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TERCERA EDICION
G. BÁEZ-CAMARGO
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ÍNDICE
Introducción Pg. 4
Formación del Canon Hebreo Pg. 7
Formación del “Canon” Griego (Septuaginta) Pg. 25
Formación del Canon del Nuevo Testamento Pg. 68
Bibliografía selecta Pg. 89
3
INTRODUCCIÓN
La cuestión del canon bíblico, o sea de los libros que deben considerarse
como de divina autoridad, ha sido muy debatida en el curso de los tiempos.
La verdad es que en la historia del canon hay muchos puntos oscuros. El
autor del presente trabajo reconoce las dificultades que se presentan al
tratar de ella, las cuales pueden comprobarse por las diferencias que
ocurren, en diversos respectos, entre los autores que se han ocupado del
asunto. El propósito de este estudio, sin embargo, es marginar las cuestiones
de orden doctrinal o teológico, en que el terreno es propicio a las polémicas,
y concentrarse, con la mayor precisión posible, en los hechos históricos,
hasta donde se han podido comprobar, en cuanto a la formación del canon
bíblico. Su propósito es, pues, solamente de índole informativa.
La palabra canon viene del griego, al través del latín, y significa literalmente
una vara recta, de donde viene el sentido de norma, o regla en sentido
figurado. Es el sentido en que la usa Pablo en 2 Co. 10.13. Llegó a tener otras
acepciones. Por ejemplo, en el siglo 2 A.D. significaba la verdad revelada, la
“regla de fe”. En su sentido específico de “lista”, “índice” o “catálogo” de
libros sagrados, oficialmente reconocidos por las autoridades religiosas
como normativos para los creyentes, con exclusión de los demás, canon es
un término de origen cristiano. Aparece primeramente en la literatura
patrística del siglo 4 A.D. El concilio de Laodicea (363) habla ya de “libros
canónicos”. Atanasio (367) se refiere a ellos como “canonizados”. Es al
parecer Prisciliano (380) quien por primera vez usa “canon” como sinónimo
de Biblia, la cual consiste, para los judíos, de lo que los cristianos llamamos
Antiguo Testamento, y para nosotros, de éste y del Nuevo Testamento.
4
podría decirse que la canonicidad consiste en las razones que se dan para
justificar la inclusión de un escrito en el canon. El concepto de canonicidad
va asociado con el de inspiración divina. Pero si se define sin más con
referencia a éste, puede caerse en un círculo vicioso: ¿Cuáles son los libros
canónicos? Los de inspiración divina. ¿Y cuáles son los libros divinamente
inspirados? Los canónicos. Desde el punto de vista histórico, los conceptos
de inspiración divina y de canonicidad no son estrictamente equivalentes.
Parece que es el concepto de inspiración divina el que surge primero, y que
posteriormente sirve de base para el concepto de canonicidad. Pero si todos
los libros incluidos en el canon se consideraron como de inspiración divina,
hubo libros que el consenso general tuvo un tiempo por divinamente
inspirados, por lo menos en algún grado, y que finalmente no entraron en el
canon. Ante este problema, se ha llegado a distinguir entre lo que se llamaría
“inspiración general” e “inspiración especial”. La segunda sería la asignada a
los libros canónicos. En la anterior podrían entrar muchos de los que forman
la ya muy extensa literatura religiosa de todos los tiempos.
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Propiamente hablando, no hay uno sino dos cánones: el hebreo (o sea el del
Antiguo Testamento, según la terminología cristiana) y el del Nuevo
Testamento. Convencionalmente, sin embargo, suele hablarse de un
segundo canon del Antiguo Testamento, el griego, que otros llaman
alejandrino o de Alejandría, dando también el nombre de palestino o de
Palestina al hebreo. No todos los autores están de acuerdo con este
concepto tricanónico, pues consideran, con razón, que no puede llamarse
canon, con propiedad, la lista de libros que forman parte de la llamada
Septuaginta, que es sólo una versión griega del canon hebreo en formación,
con la adición de libros y textos de especial interés para los judíos
alejandrinos, quizá desde un punto de vista más literario que religioso, libros
que eran muy leídos y apreciados entre ellos.
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Capítulo 1
FORMACIÓN DEL CANON HEBREO
7
Entre esos antiguos materiales orales y escritos, son de particular
importancia los que expresan las relaciones del pueblo con Dios. Son de dos
clases: a) códigos o cuerpos de leyes prescritas por él para regir la vida
individual y comunitaria, y b) fórmulas rituales y reglamentos del culto
establecidos por mandato divino. Habiendo existido al parecer,
primeramente, por separado, algunos de ellos, probablemente la mayoría,
quedaron incorporados al Pentateuco, pero todavía puede advertirse que
forman grupo. Algunos de ellos, que han podido discernirse en el conjunto,
son leyes como las de las lesiones, Ex. 21.12, 15–17; la que prohíbe
ayuntarse con bestias, Ex. 22.19; las del adulterio y las relaciones sexuales
entre parientes próximos, así como contra la homosexualidad, Lv. 20.10–13;
el Decálogo, que existe en dos recensiones, Ex. 20.1–17 y Dt. 5.1–21; el que
se ha denominado Código del Pacto, Ex. 20.22–23.19, probablemente el
Libro del Pacto mencionado en 24.7, y del que algunos autores excluyen
partes que suponen incorporadas posteriormente y que formaban
originalmente un Decálogo ritual (23.12, 15–17; 22.29, 30; 23.18, 19); el
llamado Código ritual, Ex. cap. 34; el designado como Código
deuteronómico, Dt. 12–26, el denominado Código de santidad, Lv. 18–26 y
un Ritual del Arca, Nm. 10.35, 36.
En el segundo libro de los Macabeos (2.13) se dice que Nehemías “fundó una
biblioteca y reunió los libros referentes a los reyes, los de los profetas, los
de David y las cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Quizá “los libros
referentes a los reyes” aludía a los libros de Samuel y de Reyes canónicos,
10
que los judíos llamaron “Profetas anteriores”. Entonces “los de los profetas”
aludiría a los llamados “Profetas posteriores”, los profetas propiamente
dichos. “Los de David” serían los Salmos, en una primera compilación. No se
puede colegir cuáles son esas “cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Las
“ofrendas” son, sin duda, las que se llevaban al templo. Por lo demás, de
este pasaje pueden sacarse por lo menos dos interesantes conclusiones
relativas al canon en formación. La primera es que la tradición recogida por
Macabeos era que en tiempos de Nehemías existía ya formado el
Pentateuco (la Ley o Toráh), de modo que no hubo necesidad de que
Nehemías “reuniera” los libros que lo componen. La segunda es que las
demás partes de la Biblia hebrea no estaban todavía bien determinadas.
“Los (libros) de David”, que, como hemos dicho, es casi seguro que se refiere
a los Salmos, es alusión que parece indicar el principio de la formación de la
sección de la Biblia hebrea llamada los Escritos, de la que los Salmos es el
primero, y cuya mención podría tomarse como genérica de toda la sección.
Es ésta la manera como al parecer se designa esa sección en Lc. 24.44
cuando Jesús dice: “Todo lo que está escrito acerca de mí en la Ley de Moisés
(la Toráh o Pentateuco), en los profetas (Anteriores y Posteriores) y en los
Salmos” (los Escritos en general). Es obvio que Jesús aludía a toda la Biblia
hebrea, como se conocía ya en su tiempo.
12
El apócrifo llamado II Esdras, y también “Apocalipsis de Esdras”, que data de
fines del siglo 1 A.D., consagra su capítulo 14 a los trabajos escriturísticos de
dicho personaje. En éste se relata que, en vista de que la ley de Dios había
sido “destruida en el fuego”, Esdras pide al Señor que lo llene de su santo
espíritu a fin de volver a redactar, bajo inspiración suya, los libros que la
contenían. Dios accede y le ordena que dicte a cinco escribas lo que él
pondrá en su mente. Así lo hace Esdras, y durante 40 días dicta día y noche
un total de 94 libros. Dios le ordena promulgar 24 de ellos (supuestamente
los del canon hebreo completo) y reservar los otros 70 para la lectura sólo
de “los sabios” del pueblo. Se trata, por supuesto, de una leyenda sin
suficiente base histórica, pero el hecho de haberse formado indica la
existencia de una muy antigua tradición que podría significar que Esdras
tuvo en verdad una importante participación en la formación del canon, de
la cual no quedó en Esdras-Nehemías canónico noticia detallada.
