando a
sus hijos, se le ensanchó el corazón y pensó: "Verdaderamente, la vida es
deliciosa para estos jóvenes, que pueden disfrutar de este mundo de
maravillas que Dios creó; pero yo resbalo por la pendiente de la vejez,
empiezan a afligirme los achaques y poca alegría me ofrece ya este mundo.
¿Qué será de mí en adelante? ¿Cómo podría librarme de la senectud?"
Y así pensando, se quedó dormido y tuvo un sueño. En una tierra
desconocida, más allá del país Tres Veces Nueve, en el Imperio Tres Veces
Diez, habitaba la Zarevna Belleza Inextinguible, la hija de tres madres, la
nieta de tres abuelas, la hermana de nueve hermanos, y bajo la almohada
de esta Zarevna se guardaba un frasco de agua de la vida, y todos los que
bebían de esta agua rejuvenecían treinta años.
Apenas se despertó el Zar, llamó a sus hijos y a todos los sabios del reino y
les dijo:
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- ¡Hola, abuela!
- Salud, Zarevitz Iván. ¿Vienes a descansar o vas en busca de algo?
- Voy en busca de algo, abuela. Voy más allá de las tierras Tres Veces
Nueve al Imperio de Tres Veces Diez, en busca de la Zarevna Belleza
Inextinguible. Quiero pedirle el agua de la vida para mi padre, el Zar.
La Baba Yaga contestó:
- Aunque no lo he visto con mis ojos, ha llegado a mis oídos; pero no
podrás llegar.
- ¿Por qué?
- Porque hay tres barqueros que la guardan. El primero te cortará la mano
derecha, el segundo te cortará la mano izquierda, y el tercero te cortará la
cabeza.
- Y bien, abuela, ¿qué importa una cabeza?
- ¡Ay, Zarevitz Iván! ¡Cuánto mejor sería que te volvieras por donde has
venido! ¡Aun eres joven y tierno, no has estado nunca en lugares
peligrosos, no has presenciado grandes horrores!
- ¡Calla, abuela! La flecha que sale del arco no vuelve atrás.
Se despidió de Baba Yaga para continuar su viaje y no tardó en llegar a la
primera barca. Vio a los barqueros dormidos en ella y se detuvo a
reflexionar. "Si grito para despertarlos -pensó- los dejaré sordos para toda
la vida y si silbo con todas mis fuerzas hundiré la barca". Por consiguiente
lanzó un ligero silbido y los barqueros salieron de su profundo sueño y lo
pasaron a remo.
- ¿Qué os debo por el trabajo? -les preguntó.
- ¡No discutamos y danos tu brazo derecho! -contestaron a una los
barqueros.
- Mi brazo derecho, no; ¡lo necesito para mí! -replicó el Zarevitz Iván. Y
desenvainando su pesada espada empezó a repartir mandobles a diestro y
siniestro, hiriendo a los barqueros hasta que los dejó medio muertos. Y
hecho esto prosiguió su camino y usó el mismo procedimiento para abatir
a los otros dos enemigos.
Por fin llegó al Imperio de Tres Veces Diez y en la frontera encontró a un
hombre salvaje, alto como un árbol del bosque y gordo como un almiar, y
su mano empuñaba una clava de roble. Y el gigante dijo al Zarevitz Iván:
- ¿Adónde vas, gusano?
- Voy al reino de la Zarevna Belleza Inextinguible en busca del agua de la
vida para mi padre el Zar.
- ¿Cómo te atreves a tanto, pigmeo? ¿No sabes que hace siglos soy yo el
guardián de su reino? Te advierto que me alimento de héroes, y aunque los
jóvenes que vinieron antes montaban más que tú, todos cayeron en mis
manos y sus huesos están esparcidos por aquí. ¡En cuanto a ti, no tengo
para sacar de pena mi estómago, pues no eres más que un gusano!
El Zarevitz comprendió que no podría derribar al gigante y cambió de
dirección. Anda que andarás, se metió con su caballo por lo más
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intrincado de un bosque, hasta que llegó a una choza donde vivía una vieja
muy vieja, que al ver al joven exclamó:
- ¡Salud, Zarevitz Iván! ¿Cómo te ha guiado Dios hasta aquí?
El Zarevitz le reveló sus secretos y la vieja, compadecida de él, le dio un
manojo de hierbas venenosas y una pelota.
- Baja al llano -le dijo,- enciende una hoguera y arroja al fuego esta hierba.
Pero ten mucho cuidado. Si no te pones al lado de donde sopla el viento, el
fuego se convertiría en tu enemigo. El humo llevado por el viento hará caer
al gigante en un profundo sueño, entonces le cortas la cabeza, arrojas la
pelota ante ti y la sigues a donde vaya. La pelota te llevará a las tierras
donde reina la Zarevna Belleza Inextinguible. La Zarevna pasea por allí
durante nueve días y el día décimo recobra las fuerzas durmiendo el sueño
de los héroes en su palacio. Pero guárdate de entrar por la puerta. Salta
por encima del muro con todas tus fuerzas y procura que no tropiecen tus
pies con los cordeles tendidos en lo alto, porque despertarías a todo el
Imperio y no escaparías con vida. Pero cuando hayas saltado el muro,
entra enseguida al palacio y dirígete al dormitorio; abre la puerta con
mucha precaución y coge el frasco de agua de la vida que hallarás bajo la
almohada de la Zarevna. Pero una vez el frasco en tu poder, vuelve atrás
inmediatamente y ¡no te quedes ni un momento contemplando la belleza
de la Zarevna, porque en tu mocedad no podrías resistirla!
El Zarevitz Iván dio las gracias a la vieja e hizo cuanto le ordenó. Apenas
encendió el fuego, arrojó a las llamas la hierba de modo que el humo
flotase en dirección al lugar donde el gigante estaba montando la guardia.
Enseguida se le nublaron los ojos, bostezó y cayó al suelo dormido como
un tronco. El Zarevitz le cortó la cabeza, arrojó la pelota y echó a correr
tras ella. Corre que correrás, corre que correrás, la pelota no dejó de rodar
hasta que, entre el verde del bosque se destacó relumbrante el palacio de
oro. De pronto se levantó del palacio y a lo largo del camino una nube de
polvo, entre el que relucían lanzas y corazas, y al mismo tiempo llegaba un
ruido como de escuadrones de guerreros en marcha. La pelota se desvió
del camino y el Zarevitz la siguió entre unas malezas que lo ocultaban. Allí
se apeó y dejó que el caballo paciese, mientras él observaba a la Zarevna
Belleza Inextinguible que se acercaba con su séquito y se detenía en unos
hermosos prados para recrearse. Y todo el séquito de la Zarevna estaba
compuesto de doncellas a cual más hermosa, pero la belleza inextinguible
de la Zarevna se destacaba entre ellas como la luna entre las estrellas.
Levantaron tiendas de campaña y allí estuvieron distrayéndose durante
nueve días con diversos juegos; pero el Zarevitz como un lobo hambriento,
no podía apartar sus ojos de la Zarevna, y por mucho que miraba nunca
estaba satisfecho. Por fin, el décimo día, cuando todo el mundo dormía en
la dorada corte de la Zarevna, el joven espoleó el caballo con todo su
fuerza, y de un brinco fue a parar al jardín del departamento de las
doncellas de compañía; ató las riendas de su caballo a un poste y con las
precauciones de un ladrón se introdujo en el palacio y se encaminó
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completamente noche. Por fin llegó a un lugar que no era desierto, y junto
al mar había un castillo como una ciudad y una choza como una mansión.
El Zarevitz Iván se acercó a buen paso a un pajar y desde el pajar se
introdujo en la choza, rogando a Dios que le concediera un descanso
reparador aquella noche.
Pero en la choza vivía una vieja, muy vieja, muy vieja, toda llena de
arrugas y con el pelo blanco, que le dijo:
- ¡Buenos noches, amiguito! Sé bien venido, puedes descansar aquí, pero,
dime: ¿cómo has llegado?
- Muchos años tienes, abuela, pero tu pregunta no denota mucho seso. Lo
primero que deberías hacer es darme de comer y de beber y dejarme
dormir, y luego me harás las preguntas que quieras.
La vieja le sirvió enseguida de comer y de beber, dejó que se acostase a
dormir, y luego volvió a preguntar. Y el Zarevitz le contestó:
- Estuve en el Reino de Tres Veces Diez como huésped de la Zarevna
Belleza Inextinguible y ahora regreso a casa de mi padre el Zar Afron; pero
me he perdido. ¿No podrías enseñarme el camino que me lleve a casa?
- ¿Cómo voy a enseñarte lo que yo misma desconozco, Zarevitz? Llevo las
nueve décimas partes de mis años viviendo en esta tierra y nunca había
oído hablar del Zar Afron. Bueno, duerme en paz y mañana llamaré a mis
mensajeros y tal vez alguno de ellos lo sepa.
Al día siguiente, el Zarevitz se levantó muy temprano, se lavó bien y salió
con la vieja a una galería, desde donde ella gritó con voz penetrante:
- ¡Eh, eh! ¡Peces que nadáis en el mar y reptiles que os arrastráis en la
tierra, mis fieles servidores, reuníos aquí al momento sin que falte ni uno
de vosotros!
