Kristin Gabriel - Receta para Amar
Kristin Gabriel - Receta para Amar
Kristin Gabriel - Receta para Amar
Kristin Gabriel
Argumento:
INGREDIENTES DE LA QUÍMICA SEXUAL...
Una morena llena de vida:
La vida amorosa de la empresaria gastronómica Carly Westin no es precisamente
chisporroteante. Pero, al prestar servicio para una cena romántica, presencia un
crimen pasional. Repentinamente su sosa vida se llena de pimienta cuando el apetitoso
agente Jack Brannigan es asignado a su caso, para protegerla del asesino. Pero, ¿quién
la protegería de Jack?
Un hombre hambriento:
Jack nunca había tenido que proteger a un testigo como Carly. Testaruda, provocativa
y deliciosa, ella lo vuelve loco de deseo. Decidido a cumplir con su deber se servir y
proteger, Jack pasa a la clandestinidad en la cocina de Carly. Es entonces cuando las
cosas realmente comienzan a calentarse...
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Capítulo 1
CARLY Westin sabía que jamás volvería a mirar del mismo modo a un pastel de
crema. Sobre todo desde el caso Chester Winnifield. Todo había comenzado,
cuando la bibliotecaria Sophie Devine le había pedido que preparase a hurtadillas,
una comida de alta cocina en su casa. La pobre Sophie había sido una ardiente
defensora del refrán que dice, que la forma más rápida de llegar al corazón de un
hombre, es a través de su estómago. Así que, intentando impresionar con su
cocina a su nuevo novio, Tobías Cobb, había ocultado a Carly en la cocina, y había
hecho pasar lo que ésta había preparado como una obra propia. Todo había
marchado estupendamente, hasta que el antiguo novio de Sophie, el profesor
Chester Winnifield, había aparecido con un Magnum 357 y había apuntado a Sophie
y a Tobías. La munición que había volado sobre Cobb, el almohadón del sillón y un
espejo oriental, había ido a parar a un plato de postre, siendo sofocado finalmente en
el relleno de crema de avellana.
Carly trató de no pensar en el tiroteo como en un mal presagio para su recién
estrenado negocio de comidas. En realidad, ella intentaba no pensar en el tiroteo.
Ni en la sangre. Ni en la calculada expresión en la cara con barba del profesor
Winnifield, que desde entonces la atormentaba en sueños.
Le había afectado tanto que incluso había empezado a tener en cuenta, las
súplicas de su madre de que se casara y tuviera hijos en lugar de distraerse en
otras cuestiones. Afortunadamente, el shock había ido desapareciendo
gradualmente y Carly una vez más pudo poner las miras en su sueño. Ella quería
llegar a la cima del mundo de la cocina. O al menos ser la mejor en Boise. Tal vez
abrir un día su propio restaurante de alta cocina.
¡Al diablo con los presagios! Su cocina no había matado a nadie, aunque ella
hubiera presenciado un asesinato en el cumplimiento del deber. Una mujer de
negocios no podía permitirse que un pequeño contratiempo la desalentase. Una
astuta mujer de negocios podría incluso sacar alguna ventaja de aquella historia.
Sobre todo una insolvente mujer de negocios.
—Mi tarjeta —dijo Carly, extendiendo a Violet Speery, la canosa fiscal del
juzgado del condado, una pequeña cartulina rectangular con las palabras Crea-
ciones Carly impresas en ella, y con un espárrago a modo de colorido signo de
admiración.
Luego se sentó en una silla de cuero y observó la expresión de incredulidad de
la mujer mayor mientras miraba la tarjeta. De acuerdo. Era una descarada
autopromoción. Algunos la habrían calificado de estrafalaria, incluso.
Carly la llamaba supervivencia.
Desde las noticias del tiroteo en los periódicos, la mayoría de sus clientes había
decidido que el asesinato no era algo muy apetitoso. Enseguida le habían dejado
en el contestador montones de mensajes con condolencias y cancelaciones de
pedidos.
Carly se giró y golpeó la puerta del ascensor. Esperó unos segundos. Luego
volvió a golpear. Las puertas se abrieron finalmente.
—¿No ha pensado nunca en subir por las escaleras? —dijo él, saliendo del
ascensor y pisando con decisión sobre suelo más firme.
El tercer piso del edificio no era mejor que el resto. Los cables colgaban del
techo sin luz en algunos sitios. Y el decorado no pasaba de un cuadro de arlequines
descoloridos.
Carly negó con la cabeza, contrariada.
—El ascensor es seguro. Es un problema de contacto, simplemente. Una tarde me
quedé encerrada dos horas adentro. Y estuve pensando cómo hacerlo funcionar —
lo miró con orgullo y agregó—: Simplemente hay que apretar el botón de adentro,
contar hasta cinco y luego volver a presionar. Y va que es una delicia.
Ella se dio la vuelta y colocó derecho el cuadro del corredor.
— ¡Ah! Casi se me olvida: Regla número cuatro, ninguna llamada entre las ocho
y las cinco. Necesito tener la línea libre para llamadas comerciales.
—No hay problema. Tengo un teléfono celular.
—Bien —dijo ella impresionada—. Entonces sólo queda la quinta regla.
Él movió la bolsa con verdura.
—Me muero por conocerla.
Carly se cruzó de brazos y dijo:
—No quiero que me toque las pechugas.
Jack dio un paso atrás.
—Yo... Yo... No lo haré —dijo por fin—. Ni siquiera lo había pensado.
De acuerdo. Sólo las había mirado una vez, o tal vez seis veces. No era algo que
lo obsesionaba y realmente no quería ofenderla.
—Bueno. Por supuesto que todavía no lo ha pensado —dijo Carly, curvando la
boca picadamente—. Me refiero a cuando entremos al apartamento.
¿Qué pensaba ella exactamente que pasaría entre ellos en las próximas cuatro
semanas?
Él intentó concentrar su mirada en su cara.
—Mire, señorita Westin. Estoy aquí para protegerla. Nada más. En mi trabajo
tengo un principio que nunca infrinjo. No relacionarme íntimamente con los
testigos —Jack respiró hondo y dijo—: No es nada personal. Usted es una mujer
muy atractiva y deseable. Tal vez en otras circunstancias...
—Me refiero a las pechugas de los faisanes —lo interrumpió ella poniéndose
colorada—. Están en la nevera. La salsa Chaud Froid es muy delicada. Quiero estar
segura de que se adherirá perfectamente a la carne.
Claro, la salsa Chaud-Froid. Debía de haberlo imaginado, pensó él.
Capítulo 2
¡NO dispare! —el grito de Carly hizo eco en el corredor. La mujer que estaba de
pie al otro lado de la puerta gritó y les cerró la puerta en la cara. Carly apenas vio la
máscara facial color verde sobre unas mejillas rosadas y los rulos rosa en su pelo
platino.
¡Lo sabía! Sabía que no había ningún intruso esperándolos. Ningún psicópata
asesino. Su corazón parecía salírsele del pecho aún, y le temblaban las piernas.
Cuando se era testigo de un asesinato, todo el mundo solía reaccionar
desmedidamente luego.
Ella quería vivir un poco más. Al menos el tiempo suficiente como para
averiguar por qué Alma Jones, su amiga de la adolescencia, había aparecido
inesperadamente en la puerta de su casa.
—¡Alma, abre la puerta ahora mismo! —gritó Carly.
Jack bajó el arma. Luego miró a Carly y preguntó:
—¿Una amiga suya?
Ella asintió con la cabeza.
—De Willow Grove. Hemos crecido juntas —Carly volvió a gritar y a golpear—:
¡Alma, abre!
Sin una palabra, Jack alargó la mano y giró la llave. Cuando hizo un clic, la
quitó y se la metió en el bolsillo.
—Después de usted —le dijo amablemente.
Realmente empezaba a irritarla.
Carly entró y encontró a Alma en el pequeño salón, quitándose los rulos de la
cabeza.
—Un novio encantador, Carly —gritó Alma, envuelta en un albornoz amarillo
y azul que disimulaba sus voluptuosas formas—. ¿Por qué no habéis seguido
adelante y me habéis disparado? ¡Estoy desarmada! ¡Soy una mujer indefensa!
Nos hubiera hecho un favor a las dos —cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza.
Su mascarilla comenzaba a secarse alrededor de sus mejillas. El talento de Alma
para el teatro le había valido varios premios y el papel de Stella en la repre-
sentación del instituto de Un Tranvía Llamado Deseo. A los veintinueve años
todavía le gustaba actuar para el público.
Jack saludó con la mano.
—Hola, soy Jack, de Detroit. He venido a ver a mi prima favorita —Jack rodeó los
hombros de Carly—. Luego seguiré hacia Anchorage. Tú debes de ser Alma.
La piel de Carly sintió un calor extraño y su corazón comenzó a acelerarse
mientras él la rodeaba con sus brazos.
—Alma, ¿qué ocurre? —le preguntó Carly, preguntándose qué había sido de
los rizos castaños de su amiga y de su dulce naturaleza—. Vuelvo a casa y me
encuentro con mi mejor amiga amargada y rubia. ¿Qué es lo que ocurre, Alma?
