Carlos Llano - Creación Del Empleo

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 7

Creación del empleo

Carlos Llano Cifuentes


El prescindir del personal lo más posible (down zing), en una empresa considerada en cuanto
comunidad, es equiparable al suicidio. No ya para el salvamento de la nave se prescinde del
bagaje de carga o incluso de los pasajeros, sino de la misma tripulación. La empresa terminará
remedando el dramático viaje del buque fantasma.
El empleo, el hacer —de-- algo, no es sólo un modo de subsistencia, o un camino de superación
propia, sino una manera de estar en el mundo, y de ser algo en él. Nos da el convencimiento de
que apostamos por algo, somos útiles, dejamos rastro. La falta de empleo es equivalente hoy, así,
a la falta de sentido de la vida, cuando desventuradamente la vida se ha reducido a un módulo
funcional.
El desempleo, es decir, este arrancar de cuajo el sentido de la vida, se atribuye ahora de manera
principal a los empresarios. El empresario se caracteriza hoy, aunque duela, como el individuo que
despide trabajadores, que cierra empleos, que produce desocupación.
En la comunidad Económica Europea el índice de desocupación es del 11%. En Estados Unidos, el
6.7% y en Japón, el 2.5%. Aventuramos que en Estados Unidos el desempleo no es tan agudo
debido al espíritu emprendedor que asume riesgos, propio de su cultura; y en Japón, de modo tal
vez paradójico, por su arraigado carácter asociativo.
La primera dificultad para remediar esta tendencia, es curiosamente psicológica. Con el desempleo
ha surgido una epidemia actual de angustia por el trabajo, bien sea ante el problema de encontrarlo
o ante el temor de perderlo. De la necesidad puede surgir la virtud creativa, pero entre nosotros —
por causas culturales que no podemos analizar ahora— brota su antítesis: la posición depresiva de
la angustia, el estado infecundo del nerviosismo.
La situación tiene, encima, una causa económica que hace más difícil las soluciones de 33
millones de desempleados, sólo en los países industriales. El FMI señala: "aunque se apliquen las
medidas macroeconómicas adecuadas, se prevé que el desempleo mantendrá su elevado nivel en
muchos países". Pero, además, la misma recuperación económica puede verse frenada por el
desempleo persistente. Estamos, pues, en un círculo vicioso.
El Fondo Monetario Internacional, así como los economistas que cito, ven la óptica del desempleo
con ojos de economistas. Y tienen razón en sus aseveraciones prospectivas pesimistas porque la
creación de trabajo no es un problema principalmente económico.
Los graves problemas sociales —y "éste es uno de los problemas sociales más graves de la
actualidad" (Raimond-Kedilhac, 1994)— no suelen tener ni su causa ni su solución en la economía.
Sí, en cambio, en deficiencias estrictamente profesionales (más que técnicas) que a su vez se
asientan, como veremos, sobre fallas éticas, de temple, ánimo, modo de ser y hasta —me atrevería
a decir— de coraje.
La solución de los subsidios es más compasiva —si lo es— que inteligente. Ya se sabe que este
tipo de apoyo oficial, aunque a veces irremediable, crea individuos ineficaces (piénsese en los
países del Este). El Estado no es omnipotente, y no puede mantener la seguridad social, aunque la
prometa, si los individuos no rinden. Una seguridad no respaldada por el rendimiento, es, valga la
paradoja, una seguridad insegura (Llano, 1989).
Se ha dicho que mientras las grandes empresas —los Jov de Fortune— generan desempleo, las
pequeñas lo crean.
Asquit y Weston (1994) niegan audazmente que en Estados Unidos se haya producido desempleo
de 1980 a 1983. Al revés, la ocupación creció en 20 millones de puestos, más que el incremento de
la población. Según ellos, las pequeñas empresas de servicios compensan los trabajos cancelados
en las grandes organizaciones productoras de bienes. Encuentran una relación poderosa y obvia
entre las tasas de crecimiento neto del empleo y el tamaño pequeño de las empresas, al punto que
el éxito de Estados Unidos y el fracaso de Europa en crear empleos parecen estar relacionados
con la alta incidencia de apertura de negocios.
Por otra parte, la exaltación de la empresa pequeña puede proporcionar la economía informal o
sumergida, que constituye muchas veces un desempleo "disfrazado" en el subempleo (Velásquez,
1994). Esto puede ser penoso, según se mire: personalmente prefiero una fecundidad
desordenada a un orden estéril. Porque aun así, en los casos más rudimentarios, hay una chispa
de empresa que está ausente en los subsidios del desempleo.