Inmediatamente se produjo una viva agitación en las azules aguas del mar
y todos los peces, grandes y pequeños, se reunieron; tampoco faltaban los
reptiles. Todos se acercaron a la orilla por debajo del agua.
- ¿Sabe alguno de vosotros en qué parte del mundo habita el Zar Afron y
qué camino lleva a sus dominios?
Y todos los peces y reptiles contestaron a una voz:
- Ni lo hemos visto con los ojos ni nos ha llegado la noticia a los oídos.
Entonces la vieja se volvió al otro lado y gritó:
- ¡Eh! ¡Animales que andáis sueltos por los bosques, aves que voláis por el
aire, mis fieles servidores, volad y corred aquí al momento sin que falte ni
uno de vosotros!
Y las bestias salieron corriendo del bosque a manadas y las aves acudieron
a bandadas, y la vieja les preguntó por el Zar Afron, y todos a una voz le
contestaron:
- Ni lo hemos visto con los ojos ni ha llegado la noticia a nuestros oídos.
- Y bien, Zarevitz, ya no queda nadie por preguntar, y ya ves lo que han
contestado todos.
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Tomás Berennikov
Una vez vivía en una aldea un pobre campesino llamado Tomás
Berennikov, muy suelto de lengua y fanfarrón como nadie; a feo no todos
le ganaban y en cuanto a trabajador, nadie tenía que envidiarle. Un día fue
al campo a labrar, pero el trabajo era duro y su yegua, floja y escuálida,
apenas podía con el arado. El labrador se desanimó y fue a sentarse a una
piedra para dar rienda suelta a sus tristes pesares. Inmediatamente
acudieron verdaderos enjambres de tábanos y mosquitos que volaron como
una nube sobre su infeliz jamelgo acribillándolo a picaduras. Tomás cogió
un haz de ramas secas y lo sacudió contra su pobre bestia para librarla de
aquellos insectos que se la comían viva. Los tábanos y los mosquitos
cayeron en gran número. Tomás quiso saber a cuántos había matado y
contó ocho tábanos, pero no pudo contar los mosquitos. Puso una cara de
satisfacción y se dijo:
"¡Acabo de hacer algo grande! ¡He matado ocho tábanos de un solo golpe y
los mosquitos son incontables! ¿Quién dirá que no soy un gran guerrero?
¿Que no soy un héroe? No aro más en el campo. Lucharé. ¡Soy un héroe y
como tal buscaré fortuna!"
Arrojó la hoz, se ciñó la alforja y colgó de su cinto la guadaña, y de esta
guisa, montó su escuálida yegua y salió por el mundo en busca de
aventuras.
Mucho tiempo hacía que cabalgaban cuando llegó a un poste donde
habían inscrito sus nombres muchos héroes que por allí pasaron. No quiso
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ser menos y escribió con yeso en el mismo poste: "El valiente Tomás
Berennikov que mató de un golpe a ocho de los grandes e incontables de
los pequeños, ha pasado por aquí". Escrito esto, siguió caminando.
No se había alejado media legua, cuando dos jóvenes y fornidos
campeones acertaron a pasar por allí galopando en sus cabalgaduras,
leyeron la inscripción y se dijeron el uno al otro:
- ¿Quién será este héroe desconocido? Nadie nos ha hablado de su brioso
corcel ni nos ha dado noticias de sus caballerescas hazañas.
Picaron espuelas y no tardaron en dar alcance a Tomás, a cuya vista
quedaron sorprendidos.
- ¿Pero qué caballo monta ese hombre? -exclamaron.- ¡Si no es más que
un rocín trasijado! ¡Eso quiere decir que su fuerza no estriba en su
cabalgadura sino en el mismo héroe!
Se acercaron, pues, a Tomás y lo saludaron en tono humilde y de
sumisión:
- ¡La paz sea contigo, buen hombre!
Tomás los miró por encima de¡ hombro y, sin mover la cabeza, preguntó:
- ¿Quiénes sois vosotros?
- Ilia Muromets y Alesha Popovich, que desean ser tus compañeros.
- Bien; si tal es vuestro deseo, seguidme.
Llegaron a los dominios del vecino Zar y se dirigieron al vedado real, donde
levantaron sus tiendas para descansar mientras dejaban que sus caballos
paciesen libremente. El Zar mandó a cien caballeros de su guardia con la
orden de expulsar a los forasteros de su vedado. Ilia Muromets y Alesha
Popovich dijeron a Tomás:
- ¿Quieres salir tú contra ellos o quieres enviarnos a nosotros?
- ¡Sí, claro! ¿Pensáis que voy a ensuciarme las manos luchando contra esa
basura? Anda tú, Ilia Muromets y dales una lección de tu valor.
Ilia Muromets montó su brioso corcel y cargó contra la caballería del Zar
como un halcón contra una bandada de palomas y los exterminó sin dejar
a uno solo con vida. Enfurecido el Zar, reunió todos los soldados de la
ciudad, infantería y caballería, y ordenó a sus capitanes que expulsaran de
su vedado a los forasteros sin contemplación alguna.
El ejército del Zar avanzaba al son de trompetas y levantando nubes de
polvo. Ilia Muromets y Alesha Popovich se acercaron a Tomás y le dijeron:
- ¿Quieres salir tú contra el enemigo o quieres mandar a uno de nosotros?
Tomás que estaba acostado de un lado, ni siquiera se volvió para decir:
- ¿Os figuráis que yo puedo ir a golpes con esa gentuza, que voy a
manchar mis heroicas manos con semejante porquería? ¡Nunca! Ve tú,
Alesha Popovich, y enséñales nuestro estilo en la pelea, y yo miraré desde
aquí y veré si tienes el valor que aparentas.
Alesha cayó como un huracán sobre las huestes del Zar, blandiendo la
maza y gritando con su voz de clarín entre el retronar de su armadura:
- ¡Os mataré y os despedazaré a todos sin piedad!
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- ¿Por qué decís eso? ¿Queréis que me esconda de ese cabezudo en una
armadura? Un brazo me basta para acabar con él de un golpe. ¿No
dijisteis vosotros mismos, al verme por vez primera, que no había que
mirar al caballo sino al guerrero?
Pero Tomás pensaba para su sayo: "¡En buen avispero me he metido!
¡Bueno, que me mate si quiere el chino; no estoy dispuesto a que nadie se
burle de mí en este negocio!" Entonces le trajeron su yegua, montó a
manera de campesino y salió al campo a trote ligero.
El Emperador de la China había armado a su campeón como una
fortaleza; la armadura que le dio pesaba cuatrocientas ochenta libras, le
enseñó el manejo de todas las armas, puso en sus manos una maza de
guerra que pesaba ochenta libras, y le dijo antes de despedirlo:
- Atiende lo que he de decirte y no olvides mis palabras. Cuando un
campeón ruso no puede vencer por la fuerza, recurre a la astucia; si no
estás en astucia más fuerte que él, ten cuidado y haz todo lo que haga el
ruso.
Los dos campeones salieron a campo abierto el uno contra el otro, y Tomás
vio al chino que avanzaba contra él enorme como una montaña y con la
cabeza grande como un tonel, cubierto en su armadura como una tortuga
en su concha, de modo que apenas podía moverse. Tomás recurrió
enseguida a una estratagema. Se apeó de la yegua y sentándose en una
piedra se puso a afilar su guadaña. Al ver esto el chino, saltó de su
caballo, lo ató a un árbol y se puso a amolar su hacha contra una piedra
también. Cuando Tomás hubo acabado de afilar su guadaña, se acercó al
chino y lo dijo:
- Los dos somos poderosos y valientes campeones y hemos salido el uno
contra el otro en singular combate; pero antes de asestarnos el primer
golpe hemos de manifestarnos un respeto mutuo y saludarnos según la
costumbre del país.
Dicho esto se inclinó profundamente ante el chino.
- ¡Ah, ah! -pensó éste.- He aquí una astucia magistral; pero no le valdrá
porque me inclinaré aun más profundamente que él.
Y si el ruso se había inclinado hasta la cintura, el chino se inclinó hasta el
suelo. Pero antes que pudiera levantarse con lo mucho que le pesaba la
armadura, Tomás corrió a su lado y de dos tajos le cortó la cabeza.
Inmediatamente saltó sobre el brioso caballo del chino, se agarró como
Dios le dio a entender y le sacudió los ijares con su rama de abedul,
tratando de coger las riendas, sin acordarse de que el caballo estaba atado
a un árbol. Apenas el fogoso animal sintió el peso de un jinete empezó a
tirar y a forcejear hasta que arrancó el árbol de cuajo, y emprendió veloz
carrera hacia el ejército chino, arrastrando el corpulento árbol como si se
tratase de una pluma.
Tomás Berennikov estaba horrorizado y se puso a gritar: "¡Socorro!
¡Socorro!" Pero el ejército chino empezó a temblar como si se les echase
encima un alud, y se figuraron que les gritaba: "¡Ya podéis correr! ¡Ya
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podéis correr!", y pusieron pies en polvorosa sin mirar atrás. Pero el veloz
caballo los alcanzó y se abrió paso entre ellos, derribando con el árbol a
cuantos encontraba al paso y cambiando a cada momento de dirección,
dejando así el campo sembrado de soldados.
