Via Lucis
Via Lucis
Via Lucis
Cuentan de un famoso sabio alemán que, al tener que ampliar su gabinete de investigaciones, fue
a alquilar una casa que colindaba con un convento de carmelitas. Y pensó: ¡Qué maravilla, aquí tendré
un permanente silencio! Y con el paso de los días comprobó que, efectivamente, el silencio rodeaba su
casa... salvo en las horas de recreo. Entonces en el patio vecino estallaban surtidores de risa, limpias
carcajadas, un brotar inextinguible de alegría. Y era un gozo que se colaba por puertas y ventanas. Un
júbilo que perseguía al investigador por mucho que cerrase sus postigos. ¿Por qué se reían aquellas
monjas? ¿De qué se reían? Estas preguntas intrigaban al investigador. Tanto que la curiosidad le
empujó a conocer las vidas de aquellas religiosas. ¿De qué se reían si eran pobres? ¿Por qué eran
felices si nada de lo que alegra a este mundo era suyo? ¿Cómo podía llenarles la oración, el silencio?
¿Tanto valía la sola amistad? ¿Qué había en el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal manera?
Aquel sabio alemán no tenía fe. No podía entender que aquello, que para él eran puras ficciones,
puros sueños sin sentido, llenara un alma. Menos aún que pudiera alegrarla hasta tal extremo.
Y comenzó a obsesionarse. Empezó a sentirse rodeado de oleadas de risas que ahora escuchaba a
todas horas. Y en su alma nació una envidia que no se decidía a confesarse a sí mismo. Tenía que
haber «algo» que él no entendía, un misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no
conocían el amor, ni el lujo, ni el placer, ni la diversión. ¿Qué tenían, si no podía ser otra cosa que una
acumulación de soledades?
Un día se decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón:
—Es que somos esposas de Cristo.
—Pero -arguyó el científico- Cristo murió hace dos mil años.
Ahora creció la sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que tanto le
intrigaba.
—Se equivoca -dijo la religiosa-: lo que pasó hace dos mil años fue que, venciendo a la muerte,
resucitó.
—¿Y por eso son felices?
—Sí. Nosotras somos los testigos de su resurrección.
I
Jesús resucitado, conquista la vida verdadera
Y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo y acercándose removió la piedra
del sepulcro y se sentó sobre ella (Mt 28, 2)
Gracias, Señor, porque al romper la piedra de tu sepulcro nos trajiste en las manos la vida
verdadera, no sólo un trozo más de esto que los hombres llamarnos vida, sino la inextinguible, la zarza
ardiendo que no se consume, la misma vida de que vive Dios.
Gracias por este gozo, gracias por esta Gracia, gracias por esta vida eterna que nos hace
inmortales, gracias porque al resucitar inauguraste la nueva humanidad y nos pusiste en las manos
esta vida multiplicada, este milagro de ser hombres y más, esta alegría de sabernos partícipes de tu
triunfo, este sentirnos y ser hijos y miembros de tu cuerpo de hombre y Dios resucitado.
II
Su sepulcro vacío muestra que Jesús ha vencido la muerte
Hoy, al resucitar, dejaste tu sepulcro abierto como una enorme boca, que grita que has vencido a
la muerte.
Ella, que hasta ayer era la reina de este mundo, a quien se sometían los pobres y los ricos, se bate
hoy en triste retirada vencida por tu mano de muerto-vencedor.
¿Cómo podrían aprisionar tu fuerza unos metros de tierra?
Alzaste tu cuerpo de la fosa como se alza una llama, como el sol se levanta tras los montes del
mundo. y se quedó la muerte muerta, amordazada la invencible, destruido por siempre su terrible
dominio. El sepulcro es la prueba: nadie ni nada encadena tu alma desbordante de vida y esta tumba
vacía muestra ahora que tú eres un Dios de vivos y no un Dios de muertos.
III
Jesús, bajando a los infiernos, muestra el triunfo de su resurrección
Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu y en el fue a pregonar a los espíritus que
estaban en la prisión (1 Pe 3, 18)
IV
Jesús, resucita por la fe en el alma de María
Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador (Lc 1, 47)
No sabemos si aquella mañana del domingo visitaste a tu Madre, pero estamos seguros de que
resucitaste en ella y para ella, que ella bebió a grandes sorbos el agua de tu resurrección, que nadie
como ella se alegró con tu gozo y que tu dulce presencia fue quitando uno a uno los cuchillos que
traspasaban su alma de mujer.