Venga, dímelo, échalo fuera.
—Ya lo he hecho —dijo Alma—. Esa cosa naranja que había en la nevera está
ahora en la bolsa de la basura junto con los restos de una bonita fuente de cristal
aparentemente muy cara —hizo un gesto de disgusto—. Lo siento, de verdad.
—El mousse de calabaza... —gruñó Carly.
—Si te sirve de consuelo, estaba delicioso. Una parte se cayó encima de una
ensalada de espinacas, así que tuve que probarlo.
Carly volvió a gruñir.
—¡Estupendo! Yo que quería convencer al dueño del piso de que postergase el
cobro de la renta de este mes preparándole una comida especial.
Alma le tocó el hombro y le dijo:
—No te preocupes. He quitado casi todo el mousse de la ensalada y luego lo
disimulé un poco para que no se notase. Así que está como nuevo. No se ve nada
de lo naranja.
—¿Le ha tocado sus pechugas? —preguntó Jack.
—¿Qué es usted, una especie de pervertido? —Alma se quitó el último rulo de
su pelo y lo dejó encima de la mesa baja de cristal. Sus rizos plateados
emergieron de su cabeza como si fueran los resortes de un somier—. ¿Quién es
este tipo? —le preguntó a Carly, señalando a Jack con la cabeza—. Es cierto que es
atractivo, eso sí, en un estilo de hombre de Neanderthal, pero no es tu tipo.
—No entiendes —dijo Carly, mirando a su nuevo guardaespaldas.
Él no parecía contento. Y a decir verdad ella tampoco estaba muy contenta
tampoco. Le dolían los pies de estar con los zapatos de tacón, y tenía los ojos
cansados de llevar lentillas. Además tenía la sospecha de que el aguacate que había
guardado para hacer guacamole estaba nutriendo el cutis de Alma en ese momento.
—No quiero comprender —dijo Alma—. Creo que deberías deshacerte de él.
Pronto. Te mereces más que esto.
Jack se quitó la cazadora de piel y la dejó encima de su bolso. Luego echó la
cabeza hacia atrás y cerró los ojos. El mango metálico de su arma estaba apretado
contra su cintura, y brillaba con el brillo del sol.
—Créeme, lo he pensado yo también —dijo Carly entre dientes.
—Carly, escúchame —insistió Alma—. Sé que has estado mucho tiempo sola, y
que a algunas mujeres puede parecerles atractivo un hombre tipo macho como
él, pero hazme caso, ningún hombre vale la pena. Y menos uno con tendencias
violentas. Quiero decir. Lleva un arma. No es ninguno de los de Los Diez
Requisitos Del Amor Verdadero. Piénsatelo. El tipo incluso me ha acusado de
tocarte las pechugas. Debe de ser muy inseguro. El profesor Winnifield siempre le
daba mucha importancia a...
—¿Ha dicho Winnifield? —la interrumpió Jack, mirándola severamente con sus
ojos grises bien abiertos—. ¿El profesor Chester?
Alma dijo:
—Sí, el profesor Chester Winnifield. Sé que es un homicida, pero ha escrito Los
Diez Requisitos Del Amor Verdadero. He conocido a mi marido en un seminario
suyo —agregó con voz temblorosa. Luego estalló en llanto, y escondió la cara
entre sus manos—. Fue... Fue... a... amor a primera vista —por sus dedos cho-
rrearon gotas espesas color verde.
—¡Oh, Alma! —le dijo Carly, tratando de limpiarle la mezcla verde—. ¿Se trata
de Stanley? ¿Tenéis problemas?
—Ya no. Lo he dejado —Alma sollozó entre hipo.
—¿Cuándo sucedió todo eso?
—Hace dos días. No sabía dónde ir o qué hacer. Tu foto apareció en la Gaceta de
Willow Grove bastante más tarde con toda la historia del asesinato —Alma respiró
hondo—. Publicaron un artículo extenso acerca de tu vida en Boise. Que llevabas
un próspero negocio aquí y vivías la vida intensamente —Alma se cubrió la cara
con un pañuelo de papel—. Mientras yo me pudría en Willow Grove.
—No digas eso —la consoló Carly, alcanzándole la caja de pañuelos de papel y
palmeándole la espalda—. Simplemente estás enfadada. Necesitas tiempo para
aclarar tus sentimientos.
Alma se tragó las lágrimas, luego sonrió a Carly.
—¿Te importa si me quedo aquí contigo? Por poco tiempo, nada más.
—Por supuesto que no —dijo Carly—. Puedes quedarte todo el tiempo que
quieras.
Alma se limpió la nariz y miró el apartamento.
—No es exactamente como lo describió tu madre. Pensé que vivías en un lujoso
apartamento.
Carly carraspeó.
—Puede ser que haya exagerado un poco en las cartas. Ya sabes cómo se
preocupa ella —miró a Jack, y frunció el ceño al ver el gesto de desconfianza que
le dedicaba a Alma.
—No ha dicho exactamente por qué ha dejado a su marido —dijo Jack.
Alma suspiró.
—Después de lo que pasó con el profesor Winnifield, yo... simplemente pensé
que nuestro matrimonio estaba basado en una mentira...
Jack asintió concienzudamente.
—El amor es una emoción violenta. Veo sus resultados todos los días en casos de malos
tratos domésticos, suicidios y persecuciones... —la mente de Jack retrocedió veinte años...
La imagen volvió a su mente tan clara y vivida como si no hubiera pasado el tiempo.
El ruido de las ruedas sobre el asfalto caliente mientras su madre caminaba delante,
inconsciente del peligro. ¿O habría sido consciente? Se lo había preguntado incluso en
aquel momento, en que había tenido que correr a buscar ayuda. Una ayuda que había
llegado demasiado tarde.
Jack pestañeó como para borrar la imagen.
—En mi opinión, el amor es una emoción que está muy sobrevalorada —dijo
secamente.
Carly lo miró pensativa un instante. Luego se encogió de hombros.
—Puede ser que tengas razón. No parece haber mucha gente feliz.
Jack se sorprendió de que ella estuviera de acuerdo. La miró en silencio mientras ella
recogía los trocitos de aguacate del sofá. Se movía con una gracia inconsciente. Al
inclinarse su pelo había caído suavemente hacia adelante rozándole las mejillas ter-
sas. Echarle un ojo durante las siguientes semanas no sería un sacrificio. Quitarle los ojos
de encima sería el desafío. Hizo la prueba, desviando la mirada de ella y posándola sobre
el resto de la habitación.
Estaba impecable. Se maravilló del contraste entre su casa y el destartalado edificio.
Los suelos no tenían alfombra. La madera estaba descubierta y con brillo. Había
algunas plantas distribuidas por distintas partes de la habitación. El sofá y el sillón
estaban usados pero conservados en el mismo color azul original; los almohadones le
daban un toque hogareño. No había nada con aspecto de nuevo o caro. Sólo había buen
gusto y limpieza.
Jack comparó aquel apartamento con el apartamento en el que había vivido y
crecido. El tiempo, o el trabajo duro, o el amargo divorcio, habían borrado el deseo de
belleza. Los muebles nunca hacían juego con nada, y las cortinas siempre colgaban
desprolijas. El aire viciado y las descoloridas alfombras ayudaban a crear una atmósfera
gris y desangelada. Todos los esfuerzos de Jack por salvar a su madre de la desespe-
ración habían fracasado en aquel lugar al que había llamado «hogar» años atrás. Carly,
en cambio, sabía aprovechar la luz y el color. Su apartamento tenía un aire optimista y
luminoso. Y seguramente ella se plantearía la vida del mismo modo.
—No le voy a pedir a Alma que se vaya. Ella es mi amiga. Y me necesita —dijo ella,
tirando los trozos de aguacate en una papelera.
Luego se fue a la cocina.
Él la siguió, recogiendo su bolsa de la frutería. Él no podía luchar contra el
crimen, ni contra Carly, con el estómago vacío.
—Mi opinión es que Alma necesita tanta protección como tú. Me parece que el
único motivo por el que las dos habéis sobrevivido es que en tu ciudad natal no
hay delitos —él levantó la vista y la miró. Ella lo estaba mirando—. ¿Qué ocurre?
—No necesito protección. Puedo cuidarme perfectamente sola.
Jack se rió.
—Señorita, está soñando. Éste es un paraíso para los ladrones. No hay alarmas
de seguridad, ni perros guardianes, ni siquiera perros falderos feroces.
—Siempre igual.
Él la miró detenidamente, tratando de saber si lo había insultado. Ella lo miraba
con sus ojos azules llenos de inocencia.
—Sí, siempre igual. Pero no estaré aquí eternamente.
—¿Me lo prometes?
Jack levantó la bolsa de papel. Así que ella no lo quería. Bien. Él estaba allí sólo
para mantenerla a salvo, nada más.
Todavía tenía cuatro semanas para aleccionarla en defensa personal. Mientras
tanto, debía ganarse su confianza.
