Facundo (Fragmentos) Sarmiento

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FACUNDO O CIVILIZACION Y BARBARIE EN LAS PAMPAS ARGENTINAS

DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO

ADVERTENCIA DEL AUTOR

DESPUÉS de terminada la publicación de esta obra, he recibido de varios amigos, rectificaciones


de varios hechos referidos en ella. Algunas inexactitudes han debido necesariamente escaparse en
un trabajo hecho de prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que no se
había escrito nada hasta el presente. Al coordinar entre sí sucesos que han tenido lugar en distintas y
remotas provincias, y en épocas diversas, consultando a un testigo ocular sobre un punto,
registrando manuscritos formados a la ligera, o apelando a las propias reminiscencias, no es extraño
que de vez en cuando el lector argentino eche de menos algo que él conoce, o disienta en cuanto a
algún nombre propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de lugar. Pero debo declarar que en los
acontecimientos notables a que me refiero, y que sirven de base a las explicaciones que doy, hay
una exactitud intachable, de que responderán los documentos públicos que sobre ellos existen.
Quizá haya un momento en que, desembarazado de las preocupaciones que han precipitado la
redacción de esta obrita, vuelva a refundirla en un plan nuevo, desnudándola de toda digresión
accidental, y apoyándola en numerosos documentos oficiales, a que sólo hago ahora una ligera
referencia.
1845

On ne tue point les idées.


FORTOUL

A FINES del año 1840, salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de
cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de
soldadesca y mazorqueros. Al pasar por los baños de Zonda, bajo las armas de la patria que en días
más alegres había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras: On ne tue point les idées.
El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de descifrar el
jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles, insultos y amenazas. Oída la traducción, “¡y
bien! —dijeron—, ¿qué significa
esto?...”. ................................................................................................................... Significa,
simplemente, que venía a Chile, donde la libertad brillaba aún, y que me proponía hacer proyectar
los rayos de las luces de su prensa hasta el otro lado de los Andes. Los que conocen mi conducta en
Chile, saben si he cumplido aquella protesta.
INTRODUCCIÓN
“Je demande à l’historien l’amour de l’humanité ou de la liberté; sa justice impartiale ne doit pas être impassible. Il
faut, au contraire, qu’il souhaite, qu’il espère, qu’il souffre, ou soit heureux de ce qu’il raconte”.
VILLEMAIN, Cours de littérature

