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Reino "De Por Sí", Unión "Eqüeprincipal" A La Corona de Castilla

Este documento describe brevemente la unión del Reino de Navarra con la Corona de Castilla en 1512 y cómo se mantuvo la integridad del Reino de Navarra a pesar de esta unión circunstancial. Fernando el Católico juró respetar los fueros, leyes, costumbres y privilegios de Navarra, y aseguró que Navarra conservaría su gobierno y estructura tradicionales bajo la corona de Castilla.
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Reino "De Por Sí", Unión "Eqüeprincipal" A La Corona de Castilla

Este documento describe brevemente la unión del Reino de Navarra con la Corona de Castilla en 1512 y cómo se mantuvo la integridad del Reino de Navarra a pesar de esta unión circunstancial. Fernando el Católico juró respetar los fueros, leyes, costumbres y privilegios de Navarra, y aseguró que Navarra conservaría su gobierno y estructura tradicionales bajo la corona de Castilla.
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Reino “de por sí”,

unión “eqüeprincipal”
a la Corona de Castilla*

N avarra entra en los siglos modernos justamente en una coyuntura de crisis polí-
tico-militar y relevo dinástico, y éstos son los factores que han predominado en
las interpretaciones de aquella notable inflexión. Cabe enfocar ésta, siquiera somera-
mente, desde una perspectiva de mayores dimensiones cronológicas y argumentales y,
por supuesto, con especial acento en los enfoques específicos aquí planteados1.
Se produce ciertamente una conquista del territorio (1512), consecuencia de una
colisión de intereses exteriores, los de las dos grandes monarquías vecinas, la de los re-
yes “cristianísimos” y la de los reyes “católicos”. Prestas a disputarse la hegemonía en
el Occidente europeo –aquella Cristiandad amenazada ya gravemente por el Islam oto-
mano–, atenazaban por un costado y otro del Pirineo el minúsculo espacio soberano
de Navarra, probablemente el reino entonces más diminuto de Europa, especie de
asombrosa reliquia del proceso que durante tres y aun cuatro siglos había auspiciado
laboriosamente la reconstrucción de grandes espacios de poder público desde la lejana
y simbólica referencia al Imperium romano-cristiano imaginariamente restaurado por
Carlomagno.
En este gran marco político de una confrontación que iba a continuar en las si-
guentes centurias, el reino navarro constituía una muy codiciable encrucijada
estratégica, sobre todo si se tiene en cuenta el emplazamiento mayoritariamente pe-
ninsular –hispano– de sus dominios y centros históricos. Con esta circunstancia de ca-
rácter geopolítico guardaban relación las redes dinásticas que habían situado sobre el

* Signos de identidad histórica para Navarra, II, Pamplona, 1996, pp. 9-24.
1
Las investigaciones y publicaciones sobre Navarra en la llamada Edad Moderna, tan escasas hasta hace po-
co, han proliferado extraordinariamente en los dos o tres últimos lustros. Se han sucedido en gran número las apor-
taciones monográficas de calidad y rigor científico. Síntesis recientes, L. J. FORTÚN PÉREZ DE CIRIZA; A. FLORIS-
TÁN IMÍZCOZ y J. J. VIRTO IBÁÑEZ, Historia de Navarra. III. Desde 1512 a nuestros días, Pamplona 1989; A. FLORIS-
TÁN IMÍZCOZ, Historia de Navarra. III. Pervivencia y renacimiento (1521-1808), Pamplona, 1994; La monarquía es-
pañola y el gobierno del reino de Navarra, 1512-1808. Comentario de textos históricos, Pamplona, 1991, cuantiosa y
útil antología. No ha perdido vigencia el certero esquema de J. M. LACARRA, “Estructura político-administrativa
de Navarra antes de la Ley Paccionada, Príncipe de Viana, 24, 1963, pp. 231-248.

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ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

trono a un linaje nuevamente francés, el de los condes de Foix y Bigorra y vizcondes


de Bearne, entroncados en la siguiente combinación matrimonial con los señores de
Albret. Los señoríos y el patrimonio familiar ultrapirenaicos de los reyes Catalina y su
esposo Juan III, que por ellos debían vasallaje al monarca francés, sobrepasaban con
mucho los menguados recursos de la herencia que, por lo demás, les comunicaba el
máximo rango y los destellos de la realeza. Este ambiguo componente dinástico y “feu-
dal” debe tenerse también muy en cuenta a la hora de sopesar el curso de los aconte-
cimientos.
Mayor alcance tienen quizás a este mismo efecto, desde una perspectiva de mayor
duración, el análisis y los rumbos del propio tejido social navarro. Es bien sabido que
las secuelas de la gran depresión del siglo XIV se prolongaron en Navarra prácticamen-
te durante toda la siguiente centuria. Había continuado el marasmo demográfico y
económico, el deterioro de las rentas fiscales de la Corona y, sobre todo, el reparto dis-
criminatorio de mercedes a los miembros de la alta nobleza había acabado des-
membrando el cuerpo social en dos facciones irreconciliables que, ante los problemas
sucesorios y la acción política de la monarquía, antepusieron sus intereses de clan o li-
naje a cualquier otro tipo de consideraciones2. Si conviniera calificar de “legitimistas”
a los beaumonteses, partidarios del príncipe Carlos de Viana frente a su padre Juan II,
en la siguiente generación serían precisamente sus adversarios, los agramonteses, quie-
nes merecerían semejante tratamiento. No se trataba, pues, de una pugna de posturas
ideológicas y “nacionales”, y menos contempladas y enjuiciadas desde criterios y valo-
res propios del pensamiento político de época posterior.

UNIÓN CIRCUNSTANCIAL CON CASTILLA Y PERMANENCIA


DEL REINO
A escala continental y en las primeras décadas del siglo XVI no parece impropio
considerar Navarra como una baza más –si se quiere honoríficamente muy preciada
por su categoría histórica de reino– en el complicado juego político-militar y diplo-
mático de las grandes monarquías europeo-occidentales. La conquista, en julio de
1512, representa así un episodio más del gran desafío entre España –las coronas de Cas-
tilla y Aragón– con Francia, cuyo escenario se centraba entonces principalmente en Ita-
lia. Hacia el exterior dejaba ciertamente Navarra de constituir un núcleo de acción po-
lítica propia, pues sus capacidades de relación estaban totalmente mediatizadas por los
poderosos monarcas vecinos. Cabe preguntarse aquí hasta qué punto había llegado en-
tonces el grado de iniciativa y libertad de movimientos de los soberanos del pequeño
reino, implicado de cualquier forma en la maraña de maniobras de las grandes poten-
cias circundantes que lo hacían difícilmente viable. Desde una percepción geohistóri-
ca de la cuestión cabría preguntarse en qué grado las minorías dirigentes compartían
el pensamiento del príncipe Carlos de Viana que, sin repudiar su ilustre prosapia fran-
cesa, sin duda se consideraba enraizado en la tierra, en “nuestra España” –escribe–, de

2
Cf. E. RAMÍREZ VAQUERO, Solidaridades nobiliarias y conflictos políticos en Navarra, 1387-1464, Pamplona,
1990. Plantea con rigor, agudeza y nutrida información de primera mano la dicotomía nobiliaria y social en sus raí-
ces, componentes fundamentales y estallido. En posteriores publicaciones ha profundizado en la evolución de la fis-
calidad durante todo el siglo.