—Bonita cocina —dijo él—. ¿Dónde está el horno?
—Estás al lado del horno.
—¿Esto?
Ella se acercó al horno y pasó la mano suavemente por su superficie brillante,
como si fuera una modelo anunciando un producto en una exposición.
—¿No es bonito? Es un modelo de los mejores. ¿Te has fijado en la parrilla y el
grill?
—Es muy atractivo —dijo él.
Ella procedió entonces a mostrarle su picadora de carne, la pila de acero
inoxidable que ella misma había instalado, y las ollas de cobre que colgaban de la
pared.
Ella suspiró.
—Todo esto no es barato. Pero ahora debo concentrarme en hacerme una
clientela.
Ella se movió hacia los cajones llenos de utensilios.
—Todo esto es muy interesante —mintió Jack, después de que ella le
mostrase el pica-ajos—. Pero me muero de hambre. ¿Qué te parece si cenamos?
Para celebrar nuestra primera noche juntos.
En cuanto lo dijo se arrepintió de aquellas palabras. «La primera noche
juntos»... Sonaba peligroso, provocativo. Tal vez él necesitase un guardaespaldas
también.
—¿Sabes cocinar? —preguntó ella.
—Por supuesto —dijo él, señalando la comida que había dejado sobre la mesa.
Veinte cajas de macarrones y queso. Un sobre de sopa instantánea. Diez paquetes
de perritos calientes.
— ¡Es atroz! —dijo Carly, apoyándose en la nevera.
—¡Eh! ¡Nena! Soy el Gran Bob, de la radio KUTY. Hemos conseguido esos
clientes que querías. Nuestros finalistas en el concurso «Marque una cena». Hemos
tenido una gran respuesta del público y todos los ganadores han estado de
acuerdo con tus condiciones —se oyó en el teléfono—. Oye, nena —dijo en una
voz seductora de discjockey—, si quieres experimentar sobre una víctima gustosa,
llámame. Pienso que podremos cocinar juntos una noche caliente.
—¡Asqueroso! —exclamó Alma, después de que terminase el contestador. Y se
fue nuevamente al baño.
Jack contó hasta diez silenciosamente. Luego volvió a contar.
—Así que «nena»... —empezó a decir, tratando de controlarse—. ¿Qué es
exactamente el concurso de «Marque una cena»?
Carly carraspeó.
—Es una nueva estrategia de marketing para Creaciones Carly. Ya te lo dije.
Tengo que hacerme una clientela.
—¿Comida gratis?
—Para tres ganadores. Por supuesto pongo un límite en el valor de la cena. No
puedo pagar un banquete.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente. ¡Ah! Y además hay un límite de tiempo también. La oferta
caduca en un mes.
—Le has dicho a la fiscal que no tenías ningún negocio de comidas ahora mismo
—dijo él, rascándose la barbilla.
Carly abrió un cajón y sacó un delantal.
—Yo no he dicho eso.
—Lo has dado a entender.
Se puso el delantal y dijo:
—Eso no tiene importancia ahora. Creo que tenemos que hablar.
Jack dejó la caja de macarrones y dijo:
—Estoy de acuerdo —ya era hora de que Carly Westin lo tomase en serio—.
¿Tienes un diccionario?
Ella lo miró confundida.
—¿Un diccionario?
—Quiero que busques la palabra «peligroso» —le dijo él, cruzándose de
brazos—. Porque obviamente tú no sabes el significado de la palabra ésa. Y luego
quiero que llames a tu discjockey favorito, el Gran Bob, y que le digas que vuestro
trato para «Marque una cena» ha terminado.
—No puedo hacer eso.
Las lágrimas de una mujer siempre lo incomodaban. Pero Carly era tan
respondona y tan resuelta, que no se había imaginado que podía llorar para lograr
lo que quería.
Jack alargó la mano tímidamente para consolarla. Y le acarició su pelo sedoso.
—¡No me toques! —murmuró ella. Él se sintió culpable y quitó la mano.
—De acuerdo —dijo él, dispuesto a rendirse. Cualquier cosa era mejor que
aguantar esa tortura. Se dijo que lo único que importaba era protegerla.
—Puedes servir a los ganadores de «Marque su cena» sin interferencia mía —
se peinó con los dedos, esperando que ella le gritase, lo patease, cualquier cosa
menos el arma con la que lo había atacado antes—. Tu seguridad sigue siendo
responsabilidad mía, pero intentaré no obstaculizar tu vida en lo posible.
Él la vio secarse las lágrimas.
—¿Quieres trabajar como ayudante mío para que nadie sospeche de la
verdadera razón por la que estás conmigo? —preguntó ella débilmente.
—Bien —dijo él con desesperación—. Haré lo que quieras. ¿Estás mejor ya?
Ella se llevó la mano al ojo derecho, se quitó una lentilla y suspiró aliviada.
—Son las lentillas. Ahora estoy mejor.
Entonces metió la mano en el cajón, sacó otro delantal y se lo pasó a Jack.
Él lo recibió y se quedó perplejo con el delantal en las manos.
—No es radioactivo —dijo ella sonriendo.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con él?
—Ponértelo. Si vas a hacer de ayudante, tenemos que hacerlo bien.
—Yo nunca...
Luego se dio cuenta de lo que le había dicho a Carly un momento antes,
presionado por su ataque de llanto por las lentillas.
Miró con horror el femenino delantal blanco. Seguramente eso iba más allá del
cumplimiento del deber.
Carly le sonrió satisfecha y le dijo:
—Y ahora en cuanto a tu revólver...
Capítulo 3
ÉL estaba lo suficientemente bueno como para comérselo. Llevaba unos
pantalones anchos de lana negros y una camisa blanca. Era el estilo sencillo y
elegante que Carly había soñado siempre para Creaciones Carly. Después de varios
días de llevar el delantal y una oferta de pagar los gastos que se derivaran, final-
mente él la convenció de que usaran otra ropa para su trabajo. La pajarita le daba
un toque de distinción. El uniforme de ella iba a juego con el de él, a excepción de
las puntillas que adornaban sus puños y su cuello.
Carly se secó las manos, húmedas por los nervios, en el delantal mientras
miraba cómo Jack intentaba mantener en equilibrio la bandeja por encima de su
cabeza. El calor del horno era insoportable en la cocina del club de golf, y la música
estaba tan alta que hacía vibrar las fuentes alineadas en el mostrador.
—Relájate — le dijo ella al ver que los champiñones de la bandeja de Jack se
deslizaban levemente hacia su hombro antes de caerse al suelo.
—Otro champiñón kamikaze que muere —dijo él.
Carly tomó un trapo de cocina húmedo y lo pasó por la mancha de salsa roja que
tenía Jack en el hombro.
Como camarero era un desastre, pero lo peor era que no se tomase en serio su
trabajo.
—Intentémoslo nuevamente —dijo ella, tratando de armarse de paciencia.
—¿No podemos simplemente dejar las bandejas encima de la mesa del buffet
para que se sirvan? — preguntó él cuando se cayó otro champiñón sobre su cabeza
y se le resbaló por su elegante nariz—. Ya hemos matado a una docena de
champiñones.
—Tú los has matado. Yo sólo he presenciado su funeral en el cubo de la basura. Y
como respuesta a tu pregunta, no, en absoluto —Carly estaba de puntillas tratando
de quitarle un trozo de cebolla del pelo—. Un buffet no me interesa. Tengo que
pensar en mi reputación.
Jack bajó la bandeja hasta el mostrador en el momento en que otro champiñón
tomaba carrerilla desde lo alto. Lo apresó en el aire y se lo metió a la boca.
—Tiene demasiada pimienta —dijo masticando.
Carly se quitó un pelo de la cara.
—Como para hacer caso del consejo de un hombre que considera las cortezas de
cerdo una exquisitez...
—Lo dice una mujer que jamás las ha probado. ¿Dónde está tu espíritu de
aventura?
Ella se estremeció.
—Por favor, ya sufro bastante viéndote comerlas.
—No me lo creo —se rió él con picardía—. Ayer por la tarde no podías quitar ojo
a las cortezas de cerdo. Querías probarlas. Admítelo.
—Nunca. Sólo quería estar preparada por si te daba un ataque al corazón. El
colesterol mata. Ya lo sabes.
—Como los fans que escriben cartas anónimas.
Sin embargo eso no te asusta. Por si no te has dado cuenta, tú tienes más
preocupaciones que una bolsa de cortezas de cerdo.
Ella miró el reloj en su muñeca.
—Tienes razón. Es hora de servir —le dijo, ignorando el gesto ensombrecido en
la cara de Jack—. ¿Te acuerdas de todo lo que te he dicho?
—No, mi mente se ha quedado en blanco desde que me has hecho poner esta
pajarita. Me da la sensación de que no deja que la sangre pase al cerebro.
—Deja de quejarte —dijo ella, levantando la bandeja de aperitivos y pasándosela
a él a nivel de su cintura—. No se necesita una gran ciencia. Simplemente
acuérdate de usar las tenacillas siempre que puedas cuando sirvas los
entremeses, hablar con cortesía, y que el cliente siempre tiene razón.
