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Juego de pasiones
Margaret Pargeter
Argumento:
Desde que su prometida Petula Hogan lo había abandonó para casarse con
otro, Carl Elliott se convirtió en un hombre distinto, amargado y receloso
de todas las mujeres… y Gail, que lo había amado durante años, estaba
muy preocupada por él. No obstante, ¿había hecho lo correcto al aceptar
casarse con él? Era obvio que, aunque él la encontrara atractiva -y de hecho
la deseara- Carl no la amaba. Es más, ¡él volvería corriendo a Petula si
alguna vez tuviera la oportunidad! ¿Podría funcionar un matrimonio
unilateral?
Margaret Pargeter —Otra mujer (Juego de pasiones)
Capítulo 1
Gail sabía que era tonto salir en una noche de marzo como ésta, cuando había
una tormenta de nieve, pero estaba decidida a llegar a Deanly. El camino era
peligroso y, de vez en cuando, encontraba tramos cubiertos de hielo que la
estremecían de miedo. Sin embargo, seguía adelante. Su pequeño coche respondía a
la presión de su pie en el acelerador, la cual resultaba excesiva en un auto tan
pequeño.
Sólo unos kilómetros más, rezó, pensando qué diría Carl cuando la viera. Se
suponía que ella pasaría la noche en la casa de su hermana Ruth. Él se pondría
furioso porque regresaba sólo para disculparse por su rudeza, unas horas antes. Carl
se impacientaba con las personas que corrían riesgos innecesarios.
Gail se mordió el labio, preocupada. Ahora lo haría creer que era una
irreflexiva, porque no se atrevería a decirle la causa real por la que había regresado.
Sus disculpas podían esperar, pero cuando su intuición le decía que Carl estaba en
peligro, ¡eso era muy distinto! En una ocasión, antes de recibir el mensaje y por la
intuición que él nunca podría entender, lo encontró solo y desesperado, buscando
ayuda. Esto fue cuando se rompió la pierna.
Muchos se hubieran reído al pensar que Carl Elliot, con la seguridad que le
daban sus treinta y seis, años y su elevada estatura, no podía enfrentar los problemas
que se le presentaban, aunque no todos conocían los infortunios que lo habían
acosado durante el último año, incluyendo el que más lo lastimó: Petula Hogan.
Petula Hogan. El pie de Gail pisó el acelerador, deseando que éste fuera la
cabeza de Petula. Cómo la odiaba, no obstante ocultaba sus sentimientos cuando
estaba con Carl. Él la adoró muchos meses y ella pareció compartir sus sentimientos.
Era cierto que ella siempre estuvo en los establos y nunca dejaba de acompañarlo en
las carreras. Aun ahora, Gail no podía creer que, después de que Carl se fracturó la
pierna y no pudo acompañarla a todas partes, como esperaba, Petula había
sucumbido con mucha facilidad a los encantos de un millonario americano que
criaba caballos en Kentucky y se casaron seis meses después.
—¡Ella no vale la pena! —le dijo esa tarde, cuando lo descubrió contemplando
una fotografía de Petula, la cual no había tenido el valor de tirar. Carl estaba tan
pálido y triste, que Gail tuvo que hacer ese comentario.
—¿No puedes dejar de meterte en lo que no te importa? —contestó, enfadado,
guardando la fotografía en su bolsillo.
Al saber que conservaba la imagen de alguien que lo había traicionado y herido,
se animó a continuar.
—¡Habría creído que un hombre como tú sería más orgulloso!
—Tú no sabes nada acerca de los hombres como yo —replicó, furioso.
—Sé que eres uno de los mejores propietarios del país y como no tienes… todo
lo que quieres, ya nada te importa.
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con tristeza que alguien tan inteligente como Carl pudo dejarse influenciar por una
mujer que no valía la pena.
Con inquietud entró en el silencioso estudio y descubrió que su temor no era
infundado. Juzgando por la botella de whisky vacía, parecía que Carl había buscado
el olvido en ella. Estaba dormido, rodeado por carbones ardientes que provenían del
fuego que había encendido y quemaba ahora la alfombra a sus pies. ¡La casa se
habría incendiado en unos minutos!
Sin perder tiempo Gail cogió unas tenazas, arrojó las brasas al fuego y después
sacudió el hombro de Carl, tratando de despertarlo.
—¡Carl! —gritó sin dejar de temblar al pensar en qué pudo ocurrir.
Él abrió los ojos con lentitud, confundido por un instante. El corazón de Gail se
oprimió al ver su desolación, aunque trató de ocultar la compasión que le inspiraba.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —murmuró inseguro.
—¡No soy una pesadilla! —informó, cortante.
—No, las pesadillas por lo general desaparecen.
La crueldad de su voz le indicó que ya estaba consciente.
—Es probable que te haya salvado la vida —le informó.
—Quieres decir que te estás volviendo adicta a las causas perdidas —replicó
sardónico—, y tú crees que yo soy una de ellas.
—¡No es verdad! —endureciendo la voz resistió el impulso de abrazarlo—. Tú
sólo eres un hombre que siente lástima de sí mismo.
—Y tú eres una mujer que interpreta las cosas a su manera. No estoy borracho,
sólo descansaba después de un duro día de trabajo… y todavía no me has dicho por
qué regresaste.
Aunque era obvio que deseaba que estuviera lejos de allí, Gail le espetó.
—¡Vine por una buena razón, las rejas estaban abiertas y sin vigilancia y tú
estabas en peligro de morir envuelto en llamas!
—Una muerte rápida —bromeo indiferente—, el fin de mis pertenencias
también, no más…
—¿Tristeza?
—¡Estaba a punto de decir… interferencia!
—Me doy cuenta de la opinión que tienes de mí —dijo, cerrando los puños—,
pero alguien tiene que tratar de volverte a la normalidad.
—¿Qué quieres decir con… normalidad? —preguntó ceñudo.
Gail dudó. Deseó gritarle que quería que fuera igual que antes de conocer a
Petula Hogan, pero se limitó a apretar los labios. La dureza de su mirada la
desafiaba.
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—¿Te doy masaje? —preguntó; sabía que aún sentía dolor. Después de
habérsela fracturado se negó a guardar reposo y tardó mucho tiempo en
restablecerse.
—Si quieres —aceptó indiferente. El fisioterapista, que fue despedido en poco
tiempo, enseñó a Gail como hacerlo.
Sin pensarlo, Carl subió la pierna de sus pantalones de mezclilla y durante los
minutos siguientes, tratando de no temblar mientras lo tocaba, Gail le dio masaje.
Podía sentir que se relajaba aun cuando inclinaba la cabeza.
—¡Qué alivio! —murmuró de pronto sin la dureza anterior.
—¿El masaje?
—No, tus manos —las contemplaba como si fuera la primera vez—, son
hermosas, ¿lo sabías? Muy bien formadas y tienen una, suavidad mágica.
El corazón de Gail dio un salto, pero se limitó a observarlo recordando que
nunca le había hecho un halago, excepto cuando cabalgaba.
—Pensé que me considerabas insignificante.
—Vaya… —murmuró Carl pensativo sin disculparse—, es probable que lo seas
porque no has sabido aprovechar lo mejor de ti. Tienes buena figura y —pareció
sorprendido al ver su pequeño rostro—, tus ojos son extraordinarios.
—¿Pero nada espectacular?
—¿No acabo de decir que lo son?
Gail habría sentido placer si su voz hubiera denotado interés, mas en ese
momento ya la había olvidado y frustrada, renunció a llamar su atención.
—¿Tú no crees que soy tan hermosa, como Petula?
—¡Cállate, maldición! —se incorporó con rapidez y casi la hizo caer, aunque él
no pareció notarlo. Se puso de pie, avergonzada.
—Lo siento —balbuceó palideciendo.
—Lárgate, ¿quieres? —ordenó, dándole la espalda para obligarla a retirarse.
Mientras se preparaba para acostarse, Gail casi se sintió enferma. ¡Qué estúpida
fue! Al estar dándole masaje, había temblado de deleite. Esta sensación y la
inexplicable ira que la embargaba al recordar a la despreciable Petula la impulsaron a
pronunciar su nombre. De cierta manera agradecía la explosión de Carl que impidió
que hiciera el ridículo, aunque aún temblaba al recordarlo.
Al día siguiente, después de un inquieto reposo, ya sabía lo que tenía que hacer.
¡Para salvar a Deanly de la ruina, lo que Carl necesitaba era una esposa! Alguien que
se preocupara por él, ¿y quién estaría en mejor posición de hacerlo que una mujer?
Desde luego, la mayor dificultad sería convencerlo de casarse. Existían muchas
chicas dispuestas a hacerlo en esos lugares, pero ¿quién podría igualar la belleza de
Petula? Tendría que ser muy lista para plantearle a Carl este asunto con discreción,
porque últimamente no aceptaba las sugerencias que le hacían. Al mismo tiempo,
ella podría correr la voz entre las jóvenes lugareñas, quienes estarían dispuestas a
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contraer matrimonio, si les decía que él estaba interesado y quizá diera resultado su
plan.
Llamó por teléfono a Ruth antes del desayuno, después de su acostumbrado
paseo a caballo.
—Lamento haberte molestado anoche —se excusó.
—Podrías recordar que eres mi hermana, mi único pariente. Cuando te busqué
en tu habitación y no te vi, imaginé dónde estarías, mas ni siquiera dejaste un
mensaje y estaba nevando.
—Lo siento —repitió Gail—, la tormenta de nieve era intensa, pero gracias a
Dios, ya casi desapareció.
—¿Vendrás esta noche? —preguntó Ruth ignorando su comentario—. Donald
tiene una reunión en la parroquia y necesito una excusa para no asistir.
—¡Eres la esposa del clérigo! —exclamó Gail, con tono de reproche.
—Pero no por eso dejo de ser humana. Algunas veces me siento harta.
—¡A todos nos ocurre eso! —Gail suspiró a su vez al tiempo que colgaba el
auricular… antes que Ruth la comprometiera a visitarla esa noche. Ruth era una
mujer inteligente y todos se aprovechaban de esto; mayor que Gail, tenía una
profesión y le agradaba a Lady Purdie. Desde que su padre murió, Ruth insistía en
que fuera a vivir a la vicaría y aunque había espacio suficiente, siempre rechazaba
esta invitación. Simpatizaba con su hermana y Donald, pero no quería compartir su
casa o su forma de vida.
Hacía tiempo Gail había descubierto que amaba los caballos y la vida que llevó
su padre y que lejos de los establos no sería feliz. Si no podía tener a Carl entonces se
dedicaría a los caballos.
Carl colmó su paciencia viajando a Londres, donde pasó la mayor parte de la
semana. Él tenía un buen asistente capacitado para hacerse cargo de los animales en
su ausencia, pero necesitaban un buen entrenador. Cuando Carl regresó, con el
mismo mal humor, Gail pensó que debió estar loca al tratar de ayudarlo y resolvió
olvidarse de él.
Por lo tanto, se disgustó consigo misma por invitarlo a comer cuando lo
encontró una mañana y él dijo que tenía hambre. Mientras se sentaban a comer en la
espaciosa cocina de la cabaña de su padre, donde Carl le permitía vivir, le dijo con
tristeza.
—Lo que necesitas es una esposa.
—Creí que necesitaba un ama de llaves.
—Sólo estaba bromeando, todos lamentan lo que pasó —se excusó, sonrojada.
Hubo un momento de silencio mientras él entrecerraba los ojos haciendo un
gesto de disgusto.
—¿No te gusta?
—¿Qué? Oh, ¿la sopa? Está muy buena, eres una excelente cocinera.
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Capítulo 2
Cuando se fue Grace, Carl le soltó la cintura regresando al Lana Rover.
Asombrada vio que él también se disponía a partir y se apresuró a hacerle una
pregunta sobre los caballos.
—¿Qué haremos con Checkers? ¿No te quedaras a verlo correr?
—Sí —replicó él, impaciente—, si insistes.
Sabía que estaba disgustado con Grace por haber mencionado a Petula, aunque
gracias a la chica, Gail pudo sentir la emoción de estar en sus brazos. Aún percibía el
calor de su cuerpo y esperaba que él no se hubiera dado cuenta de que la cercanía
aceleró los latidos de su corazón. Siempre recordaría ese momento.
Permaneció a su lado mientras el capataz ordenaba los caballos. Al quitarse el
sombrero, recordó que Carl había acariciado su cabello; suspirando, pensó que la
fuerza de su atracción la estaba distrayendo de cosas más importantes.
—¿Crees que estará listo para el sábado? —preguntó Gail refiriéndose a
Checkers.
—Sí —afirmó contemplando al caballo—. Me gustaría verlo de nuevo esta
tarde, pero creo que sí.
—¿Entonces lo registramos?
—Sí, debes hacerlo.
Gail contó hasta diez, no quería ser imprudente, pero un caballo debía
registrarse cuatro días antes de la carrera y también el día anterior a la misma, si éste
iba a correr. La indiferencia de Carl la irritaba.
El capataz se acercó para dar su opinión y Frank también comenzó a hablar,
pero era obvio que Carl había perdido el interés.
Gail conocía esa mirada y se llenó de temor y disgusto. Él era muy alto, su
cabeza le llegaba al hombro, la esbelta figura reflejaba una gran fuerza física e
inteligencia.
Más tarde todos fueron a desayunar y Gail volvió a trabajar con el encargado de
la finca, quien luchaba por distribuir las escasas ganancias del año. Había mucho que
hacer, pero tuvo que reconocer que era difícil discutir planes futuros cuando Carl
parecía tan indiferente. Llegó a pensar que él estaba considerando dedicarse tan sólo
a la cría de caballos, ya que no había perdido el interés en esto. A ella no le importaba
lo que hiciera, sólo deseaba que tomara una decisión.
Después de la comida, fue en busca de Carl y vio un coche estacionado frente a
la puerta; era de una de las amigas de Grace, quien no se dejó asustar por la fría
actitud de Carl. Estaba ataviada con pantalones de mezclilla y una blusa muy
ajustados, delineando su voluptuosa figura. Carl la observaba con más atención de la
que había prestado a sus negocios y provocó la ira de Gail. Estuvo a punto de besarla
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Recordó que hacía años le dijo lo mismo tratando de disuadirla de hacer una
apuesta. Su vigorosa protesta había despertado un considerable interés y cuando el
caballo llegó en último lugar, ella no se disculpó, pero había aprendido una lección.
—No puedo decir nada hasta que hayas expuesto lo que tienes en mente, pero
sé que tendrás que abandonar las carreras de caballos si no empiezas a mostrar
interés lo antes posible —murmuró desesperada.
—Puedo intentarlo.
¿Lo haría? Desde hace meses, cada vez que trataba de discutir esto con él, no
había logrado nada. Sus ojos verdes lo contemplaron dudosos.
—Si ya cambiaste de idea… —suspiró—, ¿cuándo sucedió?
—¡Siempre tan escéptica! —sonrió, desdeñoso—. Quizá desde ayer, cuando me
propusiste matrimonio.
—Dije que necesitabas una esposa —repuso, sobresaltada.
—Es lo mismo, ¿no? Fue tu sugerencia y supongo que no deseas que alguien
más deba tolerar a un hombre como yo.
Gail se sonrojó, muy alterada y se negó a tomarlo en serio.
—Sé que Petula ha sido la única mujer con la que hubieras querido casarte, pero
necesitas a alguien que te ayude a manejar esta finca, no una persona con quien
debas, ser siempre cortés.
—No siempre soy gentil con los criados.
—¿Con los que tenías?
—Ya te comprendí —la miró con dureza.
—Hasta hace poco no se habían quejado porque los tratabas con decencia —
señaló.
—¿Pero ahora crees que necesito un asistente constante?
—Por un tiempo sería necesario —afirmó sin mirarlo—, uno que sea capaz de
pasar por alto tus insultos.
Carl dominó su ira, apretando las mandíbulas.
—¿Qué tal si te casas conmigo Gail? Creo que puedes soportar mí mal humor,
pues nos comprendemos bien.
"Tú sólo crees comprenderme", pensó Gail.
—No puedes hablar en serio al pensar que te casarías con alguien a quien no
amas.
—¿Por qué no? Por lo menos no me vería obligado a fingir y sabiendo que las
mujeres son románticas, tendría que hacerlo si me casara con otra.
Cuando Gail titubeó, él añadió:
—Perdiste a tu padre, Gail y podrías perder tu empleo. De hecho, si me
rechazas lo perderás mañana.
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Sus amenazas le eran familiares a Gail, lo que no podía soportar era pensar que
ya no lo vería. Gail estaba aturdida, a Carl no le gustaba ser contradicho, siempre
obtenía lo que quería, pero ella se preguntaba si se percataba de la seriedad de su
proposición.
Se volvió a enfrentarlo, tratando de ocultar las lágrimas.
—Si aceptara, ¿esperas que te deje libre si Petula vuelve a ti?
—Ella no volverá —afirmó con tristeza.
—Pero… ¿y si lo hiciera? —algo la impulsó a insistir.
—¿Quién lo sabe? Tú conoces la historia, un matrimonio se basa en muchas
cosas. Cuando menos, si no esperamos mucho el uno del otro no nos
desilusionaremos más tarde y, si algún día decidimos separarnos… bueno, nadie
resultará lastimado.
¡Eso creía! Pero parecía tan triste y amargado que hubiera podido llorar. No
podía rechazarlo y aunque sus instintos le decían que cometía un error decidió
ignorarlos.
—Si crees que es lo mejor, me casaré contigo —aceptó.
—¿No estás enamorada de otro hombre? —preguntó Carl de súbito—.
Comprendo que sacrificarías muchas esperanzas por salvar a Deanly, pero no puedo
exigirte algo semejante.
—No, no estoy enamorada de otro hombre —confirmó, tensa.
—No creí que lo estuvieras, fue sólo una idea. Supongo que, siendo tan
insignificante, sabrás que será mejor que te cases conmigo.
¿El amor y el odio van unidos? Gail lo contempló con esos sentimientos
reflejados en su rostro. Le dolía que él pensara que no era atractiva para otros
hombres; había recibido muchas invitaciones, pero no lo mencionó. En cuanto a que
era lo mejor para ella, quizá lo fuese, muchas personas pensarían así, aunque estaba
segura de que sería una buena esposa para Carl.
Decidió ignorar sus comentarios ya que con tristeza reconocía que él se
sorprendería al saber que la había lastimado.
—¿Era esto lo que tratabas de demostrar con tu gesto cariñoso esta mañana? —
preguntó sonriendo con frialdad y cambió el tema.
—Ayudarte a bajar del caballo no fue un gesto de afecto.
—Sé que no fue natural —replicó herida—, pero no fue esa la impresión que
querías dar.
—Espero que no vayas a cuestionar cada movimiento que yo haga.
—Por supuesto que no —aseguró con aparente calma—, los dos necesitamos
cierta intimidad.
—Sí —aceptó cortante, pero Gail sintió que no estaba satisfecho con su
respuesta y no sabía por qué. Gail frunció el ceño. Él no iba a aclarar el gesto que
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tuvo con ella esa mañana, ¡de eso estaba segura! Carl no acostumbraba a dar
explicaciones. La incertidumbre apareció en sus ojos, se puso pálida y apretó los
labios.
—Gail —gruñó mirándola con frialdad por encima de la mesa—, ¿te das cuenta
a lo que te estás comprometiendo? Nuestro matrimonio no sería normal, no será fácil,
es probable que te lastime.
¡Era una ventaja que él se diera cuenta de esa posibilidad!
—No te preocupes —sonrió, temblorosa.
—Es mejor que lo pienses dos veces.
Era un buen consejo, pero si tenía la oportunidad de salvar a Deanly y ayudar a
Carl, lo haría. Si lo rechazaba, él hallaría a otra chica como Petula y sabía que Carl no
podría pasar otra prueba como esa.
—Es mejor que no lo piense —murmuró—, a menos que creas que has sido
impulsivo.
—No lo dudo —reconoció sarcástico—, debo estar loco al pedirle a una chica
joven e inocente que comparta su vida conmigo.
Gail asintió sonriendo y evitó que él viera la tristeza en sus ojos. Aunque la
miraba, parecía ausente y preocupado, su rostro duro revelaba que no estaba
pensando en ella.
Esforzándose, Gail dominó su amargura. Era inútil pensar que si Carl le hubiera
hecho una proposición normal, estaría en sus brazos y la besaría. El sobresalto de
Carl le confirmó que estaba distraído, pero logró llamar su atención y sus labios se
relajaron.
—Te llevaré a casa, Gail. No, deja esos platos —ordenó cuando ella comenzaba
a recogerlos—. Mañana buscaré a Mavis para que lo haga —antes que la dejara en su
casa, le dijo—: Yo haré todos los arreglos necesarios, creo que debemos casarnos lo
antes posible.
Ruth estaba asombrada cuando Gail le llamó al día siguiente para darle la
noticia. Carl casi terminaba con los preparativos de la boda, y Gail pensó que debía
decírselo antes que se enterara por alguien más.
—¡Ni siquiera imaginaba que fueran amigos! —exclamó Ruth—. Quiero decir,
hace unos meses el señor Elliot… Carl… estaba loco por esa mujer Hogan, recuerdo
que papá me lo comentó.
—Petula se casó con otro —explicó Gail.
—Y ahora él se va a casar; eso demuestra que es un hombre voluble, también
podría cansarse de ti.
—No lo hará —Gail no mencionó que Carl no estaba enamorado de ella y que
no existía la posibilidad de que la abandonara, cuando menos como Ruth lo
imaginaba.
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De reojo vio que Carl se reclinaba en el asiento con expresión ceñuda. Gail
recordó que su sugerencia lo indujo a casarse y así ella era la única culpable de su
infelicidad. Pudo haberse negado, pero cuando Carl le propuso matrimonio, no
pensó en sí misma sino en Deanly y él, aunque ahora consideraba que había
cometido un terrible error.
Durante la recepción, hizo un esfuerzo por aparentar ser una novia feliz y se
sorprendió al ver que Carl hacía algo similar. La rodeaba con el brazo mientras
recibían a sus invitados y cuando Sir Arthur preguntó si no era tiempo de que besara
a la novia, obedeció.
Cuando Gail levantó el rostro, no estaba preparada para la fuerte emoción que
recorrió su cuerpo cuando sus labios se encontraron. Era la primera vez que Carl la
besaba y se indignó al comprobar que él no trató de contenerse al tiempo que
atrapaba sus labios con fuerza y la besó hasta dejarla sin aliento.
Al apartarse de ella, los ojos de Gail estaban dilatados por la sorpresa, pero la
atención de Carl estaba puesta en su tío al preguntarle si lo había complacido.
Tiempo después, aún se sentía mareada y débil, le temblaban las manos y tuvo que
esforzarse por parecer tranquila cuando se sentaron a almorzar, temerosa que
alguien pudiera notar su agitación. Carl, que era muy observador se dio cuenta de
que ella no tenía la calma que trataba de aparentar.
—Siento mucho que te haya irritado la petición de tío Arthur —murmuró,
sentándose a su lado.
—No estoy molesta —negó, avergonzada—, sólo estoy nerviosa.
—Te tiemblan las manos.
—¡No es cierto! —odió el sarcasmo en su voz.
—¿Entonces por qué las escondes?
Desafiándolo, las puso sobre la mesa.
—Así es mejor —le tomó la mano más cercana y con un gesto de satisfacción
añadió—: Debo admitir que no pude encontrar una novia con las manos más bonitas,
eso justifica lo que gasté en tus anillos.
Gail cuidó sus manos con esmero en las últimas semanas y aunque pensó que
era ridículo hacerlo, éstas habían mejorado. En su pálido y delicado dedo
resplandecía el anillo de compromiso junto a la argolla matrimonial que Carl le había
puesto poco tiempo antes. De pronto se reflejó en su rostro el pánico al darse cuenta
de lo que significaba.
Viendo su desaliento, Carl volvió la atención hacia ella, pensando que su beso
la seguía molestando.
—¿Acaso es la primera vez que recibes un beso?
—No.
—Así que no eres tan inocente como pareces. Yo pensé eso por la forma en que
respondiste a mi beso.
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Capítulo 3
Carl la miraba y Gail no sabía si le creía o no. Él tenía un rostro capaz de ocultar
sus sentimientos. Por fin, él habló:
—Quizá no fuera tan malo que me abandonaras. Ahora comprendo que al
casarme contigo, pueden compadecerme más.
—¿Por qué no soy hermosa?
—¡Puedes estar segura!
—¡La apariencia no lo es todo! —exclamó abrumada, deseando nunca haber
mencionado la palabra lástima.
—Si lo sigues repitiendo —rugió—, quizá me convenzas.
Gail se sonrojó, pero no dejaría que su desdén la derrotara. Sabía que él estaba
pensando en Petula y luchaba contra lo que consideraba su destino fatal. Necesitaba
desahogarse y su esposa era la persona ideal para hacerlo. Carl podía recuperar su
tranquilidad cuando lograra olvidar su fallido romance y hasta entonces, Gail sabía
que tendría que ignorar las cosas hirientes que le dijera.
—Al menos tus invitados no pensaron que yo era una tonta —comentó
sonriente.
—Es porque sabes mucho sobre las carreras de caballos.
Gail frunció las cejas y se ruborizó. Desde luego, tenía razón.
—Por favor, enciende la estufa —le pidió, sabiendo que no podía permitir que
continuara burlándose de ella—, me muero por una taza de té.
—¿Por que no te cambias de ropa mientras lo preparo? —sugirió Carl—, creo
que no puedo soportar verte con ese vestido.
—Olvidé que lo tenía puesto —rió sintiéndose mejor al ver un destello de buen
humor en él.
—Eso demuestra que a ti tampoco te gusta.
—Lo siento, debí prestar más atención a mi arreglo personal.
—Olvidemos esto y ve a cambiarte —propuso, magnánimo.
Obedeciéndole con un suspiro de alivio, Gail se detuvo antes de dar la vuelta.
—Sabía que tenía que vivir aquí —confesó—, pero no me has dicho dónde voy
a dormir.
—Por supuesto. Dormirás conmigo —afirmó, cortante.
Gail tembló, ¡no estaba hablando en serio! ¿No había dicho varias veces que el
suyo no era un matrimonio normal?
—No puedo.
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¡Fue un error decirle que era un tonto! Descubrió que su mirada era fulminante
y aunque el odio se reflejaba en los ojos, la charla continuó durante la cena.
Gail estaba segura de que el concierto al que la llevó le ayudó a tranquilizarse.
Al menos allí debían permanecer en silencio y podían fingir que estaban absortos
escuchando la música. En el intermedio Carl desapareció y no regresó sino hasta casi
finalizar el concierto. No se disculpó por su ausencia y ella no se lo pidió.
Estaban a punto de partir cuando se acercó alguien que se parecía mucho a él y
los obligó a detenerse.
—¡Carl! —exclamó el hombre al verlo—. He tratado de buscarte pero estuve en
el extranjero, acabo de regresar y supe que te casaste —se volvió a Gail con
curiosidad y Carl dijo sarcástico:
—Por primera vez acertaste, Jeff, esta es mi esposa. Gail, él es un primo lejano,
Jeff Lessing.
Eso explicaba la gran semejanza. Jeff era más joven que Carl, pero casi parecían
hermanos. Cuando Jeff tomó la mano que ella le tendió, se dio cuenta de su sorpresa.
—Pero yo pensé… —comenzó confuso.
—Petula se casó con otro —aclaró Carl, cortante.
—No estaba enterado —tartamudeó Jeff—. La afirmación de Carl lo dejó
perplejo y no sabía qué decir—. ¿Entonces no hace mucho tiempo que se casaron? —
preguntó.
—No —replicó Carl sin apartar su mirada de la mano de Gail, la cual Jeff aún
sostenía.
El joven la soltó de prisa pero siguió contemplándola, intrigado.
—Tú siempre has vivido en el campo, tienes una frescura que no se encuentra
en la ciudad —aseguró Jeff.
—Así es —afirmó Gail sonriendo complacida.
—Tenemos que irnos —interrumpió Carl, cortante.
—Iré a visitarlos algún día, ¿estaría bien? —preguntó Jeff, desilusionado.
—¡No! —negó Cari—. ¡No estaría bien!
—¡Vaya, muchas gracias! —exclamó Jeff, sorprendido.
—No tenemos un ama de llaves —explicó Carl con impaciencia.
—Yo puedo cocinar y hacer las camas —se burló Jeff.
—Tengo entendido que eres mejor sobre ellas —replicó Carl desdeñoso.
—No fuiste muy amable con él —protestó Gail cuando iban en el taxi que los
llevó de regreso al hotel.
Carl se limitó a encoger los hombros.
—¿No se ofendió?
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Capítulo 4
Gail dijo buenas noches y se retiró a su habitación. De pronto no le interesaba el
humor de Carl, por primera vez se preocupó más por su propia tristeza. El
matrimonio no les había proporcionado nada, tan sólo los unió en su infortunio y
esta supuesta unión no era más que una ilusión, ya que nunca habían estado más
separados.
Tomó mucho en prepararse para ir a la cama, la envolvía una oscura nube de
tristeza y sus movimientos eran lentos. Después de bañarse, se puso una bata para el
pijama que había guardado en su maleta, pero antes que la encontrara alguien llamó
a su puerta. Sólo podía ser Carl. Sorprendida, Gail levantó la cabeza porque, después
de una pequeña pausa, él la abrió y entró.
Él también tenía puesta su bata, ceñida a la cintura.
—Me duele mucho la pierna —explicó impaciente—, ¿no te molestaría darme
un masaje? Sé que estás cansada…
—¡No, claro que no! —como siempre, estaba dispuesta a darle masaje cuando él
lo necesitaba—, ¿en tu cama o en la mía?
—¡Ah! —él arqueó las cejas y ella se sonrojó al darse cuenta de lo que había
dicho—. Estaré bien en la silla.
Esta era grande y cómoda y cuando ella se inclinó y comenzó a darle masaje, él
dejó escapar un suspiro de alivio. Concentrada en su labor, Gail se dio cuenta, muy
tarde, de que él sólo vestía la bata. Sintió que se le contraía el vientre y luchó contra
una extraña sensación, al tiempo que le temblaban las manos.
—¿Hay algún problema? —preguntó Carl de pronto cuando ella elevó el rostro
y lo contemplaba confusa.
Su corazón se aceleró. Cuando enfrentó sus ojos, el contacto con su piel la hizo
abrirlos con aprensión. Su cercanía estaba afectándole el cerebro. No pudo
responder. Por un momento se contemplaron dominados por la tensión.
Su mirada la mantuvo cautiva, consciente de la sensualidad que estaba a punto
de inflamarse, olvidando la delicada bata que la envolvía, acentuando las suaves
curvas de su cuerpo. De pronto se sintió débil e inquieta y aspiró el masculino aroma
de su piel.
Las nuevas emociones que surgieron de su cuerpo iluminaron el rostro de Gail,
reflejando una ardiente invitación, sus ojos se posaron en los labios de Carl y por vez
primera experimentó la urgencia de sentir la fuerza de su boca, reviviendo el beso
que compartieron el día de su boda.
Lo vio cerrar los puños y al moverse, el vello de los muslos rozó sus palmas.
Lanzando un suspiro, los ojos de Gail encontraron los de Carl, envueltos en un
silencio interminable y sensual.
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Mientras Jeff asentía y Carl cambiaba la conversación, Gail trató de ocultar que
la noticia la había lastimado. No podía evitar alegrarse, al ser relevada del trabajo
que comenzaba a ser una carga para ella, pero hubiera deseado que Carl se lo
comunicara antes.
No obstante que durante semanas enteras ella insistió en la necesidad de
contratar un entrenador, le sorprendió sentirse herida ahora que por fin iba a
resolver este problema. Sospechó que, inconscientemente, esperaba que Carl
considerara que su experiencia era suficiente. En el rondo había deseado que Carl
tomara una decisión diferente.
Gail los dejó charlando y se fue a preparar el té. Para su sorpresa, Carl la siguió
a la cecina y observándola se sentó sobre la mesa.
—¿Te molestó lo del entrenador? —indagó al fin.
Gail se inclinó sobre la tetera, ocultando su rostro. Podía percibir su penetrante
mirada sobre ella.
—No —negó tratando de ser convincente—, desde hace tiempo necesitábamos
a alguien; sólo pensé que pudiste decírmelo antes.
—Algunas veces, Gail, no es fácil adivinar el futuro. Llegas a una encrucijada y
no sabes qué camino tomar. Si no tienes cuidado puedes equivocarte y algunas veces
es difícil corregir tu error. Esto puede parecer dramático, pero créeme, últimamente
he estado pensando mucho. Encontré un entrenador que se retirará en dos años más
y está dispuesto a ayudarme con los caballos. Creí que era mejor que me concentrara
en la cría y llevar una vida más tranquila. Quizá ahora comprendas por qué no te
hablé de ello, era una decisión que debía tomar solo.
En los ojos de Gail apareció una expresión de sorpresa, ¿era posible que se
hubiera equivocado al juzgarlo?
—No se me ocurrió que estuvieras pensando en retirarte del entrenamiento —
aclaró—, creí que habías perdido el interés por culpa de Petula.
Su mirada se endureció y desapareció la ternura de los ojos.
—¿No puedes dejar de pensar en Petula? Mis sentimientos por ella no tienen
nada que ver con los establos.
¿Cómo podía negar con tanta frialdad que había cambiado su forma de ser
desde que Petula lo abandonó?
—¿Después de participar en las carreras por tanto tiempo, no las echaras de
menos? —preguntó, forzándose a callar las palabras de acusación que bullían en su
garganta.
—No —replicó, cortante—, mi padre era el entusiasta, no yo. Cuando murió yo
sólo seguí adelante, igual que tú, sin ponerme a pensar en ello. Después que cierre el
corral, si tengo un buen potrillo quizá lo haga entrenar, pero no será aquí.
Este era el final para los dos. Gail se puso pálida. Sabía poco acerca de la cría de
caballos y aunque podría aprender, ya no sería necesario. Carl no la necesitaba más.
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—¡Mi abuela irlandesa te habría adorado! —sonrió Gail, luego frunció el ceño—
, ¿pero qué ocurrió contigo?
—Fui a la universidad; siempre me gustaron los reportajes y los viajes. Pude
graduarme de reportero y después trabajé como corresponsal en el extranjero, para la
televisión.
—Debe gustarte mucho trabajar en otros países, ¿pero no es peligroso? He visto
películas sobre reporteros atrapados en una batalla. ¡Tienes que ser muy valiente!
—Lo es —dijo Carl, ceñudo—. Todos los corresponsales extranjeros lo son, pero
si alguien dispara lo encontrarás bajo la mesa.
—Yo sólo… —balbuceó Gail cuando él volvió a interrumpirla.
—Estoy seguro de que él no quiere hablar de sus sangrientas aventuras. Por lo
general, viene aquí para olvidarlas.
—Oh, lo siento —murmuró Gail, avergonzada.
—Carl sólo está bromeando, pero muchas personas pueden tener razón al ser
escépticas. No sé si es valentía o torpeza lo que conduce a un hombre a esas
situaciones. Con frecuencia estoy aterrado cuando escucho el sonido de las balas.
Aunque uno olvida sus temores cuando comprende que éstos no son nada
comparados con los problemas que enfrentan otras personas. A veces puedo
olvidarme por completo de mí mismo y enfurezco al ver a las mujeres y niños
mutilados y hambrientos. Eso hace que me avergüence de ser un hombre.
—Debe valer la pena pelear por algunas cosas —comentó Gail, pensando si algo
podría justificar los horrores que Jeff describía.
—Sí, la libertad personal —contestó Jeff, triste—, pero aun esto puede ser un
error. La gente lucha por su independencia y cuando la poseen no la saben manejar.
A menudo sólo cambian un régimen del cual se quejan por otro peor y a la larga, no
pueden deshacerse de éste. Por un gran esfuerzo obtienen su libertad y luego olvidan
las muertes y la destrucción que esto puede provocar. Creo que algunas veces pagan
un precio muy alto.
Carl empezó a charlar con Jeff y durante una hora ella los escuchó discutir sobre
los problemas que acosaban a la humanidad. De vez en cuando Gail tomó parte en la
conversación, pero casi siempre se limitaba a escuchar y a aprender. Carl había
viajado mucho y estaba tan bien informado de los acontecimientos mundiales, como
Jeff. Mientras oía arrobada lo que decía Carl, la admiración se reflejaba en sus ojos,
no se dio cuenta de que Jeff la observaba pensativo.
Los días siguientes estuvieron ocupados preparando la competencia de
Newmarket y Gail se llenó de nostalgia. Conoció al nuevo entrenador un día en que
Carl lo invitó a almorzar para mostrarle las instalaciones. Se mudaría al final de esa
semana. Dick Noble era un hombre agradable de sesenta años y Gail estaba segura
de que se llevaría bien, pero sabía que cuando tomara a su cargo el entrenamiento,
terminarían sus responsabilidades. Desde entonces, podría ir a los campos de
entrenamiento y rondar los establos, pero esa tarea ya no sería suya.
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Y ahora que el único obstáculo era Petula, sus proyectos para tener éxito estaban más
débiles que nunca.
—La misma gente —murmuró Jeff.
Volvió la cabeza y le sonrió. Absorta en sus pensamientos, estudiaba a la
multitud. En estos días, siempre esperaba encontrarse con Petula y no sabría qué
hacer si la veía.
—Sí —contestó distraída, buscando señales de Petula.
—¿Buscas a alguien en especial? —preguntó Jeff, sorprendiéndola.
—No exactamente —repuso, sonrojada.
—Ah —comentó contemplándola, pensativo—, tengo la impresión de que no
estás diciendo la verdad.
—¿Soy tan obvia? —preguntó, mordiéndose los labios.
—Sólo yo puedo notarlo, nadie lo podría adivinar. Tengo un sexto sentido para
saber lo que piensan las personas y que muy a menudo me dice más de lo que
quisiera saber —aclaró rápido, posando una mano en el brazo de Gail.
—Todavía la ama —susurró Gail sin mirar a Jeff.
—Quieres decir que eso cree.
—Si hay alguna diferencia, él no la ha notado —rió con amargura.
—¿Lo sabías cuando te casaste con él? —indagó Jeff dudoso.
Gail asintió con profunda tristeza.
—¿Entonces, por qué…? —insistió él.
Al escuchar la sorpresa en su voz levantó la cabeza y trató de hablar sin interés.
—Hay muchas razones. Supongo que la principal es que estábamos
acostumbrados uno al otro.
—Vaya, es probable que digas que no me importan tus problemas, pero desde
que te conocí en Londres y después que llegué a Deanly, aprendí varias cosas. Parece
que Petula abandonó a Carl cuando más la necesitaba y eso lo destrozó.
—¡Nunca imaginé que todos estuvieran enterados!
—¡Y tú has vivido en el mundo de las carreras de caballos toda tu vida! —
replicó Jeff, sarcástico.
—Lo siento, Jeff. Tienes razón, no debí hablarte en ese tono, ¡pero me enfurece
pensarlo! ¡Por Dios, sólo se rompió una pierna! No iba a quedarse inválido, tuvo un
poco de mala suerte y una pierna rota es todo.
—Eso fue suficiente. A Petula le disgustan las cosas que no son perfectas, ya sea
la salud de un hombre o su suerte. En su mente perversa debió estar horrorizada. No
le importaba quién era, sintió temor y en ese momento se presentó otro hombre. Yo
diría que Oscar tuvo mala suerte y Carl la oportunidad de deshacerse de ella.
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Gail suspiró. Debía alegrarle que Jeff conociera tan bien a Petula, ¿pero cómo
podía eso cambiar las cosas, si Carl no lo entendía así? Eso le dijo a Jeff.
—Debe estar ciego al no saber apreciar lo que vales —afirmó, pensativo— pero
creo que debes resolver un problema. Petula ejerció una poderosa influencia en él e
imagino que se necesita otra igual para romperla.
—¡Puedes estar seguro de eso! —murmuró Gail, viendo que Carl regresaba.
Quizá ella fuera su esposa, ¡pero la influencia que pudiera tener sobre Carl jamás
sería tan grande como la de Petula!
Antes de la primera carrera, le sorprendió el número de personas que llegaban
a felicitarlos por su matrimonio y Gail estaba emocionada por la sinceridad de los
buenos deseos de las amistades de Carl. Su padre fue un entrenador respetado y
famoso y conocían a Gail como su hija, pero era una sorpresa descubrir que la
recordaban.
—No sabía que eras tan popular —provocó Carl mientras la conducía al palco
de los propietarios y Jeff los seguía—, parece que estoy casado con un personaje
público.
—La ropa hace la diferencia —comentó divertida—, estas personas no están
acostumbradas a verme vestida con elegancia.
Él arqueó las oscuras cejas mientras la contemplaba, admirado.
—Estás muy atractiva. Me gusta tu atuendo.
—Costó bastante —explicó ella.
De pronto se dio cuenta de que Carl estaba distraído. Sus ojos observaban a los
asistentes y con profundo dolor, descubrió que los dos buscaban a la misma mujer,
¡ella porque la odiaba y él porque la amaba!
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Capítulo 5
Aunque sabía que Petula aún ocupaba su mente, Gail estaba orgullosa cuando,
por primera vez, se sentó junto a Carl como su esposa. Siempre fue acompañada de
su padre y era normal que Carl estuviera allí, pero también era frecuente que
estuviera sentado junto a una hermosa chica.
Ahora, después de recorrer con la mirada a los asistentes, volvió su atención a
ella y vio en sus ojos un destello de admiración. Valió la pena tomarse tantas
molestias para estar más atractiva.
Uno de sus caballos llegó en segundo lugar, pero en la siguiente carrera, cuando
su caballo ganó el primer sitio, Gail estaba de pie gritando con emoción.
Su voz estaba ronca de tanto gritar alentando a Midget y el jockey desempeñó
bien su tarea. Cuando Bob llevó a Midget a la meta, Gail estaba sin aliento.
Incapaz de hablar y con el rostro radiante de felicidad, arrojó su tarjeta de
apuestas al aire y rodeó con sus brazos el cuello de Carl, abrazándolo y besándolo,
extasiada. Estaba tan contenta con el triunfo que no se pudo contener. Carl sonrió
envuelto en el clamor general y le devolvió el beso contagiado por la emoción.
Por un momento su rostro sombrío se suavizó con ternura.
—¡Oye! —protestó Carl burlón cuando ella besó a Jeff—. ¡Eso es más que
suficiente para él!
De muy buen humor se apresuraron a bajar a la pista para que Carl pudiera
estar presente con el ganador.
Gail permaneció cerca de Carl, sin tratar de ocultar su alegría. Todos en Deanly
sabían que ella fue la responsable del entrenamiento de los dos caballos ganadores.
Aunque la habían ayudado, la decisión final con respecto a su alimentación y los
programas de entrenamiento había sido suya. Aunque no tenía un nombramiento
oficial, a nadie le importaba, había ganado una de las principales carreras y recibió
muchas felicitaciones.
Fue un día que siempre recordaría: la multitud, el sol, el triunfo… todo
compartido con Carl. Antes que tomaran las fotografías, Jeff le entregó el sombrero
que se le había caído y Gail no se avergonzó de las lágrimas que asomaban a sus ojos.
Era maravilloso estar allí y esto casi compensaba el saber que quizá nunca volvería a
vivir un momento así.
Trataron de salir lo antes posible, aunque no fue fácil. Mucha gente quería
hablar con ellos y recibieron mil invitaciones. Sir Arthur, el tío de Carl, abrazó a Gail
y los invitó a comer con él al día siguiente, extendiendo la invitación a Jeff.
Cuando llegaran a Deanly darían una pequeña fiesta. No acostumbraban hacer
esto cada vez que ganaban una carrera, pero esa primavera no habían tenido ninguna
reunión. Carl insistió en organizar la fiesta esa misma noche y sonriendo, le dijo que
sería en su honor. Gail pensó que trataba de compensarla por su mal humor en el
pasado.
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Acababan de llegar cuando sonó el teléfono. Era una llamada de Londres, para
Jeff. Su jefe estuvo tratando de localizarlo toda la tarde, había surgido un nuevo
trabajo para Jeff y quería que se presentara de inmediato.
—Tengo que presentarme en la oficina mañana, al empezar el día —explicó Jeff,
sonriendo—. Y para Harry, el día empieza a las seis de la mañana. También pretende
que llegue con las maletas preparadas y listo para salir en cualquier momento hacia
Dios sabe dónde.
—Pero creí que acababas de llegar —comentó Gail.
—Sí, bien… —Jeff sonrió desdeñoso—, así es la vida. Me advirtieron que esto
podría pasar, así que no puedo quejarme.
¿No podía?, Gail lo dudaba. Jeff parecía cansado y con seguridad necesitaba
unas vacaciones.
Carl se volvió a verlo frunciendo el ceño, descubriendo la tensión en el rostro de
su primo, a pesar de su aparente indiferencia.
—¿Tienes intenciones de regresar a Londres esta noche, Jeff? —preguntó.
—Sí, de inmediato. Es posible que sea un trabajo interesante.
Diez minutos más tarde se despedían. Estrechó la mano de Carl pero sus ojos
estaban puestos en Gail. Ignorando la presencia de Carl, la tomó entre sus brazos y
besó sus labios.
—Piensa en mí —le pidió en un susurro—, volveré.
Gail y Carl no hablaron palabra mientras él subía a su brillante auto deportivo
rojo y se alejaba por el camino.
—Creo que tiene bastantes problemas para que tú te añadas a ellos —le dijo
Carl, severo, cuando Jeff desapareció.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Gail volviéndose a mirarlo.
—Alentaste sus ilusiones al permitir que te besara y devolverle el beso.
—Dar un besó de despedida a un hombre no es alentarlo —contestó, arrugando
el ceño. ¿A qué estaba jugando Carl?
—Fue el modo como lo hiciste —replicó Carl, frío—, pusiste los brazos
alrededor de su cuello y Jeff es muy sensible.
Ella puso las manos en los hombros de Jeff para tratar de alejarlo como una
reacción involuntaria y no veía razón alguna para discutir con Carl.
—Hace pocos días —le dijo, furiosa—, me estabas previniendo de él. ¡No creo
que un hombre agresivo se convierta en un cordero de la noche a la mañana!
—Desde luego, tienes razón. ¿Por qué estoy haciendo este alboroto? ¡Cualquiera
pensaría que estoy celoso!
Hablaba consigo mismo, aclarando que eso era imposible. Gail suspiró y volvió
de nuevo los ojos hacia el camino. ¡Si tan sólo Carl estuviera celoso en vez de analizar
sus sentimientos, sin darles importancia!
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Gail estudió su cabeza inclinada y se preguntó qué estaría pensando. Era tan
voluble… en un momento actuaba con amabilidad y después se ponía tenso. Un
hombre como Carl negaría estos cambios de humor, ¡pero ella deseaba poder
comprenderlo!
—Enviaron comida como para alimentar a un ejército —comentó desdeñoso.
—Sí —trató de concentrarse en lo que le estaba diciendo, se volvió a ver la
hilera de alimentos y pasteles—, Wilkinson es muy buen proveedor.
—Sólo espero que nuestros invitados estén hambrientos.
Hablaban como extraños, por lo que se sintió aliviada cuando escuchó ruido de
motores en el exterior.
—Parece que nos oyeron, están comenzando a llegar —bromeó Gail, forzándose
a sonreír.
La fiesta no tardó en animarse y parecía que todos hablaban y comían al mismo
tiempo. Los hombres casados iban acompañados de sus esposas, quienes se unían a
la alegría general contando divertidas anécdotas. Parecía una enorme familia
reunida, pensó Gail estudiando a la multitud de rostros felices.
Antes que preparara el café, Carl la rodeó con el brazo y propuso un brindis.
—Por mi esposa —alzó su copa y todos lo imitaron entusiasmados. Turbada,
Gail trató de agradecer el gesto, no sabía si conocían los planes de Carl para cerrar los
establos y se entristeció al pensar en los amigos que perdería cuando esto ocurriera.
El último invitado se fue mucho después de la media noche. Y tan pronto como
cerró la puerta, Carl se volvió a preguntar, cortante.
—¿Crees que ese vestido era el apropiado?
—Dijiste que estaba encantadora —repuso, ruborizada y se apresuró a recoger
una copa vacía.
—Te habías cubierto con un chal —insistió quitándole la copa.
Gail se había quitado el chal cuando la habitación se llenó de invitados y sintió
calor.
—¿Qué no te gusta de mi vestido? —indagó, desafiante, sospechando lo que ya
sabía.
—¿No está demasiado… escotado… al frente? —habló con tanta desaprobación,
que ella tuvo que controlarse.
—¿Y qué? —preguntó, despectiva—. De cualquier modo, fue una hermosa
fiesta.
—¡Sí! —replicó cortante.
—Es probable que mucha gente no me reconozca cuando uso vestido —
bromeó—. Están acostumbrados a verme con pantalones.
Carl se limitó a contemplar con detenimiento los suaves contornos de su busto.
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Sin pensarlo, los brazos de Gail rodearon su cuello mientras él la besaba sin
ocultar su deseo. Carl lanzó un profundo suspiro al explorar la sensual dulzura de su
boca. Cuando las manos tocaron sus senos ella sintió una increíble sensación que le
recorrió el cuerpo.
Con rapidez la volvió a colocar en la cama, las manos se volvieron impacientes
al tocar el encaje de su camisón de satén, tirando de él para quitárselo. Por un
instante su rudeza la asustó y cuando oyó que el encaje del camisón se desgarraba, le
pidió que tuviera cuidado.
—Puede regresar al cajón con los demás —murmuró indiferente.
—¿Sabías que los tenía? —preguntó, asombrada.
—Solía guardar mis calcetines en ese cajón —explicó quitándose la bata y
arrojándola al suelo junto al camisón—, pero algunas veces olvido que ya no los
tengo allí.
Gail estaba absorta en lo que decía y olvidó la desnudez de los dos. Cuando se
dio cuenta de esto, contuvo el aliento. La luz de la luna era suave, pero aun en la
oscuridad, Carl, desnudo, parecía más grande y peligroso que nunca.
Gail tuvo miedo, pero antes que pudiera moverse, Carl la sujetó.
—Ven aquí —le dijo ronco y todos sus temores se desvanecieron ante su deseo.
Gail tembló cuando sus labios se posaron en los de ella y lo abrazó al tiempo
que Carl se colocaba sobre su cuerpo. Sentía el vello masculino que le rozaba los
senos y por instinto trató de poner las manos entre ellos cuando la sensación le fue
intolerable. Carl se lo impidió acariciándole los pezones primero con los dedos y
después con los labios.
Gail lo abrazó, enloquecida de placer, hasta que se entregó al delirio que
invadía a Carl, incapaces de rechazar la fuerza irresistible que los conocía hacia el
éxtasis. Cuando sus labios la acariciaban, se sentía atrapada en las olas del mar
agitado por un huracán y con un gemido se rindió a la pasión que la consumía.
Gail podía sentir la creciente urgencia de Carl cuando la acercaba, hacia sí, las
manos de él comenzaron a explorar los planos y curvas de su espalda, luego la
esbelta cintura hasta llegar al vientre. A su vez, estaba descubriendo la fuerza de
Carl.
La respiración de Gail empezó a acelerarse al aumentar su deseo. La embargó
una sensación de abandono y, no obstante que trataba de luchar contra ésta, sólo
conseguía aumentarla. Sentía los dedos de Carl acariciándole los muslos y podía
oírse murmurando, pero no sabía qué estaba diciendo.
Sus emociones habían llegado a un punto en el que sólo podía pensar en su
posesión y cuando Carl separó sus muslos y empezó a hacerle el amor, Gail encajó
los dedos en sus hombros para después hundir las manos en su abundante cabello;
sus labios buscaban los de él con la misma ansiedad que Carl había demostrado en
los últimos minutos.
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Cuando se sintió invadida por su ardiente deseo, dejó escapar un grito y habría
gemido de nuevo si la presión de los labios de él no la hubiera silenciado.
Permaneció acostada, temblando, mientras Carl continuaba inmóvil sobre ella. Gail
se movió primero al sentir el dolor de sus muslos, que rápidamente desapareció y sin
temor pudo responder al exquisito placer que la recorría. Pronunció su nombre
cuando el delirio de la pasión los unió y los labios de Carl volvieron a posarse en sus
senos, haciéndola enloquecer de impaciencia.
De pronto y sin esperarlo, Gail pareció elevarse, unida a él y envueltos en un
éxtasis estremecedor que los llevó al deleite hasta que, de súbito, una violenta
explosión en su interior la dejó exhausta, casi inconsciente y como en sueños, vio él
cuerpo de Carl que caía sobre ella; luego no supo más.
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Capítulo 6
Algo la despertó, algún movimiento o sonido, quizá sólo la brisa que entraba
por la ventana acariciando su rostro. Luego vio a Carl, detenido cerca de la cama y
contemplándola. ¿Qué estaba haciendo? ¿Desde cuándo estaba allí? Gail parpadeó
aturdida, sin recordar lo ocurrido la noche anterior.
Sentía un extraño cansancio y entonces recordó todo. Gail durmió con ella en
esa cama, la había poseído aceptándola al fin como su esposa. Podía recordar el
placer y el dolor como algo irreal visto a la luz del día, pero que Carl estuviera allí
demostraba que esa no era una mañana normal.
Estaba vestido con un suéter y camisa informal y la frialdad de sus ojos
reflejaba cautela. La observaba como si hubiera decidido que la intimidad de unas
horas antes no podría continuar.
—Buenos días —murmuró insegura.
—Buenos días —contestó cortante y ceñudo.
—¿Qué hora es? —indagó, deseando que él no hubiera estado allí cuando
despertó, eso le habría dado tiempo para ordenar sus pensamientos.
—Las nueve y media de la mañana —informó.
—¡Las nueve y media! —saltó de la cama sin pensar en su desnudez—.
¡Oh!…—entonces se cubrió con la sábana el busto, sonrojada—, no debiste dejarme
dormir tanto, no suelo hacerlo.
—Rompiste otra costumbre —se burló.
Lo contempló, comprendiendo a qué se refería. Después de la noche anterior
era inútil ocultar su cuerpo, mas él no parecía comprender que era difícil actuar con
desenfado tan pronto, especialmente cuando sus costumbres eran tan rígidas.
—¿Qué me dices de los establos? —inquirió, rápida—. Dick Noble no ha
llegado todavía.
—Todo está bien —aseguró Carl, impaciente—, no debes preocuparte —titubeó
como si estuviera confundido—. Le dije a Frank que tú harías la ronda esta noche,
pues él tiene un compromiso.
Su radiante sonrisa pareció sorprenderlo y se sentó en la cama, observándola.
—¿El establo significa mucho para ti, Gail?
No era eso, pudo haber arreglado que alguien más hiciera la ronda nocturna y
se sintió feliz al pensar que se preocupaba por ella, pero la repentina dureza en su
voz evitó que tratara de explicárselo. Si esa mañana la hubiera besado quizá habría
podido hacerlo.
—Sí y no —respondió dudando—. Dejar el corral es algo a lo que tengo que
acostumbrarme —sus ansiosos ojos lo contemplaban, suplicando su comprensión—.
Espero lograrlo. Debe haber mucho trabajo aquí… si me dejas ayudarte.
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Presa de los remordimientos, apoyó una mano en su muslo sin darse cuenta de
lo que hacía.
—Carl, lo de anoche… —la mirada de Carl se volvió hacia su mano y
retirándola, se sonrojó—. Lo siento.
—¿A qué te refieres? —preguntó él, cortante—: ¿A dormir conmigo o
acariciarme?
—A las dos cosas —murmuró.
—Qué interesante. ¿Algo que mencioné te lo recordó?
—No, claro que no —protestó—, pero casi no te he visto esta mañana y creo que
lo que pasó anoche Fue… bueno, fue mi culpa.
—¡No estoy quejándome! —rió con sarcasmo.
Gail suspiró, aliviada al ver aparecer la granja. Un profundo silencio cayó entre
ellos mientras estacionaban el coche y se dirigían hacia la casa.
—¿Me ves bien? —preguntó, ansiosa por romper la tensión.
—Sí —la miró sin interés.
—Gracias —murmuró.
Al ver la tristeza en su rostro, él pareció arrepentirse.
—¡Por Dios!—exclamó—. Lo siento, Gail, parece que siempre logro lastimarte.
Nunca debí casarme contigo.
Gail se puso pálida, la ira que sintió la salvó de romper a llorar y parecer una
tonta. ¿Trataba de consolarla o de matarla? No era la primera vez que lamentaba
haberse casado con ella, pero hubiera deseado que no lo mencionara ese día, cuando
necesitaba más confianza.
—Podrías divorciarte —informó con amargura cuando abría el mayordomo—,
si quieres —continuó sintiendo que Carl sujetaba su brazo con fuerza como
advirtiéndole algo. Muy tarde, vio a Grace frente a la puerta de entrada.
—¿Ya comenzaron a pelear?—preguntó Grace, satisfecha.
Gail no contestó y Carl se limitó a mirarla con frialdad. La chica sujetó el brazo
de Carl.
—Felicity está aquí. Cuando supo que venías decidió invitarse ¡y trajo una parte
del elenco que actúa con ella en su nuevo espectáculo! Sé que te gustará verla,
querido.
—¿Por qué lo piensas? —preguntó cortante, liberando su brazo.
—Quizá porque estabas discutiendo con tu esposa —explicó—. Felicity dijo que
cuando te vio en Londres no se hablaban.
Sir Arthur salía del estudio a recibirlos, pero Grace pudo murmurarle a Gail:
—También afirmó que Carl se lo comentó mientras almorzaban juntos.
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Gail no sabía si era cierto o no, pero le parecía que Carl no fue muy honesto con
ella respecto a Felicity. Él amaba a Petula, pero si eso no le impidió hacerle el amor a
su esposa, tampoco evitaría que lo hiciera con otra mujer.
Sin embargo, si Felicity imaginaba que tenía un lugar en la vida de Carl, estaba
equivocada. Toda la tarde Carl estuvo con Gail y comenzó a preguntarse si lo había
juzgado mal. También se sentó a su lado en el estudio cuando sirvieron el café,
rodeando sus hombros con ademán posesivo, lo cual hizo que Felicity se diera por
vencida.
Regresaron a Deanly a las cuatro de la tarde, después que Carl rehusó la
invitación de quedarse a tomar el té. Durante el camino se sorprendió al oír que Carl
sugería que visitaran a Ruth y Donald.
Gail lo pensó y decidió que no era buena idea.
—Creo que cuando lleguemos, Donald estará saliendo para el servicio nocturno
del domingo.
—Y tú tienes que hacer la ronda.
—Por última vez —le recordó.
Carl asintió y después le preguntó si quería dar un paseo, ya que no necesitaban
regresar sino hasta las seis de la tarde y Gail aceptó. Carl ya no deseaba permanecer
más tiempo en la granja y tampoco estaba ansioso por llegar a casa. Era extraño que
estuviera inquieto.
—Pensé que quizá podríamos invitar a cenar a Ruth y Donald una de estas
noches —comentó, dudosa, cuando se alejaban de Deanly—, ¿recuerdas que comenté
que van a mudarse a la costa sur en dos semanas? Ya no podré visitarlos con
facilidad.
—Sí, por supuesto —contestó ausente—, invita a quien quieras.
Gail suspiró al reconocer su estado de ánimo No sólo estaba inquieto sino
también aburrido.
—No era necesario salir tan pronto de la granja —aclaró, tensa—, no habrías
estado tan ansioso por irte si hubieras charlado con otras personas.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, cortante.
—No sé —confesó, sin volverse—, pero no tenías que estar conmigo todo el
tiempo.
—Quizá era más seguro.
—¿Seguro?
—Las mujeres solas son mortales, pero cuando atacan en grupo, un hombre está
perdido.
—No estoy segura de las otras, ¡pero Felicity parecía querer comerte vivo!
—No tengo la culpa de eso —la provocó.
—¡Tú le diste esperanzas!
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—¡No es cierto!
—Debiste suponer que lo hacías cuando la invitaste a salir —comenzó a decir,
mas fue interrumpida por su tono cortante.
—¿Acaso creíste las tonterías de Grace? Eso del almuerzo debió decírselo
Felicity pero pudieron inventarlo. Nunca he salido con esa mujer, ¡y es bueno saber
cuánta confianza me tienes!
—¡Pero tomaste el té con ella!
—En circunstancias que ya te expliqué. Pero mi matrimonio… nuestro
matrimonio nunca se mencionó.
—No es que desconfíe pero… —triste, se mordió el labio.
—Entonces me gustaría saber cuál es el problema.
—Tú… me hiciste el amor y pensé que… —se atragantó.
—¿Crees que lo hago con cualquier mujer? —la interrumpió, hiriente.
—¿Estoy equivocada? —preguntó, arrepentida—. No soy una experta en estos
asuntos.
—Entonces te sugiero que lo dejes para los que lo son.
—Lo siento —murmuró. En ese momento sólo podía sentir dolor que recorría
su cuerpo y luchaba por evitar que Carl notara su desesperación. Si él supiera cuánto
lo amaba podría entender por qué no podía desechar sus miedos y sus dudas tan
fácilmente.
Hundida en sus pensamientos, no se dio cuenta de que Carl se había salido del
camino sino hasta que detuvo el coche.
—Escucha, Gail —le dijo de pronto volviéndola hacia él y estudiando la palidez
de su rostro—, quizá fue un error casarnos, pero hasta ahora te he sido fiel y en tanto
sigamos casados, seguiré siéndolo. Cuando llegue el día en que decida que es mejor
separarnos, te lo haré saber, pero mientras vivamos juntos, no debes preocuparte por
otras mujeres y eso es una promesa.
Los ojos de Gail se llenaron de lágrimas, no era fácil vivir con Carl, pero era un
hombre que cumplía su palabra.
—También quiero prometerte algo —anunció trémula—. Te amo y trataré de
ser una buena esposa, por el tiempo que me necesites —añadió rápida al verlo
arrugar el ceño—. Yo… tú sabes que no me interpondré en el camino de tu felicidad,
cuando tengas otra oportunidad.
Podía sentir las distintas emociones que corrían por su mente al oírla, había un
destello de hostilidad en sus ojos porque le recordó algo que quería olvidar, pero
tenía que decirle las cosas.
Cuando se volvió a mirarlo su rostro era una máscara inexpresiva.
¿No imaginaba Carl la angustia de Gail al amar a alguien y no ser
correspondida?
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y pasaba las vacaciones con sus padres, quienes siempre estaban discutiendo, todo
eso debió influir en su desconfianza hacia los demás desde que era joven. Quizá por
eso esperó hasta tener treinta y seis años para enamorarse. Ahora comprendía por
qué estaba tan amargado cuando Petula lo abandonó.
—Tu madre debió morir siendo muy joven —murmuró ella.
—Sí —afirmó, lacónico—, tenía setenta años. Mi padre era mayor.
No volvieron a hablar de sus padres cuando regresaron a Deanly, sólo
charlaron del paisaje y sobre la posibilidad de contratar empleados eventuales que
trabajaran en la casa. Eran poco más de las seis de la tarde cuando regresaron, Gail se
cambió de ropa en seguida y volvió a salir. Más tarde, cuando estaba a punto de
terminar la ronda vio sorprendida que Carl se acercaba.
—Pensé que podríamos dar un paseó a caballo —sugirió él—, sé que estás
ocupada pero me he pasado la tarde sentado. No tienes que acompáñame si no
quieres.
La idea de dar un paseo con Carl la llenó de alegría, aunque hacía horas que no
comían nada y debía estar hambriento.
—¿No quieres cenar? —preguntó, incierta.
—Quizá más tarde —respondió, añadiendo con desdén—: después de ese
abundante almuerzo en la granja, creo que no podremos cenar mucho.
Carl dijo que sería un paseo de una hora, pero ya había oscurecido cuando
regresaron. Gail estuvo muy divertida, pero cuando regresaron, el sueño casi la
derribaba de su montura.
Estaba tan cansada que no notó que Carl había caído de nuevo en otro de sus
momentos de mal humor y hasta que terminaron de cenar Gail descubrió que fruncía
el ceño.
—¿Hay algún problema? —indagó ansiosa.
—No pasa nada —repuso cortante poniéndose de pie—, quizá estoy cansado,
pero debo revisar unos papeles antes de acostarme.
—Entonces lavaré esto mientras terminas —comenzó a recoger los platos.
—Como quieras —dijo él—. Pero no me esperes despierta.
Cuando lo escuchó dar un portazo en el estudio, Gail pensó que quizá no
volvería a verlo esa noche. Cuando salieron a dar el paseo y durante la cena, Carl casi
no habló y temía que de nuevo comenzara a aislarse de ella.
Cansada, lavo los platos dejando que el agua tibia acariciara sus manos. La
noche anterior ella se arrojó a sus brazos y era obvio que Carl no quería que se
repitiera y para no correr ese riesgo, dormiría en el estudio.
Ruborizada, empezó a llorar desconsolada y permaneció en la cocina hasta que
pudo tranquilizarse. ¿No podía entender que quería ayudarlo? ¿Cómo podía ser tan
cruel? Esa tarde pensó que podrían ser felices, ¡ahora sabía que era un sueño
imposible!
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Capítulo 7
Gail retrocedió, atemorizada al adivinar lo que quería, el rostro de Carl reflejaba
una gran decisión. Le hizo una pregunta y sólo aceptaría una respuesta. Estaba
aterrorizada, la anterior noche logró sobrevivir al torbellino de pasiones, pero ahora
lo dudaba. Cuando le pidió a Carl que le hiciera el amor, no supo a qué se
enfrentaba, y sospechaba que eso fue sólo el principio.
La tensión era tan grande que temblaba como una hoja y lo contempló
suplicante, pero Carl se limitó a sonreír con sarcasmo.
—¿En dónde está el valor de hace veinticuatro horas? ¿El amor que prometiste
esta tarde? Quizá debimos escribirlo y firmarlo en un papel.
Bajó la cabeza sintiéndose deprimida. Merecía su censura, pero Carl no hacía
nada por alentarla. Él sentía una necesidad que no tenía relación con el amor y a Gail
le faltaba tiempo para descubrir qué era. Llegaron a su mente palabras de venganza y
odio, pero Carl no la odiaba, ¿o sí? No después de todo lo que había hecho por él.
No obstante, si no era odio era algo parecido pues él asió con crueldad su largo
cabello y la atrajo hacia sí.
—Si te comieron la lengua los ratones —espetó mientras Gail gritaba de dolor—
, quizá esto pueda ayudarte.
Gail trató de escapar mas él se lo impidió y su violencia la dejó muda por un
momento.
—No debes enfadarte —balbuceó—, me sorprendiste, es todo, pensé que
estabas abajo. Lo que dije esta tarde es cierto.
Carl murmuró algo mientras su boca descendía sobre la de Gail. La besó sin
piedad, casi ahogándola. Al sentir el sabor de la propia sangre en su lengua, trató de
apartarlo inútilmente.
Levantándola en brazos, la llevó a la cama y en un instante los dos estaban
desnudos. Carl se colocó a su lado, respirando con agitación pero sin soltarla.
Después, tomándola por sorpresa, continuó el brutal ataque en su boca. Podía sentir
la furia de Carl en su fuerza y tembló.
Cuando él dejó sus labios, éstos estaban muy lastimados y Gail murmuró,
llorosa:
—¡Me lastimaste!
—¡Esa fue mi intención, embustera! —rugió—. ¡A pesar de tus promesas, eres
igual a las demás!
—Es verdad lo que dije esta tarde —protestó ronca—. Te amo.
—¡No quiero tu amor! —replicó salvaje—. Nunca lo pedí, así que no me culpes
si resultas lastimada.
—¿No te importa? —gimió.
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—¡No es eso! —de pronto se puso frenética—. Sé que cerrarás los establos, pero
dijiste que lo harías poco a poco. ¿Qué tiene de malo que Dinkum corra en Ascot? Ya
está registrado.
—Lo estaba.
—¿Quieres decir que ya lo retiraste? ¿No lo dices sólo porque te desobedecí esta
mañana?
—Puedes confirmarlo con Gordon si deseas.
La recorrió un escalofrío y movió la cabeza, abatida.
—Nunca aceptaste mi decisión acerca del entrenamiento, ¿no es así, Gail? En tu
pequeña y tenaz mente tienes seleccionados a nuestros ganadores y sigues haciendo
grandes planes para el futuro.
Se sonrojó porque estaba cerca de la verdad, aunque no lo hizo de forma
consciente.
—Es posible que tengas razón —confesó despacio—, pero no lo hice para
molestarte.
—No estoy molesto, ¡estoy furioso!
—Lo lamento —murmuró—, aunque aún podemos participar en Ascot.
—No, no podemos.
—¿Por qué no?
—Porque tengo otros planes y si estás tan ansiosa por ir a Ascot, debes buscar a
otro que te lleve.
Gail sabía que no iría sin él, habría muchas personas conocidas allí. De pronto
lo contempló. ¡Qué tonta era! ¿Por qué lo olvidó? Petula estaría en Ascot, siempre
asistía a ese evento anual. Gail recordó que el año anterior abrazó a Carl atrayendo la
atención de todos, incluyendo a la prensa. ¡No era de asombrarse que no deseara
aparecer este año en Ascot con su pequeña y sencilla esposa!
—No me importa lo de Ascot —aclaró serena—, siento haberte causado tantos
problemas.
—Olvídalo —murmuró Carl, sentándose a desayunar.
¡Deseaba olvidar tantas cosas!
—¿Conseguiste un buen precio por Dinkum? —indagó, sirviéndole un plato con
huevos y tocino—. A Gordon Dilston le gustan las gangas.
—Fue una ganga, pero obtuve buen dinero.
—Me dará tristeza ver que se llevan a Dinkum —suspiró.
—Te da tristeza cada vez que se va un caballo.
—Frank y los demás lamentarán lo de Ascot —comentó.
Carl tomó un pan tostado ignorando los huevos con tocino.
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Suspirando leyó la lista de los invitados; no eran muchos, sólo Ruth y Donald,
Sir Arthur y Lady Elliot y los vecinos más cercanos.
—Grace está en Londres y no podrá asistir —explicó la ausencia de su prima en
la lista.
—Bien —repuso con desdén.
¿Fue por ella o por qué le alegró que Grace no asistiera a la fiesta pues solía
hacer comentarios que lo irritaban?
Grace permaneció en Londres y nada entorpeció la alegría de la fiesta. Doce
invitados eran muchas personas para una primera cena, pero con la ayuda de Mary,
Gail no tuvo problemas. Aun Ruth se deshizo en halagos, y Lady Elliot le permitió
que la llamara tía Elizabeth y le besara la mejilla al despedirse.
Cuando todos se fueron, Gail sonrió con alegría.
—Tu tía es encantadora, pero es tan distinguida que me asusta.
Carl gruñó indiferente mientras tomaba una última copa y sus ojos se
oscurecieron cuando miró las sensuales curvas de su esposa.
—Ven, vamos a la cama —dijo con voz ronca—, si eres capaz de subir por la
escalera.
—¡No pensarás que estoy ebria! —exclamó indignada.
—Quiero decir que los halagos que recibiste hoy se te subieron a la cabeza. Yo
podría ayudarte a subir. Como soy tu esposo, estoy tomando precauciones —rió
burlón, alzando una ceja.
Gail también rió rechazando su ofrecimiento y sonrojándose al entender que
sólo estaba coqueteando.
Esa noche cuando Carl le hizo el amor la acarició con ternura, pero como
siempre, estaba tan excitada que a la mañana siguiente pensó que fue su
imaginación.
—Quiero ir a Lambourn, Carl —anunció durante el desayuno—, Mary necesita
algunas cosas y yo también.
—¿Quieres que te lleve? —ofreció cuando Mary les sirvió más pan tostado.
Ahora usaban el desayunador para sus comidas diarias. Carl dijo que no le
importaba comer en la cocina, pero Mary se opuso con firmeza.
—Hoy es lo mismo en todas partes —explicó Carl quejumbroso cuando Mary
salió del desayunador—, si tienes suerte de contar con sirvientes, te dominan
enseguida y el pobre hombre que paga el salario tiene miedo de abrir la boca.
—¡Qué lástima! —sonrió Gail—, Mary no es así, porque si lo fuera, ¡ya la
habrías puesto en su lugar!
—También las esposas se sobrepasan —afirmó Carl severo.
—¡Hipócrita! —bromeó Gail—, creo que lo disfrutas.
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—¡Por Dios, cualquiera diría que soy tu enemiga! —exclamó Grace—. Soy tu
prima política y sólo me interesan tus problemas.
¿Esperaba que le creyera? Gail no contestó y aguardó aprensiva.
—Así que —prosiguió Grace satisfecha—, puedes creer que quería estar segura
de que supieras las últimas noticias de Petula antes que se entere Carl.
—¿Petula?
—Sí —afirmó Grace contemplando el pálido rostro de Gail—, con sólo
mencionar su nombre los hombres palidecen, pero en este caso, es una mujer.
Gail permaneció en silencio. No podía evitar que Grace observara su inquietud.
—Su matrimonio no marcha bien —informó Grace—, se rumora que está
divorciándose.
—¿Tan pronto?
—Después de un año mucha gente se divorcia y en Estados Unidos los
divorcios no tienen importancia. Aun aquí el divorcio se está convirtiendo en una
formalidad. Una esposa indeseable puede descartarse de la noche a la mañana.
Gail sabía que Grace también se refería a su matrimonio y volvió a
estremecerse.
—Petula estará en Ascot —murmuró Gail para sí misma. Grace pareció perder
el interés en la conversación, ya había logrado su objetivo.
—Creo que sí —contestó.
—Si está buscando el divorcio, ¿crees que asistiría con su esposo? —preguntó,
confundida.
—Esa clase de gente… mi clase de gente —aclaró Grace—, tiene un amplio
criterio. Nosotros, como tú, no tenemos ideas provincianas. Es común que las parejas,
como Petula y su marido, continúen teniendo una relación amistosa hasta que su
divorcio sea definitivo y después…
—Debo irme —Gail se volvió disgustada y decidida a marcharse.
—¡Desde luego! —Grace le ofreció una sonrisa—. ¿No te importaría
comentárselo a Carl? Prometí que se lo diría.
¿Se lo prometió a quién? Gail aún temblaba cuando llegó a su coche. Grace dijo
que escuchó rumores sobre Petula… pero ¡no aclaró que habló con ella! Muy
confundida Gail frunció el ceño. A Grace le gustaba enredar las cosas, pero no era
una embustera… ¿o sí?
Comenzó a pensar que su matrimonio tenía una oportunidad, pero ahora la
asaltaban terribles dudas. En general, Carl era más considerado y menos hiriente en
sus comentarios, mas era frecuente que cuando empezaba a creer que las cosas
mejoraban, reapareciera su rudeza.
Desesperada, Gail asió con fuerza el volante. Carl seguía con sus planes de
cerrar los establos, esto quería decir que en el fondo tenía esperanza de que Petula se
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divorciara. ¿Intentaba arreglar todos sus asuntos para irse con Petula cuando ella lo
necesitara? En su angustia pensó que también era posible que Carl estuviera
preparando el divorcio.
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Capítulo 8
Gail regresó a Deanly después de calmarse y decidió no darle el mensaje a Carl.
Quizá ésta era una batalla perdida, pero no se daría por vencida tan fácilmente. ¡Se
negaba a ofrecer a Carl en una bandeja de plata! Si Petula lo quería, tendría que venir
a quitárselo y si Grace pretendía ayudarla, ¡se arrepentiría!
Sin embargo, su seguridad pronto desapareció y empezó a deprimirse. Cuando
llegó a casa, suspiró aliviada al saber que Carl hizo arreglos para que, con Dick
Noble, asistieran a una competencia hípica y sugirió que comieran algo ligero antes
de salir.
Gail estuvo de acuerdo, ya que cualquier cosa era mejor que pasar la tarde a
solas con Carl, cuando regresaran, quizá estaría más tranquila y podría ocultarle el
encuentro con Grace. Además, empezaba a dudar de la verdad de las palabras de esa
chica.
Dick Noble quería asistir a la competencia para ver al caballo que entrenó un
amigo suyo, pensaba ir solo, pero como su coche se descompuso, Carl se ofreció a
llevarlo, Gail comenzaba a simpatizar con el nuevo entrenador, esto la sorprendía
porque estaba celosa de su llegada. Aunque Dick era más viejo, le recordaba a su
padre pues tenían actitudes parecidas.
Ya era tarde cuando llegaron a saborear la deliciosa cena que Mary les tenía
preparada. Para Gail era un lujo poder sentarse a comer algo que alguien más había
preparado y se preguntaba hasta cuándo aprendería a gozarlo sin sorprenderse.
Luego recordó que no tendría esa oportunidad, ya que no estaría allí por mucho
tiempo.
Mary apareció ante la puerta del comedor para decirles que dejó el café en el
estudio, pues debía cuidar al bebé de Jim Stevens y su esposa, quienes querían ir a un
baile en Hungerford.
Como Jim Stevens trabajaba para ellos, Carl aceptó porque sabía que Jim la
llevaría de regreso a casa.
—¿Vemos la televisión? —preguntó Gail dudosa cuando fueron al estudio—.
Hay una película de James Bond.
Carl abrió un poco la ventana y dejó, entrar el aire fresco de la noche. Parecía
tranquilo y se sentó dando un suspiro.
—Me gustaría escuchar las noticias, pero supongo que podemos ver una parte
de la película si te gusta ver al ridículo James Bond.
Gail asintió sin entusiasmo. Hubiera preferido acostarse pues estaba muy
cansada, pero todavía no podía olvidar la charla con Grace y sabía que no estaría
tranquila. Como no se había convencido de que Grace estaba mintiendo, se sentía
más deprimida que nunca. Grace había destruido su optimismo llenándola de dudas.
Carl tomó café y brandy y leyó un poco antes de sintonizar las noticias. De
pronto Gail lanzó una exclamación cuando el reportero anunció:
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—¿Lo has olvidado? —se volvió a mirar con los ojos entrecerrados—, ¿lo has
hecho? —repitió.
—Contesta mi pregunta —lo retó, sonriendo con dificultad.
—¡Tú no vas a presionarme de ningún modo! —gruñó sujetándola por los
hombros con fuerza—. Llegamos a un acuerdo cuando nos casamos y sugiero que lo
cumplas sin hacer preguntas.
—No hay nada de malo en hablar de…
—Pero es inútil, así es mejor —la interrumpió furioso inclinándose y besándola
con violencia.
Los dedos se hundieron en el espeso y rubio cabello de Gail, aprisionando su
cabeza. Los fuertes brazos la estrechaban dejándola sin aliento mientras la salvaje
boca de Carl silenciaba el grito de protesta que escapó de su garganta.
En los últimos días Carl había cambiado, le hacía el amor con la misma pasión,
pero era más considerado, en ese momento lo hizo enfadarse y reaccionaba con
violencia. La forzó a abrir la boca haciendo presión hasta lastimarla y le desabotonó
la blusa para acariciar con impaciencia sus senos.
Deslizó los labios hacia su cuello, quemándola. Como sus senos estaban
expuestos, descendió hasta los rozados pezones, mordisqueándolos y excitándola.
Gail gritó cuando sus manos la atrajeron hacia sí para volver a besarla con brutal
deseo.
—¡Carl —suplicó—, espera!
—¡Hipócrita! —gruñó—. ¿De verdad quieres que lo haga? Tu corazón dice lo
contrario.
A pesar de la violencia del ataque, su cuerpo respondía a la indomable fuerza
de su virilidad y tembló.
—¡Tengo miedo! —gimió.
—Querida —murmuró burlándose—, eso es deseo, no temor.
No contento con mofarse de ella, la humillaba al decir la verdad… lo deseaba a
pesar de todo. Su aliento era enloquecedor y Gail trató de negar su acusación.
—Si me amas —murmuró—, ¿por qué te quejas?
—¡Pero tú no sientes nada! —protestó ella con amargura.
Gail quería decir que no la amaba pero Carl pareció interpretarla mal.
—Te equivocas —aclaró ronco mientras continuaba acariciándola despertando
su pasión—, me gustaría no sentir, pero contigo no puedo evitarlo.
Gail era consciente de su excitación, pues Carl no trataba de ocultarla, pero
deseaba más que eso. La atrapó en los cojines con su cuerpo y Gail trató de apartarlo.
—Quiero bañarme —gimió como excusa para escapar, tratando de ignorar la
sensualidad que la invadía.
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Las manos de Carl acariciaban sus caderas y muslos que ya estaban desnudos y
un ardiente deseo le recorrió el cuerpo.
—Nos bañaremos juntos —gruñó, desvistiéndose en un instante—, ¡pero dudo
que en este momento pueda subir por la escalera!
Gail respiró con dificultad cuando su boca volvió a capturar la suya y se sintió
perdida. Olvidándose de todo, dejó que la embargara un deseo primitivo y salvaje,
avergonzada por no poder rechazar sus apasionadas caricias.
—¡No te resistas! —ordenó Carl deslizando sus piernas entre las de Gail—, si lo
haces puedo lastimarte.
Gail sintió que Carl temblaba y sus manos se deslizaron en el sudor de sus
hombros, pero cuando gimió, no fue porque la lastimara sino por el éxtasis que la
invadió hundiendo las manos en su cabello se entregó por completo a él y siguió el
ritmo de su cuerpo mientras murmuraba su nombre. Luego, Carl la volvió a besar y
se fundieron en una creciente excitación que los condujo a la cima del placer.
Al día siguiente, que era domingo, Carl estaba hablando por teléfono cuando
ella bajó.
—Buenos días —saludó a Gail cuando colgó el auricular. Su mirada era fría.
Quería decirle tantas cosas que no confesó la noche anterior porque le había
ordenado con voz ronca que no hablara al conducirla a la cama para hacerle de
nuevo el amor.
—Espero no interrumpir —se disculpó.
—No me habría molestado que lo hicieras —replicó Carl, sonriendo.
—Oh —algo en el tono de su voz la sorprendió—. ¿Quién era?
—Ruth.
—¿Ruth? —repitió volviéndose a verlo con incredulidad, Ruth nunca llamaba a
esa hora, a menos que fuera importante—. ¿Qué quería?
—Para empezar agradecernos la velada.
—Oh —interrumpió Gail ansiosa—, quizá trató de buscarme ayer mientras
estuvimos fuera. ¿Mary no te dijo nada? Es mejor que la llame y me disculpe…
—¡Gail! —la interrumpió—, tu hermana estuvo muy ocupada ayer y se disculpó
por no haberte llamado.
—Oh, ya veo —repuso Gail sonrojada. Sabía que estaba muy rara—. ¿Qué más
dijo?
—Nos invitaron a almorzar y a quedarnos todo el día si podemos. Le dije que
nos encantaría, ¿hice bien?
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—¡Oh, claro que sí! —a Gail le sorprendió que Carl accediera a ir—. ¡Oh,
gracias! —exclamó feliz y sin pensarlo lo abrazó.
—¡Oye! —atrapó su brazo antes que pudiera alejarse—, ¡pareces una niña a
quien nunca le han dado un regalo!
Se volvió a verlo, dudando. No sabía si estaba bromeando o no.
—No seas tonto —balbuceó—, eres muy bueno conmigo.
—Trato de serlo.
Gail permaneció en silencio pensando qué haría para convencerlo de su amor.
Carl trataba de complacerla, pero no actuaba con naturalidad al debatirse entre el
deber, el deseo y el amor. Los tres eran ingredientes necesarios para un buen
matrimonio, pero el que los mantenía unidos era el amor. El deseo, era suficiente por
un tiempo, pero que al final, sin contar con el afecto el amor moriría sin remedio.
Carl no la amaba y era extraño que pudiera sentir deseo sin amor.
Mary apareció anunciándoles que el desayuno estaba listo, lo cual puso fin a la
conversación.
—¿A qué hora saldremos? —indagó Gail forjándose a parecer alegre al sentarse
a desayunar.
—A las doce y media —murmuró distraído, tornando el diario para leerlo.
Ruth les dio la bienvenida frunciendo el ceño.
—Cinco minutos más —exclamó—, ¡y la comida se habría arruinado!
—Yo tengo la culpa —se excusó Carl con una sonrisa, besando a Ruth—, hice
esperar a Gail.
Era cierto, ¡pero Ruth no debió molestarse! Asiendo el brazo de Carl, sonrió.
—Déjame mostrarte la casa. Ahora que nos vamos, es hora de que la conozcas.
La comida no estaba servida y Ruth sonreía como nunca la había visto Gail.
Indignada, enfrentó la mirada divertida de Donald.
—¿Sabes qué está tramando Ruth?
—No te enfades, Gail. Siente curiosidad por tu marido y sospecho que sólo trata
de aclarar algunas dudas, no le hace daño a nadie.
Gail tembló, sabía que desde el principio de su matrimonio Ruth sintió
curiosidad, pero no quería satisfacerla. No le molestaba que Ruth se interesara en sus
problemas, después de todo era su hermana, pero jamás le confesaría que Carl no la
amaba. Ruth era extrovertida cuando lo consideraba necesario y Gail podía imaginar
su comentario cuando supiera la verdad. Por eso estaba preocupada, Carl no le diría
una palabra, pero Ruth era muy astuta.
Viendo que Gail se mordía el labio, Donald la condujo a la cocina.
—Siempre comemos algo frío los domingos, así que la sopa es lo único que está
en peligro de arruinarse, ¿vamos a evitarlo?
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Gail bajó los ojos y frunció la frente con preocupación. Tenía que ser cautelosa,
si mostraba mucho interés él comenzaría a sospechar de inmediato. Más si se lo
pedía sin entusiasmo, supondría que no le importaba y no la dejaría ir.
—Creó que alguien debe estar allí para ver correr a nuestro caballo.
—Será suficiente la presencia de Dick y Frank, es sólo una carrera —replicó
Carl.
—Me gustaría ir —insistió Gail.
—Y ese es el problema, ¿no es así? —preguntó cortante—. Te gusta la emoción
de una gran competencia. Ver correr a Kerry es secundario.
Gail permaneció en silencio. Era mejor que pensara así si quería obtener su
consentimiento.
—Sólo será por un día.
Debió ser muy clara porque, para su sorpresa, Carl no estaba enfadado, se
limitó a permanecer sentado y a contemplarla pensativo.
—Tendrás que ir con Dick y muchas personas preguntarán por mí, eso podría
ser embarazoso.
Carl fruncía el ceño, como si de pronto no le gustara la idea de dejarla sola y
desprotegida, expuesta a los cínicos comentarios de sus amistades y Gail se
conmovió.
—Estaré bien —aseguró—, permaneceré junto a Dick y los muchachos y es
posible que nadie note mi presencia. De cualquier manera conozco muy bien el
hipódromo y no me perderé.
—¡Es mejor que eso no ocurra! —exclamó Carl amenazante y la hizo pensar que
se preocupaba por ella, aunque sabía que no era así.
Fue a Ascot con Dick Noble y Frank. Durante el trayecto charlaron de caballos,
pero por primera vez Gail se conformó con escuchar para poder pensar en sus
problemas. El camino estaba muy transitado, pero Dick logró llegar a tiempo a Ascot.
Frank tenía dudas sobre el clima.
—Si no deja de llover, los caballos resbalarán hasta la meta —bromeó
volviéndose a Gil para ver si entendió la broma.
Gail asintió con cortesía mientras Dick se concentraba en estacionar el coche,
frunciendo el ceño.
Para Gail la competencia ya no tenía importancia, pensaba que todo estarían
cautivados por la magia de una competencia tan importante. Tan sólo el inolvidable
espectáculo de la llegada de la familia real era digno de verse. Podía admirar el
fastuoso vestuario de todas las damas acompañadas por caballeros ataviados con
trajes adecuados para la ocasión, todo eso hacía que este acontecimiento anual fuera
muy emocionante. Gail adoraba las multitudes, el ruido, los gritos de aliento durante
la carrera y el estruendo de los aplausos al final de ésta.
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Gail se alejó dejando a Lady Purdie más tranquila. Gail prosiguió su camino
pensando que la mujer mayor aprobaba su matrimonio pues no dispensaba sus
favores con facilidad. Cuando su sobrina se casó con un granjero, no les regaló nada.
Al ver que encontraba a muchas amistades, Gail se alegró de que Carl insistiera
en que se pusiera un vestido. Comenzó a impacientarse cuando no lograba encontrar
a Petula y cuando la vio, la chica se dirigía al Palco Real. Iba acompañada por dos
parejas y un hombre alto y apuesto, quien Gail supuso que era su esposo. Los estudió
con atención cuando se detuvieron á charlar con un grupo de amigos.
Como siempre, Petula era el centro de atracción, pero cuando no sonreía a los
fotógrafos, su expresión era de descontento. El caballero a su lado tampoco parecía
muy feliz, casi actuaban como extraños.
De pronto Gail se dio cuenta de que cometió un error al ir a Ascot y se
avergonzó de sí misma. ¿Qué pretendía lograr? ¿Qué podía demostrar? Era común
que las parejas discutieran y éste podría ser un desacuerdo temporal.
Desconsolada, estaba a punto de regresar con Dick cuando se enfrentó con la
mirada de Petula. Vio que la mujer abría los ojos sorprendida, luego los entrecerró y
cuando se dirigía hacia ella, Gail se alejó corriendo hacia donde estaban sus
acompañantes.
Cuando llegó jadeante a los establos se encontró con que los hombres de Deanly
ya se habían ido. Podían estar en la pasarela del desfile. Se dirigía hacia allí cuado se
topó con Petula.
—¿Por qué no esperaste cuando te llamé? ¡Debiste saber que quería hablar
contigo! —le reprochó la mujer.
No se molestó en saludarla, se limitó a agredirla.
—No tenía idea —murmuró Gail insegura, pero en seguida, con un poco de
valor, indagó—. ¿Por qué querías hablar conmigo?
—¡Quizá para felicitarte por ser tan lista al atrapar a Carl en medio de su
confusión! —replicó Petula, cortante.
Gail se puso rígida, Petula creyó que podía hablarle con claridad, ¡pero ella no
tenía que soportar sus insultos!
—Sugiero que primero te informes de los hechos —replicó Gail, respirando
profundamente para tratar de calmarse—. Carl no es la clase de hombre que hace
algo que no quiera y somos muy felices.
—Quieres decir que tú eres feliz.
Gail recordaba que Petula no era una chica agradable, así que no le sorprendió
la maldad de sus palabras. Tampoco le asombraba verla furiosa porque Carl se había
casado con otra, ya que le gustaba pensar que un hombre era de su propiedad aun
cuando ya hubiera perdido el interés en él.
—También Carl es muy feliz —reiteró con decisión y palideció ante la mirada
de odio que le dirigió Petula.
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Margaret Pargeter —Otra mujer (Juego de pasiones)
Capítulo 9
—No te creo —dijo Petula, cortante.
—No me importa que lo creas —replicó Gail desafiante.
—Puede importarte saber que voy a divorciarme —informó Petula furiosa—, y
no finjas estar sorprendida. Grace, la prima de Carl, te lo comentó.
—Ella… mencionó algo —balbuceó Gail en un murmullo.
—¿Se lo dijiste a Carl ? Creo que estará interesado.
—No, no lo hice —Gail se indignó—. Es probable que no sea tu único divorcio,
así que, ¿por qué debe interesarle?
—¿Por qué? —rugió Petula al oír, herida en su enorme vanidad—. ¡En cualquier
momento estaré libre y pronto verás si está interesado o no! Cuando, haga esto —
chasqueó los dedos ante el rostro de Gail—, te dejará antes de que puedas contar lo
que pasó.
—¡No, no lo hará! —sollozó Gail, pidiendo al cielo que no sucediera tal cosa.
—Es mejor que te asegures de que esta vez reciba el mensaje —espetó Petula—,
de otro modo no me gustaría estar en tu lugar.
—¡Díselo tú misma! —replicó Gail entre dientes.
—Ya lo habría hecho si él estuviera aquí. Desde luego, no me sorprende su
ausencia, pues aún recuerdo lo del año pasado.
—Eso no significa nada. Se casó conmigo, lo cual quiere decir que te olvidó —
contestó, desesperada.
—¿Por cuánto tiempo? —insistió Petula, con los ojos brillantes de triunfo.
El anuncio de un altavoz le relajó los endurecidos miembros y con rapidez se
alejó de Petula, dejándola con la palabra en la boca y sin despedirse.
—¡No olvides que te lo advertí! —le gritó Petula amenazante, pero Gail no dio
señales de haberla oído.
Cuando llegó a Deanly, Carl no estaba. Él regresó una hora más tarde y cuando
entró en la casa le dijo que se había entretenido en Lambourn. Por primera vez Gail
estaba feliz por su falta de interés, le hubiera gustado que no le preguntara por Ascot,
así habría tenido una excusa para no mencionar que vio a Petula. Le contó de su
encuentro con los Purdie y de cómo corrió su caballo, haciendo énfasis en esto
porque se sentía muy inquieta.
Pensando que arruinaría su matrimonio con la mentira, subió a su habitación a
tomar una ducha antes de acostarse y Carl fue al estudio. No le sorprendió que no la
siguiera. Si acaso dormía esa noche, no hablaría ella. Deprimida Gail se puso a llorar,
era obvio que Carl adivinó que Petula estaba en el país, así que no podía acostarse
con la mujer que, desafortunadamente, era su esposa.
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Margaret Pargeter —Otra mujer (Juego de pasiones)
Al día siguiente, fue a ayudar a Ruth y Gail se sintió consolada cuando Ruth
aseguró, al despedirse, que sí no hubiera sido por su ayuda, ella y Donald hubieran
podido mudarse hasta el día siguiente.
Cuando regresó a Deanly, Carl salía del estudio.
—Estaba hablando por teléfono con tu amiga, Ann Morris —informó—, me
contó algo de una competencia de salto en Headlands, la semana próxima. Parece
que ha estado tratando de comunicarse con nosotros.
—¿Le explicaste que he estado ocupada?
—Lo intenté —encogió los hombros—, le hablé de la mudanza de tu hermana y
todo eso, pero parece pensar que no hay excusa por olvidar algo que se lleva a cabo
cada año.
La incertidumbre se reflejó en el rostro de Gail, en estos últimos días no se había
sentido muy bien, no tenía su acostumbrada energía y se cansaba con facilidad.
—¿Vas a ayudar? —preguntó inquieta—, siempre lo haces.
—De vez en cuando he ayudado —la corrigió.
—¿Y asistirás? —indagó insegura.
—¿Qué pasa Gail? Primero Ascot, ahora la maldita competencia ¿Tienes miedo
de perderme de vista?
Horrorizada se volvió a mirarlo, los botones de su camisa estaban
desabrochados y podía ver el vello del pecho y los fuertes músculos. Su masculina
virilidad parecía envolverla, el tono de su voz la hizo temblar pues nunca lo había
usado con ella.
—¿Por qué debo tener miedo de perderte de vista? —murmuró.
—No lo sé —de pronto pareció calmarse—, quizá todavía te preocupas por mí.
—¿Preocuparme por ti?
—Por mi pierna. Ya está mejor, así que no debes inquietarte.
—No me preocupa tu pierna —afirmó tensa—. Tú no inspiras compasión. En
cuanto a no querer alejarme de ti —persistió cuando era obvio que él había
terminado con el tema—, ¿no estarás molesto porque supuse que irías a Ascot y a la
competencia de Headlands, que son eventos a los que siempre asistes?
—¡No siempre lo hago!
¡Interpretaba mal sus palabras porque estaba enfadado!
—¡Dejaste de asistir a ciertos lugares porque tienes miedo! —exclamó.
—¿Miedo?
Los ojos de Gail lo desafiaron, si quería provocarla lo había logrado. Entonces
lamentó haber sido tan impulsiva.
—Carl —suplicó de pronto—, no discutamos.
—¿Por qué tengo miedo de asistir a ciertos lugares? —indagó amenazante.
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además necesitaba una excusa para ir al doctor sin que Carl sospechara y por ahora
no tenía excusa.
Ya que se sentía mal y sospechaba la causa, sólo accedió a participar en una
competencia sencilla de unos cuantos obstáculos, pero no podía concentrarse en lo
que hacía y fue por ese motivo que su caballo resbaló y cayó en el último salto. Gail
estaba muy sorprendida y disgustada al encontrarse en el suelo, porque pudo
terminar la competencia sin dificultad.
—No me preguntes cómo sucedió —gruñó sonriendo cuando Ann y Chris se
apresuraron a ayudarla—, ¡supongo que lo merezco por haberme confiado!
—No importa —repuso Chris, muy preocupado para compartir su broma—.
¿Estás bien? Tienes un golpe en la cabeza, querida.
—No es nada —sujetó su brazo que la ayudara a levantarse de; suelo y luego se
sintió mareada.
—Necesitas un doctor —informó Ann estudiando el pálido rostro de Gail.
—¡No! —protestó ella—, en un momento estaré bien.
—¿En dónde diablos está Carl? —escuchó que murmuraba Chris a su esposa
cuando ella inclinó rápido la cabeza para evitar desmayarse.
Sintió, más que vio el imperceptible movimiento de la cabeza de Ann y repitió:
—Estoy bien —no era cierto, se sentía muy mal y pensó que se le notaba.
—Creo que debemos llamar a un médico —insistió Ann.
—¡No! —casi gritó Gail, histérica— no pueden llamar a un médico sólo por una
pequeña caída.
—Hagamos un trato —sugirió Ann con suavidad mirando de reojo a su
preocupado marido—, te llevaré a la clínica. Como es sábado no habrá cirujanos,
pero siempre está algún médico residente.
Gail se dio cuenta de que era una buena idea, al menos tenía una buena excusa
para confirmar sus sospechas, sin que nadie se enterara.
En poco tiempo llegaron a la clínica y el que atendió a Gail le era conocido
porque solía acudir a él cuando ocurrían pequeños accidentes en los establos. Gail,
quien gozaba de una salud excelente, casi nunca consultaba un médico, pero el
doctor Harding fue muy amable cuando murió su padre.
Después de asegurarle que el golpe en la cabeza no le traería consecuencias
posteriores, le preguntó qué otros malestares tenía.
Cuando Gail se sonrojó y comenzó a confesarle otros síntomas que no tenían
relación con la caída, él asintió y confirmó que estaba embarazada. Le aconsejó que
descansara el fin de semana y que no volviera a cabalgar hasta que estuviera segura
de que se había recuperado del accidente de esa tarde.
—Es sólo una precaución, Gail —sonrió—, pero en este momento no conviene
correr riesgos. Estoy seguro de que tu esposo estará feliz.
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Cuando abandonó la clínica, Gail pensó con tristeza que eso era lo último que
sentiría Carl y trató de sonreír cuando fue al encuentro de su amiga.
—¿Qué te dijo? —preguntó ansiosa.
—No mucho —contestó Gail ligera—, no tengo ninguna lesión. Me dio unas
pastillas para el dolor de cabeza y dijo que descansara el fin de semana.
—¿Y lo demás? —indagó Ann mientras regresaban hacia Deanly.
—¿A qué te refieres?… —balbuceó Gail entrelazando las manos. ¡Oh dios!, ¿era
tan obvio?
—Tú… sabes —respondió Ann con reverencia.
—Yo… ¿cómo lo adivinaste?
—Instinto femenino —murmuró Ann y luego preguntó al ver la intranquilidad
de Gail— ¿Carl no está, enterado?
—¿Carl? ¡Oh, no… no! —Gail palideció—. ¡No se lo digas, por favor! Quiero
decir… —se corrigió confundida—, prométeme que no le dirás nada hasta que yo lo
haga.
—Te la prometo —repuso Ann, sorprendida—, no soy tonta. No lo mencionaré
a nadie, ni siquiera a Chris, puedes confiar en mí.
Dejó a Gail en Deanly después de hacer arreglos para regresar el caballo.
—Estoy segura de que Frank o alguno de tus muchachos se harán cargo del
caballo, pero si no es así, Chris y yo lo traeremos y veremos que lo pongan en su
corral. No te molestaremos, pero mañana te llamaré por teléfono para saber cómo
sigues. ¿Carl regresará para entonces?
Mary la recibió en la puerta, Frank le había comentado el incidente y estaba
preocupada.
—¡Oh, Dios mío, Gail! —ante la insistencia de Gail, la llamaba por su nombre a
menos que hubiera alguien presente—. ¡Qué susto me has dado, niña! Le dije a Frank
que el señor Elliot lo mataría cuando regresara, si permitía que algo te sucediera.
—Frank no tuvo la culpa, Mary y sólo fue un pequeño descuido.
—¡Un pequeño descuido! —rugió—. Debió de estar más pendiente de ti, ¿ya
viste el doctor?
Cuando Gail asintió, Mary procedió a conducirla al interior de la casa, al tiempo
que la interrogaba sobre lo que dijo el médico.
—Me aconsejó que descansara el fin de semana, pero estoy muy bien —informó
suspirando. Se dirigía hacia la cocina para descansar pero Mary insistió en que fuera
a acostarse.
—¿Quieres que mande a buscar al señor Elliot? —indagó Mary observándola
dudosa al ver la palidez del rostro de Gail.
—¡Oh, no! —el pánico coloreó sus mejillas—, no deben molestarlo, tiene
negocios importantes que atender.
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—¿Qué puede ser más importante que su esposa? —inquirió Mary frunciendo
el ceño al ver su reacción.
Casi todo, pensó Gail con amargura.
—Creo que iré a la cama, me siento extraña —cambió el tema.
Cuando subió a su habitación, vomitó. Mary no dijo nada, esperó a que se
sintiera mejor y la ayudó a lavarse y a ponerse el pijama; la arropó con cuidado antes
de bajar a prepararle una taza de té.
—No te muevas hasta que regrese —ordenó con firmeza.
¡Querida Mary! Gail ahogó un sollozo. Siempre la había tratado con cariño. Gail
extrañó su maternal presencia cuando la mujer se fue de Deanly y ahora cada día se
alegraba más de tenerla con ella.
Mary la acompañó mientras tomaba el té, contemplándola.
—Eso ayuda mucho —comentó, misteriosa.
Gail no le pidió que fuera más específica porque estaba muy ocupada pensando
en Carl.
—Él regresará mañana —murmuró casi para sí misma.
—¿El señor Carl? ¡Espero que sí! —dijo Mary con acritud—, debería estar ahora
mismo contigo.
—Algunas veces tiene que ausentarse —explicó Gail adivinando una velada
crítica en las palabras de Mary.
—Lo siento, mi niña, tienes razón —se disculpó.
—Lo extraño tanto, Mary —confesó de pronto, llorosa.
—Lo sé, querida —repuso Mary conmovida—, sé cuánto piensas en él.
—Lo amo —afirmó Gail, sin más.
—Es un hombre afortunado. Sabes una cosa, querida, cuando no se casó con la
otra, le di gracias a Dios. Sé que me fui cuando no debía, pero mis nervios se
alteraron mucho al tratar de convencerlo de que había sido afortunado al no casarse
con esa mujer. Desde luego, él se resintió al verse abandonado y le costó mucho
trabajo aceptarlo, pero yo necesitaba un descanso, aunque siempre supe que volvería
a Deanly. Y cuando me enteré que se había casado contigo, estaba tan contenta que
me moría por regresar. Sólo espero que sepa apreciar lo afortunado que es.
De cierta manera, cuando comenzó a sentirse mejor, Gail estaba al mismo
tiempo tranquila y preocupada porque Carl no se encontraba en casa ese fin de
semana, su ausencia le daba la oportunidad de decir si le confesaría lo del bebé.
Últimamente Carl estaba muy inquieto y le horrorizaba pensar que pudiera creer que
se había embarazado con el fin de retenerlo en un matrimonio que él no deseaba.
Gail suspiró, aunque tratara de evitarlo, la verdad era que Carl resentía estar
casado con ella y con el bebé en camino se sentiría atrapado. ¡No a todos los hombres
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les entusiasmaba tener un hijo! Si Carl decidía terminar con el matrimonio, sería
mejor que no supiera nada acerca de su embarazo.
Sin embargo, ¿no habría otra manera de ver las cosas? Su matrimonio no había
sido un completo fracaso, físicamente eran compatibles y aunque a veces se
avergonzaba de su sexualidad, sabía que Carl disfrutaba con su apasionada
respuesta. Además compartían una íntima afinidad en otras cosas, como el amor por
Deanly, los caballos y el campo. Cuando Gail pensó en el niño que llevaba en sus
entrañas, quizá una pequeña réplica de Carl, su corazón se llenó de alegría.
Optimista, pensó que si ella se sentía así, era casi seguro que Carl compartiera sus
sentimientos.
Carl no regresó el domingo como Gail había esperado y ni siquiera llamó por
teléfono. El lunes, temiendo que enloquecería si se quedaba en casa, se fue con Dick
Noble en el Land Rover para ver a los caballos en su entrenamiento de la tarde y por
un tiempo, Gail pudo olvidar sus preocupaciones mientras compartía su entusiasmo
con Dick.
Eran las cuatro de la tarde cuando regresó a la casa y descubrió el coche de Carl
estacionado en el camino. No vio a Mary y tampoco a su marido y supuso que
estarían arriba. Olvidando la discusión previa a su separación, corrió a buscarlo.
Se detuvo ante la puerta de su habitación para recuperar el aliento antes de
abrirla y cuando lo hizo, quedó enmudecida. Carl estaba de pie frente a las maletas
que usaba cuando salía de viaje al extranjero y estaba guardando sus pertenencias.
Tenía el cabello húmedo por la ducha que acababa de tomar y anudaba su corbata.
Gail comenzó a temblar, tratando de adivinar adonde iría y empezó a sentirse
invadida por el temor.
Trató de calmarse, Gail no había visto lo que puso en su coche antes de irse a
Londres y quizá esas maletas eran las que llevó consigo en su viaje.
—Hola —saludó nerviosa e insegura.
Como Carl no contestó de inmediato se sintió desalentada y comenzaron a
derrumbarse todas sus esperanzas para el futuro. Tuvo la certeza de que era el final y
comprendió que sería inútil protestar, la expresión del rostro de Carl era la de un
hombre decidido y horrorizada, adivinó que él estaba a punto de decirle cosas que
no le agradarían.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ronca cuando él no habló.
—Es obvio —su mirada sarcástica cayó sobre las maletas frente a él—, me voy.
No hubo nada que suavizara el golpe que él sabía que la lastimaría.
—¿Irte? —balbuceó, muy pálida.
—¡Espero que no sigas repitiendo lo que digo como si fueras una escolar! —
exclamó cortante.
—¿Volverás a ausentarte algunos días?
—No —replicó—, me voy para siempre. Quiero decir que me iré de tu vida
para siempre. Algún día regresaré a vivir aquí, pero no será contigo.
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—Te agradeceré que lo hagas tan pronto como sea posible —informó—. Petula
quiere que todo esté listo antes que regresemos.
Gail trató de imaginar los cambios que haría Petula en Deanly. Ella había hecho
algunos cambios y también compró unos muebles, pero ahora sólo podía pensar en
que su matrimonio se estaba desmoronando y no podía evitarlo. Quizá impediría
que Carl la abandonara confesándole su embarazo, pero si lo hacía, podría llegar a
odiar al hijo. Y si no se enteraba, al menos no podría recriminárselo jamás.
—Comprendo —aceptó tensa, tratando de aparentar frialdad.
—Por supuesto, te daré una pensión —continuó—, veré que no te mueras de
hambre.
Pensando en el bebé, Gail negó con la cabeza. Si recibía algo de él, quizá lo viera
en ocasiones y eso podría ser peligroso. Además prefería ser libre.
—No voy a aceptarlo. Puedo trabajar.
—Mi abogado se encargará de todo —afirmó Carl ignorando su comentario.
—¡Me alegro de que puedas pagarle a alguien para que se encargue de los
asuntos tediosos! —replicó Gail con sarcasmo.
—Le pagaré lo necesario —informó arrogante sin hacer caso de su tono—,
comprendo tu amargura, Gail, pero antes de casarnos te advertí que era posible que
nuestro matrimonio no fuera duradero. Es algo que no aclaramos bien.
Gail no pudo negarlo; aceptó un matrimonio de conveniencia por el bien de
Carl y Deanly y supo que no duraría. Pero no pensó que llegaría a amarlo tanto como
lo amaba y tampoco consideró las posibles repercusiones.
—Lo siento —murmuró desconsolada—, tienes razón y si quieres el divorcio,
no lo pienso impedir. Aunque, ¿no olvidarás a Mary?, ha sido muy buena.
—Ella puede hacerse cargo hasta que yo… hasta que regresemos. Le haré llegar
las instrucciones.
De súbito, Carl volvió a enfadarse al contemplar el pálido rostro de Gail, su
mirada endureció y se apresuró a recoger sus pertenencias.
—Es inútil prolongar esto, Gail —dijo ceñudo—, puede ser más doloroso —se
dirigió hacia la puerta e hizo una pausa—. Si no volvemos a vernos, espero que
pronto me olvides. Y… buena suerte.
—Adiós —susurró Gail cuando su voz se apagó en el silencio y oyó sus pasos
en la escalera. Entonces escuchó el ruido de la puerta al cerrarse y comprendió que
había llegado el fin. ¡Carl se marchaba para siempre!
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Capítulo 10
Gail no supo cuánto tiempo estuvo llorando en la cama, pero más tarde se
sobrepuso y tomó una ducha. Mary no debía enterarse de la tristeza que la embarga,
aunque suponía que lo adivinaría cuando anunciara que se iba de Deanly.
Sabía que tenía que enfrentar el futuro, pero su futuro sin Carl le parecía tan
vacío que se negó a pensar en él. De súbito recordó al bebé y su alegría fue inmensa.
Por lo menos tendría algo de Carl y estaba decidida a que nadie le quitara a su hijo.
A pesar de su optimismo, la asaltó una ola de terror. ¿Qué haría? ¿Cómo iba a
comenzar de nuevo? En pocos meses había llegado a depender por completo de Carl.
Por el momento, lo más importante era no darse por vencida. Tenía que
encontrar a Mary y explicarle la situación en pocas palabras y hacerlo con calma
representaría un esfuerzo muy grande.
Mary estaba en la cocina lavando repollos en el fregadero. Al oír que Gail
entraba detrás de ella, le habló sobre el hombro.
—Fui a Lambourn porque necesitábamos algunas cosas, pero creo que viste la
nota que te dejé.
—No —negó Gail al tiempo que veía el mensaje en la mesa—, no vine a la
cocina y me pregunté dónde estarías.
—Oh, querida —Mary secó sus manos—, estaba segura de que verías mi nota.
—Carl estuvo aquí —dijo intranquila, como explicación.
Algo en el tono de su voz hizo que Mary se volviera a mirarla. Gail se había
maquillado, pero no fue suficiente para ocultar que estuvo llorando.