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REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

sus antepasados peninsulares, “aquellos magníficos e grandes emperadores e reyes...


vencedores e derramadores de la infiel sangre de los moros”3.
En todo caso, con la opción castellana Navarra iba a permanecer intacta en sus
principios y contextura tradicional de gobierno, liberada en definitiva de los condi-
cionamientos que habían perturbado tan crudamente la cohesión del cuerpo social y
sus posibilidades de desarrollo económico e institucional.
El juramento regio
Se procuró justificar política y moralmente la ocupación armada mediante las fa-
mosas bulas pontificias. Pero Fernando el Católico trató sobre todo de ganarse la vo-
luntad de los propios navarros cumpliendo tempranamente (el 23 de marzo de 1513)
con el rito tradicional del juramento del nuevo monarca prácticamente en los mismos
términos empleados desde el siglo XIII, sin salvedades ni márgenes apreciables de ambi-
güedad4.
“Juro sobre esa señal de la cruz y santos evangelios, por mi manualmente tocados y
reverencialmente adorados, a vosotros los prelados, condes, nobles barones, ricos-
hombres, caballeros, hijosdalgo, infanzones, hombres de ciudad y buenas villas y a to-
do el pueblo de este reino de Navarra... a saber es: Todos vuestros fueros, leyes y orde-
nanzas, usos, costumbres, franquezas, exenciones, libertades, privilegios, a cada uno de
vosotros, presentes y ausentes, así y por la forma que los habéis... sin que aquellos sean
interpretados sino en utilidad, honor y provecho del reino..., observando y guardando
aquellos sin corrompimiento alguno, amejorando y no apeorando en todo ni en parte.
Y todas las fuerzas que a vosotros o a vuestros predecesores fueron hechas por los
reyes antepasados, y si algunas habrá hechas por Católica Majestad o se harán en ade-
lante por Su Alteza o por sus oficiales, deshará y hará deshacer, y enmendaros bien y
cumplidamente a aquellos a quien han sido hechas, sin excusa alguna, las que por buen
derecho y por buena verdad puedan ser halladas por hombres buenos y cuerdos y na-
turales y nativos de este reino...
Otrosí juro que su Católica Majestad del rey nuestro señor no hará mandar ni ba-
tir moneda en este su reino sino que sea con voluntad y consentimiento de vosotros,
los dichos tres Estados, conforme a los fueros de este reino.
Así bien juro que Su Alteza partirá y hará partir los bienes y mercedes de este di-
cho reino con los súbditos y naturales o nativos y habitantes de este reino. Que todos
los oficios del dicho reino de Navarra no se pondrán que no sean naturales o nativos y
habitantes de este reino, según disponen los fueros, ordenanzas y leyes del reino...
Y no tendrá ni consentirá ni mantendrá en el dicho reino hombres extranjeros en
oficio... sino hasta el número de cinco hombres, los cuales podrán alcanzar en el dicho
reino cada uno oficio en bailío, según el fuero del presente reino dispone.
Y que durante la vida de Su Alteza mantendrá y tendrá todos los castillos y forta-
lezas del dicho reino en mano, guarda y poder de hombres hijosdalgo, naturales o naci-

3
Así lo manifiesta en el colofón de la “Crónica” de su nombre. Cf. C. ORCÁSTEGUI GROS, La crónica de los re-
yes de Navarra del Príncipe de Viana. Estudio, fuentes y edición crítica, Pamplona, 1978, p. 212. En el prólogo cam-
pea la misma idea, por ejemplo, cuando asevera que Navarra no debe consentir “que las otras naciones de España”
se igualen con ella “en la antigüedad real”, o bien que “debe comenzar desde las poblaciones d’España por discurrir
los viejos fundamentos d’este reino de Navarra”, ibid., pp. 75-76.
4
Juramento por poderes del virrey Diego Fernández de Córdoba, marqués de Comares, ante los tres Estados
del reino (Pamplona, 23 marzo 1513). Archivo General de Navarra [AGN], Guerra, leg. 1, carp. 62. Pub. A. FLO-
RISTÁN IMÍZCOZ, La monarquía española, pp. 59-61. Fue ratificado antes de tres meses por el propio soberano (Va-
lladolid, 12 junio).

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ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

dos y habitantes y moradores en el dicho reino de Navarra, conforme a los fueros y or-
denanzas del reino, cuando la necesidad de la presente guerra del presente reino cesare.
Y quiero y me place que si en lo sobredicho que jurado he o en partida de aquella, su
Católica Majestad en contra mandare, lo que a Dios no plega, que los dichos Estados y
pueblo del dicho reino de Navarra no sean tenidos de obedecer en aquello que será ve-
nido en contra de alguna manera, antes todo sea nulo y de ninguna eficacia y valor”.
Por su parte, los Estados “de todo el pueblo y universidad” del reino, “juntos en
Cortes Generales” en Pamplona “por mandado y llamamiento de la Católica Majes-
tad”, juraron en los siguientes términos: “Juramos al muy alto y muy poderoso y cató-
lico rey nuestro señor D. Fernando, por la gracia de Dios rey de Aragón y de Navarra...
sobre esta señal de la cruz y santos cuatro evangelios, por cada uno de nos manual-
mente tocados y reverencialmente adorados, que recibimos y tomamos por rey nues-
tro y natural señor de todo este reino de Navarra al dicho rey D. Fernando, nuestro rey
y señor natural... Y prometemos de le ser fieles y buenos súbditos y naturales, y de le
obedecer y servir y guardar su persona, honor y estado bien y lealmente. Y le ayudare-
mos a mantener y guardar y defender el reino y los fueros, leyes y ordenanzas, y des-
hacer las fuerzas, según que buenos y fieles súbditos y naturales son tenidos de hacer,
como los fueros y ordenanzas del reino disponen”.
El juramento va a constituir el rito y la imagen casi sagrada de la continuidad del
reino. Aunque de ordinario a través de su virrey lo iban a prestar los sucesivos monar-
cas “distantes” hasta Fernando VII (III), así como los herederos del trono, conforme a
una fórmula que sustancialmente entroncaba con la establecida en el siglo XIII5.
Las Cortes Generales
Las convocatorias y actividad de las Cortes, símbolo y encarnación genuina del rei-
no o “pueblo”, constituyen el testimonio más rotundo de la preservación del espacio
soberano navarro y su régimen de gobierno de algún modo “patriarcal”6, como deno-
ta el derecho de todos los navarros a presentar sus agravios ante los Estados7. Durante
el período que cabría definir de unión todavía “circunstancial” a la Corona castellana,
se congregaron casi anualmente, es decir, con ritmo parecido al de tiempos anteriores8
y deplegaron las facultades legislativas que por fuero les correspondían junto con el so-
berano9. Siguieron fijando y concediendo el “servicio” o “donativo”, la ayuda econó-

5
La pauta literal del juramento del heredero, el futuro Felipe II (IV), ante las Cortes de Tudela (agosto de 1551)
sirvió de modelo hasta Fernando VII (III). Felipe IV (VI) fue el último rey que se dirigió personalmente a las Cortes.
Clausuró en Pamplona las de 1646, ante las que ratificó el juramento prestado años atrás (1632) por el virrey. El
príncipe Baltasar Carlos fue a su vez entonces el último heredero en cumplimentar así el juramento.
6
Calificativo manejado por J. M. LACARRA, “Estructura”, p. 238.
7
En 1513 se encargó a un síndico examinar previamente todas las solicitudes. Todavía en las Cortes de 1818-
1829 se dispuso “que la Ratonera sea puesta en tiempo de Diputación, lo mismo que en el de Cortes”.
8
Entre 1513 y 1560 se congregaron en 32 ocasiones, es decir, una media de año y medio entre una y otra con-
vocatoria. Hubo sesiones anuales en los años 1513-1517 (en 1516 dos), 1522-1524, 1526-1532, 1536-1538 y 1549-
1556. La duración de estas sesiones osciló entre una o dos semanas y mes y medio. Cf. M. P. HUICI GOÑI, Las Cor-
tes de Navarra durante la Edad Moderna, Pamplona, 1963. La legislación producida entre 1512 y 1716 se recogió en
la Novíssima Recopilación de las leyes del reino de Navarra, por J. ELIZONDO, Pamplona, 1735, 3 vol. (reimp. 1964);
y desde 1714 a 1829, en Cuadernos de las leyes y agravios reparados por los Tres Estados, Pamplona, 1826-1829, 8 vol.
(reimp. 1892 y 1964, 2 vol.). De máxima utilidad resulta también la edición dirigida por L. J. FORTÚN PÉREZ DE
CIRIZA, Actas de las Cortes de Navarra (1530-1821), Pamplona, 1991-1995, 14 vol. y en prensa los dos últimos.
9
Las Cortes de Sangüesa de 1561 pusieron de manifiesto cómo la elaboración de leyes competía al reino jun-
to con el rey, sin que uno pudiera prescindir del otro. Se entendía sin duda que dictar leyes era uno de los “hechos
granados” de la foralidad primigenia (cf. el juramento de Teobaldo II, 23 de noviembre 1253. J. M. LACARRA, El ju-
ramento de los reyes de Navarra, 1234-1329, Madrid, 1972, pp. 73-74).