—¿Incluso si ese cliente quiere matar a la cocinera?
—Ya hemos hablado de ello —dijo Carly, limpiándose las manos en un paño—.
En este salón sólo hay un grupo de mujeres. No corro ningún peligro.
—Si yo te hiciera caso cada vez que dices eso, me quedaría sin trabajo —dijo él,
mirando las bandejas llenas de colorido—. Y a lo mejor dejaría de ser camarero.
—Sólo quiero que empieces a creerlo.
—Da igual si lo creo o no. No me pagan por pensar si estás o no en peligro. El
hecho es que la fiscal del distrito cree que estás en peligro, y yo trabajo para la
oficina de la fiscal del distrito. Yo también tengo que mantener una reputación.
Jamás he perdido un testigo en doce años de trabajo y no tengo intención de
arriesgarme ahora.
—¿Eso explica el registro rápido que has hecho cuando hemos llegado?
—Debes acostumbrarte a ello.
—¿Has encontrado a algún maníaco debajo de la mesa? ¿Algún asesino en los
servicios? —Carly intentó no reírse de la cara de desagrado que le puso él—. Tal
vez una de las mujeres de la hermandad es el profesor Winnifield disfrazado. ¿Te
has asegurado de que no haya barbas postizas?
La única respuesta de Jack fue un gruñido de desesperación. Se acomodó la
bandeja en la mano y salió a través de las puertas giratorias. Se oyeron risas y voces
femeninas al abrirse la puerta; luego se apagaron al cerrarse.
Carly centró su atención en el pastel de queso. Lo sacó del horno. Olía bien.
Estaba perfecto. Tenía que lucirse esa noche. Una de las ganadoras del concurso de la
radio era nada más y nada menos que Sidra Collins, hija de uno de los empresarios
más pujantes de Boise.
—Hubo... un incidente.
—¡Oh! ¡No! Jack, ¿qué has hecho?
—Lo que tú me has pedido. He servido los champiñones, se me cayeron dos en
la alfombra, dos en el mantel, y otro en el body de una rubia de dientes blancos —
levantó las tenazas, haciéndolas sonar—. En ese momento tenía las tenazas a mano,
y....
—¡Oh, dime que estás bromeando!
—Les resultó divertido a todos los de la mesa.
—Excepto a Sidra, obviamente. Jack, ¿cómo has podido hacerme esto?
—Todo lo que he hecho ha sido seguir tus órdenes. Te parecerá raro, pero ha
sido así, y ha funcionado bien durante casi todo el tiempo —Jack carraspeó—. El
incidente está fuera de ese tiempo, claro.
—¿Mis órdenes? ¡Yo no recuerdo haberte ordenado que atacaras a la futura
novia con un utensilio de servir!
—No. Pero tú me habías dicho que usara las pinzas siempre que fuera posible
durante los entremeses.
Carly apretó los dientes.
—De acuerdo. Nuevas órdenes. Usa las pinzas para servir los entremeses. No
con los clientes. Con los clientes, nunca. ¿Queda claro?
—Perfectamente.
Carly se quitó unas migas de sus pantalones, y se preparó mentalmente para
enfrentarse a la cliente.
—Cruza los dedos para que Sidra no nos despida inmediatamente. No es el tipo
de publicidad que yo quiero darle a mi negocio.
Jack levantó los dedos en el aire y preguntó:
—¿Es otra orden?
—Recuerda lo que dijo la fiscal. Que me incomodarías la vida lo menos posible
—dijo ella. Y no esperó su respuesta, siguió hablando—. Bueno, no sólo me pareces
una incomodidad sino que me pareces irritante. Como esta mañana, cuando me
has despertado a las siete para hacer un registro de la cama.
—Para tu información, me he abstenido de despertarte media hora antes,
cuando he oído esos ruidos sospechosos en tu habitación Parecía una manada de
elefantes resoplando en tu apartamento.
—Alma se toma muy en serio su calistenia. Aunque tiene su precio.
—Lo sé —sonrió Jack—. La he oído gritar cuando abre la ducha. Me hace estar
agradecido a la señora Kolinski, la vecina de abajo.
—Olvídate de la señora Kolinski. Me preocupa Sidra. ¿Está muy enfadada?
—No lo sé. Siempre tiene la misma expresión en la cara.
—¿Qué expresión?
—Esa cara de que un perro le ha hecho pis en la punta de sus zapatos de
diseño.
—¡Estupendo! O sea que o nos despide, o pide tu cabeza en una bandeja. Bueno,
seamos optimistas. Calienta el pesto mientras voy a ver a Sidra. También puedes
limpiar esa fuente por si la necesitamos.
Jack buscó una cuchara de madera y se desplazó hasta el hornillo de la cocina.
—Tus deseos son órdenes para mí —le dijo.
Carly sonrió yendo hacia la puerta.
—Recuérdalo. Puede ser que se cumpla mi deseo antes de lo que te imaginas.
Jack vio que Carly volvía sonriendo.
—Ya está todo arreglado. La buena noticia es que Sidra no estaba tan
enfadada.
—¿Y la mala noticia? —preguntó Jack.
—La fiesta no va tan bien como ella pensaba.
—Entonces, ¿empezamos a recoger?
Carly se acercó a él.
—En realidad quieren más.
—¿Más qué? —él extendió la mano hacia los aperitivos suspirando. Después del
incidente de las pinzas no se atrevía a volver al salón—. ¿Más tarta de pistacho?
¿Más pastel de queso?
—Más Jack.
La bandeja tembló en las manos de Jack. Ella se la quitó amablemente.
—El muchacho que iba a hacer el strip-tease no ha podido venir, y la novia dice
que tú estás muy bien.
—Espera un momento —dijo Jack—. He picado cebolla, he cortado jamón, he
partido nueces. Incluso te he dejado experimentar conmigo la salsa de vinagre que
has inventado. ¿No me merezco cierto respeto?
—Yo te respeto —dijo ella, alargando la mano para aflojarle la pajarita.
Jack le sujetó las manos firmemente.
—Esto es abuso sexual, señorita. ¿Quieres que llame a la autoridad?
—Tú no trabajas para mí. Tú eres empleado del estado de Idaho. ¿Quieres que
llame a la fiscal Speery y le diga que no estás desempeñando tu trabajo satisfac-
toriamente?
—¿Desempeñando qué trabajo? ¿Un strip-tease? Imagina que la situación fuera a
la inversa. No vas a decirme que saldrías a una sala llena de hombres babosos y... —
—No —dijo él. La sensación de las manos de Carly había superado cualquier
fantasía suya.
—Sal con los Margaritas primero —dijo ella—. Luego serviremos los pasteles de
queso.
Jack respiró hondo.
—No puedo creer que esté haciendo esto.
—Lo sé. ¿No es divertido el negocio del servicio de comidas?
—No puedes deshacerte de mí —dijo Jack cuando estaban desayunando.
—Y tú no puedes decirme qué tengo que hacer — contestó ella con una taza de té
en la mano. Era mejor que se concentrase en su justificada indignación en lugar de
recordar la imagen de Jack medio desnudo.
—Obviamente, no me escuchaste anoche cuando te dije que no llamases a los
bomberos —dijo Jack masticando ruidosamente los cereales—. Te dije que no había
motivo para alarmarse.
—De acuerdo. Entonces, en lugar de disculparte, tenías que decir que yo te dije
eso...
—¿Disculparme? ¿Por qué? —no comprendía nada.
Ella lo miró asombrada.
—¿Por dónde empiezo? ¿Por insultar a Sidra, lo que fastidia la posibilidad de
cualquier futuro negocio con ella o sus amigas? ¿Por el cuenco con salsa tirado sobre
la alfombra, lo que significa que no voy a recuperar el depósito que di al club? ¿Por
las llamas en la cocina del club? ¿Hace falta que siga?
—Hablas como si hubiera incendiado el lugar. Había mucho humo, pero...
—Sé lo que ha pasado —lo interrumpió—. Yo estaba presente. La alarma de
incendios sonó durante una hora. El extintor se activó y mojó a todos y a todo,
incluidas las sobras con las que planeaba vivir el resto de la semana.
—Si es eso lo que te ha molestado, deja de preocuparte. Te he dicho que no me
importa compartir la comida contigo si estás un poco justa de dinero.
—Por favor —se quejó ella—. Apenas puedo soportar verte comiéndola.
Él se encogió de hombros y volvió a meterse otra cucharada de cereales.
—Tú te lo pierdes —dijo luego.
—Exactamente —contestó ella—. Yo me lo pierdo. Es mi negocio. Si Sidra no
me demanda por daños y perjuicios puedo darme por satisfecha.
Jack extendió la mano hacia la caja de cereales y se volvió a servir en el tazón.
—¿Qué más quieres? Yo serví los aperitivos. Serví Margaritas. Incluso hice de
camarero en top-less.
Ella soltó un suspiro de desesperación.
—Me refiero a los margaritas que has servido a Sidra. ¡Un vaso entero sobre su
cabeza!
—Se lo merece.
