La Batalla Por Tenochtitlan Pedro Salmeron

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LA BATALLA POR

TENOCHTITLAN
POR PEDRO SALMERÓN

La “conquista de México” se nos presenta como una de las más


grandes hazañas militares de la historia, puesto que 400 o 1000
valientes y su esforzado capitán sojuzgaron a un poderoso y
floreciente imperio. Se nos ofrece como un triunfo de la modernidad
sobre el atraso, pues fueron las armas modernas, la ciencia, la forma
de pensar y la cultura política moderna las que permitieron esa
asombrosa victoria. Ante nuestros ojos aparece como un momento
clave en la historia de la civilización, por cuanto entraña la primera
mundialización del capitalismo y da origen a la modernidad.
También se nos presenta como un brutal genocidio. Se nos presenta
como una empresa abocada a destruir una alta cultura que resulta
mucho más humana y armónica que la occidental, en una cadena de
acciones perpetradas por mero afán de lucro y dominio. En fin, se
erige ante nuestra vista como el traumático origen de la nación
mexicana y de nuestro ser mestizo, pletórico de insuficiencias,
accidental.
¿Es cierto todo eso? En realidad, casi ninguna de esas afirmaciones
se sustenta en los sucesos políticos, militares, sociales y
epidemiológicos ocurridos en una parte de lo que hoy es México en
los años que van de 1519 a 1521. De hecho, trataremos de mostrar
que hasta el término “conquista de México” es discutible.
¿Cómo lo mostraré? ¿Cómo discutiré con quienes han escrito antes
esta historia? Puedes, lectora o lector amigo, empezar a leer este
libro por la parte V, “Discusiones y definiciones” (también puedes
proceder de ese modo si quieres aclarar algunas nociones sobre
“España” y “Mesoamérica”, o precisar las ideas que se tenían acerca
de la guerra, así como de las armas y formas de luchar), o, en
cambio, entrar en la historia misma y acompañarme a Guanahaní,
Cuba y Champotón, antes de llegar al Anáhuac, en esta relación de
la batalla por Tenochtitlan, que viene a ser una parte pequeña pero
muy intensa dentro del conjunto integrado por la irrupción española
y las guerras mesoamericanas.

1. ENCUENTROS
1. CHAMPOTÓN
La civilización azteca no concluyó a consecuencia
de su edad senil, sino asesinada
trágicamente. Sucumbió con heroísmo espartano,
cortada como una bella y tardía
flor de otoño, y para ello bastaron […] un
par de malos cañones, algunas carabelas y
un centenar de arcabuces.
SALVADOR TOSCANO
Según las explicaciones tradicionales, uno de los elementos
fundamentales —quizá el decisivo— para la derrota de México-
Tenochtitlan fue la confrontación entre modernidad y atraso, en
materia de pensamiento militar y de desarrollo tecnológico. Dichas
versiones hacen patente que las armas de fuego y acero, los caballos
y una estrategia político-militar dirigida a la derrota y la dominación
fueron claramente superiores a la tecnología y la mentalidad
nahuas, y se impusieron sobre ellas.
Nos han contado que el Códice Florentino es una de las principales
“fuentes indígenas” (a partir de aquí las llamaremos
“cuasiindígenas” o “de tradición indígena”, por razones que puedes
hallar en el capítulo 38). ¿Qué dice esta obra sobre ello? Cuenta que
cuando los mensajeros que había enviado a Veracruz para
entrevistarse con Cortés le entregaron sus informes, a Moctezuma.
También mucho espanto le causó el oír cómo estalla el cañón […] y cómo se
desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como
bola de piedra sale de sus entrañas; va lloviendo fuego, va destilando chispas
[…] Pues si va a dar contra un cerro, como que lo hiende, lo resquebraja, y si
da contra un árbol, lo destroza hecho astillas […] Sus aderezos de guerra son
todos de hierro: hierro se visten, hierro ponen como capacete a sus cabezas,
hierro son sus espadas, hierro sus arcos, hierro sus escudos, hierro sus lanzas.
Los soportan en sus lomos sus “venados”. Tan altos están como los techos.