Crear el propio empleo
Nuestra tesis es que la discusión acerca de los valores de la empresa grande y pequeña, carece
de importancia porque el fin de la empresa es la creación de valor agregado o generación de
riqueza. El aporte creativo no reside, en última y verdadera instancia, en la organización, y menos
en su tamaño, sino en el individuo. Es la persona la única a la que intramundanamente se atribuye
la acción primigenia de crear. El auge económico "brota desde el fondo de la sociedad" (Novak,
1988, p. 116): el individuo.
En cuanto creadora de riqueza, la persona humana ha de considerarse siempre como "trabajando
por su cuenta". Es verdad que quienes trabajan por cuenta propia en áreas no relacionadas con la
industria (que está en declive), aumentó en Estados Unidos en un 50% de 1975 a 1990: 9 millones
de trabajadores (Asquit y Weston, 1994). Pero igualmente es verdad que el trabajador se halla
también trabajando por su cuenta en las grandes corporaciones; o, como decimos en expresión
castellana, por su cuenta y riesgo.
Esto ha constituido en este lustro una auténtica aunque silenciosa revolución social: la primera
capacidad creadora del hombre es la de crearse su propio empleo.
Esta propia generación del empleo es más llamativa y obvia en las empresas pequeñas, pero es
más necesaria en las grandes, aplastadas por rutinas mastodónticas, faraónicas y sobrantes. En
ellas ha de darse también esa agilidad de abrir y cerrar, crecer y achicarse, similar a las empresas
pequeñas. La empresa ha de dejar de ser una organización para convertirse en un organismo
inteligente (Llano, 1989, p. 38).
Los llamados centros de utilidad o centros de responsabilidad son el primer brote de este nuevo
rejuego en que se ha convertido el sostenimiento de una nueva empresa. Su personal ha de estar
colocándose a sí mismo en nuevos proyectos para mantener a su empresa en vistas al
mantenimiento de sí.
Por ser éste el punto central de mi tesis, debo adelantar ahora lo que sigue: la empresa que
considere a su personal como un pasivo que debería redimir, se equipararía a aquella que ignora lo
que se debe hacer con la masa monetaria libre de que dispone, y prefiere invertirla en renta fija:
ambas —la que se desprende de su personal y la que renuncia a trabajar con el dinero que posee
— han dejado de ser empresa.
Hay un apalancamiento con el personal lo mismo que hay un apalancamiento financiero.
El problema, bien definido, no es el de crear empleos sino el de suscitar capacidades a fin de que
la persona sea apta para dar más de lo que recibe, producir más de lo que gasta y ponerlo en
condiciones de que se ejerzan esas capacidades.
El primer enfoque —crear empleos— enfatiza la oportunidad de colocación o de ubicación en un
puesto. El segundo enfoque —suscitar capacidades— subraya la necesidad de desarrollar a un
sujeto y no meramente prepararlo para una tarea. Frente a las alternativas tatcheristas y
socialistas, prefiero la que acabo de describir, que algunos llamarán romántica y yo, antropológica.
El Robinson Crusoe laboral
Julian Simon, en El último recurso (1987), afirma que el hombre es susceptible de un
comportamiento multiplicador ilimitado de sus recursos. Cualquier persona, en circunstancias
normales ha de ser apta para contribuir al bienestar de los demás (Simon, p.5), capaz para
impulsar el desarrollo, que supone no sólo aprovechar los recursos, sino multiplicarlos. Cuando una
persona es considerada no como una inversión sino como una carga se está haciendo un juicio
subjetivo no históricamente demostrable (Simon, p.9) o, mejor, hasta ahora históricamente
refutado.
Simon sostiene que, objetivamente, cada persona representa un beneficio a largo plazo. Cuando
hablamos de empleo no estamos hablando sólo de flujo de caja. Subyacentemente hay ahí un
juicio del valor de la persona. En esto se distinguen las comunidades humanas de las poblaciones
animales: a la persona ha de dársele un voto de confianza y de esperanza. La tesis fundamental de
Simon puede resumirse de este modo: los recursos no son finitos en ningún sentido económico
significativo, porque el hombre, el último recurso, puede hacer infinitos los recursos aparentemente
finitos.