Los chinos juraron que no volverían nunca más a luchar con aquel
hombre terrible, resolución que fue una suerte para Tomás. Volvió a la
ciudad a caballo en su rocín y encontró a toda la corte llena de admiración
por su valor, por su fuerza y por su victoria.
- ¿Qué quieres de mí, -le preguntó el Zar,- la mitad de mis riquezas de oro
y mi hija por añadidura, o la mitad de mi glorioso reino?.
- Bueno, aceptaré la mitad de tu reino si quieres, pero no me enfadaré si
me das la mano de tu hija y la mitad de tu tesoro como dote. Pero una
cosa te pido: cuando me case invita a la boda a mis dos jóvenes
compañeros Ilia Muromets y Alesha Popovich.
Y Tomás se casó con la sin par Zarevna, y celebraron la boda con tales
banquetes y festejos, que a los convidados les ardía la cabeza dos semanas
después. Yo también estuve allí y bebí hidromiel y cerveza y me hicieron
ricos presentes y el cuento ha terminado.
El pato blanco
Un Príncipe muy rico y poderoso casó con una Princesa de sin igual
hermosura y, sin tiempo para contemplarla, sin tiempo para hablarle, sin
tiempo para escucharla, se vio obligado a separarse de ella dejándola bajo
la custodia de personas extrañas. Mucho lloró la Princesa y muchos fueron
los consuelos que procuró darle el Príncipe. Le aconsejó que no
abandonara sus habitaciones, que no tuviera tratos con gente mala, que
no prestara oídos a malas lenguas y no hiciese caso de mujeres
desconocidas. La Princesa prometió hacerlo así y cuando el Príncipe se
alejó de ella se encerró en sus habitaciones. Allí vivía y nunca salía.
Transcurrió un tiempo más o menos largo, cuando un día, que estaba
sentada junto a la ventana, bañada en llanto, acertó a pasar por allí una
mujer. Era una mujer de sencillo y bondadoso aspecto que se detuvo ante
la ventana y, encorvada sobre su báculo y apoyando su barba en las
manos, dijo a la Princesa con voz dulce y cariñosa:
- Querida Princesita, ¿por qué estás siempre triste y afligida? Sal de tus
habitaciones a contemplar un poco el hermoso mundo de Dios, o baja a tu
jardín, y entre los verdes follajes se disiparán tus penas.
Durante buen espacio de tiempo, la Princesa se negó a seguir aquel
consejo y no quería escuchar las palabras de la mujer; pero al fin pensó:
"¿Qué inconveniente ha de haber en ir al jardín? Otra cosa sería pasar el
arroyo." La Princesa ignoraba que aquella mujer era una hechicera y
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Juanito el tonto
Hace mucho tiempo, en cierto reino de cierto imperio había una ciudad
donde reinaban el Zar Gorokh, que quiere decir guisante y la Zarina
Morkovya, que quiere decir zanahoria. Tenían sabios boyardos, ricos
príncipes y robustos y poderosos campeones, y en cuanto a guerreros no
bajaban de cien mil. En la ciudad vivía toda clase de gente, comerciantes
de barbas respetables, hábiles artesanos, alemanes mecánicos, bellezas
suecas, borrachos rusos; y en los suburbios vivían campesinos que
labraban la tierra, cosechaban trigo, lo llevaban al molino, lo vendían en el
mercado y se bebían las ganancias.
En uno de los suburbios había una casita habitada por un anciano con
tres hijos que se llamaban Pacomio, Tomás y Juan. El anciano no sólo era
listo sino astuto y cuando se encontraba al diablo entablaba conversación
con él, lo convidaba a beber y le arrancaba muchos secretos que luego
aprovechaba obrando tales prodigios, que sus vecinos lo tenían por
hechicero y mago, mientras otros lo respetaban como a un hombre ladino
enterado de alguna que otra cosa. El viejo hacía realmente cosas
prodigiosas. Si alguien se sentía consumido por la llama de un amor
desesperado, no tenía más que ir a visitar al hechicero y éste le recetaba
unas raíces que ablandaban enseguida el corazón de la ingrata. Si algo se
perdía, él se las arreglaba para encontrarlo por más escondido que lo
tuviese el ladrón, con agua encantada y una red.
A pesar de su sabiduría no pudo lograr que sus hijos siguieron su ejemplo.
Los dos mayores eran unos holgazanes que nunca sabían cuándo echar
adelante o cuándo retroceder. Se casaron y tuvieron hijos. Su hijo menor
no se casó, pero el anciano no se preocupaba por él, porque su tercer hijo
era tonto e incapaz de contar más de tres; no servía mas que para comer,
beber y tumbarse a la bartola junto al fuego. ¿Por qué preocuparse de un
hijo como aquel? Ya sabría componérselas por sí mismo mucho mejor que
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Al día siguiente los hermanos se dispusieron a asistir a los festejos del Zar
y Juanito el tonto les dijo:
- ¡Llevadme con vosotros!
- ¡Calla, tonto! -contestaron los hermanos.- ¡Quédate en casa para
ahuyentar los gorriones de los guisantes como un espantajo! ¿Qué tienes
tú que hacer allí?
- ¡Tenéis razón! -dijo él, y fue al plantío de guisantes y ahuyentó los
gorriones.
Pero cuando los hermanos se hubieron alejado, Juanito el tonto corrió a la
llanura, gritó con voz de guerra y lanzó un silbido heroico:
- ¡Eh, tú! ¡Sivka-burka, vyeshchy kaurka! ¡Párate ante mí como la hoja
ante la hierba!.
Y he aquí que el fogoso corcel llegó corriendo y haciendo temblar la tierra y
levantando haces de chispas de sus veloces herraduras; sus ojos lanzaban
llamas y de sus orejas salían nubes de humo.
- ¿Qué quieres?
Juanito el tonto entró por una oreja y salió por otra tan joven y de tan
bello aspecto que ni puede describirse ni puede imaginarse; montó el bravo
animal y golpeó sus piernas con un látigo circasiano. Y el caballo
emprendió veloz carrera saltando por encima de los bosques y por debajo
de las nubes, y a cada brinco avanzaba una legua larga. Al segundo brinco
pasó por el río, y al tercer brinco llegó ante la torre de la Zarevna.
Entonces se lanzó al aire como una águila, con tal ímpetu, que llegó al piso
treinta y dos y pasó de largo como un huracán. La gente gritó:
- ¡Detenedlo! ¡Paradlo!
El Zar dio un brinco en su trono y la Zarina lanzó una exclamación, los
príncipes y los boyardos se quedaron con la boca abierta.
Los hermanos de Juanito el tonto volvieron a casa y comentaron:
- Ese joven guerrero de hoy se ha portado mejor que el de ayer. ¡Sólo le
faltaba un piso para llegar a la ventana!
- ¡Pues, hermanos ése era yo! -dijo Juanito el tonto.
- ¡Cierra el pico! Conque tú, ¿eh? ¡Vete a la estufa y no digas sandeces!
Al tercer día, los hermanos de Juanito el tonto se arreglaron para asistir al
gran espectáculo, y Juanito el tonto les dijo:
- ¡Llevadme con vosotros!
- ¿Nosotros ir con un tonto como tú? ¡Quédate en casa y da de comer a los
cerdos! ¿Qué te has creído?
- ¡Cómo queráis!
Fue a la pocilga, y dio de comer a los cerdos, pero cuando los hermanos se
hubieron alejado, salió a la llanura y llamó con su voz guerrera y con un
silbido heroico:
- ¡Eh, tú! ¡Sivka-burka, vyeshchy kaurka! ¡Párate ante mí como la hoja
ante la hierba!.
Y he aquí que llegó la fogosa montura, haciendo temblar la tierra y
abriendo una fuente donde tocaban las patas delanteras y apareciendo un
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lago donde tocaban las traseras, y lanzando llamas por los ojos y nubes de
humo por las orejas.
- ¿Qué quieres? -preguntó con voz humana.
Juanito el tonto entró por una oreja y salió por otra convertido en un
apuesto guerrero y más hermoso de lo que puede uno representar en
sueños. Montó a caballo, empuñó las riendas, golpeó a su montura en el
rabo y el brioso corcel salió volando más veloz que el viento, y en un abrir
y cerrar de ojos, llegó ante la torre de Zarevna. Entonces el jinete azotó con
el látigo las costillas de la cabalgadura y ésta se levantó como una
serpiente enfurecida, y de un brinco alcanzó la ventana donde se asomaba
la Zarevna Baktriana. Juanito el tonto le tomó en sus manos de héroe,
besó sus labios de miel, cambió con ella los anillos, y fue arrebatado como
por un huracán hacia los prados, arrollando cuanto hallaba a su paso. La
Zarevna sólo tuvo tiempo de incrustar en su frente un brillante como una
estrella porque el poderoso guerrero se desvaneció enseguida de su vista.
El Zar se levantó lleno de admiración, la Zarina, lanzó un grito de sorpresa
y los magnates se retorcían las manos sin proferir palabra.
Los hermanos de Juanito el tonto llegaron a su casa y se pusieron a
discutir sobre lo que habían visto:
- El campeón de hoy ha sido el mejor y él es el novio de la Zarevna. Pero
¿quién es?