Los relatos están llenos de las escenas de terror y espanto que
causan las armas de fuego, los caballos, los perros y hasta el aspecto
de los castellanos. Y así ha llegado a nosotros la historia. Esas
narraciones también ponen de relieve el grado en que ha cundido la
“superstición” entre los nativos, que ven “dioses” en los hombres
“rubios” cubiertos de hierro: “Solamente aparecen sus caras”,
continúa el Códice Florentino. Asimismo, insisten en el azoro que
causan los efectos de estas armas y la aparición de los caballos sobre
los mayas y tlaxcaltecas en 1519 y sobre los mexicas en 1520. No
abundemos de momento en el hecho de que la guerra contra los
mexicas inició muchos meses después de las batallas de Tlaxcala, lo
que elimina el supuesto efecto sorpresivo de los instrumentos de
guerra y de los equinos para el caso mexica. Pensemos que hacía al
menos una generación que en Mesoamérica se conocía la existencia
de los españoles. Empecemos a contar la historia.
Todos sabemos que, en 1492, el almirante Cristóbal Colón llegó a la
isla de Guanahaní y, a partir de entonces, los europeos empezaron
a navegar el Caribe y a ocupar sus islas y costas. Y, aunque ninguna
de las altas culturas mesoamericanas tenía un puerto ni una flota
(vivían de espaldas al mar ardiente y tempestuoso; a diferencia del
Mediterráneo, el Caribe no conectaba civilizaciones, por no hablar
de la escasez, la virtual inexistencia de puertos naturales en el Golfo
de México), sí había pueblos pesqueros en contacto con los distintos
puntos de dicho mar. De este modo, aunque se desentendieran de
éste, no pudieron sustraerse a su radical y rapidísima
transformación, que así cuenta Germán Arciniegas:
Cuando llegaron las naves de Colón, el Caribe pasó, de súbito, a ser cruce de
todos los caminos. Por primera vez los pueblos de este hemisferio se vieron
las caras. Y se las vieron las de todo el mundo. De Europa llegaron los que
venían a hacer su historia, a soltar al viento una poesía nueva. El Caribe
empezó a ensancharse y a ser el mar del Nuevo Mundo.
Y entre todas las historias de navegantes que surcan y nombran las
tierras para ellos nuevas, ninguna le parece a Arciniegas más
espectacular y atractiva que la de Américo Vespucci, quien de
adolescente vivía en el mismo solar que Simonetta Vespucci. Uno
daría su nombre a las nuevas tierras; la otra, su imagen a la
representación gráfica de la nueva era: El nacimiento de Venus, de
Sandro Botticelli. El Renacimiento. Y Américo Vespucci viene a
cuento porque en 1497 costeó 370 leguas de Honduras a La Florida
y recaló en lo que hoy es el puerto de Veracruz. Exploró la isla de
Sacrificios y la desembocadura del Pánuco, entrando en contacto
con sus habitantes 20 años antes de la expedición de Francisco
Hernández de Córdoba.
En 1511 un navío cargado de esclavos que hacía el recorrido de
Darién a La Española naufragó cerca de Yucatán. Ocho
supervivientes llegaron a la costa. Dos de ellos seguían vivos cuando
apareció por ahí Hernán Cortés: Gonzalo Guerrero y Jerónimo de
Aguilar, quien le habría narrado los hechos a Cervantes de Salazar
en estos términos:
[…] saltando de la barca los que quedaron vivos, toparon luego con indios, uno
de los cuales con una macana hendió la cabeza a uno de los nuestros, cuyo
nombre calló; y que yendo aturdido, apretándose con las dos manos la cabeza,
se metió en una espesura do topó con una mujer, la cual, apretándole la
cabeza, le dexó sano, con una señal tan honda que cabía la mano en ella.
Quedó como tonto; nunca quiso estar en poblado, y de noche venía por la
comida a las casas de los indios, los cuales no le hacían mal, porque tenían
entendido que sus dioses le habían curado, paresciéndoles que herida tan
espantosa no podía curarse sino por mano de alguno de sus dioses.
Holgábanse con él, porque era gracioso y sin perjuicio vivió en esta vida tres
años hasta que murió.