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REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

mica que de modo teóricamente voluntario le prestaban. Y, como contrapartida, aho-


ra –con reyes distantes y en términos generales predispuestos a su favor– podían velar
quizá con mayor viveza que antes por los derechos del reino para, en su caso, exigir la
reparación de los agravios o contrafueros, eventuales infracciones de los fueros come-
tidas por parte del monarca o sus agentes. Muy tempranamente no dudaron, por ejem-
plo, en alegar expresamente (1514) que, conforme al juramento –y en referencia ine-
quívoca al de Felipe III de Evreux en 132910–, las cédulas reales expedidas por los virre-
yes en agravio del reino “fueran obedecidas y no cumplidas”, mientras no se consulta-
ra con el monarca. E iban a poner su atención con especial celo en el compromiso de
reservar a los naturales del reino todos los oficios públicos, salvo el derecho del rey a
nombrar cinco extraños “en bailío”.
En la Corona real de Castilla
Si el soberano agregó Navarra en los primeros momentos a la Corona de sus di-
versos y efectivos “reinos de Aragón”, optó finalmente por su incorporación a la “Co-
rona real” y unitaria de Castilla. Así lo comunicó a las Cortes castellanas de Burgos (7
julio 1515): “El dicho rey nuestro señor [Fernando,... rey de Aragón y de Navarra y de
las Dos Sicilias, de Jerusalén, etc., administrador y gobernador de estos reinos de Cas-
tilla y de León y de Granada] dijo a todos los dichos procuradores de las dichas Cor-
tes... [que] por el mucho amor que tenía a la... reina doña Juana... su hija, y por la
grande obediencia que ella le ha tenido y por el acrecentamiento de sus reinos y seño-
ríos... daba para después de sus días el dicho reino de Navarra a la dicha reina doña
Juana... y lo incorporaba e incorporó a la corona real de estos reinos de Castilla y de
León y de Granada, etc. para siempre jamás... Y.. mandaba que de las cosas que toca-
sen a las ciudades y villas y lugares... de Navarra y a los vecinos de ella, conociesen des-
de ahora los del consejo de la dicha reina doña Juana... y administrasen justicia a las
dichas ciudades, villas y lugares del dicho reino y a los vecinos de ellas que ante ellos
la viniesen a pedir de aquí adelante guardando los fueros y costumbres del dicho reino”11.
Con estas premisas, ¿son históricamente apropiadas las expresiones correlativas de
“anexión” y “pérdida de la independencia”? Habría que dilucidar el sentido de la comu-
nicación de Fernando a las Cortes castellanas y si el término “consejo” de doña Juana ha
de interpretarse como el alto órgano de gobierno del reino de Castilla o, más bien, como
una alusión genérica al “consejo” personal de la reina; y, por otro lado, la reserva final de
salvaguarda de los “fueros y costumbres” de Navarra no parece un mero formulismo. En
todo caso, aclara bastante las cosas la diligente prestación del oportuno juramento por
parte de Carlos I, IV de Navarra (Bruselas, 10 julio 1516), con la apostilla además de que
“la incorporación de este reino a la corona de Castilla” no obstaba para que “el dicho rei-
no quede por sí” o, según reiteró bastante tiempo después una ley de Cortes, como “rei-
no distinto y separado en territorio, fuero y leyes”, incorporado a aquella corona no “por
modo de supresión, sino por el de unión principal” o “eqüeprincipal”12.
Hacia la reconciliación social
Los intentos de recuperación de Navarra para los monarcas exiliados –en 1512,
1516 y 1521-1524– deben inscribirse igualmente en el marco del conflicto hispano-

10
“Si... viniésemos en contra [de los fueros jurados]... no sean tenidos de nos obedecer... e si lo hiciéramos,
que todo sea nulo de ningún valor”.
11
Pub. A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, La monarquía española, pp. 61-62.
12
Cortes de Olite, 1645. Ibíd., p. 165.

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ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

francés, con el agravante para Carlos I (IV) de la insurrección de los Comuneros caste-
llanos (1520-1521). El asedio y la expugnación final de Maya (19 julio 1522) constitu-
yen un mero episodio de dicho conflicto, ventilado además en este caso entre navarros,
como lo eran también los beaumonteses atacantes. El entrañable simbolismo atribui-
do siglos después a la resistencia agramontesa –ciertamente heroica, pero especie de
canto de cisne de una bandería dinástica en irremediable proceso de extinción– en
obras de porte más bien ensayístico y polémico, parece traducir una mentalidad histo-
riográfica “romántica’ o “epirrománticá” y unos planteamientos dignos sin duda de to-
do respeto, pero bastante distantes de aquellos lejanos hechos y del pensamiento polí-
tico que en ellos subyacía13.
Fernando, que no había privilegiado de modo especial a los beaumonteses, su quin-
ta columna navarra, intentó ya atraerse a la facción agramontesa. La definitiva amnis-
tía general (29 abril 1524)14 resultó decisiva para la paz y la reconciliación social. Se
ofreció igual oportunidad a los dos bandos para ocupar los oficios y beneficios del rei-
no y, por añadidura, los más honrosos, lucrativos o prometedores de los demás reinos
que los nuevos soberanos navarros poseían en Castilla, Indias y demás parajes. Es lógi-
co que en los medios locales quedara durante más de tres generaciones el rescoldo de
los pasados rencores y luchas intestinas. Sólo en 1628, a petición de las Cortes, y “pa-
ra que se borre de la memoria lo que para nada es bueno”, se dieron “por extinguidas y
acabadas... las opiniones de beaumonteses y agramonteses”, entre los cuales se venían
distribuyendo “con distinción de bandos” los cargos del Consejo Real y la Corte, los
diputados y síndicos del reino, los “oficios de la república y ocupaciones de los pue-
blos”, así como “las calongías y prebendas de las iglesias»15.
Gobierno privativo: el Consejo Real. Sedimentos forales
Como ya había ocurrido antes, los monarcas, que ahora sólo muy esporádica y fu-
gazmente visitarán Navarra, van a estar representados por el virrey, su “lugarteniente y
capitán general”16, que pronunciará en su nombre el juramento de los fueros y servirá
de nexo con el reino, es decir, los Tres Estados congregados en Cortes Generales. En
términos generales iba a mantener con éstas el tono de dignidad, prudencia y armonía
que convenía a tan altas relaciones institucionales 17.
El gobierno ordinario del reino por parte del soberano “distante” se encauzó a tra-
vés del Consejo Real. Este organismo tradicional encajaba perfectamente en la prácti-
ca de la dirección polisidonal de la monarquía hispana, desarrollada precisamente en
este periodo. Se dio, sin embargo, en este caso una diferencia bastante significativa,
pues este Consejo no iba a tener su sede en la corte central de la monarquía, sino en el
propio solar navarro, en Pamplona, cabeza del reino. Lógicamente aquí radicaban tam-
bién la Corte Real o Mayor, tribunal central de justicia, la Cámara de Comptos, a la
que se habían añadido facultades judiciales en los asuntos fiscales de su específica
competencia. En ambas instancias cabía el recurso de apelación ante el Consejo Real,

13
Cf. planteamiento historiográfico bien ponderado, ibíd., pp. 69-71, aunque bajo el epígrafe “La batalla de-
finitiva y el final de la independencia”.
14
Les restituye sus “honras y famas” y todas sus haciendas. Cf. ibíd., pp. 80-82.
15
Ley solicitada por las Cortes de 1624-1626 y concedida en 1628. Nov. Recopilación, 1, p. 436 (lib. 1, tít. 9, ley
25).
16
Cf. A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, La monarquía española, pp. 85-86.
17
“Nunca hubo cuestiones graves, aunque nada tiene de extraño que a lo largo de varios siglos se produjeran
algunos incidentes”. Cf. J. M. LACARRA, “Estructura”, p. 240.

1060
REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

reorganizado y, por otro lado, consolidado tempranamente (1525)18 en esas genuinas


prerrogativas como supremo tribunal de justicia. Por las ordenanzas de 154719 amplió
sus competencias sobre los municipios mediante el sistema de visitas y residencias. Se
trataba de homogeneizar relativamente y controlar mejor las funciones y organización
de las entidades capilares del cuerpo social, cuyo régimen derivaba de los respectivos
fueros y costumbres locales, muy variados en su origen y contenido20.
A este atisbo de normalización operativa en el plano de las colectividades vecinales
había precedido el proyecto de sistematización del ordenamiento jurídico global del
reino, es decir, el “Fuero general”21, tarea encargada por las Cortes de Pamplona de
1528 y aprobada por las de Sangüesa de 1530, en las que “este reino de Navarra, como
el más antiguo de toda España” solicitó la sanción regia. Pero Carlos I no tuvo a bien
promulgar ese “Fuero Reducido” –o actualizado– ni, por tanto, fue publicado, a pesar
de las insistentes demandas del reino22.
Parece que estaba todavía pendiente y era negociable el destino de Navarra. Así se
desprende de las cláusulas de los sucesivos tratados de paz con Francia23, así como de
los oportunos proyectos de enlace matrimonial, ya de Enrique II Albret con una her-
mana de Carlos I (1517) y de su heredera Juana (III) con el futuro Felipe II (1537). Y
este último, ocupado ya el trono, todavía ofreció a Juana y su esposo Antonio de Bor-
bón la devolución del reino mediante otra combinación nupcial o, alternativamente,
una digna compensación en Italia –Milán, Nápoles– a cambio de su renuncia (1556,
1559). Aparte de las motivaciones políticas, el nuevo monarca quizá intentara salvar en
conciencia las recomendaciones de su padre Carlos I24 de que considerara si era justo
restituir el reino a su antigua dinastía.
Pero la conversión de Juana III y su esposo al calvinismo (1560) imprimió un giro
trascendental a los acontecimientos25.