—¡Cielo santo! —exclamó Mary preocupada—, ¿qué demonios ha pasado?
Dijiste que Carl estuvo aquí… ¿en dónde está ahora?
—Se fue de nuevo —el rostro de Gail se puso aún más pálido—, no regresará.
—¡Por Dios! —murmuró Mary—, ¿quieres decir que…?
Como Mary la contemplaba sin atreverse a decir lo que estaba pensando, Gail
suspiró. Era mejor terminar lo antes posible.
Le era muy difícil hablar sin romper a llorar, pero logró exponer el problema
con calma.
—Carl y yo vamos a divorciarnos, Mary. Petula Hogan… quiero decir, Oscar…
consiguió divorciarse de ella y Carl quiere casarse con Petula. Él desea traería a
Deanly. Por supuesto que yo me iré, pero quiero que tú te encargues de Deanly hasta
que él regrese. Su abogado se comunicará conmigo, creo que su número telefónico
está en el estudio.
Mary se dejó caer en una silla, tratando de entender lo que Gail le explicaba.
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—¡Oh, el muy tonto! —exclamó indignada y sin medir sus palabras—. ¡Si tan
sólo yo lo hubiera visto!
—Habría sido inútil, Mary —repuso Gail ronca.
—Quizá lo hubiera disuadido —murmuró la mujer mayor.
—Él ama a Petula. Siempre la ha amado y ahora que ella está libre, no puedo
entorpecerles el camino.
—¡No debiste permitir que se fuera! —Mary la contemplaba como diciéndole
que pudo hacer algo al respecto, pero se contuvo—, Petula le hará la vida
imposible… —comenzó a sollozar y añadió—. Quizá se lo merezca por abandonarte,
¡en especial en tu estado! ¿No le hablaste del accidente… y todo lo demás?
—Le conté lo del accidente —aclaró Gail.
—¿Algo más?
—¡No! —Gail se volvió desafiante a Mary—, ¿qué más podía decirle?
—Yo no me quedaré aquí cuando ellos regresen. ¡Nunca trabajaría para esa
mujer, aun suponiendo que ella me acepte! La odio y el sentimiento es mutuo. La
conocía muy bien cuando perseguía al señor Elliot. ¿Irás a vivir con tu hermana?
Gail frunció el ceño. No había pensado en lo que haría. Ruth y Donald la
aceptarían, pero no podría quedarse con ellos para siempre. Cuando su padre murió
Ruth y Donald le hicieron ese ofrecimiento y ahora también lo harían, por distintas
razones, pero sería doloroso verlos tan felices y recordar sin cesar su felicidad
perdida.
—Podría vivir con Ruth y Donald, pero sólo si es conveniente y hasta que
encuentre otro lugar donde vivir sola.
—¿No sería mejor que te quedaras con ellos hasta después?… bueno, sabes a
qué me refiero —balbuceó Mary—. En esta época las chicas son muy independientes,
pero aunque encuentres dónde vivir sola, necesitarás a alguien contigo cuando llegue
el momento, ¿no es así?
De pronto Gail comenzó a llorar sin poder contenerse.
—¡Oh, Mary! —sollozó, dejándose caer en una silla y ocultando su rostro en las
manos. Mary la dejó llorar para que se desahogara, acariciando sus hombros.
Gail supo que Mary había adivinado lo del nene y de pronto no le importó.
Después de unos minutos, el ama de llaves le preparó un té mezclado con
brandy.
—Sé buena y tómalo —ofreció preocupada al ver su palidez—, ahora debes
cuidarte.
—Oh, Mary —Gail tomó la taza con dedos temblorosos—, ¡desearía estar
muerta! No tengo motivos para vivir.
En el ansioso rostro de Mary se reflejó la preocupación que sentía por Gail al
escucharla hablar de ese modo.
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fue muy evasiva, le dijo que sabía que el señor Elliot estaba pensando en transferir
sus negocios a otra parte y que no le podían dar informes.
—¡No lo comprendo! —se quejó Gail con Ruth cuando el desconsuelo la forzó a
hablar con su hermana—. ¿Cómo puedo averiguar lo que pasa si no sé a quién
dirigirme?
Ruth la contempló con atención. Donald y ella acababan de regresar de Londres
y la encontraron cansada y tensa.
—Si estuviera en tu lugar olvidaría eso —aconsejó—. Espero que pronto recibas
noticias, pero si no es así, en unos meses podrás tratar de averiguar algo. Para
entonces te sentirás mejor —añadió con suavidad.
—¡Ya estoy bien! —replicó Gail agitada.
—No estoy de acuerdo —repuso Ruth tranquila al tiempo que tomaba el té que
Gail había preparada—, crees que no nos damos cuenta de lo delgada que estás, de
tu aspecto cada mañana, como si hubieras llorado toda la noche. Yo estoy dedicada a
Donald —continuó, frunciendo el ceño—, pero no tengo tu capacidad para el
sufrimiento. Cuando te veo, le doy gracias a Dios porque no soy tan sensible como
tú.
—No puedo evitarlo —explicó Gail sollozando.
—¿Ya no amas a Carl? —preguntó Ruth incrédula.
—¿Cómo puedo dejar de amarlo? —gimió Gail desconsolada—. Siempre será
parte de mí.
—¡Eso es lo que no puedo entender! —exclamó Ruth furiosa mientras Gail la
contemplaba con sorpresa—. Ya sé que lo amabas, pero cuando él te abandonó
podría jurar que no le eras indiferente.
Algunas veces descubrí una cierta expresión en sus ojos cuando te miraba.
—¿Qué… clase de expresión? —indagó Gail, nerviosa.
—Creo —replicó Ruth pensando que debía hablar con franqueza—, que él te
deseaba, no cabe la menor duda. Vi deseo, necesidad, ¡llámalo como quieras! Pero
estoy dispuesta a apostar cualquier cosa a que también había amor en esa expresión.
—¡Debió ser tu imaginación! —sollozó, palideciendo.
—Es posible —aceptó Ruth como si estuviera arrepentida de haber hablado—,
lo siento.
—Tengo que olvidarlo.
—Te aconsejo que lo hagas —sugirió Ruth firme—, no vale la pena que sufras
por él. De todos modos, ¡él no tendrá la oportunidad de lastimarte de nuevo!
—Él no desea otra oportunidad. Ahora está con Petula y quizá ya olvidó que
existo.
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—Esperemos que así sea, mientras tanto, sugiero que ya no te preocupes y que
dejes a él los trámites del divorcio, ¡estoy segura de que pronto se comunicará
contigo!
La noche siguiente, cuando Ruth y Donald salieron a cenar con unos amigos,
Gail se sentó a pensar en el futuro. Aunque la consolaba saber que Ruth y Donald la
amaban, no creía que fuera conveniente que se quedara con ellos para siempre. Pero,
¿qué podía hacer? Era imposible que regresara a trabajar con caballos, porque no
quería encontrarse con Carl.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y no intentó detenerlas hasta que oyó
que tocaban el timbre de la puerta.
—¡Oh, cielos! —exclamó con voz alta pensando que era uno de los
parroquianos de Donald que podía darse cuenta de su estado de ánimo. Trató de
secarse las lágrimas, esperando que el intruso se marchara enseguida.
Desafortunadamente, el timbre siguió sonando y no tuvo más remedio que ir a abrir
la puerta.
—Hola —saludó, cuando de pronto sus ojos se abrieron espantados y antes que
pudiera cerrar la puerta al ver el rostro del hombre, su vista se oscureció y cayó
desmayada a sus pies.
Cuando volvió en sí, estaba acostada en el sofá de la sala y Carl se inclinaba
sobre ella… un Carl que no podía reconocer. Cerrando los ojos, lanzó un gemido y
cuando volvió a abrirlos vio que no era una alucinación.
Mientras lo contemplaba pensó en las posibles implicaciones de su visita y lo
miró horrorizada. ¿Venía a decirle algo sobre el divorcio o a recriminarle lo del
aborto? Debía ser algo espantoso porque Carl parecía estar muy alterado. Como él no
hablaba, Gail se limitó a estudiar sus ojeras, la palidez del rostro, la sombría mirada y
el doloroso gesto de sus labios. Gail no recordaba haberlo visto en ese estado, ni aun
cuando Petula lo abandonó.
—Lo siento —murmuró Gail forzándose a hablar antes que él la estrangulara.
Había visto que entrelazaba las manos y esperaba que de un momento a otro rodeara
su cuello—. ¿Viniste por lo del nene? Sé que debí decirte la verdad, pero pensé que
no te importaría saberlo.
Gail fue presa del terror cuando Carl se limitó a negar con la cabeza.
Trastornada, se volvió de nuevo a enfrentar su mirada y para su sorpresa, vio que los
ojos de Carl estaban húmedos por las lágrimas.
—¡Carl! —gimió, porque durante tantos años nunca lo había visto llorar.
Como para confirmar que estaba en lo cierto, Carl se pasó la mano sobre el
rostro.
—¡Gail! —exclamó ronco e hizo una pausa sacudiendo la cabeza—. No tiene
caso —confesó con tristeza—. ¿Hay algo de beber en esta casa, Gail? Sin algo que me
ayude no podré comenzar y parece que tú también necesitas una copa.
Asintió señalando un pequeño mueble donde Donald guardaba las bebidas.
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Margaret Pargeter —Otra mujer (Juego de pasiones)
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jamás deseé seducirla y creí que estaba dispuesto a esperar. Ella es hermosa, pero
durar si me hubiera casado con Petula, mi vida habría sido un infierno, aunque era lo
que merecía.
Gail lo contemplaba confundida tratando de ordenar sus pensamientos.
—Si lo que dices es verdad —murmuró trémula—, ¿por qué tardaste tanto en
venir a verme? ¡Han pasado casi tres meses!
—Tampoco me es fácil explicar eso —contestó triste—, nunca me he
considerado un cobarde, pero temía enfrentarme contigo después de todo lo que te
he lastimado.
—No todo fue culpa tuya —ya le había dicho esto en otra ocasión y siempre lo
creería así—, pudiste darme la oportunidad de demostrarte mi amor.
—No era tan sencillo —murmuró Carl angustiado.
—¿Dices que no supiste del accidente hasta que regresaste a casa? —volvió a
preguntar, inquieta.
—Así es —afirmó—, no sabía nada. Mary había llamado a mi abogado para
preguntarle si él podría localizarme porque tú estabas muy enferma, pero como no
abandoné el aeropuerto en Nueva York y regresé de inmediato a Londres, mi
abogado no pudo encontrarme. Imaginé que tardarías algunos días en salir de casa e
iba a suplicarte que me perdonaras. Por supuesto, Mary creyó que había recibido su
mensaje y cuando pregunté en dónde estabas pensó que estaba loco. Cuando supe lo
que había sucedido… ¡Dios! —rugió—. ¡Nunca me sentí tan mal!
—¿Qué… qué hiciste después? —indagó insegura.
—Llamé a Ruth —contestó—, ella estuvo hablando con Mary por teléfono, pero
Mary estaba tan preocupada que olvidó preguntarle en dónde estabas. Sólo pudo
recordar que te encontrabas en un hospital en la costa sur.
—¿Llamaste a Ruth? Ella nunca me dijo…
—Ruth me informó que estabas muy delicada y que habías perdido al nene.
También me dijo que no querías verme y me ordenó que no tratara de buscarte.
—¿Ruth te… pidió eso?
—No debes juzgarla con dureza. Ruth sólo pensaba en ti.
—Tú… ¿de verdad creíste que no quería volver a verte?
—Era lógico pensar que me odiabas —confesó—, nunca te di motivos para que
sintieras otra cosa por mí.
—¿No pensaste en ir al hospital y confirmarlo por ti mismo?
—Fui al hospital —dijo ronco secándose el sudor de la frente—, hablé con los
médicos que te atendieron. Ellos no me prohibieron verte, pero no podía soportar la
idea de enfrentar el odio y la decepción que sin duda sentías. Mientras no te dieron
de alta, estuve vagando por todo el hospital.
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—Te amo y te deseo —susurró ronco—, siempre has sido tú. Me invadiste y
atormentaste, hiciste que surgiera mi amor y mi pasión. En este momento siento una
sed intensa por tu amor, el mío durará toda la vida.
Cuando sus labios se encontraron, los latidos de sus corazones se aceleraron con
una locura incontrolable.
De pronto Carl la separó de sí y le pidió:
—Gail, vámonos a casa.
Gail lo miró tensa y ansiosa.
—¿A casa? ¿Quieres decir a Deanly?
Carl asintió.
—Quiero que comencemos de nuevo. ¿No deseas eso tú también?
—Oh, sí —se sonrojó asintiendo—, pero sucede que… bueno —dudó—, ¿qué
dirían Ruth y Donald? Ellos salieron y no me gustaría partir sin despedirme. Algunas
veces Ruth es impulsiva, pero lo que hace es siempre con la mejor intención y ha sido
muy buena conmigo.
—Lo sé —asintió Carl poniéndola de pie y tomándole su rostro entre las
manos—, siempre le estaré agradecido, pero te tengo buenas noticias. Después del
almuerzo, cuando encontré tu carta, llamé a Ruth por teléfono y le dije que tenía que
hablar contigo. Si tú hubieras contestado el teléfono iba a decirte que era un número
equivocado e insistiría hasta que ella contestara.
—¿Qué dijo Ruth? —preguntó Gail muy sorprendida.
—No mucho —aseguró Cari—, pensó que era una buena idea porque no
dejabas de preocuparte.
—¿Sabía lo de Petula?
—Sí, al principio le dije lo tonto que fui.
Gail se sintió indignada al pensar que Ruth le había ocultado muchas cosas y al
ver su expresión Carl sacudió la cabeza.
—También empezaremos de nuevo con Ruth, ¿quieres? —sugirió—. Cuando le
dije que debía hablar contigo, le informé que si lograba que me perdonaras, te
llevaría conmigo.
—¿Y qué dijo sobre eso?
Carl sonrió y por primera vez surgía en sus ojos un destello de buen humor.
—Me dijo que cerráramos bien la puerta al salir porque no quería regresar y
encontrar que habían robado su casa.
Más tarde Gail y Carl regresaron a Deanly en la tibia noche otoñal y estaban tan
absortos uno en el otro que no se daban cuenta de nada.
—Haremos el viaje de bodas —prometió Carl—, iremos a un lugar donde sólo
estemos tú y yo.
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expresaban en silencio su ardiente deseo. Si Gail alguna vez tuvo dudas de su amor,
en ese momento las olvidó para siempre.
—Te amo —repitió emocionada, sólo escuchaba la agitada respiración de Carl
mezclándose con sus suspiros de placer.
—Eres tan hermosa… —murmuró Carl con voz temblorosa.
Gail sintió la fuerza de su deseo, el cuerpo fuerte y masculino presionando la
suavidad del suyo. Un momento después la envolvió una ola de felicidad que borró
todos los sinsabores pasados e invadía todo su ser. Saboreó el contacto de sus manos,
moviendo sus muslos al ritmo de los de Carl y cuando se entregaron, dejó escapar un
gemido angustioso y ocultó el rostro en la perfumada suavidad de sus senos. El
deseo de Carl era tan urgente que no podía esperar y juntos escalaron la cima del
deseo que los consumió en el fuego de una pasión abrasadora.
Afuera comenzó a silbar el viento, haciendo eco a la violencia de su pasión. Gail
se sintió arder entre sus brazos y cuando al fin la condujo al éxtasis, gritó su nombre
en un espasmo de absoluta felicidad.
Más tarde, cuando pudo abrir los ojos encontró que Carl la contemplaba y sintió
la alegría de ver que la antigua mirada arrogante y segura, había vuelto a sus ojos,
también algo más que la conmovió profundamente, un destello de adoración y
ternura que nunca había presenciado cuando le hizo el amor en esa misma cama.
—Te amo —murmuró Gail con una expresión de confianza que hizo que Carl
contuviera el aliento.
—Y yo a ti —susurró él con alegría cuando por fin pudo hablar. Después volvió
a acercarla hacia sí y comenzó a besarla de nuevo con profunda pasión.
Fin
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