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1

TERCERA EDICION

G. BÁEZ-CAMARGO

© 1980. Derechos reservados por el autor.


la. edición, junio de 1979
2a. edición, marzo de 1980

2
ÍNDICE
Introducción Pg. 4
Formación del Canon Hebreo Pg. 7
Formación del “Canon” Griego (Septuaginta) Pg. 25
Formación del Canon del Nuevo Testamento Pg. 68
Bibliografía selecta Pg. 89

3
INTRODUCCIÓN

La cuestión del canon bíblico, o sea de los libros que deben considerarse
como de divina autoridad, ha sido muy debatida en el curso de los tiempos.
La verdad es que en la historia del canon hay muchos puntos oscuros. El
autor del presente trabajo reconoce las dificultades que se presentan al
tratar de ella, las cuales pueden comprobarse por las diferencias que
ocurren, en diversos respectos, entre los autores que se han ocupado del
asunto. El propósito de este estudio, sin embargo, es marginar las cuestiones
de orden doctrinal o teológico, en que el terreno es propicio a las polémicas,
y concentrarse, con la mayor precisión posible, en los hechos históricos,
hasta donde se han podido comprobar, en cuanto a la formación del canon
bíblico. Su propósito es, pues, solamente de índole informativa.

La palabra canon viene del griego, al través del latín, y significa literalmente
una vara recta, de donde viene el sentido de norma, o regla en sentido
figurado. Es el sentido en que la usa Pablo en 2 Co. 10.13. Llegó a tener otras
acepciones. Por ejemplo, en el siglo 2 A.D. significaba la verdad revelada, la
“regla de fe”. En su sentido específico de “lista”, “índice” o “catálogo” de
libros sagrados, oficialmente reconocidos por las autoridades religiosas
como normativos para los creyentes, con exclusión de los demás, canon es
un término de origen cristiano. Aparece primeramente en la literatura
patrística del siglo 4 A.D. El concilio de Laodicea (363) habla ya de “libros
canónicos”. Atanasio (367) se refiere a ellos como “canonizados”. Es al
parecer Prisciliano (380) quien por primera vez usa “canon” como sinónimo
de Biblia, la cual consiste, para los judíos, de lo que los cristianos llamamos
Antiguo Testamento, y para nosotros, de éste y del Nuevo Testamento.

El concepto de canonicidad de un escrito religioso es relativamente tardío, y


ha sido diverso, en mayor o menor grado, en el curso del tiempo y hasta hoy,
según las épocas, las regiones y las confesiones. En términos muy generales

4
podría decirse que la canonicidad consiste en las razones que se dan para
justificar la inclusión de un escrito en el canon. El concepto de canonicidad
va asociado con el de inspiración divina. Pero si se define sin más con
referencia a éste, puede caerse en un círculo vicioso: ¿Cuáles son los libros
canónicos? Los de inspiración divina. ¿Y cuáles son los libros divinamente
inspirados? Los canónicos. Desde el punto de vista histórico, los conceptos
de inspiración divina y de canonicidad no son estrictamente equivalentes.
Parece que es el concepto de inspiración divina el que surge primero, y que
posteriormente sirve de base para el concepto de canonicidad. Pero si todos
los libros incluidos en el canon se consideraron como de inspiración divina,
hubo libros que el consenso general tuvo un tiempo por divinamente
inspirados, por lo menos en algún grado, y que finalmente no entraron en el
canon. Ante este problema, se ha llegado a distinguir entre lo que se llamaría
“inspiración general” e “inspiración especial”. La segunda sería la asignada a
los libros canónicos. En la anterior podrían entrar muchos de los que forman
la ya muy extensa literatura religiosa de todos los tiempos.

Desde el punto de vista de la historia del canon, se requiere un criterio


objetivo y hasta cierto punto empírico. Y al parecer el único de esa índole es
el que consiste en la intervención de un dictamen de las autoridades
religiosas respectivas. Como hemos de ver en el curso de este trabajo, ese
dictamen no es arbitrario. Lo ha precedido el dictamen tácito de los
creyentes que forman la comunidad que ha venido usando cierto libro y que
le atribuye un carácter sagrado especial. Las autoridades, por ello, puede
decirse que no imponen la canonicidad: simplemente la reconocen y le
ponen su sello de confirmación oficial. La canonicidad, en este sentido
práctico, significa no sólo que una comunidad creyente ha considerado un
libro como de inspiración y autoridad divinas, sino que se le ha incluido en
un grupo de libros que, en determinado momento, ha sido fijado y cerrado
por el dictamen explícito de las autoridades de esa comunidad. Este grupo
es el canon. Tal es el sentido que adoptamos en este trabajo. No se entra,
pues, a discutir en él la cuestión de la inspiración divina de los libros
sagrados. Sólo se quiere, como se puntualizó antes, trazar el proceso
histórico de la formación del canon.

5
Propiamente hablando, no hay uno sino dos cánones: el hebreo (o sea el del
Antiguo Testamento, según la terminología cristiana) y el del Nuevo
Testamento. Convencionalmente, sin embargo, suele hablarse de un
segundo canon del Antiguo Testamento, el griego, que otros llaman
alejandrino o de Alejandría, dando también el nombre de palestino o de
Palestina al hebreo. No todos los autores están de acuerdo con este
concepto tricanónico, pues consideran, con razón, que no puede llamarse
canon, con propiedad, la lista de libros que forman parte de la llamada
Septuaginta, que es sólo una versión griega del canon hebreo en formación,
con la adición de libros y textos de especial interés para los judíos
alejandrinos, quizá desde un punto de vista más literario que religioso, libros
que eran muy leídos y apreciados entre ellos.

Algunos autores creen que, si ha de hablarse de tres cánones, el otro del


Antiguo Testamento es más bien el samaritano, que consta únicamente del
Pentateuco. Todavía otros autores consideran que hay que tomar en cuenta
también como otro canon veterotestamentario el de la comunidad de
Qumrán, que incluía libros que no figuran en la Septuaginta, y omitía el de
Ester. La verdad es que en realidad no se sabe de ningún dictamen de las
autoridades religiosas judías, ya fuera de Palestina, ya de Egipto (Alejandría),
que hubiera fijado y cerrado un canon de escrituras para los judíos de este
último país. Como veremos en su oportunidad, realmente no sabemos con
exactitud qué libros formaban parte de la Septuaginta primitiva. Todas las
copias que han llegado hasta nosotros son de mano cristiana. Faltando tal
dictamen, la Septuaginta, cualquiera que haya sido su composición original,
no se ajusta al concepto de canonicidad que se ha adoptado en el presente
ensayo. No obstante, cuando con fines comparativos usamos la terminología
convencional, empleando la designación de canon griego para referirnos a
la Septuaginta o Versión de los Setenta, usamos “canon”, así, entre comillas.

6
Capítulo 1
FORMACIÓN DEL CANON HEBREO

Hay un largo periodo que podría llamarse precanónico, de extensión difícil


de fijar siquiera aproximadamente, pero que debió de haber sido por lo
menos de unos cinco siglos, en que existen, primeramente, materiales que
preservan la tradición oral y de los cuales, ya en una primera selección, que
podría llamarse “natural”, porque no es impuesta por ninguna autoridad,
excepto la de la popularidad, se van consignando algunos por escrito. Los
más antiguos son sin duda de índole folklórica: poemas épicos y cánticos que
corren de boca en boca, y que cuando llegan a formar parte de relatos
históricos son generalmente de más antigüedad que el contexto en que se
insertan. En esta forma, o como cánticos separados, que es el caso de
algunos salmos, vienen finalmente a formar parte del canon, y de este modo
a llegar hasta nosotros.

La lista de éstos no es pequeña. Hela aquí, en el orden en que aparecen en


la Biblia, pero que, por supuesto, no es precisamente el de su antigüedad:
Cántico de la espada, Gn. 4.23, 24; Maldición de Canaán, Gn. 9.25–27;
Oráculo de Yahvéh, Gn. 25.23; Bendiciones de Isaac, Gn. 27.27–29, 39, 40;
Bendiciones de Jacob, Gn. 49.2–27; Epinicio de Moisés, Ex. 15.1–18;
Estribillo de Míriam, Ex. 15.21, repitiendo 15.1; Cántico del Arnón, Nm.
21.14, 15; Cantar del pozo, Nm. 21.17, 18; Poema de los romanceros, Nm.
21.27–30; Seis profecías de Balán, Nm. 23.7–10, 18–24, 24.3–9, 15–19, 21–
22, 23–24; Cántico de Moisés, Dt. 32.1–43; Bendición de Moisés, Dt. 33.2–
29; Cántico de los astros, Jos. 10.12, 13; Epinicio de Débora, Jue. cap. 5;
Enigma de Sansón, Jue. 14.14; Dicho de Sansón, Jue. 14.18; Cántico de
Sansón, Jue. 15.16; Cantar de las mujeres, 1 S. 18.7; Elegía de David (por la
muerte de Saúl y Jonatán), 2 S. 1.19–27; Elegía de David (por la muerte de
Abner), 2 S. 3.33,34; Salmo de la liberación, 2 S. 22.2–51 (Sal. 18); Canto
postrero de David, 2 S. 23.1–7; Salmo de David, 1 Cr. 16.8–36 (Sal. 105.1–15;
96.1–13; 106.47, 48); Salmo de Ezequías, Is. 38.10– 20; Salmo de Jonás, Jon.
2.2–10; Salmo de Habacuc, Hab. cap. 3.

7
Entre esos antiguos materiales orales y escritos, son de particular
importancia los que expresan las relaciones del pueblo con Dios. Son de dos
clases: a) códigos o cuerpos de leyes prescritas por él para regir la vida
individual y comunitaria, y b) fórmulas rituales y reglamentos del culto
establecidos por mandato divino. Habiendo existido al parecer,
primeramente, por separado, algunos de ellos, probablemente la mayoría,
quedaron incorporados al Pentateuco, pero todavía puede advertirse que
forman grupo. Algunos de ellos, que han podido discernirse en el conjunto,
son leyes como las de las lesiones, Ex. 21.12, 15–17; la que prohíbe
ayuntarse con bestias, Ex. 22.19; las del adulterio y las relaciones sexuales
entre parientes próximos, así como contra la homosexualidad, Lv. 20.10–13;
el Decálogo, que existe en dos recensiones, Ex. 20.1–17 y Dt. 5.1–21; el que
se ha denominado Código del Pacto, Ex. 20.22–23.19, probablemente el
Libro del Pacto mencionado en 24.7, y del que algunos autores excluyen
partes que suponen incorporadas posteriormente y que formaban
originalmente un Decálogo ritual (23.12, 15–17; 22.29, 30; 23.18, 19); el
llamado Código ritual, Ex. cap. 34; el designado como Código
deuteronómico, Dt. 12–26, el denominado Código de santidad, Lv. 18–26 y
un Ritual del Arca, Nm. 10.35, 36.

Los eruditos consideran que las principales tradiciones que finalmente se


consignaron por escrito son por lo menos tres: una en que se usa para Dios
el nombre de Yahvéh, y a la que por eso se ha llamado yahvista; otra que
prefiere el nombre Elohim, que significa simplemente “Dios”, que por tanto
ha recibido la designación de elohista, y una tercera, más tardía, quizá de los
últimos tiempos de la monarquía, y que por los temas en que hace hincapié
y la importancia que se da en ella al culto y al sacerdocio se ha llamado
sacerdotal. Los materiales de estas tres tradiciones o fuentes documentales
se han combinado, según el consenso de los eruditos modernos, en la
composición del Pentateuco. El Código deuteronómico, citado arriba,
pertenecería probablemente a la tradición sacerdotal, y se habría redactado
quizá en tiempos de Ezequías, como una nueva versión de la peregrinación
por el desierto y una nueva codificación de las leyes. Se ha sugerido, con
muchos visos de probabilidad, que “el libro de la Ley”, encontrado en el
templo en tiempos de Yosiyahu (Josías) podría haber sido una primera
8
redacción del mencionado Código deuteronómico o una recensión primitiva
del Deuteronomio. Algunas autoridades identifican la tradición sacerdotal
con un código en forma, llamado Código sacerdotal, cuya presencia, según
algunos eruditos, se haría notar desde el primer capítulo del Génesis, que
habría sido originalmente parte de él.

Existieron también libros y otros materiales escritos que se perdieron,


algunos de los cuales se mencionan por nombre y se citan en la Biblia: Libro
de las guerras de Yahvéh, Nm. 21.14, 15; Libro de Yasar (o “del Justo”), Jos.
10.13, del cual tomó el autor de los libros de Samuel la elegía de David, 2 S.
1.18; Historia del profeta Natán, Profecía de Ajiyáh el siloneo, Visiones de
Yedo (o Ido) el vidente, 2 Cr. 9.29; Libro de la historia de Salomón, 1 R. 11.41;
Libro de las crónicas de los reyes de Judá, 1 R. 15.7; Libro de las crónicas de
los reyes de Israel, 1 R. 15.31, libros, estos dos últimos, que no son nuestros
libros 1o• y 2o• de Crónicas, y Libro de Yahvéh, Is. 34.16. Seguramente hubo
materiales que se perdieron también, pero no se mencionan, y que
posiblemente sirvieron de consulta a los escritores sagrados y hasta acaso
se incorporaron en la Biblia sin que puedan ahora distinguirse. Por ejemplo,
algunas autoridades sugieren que 1 S. 8.11–17, es quizá parte de un libro
que Samuel redactó con los fueros o atribuciones del rey, especie de
Constitución de la monarquía, que se habría guardado en el santuario de
Mispa. Se ha sugerido también que podría tratarse del pequeño código
contenido en Dt. 17.14–20, que el deuteronomista, escritor muy posterior a
Samuel, habría encontrado e incluido en su versión del Código del Pacto, o
sea en el llamado Código deuteronómico, mencionado anteriormente. Estas
sugerencias son, por supuesto, aunque plausibles, más bien conjeturales.

Sí sabemos positivamente que, a fines del siglo 8, el rey Ezequías mandó


formar una colección de Proverbios de Salomón (Pr. 25.1), que se incorporó
al libro de Proverbios canónico (caps. 25–29), y que ordenó que en la liturgia
del templo se cantaran salmos de David y de Asaf (2 Cr. 29.30). Para eso,
naturalmente, hubo que formar un “himnario”, una colección. No sabemos
qué salmos la formaban, pero es probable que figuren en la sección del
actual libro de los Salmos comprendida del 3 al 72 (véase Sal. 72.20), así
como algunos de la colección de salmos de Asaf de la porción Sal. 73–83.
9
Al parecer Isaías escribió algunas de sus profecías (30.8). En Jer. 36 se habla
de un libro dictado por el profeta, que contenía los mensajes de Dios que se
le habían comunicado (36.8), los cuales se llaman también “las profecías de
Jeremías” (36.10). Muy probablemente contenía parte del libro canónico de
Jeremías. Fue el que quemó el rey Joaquín y del que se sacó una “segunda
edición”, o sea una nueva redacción ampliada (36.32). Por otra parte,
Jeremías cita en 26.18 textualmente Miq. 3.12, y en 49.14–16 Abdías 1–4,
casi textualmente. Esto muestra que en su tiempo (mediados del siglo 7)
existían ya por escrito las profecías de ambos.

La primera alusión a un libro considerado tácitamente como “sagrada


escritura”, o sea como de autoridad divina, es la que se hace al “libro de la
Ley” que se halló en el templo durante las obras de reparación del tiempo
de Yosiyahu (Josías), que hemos mencionado ya (2 R. 22.8). En 23.2 se le
llama “Libro del pacto”. Esto sucedió en 621 a.C. Al parecer fue entonces
cuando tuvo su comienzo, en cierto modo, el canon hebreo, y de cierta
manera también, el concepto judío de canonicidad, aunque iban a pasar
muchos siglos antes de que se empleara esta palabra. Porque ese libro se
leyó y oyó, y fue aceptado por el pueblo, como un libro cuyos preceptos
debían ser recibidos y obedecidos como mandamientos de Yahvéh, o sea
como Palabra de Dios (23.3). Se deduce que las vigorosas reformas religiosas
de Yosiyahu, y la celebración de la pascua, fueron consecuencia de ese
acatamiento de las palabras del libro (23.4–23) como mandatos divinos. No
se consigna en el pasaje citado ninguna declaración explícita del sumo
sacerdote Jilquiyahu (Hilcías) o del rey en ese sentido, pero la forma como
se procedió con el libro encontrado y la manera como se pusieron
inmediatamente en práctica sus preceptos muestra que tácitamente se le
concedió la suficiente autoridad para ser considerado como lo que más
tarde se llamaría “libro canónico”.

En el segundo libro de los Macabeos (2.13) se dice que Nehemías “fundó una
biblioteca y reunió los libros referentes a los reyes, los de los profetas, los
de David y las cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Quizá “los libros
referentes a los reyes” aludía a los libros de Samuel y de Reyes canónicos,
10
que los judíos llamaron “Profetas anteriores”. Entonces “los de los profetas”
aludiría a los llamados “Profetas posteriores”, los profetas propiamente
dichos. “Los de David” serían los Salmos, en una primera compilación. No se
puede colegir cuáles son esas “cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Las
“ofrendas” son, sin duda, las que se llevaban al templo. Por lo demás, de
este pasaje pueden sacarse por lo menos dos interesantes conclusiones
relativas al canon en formación. La primera es que la tradición recogida por
Macabeos era que en tiempos de Nehemías existía ya formado el
Pentateuco (la Ley o Toráh), de modo que no hubo necesidad de que
Nehemías “reuniera” los libros que lo componen. La segunda es que las
demás partes de la Biblia hebrea no estaban todavía bien determinadas.
“Los (libros) de David”, que, como hemos dicho, es casi seguro que se refiere
a los Salmos, es alusión que parece indicar el principio de la formación de la
sección de la Biblia hebrea llamada los Escritos, de la que los Salmos es el
primero, y cuya mención podría tomarse como genérica de toda la sección.
Es ésta la manera como al parecer se designa esa sección en Lc. 24.44
cuando Jesús dice: “Todo lo que está escrito acerca de mí en la Ley de Moisés
(la Toráh o Pentateuco), en los profetas (Anteriores y Posteriores) y en los
Salmos” (los Escritos en general). Es obvio que Jesús aludía a toda la Biblia
hebrea, como se conocía ya en su tiempo.

Al volver del exilio, Esdras, “competente erudito de la ley de Moisés”, traía


consigo “la ley de Dios” (Esd. 7.6–14). En Neh. 8.1 se le llama “Libro de la Ley
de Moisés”. A su vez, como lo había mandado hacer Yosihayu, lo leyó al
pueblo como libro sagrado (hoy diríamos “canónico”), y el pueblo lo acató
como tal, obedeciéndolo. Se ha sugerido que ese libro era el Código
sacerdotal, al que se ha aludido antes, núcleo del actual Deuteronomio.
Otras autoridades creen más probable que fuera ya este libro completo, en
una primera recensión, mientras otras opinan que se trataba ya del
Pentateuco mismo, en una forma primitiva que bien podría llamarse
Protopentateuco. Esto último es todavía mucho más probable si se atiende
el testimonio de ciertos papiros de Elefantina, según los cuales el Artajerjes
de Esd. 7 sería Artajerjes II (405–308) y no Artajerjes I (466–424), como
generalmente se ha creído. De ser así, Esdras habría llegado a Jerusalén a
principios del siglo 4, después y no antes de Nehemías. Para entonces el
11
Pentateuco estaba ya formado, bajo el nombre global de “la Ley” (Toráh), y
este habría sido, definitivamente, el libro que Esdras traía de Babilonia.

Lo que se ha llamado el cisma samaritano, y para el cual algunos autores dan


como fecha el siglo 5, en tanto que otros señalan la segunda mitad del siglo
2, parece haber sido un proceso gradual de alejamiento y separación, que
tuvo una visible y dramática señal en la construcción del templo samaritano
del monte Guerizim ocurrida, según Josefo, en la época grecopersa, hacia
mediados del siglo 4. Esa separación culminó en el grande y decisivo
rompimiento final en 128 a.C., cuando Juan Hircano, sumo sacerdote y
gobernante judío de la dinastía de los asmoneos, destruyó el templo citado
y la ciudad aledaña de Siquén. Es natural pensar que para el culto samaritano
en Guerizim era menester contar con un texto sagrado al que se le
reconociera suma autoridad, el cual tuvo que ser el del Pentateuco, única
escritura sagrada reconocida hasta hoy por los samaritanos. Por lo cual
puede afirmarse casi con seguridad que por lo menos para fines del siglo 4
el Pentateuco estaba ya completado. El texto, sin embargo, no corresponde
enteramente al del Pentateuco masorético que figura en nuestras Biblias, y
que usualmente es más conciso que aquél, que contiene expansiones y
armonizaciones de pasajes paralelos, así como alteraciones de carácter
sectario.

No se ha fijado todavía con alguna seguridad la antigüedad del rollo que la


comunidad samaritana de Nablús conserva celosamente, pero según el
erudito español F. Pérez Castro, que tuvo el extraordinario privilegio de
examinarlo detenidamente y fotografiar su contenido hacia mediados del
presente siglo, sólo la última parte (Nm. 35.1- Dt. 34.12) es antigua. Cuán
antigua no lo señala el citado autor, como tampoco propone fecha para el
rollo en total. La época más antigua que se ha sugerido es el siglo 11 y la más
reciente, el siglo 14. Como se ve, es un manuscrito relativamente reciente,
lo cual no permite saber en qué estado se hallaba el libro en el siglo 4 a.C. y
que muy probablemente era, como el de Esdras, un Protopentateuco. Los
samaritanos admiten que fue Esdras quien reintrodujo el libro de la Ley, pero
sostienen que no fue el auténtico sino una falsificación fraguada por él.

12
El apócrifo llamado II Esdras, y también “Apocalipsis de Esdras”, que data de
fines del siglo 1 A.D., consagra su capítulo 14 a los trabajos escriturísticos de
dicho personaje. En éste se relata que, en vista de que la ley de Dios había
sido “destruida en el fuego”, Esdras pide al Señor que lo llene de su santo
espíritu a fin de volver a redactar, bajo inspiración suya, los libros que la
contenían. Dios accede y le ordena que dicte a cinco escribas lo que él
pondrá en su mente. Así lo hace Esdras, y durante 40 días dicta día y noche
un total de 94 libros. Dios le ordena promulgar 24 de ellos (supuestamente
los del canon hebreo completo) y reservar los otros 70 para la lectura sólo
de “los sabios” del pueblo. Se trata, por supuesto, de una leyenda sin
suficiente base histórica, pero el hecho de haberse formado indica la
existencia de una muy antigua tradición que podría significar que Esdras
tuvo en verdad una importante participación en la formación del canon, de
la cual no quedó en Esdras-Nehemías canónico noticia detallada.

En el libro de Daniel, escrito a principios del siglo 2 a.C., se dice que el profeta
“estaba estudiando en los libros… la palabra de Yahvéh que hubo para
Jeremías” en cuanto a la duración de la cautividad. El plural “los libros”
parece aludir a la segunda sección del canon hebreo llamada Los Profetas,
que habría quedado completada hacia el año 200 a.C. Esta referencia parece
confirmarlo. (El libro de Daniel mismo no pertenece, en la Biblia hebrea, a
esa sección sino a la tercera, llamada de los Escritos.)

Por su parte, el traductor del deuterocanónico Eclesiástico o Sabiduría de


Jesús Ben Sira (o Sirac), que era nieto de este autor, dice en su prólogo,
escrito en 132 a.C., que su abuelo “se había dado muchísimo a la lectura de
la ley y de los profetas, y de los otros libros de nuestros padres”. Casi no cabe
duda de que se estaba refiriendo a las dos primeras secciones de la Biblia
hebrea, que estarían ya formadas en vida de su abuelo, lo cual podría
fecharse por lo menos hacia el 200 a.C., dato que coincide con el de Daniel,
o poco antes. “Los otros libros” serían al parecer los que llegaron a formar
parte de la sección Escritos, entonces todavía en proceso de formación, y
acaso algunos otros que no llegaron a quedar incorporados a ella.

13
Finalmente, en otro deuterocanónico, el primer libro de los Macabeos, cuya
redacción se fija usualmente hacia el 100 a.C., se hace alusión a “los libros
santos que están en nuestras manos”, o sea, “nuestros libros sagrados”,
expresión que indica la existencia ya de un grupo o colección de libros que,
aunque no hubiera todavía de por medio una declaración de las autoridades
religiosas, eran considerados por la tradición y el uso general como Sagradas
Escrituras (I Mac. 12.9). Durante la persecución emprendida por Antíoco IV
Epífanes contra la religión judaica en la primera mitad del siglo 2 a.C., deben
de haberse destruido muchas copias de los libros sagrados judíos. “Si en
poder de alguno se encontraba un libro de la alianza… se le condenaba a
muerte” (I Mac. 1.57). Este libro era casi seguramente la Toráh, o libro de la
Ley. Judas Macabeo (167–61) “reunió… todos los (libros) que habían
quedado dispersos por la guerra que sobrevino contra nosotros” (II Mac.
2.14).

Otros testimonios de que la colección de libros que constituyen el canon


hebreo estaba prácticamente formada antes del fin del primer siglo de
nuestra era, son de fuente cristiana. El primero es el de Lc. 24.44, que ya
hemos citado. Sólo añadiremos que cuando Jesús se refirió, probablemente,
a la sección Escritos simplemente como “los Salmos”, no fue solamente por
ser éste el libro más extenso e importante de esa sección de las Escrituras
hebreas sino por las numerosas alusiones mesiánicas que hay en él. En Mt.
23.35 se halla el segundo testimonio, consignado también como paralelo en
Lc. 11.51. Las palabras de Jesús “desde Abel… hasta Zacarías” podrían
equivaler a “desde el Génesis hasta 2 Crónicas”, y resultar una alusión a toda
la Biblia hebrea, ya que 2 Crónicas es en ella el último de los libros.

Para que quedara formalmente constituido el canon hebreo como tal, se


requería, según el concepto de canonicidad adoptado en el presente ensayo,
y expuesto al principio, un dictamen explícito de las autoridades religiosas
del judaísmo. Ese dictamen se produjo en Yabneh (o Jamnia), población
situada en la costa del Mediterráneo, entre Yafo (Jope) y Asquelón. Se sabe
que en ese lugar existía, después de la caída de Jerusalén (70 A.D.), un
cuerpo de maestros de la ley, establecido, con permiso de los romanos, por
el rabí Yojanán ben Zakkai. Ahora que el templo había sido destruido, no
14
quedaba más centro de cohesión de la fe judía que las Sagradas Escrituras.
Se imponía fijar, de una vez por todas, cuáles eran éstas, mediante un
dictamen oficial e inapelable. Los rabinos de Yabneh procedieron a ello. Se
discute todavía hoy si para tal propósito hubo una sola sesión, y en qué
fecha, o hubo varias reuniones del cuerpo que formaban, llamado también
por los autores que se ocupan del asunto, “concilio” o “sínodo”. Hasta se
han expresado dudas de que efectivamente hubiera habido una reunión en
Yabneh en que se fijó y cerró el canon hebreo. La mayoría de los autores, sin
embargo, lo dan por hecho, aunque difieren en cuanto a la fecha. Lo más
probable parece ser que los rabinos de Yabneh hayan tenido no una sino
varias reuniones para estudiar la cuestión, hasta que en una de ellas
emitieron por fin su dictamen. La fecha de esto varía, en opinión de los
eruditos, y lo más seguro es decir que ocurrió entre los años 90 y 100 A.D.
Hay quien todavía menciona un sínodo de Yabneh en 118 A.D., pero si lo
hubo, en él bien pudo haber tenido lugar sólo una ratificación de lo resuelto
anteriormente.

Josefo (Contra Apión, 1, 8) escribiendo hacia 95 A.D., por el tiempo en que


el sínodo de Yabneh ha decidido o está próximo a decidir qué libros sagrados
forman el canon, y de todos modos cuando ya sin duda habría un consenso
general y más o menos oficial sobre el punto, da la lista de 22 libros “que
con justicia se cree que son divinos”: “cinco que pertenecen a Moisés”, 13
libros que “los profetas, que vinieron después de Moisés, escribieron” y
cuatro que “contienen himnos a Dios y preceptos para la conducta de la vida
humana”. No los enumera por nombre, pero los cinco atribuidos a Moisés
son, por supuesto, los del Pentateuco. Cuáles eran para él los 13 de los
profetas y los otros cuatro, es materia de conjetura. Su clasificación no
parece coincidir con las secciones Profetas y Escritos con que vino a quedar
completa la Biblia hebrea en su forma actual. Su manera de agruparlos pudo
muy bien estar influida por el orden de los libros en la versión griega
Septuaginta que, como escritor en griego, sin duda conocía y manejaba. Así,
es probable que su grupo de los 13 haya estado constituido por Josué,
Jueces-Rut, Samuel, Reyes, Crónicas (reduciendo estos pares a un solo libro),
Esdras-Nehemías, Ester, Job, Isaías, Jeremías-Lamentaciones, Ezequiel, los
12 (después llamados “profetas menores”, como un solo libro) y Daniel. Y
15
que su último grupo, el de los cuatro, lo formaron Salmos, Proverbios,
Cantares y Eclesiastés.

No es seguro cuál fue la manera como Yabneh numeró y agrupó los libros
canónicos judíos. Lo que se ha considerado más probable es que eran
originalmente 24, pero que después algunos autores, como Josefo, los
reagruparon artificialmente para que resultaran 22, como las letras del
alefato o alfabeto hebreo. Entre los autores modernos unos siguen
opinando así, pero otros creen que fue a la inversa, que originalmente eran
22 y que resultaron 24 cuando Rut se separó de Jueces, y Lamentaciones se
desglosó de Jeremías, para colocarlos en la tercera sección, la de los Escritos.
En cuanto al orden de colocación de los libros, sólo es unánime el de los más
conocidos y venerados, los cinco del Pentateuco. Los de las otras dos
secciones no siempre aparecen en el mismo orden.

Lo importante, sin embargo, no es la numeración adoptada ni el orden de su


colocación, sino cuáles fueron, como quiera que se cuenten y ordenen, los
libros declarados como constituyentes del canon hebreo por el sínodo de
Yabneh. Y en esto no hay duda, aunque algunos de ellos, como indicaremos
después, todavía fueron debatidos por algún tiempo tras la decisión de
Yabneh. Son los siguientes, en las tres secciones en que finalmente
quedaron agrupados y tal como se encuentran en las ediciones actuales de
la Biblia: La Toráh (libro de la Ley, Pentateuco); los Nebiim (Profetas)
subdivididos en “Anteriores” (Josué, Jueces, 1 & 2 Samuel, 1 & 2 Reyes) y
“Posteriores” (Isaías, Jeremías, Ezequiel, los Doce “Menores”) y los
Quetubim (Escritos), o escrituras misceláneas, que son Salmos, Job,
Proverbios, los Meguilot o “rollos”: Rut, Cantares, Eclesiastés,
Lamentaciones y Ester, y finalmente Daniel, Esdras-Nehemías y 1 & 2
Crónicas.

Ahora podemos reconstruir, pero tratándose de fechas siempre sólo con


aproximación, el curso seguido en la formación del canon hebreo, en vista
de los datos que poseemos y que han sido apuntados sucintamente en
nuestra exposición anterior. Hasta antes de Yabneh el canon estuvo en un
estado que podría compararse al del cemento: primero en una suspensión
16
muy fluida, y luego “armándose” poco a poco hasta quedar en estado sólido
y firme. Sólo que en el caso del canon hebreo ese poco a poco duró
realmente siglos. Algunos eruditos opinan que cuando cayó Jerusalén (587
a.C.), la Toráh y los Profetas Anteriores existían ya casi en la forma en que
vinieron a quedar en el canon. Otros consideran que más probablemente la
Toráh “cuajó” durante la cautividad, y que, compuesta de material escrito
comenzando más o menos en 1200 a.C., vendría a quedar cerrada hacia el
400. Y que también en el exilio babilónico se habrían estado reuniendo,
revisando y agrupando los Profetas Anteriores, hasta quedar prácticamente
formada esa sección. De ser así, puede decirse entonces que la Biblia de la
cautividad consistía formalmente de esas dos secciones, con la adición muy
probable de la edición temprana, relativamente nutrida, de los Salmos, que
es casi seguro que existía desde la época de la monarquía, acaso desde el
siglo 9, ya que los salmos se usaban en el culto del Primer Templo.

Es probable, sin embargo, que fuera también durante el exilio cuando esa
primitiva edición se aumentó, y comenzó a bosquejarse un agrupamiento
que apuntara ya al que tiene en nuestro Salmos actual. Este arreglo final
parece bastante tardío, como parece indicarlo la estructura que presenta el
manuscrito hallado en la cueva 11 de Qumrán (11Psa), que contiene salmos
canónicos y otros que no lo son, y en que los primeros se presentan en un
orden diferente del que llevan en el texto masorético, además de
considerables variantes en la redacción. Por supuesto, no hay que descartar
la posibilidad de que el citado manuscrito sea copia más bien de una
antología, para uso privado, que el libro de los Salmos propiamente dicho,
porque incluye otros materiales, como un pasaje de 2 Samuel, uno de
Eclesiástico, un salmo 151, y algunas composiciones apócrifas, como una
relativa a los trabajos literarios de David.

Hay mucha probabilidad también de que durante el exilio se haya formado


una primera colección de los Profetas Posteriores, con lo que existía por
escrito de Jeremías; las profecías de Isaías coleccionadas por sus discípulos,
con una segunda parte escrita en el cautiverio y una tercera formada por
oráculos y preceptos diversos; quizá lo de Ezequiel (aunque hay la
posibilidad de que este profeta fuera editado más bien al regreso de la
17
cautividad), y de los Doce Menores, algunos como Oseas, Amós, Miqueas,
Nahum, Habacuc, Abdías y Sofonías, profetas anteriores al exilio. Vimos
anteriormente que Miqueas y Abdías existían ya por escrito en tiempo de
Jeremías.

Al regreso de la cautividad, durante los siglos 5 y 4, se iría completando la


sección de Profetas Posteriores, al añadírsele Ageo y Zacarías, que son
profetas de la época del primer retorno bajo Zorobabel, y Joel, Jonás y
Malaquías, cuya fecha se ignora, sin que haya suficientes datos para siquiera
conjeturarla. Así esta sección podría haber quedado completa hacia el año
300 a.C., y después, con una revisión de ambas partes, toda la sección de los
Profetas hacia 200 a.C. De los Escritos, uno de los primeros en editarse pudo
haber sido Job. También por este tiempo se daría otra mano al libro de los
Salmos, en cuanto a su estructura, y también una mano “semifinal” a
Proverbios. Iniciada con estos tres libros, la formación de los Escritos
continuaría con la adición de Rut, que existía tal vez desde el siglo 9 o el 8, y
separada ahora de Jueces, al que se le había añadido como apéndice quizá
durante el exilio, y de Lamentaciones, que, aunque data de la época
inmediata a la caída de Jerusalén, estuvo, según parece, unido a Jeremías, y
se aceptó por estar asociado con su nombre.

Muy debatida fue la aceptación de Ester, Eclesiastés y Cantar de Cantares.


Ester corresponde al periodo persa (siglo 4). Parece evidente que la secta de
Qumrán no lo aceptaba, porque hasta el momento no se ha hallado ni
siquiera un fragmento de ese libro entre lo mucho encontrado en esa zona.
Eclesiastés data posiblemente de principios de la etapa helénica, en ese
mismo siglo, ya que en él parecen traslucirse algunas influencias de la
filosofía griega. Las copias del libro, halladas en Qumrán, son
aproximadamente de 150 a.C. En cuanto a Daniel, parece haber quedado en
su forma final hacia 165 a.C., aunque algunos de sus relatos son más
tempranos. No parece que hubiera problema para la inclusión de Esdras-
Nehemías y 1 & 2 Crónicas, probablemente del mismo autor, que W. F.
Albright pensaba que podría haber sido el propio Esdras. Si es así, estos
libros se redactarían más o menos durante la primera mitad del siglo 4. Si el
autor no fue Esdras, sus fechas de composición pueden ser otras. Se ha
18
propuesto, por algunos eruditos, la composición de los libros de Crónicas
hacia 500 a.C., no muchos años después del regreso bajo Zorobabel, y su
redacción final hacia 425. Otros prefieren una fecha muy posterior, entre
350 y 250. En todo caso, Esdras-Nehemías aparecen como una continuación
de Crónicas (cf. 2 Cr. 36.22, 23 con Esd. 1.1–4) y aunque no fuera Esdras
mismo el autor, parece fuera de duda que el autor es uno, de modo que su
fecha de composición sería igual.

Los Escritos vinieron a quedar agrupados originalmente en cuatro secciones:


1) Salmos, Job y Proverbios; 2) Los cinco rollos: Rut, Cantares, Eclesiastés,
Lamentaciones y Ester; 3) Daniel, y 4) Esdras-Nehemías y 1 & 2 Crónicas. Fue
el grupo de libros que más tardó en formarse. Vendría a quedar completado,
por el debate sobre algunos de los libros, a que antes aludimos,
prácticamente hacia 90 A.D., en vísperas casi del sínodo de Yabneh. En
cuanto a la razón del debate, parece que el problema con Ester (o al menos
uno de los problemas) era que el libro en hebreo, o sea, el original, no
menciona ni una sola vez el nombre de Dios. Quizá por eso Qumrán lo
rechazó. Hubo algunas dudas sobre Proverbios, pero no cobraron mucha
fuerza, ya que lo amparaba el venerado nombre de Salomón. Fue más serio
lo de Eclesiastés, porque se dudaba de su ortodoxia en algunos puntos,
como 1.3. Por fin lo salvó también el ser atribuido a Salomón. Todavía más
seria fue la resistencia a aceptar Cantares, por su tema amoroso. De nuevo
lo protegió el prestigio de Salomón, de quien no hubo dudas de que fuera el
autor. Pero fue aprobado. sobre todo, por la interpretación mística y
alegórica: describía el amor entre Yahvéh y su pueblo Israel. Aun después de
la decisión de Yabneh en su favor, que debió poner fin a los debates, se
seguía discutiendo, hasta que por fin el famoso y muy respetado rabí Aquiba
(hacia 125 A.D.) salió enérgicamente en su defensa, y dio su famoso fallo: “El
mundo entero no es digno del día que el Cantar de los Cantares fue dado a
Israel, porque todos los Quetubim son santos, pero el Cantar es el más santo
de ellos”. Es interesante que hubo dudas también en cuanto a la aceptación
de uno de los grandes profetas, nada menos que Ezequiel. La razón que se
invocaba era que los rabinos advertían diferencias entre las ordenanzas
consignadas en los caps. 40–48 y las contenidas en la Toráh.

19
No es seguro definir cuál haya sido el criterio aplicado a los libros para
decidir cuáles de ellos entrarían a formar parte del canon y cuáles no. Como
hicimos notar en la Introducción, el concepto de canonicidad vino a
precisarse mucho tiempo después, y surgió en forma más definida entre los
cristianos. Al lado de los libros que después entrarían en el canon,
circulaban, con diverso grado de aceptación general, otros muchos libros,
sobre todo en los dos o tres siglos anteriores a la era cristiana y en el primero
de ésta, además de los deuterocanónicos que formarían parte de la versión
griega Septuaginta. Los judíos no empleaban los términos “canónicos”,
“apócrifos” y “seudoepígrafos”, terminología de origen cristiano, para
distinguir entre los libros de tema religioso. El sentido original de “apócrifo”
se explicará al tratar de la Septuaginta. Baste ahora decir que
“seudoepígrafo” se llama el libro que se atribuye a algún personaje de
importancia y prestigio en la esfera religiosa, y en cuyo título figura el
nombre respectivo. Algunos apócrifos son a la vez seudoepígrafos.

Los judíos clasificaban los libros, desde el punto de vista religioso, en tres
clases: 1) los “libros que contaminan las manos”, o sea los libros sagrados en
grado sumo, que después de fijado el canon podemos llamar “canónicos”;
2) los guenuzim (de la raíz ganaz, “guardar” o “esconder”), o sea,
literalmente, guardados, ocultados o almacenados, y 3) los sefarim jitsonim,
lit. “libros de afuera” (exteriores, extraños). La curiosa expresión “libros que
contaminan las manos”, que en lenguaje usual significaría todo lo contrario
de libros sagrados, procede de la Mishnáh, recopilación de leyes orales
preservadas por la tradición judía. Quiere decir que los libros así designados
son tan santos que comunican su santidad (la contagian, por eso el uso del
verbo “contaminar”) a las manos que los manejan, por lo cual se requiere la
purificación ritual de ellas, después de usarlos, a fin de no transmitir esa
santidad a los objetos profanos que luego se toquen o manipulen.

A veces los guenuzim parecen confundirse con los sefarim jitsonim, y ser
considerados entre estos “libros de afuera”. Pero sólo esta última expresión
podía entrañar desprecio o hasta repudio. No sucedía así, generalmente, con
la primera. Los guenuzim eran libros no autorizados para lectura general y
mucho menos para lectura en las sinagogas. Eran libros que se guardaban o
20
reservaban para uso exclusivo de ciertas personas que podían usarlos con
discernimiento, porque ofrecían algunos problemas teológicos o de
concordancia con la Ley. Sólo los muy entendidos, pues, podrían utilizarlos
resolviendo dichos problemas o por lo menos sin recibir daño en sus
creencias. Algunos de esos libros se tenían en gran aprecio. Josefo, por
ejemplo, los utilizó como fuentes para la redacción de sus obras históricas.
Pero no se les consideraba como libros sagrados. Hoy les llamaríamos
esotéricos. De ahí que algunos libros que finalmente fueron incorporados en
el canon hubieran sido considerados en un principio como guenuzim. Por
ejemplo, Proverbios, Cantares y Eclesiastés, hasta que la Gran Sinagoga
(cuerpo antecesor del Sanedrín y el sínodo de Yabneh en autoridad) resolvió
algunas dificultades que ofrecían. Ester fue mantenido un tiempo en esa
categoría. Ezequiel estuvo a punto de ser declarado guenuzí, hasta que un
rabino muy respetado, Ananías ben Ezequías, halló solución a las
discrepancias que, según dijimos antes, se le encontraban con la Toráh. En
las sinagogas existía un aposento o bodega llamada guenuzáh donde se
guardaban, excluidas del uso público, las copias también de los libros
sagrados que hubieran resultado defectuosas o ya muy gastadas por el uso.
Esto ilustra bien el sentido propiamente dicho de guenuzim: libros o rollos
puestos fuera del uso oficial, y guardados en lugar seguro, para no quedar
expuestos al uso público.

Como “libros de afuera” propiamente dichos podrían citarse algunos libros


que se hallaron en Qumrán, al parecer peculiares de la secta, como un “Libro
de la Meditación”, un “Libro de Noé”, una “Oración de Nabonido”, un
“Apócrifo del Génesis”, unos “Dichos de Moisés”, un “Libro de los Misterios”.
En la misma categoría podrían considerarse libros todavía más particulares
de la secta, como el “Documento de Damasco” (del cual se había hallado
algunos decenios antes una copia en la guenuzáh de una sinagoga del Cairo),
los “Himnos de Gratitud” (Hodayot) y la “Guerra de los Hijos de la Luz contra
los Hijos de las Tinieblas”. También se sabe de algunos de los que circulaban
fuera de la comunidad de Qumrán, y que parece que gozaban de mucha
popularidad, como los siguientes: “Odas de Salomón”, “Vida de Adán y Eva”,
“Asunción de Isaías”,1“Testamento de Abraham”, “Historia de los
recabitas”, “Testamento de Salomón”, “Testamento de Adán”, “Testamento
21
de Job”, “Libro de Enoc”, “Libro de Adán”, “Libro de Lamec”, “Visión de
Isaías”, “Salmos de Salomón”, “Martirio de Isaías”, “Vidas de los profetas”,
“Crónicas de Jeremías”, III y IV Esdras, [P. 29] “Libro de los Jubileos”,
“Testamento de los Doce Patriarcas”, II y III Baruc, “Asunción de Moisés”,
“Testamento de Moisés”, III y IV Macabeos, “Prólogo de Lamentaciones”, y
los pertenecientes al género apocalíptico, de los cuales sólo Daniel entró en
el canon: “Apocalipsis de Sofonías”, “Apocalipsis de Ezequiel” y todavía
otros. Es interesante que casi todos los guenuzim, una vez definido el canon
en Yabneh, fueron preservados y usados por los cristianos primitivos, por lo
cual el texto que de ellos se conoce es el de copias de origen cristiano.
También es interesante notar que una de las decisiones de Yabneh fue que
“el evangelio (es decir, los escritos cristianos) y los libros de los herejes no
son Sagrada Escritura”.

Volviendo al probable criterio adoptado por los rabinos para declarar un


libro como sagrado, a diferencia de otros, parece que los requisitos eran 1)
estar escrito en hebreo o arameo; 2) haber sido escrito en el periodo
comprendido entre Moisés y Esdras, periodo exclusivo de la inspiración
profética, según el concepto rabínico, y 3) estar asociado con algún
personaje notable de la historia judía (Moisés, Salomón y David,
especialmente, así como los profetas). Por supuesto, el requisito principal
era haber sido aceptado generalmente como de autoridad divina. Cerrado
el canon en Yabneh, el número de libros sagrados quedaba fijado para
siempre; no podía ya haber sustracción ni adición alguna. Y su texto debía
permanecer inalterado, de modo que desde entonces se ejerció una
escrupulosa vigilancia sobre las copias que se sacaban, para evitar aun la
mínima alteración. En cuanto al requisito de antigüedad, se hizo una
excepción con Daniel, escrito dos siglos después de Esdras. Muy
probablemente se debió a que se consideraba como profeta, pero más bien
porque sus profecías se interpretaron como enderezadas contra el gran
perseguidor del judaísmo, Antíoco Epífanes, y los seléucidas en general.
Pudo también influir mucho su índole apocalíptica, ya que los “apocalipsis”
se es taban popularizando en aquella época de crisis nacional. No obstante,
no se colocó ese libro entre los Nebiim (Profetas), cuya lista estaba ya
cerrada, sino entre los Quetubim (Escritos), en que figuraban libros de
22
redacción tardía. En lo demás, Yabneh mantuvo el criterio de antigüedad.
Así, por ejemplo, decretó que “los libros de Ben Sira (el Eclesiástico) y
cualesquiera libros que hayan sido escritos desde sus tiempos, no son
escritura sagrada”.

En los escritos rabínicos se encuentran alusiones a rollos, por decirlo así,


modelo, que se guardaban en el Segundo Templo (el de Herodes). La
colección de ellos vendría a ser un protocanon, un arquetipo de la Biblia
hebrea, como lo considera Robert Gordis, que servía de base para las copias
autorizadas para lectura en las sinagogas. No sabemos qué libros figuraban
en esa colección. Pero seguramente sirvieron como pauta a los rabinos del
sínodo de Yabneh en sus decisiones, y siendo así, con toda probabilidad eran
los del canon fijado por ellos más tarde. Una vieja leyenda judía habla de un
“Rollo del templo”, que sería muy probablemente sólo de la Toráh, salvado
por los sacerdotes cuando los romanos destruyeron el santuario en 70 A.D.,
y llevado primero a Bether y más tarde a Bagdad. Según la leyenda, fue de
éste del que se sacaron copias para distribuirlas a los judíos de la Diáspora.

Yabneh, como hemos visto, no hizo más que poner su sello de autorización
oficial al canon que, sin llevar este nombre, se había venido formando en el
curso de varios siglos por el consenso general de quienes, generación tras
generación, habían experimentado en su propia vida el efecto saludable que
el estudio y acatamiento de los preceptos de unos libros producían, a
diferencia de los otros muchos que circulaban y se leían. O sea que la
autoridad divina de ellos se percibía y sentía práctica y profundamente en
una experiencia vital, o sea, como hoy se acostumbra decir, vivencialmente.
Sobre esa base sin duda, se habían seleccionado y preservado los rollos que
formaban la colección del templo, y esto era ya un principio de canonización,
propiamente dicha, de los escritos contenidos en ellos. Pero, como dijimos
en la Introducción, tanto esto corno la posterior declaración formal de
Yabneh, era más bien tan sólo una ratificación a posteriori de lo que la
experiencia de la comunidad creyente había establecido de sí misma.

23
Capítulo 2
FORMACIÓN DEL “CANON” GRIEGO
(SEPTUAGINTA)

La primera colección propiamente dicha que se formó de los libros sagrados


hebreos fue al prepararse una versión griega de ellos, la que recibió el
nombre de Versión de los Setenta o Septuaginta. En el relato de cómo se
llevó a cabo se mezclan pintorescamente la historia y la leyenda.

Desde muy antiguo se había establecido en Egipto una numerosa colonia


judía, especialmente con la emigración en masa tras la caída de Jerusalén en
manos de los babilonios (587 a.C.). Los centros más importantes de
inmigrados judíos eran Elefantina y Alejandría, sobre todo esta última.
Dedicados principalmente al comercio, pero también al desarrollo de la
cultura, ejercían una gran influencia. Entre los más grandes filósofos de la
época figura Filón, judío alejandrino. Los monarcas, de origen griego, eran
grandes impulsores de las ciencias y las letras. La Biblioteca de Alejandría era
un verdadero emporio de la sabiduría y la literatura. Los judíos, al cabo de
varias generaciones, conocían el hebreo sólo como una lengua litúrgica, y
más y más sentían la necesidad de poseer en su lengua cotidiana, el griego,
los tesoros de la literatura judaica, entrañablemente religiosa, comenzando
con la Toráh y siguiendo con los demás libros que la tradición tenía por
sagrados, en que la historia y la religión de su pueblo estaban tan
indisolublemente vinculados. Este anhelo fue el origen y la motivación para
la versión Septuaginta.

Y ahora entra la leyenda. Se consigna particularmente en la llamada Carta


de Aristeas, probablemente de fines del siglo 2 a.C. Según ella, Ptolomeo II
Filadelfo, que reinó en Egipto de 285 a 246 a.C., ordenó, por sugerencia de
su bibliotecario Demetrio Falereo, que se hiciera la traducción. Por
instrucciones del rey, uno de sus funcionarios, llamado Aristeas, viajó de
Alejandría a Jerusalén para pedir al sumo sacerdote Eleazar que enviara un
equipo de traductores. El dignatario judío habría mandado entonces 72
ancianos, los cuales, en 72 días, trabajando por separado, habrían producido
una versión unánime. Pero la Carta de Aristeas se refiere sólo a la traducción
del Pentateuco. Josefo, al consignar el relato, dice que lo traducido fue “la
24
ley”, o “las leyes”, lo cual parece confirmarlo (Ant., XI, 2, 13). La traducción
recibió el nombre de Septuaginta o de los Setenta (LXX), tomando esta cifra
redonda en vez de los legendarios 72. Después se hizo extensivo a toda la
versión, que se completó hacia 150 a.C., como se deduce del prólogo al
Eclesiástico (132 a.C.) que hace alusión indirecta a ella. No sabemos quiénes
fueron los traductores que hicieron el trabajo, pero habiendo tardado éste
unos 100 años, es claro que la labor se fue haciendo gradualmente y por
diversos individuos o grupos, trabajando al parecer cada uno por su lado.
Esto se echa de ver por las diferencias de estilo y de calidad que se advierten
en el griego usado y en la manera de traducir.

¿Qué libros fueron los traducidos al griego para formar la Septuaginta?


Desde luego, no hay motivos para dudar de la ortodoxia de los judíos
alejandrinos, y por consiguiente de que se tradujeron los libros que ya para
entonces se consideraban en Palestina como libros sagrados, si bien no debe
olvidarse que todavía no había un dictamen de las autoridades religiosas
judías que fijaran con precisión su número. Es del todo probable que en la
formación de la colección vertida al griego intervinieran, además de las
consideraciones específicamente religiosas, también las de orden histórico
y literario. Lejos de la patria, era natural que los judíos quisieran tener en su
lengua de uso cotidiano, el griego, no sólo aquellos libros normativos de su
vida moral y religiosa, sino también algunas muestras, que para ellos serían
muy apreciadas, de la literatura y la historia judías en general. Esto permite
pensar que los judíos de Alejandría tenían un concepto más amplio que el
de los de Palestina en cuanto a los que consideraban como libros sagrados.
Por ello también parece natural esperar que en la LXX incluyeran otros libros,
además de los que más de dos siglos después iban a formar el canon hebreo
oficial. Pero la cuestión es otra vez: ¿Cuáles eran estos libros adicionales?

El hecho es que no lo sabemos con certeza, porque, excepto algunos


fragmentos de papiros hallados en Egipto, las copias de la LXX que se
conocen hasta hoy son todas de manos de copistas cristianos, incluyendo los
manuscritos completos más antiguos: el Sinaítico y el Vaticano, ambos del
siglo 4, y el Alejandrino, del siglo 5 A.D. En esas copias figuran escritos no
incluidos en el canon hebreo. Pero, aun así, hay dos hechos que dificultan el
problema de cuáles eran los contenidos en la Septuaginta alejandrina
25
original. El primero es que cuando se hizo la versión griega, no se conocía la
forma llamada códice, o sea la de hojas encuadernadas para formar un solo
volumen, invento griego empleado primeramente por los cristianos para
coleccionar sus libros sagrados. La versión griega original se escribió, por
tanto, en rollos sueltos, que podían circular juntos o separados.
Seguramente que una colección de ellos se conservó en la sinagoga de
Alejandría, pero no subsiste ninguna lista de los que la formaban. El segundo
hecho es que no todas las copias que existen contienen exactamente los
mismos libros no pertenecientes al canon hebreo. Por ejemplo, II Esdras no
se halla en ninguno de los códices griegos que han llegado hasta nosotros.
Algunas copias incluyen III y IV Macabeos y un Salmo 151 que faltan en otras.
Y no en todas se encuentra la “Oración de Manasés”. La presencia de escritos
adicionales, aun tenida cuenta de estas diferencias, en las copias de la LXX
que conocemos, deja la fuerte impresión de que en la selección de los libros
que formarían parte de ella, los judíos alejandrinos ejercieron bastante
libertad y latitud. No sabemos con certeza, en fin, de cuentas, cómo era la
Septuaginta original, salvo la conjetura de que, por las razones antes
expuestas, seguramente contenía todos los libros del canon hebreo. En lo
que hay inseguridad es en cuáles eran en ella los adicionales, aunque
tampoco hay motivo para dudar de que, en términos generales, contenía la
mayoría de los que, unas con otras, aparecen en las copias cristianas, si no
es que todos ellos.

El problema es tal que un erudito de tanto relieve como G. W. Anderson, de


la Universidad de Edimburgo, insiste en que no hay indicación de que el
concepto alejandrino del canon fuera más extenso que el palestino, y que si
había diferencia entre ambos, el alejandrino sería más limitado y no más
amplio. En consecuencia, afirma que no hay prueba definida de que en
Alejandría se asociaran otros libros con los del canon hebreo. Pero es
interesante que a su afirmación le añade una reserva. Eso fue “durante el
periodo antes de ser la LXX adoptada por la Iglesia Cristiana”. Casi insinúa
que los escritos adicionales, que según él no figuraban en la LXX alejandrina
judía original, fueron incorporados por los cristianos, lo cual no sabemos que
ninguna otra autoridad en la materia haya siquiera sugerido. Pero el hallazgo
en Qumrán de fragmentos de algunos de esos escritos, como Eclesiástico, la

26
Carta de Jeremías y Tobit, indica claramente que por lo menos algunos de
ellos se conocían y gozaban de cierta popularidad en la propia Palestina
desde el siglo 2 ó 1 a.C. Los alejandrinos, que consideraban Palestina como
su centro espiritual y cultural, los habrían conocido también, y no habrían
encontrado grave inconveniente en incorporarlos a su colección.

Por supuesto, dada la época en que se produjo la LXX, no es posible saber si


los judíos de Alejandría consideraban esos escritos adicionales como de
autoridad en el mismo sentido e igual grado que los que más tarde formaron
el canon hebreo. Hay pruebas de que, por encima de todos los libros de su
colección, consideraban, fuera de toda duda, la Toráh (Pentateuco o la Ley)
como de suprema autoridad divina. Siguiendo la pauta de Palestina, que
nunca dejaron de tener por normativa, pondrían como siguientes en valor y
autoridad los Profetas y seguidamente los Escritos, entre los cuales
seguramente el más apreciado sería el libro de los Salmos. Después de los
Escritos, como en último lugar, y como de menor valor y autoridad, pondrían
los escritos adicionales, entre los cuales habría sin duda también una
gradación en estima, con Eclesiástico, Sabiduría y quizá I Macabeos como los
más apreciados.

Los escritos que no aparecen en el canon hebreo y que figuran en la LXX,


según las copias cristianas que han llegado hasta nosotros, recibieron en un
principio y conservaron hasta nuestros días el designado de apócrifos. El
término les fue aplicado primeramente por Cirilo de Jerusalén (siglo 4 A.D.)
y San Jerónimo (siglo 5 A.D.). Lo usaron, sin embargo, no en el sentido que
la palabra tiene hoy en el lenguaje común y corriente, o sea, el de “falso” o
“espurio”, sino en su sentido propio original de “oculto” o “secreto” (del
verbo griego apocripto, “ocultar”). Es pues, sinónimo, o más bien
equivalente, del hebreo guenuzí, y tiene la misma aplicación, que ya hemos
explicado anteriormente. Debido a que el vocablo fue adquiriendo en el uso
general un sentido diferente del que tuvo en el uso técnico que se le había
venido dando tradicionalmente en materia bíblica, desde el siglo 16 empezó
a emplearse para designarlos la palabra “deuterocanónicos”, es decir,
pertenecientes a un segundo canon o a un canon secundario, o sea el
“canon” griego (la LXX). Esta segunda designación ha sido favorecida por los
católicos romanos, en tanto que “apócrifos” es de uso corriente entre los
27
protestantes. Los católicos llaman “apócrifos” a los libros que los
protestantes designan como “seudoepígrafos”. Sin embargo, por razón de la
indicada alteración que ha sufrido el vocablo en el curso del tiempo y en el
habla ordinaria, en la actualidad van siendo más los biblistas protestantes
que prefieren usar el término deuterocanónicos.

¿Cuáles son los libros antiguamente llamados “apócrifos” y ahora


“deuterocanónicos”? También aquí se presenta el problema de la diferencia
entre los códices griegos y entre las varias ediciones de la LXX y de las
versiones que la siguen. Tomemos como tipo el Códice Alejandrino, ya
mencionado. Contiene I Esdras, Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, Baruc,
Epístola de Jeremías, I, II, III, y IV Macabeos, las adiciones a Ester, las
adiciones a Daniel, las Odas, como adición a los Salmos, compuestas por Ex.
15.1–19, Dt. 32.1–43, 1 S. 2.1–10, Jon. 2.3–10, Hab. 3, Is. 38.10–20, la
Oración de Manasés, las adiciones a Daniel, y (demostrando que es un
códice cristiano) Lc. 1.46–55, Lc. 2.29–32, Lc. 1.68–79 y Lc. 2.14. Tiene
además una colección de escritos que forman un “Himno matutino” y los
Salmos de Salomón. El Códice Vaticano contiene lo mismo, excepto I y II
Macabeos.

De fines del siglo 4, prácticamente contemporánea de los tres grandes


códices griegos antes mencionados, es la versión latina que vino a llamarse
la Vulgata, preparada por San Jerónimo (¿347?-420) según instrucciones del
papa Dámaso. Siendo un erudito hebraísta, y además hebreófilo reconocido,
San Jerónimo quiso en un principio limitar su versión al canon de Yabneh.
Pero dos circunstancias hicieron que al fin incluyera en ella los
deuterocanónicos. La primera fue el precedente establecido por las
versiones latinas antiguas que, basándose más bien en la Septuaginta, los
incluían. Las instrucciones, recibidas del papa Dámaso eran que revisara las
varias versiones latinas existentes y produjera una sola que viniera a ser la
autorizada por la Iglesia occidental. La segunda circunstancia era tal vez de
más peso, y era el hecho de que la Iglesia había venido usando la LXX como
su Biblia, y los creyentes estaban acostumbrados a considerar los
deuterocanónicos como parte de ella. Hubo, pues, fuertes presiones de
cristianos influyentes, muy especialmente de San Agustín, para que esos
libros no se excluyeran de la nueva versión latina. En vista de todo ello, San
28
Jerónimo transigió. En un tiempo se había referido a los apócrifos en general
diciendo que son “como el loco vagar de un hombre cuyos sentidos lo han
abandonado” (Ep. 57, 9). Y tal vez porque su lectura requiere maduro
discernimiento, aconseja que a una jovencita llamada Paula se la eduque
para “evitar todos los libros apócrifos, y si alguna vez desea leerlos, no por
la verdad de sus doctrinas sino por respeto a sus maravillosos relatos, que
se dé cuenta de que no fueron escritos realmente por aquellos a quienes se
atribuyen, que hay en ellos muchos elementos defectuosos, y que se
requiere mucha pericia para buscar el oro entre el fango” (Ep. 107, 12).

Pero tratándose concretamente de los deuterocanónicos, y en su trabajo


como traductor y redactor de la Vulgata, compartía el criterio de sus
contemporáneos Rufino y Atanasio, llamándolos libri ecclesiastici (en el
sentido de libros aceptados por la Iglesia), para distinguirlos de los libri
canonici (libros canónicos) o hebraica veritas (verdad hebraica), es decir, los
del canon hebreo. A los ecclesiastici les llamaba también hagiographi (lit.
“libros santos”). En su Prologus galeatus dice que los libros canónicos del
Antiguo Testamento son 22, como las letras hebreas, pero que algunos
incluyen Rut y Lamentaciones entre los Escritos, lo cual da 24. Añade que
cinco de los libros —Samuel, Reyes, Jeremías-Lamentaciones, Crónicas y
Esdras-Nehemías— pueden dividirse en dos, con lo cual los 22 resultan 27.
En ese mismo escrito designa Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, I & II
Macabeos y Pastor de Hermas (este último, un libro cristiano que de seguro
figuraba en algunas copias) como apócrifos. Como hizo su traducción de
Ester del texto hebreo y no del griego, no incluyó las adiciones. Y antecedió
su versión latina de Judit, Tobit, Macabeos, Eclesiástico y Sabiduría no sólo
con la nota de no hallarse en hebreo, sino con la advertencia de que pueden
leerse ad edificationem plebis, non ad auctoritatem ecclesiasticorum
dogmatum confírmandam (“para edificación del pueblo, mas no para
confirmar la autoridad de las doctrinas de la Iglesia”). No parece que haya
incluido Baruc en su versión, porque ningún manuscrito antiguo de la
Vulgata contiene este libro. Se supone que fue incorporado como por el año
800 por Teodulfo de Orleans.

En forma muy parecida al caso de la LXX original, no sabemos con toda


seguridad qué deuterocanónicos contenía la versión de San Jerónimo, que
29
no recibió el nombre de Vulgata hasta el siglo 13, al parecer, primeramente,
por Rogerio Bacón, el franciscano inglés. Inventada la imprenta, fue, como
se sabe, el primer libro impreso por Gutenberg, en Maguncia. En 1590 se
publicó, por orden de Sixto V, una edición que por ello se denominó Sixtina,
y que, muerto este papa, fue reemplazada en 1592, bajo Clemente VIII, por
otra, llamada por idéntica razón Clementina (o “sixto-clementina”). La
Sixtina no contenía I & II [P. 41] Esdras. La Clementina colocó estos libros al
final, añadiendo la Oración de Manasés, todos con un tipo de letra más
pequeño. La Clementina fue declarada como definitiva y es la que se usa en
latín hasta hoy. La edición Weber, publicada por la Sociedad Bíblica de
Stuttgart, contiene los siguientes escritos deuterocanónicos: Tobit (Tobías),
Judit, adiciones a Ester agrupadas al final del libro protocanónico,5
Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, con la Carta de Jeremías al final, adiciones a
Daniel 6 y I & II Macabeos. Después del Nuevo Testamento, como Apéndice,
aparecen la Oración de Manasés, III & IV Esdras, Salmo 151 y Carta a los
Laodicenses.

En cuanto a la Septuaginta, la edición moderna que se considera estándar es


la de Rahlfs, publicada también por la Sociedad Bíblica de Stuttgart. Contiene
los siguientes deuterocanónicos I Esdras, 7 Judit, Tobit, adiciones a Ester,8 I,
II, III & IV Macabeos, Salmo 151, Odas,9 Sabiduría, [P. 42] Eclesiástico, Baruc
(con la Carta de Jeremías al final), y adiciones a Daniel.10 Hasta donde
sabemos, los deuterocanónicos fueron escritos originalmente, unos en
griego: II Macabeos, parte de Sabiduría y las dos cartas de Artajerjes en
Ester; otros en hebreo: Baruc, Eclesiástico, Judit y el resto de Sabiduría, y
algunos en arameo: las dos cartas del principio de II Macabeos, Tobit, el Ester
del que se hizo la versión griega, la Carta de Jeremías y II Esdras (I Esdras de
Rahlfs).

Como en el caso del canon hebreo, los manuscritos de la LXX difieren en


cuanto al orden de los libros. El orden generalmente adoptado en las
ediciones impresas es el del Códice Vaticano (B). Las versiones antiguas y
modernas en otros idiomas, incluyendo el castellano, han seguido en
general este orden. Según él, después del Pentateuco, vienen agrupados los
libros históricos, luego los poéticos (en los que se incluyen los de la sabiduría
o sapienciales) y finalmente los proféticos. Sin embargo, algunas versiones
30
contemporáneas castellanas, como la Nueva Biblia Española y la Cantera-
Iglesias, han introducido un nuevo agrupamiento. Lo mismo hacen algunas
ediciones en otros idiomas.

Obviamente, cuando Jesús y los apóstoles hablaban de “la escritura” o “las


escrituras”, no podían referirse más que a lo que hoy llamamos Antiguo
Testamento, porque el Nuevo Testamento no existía todavía. Desde luego,
la Biblia de Jesús y sus discípulos era la constituida por los rollos que se leían
y estudiaban en la sinagoga a que todos ellos asistieron. Como todavía no
estaba cerrado el canon hebreo en su época, no podemos estar
absolutamente seguros de cuáles eran esos rollos. Pero, como hemos visto
en nuestra reseña de la historia del canon hebreo, eran, con suma
probabilidad, solamente los que a fines de ese primer siglo de nuestra era
se declararon canon oficial (cf. Lc. 24.44, ya citado antes). Por lo menos los
Salmos existían también en arameo, como se ve por la cita del 22 que Jesús
hizo estando en la cruz (Mt. 27.46).

Al parecer, Jesús conocía también el griego, que era en Palestina como una
segunda lengua, por lo menos entre personas de alguna educación. Si así
era, es probable que conociera los escritos de la versión griega, entonces de
uso como lectura general. Pero, si fue así, no tenemos el menor indicio en
los Evangelios o en el resto del Nuevo Testamento, del concepto que podría
haber tenido de los deuterocanónicos. No podría hacerse otra cosa, a ese
respecto, que aventurarse en conjeturas sin ninguna base firme. El hecho es
que ninguna de sus referencias o citas escriturales puede corresponder a
alguno de los libros deuterocanónicos. La cita que hace en Lc. 11.49–51a
(Mt. 23.34, 35), no se encuentra en ninguno de los libros canónicos, pero
tampoco es de algún deuterocanónico. Se ha sugerido que quizá estuviera
citando un libro llamado La sabiduría de Dios (que, desde luego, no sería el
deuterocanónico Sabiduría, llamado “de Salomón”), pero esto es sólo una
atractiva conjetura. Tampoco se sabe la procedencia de su cita en Jn. 7.38.
No se halla en ningún libro canónico o deuterocanónico. Pero Jesús,
cualquiera que fuera el escrito citado, lo consideraba y así lo dice, como
escritura sagrada: “la Escritura”.

31
Con toda probabilidad, los libros del canon hebreo fueron también, por la
misma razón aducida arriba, la Biblia de los primeros judíos convertidos al
cristianismo en Palestina, y en particular de la iglesia de Jerusalén. Esto
cambió, sin embargo, en el curso del propio siglo primero, especialmente
por la rápida difusión del cristianismo naciente entre los judíos de la
Dispersión y los gentiles, unos y otros de habla griega, de modo que el Nuevo
Testamento, formado durante la segunda mitad de ese siglo, hubo de
componerse de escritos en griego, no en hebreo y ni siquiera en arameo. Por
esa razón los cristianos, al tratarse del Antiguo Testamento, o sea de “la
Escritura” conocida hasta aquel entonces, utilizaron a tal punto la versión
griega Septuaginta que ésta vino a ser, de hecho, la Biblia de la Iglesia
Primitiva. Y no hay bases documentales para pensar que, en un principio,
hayan hecho distinción entre unos libros y otros de los que contenía. Con
toda probabilidad consideraban toda la colección como Escritura inspirada
divinamente. Y hasta es muy probable que, en cuanto a la versión misma,
siguieran el criterio de Filón y la consideraran tan inspirada como los
originales hebreos.

La mayoría de las citas del Antiguo Testamento en el Nuevo, 80 por ciento


según el cómputo de Pfeiffer, se hacen directamente de la LXX y no del texto
hebreo. Por supuesto, los cristianos se daban cuenta de las diferencias que
hay entre ambos, pero en algunos de los Padres de la Iglesia llegó a ser tanta
la confianza que le tenían a la Septuaginta que, por ejemplo, Justino, en su
Diálogo con Trifón, un judío, acusaba a los judíos de haber alterado
deliberadamente el texto hebreo para suprimir en él pasajes que identifican
a Jesús como el Mesías y que se encontraban en las copias de la LXX usadas
por los cristianos. Jerónimo les hacía una acusación semejante al comentar
Gá. 3.13. Pablo, en Ro. 3.2, dice que “a los judíos se les confiaron los oráculos
de Dios”, pero naturalmente, escribiendo, como lo hacía, unos 30 años antes
de Yabneh, no se puede estar seguro si entre esos oráculos divinos incluía o
no los deuterocanónicos contenidos en la versión griega que él manejaba y
citaba. El griego de 2 Ti. 3.16 parece favorecer la traducción “Toda Escritura
está inspirada por Dios”, en vez de “Toda la Escritura”, pero ni en un caso ni
en otro es posible saber con certeza qué libros consideraba Pablo como
“Escritura” o “Escrituras”. Sin embargo, la mayor probabilidad es que,

32
habiendo sido educado en la estricta ortodoxia judía, se estaría refiriendo
precisamente a los escritos sagrados ya generalmente reconocidos por las
autoridades rabínicas, y que, como se dijo ya en su debido lugar, es casi
seguro que eran los que más tarde formarían el canon de Yabneh. Es un
hecho que no hay en el Nuevo Testamento citas directas y textuales de los
libros deuterocanónicos. Pero la cita directa o la falta de ella de algún libro
es realmente un dato neutral que no va en favor ni en contra de la autoridad
de él. Tampoco se citan directamente en el Nuevo Testamento Josué,
Jueces, Crónicas, Esdras-Nehemías, Esther, Eclesiastés, Cantares,
Lamentaciones, Abdías, Nahum ni Sofonias. En cambio, se citan apócrifos
que no llegaron a aceptarse ni siquiera como deuterocanónicos. En Jud. 9 la
referencia y la cita son de la “Asunción de Moisés”, identificación hecha ya
por Orígenes (siglo 3). En 14 y 15 se cita textualmente y por nombre el “Libro
de Enoc”,12 y en 6 y 13 se advierten influencias del mismo apócrifo.
Orígenes decía que la cita de 1 Co. 2.9 es del “Apocalipsis de Elías”. Es
también la opinión sustentada más tarde por San Jerónimo (siglo 4). Esta cita
se suele dar como de Is. 64.4, pero no coincide. Lo mismo sucede con la cita
atribuida a Jeremías en Mt. 27.9,10, que no es del Jeremías canónico, y que
erróneamente se considera de Zac. 11.12, 13. San Jerónimo la halló
textualmente en un “Apócrifo de Jeremías”, una copia del cual asegura que
tuvo en sus manos. En 1 P. 3.19 la alusión a los “espíritus encarcelados”
proviene de “Enoc”, caps. 14 y 15.

Es sabido que los nombres de Janes y Jambres no aparecen en Ex. 7.11,


donde se narra el incidente a que alude 2 Ti. 3.8. Orígenes afirma que existió
un “Libro de Janes y Jambres”. De ser así, de él provendrían estos nombres
o, de todos modos, de alguna leyenda judía. Es posible, también, que en He.
11.37, “aserrados” se base en otro apócrifo, el “Martirio de Jeremías”, en
que se dice que así fue como murió el profeta. No se sabe de qué libro tenido
por inspirado es la cita de Ef. 5.14 ni qué “Escritura” es la citada en Sgo. 4.5,
pero en estos casos, como en los de Lc. 11.49–51a y Jn. 7.38, a que aludimos
anteriormente, e igualmente en los de Mt. 2.23, Lc. 24.46 y Jn. 12.34, se
trataría de escritos que no entraron en el canon hebreo ni en la LXX. Hay
además en el Nuevo Testamento citas de escritos no pertenecientes a la
literatura judía: en Hch. 17.28, del “Himno a Zeus”, del filósofo estoico

33
Cleantes; en 1 Co. 15.33, un verso de la comedia “Tais”, del poeta griego
Menander; en Tit. 1.12, un dicho de Epiménides.

En cuanto a los deuterocanónicos, no hay, como antes dijimos, citas directas


de ellos, pero sí paralelos, alusiones indirectas e influencias más o menos
visibles. En Ef. 6.13–17, la figura de la “armadura de Dios” puede haberse
inspirado en el pasaje similar de Sabiduría 5.18–20. En He. 1.1–3 hay dos
palabras griegas que no ocurren en ningún otro pasaje del Nuevo
Testamento: polumerós (“de muchas maneras”) y apaúgasma
(“resplandor”), que son las mismas que aparecen en Sab. 7.22 y 23
respectivamente, aplicadas a la Sabiduría Divina. El autor de Hebreos las
refiere al Hijo, que según una antigua interpretación es la Sabiduría
personificada, y que el pensamiento cristiano primitivo identificaba con
Cristo (cf. “Cristo… sabiduría de Dios”, en 1 Co. 1.24). Otro pasaje del mismo
libro (3.14, 15) parece basarse en II Macabeos 6.18–7.42, que habla de los
sufrimientos de los judíos perseguidos por los tiranos seléucidas. Sgo. 1.19,
8 parece basarse en Eclesiástico 5.11, y hay otros pasajes de Santiago que
sugieren influencias de este deuterocanónico y de Sabiduría. En Mt. 27.43
puede estar reflejado Sab. 2.13, 18. El concepto del cuerpo que hallamos en
2 Co. 5.4 coincide con el de Sab. 9.15. Y Ro. 1.20–32 tiene sustancial parecido
con Sab. 13.1–9; 14.22–31. Un cotejo más detenido podría mostrarnos que
los escritores del Nuevo Testamento conocían y a veces utilizaban directa o
indirectamente los libros deuterocanónicos, cualquiera que fuera el grado
de autoridad que les reconocieran.

Ya la definición y clausura del canon hebreo en Yabneh propendía a


desalentar el uso de la LXX entre los judíos, por los escritos adicionales que
ella contenía. No obstante, por razones de lenguaje, continuó por un tiempo
siendo la Biblia de los judíos de la Diáspora. Pero hubo un hecho que, más
que cualquier otro, determinó que las autoridades religiosas judías acabaran
por rechazar la LXX y prohibir su uso. Este hecho fue que, habiendo sido
adoptada por los cristianos como Sagrada Escritura, éstos se valían
asiduamente de ella en sus polémicas con los judíos, especialmente para
mostrar que Jesús era el Mesías anunciado en ella. Los cristianos se
mostraban más activos en sacar copias y copias de la Septuaginta. Todo lo
cual comenzó a suscitar creciente desconfianza de parte de los judíos
34
respecto a ella. Consideraban que, en algunos pasajes favoritos de los
polemistas cristianos, como en Is. 7.14, la LXX no traducía correctamente el
original hebreo, lo cual es verdad. Donde la LXX tradujo parthenos, que es
literal y específicamente “virgen”, el original hebreo dice almáh, que es la
adolescente, la jovencita casadera, normalmente soltera y doncella, pero
que puede ser casada. No indica estado sino edad, de modo que existe el
masculino élem, muchacho joven, adolescente. Para “virgen”, en el sentido
de entereza corporal, el hebreo emplea el vocablo bethuláh. El equivalente
griego de almáh es neanis, como tuvo buen cuidado de traducir el judío
Áquila en su versión griega, que [P. 48] reemplazó a la LXX.13 Otro caso
notable en que la versión griega favorece más que el original hebreo una
doctrina cristiana es el de Hch. 2.27 y 13.35–37, en que se cita Sal. 16.10. En
el segundo inciso de este versículo, el hebreo dice simplemente “ni
permitirás que tu santo vea la fosa” (o sepulcro), es decir: No permitirás que
yo muera. Pero la LXX tradujo el hebreo shájath como diaftorá, “corrupción”,
y así la exégesis cristiana primitiva vio claramente en este texto la doctrina
de la resurrección de Jesús. Lo cierto y más grave era que, además, en las
copias cristianas de la LXX había interpolaciones. La más famosa es la que se
añadió a Sal. 96.10. El hebreo dice solamente “Yahvéh reina”. Como, en vez
del nombre sagrado impronunciable, los judíos decían Adonai, “el Señor”, la
LXX tradujo correctamente sólo jo kurios ebasileusen. Los cristianos
llamaban a Cristo “el Señor”, así que al texto griego algún copista cristiano
añadió, quizá con toda buena conciencia, apoxulou, “desde el madero”, o
sea, “desde la cruz”. De ahí resultó fraguada una proclama abiertamente
cristiana: “El Señor (Cristo) reina desde la cruz”. Ya es de imaginarse cómo
habrán reaccionado los judíos orto doxos ante semejante alteración de la
Escritura. Por otra parte, algunos cristianos de buena fe acusaron a los judíos
de haber malévolamente suprimido del texto hebreo esa última frase, como
también de haber puesto en él almáh en vez de bethuláh. Fue en vano que
más tarde se eliminaran de las copias cristianas de la LXX las interpolaciones,
sobre todo la célebre antes citada, que ya no aparece en los códices
Vaticano, Sinaítico ni Alejandrino, hasta hoy los más autorizados. Los judíos,
por influencia decisiva el venerable rabí Aquiba, rechazaron definitivamente
la LXX en el año 130 A.D. y patrocinaron y adoptaron una versión griega
enteramente nueva. La hizo un discípulo de Aquiba llamado Áquila. Fue
35
realmente una versión desastrosa. En primer lugar, en un escrupuloso celo
de mal entendida fidelidad al texto hebreo, no sólo tradujo cada palabra
hebrea con otra griega, sino que trató de que ésta tuviera el mismo número
de letras que la original. Ya puede deducirse cómo resultó su versión, no sólo
desde el punto de vista de la verdadera fidelidad, que es al sentido del
original y no a su forma, sino también en cuanto al buen uso de la lengua
griega. San Jerónimo, con mucha razón, la criticó y aun ridiculizó. Versiones
griegas de mejor calidad fueron las de Símaco y Teodoción, no sólo por su
buen griego, sino porque trataron de acercarse lo más posible al sentido de
los textos hebreos. La versión del primero fue enteramente independiente
de la LXX. La de Teodoción está mucho más cerca de ella, tanto que es punto
discutido si trató de hacer una nueva versión o sólo hizo una revisión de la
LXX, a la luz del original hebreo. La versión de Daniel, por Teodoción, llegó a
reemplazar a la de la antigua LXX en los códices cristianos.

La LXX siguió siendo el Antiguo Testamento de la Iglesia y de los Padres


primitivos hasta la aparición de la Vulgata. El hecho de que los
deuterocanónicos se conozcan ahora solamente por las copias cristianas,
parece indicar que las autoridades judías, ya regidas del todo por el canon
de Yabneh, acabaron por ordenar su destrucción, por lo menos en su texto
hebreo y arameo, y por prohibir enérgicamente su lectura. Pero en un
principio, el conocimiento y uso de la LXX entre los judíos de la Dispersión
fue de gran valor para la difusión del cristianismo fuera de Palestina. Era el
punto de contacto de los misioneros primitivos en su proclamación de
Jesucristo como el Mesías esperado, en quien se cumplían las profecías. No
obstante, no hubo completa unanimidad en la Iglesia Primitiva en cuanto a
los deuterocanónicos. Se discutía la canonicidad de algunos de ellos. Pero en
general, los Padres de la Iglesia los consideraban y citaban en la práctica, si
no siempre en rigurosa definición, como “Escritura”, igual que los demás.
Esto es lo que vamos a ver en seguida.

Hacia 100 A.D., Clemente de Roma, en su primera Carta a los Corintios, cita
Judit y una de las adiciones a Ester: la oración de ésta. Hacia la misma época,
Policarpo cita Tobit. Ireneo (130-¿200?) cita Baruc y una de las adiciones a
Daniel, la Historia de Bel y el Dragón. Melitón de Sardes (¿?-¿190?), primer
escritor cristiano que hace notar la existencia del canon hebreo, envió a un
36
cierto “hermano Onésimo”, a petición de éste, un “catálogo” de los libros
del Antiguo Testamento. Son los del citado canon, aunque no menciona
Nehemías, que muy probablemente considera como un solo libro con
Esdras, ni Lamentaciones, de seguro para él unido a Jeremías. Es notable,
desde luego, la omisión de Ester en su lista.14 De todos modos, parece que
ya por ese tiempo había un sector cristiano que se inclinaba a considerar
como Antiguo Testamento solamente los libros del canon hebreo. Por el año
238 había comenzado, aunque sin generalizarse, un debate sobre los
deuterocanónicos, cuando Julio Africano y Orígenes (185–254) se cambian
cartas, el primero poniendo en duda la canonicidad de la Historia de Susana
y el segundo defendiéndola, no de modo muy convincente, con el
argumento de que la Iglesia no deriva su autoridad de la de los judíos, sino
que tiene autoridad propia en materia de Escrituras. El argumento revela,
sin embargo, que las autoridades de la Iglesia apoyaban ese escrito, dándole
la categoría de canónico, y que al parecer Orígenes defendía más bien la
autoridad de la Iglesia que precisamente la canonicidad de Susana. Porque,
según testimonio de Eusebio, él mismo había publicado una lista de 22 libros
como del Antiguo Testamento, diciendo que este “número corresponde a
las letras” hebreas y daba sus nombres en hebreo y en griego. En la
transcripción de Eusebio resultan, sin embargo, sólo 21, porque no
menciona el libro de los Doce Profetas (Menores), Rut va unido a Jueces, y
Lamentaciones a Jeremías, en el cual, sin embargo, incluye la “Carta de
Jeremías”, un deuterocanónico. Añade que “fuera de este índice están los
libros de los Macabeos”, pero cuando cita I Macabeos lo trata como
escritura divinamente inspirada. Se ve, pues, que aun en un doctor de la
Escritura tan erudito como Orígenes, el criterio sobre los deuterocanónicos
fluctuaba.

Orígenes, sin duda el erudito bíblico más notable anterior a San Jerónimo, y
quizá el escritor más prolífico de aquellos tiempos, compuso la obra
monumental llamada Hexapla, porque en seis columnas paralelas contenía
1) el texto hebreo del Antiguo Testamento; 2) su transcripción en caracteres
griegos (porque en aquel tiempo la escritura hebrea carecía de vocales, lo
que dificultaba su lectura para los que no eran judíos versados en la lengua);
3) versión griega de Aquila; 4) versión griega de Símaco; 5) la LXX; 6) versión

37
griega de Teodoción. Después preparó una edición sin el texto hebreo y su
transcripción (Tetrapla). Como partía del supuesto de que la LXX original era
traducción solamente de los libros del canon hebreo (Yabneh), idea muy
difícil de sostener ahora, no incluyó, naturalmente, en su columna de la
Septuaginta, los deuterocanónicos. Por su volumen, las copias de la Hexapla
habrían resultado sumamente costosas, por lo cual Orígenes donó su
manuscrito a la biblioteca de Cesarea, donde sirvió de consulta a los eruditos
bíblicos, hasta la destrucción de dicha biblioteca por los árabes en el siglo 7.
A principios del siglo 4, Pánfilo de Cesarea y Eusebio publicaron por separado
la recensión de Orígenes de la LXX, y fue en esta forma como alcanzó mucha
popularidad en Palestina. Todavía, según San Jerónimo, predominaba hacia
el 400 A.D.

A fines del siglo, Luciano de Antioquía, con la colaboración de los exegetas


de la escuela que había fundado en esa ciudad, publicó una revisión de la
LXX, a la luz de los originales hebreos, empleando al parecer textos en
algunos respectos mejores que los consagrados por los rabinos. Procuró un
estilo popular, porque se destinaba al uso general. Gozó, por ello, de gran
popularidad entre las iglesias orientales, y según informa San Jerónimo
todavía en los finales de ese siglo y principios del siguiente predominaba en
la zona comprendida desde Antioquía hasta Constantinopla. Incluía,
naturalmente, los deuterocanónicos. Las lecturas de la recensión luciánica
figuran en los aparatos críticos de las ediciones modernas de la LXX, como la
citada de Rahlfs. Hacia mediados del propio siglo, el obispo Cipriano de
Cartago cita con frecuencia Tobit, I & II Macabeos, Baruc (como “en
Jeremías”), las adiciones a Daniel, Sabiduría (como “el Espíritu Santo por
medio de Salomón”), y Eclesiástico, designándolo como “Santa Escritura” y,
curiosamente atribuyéndolo también a Salomón. En el siglo 4, Epifanio alude
a Sabiduría y Eclesiástico diciendo: “Son ciertamente útiles, más con todo
esto no se cuentan entre los libros canónicos”. Cirilo de Jerusalén
recomendaba a los catecúmenos atenerse a “los 22 libros” (del canon
hebreo) y no leer los “apócrifos”, los cuales llamaba también amfibalómena
(“dudosos”). Esa recomendación da el sentido original a “apócrifos”, libros
reservados para lectura sólo de creyentes capaces de discernimiento. Cirilo
incluía, sin embargo, en Jeremías, no sólo la Carta atribuida al profeta, sino

38
también Baruc. En la práctica seguía un principio como el establecido por
San Jerónimo: no citar los “apócrifos” en apoyo de ninguna doctrina, pero
emplearlos como lectura provechosa. Así, por ejemplo, en una de sus
conferencias citó Sabiduría, que por cierto atribuía a Salomón.

En ese mismo siglo, además de San Jerónimo, cuya posición. respecto al


canon se indicó al hablarse de su versión latina (Vulgata), destacaron como
grandes eruditos bíblicos Atanasio, Rufino y San Agustín. El primero
clasificaba los libros en canónicos, los reconocidos como de autoridad divina,
tanto por los judíos como por los cristianos (canon hebreo); los libros “que
se leen”, los reconocidos sólo por los cristianos, o sea los deuterocanónicos,
y los apócrifos propiamente dichos, es decir, los rechazados tanto por los
judíos como por los cristianos. Su lista de los canónicos es la del canon 60
del Concilio de Laodicea, con la posible excepción de Ester. Los “que se leen”
son los designados por los Padres de la Iglesia para leerse en la instrucción
religiosa, y en esa categoría menciona Sabiduría, Eclesiástico, Ester, Judit y
Tobit. Rufino sigue la clasificación de Atanasio, pero a los “libros que se leen”
los llama ecclesiastici, libros que los Padres “deseaban que se leyeran en las
iglesias, pero que no se apelara a ellos para confirmar la autoridad de la fe”.
Su lista de ellos es Sabiduría, Eclesiástico, Tobit, Judit y I & II Macabeos.

San Agustín, en un principio, aunque reconocía las diferencias de opinión,


decía atenerse al veredicto de los “grandes eruditos” de no hacer distinción
entre los libros canonici (los del canon hebreo) y los ecclesiastici
(“apócrifos”), así que aceptaba como de igual autoridad que los primeros,
Sabiduría, Eclesiástico, Tobit, Ester (texto griego con las adiciones), Judit, I &
II Macabeos y, al parecer, también I (III) Esdras. En el Jeremías canónico
incluía Baruc y la Carta, y en Daniel las adiciones del texto griego. Ya antes
dijimos que fue especialmente su insistencia lo que hizo que San Jerónimo
accediera por fin a incluir los deuterocanónicos en su versión latina. No
obstante, en sus postrimerías San Agustín admitió la distinción entre unos y
otros libros, y coincidió prácticamente con la posición adoptada por San
Jerónimo.

Hay un “Catálogo de los 60 libros canónicos”, anterior al siglo 7, pero de


época imprecisa, que abarca los de los dos Testamentos. La lista comprende
39
33 libros del Antiguo Testamento, con omisión de Ester. Da respectivamente
como un solo libro I & II Samuel, I & II Reyes, I & II Crónicas, Jeremías-
Lamentaciones y Esdras-Nehhemias, y a Jeremias une Baruc y la Carta.
Daníel, siendo el texto griego, incluye las adiciones. Después viene la lista de
los 27 del Nuevo Testamento, y tras ellos se enumeran, designados como
“fuera de los sesenta”, Sabiduría, Eclesiástico, I, II, III y IV Macabeos, Ester,
Judit y Tobit. Finalmente, bajo la designación de “apócrifos”, se dan (el
“Libro de) Adán”, (el “Libro de) Enoc”, (el “Libro de) Lamec”, “Testamentos
de los Doce Patriarcas”, “Eldad y Modad”, “Asunción de Moisés”,
“Testamento de Moisés”, “Salmos de Salomón”, “Apocalipsis de Elías”,
“Visión de Isaías”, “Apocalipsis de Sofonías”, “Apocalipsis de Zacarías”,
“Apocalipsis de Esdras” y algunos apócrifos supuestamente del Nuevo
Testamento. El Códice Claromontano (siglo 6) preserva una lista de libros
sagrados, la cual data probablemente del siglo 3, que incluye en el Antiguo
Testamento Sabiduría, Eclesiástico, I, II & IV Macabeos, Judit y Tobit.

Es significativo que, en tanto que las autoridades religiosas judías de


Palestina y de Egipto, nunca emitieron dictámenes formales sobre los libros
que componían la LXX, fueran las cristianas las que más tarde se ocuparan
en hacerlo. Como hemos visto ya, al parecer durante los primeros tres siglos
de la Iglesia los cristianos usaron la LXX en copias que muy probablemente
variarían en cuanto a su contenido, siempre hecha cuenta de que, tal vez
con Ester unas veces dentro y otras fuera, todas contendrían por lo menos
los libros del canon hebreo. Es ya en el siglo 4 cuando encontramos los que
son al parecer los más antiguos dictámenes al respecto, emitidos por
sínodos y concilios. Como en el caso de los Padres de la Iglesia, tampoco hay
completa unanimidad en ellos. El Sínodo de Laodicea (363) dio una lista que
es la del canon hebreo, más Baruc con la “Carta de Jeremías”. Siendo el texto
de Ester y Daniel el de la versión griega, es de suponerse que en ambos se
incluían las respectivas adiciones. Laodicea aludía a libros llamados
“acanónicos”, y disponía que no debían leerse en la iglesia. El Sínodo de
Roma (382) incluyó entre los libros “que la Iglesia católica universal debe
aceptar”, Sabiduría, Eclesiástico, Tobit, Judit y I & II Macabeos. Según el
Concilio de Hipona (393) todos los deuterocanónicos han de ser
considerados como Escritura. El Sínodo de Cartago (397) reconoció

40
Eclesiástico, Sabiduría, Tobit, Judit, Ester con sus adiciones, I & II Esdras y I
& II Macabeos. Otro Sínodo de Cartago, el de 419, siguió prácticamente el
criterio del anterior. Lo mismo hicieron el Concilio de Constantinopla
(Trullano) (692) y el de Florencia (706).

Vinieron después los tiempos letárgicos de la Edad Media profunda, en que


la cultura se concentró en individuos o cuerpos de eruditos selectos,
generalmente en las universidades, que utilizaban el latín, en occidente, y el
griego, en oriente, para sus comunicaciones entre sí. La Iglesia latina u
occidental (de la griega u oriental hablaremos después) tenía la Vulgata
como su Biblia oficial e indiscutida, y los deuterocanónicos que contenía se
daban, de hecho, como de igual autoridad que los demás. El pueblo, en su
abrumadora mayoría analfabeto, no tenía acceso directo a la Biblia, y menos
cuando fueron surgiendo en las varias naciones de occidente lenguas
vernáculas derivadas del latín, pero más o menos alejadas de él, y en el norte
de Europa se afianzaron las lenguas de extracción germánica. La opinión
prácticamente unánime que prevaleció desde San Jerónimo fue la suya,
implícitamente mantenida en sus notas introductorias de los
deuterocanónicos, o sea que éstos no son de suficiente autoridad para
fundar en ellos postulaciones doctrinales, pero que son de apreciarse como
lectura provechosa y edificante.

Con los albores del humanismo, que desembocaría con brillo inusitado en el
Renacimiento, y que traería consigo un renovado interés en las lenguas
clásicas y en el hebreo y el griego originales de las Sagradas Escrituras, no
pudo menos que resucitar la cuestión del canon. Hugo de San Víctor (siglo
12) sustentaba el mismo criterio que San Jerónimo sobre los
deuterocanónicos. Nicolás de Lira (siglo 14), cristiano de ascendencia judía,
en su comentario sobre la Biblia “canónica” define como tal la Biblia
Hebraica. Pero añadió comentarios sobre las escrituras “no canónicas”
(Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit y I & II Macabeos). Sus labores ejercieron
una influencia considerable en la renovación del interés, entre los eruditos
bíblicos cristianos, por el estudio del hebreo. La Biblia de Wycliffe (1382) sólo
reconocía como de autoridad divina los libros del canon hebreo, pero incluía
los deuterocanónicos, de los que Wycliffe decía que “carecen de autoridad
de creencia”. La Vulgata sigue ocupando un lugar preeminente. El cardenal
41
Ximénez de Cisneros produce en España su monumental Biblia políglota
llamada Complutense (1514–1517), con el texto latino de la Vulgata en el
centro, el griego de la Septuaginta de un lado y el hebreo masorético del
otro, que representan respectivamente la Iglesia Griega y la Sinagoga, y dice
que el texto latino se imprime en medio “como Jesús fue crucificado entre
dos ladrones”. Pero en cuanto a los deuterocanónicos, que van incluidos en
la Complutense, explica en su Prefacio que son recibidos por la Iglesia para
edificación, más bien que para fundamentar doctrinas, por lo que se ve que
el dictamen de San Jerónimo sigue todavía en vigencia. Y respecto a la
importancia que se da a la Vulgata, por ese tiempo Jean Morin, autor de
importantes trabajos bíblicos, la exalta hasta el punto de sostener que el
texto de ella es más fiel a los originales que el texto griego (LXX) y que el
propio texto hebreo.

En 1527 aparece una edición de la Vulgata preparada por J. Petreius, de


Nuremberg, que lleva al comienzo de cada libro deuterocanónico, siempre
conforme al principio establecido por San Jerónimo, una nota que indica que
el libro no es canónico. En el prefacio se da la lista de ellos designándolos
como “libros apócrifos, o sea no canónicos, que no existen en ninguna parte
entre los hebreos”. La versión del dominico Santes Pagnini, sin embargo,
representa ya un importante paso de la aceptación de la Vulgata, como
autoridad textual suprema, a la preferencia por el texto hebreo, si bien se
trata todavía de una transacción, porque es una versión directa del hebreo
al latín. Esta versión fue aprobada por los papas Adriano VI y Clemente VII.
En ella se marca muy claramente la separación entre los libros del canon
hebreo y los otros. Fue la versión de Pagnini la que utilizó Casiodoro de Reina
en su traducción al castellano, por no conocer, como él mismo confiesa, muy
bien el hebreo, si bien no la siguió en cuanto a la colocación de los
deuterocanónicos. En esto prefirió darles la misma colocación que en la
Vulgata, o sea entre los canónicos. Dos importantes autoridades sobre la
Biblia, en esa misma época, son Erasmo de Rotterdam, el eminente
humanista, y el cardenal Cayetano. Erasmo da la lista del canon hebreo
omitiendo Ester. Y de los deuterocanónicos, entre los cuales pone este libro,
sin duda porque está considerándolo en su texto griego (con adiciones) y no
en el hebreo, dice que “han sido recibidos para el uso eclesiástico”, pero que

42
“seguramente (la Iglesia) no desea que Judit, Tobit y Sabiduría tengan el
mismo peso que el Pentateuco”. El cardenal Cayetano, al final de sus
comentarios bíblicos, dice: “Aquí acabamos los comentarios sobre los libros
historiales (históricos) del Viejo Testamento, porque los demás (a saber,
Judit, Tobit, los libros de los Macabeos) San Jerónimo no los cuenta entre los
canónicos sino entre los apócrifos, juntamente con el libro de la Sabiduría y
con el Eclesiástico, como se ve en el Prólogo Galeato. Ni te turbes, novicio,
si en algún lugar hallares, o en los santos concilios, o en los sagrados
doctores, que estos libros se llamen canónicos. Porque así las palabras de
los concilios como las de los doctores han de ser limadas con la lima de San
Jerónimo, y conforme a su determinación… estos libros y los demás de su
suerte (clase), que andan en el canon de la Biblia, no son canónicos, es decir,
no son regulares para confirmar lo que pertenece a la fe. Pero se pueden
llamar canónicos para la edificación de los fieles, como recibidos y
autorizados en el canon de la Biblia para este intento”.

Ya había muerto el cardenal Cayetano cuando se reunió el Concilio de Trento


(1546). Para entonces los vientos habían cambiado y se había producido una
reacción en favor de los deuterocanónicos, quizá debida en parte a que
Lutero había confirmado el criterio de San jerónimo al separarlos, con una
nota semejante, de los canónicos en su versión alemana. Es de notarse que
Cayetano, aunque fue el opositor número uno del Reformador, no por ello
se apartó del juicio del traductor de la Vulgata, según hemos visto ya. Trento
no hizo distinción y declaró canónicos por igual, con anatema para quienes
disintieran en ello, Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y I & II
Macabeos. Aunque no lo declara explícitamente, se colige que Ester y Daniel
incluyen las adiciones, puesto que es con ellas como figuran en la Vulgata,
versión cuya supremacía afirmó el concilio, “y que ninguno, por ningún
pretexto, se atreva o presuma desecharla”. (Decretos de la sesión del 8 de
abril). Es muy de advertirse que Trento excluyó de su [P. 59] lista la Oración
de Manasés y III & IV (I & II) Esdras que figuran en muchos manuscritos de la
Vulgata y que, como vimos anteriormente, la edición Clementina de ella
(1592) coloca en un apéndice. Antes de Trento, los papas habían declarado
todos los libros de la Vulgata como de igual categoría canónica.

43
Hasta aquí nuestra reseña histórica se ha referido principalmente a la
situación del canon bíblico en la Iglesia occidental o latina. Veamos
someramente lo que toca a las iglesias orientales. La versión más antigua a
la lengua siríaca se hizo, al parecer, a principios de nuestra era, y se conoce
con el nombre de Peshitta. Por su autoridad entre las iglesias sirias, jacobita,
nestoriana, maronita y melquita se le ha llamado “la Vulgata siríaca”.
Contiene los libros del canon hebreo, excepto Crónicas, Esdras-Nehemías y
Ester, y además Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, Carta de Jeremías, Judit, las
adiciones a Daniel y I & II Macabeos. El Códice Ambrosiano de dicha versión,
que data del siglo 6, tiene los deuterocanónicos, menos I (III) Esdras, la
Oración de Manasés, Tobit y las adiciones a Ester, pero añade III & IV
Macabeos, II (IV) Esdras y, extrañamente, el libro VII de las Guerras de los
Judíos, de Josefo.

En la versión cóptica se incluye el “Apocalipsis de Elías”. Y en la etíope


aparecen “Jubileos”, “Enoc” y “Martirio de Isaías”. La versión armenia porta
la “Vida de Adán y Eva” y el “Testamento de los Doce Patriarcas”. En
Mesopotamia, el profesor del Seminario de Nisibis, Junilio Africano
enseñaba en sus clases de Introducción a la Biblia, que los escritos del
Antiguo Testamento son de tres clases: los de perfecta autoridad, o sea los
históricos (Gn. a 2 R.), los proféticos (según el canon hebreo, más los Salmos)
y los gnómicos (Pr. y Eclesiástico); los de autoridad discutida (1 & 2 Cr., Job,
Tobit, Esdras-Nehemías, Judit, Ester y I & II Macabeos), pero haciendo notar
que “muchos” consideran estos libros entre los de perfecta autoridad, y los
de “ninguna autoridad”, que son los demás, aunque también hacía la
observación de que “algunos” incluirían Sabiduría y Cantares entre los
canónicos. No menciona para nada Eclesiastés.

La Iglesia Ortodoxa Griega utilizó desde un principio la LXX con los


deuterocanónicos, y los Concilios de Nicea (787) y de Constantinopla (669)
citan como de autoridad divina algunos de ellos. Pero no todos los teólogos
orientales estuvieron de acuerdo. Por ejemplo, Juan de Damasco y Nicéforo,
Patriarca de Constantinopla, ambos del siglo 8, siguen distinguiendo entre
los libros canónicos y “los que se leen”, que, como hemos visto antes, son
los no canónicos que la Iglesia acepta solamente como lectura provechosa.
Cirilo (1572–1637), Patriarca de Constantinopla, en quien el calvinismo tuvo
44
gran influencia, consideraba como canónicos solamente los libros del canon
hebreo, y sobre los deuterocanónicos sustentaba el criterio de San
Jerónimo. Bajo esa influencia el Catecismo de Gerganos (1622) había
adoptado la posición de la Confesión Belga (1561) y del Sínodo de Dort
(1618), ambos reformados, sustancialmente la de San Jerónimo. La
Confesión de Fe, elaborada por Critópulos, hizo lo mismo. Pero poco
después de muerto Cirilo, sobrevino una fuerte reacción contra las reformas
“calvinistas” introducidas por él, lo cual afectó lo relativo al canon. La
Confesión Ortodoxa de la Iglesia Católica y Apostólica Oriental (1643)
rectificó la de Critópulos, declarando canónicos los deuterocanónicos,
conforme al dictamen emitido en ese sentido por el Sínodo de Jassy, del año
anterior, que había condenado a Cirilo. Un nuevo Catecismo, el de Pedro
Moghila, también de 1643, rectificó el de Gerganos y “canonizó” los
deuterocanónicos. El Sínodo de Jerusalén (1672) vino a tener la última
palabra al declarar expresamente como canónicos Sabiduría, Judit, Tobit, la
Historia de Bel y el Dragón, la Historia de Susana, I & II Macabeos y
Eclesiástico. Esta decisión, sin embargo, no parece unánime hoy en la Iglesia
Griega Ortodoxa. Los deuterocanónicos aparecen en un documento emitido
en 1972 bajo la designación de anaginoskomena, literalmente, “que no se
leen”. El documento trata de la revelación divina, y en el párrafo sobre el
Antiguo Testamento, se dan como canónicos sólo los libros del canon
hebreo, y luego sigue una lista de 10 “que no se leen”: Judit, I (III) Esdras, I,
II & III Macabeos, Tobit, Eclesiástico, Sabiduría, Carta de Jeremías y Baruc.
Pero se advierte que el documento no está basado en ninguna decisión
conciliar.

Respecto a la Iglesia Rusa Ortodoxa, la Biblia Eslavónica (1581) tiene los


deuterocanónicos distribuidos como en la Vulgata. Posteriormente, bajo la
influencia de la Reforma, se rechazaron. El Catecismo Mayor del
metropolitano Filareto de Moscú, aprobado por el Santísimo Sínodo
Gobernante (Moscú, 1839) omite los deuterocanónicos en su lista de libros
del Antiguo Testamento, dando como razón que “no existen en hebreo”. El
Catecismo de Filareto se tradujo al griego, y es de suponerse que debió de
haber ejercido alguna influencia. Pero según parece, en la Iglesia Rusa no
hay tampoco unanimidad respecto a los deuterocanónicos. Es muy probable

45
que, siguiendo la antigua tradición de las iglesias griegas, la Iglesia acepte
oficialmente los deuterocanónicos, pero que entre los eruditos bíblicos haya
disparidades de criterio. La Iglesia Bautista de la URSS, que es la segunda
comunidad religiosa en número, por supuesto no los acepta. La edición de
la Biblia en ruso, publicada por las Sociedades Bíblicas Unidas, y usada por
ellos, no los contiene.

La cuestión del canon, y especialmente la índole de los libros


deuterocanónicos, volvió a debatirse calurosamente con motivo de la
Reforma. El principal antecedente en los países que acogieron el
movimiento reformado era la versión de Wyclif (1380–1382), revisada por
Purvey en 1388, y que, como hecha de la Vulgata, contenía en la misma
forma que ésta los deuterocanónicos. Andreas Bodenstein, conocido
generalmente bajo el nombre de Carlstadt, en su tratado De canonicis
scripturis libellus (1520), distinguía tres clases de libros: 1) Los del canon
hebreo; 2) los que llamaba “hagiógrafos” (“Libros santos”): Sabiduría,
Eclesiástico, Judit, Tobit y I & II Macabeos, de los que dice: “Estos son
apócrifos, o sea, fuera del canon hebreo, pero son escritos santos”, y c) los
demás “apócrifos”, que consideraba sin ningún valor: I & II Esdras, Baruc,
Oración de Manasés y adiciones a Daniel. De estos últimos dice que son
“dignos de la proscripción del canon”. Su juicio ejerció mucha influencia en
las versiones y ediciones de la Biblia hechas por protestantes en diversos
países.

En Holanda apareció en 1525 una Biblia con los deuterocanónicos en la


colocación de la Vulgata, pero un año después salió la Biblia de Liesvelt,
primera en lenguas modernas en que los deuterocanónicos aparecían
agrupados antes del Nuevo Testamento, con este encabezado: “Libros que
no están en el canon, es decir, que no se encuentran entre los judíos en
hebreo”. La Biblia de Zurich, patrocinada por Zwinglio, llevaba en su segunda
edición (1530) los deuterocanónicos, formando un grupo después del Nuevo
Testamento, con esta advertencia: “Estos son los libros que los antiguos no
reconocían como bíblicos ni se encuentran entre los hebreos”. Entre ellos
figuraba III Esdras, pero no estaban las adiciones a Ester, que se añadieron
en la edición de 1531, ni la Oración de Azarías, el Cántico de los Tres Jóvenes
y la Oración de Manasés, que se incorporaron en la edición de 1589. En 1530,
46
el reformador suizo, amigo de Zwinglio, Ecolampadio, escribía: “No
menospreciamos Judit, Tobit, Eclesiástico, Baruc, los dos últimos libros de
Esdras, los tres libros de los Macabeos, las adiciones a Daniel, pero no les
concedemos autoridad divina con los otros”.

Lutero mismo sería quien establecería el modelo, en su versión alemana de


la Biblia completa, aparecida en 1534, del trato, por decirlo así, acordado a
los deuterocanónicos entre los protestantes. Seguía el criterio de San
Jerónimo, pero los incluyó agrupados antes del Nuevo Testamento,
precedidos de esta advertencia: “Apócrifos. Estos son los libros que no se
consideran iguales a las Sagradas Escrituras, pero que son útiles y buenos
como lectura”. Omitió de ellos I & II Esdras, pero en cambio incluyó la
Oración de Manasés, que apreciaba mucho. Los demás que agrupó en esa
sección fueron Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, I & II Macabeos y las
adiciones a Ester y Daniel. Es muy interesante que de los canónicos no
aprobaba Ester y de los deuterocanónicos II Macabeos. Llegó a decir: “Odio
tanto Ester y II Macabeos que desearía que no existieran”. Pero incluyó
ambos en sus categorías respectivas. En la actualidad la Biblia de Lutero se
publica en dos ediciones, una con los deuterocanónicos y otra sin ellos.

Coverdale, en su versión inglesa (1535) siguió el ejemplo de Lutero, pero


añadió I & II Esdras, a la vez que omitió la Oración de Manasés. Sin embargo,
ésta se añadió en la edición revisada de 1539. La primera edición protestante
de la Biblia en francés es la aparecida en 1535, en versión de Pierre Robert
Olivetán, primo de Calvino. Llamada Biblia de Neuchatel o de Serrieres, y
costeada por los valdenses, contenía los deuterocanónicos en la versión
hecha por Jacques Lefevre d’Etaples de la Vulgata y publicada en 1530 (Biblia
de Amberes). Para la edición de 1545, la traducción de los deuterocanónicos
fue revisada por Calvino. En la edición de Ginebra (1551) la traducción es del
gran reformador Beza. Ni en la edición original (1536) de la Institución de la
religión cristiana ni en su catecismo de Ginebra describe Calvino el canon
bíblico. En las ediciones posteriores, ampliadas, de la Institución, cita unas
diez veces los deuterocanónicos llamándolos apócrifos e invocando para ello
el testimonio de San Jerónimo en ese sentido (IV, IV, 14). Sólo en un pasaje
parece definir el canon, declarando “incontrovertible que no se debe tener
como Palabra de Dios… otra doctrina que la contenida primeramente en la
47
Ley y los Profetas, y después en los escritos de los apóstoles” (IV, VIII, 8). Es
de notarse que su alusión al canon hebreo del Antiguo Testamento no
incluye los libros de la sección Escritos, pero seguramente no es porque les
niegue autoridad, sino acaso sólo por razones de énfasis en las dos primeras
secciones.

La Biblia inglesa de Matthew (1537) lleva los deuterocanónicos en grupo


separado, y entre ellos, por primera vez en inglés, la “Oración de Manasés”,
traducida del francés de la Biblia de Olivetán. La llamada Gran Biblia (1539),
planeada por Cromwell, con aprobación del arzobispo Cranmer, y preparada
por Coverdale, lleva los deuterocanónicos en versión de éste. Por separado
salió en Londres (1549) una versión de dichos libros que incluía III Macabeos.
Desde ese año, por otra parte, el Leccionario anexo al Libro de Oración de la
Iglesia Anglicana ha incluido lecturas tomadas de ellos. En 1551, Castellio
(Castalión) publicó en Basilea su versión de la Biblia, incluyéndolos.

La primera “Biblia Reformada” de los Países Bajos (1556), traducción de


hecho de la Biblia de Zurich, incluía como ésta, en grupo aparte, los
deuterocanónicos. La Biblia de Biestkens (1558–1560), siendo traducción de
la Biblia de Lutero, también los incluía en la misma forma. Esta Biblia fue la
que usaron los menonitas hasta el siglo 18, en que adoptaron la Biblia
General de los Estados, de que se hablará después. Los luteranos de Holanda
utilizaron la Biblia de Biestkens hasta 1648, cuando publicaron su propia
versión, hecha por Adolfo Visscher, y prácticamente, como la anterior,
traducida de la de Lutero. Mientras tanto, un grupo de reformadores
ingleses, exiliados en Ginebra por la persecución bajo María Estuardo, había
estado trabajando en una nueva versión al inglés. Apareció en 1560 y se
conoció como la Biblia de Ginebra. Contenía los deuterocanónicos con una
introducción que decía: “Como libros que proceden de hombres piadosos,
se les recibe para leerse con objeto de hacer avanzar el conocimiento de la
historia y de instruir en las costumbres piadosas”. Hasta la publicación de la
versión del rey Santiago (KJV), y todavía por muchos años después, fue la
versión inglesa más difundida. Fue la Biblia de Shakespeare, de los Padres
Peregrinos (de los Estados Unidos de América), pues la preferían a la KJV, y
de Juan Bunyan. Refiere éste en su autobiografía, intitulada Gracia
abundante para el primero de los pecadores, que por el año de 1652 había
48
experimentado una crisis depresiva que lo puso al borde de la muerte. Lo
que lo reanimó, dice, fue el texto de Eclesiástico 2.10: “Mirad las
generaciones antiguas y ved: ¿Quién confió en el Señor que haya quedado
defraudado?” Comenta que, aunque esas palabras no se hallan en “los
textos que llamamos santos y canónicos”, se sintió obligado a recibirlas,
pues son “la suma y sustancia de muchas de las promesas”. Y concluye:
“Bendigo a Dios por esa palabra, pues era de Dios para mí… Esa palabra
todavía resplandece a veces ante mi faz”.

La Confesión Belga, emitida para las iglesias protestantes de Flandes y


Holanda (1561) dice en su artículo VI que los deuterocanónicos son libros
“que la Iglesia puede leer y de los cuales puede obtener instrucción, hasta
donde concuerden con los libros canónicos, pero están lejos de tener tal
fuerza y autoridad que con su testimonio se pueda confirmar algún punto
de fe o de la religión cristiana, mucho menos restar autoridad a los otros
libros, o sea a los sagrados”. La Confesión Belga se basaba en la Confesión
Galicana (1559) que sustentaba el mismo criterio. En 1562 se publicó la
llamada Biblia “Deux-Aes”, que fue la Biblia principal de la Iglesia Reformada
de los Países Bajos, hasta la aparición de la Versión General de los Estados
(1637). Contenía los deuterocanónicos, con un prefacio en que se advertía
que dichos libros “no están en la Biblia hebrea” y que “han de considerarse
como escritos privados y no auténticos”.

Por lo que hace a la Iglesia de Inglaterra, en Los 39 Artículos de Religión,


dedicaba su Artículo VI al canon. En sus revisiones de 1553 y 1562 daba plena
autoridad a los libros del canon hebreo y asignaba un valor inferior,
siguiendo el criterio de San Jerónimo, a I & II Esdras, Judit, Sabiduría,
Eclesiástico y I & II Macabeos. En el texto de 1562, después de dar la lista de
los libros canónicos, añade: “Y los otros libros (como Jerónimo dijo), los lee
la Iglesia para ejemplo de vida e instrucción de costumbres, pero no los
suministra para establecer ninguna doctrina”. En la revisión de 1571 se
añadieron a la lista de los deuterocanónicos así considerados, Baruc con la
Carta de Jeremías, Tobit, las adiciones a Ester, las adiciones a Daniel y la
Oración de Manasés. En los dos Libros de Homilías de la Iglesia Anglicana, 19
de ellas contienen unas 80 citas de los deuterocanónicos, excepto de I (III) y
II (IV) Esdras y II Macabeos. En algunos casos Judit y las adiciones a Ester se
49
citan como “Escritura”. Una cita de Eclesiástico se introduce así: “Dios
Todopoderoso dijo por medio del sabio”. Y una de Tobit, de este modo: “El
Espíritu Santo enseña también… diciendo”. En la Homilía 10 del Libro II, se
llama a Sabiduría “infalible y no engañosa palabra de Dios”.

Hacia 1566 se comenzó a llamar “protocanónicos” a los libros del canon


hebreo, y “deuterocanónicos” a los demás incluidos en la lista de libros que
el Concilio de Trento había declarado, sin distinción, canónicos. En 1568
apareció en inglés la llamada Biblia del Obispo, que contenía los
deuterocanónicos. Y en 1569 la primera Biblia completa en castellano,
versión de Casiodoro de Reina, publicada en Basilea. Contenía los
deuterocanónicos siguientes, en la colocación de la Vulgata: Oración de
Manasés, III & IV Esdras, Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la
Carta de Jeremías, y I & II Macabeos. Las adiciones a Ester se imprimen al
final del libro, con nota de no hallarse en el texto hebreo. En cuanto a las
adiciones a Daniel, la Oración de Azarías y el Cántico de los Tres Jóvenes se
insertan después de 3.23, con advertencia de no hallarse “en los originales
hebreos, sino en los griegos”. La Historia de Susana y la Historia de Bel y el
Dragón van, como en la Vulgata, al final del libro, formando respectivamente
los capítulos 13 y 14, con la siguiente nota al final del cap. 12: “Hasta aquí se
lee el texto de Daniel en hebraico; lo que se sigue en estos dos capítulos
postreros es trasladado de la versión de Teodoción”. Reina pone en los
protocanónicos referencias marginales a los deuterocanónicos, y viceversa.
En el Nuevo Testamento tiene las siguientes referencias deuterocanónicas,
que aquí damos entre paréntesis después del texto canónico respectivo: Mt.
6.14 (Eclo. 28.2); Mt. 7.12 (Tob. 4.15); Mt. 20.15 (Tob. 4.7,8, Eclo. 14.9, 10,
etc.); Mt. 23.37 (IV Esdras 1.30); Mt. 27.43 (Sab. 2.18); Lc. 14.12 (Tob.
4.16,17); Jn. 6.31 (Sab. 16.20); Jn. 10.22 (I Mac. 4.59); Hch. 10.34 (Sab. 6.7);
Ro. 1.23 (Sab. 12.24); Ro. 9.20 (Sab. 15.7); Ro. 11.34 (Sab. 9.13); Ro. 13.1
(Sab. 6.4); 1 Co. 2.16 (Sab. 9.17); 1 Co. 6.2 (Sab. 3.8); 1 Co. 15.32 (Sab. 2.6);
2 Co. 6.14 (Eclo. 13.17 ,23 2 Co. 9.7 (Eclo. 35.9 ¿o 9?); 1 Ts. 5.17 (Eclo. 39.5;
He. 1.3 (Sab. 7.26); He. 11:12 (Eclo. 44.21 o ¿21?); He. 11.35 (la referencia
no es directa, pero dice que se alude al “tiempo de los macabeos”); Sgo.
1.10, 11 (Eclo. 14.18?); Sgo. 1.19 (Eclo. 5.11,12); Sgo. 2.3 (Eclo. 4.2 o ¿1?);

50
Sgo. 3.2 (Eclo. 14.1, 19.16 y 25.8); 1 P. 5.7 (Sab. 12.13); Ap. 8.2 (Tob. 12.15?);
Ap. 9.7 (Sab. 16.9).

En la Confesión de Fe de las Iglesias Reformadas de Francia (Confesión de La


Rochelle, 1571), el artículo III enumera “los libros canónicos”. Son los del
canon hebreo. Y el artículo IV adopta el criterio de San Jerónimo y de Lutero,
al respecto de “los otros libros eclesiásticos, sobre los cuales, aunque sean
útiles, no se puede fundar ningún artículo de fe”. La Confesión de Fe
(reformada) de los Países Bajos da una lista idéntica de “los libros
canónicos”. De 1575 a 1579 se publicó también en Holanda la versión latina
del Antiguo Testamento y los deuterocanónicos, hecha por los protestantes
Tremellius y Junius, la cual “adquirió gran fama entre los protestantes,
particularmente los de la Iglesia Reformada”. En 1599, por otra parte,
aparecen en ese país los primeros ejemplares de la Biblia de Ginebra
encuadernados sin los deuterocanónicos, aunque incluyendo todavía la
“Oración de Manasés”.

En 1602 se publicó en Amsterdam la segunda edición de la Biblia de


Casiodoro de Reina, en revisión de Cipriano de Valera, el cual conservó los
libros deuterodanónicos, pero agrupados antes del Nuevo Testamento,
conforme a la pauta establecida por Lutero, y en el siguiente orden: III
Esdras, IV Esdras, Oración de Manasés, Tobías (Tobit), Judit, adiciones a
Ester, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, adiciones a
Daniel (Oración de Azarías, Cántico de los Tres Jóvenes, Historia de Susana,
Historia de Bel y el Dragón) y I & II Macabeos. En su introducción
(“Exhortación al cristiano lector”) Valera expone su criterio sobre la
canonicidad. Según él, un libro, para ser tenido por canónico, ha de reunir
“tres cosas infaliblemente”: 1. Que no contenga nada que contradiga lo que
se halla en los otros libros canónicos; 2. Que “algún profeta divinamente
inspirado lo haya escrito”, y 3. Que se haya escrito originalmente en hebreo.
Con este criterio niega canonicidad a los “apócrifos”, y sobre la inclusión de
ellos en su revisión de Reina, explica: “Acaben, pues, nuestros adversarios
de entender la gran diferencia que hay entre los libros canónicos y los
apócrifos, y conténtense con que los hayamos puesto aparte, y no entre los
canónicos, cuya autoridad es sacrosanta e inviolable”. En su edición de los
deuterocanónicos conservó las referencias bíblicas marginales de Reina a
51
libros protocanónicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, así
como a otros deuterocanónicos. Pero en los protocanónicos omitió las
referencias de Reina a pasajes de los deuterocanónicos.

La primera edición de la versión italiana del teólogo calvinista Giovanni


Diodati, versión que los protestantes italianos usan hasta hoy, considerada
como clásica en esa lengua, se publicó en Ginebra en 1607, con los
deuterocanónicos impresos antes del Nuevo Testamento y la advertencia de
que no son libros inspirados.

Por ese tiempo, el rey Jaime (o Santiago) de Inglaterra, deseando que se


estableciera una versión estándar como única autorizada oficialmente para
uso de la iglesia Anglicana, patrocinó la preparación y publicación de la que,
por ese hecho, lleva su nombre (King James Version) y que apareció en 1611.
Contenía en grupo aparte, antes del Nuevo Testamento, los siguientes
deuterocanónicos: 1 (o III) Esdras, II (o IV) Esdras, Tobit, Judit, adiciones a
Ester, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, adiciones a
Daniel, Oración de Manasés y I & II Macabeos. En el Antiguo Testamento
llevaba anotadas más de 100 referencias a los libros deuterocanónicos, y en
el Nuevo Testamento 11, distribuidas en Mt., Lc., Jn., Ro., 2 Co. y He, que
remiten al lector a pasajes de Eclesiástico, II (IV) Esdras, Sabiduría, Tobit y I
& II Macabeos. Ya para entonces había surgido cierta oposición a la inclusión
de los deuterocanónicos en el mismo volumen que los protocanónicos, tanto
que en 1615 el arzobispo de Cantorberry, George Abbott, consideró
necesario promulgar una prohibición, bajo pena de un año de prisión, contra
la encuadernación y venta de Biblias sin dichos libros. Haciéndose caso
omiso de ella, en 1626 aparecen ya ejemplares de la KJV que los omitían, y
nuevas ediciones sin ellos salen fechadas en 1629, 1630 y 1633. En 1640, A.
Hart sacó en Edimburgo una edición, que también los omitía, de la Biblia de
Ginebra. Todo esto a pesar de que la Iglesia de Inglaterra sostenía el criterio
de San Jerónimo y Lutero en cuanto a que esos libros carecen de autoridad
doctrinal, pero se recomiendan o al menos se permiten como lectura
provechosa, no sólo privada sino en el culto público. Con notables
excepciones como la de Lightfoot, los teólogos y eruditos bíblicos de la
Iglesia Anglicana, apoyaban ese criterio, que es el que ha prevalecido en ella

52
hasta la fecha,26 lo mismo que en la Iglesia Luterana y en la Reformada de
Zurich.

Siguiendo un criterio semejante, el Sínodo (reformado) de Dort, Holanda


(1618) permitió incluir en la Biblia Holandesa los deuterocanónicos, pero a
condición no sólo de que se agruparan, como era ya la práctica protestante
generalizada, antes del Nuevo Testamento, sino de que se imprimieran con
un tipo de imprenta más pequeño, numeración de páginas aparte, bajo un
título especial y con notas marginales que indicaran los puntos en que
difieren doctrinalmente de los protocanónicos. Para ello se les llamaba
“libros meramente humanos”. Pero el Sínodo se negó a excluir del grupo III
& IV Esdras, Tobit, Judit y la Historia de Bel y el Dragón, como proponían
Gomarus, Diodati y otros delegados. Este Sínodo fue el que dispuso la
preparación de la Versión General de los Estados, que se publicó en 1637, y
que insertaba los deuterocanónicos formando un grupo después del Nuevo
Testamento.

La Confesión de Westminster (1647), que vino a ser documento básico de


las iglesias reformadas en general, reconoce como canon para el Antiguo
Testamento el hebreo, y en cuanto a los deuterocanónicos añade: “Los libros
comúnmente llamados apócrifos, no siendo de inspiración divina y no
formando parte del canon de la Escritura, carecen por tanto de autoridad en
la Iglesia de Dios, y no han de ser aprobados o utilizados en otra forma que
otros escritos humanos”. No prohíbe, sin embargo, su lectura.

Durante el siglo 18, si bien el Instituto Bíblico Canstein publica numerosas


ediciones en inglés, a partir de 1712, que contienen los deuterocanónicos,
los ataques contra éstos arrecian, con violentas censuras de algunos de sus
pasajes. Pero en Alemania muchas Biblias de edición luterana contienen
todavía III & IV Esdras, y III Macabeos, como suplemento a los
deuterocanónicos, aunque Lutero no los aceptaba ni los tradujo. Y por lo que
toca a la Iglesia Católica Romana, el Primer Concilio Vaticano (1870) ratificó
el decreto de Trento en cuanto a la canonicidad de los libros
deuterocanónicos.

53
En 1804 se fundó en Londres la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, con
el propósito de traducir, publicar y propagar la Biblia, no sólo en inglés sino
en las demás lenguas, hasta donde fuera posible. En sus Leyes y
Reglamentos no se tocaba la cuestión de los deuterocanónicos, sino se
estipulaba solamente que “los únicos ejemplares que la Sociedad ha de
circular en las lenguas del Reino (Unido) serán de la Versión Autorizada”
(KJV), la cual, como hemos visto, incluía originalmente los mencionados
libros. Para 1814 contaba con 18 sociedades afiliadas en el continente
europeo. Una de sus publicaciones fue la de la Biblia de Lutero, en que se
basaron versiones a otras lenguas europeas, y que como ya sabemos llevaba
los deuterocanónicos antes del Nuevo Testamento. Entre sus sociedades
auxiliares en el Reino Unido se contaban las de Edimburgo y de Glasgow,
Escocia, donde privaba la tradición reformada representada por la Confesión
de Westminster. A los pocos años de fundada la SBBE, esas dos sociedades
empezaron a ejercer una creciente presión en contra de la publicación de
ediciones que contuvieran los deuterocanónicos. Un primer resultado fue
que la Sociedad pidiera en 1811 a sus afiliadas del continente que los
omitieran en sus ediciones. Pero fue tal la inconformidad de éstas, sobre
todo en Alemania, Austria y Suecia, con tal disposición, que la Sociedad hubo
de retirarla en 1813, acordando que las sociedades extranjeras afiliadas
podrían imprimir Biblias en la forma que desearan sin más condición que no
tener “notas ni comentarios”. Por algunos años la cuestión se mantuvo
latente, pero en 1819 hizo de nuevo explosión cuando la Sociedad otorgó
subsidios para la publicación de versiones en italiano, castellano y portugués
que, debido al predominio del catolicismo en países de esas lenguas,
contenían los deuterocanónicos. Las sociedades de Edimburgo y Glasgow
protestaron enérgicamente y la controversia alcanzó su mayor intensidad en
1820. Por ese tiempo, el agente de la Sociedad en Suecia, míster Patterson,
publicó a manera de transacción los deuterocanónicos en un volumen por
separado. Pero esa solución se pasó por alto.

En el seno de la SBBE había quienes admitían personalmente que los


deuterocanónicos no son inspirados, y opinaban que hasta ofrecían muchos
rasgos discutibles. Insistían, sin embargo, en que, tratándose de ediciones
destinadas al continente europeo, deberían seguirse incluyendo esos libros,

54
con el fin de facilitar la difusión de la Biblia en países en donde la gente
estaba acostumbrada a verlos formando parte de ella, y seguramente
desconfiaría de los ejemplares que carecieran de ellos. Y esto no sólo
tratándose de católicos romanos, sino también de los luteranos y aun de
algunas iglesias reformadas. Pero tampoco esta consideración calmó la
polémica, ni aun cuando la Sociedad, todavía indecisa, y llevada y traída por
el vaivén de las opiniones en pugna, decidió en 1822 transigir. Su acuerdo
fue entonces dedicar sus propios fondos solamente a la publicación y
distribución de Biblias sin los discutidos libros, pero dejando a las sociedades
afiliadas en libertad de publicar y distribuir, a sus propias expensas,
ediciones con ellos.

En 1824 confirmó esa decisión, pero ese mismo año la reconsideró, y,


volviendo al criterio oficial de la Iglesia de Inglaterra, acordó ayudar a la
publicación de Biblias con los deuterocanónicos a condición de que éstos se
imprimieran como apéndice a los protocanónicos. Con lo cual la controversia
arreció más todavía, e hizo crisis al año siguiente, cuando la sociedad de
Edimburgo notificó a la de Londres que de seguir ésta ayudando a la
publicación y distribución de biblias con aquellos libros, le suspendería su
aportación económica, la cual ascendía ya entonces a más de 5 000 libras
esterlinas anuales. Como esto sería un golpe muy duro a las finanzas de la
SBBE, ésta tomó en 1825, reiterándola en 1826, y completándola en 1827,
una decisión que sería la final: “Que se reconozca plena y claramente que la
ley fundamental de la Sociedad, que limita sus operaciones a la circulación
de las Sagradas Escrituras, excluye la circulación de los deuterocanónicos
(Apocrypha)”. Esto significaba de inmediato que la Sociedad no destinaría
más fondos en lo sucesivo a costear o subvencionar ediciones de la Biblia
que contuvieran los libros deuterocanónicos.

El resultado, también inmediato, fue que las sociedades bíblicas del


continente, que para entonces ya eran unas 40, se independizaron de la de
Londres. Pero tampoco las sociedades escocesas que habían promovido y
obtenido esa decisión permanecieron afiliadas a la SBBE, pues sucedió que,
no conformes con ello, exigieron el cese inmediato de los funcionarios de
ella que habían autorizado o favorecido la publicación y circulación de biblias
con los libros deuterocanónicos. A la Sociedad le pareció que esto era ya
55
exigir demasiado, y rehusó. Entonces las sociedades de Edimburgo y
Glasgow se separaron a su vez de ella y constituyeron la Sociedad Bíblica
Nacional de Escocia. No fue la única exigencia que la Sociedad londinense
consideró necesario rechazar, aunque ahora se trataba de otra cuestión.
Hubo elementos en su propio seno que exigieron que se estableciera como
requisito indispensable para ser funcionario o empleado de la Sociedad la
adhesión expresa a la doctrina de la Trinidad. Puesto que, de acuerdo con
sus estatutos, la Sociedad no era iglesia ni academia de teología ni estaba
afiliada tampoco a ninguna iglesia o confesión en particular, por lo cual debía
abstenerse de proclamar oficialmente ninguna doctrina teológica específica,
se negó a imponer tal requisito a sus colaboradores. Entonces los que lo
exigían se separaron de ella y formaron en 1831 la Sociedad Bíblica
Trinitaria, que subsiste hasta hoy. Por su parte, otras sociedades bíblicas,
como la de los Países Bajos, cuyas Leyes y Reglamentos no aluden a dichos
libros, han seguido publicando ediciones con los deuterocanónicos, en
respuesta a las necesidades y demandas de las iglesias de su respectiva zona,
y, en el caso de Holanda, por petición expresa de las Iglesias Luterana y
Antigua Católica.

Para los países de habla castellana, la SBBE comenzó distribuyendo


simplemente la versión del P. Scío de San Miguel, en la edición Dorca, de
Barcelona, que, por supuesto, contenía los deuterocanónicos. En 1821, la
Sociedad sacó su propia edición de la misma, reteniéndolos. Como reflejo de
los vaivenes de la controversia a que nos hemos referido, en 1823 publicó
una edición de la versión de Scío sin ellos. Y en 1824, al parecer a modo de
conciliación, sacó dos ediciones de ella, una con los libros debatidos y otra
sin ellos. Cuando su representante Diego Thomson inició sus labores bíblicas
en 1818 en Argentina, muy probablemente empezaría distribuyendo la
edición Dorca. Después, seguramente distribuiría las ediciones de la
Sociedad. Fue sólo en 1857, cuando ésta adoptó y empezó a publicar la
versión Reina-Valera, el Nuevo Testamento ese año, y en 1861 la Biblia
completa, pero sin los deuterocanónicos.

En 1816 se organizó en Nueva York la Sociedad Bíblica de los Estados Unidos


de América. (American Bible Society). Aunque ya para esa fecha Inglaterra
se conmovía con la polémica sobre los deuterocanónicos ya reseñada, tal
56
parece que en un principio no repercutió gran cosa en las labores de la nueva
sociedad. Fue en 1822 cuando la cuestión surgió formalmente en ella,27 al
importar Biblias en alemán, versión de Lutero, publicadas por la Sociedad
Bíblica de Hamburgo-Altona con los deuterocanónicos. La ABS declaró, al
respecto, “que por cuanto las personas entre quienes se distribuyen las
Escrituras en alemán han estado acostumbradas a recibirlas en la forma que
se menciona (con los libros en cuestión); por cuanto los libros
deuterocanónicos (Apocrypha) se circulan por las sociedades bíblicas del
continente (europeo), y por cuanto dichos libros no pueden en ningún
sentido considerarse como notas o comentarios sobre la Biblia, no puede
haber objeción justa para que dicha práctica se continúe” (Actas de la Junta
de Gobierno, 11, 7,1822). Por su parte, la Sociedad lanzó en castellano
sendas ediciones de la versión de Scío con los deuterocanónicos en 1824 y
1826. En su informe anual de 1824, la Sociedad se refería a dicha edición
indicando que se trataba de la “versión católica romana aprobada”.

Al parecer, pues, la ABS no consideraba que hubiera ningún problema serio


en el caso. En agosto 31, 1826, el doctor Milnor, de la ABS, escribía al Rdo.
A. Brandram, de la SBBE, que le había comunicado la resolución de dicha
Sociedad sobre el asunto, diciéndole que por lo que tocaba a la ABS, “hasta
aquí nos ha parecido conveniente continuar su inserción (la de los
deuterocanónicos) en nuestras Escrituras en español, destinadas a la
circulación en Sudamérica. Y confieso que la ansiedad que siento en cuanto
a la distribución de la Palabra de Dios en esa supersticiosa región me llevaría
a lamentar grandemente cualquiera medida que pudiera arrojar
impedimentos en el camino de un objetivo tan deseable. Aquí no ha
aparecido aún ninguna disposición de agitar el asunto, y yo, al menos,
sentiré ver que se ponga sobre el tapete”. No obstante, la cuestión que no
había vuelto a surgir desde 1822, según se dijo antes, se suscita a fines de
1827 y más todavía en 1828, provocada principalmente por algunos
profesores de Prínceton. Por otra parte, los agentes de la ABS en
Sudamérica, particularmente míster Torrey desde Argentina, insistían en
que la única manera de hacer circular rápidamente la Biblia en la región es
empleando ediciones con los deuterocanónicos. A fines de 1827, el doctor
Milnor escribe a Diego Thomson, a la sazón en México, pidiéndole su

57
opinión. Thomson coincide en lo general con Torrey: lo que está cerrando ya
para entonces las puertas a la difusión de la Biblia en México es que ahora
las ediciones de la SBBE, que él representa, ya no contienen los libros
citados.

A pesar de todo, la ABS no puede evitar verse envuelta en el debate, ahora


trasladado a este lado del Atlántico en toda su fuerza. Y así el 3 de abril de
1828 decidió, al fin, seguir la pauta de la SBBE, suscribiendo casi
textualmente la resolución final de ésta, que citamos anteriormente. Se
añadía: “Se resuelve que se den instrucciones al Comité Permanente de
hacer que los estereotipos de la Biblia en español, única Biblia que esta
Sociedad ha impreso y a la que se han anexado los deuterocanónicos
(Apocrypha), sean alterados de manera que todos esos libros queden
excluidos de ellos. Se resuelve que las Escrituras en español que hay
actualmente en existencia se retengan en el Depósito hasta que se supriman
de ellas los libros deuterocanónicos (Apocrypha)”. Uno de los miembros de
la Junta de Gobierno de la ABS, que tomó esa decisión, el doctor Printard,
escribiendo a su hija en abril 4, la informaba del acuerdo y decía que éste
“estobará el envío de las Escrituras a la América española”. El 20 de mayo
míster Bringham, Secretario Ayudante de la ABS escribía a míster Brandram,
de la SBBE, informándolo del acuerdo. Y le decía: “Usted percibirá por
nuestro informe que hemos seguido los pasos de ustedes en la cuestión de
los deuterocanónicos (Apocrypha)”.

Desde Argentina escribió Torrey varias cartas lamentando el acuerdo y


reiterando su convicción de que éste dificultaría la difusión de las Escrituras
en Sudamérica, pero naturalmente fue en vano: la decisión había sido
definitivamente tomada. Y como primera consecuencia, las ediciones de la
versión de Scío hechas por la Sociedad en 1829, 1830 y 1832 salieron ya sin
los deuterocanónicos. De otros países que la ABS servía se recibieron
también informes de sus agentes, especialmente de Rusia, Armenia y el
Medio Oriente, en el mismo sentido expresado por Torrey. Y por supuesto,
cuando la ABS adoptó para publicación la versión Reina-Valera (de la que
sacó el Nuevo Testamento en 1845), en la edición de la Biblia completa
(1850) se omitieron los deuterocanónicos que figuraban en la Reina Valera
original (1602). Y en las sucesivas revisiones de ella, hasta la de 1960, esta
58
versión ha aparecido sin dichos libros. Durante todo el siglo 19 la ABS
mantuvo su decisión.

La cuestión revivió en esta Sociedad entre 1907 y 1914, cuando se trató de


la publicación de la Biblia en armenio, pero no hubo cambio en la política.
En 1920 se hizo sentir, sin embargo, la necesidad de reconsiderarla, en vista
de que uno de los cuerpos a que la ABS deseaba servir, la Iglesia Protestante
Episcopal, usaba pasajes de los libros deuterocanónicos en sus oficios. En
noviembre 1o de 1922, por moción de representantes de la Iglesia
Presbiteriana (del Norte) y de las iglesias bautistas, el Consejo Consultivo de
la ABS recomendó a la Junta de Gobierno de la misma “considerar
seriamente suministrar la Biblia con los libros deuterocanónicos
(Apocrypha)”. Se corrieron diversos trámites, a consecuencia de esa
recomendación, turnando ésta a varios comités, pero no se llegó a ninguna
resolución, hasta 1928. En este año, el Comité de Publicaciones, después de
examinar las ediciones de la Biblia con los deuterocanónicos, hechas por
Oxford University Press, James Pott y Thomas H. Nelson, en octubre 16 tomó
la siguiente resolución: “El Comité consideró cuidadosamente este asunto y
decidió que era aconsejable suministrar la Biblia con los deuterocanónicos
(Apocrypha) a cualesquiera personas que deseen comprarla. El Comité cree,
sin embargo, que, aunque al presente no es aconsejable que la Sociedad
pare el tipo de los deuterocanónicos (Apocrypha) e imprima éstos con sus
propias placas, debe autorizarse a los funcionarios (de la Sociedad) a
comprar mil o dos mil ejemplares que se publiquen con el pie editorial de la
Sociedad”. Esta resolución fue aprobada el 1• de noviembre siguiente por la
Junta de Gobierno. Se hicieron los arreglos para adquirir los ejemplares de
referencia, y en octubre de 1930, cuando ya se tenían en existencia, el
tesorero de la ABS, míster Darlington, despachó circulares a los clérigos de
la Iglesia Protestante Episcopal poniéndolos a su disposición. Es interesante
que no se produjeron críticas, o las que hubo fueron muy pocas, de parte de
las denominaciones que oficialmente no aceptan los deuterocanónicos. Por
supuesto, la ABS, por prudencia, no incluyó esas Biblias en su catálogo
general.

Aunque la polémica inglesa de principios del siglo 19 sobre la inclusión o no


inclusión de los libros deuterocanónicos en ediciones de la Biblia afectó,
59
como hemos visto, la política de publicación seguida por las Sociedades
Bíblicas británica y estadunidense, otras sociedades mostraron un criterio
más amplio. Con todo, durante el resto de ese siglo quedó establecida
claramente la posición de las iglesias cristianas en cuanto al canon del
Antiguo Testamento. La Iglesia Católica Romana mantuvo —y oficialmente
no ha rectificado— el criterio del Concilio de Trento, que asignó igual
canonicidad a los “apócrifos”. En cuanto a la Iglesia de Inglaterra y las iglesias
propiamente protestantes, ninguna de ellas considera dichos libros como
canónicos, pero varían en cuanto al valor, utilidad y uso que les asignan. La
Iglesia de Inglaterra, la Iglesia Protestante Episcopal (EE.UU. de A.), la Iglesia
Luterana y algunas iglesias de tradición reformada, como la de Holanda,
sustentan de hecho el criterio de San Jerónimo y de Lutero: son libros de
provechosa lectura, tanto privada como litúrgica, pero no deben invocarse
para establecer o desechar doctrinas. Iglesias como la Anglicana y la
Protestante Episcopal los aprecian al grado de incluir pasajes tomados de
ellos en las lecturas de sus cultos. El actual Leccionario anglicano contiene
44 de ellas, y el protestante episcopal, 110. Ambas iglesias leen dos pasajes
de Tobit en su ritual de la Santa Comunión, al lado de otros de Salmos,
Proverbios y el Nuevo Testamento 28 Las demás iglesias acabaron por no
prestar ninguna atención a los deuterocanónicos, al punto de ser todavía
prácticamente desconocidos para la gran mayoría de sus feligreses.

Aparte de todo debate sobre el canon bíblico y aun, en general, de toda


cuestión dogmática, en los últimos tiempos se ha despertado un renovado
interés por el conocimiento y estudio de la literatura judía no comprendida
en el canon hebreo, y esto no sólo tratándose de los deuterocanónicos sino
también de los propiamente apócrifos o seudoepígrafos y aun de otros
escritos, como los de la comunidad de Qumrán, los de Josefo y otros que no
caen dentro de la clasificación tradicional. Cualquiera que sea el valor
religioso que se asigne a esos escritos, se considera que son de todos modos
expresión de la mente y la vida judías en los periodos no cubiertos por la
Biblia, y que su conocimiento puede ser necesario para comprender mejor
el contexto histórico y cultural en que se desarrollaron el judaísmo y el
primitivo cristianismo. Ese conocimiento cae no sólo dentro de la historia de
ambas religiones sino de la historia general en tiempos tan decisivos como

60
fueron aquellos. Los deuterocanónicos, en particular, aportan datos útiles
para entender mejor el Nuevo Testamento, por ejemplo, en cuanto al
desarrollo de doctrinas como la resurrección de los muertos, el juicio final,
los ángeles y los demonios, y otras.

Como toda literatura, los deuterocanónicos son producto y reflejo de las


ideas y el temperamento que formaban parte de la vida del pueblo judío en
un periodo tardío y crítico de su historia: el que precedió a la aparición del
cristianismo, la destrucción de Jerusalén y la gran dispersión. Constituyen un
objeto de estudio para el conocimiento histórico de la época. Su valor, por
supuesto, no es parejo, y para que su lectura sea edificante, como la juzgaba
San Jerónimo, o aun simplemente útil y provechosa, como la consideraba
Lutero, se requieren cuidado y discernimiento. Hay en estos libros pasajes
que pueden considerarse ecos, reflejos y paralelos de las escrituras
consideradas ahora unánimemente por judíos y cristianos como canónicas.
En I Esdras, los pasajes que contiene, tomados de los libros canónicos de
Esdras y Nehemías, son, naturalmente, del mismo valor y la misma autoridad
que los correspondientes [P. 81] de dichos libros. A sus demás referencias
históricas no puede dárseles el mismo crédito, pero entre ellas pueden
espigarse textos como éste que se ha hecho famoso: “La verdad permanece
en su vigor eternamente, y vive y domina por los siglos de los siglos” (4.38,
versión Reina-Valera). Eclesiástico y Sabiduría contienen máximas muy
similares a las de Proverbios. La intención moral y religiosa de los autores, o
sea su “moraleja”, muestra afinidades con enseñanzas centrales de libros
del canon hebreo, si bien a veces bajo símbolos que parecen confusos o
exagerados, como pasa en II Esdras y II Macabeos, o apelando a relatos
fantásticos, como algunos de Tobit, y como la Historia de Bel y el Dragón.

Judit parece ser una repetición muy elaborada, en otro contexto histórico,
del argumento de la historia de Jael (Jue. 4.17–22). Algunas adiciones a Ester
y a Daniel, y la Oración de Manasés, muestran paralelos con algunos salmos,
y parecen recordar oraciones como la de Ezequías. La intención de la
dramática historia de Susana, es sin duda exaltar la pureza de una esposa
fiel, en contraste con la concupiscencia de jueces corrompidos. I Macabeos
es una aportación a la historia del periodo en que Palestina estuvo bajo la
dominación de los seléucidas y en que Judá vivió una etapa de
61
independencia. El historiador Josefo se documentó ampliamente en este
libro, no obstante que no lo consideraba canónico. Es interesante que hasta
se ha sugerido que algunas partes de los deuterocanónicos, en la recensión
en que han llegado hasta nosotros, podrían ser de autores cristianos, como
por ejemplo los capítulos 1, 2, 15 y 16 de II Esdras, que faltan en las versiones
orientales.

Hay en esos libros asentadas, desde luego, doctrinas o prácticas que no


tienen apoyo en los libros canónicos, como el sacrificio de expiación por los
muertos (II Macabeos 12.43,45) que mandó ofrecer Judas Macabeo, y que
recuerda la alusión de Pablo al bautismo por los muertos (1 Co. 15.29) que
practicaban algunos cristianos de su tiempo. En cambio, las doctrinas de la
inmortalidad del alma y de la resurrección de los muertos, ausentes o poco
recalcadas en el judaísmo tradicional, aparecen fuertemente expresadas, la
segunda hasta con cierta crudeza, en el libro de la Sabiduría (por ej., 2.23 y
5.15) y en II Macabeos cap. 7. De cualquiera manera, parece no haber ningún
inconveniente en la lectura de esos libros si se mantiene el sabio principio
de San Jerónimo y Lutero en cuanto a ellos: no pueden citarse para
establecer ni para refutar doctrinas. Lo cual significa, en otras palabras, que
sólo deben aceptarse como material informativo y no normativo, o todo lo
más, al menos en muchos de sus pasajes, como de cierta edificación. El juicio
más favorable, de fuente protestante, para los deuterocanónicos, parece ser
el de Goodspeed, en su introducción general a la American Translation
(1939): “Aunque los juicios críticos y las actitudes religiosas de tiempos
modernos les niegan una posición de igualdad con las Escrituras del Antiguo
y el Nuevo Testamentos, histórica y culturalmente son todavía una parte
integrante de la Biblia”. Quienes hallaren este juicio inaceptable o
demasiado enfático, podrían considerar al menos el de C. C. Torrey, en el
Prefacio a su libro The Apocryphal Literature: “En la actualidad se reconoce
generalmente que el conocimiento de los escritos religiosos no canónicos de
los judíos, pertenecientes al periodo precristiano, son parte del equipo de
todo estudiante serio de la Biblia, en uno u otro Testamento, ya que arrojan
luz en ambas direcciones”.

En 1894 se publicó para la Iglesia Protestante Episcopal una Versión


Revisada de los deuterocanónicos. La Convención General de dicha iglesia
62
ordenó en octubre de 1952 una nueva revisión. En 1926 apareció en
Alemania la Biblia llamada de Menge, con los deuterocanónicos impresos
según la pauta tradicional de Lutero.La University of Chicago Press sacó en
1939 una edición de The Complete Bible: an American Translation, versión
de un equipo dirigido por J. M. Powis Smith, con los deuterocanónicos en
traducción de Edgar J. Goodspeed, impresos también en bloque antes del
Nuevo Testamento y con numeración aparte de páginas. En 1974 se estaba
ya trabajando en la traducción de dichos libros para sacar con ellos otra
edición de la Nueva Biblia Holandesa, publicada primeramente sin ellos en
1951. En los Estados Unidos se preparó bajo el patrocinio de la División de
Educación Cristiana del Consejo Nacional de las Iglesias de Cristo la Versión
Revisada Estándar (RSV), cuya edición sin los deuterocanónicos se publicó
en 1952. Una edición con ellos apareció en 1957. Van impresos igualmente
antes del Nuevo Testamento y se incluye entre ellos la Oración de Manasés.
La nueva versión alemana de Hans Bruns (Brunnen Verlag, Giessen), Das Alte
Testament (1962) se ciñe al canon hebreo. En cambio, otra edición del
mismo nombre, preparada por Jörg Zink (Kreuz-Verlag, Stuttgart-Berlín,
1966) contiene no sólo selecciones de Sabiduría, Eclesiástico, II Macabeos y
Baruc, sino también pasajes de libros propiamente apócrifos
(seudoepígrafos) y de otros escritos judíos antiguos: Testamento de Leví (del
Testamento de los Doce Patriarcas), Carta de Aristeas, Enoc, Himnos de
Acción de Gracias (de Qumrán), Apocalipsis de Baruc y Salmos de Salomón.

En los Países Bajos, la Conferencia de Driebergen (1964), compuesta de


representantes de iglesias protestantes, emitió la siguiente declaración:
“Donde las iglesias lo deseen y pidan específicamente, las Sociedades
Bíblicas deben considerar la traducción y publicación de los libros
comúnmente llamados los Apócrifos”.

En Inglaterra se preparó una nueva versión inglesa patrocinada por un


Comité Conjunto de la Nueva Traducción de la Biblia, formado por
representantes oficiales de la Unión Bautista de Gran Bretaña e Irlanda, la
Iglesia de Inglaterra, la Iglesia de Escocia, la Iglesia Congregacional de Escocia
y Gales, el Consejo Irlandés de Iglesias, la Junta Anual de Londres de la
Sociedad de los Amigos, la Iglesia [P. 84] Metodista de Gran Bretaña, la
Iglesia Presbiteriana de Inglaterra, la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera
63
y la Sociedad Bíblica Nacional de Escocia. Este Comité produjo la New English
Bible en dos ediciones, una con los deuterocanónicos (Oxford University
Press, 1970). Entre éstos se incluye la Oración de Manasés. Es sumamente
significativo que entre los patrocinadores esté precisamente la Sociedad
Bíblica escocesa, que como se vio antes, se formó con las sociedades de
Edimburgo y Glasgow, que fueron las que a principios del siglo 19
provocaron, por su oposición a las ediciones con los deuterocanónicos, la
histórica decisión de la Sociedad Británica de abstenerse de ellas. La edición
referida de la NEB imprime estos libros en la forma consabida, antes del
Nuevo Testamento y con paginación aparte. En el Prefacio a la sección que
los contiene se dice que son “valiosos en sí mismos e indispensables para el
estudio del trasfondo del Nuevo Testamento”. En la contraportada consigna
la siguiente nota: “La publicación de los libros del grupo deuterocanónico
(Apocrypha) en esta traducción… no implica que los cuerpos representados
en el Comité sostengan una opinión común en cuanto a la posición, relativa
al canon, de dichos libros”.

El renacimiento bíblico en el seno del catolicismo romano, que ha cobrado


fuerza en el presente siglo, sobre todo después del Concilio Vaticano II, ha
ensanchado considerablemente la oportunidad para la difusión de la Biblia
en un medio en que jamás la hubo como ahora. Esto tenía que conducir, de
suyo, a la apertura para una colaboración, al respecto, entre los organismos
católicos que tienen que ver con el “apostolado bíblico” y las Sociedades
Bíblicas Unidas. Esa apertura se confirmó y se hizo oficial, de parte de la
Iglesia Católica Romana, por la siguiente declaración que, a la vez, abrió la
puerta para las versiones hechas directamente de los textos originales:
“Como la palabra de Dios ha de estar a mano para todos los tiempos, la
Iglesia procura con maternal solicitud que se compongan versiones
adecuadas y bien hechas a las varias lenguas, señaladamente de los textos
primigenios de los libros sagrados. Estas versiones, si, dada la oportunidad y
con aprobación de la Iglesia, se llevaren a cabo en esfuerzo mancomunado
con los hermanos separados, podrán ser usadas por todos los cristianos”
(Concilio Vaticano II, Constitución sobre la divina revelación, VI, 22).

Puestas en contacto, casi de inmediato, las autoridades católicas y las


Sociedades Bíblicas, un comité oficial mixto procedió a formular unos
64
“Principios Normativos para la Cooperación Interconfesional en la
Traducción de la Biblia” (1968). Hay en ellos dos importantes implicaciones.
De parte de las autoridades católicas, el reconocimiento tácito de la
diferencia, canónicamente hablando, entre los libros del canon hebreo y los
adicionales de la versión griega (LXX), ya que se acepta que en las ediciones
que contengan estos últimos, se forme con ellos una sección por separado,
antes del Nuevo Testamento, precedidos de una introducción especial.
Como hemos visto, este es el antecedente basado en San Jerónimo y Lutero.
Las Sociedades Bíblicas, por su parte, al aceptar participar en ediciones con
los deuterocanónicos, y aun publicarlas, al lado de otras que los omitan, no
hicieron más que volver a sus primeros y amplios principios, y a su práctica
original, de ofrecer a las iglesias la Biblia en la forma que ellas mismas,
respectivamente, consideran adecuada a sus necesidades. Eso, desde luego,
no implica que se arroguen la facultad, que no les corresponde, de fallar en
lo relativo al canon del Antiguo Testamento, sobre lo cual difieren entre sí
las iglesias cristianas, así como en otros puntos sobre los cuales las
Sociedades Bíblicas no consideran tampoco de su atribución tomar partido.
En tal virtud, las Sociedades patrocinan ellas mismas en diversas partes del
mundo, proyectos de traducción y publicación de la Biblia, en colaboración
con sectores cristianos de diversa filiación, inclusive católicos romanos y [P.
86] ortodoxos griegos. En inglés, por ejemplo, la Good News Bible (versión
en inglés contemporáneo), cuya edición sin los deuterocanónicos apareció
en 1976, ha publicado en 1979 una edición que los contiene. Para los países
de habla castellana, las Sociedades tienen en prensa, al momento de
redactar estas líneas, dos ediciones de la Versión Popular de toda la Biblia,
que llevará el nombre de Dios habla hoy. Una de ellas contiene los
deuterocanónicos, colocados en bloque antes del Nuevo Testamento, como
en la Reina-Valera 1602, precedidos de una introducción general y con una
introducción a cada libro. A diferencia de RV1602, no se incluyen II (I) & IV
(II) Esdras ni la Oración de Manasés, sino sólo Tobit, Judit, Sabiduría,
Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, las adiciones a Daniel, I & II
Macabeos y la traducción del texto griego de Ester, que contiene las
adiciones. Esto último se ha hecho, en vez de dar por separado solamente
las adiciones, como lo hizo Valera, por razón de que la versión griega ofrece
variantes incluso en los pasajes que corresponden a los del texto hebreo.
65
Esto parece indicar que el texto griego era diferente, no una mera traducción
del hebreo, y que no se trata de simples adiciones griegas a éste. (Los
deuterocanónicos aparecerán en Dios habla hoy, en el mismo número y
forma que en la Good News Bible).

El Concilio Vaticano II no dio ninguna definición nueva del canon bíblico en


sí. Sólo declaró que “la santa madre Iglesia, por fe apostólica, tiene por
sagrados y canónicos los libros íntegros del Antiguo y del Nuevo Testamento,
con todas sus partes” (Constitución sobre la divina revelación, III, II). Se
colige que sigue vigente oficialmente al respecto el criterio de Trento y del
Vaticano 1. Sin embargo, los biblistas católicos han aceptado la designación
de deuterocanónicos” para los libros que no forman parte del canon hebreo.
Por sí misma y de hecho, esa designación los coloca en una categoría aparte
y secundaria. Las ediciones católicas modernas de la Biblia varían en su
manera de tratarlos. Nácar-Colunga y Straubinger siguen literalmente la
norma de Trento y les dan la colocación de la Vulgata, sin distinguirlos de los
otros en ninguna forma. La Biblia Herder, editada por Ausejo, sitúa las
adiciones a Ester en los lugares del libro que considera lógicos, pero los
imprime en cursiva, marcando con letras en vez de números los versículos.
Les llama “pasajes deuterocanónicos”, y considera que fue un escritor griego
quien los añadió. A las adiciones a Daniel les da la misma colocación que la
Vulgata.

La Nueva Biblia Española (Schökel) ordena los libros del Antiguo Testamento
de una manera peculiar, agrupándolos en Pentateuco, Historia, Narraciones,
Profetas, Poesía y Sapienciales. Separa de Baruc la Carta de Jeremías. Hace
lo mismo que la Biblia Herder con las adiciones a Ester, pero conserva para
los versículos de ella la numeración de la Vulgata. Concuerda con la Biblia
Herder en que un escritor griego fue el autor de las adiciones, y sugiere que
en una primera lectura pueden saltarse estos pasajes, que van impresos en
cursiva. Aunque conserva las adiciones a Daniel como caps. 13 y 14, los
imprime también en cursiva con el subtítulo general de “Relatos griegos”. En
la introducción al libro se dice que “los fragmentos griegos” son “adiciones
posteriores”. La Biblia de Jerusalén trata las adiciones a Daniel y a Ester
como la Biblia Herder y la NBE, excepto que a diferencia de esta última no
imprime las historias de Susana y de Bel y el Dragón en una sección aparte,
66
y que deja la Carta de Jeremías como parte integrante de Baruc. La Biblia de
Cantera-Iglesias agrupa los deuterocanónicos, bajo el designado de “libros
no incluidos en el canon hebreo”, antes del Nuevo Testamento, dando por
separado los “Suplementos al libro de Ester” y las “Adiciones griegas al libro
de Daniel”. En la Introducción General a esta sección advierte: “El bloque de
libros que viene a continuación, aunque admitidos como canónicos en la
tradición católica, no se encuentran en el canon hebreo”. Pero en el
encabezado de la sección los llama “deuterocanónicos”.

67
Capítulo 3
FORMACIÓN DEL CANON DEL
NUEVO TESTAMENTO

“El cristianismo —hace notar C. F. Evans— es único entre las religiones


mundiales en cuanto a haber nacido con una Biblia en la cuna”. Se refiere,
por supuesto, a la Biblia judía, el Antiguo Testamento. Tan es así, que los
primeros cristianos no parecen haber sentido imperiosa necesidad de
formarse un cuerpo peculiar y propio de escrituras sagradas. Al parecer les
bastaba, en ese respecto, con las del judaísmo. Para lo distintivamente
cristiano, que consideraban fundamentado en ellas en mayor parte, se
atenían principalmente a la preservación, oral en un principio, de las
palabras de Jesús, y a la predicación y testimonio de los apóstoles, de viva
voz primero y pronto después también por trasmisión oral de quienes los
habían escuchado personalmente. No parecen haber pensado en tener su
propia y diferente Biblia, o siquiera una Biblia complementaria. Más tarde,
o sea a partir del siglo segundo, aceptaron como normativos los criterios de
los Padres de la Iglesia, griegos y latinos, que a su vez fundaban su enseñanza
en los dichos de Jesús y la tradición apostólica, hasta donde les habían
llegado de fuentes que se iban haciendo cada vez más remotas. Pero la
Iglesia primitiva se enfrentaba desde luego con el problema de que esos
criterios patrísticos no eran uniformes, y, más aún, a veces resultaban
conflictivos.

La etapa de formación del Nuevo Testamento fue, comparada con la que


tardó en formarse el Antiguo Testamento, relativamente breve. Duró, como
vamos a ver, poco menos de siglo y medio. Pero en realidad no pueden
precisarse los criterios que sirvieron de base para que, en ese lapso, entre
un gran número de libros que eran lectura popular entre los creyentes
cristianos, se destacaran finalmente 27 que la iglesia reconoció como de
autoridad última para la predicación, la enseñanza, el culto y la apologética.
Bien puede decirse que esos libros se abrieron paso y se impusieron sobre
los demás por la influencia y poder que los cristianos recibían de ellos en
términos de su propia experiencia. La iglesia llegó, primero que todo por un
consenso general de los creyentes mismos, que precedió a los dictámenes

68
de los concilios, a la conclusión de que esos libros, con el trasfondo de las
escrituras judías, eran suficientes para normar su doctrina y vida, y para
establecer sobre bases sólidas su fe como pueblo de Dios redimido por
Jesucristo. El único criterio que parece dar apoyo a ese consenso es el de
que los libros de esa manera distinguidos entre los demás se consideraran
como basados en la tradición y autoridad apostólicas, Justino (ca. 100–165
A.D.) decía que la palabra de Jesús “era el poder de Dios”. Por su parte,
Papías (70–155) dice que él había aprendido de “los más antiguos”, y
retenido en la memoria, recibiéndolas de “los que recordaban los mandatos
del Señor”, las verdades de la fe. Se dedicó, afirmaba, a inquirir qué decían
y predicaban los apóstoles y demás discípulos de Jesús. “Pues yo estimaba
—declara— que no podría sacar tanta utilidad de la lectura de los libros
como de la viva voz de los hombres todavía sobrevivientes”. Puede
considerarse también como suplementario de ese criterio el uso de
congregaciones cristianas consideradas como profesantes ortodoxas de la
nueva fe, y que servían de ejemplo y guía a otras en cuanto a la aceptación
o repudio de los libros. Porque en cuanto a los escritores del que llegaría a
ser nuestro Nuevo Testamento, el único que parece haber atribuido a su
libro la autoridad de escritura sagrada e inalterable, como se diría después,
“canónica”, es el autor del Apocalipsis. Se trata del quizá más tardío de los
escritos neotestamentarios, y tal vez su autor lo consideraba de tal rango
porque en él se limitaba a consignar por escrito las palabras del Señor y otras
revelaciones que le habían sido comunicadas en visiones inspiradas por el
Espíritu (Ap. 11, 10; 22.18, 19).

La formación del Nuevo Testamento podría considerarse dividida, al menos


para fines prácticos de estudio, en tres etapas: la apostólica (—70 A.D.), la
que llamaríamos precanónica (70–150), y la canónica propiamente dicha (en
que lo principal del Nuevo Testamento se da por “canonizado”, 150–200).
Los dictámenes de las autoridades eclesiásticas, emitidos después de esa
etapa, no harían realmente otra cosa que apoyar y oficializar el consenso
establecido, en sus grandes lineamientos (porque todavía la canonicidad de
algunos libros sería por algún tiempo objeto de debate), desde principios del
siglo tercero.

69
Etapa apostólica (—70 A.D.). Es bien sabido que Jesús no abolió el Antiguo
Testamento (Mt. 5.17), y que a su vez la Iglesia cristiana primitiva lo adoptó
como Sagrada Escritura. Pero durante los siglos primero y segundo se leían
y respetaban también como “Escrituras” otros escritos, unos anteriores y
otros posteriores a Jesús, no sólo apócrifos propiamente dichos sino
seudoepígrafos, como por ejemplo el Testamento de los Doce Patriarcas, el
libro de Enoc, la Asunción de Moisés, el Apocalipsis de Elías, I(III) & II(IV)
Esdras, y otros muchos. En algunos de ellos, más que en escritos del Antiguo
Testamento, hallaron fuerte apoyo doctrinas como las del reino de Dios, del
Hijo del Hombre, de la resurrección del cuerpo, de los ángeles, de los
demonios.

Para la Iglesia apostólica, sin embargo, sobre todas las antiguas Escrituras
estaban las palabras de Jesús y las enseñanzas de sus apóstoles, que
vendrían a concretarse en el Nuevo Testamento, y que en un principio se
preservaron por la simple tradición oral. Era a la luz de esas palabras y
enseñanzas, de lo que sabían de Cristo y de lo que creían acerca de él, como
entendían el Antiguo Testamento. Mientras vivieron los apóstoles y quienes
derivaron directamente de ellos la información relativa a Jesús, parece que
los cristianos se conformaron con la transmisión oral y no sintieron gran
necesidad de consignarla por escrito. Parece que, de esa información
emanada de labios de los apóstoles, lo primero que se puso por escrito
fueron los dichos del Señor. Existe, pues, la plausible teoría de que hubo un
primer escrito que los contenía y que se ha designado con el nombre de
Logia (“palabras” de Jesús). También se ha supuesto un prístino documento,
probablemente más amplio, que se designa con la sigla Q (del alemán
Quelle, “fuente”). Estos documentos, según dicha teoría, habrían sido
utilizados por los evangelistas sinópticos para la composición de sus
respectivos Evangelios.

En cuanto a la autoridad que se asignaba a la tradición apostólica, no se


consideraba que emanara simplemente por prevenir de los apóstoles en su
carácter de tales. Su autoridad estribaba en el hecho de haber sido “testigos”
personales de lo que enseñaban sobre Jesús (Jn. 1.14; 1 Jn. 1.1–3). Pero
todavía sobre su autoridad estaba la autoridad de la palabra de Cristo, “la
verdadera índole (o la verdad) del evangelio”. Por eso Pablo se creyó
70
obligado a reprobar con toda franqueza el comportamiento de un apóstol,
incluso anterior a él mismo, Pedro, cuando le pareció que ese
comportamiento difería del evangelio (Gá. 2.11, 14).

Los escritos cristianos más antiguos que conocemos son de esta etapa: las
cartas de Pablo. Por supuesto, este apóstol, en quien puede decirse que tuvo
principio el Nuevo Testamento, jamás pensó que sus escritos llegarían a
considerarse al par de la “Escritura”. La primera de sus cartas es con toda
probabilidad la primera a los Tesalonicenses, escrita en Corinto hacia 51 A.D.
Las fechas no son seguras, y hasta se discute si todas las cartas que aparecen
con su nombre fueron realmente escritas por él. Sin entrar en esta discusión,
hasta cierto punto ajena al propósito de este trabajo, simplemente
consignamos los datos y fechas comúnmente aceptados. Tras la carta citada
vendrían 2 Ts. (hacia el año 52); Gá., 1 Co., 2 Co. y Ro. (entre 53 y 58); Col.,
Ef., Fil., Flm. (desde su cautividad en Roma, entre 61 y 64); 1 Ti. y Tit. (hacia
65); 2 Ti. (desde Roma, hacia 66 ó 67). Las cartas no paulinas parecen ser
más tardías, de manera que no pertenecen propiamente a esta etapa.

Parece fuera de duda que el Evangelio de Marcos fue el primero que se


escribió de los cuatro del Nuevo Testamento. No puede, sin embargo,
precisarse la fecha. Por deducciones internas es probable que se haya escrito
entre los años 65 y 67, pues no contiene indicios de que el autor supiera de
las últimas fases de la guerra judío-romana, especialmente de la destrucción
de Jerusalén, ocurrida, como se sabe, en el año 70. Marcos, desde luego, no
era realmente apóstol, pero el Evangelio que lleva su nombre se aceptó
porque, según la tradición, en dicho escrito se habían recogido las memorias
de Pedro, que murió en el año 65. Antes de morir éste, Marcos se hallaba
con él en Roma (“Babilonia”), y el Evangelio habría sido escrito en esa ciudad
poco después del martirio del apóstol allí. La tradición de que en el Evangelio
de Marcos se consigna sustancialmente el testimonio de Pedro recibió el
apoyo de escritores tan antiguos como Papías, Ireneo y otros.

No parece haber consenso entre los eruditos bíblicos en cuanto a las fechas
aproximadas de la composición de los Evangelios de Mateo y Lucas. Si, como
es probable, el de Marcos se utilizó en la preparación de los otros dos, esto
debe de haber sido antes o alrededor del año 70. Algunos autores dan entre
71
60 y 65 para Mateo, otros una fecha más tardía, y algunos aun después del
año 100. Ahora bien, hay también la teoría de que Mateo se escribió
originalmente en arameo y luego se tradujo al griego. De haber sido así, su
composición en la primera lengua debe de haber sido más temprana, quizá
hacia el año 60, con lo cual resultaría en realidad anterior a Marcos. Hay, sin
embargo, una presunción más fuerte de que al menos en su forma griega es
posterior a esa fecha y que, como antes dijimos, con toda probabilidad
utilizó el texto de Marcos, ya conocido para entonces. En cuanto a Lucas se
ha propuesto una fecha más bien próxima a 60, y en este caso, no habiendo
sido tampoco apóstol su autor, su escrito se aceptó por considerarse como
el evangelio predicado por Pablo. Es muy probable, con todo, que los tres
sinópticos se conocían ya, por lo menos antes del año 80. Según parece, la
primera colección de Evangelios reunía estos tres y apareció hacia principios
del siglo 2.

Etapa precanónica (70–150 A.D.). Es la etapa en que de manera gradual se


fue asignando a los escritos apostólicos el carácter de sagrados, en el sentido
de que su autoridad, aunque ciertamente emanada de inmediato del
testimonio de los apóstoles, en realidad emanaba, en última instancia, de
Cristo y de Dios mismo. Los apóstoles habían sido solamente trasmisores de
la Palabra Divina. En términos de antigüedad, predominó más y más el
criterio de que no debía reconocerse como con tal carácter ningún libro
escrito después del año 100. El Evangelio de Juan, como parece fuera de
duda, se escribió después de los sinópticos. Hasta bien entrado el presente
siglo, la propensión entre los eruditos era considerar este Evangelio como
bastante tardío y, además, como fruto más bien de la inspiración
neoplatónica. ¿No se hablaba, en el prólogo mismo, del Logos? Y este
concepto se tenía como típicamente griego y ajeno a la mentalidad judía.

Aunque esta posición crítica no dejó de ser muy debatida, dos datos
relativamente recientes han puesto fin al debate. El primero se refiere a la
fecha de composición del libro. Ciertamente ya existían indicios que
permitían suponer que éste databa de una fecha no más tarde que el año
100, y aun posiblemente anterior. Clemente de Roma lo citó probablemente
hacia el 95. Ignacio Mártir lo hizo quizá hacia el 100. Papías (70–155) lo citó
también. El autor anónimo de la Carta a Diogneto (130 A.D.) cita Jn. 17.16,
72
aunque sin nombrarlo. Todo esto daba legítima base para pensar que
durante el primer cuarto del siglo 2, el Evangelio de Juan circulaba ya
indudablemente con alguna familiaridad. Pero el testimonio de los papiros
Ryland 457 (52), con Jn. 18.31–33, 37, 38, y Egerton 2, con otros fragmentos,
ha sido decisivo. Ambos datan de la primera mitad de dicho siglo. El Ryland
se copió en Egipto, según algunas autoridades, hacia el año 120. De ser así,
y dada la relativa lentitud de comunicación de aquellos tiempos, no sería
nada difícil que la copia distara del original autógrafo apenas unos 40 años,
lo cual haría retroceder la fecha de composición hacia el año 80. Por esto, y
por lo que antes se dijo, puede considerarse que los cuatro Evangelios, y casi
seguramente Hechos, que habría sido escrito no mucho después de Lucas,
del cual es como la segunda parte, se utilizaban ya bastante por la Iglesia a
más tardar por el año 100.

Por lo que hace al carácter netamente judaico del pensamiento de Juan, el


segundo hecho decisivo ha sido el hallazgo en 1947 de los rollos de Qumrán.
Ciertos rasgos del Evangelio que son sumamente parecidos a los de los
escritos propios de la secta del desierto parecen indicar, fuera de duda, que
el judaísmo de la época, bajo la influencia del alejandrino, había incorporado
y asimilado algunos elementos del pensamiento griego, así como había
recibido influencia del pensamiento religioso persa durante el periodo
inmediato al regreso del exilio. Hay paralelos, por ejemplo, entre Juan y los
escritos qumránicos, en conceptos como el del conocimiento (gnosis), el
dualismo (luz-tinieblas, verdad-mentira), la escatología, la unidad, el amor.
Todo lo cual ha llevado a algunos autores contemporáneos a afirmar que el
Evangelio de Juan puede resultar después de todo, el más judío de los
cuatro. Ningún autor serio sostiene ahora la antigua presunción de que el
autor pudiera haber sido algún neoplatónico y directamente helenizado.

En esta etapa según se apuntó antes hay escritos cristianos que comienzan
a ser vistos más y más como de autoridad divina o inspirados por el Espíritu
Santo, es decir, como “escrituras” de autoridad semejante o paralela a la de
los libros del Antiguo Testamento, que, como hemos visto ya, para la Iglesia
Primitiva era más bien el de la Septuaginta, que incluía los
deuterocanónicos. Para los escritos cristianos faltaba todavía algún tiempo
naturalmente, para que surgiera la idea de un canon propiamente dicho.
73
Entre los dones divinos que Pablo enumera en 1 Co. 12.4–10, es interesante
que no incluya el de escribir obras que pudieran considerarse de igual
autoridad que las “Escrituras” (Antiguo Testamento). En sus propios escritos
sólo llama “mandato del Señor” a algo que dice, cuando está claramente
apoyado en el Antiguo Testamento o en palabras de Cristo que en aquel
tiempo se conservaban por tradición oral o acaso en algún primer escrito.
En otros casos Pablo dice sencillamente que sólo ofrece su “opinión” (1 Co.
7.25). Y en cuanto a sus opiniones, nunca pretendió ser infalible. A veces
hasta dice que lo que está escribiendo puede hacerlo aparecer como “fatuo”
o “insensato” (2 Co. 11.1, 21), y que hay cosas que dice, no “autorizado por
el Señor” sino en plan de “insensato” (2 Co. 11.17). Todo esto y la discreción
y humildad con que generalmente expresa su “opinión”, indica fuera de
duda que nada estuvo más lejos de su mente que pensar que su palabra,
sólo por ser de él, de Pablo, ni aun en su carácter y autoridad de apóstol,
equivalía a la Palabra de Dios. Pero eso sí, cuando lo que dice tiene apoyo
firme en las palabras de Cristo, ya no opina sino ordena, aclarando, sin
embargo, “ordeno, no yo, sino el Señor” (1 Co. 7.10). En cambio, en 1 Co.
4.14 parece dar todo el peso de la autoridad divina a un pasaje de los
Evangelios (Mt. 10.10; Lc. 10.7), que en 1 Ti. 5.18 aparece citado
textualmente: “El trabajador merece su salario”, si bien en este caso no se
trata de palabras de los evangelistas sino de orden del Señor (1 Co. 9.14)
consignada en “la Escritura” (1 Ti. 5.18), y que, significativamente, se
cita a la par que Dt. 25.4, pasaje de la antigua “Escritura”.

Pero si Pablo no pensaba que sus propios escritos fueran ya “Escritura”,


parece que relativamente pronto comenzó a dárseles en la Iglesia ese
carácter. La alusión de 2 P. 3.16 a “las otras Escrituras” (RV1960) u “otros
pasajes de la Escritura” (Nueva Versión Castellana), cuando el autor está
refiriéndose a las cartas de “nuestro amado hermano Pablo”, podría indicar
que ya se consideran éstas como sagrada “Escritura”. La única dificultad para
tomar este pasaje como decisivo al respecto es que la frase puede también
traclucirse “los otros escritos” (suyos, o sea de Pablo mismo), sólo que no se
sabe que, aparte de sus cartas, el apóstol haya sido autor de “otros escritos”.
Pero Clemente de Roma, escribiendo antes del año 100, decía que Pablo
escribió “bajo la inspiración del Espíritu”.

74
Probablemente en la propia etapa apostólica circulaban algunos escritos
cristianos que no llegaron a formar parte del canon del Nuevo Testamento.
En el prólogo de su Evangelio, Lucas habla de que “muchos” antes de él
habían “tratado de referir en orden los acontecimientos que han sucedido
entre nosotros, tal como nos los han transmitido aquellos que desde los
comienzos fueron testigos oculares, y han ayudado a difundir el mensaje”.
Es casi seguro que entre esos “muchos” incluía de modo preferente el
Evangelio de Marcos que muy probablemente existía ya, y que también se
refería al de Mateo, que según todos los indicios también habría tenido a la
vista. Obviamente, sin embargo, estos dos no son “muchos”, y es indudable
que Lucas estaría aludiendo también a otros escritos, más o menos
numerosos de su tiempo, que hoy podríamos llamar no canónicos y tal vez
hasta “deuterocanónicos”. Sabemos, desde luego, más de escritos de esa
clase aparecidos en la etapa precanónica, y que eran muy leídos y apreciados
entre los cristianos. Viene en primer término el Pastor de Hermas, un escrito
apocalíptico muy popular, y otros, de los cuales hemos citado algunos antes,
y cuya lista más amplia se dará después. El autor del Pastor no es el Hermas
(o Hermes) citado en Ro. 16.14, sino, según el llamado Fragmento de
Muratori, un hermano del obispo de Roma, Pío (hacia 140–155). El libro, que
se escribió en dicha ciudad, contiene ecos de Mt., Mr., Jn., y probablemente
de Ef. Otro libro que se leía y citaba mucho es la Didajé (Enseñanza), que
data quizá de entre los años 70 y 90, y que se atribuía a los apóstoles.
Contiene muchas referencias probables a Mt. y Lc, y al parecer se basa en
tradiciones orales que bien podrían provenir, en efecto, de los apóstoles.

Para la Iglesia primitiva fueron de gran valor los escritos de los Padres griegos
y latinos. Entre los primeros se cuentan los de Clemente de Roma (30–100),
cuya Primera Carta a los Corintios estuvo a punto de entrar en el canon, siete
cartas de Ignacio de Antioquía (30–107), una carta de Policarpo de Esmirna
(65–155), una carta atribuida a Bernabé; y escritos de Papías de Hierápolis,
que parece haberles redactado a fines del primer siglo, pero de los que se
conocen los fragmentos citados por Ireneo y Eusebio. Pero salvo la carta de
Clemente aludida, y de quien también circulaba con mucho aprecio un
Sermón, la Iglesia daba a estos escritos el valor de exposiciones valiosas y
autorizadas de las doctrinas cristianas, pero no llegó a considerarlos como

75
“Escrituras” de divina autoridad, como lo hizo por fin con los libros que
vinieron a constituir el Nuevo Testamento.

Un importante factor determinante del canon fue la aparición temprana de


colecciones de libros y de otros escritos. Ya dijimos que una de las primeras
fue acaso la de los tres Evangelios sinópticos. Hacia el año 100 apareció una
primera colección de las cartas de Pablo, con solamente nueve (Ro., 1 & 2
Co., Gá., Ef., Fil., Col., y 1 & 2 Ts). Más tarde se añadieron las cartas
pastorales: 1 & 2 Ti., Tit. y Flm. Finalmente, He., que al principio se consideró
como seguramente de Pablo. Pero el factor más influyente fue la citación de
escritos hecha por los Padres de la Iglesia en cuanto a aquellos en que más
coincidían, ya que en algunos Padres aparecen citados, como de autoridad
“canónica”, según se dirá después, escritos que finalmente quedaron fuera
del canon. Papías, que según el historiador Eusebio, utilizó 1 Jn. y 1 P.,
también, según él, alude a los Evangelios de Mateo y de Marcos, del último
de los cuales dice que era “intérprete de Pedro”, y que escribía de memoria
lo oído de dicho apóstol acerca de Jesús. En cuanto a Mateo, afirmaba que
este evangelista “escribió ciertamente los oráculos divinos en lengua
hebrea”. Eusebio Hist., III, 39, informa que Papías expuso la historia de “una
mujer que fue acusada ante el Señor de muchos crímenes”, sacada del
apócrifo llamado “Evangelio según los hebreos”, y que no parece ser la
misma del pasaje sobre la mujer adúltera (Jn. 7.53–8.11).5 Clemente de
Roma cita Mt., Mr., [P. 100] Lc., Ro., 1 Co., Tit. y He., y muestra ecos de Ef. y
Ap. Ignacio de Antioquía alude a Mt. y Jn., y ofrece reflejos de las cartas
paulinas, especialmente 1 Co. y Ef. Pero como dice en un pasaje que Pablo
menciona a los efesios en “toda carta suya”, puede entenderse que conocía
otras cartas de este apóstol (Carta a los Efesios, 12, versión corta). Y en
efecto, en sus escritos hay citas o referencias de 1 & 2 Ti., Ro., 2 Co., Gá.,
Col., 1 & 2 Ts., Tit. y Flm. Hay también citas de Lc., Hch., He., Sgo. y 1 P.

El autor anónimo de la Carta a Diogneto (130) cita Mt., 1 & 2 Co., Fil, y 1 P.
Policarpo (65–155), tiene citas de Mt., Lc., Hch., Ro., 1 & 2 Co., Gá., Ef., Fil.,
1 & 2 Ts., 1 & 2 Ti., 1 Jn. y 1 P. Pero, aunque cita como de autoridad entre
cristianos los dichos de Jesús y las cartas paulinas, no parece haberlos
considerado precisamente como “Escritura”, en el sentido pleno de esta
palabra. En la “Carta de Bernabé” se utilizan Mt. y posiblemente Ef., con
76
algunos ecos probables de Hch., pero tampoco hay prueba de que el autor
considerara estos escritos como “Escritura” santa.

Por otra parte, y aunque parezca muy extraño, fueron herejes —los
gnósticos— los primeros en tratar francamente como “Escritura” y citarlos
como tal, escritos que más tarde la Iglesia declaró canónicos, como por
ejemplo Mt., Lc., Jn., Ro., 1 & 2 Co. y Ef. El más famoso de los gnósticos fue
Marción, que se separó de la Iglesia hacia 140. Fue el primero en delinear
una estructura de canon, al considerar los escritos sagrados en dos partes.
Llamó la primera “El Señor”, que contiene lo referente a Jesucristo en su vida
y enseñanzas. Nosotros decimos hoy “los Evangelios”, pero él sólo aceptaba
el de Lucas. Designó la segunda parte como “El Apóstol”, y en ella situó 10
cartas de Pablo (omitiendo las pastorales). Es realmente a él a quien se debe
la introducción resuelta de los escritos paulinos en el canon cristiano, y,
excepto que se entienda así 2 P. 3.16, el primero en darles el carácter de
“Escritura”. (Marción no aceptaba el Antiguo Testamento; le llamaba “libro
del Dios de los judíos”.)

Etapa canónica (o de canonización de libros) (150–200 A.D.). Todas las


citaciones que se hacían en escritos de autores de gran prestigio y autoridad,
iban fortaleciendo la posición especial en la Iglesia de unos escritos a
diferencia de otros, y configurando ya un bosquejo del canon del Nuevo
Testamento. Es a mediados del siglo 2 cuando se comienza a ver con más
claridad la distinción que los cristianos hacen entre unos y otros escritos, o
sea entre los que llegarían a ser canónicos y los que acabarían por
desecharse como apócrifos, a pesar de que, entre estos últimos, muy
numerosos,6 no deja de haber algunos que disfrutaban de mucha
popularidad y se leían como material edificante. Pero ninguno de ellos se
consolidó, en el concepto general, como “Escritura” al mismo nivel que los
libros del Antiguo Testamento, si bien por algún tiempo se leían algunos de
ellos en los cultos de las iglesias y se utilizaban para la enseñanza, como por
ejemplo el llamado “Evangelio de Pedro”. En general estos libros
aparecieron después de que los que más tarde formaron el canon habían
establecido su autoridad, aunque es muy posible que otros apócrifos y
seudoepígrafos del Nuevo Testamento, que no han llegado hasta nosotros,
circularan al mismo tiempo que ellos y en cierto modo les hicieran
77
competencia. A mediados del siglo 2 es cuando empieza a mencionarse más
por separado el libro de los Hechos (de los Apóstoles), que es casi seguro
que originalmente formaba parte, con Lucas, de una sola obra, con dos
partes o en dos volúmenes. Al parecer se dio más importancia a la primera
parte por contener las palabras de Jesús, y entonces se acabó por separarla
para formar parte de la colección de los Evangelios sinópticos. Tal vez la
segunda parte, ya separada así, fue de menos uso. De este modo podría
explicarse su mención como libro separado tan relativamente tardía. La obra
completa se había escrito, probablemente, para el mundo gentil y no para
los creyentes cristianos, según se ve por la dedicatoria de la segunda parte
a un tal Teófilo, quizá un funcionario o un notable griego, que ni siquiera es
seguro que haya sido cristiano. La Iglesia terminó por apreciar tanto esta
segunda parte que andaba suelta, que la incorporó al canon. Al fijarse el
orden de los libros se la colocó nuevamente a continuación de Lucas, que
era donde le correspondía. La “Carta de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de
Filomelio”, otro antiguo escrito (155) de la época, con sus citas testifica
sobre el uso entonces de 1 Co., Ro., Mt., tal vez Tit. y 1 P (si esta última cita
no es interpolación, pues Eusebio la omite).

En la segunda mitad de este segundo siglo comienzan a citarse


definitivamente como “Escrituras”, tanto en los escritores como en la
liturgia de la Iglesia, primero los Evangelios, luego las cartas de Pablo y
finalmente otros escritos. Pero se presenta el problema de que en los
escritos cristianos de estos primeros siglos se emplea a veces la fórmula “la
Escritura dice” o “está escrito” también al citar libros no canónicos, hasta no
cristianos y aun heréticos. El uso de esas fórmulas en las citas de los Padres
de la Iglesia no es, pues, un indicio seguro en todos los casos de que los libros
que citaban fueran considerados por ellos como de autoridad divina. Por
otra parte, hay que hacer notar que hubo libros, finalmente declarados
canónicos, que todavía en esta época, y aun por un tiempo después, fueron
muy discutidos y hallaron resistencia para su aceptación canónica. Diremos
más sobre este punto después.

La primera cita de los Evangelios como “Escritura” aparece a mediados del


siglo 2 en la carta llamada 2 Clemente, IV, en que se lee: “… de nuevo otra
Escritura dice: «No he venido a llamar justos sino pecadores»” (Mt. 9.13).
78
Dicha carta se fecha hacia 150. Por el mismo tiempo Justino Mártir dice que
en los cultos se leían los Evangelios. Habla de “nuestros libros” (los del
Antiguo Testamento y los ya para entonces reconocidos semioficialmente)
como inspirados por el Espíritu Santo, y escritos por los apóstoles los
segundos. Es de los primeros en asociar el concepto de canonicidad con el
de la inspiración especial del Espíritu Santo. Informa que, en los cultos,
además de los Evangelios, que llama “Memorias de los apóstoles”, se leían
“los Profetas”, quizá aludiendo con este nombre al Antiguo Testamento en
general. En sus escritos utiliza Ap., algunas cartas de Pablo, especialmente 1
Co., He., Hch. y los Evangelios. Pero sólo al citar éstos emplea la fórmula
“como está escrito” que, conforme a la tradición de los escritores hebreos
(caasher cathub) se reserva sólo para las Sagradas Escrituras.

Cuando se desató la controversia con el hereje Marción, a la que antes


aludimos, como éste rechazaba todo el Antiguo Testamento, tres de los
Evangelios y algunas de las epístolas, las autoridades de la Iglesia tuvieron
que mantener, contra él, su reconocimiento de las Escrituras judías, y
otorgar clara autorización como tales, no sólo a Lucas, y las cartas paulinas
aceptadas por Marción, sino también a los otros tres Evangelios, las
Pastorales, Hch y algunas cartas universales (católicas), primeramente 1 Jn.,
1 P., y Sgo., y algún tiempo después igualmente He., 2 & 3 Jn., 2 P. y Jud. A
la vez, dieron su autorización al discutido Ap. De esta manera el
discernimiento entre los libros reconocidos como “Escritura” y los demás se
iba efectuando gradualmente. Hemos de reiterar que se debió primero a los
propios creyentes, según derivaban mayor o menor edificación de lo que
leían, y en el grado en que sentían y experimentaban su inspiración y
autoridad; después, por la lectura, que se iba haciendo más usual, de
algunos de ellos en los cultos, con exclusión de otros; finalmente, por los
dictámenes de los obispos que iban, en casos aislados y particulares,
autorizando tales o cuales libros y negándoles su autorización a otros. Del
siglo 4 en adelante vendrían las decisiones de los concilios. Es muy
importante insistir en que la determinación del canon vino por un proceso
ascendente, partiendo de abajo, del consenso práctico establecido por el
uso de las congregaciones cristianas, y no descendente, emanando como

79
una imposición que procediera, sin más ni más, de las autoridades
eclesiásticas.

Un elemento de orden material influyó mucho en la formación del canon.


Fue la sustitución del sistema de rollos sueltos de los libros sagrados,
empleado tradicionalmente por los judíos, por el de códices u hojas
encuadernadas, que muy pronto se hizo el preferido por los cristianos
primitivos. Las hojas fueron primeramente de papiro, pero después se
generalizaron más las de pergamino. Hay datos de que los primeros códices
cristianos de papiro aparecieron hacia la primera mitad del siglo 2. Del siglo
3 en adelante prevalecieron los de pergamino. En una u otra forma, para
producir un códice era menester, naturalmente, decidir qué escritos se
encuadernarían en él, si bien algunos códices parecen haberse formado, a
imitación de los rollos, con un solo libro, aunque esto no es seguro, ya que
los que han llegado hasta nosotros, como el Bodmer 66, de hacia el año 200,
que contiene casi todo Jn., puede estar mutilado y haber contenido quizá los
demás Evangelios. Otros del siglo 3 parecen ser de los Evangelios, unos, y
otros, de las cartas de Pablo o de las cartas universales. Así, por ejemplo, el
Bodmer II, que contiene los cuatro Evangelios y Hch., igual que el Chester
Beatty 45, el Chester Beatty 47, con las cartas de Pablo, y el Bodmer VII con
las cartas universales.

Hacia el año 170, Taciano prepara su Diatésaron, una especie de “armonía”


de los cuatro Evangelios, lo cual indica sin lugar a duda que ya para entonces
se reconocían éstos como de indisputada autoridad entre los numerosos
“evangelios” apócrifos que, ya vimos, existían por aquel tiempo. (Según San
Jerónimo, Taciano, que rechazaba algunas cartas de Pablo, aceptaba Tit.
como del apóstol.) Por el año 175, un sacerdote de Roma, llamado Gayo,
repudia el Evangelio de Juan atribuyéndolo al hereje Cerinto. Pero a su vez,
por ese mismo tiempo, Teófilo de Antioquía, que en sus escritos cita Hch.,
He., las cartas pastorales, las universales, 1 P., 1 Jn., y Ap., llama las citas de
las cartas de Pablo “ordenanzas de la Palabra divina”. [P. 106] Muestra de
que, aunque puede decirse que para el año 200 lo principal del canon está
ya compilado, como de asentimiento general, todavía no hay un completo
consenso. Puede verse lo mismo en Padres de la Iglesia de este periodo.

80
Clemente de Alejandría (¿150–216?) habla de “los cuatro Evangelios que nos
han sido entregados”. Añade He. a las cartas de Pablo, por considerar a éste
como su autor. Parece no haber conocido o aceptado Sgo. Cita en cambio 1
P., 1 & 2 Jn., Jud. y Ap. Y no sólo muestra gran aprecio por algunos
seudoepígrafos, sino que cita la Didajé como “Escritura” y considera
inspirados la primera carta de Clemente de Roma, la “Carta de Bernabé”, el
Pastor de Hermas, la “Predicación de Pedro” y el “Apocalipsis de Pedro”. Usa
también el “Evangelio según los Hebreos”, el “Evangelio según los Egipcios”
y un apócrifo de Mateo. Ireneo (130–200?) no usa directamente 3 Jn. ni Jud.
ni 2 P., de los cuales, sin embargo, parece haber ecos en sus escritos. Cita
Col., Ro., Ef., 1 & 2 Co., Gá., Fil., Tit., 1 & 2 Jn., Hch., 1 P., 2 Ts., 2 Ti., Sgo. y
He., aunque al parecer no reconoce a este último la misma categoría que a
los otros libros. Usa extensamente las cartas pastorales. Pero también cita
la Primera de Clemente (de Roma) como de autoridad y el Pastor de Hermas
como “Escritura”. Tenía en particular aprecio los cuatro Evangelios, que
compara con los cuatro vientos cardinales, y es de los primeros en
interpretar los cuatro “seres vivientes” de Ez. 1.5–12, como símbolos de
ellos. Es el primero de los grandes escritores cristianos primitivos que ya
definitivamente y con toda claridad llama “Escritura” a los libros que para
entonces formaban lo que podríamos llamar protocanon del Nuevo
Testamento, del cual, como se ha visto, hubo todavía que separar algunos
apócrifos y seudoepígrafos. Definió su concepto de canonicidad en estos
términos: “Las Escrituras son perfectas, por cuanto han sido emitidas por la
palabra de Dios y por su Espíritu”.

Tertuliano (¿155–220?) es el primero que usa los términos Nuevo


Testamento y Antiguo Testamento, con lo cual los escritos cristianos
reconocidos obtienen una categoría pareja a los libros judíos, que fueron los
únicos que en un principio eran considerados como “Escrituras” sagradas. El
Nuevo Testamento de Tertuliano está formado por los cuatro Evangelios,
Hch., las 13 cartas de Pablo, 1 Jn., 1 P., Jud. y Ap. Menciona He., pero lo
atribuye a Bernabé y no lo considera parte del N. T. En un principio incluyó
en éste el Pastor de Hermas, pero después lo repudió enérgicamente
llamándolo “ese Pastor apócrifo de los adúlteros”.

81
La situación respecto al canon, a principios del siglo 3, podría resumirse en
términos generales como sigue: Hay unanimidad prácticamente completa
en cuanto a la canonicidad (aunque aún no se usa este vocablo) de los cuatro
Evangelios, Hch., las cartas de Pablo, 1 Jn. y 1 P, Todavía están bajo discusión
He., Sgo., 2 & 3 Jn., 2 P., Jud. y Ap. El debate sobre He. no parece haberse
librado en cuanto a su contenido, sino en cuanto a su autor, ya que el
requisito para entonces bien establecido era que el autor hubiera sido un
apóstol. La discusión era sobre si Pablo era o no el autor. Lo mismo sucedía,
al parecer, tocante a los otros libros considerados todavía como “dudosos”.
Pero respecto al Apocalipsis, probablemente influía también su carácter tan
diferente del de los libros generalmente aceptados. Por tanto, se necesitaba,
para que el canon quedara claramente configurado, que se unificara la
opinión en cuanto a estos libros. Por otra parte, todavía se usaban mucho
otros libros, algunos de ellos tenidos por algún tiempo y en determinadas
regiones por “canónicos”, cuyo carácter, a pesar de ello, no se consolidó, y
al fin quedaron formalmente excluidos del canon. Como factor
determinante principal en la formación del canon figuraba el consenso de
las iglesias manifestado en la opinión y práctica de los escritores cristianos
de más autoridad, y sobre todo en el uso de unos libros y la exclusión de
otros en el culto, la catequesis y la apologética. Influyeron mucho también
las controversias con los judíos, los filósofos paganos y los herejes, pues la
defensa del cristianismo que se tenía como genuino tenía que basarse en
documentos considerados con autoridad emanada, en última instancia, de
Dios mismo. Un factor adicional, pero no sin importancia, ya mencionado
antes, fue el empleo de la forma de códice para las colecciones de libros, la
cual necesariamente implicaba discernimiento y selección de ellos.

Corresponde a Orígenes (185–254) el mérito de haber echado sólidas bases


para la fijación final del canon. Para ello empleó el método de investigación
que hoy llamaríamos “científico”. Porque viajando por muchos países tomó
cuidadosa nota de la actitud y uso de las Iglesias con respecto a los muchos
escritos que estaban en circulación, y los clasificó en “reconocidos”: los
cuatro Evangelios, 14 cartas de Pablo (incluido He.), Hch., 1 Jn., 1 P. y Ap.;
“disputados”: Sgo., Jud., 2 P., 2 & 3 Jn., y otros, entre los cuales dice que hay
algunos dignos de aprecio sin ser “Escrituras”, y finalmente los libros

82
simplemente “falsos” (pseudé). Es muy interesante su opinión, recogida por
Eusebio, sobre la carta a los Hebreos. Dice: “El estilo de la epístola, que se
titula Ad Hebraeos, carece de aquella rusticidad de lenguaje que es propia
del apóstol (Pablo), pues él se confiesa rudo e imperito en el lenguaje, esto
es, en la forma y regla de decir. Mas la epístola muestra gran elegancia de
lenguaje griego en la composición de las palabras, como confesará
quienquiera que pueda juzgar competentemente acerca de la diferencia de
estilo. Y además, contiene sentencias admirables, de ninguna manera
inferiores a los escritos apostólicos. Quienquiera que atentamente leyere los
escritos de los apóstoles, confesará que esto es muy verdadero… Yo pienso
de la manera siguiente: las sentencias son del apóstol, pero la dicción y
composición de las palabras son de otro cualquiera, que quiso recordar los
dichos del apóstol y como reducir a comentario las cosas que había oído al
maestro. Por lo tanto, si alguna iglesia tiene esa epístola por paulina, sea
alabada por ese motivo. Pues los mayores no enseñaron temeriamente que
aquélla es de Pablo. Quien la haya escrito es sólo conocido por Dios, a mi
parecer. Los escritores, cuyos documentos han llegado hasta nosotros, la
atribuyen, unos a Clemente, obispo de la ciudad de Roma: otros, a Lucas,
que dio a luz el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles”.

Durante el siglo 3 estalla la disputa sobre la canonicidad del Apocalipsis en


las iglesias orientales, que en cambio consideraban a la vez canónico el
Pastor de Hermas. Cipriano de Cartago (¿-258) sólo cita, de las cartas
universales, 1 Jn. y 1 P. Dionisio de Alejandría (190–265) ponía en duda que
el autor del Apocalipsis fuera Juan el evangelista, pero no le negaba
canonicidad. Otros muchos, como Luciano de Antioquía, lo repudiaron. En
Occidente no se puso en tela de juicio, como en oriente. Las iglesias griegas
lo incluyeron en su canon, pero lo excluyeron de su liturgia y de sus
comentarios. Muchos de los manuscritos griegos del Nuevo Testamento no
lo tienen. Y en cuanto a las iglesias sirias, con excepción de las monofisitas,
nunca lo aceptaron como canónico.

A principios del siglo 4 se desata la feroz persecución ordenada por


Dioclesiano, bajo la cual se generaliza la quema de escritos cristianos. Esto
fomenta, por una parte, la multiplicación de las copias clandestinas de ellos,
y por la otra acelera la fijación del canon. La iglesia tiene que decidir qué
83
escrituras han de salvarse y preservarse a toda costa. Sin embargo, no se ha
llegado todavía a una decisión final. Sigue la discusión sobre algunos libros.
Algunos apócrifos siguen gozando de mucho favor. Por ejemplo, Metodio de
Olimpo (¿-311) incluye en su lista de libros canónicos el “Apocalipsis de
Pedro”. Cuando Eusebio de Cesarea (¿-265?-340) escribe su Historia
eclesiástica, todavía hay libros como Sgo. y Jud. muy disputados. De esa
primera carta dice: “Algunos la estiman espuria y supuesta”. De ambas
afirma: “Sin embargo, sabemos que las dos se leen públicamente en muchas
iglesias, juntamente con las demás” (II, 23). Da por no disputados los cuatro
Evangelios, Hch. y 14 cartas de Pablo, incluyendo He. Pero de esta última
añade que “ha sido repudiada por algunos hasta el extremo de decir que no
era tenida como epístola cierta y genuina de Pablo por la iglesia de Roma”
(II, 3, 25). Como libros todavía en discusión cita Sgo., Jud., 2 P., 2 & 3 Jn. y
Ap. En cuanto a éste, deja en suspenso si debe considerarse entre los libros
nóthoi (“espurios”) o entre los jomologúmenoi (“aprobados por el
consentimiento de todos”). Se limita a hacer constar que algunos lo ponen
en una categoría y otros en la otra (III, 25). Por su parte, los obispos Juan
Crisóstomo de Constantinopla y Teodoreto de Cirro no utilizan Ap., 2 & 3 Jn.,
2 P. ni Jud.

Probablemente de principios también de este siglo data el llamado Canon o


Fragmento Muratori, así designado por L. A. Muratori, que los publicó en
1740, y que se había creído de fines del siglo 2. Sólo se le conoce en
traducción latina de un manuscrito que debió de ser griego. Da una lista de
libros aceptados generalmente como sagrados. Le falta el comienzo, así que
el primero en mencionarse es Lc., pero como lo llama “tercer libro del
Evangelio”, es indudable que antes ha mencionado Mt. y Mr. La lista sigue
con Hch., las 13 cartas de Pablo. Jud., “dos cartas que llevan el nombre de
Juan” (seguramente 1 & 2) y Ap. Incluye un apócrifo, el “Apocalipsis de
Pedro”, pero advierte que existe oposición a la lectura de este libro en
público. De todos modos, su inclusión en la lista es indicación de que todavía
en el siglo 4 había apócrifos que gozaban de mucha estimación entre los
cristianos. No da 1 P., pero al parecer fue una omisión por inadvertencia,
porque según otros testimonios en esos tiempos esa carta era ya
generalmente aceptada como canónica. Excluye explícitamente el Pastor de

84
Hermas, la Carta a los Laodicenses y la Carta a los Alejandrinos. Y
curiosamente menciona un deuterocanónico del Antiguo Testamento, la
Sabiduría (“de Salomón”). Es muy probable que este valioso documento se
haya originado en el oriente, no en Roma como se había creído.

En el segundo decenio del siglo 4, Constantino decidió patrocinar el


cristianismo, después de levantarse, en el Edicto de Milán, la prohibición de
su ejercicio. Pidió entonces al historiador Eusebio de Cesarea que le formara
50 códices de las sagradas escrituras cristianas. No sabemos qué libros
contenían, porque todos ellos se perdieron, y no existe información del
propio Eusebio al respecto. Pero el hecho mismo de que la Iglesia hubiera
obtenido ahora reconocimiento legal, y que por tanto sus escrituras
pudieran en lo sucesivo ser copiadas y difundidas abiertamente, fue gran
paso hacia la final definición del canon neotestamentario, sobre el cual
seguía habiendo discusión. Hilario de Poitiers (315?-367), por ejemplo,
parece no aceptar Sgo. Ambrosio de Milán tampoco, ni Jud., 2 P. y 2 & 3 Jn.
El canon llamado de Mommsen sólo incluye como canónicas, las cartas
universales, 1 & 2 P. y las tres de Juan. En cambio, el llamado Catálogo
claromontano menciona las siete. Los Padres Latinos de hasta la mitad de
este siglo no utilizan He., Sgo., 2 & 3 Jn., 2 P. y Jud. Después añaden ya He. a
las cartas de Pablo y admiten las cuatro últimas universales mencionadas.
Cirilo de Jerusalén y Gregorio de Nazianzo emiten sus listas con sólo 26
libros: falta Ap., que en cambio incluye en la suya Epifanio de Constancia.
Atanasio (295?-373) insiste en la canonicidad de Ap. y su influencia tiene
mucho que ver en la final aceptación de este libro. En su Carta de Pascua
(367) da la primera lista de libros formada sólo por los actuales 27 del Nuevo
Testamento. Por otra parte, menciona como libros autorizados para leerse
con fines de instrucción religiosa dos apócrifos: el Pastor de Hermas y la
Didajé (“Enseñanza de los apóstoles”), ambos de antiguo muy apreciados,
como ya hemos visto en su oportunidad. Atanasio llama los escritos de su
lista “libros canonizados que se nos han transmitido y que se cree que son
divinos”.

La aparición de la Vulgata, cuyo Nuevo Testamento está formado por los


actuales 27 libros, fue un poderoso apoyo a los que de ellos se discutían
todavía. Pero es muy de notarse que San Jerónimo, por otra parte, tradujo y
85
citaba con aprecio el apócrifo “Evangelio según los Hebreos”, aunque
ciertamente no le reconocía canonicidad. Para entonces comienza ya el
dictamen de los sínodos y concilios. El sínodo de Roma (382), luego el de
Hipona (397), después el de Cartago (397), declaran sucesivamente cerrado
el canon del Nuevo Testamento con los 27 libros. La regla 39 de este último
establece que “aparte de los escritos canónicos (esos 27) nada puede leerse
en las iglesias bajo el nombre de escrituras divinas”. Pero decretó, como
excepción, que los apócrifos llamados “Martirios”, podían leerse en ellas en
el aniversario del mártir correspondiente. La influencia de San Agustín en
estas asambleas, sobre todo en las de Hipona y Cartago, fue decisiva, como
lo había sido para la inclusión de los deuterocanónicos del Antiguo
Testamento en la Vulgata. En su trabajo De Doctrina Cristiana da una lista de
libros tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento que es la misma
de Cartago, aunque reconocía diversos grados de autoridad entre ellos. La
regla de este sínodo en cuanto a la lectura de los “Martirios” o “Pasiones”
de santos es la misma que San Agustín asienta en sus escritos, con tal de que
se entendiera que no eran escrituras canónicas. Para él la canonicidad se
establecía por la autoridad de la mayoría de las iglesias cristianas
especialmente de las fundadas por apóstoles y de las destinatarias originales
de las cartas paulinas y de las universales. Pero como la autoridad de las
decisiones de los sínodos se limitaba legalmente a la zona que estaba en
ellos representada, y en todo caso, tardaban en llegar a todos los ámbitos
del mundo cristiano de la época, se da el caso de que, a pesar de las
decisiones citadas, todavía hacia el año 400 las Constituciones apostólicas
omiten Ap. en su lista del canon, y en cambio añaden I & II Clemente. Más
extraño es todavía que tres siglos más tarde el Concilio de Constantinopla
(691) ratificara esa lista. Y es que, a diferencia de las iglesias latinas, las
griegas tardaron más en aceptar Ap. Es en 500 cuando aparece entre ellas
su primer comentario del Apocalipsis, compuesto por Andrés de Cesarea. Y
hasta el siglo 10 se hallan aún manuscritos bíblicos que no lo contienen, si
bien se le encuentra en manuscritos de carácter teológico. De todas
maneras, por más que durante tanto tiempo, según hemos visto, He., Sgo.,
2 P., 2 & 3 Jn., Jud. y Ap. se consideraron, si no como “apócrifos”
propiamente dichos, sí como deuterocanónicos del Nuevo Testamento
(algunos eruditos católicos los llaman así todavía hoy), bien puede decirse
86
que para fines del siglo 4 había quedado ya establecido, como final e
irrevocable, para la gran mayoría de las iglesias, el canon de los 27 libros del
Nuevo Testamento.

No puede hablarse, sin embargo, ni a estas alturas, de completa unanimidad.


Un canon llamado Sinaítico, del propio siglo 4, añade una 3 Co., así como
una curiosa carta de los corintios dirigida a Pablo. La Iglesia Siria, cuyo origen
como tal se fija hacia el año 200, usó hasta fines del siglo 5, no los Evangelios
directamente sino el Diatésaron de Taciano, del cual se había hecho poco
después de su aparición una versión siríaca. Por el mismo tiempo, fines del
siglo 2, o ya en el siglo 3, se habían vertido a esa lengua Hch. y 15 cartas de
Pablo, porque se había añadido a las 14 canónicas una 3 Co. En el siglo 4 el
canon siríaco se compone de esos libros, es decir, 17. Pero hacia el año 400
aparece una lista que en vez del Diatésaron da los cuatro Evangelios y omite
3 Co. Poco antes, o entre 400 y 430, aparece la versión llamada Peshitta, a
la lengua citada, con los libros de la lista anterior, pero con la adición de Sgo.,
1 P. y 1 Jn. En esa época el episcopado sirio prohíbe el uso del Diatésaron y
se procede a destruir las copias existentes, lo cual se efectuó tan
completamente que hasta la fecha no se ha encontrado una sola de ellas.
Sólo se conoce una hoja en pergamino con un fragmento del texto griego
original. En el siglo 5 tiene lugar la división de la Iglesia Siria en nestorianos
(al oriente) y monofisitas, llamados también jacobitas (al occidente). Los
nestorianos adoptaron la Peshitta como estaba. Los monofisitas la revisaron
a principios del siglo 6 y le añadieron 2 & 3 Jn., 2 P., Jud. y Ap. En la actualidad
la mayoría de las iglesias sirias se apega a la antigua Peshitta, de la cual están
ausentes los libros acabados de citar. El canon de la Iglesia Etíope se
compone de 35 libros, los 27 canónicos, y ocho más que no lo son. El Nuevo
Testamento en su versión gótica jamás incluyó Ap. Y todavía en la Edad
Media hay manuscritos en latín, incluyendo algunos de la propia Vulgata,
que incluyen la apócrifa “Carta a los Laodicenses”. Lo mismo hace la Biblia
Alemana (1466).

El Concilio de Florencia (1441) ratificó el carácter canónico de los 27 libros,


lo cual fue finalmente decretado por el de Trento (1546). Todo esto regía
para las iglesias de occidente o latinas. En cuanto a las iglesias griegas
ortodoxas hubo que esperar hasta 1672 para que, por decreto del Sínodo de
87
Jerusalén, su canon neotestamentario de 27 libros quedara por fin
oficialmente cerrado. Y así entramos ya en la época del Renacimiento y la
Reforma. Realmente no queda ya mucho que decir respecto al canon del
Nuevo Testamento. Erasmo, en sus ediciones del texto griego de éste, se
atiene a los 27 libros, aunque ciertamente no ignora la historia del canon
con todos sus problemas y vicisitudes. En cuanto a Lutero, según Jules
Breitenstein, erudito protestante, no habría querido aceptar para el Nuevo
Testamento un canon técnicamente fijado por la Iglesia Católica Romana,
sobre todo después de Trento. Habría preferido y, según dicho autor, hasta
ensayado, “elaborar un nuevo canon” que favoreciera más claramente la
doctrina que para él era el pivote de la teología cristiana: la de la salvación
por la fe. Aunque no fuera así, es bien sabido que el Reformador dudaba de
la canonicidad de He., Sgo., Jud. y Ap. Y no precisamente por razón doctrinal
—aunque sin duda Sgo. No le simpatizaba por su hincapié en las “obras”—,
sino porque en su opinión era dudoso que fueran en verdad apostólicos.
Pensaba que en todo caso quedarían mejor al final, como un apéndice al
Nuevo Testamento. Los conservó, sin embargo, en su traducción alemana,
si bien puso los tres primeros al final, haciendo compañía al Apocalipsis. La
Reforma, no obstante, en todas las formas que adoptó— luterana,
reformada, “no conformista” y demás—, mantuvo sin vacilaciones el canon
de 27 libros. En el caso del Nuevo Testamento no hay, por lo tanto, ningún
problema canónico entre las tres grandes ramas de la Iglesia Cristiana: la
Católica Romana, la Griega Ortodoxa y la formada por las demás iglesias de
tradición occidental, no obstante, su variedad. El Nuevo Testamento, sin que
esto signifique en modo alguno el repudio del Antiguo, constituye su tesoro
más preciado.

88
BIBLIOGRAFÍA SELECTA

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University Press, 1970.
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WESTPHAL, A., ed., Dictionnaire Encyclopédique de la Bible, París, “Je Sers”, 1932.

89
REFERENCIAS:
INTRODUCCIÓN
1 Es muy interesante que, al parecer, los caps. 6–11 de este apócrifo son de autor
cristiano.
Capítulo 1 y 2
1 The Cambridge History of the Bible, I, 148–149.
2 Es muy importante tener presente esta terminología para evitar confusiones. En
inglés existe la conveniente distinción entre la palabra aprocryphal, que es
“apócrifo” en el sentido común y corriente que ahora se le da, y Apocrypha,
traslado del plural latino, que de este modo se aplica a los libros deuterocanónicos
como vocablo técnico, sin la acepción peyorativa que conserva la otra palabra. En
castellano no tenemos esa ventaja.
3 Cit. por H. F. D. Sparks, The Cambridge History of the Bible, I, 535.
4 Prologus in Libris Salomonis, 20, 21 (Vulgata).
5 Estas adiciones van precedidas de notas que indican que no se hallan en hebreo,
y se dan en el siguiente orden: Interpretación del sueño de Mardoqueo, una nota
(a manera de colofón) a la anterior, Sueño de Mardoqueo, Edicto de Artajerjes
contra los judíos, Oraciones de Mardoqueo y de Ester, Recado de Mardoqueo a
Ester, Ester ante el rey, Edicto de Artajerjes en favor de los judíos.
6 También precedidas de notas que advierten sobre su ausencia del texto hebreo,
estas adiciones se colocan en esta forma: la Oración de Azarías y el Cántico de los
Tres Jóvenes, después de Dn. 3.23, y al final del libro la Historia de Susana, como
cap. 13, y la Historia de Bel y el Dragón como cap. 14.
7 Salvo la interpolación conocida como “Historia de los Tres Guardias”, este libro es
realmente un conjunto de selecciones de Cr., Esd. y Neh. protocanónicos; muy
probablemente restos de la LXX original, pero con cierta “revisión”. Según otra
nomenclatura, que es la adoptada por la Vulgata, es III Esdras. En la edición Rahlfs
los protocanónicos Esd. y Neh. se dan como un solo libro bajo el título de II Esdras.
En la otra nomenclatura es a la inversa, I Esdras equivale a Esd-Neh., y II Esdras es
el deuterocanónico.
8 El texto de Ester es el griego, un tanto diferente del hebreo aun en las partes
protocanónicas. Lleva las adiciones intercaladas.
9 Las Odas son una antología de pasajes poéticos proto y deuterocaaónicos, que
incluye también algunos propiamente apócrifos. Son los que figuran en el Códice
Alejandrino bajo el mismo nombre y que hemos enumerado anteriormente. Pero
se les añaden dos de las adiciones a Daniel: la Oración de Azarias y el Cántico de los
Tres Jóvenes, así como Is. 5.1–9 y 26.9–20. El “Himno matutino”, que principia con
Lc. 2.14, es en su primera y mayor parte el Gloria in Excelsis del ritual de la Eucaristía

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o Santa Comunión que emplean las Iglesias Católica Romana, Anglicana, Luterana.
Metodista y algunas otras. Contiene, además, por lo menos una oración de
Maitines, y versículos de los Salmos.
10 La historia de Susana va antes del libro protocanónico, la Oración de Azarfas y el
Cántico de los Tres Jóvenes se insertan después de 3.23, y la Historia de Bel y el
Dragón se coloca al final. De todo esto se imprimem dos textos, el tradicional de la
LXX y la recensión de Teodoción.
11 Op. cit., caps. LXXI, LXXII.
12 Tertuliano (¿155–220?) cita este libro como escritura divinamente inspirada.
13 En realidad la base bíblica de la doctrina del nacimiento virginal de Jesús no
estriba tanto en la cita que Mateo hizo del texto de la LXX, como en la clara
afirmación de ella en Mt. 1.18, 25, y Lc. 1.27. Hay el hecho también de que en
hebreo se podía llamar a una joven casada almáh hasta que tuviera su primer hijo.
14 Eusebio. Historia Eclesiástica, IV, 26.
15 Id., VI, 25.
16 Comm. in Symb. Ap., 37–8, cit. por Sparks, op. cit., I, 533.
17 Charles C. Torrey. The Apocryphal Literature, 32.
18 Id, 32, 33.
19 Cit. por Torrey, op. cit., 31.
20 Cit. por Valera, introducción a su Biblia de 1602.
21 Como se ha visto antes, este libro no fue declarado canónico por el Concilio de
Trento.
22 Tischreden, cit. por R. H. Bainton, The Cambridge History of the Bible, III, 6, 7.
23 A veces parece que el versículo citado en la referencia no corresponde
exactamente al versículo canónico. O podría tratarse de una errata.
24 Basil Hall. The Cambridge History of the Bible, III, 72.
25 aprovecho la oportunidad para hacer una importante rectificación a lo asentado
en mi libro El doctor Mora, impulsor nacional de la causa bíblica en México,
publicado bajo mi seudónimo de Pedro Gringoire. En la nota 20 bis dije que la
versión Reina-Valera, “desde un principio, no contenía los [apócrifos] del Antiguo
Testamento”. Fue una afirmación infortunada. A la fecha de escribir ese libro no
había tenido yo ocasión de examinar ningún ejemplar de la Biblia del Oso, de Reina,
ni de la edición prínceps de la revisión de Valera, y en las fuentes que tuve a mano
y en que se describen esas ediciones no hallé información en contrario.
26 Bruce M. Metzger, en su libro An Introduction to the Apocrypha (pág. 202, nota
20) consigna el hecho de que, según el tradicional protocolo de la coronación de
los reyes de Inglaterra, el ejemplar de la Biblia que el nuevo monarca besa al prestar
juramento debe contener los libros deuterocanónicos. Y refiere el incidente

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ocurrido en 1901, cuando se hacían los preparativos para la coronación de Eduardo
VII, y casi a última hora se descubrió, con la consiguiente consternación, que el
ejemplar enviado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera para la ceremonia
no contenía los deuterocanónicos. Tuvo por ello que rechazarse, y hubo que
conseguir apresuradamente otro ejemplar que los tuviera.
27 Por la información que sigue, relativa a la ABS, el autor es deudor al personal de
la Biblioteca de la Sociedad, especialmente al doctor E. F. Rhodes, a quienes aquí
expresa su reconocimiento.
28 La Iglesia Episcopal Mexicana tiene en su Libro de Oración Común, entre los
“Salmos y lecciones para el Año Cristiano”, una lectura de la Oración de los Tres
Jóvenes (adición a Daniel), dos de Tobit, cuatro de Baruc, seis de II Esdras, 12 de I
Macabeos, 32 de Sabiduría y 44 de Eclesiástico.
29 Quienes lean inglés, hallarán un amplio y ponderado estudio crítico de los
deuterocanónicos en An Introduction to the Apocrypha, por Bruce M. Metzger.
30 Ya para entrar en prensa la presente obra, aparece publicada en los Estados
Unidos de América una edición de The Living Bible que lleva los libros
deuterocanónicos después del Nuevo Testamento, a manera de apéndice. La
edición se designa en la portada como Complete Catholic Edition. Como es muy
bien sabido los editores representan la posición conservadora y fundamentalista.
Respecto a la difusión de la Biblia han adoptado, como se ve, un punto de vista afín
al actual de las Sociedades Bíblicas Unidas.
Capítulo 3
1 The Cambridge History of Bible, I, 232.
2 Apol., 1, 14.
3 Cit. por Eusebio, Historia Eclesiástica, III, 13.
4 Primera Carta a los Corintios, 46, 47.
5 Apocalipsis: “de Pedro”, “de Pablo”, “de Santiago”, “de Esteban”, “de Tomás”,
“de la Virgen”, “de Dositeo”, “de Esdras”, “de Juan”, “de Moisés” y “de Zostriano”.
6 Además, hay otros muchos que podrían caber dentro de una u otra de esas clases,
como “Historia apostólica de Abdías”, “Historia de Andrés” (fragmentaria),
“Ascensiones de Santiago”, “Predicación de Pedro” “Alógenes Supremo”,
“Sabiduría de Jesús”, “Libro Secreto de Juan”, “Reivindicación del Salvador” (que
contiene la leyenda de la Verónica), “Diálogo del Salvador”, “ Enseñanzas de
Silvano”, “Ágrafos”, “Constitución y Cánones Apostólicos”, “Cerinto”, “Melcón”,
“Pistis Sofía” y los ya antes mencionados de Pastor de Hermas y Didajé. (Algunos
de los libros de toda la lista anterior son posteriores al siglo 2).

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7 Según el Muratori este libro podía leerse en privado, pero no en el culto público,
pues Hermas lo había escrito “muy recientemente, en la ciudad de Roma, durante
el episcopado de su hermano Pío”.
8 Hist. ecl., VI, 25.
9 Dictionnaire Encyclopédique de la Bible, t. I, 163.

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