18
Ordenanzas promulgadas tras la visita del licenciado Fernando Valdés (1483-1568). Pub. J. M. ZUAZNÁVAR,
Ensayo histórico-crítico sobre la legislación de Navarra, San Sebastián, 1827-1829 (reimp. 1966), 2 vol. Cf. L. J. FOR-
TÚN PÉREZ DE CIRIZA, “El Consejo Real de Navarra entre 1494 y 1525”, Homenaje a José María Lacarra, 1, Pam-
plona, 1986, pp. 165-180; L. J. FORTÚN y C. IDOATE, Guía de la Sección de Tribunales reales del Archivo General de
Navarra, Pamplona, 1986, introducción histórica (“Los tribunales reales de Navarra: el Consejo Real y la Corte Real o
Mayor”). Deben tenerse en cuenta los minuciosos estudios monográficos, organizados por siglos, de J. SALCEDO
IZU, El Consejo Real de Navarra en el siglo XVI, Pamplona, 1964, y J. M. SESÉ ALEGRE, El Consejo Real de Navarra en
el siglo XVIII, Pamplona, 1994, éste con un documentado análisis prosopográfico, lo mismo que la obra, todavía iné-
dita, de Mª D. Martínez Arce, para el siglo XVII.
19
Nov. Recopilación, 1, 10, 20.
20
A propuesta de las Cortes el rey accedió en 1604 a la rendición anual de cuentas municipales ante el Conse-
jo, pero mantuvo las residencias que no serían suprimidas hasta 1743. Nov. Recopilación, 1, 12, 25.
21
El virrey había urgido en las Cortes de Tafalla de 1519 la designación de personas para recopilar los fueros y
ordenanzas en un volumen, para reformar lo necesario y administrar mejor la justicia. Cf. J. SALCEDO IZU, El Con-
sejo Real, p. 77.
22
Las Cortes, que insistieron tenazmente en la impresión, desde las sesiones de Tudela de 1583 trataron de pro-
mover al menos el “Fuero colacionado”, proyecto igualmente malogrado. Se decidió por fin, en 1528, editar la re-
dacción del siglo XIV que habitualmente se había venido manejando y que todavía tardó más de medio siglo en ver
la luz. Cf. I. SÁNCHEZ BELLA y col., El Fuero Reducido de Navarra (Edición crítica y estudios), Pamplona, 1989, 2 vol.
23
Noyon 1516, Madrid 1526, Cambray 1529, Niza 1538, Crépy 1544.
24
En papel suelto anejo a su testamento (Bruselas, 6 junio 1554). Cf. A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, La monarquía
española, pp. 107 y 111.
25
A la reina Juana dedicó su traducción vascuence del Nuevo Testamento el calvinista de Labourd Joannes de
LEIZARRAGA (Iesus Christ Ilaunaren Testamrentu Berria, Rochellan, Pierre Hautin imprimaçaile, 1571).

1061
ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

PRESENCIA EXTERIOR Y REAFIRMACIÓN INTERNA


El abismo religioso fue concluyente y no sólo por el celo católico de Felipe II.
Captando las nuevas ondas del tiempo, navarros de cualquier antiguo “bando” habían
empezado a aprovechar las oportunidades que, sin menoscabo de la “naturaleza” y el
reino de origen, les ofrecía su condición sobreañadida de súbditos de una Corona plu-
ral, de múltiples espacios de poder e inmensas fronteras. La Navarra diminuta y com-
primida de antaño podía desbordarse ahora sin tasa al servicio a unos soberanos física-
mente “distantes”, pero por ello quizá menos impositivos y dispuestos por principio a
que –como reiteraba Felipe II– “se guarden inviolablemente” y “de ninguna manera se
contravenga a las leyes juradas”26.
La “naturaleza” castellana y sus ventajas
Aparte de la excepcional figura de Martín de Azpilicueta y Jaureguízar (1492-1586),
cabe recordar, por ejemplo, a los prelados navarros presentes en el Concilio de Trento,
Francisco de Navarra (1498-1563), de estirpe precisamente agramontesa, prior de San-
ta María de Roncesvalles, obispo de Badajoz y finalmente arzobispo de Valencia, y
también a Bartolomé Carranza (c. 1503-1576), arzobispo de Toledo en 1558. Ya iban
ascendiendo en su carrera política otros navarros, como los agramonteses Pedro de
Navarra y de la Cueva (m. 1556), corregidor de Toledo y de Córdoba, gobernador del
reino de Galicia y presidente del Consejo de Órdenes Militares, y Gastón de Peralta,
marqués de Falces, corregidor de Toledo y luego virrey de Nueva España (1566), o bien
Francisco y Antonio de Eraso, secretarios del Consejo de Indias (1559-1586).
Había empezado a sonar hasta cierto punto en pleno siglo XVI la “hora” españo-
la y americana de Navarra. Estaba en marcha cierta simbiosis vital de gran escala, sin
perjuicio de la singularidad interna del viejo reino. Si llegan y seguirán llegando a
Navarra virreyes, obispos y algunos oficiales castellanos, son seguramente muchos
más los navarros que estudiarán, trabajarán, lucharán, harán fortuna y cobrarán fa-
ma en la península y en los dominios hispanos de tierras europeas y americanas y,
pronto, Filipinas27. El pequeño reino, destinado secularmente por el medio físico a
conocer reiterados fenómenos de saturación demográfica, había hallado esperanza-
dores horizontes para el encauzamiento más ordenado de sus flujos migratorios. Se
trataba de una compenetración de base social que, lógicamente, quizá en su con-
junto favorecía mucho más a los navarros. Estos pudieron acogerse sin cortapisas le-
gales ni limitaciones en el número de “oficios y beneficios” a todas las ventajas de su
doble naturaleza castellana. Cuando muy tardíamente ésta les fue discutida, el rey
dispondría que fueran considerados como naturales de Castilla, “según lo tenía ju-
rado”28.

26
En respuesta ante cierto contrafuero cometido por el virrey y denunciado en las Cortes de 1595. AGN, Sec-
ción de Guerra, leg. 2, carp. 66.
27
No parece muy exacta la rotunda afirmación de que en los nombramientos episcopales la Corona española
“sometió a Navarra a un régimen colonial” e “intentó la castellanización de la Iglesia... hasta límites extremos”. Si
se tiene en cuenta la dimensión demográfica del reino, cabría hablar también, por el contrario, de un alto índice de
“navarrización” política y eclesiástica de Castilla y las Indias. En una rápida cata numérica se ha verificado, por ejem-
plo, que sólo en los siglos XVII y XVIII al menos 43 navarros ocuparon sedes episcopales en España y América, mien-
tras que entre 1539 y 1829 hubo en Pamplona 33 obispos castellanos y 3 navarros. Cf. datos en J. GOÑI GAZTAM-
BIDE, Historia de los obispos de Pamplona, 3-8 [siglos XVI-XVIII], Pamplona, 1985-1989.
28
Disposición de Felipe IV (30 julio 1647) anulando la del Consejo de Castilla que los había declarado extran-
jeros.