- ¡Pues, hermanos, ése era yo! -dijo Juanito el tonto.
- ¡Cállate de una vez! ¿Qué habías de ser tú? Vete a la estufa a avivar el
fuego y no te metas en nuestras conversaciones.
Pero el Zar Gorokh mandó cercar la ciudad poniendo estrecha vigilancia y
permitiendo la entrada a todo el mundo, pero prohibiendo que nadie
saliese, luego publicó un bando ordenando, bajo pena de muerte, que
todos los habitantes de la ciudad, ancianos y jóvenes, fuesen a la corte del
Zar a rendirle homenaje, esperando encontrar la persona en cuya frente
luciese el brillante que su hija la Zarevna había incrustado en la de su
prometido.
Desde las primeros horas del día la gente empezó a acudir a la corte, y a
todos les miraban la frente, pero en ninguna frente aparecía la estrella.
Llegó la hora de la comida, pero en las salas del palacio no se veía ninguna
mesa puesta. También los hermanos de Juanito el tonto fueron a enseñar
su frente, obedeciendo la orden del Zar, y Juanito el tonto les dijo:
- ¡Llevadme con vosotros!
- ¿Llevarte? -le contestaron.- ¡Siéntate en tu rincón y caza moscas! ¿Pero
cómo es que tienes la cabeza vendada con esos trapos? ¿Te la has
lastimado?
- Ayer, cuando estabais fuera, andaba distraído y me di un golpe con la
puerta. La puerta no se hizo daño, pero a mí me salió un chichón en la
frente.
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En cuanto los hermanos hubieron salido, Juanito el tonto fue a pasar por
debajo de la ventana donde estaba sentada la Zarevna con el corazón
turbado. Los soldados del Zar lo vieron y le preguntaron:
- ¿Por qué llevas vendada la frente? ¡Quítate esos trapos, que la veamos!
¿No hay una estrella en tu frente?
Juanito el tonto no quiso quitarse las vendas y los soldados armaron un
escándalo que atrajo la atención de la Zarevna y ésta ordenó que le
llevasen al joven a su presencia, le quitó el vendaje de la frente y allí
encontró la estrella. Cogió a Juanito el tonto por la mano y lo condujo a
presencia del Zar Gorokh.
- ¡Mira, querido y soberano papá, éste es mi prometido esposo y tu yerno y
sucesor!
No había más que decir. El Zar ordenó que se sirviera el banquete y
Juanito el tonto y la Zarevna se casaron, celebraron la boda durante trece
días y se divirtieron de lo lindo. El Zar nombró a los hermanos de Juanito
el tonto capitanes de su ejército y les regaló una aldea y una casa a cada
uno.
Los hermanos de Juanito el tonto eran listos, y cuando fueron ricos, no es
de admirar que todos los tomaran por sabios. Y cuando se vieron
encumbrados empezaron a mostrarse altivos y orgullosos, no permitían
que la gente del pueblo entrara en su patio y obligaban a los cortesanos y
a los boyardos a descubrirse cuando llegaban a la escalera. A tal punto
llegó su soberbia, que los boyardos fueron a ver al Zar y le dijeron:
- Soberano Zar, los hermanos de tu yerno se jactan de saber dónde crece
el manzano de hojas de plata y de manzanas de oro y desean traértelo
como presente.
El Zar mandó comparecer a los hermanos de Juanito el tonto y les dijo que
fueran a buscarle el manzano de las hojas de plata y de las manzanas de
oro, y, como nada tenían que replicar, se vieron obligados a obedecer. El
Zar les mandó escoger los mejores caballos de su establo y ellos
emprendieron el viaje en busca del manzano de las hojas de plata y de las
manzanas de oro. Y al cabo de unos días, Juanito el tonto se levantó,
montó en su jamelgo, de cara a la grupa, y salió de la ciudad. Al llegar a
campo abierto cogió su rocín por la cola, lo tiró al suelo y gritó:
- ¡Venid, cuervos y milanos, aquí tenéis con qué desayunaros!
Enseguida llamó a su caballo, le entró por una oreja, le salió por otra, y el
caballo lo llevó a Oriente, donde crece el manzano de hojas de plata y
manzanas de oro, en un terreno de arenas de oro. Lo arrancó de raíz y
regresó; pero antes de llegar a la ciudad del Zar Gorokh, levantó su tienda
con el mástil de plata en el campo y se echó a dormir. Y he aquí que sus
hermanos volvían por aquel camino con las narices caídas y sin saber que
excusa dar al Zar de su fracaso, y acertaron a ver la tienda y junto a ella el
manzano, y despertaron a Juanito el tonto y empezaron a regatear con él
ofreciéndole por el árbol tres carretadas de plata.
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- Zar -le dijeron,- hemos viajado por mares inmensos, hemos atravesado
bosques impenetrables, hemos cruzado desiertos arenosos, hemos sufrido
frío y hambre; pero hemos satisfecho tu deseo.
El Zar estaba lleno de gozo al contar con tan fieles servidores, dio un
banquete a todo el mundo, premió a los hermanos de Juanito el tonto
nombrándolos boyardos y no se cansaba de elogiarlos.
Entonces, los otros cortesanos y boyardos le dijeron:
- No es tan gran servicio como te parece, ¡oh, Zar! traerte la guarra de
cerdas de oro, de dientes de plata y de veinte lechones. Una guarra es una
guarra aquí y en todo el mundo, aunque tenga cerdas de oro. Pero los
hermanos de tu yerno se jactan de poderte hacer un mayor servicio. Dicen
que son capaces de traerte del establo de la Serpiente Goruinich el caballo
de crines de oro y cascos de diamantes.
El Zar mandó comparecer a los hermanos de Juanito el tonto y les dijo que
fueran a buscarle a los establos de la Serpiente Goruinich el caballo de las
crines de oro y cascos de diamante. Los hermanos protestaron, jurando
que nunca habían dicho tales palabras, pero el Zar no quiso escucharlos.
- Tomad -les dijo- de mis tesoros cuanto necesitéis y de mis ejércitos la
fuerza que queráis, y traedme el caballo de las crines de oro y cascos de
diamantes. Sois los primeros en mi reino pero si no me lo traéis, os
degradaré y os reduciré a la condición de pelagatos.
Con esto, aquellos buenos guerreros, aquellos campeones inútiles,
emprendieron el viaje, arrastrando los pies y sin saber adónde dirigirse.
Oportunamente, Juanito el tonto se levantó y a horcajadas en su bastón,
salió al campo descubierto, llamó a su caballo, le entró por una oreja y le
salió por la otra y el caballo lo llevó a las tierras de Poniente, hacia la gran
isla donde la Serpiente Goruinich guardaba en su establo de hierro, bajo
siete cerrojos, bajo siete puertas, el caballo de las crines de oro y de los
cascos de diamantes. Después de mucho viajar, subiendo y bajando,
avanzando y retrocediendo, Juanito el tonto llegó a la isla, luchó tres días
con la Serpiente hasta que la mató; pasó tres días más descerrajando las
puertas y derribándolas, cogió el caballo por la crin y emprendió el regreso.
Pero a pocas leguas de la ciudad, levantó su tienda con el mástil de plata y
se echó a dormir. Y he aquí que sus hermanos volvían por el mismo
camino, sin saber qué decir al Zar Gorokh. De pronto uno de ellos notó
que la tierra temblaba. Era que el caballo de crines de oro estaba piafando.
Miraron a todos lados y vieron una luz como de antorcha encendida a lo
lejos. Era la crin del caballo que brillaba como el fuego. Se detuvieron,
despertaron a Juanito el tonto y empezaron a regatear por el caballo
ofreciéndole por él, cada uno, un saco de piedras preciosas.
- El caballo es mío, caballeros, y no se compra ni se vende; pero se da por
un capricho. Pero un capricho no es gran cosa. ¡Dejadme que os corte una
oreja y trato hecho!
Los hermanos dejaron que su hermanito les cortara una oreja, y él les
entregó el caballo de las crines de oro y no cesaban de darse tono,
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contando tales embustes que a los que escuchaban les dolían los oídos de
oírlos.
- Hemos ido -dijeron al Zar- más allá de la tierra de Tres Veces Diez, más
allá del gran Océano; hemos luchado con la Serpiente Garuinich que por
cierto nos arrancó una oreja, como puedes ver; pero todo nos parece poco,
pues por servirte nadaríamos en ríos de sangre, sacrificaríamos los brazos,
las piernas y toda nuestra vida.