Ya reencontraremos a ambos personajes. Por lo pronto, vale
establecer que los contactos, los avistamientos, existían al menos
desde 20 años antes de que algunos vecinos de Cuba decidieran
hacer una expedición de rescate a las costas de lo que hoy es
México. Antonio García de León define magistralmente ese tipo de
expediciones:
La expedición de rescate era en ese momento una empresa de la memoria,
una apropiación verbal del litoral, era como ir soltando piedras de colores en
un fondo transparente y así iluminar el camino de regreso, como si bautizando
los nuevos ríos, los ancones, las lagunas, las montañas se fuera dejando una
huella definitiva, útil para arraigar a los españoles a estas nuevas tierras
“descubiertas”. Si en el principio del mundo fue el Verbo, éste era ahora un
referente disperso en expresiones sueltas, en donde nunca antes la palabra
había dado tal seguridad, en nombres de santos o de los capitanes y soldados
más próximos, referencias al mundo conocido del norte de África, jirones de
la España musulmana, animales y plantas de las Antillas, piezas de un
vocabulario que tendría que quedar para siempre en las cartas de marear, en
las coordenadas náuticas de un mundo futuro.
Esta expedición en particular fue financiada por “hombres pobres”,
salvo tres, que corrieron con los mayores gastos, entre ellos quien
sería su capitán, Francisco Hernández de Córdoba. Los objetivos
eran lo suficientemente imprecisos para que fueran todo lo amplios
que se pudiera. Donde también encontramos una inmejorable
acepción del verbo “rescatar” es en la Relación de las cosas de
Yucatán de fray Diego de Landa: “Que el año de 1517, por cuaresma,
salió den Santiago de Cuba Francisco Hernández de Córdoba con
tres navíos a rescatar esclavos para las minas, ya que en Cuba se iba
apocando la gente”.
Por sugerencia del piloto Antón de Alaminos, la expedición partió
directamente hacia el oeste, en busca de aquellos indígenas “más
civilizados” a los que Colón había encontrado en su cuarto viaje. Tras
varios días de navegación, llegaron a Isla Mujeres o Cozumel. ¿Cómo
se cuenta el primer encuentro entre la su prioridad moderna y el
atraso? Marzo de 1517: en las cercanías de Cabo Catoche, actual
estado de Quintana Roo, desembarcó a las órdenes de Francisco
Hernández de Córdoba un centenar de españoles con 15 ballestas y
10 escopetas.
Yendo de esta manera, cerca de unos montes breñosos, comenzó a dar voces
el cacique para que saliesen a nosotros unos escuadrones de indios de guerra
que tenía en celada para matarnos; y a las voces que dio, los escuadrones
vinieron con gran furia y presteza y nos comenzaron a flechar de arte que de
la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados […] Luego, tras las
flechas, se vinieron a juntar con nosotros pie con pie y con las lanzas a
manteniente nos hacían mucho mal. Mas quiso Dios que luego les hicimos
huir, como conocieron el buen cortar de nuestras espadas, y las ballestas y las
escopetas; por manera que quedaron muertos quince de ellos.
Terminado el “rebato”, los españoles tornaron a los barcos y
siguieron costeando hacia occidente. Varios días después, en
Champotón tuvieron varios enfrentamientos con los indios. Viendo
nuestro capitán que no bastaba nuestro buen pelear […] y nosotros
todos heridos a dos y a tres flechazos, y tres sol dados atravesados
los gaznates de lanzadas, y el capitán corriendo sangre de muchas
partes, ya nos habían muerto sobre cincuenta soldados, y viendo
que no teníamos fuerzas para sustentarnos ni pelear contra ellos,
acordamos con corazones muy fuertes romper por medio sus
batallones y acogernos a los bateles que teníamos en la costa, que
estaban muy a mano. Lo que cuenta Bernal Díaz del Castillo es, sin
disfraz, una fuga desesperada: “Y con mucho trabajo quiso Dios que
escapamos con las vidas de poder de aquellas gentes”. Aunque no
todos, pues ya en los navíos “hallamos que faltaban sobre cincuenta
soldados”. Dice Alonso de Zorita:
Fueron a Champotón, pueblo muy grande, llamábase el señor Mochocoboc,
hombre guerrero y esforzado, y no los dejó rescatar ni saltar en tierra para
tomar agua y mandaron soltar la artillería de los navíos y los indios se
admiraron de ver el fuego y el humo, mas no huyeron, y con buen orden y gran
grita arremetieron a los españoles tirándoles piedras y varas y saetas, los
españoles movieron para ellos a paso contado y en siendo cerca dispararon las
ballestas y con ellas y a estoca das mataron muchos indios y como estaban sin
armas defensivas y desnudos cortábanles brazos y piernas y a otros rendían
por medio y aunque nunca habían visto tan fi eras heridas dura ron en la pelea
viendo la presencia y ánimo de su capitán y señor […] y los españoles se
retiraron a los navíos y al embarcar mataron veinte de ellos e hirieron más de
cincuenta y prendieron dos y después los sacrificaron a sus ídolos y Francisco
Hernández quedó con treinta y tres heridas y a gran prisa se embarcaron […]
y con gran tristeza y destruidos llegaron a Santiago de Cuba.