1062
REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

Medio siglo después de la incorporación a la Corona castellana, apenas en dos ge-


neraciones, la población del reino había crecido en un 60%29 y algunos signos del gra-
do de prosperidad que se iba alcanzando continúan a la vista, por ejemplo, en los
abundantes y magníficos exponentes monumentales y artísticos de la religiosidad y el
tono de vida, sin olvidar el correlativo aparato de expresiones ceremoniales cívicas y
piadosas. La nutrida diáspora navarra, encarrilada ahora por los variados y dilatados
senderos institucionales de la monarquía castellana, española y americana, no sólo dio
salida ventajosa, como se acaba de señalar, a los excedentes demográficos generados
siempre por el reino pirenaico, sino que iba a repercutir económica y culturalmente en
mayor provecho de los propios grupos familiares y lugares de origen de los emigrados.
Parece que los “Vascos”, o sea, los oriundos del perdido y minúsculo apéndice ul-
trapirenaico del reino, la llamada “Baja Navarra”30, donde se daba de manera todavía
quizá más acusada el mismo fenómeno recurrente de congestión demográfica, se infil-
traban a través de la nueva frontera para buscar emolumentos civiles y eclesiásticos en
suelo navarro. Frente a esta corriente migratoria salieron al paso las Cortes de Tudela
(1583): “Por leyes de este reino está ordenado y mandado que los extranjeros no sean
admitidos en este reino en oficios ni beneficios y, sin embargo de esto, los Vascos han
pretendido no ser extranjeros y que puedan tener oficios y beneficios en este reino. Y
pues ellos son súbditos y vasallos de otro príncipe, suplicamos a V. M. ordene y man-
de, interpretando las dichas leyes o como mejor lugar hubiere, que los Vascos se ten-
gan por extranjeros y no se admitan en este reino en oficios ni beneficios, vicarías y
pensiones, y se les quiten los dichos oficios y beneficios, vicarías y pensiones a los que
las tuvieren, y se tomen a mano real los frutos de ellos. Y lo mismo se entienda y haga
con los franceses”.
Aun accediendo al fondo de la petición, el monarca la recortó para dejar por lo me-
nos a salvo los derechos adquiridos por “los Vascos que al presente tienen beneficios,
pensiones o vicarías en este reino, con los cuales no se ha de entender hasta que hayan
vacado los tales beneficios, pensiones y vicarías”31. Quizás en la solicitud de los Estados
subyacía cierta incertidumbre ante el peligro de infiltraciones a través de una frontera
que al distanciamiento político añadía ahora un abismo confesional, problema de es-
pecial atención, como es sabido, para el celo católico de Felipe II.
Derecho de “sobrecarta”. Publicación de leyes. “Agente” en la Corte
Es interesante observar que a los primeros síntomas de alarma religiosa acompañó
inmediatamente un reforzamiento de las bases y los cuadros de gobierno del reino “de
por sí”, como lo había reconocido Carlos I32. Se había hecho notar en 1549 que los fue-
ros no se podían derogar por cédulas particulares ni capítulos de visita, porque se tra-
taba de “un contrato entre rey y reino, guardado por todos los reyes de Navarra, con
cuyas condiciones fue levantado el rey y con ellas lo aceptó don Fernando”. En las Cor-
tes de Estella de 1556 se argumentaba de modo análogo que ni el virrey ni siquiera el
soberano pueden legislar, pues ya antes de la incorporación los reyes navarros pedían

29
Al comenzar el siglo XVI apenas llegaría a 20.000 el número de hogares del reino, mientras que en 1553 pa-
saba de 32.000. Cf. A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, Historia de Navarra. III, pp. 74-76.
30
Apenas 1.300 km2, de relieve particularmente accidentado.
31
Nov. Recopilación, 1, p. 377 (ley 7). Cf. A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, La monarquía española, pp. 140-141 y 145-
146.
32
Como es bien sabido, este monarca había permitido entre 1527 y 1530 por dificultades defensivas el aban-
dono del apéndice navarro de Ultrapuertos, salvo Valcarlos. No había accedido a integrar Viana y su partido en Cas-
tilla a la que desde 1463 pertenecía ya el enclave navarro de Los Arcos y sus aldeas, unos 100 km2.

1063
ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

consejo a los Estados para ello33; y las de Sangüesa de 1561 habían corroborado sin lu-
gar a dudas que la elaboración de las leyes –como “hecho granado”– correspondía a las
propias Cortes junto con el rey, sin que una de las partes pudiera prescindir de la otra.
Y para mayor garantía de los fueros acordaron que las órdenes del monarca sólo ten-
drían vigencia con la aprobación del Consejo Real, instaurándose así el derecho de
“sobrecarta”34. En un nuevo paso adelante, las Cortes de Pamplona de 1569 consiguie-
ron el derecho de acordar la impresión o promulgación de las leyes sancionadas por el
soberano, incluyendo sólo las elaboradas a petición suya y excluidas, por tanto, las pro-
visiones del virrey y del Consejo Real35.
Con funciones heterogéneas de información y gestión, se había decidido además
tener en la Corte madrileña un “Agente general del reino”36, con algún cargo en los
órganos centrales de la monarquía, como en la Cámara.
Cada convocatoria de Cortes –antes teóricamente anuales– se fijó en 1572 para el
plazo de dos años, ampliado a tres, como máximo, desde 1617. Entre 1561 y 1695 se
iban a celebrar 33 sesiones, es decir, una cada cuatro años o poco más. Los mayores in-
tervalos sin convocatoria se dieron desde mediados del siglo XVII, de seis años entre
1646 y 1652, de ocho entre 1654 y 1662 y de quince entre 1662 y 1677. Fue aumen-
tando en cambio la duración de las sesiones, casi cuatro meses en 1561 y seis en 1642,
casi dos años en 1652-1654.
La Diputación del Reino. “Pase foral”
Con una proyección histórica entonces sin duda insospechada, en las Cortes de
1576 se instauró una Diputación permanente para velar “de Cortes a Cortes” por los
efectos de “cualquier agravio, contrafuero, quebrantamiento de leyes y reparos de agra-
vios”37. Desde el estado anterior de nebulosa, cobraba forma así el organismo que con
el tiempo iba a simbolizar “todas las esencias del régimen foral”. Cabe considerar su
partida de nacimiento “oficial” el primer libro de Actas de 1593, el año siguiente a la
visita del rey y el juramento del príncipe.
Como otro jalón en el afianzamiento del sistema de garantías del reino, fue asig-
nado a la Diputación el Reino, plenamente consolidada ya, el derecho de “pase foral”,
en vigor desde 1630-1632, como requisito para la “sobrecarta”38. Otra ley obligaría
(1692) al Consejo Real a consultar con la Diputación antes de despachar la citada
“sobrecarta”39. Casi al mismo tiempo (1693) se encargaba la propia Diputación del Rei-

33
Cf. J. SALCEDO IZU, El Consejo Real, pp. 60-61.
34
J. SALCEDO IZU, “Historia del derecho de sobrecarta en Navarra”, Príncipe de Viana, 30, 1969, pp. 255-263.
35
Nov. Recopilación, 1, 3, ley 22. Pedro Pasquier había publicado una Recopilación de las leyes y ordenanzas, re-
paros de agravios, provisiones y cédulas reales... y leyes de visita que están hechas y proveídas hasta el año de 1566, Este-
lla, 1567, sin reconocimiento de las Cortes, lo mismo que la preparada por el licenciado Armendáriz, Recopilación
de todas las leyes del reino..., Pamplona, 1614 (Additiones, 1617). El mismo año precisamente y por voluntad del rei-
no –de manifiesto ya en las Cortes de 1576– los síndicos Pedro de Sada y Miguel Murillo de Ollacarizqueta edita-
ron la compilación de Las leyes del reino de Navarra hecha en Cortes Generales... de 1512 a 1614, reducidas a sus debi-
dos títulos y materias, Pamplona, 1614. Sebastián de Irurzun prepararía luego el Repertorio de todas las leyes... desde la
Recopilación de los síndicos hasta 1662, Pamplona, 1664.
36
Llamado “Comisario del Reino” desde 1751. Entonces ya se le había autorizado –hacia 1718-1719– ofrecer
a algún funcionario “el agasajo que le pareciere para que cuanto antes” se resolvieran los asuntos pendientes.
37
Al ser casi anuales las reuniones de los Estados los nombramientos de “diputados” con funciones específicas
desde el siglo XV no tuvieron la fijeza y el peso político adquiridos por la Diputación del Reino ahora instaurada.
Cf. J. SALCEDO IZU, La Diputación del Reino de Navarra, Pamplona, 1969, y Atribuciones de la Diputación del Rei-
no de Navarra, Pamplona, 1974.
38
Cf. J. SALCEDO IZU, “Pase foral”, Gran Enciclopedia de Navarra [GEN], 9, Pamplona, 1990.
39
Nov. Recopilación, 1, 4, 11 y 18. Cf. J. M. LACARRA, “Estructura”, pp. 242.