En su alegría, el Zar los colmó de riquezas, les nombró los primeros de sus
boyardos y dio tal banquete, que las cocinas del palacio fueron
insuficientes, aunque estuvieron cociendo y asando en ellas durante tres
días, y las bodegas se quedaron secas, y en el banquete, el Zar colocó a
uno de los hermanos de Juanito el tonto a su derecha y al otro a su
izquierda. Y el banquete transcurría en completa alegría y los invitados
estaban ya casi hartos, y animados por el vino, hablaban produciendo un
ruido como de colmena, cuando vieron entrar a un apuesto guerrero, que
no era otro que Juanito el tonto, vestido como el día en que dio, montado
en su corcel, el brinco de treinta y tres pisos. Y cuando sus hermanos lo
vieron, el primero estuvo a punto de atragantarse con el vino que bebía, y
por poco se ahoga el otro con un trozo de ganso que en aquel momento se
llevaba a la boca, y dejaron caer las manos y se quedaron girando los ojos,
sin saber qué decir. Juanito el tonto hizo una profunda reverencia ante su
suegro, el Zar, y le contó cómo había ido en busca del manzano de hojas
de plata y de manzanas de oro, y de la guarra de cerdas de oro, dientes de
plata y veinte lechones, y del caballo de crines de oro y cascos de
diamantes, y enseñó los dedos de los pies y de las manos y las orejas por
los que había cambiado todas aquellas cosas con sus hermanos.
El Zar Gorokh se encolerizó en gran manera y golpeó el suelo con los pies.
Ordenó que sacaran de allí a escobazos a los hermanos de Juanito el tonto
y al primero lo mandó a la pocilga a cuidar de los cerdos y al segundo al
gallinero a cuidar de las aves de corral.
A Juanito el tonto lo sentó a su lado y lo nombró jefe de todos sus
boyardos, y capitán de sus capitanes. Y siguieron el festín con más alegría
que antes hasta que se lo comieron y se lo bebieron todo. Y Juanito el
tonto empezó a gobernar el reino, y sus leyes fueron sabias y terribles, y
cuando murió su suegro se sentó en el trono. Tuvo muchos hijos y sus
súbditos lo amaban como a un padre y sus vecinos le temían, pero la
Zarevna Baktriana era tan hermosa en su vejez como lo fuera en su
juventud.
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- No metas las narices en este quiso, amigo. Esas yeguas no son para
gente de tu ralea. No preguntes más acerca de ellas.
- ¿Cómo sabes quién soy? Tal Vez pueda comprarlas, pero antes quiero
mirarles los dientes.
- ¡Mira por tu cabeza! -replicó el amo de las caballerías.
Uno de los hermanos se acercó a la yegua que estaba sujeta por seis
cadenas, mientras el otro se acercaba a la que estaba sujeta por doce.
Trataron de examinar la dentadura de los animales, pero aquello era
imposible. Las yeguas se levantaban sobre las patas traseras y pateaban el
aire. Los hermanos les golpearon entonces los ijares con las rodillas y las
cadenas que sujetaban a las yeguas se rompieron y éstas dieron un brinco
de cinco brazas en el aire y cayeron al suelo patas arriba.
- ¡Bah! -exclamaron los hermanos.- No hay motivo para armar tanto ruido.
No queremos estas caballerías ni regaladas.
- ¡Oh! -gritaba la gente, llena de admiración.
- ¿De dónde han salido unos campeones tan fornidos y esforzados?
El dueño de las caballerías casi lloraba. Las yeguas galoparon por toda la
ciudad y huyeron a la estepa, sin que nadie se atreviese a detenerlas. Los
hijos de Iván el soldado se compadecieron del tratante de caballos, salieron
a la ancha planicie, gritaron con voz penetrante y lanzaron formidables
silbidos, y las yeguas retrocedieron amansadas y fueron a colocarse a su
puesto, donde permanecieron como clavadas. Entonces, los dos hermanos
las encadenaron y las trabaron fuertemente. Hecho esto, emprendieron el
regreso a su casa. Por el camino encontraron un viejo de barba blanca y,
olvidando el consejo de su madre, pasaron sin saludarlo. De pronto, uno
de ellos se acordó y dijo al otro:
- ¡Hermano! ¿Qué hemos hecho? ¡No nos hemos inclinado ante ese viejo!
¡Corramos tras él y saludémoslo!
Corrieron tras el viejo, se quitaron el sombrero, se le inclinaron hasta la
cintura y le dijeron:
- Perdona, padrecito, que hayamos pasado sin saludarte. Nuestra madre
nos recomendó mucho que rindiésemos tributo de homenaje a quien
encontrásemos en el camino.
- ¡Gracias, buenos jóvenes! ¿Adónde os guía Dios?
- Venimos de la feria de la ciudad. Queríamos comprar un buen caballo
para cada uno, pero no nos gustó ninguno.
- ¿Cómo es posible? ¿Tal vez os gustasen las jaquitas que yo os daría?
- ¡Ah, padrecito! Te quedaríamos agradecidos toda la vida.
- Pues seguidme.
Los condujo a una alta montaña, abrió dos puertas de hierro, y sacó dos
caballos de magnífica estampa.
- Aquí tenéis vuestros caballos, montadlos y partid en nombre de Dios, y
que prosperéis con ellos.
Le dieron los gracias, montaron y galoparon hacia su casa. Llegaron al
patio, ataron los caballos a un poste, y entraron en la cabaña.
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prosiguió la marcha. Anduvo sin parar hasta que vio un palacio de piedra
blanca, se apeó, ató el caballo a un poste, y empezó a recorrer las salas del
palacio. Estaban vacías y no hallaba asomo de ser viviente. Por fin llegó a
un salón donde vio la estufa encendida y una cacerola capaz para la
comida de seis personas. La mesa estaba puesta, con platos, copas y
cuchillos. El Zarevitz Iván sacó los patos, los desplumó, los coció, los puso
en la mesa y empezó a comer. De pronto, sin saber como, se le apareció
una hermosa joven, tan hermosa que ni la pluma puede describirlo ni la
boca expresarlo con palabras y que le dijo:
- Pan y sal, Iván el Zarevitz.
- Perdón, hermosa joven, siéntate y come conmigo.
- Me sentaría contigo, pero tengo miedo. Tú traes un caballo encantado.
- No, hermosa joven, estás mal informada. Mi caballo prodigioso se ha
quedado en casa y yo he traído un caballo ordinario.
Apenas hubo oído esto la hermoso joven empezó a inflares, a inflarse hasta
convertirse en una espantosa leona que abrió sus enormes fauces y se
tragó entero al Zarevitz Iván. No era una joven cualquiera, sino la hermana
de la serpiente muerta por Iván, el hijo de¡ soldado.
Y sucedió que, por aquel entonces, el otro Zarevitz Iván se acordó de su
hermano, sacó el pañuelo de éste del bolsillo y se enjugó el rostro y vio que
todo el pañuelo estaba manchado de sangre. No hay que decir la pena que
experimentó. ¿Qué le habría sucedido a su hermano? Se despidió de su
mujer y de su padre político y montando su caballo heroico salió a galope
tendido en busca de su hermano. Después de largo y fatigoso viaje, llegó al
reino donde su hermano había vivido, preguntó por él y se enteró de que el
Zarevitz había ido a cazar y desapareció sin dejar rastro.
Iván fue a cazar al mismo paraje y al ver un ciervo se lanzó tras él
corriendo hasta que, en un prado, perdió de vista al animal. Un río
atravesaba el prado y en el agua nadaban dos patos. Iván los mató y siguió
andando hasta que encontró el palacio de piedra blanca, cuyas salas
desiertas recorrió. Al llegar al salón donde había una estufa encendida y
una cacerola capaz para comida de seis personas, coció los patos y volvió
al patio, se sentó en las gradas de la entrada y empezó a comer. De pronto
se le apareció una hermosa joven.
- Pan y sal, buen joven. ¿Por qué comes en el patio?
Iván, el hijo de¡ soldado, contestó:
- En el salón no quiero comer, me gusta más en el patio. ¡Siéntate
conmigo, hermosa joven!
- Me sentaría de mil amores, pero me da miedo tu caballo encantado.
- No hay por qué temer, hermosa joven. Viajo en una yegua vulgar.
Lo creyó como una tonta y empezó a inflarse, a inflarse hasta convertirse
en una espantosa leona. Y se lo hubiera tragado, pero el caballo mágico se
lanzó sobre la fiera y la sujetó con sus cuatro patas. Entonces, Iván, el hijo
del soldado, desenvainó su espada y gritó con voz penetrante:
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Cuentos de Hadas Anónimo 90
La rana zarevna
En cierto reino de cierto Imperio vivían un Zar y una Zarina que tenían
tres hijos, los tres jóvenes, valerosos y solteros, el menor de los cuales se
llamaba Iván. Un día el Zar les habló y les dijo:
- Queridos hijos, coged cada uno una flecha y un arco, salid en diferentes
direcciones y disparadla con toda vuestra fuerza y dondequiera que caiga
la flecha, elegid allí vuestra esposa.
El mayor disparó y la flecha fue a parar precisamente al aposento de la
hija de un boyardo. La flecha del segundo hermano fue a parar a la casa
de un rico comerciante y se quedó clavado en una galería donde se
paseaba en aquel momento una hermosa doncella, que era la hija de¡
comerciante. El hermano menor disparó su flecha, que fue a caer a una
charca y la cogió una rana que todo el día estaba croando.
El Zarevitz Iván dijo a su padre:
- ¿Cómo quieres qué acepte por esposa a semejante charlatana? ¿Yo
casarme con una rana?
- ¡Cásate con ella - replicó su padre,- ese es tu destino!