—No estoy de acuerdo. Además, pensé que tú cumplías las reglas. ¿Qué pasó
con la regla más importante: el cliente siempre tiene razón?
Jack dejó la cuchara.
—Ella me pellizcó el trasero y trató de quitarme los pantalones. Para tu
información, yo no permito a nadie que me pellizque sin mi permiso.
Carly dejó la servilleta de papel sobre la mesa.
—Gracias por la advertencia.
Jack la miró, desde su cabello hasta esas mejillas rosadas y se preguntó si no
haría una excepción a esa regla. ¿Qué haría él si Carly fuera hacia él y lo pellizcara?
¿Bañarla con el sifón que tenía al lado?
—Luego, cuando por fin conseguí secar a Sidra y calmarla tuviste que empeorar
las cosas prendiendo fuego a la cocina.
—Mira, tú me habías dicho que aumentase el fuego para hacer los crêpes.
—Sí —admitió Carly—. Pero no te había dicho que agregases el coñac.
—Los crêpes parecían secos.
—Estaban perfectos hasta que quisiste quemar más el azúcar, hasta incinerarlos.
—El fuego podría haberse controlado si no hubieras tratado de apagar las llamas
con un paño de toalla. El mismo que habías usado para secar a Sidra. El paño
impregnado en el alcohol de los margaritas.
—Lo que demuestra que tú no deberías haber reaccionado
desproporcionadamente tirándole el vaso a Sidra. De ese modo no hubiera pasado
nada.
De pronto sonó el timbre de la puerta.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Jack.
—No. A no ser que tú hayas llamado al jefe de bomberos y venga a registrarme
por pirómana.
—No me tientes —dijo él, mientras la seguía por el salón—. Si estuvieras entre
rejas, mi trabajo sería mucho más fácil.
Carly lo miró antes de ponerse de puntillas para ver quién era por la mirilla.
—Es Elliot.
—¿El tonto de al lado?
—Mi amigo de al lado —dijo ella, peinándose con los dedos el pelo húmedo.
Jack preparó su arma y la disimuló debajo de la cintura de su vaquero.
—Puedes hacerlo pasar —dijo Jack, sentándose en el sofá con una pierna sobre
la mesa baja.
—Gracias por darme permiso.
Carly abrió la puerta.
—¡Elliot! ¡Qué agradable sorpresa! —dijo ella haciendo pasar a Elliot.
El muchacho le sonrió. Llevaba el borde de la gorra sobre unas cejas
inexistentes, tocando prácticamente el borde de unas gafas de miope.
—Espero no molestarte —Elliot se humedeció los labios e hizo un tic con el ojo
izquierdo.
—En absoluto —contestó Carly — . Tú siempre eres bienvenido. Entra y
siéntate.
Elliot tragó saliva al ver a Carly moverse por el salón. Luego se decidió a
seguirla.
—Sé que es temprano —empezó a decir Elliot apretando la carpeta que
llevaba contra su pecho. Llevaba una camisa de franela verde descolorida que le
llegaba casi hasta las rodillas—. He visto luz en tu puerta y quería... —su voz
fue apagándose al ver a Jack—. ¡Oh! Estás acompañada...
—En verdad, no —le dijo ella sujetándolo por el codo y dirigiéndolo hacia el
sillón.
—Mi nombre es Brannigan —le dijo Jack, levantándose a medias del sofá y
extendiendo la mano para saludarlo.
Elliot le dio su mano, pequeña y húmeda.
—¿Tú eres el compañero de habitación de Carly, entonces? He oído decir que
tenía un nuevo compañero de piso.
—No, debieron referirse a Alma —le dijo Carly —. Alma ha salido a buscar
trabajo esta mañana.
Jack se inclinó hacia adelante en el sofá y puso los codos sobre sus rodillas.
—Estoy aquí de visita. Soy el primo de Carly. Paso unos días aquí antes de ir a
Anchorage.
—¿Alaska? —preguntó Elliot con gesto escéptico.
—Sí. Tengo allí a mi equipo. Hacen una buena carrera de trineos.
— Sería mejor que acortases tu visita aquí, primo Jack —dijo Carly dulcemente—
. Es la época más fría del año, y tus pobres malamutes deben estar helándose.
Podrías encender un fuego y calentarlos. Tú eres muy bueno en eso —dijo Carly
con sorna y luego se volvió a Elliot y le dijo—: ¿Quieres tomar algo? ¿Una taza de
té?
—No, gracias —contestó Elliot. Se puso colorado hasta el cuello—. He venido
sólo para que vieras la petición que voy a hacer. Espero que seas la primera en
firmarla.
Capítulo 4
¡NO te muevas! —le dijo el niño de cinco años con gafas según iba avanzando
hacia Carly. Ella se refugió en un rincón del salón, y miró fijamente el arma que
llevaba el niño. Debía controlarse, no caer presa del pánico.
—Quiero perritos calientes para mi fiesta de cumpleaños —pidió Oliver
Winston Hodges III.
Le llegaba a la cintura a Carly.
—Largos y con mucho ketchup y mostaza. Y patatas fritas, y un montón de aros
de cebolla.
—Primero quita el arma, Oliver. Después hablaremos.
—¡No! —gritó el niño, dando un paso hacia ella amenazadoramente. Un círculo
de niños de pre-escolar los rodeaba, señalando a Carly.
—No quiero tofu —exclamó Oliver con las mejillas arrebatadas—. No pienso
comer tofu. ¡Odio el tofu!
Carly desvió los ojos del objeto que el niño tenía en la mano y trató de hablar
serenamente.
—Tu madre y tu padre quieren que tomes tofu. Han insistido. ¿Qué te parecen
unos perritos calientes de tofu? Los puedo hacer en un momento. Les agrego
ketchup y mostaza, les puedo poner pepinillos también, si quieres.
—¡No... no... no! —gritó Oliver Winston Hodges III golpeando el suelo con los
pies.
Carly se preguntó si la idea del concurso «Marque un número» era tan buena
como había pensado. Ella no había previsto preparar la fiesta de cumpleaños de
un niño. Al parecer tendrían que pasar algunos años hasta que Oliver pudiera
contratar sus servicios. Y sus padres no habían estado pendientes mucho tiempo
como para apreciar su arte culinario. Se habían marchado poco después de que la
mujer de la limpieza los hubiera hecho pasar a Jack y a ella. Sin duda su propio
hijo también los asustaba a ellos.
Al menos Jack seguía en la cocina. Lo que menos falta le hacía era que él
estuviera por allí y que decidiera rescatarla de aquel villano que aún se chupaba el
dedo. Ella podía manejar la situación sin la ayuda de un hombre. Cualquier
situación. Aunque en ese momento le hubiera gustado tener el revólver de Jack en
sus manos.
—¿Así que quieres perritos calientes? —le preguntó Carly intentando poner voz
firme.
—Quiero un mago también —dijo el niño—. No un payaso tonto que haga de
mago. Quiero un mago de verdad que pueda hacer desaparecer las cosas y que
pueda cortar en dos a una chica —el niño se dio la vuelta hacia una niña de rizos
que estaba a su lado—. Quiero ver mucha sangre.
Bien, otro Chester Winnifield en potencia. Aunque en ese momento ella hubiera
preferido enfrentarse al loco que la amenazaba antes que pelear con el enemigo que
tenía enfrente. La nota anónima que había encontrado aquella mañana en el
buzón, con aquellos versos malos, no la había asustado tanto como Oliver con esa
cosa en la mano.
El niño se abalanzó sobre Carly, y en ese momento Jack salió de la cocina.
—¿Qué ocurre? —su voz se fue apagando al ver el cuadro.
—Yo... pue... puedo sola... con esto —dijo Carly con dificultad—. Vuelve a la
cocina...
Para ser un hombre que vivía bajo órdenes no las cumplía muy bien. Porque en
lugar de volver a la cocina se cruzó de brazos y se rió pícaramente, apoyándose en
la pared. Ella lo despreciaba en ese momento. Igual que odiaba a sus tres
hermanos en situaciones semejantes. Ellos eran los que tantas veces le habían
puesto un ratón entre las sábanas. Los que se reían de ella y los que le llamaban a
eso legítima venganza por los chismorreos de su hermana de diez años. Desde
entonces no podía soportar ver un roedor.
Carly dirigió su rabia al niño.
—¡Quita... esa cosa de ahí! —le dijo a Oliver, al ver el ratón mascota con que el
niño la amenazaba.
—Sólo si tú te deshaces de esos estúpidos gorros de cumpleaños —contestó él
—. No quiero globos tampoco. Tengo cinco años ahora, no soy un bebé.
Preparar el cumpleaños de unos niños ricos y malcriados no era uno de sus
sueños, pero ser chantajeada por un enano de cinco años era degradante. Sobre
todo cuando Jack Brannigan la estaba mirando.
Carly respiró hondo, e intentó no mirar al ratón que el niño le había puesto
delante de la cara.
Pero no debía dejarse llevar por el pánico.
—¿Alguien más quiere algo? —preguntó Oliver a sus amigos—. ¿Galletas?