1064
REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

no de defender la pervivencia de la Cámara de Comptos, por su antigüedad y la utili-


dad del reino y de sus naturales40.
El telón religioso. La hispanidad navarra
Para salvarlos del contagio calvinista consiguió Felipe II que los lugares hispanos de
la diócesis de Bayona, el arcedianato de Baztán y el arciprestazgo de Fuenterrabía, pa-
saran a depender de la mitra de Pamplona (1567). Y, como otro signo de la irreversi-
bilidad de la incorporación del reino a la Corona castellana, el obispado pamplonés,
encuadrado antes en la provincia eclesiástica de Zaragoza, pasó a depender poco des-
pués (1574) de la de Burgos.
Según se ha indicado, la petición de las Cortes de que los “Vascos” ultrapirenaicos
fueran tenidos por “extranjeros” (1583) parece responder, siquiera indirectamente, a la
política de impermeabilización de la frontera francesa. Entre tanto se había puesto
(1571) la primera piedra de la ciudadela de Pamplona, con el oportuno depliegue cere-
monial cívico-religioso, misa, cortejo procesional y bendición, el obispo pamplonés
Diego Ramírez Sedeño de Fuenreal como oficiante y la presencia del virrey Vespasiano
Gonzaga Colonna4l.
Las negociaciones de Vervins (1598) del monarca hispano con Enrique III de Na-
varra, IV como rey ya de Francia, todavía hicieron temer que se dejaran al arbitraje del
papa los destinos del reino. La Diputación protestó declarando oponerse “hasta derra-
mar la sangre” a esa pretensión francesa. Felipe II calmó los ánimos, aunque en su tes-
tamento (1594) quizá había dejado constancia todavía de sus escrúpulos42. Su hijo y su-
cesor Felipe III pidió por ello consejo a una junta de testamentarios sobre la justicia de
seguir en posesión de Navarra y quedó zanjada de una vez la cuestión43.
Guerra y fiscalidad
Los navarros no tardaron mucho en derramar su sangre en guerra con los franceses,
aunque el conflicto de los Treinta Años (1635-1659) sólo incidentalmente afectó al reino.
Tras su fracasada expedición por Labourd el exigente virrey Francisco González de Andía
Irrazazábal, marqués de Valparaíso, fue destituido a instancia de las Cortes (1637) que,
tras votar el servicio de hombres y dinero, acordaron disolverse sin solicitar el reparo de
agravios y nuevas leyes. La misma generosidad mostró el reino en la campaña para el le-
vantamiento del cerco de Fuenterrabía (septiembre de 1638), con participación de cua-
tro tercios navarros y buena parte de la nobleza.
Sin embargo, los apremios de las guerras de Cataluña y Portugal sometieron Na-
varra a fuerte presión fiscal y militar44. Resulta sintomática a este respecto la con-
vocatoria de Cortes durante tres años seguidos, 1644 a 1646, las últimas con presencia
personal del rey. Se habían agravado las consecuencias del cierre de la frontera, la ex-
pulsión de mercaderes franceses y la tensión en las zonas limítrofes. Exageradamente

40
J. SALCEDO IZU, Atribuciones, pp. 382.
41
Cf. J. J. MARTINENA RUIZ, La ciudadela de Pamplona. Cuatro siglos de vida de una fortaleza inexpugnable,
Pamplona, 1987.
42
En un punto supuestamente secreto del testamento de 7 marzo 1594. Cf. A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, La mo-
narquía española, pp. 141-145 y 147-151.
43
En su Carta apologética (1570) el eximio Martín Azpilicueta Jaureguízar, de progenie agramontesa, aun con-
siderando dudoso el origen de la realeza de Castilla, había opinado que no se podía reintegrar Navarra por razones
políticas y estratégicas. Cf. ibíd., pp. 118-120.
44
Ibíd., pp. 151-154. F. IDOATE, Catálogo del Archivo General de Navarra. Sección de Guerra. Documentos, 1259-
1800, Pamplona, 1978; Esfuerzo bélico de Navarra en el siglo XVI, Pamplona, 1981.

1065
ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

quizá, la Diputación alegaba que “se había perdido la tercera parte de Navarra” y no se
podía desguarnecer Pamplona, “puerta y llave de toda España”. El reino iba a hacer el
mayor esfuerzo posible, precisamente en una coyuntura de crisis demográfica y econó-
mica (1630-1660)45, aunque más breve y suave que en Castilla y Aragón.
Como contrapartida de sus aportaciones a los intereses generales de la monarquía,
las Cortes incrementaron su cuota fiscal o vínculo de la Diputación; en las de 1642 se
crea el estanco del tabaco en beneficio del reino, que luego lo arrendó al monarca, y se
recarga la saca de la lana46; se obtiene en 1645 el expediente para la fábrica de los tri-
bunales y archivos; se consigue en 1654 la atribución de un 4% sobre el servicio por
repartimiento de fuegos47. Mayor alcance tuvo para la tradición del reino el reconoci-
miento por parte de Felipe IV de las facultades de las Cortes tanto en la concesión y
servicios de hombres de armas (1644) como en la fijación de la aportación económica
del reino, el “servicio” o “donativo” (1652)48.
A diferencia de otros reinos de la monarquía, no hubo en Navarra conspiraciones
secesionistas. Es cierto que su enérgica protesta ante del rey (1646) hizo sospechoso al
diputado Miguel de Itúrbide que, encarcelado dos años después, murió misteriosa-
mente en prisión junto con algunos de los aragoneses conjurados con el duque de Hí-
jar49. Mas el virrey declaró que en Navarra no había habido ni el menor asomo de se-
dición.
Actualización de la memoria histórica
Las Cortes no habían dejado de recordar el compromiso de los monarcas con su
reino a través de la digna ostentación de los signos emblemáticos de su historia y su
personalidad. Como en otros tipos de relación humana, en el ejercicio de los supremos
poderes públicos no bastan las proyecciones fácticas, las obras o eventuales actos de
gobierno, sino que éstos deben traducir un conjunto de ideas y una mentalidad social
alimentada por el mensaje permanente de las expresiones simbólicas, palabras y títu-
los, armas o blasones, sellos, cotas, doseles, pendones, estandartes. Así fue planteado el
asunto con énfasis y gallardía50 ante Felipe IV (VI), último soberano en presentarse per-
sonalmente (Pamplona, 1646) ante la más alta representación del pueblo navarro:
“Siendo como es este reino de los más antiguos de España y aun de toda la Cristian-
dad, y de tanta calidad y nobleza como es notorio, y que los reyes de él, predecesores
de Vuestra Majestad, han sido siempre ungidos, y teniendo esta particular prerrogati-
va y otras de mucha preeminencia..., le haga merced de mandarlo honrar y favorecer
en todas ocasiones, no sólo en obras, pero en palabras y títulos de su real renombre.
Y porque en las cotas que llevan los maceros o reyes de armas el día que V. M. hon-
rándonos, hizo su entrada pública en esta ciudad de Pamplona, en que están dibujadas
las armas de sus reinos, no se vieron las de este reino. Y lo mismo se ha reparado en los
reales doseles, sellos y otros puestos en que están las armas reales de V. M. y de sus rei-
nos, y en los pendones y estandartes reales. Nos ha causado grande novedad de que en

45
A partir de la peste de 1630-1631.
46
Se aumentaría de nuevo en 1705.
47
En 1678 se asignaría al reino un tercio de las penas de embargo de madera, galeras, carros o acémilas, y tem-
poralmente el estanco de chocolate.
48
Cf. A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, La monarquía española, pp. 167-169 y 172-177.
49
A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, Historia de Navarra. III, pp. 66-68.
50
Se apela a la antigüedad del reino navarro y de sus monarcas, “siempre ungidos”, y al menoscabo padecido
en su “autoridad y blasón” por la ausencia de “las armas de las cadenas que son las de este reino”.