¡SOMBRA terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que
cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran
las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu
trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos
senderos en el desierto, decían: “¡No; no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!” ¡Cierto! Facundo no ha
muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su
heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo
que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin. La
naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en
política regular capaz de presentarse a la faz del mundo, como el modo de ser de un pueblo
encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los
acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue
reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado,
espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la
inteligencia de un Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos quieren
disputarle el título de Grande que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande y muy grande es, para
gloria y vergüenza de su patria, porque si ha encontrado millares de seres degradados que se unzan
a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a millares, las almas
generosas que, en quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer al monstruo que nos
propone el enigma de la organización política de la República. Un día vendrá, al fin, que lo
resuelvan; y la Esfinge Argentina, mitad mujer, por lo cobarde, mitad tigre, por lo sanguinario,
morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata, el rango elevado que le toca entre las naciones del
Nuevo Mundo.
Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente
las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la
fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están pegados.
La República Argentina es hoy la sección hispanoamericana que en sus manifestaciones exteriores
ha llamado preferentemente la atención de las naciones europeas, que no pocas veces se han visto
envueltas en sus extravíos, o atraídas, como por una vorágine, a acercarse al centro en que
remolinean elementos tan contrarios. La Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción, y no sin
grandes esfuerzos de remo y vela, no sin perder el gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la
distancia. Sus más hábiles políticos no han alcanzado a comprender nada de lo que sus ojos han
visto, al echar una mirada precipitada sobre el poder americano que desafiaba a la gran nación. Al
ver las lavas ardientes que se revuelcan, se agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha
intestina, los que por más avisados se tienen, han dicho: “Es un volcán subalterno, sin nombre, de
los muchos que aparecen en la América: pronto se extinguirá”; y han vuelto a otra parte sus
miradas, satisfechos de haber dado una solución tan fácil como exacta, de los fenómenos sociales
que sólo han visto en grupo y superficialmente. A la América del Sur en general, y a la República
Argentina sobre todo, le ha hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las
teorías sociales, como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a penetrar en
el interior de nuestra vida política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni descrito por
la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas
porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser, que no tiene antecedentes bien marcados y
conocidos. Hubiérase, entonces, explicado el misterio de la lucha obstinada que despedaza a aquella
República; hubiéranse clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se
chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella engendra;
su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, inicua, plebeya, que han dejado la
Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que han
trastornado el mundo político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización europea; su
parte, en fin, a la democracia consagrada por la revolución de 1810, a la igualdad, cuyo dogma ha
penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad. Este estudio que nosotros no estamos aún en
estado de hacer por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica, hecho por observadores
competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa, un mundo nuevo en política, una
lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos
de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces se habría podido
aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada a la Europa, que, echada entre el
Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho
istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose entre dos fuerzas
opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos libres, ya cayendo en la de los despotizados;
ya impía, ya fanática; ora constitucionalista declarada, ora despótica impudente; maldiciendo sus
cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a gritos que le impongan el yugo, que
parece ser su condición y su modo de existir. ¡Qué! ¿El problema de la España europea, no podría
resolverse examinando minuciosamente la España americana, como por la educación y hábitos de
los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No significa nada para la historia
y la filosofía, esta eterna lucha de los pueblos hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad
política e industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin norte fijo, sin objeto preciso, sin que
sepan por qué no pueden conseguir un día de reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el
torbellino fatal que los arrastra, mal de su grado y sin que les sea dado sustraerse a su maléfica
influencia? ¿No valía la pena de saber por qué en el Paraguay, tierra desmontada por la mano sabia
del jesuitismo, un sabio educado en las aulas de la antigua Universidad de Córdoba, abre una nueva
página en la historia de las aberraciones del espíritu humano, encierra a un pueblo en sus límites de
bosques primitivos, y, borrando las sendas que conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde
durante treinta años su presa, en las profundidades del continente americano, y sin dejarla lanzar un
solo grito, hasta que muerto, él mismo, por la edad y la quieta fatiga de estar inmóvil pisando un
pueblo sumiso, éste puede al fin, con voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por
sus inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum mutatus ab illo! ¡Qué
transformación ha sufrido el Paraguay; qué cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello,
que no oponía resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de la República Argentina, que,
después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de organización de todo género, produce,
al fin, del fondo de sus entrañas, de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en la persona
de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si se puede, a las ideas, costumbres y
civilización de los pueblos europeos? ¿No se descubre en él, el mismo rencor contra el elemento
extranjero, la misma idea de la autoridad del Gobierno, la misma insolencia para desafiar la
reprobación del mundo, con más, su originalidad salvaje, su carácter fríamente feroz y su voluntad
incontrastable, hasta el sacrificio de la patria, como Sagunto y Numancia; hasta abjurar el porvenir
y el rango de nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es éste un capricho
accidental, una desviación mecánica causada por la aparición de la escena, de un genio poderoso;