Los tres hermanos se casaron. El mayor, con la hija del noble, el segundo,
con la hija del comerciante y el menor con la rana charlatana. Y el Zar los
llamó y les dijo:
- Mañana han de cocerme vuestras esposas pan blanco,
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Cuentos de Hadas Anónimo 91
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Cuentos de Hadas Anónimo 94
El campesino Demyan
En cierta aldea, ignoro si hace poco o mucho tiempo, vivía un campesino
testarudo y violento, llamado Demyan. Era duro, bronco y colérico y
siempre buscaba la ocasión de disgustarse con cualquiera. Imponía su
voluntad a puñetazos cuando no bastaban las palabras. Invitaba a un
vecino a su casa, y le obligaba a comer, y si el vecino rehusaba un bocado
por vergüenza o cortesía, el campesino se disgustaba y le gritaba: "¡En
casa ajena obedece al dueño!"
Y un día sucedió que un mocetón entró como convidado a casa de
Demyan, y el campesino le puso una mesa llena de exquisitos manjares y
de los mejores vinos. El joven comía a dos carrillos y despachaba plato tras
plato. El campesino estaba admirado y cuando vio la mesa limpia y las
botellas vacías, se quitó la levita y le dijo:
- ¡Quítate la blusa y ponte mi levita! -porque pensaba: "Rehusará y
entonces sabrá para qué tengo los puños".
Pero el joven se puso la levita, se la ciñó bien y haciendo una reverencia,
dijo:
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Cuentos de Hadas Anónimo 95
La alforja encantada
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Cuentos de Hadas Anónimo 96
Y he aquí que, sin saber cómo, saltaron de la alforja dos jóvenes, que en
un momento prepararon una mesa llena de los manjares más exquisitos
que puedan imaginarse. El hombre se hartó de comer las cosas más
sabrosas que en su vida había probado, y sólo se levantó de la mesa
cuando la grulla gritó:
- ¡Los dos a la alforja!
Y jóvenes, mesa y manjares desaparecieron como por encanto.
- Toma esta alforja -dijo la grulla,- y llévasela a tu mujer.
El hombre dio las gracias y se encaminó a su casa, pero de pronto le entró
el deseo de lucir su adquisición ante su madrina y fue a verla. Preguntó
por su salud y la de sus tres hijos y dijo:
- Dame algo de comer y Dios te lo pagará.
La madrina le dio lo que tenía en la despensa, pero el ahijado hizo una
mueca de disgusto y dijo a su madrina:
- ¡Vaya una triste comida! Es mejor lo que yo traigo en la alforja. Voy a
obsequiarte.
- Bueno, venga.
El hombre cogió la alforja, la puso en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y al momento saltaron de la alforja dos jóvenes que prepararon una mesa
y la llenaron de platos exquisitos como la madrina no había visto en su
vida.
La madrina y las tres hijas comieron hasta que se hartaron; pero la
madrina tenía malas ideas y pensaba quedarse con la alforja del ahijado.
Lo halagó con palabras lisonjeras y le dijo:
- Mi querido hijo de pila, veo que estás hoy muy cansado y te sentaría muy
bien un baño. Todo lo tenemos preparado para calentarlo.
Al ahijado no le desagradaba un baño y aceptó de mil amores. Colgó la
alforja de un clavo y se fue a bañar. Pero la madrina dio prisa a sus hijas
para que cosieran una alforja idéntica a la de su ahijado y cuando la
tuvieron lista la cambió por la que estaba colgada. El buen hombre nada
notó de aquel cambio y con la alforja recién cosida se dirigió a su casa,
contento como unas pascuas. Cantaba y silbaba y antes de llegar a la
puerta llamó a gritos a su mujer, diciendo:
- ¡Mujer, mujer, felicítame por el regalo que me ha hecho la grulla!
La mujer lo miró, pensando: "Tú has estado bebiendo en alguna parte y
buena la has pillado. ¡Yo te enseñaré a no emborracharte!"
El hombre entró y sin perder tiempo, dejó la alforja en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Pero de la alforja no salió nada, y volvió a gritar:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y... ¡nada!. La mujer, al ver aquello, se puso como una fiera y se arrojó
sobre su marido, cogiendo de paso un estropajo, y mal lo hubiera pasado
el hombre sin la precaución de escaparse de casa.
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Cuentos de Hadas Anónimo 98
El valiente jornalero
Un joven entró al servicio de un molinero. El molinero lo mandó echar
grano en la tolva, pero el operario, que no entendía de molinos, echó el
trigo sobre la muela y cuando ésta empezó a girar, todo el grano quedó
esparcido por tierra. Cuando el amo llegó al molino y vio aquello, despidió
al jornalero. El pobre joven se volvió a casa, pensando por el camino: "Poco
tiempo he trabajado para el molinero". Tan preocupado estaba, que tomó
un camino por otro y se perdió entre unas malezas, hasta que un río le
privó el paso. Y junto al río había un molino abandonado, donde resolvió
pasar la noche.
Ya eran cerca de las doce y aun no había podido conciliar el sueño. Le
asustaban todos los ruidos que llegaban a su oído, pero mucho más hubo
de asustarle un ruido de pasos que se acercaban al abandonado molino. El
pobre trabajador se levantó más muerto que vivo y se escondió en la tolva.
Tres hombres entraron al molino y, a juzgar por su aspecto, no eran gente
honrada sino ladrones. Encendieron fuego y procedieron a repartirse el
botín. Y uno de los ladrones dijo a los otros:
- Esconderé mi parte bajo el molino.
Y el segundo dijo:
- Esconderé la mía bajo la muela.
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Cuentos de Hadas Anónimo 99
Y el tercero dijo:
- Yo esconderé mi parte en la tolva.
Pero el jornalero estaba acurrucado en la tolva y pensó: "Nadie puede
morir dos veces, pero todos hemos de morir una vez. No sé si podré
asustarlos. Lo probaré". Y se puso a gritar con toda la fuerza de sus
pulmones:
- ¡Dionisio, ven aquí; y tú, Focas, vigila la ventana, y tú, pequeño, no te
muevas de ahí! ¡Cogedlos, que nadie se escape; nada de piedad con ellos!
Los ladrones, presa del pánico, abandonaron el botín y huyeron como
alma que lleva el diablo. El jornalero salió de la tolva, cogió todo el botín y
se volvió a casa mas que rico.
La sortija encantada
Había una vez un viejo matrimonio que tenía un hijo llamado Martín. El
marido enfermó y murió y, aunque se había pasado toda la vida
trabajando no dejó más herencia que doscientos rublos. La viuda no
quería gastar este dinero. ¿Mas, qué remedio le quedaba? Como no tenían
qué comer hubo de recurrir a la vasija en que guardaba el patrimonio.
Contó cien rublos y mandó a su hijo a comprar pan para todo el año.
Martín, el hijo de la viuda, fue a la ciudad. Al llegar al mercado le
sorprendió un tumulto del que salían gritos que asordaban y, al inquirir la
causa, se enteró de que los carniceros habían atado un perro a un poste y
le pegaban sin misericordia. Martín se compadeció del perro y dijo a los
carniceros:
- Hermanos míos, ¿por qué pegáis al perro tan desalmadamente?
- ¿Por qué no hemos de pegarle, si ha echado a perder todo un cuarto de
ternera?
- ¡Pero no le peguéis más, hermanos! Mas os valdría vendérmelo.
- Cómpralo, si quieres -le replicaron los carniceros burlándose de él.- Pero
no te daremos por menos de cien rublos semejante alhaja.
- Y bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo.
Y Martín dio los cien rublos por el perro, que se llamaba Jurka, y se volvió
a casa.
- ¿Qué has comprado? -le preguntó su madre.
- ¡Mira, he comprado a Jurka! -contestó el hijo. Su madre le armó un
escándalo y lo reprendió, gritando:
- ¿No te da vergüenza? ¡Pronto no tendremos nada que llevarnos a la boca
y tú has ido a tirar el dinero en un condenado perro!
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Cuentos de Hadas Anónimo 100
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Cuentos de Hadas Anónimo 102
muchacha de su clase sino nada menos que la hija del rey? Consultó a su
madre y le rogó que hiciese de casamentero, diciéndole:
- Ve tu misma a ver al Rey y pídele para mí la mano de su hija, la sin par
Princesa.
- Pero, hijo mío, ¿no sería mejor que tú mismo cuidaras de eso? ¿Cómo
quieres que vaya yo a ver al rey a pedirle su hija para ti? Eso equivaldría a
pedir que nos cortasen la cabeza a los dos.
- ¡No tengas miedo, madre mía! Cuando yo te mando, puedes ir tranquila.
Y procura no volver sin una contestación.
La buena anciana se dirigió, sin más, al palacio real, y sin hacerse
anunciar empezó a subir la regia escalera. Los guardias le impidieron el
paso con las armas pero ella las apartó sin inmutarse y continuó
subiendo. Luego acudieron lacayos que la cogieron suavemente del brazo
con intención de echarla, pero la mujer movió tal zipizape y lanzó tales
chillidos, que el mismo Rey oyó el ruido y salió a la ventana a ver qué
pasaba. Y, en efecto, vio que sus lacayos trataban de hacer retroceder a
una mujer que gritaba con todas sus fuerzas.
- ¡No quiero marcharme! ¡He venido a ver al Rey, porque tengo que darle
un encargo que le conviene!