¿Helado? ¿Juegos de vídeo?
Mientras el niño miraba a sus amigos, Carly pensó cómo podía salir de aquello.
—Zumo de uva para todos —ordenó Oliven El ratón se retorció tratando de
escaparse de las manos de Oliver. Carly cerró los ojos; quería morirse.
—¡Eh! ¡Hodges! ¿Has visto alguna vez una de éstas? —preguntó Jack.
Carly se giró para ver cómo Jack sacaba algo plateado de su billetera.
—Sí. ¿Y qué? Eres un camarero simplemente. No eres un sheriff, ¿no?
—Peor que eso —dijo Jack—. Soy un agente especial del estado de Idaho, que
trabajo con una identidad falsa —Jack dio un paso hacia adelante, con los brazos
paralelos al cuerpo, como si fuera un cowboy a punto de disparar—. He jurado
hacer cumplir la ley.
—No debí permitir que sucediera eso —dijo Jack, mientras conducía por las
calles mojadas de Boise.
Ella se mordió la lengua. En realidad tenía montones de reproches que hacerle.
Pero dudaba que lo que le dijera pudiera penetrar en su cerebro. Los hombres
como Jack y como sus hermanos no entendían razones. No respetaban su derecho
a valerse por sí misma. Jack lo había demostrado cuando había golpeado al señor
Hodges.
—No hay excusa posible —murmuró él—. Nunca pierdo el control así.
El ruido rítmico del parabrisas del coche parecía aquietar a Carly. Por lo menos
él sentía remordimientos por lo que había hecho. Una emoción desconocida para
—No lo haces bien —dijo ella, dándole al botón con el puño. Esperó unos
segundos, y luego volvió a darle.
Carly sonrió satisfecha al ver que las puertas se abrieron.
—La próxima vez vamos por las escaleras —dijo Jack, arrastrando a Stanley para
sacarlo del ascensor.
—No podemos. La puerta de la escalera está atrancada.
—¿No hay nada que funcione bien aquí? —se quejó él.
—Si te refieres a mí, no funciono tan mal. Acabo de llenar un impreso para la
fábrica de caramelos. Necesitan una chica excéntrica —dijo Alma.
Jack abrió la boca para decir algo, pero Carly se la tapó.
—No lo digas —le advirtió.
Pero Alma no se dio cuenta de nada. Estaba demasiado ocupada mirando a
Stanley.
—¿Qué hace aquí? Yo no tengo ganas de reconciliación —dijo Alma.
—Dudo que tu esposo pueda pronunciar siquiera la palabra reconciliación —
dijo Jack—. Mucho menos iniciarla en las condiciones que está. Cuanto antes le
hagas un café, antes podremos llamarle un taxi.
Stanley se levantó lentamente.
—No me quedaré donde no soy bien recibido — dio dos pasos muy decidido y
se cayó al suelo—. No te preocupes, Alma. Estoy bien.
Carly se puso pálida al ver que Stanley se había caído de bruces contra una
planta. Para distraerlos un poco, fue hacia el radiador y dijo:
—Está frío.
—¿Te sorprende? —preguntó Jack.
Ella estaba guapa hasta mojada. La lluvia le había mojado el cabello y le había
formado más rizos aún, que le caían por la espalda. Llevaba la blusa empapada y
pegada al cuerpo, marcándole todas las curvas.
—¿Puedes arreglarlo? —le preguntó ella.
Jack se imaginó de pronto abrazándola, dándole calor. Pero ya había cedido a
esa fantasía una vez aquel día. Había sido un error que no debía repetirse.
Se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa, con la esperanza de que el trabajo
manual le quitara el recuerdo de lo bien que se habían adaptado las curvas de
ella a su cuerpo.
—¿Qué es esto? —preguntó Stanley.
Jack se alejó del radiador. Stanley tenía un sobre en las manos. Lo había
encontrado entre las hojas de la planta.
Alma se lo quitó rápidamente.
Había recibido dos cartas más desde que él estaba en su casa. Y no le había
dicho una sola palabra. Si él se hubiera concentrado más en su trabajo en lugar de
en la contemplación de ese cuerpo...
—No es una amenaza, por supuesto. Soy un profesional, señorita Westin. No
amenazo, a no ser que piense llevar a cabo la amenaza.
Ella se estremeció. Jack al ver su reacción se arrepintió de su dureza y dijo:
—No quiero asustarte...
—No tengo miedo. ¡Estoy helada! ¿Qué sentido tiene que me protejas de un
loco si me muero de frío en medio del salón de mi casa?
—Quiero ver esa otra nota —le dijo él.
Ella se giró y fue hacia su dormitorio. Después de un tiempo que a él le pareció
interminable regresó.
Se había puesto un albornoz en lugar de la ropa mojada y una toalla en el pelo.
Ella sacó la carta del bolsillo del albornoz y se la dio a Jack.
Él miró detenidamente el papel para ver si encontraba alguna clave.
Uno, dos, tres, cuatro, alguien llama a la puerta cinco, seis, siete, ocho, la muerte
y Carly tienen una cita.
—Nuevas reglas. Desde ahora yo abriré todo tu correo. Al parecer no puedo
fiarme de ti. Y la puerta permanecerá cerrada con llave las veinticuatro horas del
día. No me importa si Elliot se muere de hambre en el corredor. No vas a poder ni
espiar por la puerta sin mi permiso.
Carly gruñó.
—No quiero más reglas. Reconozco que debí mostrarte estas cartas antes. Pero
no pensé que podían ayudar, y sinceramente pensé que podían hacer daño, me
refiero a mi negocio.
—Tal vez tu negocio sea la única forma de que te tomes esto en serio. Si
descubro que ocultas alguna otra prueba, romperé tu trato con la fiscal del
distrito. Carly lo miró sorprendida.
—¡No puedes hacerme eso!
—Puedo hacerlo y lo haré —dijo él seguro de haber logrado algo por fin—. Te he
dicho que no amenazo a no ser que cumpla las amenazas. Si infringes las reglas,
tendrás que asumir las consecuencias.
Stanley protestó tendido en el suelo de madera.
—Ése no es modo de conquistarla —dijo. Y empezó con el hipo—. ¿No has
aprendido lo que dice el libro Los Diez Requisitos Del Verdadero Amor?
Carly y Jack lo ignoraron.
—Estás actuando como si yo fuera el chico malo —lo acusó Carly.
Capítulo 5
EL profesor Chester Winnifield tenía cerca de sesenta años y el físico
blandurrio e inconsistente de una persona poco familiarizada con los trabajos
físicos. Sus hombros redondos y piernas regordetas eran otra prueba de su estilo
de vida de tresillo de salón; y su piel pálida y blanca era el producto de muchos
años a la sombra de las bibliotecas.
Jack observó al acusado de doble asesinato en la sala de visitas de la prisión del
condado. De pronto se dio cuenta de por qué Violet era tan reticente a que lo
condenasen. El profesor no parecía capaz de matar una mosca, y menos a una
persona.
—Buenas tardes, señor —dijo el profesor Winnifield, quitándose las gafas—. Es
un placer. Supongo que estará aquí para una consulta.
—¿Una consulta? —repitió Jack, pensando lo raro que se veía el profesor con su
traje de preso, aunque estuviera limpio y planchado.
—Una sesión acerca del amor —contestó el profesor, pestañeando—. Por favor,
no se sienta inhibido, agente. Perdone, pero me he olvidado de su nombre. Ha
habido tantos...
—Brannigan —dijo Jack—. Y no estoy aquí para que me haga una sesión acerca
del amor.
El profesor hizo un gesto con la mano.
—No perdamos tiempo con esa tontería. Los dos sabemos el motivo de su
visita. Tener la oportunidad de una sesión particular con el creador de Los Diez
Requisitos Del Amor Perfecto es irresistible, después de todo. Y ahora, dígame,
agente Brannigan, ¿en qué puedo ayudarlo? —dijo Winnifield sacando una libreta
y un bolígrafo del bolsillo.
—Estoy aquí para hacerle algunas preguntas.
—Naturalmente. Mucha gente de Boise viene a verme por el mismo motivo.
Aunque no lo crea, al principio he intentado tomarme este lugar como un sitio
donde pasar un tiempo sabático. Paz, quietud. Tiempo para reflexionar acerca de
la vida y de la compleja dinámica de las relaciones interpersonales. Pero, ¿sabe qué
encontré en cambio?
—¿Que la cárcel y el Holyday Inn no tienen mucho que ver? —dijo Jack.
El profesor se estremeció.
—Es una forma de decirlo. La comida en este lugar es mala. Tanto como los
recursos educacionales. Pienso escribir un libro sobre las desastrosas condiciones.
—Tendrá tiempo de sobra para hacerlo —le dijo Jack, mirando su reloj.
—Eso espero. Ya le he enviado una nota a mi editor. Pero ése es un tema para
otro día. De momento paso los días dando consejos románticos a gente de los
círculos oficiales, desde los más bajos a los más altos. Y ahora estamos aquí para
—Como siguiera los consejos de un hombre que resuelve los problemas con
una Magnum 357...