bien así como los planetas se salen de su órbita regular, atraídos por la aproximación de algún otro,
pero sin sustraerse del todo a la atracción de un centro de rotación, que luego asume la
preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria? M. Guizot ha dicho desde la tribuna
francesa: “Hay en América dos partidos: el partido europeo y el partido americano; éste es el más
fuerte”; y cuando le avisan que los franceses han tomado las armas en Montevideo y han asociado
su porvenir, su vida y su bienestar al triunfo del partido europeo civilizado, se contenta con añadir:
“Los franceses son muy entrometidos, y comprometen a su nación con los demás gobiernos”.
¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la civilización europea, el que ha deslindado los
elementos nuevos que modificaron la civilización romana y que ha penetrado en el enmarañado
laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido el crisol en que se ha
estado elaborando, mezclando y refundiendo el espíritu moderno; M. Guizot, ministro del rey de
Francia, da por toda solución a esta manifestación de simpatías profundas entre los franceses y los
enemigos de Rosas: “¡Son muy entrometidos los franceses!” Los otros pueblos americanos, que,
indiferentes e impasibles, miran esta lucha y estas alianzas de un partido argentino con todo
elemento europeo que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación: “¡Estos
argentinos son muy amigos de los europeos!” Y el tirano de la República Argentina se encarga
oficiosamente de completarles la frase, añadiendo: “¡Traidores a la causa americana!” ¡Cierto!,
dicen todos; ¡traidores!, ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos nosotros; ¡traidores a la causa
americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la palabra salvaje, que anda
revoloteando sobre nuestras cabezas? De eso se trata: de ser o no ser salvaje. ¿Rosas, según esto, no
es un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad? ¿Es, por el contrario, una manifestación
social; es una fórmula de una manera de ser de un pueblo? ¿Para qué os obstináis en combatirlo,
pues, si es fatal, forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo combatís!… ¿Acaso porque la
empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal principio triunfa, se le ha de abandonar
resignadamente el terreno? ¿Acaso la civilización y la libertad son débiles hoy en el mundo, porque
la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos, porque la Polonia ande errante sobre la tierra
mendigando un poco de pan y un poco de libertad? ¡Por qué lo combatís!… ¿Acaso no estamos
vivos los que después de tantos desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra conciencia de
lo justo y del porvenir de la patria, porque hemos perdido algunas batallas? ¡Qué!, ¿se quedan
también las ideas entre los despojos de los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que
hacemos, ni más ni menos como Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No hay nada de
providencial en estas luchas de los pueblos? ¿Concedióse jamás el triunfo a quien no sabe
perseverar? Por otra parte, ¿hemos de abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a
las devastaciones de la barbarie, mantener cien ríos navegables, abandonados a las aves acuáticas
que están en quieta posesión de surcarlos ellas solas ab initio ? ¿Hemos de cerrar voluntariamente la
puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y
hacernos, a la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar? ¿Hemos
de dejar, ilusorios y vanos, los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria, con que nos han
mecido desde la infancia, los pronósticos que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las
necesidades de la humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y
desierto que la América? ¿Hay en la América muchos pueblos que estén, como el argentino,
llamados, por lo pronto, a recibir la población europea que desborda como el líquido en un vaso?
¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio, a llamarlas
con todas nuestras fuerzas, para que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda
traba puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia y de toda coacción? ¡Oh! ¡Este
porvenir no se renuncia así no más! No se renuncia porque un ejército de 20.000 hombres guarde la
entrada de la patria: los soldados mueren en los combates, desertan o cambian de bandera. No se
renuncia porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados años: la fortuna es
ciega, y un día que no acierte a encontrar a su favorito, entre el humo denso y la polvareda
sofocante de los combates, ¡adiós tirano!; ¡adiós tiranía! No se renuncia porque todas las brutales e
ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más, en un momento de extravío, en el ánimo de
masas inexpertas: las convulsiones políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la
humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin, de las
tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las preocupaciones estacionarias. No se
renuncia porque en un pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el bien por el mal,
egoístas que sacan de él su provecho, indiferentes que lo ven sin interesarse, tímidos que no se
atreven a combatirlo, corrompidos, en fin, que no conociéndolo se entregan a él por inclinación al
mal, por depravación: siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal ha triunfado
definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos americanos no puedan prestarnos su
ayuda; porque los gobiernos no ven de lejos sino el brillo del poder organizado, y no distinguen en
la oscuridad humilde y desamparada de las revoluciones, los elementos grandes que están
forcejeando por desenvolverse; porque la oposición pretendida liberal abjure de sus principios,
imponga silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que la importuna, huelle la
noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia porque los pueblos en masa nos den la
espalda a causa de que nuestras miserias y nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista para
que alcancen a conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión tan
elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡las dificultades se vencen, las
contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!
Desde Chile, nosotros nada podemos dar a los que perseveran en la lucha bajo todos los rigores de
las privaciones, y con la cuchilla exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas
horas sobre sus cabezas. ¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos; arma ninguna
no es dado llevar a los combatientes, si no es la que la prensa libre de Chile suministra a todos los
hombres libres. ¡La prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros. He
aquí el vellocino de oro que tratamos de conquistar. He aquí cómo la prensa de Francia, Inglaterra,
Brasil, Montevideo, Chile y Corrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus
víctimas; he aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas para paliar el mal, don que
sólo fue dado para predicar el bien. He aquí que desciendes a justificarte, y que vas por todos los
pueblos europeos y americanos mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio de la
prensa defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en tu patria, la discusión que
mantienes en todos los otros pueblos? ¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas por
el puñal; para qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica discusión de la
prensa?