No sabemos si te vio con sus ojos, mas sí que te abrazó con los brazos del alma, que te vio con los
cinco sentidos de su fe.
Ah, si nosotros supiéramos gustar una centésima parte de su gozo.
Ah,. si aprendiésemos a resucitar en ti como ella.
Ah, si nuestro corazón estuviera tan abierto como estuvo el de María aquella mañana del domingo .
V
Jesús elige a una mujer como apóstol de los apóstoles
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: «He visto al Señor», y las cosas que le había dicho
(Jn 20, 18)
Lo mismo que María Magdalena decimos hoy nosotros: «Me han quitado a mi Señor y no sé dónde
lo han puesto.»
Marchamos por el mundo y no encontramos nada en qué poner los ojos, nadie en quien podamos
poner entero nuestro corazón.
Desde que tú te fuiste nos han quitado el alma y no sabemos dónde apoyar nuestra esperanza, ni
encontramos una sola alegría que no tenga venenos.
¿Dónde estás? ¿Dónde fuiste, jardinero del alma, en qué sepulcro, en qué jardín te escondes?
¿O es que tú estás delante de nuestros mismos ojos y no sabemos verte?
¿Estás en los hermanos y no te conocemos?
¿Te ocultas en los pobres, resucitas en ellos y nosotros pasamos a su lado sin reconocerte?
Llámame por mi nombre para que yo te vea, para que reconozca la voz con que hace años me
llamaste a la vida en el bautismo, para que redescubra que tú eres mi maestro.
Y envíame de nuevo a transmitir tu gozo a mis hermanos, hazme apóstol de apóstoles como
aquella mujer privilegiada que, porque te amó tanto, conoció el privilegio de beber la primera el primer
sorbo de tu resurrección.
VI
Jesús devuelve la esperanza a dos discípulos desanimados
«Quédate con nosotros, pues el día declina». Y entró para quedarse con ellos. Puesto con ellos a la
mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron (Lc 24,
29-31)
Lo mismo que los dos de Emaús aquel día también yo marcho ahora decepcionado y triste
pensando que en el mundo todo es muerte y fracaso.
El dolor es más fuerte que yo, me acogota la soledad y digo que tú, Señor, nos has abandonado. Si
leo tus palabras me resultan insípidas, si miro a mis hermanos me parecen hostiles, si examino el
futuro sólo veo desgracias.
Estoy desanimado. Pienso que la fe es un fracaso, que he perdido mi tiempo siguiéndole y
buscándote y hasta me parece que triunfan y viven más alegres los que adoran el dulce becerro del
dinero y del vicio.
Me alejo de tu cruz, busco el descanso en mi casa de olvidos, dispuesto a alimentarme desde hoy
en las viñas de la mediocridad.
No he perdido la fe, pero sí la esperanza, sí el coraje de seguir apostando por ti.
¿Y no podrías salir hoy al camino y pasear conmigo como aquella mañana con los dos de Emaús?
¿No podrías descubrirme el secreto de tu santa Palabra y conseguir que vuelva a calentar mi
entraña?
¿No podrías quedarte a dormir con nosotros y hacer que descubramos tu presencia en el Pan?
VII
Jesús muestra a los suyos su carne herida y vencedora
«Alarga acá tu dedo y mira mis manos. y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo,
sino fiel.» Respondió Tomás y dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 27-28)
Gracias, Señor, porque resucitaste no sólo con tu alma, más también con tu carne.
Gracias porque quisiste regresar de la muerte trayendo tus heridas.
Gracias porque dejaste a Tomás que pusiera su mano en tu costado y comprobara que el
Resucitado es exactamente el mismo que murió en una cruz.
Gracias por explicarnos que el dolor nunca puede amordazar el alma y que cuando sufrimos
estamos también resucitando.
Gracias por ser un Dios que ha aceptado la sangre, gracias por no avergonzarte de tus manos
heridas, gracias por ser un hombre entero y verdadero.
Ahora sabemos que eres uno de nosotros sin dejar de ser Dios, ahora entendemos que el dolor no
es un fallo de tus manos creadoras, ahora que tú lo has hecho tuyo comprendemos que el llanto y las
heridas son compatibles con la resurrección.
Déjame que te diga que me siento orgulloso de tus manos heridas de Dios y hermano nuestro.
Deja que entre tus manos crucificadas ponga estas manos maltrechas de mi oficio de hombre.