Derrota sin cortapisas ni atenuantes que, sin embargo, tendría
enormes consecuencias, como relata fray Diego de Landa:
Pero el señor animó tanto [a los indios] que hicieron retirar a los españoles y
que mataron a veinte, hirieron a cincuenta y prendieron dos vivos que después
sacrificaron. Y que Francisco Hernández salió con treinta y tres heridas y que
así volvió triste a Cuba, donde publicó que la tierra era muy buena y rica por
el oro que halló en la Isla de Mujeres.
Tierra buena y rica en oro. Lo confirma Antonio de Solís:
Y aunque fue poco dichosa esta jornada, y no se pudo lograr entonces la
conquista porque murieron valerosamente en ella el capitán y la mayor parte
de su gente, se logró por lo menos la evidencia de aquellas regiones, y los
soldados que iban llegando a esta sazón, aunque heridos y derrotados, traían
tan poco escarmentado el valor, que entre los mismos encarecimientos de lo
que habían padecido se les conocía el ánimo de volver a la empresa.
Eso atraería las dos siguientes expediciones, al mando de Juan de
Grijalva una y de Hernán Cortés la otra. Pero, entretanto,
quedémonos con la de Hernández de Córdoba. Dice Serge Gruzinski:
Expedición chapucera, incursión con pocos medios, fracaso en toda la línea:
para haber sido un ensayo fue un verdadero desastre; casi una pesadilla que
contradice la imagen que durante mucho tiempo se han hecho de los indios
de México, dizque paralizados por la extrañeza y por las armas de sus
visitantes. Su resistencia tenaz sólo la iguala su capacidad para difundir la
nueva y hacer sonar la alarma en las costas. No es un azar que los españoles
sean recibidos en Campeche, su segunda etapa, al grito de “¡Castilan,
Castilan!”, como si ya se hubiese oído hablar mucho de ellos.
En marzo de 1517, los indígenas de un altépetl que no tenía
comparación posible con México-Tenochtitlan enfrentaron
exitosamente a los españoles y su armamento. La mitad de cuantos
salieron de Cuba murió en la expedición, y los demás, con una sola
excepción, regresaron heridos. Pero la expedición de Hernández de
Córdoba no llevaba caballos, o no suficientes para su uso militar.
Aun cuando las fuentes sobre dichos animales llegan a divinizarlos,
el estudio cuidadoso de los relatos concretos lleva a Guy Rozat a esta
conclusión:
Desde un simple punto de vista militar, nos parece evidente que los indios de
la costa, después los de Tlaxcala y finalmente Motecuhzoma, sabían muy bien
a qué atenerse respecto a esos animales, aun si los textos del encuentro
continúan presentándolos como seres extraños, más o menos parecidos a
monturas divinas. Siempre desde el punto de vista militar, está claro que los
indios percibieron con rapidez las ventajas del caballo, puesto que permite
cierta movilidad sobre terreno apropiado y proporciona una innegable ventaja
militar y táctica. Lo proba ron muy pronto cuando quisieron aniquilar esta
ventaja española construyendo defensas, trampas contra estos animales y
adoptando una técnica específica de combate contra la caballería.
No obstante, de pronto parece que lo de Champotón nunca ocurrió,
que nadie gritaba “¡Castilan, castilan!”, porque…

2. PRESAGIOS
Por sí sola ardió la casa del diablo Uitzilopochtli,
se inflamó enormemente. Nadie la
encendió, por sí sola ardió en llamas.
Códice Florentino, versión de DIANA MAGALONI
No tenemos ningún relato indígena ni cuasiindígena de las
expediciones de Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva. Nuestras
primeras fuentes de la reacción frente a la irrupción española son
las tlatelolco-franciscanas, las del pasmo y la sorpresa del capítulo
anterior… como si los españoles hubieran aparecido de la nada. Y
con esos relatos nos hemos quedado. Pero antes del pasmo están
los “presagios”, que lo justifican. Según las fuentes cuasiindígenas
retomadas por los frailes de los siglos XVI al XVIII, antes de conocer
la existencia física de los españoles, los mesoamericanos y
especialmente los mexicas, muy particularmente Moctezuma,
tuvieron “presagios” de su llegada. Y esa idea se repite en la
historiografía, en la mitología y en la literatura. Los informantes de
Sahagún hacen el recuento de ocho “presagios funestos”. El cronista
tlaxcalteca Diego Muñoz Camargo coincide con ellos. Van desde un
cometa hasta incendios sin causa aparente; desde rayos que caen
en el Templo hasta agua que hierve sin explicación… una mujer que
lloraba por sus hijos, un ave con espejo.
¿Qué hacemos con los presagios?: ¿los ignoramos por
inverosímiles?, ¿los consideramos una explicación de lo inexplicable
construida posfacto por “mentes primitivas”? Esos presagios, esa
“superstición”, resultan particularmente poderosos, porque
impactan de manera decisiva a Moctezuma, el “afeminado”,
“cobarde”, “supersticioso” gobernante “todopoderoso”. Así lo
describe Lucas Alamán, haciendo suya la versión dominante:
El príncipe que ocupaba a la sazón el trono de Mégico, guerrero en su
juventud, se había dejado afeminar por los placeres del poder absoluto, siendo
la poligamia uno de los derechos de la soberanía. Su espíritu además estaba
poseído de funestas supersticiones, y una predicción, generalmente recibida,
de la venida de unas gentes extrañas de Oriente, que habían de destruir su
imperio, le preparaba á temer su cumplimiento en sus días.
Esta forma de ver a Moctezuma quizá no valide los “presagios”, pero
sí un fatalismo histórico que, en el caso de este autor, verá como
providencial y salvífica (porque “trajo” la“verdadera religión”) la
llegada de los españoles e, incluso, convertirá a Cortés en el
fundador de la nación. Pero sigamos: “presagios”, cosas
maravillosas que ocurrieron y que hacían temer el retorno de
Quetzalcóatl, de sus enviados o de sus descendientes. Jaime Montell
los explica así:
Los cronistas españoles del siglo XVI interpretaron estos fenómenos naturales
como avisos enviados por la misericordia de Dios a los indígenas para que se
arrepintieran a tiempo de sus pecados. Todavía en la segunda mitad del siglo
XVIII, el jesuita Francisco Javier Clavijero, si bien admitía que podía tratarse de
avisos divinos, opinaba que la creencia generalizada en Mesoamérica sobre el
regreso de Quetzalcóatl […] también podía ser interpretada como una
injerencia diabólica: Satanás, consciente de los progresos europeos […] pudo
“fácilmente conjeturar” que esto los llevaría a descubrir y conquistar América,
“y no es inverosímil que lo predijese a la nación consagrada a su culto.
Porque para los españoles de los siglos XVI y XVII, e incluso para
muchos criollos ilustrados del siglo XVIII, Mesoamérica era el reino
del Diablo. Así lo concibe fray Juan de Torquemada, el más acucioso
historiador del siglo XVII, poseedor de una amplísima cultura
histórica y del más refinado método de la época, que dice que
escribió por [s]er yo tan aficionado a esta pobre gente indiana y
querer excusarlos, ya que no totalmente de sus errores, y cegueras,
al menos en parte, y sacar a luz todas las cosas con que se
conservaron en sus repúblicas gentilicias que los excusa del título de
Bestial que nuestros españoles les habían dado.
Donde “Bestial” con mayúscula refiere a La Bestia, el diablo. Pues
aunque el franciscano intenta de manera permanente comprender
la cultura indígena y reivindicarla frente a los europeos, no deja de
ser, no puede dejar de ser quien es ni pertenecer a un tiempo
concreto y a una concepción del mundo particular según la cual la
historia es resultado de la Divina Providencia, y los indígenas
mesoamericanos pasan por adoradores del diablo. Joseph de
Acosta, hablando de los presagios, observa:
He dicho todo esto tan de propósito, para que nadie desprecie lo que refieren
las historias y anales de los indios, acerca de los prodigios extraños y
pronósticos que tuvieron de acabarse su reino, y el reino del demonio, a quien
ellos adoraban juntamente; los cuales, así por haber pasado en tiempos muy
cercanos, cuya memoria está fresca, como por ser muy conforme a buena
razón, que de una tan gran mudanza el demonio sagaz se recelase y lamentase,
y Dios junto con esto, comenzase a castigar a idólatras tan crueles y
abominables, digo que me parecen dignos de crédito, y por tales los tengo y
refiero aquí.
Durante tres siglos ésa fue la idea imperante. Por ello, el nacionalista
criollo Servando Teresa de Mier buscaría darle la vuelta y
argumentar que la Virgen María ya se había aparecido, y que
Quetzalcóatl era santo Tomás. La idea del Diablo, presente desde
Hernán Cortés y durante tres siglos, nos permite regresar a la visión
de la “conquista” como oposición entre “modernidad” y “atraso”.
Vayamos a los “presagios”. De entrada, ningún historiador pone en
duda que existieran, o que la mentalidad primitiva de los indígenas
los hubiera construido. Y aparecen en todas las fuentes de tradición
indígena: desde el Códice Florentino hasta el tlaxcalteca Muñoz
Camargo y el texcocano Alva Ixtlilxóchitl.
Y, sin embargo, estos sucesos, que para muchos historiadores
modernos reflejan la mentalidad “primitiva” de los
mesoamericanos, son muy parecidos a los que se “vieron” en Europa
en vísperas del Milenio. Guy Rozat cita a los grandes historiadores
medievalistas Jacques Le Goff y Georges Duby, que muestran cómo
por toda Europa se reportó la presencia de “cometas, lluvia de lodo,
estrellas fugaces, temblores, maremotos”, en fin, “prodigios” que
auguran “cualquier cosa asombrosa y terrible”. Ese tipo de prodigios
sigue apareciendo en Europa en los siglos XVI y XVII. Con base en
estos “hechos”, Guy Rozat propone que, en lo tocante a los
“presagios” que en este caso nos importan, “existe una relación
entre esas construcciones simbólicas y la presencia occidental”. Es
decir, quienes hablan de esos prodigios “jamás son los indígenas”.
Al analizar cuidadosamente estos fenómenos en las tradiciones
grecolatina y judeocristiana, Rozat va en pos de un modelo
escatológico (donde por escatología entendemos las creencias
religiosas sobre el fin último o la vida de ultratumba) que los
cronistas de Indias y las fuentes llamadas “de tradición indígena” —
para Rozat son, más que otra cosa, franciscanas y medievales—
utilizaron para narrar la destrucción de México-Tenochtitlan. Y
Rozat encuentra el modelo en la destrucción simbólica y real de
Jerusalén:
Para el mito cristiano, en este aniquilamiento de la Jerusalén judía, más que la
destrucción física de una ciudad poderosa, rica y opulenta, está la voluntad de
Dios de marcar con una señal históricamente visible, para convencer a los
simples y a los escépticos de que un tiempo está definitivamente consumido.
Sin la destrucción física de Jerusalén, no puede venir el Mesías. No
hay salvación. Y de ahí se pasa a Tenochtitlan:
No es suficiente […] notar las similitudes formales en los hechos históricos para
poder afirmarlo. Es necesario darse cuenta de que la caída de Tenochtitlan
significa, de una manera mística, el progreso de la enseñanza del Cristo, el
desarrollo de la religión cristiana entre los indios […] Las fuentes “indígenas” y
españolas nos permiten ver cómo ese esquema fue utilizado como ordenador
discursivo para la redacción de los hechos “históricos” y militares que
contienen los relatos de la conquista.
Y, sostiene más adelante Rozat, en La guerra de los judíos, de Flavio
Josefo, libro muy usado y leído por los monjes y teólogos de la Edad
Media, hay un capítulo, “el XXXI del libro VI”, que informa de los
“signos y predicciones de las desgracias acaecidas a los judíos”. En
él se encuentran, casi textualmente, ¡siete de los ocho “presagios”
que en las fuentes indígenas anuncian la destrucción de
Tenochtitlan! Y, por si fuera poco, los ocho presagios aparecen
también, de manera casi textual, en las fuentes latinas ¡sobre la
destrucción de Roma! El cuadro comparativo que hace Rozat en las
páginas 201-204 de su libro resulta lapidario e irrebatible. Lo que
sigue es rizar el rizo: por ejemplo, mostrar a Moctezuma como
profeta a semejanza del profeta Daniel, o detenerse en los caballos,
los perros, los “truenos”…
Moctezuma el profeta. Si estamos de acuerdo con Luis Fernando
Granados o Guy Rozat en que los textos “indígenas” y los signos allí
aludidos remiten a una simbología cristiana y occidental,
encontramos que el retrato de Moctezuma también pertenece a
ella. La tradición historiográfica medieval pone gran énfasis en la
vida y los hechos de los “grandes personajes” cuyas acciones y
decisiones impactan decisivamente a los pueblos y naciones. Si
además repetimos la idea que hace de Moctezuma un tirano
todopoderoso (definición que no resiste el análisis de los hechos),
resulta entonces decisivo el papel de Moctezuma (recordemos que
la “cobardía” de éste es la primera de las cuatro causas concurrentes
que hace Todorov de las explicaciones tradicionales sobre la derrota
de los mexicas).
