Kristin Gabriel - Receta para Amar

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Receta Para Amar

Kristin Gabriel

Receta Para Amar (1998)


Título Original: Bullets Over Buise (1997)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Julia 943
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Jack Brannigan y Carly Westin

Argumento:
INGREDIENTES DE LA QUÍMICA SEXUAL...
Una morena llena de vida:
La vida amorosa de la empresaria gastronómica Carly Westin no es precisamente
chisporroteante. Pero, al prestar servicio para una cena romántica, presencia un
crimen pasional. Repentinamente su sosa vida se llena de pimienta cuando el apetitoso
agente Jack Brannigan es asignado a su caso, para protegerla del asesino. Pero, ¿quién
la protegería de Jack?
Un hombre hambriento:
Jack nunca había tenido que proteger a un testigo como Carly. Testaruda, provocativa
y deliciosa, ella lo vuelve loco de deseo. Decidido a cumplir con su deber se servir y
proteger, Jack pasa a la clandestinidad en la cocina de Carly. Es entonces cuando las
cosas realmente comienzan a calentarse...
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Capítulo 1
CARLY Westin sabía que jamás volvería a mirar del mismo modo a un pastel de
crema. Sobre todo desde el caso Chester Winnifield. Todo había comenzado,
cuando la bibliotecaria Sophie Devine le había pedido que preparase a hurtadillas,
una comida de alta cocina en su casa. La pobre Sophie había sido una ardiente
defensora del refrán que dice, que la forma más rápida de llegar al corazón de un
hombre, es a través de su estómago. Así que, intentando impresionar con su
cocina a su nuevo novio, Tobías Cobb, había ocultado a Carly en la cocina, y había
hecho pasar lo que ésta había preparado como una obra propia. Todo había
marchado estupendamente, hasta que el antiguo novio de Sophie, el profesor
Chester Winnifield, había aparecido con un Magnum 357 y había apuntado a Sophie
y a Tobías. La munición que había volado sobre Cobb, el almohadón del sillón y un
espejo oriental, había ido a parar a un plato de postre, siendo sofocado finalmente en
el relleno de crema de avellana.
Carly trató de no pensar en el tiroteo como en un mal presagio para su recién
estrenado negocio de comidas. En realidad, ella intentaba no pensar en el tiroteo.
Ni en la sangre. Ni en la calculada expresión en la cara con barba del profesor
Winnifield, que desde entonces la atormentaba en sueños.
Le había afectado tanto que incluso había empezado a tener en cuenta, las
súplicas de su madre de que se casara y tuviera hijos en lugar de distraerse en
otras cuestiones. Afortunadamente, el shock había ido desapareciendo
gradualmente y Carly una vez más pudo poner las miras en su sueño. Ella quería
llegar a la cima del mundo de la cocina. O al menos ser la mejor en Boise. Tal vez
abrir un día su propio restaurante de alta cocina.
¡Al diablo con los presagios! Su cocina no había matado a nadie, aunque ella
hubiera presenciado un asesinato en el cumplimiento del deber. Una mujer de
negocios no podía permitirse que un pequeño contratiempo la desalentase. Una
astuta mujer de negocios podría incluso sacar alguna ventaja de aquella historia.
Sobre todo una insolvente mujer de negocios.
—Mi tarjeta —dijo Carly, extendiendo a Violet Speery, la canosa fiscal del
juzgado del condado, una pequeña cartulina rectangular con las palabras Crea-
ciones Carly impresas en ella, y con un espárrago a modo de colorido signo de
admiración.
Luego se sentó en una silla de cuero y observó la expresión de incredulidad de
la mujer mayor mientras miraba la tarjeta. De acuerdo. Era una descarada
autopromoción. Algunos la habrían calificado de estrafalaria, incluso.
Carly la llamaba supervivencia.
Desde las noticias del tiroteo en los periódicos, la mayoría de sus clientes había
decidido que el asesinato no era algo muy apetitoso. Enseguida le habían dejado
en el contestador montones de mensajes con condolencias y cancelaciones de
pedidos.

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Después, el banco le había empezado a mandar avisos de vencimientos. Sus


acreedores la habían acosado para que les pagase. Y aquella mañana el suflé de
queso se le había desinflado. Carly estaba a punto de derrumbarse.
Había intentado soportar aquella presión poniéndose su mejor traje y unos
zapatos de tacón italianos recomendados por el libro Vestirse para el éxito. Luego se
había dirigido a la oficina de la fiscal, dispuesta a dar su testimonio a cambio de
un pequeño favor. Los fiscales estaban siempre dispuestos a ofrecer tratos a
cambio de declaraciones, ¿no? Ella sabía cómo funcionaba el sistema.
—Me alegro tanto de que esté aquí, señorita Westin —dijo Violet—. Mi oficina
ha estado intentando contactar con usted.
Carly se relajó frente a la sonrisa afable de Violet. Aquello no parecía tan difícil
como se lo había imaginado. Violet parecía una mujer dispuesta a negociar.
—Si se trata de mi testimonio...
La puerta se abrió a sus espaldas, y Carly se dio la vuelta. Apareció un hombre
enmarcado en el quicio de la puerta. Tenía unos hombros tan anchos que casi
tocaban el marco. Era muy alto; más alto que los hermanos de Carly, lo que
suponía que midiera más de un metro ochenta y cinco; y era todo músculo. Su
pelo negro hacía juego con la oscura sombra de su mandíbula. Sus vaqueros
gastados y su camisa roja chocaba con el mobiliario y los colores sobrios de la
oficina.
Carly alargó la mano para ajustarse las gafas. Pero al tocarse la nariz se dio
cuenta de que no las llevaba puestas. Evidentemente, los tics nerviosos no iban
muy bien con la modernidad de las lentillas. Se puso colorada y bajó la mano hasta
su regazo.
—¿La vio Winnifield aquella noche? —le preguntó el hombre sin preámbulos,
con una voz profunda y sensual.
—¿Quién es usted? —dijo Carly, tragándose su falta de compostura y su chicle.
—Jack Brannigan —contestó él secamente, y se sentó en una silla cerca de la
ventana. Aflojó el broche de la carpeta que llevaba y sacó el contenido. Lo estudió
durante un instante y luego miró a Carly—. Por lo visto usted se estaba
escondiendo en la cocina de la señorita Devine.
—En realidad yo no me estaba escondiendo en la cocina. Simplemente estaba
allí —le aclaró—. Aunque después de que empezara el tiroteo, me resguardé
definitivamente detrás del mostrador.
—¿Oyó llegar al profesor Winnifield?
Carly se sintió un poco incómoda por el modo en que había irrumpido aquel
extraño en la oficina del fiscal y había empezado a interrogarla sin presentarse
convenientemente. Ella quería ponerlo en su sitio con una contestación punzante.
Pero la única palabra que acudía a su mente cuando miraba a Jack Brannigan era la
de «pedazo de hamburguesa», un apodo que habían acuñado en la adolescencia su
amiga Alma Jones y ella para describir a un hombre tan sumamente apetitoso.

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La afortunada Alma había satisfecho su hambre hacía un año casándose con


su «pedazo de hamburguesa particular», Stanley. Lamentablemente, a los
veintinueve años, la vida de Carly en asuntos amorosos se parecía a la dieta de un
vegetariano estricto. Era aburrida e inconsistente. Así que ella metía toda su
energía sexual en el trabajo, creando platos tan deliciosos como un budín de pasión
con salsa picante, o escalopes servidos sobre un lecho de arroz. La cocina le
proporcionaba una maravillosa alternativa a la triste meditación acerca de su
notable soledad.
Hasta que se encontraba cara a cara con la tentación.
Carly lo miró y dijo fríamente.
—La señorita Devine había puesto música latina en su equipo, para que la
persona con la que tenía la cita no supiera que yo estaba allí. Ella quería que él
pensara que había sido ella quien había cocinado.
¡Pobre Sophie! Se había transformado en una mujer fatal a los cuarenta años, a
fuerza de implantes de mamas y liposucción. Había conocido a Tobías Cobb, y le
había parecido el aspirante más brillante hacia el matrimonio, y había abandonado
a Chester Winnifield como si se tratase de un trasto viejo.
—Me quedé en la cocina toda la noche, preparando la comida a fuego lento y
echando salsa para que quedara jugosa —continuó Carly—. La señorita Devine
entró unos minutos, se arregló el cabello y salió con el siguiente plato en una
bandeja de bambú. Yo no oí nada más que La Bamba, hasta que empezó el tiroteo.
Jack Brannigan arqueó una ceja.
—¿A fuego lento y echando salsa?
—El pato a la naranja. Es un plato que necesita mucha atención —le explicó
Carly—. Hay que hacerlo en su punto. Si se lo cocina durante mucho tiempo, se
seca, y si no se cuece lo suficiente queda duro —ella metió la mano en el bolso y le
extendió una tarjeta de su negocio—. Me encantaría prepararlo para usted algún
día.
Sorprendido, Jack tomó la tarjeta, consciente de que jamás había conocido a
alguien que mezclara los asesinatos con los negocios. Pero al parecer todo lo que
tenía relación con la testigo era único. Desde su cabellera castaña llena de rizos
hasta sus profundos ojos azules, y su provocativa boca. Intentó ignorar lo bien que
rellenaba su traje de hilo blanco y negro, ajustado a su pequeña cintura con un
cinturón que acentuaba sus curvas femeninas tanto en la parte de arriba como en
la de debajo. Jack carraspeó y desvió la mirada de Carly, tratando de recordarse
que había unas reglas que seguir en casos como aquél.
—Usted no contesta a mis preguntas —le dijo Jack mientras se metía la tarjeta en
el bolsillo—. ¿La vio a usted el profesor aquella noche?
—Por supuesto que no —respondió Carly—. Yo sólo abrí la puerta de la cocina
cuando oí el ruido del arma. Entonces fue cuando lo vi disparando a todo lo que
había en la habitación, incluso a la colección de ositos de peluche de la señorita

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Devine. No creo que yo me hubiera librado, aunque le hubiera preparado el mejor


estofado del mundo al profesor.
—Aunque no lo crea, el agente Brannigan odia el estofado —comentó la fiscal—.
Una buena oportunidad para convertirlo, ¿no le parece?
Era la ocasión perfecta. Y Carly decidió aprovecharla.
—Me encantaría preparar una comida para el agente Brannigan. Para ustedes
dos, por supuesto. Creo que usted se va a presentar nuevamente a las elecciones,
señorita Speery, ¿no es cierto? —dijo Carly acomodándose en la silla—.
Creaciones Carly puede proveer el menú perfecto para abrir la campaña.
¿Qué tal unas ostras con un consomé de apio y una entrada ligera? ¿Un
cordero al curry o ternera normanda luego? El postre debería ser elegante y
potente a la vez —hizo una pausa, y miró a la mujer mayor—. Crêpes de
chocolate con salsa de vainilla, en mi opinión.
—Suena delicioso —dijo Violet Speery cruzándose de brazos sobre el escritorio.
Llevaba las uñas perfectamente arregladas, a juego con su traje de Chanel—.
Pero me refiero a que usted debe quedar bajo la protección del agente Brannigan.
Simplemente por precaución, por supuesto, hasta el juicio.
—¿Un guardaespaldas? —preguntó Carly asombrada—. ¿No es un poco
exagerado? Quiero decir, Chester Winnifield está entre rejas.
—Ése es el problema —contestó Jack. Revolvió entre los papeles, y sacó una
hoja. La estudió un momento con el ceño fruncido, y luego se la extendió y le
dijo—: Esto nos ha sorprendido esta mañana.
El dibujo de la hoja le llamó la atención. Era una caricatura pequeña con la
cara de una mujer, hecha con pinturas de cera. Grandes ojos azules y un pelo tu-
pido color castaño. Debajo del dibujo había unos versos escritos en cera también.
Azúcar, especias, todo muy bien va en las galletas y el pastel falsedades, mentirijillas y
mentiras rotundas convierten a una cocinera en lamentable.
—Es horrible —dijo Carly—. «Mentiras» no rima con «lamentable». ¿Y qué se
supone que es? —ella señaló el dibujo—. ¿Una bruja?
Jack se cruzó de brazos y la miró con sus ojos grises inexpresivos.
—Ésta es una caricatura suya, señorita Westin.
Carly abrió la boca horrorizada y volvió a mirar el dibujo. Tenía razón. El color
de los rasgos del dibujo eran los suyos, incluso el lunar de su mejilla. Carly levantó
la vista y le preguntó:
—¿Es tan grande mi nariz?
—No —contestó Jack crispado. Y le quitó el dibujo para meterlo nuevamente en
la carpeta—. Pero me parece que se está alejando del tema. Esto puede suponer
una amenaza para su vida.

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—¿De quién? ¿Una venganza de un niño de preescolar? —preguntó ella. Y al


ver el gesto serio del agente guardó la compostura con un gesto acorde a la
situación.
Evidentemente no tenía sentido del humor.
—No —dijo él—. Winnifield dice que recibió esta carta hoy en la prisión. Me
imagino que usted sabe que él es una persona célebre aquí, ¿no?
—Escribió Los diez requisitos del amor perfecto —dijo Carly.
Jack asintió.
—Esta carta puede venir de algún fan que no quiere ver a su ídolo en prisión
durante el resto de su vida. No quiero alarmarla...
—Por supuesto que no —interrumpió Violet—. No es ésa nuestra intención —se
puso de pie y dio la vuelta al escritorio—. Estoy segura de que la carta no es más
que un truco. Pero nuestro departamento tiene que seguir unas normas en un caso
como éste —la voz de la fiscal se hizo más profunda—. El profesor Winnifield es...
era... muy admirado en círculos académicos. Sus seminarios eran populares, al
igual que sus libros. Creo que Amar a tu vecino llegó a estar en la lista de los libros
más vendidos —la mujer sonrió a Carly. No es extraño que las personas famosas
reciban correspondencia como ésta. La mayor parte de las veces no llega a nada.
Jack miró a Violet en acción, y se preguntó dónde y cuándo había aprendido a
darse la vuelta de manera tan sugerente. Suponía que era el resultado lógico de su
entrenamiento en la vida pública. Pero entonces la distinguida profesional estaba
pasando por un mal momento. Se habían alzado voces contra la fiscal por el caso
de Winnifield, ya que éste formaba parte de su entorno. Eran miembros del mismo
club, ambos asistían a las mismas fiestas y cenas. Jack se dio cuenta de que Violet
había bajado de los estantes copias de libros autografiados por Winnifield.
—Claro que el profesor entra en la categoría clásica de sociópata —dijo Jack—.
Es un hombre que se cree intelectualmente superior a los demás. No es des-
cabellado pensar que pudiera haber escrito esta carta anónima para ponerla
nerviosa, señorita Westin. Es una demostración de poder en cierto modo. Sabe
perfectamente que nosotros no podemos ignorar algo así.
Violet frunció el ceño.
—Es posible. Aunque creo que el profesor Winnifield nos dio la carta de buena
fe. Dice que no quiere volver a ver que hieren a un ser humano.
Carly la miró asombrada.
—¿Es el mismo hombre que mandó en un solo viaje al amor de su vida y a su
amante al Cementerio de Woodlawn?
Jack vio cómo se ensombrecían las mejillas de Violet. A la mujer no le
gustaban los disidentes. Pero Carly era la única testigo del caso Winnifield, y era la
única que podía enviar a prisión a Winnifield. El profesor seguía proclamando su
inocencia, y era lo suficientemente encantador y hábil como para convencer al
jurado. Pero estaba Carly para contradecirlo.

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La mayoría de la gente creía que la reelección de Violet dependía de su


inculpamiento. Ella necesitaba dar una imagen de fiscal dura, lo que suponía
mantener a la única testigo viva, en buenas condiciones y feliz.
—Así es —dijo Violet—. Supongo que sabe por qué estamos tan preocupados
por su seguridad. El agente Brannigan está en el más alto nivel en el campo de
protección de testigos. Nos enorgullece contar con sus servicios. Y estoy segura de
que la incomodará lo menos posible.
—Gracias —dijo Carly—. Muchas gracias, pero no.
Los ojos de Violet se agrandaron bajo sus gafas.
—¿Cómo dice?
Carly sonrió a modo de disculpa mirando a Jack.
—Realmente no creo que necesite un guardaespaldas. Agradezco su
preocupación, pero puedo cuidarme sola sin problema. El juicio se llevará a cabo
en menos de dos semanas y...
—Cuatro semanas —la interrumpió Jack—. Winnifield consiguió un
aplazamiento.
Carly giró su silla. En ese momento se sentía turbada por Jack Brannigan, que la
miraba con esos ojos grises tan intensos. Y esa boca sensual...
—Señorita Westin. Insisto en que reflexione muy cuidadosamente acerca de esto
—dijo Violet Speery—. Es por precaución, por supuesto, pero es necesaria.
—No estoy de acuerdo —dijo Carly—. Desde el asesinato, mi negocio se ha
visto afectado terriblemente —suspiró dramáticamente—. Probablemente me
pasaré las próximas semanas encerrada en mi apartamento, elaborando nuevas
recetas.
Violet Speery alzó sus cejas canosas.
—Ya veo.
Carly le sonrió. Deseaba dar la impresión de la capitalista que ve con
preocupación el curso de los acontecimientos con relación a su negocio.
Speery le devolvió la sonrisa.
—Tal vez pueda encargarle la comida del almuerzo que daremos para la
apertura de campaña, dentro de pocas semanas... Por supuesto que no la
contrataría si usted no estuviera bajo la protección del agente Brannigan. Por la
seguridad de mis invitados.
Carly simuló pensar en la oferta.
—Supongo que es normal, porque estarán invitadas las autoridades
municipales. Tal vez algunos concejales, uno o dos jueces...
—Incluso el alcalde —dijo Violet secamente—. ¿Hacemos el trato?

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—Debemos establecer algunas reglas básicas —dijo Jack mientras acompañaba


a Carly hasta la puerta de su apartamento. Él llevaba un bolso con algunas cosas
para pasar la noche en una mano y una bolsa con verdura en la otra.
Corría un viento fresco de octubre, tan frío como el aspecto de aquel sitio
—No me gustan las reglas —dijo ella, haciéndolo entrar en un corredor oscuro.
Del techo colgaba un cable al lado de una bombilla pelada—. Pero supongo que
tratándose de una situación especial podré hacer una excepción.
La deformación profesional le hizo registrar el lugar con la mirada
inmediatamente. Pero su vista se desvió rápidamente hacia las caderas
bamboleantes de la dueña de la casa. Tal vez aquel caso fuera una especie de
prueba que le había enviado el departamento, porque no sabía cuánto iba a poder
aguantar la tortura. La administración parecía haber buscado incansablemente
hasta dar con la mujer que combinaba perfectamente belleza, cerebro y gracia,
como para instigarlo a matarla o a besarla, una de dos, antes de que cumpliera su
misión. Jack aflojó el asa del bolso. Afortunadamente él no tenía intenciones de
sucumbir a ninguna de las dos tentaciones. No después de trabajar doce años con
la agencia. Aunque sólo tenía treinta y tres años, había logrado el reciente
reconocimiento y que lo promocionaran dándole un trabajo en la oficina de
Washington D.C. Todo lo que tenía que hacer era cumplir con éxito su tarea. Y el
primer paso era dejar de consentirse aquellos pensamientos como que aquello era
una especie de prueba.
El suelo hizo ruido cuando caminaron hacia el ascensor. Había dedos
estampados en la pared verde del edificio. Y un inconfundible olor a repollo en el
corredor.
¡Y aquello iba a ser su hogar durante las siguientes cuatro semanas!
Jack sonrió tristemente para sus adentros. Al menos ahora ella estaba
cooperando. Desde que había salido de la oficina de la fiscal no había vuelto a
protestar. Una vez logrado su objetivo, la señorita Carly Westin, experta en
cocina, parecía haberse amansado. Tal vez no volviera a oponerse a otras órdenes.
—La primera regla es nada de cigarrillos —empezó a decir Carly, apretando el
botón del ascensor—. El humo es absorbido por la comida y puede alterar el gusto.
Llegó el ascensor. Esperaron un momento a que las puertas del cubículo se
abrieran. Luego entraron y Carly apretó el botón con el número tres. Esperó unos
segundos y volvió a apretar.
—Bonito lugar —dijo Jack.
—No está tan mal. Una vez que te enteras de cómo funcionan las cosas —ella se
volvió a mirarlo y agregó—: ¿De qué estábamos hablando? ¡Oh! Sí, sobre las reglas
básicas.
Ella le sonrió, y el estómago de Jack se le encogió. «Una reacción normal en un
ascensor», se dijo él. Sobre todo en un ascensor destartalado como aquél.

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—La segunda norma es no correr, ni saltar, ni hacer volteretas en el


apartamento. El señor Kolinski, del piso de abajo, se suele vengar tirando de la
cisterna cuando me estoy duchando.
—Intentaré refrenarme.
—La regla número tres es que le diremos a todo el mundo que usted es primo
hermano mío, por el lado de mi madre, que me está haciendo una visita. Vive en
Detroit y viene a pasar cuatro semanas aquí, antes de seguir viaje a Alaska, en la
marcha anual de Anchorage, para entrenarse para la carrera de trineos de Idita-
rod. Usted tiene unos cuantos perros campeones en una perrera allí y le paga a un
chico del lugar para que los cuide y les dé de comer.
Él se reprimió una sonrisa.
—Muy sencillo...
El ascensor se detuvo, pero las puertas quedaron cerradas. Jack alargó la mano
y apretó el botón.
No pasó nada.
—Mire —dijo Carly con los brazos en jarras—. No me importa lo que piense
la gente. Que usted es mi novio, o que nos acostamos juntos... —desvió la mirada
de Jack—. O incluso que sepan la verdad, que usted me está protegiendo de un
loco. Lo que no quiero es que Elliot, que vive enfrente, se haga una idea
equivocada.
—¿Elliot? —preguntó él. No le gustaba el modo en que ella había pronunciado
su nombre. Muy dulcemente.
Carly suspiró:
—Me ha invitado a salir cuatro veces este año, y siempre he rechazado su
invitación. Lo que es muy duro, porque él es muy sensible. Que usted y yo viva-
mos juntos podría herir sus sentimientos.
Jack asintió. Acababa de reemplazar su desagrado por Elliot por un sentimiento
de pena por el pobre chico rechazado.
—Entonces, ¿cuando me lo encuentre, yo soy su primo, el de las carreras con los
perros?
—Exactamente —sonrió ella, mostrando una fila de blanquísimos dientes.
A Jack le gustó aquella sonrisa. Parecía incluso dar más luz al ascensor.
—¿Y cómo puedo reconocerlo? —preguntó él.
—Es bajo, lleva siempre una gorra, y no tiene cejas. También es muy agradable y
me pasa su periódico todos los días después de leerlo.
Al recordar las payasadas de Carly en la oficina de la fiscal, le preguntó él:
—¿Y cómo lo ha logrado?
—Le hago su plato favorito dos veces al mes.

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Carly se giró y golpeó la puerta del ascensor. Esperó unos segundos. Luego
volvió a golpear. Las puertas se abrieron finalmente.
—¿No ha pensado nunca en subir por las escaleras? —dijo él, saliendo del
ascensor y pisando con decisión sobre suelo más firme.
El tercer piso del edificio no era mejor que el resto. Los cables colgaban del
techo sin luz en algunos sitios. Y el decorado no pasaba de un cuadro de arlequines
descoloridos.
Carly negó con la cabeza, contrariada.
—El ascensor es seguro. Es un problema de contacto, simplemente. Una tarde me
quedé encerrada dos horas adentro. Y estuve pensando cómo hacerlo funcionar —
lo miró con orgullo y agregó—: Simplemente hay que apretar el botón de adentro,
contar hasta cinco y luego volver a presionar. Y va que es una delicia.
Ella se dio la vuelta y colocó derecho el cuadro del corredor.
— ¡Ah! Casi se me olvida: Regla número cuatro, ninguna llamada entre las ocho
y las cinco. Necesito tener la línea libre para llamadas comerciales.
—No hay problema. Tengo un teléfono celular.
—Bien —dijo ella impresionada—. Entonces sólo queda la quinta regla.
Él movió la bolsa con verdura.
—Me muero por conocerla.
Carly se cruzó de brazos y dijo:
—No quiero que me toque las pechugas.
Jack dio un paso atrás.
—Yo... Yo... No lo haré —dijo por fin—. Ni siquiera lo había pensado.
De acuerdo. Sólo las había mirado una vez, o tal vez seis veces. No era algo que
lo obsesionaba y realmente no quería ofenderla.
—Bueno. Por supuesto que todavía no lo ha pensado —dijo Carly, curvando la
boca picadamente—. Me refiero a cuando entremos al apartamento.
¿Qué pensaba ella exactamente que pasaría entre ellos en las próximas cuatro
semanas?
Él intentó concentrar su mirada en su cara.
—Mire, señorita Westin. Estoy aquí para protegerla. Nada más. En mi trabajo
tengo un principio que nunca infrinjo. No relacionarme íntimamente con los
testigos —Jack respiró hondo y dijo—: No es nada personal. Usted es una mujer
muy atractiva y deseable. Tal vez en otras circunstancias...
—Me refiero a las pechugas de los faisanes —lo interrumpió ella poniéndose
colorada—. Están en la nevera. La salsa Chaud Froid es muy delicada. Quiero estar
segura de que se adherirá perfectamente a la carne.
Claro, la salsa Chaud-Froid. Debía de haberlo imaginado, pensó él.

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—Tenga cuidado con el mousse de calabaza también. Si lo mete al fondo de la


nevera puede congelarse —ella miró con disgusto la bolsa de fruta y verdura que
llevaba él en el brazo—. De hecho, será mejor que despeje un poco la nevera y le
deje un estante vacío. Así nos evitaremos problemas.
Jack se lamió el sudor de su labio superior.
—No tocaré nada de lo suyo —le prometió—. ¿Eso es todo?
Carly asintió.
—Por ahora.
—Bien —él necesitaba controlar la situación, antes de que ella consiguiera lo
que quería, como había hecho en la oficina de la fiscal... y Elliot...
—Ahora es mi turno. Regla número uno... —comenzó a decir él.
—¡Un momento! —lo interrumpió—. Usted no puede tener reglas. La fiscal
me prometió que usted me evitaría incomodidades siempre que pudiera. ¡Eso no
es posible si tengo que seguir una larga lista de normas!
—¿Qué le parece si empezamos con una sola regla?
—Eso es mucho. Me vine a vivir a cientos de kilómetros de mi familia para no
seguir normas nunca más. Además —dijo ella atravesando la entrada—. Es mi
apartamento. Usted no puede decirme qué debo hacer.
—Regla número uno —dijo él poniéndose a la altura de ella—. Usted hará
exactamente lo que yo le diga.
Al ver la expresión de incredulidad en la cara de ella, él no pudo reprimir una
sonrisa.
—¡No me extraña que se conforme con una sola regla! —ella se detuvo para
buscar las llaves en la cartera frente a una puerta magullada.
—¿No tiene una buena cerradura?
—Por supuesto. Mi hermano me regaló una para Navidad. Pero simplemente
no he tenido tiempo de ponerla —Carly sacó la llave con gesto de triunfo, después
de vaciar el bolso.
Jack tomó la llave y abrió.
—Quédese aquí hasta que yo revise el apartamento.
—No, gracias —dijo ella metiendo el contenido de su bolso nuevamente en él.
—No hay nada que negociar en esto. Si usted no...
Los dos se quedaron helados al oír un ruido de cristales dentro.
—¿Tiene gato? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
—¿Perro?
—Ni una pecera.

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Jack dejó su bolso y su bolsa de fruta en el suelo.


Luego se desabrochó la chaqueta de piel y manipuló el arma.
—No se mueva ni haga ruido —le ordenó a ella. Carly emitió un sonido de
horror y dijo pegándose a la pared:
—Regla número seis: ¡Armas no!
— Dígaselo a quien la esté esperando dentro —contestó él.
Jack aferró los dedos al picaporte y comenzó a girarlo lentamente. Al oír
ahogados pasos en el apartamento, tensó todos sus músculos.
— ¡Espere! —susurró Carly y dio un paso hacia él. —¿Qué pasa ahora?
—Debo contarle una historia.
— Aunque su historia me intrigue bastante, me temo que tendrá que esperar
para contármela. Y ahora apártese.
—Pero es muy importante —insistió ella—. Cuando tenía nueve años trepé a un
sauce que había frente a nuestro jardín delantero. Casi llegué a lo más alto.
Cuando mis tres hermanos mayores me vieron, se asustaron y comenzaron a
trepar hacia donde estaba yo —ella hizo una pausa para tomar aliento—. Yo no
les había pedido que fueran a rescatarme. Pero ellos insistieron en ir detrás de mí
de todos modos, y en ordenarme que me quedase quieta. Cuando mi hermano
mayor se cayó de una rama y se rompió el tobillo los otros dos se asustaron tanto
que fueron incapaces de moverse. Yo tuve que bajar y llamar a los bomberos.
—¿Eso es todo? —preguntó él.
Carly lo miró como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—¿Sabe cuál es la moraleja de esta historia?
—¿Que toda su familia es tonta?
—No. Quiere decir que yo no soy una muñeca de porcelana. Aunque no lo
crea, mis hermanos todavía no han aprendido la lección. Siguen diciéndome qué
tengo que hacer y cómo hacerlo. Me tratan como si yo fuera una pieza de
porcelana. Incluso tengo pesadillas en las que me encierran en una caja china. Por
ese motivo me mudé a Boise. A cientos de kilómetros de distancia, para poder
hacer mi vida.
Jack esperó pacientemente.
—¿Ha terminado? —le preguntó luego.
—S í .
—Bien. Échese atrás y cállese.
—No necesita ser tan poco galante —Carly se colocó la tira del bolso en el
hombro y dijo—: Iré con usted.
Jack se pasó los dedos nerviosamente por el pelo.
—¿Está loca?

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Ella volvió a respirar profundamente.


—No tengo paciencia. No seré capaz de estar afuera esperando, sin saber qué
está pasando. Es mi casa, después de todo. Tengo derecho a estar aquí. Tal vez
pueda distraer al intruso...
Aunque Jack se vio tentado de mandarla sola a su apartamento para que se
enfrentara al peligro, reprimió su ansiedad y volvió a dejar el arma en la cartu-
chera nuevamente con cuidado. Entonces la sujetó por los hombros con ambas
manos y la empujó suave pero firmemente contra la pared. Los rizos de ella le
rozaron las puntas de los dedos en el movimiento.
—Definitivamente, no —protestó él—. Usted debe quedarse aquí, donde está a
salvo. ¿Recuerda la regla número uno?
—No echar humo —dijo ella—. Eso incluye las pistolas. ¿No preferiría llamar al
ascensor y bajar para pedir refuerzos?
—Regla número uno —dijo él, ignorando sus palabras—. Debe hacer
exactamente lo que le digo.
Ella pestañeó.
—Nunca estuve de acuerdo en seguir su regla.
Jack, que aún sujetaba a Carly contra la pared, dejó caer su cabeza en un
gesto de desesperación. Él no sería capaz de sobrevivir con aquella mujer durante
cuatro semanas. Aunque sus ojos azules fueran como un terciopelo y sus labios
parecieran deliciosos, su compañía era una amenaza a su salud mental. Y la co-
nocía desde hacía menos de una hora.
Jack intentó serenarse. Si era capaz de entrar en el apartamento y atrapar al
intruso, sus problemas habrían terminado. Si atrapaba a quien había escrito la car-
ta anónima, tal vez la fiscal decidiera que Carly ya no necesitaba su protección. En
ese momento Jack hubiera preferido abordar al sospechoso que a la mujer que
tenía enfrente.
—Lo único que quiero hacer es protegerla. Ése es mi trabajo —él apretó los
dedos en los hombros de Carly.
Cuando ella abrió la boca para protestar, Jack le dijo:
—Admiro su... —realmente no encontraba la palabra adecuada para aquello.
«Estupidez» era la primera que le venía a la mente, pero sospechaba que no era
conveniente decirla—. ... coraje, pero no puedo permitir que se arriesgue. Así que
o nos quedamos los dos aquí afuera mientras le ponen patas arriba su apar-
tamento, o voy yo y veo qué pasa.
— ¡Oh! De acuerdo. Me quedaré aquí —murmuró ella..
Él suspiró aliviado. Una protesta más y la hubiera arrestado por obstrucción a la
justicia. Los dos estarían mucho más seguros si ella se pasaba las siguientes cuatro
semanas entre rejas.

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Jack volvió a empuñar su arma, y en ese preciso momento la puerta del


apartamento de Carly se abrió abruptamente.

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Capítulo 2
¡NO dispare! —el grito de Carly hizo eco en el corredor. La mujer que estaba de
pie al otro lado de la puerta gritó y les cerró la puerta en la cara. Carly apenas vio la
máscara facial color verde sobre unas mejillas rosadas y los rulos rosa en su pelo
platino.
¡Lo sabía! Sabía que no había ningún intruso esperándolos. Ningún psicópata
asesino. Su corazón parecía salírsele del pecho aún, y le temblaban las piernas.
Cuando se era testigo de un asesinato, todo el mundo solía reaccionar
desmedidamente luego.
Ella quería vivir un poco más. Al menos el tiempo suficiente como para
averiguar por qué Alma Jones, su amiga de la adolescencia, había aparecido
inesperadamente en la puerta de su casa.
—¡Alma, abre la puerta ahora mismo! —gritó Carly.
Jack bajó el arma. Luego miró a Carly y preguntó:
—¿Una amiga suya?
Ella asintió con la cabeza.
—De Willow Grove. Hemos crecido juntas —Carly volvió a gritar y a golpear—:
¡Alma, abre!
Sin una palabra, Jack alargó la mano y giró la llave. Cuando hizo un clic, la
quitó y se la metió en el bolsillo.
—Después de usted —le dijo amablemente.
Realmente empezaba a irritarla.
Carly entró y encontró a Alma en el pequeño salón, quitándose los rulos de la
cabeza.
—Un novio encantador, Carly —gritó Alma, envuelta en un albornoz amarillo
y azul que disimulaba sus voluptuosas formas—. ¿Por qué no habéis seguido
adelante y me habéis disparado? ¡Estoy desarmada! ¡Soy una mujer indefensa!
Nos hubiera hecho un favor a las dos —cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza.
Su mascarilla comenzaba a secarse alrededor de sus mejillas. El talento de Alma
para el teatro le había valido varios premios y el papel de Stella en la repre-
sentación del instituto de Un Tranvía Llamado Deseo. A los veintinueve años
todavía le gustaba actuar para el público.
Jack saludó con la mano.
—Hola, soy Jack, de Detroit. He venido a ver a mi prima favorita —Jack rodeó los
hombros de Carly—. Luego seguiré hacia Anchorage. Tú debes de ser Alma.
La piel de Carly sintió un calor extraño y su corazón comenzó a acelerarse
mientras él la rodeaba con sus brazos.

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Carly respiró hondo, y olió involuntariamente el aroma a humo de leña de la


cazadora de piel de Jack. Giró la cabeza, pensando en lo bien que se estaba debajo
de sus brazos.
Alma levantó la cabeza lentamente y abrió los ojos, enmarcados por la
mascarilla.
—Es mentira. Conozco a todos sus primos —se cruzó de brazos y negó con la
cabeza—. Hombres. Mentiras, es lo típico —miró a Carly —. ¿Qué es? ¿Está
casado?
—Lo dudo sinceramente —contestó Carly, saliendo de debajo de Jack y
dirigiéndose al sofá.
Debía tranquilizarse y pensar qué hacer con su Terminator particular. Él era
agradable de mirar, pero le llevaba mucho trabajo presentarlo. El hombre al menos
podría haberse disculpado por haber apuntado a su amiga.
Pero Jack no se disculpó. Miró su apartamento con penetrante mirada, y luego
cerró la puerta con el cerrojo con gesto de reproche.
Alma se sujetó al brazo de Carly y le dijo:
—Me pone nerviosa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Carly.
—¿Tú me preguntas qué ocurre? —preguntó Alma—. Por si no te has dado
cuenta, Rambo acaba de apuntarme con una pistola. Y probablemente esté casado.
¿Es este tipo de hombre lo que estabas buscando? Si se lo dijera a tu familia...
—No estamos hablando de mí —la interrumpió Carly—. Quiero saber qué
estás haciendo en Boise. Es la primera vez que me visitas aquí. Cuando me llamaste
la semana pasada no me dijiste que pasarías por aquí.
Alma se encogió de hombros.
—Quería sorprenderte.
—Lo ha logrado —dijo Jack, sentándose en un sillón.
Carly se sobresaltó al oír el peso de su cuerpo caer sobre la frágil madera.
—Entonces, ¿cómo entró en el apartamento? —le preguntó Jack de pronto a
Alma.
—El portero me dejó entrar después de que me quedase encerrada en el
ascensor y me rescatase. ¡Me quedé atrapada en esa cochina trampa mortal durante
veinte minutos!
—¿La dejó entrar en el apartamento? —le preguntó Jack endureciendo el tono
de su voz.
—Sí —contestó Alma—. Después de que lo amenazara con demandarlo por
daños y perjuicios. No creo que yo tenga aspecto de peligrosa —frunció la cara, y
su mascarilla de aguacate se quebró, cayéndose trocitos al suelo y al sofá—. Ni
siquiera me registró.

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—Alma, ¿qué ocurre? —le preguntó Carly, preguntándose qué había sido de
los rizos castaños de su amiga y de su dulce naturaleza—. Vuelvo a casa y me
encuentro con mi mejor amiga amargada y rubia. ¿Qué es lo que ocurre, Alma?
Venga, dímelo, échalo fuera.
—Ya lo he hecho —dijo Alma—. Esa cosa naranja que había en la nevera está
ahora en la bolsa de la basura junto con los restos de una bonita fuente de cristal
aparentemente muy cara —hizo un gesto de disgusto—. Lo siento, de verdad.
—El mousse de calabaza... —gruñó Carly.
—Si te sirve de consuelo, estaba delicioso. Una parte se cayó encima de una
ensalada de espinacas, así que tuve que probarlo.
Carly volvió a gruñir.
—¡Estupendo! Yo que quería convencer al dueño del piso de que postergase el
cobro de la renta de este mes preparándole una comida especial.
Alma le tocó el hombro y le dijo:
—No te preocupes. He quitado casi todo el mousse de la ensalada y luego lo
disimulé un poco para que no se notase. Así que está como nuevo. No se ve nada
de lo naranja.
—¿Le ha tocado sus pechugas? —preguntó Jack.
—¿Qué es usted, una especie de pervertido? —Alma se quitó el último rulo de
su pelo y lo dejó encima de la mesa baja de cristal. Sus rizos plateados
emergieron de su cabeza como si fueran los resortes de un somier—. ¿Quién es
este tipo? —le preguntó a Carly, señalando a Jack con la cabeza—. Es cierto que es
atractivo, eso sí, en un estilo de hombre de Neanderthal, pero no es tu tipo.
—No entiendes —dijo Carly, mirando a su nuevo guardaespaldas.
Él no parecía contento. Y a decir verdad ella tampoco estaba muy contenta
tampoco. Le dolían los pies de estar con los zapatos de tacón, y tenía los ojos
cansados de llevar lentillas. Además tenía la sospecha de que el aguacate que había
guardado para hacer guacamole estaba nutriendo el cutis de Alma en ese momento.
—No quiero comprender —dijo Alma—. Creo que deberías deshacerte de él.
Pronto. Te mereces más que esto.
Jack se quitó la cazadora de piel y la dejó encima de su bolso. Luego echó la
cabeza hacia atrás y cerró los ojos. El mango metálico de su arma estaba apretado
contra su cintura, y brillaba con el brillo del sol.
—Créeme, lo he pensado yo también —dijo Carly entre dientes.
—Carly, escúchame —insistió Alma—. Sé que has estado mucho tiempo sola, y
que a algunas mujeres puede parecerles atractivo un hombre tipo macho como
él, pero hazme caso, ningún hombre vale la pena. Y menos uno con tendencias
violentas. Quiero decir. Lleva un arma. No es ninguno de los de Los Diez
Requisitos Del Amor Verdadero. Piénsatelo. El tipo incluso me ha acusado de

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tocarte las pechugas. Debe de ser muy inseguro. El profesor Winnifield siempre le
daba mucha importancia a...
—¿Ha dicho Winnifield? —la interrumpió Jack, mirándola severamente con sus
ojos grises bien abiertos—. ¿El profesor Chester?
Alma dijo:
—Sí, el profesor Chester Winnifield. Sé que es un homicida, pero ha escrito Los
Diez Requisitos Del Amor Verdadero. He conocido a mi marido en un seminario
suyo —agregó con voz temblorosa. Luego estalló en llanto, y escondió la cara
entre sus manos—. Fue... Fue... a... amor a primera vista —por sus dedos cho-
rrearon gotas espesas color verde.
—¡Oh, Alma! —le dijo Carly, tratando de limpiarle la mezcla verde—. ¿Se trata
de Stanley? ¿Tenéis problemas?
—Ya no. Lo he dejado —Alma sollozó entre hipo.
—¿Cuándo sucedió todo eso?
—Hace dos días. No sabía dónde ir o qué hacer. Tu foto apareció en la Gaceta de
Willow Grove bastante más tarde con toda la historia del asesinato —Alma respiró
hondo—. Publicaron un artículo extenso acerca de tu vida en Boise. Que llevabas
un próspero negocio aquí y vivías la vida intensamente —Alma se cubrió la cara
con un pañuelo de papel—. Mientras yo me pudría en Willow Grove.
—No digas eso —la consoló Carly, alcanzándole la caja de pañuelos de papel y
palmeándole la espalda—. Simplemente estás enfadada. Necesitas tiempo para
aclarar tus sentimientos.
Alma se tragó las lágrimas, luego sonrió a Carly.
—¿Te importa si me quedo aquí contigo? Por poco tiempo, nada más.
—Por supuesto que no —dijo Carly—. Puedes quedarte todo el tiempo que
quieras.
Alma se limpió la nariz y miró el apartamento.
—No es exactamente como lo describió tu madre. Pensé que vivías en un lujoso
apartamento.
Carly carraspeó.
—Puede ser que haya exagerado un poco en las cartas. Ya sabes cómo se
preocupa ella —miró a Jack, y frunció el ceño al ver el gesto de desconfianza que
le dedicaba a Alma.
—No ha dicho exactamente por qué ha dejado a su marido —dijo Jack.
Alma suspiró.
—Después de lo que pasó con el profesor Winnifield, yo... simplemente pensé
que nuestro matrimonio estaba basado en una mentira...
Jack asintió concienzudamente.

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—¿O sea que el profesor Winnifield fue lo que la trajo a Boise?


—No he dicho eso —dijo Alma a la defensiva.
—Obviamente lo que pasó con el profesor Winnifield la ha afectado mucho... —
dijo Jack, mirándola fijamente.
Carly resopló. Era guardaespaldas y psicoanalista al mismo tiempo, todo un
hallazgo.
Alma se volvió a secar la nariz.
—Fue el descubrir que Stanley llamaba a los teléfonos eróticos lo que me hizo
dejarlo. Debí imaginarlo. Me dijo que el número 900 Bollo Caliente era de la
franquicia de una crepería en la que estaba interesado —miró a Carly con gesto de
indefensión—. ¿No crees que a Willow Grove le iría bien una crêpería?
—Supongo que le irían bien muchas cosas —contestó Carly, convencida de que
su adormecida ciudad natal estaría rumoreando acerca de aquel escándalo sexual
telefónico. No era de extrañar que Alma quisiera escapar de allí.
—De todos modos, yo le creí. Pensé que el tener un negocio podría darle a
nuestro matrimonio y a nuestra vida una cierta chispa —Alma sacó otro pañuelo
de papel—. Le dije que podríamos hacer como tú. Ser nuestros propios jefes.
Llevar una vida excitante, aun viviendo en Willow Grove —retorció el pañuelo
entre sus dedos—. Estaba tan excitada que un día llamé al número de teléfono
para que me dieran cierta información...
—¿Y no era una crêpería?
—No era una crêpería —repitió Alma—. Eso es lo que ocurrió. He terminado con
Stanley y con Willow Grove.
—¡Y yo que creía que eras muy feliz! —dijo Carly.
—Pensé que Stanley podía hacerme feliz —dijo Alma, después de sonarse la
nariz nuevamente—. Es tan atractivo y encantador. Según la tabla del profesor
Winnifield somos el uno para el otro.
Jack se inclinó hacia adelante en su silla, y apoyó los codos en sus rodillas.
—Al parecer usted es una fan del profesor.
Alma apretó los labios.
—No quiero volver a hablar de ello.
—¿Por qué? ¿Tiene algo que ocultar? —preguntó Jack.
—Jack —lo interrumpió Carly secamente—, es suficiente —le dijo mirándolo y
haciéndole señas hacia Alma, que estaba llorando nuevamente.
Alma respiró profundamente y dijo:
—No te preocupes. Está bien. No tengo nada que ocultar.
—Has contestado bastantes preguntas ya —le dijo Carly—. Ahora contesta una
pregunta mía.

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—¿El pelo? —adivinó Alma.


Carly intentó tener tacto.
—¿Qué diablos le ha pasado?
—Me lo he teñido porque quería empezar de nuevo. Voy a perder algunos kilos
y encontraré un buen trabajo...
—¿Será una nueva persona? —intervino Jack—. ¿Se siente dos personas a la vez
a veces? ¿Oye voces?
Alma achicó los ojos.
—Sólo una voz, que me dice en voz alta y clara que todos los hombres son
unos indeseables.
—Jack no es un indeseable a propósito —dijo Carly, con la esperanza de que
fuese cierto—. Simplemente está haciendo su trabajo.
—¿Qué es exactamente? —preguntó Alma—. ¿Un perro guardián?
—Casi. Es mi nuevo guardaespaldas.
Alma se llevó la mano al pecho y exclamó:
—¿Y para qué diablos quieres un guardaespaldas?
—Es sólo hasta el juicio. La fiscal del distrito lo ha llamado una «precaución
necesaria».
—¿O sea que se quedará con nosotras aquí? —preguntó Alma.
—Con Carly —dijo Jack—. Estoy aquí para protegerla.
Alma lo miró de arriba abajo.
—¿Y quién la protegerá de ti? —le preguntó luego.
Carly se puso de pie, y frunció el ceño al sentir dolor en los dedos de los pies.
—Estará aquí sólo cuatro semanas.
—A no ser que Winnifield consiga otro aplazamiento —dijo Jack mirando a
Carly.
Ella tragó saliva y se volvió a sentar en el sofá.
—¿Vosotros dos vais a pasar día y noche juntos durante cuatro semanas? Es
bastante tiempo como para que en algunos estados le exijan una manutención
después de la separación —dijo Alma.
—No seas ridícula —contestó Carly—. Jack está protegiendo mi cuerpo, no está
tomando posesión de él —se mojó los labios con la lengua—. Es un profesional.
Está aquí simplemente para cumplir con su trabajo. ¿De acuerdo?
—Por supuesto —dijo él—. Nunca pondría en peligro la seguridad de Carly, ni
mi profesión, cruzando esa barrera. Siempre que ella obedezca mis reglas, las
próximas semanas pasarán como la seda.

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Cuando Carly escuchó la palabra «obedecer» sintió un nudo en el estómago. Lo


tenía claro. Aunque Jack hablara con arrogancia y autoridad ella no pensaba
convertirse en una prisionera en su propia casa. Tal vez si él se afeitase, y se
deshiciera de su arma, le permitiría quedarse. Pero jamás iba a dejar que le diera
órdenes.
Alma soltó una risotada.
—¿Como la seda? Hasta que no lo vea, no lo creo.
—Olvídalo. No es Alma —dijo Carly.
Jack miró la puerta cerrada del baño. Alma acababa de abrir la ducha.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Carly recogió los pañuelos de papel desparramados por el sofá y dijo:
—Porque la conozco de toda la vida, y no es el tipo de persona que pudiera
escribir una carta con tan mala idea.
—De acuerdo. No discutiré contigo —él se acercó a ella y le dijo en voz más
baja—: Pero no puedes dejarla que se quede aquí.
Carly se quitó el pelo de la cara.
—¿Porqué no?
—Bueno, en primer lugar, no estoy seguro de que ella sea una persona estable
anímicamente.
—Eso es ridículo —protestó ella—. Alma está tan cuerda como yo.
Jack lo dejó pasar y dijo:
—En segundo lugar, debo mantener cierta seguridad por aquí. Tu vida puede
estar en peligro —Jack siguió, a pesar de la escéptica expresión en la cara de
Carly—. El portero la ha dejado entrar en tu casa sin tu permiso. La cerradura de
tu casa es tan segura como un juguete. Y en tu calle hay gente bastante rara;
dudo que sean de la Asociación de Vecinos. Mantenerte a salvo será bastante difícil,
para que además esté aquí tu amiga Alma.
—Pero ya has oído por lo que está pasando. Está en plena crisis matrimonial. ¿Cómo
voy a abandonarla en una situación como ésta?
Jack se encogió de hombros. Cuando se trataba de problemas del corazón se sentía un
extraterrestre y un zoquete.
—No hace falta que la eches. Búscale un grupo de apoyo. Llama a un psiquiatra.
Cualquier cosa. No es algo tan raro que la gente se separe. Todo el mundo lo hace. Es
mejor que aferrarse a una relación donde se ha perdido el respeto, o a una relación que
se ha vuelto violenta.
—Sophie Devine se separó del profesor Winnifield y mira lo que pasó —los ojos azules
de Carly se ensombrecieron de tristeza—. Llenar a tu amante de plomo para mí es una
falta de respeto y algo más que violento.

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—El amor es una emoción violenta. Veo sus resultados todos los días en casos de malos
tratos domésticos, suicidios y persecuciones... —la mente de Jack retrocedió veinte años...
La imagen volvió a su mente tan clara y vivida como si no hubiera pasado el tiempo.
El ruido de las ruedas sobre el asfalto caliente mientras su madre caminaba delante,
inconsciente del peligro. ¿O habría sido consciente? Se lo había preguntado incluso en
aquel momento, en que había tenido que correr a buscar ayuda. Una ayuda que había
llegado demasiado tarde.
Jack pestañeó como para borrar la imagen.
—En mi opinión, el amor es una emoción que está muy sobrevalorada —dijo
secamente.
Carly lo miró pensativa un instante. Luego se encogió de hombros.
—Puede ser que tengas razón. No parece haber mucha gente feliz.
Jack se sorprendió de que ella estuviera de acuerdo. La miró en silencio mientras ella
recogía los trocitos de aguacate del sofá. Se movía con una gracia inconsciente. Al
inclinarse su pelo había caído suavemente hacia adelante rozándole las mejillas ter-
sas. Echarle un ojo durante las siguientes semanas no sería un sacrificio. Quitarle los ojos
de encima sería el desafío. Hizo la prueba, desviando la mirada de ella y posándola sobre
el resto de la habitación.
Estaba impecable. Se maravilló del contraste entre su casa y el destartalado edificio.
Los suelos no tenían alfombra. La madera estaba descubierta y con brillo. Había
algunas plantas distribuidas por distintas partes de la habitación. El sofá y el sillón
estaban usados pero conservados en el mismo color azul original; los almohadones le
daban un toque hogareño. No había nada con aspecto de nuevo o caro. Sólo había buen
gusto y limpieza.
Jack comparó aquel apartamento con el apartamento en el que había vivido y
crecido. El tiempo, o el trabajo duro, o el amargo divorcio, habían borrado el deseo de
belleza. Los muebles nunca hacían juego con nada, y las cortinas siempre colgaban
desprolijas. El aire viciado y las descoloridas alfombras ayudaban a crear una atmósfera
gris y desangelada. Todos los esfuerzos de Jack por salvar a su madre de la desespe-
ración habían fracasado en aquel lugar al que había llamado «hogar» años atrás. Carly,
en cambio, sabía aprovechar la luz y el color. Su apartamento tenía un aire optimista y
luminoso. Y seguramente ella se plantearía la vida del mismo modo.
—No le voy a pedir a Alma que se vaya. Ella es mi amiga. Y me necesita —dijo ella,
tirando los trozos de aguacate en una papelera.
Luego se fue a la cocina.
Él la siguió, recogiendo su bolsa de la frutería. Él no podía luchar contra el
crimen, ni contra Carly, con el estómago vacío.
—Mi opinión es que Alma necesita tanta protección como tú. Me parece que el
único motivo por el que las dos habéis sobrevivido es que en tu ciudad natal no
hay delitos —él levantó la vista y la miró. Ella lo estaba mirando—. ¿Qué ocurre?
—No necesito protección. Puedo cuidarme perfectamente sola.

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Jack se rió.
—Señorita, está soñando. Éste es un paraíso para los ladrones. No hay alarmas
de seguridad, ni perros guardianes, ni siquiera perros falderos feroces.
—Siempre igual.
Él la miró detenidamente, tratando de saber si lo había insultado. Ella lo miraba
con sus ojos azules llenos de inocencia.
—Sí, siempre igual. Pero no estaré aquí eternamente.
—¿Me lo prometes?
Jack levantó la bolsa de papel. Así que ella no lo quería. Bien. Él estaba allí sólo
para mantenerla a salvo, nada más.
Todavía tenía cuatro semanas para aleccionarla en defensa personal. Mientras
tanto, debía ganarse su confianza.
—Bonita cocina —dijo él—. ¿Dónde está el horno?
—Estás al lado del horno.
—¿Esto?
Ella se acercó al horno y pasó la mano suavemente por su superficie brillante,
como si fuera una modelo anunciando un producto en una exposición.
—¿No es bonito? Es un modelo de los mejores. ¿Te has fijado en la parrilla y el
grill?
—Es muy atractivo —dijo él.
Ella procedió entonces a mostrarle su picadora de carne, la pila de acero
inoxidable que ella misma había instalado, y las ollas de cobre que colgaban de la
pared.
Ella suspiró.
—Todo esto no es barato. Pero ahora debo concentrarme en hacerme una
clientela.
Ella se movió hacia los cajones llenos de utensilios.
—Todo esto es muy interesante —mintió Jack, después de que ella le
mostrase el pica-ajos—. Pero me muero de hambre. ¿Qué te parece si cenamos?
Para celebrar nuestra primera noche juntos.
En cuanto lo dijo se arrepintió de aquellas palabras. «La primera noche
juntos»... Sonaba peligroso, provocativo. Tal vez él necesitase un guardaespaldas
también.
—¿Sabes cocinar? —preguntó ella.
—Por supuesto —dijo él, señalando la comida que había dejado sobre la mesa.
Veinte cajas de macarrones y queso. Un sobre de sopa instantánea. Diez paquetes
de perritos calientes.
— ¡Es atroz! —dijo Carly, apoyándose en la nevera.

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—No —dijo él alegremente, alargando la mano hacia una de las cajas de


macarrones—. Es la cena. He aprendido a sobrevivir con una sola habilidad
culinaria.
—¿El agua hirviendo? —preguntó ella.
—También soy muy bueno en eso —dijo Jack, mientras extendía la mano hacia
una cacerola.
—Ésa es para hacer flan —dijo Carly quitándosela.
Jack volvió a descolgar otra cacerola. Y en ese mismo momento sonó el
teléfono.
—No contestes —le dijo él—. Deja el contestador.
Carly se quedó paralizada. El teléfono volvió a sonar.
—Es estúpido —dijo ella alargando la mano al teléfono.
— ¡Espera! —gritó Alma, corriendo hacia la cocina con una toalla rosa
envolviéndole el pelo—. ¡No contestes! Puede ser Stanley.
—¿Sabe él que estás aquí? —preguntó Jack.
Alma se encogió de hombros.
—Bueno, algo así. Le dejé una nota. No conoces a Stanley. Estaría muy
preocupado si desapareciera así sin más. Siempre me está advirtiendo de todos los
peligros del mundo. Si no le decía que había venido a casa de Carly, hubiera
llamado a la policía.
—No me extraña que lo dejaras —dijo Carly.
—Una vez se me hizo tarde al volver de compras y un policía me salió al paso.
Stanley había denunciado mi desaparición.
Jack se dio cuenta de que Carly se estremecía.
—Él siempre me ha hecho sentir tan amada —dijo Alma, con un suspiro.
El teléfono volvió a sonar.
—Pero no voy a hablar con él. No estoy preparada.
—Nadie atiende el teléfono —ordenó Jack—. Usaremos el contestador para
controlar todas las llamadas.
—Pero puede ser un cliente —protestó Carly—. Éste es mi apartamento. Mi
teléfono. Yo tengo un negocio que atender... —su voz se interrumpió al saltar el
contestador.
—«Creaciones Carly. Donde la comida se elabora teniéndolo en cuenta...» —se
oyó su voz grabada en el contestador—. «Por favor, deje su nombre y número de
teléfono cuando suene la señal y enseguida le responderé con un plato...»
Alma y Jack se rieron.
—Shh... —dijo Carly.

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—¡Eh! ¡Nena! Soy el Gran Bob, de la radio KUTY. Hemos conseguido esos
clientes que querías. Nuestros finalistas en el concurso «Marque una cena». Hemos
tenido una gran respuesta del público y todos los ganadores han estado de
acuerdo con tus condiciones —se oyó en el teléfono—. Oye, nena —dijo en una
voz seductora de discjockey—, si quieres experimentar sobre una víctima gustosa,
llámame. Pienso que podremos cocinar juntos una noche caliente.
—¡Asqueroso! —exclamó Alma, después de que terminase el contestador. Y se
fue nuevamente al baño.
Jack contó hasta diez silenciosamente. Luego volvió a contar.
—Así que «nena»... —empezó a decir, tratando de controlarse—. ¿Qué es
exactamente el concurso de «Marque una cena»?
Carly carraspeó.
—Es una nueva estrategia de marketing para Creaciones Carly. Ya te lo dije.
Tengo que hacerme una clientela.
—¿Comida gratis?
—Para tres ganadores. Por supuesto pongo un límite en el valor de la cena. No
puedo pagar un banquete.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente. ¡Ah! Y además hay un límite de tiempo también. La oferta
caduca en un mes.
—Le has dicho a la fiscal que no tenías ningún negocio de comidas ahora mismo
—dijo él, rascándose la barbilla.
Carly abrió un cajón y sacó un delantal.
—Yo no he dicho eso.
—Lo has dado a entender.
Se puso el delantal y dijo:
—Eso no tiene importancia ahora. Creo que tenemos que hablar.
Jack dejó la caja de macarrones y dijo:
—Estoy de acuerdo —ya era hora de que Carly Westin lo tomase en serio—.
¿Tienes un diccionario?
Ella lo miró confundida.
—¿Un diccionario?
—Quiero que busques la palabra «peligroso» —le dijo él, cruzándose de
brazos—. Porque obviamente tú no sabes el significado de la palabra ésa. Y luego
quiero que llames a tu discjockey favorito, el Gran Bob, y que le digas que vuestro
trato para «Marque una cena» ha terminado.
—No puedo hacer eso.

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—De acuerdo —dijo Jack, tratando de ser conciliador—. Entonces, postérgalo.


Hasta después del juicio.
—De ninguna manera —ella abrió la nevera y sacó un cartón de huevos—. Tengo
que pensar en mi reputación. Un negocio como el mío se levanta o se va a pique
por las referencias. No puedo cancelar el trato sin una buena razón.
Él no sabía si reírse o sujetarla por los hombros y sacudirla. Así que se quedó
ahí, sin hacer nada, y dijo serenamente:
—Te puedo dar unas cuantas razones. Por ejemplo: un loco que anda suelto por
ahí, te quiere muerta.
—Eso no lo sabemos seguro.
Él se llevó las manos a la cabeza.
—No lo sabremos seguro hasta que estés delante del médico forense. ¿Quieres
arriesgarte?
—Lo que no puedo aguantar es quedarme de brazos cruzados mientras mi
negocio se va a pique. ¿Quieres que quiebre? Estoy a punto ya.
La cara encendida la hacía más bella aún. Jack desvió la mirada hacia la
tostadora.
—La probabilidad de que uno de los ganadores del concurso sea la persona que
estás buscando son mínimas —continuó ella—. Quizás sea mejor que te quedes en
casa con Alma mientras yo estoy trabajando. Eres demasiado paranoico. No
puedes andar por ahí tomando las huellas digitales a mis clientes durante el
primer plato.
«¿Quedarme en casa con Alma?», pensó él. Y encima parecía decirlo en serio.
Jack respiró hondo.
—Mientras no sepamos a quién buscamos, todos son sospechosos. Voy a ser tu
sombra durante las próximas cuatro semanas. No vas a hacer un solo movimiento
sin mí.
Carly negó con la cabeza.
—No puedo permitirlo.
Jack se puso de pie para dejar claro su metro ochenta y ocho de estatura y su
complexión.
—Intenta detenerme —nunca había desafiado a una mujer con su físico. Pero
ya no sabía qué hacer. Sobre todo cuando Carly no quería entender razones.
Ella lo miró, pestañeó tres veces y luego se dio la vuelta para ponerse frente al
mostrador.
—¡ Ah! — sollozó ella.
Su llanto lo había herido como un cuchillo. Él quería asustarla para que le
hiciera caso, pero sin sollozos. Se quedó sin saber qué hacer, mientras ella estaba
con la cabeza gacha y los hombros rígidos.

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Las lágrimas de una mujer siempre lo incomodaban. Pero Carly era tan
respondona y tan resuelta, que no se había imaginado que podía llorar para lograr
lo que quería.
Jack alargó la mano tímidamente para consolarla. Y le acarició su pelo sedoso.
—¡No me toques! —murmuró ella. Él se sintió culpable y quitó la mano.
—De acuerdo —dijo él, dispuesto a rendirse. Cualquier cosa era mejor que
aguantar esa tortura. Se dijo que lo único que importaba era protegerla.
—Puedes servir a los ganadores de «Marque su cena» sin interferencia mía —
se peinó con los dedos, esperando que ella le gritase, lo patease, cualquier cosa
menos el arma con la que lo había atacado antes—. Tu seguridad sigue siendo
responsabilidad mía, pero intentaré no obstaculizar tu vida en lo posible.
Él la vio secarse las lágrimas.
—¿Quieres trabajar como ayudante mío para que nadie sospeche de la
verdadera razón por la que estás conmigo? —preguntó ella débilmente.
—Bien —dijo él con desesperación—. Haré lo que quieras. ¿Estás mejor ya?
Ella se llevó la mano al ojo derecho, se quitó una lentilla y suspiró aliviada.
—Son las lentillas. Ahora estoy mejor.
Entonces metió la mano en el cajón, sacó otro delantal y se lo pasó a Jack.
Él lo recibió y se quedó perplejo con el delantal en las manos.
—No es radioactivo —dijo ella sonriendo.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con él?
—Ponértelo. Si vas a hacer de ayudante, tenemos que hacerlo bien.
—Yo nunca...
Luego se dio cuenta de lo que le había dicho a Carly un momento antes,
presionado por su ataque de llanto por las lentillas.
Miró con horror el femenino delantal blanco. Seguramente eso iba más allá del
cumplimiento del deber.
Carly le sonrió satisfecha y le dijo:
—Y ahora en cuanto a tu revólver...

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Capítulo 3
ÉL estaba lo suficientemente bueno como para comérselo. Llevaba unos
pantalones anchos de lana negros y una camisa blanca. Era el estilo sencillo y
elegante que Carly había soñado siempre para Creaciones Carly. Después de varios
días de llevar el delantal y una oferta de pagar los gastos que se derivaran, final-
mente él la convenció de que usaran otra ropa para su trabajo. La pajarita le daba
un toque de distinción. El uniforme de ella iba a juego con el de él, a excepción de
las puntillas que adornaban sus puños y su cuello.
Carly se secó las manos, húmedas por los nervios, en el delantal mientras
miraba cómo Jack intentaba mantener en equilibrio la bandeja por encima de su
cabeza. El calor del horno era insoportable en la cocina del club de golf, y la música
estaba tan alta que hacía vibrar las fuentes alineadas en el mostrador.
—Relájate — le dijo ella al ver que los champiñones de la bandeja de Jack se
deslizaban levemente hacia su hombro antes de caerse al suelo.
—Otro champiñón kamikaze que muere —dijo él.
Carly tomó un trapo de cocina húmedo y lo pasó por la mancha de salsa roja que
tenía Jack en el hombro.
Como camarero era un desastre, pero lo peor era que no se tomase en serio su
trabajo.
—Intentémoslo nuevamente —dijo ella, tratando de armarse de paciencia.
—¿No podemos simplemente dejar las bandejas encima de la mesa del buffet
para que se sirvan? — preguntó él cuando se cayó otro champiñón sobre su cabeza
y se le resbaló por su elegante nariz—. Ya hemos matado a una docena de
champiñones.
—Tú los has matado. Yo sólo he presenciado su funeral en el cubo de la basura. Y
como respuesta a tu pregunta, no, en absoluto —Carly estaba de puntillas tratando
de quitarle un trozo de cebolla del pelo—. Un buffet no me interesa. Tengo que
pensar en mi reputación.
Jack bajó la bandeja hasta el mostrador en el momento en que otro champiñón
tomaba carrerilla desde lo alto. Lo apresó en el aire y se lo metió a la boca.
—Tiene demasiada pimienta —dijo masticando.
Carly se quitó un pelo de la cara.
—Como para hacer caso del consejo de un hombre que considera las cortezas de
cerdo una exquisitez...
—Lo dice una mujer que jamás las ha probado. ¿Dónde está tu espíritu de
aventura?
Ella se estremeció.
—Por favor, ya sufro bastante viéndote comerlas.

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—No me lo creo —se rió él con picardía—. Ayer por la tarde no podías quitar ojo
a las cortezas de cerdo. Querías probarlas. Admítelo.
—Nunca. Sólo quería estar preparada por si te daba un ataque al corazón. El
colesterol mata. Ya lo sabes.
—Como los fans que escriben cartas anónimas.
Sin embargo eso no te asusta. Por si no te has dado cuenta, tú tienes más
preocupaciones que una bolsa de cortezas de cerdo.
Ella miró el reloj en su muñeca.
—Tienes razón. Es hora de servir —le dijo, ignorando el gesto ensombrecido en
la cara de Jack—. ¿Te acuerdas de todo lo que te he dicho?
—No, mi mente se ha quedado en blanco desde que me has hecho poner esta
pajarita. Me da la sensación de que no deja que la sangre pase al cerebro.
—Deja de quejarte —dijo ella, levantando la bandeja de aperitivos y pasándosela
a él a nivel de su cintura—. No se necesita una gran ciencia. Simplemente
acuérdate de usar las tenacillas siempre que puedas cuando sirvas los
entremeses, hablar con cortesía, y que el cliente siempre tiene razón.
—¿Incluso si ese cliente quiere matar a la cocinera?
—Ya hemos hablado de ello —dijo Carly, limpiándose las manos en un paño—.
En este salón sólo hay un grupo de mujeres. No corro ningún peligro.
—Si yo te hiciera caso cada vez que dices eso, me quedaría sin trabajo —dijo él,
mirando las bandejas llenas de colorido—. Y a lo mejor dejaría de ser camarero.
—Sólo quiero que empieces a creerlo.
—Da igual si lo creo o no. No me pagan por pensar si estás o no en peligro. El
hecho es que la fiscal del distrito cree que estás en peligro, y yo trabajo para la
oficina de la fiscal del distrito. Yo también tengo que mantener una reputación.
Jamás he perdido un testigo en doce años de trabajo y no tengo intención de
arriesgarme ahora.
—¿Eso explica el registro rápido que has hecho cuando hemos llegado?
—Debes acostumbrarte a ello.
—¿Has encontrado a algún maníaco debajo de la mesa? ¿Algún asesino en los
servicios? —Carly intentó no reírse de la cara de desagrado que le puso él—. Tal
vez una de las mujeres de la hermandad es el profesor Winnifield disfrazado. ¿Te
has asegurado de que no haya barbas postizas?
La única respuesta de Jack fue un gruñido de desesperación. Se acomodó la
bandeja en la mano y salió a través de las puertas giratorias. Se oyeron risas y voces
femeninas al abrirse la puerta; luego se apagaron al cerrarse.
Carly centró su atención en el pastel de queso. Lo sacó del horno. Olía bien.
Estaba perfecto. Tenía que lucirse esa noche. Una de las ganadoras del concurso de la
radio era nada más y nada menos que Sidra Collins, hija de uno de los empresarios
más pujantes de Boise.

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Sidra había organizado la fiesta de despedida de soltera de una de sus amigas.


Se había pasado días mirando el menú de Carly y había elegido un selecto menú
de entradas. No satisfecha con eso, había insistido en que se cambiase el queso de
cabra por Brie y el pescado por un plato francés muy caro.
Cuando Sidra le había enviado la lista apenas había tenido tiempo de preparar la
comida. Sorprendentemente, la ayuda de Jack le había valido de mucho. Cuando
dejaba el revólver, el hombre era casi sociable. Exceptuando sus molestas reglas.
Finalmente no había resultado un mal compañero de piso. Incluso le había gustado
el toque masculino que le había dado a su piso. Había aparecido el mando a distancia
de la televisión; dejaba toallas húmedas alrededor de la lavadora, platos en el
fregadero. Y por supuesto no faltaban los partidos de fútbol los domingos.
Para su sorpresa, Jack parecía relajarse más cada día. No la había vuelto a alarmar con
posibles peligros...
Se puso colorada al recordar la carta anónima que había recibido esa mañana, la
carta que tenía escondida debajo del colchón.
Las escasas líneas de los versos eran tan inocuas y faltas de información como el
poema que había leído en la oficina de la fiscal. No rimaba mejor tampoco. El
papel era el mismo, un papel de lavanda. Pero en lugar de un dibujo hecho con
lápiz de cera, había una calavera con dos huesos cruzados.
Como había estado preparando la fiesta precipitadamente, no había tenido ni
tiempo ni ganas de mostrársela a Jack. Él no se daba cuenta de la importancia que
tenía para su negocio la impresión que pudieran causar en potenciales clientes
como Sidra Collins y la gente de la alta sociedad que andaba con ella. Él hubiera
podido agregar otra nueva regla a su colección, prohibiéndole servir comidas. Así
que decidió que a él no le afectaría aquello que desconocía.
Su guardaespaldas apareció por la puerta de la cocina, acompañado por silbidos
y descaradas proposiciones que se oyeron al abrir la puerta. Si ella hubiera sido
capaz de pasar por alto su inclinación a protegerla y su mente estrecha, podría
haber admitido que Jack le daba un toque interesante a su negocio. Su atractivo,
su porte alto y bien plantado gustaba a sus clientas.
—Quieren otra jarra de Margarita —dijo él, dejando un vaso en el fregadero—.
No les hace falta pero...
—Pero nosotros estamos para complacerlas —dijo Carly, dándole una jarra con
fresas flotando en la superficie.
—Esta vez sales tú —le dijo él —. Yo me quedaré en la cocina, a salvo.
Carly se rió.
—Creía que eras tú quien me protegía a mí.
—Eso era antes de salir ahí fuera solo. Tienes suerte de que esté entero todavía.
Esas mujeres tienen hambre de algo más que comida. Además, la princesa Sidra
quiere verte. Inmediatamente.
—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo? —dijo ella preocupada.

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—Hubo... un incidente.
—¡Oh! ¡No! Jack, ¿qué has hecho?
—Lo que tú me has pedido. He servido los champiñones, se me cayeron dos en
la alfombra, dos en el mantel, y otro en el body de una rubia de dientes blancos —
levantó las tenazas, haciéndolas sonar—. En ese momento tenía las tenazas a mano,
y....
—¡Oh, dime que estás bromeando!
—Les resultó divertido a todos los de la mesa.
—Excepto a Sidra, obviamente. Jack, ¿cómo has podido hacerme esto?
—Todo lo que he hecho ha sido seguir tus órdenes. Te parecerá raro, pero ha
sido así, y ha funcionado bien durante casi todo el tiempo —Jack carraspeó—. El
incidente está fuera de ese tiempo, claro.
—¿Mis órdenes? ¡Yo no recuerdo haberte ordenado que atacaras a la futura
novia con un utensilio de servir!
—No. Pero tú me habías dicho que usara las pinzas siempre que fuera posible
durante los entremeses.
Carly apretó los dientes.
—De acuerdo. Nuevas órdenes. Usa las pinzas para servir los entremeses. No
con los clientes. Con los clientes, nunca. ¿Queda claro?
—Perfectamente.
Carly se quitó unas migas de sus pantalones, y se preparó mentalmente para
enfrentarse a la cliente.
—Cruza los dedos para que Sidra no nos despida inmediatamente. No es el tipo
de publicidad que yo quiero darle a mi negocio.
Jack levantó los dedos en el aire y preguntó:
—¿Es otra orden?
—Recuerda lo que dijo la fiscal. Que me incomodarías la vida lo menos posible
—dijo ella. Y no esperó su respuesta, siguió hablando—. Bueno, no sólo me pareces
una incomodidad sino que me pareces irritante. Como esta mañana, cuando me
has despertado a las siete para hacer un registro de la cama.
—Para tu información, me he abstenido de despertarte media hora antes,
cuando he oído esos ruidos sospechosos en tu habitación Parecía una manada de
elefantes resoplando en tu apartamento.
—Alma se toma muy en serio su calistenia. Aunque tiene su precio.
—Lo sé —sonrió Jack—. La he oído gritar cuando abre la ducha. Me hace estar
agradecido a la señora Kolinski, la vecina de abajo.
—Olvídate de la señora Kolinski. Me preocupa Sidra. ¿Está muy enfadada?
—No lo sé. Siempre tiene la misma expresión en la cara.

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—¿Qué expresión?
—Esa cara de que un perro le ha hecho pis en la punta de sus zapatos de
diseño.
—¡Estupendo! O sea que o nos despide, o pide tu cabeza en una bandeja. Bueno,
seamos optimistas. Calienta el pesto mientras voy a ver a Sidra. También puedes
limpiar esa fuente por si la necesitamos.
Jack buscó una cuchara de madera y se desplazó hasta el hornillo de la cocina.
—Tus deseos son órdenes para mí —le dijo.
Carly sonrió yendo hacia la puerta.
—Recuérdalo. Puede ser que se cumpla mi deseo antes de lo que te imaginas.
Jack vio que Carly volvía sonriendo.
—Ya está todo arreglado. La buena noticia es que Sidra no estaba tan
enfadada.
—¿Y la mala noticia? —preguntó Jack.
—La fiesta no va tan bien como ella pensaba.
—Entonces, ¿empezamos a recoger?
Carly se acercó a él.
—En realidad quieren más.
—¿Más qué? —él extendió la mano hacia los aperitivos suspirando. Después del
incidente de las pinzas no se atrevía a volver al salón—. ¿Más tarta de pistacho?
¿Más pastel de queso?
—Más Jack.
La bandeja tembló en las manos de Jack. Ella se la quitó amablemente.
—El muchacho que iba a hacer el strip-tease no ha podido venir, y la novia dice
que tú estás muy bien.
—Espera un momento —dijo Jack—. He picado cebolla, he cortado jamón, he
partido nueces. Incluso te he dejado experimentar conmigo la salsa de vinagre que
has inventado. ¿No me merezco cierto respeto?
—Yo te respeto —dijo ella, alargando la mano para aflojarle la pajarita.
Jack le sujetó las manos firmemente.
—Esto es abuso sexual, señorita. ¿Quieres que llame a la autoridad?
—Tú no trabajas para mí. Tú eres empleado del estado de Idaho. ¿Quieres que
llame a la fiscal Speery y le diga que no estás desempeñando tu trabajo satisfac-
toriamente?
—¿Desempeñando qué trabajo? ¿Un strip-tease? Imagina que la situación fuera a
la inversa. No vas a decirme que saldrías a una sala llena de hombres babosos y... —

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Jack desvió la mirada hacia la fila de botones de la blusa de ella y se le olvidó de lo


que estaba diciendo—. Olvídalo.
—Tómatelo como una aventura. ¿No disfrutáis vosotros, los chicos, de trabajar
bajo un disfraz?
—Sí. Pero disfrazados. No, desnudos. Incluso me lo pensaría si la situación lo
exigiera. Pero la única que lo exige ahora eres tú. Lo siento, pero rechazo tu
particular oferta. Mi entrenamiento no incluye el hacer un strip-tease para una
sala repleta de mujeres babeantes.
Carly preguntó entonces:
—¿Y qué pasa si no te tienes que desnudar en realidad?
—Yo no tengo que hacer nada en realidad —dijo él enfadado—. Excepto
mantenerte a salvo hasta el juicio.
—¿Y qué pasa si hacemos un trato? —le dijo ella tirando de su pajarita
suavemente.
Jack no sabía cómo dejar clara su postura ¿No se daba cuenta de todo lo que
había hecho para tenerla contenta? Servir mesas, aguantar a Alma, usar esa es-
túpida pajarita. Ya estaba bien. Él estaba decidido a no ceder en aquello.
Pero en ese momento cometió un error: Mirar sus profundos ojos. La
profundidad de su mirada lo atrapó. Y vio cómo su decisión se le escapaba de las
manos.
—¿Un trato? —preguntó él, oliendo aquel pelo de ella con esencia de vainilla.
Sintió un hambre imposible de satisfacer con comida.
—Deja que Sidra y sus amigas puedan echar un vistazo a tu fabuloso físico —
la mano de Carly llegó el primer botón de la camisa de él.
—¿Mi fabuloso físico? —repitió él perplejo.
Ella sonrió.
—A Sidra le encantan los altos, morenos y con aspecto peligroso —Carly siguió
con el segundo botón de la camisa de Jack.
Él sintió el aliento tibio de Carly en su pecho desnudo.
—¿Y cuál es tu opinión?
Carly miró el tercer botón. Se puso colorada.
—Ya sabes que opino que el cliente siempre tiene razón. Pero en lugar de un
strip-tease, ¿qué te parece si les ofrecemos un camarero con el torso desnudo?
Jack se rindió sin decir nada más. No podía detenerla. Y no quería tampoco.
Cerró los ojos y dejó que ella le quitase la camisa. Emitió un gemido cuando ella
le rozó la espalda con las uñas.
—Lo siento. ¿Te he hecho daño?

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—No —dijo él. La sensación de las manos de Carly había superado cualquier
fantasía suya.
—Sal con los Margaritas primero —dijo ella—. Luego serviremos los pasteles de
queso.
Jack respiró hondo.
—No puedo creer que esté haciendo esto.
—Lo sé. ¿No es divertido el negocio del servicio de comidas?
—No puedes deshacerte de mí —dijo Jack cuando estaban desayunando.
—Y tú no puedes decirme qué tengo que hacer — contestó ella con una taza de té
en la mano. Era mejor que se concentrase en su justificada indignación en lugar de
recordar la imagen de Jack medio desnudo.
—Obviamente, no me escuchaste anoche cuando te dije que no llamases a los
bomberos —dijo Jack masticando ruidosamente los cereales—. Te dije que no había
motivo para alarmarse.
—De acuerdo. Entonces, en lugar de disculparte, tenías que decir que yo te dije
eso...
—¿Disculparme? ¿Por qué? —no comprendía nada.
Ella lo miró asombrada.
—¿Por dónde empiezo? ¿Por insultar a Sidra, lo que fastidia la posibilidad de
cualquier futuro negocio con ella o sus amigas? ¿Por el cuenco con salsa tirado sobre
la alfombra, lo que significa que no voy a recuperar el depósito que di al club? ¿Por
las llamas en la cocina del club? ¿Hace falta que siga?
—Hablas como si hubiera incendiado el lugar. Había mucho humo, pero...
—Sé lo que ha pasado —lo interrumpió—. Yo estaba presente. La alarma de
incendios sonó durante una hora. El extintor se activó y mojó a todos y a todo,
incluidas las sobras con las que planeaba vivir el resto de la semana.
—Si es eso lo que te ha molestado, deja de preocuparte. Te he dicho que no me
importa compartir la comida contigo si estás un poco justa de dinero.
—Por favor —se quejó ella—. Apenas puedo soportar verte comiéndola.
Él se encogió de hombros y volvió a meterse otra cucharada de cereales.
—Tú te lo pierdes —dijo luego.
—Exactamente —contestó ella—. Yo me lo pierdo. Es mi negocio. Si Sidra no
me demanda por daños y perjuicios puedo darme por satisfecha.
Jack extendió la mano hacia la caja de cereales y se volvió a servir en el tazón.
—¿Qué más quieres? Yo serví los aperitivos. Serví Margaritas. Incluso hice de
camarero en top-less.
Ella soltó un suspiro de desesperación.

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—Me refiero a los margaritas que has servido a Sidra. ¡Un vaso entero sobre su
cabeza!
—Se lo merece.
—No estoy de acuerdo. Además, pensé que tú cumplías las reglas. ¿Qué pasó
con la regla más importante: el cliente siempre tiene razón?
Jack dejó la cuchara.
—Ella me pellizcó el trasero y trató de quitarme los pantalones. Para tu
información, yo no permito a nadie que me pellizque sin mi permiso.
Carly dejó la servilleta de papel sobre la mesa.
—Gracias por la advertencia.
Jack la miró, desde su cabello hasta esas mejillas rosadas y se preguntó si no
haría una excepción a esa regla. ¿Qué haría él si Carly fuera hacia él y lo pellizcara?
¿Bañarla con el sifón que tenía al lado?
—Luego, cuando por fin conseguí secar a Sidra y calmarla tuviste que empeorar
las cosas prendiendo fuego a la cocina.
—Mira, tú me habías dicho que aumentase el fuego para hacer los crêpes.
—Sí —admitió Carly—. Pero no te había dicho que agregases el coñac.
—Los crêpes parecían secos.
—Estaban perfectos hasta que quisiste quemar más el azúcar, hasta incinerarlos.
—El fuego podría haberse controlado si no hubieras tratado de apagar las llamas
con un paño de toalla. El mismo que habías usado para secar a Sidra. El paño
impregnado en el alcohol de los margaritas.
—Lo que demuestra que tú no deberías haber reaccionado
desproporcionadamente tirándole el vaso a Sidra. De ese modo no hubiera pasado
nada.
De pronto sonó el timbre de la puerta.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Jack.
—No. A no ser que tú hayas llamado al jefe de bomberos y venga a registrarme
por pirómana.
—No me tientes —dijo él, mientras la seguía por el salón—. Si estuvieras entre
rejas, mi trabajo sería mucho más fácil.
Carly lo miró antes de ponerse de puntillas para ver quién era por la mirilla.
—Es Elliot.
—¿El tonto de al lado?
—Mi amigo de al lado —dijo ella, peinándose con los dedos el pelo húmedo.
Jack preparó su arma y la disimuló debajo de la cintura de su vaquero.

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—Puedes hacerlo pasar —dijo Jack, sentándose en el sofá con una pierna sobre
la mesa baja.
—Gracias por darme permiso.
Carly abrió la puerta.
—¡Elliot! ¡Qué agradable sorpresa! —dijo ella haciendo pasar a Elliot.
El muchacho le sonrió. Llevaba el borde de la gorra sobre unas cejas
inexistentes, tocando prácticamente el borde de unas gafas de miope.
—Espero no molestarte —Elliot se humedeció los labios e hizo un tic con el ojo
izquierdo.
—En absoluto —contestó Carly — . Tú siempre eres bienvenido. Entra y
siéntate.
Elliot tragó saliva al ver a Carly moverse por el salón. Luego se decidió a
seguirla.
—Sé que es temprano —empezó a decir Elliot apretando la carpeta que
llevaba contra su pecho. Llevaba una camisa de franela verde descolorida que le
llegaba casi hasta las rodillas—. He visto luz en tu puerta y quería... —su voz
fue apagándose al ver a Jack—. ¡Oh! Estás acompañada...
—En verdad, no —le dijo ella sujetándolo por el codo y dirigiéndolo hacia el
sillón.
—Mi nombre es Brannigan —le dijo Jack, levantándose a medias del sofá y
extendiendo la mano para saludarlo.
Elliot le dio su mano, pequeña y húmeda.
—¿Tú eres el compañero de habitación de Carly, entonces? He oído decir que
tenía un nuevo compañero de piso.
—No, debieron referirse a Alma —le dijo Carly —. Alma ha salido a buscar
trabajo esta mañana.
Jack se inclinó hacia adelante en el sofá y puso los codos sobre sus rodillas.
—Estoy aquí de visita. Soy el primo de Carly. Paso unos días aquí antes de ir a
Anchorage.
—¿Alaska? —preguntó Elliot con gesto escéptico.
—Sí. Tengo allí a mi equipo. Hacen una buena carrera de trineos.
— Sería mejor que acortases tu visita aquí, primo Jack —dijo Carly dulcemente—
. Es la época más fría del año, y tus pobres malamutes deben estar helándose.
Podrías encender un fuego y calentarlos. Tú eres muy bueno en eso —dijo Carly
con sorna y luego se volvió a Elliot y le dijo—: ¿Quieres tomar algo? ¿Una taza de
té?
—No, gracias —contestó Elliot. Se puso colorado hasta el cuello—. He venido
sólo para que vieras la petición que voy a hacer. Espero que seas la primera en
firmarla.

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—¿Una petición? —preguntó ella con curiosidad, quitándole la carpeta de las


manos.
—Es una petición para que arreglen el ascensor —dijo Carly al ver el papel.
Elliot asintió.
—Se está haciendo insoportable. Una trampa mortal. Los dueños del edificio no
debieran permitir que siguiera funcionando. He escrito cartas al administrador y al
dueño, pero no me han hecho caso. Ya es hora de adoptar una postura más drástica.
Jack se preguntó cuánto tiempo llevaría rondando los pasillos ese tonto. Se le
caía la baba cada vez que miraba a Carly. Y ella no hacía nada por evitarlo, po-
niéndosele delante en albornoz, toda suave y tentadora. Jack se reprimió las ganas
de mandarla a la habitación a que se vistiera.
Carly sonrió y le devolvió la carpeta a Elliot
—Gracias, Elliot, por darme la oportunidad de ser la primera en firmarlo. Pero el
ascensor no me molesta realmente.
—Pero tú te has quedado encerrada en él —dijo Elliot.
Ella le tocó el brazo afectivamente y le dijo:
—Puedo cuidarme sola. No hace falta que te preocupes por mí.
Elliot tragó saliva.
—Yo lo firmaré —dijo Jack alargando la mano hacia la carpeta de Elliot.
—No, esto es sólo para residentes —le dijo Elliot achicando los ojos—. Tú no
vives aquí.
—Pero uso el ascensor.
—Bueno, no importa —agregó Elliot arrancándole la petición de firmas—. He
cambiado de opinión.
—¡Oh! Elliot, no me hagas caso. Tú pide las firmas...
—No, prefiero no hacerlo —y rompió la petición. Jack no dijo nada hasta que
Elliot se fue.
—¡Uh! ¡Y yo que pensaba que tenía vecinos raros!
—Elliot no es raro. Es una persona que se siente sola y que es muy insegura. Y
tú no lo has ayudado mucho mirándolo de ese modo todo el tiempo.
—A quien estaba mirando era a ti. La próxima vez que estés con gente te sugiero
que te vistas. Ya es bastante difícil andar buscando a la persona que te ha
amenazado como para tener que hacerlo en medio de un montón de hombres que
te miran.
—¿Cómo?
Jack carraspeó. No parecían las palabras de un oficial. Parecían las de un novio
celoso.

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A él no le gustaban las discusiones absurdas. Y tampoco los celos, una emoción


que lo horrorizaba. Y no le gustaba Elliot. Si quería cumplir con su trabajo, si tenía
que defender a Carly de todos los locos que andaban sueltos, necesitaba que Carly
estuviera de su parte.
—Lamento que todavía estés disgustada por lo que pasó anoche. Por si te hace
sentir mejor, intenté suavizar las cosas con Sidra.
—Amenazarla con arrestarla por ebriedad y desorden no creo que sea suavizar
las cosas con un cliente.
—Míralo desde el lado positivo. Después de todo lo que ha sucedido anoche,
nuestro próximo trabajo de servicio de comidas va a parecernos una tontería.

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Capítulo 4
¡NO te muevas! —le dijo el niño de cinco años con gafas según iba avanzando
hacia Carly. Ella se refugió en un rincón del salón, y miró fijamente el arma que
llevaba el niño. Debía controlarse, no caer presa del pánico.
—Quiero perritos calientes para mi fiesta de cumpleaños —pidió Oliver
Winston Hodges III.
Le llegaba a la cintura a Carly.
—Largos y con mucho ketchup y mostaza. Y patatas fritas, y un montón de aros
de cebolla.
—Primero quita el arma, Oliver. Después hablaremos.
—¡No! —gritó el niño, dando un paso hacia ella amenazadoramente. Un círculo
de niños de pre-escolar los rodeaba, señalando a Carly.
—No quiero tofu —exclamó Oliver con las mejillas arrebatadas—. No pienso
comer tofu. ¡Odio el tofu!
Carly desvió los ojos del objeto que el niño tenía en la mano y trató de hablar
serenamente.
—Tu madre y tu padre quieren que tomes tofu. Han insistido. ¿Qué te parecen
unos perritos calientes de tofu? Los puedo hacer en un momento. Les agrego
ketchup y mostaza, les puedo poner pepinillos también, si quieres.
—¡No... no... no! —gritó Oliver Winston Hodges III golpeando el suelo con los
pies.
Carly se preguntó si la idea del concurso «Marque un número» era tan buena
como había pensado. Ella no había previsto preparar la fiesta de cumpleaños de
un niño. Al parecer tendrían que pasar algunos años hasta que Oliver pudiera
contratar sus servicios. Y sus padres no habían estado pendientes mucho tiempo
como para apreciar su arte culinario. Se habían marchado poco después de que la
mujer de la limpieza los hubiera hecho pasar a Jack y a ella. Sin duda su propio
hijo también los asustaba a ellos.
Al menos Jack seguía en la cocina. Lo que menos falta le hacía era que él
estuviera por allí y que decidiera rescatarla de aquel villano que aún se chupaba el
dedo. Ella podía manejar la situación sin la ayuda de un hombre. Cualquier
situación. Aunque en ese momento le hubiera gustado tener el revólver de Jack en
sus manos.
—¿Así que quieres perritos calientes? —le preguntó Carly intentando poner voz
firme.
—Quiero un mago también —dijo el niño—. No un payaso tonto que haga de
mago. Quiero un mago de verdad que pueda hacer desaparecer las cosas y que
pueda cortar en dos a una chica —el niño se dio la vuelta hacia una niña de rizos
que estaba a su lado—. Quiero ver mucha sangre.

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Bien, otro Chester Winnifield en potencia. Aunque en ese momento ella hubiera
preferido enfrentarse al loco que la amenazaba antes que pelear con el enemigo que
tenía enfrente. La nota anónima que había encontrado aquella mañana en el
buzón, con aquellos versos malos, no la había asustado tanto como Oliver con esa
cosa en la mano.
El niño se abalanzó sobre Carly, y en ese momento Jack salió de la cocina.
—¿Qué ocurre? —su voz se fue apagando al ver el cuadro.
—Yo... pue... puedo sola... con esto —dijo Carly con dificultad—. Vuelve a la
cocina...
Para ser un hombre que vivía bajo órdenes no las cumplía muy bien. Porque en
lugar de volver a la cocina se cruzó de brazos y se rió pícaramente, apoyándose en
la pared. Ella lo despreciaba en ese momento. Igual que odiaba a sus tres
hermanos en situaciones semejantes. Ellos eran los que tantas veces le habían
puesto un ratón entre las sábanas. Los que se reían de ella y los que le llamaban a
eso legítima venganza por los chismorreos de su hermana de diez años. Desde
entonces no podía soportar ver un roedor.
Carly dirigió su rabia al niño.
—¡Quita... esa cosa de ahí! —le dijo a Oliver, al ver el ratón mascota con que el
niño la amenazaba.
—Sólo si tú te deshaces de esos estúpidos gorros de cumpleaños —contestó él
—. No quiero globos tampoco. Tengo cinco años ahora, no soy un bebé.
Preparar el cumpleaños de unos niños ricos y malcriados no era uno de sus
sueños, pero ser chantajeada por un enano de cinco años era degradante. Sobre
todo cuando Jack Brannigan la estaba mirando.
Carly respiró hondo, e intentó no mirar al ratón que el niño le había puesto
delante de la cara.
Pero no debía dejarse llevar por el pánico.
—¿Alguien más quiere algo? —preguntó Oliver a sus amigos—. ¿Galletas?
¿Helado? ¿Juegos de vídeo?
Mientras el niño miraba a sus amigos, Carly pensó cómo podía salir de aquello.
—Zumo de uva para todos —ordenó Oliven El ratón se retorció tratando de
escaparse de las manos de Oliver. Carly cerró los ojos; quería morirse.
—¡Eh! ¡Hodges! ¿Has visto alguna vez una de éstas? —preguntó Jack.
Carly se giró para ver cómo Jack sacaba algo plateado de su billetera.
—Sí. ¿Y qué? Eres un camarero simplemente. No eres un sheriff, ¿no?
—Peor que eso —dijo Jack—. Soy un agente especial del estado de Idaho, que
trabajo con una identidad falsa —Jack dio un paso hacia adelante, con los brazos
paralelos al cuerpo, como si fuera un cowboy a punto de disparar—. He jurado
hacer cumplir la ley.

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—¿Y? —preguntó Oliver con las mejillas coloradas.


—Estás violando varias leyes en este momento.
—¡No! ¡No es cierto! —exclamó el pequeño terrorista.
Jack se rascó la barbilla.
—Veamos: chantaje, incitación al desorden, llevar armas. Con todo eso tienes por
lo menos diez años de cárcel.
—¿Diez años?
—¿Has estado alguna vez en una prisión de alta seguridad, Oliver?
El niño negó con la cabeza.
—No te gustaría. No hay juguetes. Puedes olvidarte de jugar para siempre.
—Quiero que venga mi mamá —dijo uno de los pequeños.
Oliver achicó los ojos.
—Mi papá no te dejaría llevarme a la cárcel. Él tiene mucho dinero.
Jack sonrió fríamente.
—Tengo a la ley de mi parte, Oliver. Arresto a cientos de delincuentes.
Muchos de ellos tienen mucho dinero también, incluso más que tu papá. Veamos,
¿dónde he puesto las esposas?
Los labios de Oliver comenzaron a temblar.
—¡Pero es su cumpleaños! —exclamó una de las niñas horrorizada—. No puedes
arrestarlo el día de su cumpleaños.
—Sería una vergüenza para él pasar el día de su cumpleaños entre rejas. Tal vez
si Oliver quitase el ratón y comenzara a comportarse como un buen ciudadano
del estado de Idaho podría quitarle los cargos que se le imputan.
Oliver salió corriendo de la habitación con el ratón en la mano.
Carly suspiró aliviada y casi se desvaneció.
—Podría habérmelas arreglado sola —murmuró ella.
—Estás bien ahora, ¿no? —le dijo él al oído—. No te asustes.
—No estoy asustada —contestó Carly automáticamente—. Simplemente estoy un
poco nerviosa porque tomé mucho café esta mañana.
—De acuerdo. No te asusta nada. Tú eres perfectamente capaz de cuidarte sola
—dijo él sonriendo.
Ella hubiera querido borrarle la sonrisa de la cara. Pero en cambio se dejó caer
en sus brazos. El corazón le latía tan rápidamente que estaba segura de que Jack lo
notaba.
—Relájate —le dijo él—. Yo te cuidaré —agregó, mirando a los niños que los
observaban en silencio.

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—Vuestra merienda está en la mesa. Espero que os comáis todo.


Los niños corrieron por el pasillo hacia el comedor.
—Relájate, Carly —le dijo él.
—Tú crees que yo soy una enclenque —protestó ella, con la cara hundida en su
hombro.
—Yo pienso que tú eres valiente, temperamental y hermosa.
Ella se puso rígida.
—Te estás burlando de mí.
—No —contestó él. La acercó más y le acarició la nuca—. Te estoy consolando.
Ella sintió un escalofrío en toda su espina dorsal al sentir la mano de Jack. Se
sorprendió por su reacción. Cerró los ojos y se relajó en sus brazos. Necesitaba
esos segundos para poder recomponerse.
Jack acarició su pelo con los labios. Luego entrelazó sus dedos en su cabello
rizado, y le echó la cabeza hacia atrás para poder acariciar con sus labios sus me-
jillas. La sangre de Carly iba ganando temperatura. Finalmente, él encontró su boca
y la besó con un gemido de anticipación.
La adrenalina que antes se había apoderado de Carly se transformó en
pasión. Ella lo abrazó y lo besó intensamente. Él le acarició la espalda y rodeó su
cintura con sus manos. Aquella sensación la hizo estremecer de deseo. Todo
parecía haber quedado distante: el murmullo de los niños en la habitación de al
lado, el ruido del reloj de pared, el ratón... Sólo estaba Jack.
—Carly —gimió él, mientras le recorría el cuello con los labios.
—No pares —le dijo ella, hundiendo sus dedos en el cabello de Jack y aspirando
su fragancia.
El gimió y la volvió a besar una vez más, apasionadamente, abriéndose paso con
su lengua.
La abrazó fuertemente. Ella sintió el sabor del tofu combinado con aquel
masculino ardor y volvió a sumergirse en la pasión. Por un momento se preguntó
si no habría muerto y aquello sería el paraíso.
—¿Qué tipo de negocio es éste? —dijo una voz desde la puerta.
Carly suspiró asombrada mientras se separaba de Jack.
Eran los progenitores de Oliver Winston Hodges III que los miraban
incrédulos.
—¡Me parece un negocio un poco raro! —dijo el señor Hodges—. Pensé que
ustedes eran de un servicio de comidas, no de un servicio de educación sexual.
¿Dónde están los niños? —dijo la señora Hodges.
—En el comedor —contestó Jack—. Comiendo la deliciosa comida que usted
pidió.

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—¡Mamá! —gritó el niño, que acababa de entrar en la habitación—. Él dijo


que... tengo que ir a la cárcel —dijo Oliver, señalando a Jack con los ojos llenos
de lágrimas.
Carly se arregló el pelo y trató de salvar la situación.
—Estábamos a punto de llevar la tarta de zanahoria con trocitos de alfalfa.
¿Estáis listos para apagar las velitas, Oliver?
La respuesta de Oliver fue un gruñido. Luego se colgó del cuello de la madre.
—¡Por favor! ¡No me hagas ir con ellos! ¡Por favor, por favor!
La señora Hodges abrazó al niño y miró horrorizada a Carly y a Jack.
—¿Qué le habéis hecho a mi angelito?
—Señora, este niño no es un ángel —dijo Jack.
—Jack... —trató de calmarlo Carly.
—Déjame que esto lo arregle yo —dijo él abruptamente, dando un paso para
enfrentarse a los Hodges—. Su hijo es un niño egoísta y malcriado...
—Pero tiene tanta vitalidad... —dijo Carly para arreglarlo—. He traído algunos
juegos...
—Ya hemos visto una muestra de los juegos que ha traído, señorita Westin —la
interrumpió la señora Hodges, con toda la ferocidad de una loba que protege a su
carnada. Luego su mirada se desvió hacia Jack—. ¡Cómo se atreve a entrar en
nuestra casa e insultar a nuestro hijo! ¡Ahora mismo voy a llamar a la radio para
pedir unas disculpas que salgan al aire, por esta parodia, que encima llaman
premio! —pasó al lado de ellos con Oliver en brazos y salió de la habitación.
—Ya puede olvidarse de ese servicio de comidas del que habíamos hablado —
agregó el señor Hodges, mirando el cuerpo de Carly con desprecio—. No necesito el
tipo de servicio que usted ofrece, señorita Westin.
Antes de que Carly tuviera tiempo de responder de forma profesional a su
comentario, Jack contestó al señor Hodges con un puñetazo en su barbilla hundida.

—No debí permitir que sucediera eso —dijo Jack, mientras conducía por las
calles mojadas de Boise.
Ella se mordió la lengua. En realidad tenía montones de reproches que hacerle.
Pero dudaba que lo que le dijera pudiera penetrar en su cerebro. Los hombres
como Jack y como sus hermanos no entendían razones. No respetaban su derecho
a valerse por sí misma. Jack lo había demostrado cuando había golpeado al señor
Hodges.
—No hay excusa posible —murmuró él—. Nunca pierdo el control así.
El ruido rítmico del parabrisas del coche parecía aquietar a Carly. Por lo menos
él sentía remordimientos por lo que había hecho. Una emoción desconocida para

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los miembros del club de la testosterona. Generalmente ellos pegaban primero y


pensaban después, bebiéndose una cerveza.
—No volverá a pasar —juró Jack—. Lo prometo.
Carly sonrió. ¡Pobre Jack! Parecía un niño pidiendo perdón por pelearse en el
recreo. Ella resistió la tentación de acariciarle la cabeza.
—No te preocupes —dijo ella—. Olvidémoslo.
Él se giró para mirarla con firmeza.
—Tienes razón. Los dos sabemos que ese beso ha sido un error. Un gran error.
Será mejor que lo olvidemos todo.
«Un error», pensó ella.
—¿Te estás disculpando por haberme besado?
—Los dos nos hemos dejado llevar. Yo sabía que tú necesitabas consuelo...
—¡Cómo te atreves! —gritó Carly—. Para que lo sepas, yo no necesitaba
consuelo, ni que me rescatasen, ni que me besaran. Un error que tú empezaste.
—Carly, tú conoces mis normas sobre...
—Me merezco una disculpa —continuó ella, interrumpiéndolo—. Exijo una
disculpa. ¡Pero no por un insignificante e inocente beso que quedará en el olvido!
¡Cómo podía sentirse atraída por un hombre que se disculpaba por el beso más
salvaje y ardiente que jamás había experimentado!
Al ver que una luz roja se reflejaba en el espejo retrovisor Carly exclamó:
—Lo que me faltaba. Otro ciudadano de Boise que quiere protegerme y
servirme.
—Hazte a un lado —le ordenó Jack
—¿Qué crees que voy a hacer?
—Realmente nunca sé qué vas a hacer. Y por favor, no intentes salir de ésta
ofreciendo una tarta de limón con merengue al policía de tráfico —dijo Jack,
cuando se aproximó el policía a la ventanilla de Carly—. Está prohibido el
soborno.
—No tengo que sobornar a nadie —contestó ella.
Carly abrió la ventanilla.
—Hola, soy Carly Westin.
—¿Puede darme su carnet de conducir?
—No comprende —explicó ella—. Soy amiga de Violet Speery, la fiscal del
distrito. Y éste es el agente Brannigan. Estoy segura de que él podrá aclararles
cualquier malentendido.
—Ésta es una citación de tráfico —dijo el policía, extendiéndole una multa—, no
un malentendido.

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—¿Por qué? Yo no conducía a una velocidad no permitida. Estaba conduciendo


por debajo de la velocidad máxima. Debería premiarme por ello.
—Por no obedecer una señal de stop —le explicó el oficial.
—¡Si he parado! —miró a Jack—. ¡Tú me has visto parar!
Jack negó con la cabeza.
—Has frenado.
—¡He frenado para parar! ¡Díselo al agente! Y así no perderemos la fecha del
juicio —ella se volvió alpolicía—. Mi testimonio es indispensable para el caso.
—La fecha del juicio no es hasta dentro de dos semanas, señorita Westin —sonrió
el policía. Y le entregó la citación—. La próxima vez deténgase totalmente antes de
la intersección.
Ella esperó a que se fuera el agente para decirle a Jack:
—Gracias por tu ayuda. Ese policía acaba de ponerme una multa que no puedo
pagar. Ahora realmente tendré que ser fugitiva de la justicia.
—Has infringido las normas. Debes pagar las consecuencias.
—¿Yo? ¿Y tú qué? ¿Te has olvidado de la regla número uno: no atacar al cliente?
—Hodges pasó la línea primero. Hay algunas reglas que no están escritas. Una
de ellas es la forma en que le hablas a una dama. Hodges la infringió.
—Pero lamentablemente no contratará nuevamente mis servicios de comidas.
—¿Me culpas por eso? ¡No te estaba diciendo cosas bonitas, que yo sepa!
—¿Y has pensado que un puñetazo iba a convertirlo?
—No intentes hacerme sentir culpable. Ese beso que presenciaron fue lo que le
molestó de verdad.
—¿Qué beso? —preguntó inocentemente.
Estaban llegando al aparcamiento de los apartamentos. De pronto vio a un
hombre frente al edificio con el torso desnudo. Le llamó la atención porque
pronunció un nombre conocido.
—¡Alma! ¡Cariño! —la lluvia le mojaba el pelorubio del pecho.
—Deja que adivine. Ése es Stanley, y ésta es una producción marginal de
Boadway de una obra de Tennessee Williams —dijo Jack.
Salieron del coche. Y corrieron protegiéndose con la chaqueta de Jack sobre sus
cabezas. Ella reprimió sus deseos de apretarse más contra él
—¿Tienes frío? —le preguntó él.
—No —mintió ella.
No le iba a dar el gusto de admitir que tenía los pies helados.
Carly miró la ventana de su casa con ganas de estar adentro. En ese momento
salió la cabeza de Alma gritando:

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—¡Stanley, piérdete! ¡Yo no soy tu cariño! Se llama Jemima y su número


empieza por novecientos —y le tiró un florero de cristal.
Stanley se apartó justo a tiempo, y el florero se estrelló contra el cemento.
— ¡Almaaa! —gritó Stanley, cayendo de rodillas. La señora Kolinski miró por la
ventana y empezó a protestar.
Stanley volvió a gritar el nombre de su mujer.
—Creo que está borracho —dijo Carly cuando se acercaron a Stanley. Olía a
alcohol.
—Es hora de que te marches, hombre —le dijoJack, sujetando a Stanley y
poniéndolo de pie—. ¿Por qué no tomas un taxi?
—No quiero un taxi —dijo Stanley—. Quiero a Alma.
—¿Dónde está tu camisa, Stanley? —le preguntó Carly.
—No lo sé —le dijo Stanley con los ojos rojos—. La dejé por ahí. A Alma le
gusta que me quite la camisa.
—Supongo que la habrá dejado en la piscina de whisky donde se metió. Está
tan borracho...
—Estoy borracho de amor —dijo Stanley—. Quiero que vuelva mi nena. Mi
Alma. ¡Almaaa! ¡Almaaa! ¡Cariño! —gritó.
—Ya está bien, Stanley —le gritó Alma desde la ventana. Y le tiró un
almohadón—. ¡Si te sientes solo, llora en el almohadón, desgraciado!
El almohadón cayó encima de la cabeza de Stanley, y éste cayó de rodillas y
gritó nuevamente:
—¡Almaaa!
Carly recogió el almohadón de su sofá. Como siguiera así, Alma tiraría todas sus
cosas por la ventana.
Carly le dijo a Jack:
—Llevémoslo arriba. Se ahogará si lo dejamos aquí con la boca abierta.
—Venga, tío —le dijo Jack a Stanley.
Stanley apenas se tenía en pie. En un momento se cayó sobre Carly. Jack juró
entre dientes.
—Voy a devolver —dijo Stanley de pronto.
—¡Ni se te ocurra! ¡O te disparo! —le dijo Jack, siguiendo a Carly por el
corredor.
El ascensor no ayudó demasiado tampoco. Stanley se sentó en el suelo en un
rincón del ascensor hasta que llegaron al tercer piso.
—Como no se abra la puerta ordeno que clausuren el edificio —protestó Jack.

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—No lo haces bien —dijo ella, dándole al botón con el puño. Esperó unos
segundos, y luego volvió a darle.
Carly sonrió satisfecha al ver que las puertas se abrieron.
—La próxima vez vamos por las escaleras —dijo Jack, arrastrando a Stanley para
sacarlo del ascensor.
—No podemos. La puerta de la escalera está atrancada.
—¿No hay nada que funcione bien aquí? —se quejó él.
—Si te refieres a mí, no funciono tan mal. Acabo de llenar un impreso para la
fábrica de caramelos. Necesitan una chica excéntrica —dijo Alma.
Jack abrió la boca para decir algo, pero Carly se la tapó.
—No lo digas —le advirtió.
Pero Alma no se dio cuenta de nada. Estaba demasiado ocupada mirando a
Stanley.
—¿Qué hace aquí? Yo no tengo ganas de reconciliación —dijo Alma.
—Dudo que tu esposo pueda pronunciar siquiera la palabra reconciliación —
dijo Jack—. Mucho menos iniciarla en las condiciones que está. Cuanto antes le
hagas un café, antes podremos llamarle un taxi.
Stanley se levantó lentamente.
—No me quedaré donde no soy bien recibido — dio dos pasos muy decidido y
se cayó al suelo—. No te preocupes, Alma. Estoy bien.
Carly se puso pálida al ver que Stanley se había caído de bruces contra una
planta. Para distraerlos un poco, fue hacia el radiador y dijo:
—Está frío.
—¿Te sorprende? —preguntó Jack.
Ella estaba guapa hasta mojada. La lluvia le había mojado el cabello y le había
formado más rizos aún, que le caían por la espalda. Llevaba la blusa empapada y
pegada al cuerpo, marcándole todas las curvas.
—¿Puedes arreglarlo? —le preguntó ella.
Jack se imaginó de pronto abrazándola, dándole calor. Pero ya había cedido a
esa fantasía una vez aquel día. Había sido un error que no debía repetirse.
Se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa, con la esperanza de que el trabajo
manual le quitara el recuerdo de lo bien que se habían adaptado las curvas de
ella a su cuerpo.
—¿Qué es esto? —preguntó Stanley.
Jack se alejó del radiador. Stanley tenía un sobre en las manos. Lo había
encontrado entre las hojas de la planta.
Alma se lo quitó rápidamente.

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—¿Quién puso una carta en una planta?


—Buena pregunta —dijo Jack, quitándosela a Alma.
Abrió el sobre y encontró el mismo papel con lavanda de la vez anterior. En
doce años de trabajo nunca había conocido a una testigo que se tomara tan a la
ligera la amenaza contra su vida.
—Quiero respuestas. Inmediatamente —ordenó Jack a Carly.
—¡Pero estoy empapada! —le castañeteaban los dientes—. Déjame que me
cambie primero y luego te explico este pequeño... lío.
Jack negó con la cabeza, no queriendo demorar la explicación.
—Me parecía raro que no hubieras recibido más amenazas. La mayoría de los
casos no terminan en una sola amenaza.
—A lo mejor mi caso es diferente.
—O tal vez me has estado mintiendo. Esta carta es idéntica a la primera. El
mismo papel, la misma tinta. La misma amenaza de muerte.
—Tampoco rima bien —dijo Carly. Y leyó la nota en voz alta:
No intentes mentir
cuando sabemos que no es verdad
o encontrarás el modo
de que una cocinera se vuelva azul.
—¿Sabes qué significa esto? —preguntó él agitando el sobre debajo de la nariz
de ella.
—¿La sinceridad es lo mejor?
—Significa que el tipo sabe tu dirección. ¡Sabe dónde vives! —Jack estaba
furioso—. ¿Me ocultas algo más? ¿Llamadas telefónicas? ¿Fax?
—Sólo otra carta anónima y un trozo de tarta de queso con frambuesa. Elliot no
ha probado nunca la tarta de queso. Quería guardar un trozo para él antes de que
tú robases más —puso los brazos en jarras—. Te he visto, Brannigan, así que no
trates de desmentirlo, o decir que estabas buscando alguna pista en la nevera.
—Es increíble. Un tipo te amenaza con matarte, y tú te enfadas porque he
probado un postre.
—¿Probado un postre? El único que se va a poner azul vas a ser tú, a juzgar por
la cantidad de frambuesas que te has comido. ¿Sabes tú lo que significa la palabra
«moderación»?
—De hecho en este momento estoy practicando un acto de moderación.
Considérate afortunada.
—¿Es una amenaza, agente Brannigan? —le preguntó Carly desafiante.
Él cerró los ojos para no volver a posarlos sobre su anatomía tan bien dibujada
bajo la ropa húmeda.

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Había recibido dos cartas más desde que él estaba en su casa. Y no le había
dicho una sola palabra. Si él se hubiera concentrado más en su trabajo en lugar de
en la contemplación de ese cuerpo...
—No es una amenaza, por supuesto. Soy un profesional, señorita Westin. No
amenazo, a no ser que piense llevar a cabo la amenaza.
Ella se estremeció. Jack al ver su reacción se arrepintió de su dureza y dijo:
—No quiero asustarte...
—No tengo miedo. ¡Estoy helada! ¿Qué sentido tiene que me protejas de un
loco si me muero de frío en medio del salón de mi casa?
—Quiero ver esa otra nota —le dijo él.
Ella se giró y fue hacia su dormitorio. Después de un tiempo que a él le pareció
interminable regresó.
Se había puesto un albornoz en lugar de la ropa mojada y una toalla en el pelo.
Ella sacó la carta del bolsillo del albornoz y se la dio a Jack.
Él miró detenidamente el papel para ver si encontraba alguna clave.
Uno, dos, tres, cuatro, alguien llama a la puerta cinco, seis, siete, ocho, la muerte
y Carly tienen una cita.
—Nuevas reglas. Desde ahora yo abriré todo tu correo. Al parecer no puedo
fiarme de ti. Y la puerta permanecerá cerrada con llave las veinticuatro horas del
día. No me importa si Elliot se muere de hambre en el corredor. No vas a poder ni
espiar por la puerta sin mi permiso.
Carly gruñó.
—No quiero más reglas. Reconozco que debí mostrarte estas cartas antes. Pero
no pensé que podían ayudar, y sinceramente pensé que podían hacer daño, me
refiero a mi negocio.
—Tal vez tu negocio sea la única forma de que te tomes esto en serio. Si
descubro que ocultas alguna otra prueba, romperé tu trato con la fiscal del
distrito. Carly lo miró sorprendida.
—¡No puedes hacerme eso!
—Puedo hacerlo y lo haré —dijo él seguro de haber logrado algo por fin—. Te he
dicho que no amenazo a no ser que cumpla las amenazas. Si infringes las reglas,
tendrás que asumir las consecuencias.
Stanley protestó tendido en el suelo de madera.
—Ése no es modo de conquistarla —dijo. Y empezó con el hipo—. ¿No has
aprendido lo que dice el libro Los Diez Requisitos Del Verdadero Amor?
Carly y Jack lo ignoraron.
—Estás actuando como si yo fuera el chico malo —lo acusó Carly.

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No andaba lejos. Ella amenazaba su ética profesional, su carrera, su cordura.


Especialmente cuando lo miraba con esos ojos azules y esas mejillas encendidas.
—Yo sólo quiero hacer mi trabajo. Y no voy a permitir que tú ni ninguna otra
persona me lo impida.
—Punto número cinco —dijo Stanley desde el suelo—: El verdadero amor
habla con una lengua suave como una caricia.
—¡Cállate, Stanley! —le ordenó Jack, poniendo las cartas con lavanda en
bolsas de plástico separadas antes de cerrarlas.
Alma protestó.
—No tienes por qué descargar tu frustración con Stanley. Él no es quien envía
esas cartas. Y Carly tampoco tiene la culpa, sólo porque tú no puedas resolver este
caso. Si te sientes impotente, ¿por qué no buscas a alguien que te ayude?
Impotente. Por primera vez Jack pensó en lo que significaba esa palabra.
El horror lo puso en acción.
—Eso es exactamente lo que pienso hacer.

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Capítulo 5
EL profesor Chester Winnifield tenía cerca de sesenta años y el físico
blandurrio e inconsistente de una persona poco familiarizada con los trabajos
físicos. Sus hombros redondos y piernas regordetas eran otra prueba de su estilo
de vida de tresillo de salón; y su piel pálida y blanca era el producto de muchos
años a la sombra de las bibliotecas.
Jack observó al acusado de doble asesinato en la sala de visitas de la prisión del
condado. De pronto se dio cuenta de por qué Violet era tan reticente a que lo
condenasen. El profesor no parecía capaz de matar una mosca, y menos a una
persona.
—Buenas tardes, señor —dijo el profesor Winnifield, quitándose las gafas—. Es
un placer. Supongo que estará aquí para una consulta.
—¿Una consulta? —repitió Jack, pensando lo raro que se veía el profesor con su
traje de preso, aunque estuviera limpio y planchado.
—Una sesión acerca del amor —contestó el profesor, pestañeando—. Por favor,
no se sienta inhibido, agente. Perdone, pero me he olvidado de su nombre. Ha
habido tantos...
—Brannigan —dijo Jack—. Y no estoy aquí para que me haga una sesión acerca
del amor.
El profesor hizo un gesto con la mano.
—No perdamos tiempo con esa tontería. Los dos sabemos el motivo de su
visita. Tener la oportunidad de una sesión particular con el creador de Los Diez
Requisitos Del Amor Perfecto es irresistible, después de todo. Y ahora, dígame,
agente Brannigan, ¿en qué puedo ayudarlo? —dijo Winnifield sacando una libreta
y un bolígrafo del bolsillo.
—Estoy aquí para hacerle algunas preguntas.
—Naturalmente. Mucha gente de Boise viene a verme por el mismo motivo.
Aunque no lo crea, al principio he intentado tomarme este lugar como un sitio
donde pasar un tiempo sabático. Paz, quietud. Tiempo para reflexionar acerca de
la vida y de la compleja dinámica de las relaciones interpersonales. Pero, ¿sabe qué
encontré en cambio?
—¿Que la cárcel y el Holyday Inn no tienen mucho que ver? —dijo Jack.
El profesor se estremeció.
—Es una forma de decirlo. La comida en este lugar es mala. Tanto como los
recursos educacionales. Pienso escribir un libro sobre las desastrosas condiciones.
—Tendrá tiempo de sobra para hacerlo —le dijo Jack, mirando su reloj.
—Eso espero. Ya le he enviado una nota a mi editor. Pero ése es un tema para
otro día. De momento paso los días dando consejos románticos a gente de los
círculos oficiales, desde los más bajos a los más altos. Y ahora estamos aquí para

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hablar de usted —abrió su bolígrafo de plata, un instrumento privilegiado para un


hombre acusado de asesinato—. Empecemos con sus sueños.
—¿Mis sueños? —dijo Jack sorprendido.
Winnifield asintió.
—Estoy cualificado para detectar el simbolismo sexual en la mente
inconsciente. Es increíble cómo podemos representar nuestros más profundos
deseos en imágenes aparentemente inocuas.
—Yo no tengo deseos —dijo Jack bruscamente.
—Ya... Entonces estamos frente a un caso de castración emocional.
Jack abrió la boca para protestar por la afirmación del profesor y luego la volvió
a cerrar. No tenía tiempo ni ganas de defender su masculinidad. Necesitaba
información. Y la necesitaba antes de que Carly terminase su declaración en la
oficina de la fiscal.
—Hábleme de la carta anónima que encontró.
—¿Carta? Recibo diariamente montones de cartas de devotos seguidores. ¿Cómo
pretende que me acuerde de una de ellas? —exclamó el profesor.
—Se trata de la carta que le dio a la fiscal. Era un poema.
Jack se lo recitó para refrescarle la memoria.
El profesor miró hacia la luz del techo y dijo:
—Lo siento, no puedo acordarme de ésa.
Jack se inclinó hacia adelante.
—¿No se acuerda de la amenaza contra Carly Westin?
—No. Mi mente está en blanco.
Jack estaba de acuerdo. A no ser que la amnesia de Winnifield estuviera fingida
para conseguir una rebaja de condena por enfermedad mental.
—¿No se acuerda de Carly Westin, la testigo en el caso contra usted? ¿La que va
a declarar acerca de los asesinatos que usted cometió?
—Soy inocente —dijo el profesor.
—Eso es lo que dicen todos.
—Pero me acuerdo de haber visto la foto de la señorita Westin en los periódicos.
Una chica encantadora, excepto por su pelo, por supuesto. Una gran imaginación
también.
—Carly no se imaginó que usted disparó a Sophie Devine y a Tobias Cobb,
profesor.
La cara de Winnifield se encendió.

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—¡Ahora sé quién es usted! Usted es el joven a quien se asignó la custodia de la


cocinera hasta el juicio. Uno de los guardias me lo contó —se echó hacia atrás y se
cruzó de brazos sobre su prominente barriga—. Fascinante.
Jack apretó los dientes. No le gustaba que el hombre tuviera información. Ni
que cambiara de un tema a otro como una pelota de ping-pong.
—No estamos aquí para hablar de mí.
—Por supuesto que su interés radica en la señorita Westin y su amenaza de
muerte. Cuéntemelo todo — dijo Winnifield con una sonrisa autocomplaciente.
—Eso es lo que quiero que haga, profesor —contestó Jack, sabiendo desde el
primer momento que no tendría fácil éxito con el profesor.
Pero, de todos modos, Winnifield tal vez le diera alguna mínima clave, dejase
escapar una palabra, un nombre, que pudiera dirigirlo en la dirección correcta.
—Es usted el experto en el funcionamiento de la mente humana —dijo Jack.
—Eso es verdad.
—Usted estudia y comprende las complejas emociones. Usted ve cosas que los
demás ignoran. La gente le confía cosas —continuó Jack.
El profesor asintió y sonrió.
—Me confía los secretos que yo puedo contarle. Pero, por supuesto, las fuentes
deben mantenerse en secreto. Tengo que pensar en mi reputación. Sin embargo...
Jack esperó que siguiera hablando esperanzado. Si resolvía el caso salvaba a
Carly. También significaba alejarla de su vida antes de que ella lo volviera loco.
—Creo que puedo ayudarlo —dijo el profesor lentamente.
—Dígamelo todo —dijo Jack.
—¿Todo? ¿Cuánto tiempo tenemos, agente Brannigan?
Jack miró su reloj nuevamente.
¡Maldita sea! Debería haberse marchado hacía cinco minutos.
—El tiempo suficiente para oír lo que necesito saber.
—Entonces seré breve —el profesor Winnifield golpeó levemente la mesa con
el bolígrafo—. Usted es un caso de libro, señor. Me refiero a mi libro Los Diez
Requisitos Del Amor Perfecto. Le sugiero que lea detenidamente el capítulo
cuatro. Trata específicamente sobre el tema del amor no correspondido y le dará
varias sugerencias para conquistar a la señorita Westin.
Jack trató de frenar su impaciencia.
—No quiero conquistarla. No estoy enamorado de ella. Mi única preocupación
es protegerla. Ése es mi trabajo. No sé cómo hacérselo entender.
—Me parece que usted protesta mucho. Usted es un claro ejemplo de macho
frustrado sexualmente. Irritable, tenso, peleador... También le vendrá bien leer el
pasaje acerca del romance, del capítulo tres.

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—Como siguiera los consejos de un hombre que resuelve los problemas con
una Magnum 357...
—El sarcasmo no le ayudará, agente —dijo Winnifield, evidentemente molesto—.
Si ése es el modo en que le habla a la señorita Westin, no me extraña que ella lo
rechace. El amor habla con una lengua amable, como si fuera una caricia.
—Eso he oído. Pero yo no estoy interesado en su tratado, profesor. Estoy
buscando a un sospechoso. Quiero el nombre de la persona que escribió esa carta.
Jack sabía que era posible que el profesor fuera el artífice de la carta y de todas
las amenazas, aun desde la celda. No era difícil imaginarlo. Era muy fácil, real-
mente. Un guardia que hubiera aceptado un soborno, un grupo de fans, una
mente retorcida que se hubiera agregado al escenario peligroso; algo así podría
haberlo ayudado.
—Un nombre, profesor. Eso es lo único que quiero.
Winnifield suspiró.
—A veces no se consigue lo que se quiere, agente Brannigan. Eso lo encontrará
en el capítulo once de mi libro en el capítulo «Caprichos y fetiches». Tuve un
paciente una vez que fue incapaz de aceptar que su mujer no quisiera que él usara
rulos en la cama.
El profesor cerró su libreta.
—Vuelva después de haber leído mi libro y podremos hablar más. De momento,
si quiere, le puedo firmar un autógrafo.
Jack se puso de pie y fue hacia la puerta, más frustrado que nunca. Sus instintos
le decían que el profesor sabía algo. O conocía a alguien, por ejemplo, a la
persona que había amenazado a Carly. Lamentablemente Jack no tenía tiempo
de entrar en el juego del profesor.
Tocó el timbre para que el guardia le abriera la celda.
—¡Una última cosa! —le gritó el profesor Winnifield yendo detrás de él—. El
capítulo nueve es ideal para su situación, agente Brannigan. No mezcle nunca los
negocios con el amor a no ser que esté dispuesto a pagar el precio.
Jack entró en la oficina de la fiscal del distrito sin molestarse en golpear.
—¿Dónde está ella?
Violet Speery estaba sentada detrás de su escritorio hablando por teléfono.
Después de apuntar unas cosas en una carpeta, colgó y le dijo:
—Por favor, pasa, Jack, y toma asiento. Supongo que te refieres a la señorita
Westin, ¿no es así?
—No está en la sala de declaraciones, ni en los servicios de mujeres, ni en ningún
lugar de esta planta —dijo él, mirando el reloj por enésima vez desde que la había
dejado.
—Me he ido treinta minutos solamente y han sido capaces de perderle la pista...

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—¿No te parece que estás reaccionando desmedidamente?


Jack apoyó sus manos sobre el elegante escritorio.
—Estoy harto de que todos me digan que reacciono desproporcionadamente. La
vida de esta mujer está en peligro. Ahora ha desaparecido. Me gustaría saber cómo
reaccionarías si mañana publicasen los periódicos: Única testigo desaparece de la
oficina de la fiscal del distrito.
—¡No bromees siquiera con algo así!
—No estoy bromeando. Aunque es evidente que nadie, excepto yo, se toma en
serio las amenazas contra Carly. Ni ella. ¿Has mirado las cartas que te he traído?
Violet asintió, y acercó la carpeta.
—He estado hablando con los del laboratorio. No encuentran ninguna huella
digital en el papel, excepto las tuyas, las de la señorita Westin y las de Alma y
Stanley Jones —ella alzó la mirada—. ¿Estás protegiendo a la testigo por el
prestigio del Departamento o montando una fiesta con unos cuantos?
—He estado a punto de volverme loco —Jack atravesó la alfombra y se peinó
nerviosamente con los dedos—. Pero puedo manejar la situación, Violet. No te
preocupes. Y ahora, ¿dónde diablos está Carly?
Violet lo observó ir y venir.
—Siéntate, Jack, me estás mareando. Ha ido a buscar una taza de café,
simplemente.
Él se quedó con la boca abierta.
—¿Y la has dejado ir sola?
—Es en el segundo piso. Dudo que, incluso un loco, intentase atacarla en el
edificio de Tribunales del Condado de Ada. Los corredores están llenos de dipu-
tados y personal oficial.
—No me preocupa un loco. Me preocupa Carly. ¿No te das cuenta de que se
puede meter en un buen lío en cuestión de segundos? Cuando te ha dicho que
quería ir a buscar un café, ¡probablemente estaba pensando en ir a buscarlo a
Brasil! Ella siempre se sale con la suya, y tiene un tesón más inquebrantable que
la salsa de mostaza picante.
—¿Salsa de mostaza picante? —preguntó la fiscal.
—Es un sazonador —contestó él, ausente, preguntándose si no debería hacer
una evacuación del edificio para encontrar a Carly.
—Sé lo que es, Jack. Lo que pasa es que es la primera vez que te oigo comparar
a una testigo con un condimento.
—Carly es diferente —dijo él mirando por la ventana. ¡Cuando la encontrase...!
—Claro... ¿Ocurre algo que yo deba saber?
—Nada que yo no pueda manejar —murmuró él.

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Nada más que un beso, unas cuantas miradas furtivas, y muchas fantasías para
poder dormir decentemente una noche en dos semanas. Pero, excepto en aquel
cumpleaños del niño, él había mantenido la distancia profesional que requería.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Violet.
—Significa que si ese cobarde no la mata, podría hacerlo yo. Ella es la testigo
más irresponsable, más dejada, y obstinada que he conocido. Cuento los días, no...
las horas que faltan para no volver a verla...
Violet achicó los ojos:
—Tú has tenido testigos difíciles otras veces. ¿Por qué Carly es tan diferente?
Jack no podía explicarlo. Porque tampoco lo entendía él. Su frescura y
desprecio por la vida, sus amigos, su risa ronca...
—No pasa nada. Tengo todo bajo control.
—Eso espero —dijo Violet—. Porque tienes mucho que perder si lo estropeas
ahora.
Jack se apartó de la ventana.
—No tengo intenciones de estropear nada. Y menos ese trabajo en Washington
D.C. No es que no me haya quejado otras veces de los testigos. ¿Te olvidas de
Molly Mastrelli? Ella también me volvió loco.
—Molly tenía ochenta y cinco años. Te llamaba Bruno siempre.
—Era el nombre de su primer marido —dijo Jack, mirando el reloj. En ese
momento la puerta se abrió. Jack se dio la vuelta impetuosamente y protestó—.
¿Dónde diablos has estado? —exclamó él. La temblorosa recepcionista, una señora
mayor extremadamente pequeña, dijo titubeando:
—En... en... el servicio....
—Bien —Jack caminó hacia la puerta.
La recepcionista se aferró al marco de la puerta y cerró los ojos.
—Espera un momento —le dijo Violet, levantándose de la silla.
—¿Sí? —contestó él.
Violet dudó un momento.
—Sé que te sientes frustrado con la señorita Westin, pero ten cuidado. Cuando
los agentes pierden la frialdad, comienzan a cometer errores. Y no podemos
permitirnos errores en este caso.
Jack respondió con un breve asentimiento y se dirigió al ascensor. No le contó
acerca del error que ya había cometido. El error que todavía lo sacudía cuando
pensaba en Carly apretada contra su cuerpo, en su boca suave y caliente junto a la
suya.

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Casi había infringido la regla más importante. Casi había estropeado su carrera
y su credibilidad por una mujer que infringía ella misma todas las normas para
conseguir lo que quería.
Basta. Faltaba sólo una semana para el juicio, no se podía permitir dejar de
lado sus normas.
Pero primero tenía que encontrarla.
Carly sonrió cortésmente al hombre sentado a la mesa del bar. Y miró
disimuladamente por el gran ventanal.
El edificio de los Tribunales del Condado de Ada se asomaba entre las
ajetreadas calles. Jack andaba yendo y viniendo por la acera, al acecho, esperando
destripar a alguien con sus manos.

Ella sonrió.
La libertad sabía mejor que el bizcocho de chocolate que había pedido con el
batido. Sobre todo la liberación del hombre que se había disculpado por haberla
besado.
—Estamos listos para la noche del viernes —dijo el cliente que acababa de
conseguir—. ¡Estoy tan excitado que apenas puedo quedarme quieto!
Carly supuso que la cantidad de cafés que se había tomado Niles Winsett debía
haberlo dejado así. Pero, de todos modos le gustaba la idea de que un cliente
estuviera deseoso de que ella le ofreciera sus servicios. Aunque el trabajo sonara
un poco raro.
—Estoy segura de que usted estará satisfecho con el menú que hemos
seleccionado —Carly bebió el batido. Luego miró por la ventana nuevamente. Jack
estaba abordando a un trío de jóvenes con cadenas y cazadoras de piel que
andaban cerca de su coche.
—Estoy seguro de que la comida será deliciosa —respondió Niles—. La primera
de varias comidas que preparará en mi casa Creaciones Carly —Niles alzó la taza
para un brindis.
—Brindaré por ello —dijo ella.
Al menos sería un modo de no ir a la bancarrota.
Niles se puso de pie.
—Perdóneme, Carly, pero me he quedado demasiado tiempo ya. Debo volver a
casa con mi Marguerite.
—Está bien —respondió ella, viendo a Jack cruzar la calle delante de la ventana.
Se detuvo de pronto al verla por el cristal.
Ella le sonrió, pero al ver la feroz mirada que él le dedicó, dejó de sonreír.
Aunque parecía más bien preocupado. Si bien podía ser imaginación de ella.
Niles suspiró.

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—Mi esposa y yo tenemos tan poco tiempo para estar juntos, que no quiero
perder un minuto más.
—Gracias por venir aquí a encontrarse conmigo, señor Winsett —dijo Carly,
distraída por el ruido de la puerta del bar.
—Ha sido un placer —dijo Niles y se fue.
Carly sintió que su corazón se aceleraba al ver a Jack.
—Te he estado buscando por todos lados —dijo Jack con un tono
asombrosamente tranquilo.
Ella fue a responder, pero él le dijo:
—¡No! Deja que lo adivine. Ése era Drácula y tú te has ofrecido voluntaria para
darle un poco, de sangre, a condición de que te deje ocuparte de los servicios de
comida en su próxima fiesta de Halloween.
—Pareces enfadado —le dijo Carly.
—Estoy más que enfadado —él arrastró una silla y se sentó—. ¿Tienes idea de lo
valiosa que eres para el Estado en el caso Winnifield? Sin ti, el hombre que
cometió esos horribles asesinatos puede andar suelto por las calles. ¿Es eso lo que
quieres?
—Lo que yo quiero no parece importar. Soy una persona yo también. Una
mujer. No sólo una testigo.
—¿Crees que no lo sé? Estaba desesperado por encontrarte. He puesto el edificio
patas arriba para encontrarte. Incluso molesté a una mujer mayor cuando busqué
en los servicios.
—Así que es culpa mía que asaltes y entres con violencia al servicio de señoras.
—No. El culpable soy yo por dejar que te alejaras de mi vista. Realmente pensé que
me volvía loco. Lo único que esperaba era poder decirte lo que sentía por ti.
Ella no podía creerlo. ¿Era Jack Brannigan él? ¿El hombre que invadía sus
sueños con su oscura mirada y su cuerpo vigoroso? ¿El hombre que de pronto
parecía más apetitoso que la tarta de chocolate de la carta del bar?
Y ella que había pensado que no le importaba a él.
—¿De verdad, Jack?
Él le tomó la mano.
—De verdad. Nunca he conocido a una mujer como tú. Carly, yo... —le
costaba hablar—. No puedo continuar así. Debes empezar a actuar como una testi-
go normal. Estar preocupada, aterrorizada...
Ella se sorprendió por el cambio repentino en sus emociones. Miró la palma de
la mano de Jack. Nunca le había mirado las manos. Eran anchas con dedos largos,
lo suficientemente poderosas para detener a un delincuente, lo suficientemente
tiernas como para excitar a una amante.
Él le apretó la mano.

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Ella sintió remordimientos. ¡Pobre Jack! Ella lo había puesto en ese estado.
Ella no había tenido en cuenta sus sentimientos. Tal vez aquélla fuera la ocasión
para contarle sus propios sentimientos.
—Jack, yo... —sus palabras se fueron debilitando al ver que él le ponía las
esposas.
—¡Te he pillado! —le dijo él, con los ojos grises como el acero.
Jack se puso la otra parte de las esposas en su muñeca.
—¿Nos vamos ya? ¿O quieres otro batido? —le preguntó él.
—¡Quítame esto! —gritó ella ¡Cómo se atrevía a tratarla como a un delincuente
común!—. ¡Te estás echando un farol!
—Quizás —dijo él.
Luego se puso de pie y fue hacia la puerta.
Ella no tuvo más remedio que seguirlo.
La calle estaba llena de coches. Él la arrastró como si fuera un perro sujeto a su
cadena. En el trayecto al aparcamiento varias personas se habían parado a mirarlos.
Tres hombres sentados en la parada de autobús aplaudieron. Un grupo de
turistas japoneses los señaló y comenzó a hacerles fotos.
—Bueno, ya está. Ahora quítame las esposas.
—No, hasta que lleguemos a un acuerdo —dijo Jack, y señaló el parabrisas—,
¿Ves eso?
Ella miró una ramita de romero apretada bajo el parabrisas.
—De verdad, Jack, no debiste hacerlo...
—No he sido yo. ¿Sabes qué significa?
—Sí —Carly quitó la ramita del parabrisas con la mano libre, y la miró—. Puedo
hacer pechuga de pollo con hierbas para esta noche.
—El romero significa recuerdo —le dijo él—. Ya sabes, las violetas significan fe,
las margaritas esperanza, y el romero es para aquéllos que están en el cielo. Las
azucenas traen paz, y las rosas se regalan por amor... —Jack carraspeó.
—Poeta y guardaespaldas. ¿Qué más quiero?
—No soy poeta. Es la letra de una canción que solía cantar mi madre —por los
ojos de Jack pasó un brillo especial—. De todos modos, esto significa muerte.
Alguien te está acechando, Carly. Alguien a quien le gusta jugar. Alguien que
quiere matarte. Probablemente nos esté observando ahora.
Él hizo un esfuerzo por no mirar, para tratar de encontrar al loco que la
amenazaba entre la gente.
—Bueno, ya me has impresionado. Y ahora, ¿me puedes soltar?
Jack abrió la puerta del coche y la metió dentro.

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—¿Estás cómoda? —le preguntó él.


—Pienso elevar una queja a la fiscal, al departamento de policía y al
gobernador.
—No va a servirte. Estarán todos de mi parte. Nadie quiere una testigo que
oculta pruebas. O sea que... o cooperas, o tengo que hacer algo.
—¿A qué te refieres con cooperar? —preguntó ella entre dientes.
—Primero, quiero que te deshagas de Alma. No puedo vigilarla cuando entra y
sale todo el tiempo. Y tampoco puedo andar detrás de Stanley. Tengo bastante de
qué preocuparme sin necesidad de que ellos completen la escena con la
representación de la muerte de su matrimonio.
Ella sintió dolor de cabeza.
—También está Elliot.
Ella esperó en silencio a que siguiera.
—De ahora en adelante no estarás a su alcance. Yo recogeré sus periódicos a
partir de ahora. Y también le daré la comida que le preparas.
—Elliot es inofensivo.
—He averiguado algunas cosas sobre él. Se graduó por la Universidad del
Estado de Boise hace cinco años y luego pasó a ser el ayudante de nada más y
nada menos que el profesor Chester Winnifield.
—No lo creo —dijo ella.
Jack fue hasta su cazadora y sacó una libreta pequeña de espiral.
—Está todo aquí. Míralo tú misma si no me crees.
—No. Lo que he querido decir es que no creo que se haya licenciado —negó con
la cabeza asombrada—. Nunca me lo ha dicho.
—Me parece que no te das cuenta de lo que ocurre. Elliot trabajó muy
estrechamente con el profesor. Han tenido una relación.
—Elliot no es homosexual.
—¿Cómo lo sabes? No importa. No quiero saberlo. No es eso lo que he querido
decir, de todos modos. Tu vecino tuvo un mentor, una relación con un genio
homicida. ¡Quién sabe cómo le afectó! Incluso tú debieras admitir que Elliot es un
poco raro.
—Él es muy sensible, y se siente acomplejado por lo de sus cejas —dijo Carly
fríamente.
—Bueno, de ahora en adelante, vamos a evitar a los sensibles. También
evitaremos a los chiflados, es decir a Alma; y a los desesperados, es decir a Stanley.
—¿Y qué pasa con Niles Winsett?
—¿Quién es Niles Winsett?
—Bueno, no es Drácula. Es el tercer ganador del concurso «Marque un número».

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Ella sabía que él le prohibiría servir comidas hasta el juicio.


—¿Ese personaje es tu nuevo cliente? ¿Qué quiere que le cocines? ¿Una corrida de
toros?
—No seas ridículo. Se trata simplemente de una cena para el próximo viernes
por la noche.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo? ¿Puedo hacerlo? ¿De verdad?
—Te dije el día que entré en tu apartamento que no interferiría en tu concurso.
Yo siempre cumplo mi palabra.
Ella sonrió aliviada, agradecida por una vez a sus reglas.
—Bueno, y ahora, ¿estamos de acuerdo?
Carly se desinfló de pronto. Sería imposible preparar comida estando
encadenada a Jack. Y sabía que la soltaría sólo cuando ella aceptase sus exigencias
acerca de Alma y Stanley.
—Perfectamente.
—Bien. Para mí tampoco es agradable, Carly. Deseo tanto como tú que esto se
termine y que nos separemos. Tan pronto como terminemos me iré a Washington
D.C. a ocupar un puesto que es la oportunidad de mi vida.
—¿Qué va a ser de Boise sin ti? ¿Qué será de nosotras, las mujeres que nos
atrevemos a discutir la autoridad de los hombres?
A ella le había dolido que quisiera desembarazarse de ella cuanto antes. Estaba
esperando al juicio para quitársela de encima. Sólo le interesaba hasta entonces.
—No transformes esto en un asunto de feminismo. No debes echar la culpa a
nadie sino a ti misma.
—Típico. Echarle las culpas a la víctima. Yo no te pedí que me protegieras, así
que no hables como si me estuvieras haciendo un favor.
—¿Quiere decir eso que no espere que me dejes una nota con un «Gracias»?
Carly metió la ramita de romero en su cartera y contestó.
—No te preocupes. Ya encontraré algún modo de devolverte lo que has hecho
por mí. Considérate advertido —ella le dio las llaves de su coche.
Carly se dio la vuelta hacia la ventana mientras Jack ponía el motor en marcha.
Se las pagaría.

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Capítulo 6
—¿TE estás queriendo deshacer de mí?
—Piénsalo como una oportunidad para buscar otro sitio —contestó Carly.
Estaba sentada en el borde de la cama de matrimonio, viendo cómo Alma se
ponía tintura rubia en sus raíces oscuras.
Ese pelo teñido era la prueba de que Alma no se tomaba muy bien que la
rechazaran. Sobre todo el rechazo de los hombres. Así que era mejor que Carly no
le dijera por qué debía irse. Si le decía que Jack quería que se fuera de su
apartamento tal vez su amiga reaccionase peor aún. Quizás se hiciera una
liposucción, o la cirugía estética.
—Hay muchas razones para que te marches —Carly trató de suavizar la
situación.
—Hay unas cuantas razones para que me quede. Un techo, una ducha y el
consejo de mi mejor amiga. ¿O debería decir de mi ex-mejor amiga?
—No seas tonta. Por supuesto que yo soy tu mejor amiga. Tú nunca has vivido
sola. Has vivido con tu familia hasta que te has casado. Es hora de que intentes
ser independiente. Además Stanley siempre anda por aquí, alrededor de ti.
—¿O sea que has decidido darme un empujón, no?
—Tómatelo como un desafío.
—No puedes engañarme. Se trata de Jack y de ti. Él es la razón por la quieres
que me vaya. ¿No es verdad, Carly? Quieres estar sola con él.
—No seas ridícula. Apenas puedo aguantar estar en la misma habitación que
él.
—Por eso debo marcharme. Para que estéis solos. No lo niegues. Tú y Jack
generáis un montón de chispas... Hay algo entre vosotros.
—Eres una exagerada —contestó Carly.
—Lo que no entiendo es que eches a tu mejor amiga a las calles de Boise por un
hombre. Yo no te haría eso jamás.
Carly se quedó con la boca abierta.
—¿Y qué me dices de cuando me dejaste en el Frosty Spoon en la antigua
Autopista 39 para irte de paseo en el convertible de Bart Stolz? Tuve que volverme a
casa andando cuatro kilómetros en la oscuridad.
—Eso fue distinto —contestó Alma—. La caminata probablemente te vino bien.
Habías comido un helado esa noche, ¿no te acuerdas? Estabas preocupada de que
no te entrase el vestido que ibas a ponerte en el baile de fin de curso del colegio.
Yo me imaginé que necesitabas hacer ejercicio.
—Gracias —respondió Carly—. Entonces tómate esto como una devolución del
favor que me hiciste entonces. De todos modos, te has estado quejando todo el

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tiempo de la casa y de estar viviendo con una maleta a cuestas. ¿No te apetecería
tener un baño para ti sola?
—No lo sé. Este piso tiene ciertas... ventajas que no estoy segura de querer
perder.
—¿Como un ascensor temperamental? ¿Una ducha hirviendo todas la mañanas,
cortesía de la señora Kolinski? ¿O tal vez la vista panorámica de los contenedores
de basura del callejón?
Alma dejó de mirarse al espejo y le dijo:
—Tienes todo, Carly, y ni siquiera te das cuenta. O lo aprecias. Este lugar puede
ser que no sea muy atractivo para mucha gente, pero tiene su encanto— Alma se
puso más tintura—. Y mira tu profesión. Todavía no tienes treinta años, y ya tienes
tu propio negocio. Ni siquiera tienes una carrera universitaria...
—¿Y qué me dices de mi diploma de la Academia de Cocina de Chatêau? Me
gradué con excelentes calificaciones.
—Era un curso por correspondencia. Yo en cambio me pasé seis años estudiando
teatro y terminé planchando camisas en la Tintorería de Ollie.
Carly se sentó en la cama.
—Por si no te has dado cuenta, mi vida no es tan estupenda. Mi negocio está a
punto de irse a pique, hay un loco por ahí queriendo matarme, y mi pelo suele
quedarme hecho un desastre.
—Pero tienes a Jack. Quiero decir, ¿qué tienes tú que yo no tenga? Las dos somos
jóvenes, atractivas. ¡Apenas conoces al muchacho y ya estás viviendo con él!
—No es así, Alma, y lo sabes.
—¿Vas a decirme que no estás enamorada de Jack Brannigan?
—Por supuesto que no.
—Tal vez estés sólo encaprichada con él, o te guste sexualmente. Eso puede
explicar tu confusión.
—No estoy confundida. Pero, ¿de qué estábamos hablando antes?
—De mi independencia.
—Eso. Creo que realmente vas a disfrutarla, Alma, una vez que te hagas a la
idea.
Alma se miró al espejo.
—¿Y qué me dices si tú te haces a la idea de tener a Jack por aquí? Él no es el
hombre para ti. ¿Qué me dices de los intereses comunes? ¿Y la compatibilidad?
—Somos opuestos totalmente —afirmó Carly.
—Los opuestos se atraen, ¿no? Está cortado por el mismo patrón que tus
hermanos. Hasta lo vi beber leche del cartón el otro día. ¿Podrías vivir con eso?
—No tienes que convencerme, Alma. Es un tipo imposible.

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—Aunque sea el hombre más sexy que ha pasado por tu apartamento desde
aquel calendario de Chippendale.
—No te preocupes por mí. Jack tiene una norma contra el afecto. Nos hemos
besado una vez y casi desarrolla una laringitis diciéndome cuánto lo lamentaba, y
que había cometido un error imperdonable. Estoy a salvo con él.
—¿Jack te besó? ¿Dónde?
—En los labios.
—No me refiero a eso. Pero no importa. Pero, ¿por qué lo hizo si tiene una
norma en contra de excitarse?
—Contra el afecto —la corrigió Carly. Aunque sabía que entre ellos se encendía
la llama de la pasión, del deseo—. Fue en la cocina de los Hodge —ella negó con
la cabeza—. No tiene sentido, sobre todo desde que me puso las esposas.
—¿Te besó y te puso las esposas? —preguntó Alma horrorizada—. Es un
pervertido, realmente... —se ajustó el cinturón del albornoz y dijo—: Lo que faltaba.
Me quedo, definitivamente, me quedo. No creo que sea seguro dejarte sola con
Jack.
—No has comprendido nada.
—Conozco a los hombres. Mira lo que ha pasado con Stanley...
—No creo que tenga que preocuparme por eso.
—¿Por qué no? Todos los hombres son iguales. Stanley es tan atractivo como
Jack. Y está enamorado de mí. Deberías ver los ramos de flores que me ha enviado.
Las chicas piensan que estoy loca por no volver con él.
—Creo que ésa es la palabra clave: «loca». ¿Estás pensando realmente en volver
con Stanley?
—No sé qué hacer. Por un lado Stanley es un encanto, gracioso y tierno. Y por el
otro, bebe mucho, mira a todas las mujeres, y trabaja sólo cuando le da la gana —
Alma suspiró—. No sé qué hacer.
—¿Qué te parecería un apartamento alfombrado, con friegaplatos y el suficiente
espacio para tu colección de fotos de Marión Brando.
—Es muy tentador. Pero soy tu amiga y no voy a dejarte sola con ese animal.
Enfréntate a los hechos, Carly, tu experiencia con los hombres es muy escasa. En
Willow Grove te protegían tus hermanos. Aquí en Boise es diferente. Si no están
ellos, tendrá que protegerte otra persona.
Carly hundió la cara en sus manos, llena de frustración.
—No puedes quedarte, Alma. No tienes otra alternativa en esto. Jack me ha
dicho que tienes que irte.
—¿Desde cuando obedeces órdenes?
—Desde que él y yo hemos hecho un trato —le explicó de mala gana—. Y tengo
que decirte que te marches como parte de ese trato.

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—¿Has preferido a ese tío bueno antes que a mí?


—No es así. Yo tenía la esperanza de que tú pudieras abrir tus alas y volar.
—¿No sería más fácil empujarme desde un acantilado?
—No te lo tomes de forma personal. Es lo mejor. Puedes encontrar un
apartamento mejor que éste...
— Si quieres que me vaya, me iré. No hace falta que me lo digas dos veces.
Puedo irme ahora mismo.
—Puedes irte mañana por la mañana.
—¡Muy generosa! Al menos ahora sé lo que nuestra amistad significa para ti.
Pero te aseguro que después de que Jack se acueste contigo, te deje, y te rompa el
corazón, no te recordaré que te lo he advertido. Es tu vida. Si quieres liarte con un
tipo con desviaciones sexuales, es cosa tuya. Yo no te lo impediré.
—Me siento conmovida.
—Incluso estaré a tu lado cuando vuelvas a Willow Grove, sola, embarazada y
desamparada. Cuando todo el pueblo y tu familia te desprecie y te haga a un lado,
yo estaré contigo. Te ayudaré a criar a tu hijo y a salir adelante económicamente.
—¿Me dejarás vender cuadros en una esquina de la calle? — sonrió Carly.
—Sigue. Ríete de mí. Mañana ya no me tendrás para despreciarme.
—Lo siento, Alma. Sé que siempre estarás a mi lado.
—Pero tú no harás lo mismo.
—No es cierto. Piensa en esto como en una aventura.
Alma se quitó las zapatillas y se subió a la cama.
—¿Qué otra diversión me has preparado?
—Por favor, no te lo tomes como algo personal.
—No, claro que no. No somos amigas, claro...
Carly no sabía qué más decirle. Pero Alma había dejado de escucharla. Se había
tapado con la colcha y la almohada de cara a la pared.
Alma no se lo había tomado tan normalmente como ella había esperado. Y la
culpa la tenía Jack.
Con un nudo en la garganta, Carly se quitó las lentillas.
Él no sólo le había coartado la libertad, sino que la estaba apartando de sus
amigos. Era un hombre dominante. Lo había demostrado con las esposas.
Se quedó acostada en la oscuridad sin poder dormirse. De pronto se le ocurrió
un plan para vengarse de él. Por la escena de las esposas, y por hacer que Alma
tuviera que irse. Pero eso implicaría volver a besar a Jack. No era un precio muy alto
por poder mirarlo a los ojos y decirle: ¡Toma!

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Peor que tener a Jack Brannigan como guardaespaldas era tener a un Jack
Brannigan enfermo como guardaespaldas.
—Pienso que sobrevivirás —le dijo Carly, mirando el termómetro.
—Pareces decepcionada —dijo él.
Estaba echado, con dos almohadas y tapado hasta el cuello. Desde que se había
levantado aquella mañana, se había sentido con el cuerpo dolorido y débil. Se había
arrastrado hasta la mesa para tomar el desayuno, y había estado a punto de caerse
encima de los cereales.
Se lo veía muy mal allí echado en el sofá, con las mejillas rojas. Le colgaban los
pies desnudos por el extremo del sofá. Casi daba pena.
Pero no era cuestión de aprovecharse de él en esas condiciones. Esperaría a que
estuviera bien. Y entonces se vengaría.
—No. Es muy divertido verte así. Además, te necesito sano dentro de dos días.
Necesito que me ayudes a preparar la comida de los Winsett.
—Estaré allí, quieras o no. A no ser que me muera de hambre antes.
—¿No te ha bastado tu jarabe de fresa para la tos para quitarte el hambre?
—¿De fresa? Estuve a punto de llamar al Instituto de Toxicología para ver qué
veneno me habías echado.
—Te estás poniendo un poco maniático. ¿Por qué no duermes una siesta?
—¿Para que tú puedas salir a la calle mientras yo estoy dormido? Ni lo sueñes.
—No puedes obligarme a que me quede, si quiero salir. No puedes detenerme.
Estás volando de fiebre.
—Intenta escaparte. No hay nada que me frene cuando se trata de hacer mi
trabajo. Nada ni nadie. —Se sentía dolorido, y excitado a la vez, sensaciones
contradictorias, había creído él—. Me duele la cabeza.
—Toma otra aspirina dentro de dos horas. Mientras tanto, quédate echado y
trata de no pensar.
«Buen consejo», pensó él. No debía pensar en el perfume que desprendía el
cabello de Carly, en su cuerpo ondulante cuando se echaba en el sofá. Y menos
pensar en lo que podría pasar ahora que estaban solos en el apartamento.
Evidentemente, la fiebre lo estaba haciendo delirar.
—Me siento un poco mareado —dijo él.
—No es raro con una temperatura de cuarenta.
—Me duele la garganta.
—Entonces, no hables mucho —dijo ella impacientemente, y le puso un dedo
en la boca.
Eso lo sobresaltó. Se le aceleró el pulso, y todo su cuerpo se puso alerta.
Cuando por fin pudo hablar dijo:

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—Yo soy quien da órdenes aquí.


—Estás con gripe, Jack. Así que ahora estás confinado a un sofá durante el resto
del día. Se han dado vuelta las cosas. Ahora estás en mis manos.
Jack miró sus manos, y luego se acomodó entre las mantas, imaginándose con su
mente febril todo tipo de actividades para aquellas manos. Luego se ordenó dejar
de pensar. Y se tapó más.
—¿No te da miedo que pueda contagiarte?
—No me preocupa. Tengo una cierta inmunidad natural.
—Ahora sé por qué tienes tan poco miedo. Crees que eres inmune a todo.
—Sólo a los gérmenes y a los hombres sobreprotectores.
—No somos tan malos.
Ella se estremeció.
—No te imaginas lo que es crecer en un pueblo con tres hermanos
siguiéndome todos los pasos. No me malinterpretes. Los quiero mucho, de
verdad. Simplemente que me volvían loca. Lo siguen haciendo cuando pueden.
—¿Cada cuánto lo hacen?
—El Día de Acción de Gracias. El día de Navidad. Mi familia insiste en que
vuelva a casa para las fiestas y que me quede allí para escuchar todas las historias
de todos los solterones. Yo creo que mi madre todavía alberga la esperanza de que
voy a encontrar al hombre de mi vida en Willow Grove y que me conforme con
cocinar para él el resto de mi vida.
—¿Eso significa que yo tengo que hacerme mi propio almuerzo?
—Te prepararé una tostada y una taza de té. ¿Qué te parece? —le ofreció ella.
—Horrible. ¿Qué te parecen unas cortezas de cerdo y una cerveza?
Carly negó con la cabeza.
—De ninguna manera. Te parecerá raro, pero quiero que te repongas cuanto
antes. Así que té y tostada o la medicina favorita de mi madre.
—¿Cuál?
—Una poción de cebollas. Un zumo de cebollas cocidas con leche y cereales,
que hará que el jarabe de fresa te sepa exquisito —Carly se sonrió—. Eso es lo que
decían mis hermanos. Una vez mi hermano mepagó para que escondiese todas
las cebollas que había en la casa. Por supuesto eso no impidió que mi madre se
saliera con la suya. Las mujeres de la familia Westin siempre conseguimos lo que
queremos.
—¿Y qué pasó?
—Usó ajo.
—¿Ajo? Realmente aquello debió de ser un castigo.
—Nick no volvió a quejarse del brebaje de cebollas.

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—Mi estómago me hace ruido. ¿Cuándo puedo tomar esa tostada y ese té?
Veinte minutos más tarde, Carly estaba limpiando la mesa baja y retirando la
taza y el plato vacío.
—¿Por qué estás tan amable conmigo?
—Tal vez estés alucinando.
—Cuéntame más cosas acerca de tu familia —le dijo él de pronto, mientras ella
le arreglaba las almohadas.
—Con la condición de que cierres los ojos y descanses.
—De acuerdo.
Él cerró obedientemente los ojos.
—Mi padre es el tipo de hombre fuerte y callado —empezó a decir ella,
pasándole un paño húmedo por la cara—. Su sueño es que lo llamen algún día
para hacer de jurado. Así que no se puso muy contento el verano aquel que me
arrestaron.
—¿Te arrestaron?
—No continuaré hasta que cierres los ojos. —Él volvió a cerrar los ojos—. Por
vaga, y por alterar el orden público. El sheriff también agregó resistirse a la
autoridad, pero yo creo que eso fue porque le molestó Marihuana.
—¡Le molestó mi marihuana! —exclamó él perplejo ante la actitud de desprecio
por la ley que teníaella. Además le preocupaba haber tenido fantasías con una
antigua delincuente—. La marihuana es ilegal en todos los estados, Carly.
—Marihuana es mi perra. Un perro labrador —le dijo ella, pasándole el paño por
los párpados. Hizo pis en el asiento de atrás del coche de policía. El sheriff pensó
que lo había hecho a propósito por orden mía.
—¿Qué tipo de nombre es ése para una perra?
—Un nombre muy bonito. Cuando se enrosca para dormir parece un ovillo
gigante.
—Marihuana —repitió él—. Probablemente tú le mandaste hacerlo.
—No te rías de mi perra. Yo la quiero.
—¡Marihuana! —repitió él, sin poder creerlo.
—Supongo que tú le pondrías un nombre como Killer, o algo así.
Seguramente habrías entrenado al perro para que obedeciera una lista de
órdenes...
Jack recordaba perfectamente el nombre del perro que había elegido de
pequeño. «Duque», ése sí era un nombre.
—Nunca tuve un perro —dijo de pronto él.
—¿Nunca has tenido un perro?
—No. Mi madre y yo vivíamos en un apartamento.

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—¿Y tu padre?
Jack se dio cuenta de pronto de que no estaban hablando de Carly.
—Tengo otra norma acerca de hablar sobre mi vida privada. Está prohibido.
Ella se sorprendió por su reacción.
—No entiendo por qué te acusaron de vaga. ¿Te vistes mejor ahora?
Carly se sentó antes de resumir su historia.
—No. Yo estaba en un proyecto de la escuela para ayudar a los sin techo. Estaba
haciendo una investigación en la calle Mayor, cerca del Mercado de Fruta de
Masón. Alma me ayudó a disfrazarme y pintarme.
—¿Te vestiste como un vagabundo?
—Estaba perfecta. Nicky no me reconoció cuando vino a buscarme a la
comisaría.
—Supongo que tu familia se preocuparía mucho.
—No tanto. Sabían que Marihuana se excitaba fácilmente. Yo tenía catorce años.
—No me has dicho nada acerca de los cargos contra el orden público.
—Es una tontería.
—Cuéntamelo.
—Sólo si me prometes no reírte.
—Te lo prometo.
—Te lo digo en serio, Jack —le advirtió ella—. Una sola risita y te doy el
brebaje de cebolla.
—Me das miedo.
—Tenía hambre y tomé una naranja del mercado de Fruta.
—Eso me suena a haber robado una fruta.
—Quise pagarla. Pero el problema fue que al sacar una naranja había dejando
doscientas rodando por todo el mercado.
Jack hizo una mueca para no reírse.
—Había olor a cítricos en todo el pueblo. ¡No te atrevas a reírte!
Pero era demasiado tarde. Él estalló de risa. Y Carly no pudo sino reírse con
él.
—Bueno, por lo menos mi risa es contagiosa...
—A lo mejor, estoy alegrando la vida de un hombre moribundo —le dijo ella,
fijando sus ojos azules en él.
—O tal vez no seas tan inmune a mí como dices —la desafió Jack.
Tres horas más tarde, mientras Jack dormía la siesta, Carly andaba de aquí para
allá. Había hecho montones de cosas: escribir a su madre, ordenar recetas...

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Ahora estaba tentada. Tentada por las cortezas de cerdo. Nunca la habían
tentado, pero ahora parecían apetecibles. Cada tanto iba a la cocina a verlas. Las
miraba. Quería una.
Le hubiera gustado que estuviera Alma para decirle que era mejor que no las
comiera. Realmente echaba de menos a Alma. Las charlas que solían tener.
Lo único que había entre la bolsa de cortezas y ella era el plato de pastel que le
había preparado a Elliot. Que Jack se suponía que debía haberle enviado a su
vecino. Abrió la bolsa que tapaba el plato. Era un problema, porque a Elliot le
gustaba el pastel fresco, pero Jack tenía que descansar... Y Carly debía distraerse de
mirar la bolsa de cortezas.
«No pasa nada si salgo un momento al corredor», se dijo.
Atravesó su apartamento de puntillas, y dedicó a Jack una mirada furtiva antes
de salir.
El corredor le pareció hermoso, comparado con la celda en la que vivía
últimamente.
Caminó la corta distancia que separaba su apartamento del de Elliot.
—¡Qué sorpresa! —dijo Elliot al abrir la puerta.
—Hoy es el día de tu pastel.
—Pensé que te habías olvidado de mí. Últimamente no te veo nunca.
—Lo sé. Lo siento —Carly le dio el plato—. Pero he pensado en ti cuando lo
preparé.
El miró el pastel con desagrado.
—Parece que últimamente no ves más que a tu primo Jack. Pasas todo el tiempo
con él.
—Se irá pronto, Elliot —le aseguró Carly—. Te lo prometo.
—También me prometiste que te ayudaría a preparar el pastel la próxima vez
que lo hicieras. Pero lo que valen son los hechos, no las palabras.
—Elliot, por favor... Déjame que te explique.
Pero Elliot no quería explicaciones. Se quedó en silencio, y luego se refugió en
su apartamento, cerrando la puerta.
Lo había herido, como a Alma. Dos personas sensibles que no le iban a
perdonar que los hubiera abandonado. Y todo era culpa de Jack.
Carly dejó el pastel al lado de la puerta, con la esperanza de que Elliot lo
metiese antes de que se lo comieran las cucarachas.
La sensación de libertad que había experimentado hacía unos segundos se
había transformado en soledad de pronto.
—¿Dónde diablos te habías metido? —le preguntó Jack cuando entró en su casa.
—Pensé que estabas dormido.

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—Evidentemente. Todo era parte del plan, ¿no? Contarme cuentos para que
me duerma, humedecerme la cara con un paño...
—No estoy de humor para que me des lecciones. Acabo de ir a casa de Elliot y...
—¿Has ido a casa de Elliot sola?
—Y he sobrevivido para contártelo.
—Mis instintos me dicen que hay algo detrás de la gorra de Elliot. Él es el
sospechoso número uno para mí.
—Te equivocas. Él es simplemente un chico dulce y solitario con algunos
problemas de personalidad.
—Sí, eso decía la gente de otros asesinos. No respetas las reglas, Carly. Si lo
haces tienes que asumir las consecuencias.
—Tú y tus reglas... —protestó furiosa—. De lo único que me estás defendiendo
es de la felicidad. Sobre todo ahora que me ha costado la pérdida de mi mejor
amiga y mi mejor vecino, un chico tan peligroso que me quita el hielo del coche en
invierno y planta flores en el balcón en primavera. ¡Puedes meterte tus reglas
donde debí ponerte el termómetro!
Él no pudo contestar, porque ella se fue a la cocina inmediatamente.
Carly miró nuevamente la bolsa de cortezas. Sin pensarlo dos veces alargó la
mano hacia ella y la tiró a la basura, sin pensar tampoco en las consecuencias.
Después de todo, Jack había insultado a un cliente, pinchado a otra, le había
puesto un par de esposas y había echado a sus amigos. ¿Qué más podía hacerle?

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Capítulo 7
SÓLO una semana. Jack se consolaba pensándolo, mientras aparcaba el coche
en la entrada trasera de la casa de los Winsett, una casa del siglo diecinueve de
ladrillo.
Era una noche sin luna que contribuía a la atmósfera helada de una noche fría
de octubre.
Mientras colocaba las bandejas, pensaba que Carly nuevamente había logrado
lo que quería. Aquella vez lo había convencido de que la dejara a ella en la entrada
principal, por si los Winsett tenían que darle alguna instrucción, mientras él iba por
la trasera.
Era algo sin importancia, en principio, porque él había registrado el lugar antes
de dejarla salir del coche. También se había informado de Niles Winsett, un
hombre de negocios que al parecer no tenía relación alguna con el profesor
Winifield, ni tenía antecedentes de problemas psicológicos. Así que no tenía
motivos para preocuparse realmente.
Jack se culpó por sentirse incómodo. Sería el cansancio. Se había pasado toda la
noche pensando en el caso. Aunque a decir verdad era en Carly en quien había
pensado toda la noche. Había sido un poco duro con ella. Alma no le había vuelto
a hablar. Elliot no le había vuelto a dejar el periódico. Y las esposas que le había
puesto...
Pero parecía que no podía ser de otro modo. El pacto entre ellos parecía ser: o
que él la frustrase, o que ella lo irritase terriblemente.
O que lo atrajese. Debía sostener una lucha consigo mismo para mantenerse
alejado de ella, y frío.
El lunes comenzaría el juicio y Carly sería llamada a declarar. Y él se iría a
Washington, a su nuevo puesto de trabajo. Tal vez ésa era la distancia que debía
haber entre ellos para que él no comprometiera su carrera.
Miró el reloj. Habían pasado quince minutos desde que ella le había dicho que
descargara las cosas del coche y había desaparecido dentro del mausoleo.
A ver si Winsett no era tan inofensivo como parecía...
Pero en ese momento apareció el objeto de su irritación.
—¿Qué es eso? —le preguntó Jack al verla.
—¿Qué cosa? —ella fue a lavarse las manos.
—Eso que llevas puesto.
—Un disfraz —dijo ella, secándose las manos—. ¿Qué tal estoy?
—Pareces lady Godiva sin caballo —dijo él.
Ella llevaba una blusa roja sin hombros, realzando sus pechos, una falda corta, y
medias de red negras. Él no había visto ningún disfraz cuando habían salido de su
apartamento. Sólo la había visto salir con el abrigo puesto.

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—¿Qué ocurre, Carly?


—¿No te he dicho que esto es una especie de baile de disfraces?
—No. ¿A qué te refieres con «una especie de»?
—Es un poco complicado.
—Intenta explicármelo.
—Los Winsett están celebrando una fiesta en la que hay un asesinato
misterioso que desvelar. Cada uno de los invitados tiene que cumplir un papel
durante la noche. Después de que la señora Winsett, que hace el papel de víctima,
cae muerta en la vichyssoise, empieza el juego.
—¿Tú tienes un papel también? —preguntó él.
—Oui —contestó ella.
—¿Y eso es todo lo que vas a usar? —él no podía dejar de mirarla.
—¡Oh! Se me olvidaba —ella sacó un minúsculo delantal de un bolsillo y se lo
ató a la cintura. Luego se arregló el maquillaje en un espejo y dijo—. Así está mejor.
Él no sabía si llorar o echarle su abrigo encima.
—Bonjour —le dijo ella, echándose encima de él parcialmente—. Mi nombre es
Colette, ¿y usted es...? —le deslizó el dedo por la mejilla.
—El señor furioso, porque no me has dicho nada de esto.
—No. Tú eres Humphrey, el sufriente mayordomo, terco y hosco. Es también
cleptómano, frecuentemente roba a sus jefes e invitados.
—¿Crees que voy a entrar en ese juego?
—Es parte del trabajo. Deberías ver a la señora Winsett. Lleva el vestido más
llamativo que he visto en mi vida. Con unos zapatos de tacón altísimos. Si se cae,
se romperá el cuello.
—No me parece que tenga importancia, puesto que se va a morir de todos
modos.
—Muy agudo. Intenta no tirarles nada encima cuando sirvas. Y no olvides las
claves.
—¿Claves?
—Una después de cada plato. Se las darás a Niles, alias el coronel Lippy.
—¿Quién es el coronel?
Carly suspiró impaciente.
—El señor Winsett. Y su mujer hace el papel de esposa del coronel.
—La víctima asesinada.
—Sí. La que es envenenada por la vichyssoise. El resto de los invitados serán: un
jugador profesional de golf, una actriz de cine, un autor, el famoso doctor del que
te hablé...

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—Ya...—dijo él.
Carly asintió y le hizo una reverencia, mostrando el escote con el movimiento.
Entonces él la levantó por la cintura.
—¡Jack!
—Mi nombre es Humphrey. Y si te sigues inclinando de ese modo, no habrá
más misterio que revelar. Por lo menos en cuanto a t i, Mademoiselle Colette.
Ella se rió.
—Eres perfecto como mayordomo. El tono de voz, el modo en que aprietas los
dientes.
—Tal vez no sea un mayordomo realmente, sino el desaparecido... —Jack
hubiera explorado con sus manos lo que había debajo del escote, pero era peligro-
so— ...hermano de Colette. He recorrido el mundo entero buscando a mi amada
hermana para darle lo que más desea —hizo una pausa—. Un santuario en un
convento.
—¿Hermano? —dijo ella decepcionada.
—Bueno, tío, tal vez.
—¿Y qué tal si eres el amante? El hombre que invade mis sueños todas las
noches, que está presente en mis pensamientos. Te he echado de menos, mi amore.
—Eso es italiano, no francés.
—Colette pasó sus años de formación en Italia, estudiando a los grandes
maestros de la pintura.
—He oído que ha logrado vencer todas las dificultades —dijo él.
—Buscando al hombre que robó mi corazón.
Él se recordó que estaban fingiendo. La que hablaba era Colette, la coqueta. No
Carly.
—Después de todo Humphrey es cleptómano. No puede con su genio.
—Eso espero —murmuró ella seductoramente.
Él tragó saliva. Vio los labios entreabiertos de ella. Intentó ignorar lo suaves que
parecían, lo húmedos y blandos... Intentó olvidar sus besos.
Cerró los ojos mientras la mano de ella se deslizaba por su pecho hasta que se
metió por debajo de su traje y se detuvo en su corazón, que latía acelerado.
—¿Sólo roba corazones Humphrey? ¿O también besos? —preguntó Carly.
—¿Besos, Madmoiselle? No comprendo muy bien.
Ella lo miró.
—Entonces quizás sea mejor que le muestre lo que quiero decir. Acérquese, per
piacere.
—Eso es italiano, mi dulce Colette. Afortunadamente, soy políglota.

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—Esto no necesitará traducción.


Ella se puso de puntillas y le dio un beso suave como una paloma.
—Carly —dijo él, gimiendo.
Y le dio un apasionado beso. No le importaba nada a él, más que saciar su sed
de ella.
Le acarició los hombros hasta encontrar el elástico del escote. Su boca siguió el
camino de sus dedos recorriendo su piel. Ella echó hacia atrás la cabeza, para
permitirle que él siguiera explorando a lo largo de su cuello. Él entonces volvió a
su rostro. Bebió de su barbilla, y volvió a encontrar su boca.
Ella gimió y se apretó contra él. La sensación erótica de sus cuerpos era intensa y
frustrante.
Estaban en medio de la cocina de la casona.
Él le tomó la cara entre las manos. Ella tenía fuego en la mirada. Sus ojos lo
atraían, como la luz a las luciérnagas. Y finalmente sus labios se posaron sobre la
frente de ella para quedarse descansando allí.
—¿Y ahora qué? —preguntó él con el aliento entrecortado.
Era muy loco todo aquello. Carly intentó recuperar la estabilidad sin ayuda de
él. Era una locura haberlo provocado para que la besara.
—Espera un momento. Tengo que pensar —dijo ella.
Él sonrió y separó su cabeza de la de ella.
—Eso siempre suele traer problemas —dijo él.
El plan de ella de seducirlo había sido un éxito. Pero había un problema.
Después de haberlo logrado ya no sentía la necesidad de venganza. Ni de que él se
volviera a disculpar.
Lo único que deseaba era a Jack.
—Creo que debemos hablar —empezó a decir ella.
En ese momento apareció Niles Winsett.
—¡Los invitados están aquí ya! —las botas del coronel hicieron ruido en el
suelo—. ¿Cuándo comemos?
Carly lo hubiera querido matar.
—Jack va a servir el primer plato cuando estén listos —dijo Carly.
—¡Jack no! Humphrey, su nombre es Humphrey. Y usted es Colette. Yo soy el
coronel Lippy. Para que la fiesta sea un éxito todos han de representar su papel a la
perfección.
—Hemos estado ensayando —dijo Jack, ajustándose la pajarita—. Carly hace
muy bien el papel de Colette.
—¡Estupendo! —contestó Niles— . La práctica hace que las cosas lleguen a la
perfección. Y Marguerite y yo queremos que todo sea perfecto.

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Carly se giró para sacar el budín que había llevado.


Tenía que quitarse a Jack de la cabeza y de las manos.
—Estoy segura de que la comida está perfecta —le dijo a Niles—. Será una
comida tradicional inglesa.
—Excelente, Colette. Pero, ¿y las claves? ¿Las conoce Humphrey?
Jack alargó la mano hacia un montón de sobres que había en la encimera y
dijo:
—Aquí están.
—Bien. Están ordenadas cronológicamente. Sería un desastre que las leyera
fuera de orden.
—No se preocupe. Sé contar muy bien —dijo Jack.
—Entonces empecemos —dijo Niles—. Por favor, recuerden representar el papel
durante toda la noche.
—Oui, monsieur —dijo Carly en un francés ininteligible.
—¿Qué? —preguntó Niles, mirando a Jack para que se lo tradujera.
—Que está todo bajo control —dijo Jack.
Carly suspiró. Eso era lo que ella hubiera querido. Que todo estuviera bajo
control.
—Bien. Entonces, Humphrey, estamos listos para el primer plato.
Jack tomó la bandeja de la encimera y la hizo temblar levemente, de manera que
la sopa estuvo a punto de volcarse de la sopera.
—Ahora eso no, Humphrey.
—No quiero nada que disguste a mi Marguerite esta noche. Al fin y al cabo, ella
hoy está dispuesta a que la asesine en nuestro decimoquinto aniversario. Aunque
el veneno es un método demasiado suave al lado del estrangulamiento.
Niles suspiró y abandonó la cocina.
—Estás temblando —le dijo Jack a Carly, tomando los dedos de ella.
—Colette es hipoglucémica —le explicó, apartándose de él.
—Y está fría, sin duda. Sería mejor que te quedases aquí en la cocina, que está
caliente —le dijo Jack.
—¿Es una orden? —lo desafió ella.
—Sí. Recuerda que mi papel, el más importante, es protegerte.
—No estoy en peligro.
Él se sonrió y dijo:
—En principio, no había ningún peligro en casa de Oliver Winston Hodges III,
pero como has visto, el peligro acecha cuando uno menos lo espera.

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—No me gustan los ratones.


—Lo sé —dijo Jack, deseando no tener la bandeja en sus manos para abrazarla.
—Recuerda que el peligro se esconde bajo diferentes formas y tamaños —dijo
Jack.
Y desapareció yendo hacia el comedor a paso de vals, chocándose literalmente
con el profesor Winnifield.
Carly se quedó en medio de la cocina, pensando que Jack era la fuente de todos
sus problemas. Estaba harta de su sobreprotección, y de su autoritarismo. Y lo
peor era que se estaba enamorando de él.
La idea le llegó como un golpe. Jack no era un hombre para ella. Era una
pesadilla, no un sueño.
Algún día quería enamorarse. Cuando su negocio fuera bien y su vida
estuviera encaminada. Pero de otra persona, de un hombre sensible.
No de Jack Brannigan.
No podía enamorarse de un hombre que le ponía las esposas, le daba órdenes,
comía cortezas de cerdo y pensaba marcharse de Boise en menos de una semana.
Aunque ella se derritiera a su lado.
El grito de una mujer le hizo abrir los ojos.
Jack era una amenaza para su negocio y para su corazón. No debía olvidarlo.
Carly fue hacia la puerta del comedor, decidida a no perder ninguna de las dos
cosas.
—¡Usted, patán torpe! —gritaba un hombre con un elegante traje de tres piezas.
Estaba sentado en el suelo en medio de añicos de porcelana china y vichyssoise.
El corazón de Jack latía furiosamente. ¡Era Winnifield! El profesor se suponía
que tenía que estar en la cárcel, y no cenando en una elegante casa de las afueras
de Boise. En el mismo sitio donde estaba Carly.
Los reflejos de Jack enseguida superaron el shock de ver al profesor, y su mano
se acercó a su pistola, debajo de su chaqueta. En ese momento vio que la punta
del bigote blanco se desprendió del labio superior del invitado. Luego se dio
cuenta de que los ojos del profesor eran verdes en lugar de marrones.
—¡Imbécil! —el hombre le gritó. Su bigote se le cayó al suelo. Y tiró su nariz
postiza contra la pared—. ¡Ha arruinado mi mejor chaleco! ¡Y el primer plato!
—¿Quién es usted? —le preguntó Jack, dejando su revólver en su lugar.
—¡También es un insolente! Para su información, yo soy el profesor Winnifield.
El hombre no sólo se había disfrazado de Winnifield, sino que asumía su
identidad con decisión. Aquella fiesta empezaba a ser más macabra de lo que
había previsto.

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—Dígame, coronel Lippy, ¿por qué aguanta las impertinencias de su sirviente? —


preguntó el profesor.
—¡La sopa! —gritó ahogadamente Niles—. Se ha estropeado. Mi esposa se
muere por un plato de vichyssoise, Humphrey. ¿Qué podemos hacer ahora?
Jack sabía bien lo que quería hacer. Llevarse a Carly de allí. Aquella gente no
sólo encontraba diversión en el asesinato sino que estaban vestidos con ropa de
homicidas.
—Humphrey, ¿qué sugiere?
Los invitados se sentaron a la mesa en silencio.
—¿Tiene alguna sugerencia? —preguntó Niles nuevamente.
La puerta de la cocina se abrió.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carly, pero su voz se fue apagando al ver el
cuadro—. ¿Qué pasa aquí?
—¿No está claro? —preguntó el supuesto profesor—. Este mayordomo
incompetente, en lugar de servirme la vichyssoise, me la ha puesto encima.
Carly respiró aliviada al darse cuenta de que el hombre frente a ella no era el
profesor Winnifield.
—¡Ah, la vichyssoise... —dijo ella, tratando de guardar la compostura.
—Sí, la vichyssoise —dijo Niles—. El plato por el que mi querida esposa se
muere. Si al menos quedase un poco en la cocina, Colette. Si no... será mejor que
esté muerta usted.
Carly tragó saliva. Sin la vichyssoise no podía haber asesinato. Se acababa la
fiesta del asesinato misterioso. Y sin aquella fiesta la posibilidad de seguir con su
negocio se quedaría en la nada.
—Venga, Colette, vamos a servir más sopa —dijo Jack.
Ella lo miró enfadada. Él sabía perfectamente que no había más sopa.
—Humphrey, por favor —le dijo ella, soltándose de la mano de Jack, que la
tomaba del brazo—. Es una receta muy especial. Necesita hierbas difíciles de en-
contrar. Sólo se encuentran en una pequeña tienda en el corazón de Virona.
—¿Virona?
—Supongo que quiere decir Verona. Colette estudió en Italia de pequeña.
—Sólo tengo hierbas suficientes para ocho servicios de Vichyssoise.
Niles tiró la servilleta disgustado.
—Es una pena. Estoy segura de que estaba deliciosa —a Carly de pronto se le
ocurrió una idea—. ¿No cree señora Lippy?
Todos los ojos se dirigieron a la esposa de Niles.
—¿Yo? —preguntó ésta, poniéndose la mano en la garganta.

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—Sí. ¿No recuerda que la probó en la cocina, antes de servirla en el salón. ¿Lo
recuerda?
La señora Winsett estaba pálida.
—Me pidió que agregase un poco más de pimienta —dijo Carly, preguntándose
si la mujer la ayudaría a evitar el desastre.
—Sí, ahora lo recuerdo —dijo la mujer vagamente.
—Usted está un poco pálida desde entonces. ¿No se siente bien?
—O sea que al menos has probado la vichyssoise. Sí, querida, se te ve mal.
—Me he sentido mal desde entonces —dijo la señora Winsett—. Muy mal —se
puso de pie y llevándose una mano a la frente dijo—: Debía de estar envenenada...
—con un gemido de agonía, se desplomó en el suelo, moviéndose sólo para
estirarse la falda del vestido hasta las rodillas, y colocarse un brazo debajo de la
cabeza. Luego se quedó quieta.
Carly respiró aliviada.
—Humphrey, mi querida esposa ha sufrido la peor de las muertes. No saldrá
nadie de esta casa hasta que el asesino sea descubierto.
—Ahora entras tú —susurró Carly a Jack—. Dale la primera clave, Jack —le dijo
al oído.
Él se apartó de ella y poniendo un sobre con el número uno encima de la
bandeja, dijo antes de dársela a Niles:
—Démonos prisa en leerla, así sabremos quién ha matado a mi señora —dijo
Jack.
—¡Su señora! —dijo el profesor falso—. Creo que hay un sospechoso ya, coronel.
¿No sabe usted que su mayordomo le ha estado poniendo los cuernos con su
mujer?
Carly estuvo a punto de gruñir cuando se dio cuenta de que no le había dicho a
Jack que los invitados podían improvisar en un momento dado.
Jack miró a Carly con ganas de volver a ponerle las esposas.
—¡No puedo creerlo, Humphrey! ¿Cuánto tiempo hace que está ocurriendo esto
con mi esposa?
—¡No sea ridículo! ¡Yo no estoy liado con su mujer!
—Ya no —dijo el invitado — . Ahora ella está muerta. Y, o la mató usted, o
quizás su muerte ha sido provocada por un ataque de celos.
Carly se sintió aliviada al ver que la fiesta del misterioso asesinato proseguía, y
que se habían olvidado de la vichyssoise, y que Jack no había pinchado a nadie
todavía.
Niles se puso de pie.
—¿Me está acusando, caballero? La señora Lippy era el amor de mi vida.

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—Exactamente. Por eso no podía soportar la idea de que se entregase a otro


hombre.
—Los celos son una fuerza muy poderosa —dijo Carly, deseosa de agregar
entretenimiento a la fiesta—. No sólo para un hombre, sino para una mujer.
Humphrey me confesó antes que él sigue robando corazones.
Jack la miró como si ella estuviera loca.
El falso profesor miró a Carly.
—Usted es tan intuitiva, mademoiselle. Los celos hacen que un hombre o una
mujer, sean capaces de cualquier cosa. Incluso de asesinar.
Jack miró al impostor.
—¿Cuidadosamente planeado? —dijo Jack.
—Nadie puede resolver un misterio con el estómago vacío —dijo Carly—.
¿Servimos el segundo plato, Humphrey?
—Antes me gustaría oír la opinión del profesor Winnifield sobre el tema —dijo
Jack.
A Carly no le gustaba aquella mirada de desconfianza de Jack.
—Nosotros somos unos empleados contratados para ayudar. No las estrellas
del show. Así que hazte a un lado y no digas nada más —le dijo Carly en voz baja.
—Sería mejor que escuchase a su pequeña francesita —dijo el profesor. Dio un
paso y dijo—: Es una criatura deliciosa. Está hecha de azúcar, especias y todo lo
agradable.
—Eso es —dijo Jack. Y fue hacia el impostor, y lo sujetó de la solapa—. Usted
está arrestado.
—¡Humphrey! —exclamó Carly horrorizada.
—¡Usted no puede acusarlo de la muerte de mi mujer todavía! Ni siquiera
hemos leído la primera clave.
Los otros invitados se unieron a Niles, gritando y protestando.
—Humphrey, creo que estás cometiendo un gran error —gritó Carly entre las
voces.
Pero en ese momento, Jack los calló a todos mostrándoles el arma.
Carly tragó saliva y gruñó desesperada. Pero era demasiado tarde. Jack había
arruinado todo nuevamente.

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Capítulo 8
—¡ESTÁS fuera del caso! —le dijo Violet Speery en cuanto Jack entró por la
puerta. Él se paró al oírla. E inmediatamente se dio cuenta de lo que había
pasado.
—¿Ha confesado Winnifield, no es cierto?
—Cierra la puerta.
Jack cerró la puerta y se acercó al escritorio.
—¡Lo sabía! ¡Desde el mismo momento en que lo vi sabía que ese tipo era el que
amenazaba a Carly!
Jack tenía cara de satisfacción, pero al ver la expresión de la fiscal se desinfló.
—La persona que has arrestado es el presidente del Banco Eastside —le dijo
Violet secamente—. Hubert Hagerty es un indefenso ciudadano que pasa el tiempo
libre criando Pomeranios pura sangre. Y además ocurre que es una de las
personas que más contribuye a mi reelección en la campaña. O, más bien, es la
persona que más contribuía a mi reelección.
Jack se sentó en una silla frente a Violet Speery.
—Las donaciones de dinero no están en relación directa con la inocencia de
las personas, ni las hace inmunes contra las acusaciones, según mi experiencia
en estos temas. Lo he comprobado en otros casos.
—Y yo he comprobado información también. La policía no ha encontrado nada
excepto pelo de perro. Nada que relacione a Hagerty con las amenazas a la
señorita Westin.
El tono de Violet le molestó más que sus palabras.
—¿No me digas que lo han dejado marchar?
—Hace diez minutos —Violet dejó la pluma Mont Blanc en el escritorio—. No
tenemos ningún motivo para retenerlo, Jack, más que tus instintos. Y aunque te
parezca mentira, los jueces no admiten ese tipo de pruebas —un suspiro de
exasperación se le escapó a la fiscal—. Anoche te pasaste. ¿En qué estabas pensan-
do?
«En hacer el amor en el suelo de la cocina», pensó Jack. Pero seguramente ésa
no era una respuesta que la fiscal quisiera escuchar, y que él estuviera dispuesto a
reconocer.
—Evalué la situación, y decidí no descuidar a la testigo bajo mi custodia. Vas a
creer que estoy loco, pero la representación de Hagerty del personaje del profesor
Winnifield me pareció sospechosa.
—Era una fiesta de disfraces —le recordó Violet—. Carly Westin estaba vestida de
prostituta de alto standing, y no la has arrestado.
El recordó a Carly con aquel atuendo, ¡cómo hubiera querido arrestarla!
—El hombre se identificó como Winnifield. ¿Qué se supone debía haber hecho?

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¿Esperar a que disparase contra la carta de postres para comprobar el parecido?


—La señora Winsett estuvo toda la noche tirada en el suelo como si fuera un
cadáver, y nadie llamó a una ambulancia. A eso se le llama actuar, Jack. Una diversión.
Deberías probarlo alguna vez.
No se molestó en contarle su actuación como Humphrey, un personaje que no había
tenido el menor autocontrol.
—No me gustó el papel que representaba Hagerty. O la forma en que habló.
—¿Cuando dijo que te iba a demandar por falso arresto?
—¿Y qué me dices de que se haya referido a Carly como «hecha de azúcar y especias
y de todo muy bien»? Era una cita de la primera carta anónima. ¿No lo has leído en mi
informe?
—Sí, pero no es suficiente.
—Es posible, aunque es una coincidencia extraña. Espero que no hayas soltado a
Hagerty por su cuenta bancaria. Que pierdas la contribución a la campaña es bastante
menos importante que perder a Carly.
—No la perderemos. El juicio empieza el lunes y tenemos bastantes posibilidades de
que sea un éxito. Ella estará a salvo sin ti hasta entonces.
Jack no podía creerlo.
—¿Qué te hace suponer que los psicópatas no trabajan los fines de semana?
¿Realmente crees que vale la pena que te arriesgues por aplacar a tus compinches
políticos?
—Tú no eres el único capaz de protegerla —dijo Violet con gesto duro—. La he
mandado a casa hace un rato con Ted Simmons.
—¿El siempre cansado Ted? ¿El tipo ése que apenas puede mantener los ojos abiertos
entre siesta y siesta? Las últimas navidades decidieron darle un certificado para ingresar
en una clínica especializada en desórdenes del sueño.
—Era un centro del sueño. Se especializan en colchones ortopédicos.
—Exacto. Ted tiene problemas de espalda también.
—No es tan malo. Además es el fin de semana. Es lo mejor que he podido encontrar en
tan poco tiempo. Al menos está cualificado para el trabajo.
—¿Y por qué buscas a otro estando yo aquí, listo, deseoso de hacer el trabajo, y mucho
más cualificado que Simmons? —Jack se sintió molesto. A ella sólo le interesaban sus
juegos políticos—. Creo que te vas a arrepentir si me veo obligado a llevar este caso al
comité ético.
—No iba a aconsejarlo. No creo que quieras que los detalles de este caso trasciendan
de ésta oficina, al igual que yo —dijo Violet sin inmutarse.
—Que yo arresté a Hagerty no es un secreto. Los periodistas estuvieron presentes antes
que la policía.
—No me lo recuerdes.

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—¿Por qué, entonces, quieres empeorar las cosas apartándome del caso?
—No es decisión mía.
—¿De quién es entonces? —Jack casi saltó de la silla—. ¿De Hagerty? ¿Del jefe de tu
campaña? ¿O es Winnifield que está manejando las cosas desde su celda?
—Ha sido Carly.
Él sintió como si lo hubieran golpeado.
—Por alguna razón la señorita Westin no quiere tu protección.
—No es una novedad. Ella no quería mi protección desde el primer momento.
Siempre me lo estaba recordando.
—Esta vez va en serio. Lo ha pedido. Quiere que te alejes del caso. Inmediatamente.
—No puede ser...
—Sí.
—¿Y no le has recordado el peligro que corre?
—Parece importarle menos que tu presencia.
—O sea, que es mejor que no le pida una carta de referencia. Creí que habías
hecho un trato con ella. Que le ibas a encargar la cena de presentación de campaña
si aceptaba mi protección.
—La he convencido para que acepte a Ted en tu lugar. No sé qué ha pasado
entre vosotros dos, pero ella está distinta. Me da la impresión de que te tiene
miedo, Jack. Y no creo que sea tu revólver lo que la asusta.
—No hay nada que asuste a Carly. Es por eso que no comprendo... —dijo él.
«Las mujeres de mi familia siempre se salen con la suya», recordó. Y había
conseguido lo que quería. De una vez por todas. Se sintió indignado.
Había trabajado doce años en su profesión y finalmente había encontrado la
horma de su zapato. Una mujer que le había asestado un puñetazo que lo había
dejado tambaleándose.
—Tengo que irme.
Violet lo detuvo.
—Aléjate de ella, Jack —le dijo.
Era una orden que él no pensaba obedecer.

En el barrio de Carly no reinaba la paz y la quietud. Había sirenas por todos


lados, gatos maullando enloquecidamente, frenazos de coches a gran velocidad,
toda la música de la noche junta...
A Carly le costaba conciliar el sueño aquella noche. Daba vueltas y vueltas en la
cama de matrimonio. Oía los ronquidos de Ted, y se preguntaba si habría hecho
bien cambiando el modelo de Jack por uno más antiguo.

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Pero la decisión estaba tomada. Su negocio no podía seguir contando con la


ayuda de Jack, a no ser que él comenzara a trabajar para la competencia.
Él le costaría la pérdida de clientes, la credibilidad, y un aumento de prima en su
seguro.
Personalmente a ella no le importaba tratar a Jack. Pero no quería perderse en
el Huracán Jack. Sobre todo porque luego se quedaría sola recogiendo los es-
combros, después de que él hubiera desaparecido de Boise. La Cruz Roja no
acudía en ayuda de los heridos de amor.
Así que no había sido mala idea haber elegido a Ted para protegerse de sí
misma. Le parecía una decisión acertada. Era mayor que Jack, más aburrido, infi-
nitamente más seguro para ella. Siempre que no se muriese de aburrimiento.
Llamaron a la puerta. Podrían ser antiguos clientes, o Elliot para devolverle el
plato en el que le había dado el pastel, e intentar recuperar su amistad. O alguien
haciendo una colecta. O Jack, furioso.
Carly se destapó y se envolvió con la manta. Seguían los golpes en la puerta. Tal
vez si se quedaba echada sin contestar, el inoportuno visitante se fuera. Pero al
ver que los golpes seguían insistentemente, dejó de ilusionarse con esa
posibilidad. Se levantó de la cama y fue a abrir antes de que Ted se despertara
con el ruido.
Jack estaba de pie afuera. Con una incipiente barba y unos ojos de acero que la
miraban con intensidad letal.
—Vengo a que me des una explicación.
—Yo no doy explicaciones a hombres que miden más de un metro ochenta y
cinco —Carly lo miró—. Es una norma.
—Aunque no lo creas, vengo con ganas de romper normas. Así que, ¿vas a
invitarme a pasar, o prefieres la intimidad del corredor?
Carly cerró la puerta del apartamento tras sí y dijo:
—Se está más tranquilo aquí. Ted está roncando. Está durmiendo en el salón
sobre una tabla sujeta por dos sillas. No habría forma de escucharnos con ese
ruido.
—¿Por qué, Carly? —le dijo él, quemándola con los ojos.
—Los ronquidos pueden estar causados por pólipos nasales, o incluso por
alergias.
—No me refiero a eso, y tú lo sabes.
Claro que lo sabía. Pero no quería hacérselo fácil. Sobre todo cuando el vivir sin
él le resultaba tan duro. Tan duro como vivir con él, luchando por su indepen-
dencia y el mando del televisor.
—¿Sí?
—No te hagas la tonta, Carly. Eres inteligente. Demasiado inteligente.

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—Es la cosa más bonita que me has dicho, Jack. Y la más inesperada. Creí que
pensabas que no me funcionaba el cerebro, por el modo en que me has dado
órdenes en estas semanas.
Él se acercó a ella.
—Admito que te he subestimado.
—Ocurre todo el tiempo.
—A mí, no —Jack dio otro paso hacia ella.
Carly se iba alejando lentamente.
—Considérate afortunado ahora que estás fuera del caso. Ya no tienes que tratar
conmigo.
—Excepto que tenemos algo pendiente.
Él estaba tan cerca de Carly, que ella no tenía dónde escapar, a no ser que volara
a sus brazos. Pero de ese modo podía acabar con el corazón destrozado.
—Es demasiado tarde. Son más de las doce de la noche, y tú deberías marcharte.
Ya no tengo que escucharte.
—Como si me hubieras escuchado alguna vez. Y por si no te has dado cuenta,
todavía estoy aquí.
Ella se daba cuenta de eso. Era por ello que todo su ser vibraba con una
intensidad febril; por su cercanía.
—Si has venido a buscar tus cosas, ya las he enviado a la oficina de la fiscal.
—No. He venido a buscar una explicación. Creo que me la debes.
—Lo único que te debo son cincuenta centavos por el caramelo que me
compraste en la comisaría esa noche. ¿Te acuerdas? Fue después de que Niles le
dijera al periodista que haber usado los servicios de Creaciones Carly había sido el
error más grande de su vida, y justo antes de que me encerrases en la sala de los
testigos.
—Entonces, págame.
Carly metió la mano en el bolsillo de su camiseta.
—Lo siento. Me he dejado la cartera en el otro pijama.
—Entonces dame otra cosa en su lugar.
El corazón de Carly latía aceleradamente. ¿Se trataba de una proposición
indecente? Tal vez estuviera más guapa de lo que pensaba con su pijama de
franela.
—Información —continuó él antes de que ella pudiera rechazarlo—. Dime por
qué me has quitado del caso.
—¿Por falta de fondos, insolvencia temporal? ¿Te vale esa respuesta?
—N o .

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—Tal vez para asegurarme de que tuvieras suficiente tiempo para hacer las
maletas para marcharte a Washington.
Ella no quería sentirse intimidada por su altura, ni por su pistola, ni por esa
expresión tan sexy. Mucho menos le iba a contar el verdadero motivo de que lo
hubiera quitado de su cocina.
—¿O querías vengarte? ¿Es eso, Carly? Una venganza para el policía malo.
Ella se quedó con la boca abierta.
—¿Venganza? No puedo permitirme esos lujos. Estoy demasiado ocupada en
limpiar y ordenar el lío que has provocado en mi vida.
Él se inclinó hacia adelante y apoyó una mano en la pared.
—Me necesitas. Y para algo más que para que te ayude en la cocina. Puede ser que no
valores tu vida, pero yo sí — Jack la miró—. Y la fiscal del distrito también la valora, y el
resto de los profesionales que han trabajado en el caso. No permitas que tu obstinado
orgullo se mezcle en lo que es mejor para ti.
—¿Mi obstinado orgullo? No soy yo quien despierta a la gente en medio de la noche
para discutir acerca del desempeño de su trabajo —ella lo empujó, sin éxito—. Y para tu
información, tú no eres lo mejor que me ha pasado. Desde que te he conocido mi vida ha
ido de mal en peor. No quiero vivir sin amigos, sin sueños, y sin libertad —ella empujó
más fuerte, pero él no cedió.
—¡Tonterías! No valen nada, si tú no estás viva para disfrutar de ellas. ¿Es que soy
tan monstruo controlador que no puedes aguantarme unos pocos días más?
—Sí —dijo ella.
Jack la sujetó por los hombros y le dijo achicando los ojos:
—Si yo soy capaz de aguantar tus gracias y tus infantiles manejos, creo que tú bien
puedes aguantar un poco de protectora supervisión.
Bueno, al menos ahora ella sabía lo que pensaba él. Infantil. Cabezona. Desprecio por
la vida.
—A lo que tú llamas supervisión protectora, yo le llamo muerte por asfixia —Carly
sintió ganas de llorar—. El asunto es que no tengo que aguantarte ya. Nunca más.
Puedo cuidarme sola, Jack. Siempre he podido cuidarme sola.
Las manos de Jack se deslizaron por sus brazos y le sujetó las muñecas contra la
pared.
—Haz la prueba.
—No, gracias, Conan. Los dos sabemos que tú eres más grande que yo. Más fuerte.
Incluso más duro. Pero tú ya no puedes decirme qué tengo que hacer. Se terminó, Jack.
No te quiero.
Ella se estremeció al ver la mirada de posesión en los ojos de Jack. Sin aviso previo, la
animosidad entre ellos se transformó de pronto en un torbellino de sofocado deseo.
—Prueba que te puedes cuidar sola —le susurró él con voz ronca.

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Entonces la besó apasionadamente, le soltó las muñecas y entrelazó sus dedos a los de
ella. Luego los deslizó hacia arriba, y los dejó por encima de la cabeza de ella.
Ella se entregó a él sin pensarlo, simplemente sintiendo.
Sintió la seda de su lengua en su boca, luego el peso tibio de su cuerpo, atrapándola
contra la pared.
Ella lo besó también. Mezcló su lengua con la de él en una batalla donde ninguno de
los dos podía perder. Él la recibió deseoso.
Carly se estremeció al sentir las manos de Jack, que se habían soltado de las suyas
para recorrer el contorno de su cuerpo. Los anteriores abrazos no la habían preparado
para aquella espiral de deseo, donde nada importaba sino tocarlo con sus manos y sa-
borearlo todo.
Ella gimió mientras las manos de él se movían debajo de la camisola de dormir,
acariciándole las caderas y muslos. Las manos de Jack eran tentadoras. La acarició hasta
que ella tembló en sus brazos de deseo.
Estaban de pie en medio del corredor.
Ella necesitaba recuperar el control en medio de aquella turbulencia de pasión.
Finalmente se pudo separar de su boca con un estremecimiento.
Lo miró a los ojos. De pronto se dio cuenta de que él significaba más para ella que sus
amigos, que sus sueños y su libertad. Él era algo más que una pasión de una sola noche.
Con un nudo en la garganta, Carly tragó saliva y dijo lo único que podía decir en
aquellas circunstancias:
—Adiós, Jack.

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Capítulo 9
EL sol se filtraba por las cortinas de su habitación. Carly acababa de despertarse
de un sueño en el que Jack Brannigan fumaba un cigarro y cantaba «Qué será será»,
como Doris Day en una de sus películas. El significado del cigarro se lo podía
imaginar, por todo lo que había leído sobre sueños en el psicoanálisis, pero lo de Doris
Day no lo entendía. De pronto se dio cuenta de que en realidad era la música de su reloj-
despertador. Los números rojos le indicaban las nueve; se había quedado dormida.
Y en ese momento realmente comenzó la pesadilla.
Carly se levantó de la cama y se miró en el espejo. La imagen reflejada no le aseguró
que era la más hermosa sobre la tierra. Lo que le dijo fue que había hecho mal en darse
una ducha fría después de dejar los brazos de Jack. Su pelo se había secado
naturalmente y parecía que lo había metido en un enchufe. En menos de tres horas tenía
la comida más importante de su vida, la campaña de Violet Speery, un almuerzo para
cien de las personas más influyentes de Boise. Quería impresionarlos por sus artes
culinarias, no por su parecido con la novia de Frankenstein.
A pesar de su eléctrico beso, no podía culpar a Jack de aquello.
Tenía muchos motivos para culparlo. Por la ducha fría que había tenido que darse. Por
pasarse media noche en vela, recordando una y otra vez sus palabras. Por no hablar de
lo que le había costado quitar su fragancia del cuarto de estar con ambientador floral, para
no acordarse de él.
Debía de haberse pasado con el ambientador. Porque sentía una sensación extraña
en el estómago, como si se hubiera tragado una gimnasta con botines incluidos.
A no ser que Jack le hubiera contagiado la gripe. Como su último regalo, después de
tantas cosas, como la multa de tráfico, las esposas, la vichyssoise derramada, o el baño de
Margarita de Sidra.
Serían los nervios, se dijo.
Carly terminó de vestirse, se puso las lentillas y buscó los zapatos.
Miró por la ventana. Habían anunciado nieve, y aunque ella hubiera deseado que eso
fuera en otra parte de la ciudad, descubrió que todo estaba nevado, incluido su coche,
sepultado en el aparcamiento al aire libre.
Miró el cielo azul. Un avión lo atravesaba dejando una estela de humo blanco.
Cerró las cortinas mientras la gimnasta daba una triple vuelta en su estómago, y dijo:
—Adiós, Jack.
Le temblaron los labios. Si no estaba en aquel avión, estaría en el siguiente. O en el
siguiente. Nada lo iba a hacer quedarse en Boise.
Y menos ella. Decirle adiós había sido lo mejor, y lo más duro que jamás había hecho.
Había hecho bien. Sentía ganas de llorar, pero llorar a Jack no iba a ayudar a preparar
la comida para la campaña, ni le iba a dejar dinero mágicamente en el bolsillo.
—¡Ted! —gritó ella—. Es hora de levantarse —dijo abriendo la puerta.

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Su nuevo guardaespaldas estaba echado en su tabla de madera. Tenía el pelo gris


pegado, y la camisa verde gastada entreabierta a la altura de la barriga por faltarle
algunos botones. No tenía tiempo para arreglarlo, ni un uniforme de más.
—Vamos —le dijo ella.
—No hace falta tanta bulla —se quejó él—. Estoy despierto. Su radio me ha
despertado hace una hora con todas esas canciones de antaño. No puedo creer que
apagase a Doris Day en medio de la canción —se peinó las cejas y cantó—: ¿Qué será
será...?
—Yo sé cómo será mi futuro —lo interrumpió Carly, pensando mentalmente en
todas las cosas que le hacían falta para preparar la comida.
—Tenemos que irnos en treinta minutos.
—Me temo que eso no es posible, señorita Westin.
Carly se dio la vuelta con gesto de enfado y le dijo:
—¿Tú no serás de esos guardaespaldas que siguen una lista de normas estrictas, tratas
a los testigos como si fueran delincuentes y que nunca se afeitan, no? Porque te digo una
cosa, Ted, no estoy de humor para discusiones. Y encontraré el modo de irme de aquí,
contigo o sin ti —ella puso los brazos en jarras para parecer tan dura como sus
palabras.
—Soy uno de esos guardaespaldas cuya espalda está hecha un desastre, y esa tabla
la ha empeorado. Además, se supone que usted no va a ninguna parte sin mí. Eso lo
ha dejado bien claro la fiscal —Ted se puso de pie.
—Esta es una oportunidad única para mí, Ted. Van a asistir varios miembros del
ayuntamiento, es muy importante para mí. No quiero perder la oportunidad, ahora que
lo he perdido todo.
—A veces el agua caliente relaja los músculos. Indíqueme dónde está el servicio e
intentaré quitarme el dolor.
Carly lo ayudó a caminar hasta el baño. No sabía si había sido la desesperación o el
olor corporal que despedía Ted lo que le había dado la fuerza necesaria para llevarlo
hasta el cuarto de baño. Luego volvió a la cocina. Metió los utensilios necesarios en una
caja, y recogió un puñado de especias.
En ese momento alguien golpeó a la puerta. Tal vez fuera Jack. Seguramente volvería
a decirle lo poco que estimaba su vida, ¿o que ella no podía vivir sin él? Al menos hasta
el lunes era verdad que no le sería fácil vivir sin él.
No tenía tiempo de inventar más excusas acerca de por qué se había deshecho de él.
Tal vez le dijera la verdad. Eso lo asustaría y se marcharía, en caso de que no saliera
corriendo nada más ver su pelo electrizado.
Carly fue a abrir, dispuesta a expresar su furia e indignación. Y que no se le ocurriera
hacer ningún cometario sobre su pelo, si apreciaba su vida, porque lo mataría.

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El pitido de su teléfono móvil despertó a Jack. Se puso erguido rápidamente. Tenía las
piernas entumecidas de haber estado en el asiento delantero de su pequeño coche toda
la noche. A la luz del día, la vigilancia de los Apartamentos Prestige no parecía tener
sentido. Y todo porque al salir del edificio aquella noche había visto a un hombre
que parecía sospechoso, como Stanley la noche que había aparecido allí desnudo.
Jack flexionó las piernas heladas, ignorando el segundo pitido de su teléfono móvil.
Pero el dolor muscular no era nada comparado con la actitud de Carly la noche antes,
que le había cerrado la puerta en la cara.
Él se había quedado de pie, rígido en medio del pasillo vacío, sintiendo que sus
instintos de supervivencia le decían que debía irse de allí. Oficialmente él estaba fuera
del caso. Era un hombre libre, que no tenía la presión del deber, ni tenía que ayudarla en
las tareas de la cocina. Podía volver a su apartamento, meter algunas cosas en una
maleta y subirse a un avión hacia Washington sin remordimientos.
Por otra parte, Carly necesitaba protección. Su protección. Antes de que él hiciera
algo que lamentasen luego los dos. Como hacerle el amor en medio del pasillo.
Jack gimió. Nunca había perdido el control de ese modo. En la cocina de los Winsett
había estado a punto. Pero algo lo había detenido, y había evitado que hiciera algo tonto.
Como hacer el amor con una mujer que se ponía para dormir una camiseta con dibujos
animados estampados.
Al recordarlo se le avivaba el deseo. ¡Aquellas piernas largas y desnudas! ¡Esos
labios rojos! ¡Ese pelo castaño cayéndole en los ojos! ¡Y había reaccionado de forma
increíble a sus caricias!
El solo pensarlo lo llenaba de deseo por ella. Necesitaba una copa, o una ducha fría.
Ella no lo quería. Lo había demostrado apartándolo del caso. Bien. Arrivederci, baby.
De ahora en adelante, Carly Westin se las arreglaría sola.
El teléfono volvió a sonar. Él lo descolgó.
—Brannigan —escuchó una voz áspera—. Soy Ted Simmons. Tengo un grave
problema.
Jack se inclinó sobre el reposacabezas del coche.
—Sí, lo sé. Se llama Carly. Es toda ella un problema. Te deseo suerte, Ted. Te
hará falta.
—Bueno, el asunto es, Brannigan, que necesito más que suerte ahora. He oído
que esta testigo te ha dado problemas también, así que quería pedirte consejo.
Jack sonrió de mala gana. Ted habría recibido una buena dosis de locuras de
Carly aquella mañana. Y como si eso fuera poco, tenía aquellos ojos azules, capaces
de derretir cualquier razón que un hombre pudiera dar.
Pero Ted tenía cuarenta años de matrimonio a sus espaldas. Seguramente no
necesitaba consejos acerca de las mujeres, y menos de un solterón.
—No la pierdas de vista. Es muy inteligente, y siempre hace lo que quiere.
—Es demasiado tarde ya para eso. Se ha ido.

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—¿Qué? —Jack se puso erguido en el asiento.


—Digo que se ha ido. Que ha desaparecido.
—No es posible —él había estado observando los apartamentos durante las
últimas siete horas, sólo se había dormido unos diez minutos. La única persona
que había visto pasar había sido a la señora Kolinski. A Carly la hubiera visto.
Estaba grabada en su cerebro.
—¿Te has fijado en el pasillo? A veces deja comida allí para sus vecinos
desamparados.
—No, no he registrado ningún sitio todavía. Me llevó veinte minutos
arrastrarme al teléfono. Tengo la espalda mal otra vez.
«¡Veinte minutos!», pensó Jack.
—¿Cuánto hace que le has perdido la pista?
—Hace una media hora. Cuando ella me ayudó a ir al baño.
—Voy enseguida —dijo Jack.
—No, Brannigan, no hace falta. Es demasiada molestia para ti atravesar toda la
ciudad. Puedo llamar a Violet, decirle lo que ha pasado, y rogar que no me
despida inmediatamente —Ted suspiró—. La señorita Westin me amenazó con
irse sin mí y yo no me lo tomé en serio.
—¡Eh! No te preocupes. Y no es molestia —contestó Jack—. Estoy en el barrio.
En dos minutos estuvo en la casa de Carly. Se decía que no debía reaccionar
precipitadamente, que debía relajarse.
—Si le pasa algo, te corto en pedacitos, Simmons, y te doy de comer a los
pájaros —le dijo.
Ted estaba echado en la tabla, al lado del teléfono, con los ojos cerrados.
—Me alegro de verte nuevamente, Brannigan. Espero que no hayas cometido
ninguna infracción de tráfico para llegar.
Jack miró el salón. Había un montón de cosas preparadas para un servicio de
comidas. Todo parecía normal. Pero eso le dio mala espina.
—Algo no anda bien aquí —dijo Jack.
Miró por los armarios y vio su abrigo en una percha. Sintió pánico. Volvió a
mirar el salón. Parecía sin vida, vacío sin ella.
Jack se restregó los ojos. Tal vez fuera la falta de sueño lo que le hacía ver las
cosas tan dramáticamente. Tal vez estuviera reaccionando desproporcio-
nadamente, y ella sólo hubiera ido a comprar el periódico.
Pero descubrió el periódico doblado en la puerta de entrada. Jack lo recogió.
En la primera página había un titular que ponía: «Balas sobre Boise». Al lado había
una foto en color de Hubert Hagerty de pie, y debajo una de Carly.
Tal vez hubiera visto aquello y hubiera salido corriendo.

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Leyó el artículo. Trataba de la fiesta en casa de Winsett, y comentaba que la


fiesta se había arruinado por cortesía de Creaciones Carly. En el artículo también
aparecía una entrevista con la fiscal del distrito asegurando que no había habido
ningún cargo contra Hagerty. Y Niles Winsett advertía a la gente contra los
servicios de Creaciones Carly.
Él se sintió culpable.
¿Y si ella no había podido aceptar la posibilidad de haber perdido el negocio?
¿Y si la sorpresa de aquellas noticias la llevaban a cometer alguna estupidez o
algún acto en el que no midiera los riesgos?
—Tú conoces a la señorita Westin mejor que yo —le dijo Ted—. ¿Crees que
puede haber abandonado la comida para la campaña?
—No. No haría nunca eso.
Y sus instintos le decían también que ella no se quedaría quieta y se dejaría
matar. Ella pelearía y se abriría camino frente a cualquier obstáculo que se
interpusiera en su camino. Ella conseguiría lo que quería.
La inquebrantable tenacidad que lo había vuelto loco durante esas semanas
ahora le daba esperanzas. Carly Westin jamás se rendiría.
Jack dejó el periódico en el suelo al lado de Ted.
—¿Quién es Elliot Edwards? —preguntó Ted, mirando el nombre en la etiqueta
de la suscripción.
—El bobalicón de su vecino. Le pasa el periódico todos los días cuando ya lo ha
leído. Al menos lo hacía hasta hace cuatro días.
—¿Qué pasó hace cuatro días?
—Elliot se enfadó. —Ted suspiró—. No debe de estar enfadado ya.
—No lo sé. Puede ser —dijo Jack—. ¿Has llamado a Violet? ¿O a la policía?
Ted negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo.
—Bueno, hazlo ahora. Diles que manden una unidad para aquí y otra al centro
de la ciudad. Si tenemos suerte, tal vez sólo se haya ido sin ti.
—¿Adonde vas?
—A un sitio que debí registrar hace tiempo.
Abrió la puerta del apartamento de Elliot haciendo palanca y le dio una
patada. Pero ella no estaba dentro.
Lo que descubrió en el apartamento fue que las cejas de Elliot no eran lo único
raro de aquel personaje. En un rincón había un canapé de terciopelo rojo rodeado
de un montón de libros y cajas. El suelo estaba cubierto por papeles tirados.
En el centro de una de las paredes había un póster en forma de corazón que
enumeraba Los Diez Requisitos Del Amor Verdadero. Sobre una mesa, un retrato

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de Carly. Otra foto de ella le sonreía desde el mueble de la televisión, y otra


colgaba por detrás de la puerta. Eran todas fotos cándidas, tomadas desde cierta
distancia. Pero aun los esfuerzos poco profesionales habían sido capaces de captar
el espíritu y el resplandor de Carly.
Jack registró con avidez el resto del apartamento. No había seguido
exactamente el procedimiento policial, pero por primera vez en su vida, no le
importó seguir el procedimiento adecuado. Ni la ley. A él sólo le importaba
Carly. Encontrarla antes de que fuera tarde.
A medida que revolvía cajones y armarios su corazón se aceleraba más. Cada
nueva cosa que aparecía lo hacía sospechar más. Un block de papel de lavanda. Un
estuche de un arma vacío.
Tenía suficientes pruebas de la obsesión del vecino por Carly. Cartas inacabadas
dirigidas a ella. Recortes de periódico sobre el caso Winnifield y sobre las declaraciones
de Carly. Incluso un mechón de su cabello. Pero ninguna pista de dónde la había
llevado Elliot. Ni por qué.
Jack se quedó de pie en medio de aquel caos y respiró profundamente. Echó el aire
lentamente para relajar sus tensos músculos. Carly no estaba allí. Lo que quería decir que
Elliot la había llevado a algún sitio. La habría llevado a la fuerza, pensó Jack.
Jack sintió un nudo en el estómago por lo que aquello podía suponer. ¿Cuánta
devoción tenía Elliot por Carly? ¿Estaría muy desesperado? Pero no tenía tiempo de
contestar a aquellas preguntas.
Salió del apartamento decidido a encontrarla. Pero no tenía ni idea de dónde buscarla.

—Bueno, ¿qué piensas? —le preguntó Elliot—. Sé sincera.


—Son estupendos —contestó Carly con excesivo entusiasmo.
No era cosa de criticar el trabajo de un hombre que la estaba apuntando con una
pistola. Miró hacia los champiñones que despuntaban entre una fila de troncos puestos
contra la pared e intentó pensar en algo agradable que decir sobre ellos.
—No sabía que los champiñones shiitakes eran tan... marrones —dijo por fin.
Aquel sótano abandonado debajo de los Apartamentos Prestigio le recordaba al viejo
desván en su casa de Willow Grove. Pero el lugar en el que se encontraba no tenía el
aroma tranquilizador de los botes de conservas hechas a mano que albergaba su
desván. Sólo había madera desechada y envases de plástico vacíos desparramados por
el frío suelo de cemento, todo cubierto de polvo.
Ella se puso nerviosa cuando Elliot la obligó a ponerse en medio de la habitación. Sus
hermanos solían jugar con ella a la guerra, encerrándola en el desván como rehén, hasta
que llegaba una tregua o la hora de la cena. Ella nunca se había sentido cómoda en cauti-
vidad.
Un pálido rayo de sol atravesaba los sucios cristales de su actual prisión. Un
escarabajo caminaba por la pared de cemento. Dos trampas para ratones adornaban el
suelo.

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Ella se estremeció mientras intentaba sonreír a Elliot. A ella le preocupaba aquel


brillo en sus ojos; parecía decirle que era un loco que la iba a violar.
Se había encargado bien de disimularlo aquella mañana cuando había aparecido en
su apartamento para darle el periódico. Incluso se había disculpado amablemente.
Llevaba un bigote de zumo de uva sobre el labio superior, la gorra de siempre, y un
revólver en la mano.
Carly había estado tan distraída pensando en Jack y en la comida que tenía que
preparar que no se había dado cuenta de que llevaba un arma hasta que la había
apuntado y le había dicho si le gustaría dar un paseo con él.
Ella había pensado que lo mejor, en aquellas circunstancias, sería aceptar la
sugerencia.
Así que mientras Ted cantaba Qué será será bajo la ducha, Elliot la había escoltado
hasta las entrañas de los Apartamentos Prestigio. Interesante lugar, pero ella no quería
morir allí.
—Entonces, ¿estás excitada? —le preguntó Elliot, quitándole la tierra a un cajón de
madera para que ella se sentase.
—Estoy temblando de excitación —ella se sentó abrazándose las piernas
firmemente.
Él se rió con picardía.
—Sabía que te gustaría. Los champiñones shiitake son difíciles de encontrar. Eso
me dijiste una vez.
—¿Y no te dije nada acerca de una comida que debo servir dentro de un par de
horas? —dijo ella mirando su reloj rápidamente. ¿Se habría dado cuenta Ted de
que ella no estaba? ¿Nadie se habría dado cuenta del rastro de olor a clavo que
había dejado en el camino? Si al menos estuviera Jack allí para decirle a Elliot que
disparar contra una mujer desarmada estaba en contra de las normas de cualquier
persona.
Pero Carly estaba sola. De ella dependía una segunda oportunidad para la vida
y el amor. Últimamente las había dado por hechas. Había despreciado sus
sentimientos por Jack muy fácilmente.
«Si sobrevivo a esto, iré a decirle a Jack Brannigan lo que siento, sin
importarme las consecuencias», pensó.
—¡Eh! Tengo una idea —dio ella de pronto—. Podemos servir champiñones
en la comida que voy a servir hoy. ¿Por qué no los recoges, mientras yo voy a
buscar a mi casa una cesta grande para ponerlos?
—Tengo todo lo que te hace falta aquí —sonrió Elliot, frotando el dedo índice
sobre el gatillo del revólver.
Pero ella no creía en verdad que fuera a hacerle daño. A pesar del revólver, y
de su huida de la realidad, Elliot había cultivado champiñones exóticos para ella,
después de todo. Había comido su pastel. Usaba una gorra simpática. Seguramente
esas cosas también contaban. No sería capaz de dispararle.

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—De hecho, tengo otra sorpresa para tí —dijo Elliot.


—¡Oh! Elliot, me siento mal porque yo no te he traído nada.. ¿Por qué no me
dejas, que traiga a un regalo para ti?
«Una novia, le hacía falta, o una camisa de fuerza», pensó Carly.
—Tú eres todo lo que quiero —contestó Elliot.
Carly se sintió presa del pánico cuando vio que Elliot levantaba el arma en el
aire. Pero en lugar de dispararle la usó para tirar una colcha que había en un
tendedero. La polvorienta tela se cayó, dejando al descubierto un camastro
verde del ejército de pie junto a una pared llena de musgo, y un sillón de tercio-
pelo rojo gastado y hundido irregularmente en una esquina. Una madera sujeta
con unas revistas servía de mesa.
Carly se quedó muda observando aquel extraño mobiliario.
—Sé que necesita un poco de arreglo —dijo Elliot con el entusiasmo de un agente
inmobiliario convencido de las bondades de su oferta—. Pero con unos cuantos
cuadros quedará agradable y acogedor. ¿Prefieres cretona o brocado para las
almohadas?
—Elliot, ¿no pensarás... dejarme aquí, no?
Él extendió sus brazos.
—¡Sorpresa!
—Esto así no va a funcionar —insistió ella, sintiendo un nudo en el estómago—.
Me han tomado declaración. El juicio del profesor Winnifield va a celebrarse, esté
yo o no para declarar.
—No has comprendido.
—Es lo que he pensado yo. Que esto es un gran malentendido. Sé que tú no eres
el tipo de hombre que puede encerrarme para que no declare.
—Por supuesto que no. Quiero que estés aquí para siempre —le contestó Elliot,
le guiñó el ojo y agregó—: Podemos hacer de este lugar un rincón acogedor para
nosotros dos. Con tu talento para la decoración estará perfecto — Elliot frunció su
ceño sin cejas—. ¿Crees que podremos mantenernos cultivando champiñones shiitake
hasta que encuentre un verdadero trabajo?
Carly descruzó las piernas y se puso de pie.
—¿Quieres decirme que el profesor Winnifield no tiene nada que ver con todo esto?
—Bueno, él me animó a que te enviase esas cartas —dijo Elliot poniéndose colorado.
—¿Cartas? —ella tragó saliva.
—Yo escribí los versos y le envié la primera al profesor para que me diera su opinión.
Me dijo que a veces un hombre debía asustar a una mujer para que fuera a sus brazos.
—¿Porqué, Elliot?

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—Quería esperar a que todo estuviera listo aquí para declararte mis intenciones,
pero como dice mi profesor, el amor no es siempre cómodo.
Realmente no la tranquilizaba que citara las palabras de un asesino. Y menos que Elliot
hubiera escrito aquellas cartas, que decían que iba a ponerse azul la cocinera y que ella y
la muerte tenían una cita.
Carly se tragó un grito al ver que Elliot se acercaba con el arma apuntando.
—Es cierto, querida. Te he amado desde siempre. Te he adorado. Ahora no hay nada
que se interponga entre nosotros —dijo Elliot.
Excepto aquella pistola en sus manos.
—Debiste decirme algo antes, Elliot. Podríamos haber hablado de ello —dijo ella.
—No quería hablar de ello. Quería que me necesitases. Muchas mujeres buscan
protección en un hombre. Pensé que si te asustabas correrías a mis brazos. Pero entonces
apareció tu primo Jack.
Jack. ¡Cuánto hubiera dado por que estuviera allí! Escupiendo sus normas y
empuñando su arma, para protegerla de Elliot y de las ratas que anduvieran por allí.
—Él no es tu primo, ¿verdad?
—Bueno... Técnicamente, no —Carly respiró hondo—. Jack es mi guardaespaldas. Me
lo asignaron cuando empecé a recibir aquellas cartas. No quiero que te haga daño
cuando te encuentre aquí. Así que será mejor que me dejes marchar.
—Él es algo más que tu guardaespaldas —dijo Elliot, ignorando sus palabras—. Os
he visto besaros en el corredor anoche.
Ella tragó saliva.
—Le estaba diciendo adiós.
—Por favor, no me mientas, querida —dijo Elliot negando con la cabeza—. Ésa no es
forma de empezar nuestra vida juntos. Sólo empeorará las cosas.
¿Peor? ¿Podían empeorar más? Pensó en el arma apuntándola. En la comida de la
campaña, en que Ted no podía caminar si no lo ayudaban. Mejor no pensar más.
—Pero es cierto que Jack se fue. Mejor así —dijo ella.
—Jack no se fue. Se sentó en su coche y se quedó allí toda la noche frente al edificio —
dijo Elliot enfurruñado.
—¿Sí? —dijo Carly sorprendida y aliviada.
Era una esperanza, si bien Elliot podía haberse equivocado.
Y Carly se aferró a ella con todas sus fuerzas, esperando poder escapar incluso antes
de que él fuera a rescatarla y tuviera la oportunidad de decirle que se lo había advertido.
—¿Qué hay entre vosotros dos? —preguntó Elliot.
«Estupendo. Un loco celoso», pensó Carly.
—Nada —contestó ella

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—Me gustaría creerte, pero me siento muy herido por tu devaneo con Jack. Tenemos
que reconstruir nuestra confianza. Si leyeras el libro del profesor Winnifield, aprenderías
que la confianza es la primera de las condiciones del verdadero amor —tocó el gatillo de
su revólver—. Y créeme, Carly, si estás enamorada de Jack, me veré obligado a hacer algo
de lo que ambos nos arrepentiremos.

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Capítulo 10
—¿ENAMORADA de Jack Brannigan? —Carly negó con la cabeza
vehementemente—. Eso es una locura. Quiero decir que la sola idea es una locura. Jack y
yo somos como el aceite y el agua juntos. No podemos mezclarnos.
Elliot la miró escéptico.
—¿No crees que es atractivo? —le preguntó Elliot.
—Bueno, sí... quiero decir, no está mal. Es atractivo, tiene hombros anchos, unos ojos
grises seductores, y una cara atractiva también, si eso es lo que buscas en un hombre...
—¿Y tú no buscas eso en un hombre? —la desafió Elliot, aferrándose nerviosamente al
arma.
—Bueno, hay docenas de hombres altos, morenos y atractivos. Tú eres un hombre con
inteligencia, con estilo, con estabilidad. Un hombre... —continuó Carly— ...que es
capaz de ver el potencial en un sitio como éste —Carly hizo un gesto abarcando la habita-
ción—. A la luz de una vela... esto puede ser un romántico paraíso.
—¿Estás segura? El corredor del edificio te pareció bastante romántico la otra
noche. ¿O es que estabas tan inmersa en el beso de Jack que no te diste cuenta de
lo que te rodeaba?
Le costaba mentirle a su vecino, sobre todo porque él había presenciado por el
ojo de la cerradura aquel beso en el que había estado a punto de derretirse en
brazos de Jack.
—¿A eso le llamas beso? Me estremezco de sólo pensarlo. Todo húmedo. Fue un
beso rápido, un beso amistoso, nada más.
—Ese besito amistoso duró diez minutos —Elliot no parecía convencerse. Más
bien parecía celoso.
Era mejor cambiar de plan.
—¡Ah! —gritó ella, poniéndose una mano en los ojos y doblándose sobre su
cintura.
Gimió de dolor como para hacerle creer que necesitaba asistencia médica
urgente, o al menos que necesitaba que le dejara de hacer preguntas.
Él se quedó imperturbable, sin sentirse conmovido aparentemente por su
supuesta agonía.
—No me conmueve tu fingido ataque de malestar por las lentillas.
—Tengo mucho dolor, Elliot. Por el polvo. Mis ojos son muy sensibles,
realmente.
Él negó con la cabeza disgustado.
—Te he visto hacer esto hace seis meses, cuando intentaste que el chico de la tele
por cable te conectara los canales sin pagar.
Al parecer tampoco le servía ese plan.

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—Éso quiere decir que me estás mintiendo, en todo —dijo Elliot.


Carly abrió la boca para protestar, pero al ver la mirada hueca de Elliot la
cerró. No la estaba escuchando en ese momento.
—Todas mentiras. Sobre todo acerca de Jack —tenía la respiración pesada, y la
mano que empuñaba el arma, temblorosa—. No dejaré que te tenga, Carly. Ahora,
no. Ni nunca.
La puerta de la cueva se abrió antes de que ella pudiera digerir las palabras de
Elliot.
—Entonces, ven y atrápame, Elliot —se oyó decir a Jack.
En el momento en que Elliot se dio la vuelta para mirar a Jack, Carly levantó
una tabla de madera y la tiró contra la mano de Elliot que tenía el revólver. Se
disparó al caerse al suelo.
Jack bajó las escaleras con un solo movimiento, echándose sobre Elliot.
Cayeron los dos al cemento frío. El grito de sorpresa de Elliot fue sofocado
cuando Jack le dio un puñetazo en la mandíbula. Los ojos de Elliot se pusieron
en blanco al quedar inconsciente.
Y entonces acabó todo. Carly se quedó de pie en silencio. Atontada. Una
sensación de alivio recorría todo su ser, calentándole la sangre en sus venas. De
pronto pasaron por su mente todas las imágenes de aquella mañana, como si
pertenecieran a una pesadilla. Dorys Day. Los champiñones exóticos. Que se
hubiera quedado dormida el día más importante de su profesión. El arma de
Elliot. La espalda dolorida de Ted.
Y entonces había irrumpido Jack. Había aparecido de no sabía dónde, como un
ángel de la guarda con cazadora de piel y vaqueros desteñidos, rescatándola en
el último momento. Protegiéndola del peligro que su cabezonería y orgullo no
había querido ver.
El ruido del agua corriendo la devolvió a la realidad. El tiro que se había
escapado del arma de Elliot había hecho un agujero en una cañería que había en
una pared. Había un charco de agua enorme en el suelo de aquel nido de amor que
Elliot había construido para ellos dos y los champiñones shiitakes. A Carly se le
hizo un nudo en la garganta al ver a Jack arrodillarse al lado de Elliot,
comprobando en qué condiciones se encontraba antes de recoger el arma del
suelo y quitarle las balas. Parecía tan frío y distante de la escena. Todo un
profesional. Pero también muy distante de ella en cierto modo. Casi un extraño.
Ella quería decir algo que rompiese aquel hielo y aquel silencio entre ellos.
—¿Has tenido alguna vez uno de esos días en que nada parece ir bien?
Jack alzó la mirada hacia ella fijando sus ojos grises. Ella miró para atrás
nerviosamente, y luego a Jack, indecisa.
Luego él la sujetó por los hombros y la movió hacia las sombras de la
habitación. Tenía una sonrisa enigmática que la hacía estremecer.

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Sin una palabra, pasó un dedo por su cuello hasta llegar a su barbilla. Ella lo
miró turbada.
—¿Así que crees que doy besos sin importancia?
—¿Qué? —preguntó ella.
La mano de Jack se deslizó por su hombro y se posó sobre su nuca.
—Has dicho que mis besos eran húmedos e inconsistentes. Eso has dicho.
—¿Has oído eso?
—Eso y mucho más —respondió él—. Se te escuchaba muy bien con la puerta
cerrada —Jack la acercó a él.
Ella quería que él la estrechara en sus brazos, que la consolase. Que la
tranquilizara. Pero él la mantuvo a centímetros de distancia, seduciéndola con la
mirada.
—No puedo creer que me hayas tenido sudando la gota gorda y que me hayas
dejado en manos de un aspirante a asesino para poner la oreja detrás de la puerta —
dijo ella—. ¡Para protegerte tú! ¿Qué diablos estabas esperando? ¿Una invitación
de Elliot? —preguntó ella, ignorando el peligroso brillo en los ojos de Jack—. ¿O que
hiciera una reseña de tu interpretación en el corredor la pasada noche?
—Tal vez sólo necesitaba un poco de tiempo para recuperarme del
descubrimiento de que el ataque de tus lentillas el primer día de mi trabajo era
sólo una farsa —dijo él en un tono profundo y peligroso—. Una maniobra para
hacer que yo te ayudase en tu negocio de comidas.
—¿Necesitabas tiempo? ¡El muchacho me tuvo encañonada tanto tiempo que
te podría haber salido barba! Tal vez te hayas pasado el tiempo preguntándote si
una mujer tan infantil y despreocupada... y cabezona como yo, merecía que la
rescatasen. Tal vez querías hacerme pagar las consecuencias de haber roto cada
una de tus reglas —Carly suspiró—. ¿Cuánto tiempo has estado ahí fuera?
—El suficiente tiempo como para ver que eres muy valiente. E inteligente. El
tiempo suficiente como para saber que no puedo vivir sin ti.
Su afirmación inesperada borró de un plumazo la irritación de Carly.
—¿Te has golpeado la cabeza en el cemento cuando derribaste a Elliot?
—No. Pero le pegué a Elliot más de lo necesario —él le dio besitos en la nariz—.
Fue estupendo. Tanto como tú. —Carly suspiró cuando él la estrechó en sus
brazos—. No puedo creer que haya estado a punto de perderte —murmuró él
entre los rizos de ella—. De no haber sido por el rastro de olor a clavo, habría
buscado por todo Boise, habría removido ladrillo a ladrillo para encontrarte —Jack
la abrazó más fuertemente. Le besó la oreja y su lóbulo.
—Te amo, Jack —le susurró ella rozando su mejilla sin afeitar—. Tal vez sea
una locura, pero te amo con todo mi corazón. Aunque seamos completamente
diferentes.
—¿Cortezas de cerdo y paté? —él le sonrió picaramente.

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—Exactamente — Carly le dibujó los labios con el dedo—. Pero estoy segura de
que nos podemos adaptar. Tú ya sabes que yo no puedo obedecer órdenes y yo sé
que tú eres un auténtico desastre en la cocina. Aunque no importa demasiado. La
fiscal del distrito va a querer matarme por no haber preparado la comida de hoy.
No va a volver a contratarme y no va a recomendar mis servicios a ninguno de sus
compañeros de partido. Y puedo darme por contenta si no me demanda por no
haber cumplido con el contrato.
—Carly...
—¿Qué, Jack?
—Cállate y bésame —le ordenó Jack, bajando la cabeza para que ella pudiera
besarlo.
Su boca estaba tibia y hambrienta. Él la besó apasionadamente y gimió de
placer. Ella lo rodeó con sus brazos. Sentía que su cuerpo se ablandaba con aquel
amor hacia él. Abrió la boca para sentir el calor de la lengua de él.
Las manos de Jack se deslizaron hacia arriba y hacia abajo, por sus caderas,
apretándola contra su cuerpo.
Carly sintió entonces el inmenso placer de sentirse libre y a salvo.
—Quiero hacerte el amor —le dijo él con voz ronca— . Pero estamos de pie en
este maldito sótano todavía.
—Lo sé. Debemos dejar de encontrarnos de este modo.
Jack gimió y dijo:
—Tengo una solución. Pero para eso tienes que seguir una última orden —
entrelazó sus dedos a los de ella y le dio un beso en la palma—. Y debes obedecer
sin cuestionar nada.
La sensación de la boca de él en su piel no la dejaba pensar, ni respirar.
—Eso es pedir demasiado.
—Más de lo que te imaginas —la miró a los ojos—. Cásate conmigo, Carly.
Ella le sonrió y lo abrazó fuerte.
—Sí, Jack.
Después de un beso largo y profundo, él murmuró:
—Puedo acostumbrarme a esto.
Ella se rió de felicidad y le acarició los hombros.
—¿Acostumbrarte a qué? ¿A mi obediencia o a mi pasión en lugares poco
corrientes?
—A tenerte en mis brazos —contestó él, y la estrechó más para demostrarle lo
que quería decir.

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—Jack —dijo ella casi sin aliento—. ¿Sabes lo que quiere decir esto? Puedo
olvidarme de hacer comidas para Boise y empezar de nuevo en Washington. ¡Pien-
sa en todas las oportunidades que nos esperan!
—Créeme que sí —dijo él susurrando, y besándola en el cuello, y en el hombro—
. Oportunidades ilimitadas. Pienso aprovecharme de cada una de ellas.
Ella suspiró.
—Con ese entusiasmo vamos a poder hacer alta cocina —ella arqueó una ceja y
le dijo—: ¿Estás dispuesto a hacer el trabajo, agente Brannigan?
—No veo la hora de demostrártelo —le dijo él abrazándola más.
Antes de que hubieran podido darse cuenta, Ted bajó las escaleras de cemento
ruidosamente, con un oficial de policía a cada lado.
Carly estuvo a punto de reírse al ver que Jack se sonrojaba mientras se soltaba y
la hacía moverse hacia la zona iluminada.
—Ya era hora de que aparecieras —le dijo Jack—. Aquí hay un hombre que
necesita asistencia médica y un tiempo en prisión.
Ted se quejó de dolor pasándose la mano por la espalda.
—No hemos podido venir antes porque nos hemos quedado encerrados en ese
maldito ascensor —Ted miró con curiosidad el decorado del sótano—. ¿Qué
diablos ha pasado aquí?
Carly se rió pícaramente.
—Simplemente que Jack y yo nos hemos comprometido —dijo Carly.

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Epílogo
JACK sabía que el matrimonio con Carly no sería fácil. Pero estaba dispuesto a
llevarlo con entereza. Al menos, hasta que sus tres hermanos entraron en la
antesala de la capilla de Willow Grove, con sus trajes de esmoquin negros y gesto
amenazante. Cerraron la puerta tras de ellos y miraron a Jack con frialdad y
distancia.
—Mira, Brannigan —gruñó uno de los osos, al que ella llamaba Nicky—. Vamos
a ser claros contigo. Casarte con nuestra hermana no es para medrosos.
Brad y Bret se acercaron a su hermano Nicky. Sus enormes biceps se rozaban.
—Es cierto —dijo Brad—. No necesitamos ni queremos a un cobarde en nuestra
familia.
—Sobre todo un absoluto extraño que piensa llevarse a nuestra niña tan lejos —
agregó Bred.
Los tres formaron una barricada impenetrable contra la puerta.
Jack suspiró irritado. No podían ser más inoportunos. Iba a casarse con Carly
en diez minutos. Y era una cita que no tenía intención de perderse. Aunque aquella
confrontación prenupcial no lo había tomado completamente por sorpresa. Desde que
Carly y él habían llegado a Willow Grove hacía cuatro días para celebrar la boda, sus
hermanos habían dejado muy claro que ellos no confiaban en el novio de su hermana.
—Yo sólo quiero hacer feliz a Carly —dijo Jack.
—Eso es lo que queremos nosotros también —dijo Nick—. Sólo que no estamos seguros
de que tú seas el hombre que puede hacerla feliz —agregó con tono desafiante.
Jack miró a sus futuros cuñados, tratando de comprender la situación. Eran tres contra
uno. Pero él pelearía igual. Carly seguramente no querría una disputa familiar en el día
de su boda, pero él no iba a dejar que esos tres valentones la apartasen de su vida. Y
menos después de todo lo que había tenido que pasar para llegar hasta aquello.
—Supongo que necesito probároslo —dijo él serenamente, quitándose la chaqueta de
su traje, y doblándola en una silla.
—Buena idea —contestó Bret, quitándose su chaqueta y aflojándose la corbata—. Esto
nos dará la oportunidad de ver de qué estás hecho, Brannigan.
Jack se desabrochó sus gemelos y se arremangó las mangas de su camisa blanca.
—¿Vamos fuera, muchachos, o queréis que Carly nos encuentre aquí?
Brad dijo:
—No, por supuesto que no.
—Si no se lo decimos, no tiene por qué enterarse.
Jack se cruzó de brazos, esperando a que su oponente le dijera que estaba listo. Tenía
que darles crédito a los Westin; obviamente iban a enfrentarse a él uno a uno. Al menos
peleaban limpio.

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—¿Ves esto? —le preguntó Bret, caminando hacia Jack con el puño en el aire.
Jack se quedó de pie, con las piernas abiertas. Dejaría que Bret le diera el primer
puñetazo por el bien de la armonía familiar. Jack no podía culparlos por querer
proteger a una persona tan valiosa como Carly.
Bret le señaló una cicatriz en su brazo.
—Esto es de una vez que Carly decidió hacer flotar un barril en Bannock Creek, el
día que cumplía diez años. Cuando fui detrás de ella, me abrí desde el codo hasta la
muñeca con un coche oxidado que había debajo del agua. Diez puntos me tuvieron
que poner.
—Muéstrale tu rodilla —dijo Brad.
Bret se levantó los pantalones del esmoquin para mostrarle una cicatriz en medio de
su pierna peluda.
—Esto fue lo que pasó cuando ella me dijo que explorásemos una cueva abandonada
una tarde de verano cuando tenía once años. Pasé por encima de una pala de un minero
y aterricé en una hoguera que ella había construido para ahuyentar a los murciélagos —se
masajeó la piel desnuda con los dedos—. Injerto de piel.
—Eso no es nada —dijo Nick, inclinando la cabeza y apartándose el pelo de la
cabeza—. ¿Ves esto? Carly me golpeó con el palo de una escoba cuando entré una noche
en la casa, después del toque de queda. Oyó un ruido y pensó que era un asesino en serie.
—Se olvidó de ponerse las gafas —aclaró Bret.
—Podía ver lo suficiente como para dar en el blanco y que me diera una conmoción
cerebral —Nick se frotó la vieja herida con los dedos—. Durante tres meses vi doble
después de aquello.
—¿Y qué me dices de aquella vez que se subió al sauce? —dijo Brad.
Jack sonrió al recordarlo.
—Conozco esa anécdota
Nick resopló.
—¿Te dijo que tomó fotos del momento en que vinieron a rescatarnos los
bomberos, que luego se las vendió al periódico de Willow Grove por dos dólares
cada una?
—Quería comprarse un libro de cocina —le informó Brad.
Bret se puso la mano en el estómago y dijo:
—¡No me hagáis acordar de aquella vez que Carly hizo una quiche!
—Con aquellas raíces que encontró en el Estanque de Wilkin... —agregó Nick.
—Nos intoxicamos —dijo Brad—. Los tres.
—Sí, los tres estuvimos en el hospital de Willow Grove para que nos hicieran
un lavado de estómago —dijo Bret.

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—Fue durante la única aparición del equipo del instituto de Willow Grove en
los desempates de la liga de fútbol del Estado —dijo Brad con nostalgia—. Los tres
ocupábamos posiciones de ataque. Nos dedicaron el partido nuestros
compañeros...
Jack se bajó las mangas y se abrochó los gemelos cuando oyó los acordes del
órgano. Tal vez no estuviera tan mal entrar en la familia Westin casándose con
un miembro de ella. Se reunían para el Día de Acción de Gracias y para Navidad y
comparaban las heridas de guerra.
—Así que te lo advertimos, Brannigan —dijo Nick—. Si te casas con Carly,
esperamos que te quedes a su lado en lo bueno y en lo malo.
—Y habrá mucho malo —le advirtió Brad—. Así que es mejor que te lo pienses
largo y tendido antes de hacer ninguna promesa que no puedas mantener.
—Porque, aunque por su culpa nos hayamos roto muchos huesos, no dejaremos
que ningún hombre le rompa el corazón —dijo Nicky.
Jack se arregló el cuello de su camisa y los miró de frente.
¿Cómo podía decir con palabras cuánto la quería? El orgullo que había sentido
cuando Carly había declarado en el caso de Winnifíeld. La intimidad que habían
compartido. La alegría que ella había brindado a su vida. ¡Cuánto se había
divertido cuando ella lo había llevado a rastras a la inauguración de la crepería de
Willow Grove donde Alma y Stanley celebraban su reconciliación! ¡Stanley estaba
sorprendentemente sobrio! ¿Cómo podía explicarles que Carly simplemente hacía
que su vida estuviera completa?
—No puedo predecir el futuro —comenzó a decir— . Pero sé que amo a Carly
más que a mi vida. Así que la enfrentaremos juntos. Nos acompañaremos en cada
uno de los pasos de este largo camino.
—¿Eso es todo? —preguntó el hermano más corpulento.
Jack miró a los tres con ojo crítico. Cada uno de ellos mostraba al menos una
cicatriz como prueba de lo mucho que amaban a su hermana, con quien él pensaba
casarse. Ellos necesitaban la prueba de que él sería capaz de afrontar cualquier
cosa que ella pudiera depararle.
—He recibido entrenamiento para la supervivencia en Quantico. —Los
hermanos de Carly no parecieron sentirse impresionados por su afirmación—.
Tengo una gran tolerancia al dolor, excepcional diría yo. —Bret alzó una ceja
excépticamente—. He vivido con Carly y no obstante deseo casarme con ella.
—¿Qué quieres decir con que has vivido con ella? —gruñó Nicky.
Jack se dio cuenta de pronto de que Carly no le había contado a su familia todo
lo ocurrido en Boise.
—Yo era su guardaespaldas.
Bret se rió fuerte.
—Eso sí que es bueno, Brannigan.

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—Es la verdad.
—¿De verdad has estado con Carly? ¿En el mismo apartamento? —preguntó
Brad sorprendido.
—Han sido las semanas más largas y duras de mi vida —respondió Jack con una
sonrisa pícara.
—Y todavía está vivo —dijo Bret—. ¡Ey, Nick! Tal vez sea el hombre adecuado
para Carly.
El órgano tocó la marcha nupcial. Los invitados se pusieron de pie para ver a la
novia en su paso hacia el altar.
Jack se quedó sin aliento al ver a Carly, resplandeciente con su traje de novia
blanco que realzaba la figura delgada y elegante. Sus ojos azules brillaban de amor al
dar el primer paso por la alfombra hacia el altar.
Inconsciente de los murmullos de la gente y de los ruidosos sollozos de Alma
en el ramo de novia, Jack caminó hacia la hermosa novia para encontrarla a mitad
de camino.
Como pensaba hacer el resto de su vida, poner de su parte para hacer juntos el
camino.

Fin

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