El Rey ordenó que dejasen pasar a la anciana, y ésta fue admitida en el
suntuoso salón del trono, donde la esperaba el Rey rodeado de sus
ministros. La anciana invocó a los santos y se inclinó ante el Rey.
- ¿Qué tienes que decirme, anciana? -preguntó el Rey.
- Pues, Señor, he venido a ver a su Majestad... que no ofendan mis
palabras... ¡He venido a ver a su Majestad como casamentera!
- ¿Has perdido el seso, abuela? -gritó el Rey, frunciendo el ceño.
- No, padrecito, no te enojes y dame una contestación. Tú tienes la
mercancía: una hijita, una belleza; yo tengo el comprador: un joven, tan
listo, tan inteligente, tan entendido en todo negocio, que no podrías
encontrar mejor yerno. Dime, por lo tanto, sin rodeos: ¿quieres casar a tu
hija con mi hijo?
El Rey la escuchaba en silencio mientras su ceño se oscurecía como la
noche, pero pensó: "¿Por qué un rey como yo se ha de encolerizar con una
pobre vieja?" Y los ministros se asustaron viendo que se desfruncía el ceño
del rey y que éste la miraba sonriendo.
- Si tu hijo es tan listo y entendido en toda clase de negocios que me
construya en veinticuatro horas un palacio más suntuoso que el mío, y
que entre su palacio y el mío cuelgue un puente de cristal, y que a lo largo
del puente haya manzanos con frutos de oro y en las ramas de estos
árboles canten aves del paraíso. Y a la derecha del puente de cristal erija
una catedral de cinco pisos de altura, con cúpulas de oro, donde pueda ser
coronado con mi hija el día que se casen. Pero si tu hijo no puede hacer
esto, en castigo a vuestra presunción, haré que os unten de alquitrán y os
cubran de plumas, y os colgaré enjaulados en la plaza del mercado para
que la buena gente se ría de vosotros.
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Cuentos de Hadas Anónimo 103
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Cuentos de Hadas Anónimo 104
anillo del dedo y bajó al patio, donde cambió la sortija de un dedo a otro, e
inmediatamente se le aparecieron los doce jóvenes.
- ¿Qué deseas?
- Que mañana por la mañana hayan desaparecido el palacio, el jardín y la
catedral y no quede en su lugar más que una humilde cabaña, adonde
trasladaréis a este borracho; pero a mí me llevaréis al Imperio de Tres
Veces Diez.
- Se hará como dices -contestaron los jóvenes a una voz.
Al día siguiente, cuando el Rey se levantó, quería devolver la visita a su
yerno y se asomó a la galería. Pero cuál no fue su sorpresa al no ver ni
palacio ni jardín ni catedral, y sólo una miserable cabaña que apenas se
sostenía. El Rey mandó que fuesen en busca de su yerno y le preguntó qué
significaba todo aquello, pero Martín, sin saber qué contestar, permaneció
mudo y cabizbajo. Y el Rey ordenó que un tribunal juzgase a su yerno por
haberlo engañado con artes de magia y haber causado la desaparición de
su hija, la sin par Princesa, y condenaron a Martín a permanecer en lo alto
de un estrecho torreón, sin nada que comer ni que beber, hasta que
muriese de hambre.
Fue entonces cuando Jurka y Miz recordaron que Martín les había salvado
la vida y tuvieron los dos una conferencia para fijar su conducta ante
aquella situación. Jurka ladraba y enseñaba los colmillos dispuesto a
despedazarlo todo para salvar a su amo, pero Miz maullaba y arqueaba el
lomo y se pasaba las patitas por la oreja, reflexionando con más calma. Y
el astuto gato llegó a una conclusión, que expuso a Jurka.
- Vamos a dar una vuelta por la ciudad y cuando veamos un panadero con
una cesta de rosquillas en la cabeza, te pones delante de él para que
tropiece y caiga. Yo iré detrás y cogeré las cosquillas y se las llevaré al
amo.
Y dicho y hecho. Jurka y Miz dieron una vuelta por la ciudad y no
tardaron en encontrar un panadero que iba gritando:
- ¡Rosquillas calentitas ¿Quién compra rosquillas?
Jurka se le puso entre las piernas, el panadero tropezó y la cesta de
cosquillas cayó al suelo, y mientras el enojado panadero perseguía al
perro, el gato se apoderó de todas las rosquillas y en compañía de Jurka
corrió al torreón. Trepó hasta la ventana y llamó a su amo:
- Estás vivo, ¿eh?
- Estoy famélico y no tardaré en morir de hambre.
- No te apures, que enseguida podrás comer. Nosotros velamos por que
nada te falte
Y empezó a subirle cosquillas, empanadas y todo lo que llevaba el
panadero en la cesta. Luego le dijo:
- Amo, yo y Jurka vamos al reino de Tres Veces Diez y te traeremos la
sortija encantada. Procura que te dure la comida hasta que estemos de
regreso.
Jurka y Miz se despidieron de su amo y emprendieron, el camino.
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La pluma de Fenist, el
halcón radiante
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Había una vez un viudo que tenía tres hijas. Las dos mayores eran muy
dadas a divertirse y a lucir, pero la menor sólo se preocupaba de los
quehaceres domésticos, aunque era incomparablemente hermosa. Un día,
el padre tenía que ir a la feria de la ciudad y les dijo:
- Queridas hijas, ¿qué queréis que os compre en la feria?
La mayor de las hijas contestó:
- ¡Cómprame un vestido nuevo!
La mediana contestó:
- ¡Cómprame un pañuelo de seda!
La menor contestó:
- ¡Cómprame un clavel rojo!
El viudo fue a la feria y compró un vestido nuevo para la hija mayor y un
pañuelo de seda para la mediana; mas, por mucho que buscó, no pudo
encontrar un clavel rojo. Ya estaba de regreso cuando se cruzó en el
camino con un viejecito a quien no conocía, y el viejecito llevaba un clavel
rojo en la mano. El viudo se alegró mucho al verlo y preguntó al viejecito:
- ¿Quieres venderme ese clavel rojo, viejecito? Y el otro le contestó:
- Mi clavel rojo no se vende, no tiene precio porque es inapreciable; pero te
lo regalaré si quieres casar a tu hija menor con mi hijo.
- ¿Y quién es tu hijo, viejecito?
- Mi hijo es el apuesto y valiente guerrero Fenist, el halcón radiante. De día
vive en el cielo sobra las nubes y de noche baja a la tierra como un
hermoso joven.
El viudo reflexionó. Si no tomaba el clavel rojo infligiría un agravio a su
hija, y, si lo tomaba, cualquiera sabía el matrimonio que saldría de
aquello. Después de mucho cavilar, aceptó el clavel rojo, porque se le
ocurrió pensar que si Fenist, el halcón radiante, que había de ser novio de
su hija no le gustaba, siempre habría manera de romper el trato. Pero,
apenas el desconocido le hubo entregado el clavel, desapareció para no
dejarse ver más. El pobre viudo se apretaba la cabeza con las manos y
estaba tan confuso, que ni se atrevía a mirar el clavel rojo, y al llegar a
casa dio a sus hijas mayores lo que le habían pedido, y a la menor el clavel
rojo, mientras le decía:
- No me gusta tu clavel rojo, hija mía, no me gusta.
- ¿Por qué lo desprecias de esa manera, querido padre? -preguntó ella.
Y el padre le explicó, hablándole al oído:
- Porque tu clavel rojo está encantado; no tiene precio y no puede
comprarse con dinero. Para adquirirlo he tenido que ofrecerte en
matrimonio al hijo del viejecito que encontré en el camino, a Fenist, el
halcón radiante. -Y le contó lo que el viejo le había dicho de su hijo.
- No te apenes, papá -dijo la hija,- y no juzgues a mi prometido por las
apariencias, pues aunque venga volando, no por eso lo querremos menos.
Y la hermosa joven se encerró en su aposento, puso el clavel rojo en agua,
abrió la ventana y se quedó contemplando el cielo. Apenas había el sol
traspuesto el bosque, cuando, sin saber de dónde llegó, raudo, ante la
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Cuentos de Hadas Anónimo 109
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mejor que yo. Toma esta salsera de plata y esta manzana de oro. Tal vez
llegue un día en que te sea útil mi regalito.
La muchacha pasó la noche en la choza y al día siguiente reanudó la
marcha siguiendo la pelota que rodaba ante ella. Iba cruzando bosques
que cada vez eran más negros y espesos y las copas de los árboles tocaban
el cielo. Por fin llegó a la última choza y la vieja abrió la puerta y le ofreció
albergue por aquella noche. La doncella le contó de dónde venía, a dónde
iba y qué buscaba.
- Es un mal negocio el tuyo, hija mía -le dijo la vieja.- Fenist, el halcón
radiante, está prometido a la Zarevna del mar, y pronto se casarán.
Cuando salgas del bosque y llegues a la playa, siéntate en una piedra y
coge la rueca de plata y el huso de oro y ponte a hilar. La novia de Fenist,
el halcón radiante se acercará a ti y querrá comprarte la rueca, pero tú no
has de dársela por dinero sino por dejarte ver el plumaje florido de Fenist,
el halcón radiante.