1066
REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

ellos falten las armas de las cadenas, que son las de este reino, lo cual es en perjuicio de
su autoridad y blasón.
Y por esta causa los señores reyes progenitores de V. M... ordenaron y mandaron
poner en sus armas reales las reales de este reino por su orden, y que en las provisiones
reales que viniesen a él despachadas con el sello de la Chancillería de este reino, que re-
side en su real corte, se mandaría a sus secretarios y oficiales que después del reino de
Castilla se ponga este de Navarra y que, del mismo modo, después de las armas de Cas-
tilla, se ponga en mejor lugar las de este reino”51.
Aunque en la paz de los Pirineos (1659) el monarca francés no había renunciado a
los derechos que pudieran pertenecerle “en todos sus reinos”, el territorio navarro no
pasó especial peligro hasta finales de siglo, salvo algunos incidentes fronterizos en las
nuevas cuatro sucesivas guerras con la monarquía vecina. Se vivió, por otra parte, una
temprana recuperación tras el señalado período de crisis. La generalización del cultivo
de maíz y el rápido crecimiento económico de los valles húmedos repercutió favo-
rablemente en las demás zonas. Paralelamente empezaba a florecer la influyente colo-
nia navarra de Madrid.
La corriente centralista, suscitada por la dimensión adquirida por los conflictos ex-
teriores de la monarquía de los Austrias e impulsada por el pensamiento político y la
gestión del conde-duque de Olivares, para quien el rey era “dueño absoluto de todo”,
había alentado en Navarra un rearme ideológico. Se ha aludido ya a la confirmación
de las prerrogativas forales en las prestaciones militares y fiscales a la monarquía. Pero
se consideró oportuno ahondar más en el reforzamiento de la conciencia colectiva me-
diante una renovación de la memoria histórica y de los principios jurídicos. En el pla-
no historiográfico el esfuerzo se puso de manifiesto en la designación de un primer
cronista del reino, José de Moret, encargado de poner al día los “Anales” de Navarra
que sólo al cabo de treinta años se hicieron realidad con la aparición de su primer volu-
men (1684)52. Desde el punto de vista jurídico no deja de ser asimismo significativa la
primera impresión dos años después de la redacción, todavía manuscrita, del “Fuero
General” tal como se había sistematizado antes de mediar el siglo XIV53. Las Cortes de
1678 decidieron que éste, “nuestro fuero general”, encabezara la “Recopilación” de las
leyes del reino verificada por Antonio Chavier54, a manera de pórtico profundamente
simbólico.

CERCO ABSOLUTISTA Y LIBERAL Y DEFENSA DEL FUERO


Fallecido Carlos II (V de Navarra), fue aceptado aquí sin reparos, como en Castilla,
el candidato francés, Felipe V (VII), quien ya en 1701 prestaba por poderes el tradicio-
nal juramento. No es probable que en aquellos momentos se interpretara el giro suce-
sorio como casi un siglo más tarde iba hacer la Diputación al recordar a Carlos IV (VII)
con discutible fundamento genealógico, que bajo Felipe V se había restituido el reino,

51
A. FLORISTÁN IMÍZCOZ, La monarquía española, pp. 163 y 166-167. Defensa de los símbolos del reino en una
petición de Cortes, Pamplona, 1646. Nov. Recopilación, 1, 2, 57 (p. 125).
52
Cf. Á. J. MARTÍN DUQUE, “José de Moret, primer cronista del reino”, en Anales del reino de Navarra, ed.
anotada e índices dir. por S. HERREROS LOPETEGUI, 1, Pamplona, 1988, pp. XI-XXV; F. MIRANDA GARCÍA y E. RA-
MÍREZ VAQUERO, “Pedro de Agramont y la Historia de Navarra”, Pedro de Agramont y Zaldívar. Historia de Nava-
rra, 1632. Estudios introductorios, Pamplona, 1996.
53
No se había llegado a realizar la impresión acordada ya en 1628.
54
Joaquín Elizondo no tardaría en empezar a preparar su “Novísima recopilación” (1701), finalmente impresa
en 1735.

1067
ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

“segregado por dos siglos” a su “augusta casa de Borbón”, su “legítima propietaria”. Las
hostilidades del conflicto sucesorio afectaron a la Ribera (1706) y la merindad de San-
güesa (1710) y el reino, además de aportar hombres y pertrechos, tuvo que sufrir las
habituales depredaciones de los ejércitos en pie de guerra.
Firmadas las paces, Navarra fue una excepción en la política de la nueva dinastía
para la acomodación expeditiva de los diferentes espacios históricos de la monarquía
española a las leyes y, en particular, las formas de gobierno de Castilla. Quizá tuvo en
cuenta el soberano la pronta adhesión y la fidelidad de los navarros, entre los que es-
tuvo refugiado (Pamplona, 1706) en uno de los azares adversos de la contienda. El tes-
timonio de un viajero anónimo, de discutible fiabilidad, explica que, al proponerle al-
guien extender a Navarra algún nuevo concepto impositivo, Felipe V habría respondi-
do: “Deja a mis navarros”. Pero, de momentro más bien pausadamente, a lo largo de
más de medio siglo, iban a plantearse desde uno u otro flanco los primeros asaltos al
sistema foral.
Se advirtió ya diferente estilo, de mayor distanciamiento y dureza, por parte de los
virreyes y el Consejo Real. No sin protestas de la Diputación del Reino, se llegó a tras-
ladar durante algunos años (1718-1722) las aduanas al Pirineo, alegándose que favore-
cían el contrabando y perjudicaban, por tanto, el comercio castellano55. Hubo, por aña-
didura, levas de soldados contrarias al Fuero. Se espaciaron más las sesiones de las Cor-
tes Generales del reino, que fueron solamente diez entre 1701 y 1797. Y una de las pau-
sas duró diecisiete años (1726-1743), pero con ello ganó en cambio la Diputación ma-
yor peso político y social.
La mentalidad ilustrada
En los festejos organizados con motivo del juramento del nuevo soberano, Fer-
nando VI (II de Navarra) se traslució ya cierta corriente de opinión soterradamente re-
formista y contraria al régimen foral. En la crónica de los actos, encargada por la pro-
pia Diputación, al jesuita José Francisco Isla, que no los había presenciado, sus elogios
“son, a fuerza de arrebatados y pueriles, insultos sardónicos, sátira más que panegí-
rico”56: Aquel “Día grande Navarra” se vio ensombrecido enseguida por la polémica,
auspicio de las primeras borrascas de la “Ilustración”.
La controversia entre tradición y progreso se fue agudizando durante medio siglo,
a partir principalmente de las cuestiones de aduanas y servicio militar. Después de un
primer intento (1742) de “examen” sistemático de los fueros por parte del gobierno
central, el monarca pidió a las Cortes el estudio de algunas reformas concretas (1757).
Y el presidente del Consejo de Castilla, Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aran-
da, cortó ya por lo sano en los proyectos del Canal Imperial (1766). En su informe de
1777, Pedro Rodríguez de Campomanes, secretario de Estado, abordó a fondo el te-
rreno de los principios. Los fueros, se argüía, pueden ser revocados, modificados y ac-
tualizados por el propio soberano que los otorgó. Además, la unión de 1515 habría si-
do “accesoria”, es decir, referente no a la persona del monarca, sino al reino castellano.
La Diputación replicó que el rey está sometido a las leyes por virtud de su juramento.

55
La cuestión de las aduanas iba, sin embargo, a propiciar luego (1753) la retrocesión a Navarra del partido de
Los Arcos después de casi tres siglos de pertenencia a Castilla. Cf. J. ANDRÉS-GALLEGO, “Los Arcos”, GEN, 7, 1990,
pp. 131-133.
56
El título completo de la publicación, sin el nombre del autor, fue Triunfo de Amor y de la Lealtad, Día gran-
de de Navarra. En la festiva, pronta, gloriosa Aclamación del sereníssimo catholico rey D. Fernando II de Navarra y VI
de Castilla, Pamplona, 1746. F. PÉREZ OLLO, “Isla de la Torre y Rojo, José Francisco”, GEN, 6, 1990.