La verdadera privatización de la economía consiste en que cada uno esté en condiciones de
generar su propio valor agregado; en el convencimiento de que todos los recursos efectivos
dependen del trabajo humano (Zurfluh, 1992).
No desestimemos el autoempleo, porque será la única forma de empleo en el futuro; y no lo
desestimemos como algo inevitable, porque el autoempleo es en muchísimas personas el primer
paso para estimular mayores proyectos de trabajo e inversión; exhorta a una productividad forzada;
señala un camino realista de superaciones variadas y heterogéneas; exige y reconoce las
capacidades individuales de iniciativa, esfuerzo y perseverancia (Lorenzo Servitje, 1987). Además,
y no marginalmente, el autoempleo conlleva un denso contenido social porque cada uno ha de
hacer, de la manera más personalizada, su propio aporte a la comunidad (idem).
Sea el empleo propio o dentro de una organización no propia, lo esencial es, en este momento,
fomentar las ganas de crear primero el propio puesto de trabajo (Garrido, 1994). Y crearse en sí
mismo la propia capacidad de crearse su propio puesto de trabajo. Como contraste último del
socialismo totalitario, no queda ya más que el camino —deseable o indeseable, según los gustos—
del Robinson Crusoe laboral. Como lo dice paradójica y casi brutalmente Miguel Janer, "el
desempleo no lo resolverán los empresarios sino los que no lo son" (Janer, 1994).
Esto no es sólo una afirmación empírica comprobable. Deriva del concepto mismo de creación de
riqueza. Llamamos creativas a aquellas actividades humanas que llegan a mucho partiendo de
nada o de muy poco. El hombre creador, no partiendo de nada, o casi nada, hace recaer el peso
de su acción sobre sí, ya que tiene él que poner todo lo que falta, ya que no posee otro recurso que
ponerse a sí mismo. La condición imprescindible para crear riqueza no es contar con un capital
sino, precisamente, contar con su carencia. En cualquier caso, se puede tener capital sin ser
creativo, y se puede crear sin tener capital.
Codazo vigorizador
Hace ocho años, como preconizadora del futuro, surgió una campaña: empléate a fondo —decía—,
empléate tú mismo. El Estado no es el factor principal para la creación de las empresas; esa tarea
revolucionaria se encuentra en nuestras manos, no sólo como empresarios, sino como meros
individuos: empléate a fondo. Empléate tú mismo.
Sin apetencias anarquistas, la primera revolución ha de hacerse, sin duda, dentro de sí mismo,
pero, simultáneamente, dentro de la empresa. Para que cada persona trabaje en ella por su cuenta
y riesgo, y exista sin embargo empresa, han de buscarse nuevas formas de asociación y de
vinculación.
Lo anterior puede verse como el desmoronamiento de un viejo orden o como un codazo vigorizador
(Nichols, 1994). Más que una revolución habremos de considerarla como una resurrección —para
emplear la categoría sociológica de Octavio Paz—. No se trata de un cambio destructivo, sino del
surgimiento de valores enterrados bajo una capa —gruesa capa— de funcionariado burocrático y
mecánico.
Son al menos dos los valores que requieren un resurgimiento: el espíritu creativo y el espíritu de
asociación personal. El espíritu de iniciativa propia suele ser individualista; el espíritu de coherencia
asociativa suele ser rutinario y repetitivo. Este cuadrado redondo, esta bicefalia, es requerida sin
embargo ante las nuevas circunstancias. Lo que sabemos hoy es lo siguiente: para que la
asociación sea estable debe ser creativa.
Gracias a Simon estamos en condiciones de superar la dialéctica económica del desarrollo
ilimitado en un planeta limitado. La limitación del planeta es sólo física, geográfica o zoológica, pero
no antropológica. La limitación de cavernas debe haber sido un agudísimo problema de vivienda
para el hombre del Cromagnon, hasta que supo hacer ladrillos con la tierra.
El desempleo requiere del incremento simultáneo del espíritu creativo y del espíritu asociativo del
empresario y de la empresa. El prescindir del personal lo más posible (down zing), en una empresa
considerada en cuanto comunidad, es equiparable al suicidio. No ya para el salvamento de la nave
se prescinde del bagaje de carga o incluso de los pasajeros, sino de la misma tripulación. La
empresa terminará remedando el dramático viaje del buque fantasma.
Tal manera de ver las cosas es una tendencia práctica del apotegma ético que debemos a Juan
Pablo II y que ha sido generalmente admitido por la sociedad contemporánea: la primacía del
hombre sobre la cosa: la primacía del trabajo sobre el capital.