—El sarcasmo no le ayudará, agente —dijo Winnifield, evidentemente molesto—.
Si ése es el modo en que le habla a la señorita Westin, no me extraña que ella lo
rechace. El amor habla con una lengua amable, como si fuera una caricia.
—Eso he oído. Pero yo no estoy interesado en su tratado, profesor. Estoy
buscando a un sospechoso. Quiero el nombre de la persona que escribió esa carta.
Jack sabía que era posible que el profesor fuera el artífice de la carta y de todas
las amenazas, aun desde la celda. No era difícil imaginarlo. Era muy fácil, real-
mente. Un guardia que hubiera aceptado un soborno, un grupo de fans, una
mente retorcida que se hubiera agregado al escenario peligroso; algo así podría
haberlo ayudado.
—Un nombre, profesor. Eso es lo único que quiero.
Winnifield suspiró.
—A veces no se consigue lo que se quiere, agente Brannigan. Eso lo encontrará
en el capítulo once de mi libro en el capítulo «Caprichos y fetiches». Tuve un
paciente una vez que fue incapaz de aceptar que su mujer no quisiera que él usara
rulos en la cama.
El profesor cerró su libreta.
—Vuelva después de haber leído mi libro y podremos hablar más. De momento,
si quiere, le puedo firmar un autógrafo.
Jack se puso de pie y fue hacia la puerta, más frustrado que nunca. Sus instintos
le decían que el profesor sabía algo. O conocía a alguien, por ejemplo, a la
persona que había amenazado a Carly. Lamentablemente Jack no tenía tiempo
de entrar en el juego del profesor.
Tocó el timbre para que el guardia le abriera la celda.
—¡Una última cosa! —le gritó el profesor Winnifield yendo detrás de él—. El
capítulo nueve es ideal para su situación, agente Brannigan. No mezcle nunca los
negocios con el amor a no ser que esté dispuesto a pagar el precio.
Jack entró en la oficina de la fiscal del distrito sin molestarse en golpear.
—¿Dónde está ella?
Violet Speery estaba sentada detrás de su escritorio hablando por teléfono.
Después de apuntar unas cosas en una carpeta, colgó y le dijo:
—Por favor, pasa, Jack, y toma asiento. Supongo que te refieres a la señorita
Westin, ¿no es así?
—No está en la sala de declaraciones, ni en los servicios de mujeres, ni en ningún
lugar de esta planta —dijo él, mirando el reloj por enésima vez desde que la había
dejado.
—Me he ido treinta minutos solamente y han sido capaces de perderle la pista...
Nada más que un beso, unas cuantas miradas furtivas, y muchas fantasías para
poder dormir decentemente una noche en dos semanas. Pero, excepto en aquel
cumpleaños del niño, él había mantenido la distancia profesional que requería.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Violet.
—Significa que si ese cobarde no la mata, podría hacerlo yo. Ella es la testigo
más irresponsable, más dejada, y obstinada que he conocido. Cuento los días, no...
las horas que faltan para no volver a verla...
Violet achicó los ojos:
—Tú has tenido testigos difíciles otras veces. ¿Por qué Carly es tan diferente?
Jack no podía explicarlo. Porque tampoco lo entendía él. Su frescura y
desprecio por la vida, sus amigos, su risa ronca...
—No pasa nada. Tengo todo bajo control.
—Eso espero —dijo Violet—. Porque tienes mucho que perder si lo estropeas
ahora.
Jack se apartó de la ventana.
—No tengo intenciones de estropear nada. Y menos ese trabajo en Washington
D.C. No es que no me haya quejado otras veces de los testigos. ¿Te olvidas de
Molly Mastrelli? Ella también me volvió loco.
—Molly tenía ochenta y cinco años. Te llamaba Bruno siempre.
—Era el nombre de su primer marido —dijo Jack, mirando el reloj. En ese
momento la puerta se abrió. Jack se dio la vuelta impetuosamente y protestó—.
¿Dónde diablos has estado? —exclamó él. La temblorosa recepcionista, una señora
mayor extremadamente pequeña, dijo titubeando:
—En... en... el servicio....
—Bien —Jack caminó hacia la puerta.
La recepcionista se aferró al marco de la puerta y cerró los ojos.
—Espera un momento —le dijo Violet, levantándose de la silla.
—¿Sí? —contestó él.
Violet dudó un momento.
—Sé que te sientes frustrado con la señorita Westin, pero ten cuidado. Cuando
los agentes pierden la frialdad, comienzan a cometer errores. Y no podemos
permitirnos errores en este caso.
Jack respondió con un breve asentimiento y se dirigió al ascensor. No le contó
acerca del error que ya había cometido. El error que todavía lo sacudía cuando
pensaba en Carly apretada contra su cuerpo, en su boca suave y caliente junto a la
suya.
Casi había infringido la regla más importante. Casi había estropeado su carrera
y su credibilidad por una mujer que infringía ella misma todas las normas para
conseguir lo que quería.
Basta. Faltaba sólo una semana para el juicio, no se podía permitir dejar de
lado sus normas.
Pero primero tenía que encontrarla.
Carly sonrió cortésmente al hombre sentado a la mesa del bar. Y miró
disimuladamente por el gran ventanal.
El edificio de los Tribunales del Condado de Ada se asomaba entre las
ajetreadas calles. Jack andaba yendo y viniendo por la acera, al acecho, esperando
destripar a alguien con sus manos.
Ella sonrió.
La libertad sabía mejor que el bizcocho de chocolate que había pedido con el
batido. Sobre todo la liberación del hombre que se había disculpado por haberla
besado.
—Estamos listos para la noche del viernes —dijo el cliente que acababa de
conseguir—. ¡Estoy tan excitado que apenas puedo quedarme quieto!
Carly supuso que la cantidad de cafés que se había tomado Niles Winsett debía
haberlo dejado así. Pero, de todos modos le gustaba la idea de que un cliente
estuviera deseoso de que ella le ofreciera sus servicios. Aunque el trabajo sonara
un poco raro.
—Estoy segura de que usted estará satisfecho con el menú que hemos
seleccionado —Carly bebió el batido. Luego miró por la ventana nuevamente. Jack
estaba abordando a un trío de jóvenes con cadenas y cazadoras de piel que
andaban cerca de su coche.
—Estoy seguro de que la comida será deliciosa —respondió Niles—. La primera
de varias comidas que preparará en mi casa Creaciones Carly —Niles alzó la taza
para un brindis.
—Brindaré por ello —dijo ella.
Al menos sería un modo de no ir a la bancarrota.
Niles se puso de pie.
—Perdóneme, Carly, pero me he quedado demasiado tiempo ya. Debo volver a
casa con mi Marguerite.
—Está bien —respondió ella, viendo a Jack cruzar la calle delante de la ventana.
Se detuvo de pronto al verla por el cristal.
Ella le sonrió, pero al ver la feroz mirada que él le dedicó, dejó de sonreír.
Aunque parecía más bien preocupado. Si bien podía ser imaginación de ella.
Niles suspiró.
—Mi esposa y yo tenemos tan poco tiempo para estar juntos, que no quiero
perder un minuto más.
—Gracias por venir aquí a encontrarse conmigo, señor Winsett —dijo Carly,
distraída por el ruido de la puerta del bar.
—Ha sido un placer —dijo Niles y se fue.
Carly sintió que su corazón se aceleraba al ver a Jack.
—Te he estado buscando por todos lados —dijo Jack con un tono
asombrosamente tranquilo.
Ella fue a responder, pero él le dijo:
—¡No! Deja que lo adivine. Ése era Drácula y tú te has ofrecido voluntaria para
darle un poco, de sangre, a condición de que te deje ocuparte de los servicios de
comida en su próxima fiesta de Halloween.
—Pareces enfadado —le dijo Carly.
—Estoy más que enfadado —él arrastró una silla y se sentó—. ¿Tienes idea de lo
valiosa que eres para el Estado en el caso Winnifield? Sin ti, el hombre que
cometió esos horribles asesinatos puede andar suelto por las calles. ¿Es eso lo que
quieres?
—Lo que yo quiero no parece importar. Soy una persona yo también. Una
mujer. No sólo una testigo.
—¿Crees que no lo sé? Estaba desesperado por encontrarte. He puesto el edificio
patas arriba para encontrarte. Incluso molesté a una mujer mayor cuando busqué
en los servicios.
—Así que es culpa mía que asaltes y entres con violencia al servicio de señoras.
—No. El culpable soy yo por dejar que te alejaras de mi vista. Realmente pensé que
me volvía loco. Lo único que esperaba era poder decirte lo que sentía por ti.
Ella no podía creerlo. ¿Era Jack Brannigan él? ¿El hombre que invadía sus
sueños con su oscura mirada y su cuerpo vigoroso? ¿El hombre que de pronto
parecía más apetitoso que la tarta de chocolate de la carta del bar?
Y ella que había pensado que no le importaba a él.
—¿De verdad, Jack?
Él le tomó la mano.
