Hijas de Perpetradores La Desobediencia

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u Capítulo 2

Hijas de perpetradores:
la desobediencia elegida vs. la obediencia debida

Ana Ros Matturro

Cuando las leyes o amnistías que bloqueaban la justicia comenzaron a ser de-
rogadas, evadidas o dejadas de lado, los juicios contra represores militares se
aceleraron, dando paso al surgimiento de nuevos actores sociales en las luchas
por la memoria en Argentina y Chile. Entre ellos se encuentran los hijos y fa-
miliares de los represores requeridos por la justicia y presos. En la medida en
que los juicios avanzaban se podía escuchar, en ambos países, a los voceros de
estas agrupaciones protestar públicamente contra las sentencias, reflotando la
interpretación militar del golpe como guerra ganada y de las dictaduras como
gestas heroicas (salvaron al país del caos y la destrucción, etc.) y refiriéndose
a la búsqueda de justica como “intento de venganza” y a las condenas como
“abuso a los derechos humanos”.1
En Argentina, por ejemplo, AFyAPPA (Asociación de Familiares y
Amigos de los Presos Políticos de la Argentina) reivindica a los represores
como “presos políticos” mientras exige que se revoquen/acorten las condenas
y se refuercen las condiciones excepcionales en las que sus parientes cumplen
sentencia. Con este movimiento se presenta a los perpetradores militares
como víctimas del gobierno, sin mayor crimen que el de desafiar al sistema
político con sus creencias y opiniones. Así, las violaciones a los derechos
humanos, los crímenes contra la humanidad, el terrorismo de Estado y el
genocidio desaparecen del accionar de sus familiares, de la identidad de sus
descendientes, de la memoria y de la historia.2
Sin embargo, la centralidad de los juicios tuvo también otros efectos que
llevarían a resultados opuestos a los buscados por estas agrupaciones de fa-
miliares y amigos. Por un lado, dicha centralidad volvió a corroborar la mag-
nitud de los crímenes y, por otro, reabrió el tema del perpetrador militar y el
ejército al público en general. De pronto, tras largos años de silencio habilita-
dos por las legislaciones que obturaban la justicia, la posibilidad de preguntar

Generación Hijes: memoria, posdictadura y posconflicto en


América Latina
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a los perpetradores sobre sus acciones y de escuchar de su propia boca lo que


habían hecho se volvía real. Con ella, también se hacía real la posibilidad
de comprender, finalmente, cómo los seres humanos podemos llegar a ser
capaces de actos tan atroces. Asimismo, la aceleración de los juicios en Chile
y Argentina llamó fuertemente la atención sobre continuidades con la época
dictatorial en el presente y sobre los intentos de retroceso en los avances rea-
lizados en materia de justicia transicional y consolidación democrática. En
este nuevo marco de justicia más justa, esos actos surgían como intolerables
y llamaban a la congregación y a la protesta. Finalmente, el surgimiento de
agrupaciones defensoras de padres y abuelos sentenciados por su participa-
ción en la represión creó la urgencia de expresarse y actuar en otros hijos y
nietos que no se sentían representados por esas voces.
Así, en este contexto de cuestionamientos y posibilidades, comienza a
perfilarse una nueva voz, extraña, que desafía las configuraciones tradicionales
de las luchas de la memoria: la voz de los hijos, sobrinos y nietos de represores
que repudian el terrorismo de Estado y el accionar de sus familiares durante
las dictaduras militares. En Chile, este movimiento se visibiliza inicialmente
por medio de documentales y en Argentina a través de la formación del
colectivo Historias Desobedientes (en 2017), que dos años más tarde formaría
la vertiente chilena.3 En Uruguay, si bien varios represores fueron juzgados
(en el país o en países vecinos o europeos) y se encuentran cumpliendo
sentencia, los juicios han enfrentado grandes obstáculos a nivel político. En
este contexto más confuso, los familiares y descendientes de represores aún
no se han organizado para expresar ni su apoyo ni su repudio y tampoco se
han expresado artísticamente, aunque hay algunas excepciones.4
En este artículo analizo el primer documental chileno de la hija de un mi-
litar en servicio durante la dictadura y una selección de textos ficcionales y
ensayísticos recogidos en el libro publicado por el colectivo Historias Desobe-
dientes Argentina-Chile. En mi análisis, reflexiono sobre las contribuciones de
estas nuevas voces a la construcción de la memoria colectiva de la dictadura, al
estudio de la transmisión y a la interpretación del presente posdictatorial.

La odisea de Ulises: cuando la hija de un militar (se) pregunta

La odisea de Ulises, estrenada en el 2014, es el primer documental de la


realizadora chilena Lorena Manríquez. Considerando que Manríquez vivió
parte de su infancia y adolescencia bajo el régimen militar, la película podría
situarse entre las producciones de los “hijos de la dictadura” que para ese
entonces se venían posicionando fuertemente en el ámbito de la memoria
colectiva, a través del cine y la literatura (Ros, The Post-dictatorship 6).

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Al igual que muchos hijos e hijas de esta generación, al llegar a la ma-


durez Manríquez toma la iniciativa de indagar en el silencio heredado para
lograr una “transmisión activa” del pasado que le permita orientar sus pers-
pectivas y decisiones en el presente (Ros, The Post-dictatorship 9). Tras ale-
jarse de Chile con el propósito de continuar sus estudios en Estados Unidos,
Manríquez comienza a familiarizarse con lo sucedido en su país durante la
última dictadura y emprende una investigación sobre la historia y la memoria
de ese período que, entre otras transformaciones, la lleva a dejar de lado la
ingeniería para dedicarse a la realización de documentales. En La odisea de
Ulises, Manríquez vuelve a Chile, a ese momento oscuro de la historia de su
país natal, en busca de respuestas. Su búsqueda se sitúa en un espacio explí-
citamente biográfico ―en términos de Leonor Arfuch― desde donde indaga
la historia familiar, enfatizando el inevitable cruce entre la esfera pública y la
privada que subyace a toda narración histórica.
Hasta aquí, el trabajo de Manríquez podría compararse con otras pro-
ducciones anteriores de índole biográfico de la generación que creció en
dictadura, como por ejemplo Mi hermano y yo (Gandara), Volver a vernos
(Rodríguez), En algún lugar del cielo (Carmona), Héroes frágiles (Pacull),
Reinalda del Carmen, mi mamá y yo (Giachino Torréns), El edificio de los
chilenos (Aguiló), Mi vida con Carlos (Berger-Hertz) y ¡Viva Chile, mierda!
(Goycoolea). Al igual que estos trabajos, La odisea de Ulises presenta la ex-
ploración de los efectos del pasado dictatorial en la familia y en la vida de su
realizadora. No obstante, hay un elemento que la singulariza dentro de este
corpus: la directora no solo se posiciona como familiar de personas que su-
frieron la violencia represiva, sino también como hija y pariente de personas
que formaron parte del sistema represivo. Por un lado, el padre de Manríquez
era dentista y oficial del ejército durante el régimen militar y un amigo muy
cercano a la familia (considerado como un tío) era capitán. Por otro lado, otro
tío, Ulises (quien da título a la película), fue perseguido y exiliado durante
los años del régimen y un pariente lejano (por parte de la esposa de Ulises) se
encuentra desaparecido.
Desconociendo la existencia de estos lados contrapuestos en su entorno
más cercano, Manríquez creció en una familia nuclear de derecha, partida-
ria de Pinochet y, hasta el momento de emigrar, vivió relativamente ajena a
los crímenes que estaban ocurriendo en el país. Su indagación familiar como
adulta y documentalista implica, por lo tanto, una mirada inquisitiva y reflexi-
va a la historia de Chile y a la memoria colectiva, en diálogo permanente con
la perspectiva de la derecha y del ejército. Si bien estos temas ya habían sido
explorados en la producción cinematográfica desde los años 1990 y, dentro
de ella, por realizadores que crecieron bajo dictadura —por ejemplo, I Love
Pinochet (Said) y La muerte de Pinochet (Perut y Osnovikoff)—, ésta es la