En el libro de Daniel, escrito a principios del siglo 2 a.C., se dice que el profeta
“estaba estudiando en los libros… la palabra de Yahvéh que hubo para
Jeremías” en cuanto a la duración de la cautividad. El plural “los libros”
parece aludir a la segunda sección del canon hebreo llamada Los Profetas,
que habría quedado completada hacia el año 200 a.C. Esta referencia parece
confirmarlo. (El libro de Daniel mismo no pertenece, en la Biblia hebrea, a
esa sección sino a la tercera, llamada de los Escritos.)
13
Finalmente, en otro deuterocanónico, el primer libro de los Macabeos, cuya
redacción se fija usualmente hacia el 100 a.C., se hace alusión a “los libros
santos que están en nuestras manos”, o sea, “nuestros libros sagrados”,
expresión que indica la existencia ya de un grupo o colección de libros que,
aunque no hubiera todavía de por medio una declaración de las autoridades
religiosas, eran considerados por la tradición y el uso general como Sagradas
Escrituras (I Mac. 12.9). Durante la persecución emprendida por Antíoco IV
Epífanes contra la religión judaica en la primera mitad del siglo 2 a.C., deben
de haberse destruido muchas copias de los libros sagrados judíos. “Si en
poder de alguno se encontraba un libro de la alianza… se le condenaba a
muerte” (I Mac. 1.57). Este libro era casi seguramente la Toráh, o libro de la
Ley. Judas Macabeo (167–61) “reunió… todos los (libros) que habían
quedado dispersos por la guerra que sobrevino contra nosotros” (II Mac.
2.14).
No es seguro cuál fue la manera como Yabneh numeró y agrupó los libros
canónicos judíos. Lo que se ha considerado más probable es que eran
originalmente 24, pero que después algunos autores, como Josefo, los
reagruparon artificialmente para que resultaran 22, como las letras del
alefato o alfabeto hebreo. Entre los autores modernos unos siguen
opinando así, pero otros creen que fue a la inversa, que originalmente eran
22 y que resultaron 24 cuando Rut se separó de Jueces, y Lamentaciones se
desglosó de Jeremías, para colocarlos en la tercera sección, la de los Escritos.
En cuanto al orden de colocación de los libros, sólo es unánime el de los más
conocidos y venerados, los cinco del Pentateuco. Los de las otras dos
secciones no siempre aparecen en el mismo orden.
Es probable, sin embargo, que fuera también durante el exilio cuando esa
primitiva edición se aumentó, y comenzó a bosquejarse un agrupamiento
que apuntara ya al que tiene en nuestro Salmos actual. Este arreglo final
parece bastante tardío, como parece indicarlo la estructura que presenta el
manuscrito hallado en la cueva 11 de Qumrán (11Psa), que contiene salmos
canónicos y otros que no lo son, y en que los primeros se presentan en un
orden diferente del que llevan en el texto masorético, además de
considerables variantes en la redacción. Por supuesto, no hay que descartar
la posibilidad de que el citado manuscrito sea copia más bien de una
antología, para uso privado, que el libro de los Salmos propiamente dicho,
porque incluye otros materiales, como un pasaje de 2 Samuel, uno de
Eclesiástico, un salmo 151, y algunas composiciones apócrifas, como una
relativa a los trabajos literarios de David.
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No es seguro definir cuál haya sido el criterio aplicado a los libros para
decidir cuáles de ellos entrarían a formar parte del canon y cuáles no. Como
hicimos notar en la Introducción, el concepto de canonicidad vino a
precisarse mucho tiempo después, y surgió en forma más definida entre los
cristianos. Al lado de los libros que después entrarían en el canon,
circulaban, con diverso grado de aceptación general, otros muchos libros,
sobre todo en los dos o tres siglos anteriores a la era cristiana y en el primero
de ésta, además de los deuterocanónicos que formarían parte de la versión
griega Septuaginta. Los judíos no empleaban los términos “canónicos”,
“apócrifos” y “seudoepígrafos”, terminología de origen cristiano, para
distinguir entre los libros de tema religioso. El sentido original de “apócrifo”
se explicará al tratar de la Septuaginta. Baste ahora decir que
“seudoepígrafo” se llama el libro que se atribuye a algún personaje de
importancia y prestigio en la esfera religiosa, y en cuyo título figura el
nombre respectivo. Algunos apócrifos son a la vez seudoepígrafos.
Los judíos clasificaban los libros, desde el punto de vista religioso, en tres
clases: 1) los “libros que contaminan las manos”, o sea los libros sagrados en
grado sumo, que después de fijado el canon podemos llamar “canónicos”;
2) los guenuzim (de la raíz ganaz, “guardar” o “esconder”), o sea,
literalmente, guardados, ocultados o almacenados, y 3) los sefarim jitsonim,
lit. “libros de afuera” (exteriores, extraños). La curiosa expresión “libros que
contaminan las manos”, que en lenguaje usual significaría todo lo contrario
de libros sagrados, procede de la Mishnáh, recopilación de leyes orales
preservadas por la tradición judía. Quiere decir que los libros así designados
son tan santos que comunican su santidad (la contagian, por eso el uso del
verbo “contaminar”) a las manos que los manejan, por lo cual se requiere la
purificación ritual de ellas, después de usarlos, a fin de no transmitir esa
santidad a los objetos profanos que luego se toquen o manipulen.
A veces los guenuzim parecen confundirse con los sefarim jitsonim, y ser
considerados entre estos “libros de afuera”. Pero sólo esta última expresión
podía entrañar desprecio o hasta repudio. No sucedía así, generalmente, con
la primera. Los guenuzim eran libros no autorizados para lectura general y
mucho menos para lectura en las sinagogas. Eran libros que se guardaban o
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reservaban para uso exclusivo de ciertas personas que podían usarlos con
discernimiento, porque ofrecían algunos problemas teológicos o de
concordancia con la Ley. Sólo los muy entendidos, pues, podrían utilizarlos
resolviendo dichos problemas o por lo menos sin recibir daño en sus
creencias. Algunos de esos libros se tenían en gran aprecio. Josefo, por
ejemplo, los utilizó como fuentes para la redacción de sus obras históricas.
Pero no se les consideraba como libros sagrados. Hoy les llamaríamos
esotéricos. De ahí que algunos libros que finalmente fueron incorporados en
el canon hubieran sido considerados en un principio como guenuzim. Por
ejemplo, Proverbios, Cantares y Eclesiastés, hasta que la Gran Sinagoga
(cuerpo antecesor del Sanedrín y el sínodo de Yabneh en autoridad) resolvió
algunas dificultades que ofrecían. Ester fue mantenido un tiempo en esa
categoría. Ezequiel estuvo a punto de ser declarado guenuzí, hasta que un
rabino muy respetado, Ananías ben Ezequías, halló solución a las
discrepancias que, según dijimos antes, se le encontraban con la Toráh. En
las sinagogas existía un aposento o bodega llamada guenuzáh donde se
guardaban, excluidas del uso público, las copias también de los libros
sagrados que hubieran resultado defectuosas o ya muy gastadas por el uso.
Esto ilustra bien el sentido propiamente dicho de guenuzim: libros o rollos
puestos fuera del uso oficial, y guardados en lugar seguro, para no quedar
expuestos al uso público.
Yabneh, como hemos visto, no hizo más que poner su sello de autorización
oficial al canon que, sin llevar este nombre, se había venido formando en el
curso de varios siglos por el consenso general de quienes, generación tras
generación, habían experimentado en su propia vida el efecto saludable que
el estudio y acatamiento de los preceptos de unos libros producían, a
diferencia de los otros muchos que circulaban y se leían. O sea que la
autoridad divina de ellos se percibía y sentía práctica y profundamente en
una experiencia vital, o sea, como hoy se acostumbra decir, vivencialmente.
Sobre esa base sin duda, se habían seleccionado y preservado los rollos que
formaban la colección del templo, y esto era ya un principio de canonización,
propiamente dicha, de los escritos contenidos en ellos. Pero, como dijimos
en la Introducción, tanto esto corno la posterior declaración formal de
Yabneh, era más bien tan sólo una ratificación a posteriori de lo que la
experiencia de la comunidad creyente había establecido de sí misma.