Las famosas "T"
Analicemos en primer término las relaciones de la empresa con sus integrantes. Estas relaciones
se describen hace muchos años por medio de la lista popularmente conocida como las cuatro T.
Si un empleado no rindiera al máximo, el primer paso consistiría en transformarlo para que su
trabajo fuera más efectivo. Si no se lograra en el actual puesto habría que transferirlo a uno
adecuado. Si aún los resultados no fueran óptimos, cabría adoptar una postura de tolerancia,
siempre que su aportación a la empresa fuera superior al costo en que ésta incurre manteniéndolo
en su nómina. Finalmente, cuando la relación costo-beneficio se invirtiera, no habría más remedio
—después de usar de los anteriores— que separarlo —to tire—, es decir, terminar su contrato
laboral.
El fenómeno del desempleo ha puesto al descubierto la necesidad de un new deal —un nuevo trato
— para utilizar el término de Brian O’Reilly (1994). El nuevo trato vendría determinado no por
cuatro, sino por seis T.
* Tamiz. Ha de hacerse una selección, cuidadosamente elegida, del personal que se vincula a la
empresa. Interesa conocer bien qué cualidades deben escogerse. Para que la selección no genere
marginados y contribuya al desempleo, ha de desaparecer el divorcio entre enseñanza y empresa.
Este punto señala una nueva época en nuestra sociedad.
* Transformación. La empresa tiene como uno de sus principales deberes perfeccionar a sus
hombres en sus trabajos. El empleo, cada empleo, debe estar creándose de forma permanente. La
educación continua constituye uno de los fenómenos sociales más importantes de nuestro tiempo.
* Transferencia. El arte de dirigir es saber colocar a cada uno donde sus posibilidades tengan el
máximo espacio.
* Tiempo. La perfección del individuo es ilimitada —como dice Simon— pero no instantánea. No
hablemos de tolerancia. El nuevo trato es intolerante con la mediocridad. Es conveniente distinguir
entre defectos que son superables y limitaciones, ante las cuales resulta inútil la concesión del
tiempo.
* Tarjeta amarilla. El integrante de la empresa tiene el derecho de ser advertido de sus errores e
ineficacias. Algunos sólo reaccionan ante la posibilidad inminente de su despido y existen personas
con tarjeta amarilla que pueden meter gol.
* Terminación del contrato. La empresa debe separar --por su misma misión y por los demás
componentes de la empresa-- a quienes constituyen una rémora en lugar de un impulso.
El círculo virtuoso de la empresa
Ya advertimos que el fenómeno del desempleo tiene como característica hoy el empezar por el
final. Hagamos nosotros lo propio precisamente para poner en evidencia el daño que se ocasiona a
sí misma toda empresa cuando, de manera incongruente, empieza por el término.
Un despido abrupto puede aumentar de modo repentino la rentabilidad, pero disminuye la moral de
los trabajadores. El balance entre corto y largo plazo atañe de manera primordial a la dirección.
La óptica entre capital y persona —como valores de diverso rango— nos ofrece de inmediato dos
alternativas propuestas no ya por el sentido del management sino por el sentido común.
a) Hacer el mismo trabajo con menos personas. ____= trabajo_____
- personas
b) Hacer con las mismas personas más trabajo. ____+ trabajo___
= personas
No hay absolutamente ninguna razón para preferir, de principio y sin más, la primera alternativa; en
cambio existen muchas razones para preferir, de principio y sin más, la segunda. Aunque la
primera es una opción creativa en el proceso, la segunda lo es en el resultado y, sobre todo,
implica el encontrar o crear trabajo real y remunerado para el personal del que dispongo. Tal sería
el círculo virtuoso de la empresa en una economía sana.
Mejorar la competitividad de las empresas, adquirir flexibilidad frente a un entorno agresivo, hacer
más musculosa la organización, se han hecho sinónimos de reducir el número de trabajadores: se
carga sobre ellos el peso de la crisis; sobre ellos que, muy seguramente, son los factores más
ajenos a la crisis que se trata de resolver.
Se les debería ofrecer al menos la posibilidad de integrarlos en la revolución o resurrección social
de la que hablamos: que cada uno tenga al menos la oportunidad de crear su puesto dentro de la
organización, de demostrar que aún tiene un lugar válido en ella. El adelgazamiento debería ser en
cualquier caso el resultado de un trabajo en equipo.