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primera vez que son tratados en un documental de corte biográfico.5 En otras


palabras, La odisea de Ulises es el primer documental realizado por una hija
de militar, en el que la documentalista entrevista a su padre sobre el pasado
dictatorial desde una posición crítica del terrorismo de Estado. Considerando
su narración y las preguntas formuladas a los distintos participantes, podría-
mos suponer que la motivación de la realizadora con relación a este proyecto
giró en torno a varios puntos: la necesidad de conocer más profundamente qué
había pasado en su país durante la dictadura; el anhelo de aprender qué pasó
realmente con su tío Ulises y el deseo de entender cómo su padre pudo apoyar
a un sistema autoritario, centrado en la crueldad.
Utilizo el término “apoyar” siguiendo el planteo de Hannah Arendt. Para
la autora, toda participación en la vida institucional dentro de un régimen
autoritario es una forma de apoyo (sea o no por deber de obediencia), ante la
cual las únicas alternativas o formas de resistencia son mantenerse fuera de
cualquier posición de responsabilidad o negarse a cumplir con las funciones
asignadas, arriesgando así la vida (72–73). En este sentido, la película no
intenta conocer lo que sucedió para asignar culpas, sino para entender las
circunstancias y mecanismos que llevan a una persona normal a apoyar a un
régimen deshumanizante. Este aprendizaje no es solamente válido para con-
textos dictatoriales ya que también en democracia se puede formar parte de
sistemas que incurren, de manera más sutil y velada, en violaciones de los
derechos humanos o socioeconómicos de ciertos grupos.
La decisión de realizar el documental fue para Manríquez sumamente
difícil, dado que implica una doble desobediencia. La realizadora desobedece,
por un lado, al identificarse con una posición política opuesta a la de su fami-
lia y, por otro, al romper con el implícito mandato de silencio que reinaba en
su casa sobre lo tocante a la época dictatorial. Asimismo, su emprendimiento
es sumamente audaz, ya que sabía que los hallazgos que surgieran durante la
realización del documental podrían ser tan liberadores como dolorosos. De
hecho, con esta clave de interpretación comienza la película. En la primera
secuencia, la cámara avanza hacia una puesta de sol, símbolo de un final que
es a su vez un nuevo comienzo, mientras la voz de la directora afirma: “Cre-
cí en Chile durante una época que muchos han querido enterrar. Nunca me
imaginé que al intentar desenterrar los fantasmas del pasado mi vida iba a dar
un vuelco radical que acabaría confrontando mis creencias de toda la vida y
dividiendo mi propia familia” (Manríquez).
En este caso, al igual que en otros documentales autobiográficas poste-
riores sobre personas que se desempeñaron dentro del régimen militar, como
El pacto de Adriana (Orozco) y El color del camaleón (Lübbert), la puerta
de entrada al ejército es un individuo situado en la intersección de lo civil y
lo castrense. Más concretamente, estas películas analizan casos de hombres y

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mujeres que, si bien no fueron ideólogos o ejecutores principales de la repre-


sión, trabajaron para el ejército y sus dependencias durante la dictadura. Des-
de sus respectivas posiciones, los protagonistas de estos documentales tenían
algún tipo de conocimiento de lo que estaba sucediendo, atestiguaban eventos
vinculados a la represión y al cumplir con sus funciones sostenían, de algún
modo, el andamiaje del sistema autoritario.
En La odisea de Ulises, esta intersección está claramente construida.
Como señalé anteriormente, el padre de la directora es militar retirado, pero
también era dentista. Si bien la sanidad militar es parte de los cuerpos comu-
nes del ejército, muchas de sus ramas se nutren de profesionales formados en
universidades civiles quienes, tras atravesar un estricto proceso de selección y
adoctrinamiento, ingresan al ejército con el rango más bajo y continúan la ca-
rrera militar mientras ejercen su profesión médica. Estos profesionales también
pueden desempeñarse fuera del ejército, en centros médicos civiles o en su
práctica privada, pero aun así están sujetos a los códigos y estatutos militares.
Tal vez, debido a esta doble pertenencia vemos, a lo largo del documental,
cierta ambivalencia en el padre de la directora, Javier Manríquez (J. M.), res-
pecto a la lógica castrense que no está presente, por ejemplo, en las entrevistas
realizadas al amigo de la familia (considerado como un tío), capitán del ejérci-
to en retiro. Hacia el final del documental, J. M. se muestra abierto a aceptar la
información presentada por su hija que contradice su visión del golpe y hasta
le confiesa que durante el régimen él cuestionó medidas represivas de sus
pares militares, arriesgando así su carrera. Sin embargo, esos momentos de
apertura y cuestionamiento coexisten con otros muchos, también a lo largo del
film, en que J. M. expresa, con total convicción, ideas sobre el rol del ejército
afines con el pensamiento articulado por los militares golpistas y admiración
por Pinochet. En el 2006, en una llamada telefónica, J. M. le comunica a su
hija, con gran pena, que “murió nuestro general que hizo grande a Chile en la
América Austral” (Manríquez).
Esta contradicción también puede ser interpretada a la luz de las disyun-
tivas experimentadas por los profesionales de la salud durante la dictadura.
Como afirma Horacio Riquelme, “las condiciones de miedo provocado por la
guerra psicológica contra la propia población en los tres países [Chile, Argen-
tina y Uruguay] situaron a menudo la praxis profesional en áreas de conflicto
entre derechos humanos y ética profesional, en un contexto de amenazas insti-
tucionales y administrativas y de exigencias del aparato represivo estatal” (1).
Las contradicciones en el pensar o entre actos y pensamiento pueden surgir
como mecanismo de supervivencia ante el terror o como reflejo de la situación
paradójica a la que los médicos estaban expuestos. En el caso de J. M. esto se
ve agravado por el hecho de que su propia familia se había visto afectada y
fracturada por el régimen, del cual, de alguna manera, él participaba.

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Por tal motivo, el documental de Manríquez ofrece también una mirada


a las fracturas ocurridas a raíz del golpe entre familiares de distinta ideología
política. En familias de derecha, estas fracturas juegan un rol decisivo en el
proceso de transmisión ya que dificultan el acceso de los hijos a narrativas
opuestas a la perspectiva de sus padres. De este modo, los más jóvenes quedan
expuestos a una interpretación monolítica del golpe hasta que las circunstan-
cias los enfrenten a otras realidades. La película Apgar 11 (Leighton) abor-
da precisamente estas dinámicas de transmisiones en contextos de narrativas
únicas. En el caso de Manríquez, probablemente la distancia de su familia
impuesta por el viaje a Estados Unidos le permite conocer otros lados de la
historia nacional: “Me parecía increíble que el héroe de mi infancia fuera
ahora conocido como un malvado del nivel de Hitler” (Manríquez). Dicha
distancia tal vez le permite también reconocer el silencio que la ha rodeado,
palpar la fractura familiar y emprender otro viaje hacia el descubrimiento del
pasado y la construcción de nuevos sentidos en el presente.
Como el título lo indica, el dificultoso regreso de su tío Ulises a casa, a su
patria, tras largos años en el país de su exilio, es el puntapié inicial que llevará
a Manríquez a emprender el viaje de conocimiento de la historia de su padre
y de ella misma. Ulises era miembro de un partido que apoyó la candidatura
presidencial de Allende. Durante el gobierno de la Unidad Popular (1970–
1973), fue dirigente sindical del agro y colaboró con la implementación de la
reforma agraria. Desde el momento del golpe, Ulises fue perseguido y gracias
a contactos internacionales de la familia de su esposa logró viajar a Suiza,
donde permaneció durante la dictadura y donde vivió durante treinta años
hasta el momento de su jubilación.
Desde su juventud los hermanos Javier y Ulises tomaron caminos dife-
rentes que los separarían gradualmente hasta terminar por conducirlos a luga-
res opuestos ideológica y políticamente. El carácter corporativo del ejército
(centrado en una autovaloración superior con relación a la sociedad civil, a la
que tiene la misión de guiar, y un fuerte sentido de comunidad), contribuye a
profundizar esta distancia (Egaña Monsalve 3–4). Al respecto, J. M. afirma:
“Ulises se transformó en fugitivo. Desconozco las razones por que lo perse-
guían porque yo no tenía esa relación de hermano político, sino que era una
relación totalmente ajena a lo que yo hacía” (Manríquez). Tras el miedo y
la ansiedad inicial de saberlo perseguido, en la casa de la directora se evitó
activamente hablar del tema. “Siempre me quedé con la duda de qué le había
pasado a mi tío Ulises”, afirma la voz en off de la directora recordando su
infancia después del golpe, “[e]ra como si un pedazo de nuestra familia se
hubiera perdido. Como una pieza extraviada de un rompecabezas, un puzle
que quedó incompleto” (Manríquez).

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Con el pasar del tiempo, sobrevino en la casa una nueva normalidad cons-
truida sobre el silencio; armoniosa, mientras nadie preguntara sobre el presen-
te ni cuestionara el pasado. En muchos de los documentales de hijos de padres
que sufrieron la represión dictatorial, el silencio de los adultos que los criaron
se explica como producto del dolor, del deseo de protegerlos del sufrimiento y
del miedo a volver a ser atacados. Como develará La odisea de Ulises, detrás
del silencio reinante en la casa de los Manríquez también hay ―salvando las
diferencias con el sentir de las víctimas y sus familiares― una forma de dolor
y miedo, combinada con el sentimiento de confusión y con la contradicción
de ser parte de la institución que lo causa.
Manríquez recuerda que, después del golpe, ella sentía temor de los tan-
ques y soldados con metralletas que circulaban por las calles y que sus herma-
nos se quejaban del toque de queda, pero muy pronto esas expresiones fueron
silenciadas: “[e]n la casa no se habló más de política y mi papá nos prohibió
criticar al régimen militar por miedo al servicio de inteligencia” (Manríquez).
Como miembro del ejército, J. M. sabía que el sistema represivo estaba dise-
ñado para llegar a todas partes, sin excepciones, incluso dentro de la misma
institución militar. Años después, durante el rodaje del documental, ante las
tensiones surgidas entre Ulises, recientemente retornado a Chile, y el resto de
la familia, la realizadora les pregunta si prefieren que detenga su investiga-
ción, y su padre vuelve a referirse a este miedo como algo aún vigente. Rodea-
do de miembros de la familia que asienten al oír sus palabras, J. M. explica:

Hay un sistema de inteligencia del ejército, de las Fuerzas Armadas, en


los grupos políticos que mandan. Mire, existe. Hay informaciones de
todos los ángulos y esas informaciones se estudian y, entonces, si ven
algo negativo, toman las medidas que… que ellos estimen, ¿me entiende?
Usted ni siquiera se imagina quién está al lado suyo escuchándole sus
opiniones. (Manríquez)

Esta preocupación (que resuena con los casos de espionaje militar descubier-
tos en el 2019) indica el éxito del régimen al utilizar el terror para romper
los lazos sociales y crear una sociedad de individuos, o a lo sumo familias,
aislados, concentrados en su propia seguridad y supervivencia, incluso dentro
del ámbito militar.6 Según el sociólogo argentino Daniel Feierstein, este es un
resultado típico de la realización de las prácticas estatales genocidas.
Ese temor que trasciende el momento del golpe y continúa acechándolo
en el presente se reactiva cada vez que su hija o Ulises lo interpelan como
ser humano (no como militar) acerca del pasado, y lo lleva a refugiarse en

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narrativas justificativas del accionar represivo que cortan la posibilidad de


profundizar el diálogo. Por ejemplo, tras dejar establecido que el gobierno
de Salvador Allende fue lo peor que le pudo pasar a Chile, J. M. ofrece una
opinión sobre el golpe acorde con la interpretación promovida por el ejército
en aquel entonces y avalada por sectores de la derecha hasta hoy día: “Los mi-
litares, gracias a ellos, somos un país libre, somos un país progresista, somos
un país de paz” (Manríquez). Esta opinión de J. M. se ve reforzada en el gesto
de continuar izando la bandera chilena, cada año, en el aniversario del golpe.
Estas palabras y gestos, sin embargo, dejan en el olvido el miedo que
sintió y aún siente, el dolor causado por el exilio de su hermano Ulises y la
decepción sufrida cuando lo forzaron a jubilarse por cuestionar a sus superio-
res. Primero otros miembros de la familia y luego el mismo J. M. le cuentan
a la realizadora que su pase a retiro fue una medida tomada a raíz de haber
sugerido, en el contexto de una reunión, que se levantaran las penas de exilio
para los chilenos que llevaban viviendo muchos años en el exterior (pensando
en su hermano Ulises). “No pude llegar a la última etapa porque según los
criterios de la época no correspondía que un oficial dentro de la unidad se
expresara de esa manera” (Manríquez), explica. Según el relato de la hermana
de la directora, tras su jubilación J. M. guardó con sumo cuidado los botones
de su uniforme, adornados con el escudo nacional, como si se tratara de un
bien preciado, a pesar de la dolorosa razón por la que ya no podía usarlo, a la
que intenta dejar en el olvido.
El olvido lo salva tal vez de la crisis que supondría el reconocimiento de
lo que significó la institución a la que perteneció y a la que apoyó desde su rol
profesional, e intenta también así salvar a su hermano. En la fiesta de bienveni-
da de Ulises, J. M. le dice que es mejor olvidar lo que le pasó (su persecución y
los años en el exilio): “Si es negativo lo que ha pasado, olvídese de lo negativo”
(Manríquez). De igual manera, durante la filmación del documental, Manrí-
quez se entera de que tiene un pariente lejano (por parte de la esposa de Ulises)
desaparecido del que nunca se había hablado. “Su nombre era Eduardo Zúñiga
y había sido músico y activista político. . . . Eduardo había desaparecido de
Tres Álamos, otro centro de detención en Santiago que ahora, curiosamente,
se había convertido en un centro de detención de jóvenes. . . . Su familia nunca
más supo de él y mi familia había optado por olvidarlo” (Manríquez).7
El silencio y el olvido le permiten a J. M. preservar el sentido de orgullo
y comunidad que por muchos años le proporcionó la pertenencia al ejército.
Al comienzo de la película, Manríquez evoca un recuerdo de su padre que
toca con este sentimiento. Mientras la cámara recorre fotografías en blanco
y negro, su voz afirma: “[Él] me decía que Chile es la espada que cuelga del
cinto de América, por su forma larga y estrecha y que está siempre lista para
defendernos” (Manríquez). Paradójicamente, esta idea del ejército como único

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defensor de la soberanía iba a ser central a la hora de abrazar la doctrina de


seguridad nacional, de creciente influencia en los ejércitos latinoamericanos
a partir de la Guerra Fría, y motor de las dictaduras del Cono Sur (Egaña
Monsalve 9; Álvarez Veloso 2).
Ambos, J. M. y Ulises, eran hijos de una familia pobre, del campo. Cuan-
do la realizadora visita con Ulises el vecindario donde sus abuelos vivían, el
auto se queda atascado en un lodazal (los caminos no están pavimentados) y
los vecinos que los ayudan los llevan a sus precarias viviendas para descan-
sar. J. M. fue el primero en trasladarse a la capital para trabajar y estudiar. La
pertenencia al ejército le ofreció inserción laboral, le dio una identidad (fuente
de valor personal y autoestima) y la posibilidad de ascensión social.8 Cuando
Ulises llegó a Santiago, siguiendo los pasos de su hermano mayor, el activis-
mo representaba para muchos jóvenes de origen humilde una oportunidad de
mejorar las condiciones de vida, no solo de ellos mismos, sino de su clase.
Sin embargo, la represión militar instauró el temor a la participación en
proyectos colectivos y la desconfianza ante ellos. Este proceso se inicia por
parte de las Fuerzas Armadas en el poder, con la criminalización de quie-
nes habían apoyado la candidatura y el gobierno de Salvador Allende, desde
partidos y movimientos políticos (Stern 5). La criminalización de políticos y
activistas no solo funcionó como justificación para el asesinato y las violacio-
nes de derechos humanos, sino que también promulgó el enfrentamiento entre
chilenos, extendiendo la lógica bélica a todas las interacciones sociales. De
este modo, cuando Manríquez intenta hablar con su padre sobre los abusos
cometidos por el ejército durante el régimen, él recurre a estos dos elementos
(criminalización y estado de guerra), cerrando nuevamente el tema.

L. M.: En este país, papá, se mató por ideales. Se mató a gente que no
tenía armas. Se mató a gente de mano atada. Que eran comunistas, sí; a
lo mejor eran comunistas, pero ¿por qué? ¿Por qué tratarlos así como los
trataron y matarlos y tirarlos al mar?
J. M.: Estás muy equivocada…
L. M.: ¿Equivocada por qué?
J. M.: Equivocada, mijita, de que esa gente era inocente. Jamás lo fueron.
No, no, no. Los comunistas, los socialistoides, los revolucionarios ¿eran
inocentes? ¡Las miserias que pasaba nuestro país en esa época, antes de
los militares! ¡Era espantoso, mi amor!
....
L. M.: Papá, se llevaron a mucha gente, había muchos centros de deten-
ción.

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J. M.: Espérese… Se consideró como una guerra y en la guerra hay un


principio que dice así: “Si no te matan, tú tienes que asesinar al enemigo
antes de que te mate él”. (Manríquez)

A esta aparente incapacidad de J. M. de contactarse con el sufrimiento de


muchos connacionales, incluyendo su propio hermano Ulises (quien pudiera
haber sufrido el mismo trato inhumano que muchos otros “enemigos” del ré-
gimen) se suma su intento de encubrir a reconocidos perpetradores frente a su
hija y la elección de mantenerse en contacto con ellos.
Durante la filmación, la realizadora descubre que un viejo amigo de la
familia, encargado de la piscina a la que concurrían todos los veranos durante
su infancia, es un perpetrador condenado. Para su asombro, también descubre
que su familia aún tiene un vínculo con él: “No podía creer que mis papás
siguieran siendo amigos de Marcelo Moren Brito, excomandante de Villa Gri-
maldi. Además, Moren Brito había participado en la Caravana de la Muerte,
un comando del ejército que justo después del golpe viajó de norte a sur del
país ejecutando a miembros de la Unidad Popular” (Manríquez). Muchos de
los compañeros de Ulises hasta hoy desaparecidos habían estado detenidos en
Villa Grimaldi, con lo que ese podría haber sido también el destino de su tío
si se hubiera quedado en Chile. Cuando la directora le pregunta a su padre si
sabe por qué llevaron preso a Moren Brito, él le responde que no. “¿Por qué
mi papá no me quería contar nada? ¿Sería para protegerme o quizás por mie-
do?” (Manríquez), se pregunta. Nuevamente aparece el miedo como factor
decisivo, pero esto ya no le alcanza para comprender la situación.
Su desconcierto ante las ideas, palabras, y acciones de su padre la llevan
a intentar conocer más en profundidad la perspectiva de la que se nutren. Para
ello, se sumerge en la parte militar de su posición como dentista militar y,
por medio del amigo cercano a su familia (considerado tío), el capitán retira-
do Renán Ballas, logra entrevistar al general retirado Núñez Cabrera, oficial
a cargo del asalto a La Moneda el día del golpe. La parte de la entrevista
transcrita a continuación demuestra cómo, entre los altos mandos ―donde
la doctrina de Seguridad Nacional se hace propia, se pacta con otros sectores
sociales y se impone―, el enfrentamiento ya no se trataba de una guerra, sino
de una revolución a cargo del ejército:

Yo te quiero decir con breves palabras que Chile es hoy lo que es gracias
a que aquí, desgraciadamente, ¿no es cierto?, hubo una situación de crisis
que terminó en un pronunciamiento cívico-militar. Esto no fue “el golpe”,
como se lo vendió, ni fue “el golpe y la dictadura”, como se lo vendió,
porque, si hubiera sido un golpe y una dictadura, este país seguiría siendo

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el mismo retrasado de su historia. Metieron en la mente que aquí hubo un


golpe y una dictadura atroz: la más atroz de América Latina. Sí, hubo tres
mil muertos en esta revolución que cambió todo el estado completo y lo
dio vuelta: tres mil muertos. Pero cuando hay revoluciones, y que son de
tal trascendencia, lamentablemente, hay muerte. Y hay muerte porque hay
fuerzas que se oponen. (Manríquez)

Según esta perspectiva, las muertes (muchas precedidas de secuestro y tortura)


son pocas con relación a los logros políticos del régimen; efectos colaterales
de toda transformación social. Los muertos ni siquiera cuentan como personas,
sino que son referidos en conjunto como “fuerzas que se oponen” (Manríquez).
Quedan fuera, sin embargo, los treinta y cinco mil torturados y encarcelados, los
mil ciento noventa y dos desaparecidos (incluidos entre los tres mil doscientos
muertos), y los familiares de sobrevivientes y muertos marcados de por vida
por la violencia.9 A nivel de los altos mandos, de los ideólogos del régimen,
preponderaba con claridad la idea de que lo que hicieron no fue una guerra, sino
la instauración de un nuevo sistema a través del shock y el terror.
Esta entrevista, reveladora de la normalización y minimización de la
represión por parte de la oficialidad, genera en Manríquez un malestar aun
mayor: si su padre estuvo activo durante el régimen, aún es amigo de perpe-
tradores y defiende el accionar del ejército, ¿qué tan involucrado estuvo con la
represión? La idea de la tortura se instala y con ella el miedo a saber: “Quizás
era mejor no saber nada porque las dudas y el miedo me estaban ahogando”
(Manríquez). Lo habla con su tío Ulises, para quien no existe justificación
posible para lo que sucedió en Chile y considera a su hermano un cómplice de
los hechos. Las implicancias de averiguar se hacen aún más graves ante la res-
puesta de Ulises: “yo no estoy de acuerdo con su manera de justificar un golpe
de Estado, el crimen. Justificarlo significa sencillamente hacerse cómplice. Si
yo supiera que mi hermano manchó sus manos con sangre de gente inocente
en este país, de gente pobre de este país… Sería indigno de un ser humano
hacerlo y mi actitud sería de un dolor muy muy profundo” (Manríquez).
La asfixia que le produce el no saber la impulsa a finalmente tener la con-
versación más difícil que hubiera podido tener con su padre:

L. M.: ¿Tú sabes que los nazis tenían dentistas que hacían torturas tam-
bién?
J. M.: ¡Ah, no! Aquí no. Por lo menos que yo sepa.
L. M.: ¿Usted no torturó?
J. M.: No, jamás. Todo lo contrario, se iban felices con mi trabajo.

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L. M.: ¿Ah, sí?


J. M.: Sí.
L. M.: ¿Usted ponía anestesia o sacaba dientes así nomás?
J. M.: No, mijita, por favor, mire, eso sería una cosa inhumana y yo no
estoy en ese plan. . . . Yo estoy en un plan pacífico, en un plan ético, en un
plan de no hacerle daño a nadie. Menos en mi país, pues. (Manríquez)

Después de este diálogo, su padre sube a su cuarto y desde el final de la es-


calera le dice a su hija: “La verdad, aunque severa, es amiga verdadera, . . .
yo estoy por la verdad”, lo que ella interpreta como una forma de aprobar su
proceso y su investigación. J. M. alienta la búsqueda de la directora, considera
la tortura antiética e inhumana y había cuestionado la pena del exilio dentro
del ejército. Sin embargo, atesora su pertenencia a la institución, justifica el
régimen como una guerra contra enemigos, promueve el olvido y admira a Pi-
nochet. Esta situación arroja luz sobre las dinámicas internas de la institución
armada para bloquear el pensamiento crítico y facilitar el apoyo a los abusos
cometidos durante la dictadura (por ejemplo, la existencia de una narrativa
única, el miedo latente, la creación de comunidad a través de valores positiva-
mente connotados como la patria o el heroísmo y de la oposición a un grupo
construido como amenaza, etc.).
En un último intento de ayudar a resolver las contradicciones internas de
su padre, hacia el final del documental, Manríquez le muestra los documentos
desclasificados sobre la intervención de Estados Unidos en el golpe de Estado,
y padre e hija culminan el intercambio con el siguiente diálogo:

L. M.: ¿Tú no sabías de la intervención de los Estados Unidos.


J. M.: Yo pensaba que era propaganda solamente… Yo jamás había visto
esto. Algo había escuchado por los diarios y decía yo “¿Será agregado?
¿Será verdad?”. Pero esto indica que fue la verdad.
L. M.: Bueno, y ahora que tú sabes que esto es verdad, ¿tú cambias la
opinión de Pinochet?
J. M.: Me cuesta eso, fíjate… (Manríquez)

Aceptar que Pinochet utilizó el terror, el sufrimiento, y la muerte del pueblo


chileno para facilitar los intereses económicos de otro país y la clase alta
chilena sería admitir que él también fue parte de ese esfuerzo y, por tanto,
cuestionar su actuación personal y profesional, en cuanto parte del andamiaje
que sostuvo el sistema represivo.

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ROS MATTURRO u 39

La película termina con una gran reunión familiar, con Ulises incluido
(que había estado distanciado por un tiempo por las diferencias surgidas con
la filmación de la película), para despedir a la realizadora que vuelve a Es-
tados Unidos. Las tensiones no están resueltas, pero se los ve contentos de
estar juntos a pesar de que, como observa Manríquez, es posible que ninguno
de los dos lados vaya a cambiar nunca de opinión y que la fractura nunca se
enmiende. “Parecía que mi papá y mi tío nunca iban a cambiar de opinión,
pero lo más lindo es que sentí que, al final de cuentas, todos somos diferentes,
pero también somos parte de un todo, somos piezas del puzle que es nuestra
familia” (Manríquez).
De ese modo, el documental ilumina las complejidades detrás de cada
caso de apoyo y complicidad con la represión, los duraderos efectos del terror
aun en miembros de la institución armada y los desafíos que todo esto supone
a la hora de lograr una transmisión activa del pasado a las generaciones más
jóvenes. Aunque la directora culmina la película con la idea de que tal vez
todo seguirá igual entre quienes vivieron ese violento pasado como adultos, su
aporte es testimonio de una transformación personal que invita a otros a unir-
se; a embarcarse en el difícil viaje de posicionarse frente al legado familiar
y nacional, generando así nuevas historias de esperanza para transmitir a las
generaciones futuras. “El sol ya se escondió y he despertado en otro mundo,
solo me queda mi sueño, el sabor de arena y sal y un recuerdo de olas y mar”
(Manríquez).

Historias Desobedientes: cuando las hijas de militares


impugnan

A diferencia de Manríquez, las (mayoritariamente) hijas congregadas en el


colectivo Historias Desobedientes tienen la certeza de que sus padres partici-
paron activamente en la ideación o ejecución de la represión (secuestro, tor-
tura, asesinato, desaparición) durante el régimen militar. La desobediencia en
el caso de estas hijas consiste, por un lado, en “aceptar la responsabilidad del
Padre en los más horrorosos crímenes, impugnarlo y delatarlo”, rompiendo
así la lealtad supuesta por la filiación, y, por otro, en rebatir “el silencio y la
sumisión como prácticas familiares y sociales” (Bartalini en Bartalini y Estay
Stange 12). Como afirma María Laura Delgadillo en “Acción y reacción”, el
silencio es una forma de apoyo y complicidad: “[A]cá no hay medias tintas, o
apoyás el genocidio, o lo repudiás. O aceptás este difícil papel, o lo negás. O
te oponés, o te convertís en cómplice” (Delgadillo en Bartalini y Estay Stange
48). La desobediencia del colectivo se transforma así en gesto político. El
acto de romper con el legado paterno (“no somos quienes ellos querían que

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40 u HIJAS DE PERPETRADORES

fuéramos”) demuestra que todo cambio pensable es posible: “Somos personas


vinculadas por el dolor y la postura crítica ante nuestros progenitores, pero
también . . . por el deseo de transformarnos y transformar esta sociedad para
que nunca más el Estado sea responsable de crímenes de lesa humanidad”, y
para luchar contra las “nuevas variantes del horror” y las nuevas formas en
que “la violencia, la impunidad y la represión reaparecen de modo constante
e insistente” (Bartalini y Estay Stange 9).
Igual que en el caso de Manríquez, para ellas la transmisión del pasado
estuvo rodeada de silencio. Al enterarse, principalmente a raíz de las citacio-
nes judiciales, de lo que sus padres habían hecho, algunas se sorprendieron
más y otras menos, pero todas atravesaron una dolorosa crisis seguida por la
desafiante decisión de rechazar ese legado y transformarlo en algo enriquece-
dor para sus hijos (o las nuevas generaciones): “Esa deuda que heredamos, y
no deseamos, la podemos transformar en algo bueno, para que cuando la reci-
ban nuestros hijos, también herederos forzosos, no les llegue una historia de
horror, sino una historia en la que triunfa la justicia” (Bartalini y Estay Stange
90). De este modo, si la apropiación de bebés durante la dictadura intentaba
romper el legado de los detenidos a través de su propia descendencia, como
forma de aniquilar sus ideas y proyectos, al cortar con el legado paterno den-
tro del mismo seno familiar, las hijas de Historias Desobedientes revierten ese
gesto y se unen a la lucha contra el modelo de sociedad que el terrorismo de
Estado intentó imponer. “Como dijo un afamado juez: ‘Somos la peor derrota
de los genocidas’” (María Laura Delgadillo en Bartalini y Estay Stange 48).
También, al indagar en la dimensión “privada y humana de quienes per-
petraron los crímenes más atroces” de la historia social argentina, los escritos
del colectivo desafían la idea de que los genocidas fueron “monstruos”, per-
mitiendo así analizar la perpetración del mal como una posibilidad de la que
nadie está exento (Bartalini en Bartalini y Estay Stange 14). Como señalan las
editoras del libro, sus padres se encuentran en distintas situaciones (“algunos
condenados y encarcelados con sentencia firme, otros en prisión domiciliaria;
algunos imputados, otros sin investigar, impunes…”), pero todos comparten
el silencio sobre sus hechos o el destino de los desaparecidos y la falta de
arrepentimiento (Bartalini en Bartalini y Estay Stange 16). Tras décadas de
haberse dado a conocer los actos inhumanos cometidos durante la dictadura,
como parte de un plan mayor, el silencio y la falta de arrepentimiento resul-
tan incomprensibles para las hijas que intentan, por tanto, develar cómo se
construye a un represor mientras transitan los desafíos de su propio proceso
de heredar.
Uno de los factores recurrentes en sus reflexiones es el de la obediencia
debida. Para las hijas e hijos que forman el colectivo la desobediencia ha teni-
do un alto costo: para la mayoría significó el rechazo y pérdida de parte de su

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ROS MATTURRO u 41

familia y para otros se sumó el dolor de cortar definitivamente con el vínculo


paterno. Saben por experiencia propia que la desobediencia puede ser angus-
tiante pero nunca tanto como las implicancias de la obediencia. Conocedoras
del pensamiento de Arendt y Strauss, consideran la obediencia debida como
facilitador, pero no como determinante del accionar represivo, ya que siempre
existe la opción de desobedecer, aunque se corra el riesgo de morir, para aque-
llos capaces de prever la imposibilidad de vivir con las consecuencias de sus
actos. Como afirma Lorna Milena en “Más sobre el miedo”:

Por más que te quieran manipular con lo que sea, si vos agarrás una pi-
cana, o golpeás y maltratás a alguien, si violás, si torturás… no hay nin-
guna excusa que valga… ni obediencia debida, ni “me manipularon”, ni
nada. Lo hacés porque podés hacerlo. . . . Vos te permitís hacerlo, invo-
cando la excusa más convincente. (Milena en Bartalini y Estay Stange 69)

Incluso cuando la obediencia no está motivada por el deseo de sobrevivir sino


por el de proteger a la familia, resulta insuficiente. Uno de los pocos hijos que
participa del libro, Christian Baigorria, recrea en su relato “La casa incendia-
da” un diálogo con su padre sobre ese tema:

“Yo me hubiese negado de todos modos”, insistís calmo. “Hubiera subido


a mi familia a un micro, hacia algún lugar seguro, después de despedirme
de ellos quizás por última vez. Y después me hubiese negado a hacer algo
en contra de mis convicciones, sabiendo que el día de mañana, mi hijo al
mirar una foto mía estaría orgulloso de su padre”. (Baigorria en Bartalini
y Estay Stange 38–39)

Nuevamente, a modo de reversión, mientras muchos hijos de desaparecidos


resentían, al inicio de su proceso de transmisión, la decisión de su padre o ma-
dre de arriesgar su vida por un proyecto político, este hijo hubiera preferido
tener un padre muerto antes que uno vivo, cuya obediencia habría permitido
la realización de un proyecto genocida.
El adoctrinamiento y la formación militar se identifican como factores
clave en la construcción de individuos capaces de obedecer y vivir con las
consecuencias de sus actos. Como reflexiona Milena:

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[E]l “otro” es el infrahumano que no merece piedad. Eso se lo van


metiendo en el cerebro, con la instrucción. Porque, como ellos resistieron,
pudieron terminar la instrucción, son “más hombres” que cualquier
“otro”. Con la instrucción, también, les meten el miedo. Porque a ellos, a
los hombres de gran valor, los amenaza el enemigo. (Milena en Bartalini
y Estay Stange 69)

Milena extiende esta reflexión al presente, en el que una vez más las Fuerzas
Armadas y policiales se encuentran en las calles reprimiendo protestas, matan-
do, y haciendo desaparecer. Esta conexión con el pasado indica que a menos
que haya un cambio en la institución, las violaciones a los derechos humanos
se seguirán repitiendo: “Y vos, que estás ahora en servicio, que este año, 2017,
estás por ahí golpeando gente. Fijate, te estás convirtiendo en un genocida. Vas
a ser futuro dolor, vergüenza y culpa de tu hijo, tu hija… Fijate, pasado el pri-
mer muerto, no hay retorno” (Milena en Bartalini y Estay Stange 70).
La idea de “ser más hombre” presentada por Milena introduce otros fac-
tores interconectados que también juegan un rol importante en la construcción
de un represor/genocida: masculinidad, patriarcado y capitalismo. El modelo
de masculinidad imperante (violento, insensible, intransigente) y el sistema
patriarcal que lo sostiene, centrado en la opresión de otros, entendidos como
inferiores, desde el ámbito más íntimo, sientan las bases para el desarrollo de
regímenes represivos.9 Como recuenta Milena:

Con eso crecí, con el conocimiento de que era la gran desilusión de mi


padre por ser mujer. La culpa de ser la gran desilusión de mi padre. Porque
una mujer no sirve para nada más que para “tener hijos” . . . Mi función
en la vida era, a lo sumo, ser maestra, si quería estudiar; y, obviamente,
tenía que casarme con un milico”. (Milena en Bartalini y Estay Stange 62)

Asimismo, el modelo patriarcal va de la mano con el sistema económico


que el régimen favoreció y con el tipo de interacciones que suscita. Como
afirma Furió, el patriarcado es “la ideología insigne del sistema capitalista,
generadora de todo tipo de violencias, muy especialmente contra el cuerpo de
las mujeres” (Furió en Bartalini y Estay Stange 51).
En entrevistas a las hijas e hijos, previas a la publicación del libro, apa-
recen factores adicionales que arrojan luz sobre los procesos habilitadores de
la violencia y la crueldad exhibida por los represores/genocidas. Estos son la
valoración de la ejecución de la tarea desconectada de sus implicaciones, la

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ROS MATTURRO u 43

lealtad hacia los compañeros de armas, la escisión o clivaje y la complicidad


de la familia militar. El caso del padre de Analía Kalinec aporta ejemplos de
varios de estos factores.
Eduardo Kalinec fue condenado a cadena perpetua en 2010 por su par-
ticipación en secuestros y tortura en los centros de detención clandestinos
Atlético, Banco y El Olimpo. Proveniente de una familia de clase media con
dificultades económicas, Kalinec abandonó el secundario y con poco más de
veinte años, alrededor de 1973, entró a la Policía Federal Argentina donde
llegó luego a ser comisario (Tebele). Si bien no era quien daba las órdenes
en los centros clandestinos, la implacable crueldad con la que las ejecutaba
lo llevó a ser conocido como uno de los represores más temidos entre los
detenidos. Kalinec siempre negó las acusaciones que sobrevivientes y fami-
liares hicieron en su contra. Sin embargo, una vez, ya en la cárcel, ante las
insistentes preguntas de su hija, le respondió: “¿Cómo no ponerle una picana
a un tipo que sabés que tiene información?”. Estas palabras resuenan con la
noción de Zygmunt Bauman de “moralización de la tecnología”, propia de los
sistemas autoritarios burocráticos, basados en la división de funciones y cade-
na de mando. Esta apunta a evitar dilemas morales en los subordinados, des-
plazando el juicio de la acción realizada (significado, consecuencias) a cómo
fue realizada, o sea, qué tan bien se ajustó a las reglas de la organización y a
las expectativas de sus supervisores (Bauman 161). Para el temido Doctor K,
como se lo conocía en los centros de detención, la crueldad era solamente una
herramienta de trabajo y una forma de fortalecer el vínculo con sus superiores
y pares dentro del grupo que ostentaba el poder.
Además, en situaciones generadoras de conflicto interior, como las pro-
vocadas por los actos represivos, el vínculo entre represores puede volverse
aún más fuerte. Como afirma Bauman, la separación física o el aislamiento de
la víctima implica la proximidad de los victimarios: “Physical closeness and
continuous co-operation tends to result in a group feeling, complete with the
mutual obligations and solidarity it normally brings about” (Bauman 156) (La
cercanía física y la constante cooperación tienden a producir un sentimiento
de grupo, fortalecido por las obligaciones y la solidaridad mutua derivadas de
él [traducción mía]). Incluso, en algunos casos, la solidaridad y lealtad tienen
raíces más profundas que se entrelazan con el miedo. Por ejemplo, en una
entrevista para la prensa, Walter Docters, hijo de Roberto Docters (policía
bonaerense de la división de Arquitectura que trabajó con Miguel Etchecolatz,
represor condenado, en el diseño de los centros de detención), recuerda: “Él
era de ideología nazi y yo militaba en el ERP, pero él logró que no me mataran
. . . Mi padre se murió discutiendo conmigo . . . Me decía ‘tú tienes tus compa-
ñeros, yo los míos’. Ellos te mantuvieron con vida, cumplieron, yo no voy a ir
contra los muchachos” (Cué y Centenera). El hecho de que sus pares podrían

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haber matado a su hijo (como mataron a muchos otros hijos) no produce en


él concientización sobre el horror de la represión ni deseo de prevenirla, sino
que, por el contrario, le genera una deuda de gratitud con los propios repre-
sores. Esto demuestra la complejidad del vínculo forjado en la disciplina, la
violencia, el sentimiento de superioridad, el odio a otros y el miedo.
Aun así, para muchas hijas e hijos estos factores no son suficientes para
comprender el obstinado pacto de silencio y la falta de arrepentimiento de
sus padres, tras haber tenido cuarenta años para recapacitar. Analía Kalinec
se aventura a pensar que estos comportamientos pueden ser estrategias
inconscientes para “preservar el propio aparato psíquico y la propia salud
mental ante el reconocimiento de lo indecible” (Kalinec en Bartalini y Estay
Stange 24). A diferencia de otras hijas e hijos del grupo con padres distantes
o violentos, Kalinec tenía un vínculo de cariño con su padre, lo que hace aún
más desafiante el intento de comprensión de sus acciones. En una entrevista
anterior a la publicación del libro se pregunta: “¿Cómo puedo hacer para unir
en la misma persona a mi papá y al Doctor K?” (Rosli). Según Kalinec, en
casos como el de su padre, el represor logra crear en torno a su familia “una
burbuja de respeto y afecto al abrigo del horror en el cual una parte de él vive
sumergida”, por medio del clivaje, “término psicoanalítico que designa la
coexistencia inconsciente en el mismo sujeto de dos tendencias contradictorias”
(Kalinec en Bartalini y Estay Stange 113). Sin embargo, según testimonio de la
hermana menor de su padre, la tendencia a la crueldad ya existía en él desde su
infancia, cuando jugaba a ponerle la cabeza dentro de un balde de agua hasta
verla desesperarse (Rosli). Tal vez en una situación extrema, dicha tendencia se
profundizó al punto de ya no poder combinarse con el resto de su vida.
Este mismo mecanismo de clivaje, pero “lúcido y asumido”, le permite
a hijas e hijos como Kalinec romper con el pacto de obediencia para, como
explica, “dejar al niño que uno fue querer al padre, mientras el ciudadano
consciente que uno es condena al criminal” (Kalinec en Bartalini y Estay Stange
113). Cuando las hijas e hijos no realizan este proceso de clivaje consciente,
se transforman en cómplices, lo que se intensifica cuando además son parte
de la familia militar/policial. En la entrevista anterior al libro, Kalinec señala
la red de apoyo/complicidad generada por la inclusión de familiares directos
a las instituciones represivas como facilitadora del silencio y la negación. En
su caso, dos de sus hermanas son policías: “Fijate cómo son las cosas: a las
dos las metió mi viejo ―se resigna Analía― y es como un clan. Yo quiero
sacar a mis hijos de ahí” (Rosli). Y logró sacarlos, a pesar del dolor que eso
aún le causa y de haber sido desheredada por su padre, quien le interpuso
una demanda civil por indigna para evitar que herede los bienes de su madre
fallecida hace unos años (Tebele). Su hijo menor de diez años, al momento
de la publicación de Escritos Desobedientes, había visto a su abuelo una sola

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ROS MATTURRO u 45

vez, brevemente, durante el funeral de su abuela, cuando tenía siete años. Al


respecto, Analía Kalinec escribe:

Me contó que aquella vez su abuelo le dijo algo que no podía recordar . . .
o sí: le dijo que lo quería y que le gustaría conocerlo más. Le pregunté qué
le diría si pudiera hablar con él… “Le preguntaría por qué fue policía con
los militares y por qué torturó personas”. Ahí, lloramos los dos. (Kalinec
en Bartalini y Estay Stange 28–29)

Conclusión: un aporte inesperado e imprescindible

Las hijas de perpetradores o colaboradores militares que cuestionan y repu-


dian las acciones de sus padres son uno de los últimos actores en emerger en
el escenario de la memoria colectiva de la dictadura, en Chile y en Argentina.
En forma de documental, como en el caso de la chilena Lorena Manríquez, o
de ensayos y ficción, como en el caso de las hijas e hijos argentinos que parti-
cipan en Escritos desobedientes, sus voces son un aporte imprescindible a la
memoria colectiva del régimen y a los estudios de transmisión intergeneracio-
nal. Demuestran que es posible romper con el legado familiar, transformarse
y transformar la realidad que las y los rodea, a pesar de la confusión y el dolor
que depara esa elección. Arrojan luz sobre los procesos y contextos que ha-
bilitan el surgimiento y accionar de represores y genocidas. Conectan pasado
y presente advirtiendo que la justicia cada vez más “justa” (sin excepciones)
ayuda a acercarse al nunca más, pero no es suficiente para garantizarlo. Para
asegurar que el horror no se vuelva a repetir es necesario un cambio en las fuer-
zas militares y policiales, en la ideología imperante, y en el sistema económico
vigente. Recordar es un acto de lucha constante contra todas las formas de
abuso, la violencia, la opresión y el olvido. Es también un acto de transmisión
que construye sentidos desde las contradicciones e incomprensiones de quie-
nes participaron como adultos de los años más cruentos de la historia nacional.

Notas

1. Otros ejemplos de estas agrupaciones en Argentina son Argentinos por la Memoria


Completa (2001) y su revista B1 Vitamina para la Memoria de la Guerra en los ‘70, el

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Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (2006), la Asociación


de Familiares y Amigos de Víctimas del Terrorismo en Argentina (AFyAVita) e Hijos
y Nietos de Presos Políticos (2008), llamada Puentes para la Legalidad desde 2015.
Por más información acerca de estas agrupaciones ver Salvi, Arcomano y Grinchpun.
Algunos ejemplos en Chile son las agrupaciones No están solos: Familiares y Amigos
de Militares Presos en Punta Peuco (2015) e Hijos y Nietos de Prisioneros del Pasado
(2016).
2. Para un análisis exhaustivo de las estrategias y argumentos utilizados por estas
agrupaciones para deslegitimar los juicios y obtener mejores condiciones para sus
familiares cumpliendo sentencias, ver Salvi y Goldentul.
3. Para más información sobre estas agrupaciones, ver Zylberman y Fossa.
4. Por ejemplo, en el 2020, Diego Garciacelay, participó en un proceso judicial contra su
padre (coronel retirado en prisión), aportando testimonios valiosos para comprender
cómo han operado las Fuerzas Armadas (Haberkorn). Al año siguiente, durante la
conmemoración del 48 aniversario del golpe de Estado uruguayo en París, se mani-
festó el hijo de un represor uruguayo, a través de una carta leída por una de las inte-
grantes de Historias Desobedientes-Chile. Este primer hijo desobediente de represor
uruguayo tenía treinta y cinco años, nunca había vivido en Uruguay y residía en Chile,
donde el apoyo de las agrupaciones de familiares argentinos y chilenos en su misma
situación lo impulsaron a romper el silencio y a ofrecer su testimonio (Gatti). Al poco
tiempo, tras la muerte de su padre, las hermanas Irma y Ana Laura Gutiérrez se vin-
cularon a Historias Desobedientes y hoy día encabezan la sección uruguaya de dicha
agrupación. Al presente (2023), la misma cuenta con tan solo cuatro integrantes, dos
de los cuales prefieren guardar el anonimato por “miedo a exponerse”. Como afirma
Verónica Estay en una entrevista, “el número de desobedientes habla del grado de
memoria de una sociedad. En Argentina superan el centenar; en Chile, la decena. Hay
una diferencia. En Uruguay todavía estamos en pañales” (Gatti).
5. Para un estudio pormenorizado de la trayectoria del tema del perpetrador en el cine
chileno antes y después de la Odisea de Ulises, ver Jara y Lazzara.
6. Los casos de espionaje militar descubiertos en el 2019, “Operación W” y “Operación
Topógrafo”, utilizaban técnicas y métodos de la dictadura. Para más información, ver
Jofré.
7. Según información oficial, Tres y Cuatro Álamos recibió la mayor cantidad de presos
políticos durante la dictadura (seis mil aproximadamente), de los cuales muchos eran
luego reubicados en otros centros. Si bien el sitio se declaró monumento histórico en
2012, no se aprobó el pedido de la agrupación de exdetenidos del lugar de utilizar el
terreno para construir un parque para la paz (CMN). Como la realizadora sugiere,
el acto de convertir el ex centro de detención en un centro de detención de menores
representa un intento de prolongar el proyecto disciplinador de la dictadura. El mismo
consiste en controlar, a través de instituciones regidas por la obediencia y el castigo
(como el servicio militar), a jóvenes pobres, en cuanto grupo proclive a reconstruir
los vínculos solidarios y contestatarios que sustentan los intentos de cambio social.

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ROS MATTURRO u 47

8. Según Timothy Williams, la identidad social y las dinámicas que se producen dentro
del grupo de pertenencia (obediencia, presión de pares, temor a ser excluido o a perder
estatus, etc.) son algunas de las categorías que explican las motivaciones del perpetrador.
9. Según datos del Observatorio de Justicia Transicional (Hau).
10. Para otras reflexiones complementarias sobre el tema de la masculinidad en el ejército
chileno a través de documentales ver Ros, “El Mocito” y Ros Matturro, “El soldado”.

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