El que haya leído las páginas que preceden, creerá que es mi ánimo trazar un cuadro apasionado de
los actos de barbarie que han deshonrado el nombre de don Juan Manuel de Rosas. Que se
tranquilicen los que abriguen este temor. Aún no se ha formado la última página de esta biografía
inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no han sido contados aún. Por otra parte,
las pasiones que subleva entre sus enemigos son demasiado rencorosas aún, para que pudieran ellos
mismos poner fe en su imparcialidad o en su justicia. Es de otro personaje de quien debo ocuparme:
Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel.
Diez años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera mostrarse la
calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que
detuvo su carrera? ¿Partió de Buenos Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano.
Facundo Quiroga, empero, es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República
Argentina; es la figura más americana que la revolución presenta. Facundo Quiroga enlaza y
eslabona todos los elementos de desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose
aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local, la guerra nacional, argentina, y presenta
triunfante, al fin de diez años de trabajos, de devastaciones y de combates, el resultado de que sólo
supo aprovecharse el que lo asesinó.
He creído explicar la revolución argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo
que él explica suficientemente una de las tendencias, una de las dos fases diversas que luchan en el
seno de aquella sociedad singular.
He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos, los detalles que han podido
suministrarme hombres que lo conocieron en su infancia, que fueron sus partidarios o sus enemigos,
que han visto con sus ojos unos hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de una época o de
una situación particular. Aún espero más datos de los que poseo, que ya son numerosos. Si algunas
inexactitudes se me escapan, ruego a los que las adviertan que me las comuniquen; porque en
Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida argentina, tal
como la han hecho la colonización y las peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario
consagrar una seria atención, porque sin esto, la vida y hechos de Facundo Quiroga son
vulgaridades que no merecerían entrar, sino episódicamente, en el dominio de la historia. Pero
Facundo, en relación con la fisonomía de la naturaleza grandiosamente salvaje que prevalece en la
inmensa extensión de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una manera de ser de un
pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fue, no por un accidente
de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su voluntad, es el personaje histórico
más singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los hombres que
comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento social, no es más que el espejo en
que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos
de una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura, el reflejo de la Grecia
guerrera, literaria, política y artística; de la Grecia escéptica, filosófica y emprendedora, que se
derrama sobre el Asia, para extender la esfera de su acción civilizadora.
Por esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida interior del pueblo argentino, para
comprender su ideal, su personificación.
Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo Quiroga, como nadie, a mi juicio, ha
comprendido, todavía, al inmortal Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos que han trazado el
cuadro de su vida. En la Enciclopedia Nueva he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar,
en el que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos y por su
genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general
europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo
americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me
revele la América. Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió
el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio.
¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier general europeo de esclarecidas prendas?
Es que las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el
poncho para presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni menos como los litógrafos de
Buenos Aires han pintado a Facundo con casaca de solapas, creyendo impropia su chaqueta, que
nunca abandonó. Bien: han hecho un general, pero Facundo desaparece. La guerra de Bolívar
pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes: Bolívar es un Charette de más anchas
dimensiones. Si los españoles hubieran penetrado en la República Argentina el año 11, acaso
nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo hubiese sido tan pródigamente dotado por la
naturaleza y la educación.
La manera de tratar la historia de Bolívar, de los escritores europeos y americanos, conviene a San
Martín y a otros de su clase. San Martín no fue caudillo popular; era realmente un general. Habíase
educado en Europa y llegó a América, donde el Gobierno era el revolucionario, y podía formar a sus
anchas el ejército europeo, disciplinarlo y dar batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su
expedición sobre Chile es una conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si San
Martín hubiese tenido que encabezar montoneras, ser vencido aquí, para ir a reunir un grupo de
llaneros por allá, lo habrían colgado a su segunda tentativa.
El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los que hasta hoy conocemos: es
preciso poner antes, las decoraciones y los trajes americanos, para mostrar enseguida el personaje.
Bolívar es, todavía, un cuento forjado sobre datos ciertos: Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo
conoce aún el mundo, y es muy probable que, cuando lo traduzcan a su idioma natal, aparezca más
sorprendente y más grande aún.
Razones de este género me han movido a dividir este precipitado trabajo en dos partes: la una, en
que trazo el terreno, el paisaje, el teatro sobre que va a representarse la escena; la otra en que
aparece el personaje, con su traje, sus ideas, su sistema de obrar; de manera que la primera esté ya
revelando a la segunda, sin necesidad de comentarios ni explicaciones.

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