En este sentido, podemos decir lapidariamente que cada despido es un fracaso, no una genuina
resurrección. Por eso podemos afirmar también lapidariamente que ningún estado de empresa se
resuelve con el sólo recurso al despido de personal.
Ante estas reflexiones, no resulta extraño que Peter Hartz, director de la Volkswagen, nos diga que
el objetivo de la empresa sólo es salvaguardar el empleo a largo plazo (Acuña, 1994).
Un adelgazamiento descarado
Hay un error imaginativo que proviene de diseñar a la empresa de una manera cónica o piramidal.
En ella, el rango (estar arriba en vez de abajo) prevalece en los niveles superiores de autoridad,
mientras que la inclusión o sentido de pertenencia (estar adentro en vez de afuera) se margina a
los niveles inferiores de mando. Así primariamente concebido, el llamado adelgazamiento
configuraría a la empresa de una forma más sutil, como se muestra en la siguiente figura:
En esta forma, el rango prevalece ya de un modo descubierto sobre la inclusión. He de estar arriba
para tener menos riesgo de adelgazamiento. Y éste consiste, sí, en la eliminación de personal
sobrante, pero, al mismo tiempo, en la atrofia de la inclusión o sentido de pertenencia. Como
dijimos, los ahorros en nómina inmediatos se contrapesan con la pérdida de la moral, ánimo o
espíritu de cuerpo a largo plazo.
En una tercera fase, el llamado adelgazamiento adquiere ya una tonalidad más descarada:
Se ha suprimido el número de niveles que traerán consigo, al menos, dos consecuencias altamente
negativas: disminución del trabajo efectivo (e incremento de las redundancias, duplicación de
controles) y alejamiento del campo del negocio real (distanciamiento del cliente).
Pero la diferencia de niveles, al fin y al cabo, no es tan decisiva para la organización como tal
(aunque quizá lo sea para sus costos). Lo que en realidad importa, en términos de empresa, es la
distancia entre el punto más alto (dirección general o presidencia) y el punto más bajo (operarios).
Y, en este sentido, el adelgazamiento, aún incluyendo la supresión de varios niveles, no ha logrado
un cambio sustancial.
Se ha dicho que la diferencia de remuneración entre el punto más alto y más bajo de la nómina en
la empresa norteamericana promedio es de 50 veces mientras que en la organización japonesa es
de sólo 8 veces.
El meollo del nuevo trato
Es evidente, al menos desde el punto de vista de las configuraciones imaginativas, que el
adelgazamiento así entendido deteriora el sentido de pertenencia tanto o más que las salidas
fulminantes con escasa indemnización. Si en este caso el personal puede considerarse desechado,
en aquél se considerará aplastado. Y es obvio, así, que debe pasarse de una configuración de
adelgazamiento a una configuración de aplanamiento:
En ella, el rango y la inclusión adquieren unas dimensiones equivalentes; la diferencia entre el
status superior y el status inferior es mínima. La jefatura está formada por un equipo que se
reduplica en cada uno de los niveles, porque en todos ellos hay un espacio válido de inclusión.
Es posible que en esta configuración los costos de personal sean menores. Pero no es esto lo que
interesa. Interesa ver que, al mismo tiempo que se ha ahorrado en sueldos y salarios, se ha
incrementado el sentido de involucración, se ha fortalecido el trabajo en equipo, se ha propiciado el
espíritu asociativo que antes denominamos como primordial.
El nuevo trato ha de ser coherente con la revolución social, de la que deriva, ésa que nos pide a
todos el crear nuestro propio espacio de trabajo. Mal podremos hacerlo en una empresa que no
propicie la involucración posibilitadora de hacer esa creación. Sea éste, por tanto, el aforismo
nuevo: no separar sino involucrar, antes de separar involucrar, sólo separar después de haber
intentado la involucración.
El meollo del nuevo trato es éste: el binomio que concatenaba la lealtad con la seguridad se ha
sustituido por el que une la confianza con la motivación. Las antiguas relaciones que intercambian
la lealtad por la seguridad se encuentran "virtualmente muertas" (O’Reilly, 1994). Ya no hay
empresas para toda la vida, porque hoy existen empresas que tienen una vida mercantil más corta
que la biología del individuo.