La joven prosiguió su marcha y el camino iba descendiendo poco a poco,
hasta que, inesperadamente, apareció el mar a la vista de la caminante, y
en lo remoto se distinguían las cúpulas de un suntuoso palacio de
mármol.
- ¡Sin duda es el reino de mi amado, visto de muy lejos! -pensó la hermosa
doncella. Y se sentó en una piedra, cogió la rueca de plata y el huso de oro
y se puso a hilar cáñamo que se convertía en hebras de oro.
De pronto vio que se acercaba por la orilla del mar una Zarevna con
muchedumbre de doncellas de compañía, guardias y servidores, y
deteniéndose ante ella se quedó observando su trabajo y le entraron
deseos de obtener la rueca de plata y el huso de oro.
- ¡Te lo por nada, Zarevna, si me dejas contemplar a Fenist, el halcón
radiante!
La Zarevna no quería aceptar esta condición, pero al fin dijo:
- ¡Bueno, ven a contemplarlo mientras duerme después de comer y
ahuyenta las moscas de su lado!
Tomó la rueca y el huso de manos de la doncella y se volvió a sus
habitaciones. Después de comer embriagó a Fenist, el halcón radiante,
arrojando en el vino un narcótico y cuando un sueño profundo lo abatió
hizo pasar a la doncella. Esta se sentó junto a las almohadas, y llorando a
mares, decía a su amado:
- ¡Despierta y levántate, Fenist, el halcón radiante! ¡Soy tu amada novia
llegada de muy lejos. He gastado zapatos de hierro, he roto a pedazos un
cayado de acero, he consumido riñones de piedra, y todo el tiempo he ido
buscándote, amado mío!
Pero Fenist, el halcón radiante, dormía, sin saber que la hermosa doncella
lloraba a su lado dirigiéndole palabras de ternura. Después entró la
Zarevna y mandó salir a la hermosa doncella y despertó a Fenist, el halcón
radiante.
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Cuentos de Hadas Anónimo 111
El sueño profético
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Cuentos de Hadas Anónimo 112
Vivía en cierto tiempo un comerciante que tenía dos hijos: Dimitri e Iván.
Una vez les dio los buenos noches y los mandó a dormir diciendo:
- Hijos, mañana me diréis lo que hayáis soñado, y el que me oculte su
sueño no espere nada bueno.
Al día siguiente, el hijo mayor fue a ver a su padre y le dijo:
- He soñado, padre, que mi hermano Iván subía al cielo arrebatado por
veinte águilas.
- Está bien -contestó el padre,- y, tú, Iván, ¿qué has soñado?
- Una cosa tan insensata, padre, que es imposible explicarla.
- ¿Qué quieres decir? ¡Habla!
- No, no quiero hablar.
El padre se indignó y resolvió castigar a su hijo por desobediente. Llamó a
los criados y les ordenó que se llevasen a Iván, lo desnudasen y atasen a
un poste en la encrucijada. Dicho y hecho. Los criados cogieron a Iván y se
lo llevaron muy lejos, a un lugar donde se cruzaban siete caminos, lo
ataron de pies y manos al poste y lo abandonaron a su suerte. El pobre
muchacho lo pasó muy mal. El sol lo achicharraba, los mosquitos y las
moscas le chupaban la sangre, el hambre y la sed lo atormentaban.
Afortunadamente, acertó a pasar por uno de los siete caminos un joven
Zarevitz que, al ver al hijo del comerciante, se compadeció, y ordenó a sus
criados que lo desatasen, le dio uno de sus vestidos y lo salvó de una
muerte segura. El Zarevitz se llevó a Iván a la corte, le dio de comer y de
beber y le preguntó quién lo había atado al poste.
- Mi mismo padre, que estaba enojado conmigo.
- ¿Y por qué? Sin duda no sería leve tu falta.
- Es cierto. No quise obedecerle. Me negué a contarle lo que había soñado.
- ¿Y por una cosa tan insignificante te condenó a una muerte tan cruel?
¡El muy bandido! Seguramente ha perdido el juicio. ¿Y qué soñaste?
- Soñé algo que no puedo decirte ni aun a ti, ¡oh, Zarevitz!
- ¡Cómo! ¿Que no puedes decírmelo a mí, que soy el Zarevitz? ¿A mí, que te
salvé de una muerte cruel no puedes decirme una cosa tan sencilla, ni en
prueba de agradecimiento? ¡Habla enseguida si no quieres que te ocurra
algo que te hará arrepentir!
- No, Zarevitz. Mantengo mi palabra. Lo que no dije a mi padre no te lo diré
a ti.
Arrebatado de ira, el Zarevitz se puso a gritar llamando a sus criados y les
ordenó:
- ¡Cogedme a este villano, cargadlo de cadenas y encerradlo en la más
negra mazmorra!
Los criados no lo pensaron dos veces. Cogieron a Iván, lo encadenaron de
pies y manos y lo llevaron al calabozo.
Pasado algún tiempo, el Zarevitz determinó casarse con la tres veces sabia
Elena, la primera doncella en belleza y talento sobre la tierra, y hechos los
preparativos, emprendió el viaje al extranjero para casarse con la tres
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Cuentos de Hadas Anónimo 113
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Cuentos de Hadas Anónimo 114
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Cuentos de Hadas Anónimo 116
- ¡Un poco de paciencia! Que realice la tercera prueba. Si tan listo es, que
me traiga tres cabellos de la cabeza y tres pelos de la barba de mi abuelo,
el rey del Mar, y entonces estaré dispuesta a casarme con él.
El Zarevitz regresó a casa mucho más triste que nunca, sin querer mirar ni
escuchar a nadie.
- ¿Por qué apurarse, Zarevitz? -le murmuró al oído Iván, el hijo del
comerciante.- Todo se arreglará.
Y en un momento se plantó en el palacio con el gorra invisible, viendo que
la tres veces sabia Elena se preparaba para emprender un viaje en su
carroza hacia el mar azul. Nuestro Iván ocupó un puesto en la carroza de
manera invisible y los fogosos caballos del Zar los llevaron en un
santiamén a la orilla del mar.
Allí, la tres veces sabia Elena se sentó en una piedra que había bajo una
roca y, vuelta de cara al mar azul, empezó a llamar a voces a su abuelo, el
rey del Mar. El mar azul se agitó como en una tempestad, a pesar de la
calma que reinaba, se levantaron montañas de espuma que se acercaron a
la orilla y de entre ellas emergió, con agua hasta la cintura, el viejo abuelo.
En su cabeza, manojos y manojos de rizos blancos brillaban como plata al
sol, chorreándole los mechones que caían sobre sus sienes; pero cubría su
rostro una barba espesa de hebras de oro como algas. Venía montado
sobre una ola que lo dejó en la orilla cubriéndole el cuerpo hasta la
cintura, apoyó en una piedra sus manos, que parecían patas de ganso,
puso sus verdes ojos en los de la tres veces sabia Elena y gritó:
- ¡Hola, nieta de mis suspiros! ¡Cuánto tiempo sin verte! Anda, haz el favor
de peinarme.
Y descansando su revuelta cabeza en las rodillas de su nieta, cerró los ojos
en un dulce sueño. La tres veces sabia Elena empezó a jugar con sus
cabellos alisándolos, para enroscárselos luego como caracoles con sus
finos dedos, mientras murmuraba palabras al oído del viejo, deseándole
sueños agradables, y cuando vio que su abuelo, estaba dormido, le
arrancó tres hebras de plata de la cabeza. Pero Iván alargó la mano sin ser
visto y le arrancó un mechón.
El abuelo se despertó, y mirando a su nieta, dijo en tono soñoliento:
- ¿Te has vuelto loca? ¡Me has hecho un daño horrible!.
- ¡Perdón, abuelito -replicó la tres veces sabia Elena.- Pero hacía tanto
tiempo que no te peinaba, que estás muy desgreñado!
Pero el abuelo no oyó las últimas palabras, porque ya roncaba, y entonces
la Zarevna le arrancó tres pelos de la barba. Iván, el hijo del comerciante,
no quiso ser menos y tirando con fuerza le arrancó un manojo. El viejo del
mar se despertó, bramó como un buey y se sumergió en el agua no
dejando en la superficie más que espumas.
Al día siguiente, la Zarevna entró en el palacio pensando: "¡Ahora sí que el
Zarevitz no se escapa de mis manos!" Y enseñó al Zarevitz los tres cabellos
de plata y los tres pelos de oro.
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Cuentos de Hadas Anónimo 118
La doncella sabia
Érase un pobre huérfano que se quedó sin padres a los pocos años y
carecía de bienes de fortuna y de talento. Su tío se lo llevó a casa, lo
sostuvo y cuando lo vio un poco crecido lo puso a guardar un rebaño de
ovejas. Y un día, queriendo probar su talento, le dijo:
- Lleva el rebaño a la feria y mira de sacar todo el provecho posible, de
modo que con las ganancias tú y el rebaño podáis vivir; pero has de volver
a casa con el rebaño completo, sin que falte una cabeza, y con el dinero
que hayas sacado de cada oveja.
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Se casó, pues, con el huérfano, y aunque éste no tenía mucha cabeza tenía
en cambio mucho corazón y vivió con su sabia mujer en continua felicidad
y armonía.
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