En ese sentido, que Moctezuma sea el único que pueda ver o
entender los “presagios” se inscribe de lleno en la tradición bíblica,
en la que gran cantidad de jefes y dirigentes israelíes está investida
con el don de la profecía. Naturalmente, la historiografía moderna
(“científica”) rechaza los elementos mágicos o proféticos del relato,
pero, como señala Guy Rozat, al hacerlo:
Toma prestados, sin darse cuenta, elementos del “mito” anterior, al que
pretende haber superado en su fundamento y en su práctica. Esta ilusión
epistemológica la obliga entonces a inventar “la fragilidad de las estructuras”,
“una atmósfera de superstición y terror”, y a recurrir a los esquemas más bajos
de la mentalidad primitiva sin jamás nombrarla.
La historiografía científica, todavía vigente, construye un mito
nuevo. ¿Cómo lo hace? En las fuentes “cuasiindígenas” Moctezuma
es el único vidente. Sólo él ve. Y lo que ve está aún oculto. Así, según
Alvarado Tezozómoc, manda llamar adivinos, pero éstos no
resuelven su angustia. Busca a su alrededor sin encontrar
respuestas. Los “informantes de Sahagún” y Muñoz Camargo lo
repiten: “Sólo Motecuhzoma está marcado con el sello de la
videncia, con el sello de Dios”.
¿Qué dice el discurso histórico contemporáneo? Atribuye gran peso
a dichas profecías en la desorganización que sigue al avance español
y busca reconstruirlas como hecho histórico, sin notar que lo
principal aquí no está en el suceso, sino en la coherencia del mito
“(si admitimos lo dicho sobre la analogía Tenochtitlan / Jerusalén)”.
El modelo exige la presencia de profetas… y, por supuesto, del mito
de Quetzalcóatl, citando Rozat como ejemplo a Pierre Chaunu:
La asimilación paralizante está probada por los textos en náhuatl y por el
ceremonial de la entrega de regalos a los jefes de la expedición: todos los
atributos de Quetzalcóatl, desde la serpiente incrustada de turquesa hasta la
peluca de plumas de quetzal […] y de garza. El símbolo fue suficientemente
claro para que Cortés, informado sin duda por la Malinche, comprendiera
inmediatamente el sentido de tal entrega y le sacara partido.
Pero si se releen los textos con atención, dice Rozat, no sólo están
los presentes que deben ofrecerse a Quetzalcóatl: también se hallan
los atavíos de Tezcatlipoca y Tláloc. El Moctezuma del mito se
despoja desde la primera embajada (según los “informantes de
Sahagún”) de los símbolos de su autoridad, las “insignias divinas”.
Hay en él una “pasividad” y un “entreguismo teológico”, a partir de
lo cual algunos autores han concluido que “traicionó a su pueblo
porque —piensan— se acobardó frente a la estrepitosa
demostración de agresividad de los españoles y ante el recuerdo de
antiguas profecías”. Pero los textos jamás lo presentan de manera
peyorativa, sino como un alma desorientada frente a la terrible
prueba de fuego, a la ineluctable destrucción que él sabía que debía
ocurrir”.
Sigue Rozat: el desconcierto y la angustia de Moctezuma se
inscriben en una retórica apocalíptica: cuando se acerca el fi n de los
tiempos, la mayoría de los hombres pierde la sed y el hambre, no
sabe dónde refugiarse… se hinca y suplica. De acuerdo con los
relatos “indígenas” de las dos embajadas enviadas a Cortés, cuando
Moctezuma se convence al fin (los textos reproducidos en la Visión
de los vencidos de León Portilla son totalmente apocalípticos, insiste
Rozat), cuando admite el retorno de Quetzalcóatl, toma conciencia
de que vienen grandes males para él y su reino. Y se generaliza un
ambiente “de pánico y zozobra, tanto en Motecuhzoma como en los
demás indios”. Se pone en marcha “de manera ineluctable la
realización escatológica del destino mexica”. Y poco a poco el
espectro del mito se amplía a todo el mundo indígena: el miedo
alcanza al pueblo (y una vez más, los relatos son apocalípticos).