Hoy se ve que no todos los frutos de este humano intercambio eran positivos ni para los
trabajadores ni para la empresa. Algunos trabajadores pedían cambiar la seguridad por la
mediocridad: estar en la empresa en lugar de trabajar para ella. Por su parte, la empresa corría la
mala ventura de quedarse con los mediocres. En determinadas condiciones externas o internas, la
terminación del contrato laboral no debe considerarse como una tragedia, sino como una
necesidad socialmente útil. Los mismos trabajadores no desean una seguridad abstracta.
Pero no basta decir que el viejo pacto paternalista seguridad-lealtad ha dejado de tener vigencia.
Es necesario informar con qué tipo de relación será sustituido. De lo contrario, no podrá
minimizarse la angustia de los trabajadores, y ya hemos dicho que la angustia —al revés de la
necesidad— no es creativa sino paralizante. Si la empresa disminuye su compromiso de seguridad,
los trabajadores tienen todo el derecho psicológico de reducir el suyo respecto de la lealtad.
Tres rostros de la creatividad
La diada seguridad-lealtad puede sustituirse provechosamente sin lamentaciones nostálgicas, por
la de confianza-involucración: no podemos prometerte un empleo seguro, pero tenemos confianza
de que ambos, involucrados en la misma tarea, nos colocaremos en condiciones de prestarnos
mutuamente una seguridad de la que cada uno por su parte carece.
No veamos esta situación sólo como negativa. La seguridad social no es el valor máximo de la
ciudadanía. La sociedad tiene también la obligación de suscitar muchísimas personas que quieran
tener en sus manos el control de su propio destino, y que puedan contar con agallas para hacerle
frente a las dificultades imprevisibles.
Esto nos introduce ya en la otra T que debe fundamentalmente ser analizada. ¿Cuáles serían in
extremis las aptitudes o capacidades que debemos seleccionar? Han de destacarse, por igual y
simultáneamente, una capacidad creadora aparentemente individualista y una capacidad asociativa
aparentemente burocrática.
Respecto a la creatividad, debo resaltar aquí sólo tres cosas:
* Primero: la capacidad creadora es en buena parte innata, pero también puede enseñarse. Esto
antes no se sabía (MB, 1994). La empresa está más inclinada a exigir la creatividad (en el punto
inicial del Tamiz o selección y en el punto final de los resultados), pero menos a suscitarla y a
enseñarla.
* Segundo: la creatividad es sin duda alguna individual pero de ningún modo individualista.
* Tercero: la creación es indisoluble de la equivocación. La empresa que tiene por finalidad
principal el que sus hombres no se equivoquen, carecerá de un ambiente creativo.
Pero además de creador, dijimos, el hombre actual en la empresa ha de tener un marcado carácter
asociativo. Se extrapoló el sentido de la competencia como competidor, más que como
competente. Hemos de polarizarnos menos en la competitividad respecto de los demás y aumentar
la cooperación asociativa respecto de nosotros mismos sobre la confianza y el respeto mutuo,
refiriéndonos a este cambio como la "conversión al pacifismo corporativo" (Webber, 1993).
La asociación no debe verse como una relación jurídica antes que psicológica o, más bien, ética.
La asociación se basa en la confianza. La confianza es un imperativo de los negocios: la empresa
debe confiar en la capacidad y honradez de los empleados tanto como los empleados en la visión y
justicia de la empresa (Webber, 1993).
Lo que la empresa tiene de ganglio
El trato tradicional entre empresa y subordinado (trabajar para ella pero sin influir en ella) ha sido
esquematizado por Ackoff (1990, p. 80).
Según este esquema, la empresa se relaciona con sus clientes, a los que aporta bienes y servicios
y de los que recibe dinero; con sus proveedores, con sus inversionistas, con sus banqueros, y aun
con su gobierno, de manera semejante a como se relaciona con sus empleados: entrega dinero y
recibe fuerza laboral.
Se configura, así, un tipo de empresa cuyas relaciones se hacen con instituciones claramente
diversas de sí misma, a las que se considera como terceros. Esto resulta particularmente grave, en
el caso de los empleados.
Deberíamos considerar a la empresa, valga la comparación, como un ganglio del sistema nervioso
social del que nacen y confluyen los nervios mismos, tal como se visualiza en la figura 9 que, si
bien no diseñada por Ackoff; podría derivarse de sus consideraciones sobre la empresa (idem,
1990).