23
Capítulo 2
FORMACIÓN DEL “CANON” GRIEGO
(SEPTUAGINTA)
26
Carta de Jeremías y Tobit, indica claramente que por lo menos algunos de
ellos se conocían y gozaban de cierta popularidad en la propia Palestina
desde el siglo 2 ó 1 a.C. Los alejandrinos, que consideraban Palestina como
su centro espiritual y cultural, los habrían conocido también, y no habrían
encontrado grave inconveniente en incorporarlos a su colección.
Al parecer, Jesús conocía también el griego, que era en Palestina como una
segunda lengua, por lo menos entre personas de alguna educación. Si así
era, es probable que conociera los escritos de la versión griega, entonces de
uso como lectura general. Pero, si fue así, no tenemos el menor indicio en
los Evangelios o en el resto del Nuevo Testamento, del concepto que podría
haber tenido de los deuterocanónicos. No podría hacerse otra cosa, a ese
respecto, que aventurarse en conjeturas sin ninguna base firme. El hecho es
que ninguna de sus referencias o citas escriturales puede corresponder a
alguno de los libros deuterocanónicos. La cita que hace en Lc. 11.49–51a
(Mt. 23.34, 35), no se encuentra en ninguno de los libros canónicos, pero
tampoco es de algún deuterocanónico. Se ha sugerido que quizá estuviera
citando un libro llamado La sabiduría de Dios (que, desde luego, no sería el
deuterocanónico Sabiduría, llamado “de Salomón”), pero esto es sólo una
atractiva conjetura. Tampoco se sabe la procedencia de su cita en Jn. 7.38.
No se halla en ningún libro canónico o deuterocanónico. Pero Jesús,
cualquiera que fuera el escrito citado, lo consideraba y así lo dice, como
escritura sagrada: “la Escritura”.
31
Con toda probabilidad, los libros del canon hebreo fueron también, por la
misma razón aducida arriba, la Biblia de los primeros judíos convertidos al
cristianismo en Palestina, y en particular de la iglesia de Jerusalén. Esto
cambió, sin embargo, en el curso del propio siglo primero, especialmente
por la rápida difusión del cristianismo naciente entre los judíos de la
Dispersión y los gentiles, unos y otros de habla griega, de modo que el Nuevo
Testamento, formado durante la segunda mitad de ese siglo, hubo de
componerse de escritos en griego, no en hebreo y ni siquiera en arameo. Por
esa razón los cristianos, al tratarse del Antiguo Testamento, o sea de “la
Escritura” conocida hasta aquel entonces, utilizaron a tal punto la versión
griega Septuaginta que ésta vino a ser, de hecho, la Biblia de la Iglesia
Primitiva. Y no hay bases documentales para pensar que, en un principio,
hayan hecho distinción entre unos libros y otros de los que contenía. Con
toda probabilidad consideraban toda la colección como Escritura inspirada
divinamente. Y hasta es muy probable que, en cuanto a la versión misma,
siguieran el criterio de Filón y la consideraran tan inspirada como los
originales hebreos.
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habiendo sido educado en la estricta ortodoxia judía, se estaría refiriendo
precisamente a los escritos sagrados ya generalmente reconocidos por las
autoridades rabínicas, y que, como se dijo ya en su debido lugar, es casi
seguro que eran los que más tarde formarían el canon de Yabneh. Es un
hecho que no hay en el Nuevo Testamento citas directas y textuales de los
libros deuterocanónicos. Pero la cita directa o la falta de ella de algún libro
es realmente un dato neutral que no va en favor ni en contra de la autoridad
de él. Tampoco se citan directamente en el Nuevo Testamento Josué,
Jueces, Crónicas, Esdras-Nehemías, Esther, Eclesiastés, Cantares,
Lamentaciones, Abdías, Nahum ni Sofonias. En cambio, se citan apócrifos
que no llegaron a aceptarse ni siquiera como deuterocanónicos. En Jud. 9 la
referencia y la cita son de la “Asunción de Moisés”, identificación hecha ya
por Orígenes (siglo 3). En 14 y 15 se cita textualmente y por nombre el “Libro
de Enoc”,12 y en 6 y 13 se advierten influencias del mismo apócrifo.
Orígenes decía que la cita de 1 Co. 2.9 es del “Apocalipsis de Elías”. Es
también la opinión sustentada más tarde por San Jerónimo (siglo 4). Esta cita
se suele dar como de Is. 64.4, pero no coincide. Lo mismo sucede con la cita
atribuida a Jeremías en Mt. 27.9,10, que no es del Jeremías canónico, y que
erróneamente se considera de Zac. 11.12, 13. San Jerónimo la halló
textualmente en un “Apócrifo de Jeremías”, una copia del cual asegura que
tuvo en sus manos. En 1 P. 3.19 la alusión a los “espíritus encarcelados”
proviene de “Enoc”, caps. 14 y 15.
33
Cleantes; en 1 Co. 15.33, un verso de la comedia “Tais”, del poeta griego
Menander; en Tit. 1.12, un dicho de Epiménides.
Hacia 100 A.D., Clemente de Roma, en su primera Carta a los Corintios, cita
Judit y una de las adiciones a Ester: la oración de ésta. Hacia la misma época,
Policarpo cita Tobit. Ireneo (130-¿200?) cita Baruc y una de las adiciones a
Daniel, la Historia de Bel y el Dragón. Melitón de Sardes (¿?-¿190?), primer
escritor cristiano que hace notar la existencia del canon hebreo, envió a un
36
cierto “hermano Onésimo”, a petición de éste, un “catálogo” de los libros
del Antiguo Testamento. Son los del citado canon, aunque no menciona
Nehemías, que muy probablemente considera como un solo libro con
Esdras, ni Lamentaciones, de seguro para él unido a Jeremías. Es notable,
desde luego, la omisión de Ester en su lista.14 De todos modos, parece que
ya por ese tiempo había un sector cristiano que se inclinaba a considerar
como Antiguo Testamento solamente los libros del canon hebreo. Por el año
238 había comenzado, aunque sin generalizarse, un debate sobre los
deuterocanónicos, cuando Julio Africano y Orígenes (185–254) se cambian
cartas, el primero poniendo en duda la canonicidad de la Historia de Susana
y el segundo defendiéndola, no de modo muy convincente, con el
argumento de que la Iglesia no deriva su autoridad de la de los judíos, sino
que tiene autoridad propia en materia de Escrituras. El argumento revela,
sin embargo, que las autoridades de la Iglesia apoyaban ese escrito, dándole
la categoría de canónico, y que al parecer Orígenes defendía más bien la
autoridad de la Iglesia que precisamente la canonicidad de Susana. Porque,
según testimonio de Eusebio, él mismo había publicado una lista de 22 libros
como del Antiguo Testamento, diciendo que este “número corresponde a
las letras” hebreas y daba sus nombres en hebreo y en griego. En la
transcripción de Eusebio resultan, sin embargo, sólo 21, porque no
menciona el libro de los Doce Profetas (Menores), Rut va unido a Jueces, y
Lamentaciones a Jeremías, en el cual, sin embargo, incluye la “Carta de
Jeremías”, un deuterocanónico. Añade que “fuera de este índice están los
libros de los Macabeos”, pero cuando cita I Macabeos lo trata como
escritura divinamente inspirada. Se ve, pues, que aun en un doctor de la
Escritura tan erudito como Orígenes, el criterio sobre los deuterocanónicos
fluctuaba.
Orígenes, sin duda el erudito bíblico más notable anterior a San Jerónimo, y
quizá el escritor más prolífico de aquellos tiempos, compuso la obra
monumental llamada Hexapla, porque en seis columnas paralelas contenía
1) el texto hebreo del Antiguo Testamento; 2) su transcripción en caracteres
griegos (porque en aquel tiempo la escritura hebrea carecía de vocales, lo
que dificultaba su lectura para los que no eran judíos versados en la lengua);
3) versión griega de Aquila; 4) versión griega de Símaco; 5) la LXX; 6) versión
37
griega de Teodoción. Después preparó una edición sin el texto hebreo y su
transcripción (Tetrapla). Como partía del supuesto de que la LXX original era
traducción solamente de los libros del canon hebreo (Yabneh), idea muy
difícil de sostener ahora, no incluyó, naturalmente, en su columna de la
Septuaginta, los deuterocanónicos. Por su volumen, las copias de la Hexapla
habrían resultado sumamente costosas, por lo cual Orígenes donó su
manuscrito a la biblioteca de Cesarea, donde sirvió de consulta a los eruditos
bíblicos, hasta la destrucción de dicha biblioteca por los árabes en el siglo 7.
A principios del siglo 4, Pánfilo de Cesarea y Eusebio publicaron por separado
la recensión de Orígenes de la LXX, y fue en esta forma como alcanzó mucha
popularidad en Palestina. Todavía, según San Jerónimo, predominaba hacia
el 400 A.D.
38
también Baruc. En la práctica seguía un principio como el establecido por
San Jerónimo: no citar los “apócrifos” en apoyo de ninguna doctrina, pero
emplearlos como lectura provechosa. Así, por ejemplo, en una de sus
conferencias citó Sabiduría, que por cierto atribuía a Salomón.
40
Eclesiástico, Sabiduría, Tobit, Judit, Ester con sus adiciones, I & II Esdras y I
& II Macabeos. Otro Sínodo de Cartago, el de 419, siguió prácticamente el
criterio del anterior. Lo mismo hicieron el Concilio de Constantinopla
(Trullano) (692) y el de Florencia (706).
Con los albores del humanismo, que desembocaría con brillo inusitado en el
Renacimiento, y que traería consigo un renovado interés en las lenguas
clásicas y en el hebreo y el griego originales de las Sagradas Escrituras, no
pudo menos que resucitar la cuestión del canon. Hugo de San Víctor (siglo
12) sustentaba el mismo criterio que San Jerónimo sobre los
deuterocanónicos. Nicolás de Lira (siglo 14), cristiano de ascendencia judía,
en su comentario sobre la Biblia “canónica” define como tal la Biblia
Hebraica. Pero añadió comentarios sobre las escrituras “no canónicas”
(Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit y I & II Macabeos). Sus labores ejercieron
una influencia considerable en la renovación del interés, entre los eruditos
bíblicos cristianos, por el estudio del hebreo. La Biblia de Wycliffe (1382) sólo
reconocía como de autoridad divina los libros del canon hebreo, pero incluía
los deuterocanónicos, de los que Wycliffe decía que “carecen de autoridad
de creencia”. La Vulgata sigue ocupando un lugar preeminente. El cardenal
41
Ximénez de Cisneros produce en España su monumental Biblia políglota
llamada Complutense (1514–1517), con el texto latino de la Vulgata en el
centro, el griego de la Septuaginta de un lado y el hebreo masorético del
otro, que representan respectivamente la Iglesia Griega y la Sinagoga, y dice
que el texto latino se imprime en medio “como Jesús fue crucificado entre
dos ladrones”. Pero en cuanto a los deuterocanónicos, que van incluidos en
la Complutense, explica en su Prefacio que son recibidos por la Iglesia para
edificación, más bien que para fundamentar doctrinas, por lo que se ve que
el dictamen de San Jerónimo sigue todavía en vigencia. Y respecto a la
importancia que se da a la Vulgata, por ese tiempo Jean Morin, autor de
importantes trabajos bíblicos, la exalta hasta el punto de sostener que el
texto de ella es más fiel a los originales que el texto griego (LXX) y que el
propio texto hebreo.
42
“seguramente (la Iglesia) no desea que Judit, Tobit y Sabiduría tengan el
mismo peso que el Pentateuco”. El cardenal Cayetano, al final de sus
comentarios bíblicos, dice: “Aquí acabamos los comentarios sobre los libros
historiales (históricos) del Viejo Testamento, porque los demás (a saber,
Judit, Tobit, los libros de los Macabeos) San Jerónimo no los cuenta entre los
canónicos sino entre los apócrifos, juntamente con el libro de la Sabiduría y
con el Eclesiástico, como se ve en el Prólogo Galeato. Ni te turbes, novicio,
si en algún lugar hallares, o en los santos concilios, o en los sagrados
doctores, que estos libros se llamen canónicos. Porque así las palabras de
los concilios como las de los doctores han de ser limadas con la lima de San
Jerónimo, y conforme a su determinación… estos libros y los demás de su
suerte (clase), que andan en el canon de la Biblia, no son canónicos, es decir,
no son regulares para confirmar lo que pertenece a la fe. Pero se pueden
llamar canónicos para la edificación de los fieles, como recibidos y
autorizados en el canon de la Biblia para este intento”.
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Hasta aquí nuestra reseña histórica se ha referido principalmente a la
situación del canon bíblico en la Iglesia occidental o latina. Veamos
someramente lo que toca a las iglesias orientales. La versión más antigua a
la lengua siríaca se hizo, al parecer, a principios de nuestra era, y se conoce
con el nombre de Peshitta. Por su autoridad entre las iglesias sirias, jacobita,
nestoriana, maronita y melquita se le ha llamado “la Vulgata siríaca”.
Contiene los libros del canon hebreo, excepto Crónicas, Esdras-Nehemías y
Ester, y además Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, Carta de Jeremías, Judit, las
adiciones a Daniel y I & II Macabeos. El Códice Ambrosiano de dicha versión,
que data del siglo 6, tiene los deuterocanónicos, menos I (III) Esdras, la
Oración de Manasés, Tobit y las adiciones a Ester, pero añade III & IV
Macabeos, II (IV) Esdras y, extrañamente, el libro VII de las Guerras de los
Judíos, de Josefo.
45
que, siguiendo la antigua tradición de las iglesias griegas, la Iglesia acepte
oficialmente los deuterocanónicos, pero que entre los eruditos bíblicos haya
disparidades de criterio. La Iglesia Bautista de la URSS, que es la segunda
comunidad religiosa en número, por supuesto no los acepta. La edición de
la Biblia en ruso, publicada por las Sociedades Bíblicas Unidas, y usada por
ellos, no los contiene.
50
Sgo. 3.2 (Eclo. 14.1, 19.16 y 25.8); 1 P. 5.7 (Sab. 12.13); Ap. 8.2 (Tob. 12.15?);
Ap. 9.7 (Sab. 16.9).
52
hasta la fecha,26 lo mismo que en la Iglesia Luterana y en la Reformada de
Zurich.
53
En 1804 se fundó en Londres la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, con
el propósito de traducir, publicar y propagar la Biblia, no sólo en inglés sino
en las demás lenguas, hasta donde fuera posible. En sus Leyes y
Reglamentos no se tocaba la cuestión de los deuterocanónicos, sino se
estipulaba solamente que “los únicos ejemplares que la Sociedad ha de
circular en las lenguas del Reino (Unido) serán de la Versión Autorizada”
(KJV), la cual, como hemos visto, incluía originalmente los mencionados
libros. Para 1814 contaba con 18 sociedades afiliadas en el continente
europeo. Una de sus publicaciones fue la de la Biblia de Lutero, en que se
basaron versiones a otras lenguas europeas, y que como ya sabemos llevaba
los deuterocanónicos antes del Nuevo Testamento. Entre sus sociedades
auxiliares en el Reino Unido se contaban las de Edimburgo y de Glasgow,
Escocia, donde privaba la tradición reformada representada por la Confesión
de Westminster. A los pocos años de fundada la SBBE, esas dos sociedades
empezaron a ejercer una creciente presión en contra de la publicación de
ediciones que contuvieran los deuterocanónicos. Un primer resultado fue
que la Sociedad pidiera en 1811 a sus afiliadas del continente que los
omitieran en sus ediciones. Pero fue tal la inconformidad de éstas, sobre
todo en Alemania, Austria y Suecia, con tal disposición, que la Sociedad hubo
de retirarla en 1813, acordando que las sociedades extranjeras afiliadas
podrían imprimir Biblias en la forma que desearan sin más condición que no
tener “notas ni comentarios”. Por algunos años la cuestión se mantuvo
latente, pero en 1819 hizo de nuevo explosión cuando la Sociedad otorgó
subsidios para la publicación de versiones en italiano, castellano y portugués
que, debido al predominio del catolicismo en países de esas lenguas,
contenían los deuterocanónicos. Las sociedades de Edimburgo y Glasgow
protestaron enérgicamente y la controversia alcanzó su mayor intensidad en
1820. Por ese tiempo, el agente de la Sociedad en Suecia, míster Patterson,
publicó a manera de transacción los deuterocanónicos en un volumen por
separado. Pero esa solución se pasó por alto.
54
con el fin de facilitar la difusión de la Biblia en países en donde la gente
estaba acostumbrada a verlos formando parte de ella, y seguramente
desconfiaría de los ejemplares que carecieran de ellos. Y esto no sólo
tratándose de católicos romanos, sino también de los luteranos y aun de
algunas iglesias reformadas. Pero tampoco esta consideración calmó la
polémica, ni aun cuando la Sociedad, todavía indecisa, y llevada y traída por
el vaivén de las opiniones en pugna, decidió en 1822 transigir. Su acuerdo
fue entonces dedicar sus propios fondos solamente a la publicación y
distribución de Biblias sin los discutidos libros, pero dejando a las sociedades
afiliadas en libertad de publicar y distribuir, a sus propias expensas,
ediciones con ellos.
57
opinión. Thomson coincide en lo general con Torrey: lo que está cerrando ya
para entonces las puertas a la difusión de la Biblia en México es que ahora
las ediciones de la SBBE, que él representa, ya no contienen los libros
citados.
60
fueron aquellos. Los deuterocanónicos, en particular, aportan datos útiles
para entender mejor el Nuevo Testamento, por ejemplo, en cuanto al
desarrollo de doctrinas como la resurrección de los muertos, el juicio final,
los ángeles y los demonios, y otras.
Judit parece ser una repetición muy elaborada, en otro contexto histórico,
del argumento de la historia de Jael (Jue. 4.17–22). Algunas adiciones a Ester
y a Daniel, y la Oración de Manasés, muestran paralelos con algunos salmos,
y parecen recordar oraciones como la de Ezequías. La intención de la
dramática historia de Susana, es sin duda exaltar la pureza de una esposa
fiel, en contraste con la concupiscencia de jueces corrompidos. I Macabeos
es una aportación a la historia del periodo en que Palestina estuvo bajo la
dominación de los seléucidas y en que Judá vivió una etapa de
61
independencia. El historiador Josefo se documentó ampliamente en este
libro, no obstante que no lo consideraba canónico. Es interesante que hasta
se ha sugerido que algunas partes de los deuterocanónicos, en la recensión
en que han llegado hasta nosotros, podrían ser de autores cristianos, como
por ejemplo los capítulos 1, 2, 15 y 16 de II Esdras, que faltan en las versiones
orientales.
La Nueva Biblia Española (Schökel) ordena los libros del Antiguo Testamento
de una manera peculiar, agrupándolos en Pentateuco, Historia, Narraciones,
Profetas, Poesía y Sapienciales. Separa de Baruc la Carta de Jeremías. Hace
lo mismo que la Biblia Herder con las adiciones a Ester, pero conserva para
los versículos de ella la numeración de la Vulgata. Concuerda con la Biblia
Herder en que un escritor griego fue el autor de las adiciones, y sugiere que
en una primera lectura pueden saltarse estos pasajes, que van impresos en
cursiva. Aunque conserva las adiciones a Daniel como caps. 13 y 14, los
imprime también en cursiva con el subtítulo general de “Relatos griegos”. En
la introducción al libro se dice que “los fragmentos griegos” son “adiciones
posteriores”. La Biblia de Jerusalén trata las adiciones a Daniel y a Ester
como la Biblia Herder y la NBE, excepto que a diferencia de esta última no
imprime las historias de Susana y de Bel y el Dragón en una sección aparte,
66
y que deja la Carta de Jeremías como parte integrante de Baruc. La Biblia de
Cantera-Iglesias agrupa los deuterocanónicos, bajo el designado de “libros
no incluidos en el canon hebreo”, antes del Nuevo Testamento, dando por
separado los “Suplementos al libro de Ester” y las “Adiciones griegas al libro
de Daniel”. En la Introducción General a esta sección advierte: “El bloque de
libros que viene a continuación, aunque admitidos como canónicos en la
tradición católica, no se encuentran en el canon hebreo”. Pero en el
encabezado de la sección los llama “deuterocanónicos”.
67
Capítulo 3
FORMACIÓN DEL CANON DEL
NUEVO TESTAMENTO
68
de los concilios, a la conclusión de que esos libros, con el trasfondo de las
escrituras judías, eran suficientes para normar su doctrina y vida, y para
establecer sobre bases sólidas su fe como pueblo de Dios redimido por
Jesucristo. El único criterio que parece dar apoyo a ese consenso es el de
que los libros de esa manera distinguidos entre los demás se consideraran
como basados en la tradición y autoridad apostólicas, Justino (ca. 100–165
A.D.) decía que la palabra de Jesús “era el poder de Dios”. Por su parte,
Papías (70–155) dice que él había aprendido de “los más antiguos”, y
retenido en la memoria, recibiéndolas de “los que recordaban los mandatos
del Señor”, las verdades de la fe. Se dedicó, afirmaba, a inquirir qué decían
y predicaban los apóstoles y demás discípulos de Jesús. “Pues yo estimaba
—declara— que no podría sacar tanta utilidad de la lectura de los libros
como de la viva voz de los hombres todavía sobrevivientes”. Puede
considerarse también como suplementario de ese criterio el uso de
congregaciones cristianas consideradas como profesantes ortodoxas de la
nueva fe, y que servían de ejemplo y guía a otras en cuanto a la aceptación
o repudio de los libros. Porque en cuanto a los escritores del que llegaría a
ser nuestro Nuevo Testamento, el único que parece haber atribuido a su
libro la autoridad de escritura sagrada e inalterable, como se diría después,
“canónica”, es el autor del Apocalipsis. Se trata del quizá más tardío de los
escritos neotestamentarios, y tal vez su autor lo consideraba de tal rango
porque en él se limitaba a consignar por escrito las palabras del Señor y otras
revelaciones que le habían sido comunicadas en visiones inspiradas por el
Espíritu (Ap. 11, 10; 22.18, 19).
69
Etapa apostólica (—70 A.D.). Es bien sabido que Jesús no abolió el Antiguo
Testamento (Mt. 5.17), y que a su vez la Iglesia cristiana primitiva lo adoptó
como Sagrada Escritura. Pero durante los siglos primero y segundo se leían
y respetaban también como “Escrituras” otros escritos, unos anteriores y
otros posteriores a Jesús, no sólo apócrifos propiamente dichos sino
seudoepígrafos, como por ejemplo el Testamento de los Doce Patriarcas, el
libro de Enoc, la Asunción de Moisés, el Apocalipsis de Elías, I(III) & II(IV)
Esdras, y otros muchos. En algunos de ellos, más que en escritos del Antiguo
Testamento, hallaron fuerte apoyo doctrinas como las del reino de Dios, del
Hijo del Hombre, de la resurrección del cuerpo, de los ángeles, de los
demonios.
Para la Iglesia apostólica, sin embargo, sobre todas las antiguas Escrituras
estaban las palabras de Jesús y las enseñanzas de sus apóstoles, que
vendrían a concretarse en el Nuevo Testamento, y que en un principio se
preservaron por la simple tradición oral. Era a la luz de esas palabras y
enseñanzas, de lo que sabían de Cristo y de lo que creían acerca de él, como
entendían el Antiguo Testamento. Mientras vivieron los apóstoles y quienes
derivaron directamente de ellos la información relativa a Jesús, parece que
los cristianos se conformaron con la transmisión oral y no sintieron gran
necesidad de consignarla por escrito. Parece que, de esa información
emanada de labios de los apóstoles, lo primero que se puso por escrito
fueron los dichos del Señor. Existe, pues, la plausible teoría de que hubo un
primer escrito que los contenía y que se ha designado con el nombre de
Logia (“palabras” de Jesús). También se ha supuesto un prístino documento,
probablemente más amplio, que se designa con la sigla Q (del alemán
Quelle, “fuente”). Estos documentos, según dicha teoría, habrían sido
utilizados por los evangelistas sinópticos para la composición de sus
respectivos Evangelios.
Los escritos cristianos más antiguos que conocemos son de esta etapa: las
cartas de Pablo. Por supuesto, este apóstol, en quien puede decirse que tuvo
principio el Nuevo Testamento, jamás pensó que sus escritos llegarían a
considerarse al par de la “Escritura”. La primera de sus cartas es con toda
probabilidad la primera a los Tesalonicenses, escrita en Corinto hacia 51 A.D.
Las fechas no son seguras, y hasta se discute si todas las cartas que aparecen
con su nombre fueron realmente escritas por él. Sin entrar en esta discusión,
hasta cierto punto ajena al propósito de este trabajo, simplemente
consignamos los datos y fechas comúnmente aceptados. Tras la carta citada
vendrían 2 Ts. (hacia el año 52); Gá., 1 Co., 2 Co. y Ro. (entre 53 y 58); Col.,
Ef., Fil., Flm. (desde su cautividad en Roma, entre 61 y 64); 1 Ti. y Tit. (hacia
65); 2 Ti. (desde Roma, hacia 66 ó 67). Las cartas no paulinas parecen ser
más tardías, de manera que no pertenecen propiamente a esta etapa.
No parece haber consenso entre los eruditos bíblicos en cuanto a las fechas
aproximadas de la composición de los Evangelios de Mateo y Lucas. Si, como
es probable, el de Marcos se utilizó en la preparación de los otros dos, esto
debe de haber sido antes o alrededor del año 70. Algunos autores dan entre
71
60 y 65 para Mateo, otros una fecha más tardía, y algunos aun después del
año 100. Ahora bien, hay también la teoría de que Mateo se escribió
originalmente en arameo y luego se tradujo al griego. De haber sido así, su
composición en la primera lengua debe de haber sido más temprana, quizá
hacia el año 60, con lo cual resultaría en realidad anterior a Marcos. Hay, sin
embargo, una presunción más fuerte de que al menos en su forma griega es
posterior a esa fecha y que, como antes dijimos, con toda probabilidad
utilizó el texto de Marcos, ya conocido para entonces. En cuanto a Lucas se
ha propuesto una fecha más bien próxima a 60, y en este caso, no habiendo
sido tampoco apóstol su autor, su escrito se aceptó por considerarse como
el evangelio predicado por Pablo. Es muy probable, con todo, que los tres
sinópticos se conocían ya, por lo menos antes del año 80. Según parece, la
primera colección de Evangelios reunía estos tres y apareció hacia principios
del siglo 2.
Aunque esta posición crítica no dejó de ser muy debatida, dos datos
relativamente recientes han puesto fin al debate. El primero se refiere a la
fecha de composición del libro. Ciertamente ya existían indicios que
permitían suponer que éste databa de una fecha no más tarde que el año
100, y aun posiblemente anterior. Clemente de Roma lo citó probablemente
hacia el 95. Ignacio Mártir lo hizo quizá hacia el 100. Papías (70–155) lo citó
también. El autor anónimo de la Carta a Diogneto (130 A.D.) cita Jn. 17.16,
72
aunque sin nombrarlo. Todo esto daba legítima base para pensar que
durante el primer cuarto del siglo 2, el Evangelio de Juan circulaba ya
indudablemente con alguna familiaridad. Pero el testimonio de los papiros
Ryland 457 (52), con Jn. 18.31–33, 37, 38, y Egerton 2, con otros fragmentos,
ha sido decisivo. Ambos datan de la primera mitad de dicho siglo. El Ryland
se copió en Egipto, según algunas autoridades, hacia el año 120. De ser así,
y dada la relativa lentitud de comunicación de aquellos tiempos, no sería
nada difícil que la copia distara del original autógrafo apenas unos 40 años,
lo cual haría retroceder la fecha de composición hacia el año 80. Por esto, y
por lo que antes se dijo, puede considerarse que los cuatro Evangelios, y casi
seguramente Hechos, que habría sido escrito no mucho después de Lucas,
del cual es como la segunda parte, se utilizaban ya bastante por la Iglesia a
más tardar por el año 100.
En esta etapa según se apuntó antes hay escritos cristianos que comienzan
a ser vistos más y más como de autoridad divina o inspirados por el Espíritu
Santo, es decir, como “escrituras” de autoridad semejante o paralela a la de
los libros del Antiguo Testamento, que, como hemos visto ya, para la Iglesia
Primitiva era más bien el de la Septuaginta, que incluía los
deuterocanónicos. Para los escritos cristianos faltaba todavía algún tiempo
naturalmente, para que surgiera la idea de un canon propiamente dicho.
73
Entre los dones divinos que Pablo enumera en 1 Co. 12.4–10, es interesante
que no incluya el de escribir obras que pudieran considerarse de igual
autoridad que las “Escrituras” (Antiguo Testamento). En sus propios escritos
sólo llama “mandato del Señor” a algo que dice, cuando está claramente
apoyado en el Antiguo Testamento o en palabras de Cristo que en aquel
tiempo se conservaban por tradición oral o acaso en algún primer escrito.
En otros casos Pablo dice sencillamente que sólo ofrece su “opinión” (1 Co.
7.25). Y en cuanto a sus opiniones, nunca pretendió ser infalible. A veces
hasta dice que lo que está escribiendo puede hacerlo aparecer como “fatuo”
o “insensato” (2 Co. 11.1, 21), y que hay cosas que dice, no “autorizado por
el Señor” sino en plan de “insensato” (2 Co. 11.17). Todo esto y la discreción
y humildad con que generalmente expresa su “opinión”, indica fuera de
duda que nada estuvo más lejos de su mente que pensar que su palabra,
sólo por ser de él, de Pablo, ni aun en su carácter y autoridad de apóstol,
equivalía a la Palabra de Dios. Pero eso sí, cuando lo que dice tiene apoyo
firme en las palabras de Cristo, ya no opina sino ordena, aclarando, sin
embargo, “ordeno, no yo, sino el Señor” (1 Co. 7.10). En cambio, en 1 Co.
4.14 parece dar todo el peso de la autoridad divina a un pasaje de los
Evangelios (Mt. 10.10; Lc. 10.7), que en 1 Ti. 5.18 aparece citado
textualmente: “El trabajador merece su salario”, si bien en este caso no se
trata de palabras de los evangelistas sino de orden del Señor (1 Co. 9.14)
consignada en “la Escritura” (1 Ti. 5.18), y que, significativamente, se
cita a la par que Dt. 25.4, pasaje de la antigua “Escritura”.
74
Probablemente en la propia etapa apostólica circulaban algunos escritos
cristianos que no llegaron a formar parte del canon del Nuevo Testamento.
En el prólogo de su Evangelio, Lucas habla de que “muchos” antes de él
habían “tratado de referir en orden los acontecimientos que han sucedido
entre nosotros, tal como nos los han transmitido aquellos que desde los
comienzos fueron testigos oculares, y han ayudado a difundir el mensaje”.
Es casi seguro que entre esos “muchos” incluía de modo preferente el
Evangelio de Marcos que muy probablemente existía ya, y que también se
refería al de Mateo, que según todos los indicios también habría tenido a la
vista. Obviamente, sin embargo, estos dos no son “muchos”, y es indudable
que Lucas estaría aludiendo también a otros escritos, más o menos
numerosos de su tiempo, que hoy podríamos llamar no canónicos y tal vez
hasta “deuterocanónicos”. Sabemos, desde luego, más de escritos de esa
clase aparecidos en la etapa precanónica, y que eran muy leídos y apreciados
entre los cristianos. Viene en primer término el Pastor de Hermas, un escrito
apocalíptico muy popular, y otros, de los cuales hemos citado algunos antes,
y cuya lista más amplia se dará después. El autor del Pastor no es el Hermas
(o Hermes) citado en Ro. 16.14, sino, según el llamado Fragmento de
Muratori, un hermano del obispo de Roma, Pío (hacia 140–155). El libro, que
se escribió en dicha ciudad, contiene ecos de Mt., Mr., Jn., y probablemente
de Ef. Otro libro que se leía y citaba mucho es la Didajé (Enseñanza), que
data quizá de entre los años 70 y 90, y que se atribuía a los apóstoles.
Contiene muchas referencias probables a Mt. y Lc, y al parecer se basa en
tradiciones orales que bien podrían provenir, en efecto, de los apóstoles.
Para la Iglesia primitiva fueron de gran valor los escritos de los Padres griegos
y latinos. Entre los primeros se cuentan los de Clemente de Roma (30–100),
cuya Primera Carta a los Corintios estuvo a punto de entrar en el canon, siete
cartas de Ignacio de Antioquía (30–107), una carta de Policarpo de Esmirna
(65–155), una carta atribuida a Bernabé; y escritos de Papías de Hierápolis,
que parece haberles redactado a fines del primer siglo, pero de los que se
conocen los fragmentos citados por Ireneo y Eusebio. Pero salvo la carta de
Clemente aludida, y de quien también circulaba con mucho aprecio un
Sermón, la Iglesia daba a estos escritos el valor de exposiciones valiosas y
autorizadas de las doctrinas cristianas, pero no llegó a considerarlos como
75
“Escrituras” de divina autoridad, como lo hizo por fin con los libros que
vinieron a constituir el Nuevo Testamento.
El autor anónimo de la Carta a Diogneto (130) cita Mt., 1 & 2 Co., Fil, y 1 P.
Policarpo (65–155), tiene citas de Mt., Lc., Hch., Ro., 1 & 2 Co., Gá., Ef., Fil.,
1 & 2 Ts., 1 & 2 Ti., 1 Jn. y 1 P. Pero, aunque cita como de autoridad entre
cristianos los dichos de Jesús y las cartas paulinas, no parece haberlos
considerado precisamente como “Escritura”, en el sentido pleno de esta
palabra. En la “Carta de Bernabé” se utilizan Mt. y posiblemente Ef., con
76
algunos ecos probables de Hch., pero tampoco hay prueba de que el autor
considerara estos escritos como “Escritura” santa.
Por otra parte, y aunque parezca muy extraño, fueron herejes —los
gnósticos— los primeros en tratar francamente como “Escritura” y citarlos
como tal, escritos que más tarde la Iglesia declaró canónicos, como por
ejemplo Mt., Lc., Jn., Ro., 1 & 2 Co. y Ef. El más famoso de los gnósticos fue
Marción, que se separó de la Iglesia hacia 140. Fue el primero en delinear
una estructura de canon, al considerar los escritos sagrados en dos partes.
Llamó la primera “El Señor”, que contiene lo referente a Jesucristo en su vida
y enseñanzas. Nosotros decimos hoy “los Evangelios”, pero él sólo aceptaba
el de Lucas. Designó la segunda parte como “El Apóstol”, y en ella situó 10
cartas de Pablo (omitiendo las pastorales). Es realmente a él a quien se debe
la introducción resuelta de los escritos paulinos en el canon cristiano, y,
excepto que se entienda así 2 P. 3.16, el primero en darles el carácter de
“Escritura”. (Marción no aceptaba el Antiguo Testamento; le llamaba “libro
del Dios de los judíos”.)
79
una imposición que procediera, sin más ni más, de las autoridades
eclesiásticas.
80
Clemente de Alejandría (¿150–216?) habla de “los cuatro Evangelios que nos
han sido entregados”. Añade He. a las cartas de Pablo, por considerar a éste
como su autor. Parece no haber conocido o aceptado Sgo. Cita en cambio 1
P., 1 & 2 Jn., Jud. y Ap. Y no sólo muestra gran aprecio por algunos
seudoepígrafos, sino que cita la Didajé como “Escritura” y considera
inspirados la primera carta de Clemente de Roma, la “Carta de Bernabé”, el
Pastor de Hermas, la “Predicación de Pedro” y el “Apocalipsis de Pedro”. Usa
también el “Evangelio según los Hebreos”, el “Evangelio según los Egipcios”
y un apócrifo de Mateo. Ireneo (130–200?) no usa directamente 3 Jn. ni Jud.
ni 2 P., de los cuales, sin embargo, parece haber ecos en sus escritos. Cita
Col., Ro., Ef., 1 & 2 Co., Gá., Fil., Tit., 1 & 2 Jn., Hch., 1 P., 2 Ts., 2 Ti., Sgo. y
He., aunque al parecer no reconoce a este último la misma categoría que a
los otros libros. Usa extensamente las cartas pastorales. Pero también cita
la Primera de Clemente (de Roma) como de autoridad y el Pastor de Hermas
como “Escritura”. Tenía en particular aprecio los cuatro Evangelios, que
compara con los cuatro vientos cardinales, y es de los primeros en
interpretar los cuatro “seres vivientes” de Ez. 1.5–12, como símbolos de
ellos. Es el primero de los grandes escritores cristianos primitivos que ya
definitivamente y con toda claridad llama “Escritura” a los libros que para
entonces formaban lo que podríamos llamar protocanon del Nuevo
Testamento, del cual, como se ha visto, hubo todavía que separar algunos
apócrifos y seudoepígrafos. Definió su concepto de canonicidad en estos
términos: “Las Escrituras son perfectas, por cuanto han sido emitidas por la
palabra de Dios y por su Espíritu”.
81
La situación respecto al canon, a principios del siglo 3, podría resumirse en
términos generales como sigue: Hay unanimidad prácticamente completa
en cuanto a la canonicidad (aunque aún no se usa este vocablo) de los cuatro
Evangelios, Hch., las cartas de Pablo, 1 Jn. y 1 P, Todavía están bajo discusión
He., Sgo., 2 & 3 Jn., 2 P., Jud. y Ap. El debate sobre He. no parece haberse
librado en cuanto a su contenido, sino en cuanto a su autor, ya que el
requisito para entonces bien establecido era que el autor hubiera sido un
apóstol. La discusión era sobre si Pablo era o no el autor. Lo mismo sucedía,
al parecer, tocante a los otros libros considerados todavía como “dudosos”.
Pero respecto al Apocalipsis, probablemente influía también su carácter tan
diferente del de los libros generalmente aceptados. Por tanto, se necesitaba,
para que el canon quedara claramente configurado, que se unificara la
opinión en cuanto a estos libros. Por otra parte, todavía se usaban mucho
otros libros, algunos de ellos tenidos por algún tiempo y en determinadas
regiones por “canónicos”, cuyo carácter, a pesar de ello, no se consolidó, y
al fin quedaron formalmente excluidos del canon. Como factor
determinante principal en la formación del canon figuraba el consenso de
las iglesias manifestado en la opinión y práctica de los escritores cristianos
de más autoridad, y sobre todo en el uso de unos libros y la exclusión de
otros en el culto, la catequesis y la apologética. Influyeron mucho también
las controversias con los judíos, los filósofos paganos y los herejes, pues la
defensa del cristianismo que se tenía como genuino tenía que basarse en
documentos considerados con autoridad emanada, en última instancia, de
Dios mismo. Un factor adicional, pero no sin importancia, ya mencionado
antes, fue el empleo de la forma de códice para las colecciones de libros, la
cual necesariamente implicaba discernimiento y selección de ellos.
82
simplemente “falsos” (pseudé). Es muy interesante su opinión, recogida por
Eusebio, sobre la carta a los Hebreos. Dice: “El estilo de la epístola, que se
titula Ad Hebraeos, carece de aquella rusticidad de lenguaje que es propia
del apóstol (Pablo), pues él se confiesa rudo e imperito en el lenguaje, esto
es, en la forma y regla de decir. Mas la epístola muestra gran elegancia de
lenguaje griego en la composición de las palabras, como confesará
quienquiera que pueda juzgar competentemente acerca de la diferencia de
estilo. Y además, contiene sentencias admirables, de ninguna manera
inferiores a los escritos apostólicos. Quienquiera que atentamente leyere los
escritos de los apóstoles, confesará que esto es muy verdadero… Yo pienso
de la manera siguiente: las sentencias son del apóstol, pero la dicción y
composición de las palabras son de otro cualquiera, que quiso recordar los
dichos del apóstol y como reducir a comentario las cosas que había oído al
maestro. Por lo tanto, si alguna iglesia tiene esa epístola por paulina, sea
alabada por ese motivo. Pues los mayores no enseñaron temeriamente que
aquélla es de Pablo. Quien la haya escrito es sólo conocido por Dios, a mi
parecer. Los escritores, cuyos documentos han llegado hasta nosotros, la
atribuyen, unos a Clemente, obispo de la ciudad de Roma: otros, a Lucas,
que dio a luz el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles”.
84
Hermas, la Carta a los Laodicenses y la Carta a los Alejandrinos. Y
curiosamente menciona un deuterocanónico del Antiguo Testamento, la
Sabiduría (“de Salomón”). Es muy probable que este valioso documento se
haya originado en el oriente, no en Roma como se había creído.
88
BIBLIOGRAFÍA SELECTA
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University Press, 1970.
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WESTPHAL, A., ed., Dictionnaire Encyclopédique de la Bible, París, “Je Sers”, 1932.
89
REFERENCIAS:
INTRODUCCIÓN
1 Es muy interesante que, al parecer, los caps. 6–11 de este apócrifo son de autor
cristiano.
Capítulo 1 y 2
1 The Cambridge History of the Bible, I, 148–149.
2 Es muy importante tener presente esta terminología para evitar confusiones. En
inglés existe la conveniente distinción entre la palabra aprocryphal, que es
“apócrifo” en el sentido común y corriente que ahora se le da, y Apocrypha,
traslado del plural latino, que de este modo se aplica a los libros deuterocanónicos
como vocablo técnico, sin la acepción peyorativa que conserva la otra palabra. En
castellano no tenemos esa ventaja.
3 Cit. por H. F. D. Sparks, The Cambridge History of the Bible, I, 535.
4 Prologus in Libris Salomonis, 20, 21 (Vulgata).
5 Estas adiciones van precedidas de notas que indican que no se hallan en hebreo,
y se dan en el siguiente orden: Interpretación del sueño de Mardoqueo, una nota
(a manera de colofón) a la anterior, Sueño de Mardoqueo, Edicto de Artajerjes
contra los judíos, Oraciones de Mardoqueo y de Ester, Recado de Mardoqueo a
Ester, Ester ante el rey, Edicto de Artajerjes en favor de los judíos.
6 También precedidas de notas que advierten sobre su ausencia del texto hebreo,
estas adiciones se colocan en esta forma: la Oración de Azarías y el Cántico de los
Tres Jóvenes, después de Dn. 3.23, y al final del libro la Historia de Susana, como
cap. 13, y la Historia de Bel y el Dragón como cap. 14.
7 Salvo la interpolación conocida como “Historia de los Tres Guardias”, este libro es
realmente un conjunto de selecciones de Cr., Esd. y Neh. protocanónicos; muy
probablemente restos de la LXX original, pero con cierta “revisión”. Según otra
nomenclatura, que es la adoptada por la Vulgata, es III Esdras. En la edición Rahlfs
los protocanónicos Esd. y Neh. se dan como un solo libro bajo el título de II Esdras.
En la otra nomenclatura es a la inversa, I Esdras equivale a Esd-Neh., y II Esdras es
el deuterocanónico.
8 El texto de Ester es el griego, un tanto diferente del hebreo aun en las partes
protocanónicas. Lleva las adiciones intercaladas.
9 Las Odas son una antología de pasajes poéticos proto y deuterocaaónicos, que
incluye también algunos propiamente apócrifos. Son los que figuran en el Códice
Alejandrino bajo el mismo nombre y que hemos enumerado anteriormente. Pero
se les añaden dos de las adiciones a Daniel: la Oración de Azarias y el Cántico de los
Tres Jóvenes, así como Is. 5.1–9 y 26.9–20. El “Himno matutino”, que principia con
Lc. 2.14, es en su primera y mayor parte el Gloria in Excelsis del ritual de la Eucaristía
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o Santa Comunión que emplean las Iglesias Católica Romana, Anglicana, Luterana.
Metodista y algunas otras. Contiene, además, por lo menos una oración de
Maitines, y versículos de los Salmos.
10 La historia de Susana va antes del libro protocanónico, la Oración de Azarfas y el
Cántico de los Tres Jóvenes se insertan después de 3.23, y la Historia de Bel y el
Dragón se coloca al final. De todo esto se imprimem dos textos, el tradicional de la
LXX y la recensión de Teodoción.
11 Op. cit., caps. LXXI, LXXII.
12 Tertuliano (¿155–220?) cita este libro como escritura divinamente inspirada.
13 En realidad la base bíblica de la doctrina del nacimiento virginal de Jesús no
estriba tanto en la cita que Mateo hizo del texto de la LXX, como en la clara
afirmación de ella en Mt. 1.18, 25, y Lc. 1.27. Hay el hecho también de que en
hebreo se podía llamar a una joven casada almáh hasta que tuviera su primer hijo.
14 Eusebio. Historia Eclesiástica, IV, 26.
15 Id., VI, 25.
16 Comm. in Symb. Ap., 37–8, cit. por Sparks, op. cit., I, 533.
17 Charles C. Torrey. The Apocryphal Literature, 32.
18 Id, 32, 33.
19 Cit. por Torrey, op. cit., 31.
20 Cit. por Valera, introducción a su Biblia de 1602.
21 Como se ha visto antes, este libro no fue declarado canónico por el Concilio de
Trento.
22 Tischreden, cit. por R. H. Bainton, The Cambridge History of the Bible, III, 6, 7.
23 A veces parece que el versículo citado en la referencia no corresponde
exactamente al versículo canónico. O podría tratarse de una errata.
24 Basil Hall. The Cambridge History of the Bible, III, 72.
25 aprovecho la oportunidad para hacer una importante rectificación a lo asentado
en mi libro El doctor Mora, impulsor nacional de la causa bíblica en México,
publicado bajo mi seudónimo de Pedro Gringoire. En la nota 20 bis dije que la
versión Reina-Valera, “desde un principio, no contenía los [apócrifos] del Antiguo
Testamento”. Fue una afirmación infortunada. A la fecha de escribir ese libro no
había tenido yo ocasión de examinar ningún ejemplar de la Biblia del Oso, de Reina,
ni de la edición prínceps de la revisión de Valera, y en las fuentes que tuve a mano
y en que se describen esas ediciones no hallé información en contrario.
26 Bruce M. Metzger, en su libro An Introduction to the Apocrypha (pág. 202, nota
20) consigna el hecho de que, según el tradicional protocolo de la coronación de
los reyes de Inglaterra, el ejemplar de la Biblia que el nuevo monarca besa al prestar
juramento debe contener los libros deuterocanónicos. Y refiere el incidente
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ocurrido en 1901, cuando se hacían los preparativos para la coronación de Eduardo
VII, y casi a última hora se descubrió, con la consiguiente consternación, que el
ejemplar enviado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera para la ceremonia
no contenía los deuterocanónicos. Tuvo por ello que rechazarse, y hubo que
conseguir apresuradamente otro ejemplar que los tuviera.
27 Por la información que sigue, relativa a la ABS, el autor es deudor al personal de
la Biblioteca de la Sociedad, especialmente al doctor E. F. Rhodes, a quienes aquí
expresa su reconocimiento.
28 La Iglesia Episcopal Mexicana tiene en su Libro de Oración Común, entre los
“Salmos y lecciones para el Año Cristiano”, una lectura de la Oración de los Tres
Jóvenes (adición a Daniel), dos de Tobit, cuatro de Baruc, seis de II Esdras, 12 de I
Macabeos, 32 de Sabiduría y 44 de Eclesiástico.
29 Quienes lean inglés, hallarán un amplio y ponderado estudio crítico de los
deuterocanónicos en An Introduction to the Apocrypha, por Bruce M. Metzger.
30 Ya para entrar en prensa la presente obra, aparece publicada en los Estados
Unidos de América una edición de The Living Bible que lleva los libros
deuterocanónicos después del Nuevo Testamento, a manera de apéndice. La
edición se designa en la portada como Complete Catholic Edition. Como es muy
bien sabido los editores representan la posición conservadora y fundamentalista.
Respecto a la difusión de la Biblia han adoptado, como se ve, un punto de vista afín
al actual de las Sociedades Bíblicas Unidas.
Capítulo 3
1 The Cambridge History of Bible, I, 232.
2 Apol., 1, 14.
3 Cit. por Eusebio, Historia Eclesiástica, III, 13.
4 Primera Carta a los Corintios, 46, 47.
5 Apocalipsis: “de Pedro”, “de Pablo”, “de Santiago”, “de Esteban”, “de Tomás”,
“de la Virgen”, “de Dositeo”, “de Esdras”, “de Juan”, “de Moisés” y “de Zostriano”.
6 Además, hay otros muchos que podrían caber dentro de una u otra de esas clases,
como “Historia apostólica de Abdías”, “Historia de Andrés” (fragmentaria),
“Ascensiones de Santiago”, “Predicación de Pedro” “Alógenes Supremo”,
“Sabiduría de Jesús”, “Libro Secreto de Juan”, “Reivindicación del Salvador” (que
contiene la leyenda de la Verónica), “Diálogo del Salvador”, “ Enseñanzas de
Silvano”, “Ágrafos”, “Constitución y Cánones Apostólicos”, “Cerinto”, “Melcón”,
“Pistis Sofía” y los ya antes mencionados de Pastor de Hermas y Didajé. (Algunos
de los libros de toda la lista anterior son posteriores al siglo 2).
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7 Según el Muratori este libro podía leerse en privado, pero no en el culto público,
pues Hermas lo había escrito “muy recientemente, en la ciudad de Roma, durante
el episcopado de su hermano Pío”.
8 Hist. ecl., VI, 25.
9 Dictionnaire Encyclopédique de la Bible, t. I, 163.
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