Al saber que los españoles preguntaban por él, dice el relato español
del Códice Florentino, “pensó en huir o esconderse […] en alguna
cueva, o salirse de este mundo y irse al Infierno o el paraíso Terrenal
o cualquier otra parte secreta”. Todo pertenece al imaginario
occidental. De cualquier manera, no es una huida terrenal, sino
metafísica.
Moctezuma intenta no apurar la amarga copa que, sabe, le toca, y
como no puede cambiar la historia, intenta modificar el espacio:
ordena cambiar los caminos para desviar a Cortés hacia Texcoco.
¿Para qué sembrar magueyes? Para que se pierdan las orientaciones
espaciales. Puede parecer pueril y no faltan autores que lo
interpretan como un último intento producido por la mentalidad
mágica “en la que viven los primitivos”.
Este “primitivismo”, “¿es una referencia occidental a la relación
ambigua que entretejían los europeos con la naturaleza salvaje y los
hombres desnudos, en los confines de la cultura?, ¿una referencia
al conjunto de los textos de las epopeyas medievales en busca de
ciudades encantadas?”, o ¿es un elemento histórico real
perteneciente a algo prehispánico que, a pesar de todo, aparece
bajo la escritura occidental? Todo en vano: Cortés llega al valle de
México.
Diana Magaloni, una autora que, siguiendo a León Portilla, ve en el
Códice Florentino la versión indígena, también señala en su estudio
sobre las “profecías” la reiteración del relato bíblico y de las fuentes
“clásicas” grecolatinas y el carácter escatológico: “Este patrón en el
que el principio y el fin se encuentran como una serpiente que
muerde su cola también estructura el relato mítico de la Conquista:
narra la re novación de la creación tras la caída del cielo bajo la luz
de los relatos bíblicos del Génesis y del Apocalipsis”.
Hasta aquí Rozat y Magaloni. Repitamos la pregunta: ¿qué hacemos
con los “presagios”? Si la explicación es que ello apunta hacia una
“mentalidad primitiva”, ésta se debe atribuir en pareja medida al
humanismo franciscano del siglo XVI. Una “idea primitiva” aceptada
durante casi tres siglos, como aceptado era pensar que
Huitzilopochtli era una advocación o representación de Satanás
todavía en el siglo XVIII.
Sin duda, tal como los muestran los informantes de Sahagún y tantas
otras fuentes, esos augurios constituyen una explicación fatalista de
la caída de Tenochtitlan: la ciudad en medio del lago tenía que caer
porque así lo dictaba la Divina Providencia, porque así lo había
previsto Quetzalcóatl…
En el siglo XIX ese fatalismo religioso fue sustituido por un fatalismo
“racional”, “histórico”, que persiste hasta nuestros días:
Tenochtitlan tenía que ser avasallada porque así lo dictaban las
“leyes de la historia”, la “modernidad”. Dice Lucas Alamán que, si a
la falta de unidad política de América y la ausencia de grandes
cuadrúpedos se agrega la ignorancia de todos los inventos que
habían hecho una revolución en el arte de la guerra en Europa, y de
todos los adelantos que había habido en las ciencias y
consiguientemente en las artes, se verá que el nuevo mundo no
estaba en manera alguna en estado de entrar en lucha con el
antiguo; que su descubrimiento no sería más que la señal de su
dependencia, y que había de ser necesariamente la presa de la
primera nación de Europa que tuviera conocimiento de su
existencia.
Créeme, lectora o lector amigo, que versiones ligeramente más
actualizadas de este fatalismo, llamémoslo “tecnológico” o
“ideológico”, aparecen reiteradamente a lo largo del siglo y medio
de pensamiento historiográfico que sigue a don Lucas Alamán. Y,
más aún, ambos fatalismos se superponen. Un siglo después de
Alamán, Salvador Toscano escribió:
Que Moctezuma y su Imperio identificaban a los advenedizos como los hijos
de Quetzalcóatl o Quetzalcóatl mismo está fuera de toda duda; que dentro del
error de este mito enviara ricos presentes es, igualmente, materia
comprobada. En la mentalidad indígena no cabía duda de que las profecías
habían llegado a su término: Moctezuma, por lo mismo, debió callar y llorar
amargamente, como su Imperio todo.

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