Las relaciones entre capital y trabajo deberían —y esto lo digo tímidamente— transformarse en
contratos de sociedad para sustituir en todo o en parte a los estrictos contratos de trabajo. Esta
recomendación, fue hecha hace cien años por León XIII, pero aparece ahora por vericuetos del
todo inadvertidos quizás para el Pontífice. Las causas de esta exigencia vienen precisamente por
otro lado: el éxito obtenido por las organizaciones japonesas en donde hay una vinculación
solidaria entre los capitalistas y los trabajadores que resultaba insospechada en Occidente. [Es una
paradoja que hayan sido las culturas orientales quienes vengan a demostrarnos empíricamente el
alcance pragmático de la solidaridad].
De cualquier manera es llamativo advertir cómo en un contexto diferente al de una recomendación
pontificia, se acaba de hacer en Fortune una afirmación casi idéntica. Para salir del problema del
desempleo, se dice allí, es necesario comportarnos treating each employee like an associate,
tratando a cada empleado como un socio (Rapoport, 1993).
En los contratos de sociedad, el empleado no se encontrará en sustancia sometido a un pago
salarial fijo, sino que lo estará —como lo está, insistimos, cuando trabaja por su cuenta— a las
ganancias y a las pérdidas. El sistema anterior se regirá bajo las reglas de la justicia conmutativa,
que fija la relación de los intercambios, mientras que el nuevo procedimiento quedaría sujeto a las
reglas de la justicia distributiva, que señala la relación entre los socios.
Este paso del contrato de trabajo al contrato de sociedad, beneficiaría de manera plausible a la
empresa, pues recibiría las aportaciones enriquecedoras de un socio cuando antes recibía sólo la
proveeduría de un trabajador contratado. El primer provecho del trabajador sería permanecer en el
empleo, porque su empresa se ha vuelto ya competitiva.
Determinamos así, desde otro aspecto, la tesis antes enunciada: el desempleo no nos impulsa a la
tendencia de la terminación o despido, sino, contrariamente, a la de la involucración o sociedad.
También la empresa ha de pasar —como los estados socialistas— de propietaria y excluyente a
promotora y solidaria.
Solidaridad y asociación
El exceso de intervención de la empresa en las operaciones individuales produce frutos de la
misma especie que los que propicia el intervencionismo estatal: ineficiencia, arbitrariedad,
favoritismo y subordinación. El paternalismo de la empresa es un mal gemelo del populismo del
Estado. En cambio, el trabajo de involucración tiene rasgos característicos.
De igual manera, vemos otra vez, aunque no podemos entrar en ello detenidamente, que la virtud
humana y cristiana de la solidaridad no es simplemente un sentimiento compasivo, pero no es
tampoco ajena a un sentimiento de unión corporativa.
Por otra parte, la asociación de los empleados en la empresa corresponde a los avances sociales
en el orden de la educación: "la educación despierta la racionalidad, esto es, la imperiosa
necesidad —la más imperiosa de las necesidades— de saber por qué se hacen las cosas, y el
encomiable deseo de intervenir en las finalidades de los actos que se realizan" (Llano, 1989, p. 27).
De ahí que este nuevo trato del que hablamos sea en cierto modo un producto educativo, que hace
que la empresa se vaya transformando en un ámbito "incluyente y comunal" (O’Reilley, 1994), en
lugar de un desagradable sitio exclusivo y despiadado.
Servitje ha señalado este paso asociativo como la única opción para la transformación de la
empresa (Servitje Roberto, 1994). Si es el hombre la finalidad de la empresa, lo mismo que en toda
célula social, el hombre no puede quedar fuera de ella como un tercero eventual y advenedizo, el
hombre no es un recurso para producir bienes y servicios; al revés, los bienes y servicios son
recursos para que el hombre alcance un mayor grado de hominización.
Volvamos al tamiz. Debemos escoger, sobre todo, hombres con capacidad asociativa.
Estas ideas centrales enfocan adecuadamente las relaciones de la empresa con sus componentes,
un modo distinto de relacionarse con la sociedad: la transformación de las personas, el tiempo
psicológico para que progresen y la tarjeta de aviso para un posible despido.
Nuestra exposición puede dejar la idea de que nos preocupa sobre todo la retención del trabajador
dentro de su puesto, y sí nos preocupa. Pero una segunda lectura de ella nos haría ver que sólo es
así parcialmente: la tarea del empresario para retener a sus trabajadores, es precisamente
mantener en la empresa una tónica permanente de creación del empleo, gracias a la positiva
presencia de los empleados.

También podría gustarte