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REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

Después de una maniobra envolvente que en apariencia orillaba la teoría, al gravar


por real orden como extranjeros los productos navarros exportados a Castilla (1779), el
desafío volvió a plantearse frontalmente poco después en las Cortes del reino (1780-
1781)57. El monarca había encargado reservadamente al virrey que sólo duraran sesen-
ta días y se votara primero el “servicio”, aplazando para ulterior consulta la reparación
de agravios y leyes. Sin embargo, las sesiones se prolongaron durante año y medio y los
Tres Estados se negaron finalmente a aprobar el donativo mientras no se garantizara la
publicación de las leyes pactadas entre el rey y el reino, “rotundamente contractuales”,
pues de lo contrario se quebrantaría el “sagrado vínculo del juramento con que su real
clemencia nos aseguró inviolable la observancia de nuestros fueros, leyes y costum-
bres”58. Y Carlos III (VI) tuvo que ceder de momento “conformándose... que, en cuan-
to a las (leyes) concedidas en las presentes Cortes, se observe la práctica seguida hasta
aquí”59.
Resplandeció, al menos en apariencia, una tradición que se reputaba inextinguible.
Incluso se ganaron competencias al ofrecer los Estados un importante proyecto de ca-
minos que completaba los arreglados por el virrey Juan Buenaventura Thierry Du-
mont, conde de Gages (1749-1753)60. A cambio de los caudales precisos, exigieron y
obtuvieron (1783) del secretario de Estado José Moñino, conde de Floridablanca, el
control exclusivo de la red por parte de la Diputación en vez del Consejo Real61.
Con todo, el espíritu “ilustrado” había calado ya dentro de Navarra. Algunas per-
sonalidades de relieve propiciaban los avances de una sociedad que a su juicio podía
quedar claramente rezagada en todos los órdenes del bien común, tanto las obras pú-
blicas y la educación como los mecanismos de producción y distribución de riqueza.
Mas no se encontró en la elite del reino un plano racional de encuentro y la Guerra de
la Convención (1793-1795) vino a ahondar las diferencias y preparó quizá la concien-
cia popular para la posterior Guerra de la Independencia, “en defensa de la monarquía
y la religión”.
Guerras, constitucionalismo y supervivencias históricas
Con la paz en la frontera, se reanudó la pugna política con mayor acritud todavía.
Con las riendas de la monarquía en manos ya de Manuel Godoy, se encargó por real
cédula (1796) un informe –que por cierto no se llegó a realizar– para el estudio y la jus-
tificación de los fueros62, al tiempo que se ordenaba cumplir entre tanto los acuerdos
del gobierno central. En poco más de veinte días de sesiones las Cortes de Olite de
1801 “se limitaron, por orden expresa del monarca, a debatir sobre el donativo” y au-
torizaron a la Diputación para negociar en la Corte sus condiciones y cuantía63. Pero

57
Cf. R. RODRÍGUEZ GARRAZA, Tensiones de Navarra con la Administración Central (1778-1808), Pamplona,
1974; J. SALCEDO IZU y J. ANDRÉS-GALLEGO, “Fuero. Modificación de Fueros (1772-1841)”, GEN, 5, pp. 181-190,
Síntesis con abundante y bien trabada información.
58
Se invocó concretamente la ley de Cortes de 1569. Cf. L. J. FORTÚN PÉREZ DE CIRIZA, Actas de las Cortes de
Navarra. Libros 11 y 12 (1780-1781), Pamplona, 1995, Introducción, pp. 11-15.
59
Ibíd., nota 17.
60
El sistema radial, con centro en Pamplona, había empezado con el eje que debía empalmar Tudela con Gui-
púzcoa. Seguirían los ramales de Logroño y Sangüesa.
61
En 1790 se instauró el sistema de portazgos y “cadenas” para arbitrar recursos. Cf. J. M. LACARRA, “Estruc-
tura”, p. 245.
62
Por Real Orden de 1 de septiembre de 1796 quedaba tácitamente derogado el derecho de sobrecarta. Fue de-
clarada contrafuero en las Cortes de 1817-1818.
63
L. J. FORTÚN PÉREZ DE CIRIZA, Actas de las Cortes. Libros 15 y 16 (1795-1801), Pamplona, 1995, Introduc-
ción, p. 12.

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ÁNGEL J. MARTÍN DUQUE

en su segundo mandato Godoy iba a hacer tabla rasa (1802-1807) en los asuntos rela-
tivos a tributos y cuotas de soldados64.
Bajo la ocupación francesa (1808-1813) Navarra quedó reducida sin más a la con-
dición de una provincia más de la monarquía, tanto por parte de los invasores como
de los resistentes y su Constitución de Cádiz65. Si la reposición de Fernando VII (III) su-
puso lógicamente la continuidad del viejo reino y sus instituciones, la orientación ab-
solutista de la monarquía volvió a poner en marcha su política de erosión paulatina de
los fueros. Las últimas Cortes de 1828-1829 aún arreglaron algunos contrafueros ape-
lando de manera conmovedora a los derechos históricos de los navarros y su simbóli-
ca piedra angular, el juramento regio: “Establecióse este reino al mismo tiempo que sus
fueros, considerando su observancia como el más sólido fundamento para su perpetua
subsistencia. Se han mantenido por más de once siglos, porque la dilatada serie de los
señores reyes que han sucedido en él, han cumplido religiosamente la sagrada obliga-
ción del juramento de guardar los fueros y libertades de los navarros, así como estos el
de fidelidad... Resultaría específicamente vulnerado el juramento que V. M. tuvo la
bondad de hacer a este reino66..: pues en él no solamente juró mantener y guardar to-
dos los fueros, leyes y ordenanzas, usos y costumbres, franquezas, exenciones y liberta-
des, sino también los privilegios y oficios que cada uno de los navarros presentes y au-
sentes tenía así y por la forma que los había usado y acostumbrado... y que desharía y
enmendaría bien y cumplidamente los agravios y desafueros”67.
E insistían “que no pueden hacerse leyes ni disposiciones generales a manera de ley
u ordenanza decisiva sino a pedimento de los Tres Estados y con voluntad, consen-
timiento y otorgamiento suyo”. Pero el gobierno central suprimió definitivamente el
derecho de “sobrecarta”, al tiempo que volvía a acordar que “una junta de ministros
examinara el origen, causas y objeto de los fueros de Navarra” para su adaptación a los
intereses generales de la nacion68.

Tanto para absolutistas como liberales, el régimen histórico de Navarra parecía,


pues, intolerable, especie de fósil por sus mecanismos de gobierno y tejido social y la
mentalidad que los informaba. Sólo tras una guerra civil, siempre lamentable, la paz
(1839) iba a alumbrar vías pragmáticas de transacción. La Diputación del Reino no ha-
bía podido evitar el desmantelamiento de los órganos forales privativos, como el Con-
sejo Real, el Tribunal de la Corte y la Cámara de Comptos (1836), y ella misma que-
daba formalmente degradada al rango de Diputación provincial.
Había desaparecido el rito del juramento regio, pero subsistía la filosofía del pacto
o contrato originario que lo informaba. Se extinguieron el reino y su encarnación, los
Tres Estados congregados en Cortes generales, pero un caudal sustantivo de sus pre-
rrogativas fiscales y patrimoniales las recogería una Diputación que, si bien formal-
mente metamorfoseada, se considerará y será de hecho trasunto de aquella representa-
ción genuina del pueblo. Este singular organismo asumirá las funciones gubernativas

64
Se produjo, en cambio, la anexión, efímera por lo demás (1805-1810), de Fuenterrabía y su término al rei-
no de Navarra.
65
Modelo aplicado lógicamente a Navarra durante el llamado Trienio Constitucional (1820-1823) y, final-
mente, en el curso de la primera guerra carlista (1836).
66
Lo había prestado Fernando VII (III) el 8 de julio de 1817.
67
Ley 7 de 9 septiembre 1928. Cuadernos de las leyes [1794-1829], pp. 421-423.
68
Real Orden de 14 de mayo de 1829. La Diputación del Reino pidió (23 octubre 1832) la anulación de la Or-
den y sobre los fueros señalaba que “tienen toda la justificación posible, provienen de la más remota antigüedad y
no puede haber duda de ellos”. Cf. J. SALCEDO IZU, Atribuciones, pp. 370-371.

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REINO “DE POR SI”, UNIÓN “EQÜEPRINCIPAL” A LA CORONA DE CASTILLA

del desaparecido Consejo Real en la singular y variada constelación de colectividades


vecinales. Mas sobre todo será testimonio vibrante, compendio redivivo y custodio ce-
loso de la foralidad, antorcha simbólica de la memoria histórica de un pueblo dispuesto
a acomodarse al pulso de los tiempos y ganar desde sus esencias tradicionales mayores
cotas de libertad y progreso.
Todo ello fue posible porque en los entresijos de la conciencia colectiva siguieron
resonando los clamores más profundos de un trayecto histórico, el del “viejo reyno”,
cuyas raíces habían nacido de un pensamiento político insólito en su tiempo. Se tenía
idea clara y sencilla de que el buen gobierno de los asuntos públicos provenía de un
equilibrio concertado de intereses y voluntades, los del monarca legítimo, el “señor na-
tural”, y los de la comunidad, sujeto de un depósito de tradiciones, fueros, usos y cos-
tumbres imprescriptibles. Se trataba, en suma, de una sociedad dispuesta a defender
sus formas de convivencia y las libertades adquiridas, por elementales y limitadas que
ahora puedan parecer, como premisa de ulteriores crecimientos cívicos y garantía de un
entrañable bagaje histórico.

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