VIII
Con su cuerpo glorioso, Jesús explica que también los muertos resucitan
Mientras esto hablaban, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Aterrados y
llenos de miedo, creían ver un espíritu. El les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro
corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies, que soy yo. Palpadme y ved, que el espíritu no
tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Diciendo esto, les mostró las manos y los pies. No
creyendo aún ellos, en fuerza del gozo y de la admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Le
dieron un trozo de asado, y tomándolo, comió delante de ellos (Lc 24, 36-43)
«Miradme bien. Tocadme. Comprobad que no soy un fantasma», decías a los tuyos, temiendo que
creyeran que tu resurrección era tan sólo un símbolo, una dulce metáfora, una ilusión hermosa para
seguir viviendo.
Era tan grande el gozo de reencontrarte vivo que no podían creerlo; no cabía en sus pobres
cabezas que entendían de llantos, pero no de alegrías.
El hombre, ya lo sabes, es incapaz de muchas esperanzas.
Como él tiene el corazón pequeño cree que el tuyo es tacaño.
Como te ama tan poco no puede sospechar que tú puedas amarle.
Como vive amasando pedacitos de tiempo siente vértigo ante la eternidad.
Y así va por el mundo arrastrando su carne sin sospechar que pueda ser una carne eterna.
Conoce el pudridero donde mueren los muertos: no logra imaginarse el día en que esos muertos
volverán a ser niños, con una infancia eterna.
¡Muéstranos bien tu cuerpo, Cristo vivo, enséñanos ahora la verdadera infancia, la que tú nos
preparas más allá de la muerte!
IX
Jesús bautiza a sus apóstoles contra el miedo
La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los
discípulos por temor de los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: «La paz sea con
vosotros» (Jn 20, 19)
Han pasado. Señor, ya veinte siglos de tu resurrección y todavía no hemos perdido el miedo, aún
no estamos seguros, aún tememos que las puertas del infierno podrían algún día prevalecer si no
contra tu Iglesia, sí contra nuestro pobre corazón de cristianos.
Aún vivimos mirando a todos lados menos hacia tu cielo.
Aún creemos que el mal será más fuerte que tu propia Palabra.
Todavía no estamos convencidos de que tú hayas vencido al dolor y a la muerte.
Seguimos vacilando, dudando, caminando entre preguntas, amasando angustias y tristezas.
Repítenos de nuevo que tú dejaste paz suficiente para todos.
Pon tu mano en mi hombro y grítame: No temas, no temáis.
Infúndeme tu luz y tu certeza, danos el gozo de ser tuyos, inúndanos de la alegría de tu corazón.
Haznos. Señor, testigos de tu gozo.
¡Y que el mundo descubra lo que es creer en ti!
X
Jesús anuncia que seguirá siempre con nosotros
Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo (Mt 28, 20)
XI
Jesús devuelve a sus apóstoles la alegría perdida
Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por
la muchedumbre de los peces (Jn 21, 6)
XII
Jesús entrega a Pedro el pastoreo de sus ovejas
«¿Me amas?» Y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.» Díjole Jesús: «Apacienta mis
ovejas» (Jn 21, 17)
XIII
Jesús encarga a los doce la tarea de evangelizar
Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28, 20)
Y te faltaba aún el penúltimo gozo: dejar en nuestras manos la antorcha de tu fe.
Tú habrías podido reservarte ese oficio, sembrar tú en exclusiva la gloria de tu nombre, hablar tú al
corazón, poner en cada alma la sagrada semilla de tu amor.
¿Acaso no eres tú la única palabra?
¿No eres tú el único jardinero del alma?
¿No es tuya toda gracia?
¿Hay algo de ti o de Dios que no salga de tus manos?
¿Para qué necesitas ayudantes, intermediarios, colaboradores, que nada aportarán si no es su
barro?
¿Qué ponen nuestras manos que no sea torpeza?
Pero tú, como un padre que sentara a su niño al volante y dijera: «Ahora conduce tú», has querido
dejar en nuestras manos la tarea de hacer lo que sólo tú haces: llevar gozosa y orgullosamente de
mano en mano la antorcha que tú enciendes.
XIV
Jesús sube a los cielos para abrirnos camino
Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros
al cielo vendrá como lo habéis visto ir al cielo (Hech 1, 11)
323-324 Durante siglos las generaciones cristianas han acompañado a Cristo camino del
Calvario, en una de las más hermosas devociones cristianas: el Via Crucis. ¿Por qué no
intentar -no «en lugar de», sino «además de»- acompañar a Jesús también en las catorce
estaciones de su triunfo, el Via Lucis, el camino de la luz? Bienaventurados los testigos de
su resurrección.- JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO