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¿Puede entenderse la enseñanza de la filosofía como un don?

[ejemplo]
Por: Juan Camilo Hernández Rodríguez
Parece ser intuitivo que en las relaciones pedagógicas el maestro siempre ofrece algo a su
alumno: sus saberes. No obstante, en filosofía se suele hablar más de problemas y preguntas
que de soluciones y respuestas. Luego, ¿qué tipo de don puede ofrecerse en la enseñanza
filosófica si en el campo filosófico no hay un objeto conceptual transferible? Todavía más,
actualmente en el campo de la pedagogía es erróneo reducir el aprendizaje y la cognición
a relaciones transaccionales; ergo, parece ser que en la enseñanza de la filosofía no tiene
sentido hablar de un «don». A pesar de estos obstáculos, se mostrará cómo a partir de los
elementos conceptuales ofrecidos por Hénaff (2017) —adaptados desde una perspectiva
pragmatista— se pueden sortear dichas dificultades y reestablecer la importancia del don en
la enseñanza de la filosofía.
1. ¿Es la educación una transmisión de dones?
Tradicionalmente se asume que en los ejercicios educativos se realizan procesos de
transmisión. ¿Qué se transmite? Al menos dos grandes posturas se suelen asumir: la primera,
que se transmiten contenidos temáticos; es decir, un conjunto de teorías organizadas de
forma tal que el alumno logre comprenderlas166 (Schunk, 2012, pp. 18-19). El alumno
es entendido como «[…] aquel quien está hambriento de aprendizaje» (cfr. Lewis, Short
& Freund, 1960, voces ălumno y ălo). El maestro, por otra parte, es aquel quien dirige u
orienta a partir de instrucciones dicha recepción de contenidos de forma tal que el alumno
los aproveche de la mejor manera posible. Por otra parte, también es posible entender la
transmisión como una herencia cultural en la cual el maestro es el canal entre la sociedad
cultural y el estudiante. Esta herencia cultural (un conjunto de valores, creencias, tradiciones)
es transformada y desarrollada —en el sentido de la Entwicklung hegeliana (Hegel, 2010
[PdG])— posteriormente de forma tal que, por decirlo así, el espíritu de todo un pueblo
se manifiesta en un ejercicio dialéctico tendiente hacia el progreso (evolucionismo social).
En este sentido, la labor de los educadores es la de transmitir esa herencia cultural de los
antepasados a las futuras generaciones.
Ahora bien, estas dos perspectivas del transmisionismo educativo no son
necesariamente disyuntivas; de hecho, se pueden —y suelen— traslaparse. Sin embargo,
son epistemológicamente imposibles, y pedagógica y didácticamente indeseables. ¿Por qué?
Veámoslo a continuación:
Es imposible el aprendizaje en la transmisión de contenidos a nivel epistemológico

166
Téngase en cuenta el sentido profundo del término: prehendere: «tomar, asir, capturar» (Lewis,
Short & Freund, 1960, voz prehendo); comprehendere: «sujetar algo por todos los lados, aprehender» (voz
comprehendo). Lo que se aprehende es aquello que transmite el maestro; luego, el concepto central del
transmisionismo es la comprehensión.
porque, como lo indicó Sexto Empírico (1996 [PH]), por medio del lenguaje no es posible
enseñar nada nuevo:
Además, o el asunto que se enseña es una cosa manifiesta o una no manifiesta. Pero si es una
cosa manifiesta no estará necesitada de enseñanza, pues lo manifiesto se manifiesta a todos
por igual. Y si es una no manifiesta, entonces, puesto que, como muchas veces hicimos notar,
lo no manifiesto es inaprehensible por lo irresoluble de la controversia en torno a ello, no será
enseñable; pues lo que nadie aprehende, ¿cómo podría eso enseñarse o aprenderse? Pero si no
se enseña ni lo que es manifiesto ni lo no manifiesto, no se enseña nada. (III, 254).

Veamos el siguiente ejemplo: supongamos que x (el maestro) quiere enseñar A (el
contenido) a y (el alumno). Hay dos posibilidades: que y le entienda a x de lo que está
hablando (aquello que le transmite x a y) o que no lo haga. Para que y entienda lo que x le
quiere decir (el contenido A), x deberá utilizar los conceptos B y C, que explican a A. Para
que y entienda B y C, es necesario que ya los haya aprendido antes. Si no los ha aprendido, x
deberá buscar otros conceptos más primitivos que y sí entienda para que así logre llegar a A.
Pueden ocurrir dos cosas: primero, que x «no logre hacerse entender» y, por ello, y no logre
recibir la información (el contenido a transmitir) de x. En este caso no hay aprendizaje por
transmisión. Por otra parte, es posible que x encuentre los términos conceptuales primitivos
adecuados —tales que y ya hubiera aprendido previamente— y, por ello, logre y comprender
asociativamente a A. En este caso tampoco hay aprendizaje en la transmisión, ya que la única
forma de que y entienda a x es por medio del recuerdo de aprendizajes anteriores (cfr. Platón,
2013 [Men.], 86b; 2014, [Teet.], 201d-210a). Luego, lo que se transmite es algo ya manifiesto
y, por ello, «[…] no estará necesitad[o] de enseñanza» (Sexto Empírico, 1996 [PH], III, 254)
y, por lo tanto, no hay allí aprendizaje. Luego, no hay transmisión en el aprendizaje.
Por otra parte, también ha sido fuertemente criticado este modelo en la pedagogía: de
un lado, pedagogos constructivistas (Piaget, 1969; Bruner, 1969; Ausubel, Novak y Hanesian,
1983) muestran cómo el aprendizaje se adquiere por medio de la afectación del entorno o
ambiente a las estructuras cognitivas del niño o aprendiz. No es el maestro quien enseña al
niño; es el niño quien aprende gracias a las exigencias, retos y determinaciones del ambiente.
El maestro, a lo sumo, sería un propiciador de ambientes que estimulen el aprendizaje,
pero no es transmisor de nada. Por otra parte, autores como Freire (1985) han mostrado
cómo este modelo de educación, antes que mostrar beneficios, es un sistema de relaciones
bancarias (transaccional) que, más que proponer relaciones simétricas, tiende a la opresión
del alumno por medio de una saturación de contenidos que, en muchas ocasiones, resultan
inútiles.
Con base en lo anterior, parece ser que la enseñanza de la filosofía —y la de cualquier
tipo de enseñanza— no debería ser pensada en modelos transaccionales (x de la A a y), sino
desde otras perspectivas (constructivismo, pedagogía crítica, etc.).
Por otra parte, filósofos como Marcel Hénaff (2017) sugieren, aunque no de forma
explícita y taxativa, que la filosofía sea entendida como una relación donativa. Es un
hecho que el maestro establece una relación simbólica con el alumno de donación de sus
saberes; y otro, el que en muchos casos el alumno establece una relación de gratitud con
su maestro. A esto podríamos denominar «don recíproco ceremonial educativo»; claro
está, con las adaptaciones pertinentes. Puesto que allí no median intenciones de lucro,
superioridad o asimetría, la tesis de Hénaff es que dichas relaciones simbólicas escapan a las
dinámicas mercantiles que reducen (precarizan) las relaciones maestro-alumno a relaciones
cuantitativas, de eficiencia y de producción.
La implicación de quien da en la cosa que da no es metafórica: es al mismo tiempo cuestión
de transmisión de alma y de presencia sustancial; traduce el hecho de que el vínculo entre
quien da y quien recibe es personal, exclusivo, intenso. (p. 175).

No obstante, teniendo en cuenta el Background mencionado anteriormente, parece


ser que conceptos como ‘don’ y ‘gratitud’ son inoperantes en el campo de la reflexión
pedagógica. ¿De qué don hablamos si no es posible transmitir contenidos de una mente a
otra? Esta visión ultrasimplificada del aprendizaje (entenderlo en relaciones input-output)
es prácticamente obsoleta en las teorías del aprendizaje (cfr. Schunk, 2012). Por otra parte,
¿de qué gratitud estamos hablando? ¿Qué tiene que agradecerle el alumno al maestro en el
aprendizaje constructivista si el alumno aprende es gracias a su interacción con el entorno?
En este caso, si se hablara de gratitud y de don, la relación sería más entre alumno-ambiente
o alumno-alumno (ZDP) y no tanto entre maestro-alumno. Y ¿qué debería agradecerle el
alumno a su maestro en la educación transaccional (bancaria)?, ¿que le opriman?
En este orden de ideas, parece ser que es inútil una aplicación de la teoría del «don
recíproco ceremonial» y de los conceptos ‘don’ y ‘gratitud’ en el campo de la educación
tradicional. En un aula de clase, el maestro de filosofía que asume un modelo tradicional
no está «donando» sus saberes; a lo sumo, solo hace catarsis de un conjunto de información
retenida que nadie quiere escucharle. Aun suponiendo que hubiese un intento de donación,
el aprendizaje que adquiera el alumno no se debe a los esfuerzos del maestro por «hacerse
entender», sino del alumno por intentar recordar lo que ya había aprendido. Luego, no le debe
gratitud a su maestro; si no, a lo sumo, a sí mismo (su memoria) o al ambiente. Por último, es
inoperante porque presupondría puntos de partida que, de hecho, no se dan en el aula: una
relación de paridad, un reconocimiento muto, sin intenciones mayores al intercambio, etc.
Ergo, se niega este principio:
El gesto de dar no puede separarse de la obligación de aceptar y responder (la mayoría de las
veces en un plazo definido) mediante otro don. Este circuito dar-recibir-devolver no es para
nada simple... Es una especie de juego en el que cada cual tira cuando le toca. (Hénaff, 2017,
p. 168).
Es, pues, por esto, una teoría de la transmisión del don indeseable para la comprensión
del fenómeno educativo. Sin embargo, esta no es necesariamente la única forma de
comprender el concepto de ‘don’ en el campo educativo. Veámoslo:
2. Reinterpretación del concepto de ‘don’
Hasta el momento hemos visto cómo es incompatible la triada «aprendizaje-don-
transmisión». Las principales críticas son: α) es imposible aprender por la comprehensión
de un don transmitido; β) la relación transmisionista es dispar, por lo que no es lícito
hablar de un «don recíproco ceremonial» (el que ambas partes se reconocen como iguales e
intercambian algo preciado y de valor simbólico), sino, a lo sumo, una relación de «don por
gracia» del maestro.
Más aún, podemos agregar una tercera objeción a la triada: γ) no es preciso hablar
de «entrega de un don en la enseñanza de la filosofía» porque en el ejercicio filosófico no
hay ningún contenido estable o «algo que donar». Datos históricos, nombres de autores,
información aislada, etc. están bastante lejos de lo que implica un adecuado aprendizaje de
la filosofía; es decir, aprender a filosofar. El aprendizaje de una habilidad no puede ser un
don porque no es un contenido transaccional. Es propio, privado; cada quien, en virtud de
las experiencias, desarrollos, procesos y estructuras cognitivas adquiere o no las habilidades
propias del filosofar: indagar esencialmente por los conceptos, cuestionar los presupuestos
de ciertas creencias, plantear problemas (puzzles) conceptuales, etc.
Empero, parece ser que la siguiente interpretación de las relaciones del don permitirían
un genuino aprendizaje: el símbolo del don no debe entenderse como el aprendizaje mismo
(puesto que en este caso la objeción α lo refuta), sino que más bien es el vehículo mediante el
cual el alumno adquiere su aprendizaje. Lo valioso no es, pues, el símbolo, sino aquello que
se construye a partir de él: los procesos de memoria y reinterpretación de los aprendizajes ya
adquiridos. En este orden de ideas, el don no debería reducirse a «un discurso x que realiza
un agente y a un paciente z», sino que también puede ser la adecuación que hace el maestro
del ambiente de forma tal que en la interacción que el alumno tenga con este se construya
—en ese momento, y solo en ese— una relación simbólica que favorece la adquisición de un
aprendizaje (cfr. Blumer, 1969).
Empero, ¿por qué es lícito hablar de ‘don’ en esta construcción simbólica de ‘aprendizaje’
y no solo de ‘memoria’ (en el sentido de ἀνάμνησις)? Porque si bien el don práctico («adecuar
el ambiente de tal manera, encontrar formas adecuadas de plantear un problema, etc.») es
esencial en el aprendizaje, no debe entenderse como el fin, sino tan solo como un medio. El
símbolo que se construye en la relación donativa no constituye el aprendizaje mismo, sino
que tan solo es un medio útil para este.
En este orden de ideas, las relaciones son simétricas; puesto que no se asume que el
maestro tiene un bien preciado que decide compartir con algunos pocos, sino que, más bien,
el maestro solo elabora medios útiles por los cuales el alumno puede adquirir el aprendizaje.
Dado que maestro y alumno deben realizar el mismo arduo proceso para adquirirlo, ambos
están en una relación no subordinada. La razón de ello está en que perfectamente el alumno
podría adquirir el aprendizaje sin necesidad de que el maestro intervenga (autodidaxis). Es,
por ello, no un acto necesario, sino uno libre. «Cada uno sabe que está tratando con un ser
dotado de voluntad, cada uno sabe que debería afrontar la misma autonomía y la misma
libertad que siente en sí mismo, la misma exigencia de ser reconocido que reivindica para
sí mismo y para los suyos» (Hénaff, 2017, p. 189). En ese sentido, la adecuación de la teoría
del don a un modelo constructivista no implicaría una contradicción, puesto que no implica
necesariamente una asimetría en las relaciones simbólicas.
Y, por último, también es posible hablar de un «don filosófico», si entendemos este,
no como la habilidad misma de filosofar (cosa absurda), sino como «aquellas herramientas,
situaciones y recursos que el maestro ofrece a su alumno para alentarle a filosofar». Claro
está, de nuevo, el don no es el aprendizaje, sino el medio útil a partir del cual este último
se desarrolla. En este orden de ideas, ejercicios tales como traer situaciones problemáticas
al aula (ABP) o proponer un material para que de allí se deriven discusiones y preguntas
(comunidad de indagación), etc. son donaciones que el maestro hace a sus alumnos, sin que
ello implique él está en un lugar superior, que esté en una relación transmisionista o que el
don sea un objeto o contenido tangible, estático y unívoco.
3. Ejemplos de relaciones donativas mediales
Cabe, para finalizar, mostrar algunos ejemplos de cómo a lo largo de la historia de la filosofía
se establecen este tipo de relaciones simbólicas en las que el maestro elabora símbolos como
medios útiles:
Cuenta Porfirio (1996) que:
Por lo demás, cuantos temas trataba en conversaciones con sus discípulos consistían en consejos
desarrollados de un modo expositivo o simbólico. Pues su sistema didáctico era doble. Y sus
discípulos recibían el nombre de «matemáticos», unos y «acusmáticos», otros. Los «matemáticos»
aprendían la argumentación en un tono elevado y desarrollada de un modo minucioso con todo
rigor; los «acusmáticos» recibían como lecciones únicamente los principios elementales de sus
escritos sin una exposición demasiado rigurosa. (36-37).

Igual sucede con la filosofía de las Upaniৢad (s. VIII AEC y ss.), las cuales, según
Deussen (1906), se pueden entender como «[…] la doctrina de lo inefable» (pp. 9-12), o,
como lo expresa Tola (1999), es «‘secreto’, ‘instrucción secreta’, ‘doctrina secreta’» (p. 99). En
un sentido literal, «El significado etimológico del término ‘Upanishad’ es ‘sentarse (shad)
devotamente (ni) cerca (upa)’, y es indicativo de la manera en que las doctrinas incluidas en
los Upanishad eran aprendidas al principio por alumnos reunidos en pequeños concilios y
sentados cerca de sus respectivos maestros» (Mahadevan, 2006, p. 10).
Pero, ¿por qué se recurre el misterio o el secreto como «medios útiles para el
aprendizaje»? ¿Qué valor puede tener que, como don, el maestro oculte cierto tipo de
símbolos a su alumno? Como lo muestra Eco (1980) en El nombre de la rosa, el ocultamiento
sirve como medio útil para que luces demasiado brillantes no encandilen (y enloquezcan) a
mentes que todavía no están preparadas para su luz. En este caso, aquello que posee el maestro
no es la luz misma, sino la experiencia del encandilamiento que ha tenido previamente para
que futuros aprendices no cometan el mismo error. En este sentido, una forma del don que
no tiene las implicaciones mencionadas en la sección 1 de este texto es la del oscurecimiento
de ciertas ideas con el fin de preparar al alumno para que pueda recibirlas más adelante de
una mejor manera.
También se suelen transformar los símbolos lingüísticos con el fin de que el alumno
comprenda mejor lo que el maestro quiere indicar y que solo a través de ese ejercicio puede
llegar a comprender. Así sucede con metáforas de difícil comprensión que usaba el Buddha
con sus discípulos, de los maestros daoístas con sus alumnos, etc. En el campo filosófico
podemos encontrar tres grandes escritos: el Mūlamadhyamakakārikāত de Nāgārjuna (2011);
la Suma teológica, de santo Tomás (1951) o el Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein
(2009). En el caso de Nāgārjuna, el lector debe transitar previamente por los tetralemas
(argumentos con cuádruple contradicción [o dobles dilemas]) y por la teoría del origen
condicionado (pratītyasamutpāda) y la vacuidad (śūnyatā) para luego abandonar dicha
teoría y lograr la vacuidad mental necesaria para llegar a la verdad última (el nirvana). De
igual manera sucede con el Tractatus, en el que, justo antes de terminar su obra, Wittgenstein
revela que todas las estructuras mencionadas allí (el espacio lógico, los retratos del mundo,
etc.) no son más que medios útiles para luego darse cuenta que la filosofía y sus contenidos
no son más que pseudoproblemas. Algo similar podríamos identificar en la estructura de
la quæstio de Tomás: es necesario plantear las objeciones, revisar las fuentes y resolver las
críticas para comprender de forma adecuada la tesis que se desea defender.
Todos los textos anteriores tienen algo en común: están diseñados didácticamente
para que sea el texto mismo quien conduzca mentalmente al lector (el aprendiz) a tal estado
en el que la verdad le sea revelada. El don (el texto mismo) no es el aprendizaje ni la verdad
última a la que se tiende; solo es un medio útil por el cual el maestro guía, orienta al alumno
a un estado en el que él, por sus propios méritos, llegue a la verdad.
Tanto en el primer caso como en el segundo la oralidad y la escritura se convierten en
donaciones del maestro que, por lo ya mencionado, no constituyen el fin, ni tienen un valor
referencial; sino, más bien, práctico. Lo único que puede ofrecer el maestro al alumno son
ayudas —quizás, entre colegas que se reconocen como compañeros de camino— para que
este evite obstáculos que él ya cometió; o bien, para que llegue a su meta por el único camino
que él sabe que conduce a tal fin. El don es, pues, solo un medio útil; valioso, pero solo eso...
Referencias
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