—De verdad. Nunca he conocido a una mujer como tú. Carly, yo... —le
costaba hablar—. No puedo continuar así. Debes empezar a actuar como una testi-
go normal. Estar preocupada, aterrorizada...
Ella se sorprendió por el cambio repentino en sus emociones. Miró la palma de
la mano de Jack. Nunca le había mirado las manos. Eran anchas con dedos largos,
lo suficientemente poderosas para detener a un delincuente, lo suficientemente
tiernas como para excitar a una amante.
Él le apretó la mano.
Ella sintió remordimientos. ¡Pobre Jack! Ella lo había puesto en ese estado.
Ella no había tenido en cuenta sus sentimientos. Tal vez aquélla fuera la ocasión
para contarle sus propios sentimientos.
—Jack, yo... —sus palabras se fueron debilitando al ver que él le ponía las
esposas.
—¡Te he pillado! —le dijo él, con los ojos grises como el acero.
Jack se puso la otra parte de las esposas en su muñeca.
—¿Nos vamos ya? ¿O quieres otro batido? —le preguntó él.
—¡Quítame esto! —gritó ella ¡Cómo se atrevía a tratarla como a un delincuente
común!—. ¡Te estás echando un farol!
—Quizás —dijo él.
Luego se puso de pie y fue hacia la puerta.
Ella no tuvo más remedio que seguirlo.
La calle estaba llena de coches. Él la arrastró como si fuera un perro sujeto a su
cadena. En el trayecto al aparcamiento varias personas se habían parado a mirarlos.
Tres hombres sentados en la parada de autobús aplaudieron. Un grupo de
turistas japoneses los señaló y comenzó a hacerles fotos.
—Bueno, ya está. Ahora quítame las esposas.
—No, hasta que lleguemos a un acuerdo —dijo Jack, y señaló el parabrisas—,
¿Ves eso?
Ella miró una ramita de romero apretada bajo el parabrisas.
—De verdad, Jack, no debiste hacerlo...
—No he sido yo. ¿Sabes qué significa?
—Sí —Carly quitó la ramita del parabrisas con la mano libre, y la miró—. Puedo
hacer pechuga de pollo con hierbas para esta noche.
—El romero significa recuerdo —le dijo él—. Ya sabes, las violetas significan fe,
las margaritas esperanza, y el romero es para aquéllos que están en el cielo. Las
azucenas traen paz, y las rosas se regalan por amor... —Jack carraspeó.
—Poeta y guardaespaldas. ¿Qué más quiero?
—No soy poeta. Es la letra de una canción que solía cantar mi madre —por los
ojos de Jack pasó un brillo especial—. De todos modos, esto significa muerte.
Alguien te está acechando, Carly. Alguien a quien le gusta jugar. Alguien que
quiere matarte. Probablemente nos esté observando ahora.
Él hizo un esfuerzo por no mirar, para tratar de encontrar al loco que la
amenazaba entre la gente.
—Bueno, ya me has impresionado. Y ahora, ¿me puedes soltar?
Jack abrió la puerta del coche y la metió dentro.
Capítulo 6
—¿TE estás queriendo deshacer de mí?
—Piénsalo como una oportunidad para buscar otro sitio —contestó Carly.
Estaba sentada en el borde de la cama de matrimonio, viendo cómo Alma se
ponía tintura rubia en sus raíces oscuras.
Ese pelo teñido era la prueba de que Alma no se tomaba muy bien que la
rechazaran. Sobre todo el rechazo de los hombres. Así que era mejor que Carly no
le dijera por qué debía irse. Si le decía que Jack quería que se fuera de su
apartamento tal vez su amiga reaccionase peor aún. Quizás se hiciera una
liposucción, o la cirugía estética.
—Hay muchas razones para que te marches —Carly trató de suavizar la
situación.
—Hay unas cuantas razones para que me quede. Un techo, una ducha y el
consejo de mi mejor amiga. ¿O debería decir de mi ex-mejor amiga?
—No seas tonta. Por supuesto que yo soy tu mejor amiga. Tú nunca has vivido
sola. Has vivido con tu familia hasta que te has casado. Es hora de que intentes
ser independiente. Además Stanley siempre anda por aquí, alrededor de ti.
—¿O sea que has decidido darme un empujón, no?
—Tómatelo como un desafío.
—No puedes engañarme. Se trata de Jack y de ti. Él es la razón por la quieres
que me vaya. ¿No es verdad, Carly? Quieres estar sola con él.
—No seas ridícula. Apenas puedo aguantar estar en la misma habitación que
él.
—Por eso debo marcharme. Para que estéis solos. No lo niegues. Tú y Jack
generáis un montón de chispas... Hay algo entre vosotros.
—Eres una exagerada —contestó Carly.
—Lo que no entiendo es que eches a tu mejor amiga a las calles de Boise por un
hombre. Yo no te haría eso jamás.
Carly se quedó con la boca abierta.
—¿Y qué me dices de cuando me dejaste en el Frosty Spoon en la antigua
Autopista 39 para irte de paseo en el convertible de Bart Stolz? Tuve que volverme a
casa andando cuatro kilómetros en la oscuridad.
—Eso fue distinto —contestó Alma—. La caminata probablemente te vino bien.
Habías comido un helado esa noche, ¿no te acuerdas? Estabas preocupada de que
no te entrase el vestido que ibas a ponerte en el baile de fin de curso del colegio.
Yo me imaginé que necesitabas hacer ejercicio.
—Gracias —respondió Carly—. Entonces tómate esto como una devolución del
favor que me hiciste entonces. De todos modos, te has estado quejando todo el
tiempo de la casa y de estar viviendo con una maleta a cuestas. ¿No te apetecería
tener un baño para ti sola?
—No lo sé. Este piso tiene ciertas... ventajas que no estoy segura de querer
perder.
—¿Como un ascensor temperamental? ¿Una ducha hirviendo todas la mañanas,
cortesía de la señora Kolinski? ¿O tal vez la vista panorámica de los contenedores
de basura del callejón?
Alma dejó de mirarse al espejo y le dijo:
—Tienes todo, Carly, y ni siquiera te das cuenta. O lo aprecias. Este lugar puede
ser que no sea muy atractivo para mucha gente, pero tiene su encanto— Alma se
puso más tintura—. Y mira tu profesión. Todavía no tienes treinta años, y ya tienes
tu propio negocio. Ni siquiera tienes una carrera universitaria...
—¿Y qué me dices de mi diploma de la Academia de Cocina de Chatêau? Me
gradué con excelentes calificaciones.
—Era un curso por correspondencia. Yo en cambio me pasé seis años estudiando
teatro y terminé planchando camisas en la Tintorería de Ollie.
Carly se sentó en la cama.
—Por si no te has dado cuenta, mi vida no es tan estupenda. Mi negocio está a
punto de irse a pique, hay un loco por ahí queriendo matarme, y mi pelo suele
quedarme hecho un desastre.
—Pero tienes a Jack. Quiero decir, ¿qué tienes tú que yo no tenga? Las dos somos
jóvenes, atractivas. ¡Apenas conoces al muchacho y ya estás viviendo con él!
—No es así, Alma, y lo sabes.
—¿Vas a decirme que no estás enamorada de Jack Brannigan?
—Por supuesto que no.
—Tal vez estés sólo encaprichada con él, o te guste sexualmente. Eso puede
explicar tu confusión.
—No estoy confundida. Pero, ¿de qué estábamos hablando antes?
—De mi independencia.
—Eso. Creo que realmente vas a disfrutarla, Alma, una vez que te hagas a la
idea.
Alma se miró al espejo.
—¿Y qué me dices si tú te haces a la idea de tener a Jack por aquí? Él no es el
hombre para ti. ¿Qué me dices de los intereses comunes? ¿Y la compatibilidad?
—Somos opuestos totalmente —afirmó Carly.
—Los opuestos se atraen, ¿no? Está cortado por el mismo patrón que tus
hermanos. Hasta lo vi beber leche del cartón el otro día. ¿Podrías vivir con eso?
—No tienes que convencerme, Alma. Es un tipo imposible.
—Aunque sea el hombre más sexy que ha pasado por tu apartamento desde
aquel calendario de Chippendale.
—No te preocupes por mí. Jack tiene una norma contra el afecto. Nos hemos
besado una vez y casi desarrolla una laringitis diciéndome cuánto lo lamentaba, y
que había cometido un error imperdonable. Estoy a salvo con él.
—¿Jack te besó? ¿Dónde?
—En los labios.
—No me refiero a eso. Pero no importa. Pero, ¿por qué lo hizo si tiene una
norma en contra de excitarse?
—Contra el afecto —la corrigió Carly. Aunque sabía que entre ellos se encendía
la llama de la pasión, del deseo—. Fue en la cocina de los Hodge —ella negó con
la cabeza—. No tiene sentido, sobre todo desde que me puso las esposas.
—¿Te besó y te puso las esposas? —preguntó Alma horrorizada—. Es un
pervertido, realmente... —se ajustó el cinturón del albornoz y dijo—: Lo que faltaba.
Me quedo, definitivamente, me quedo. No creo que sea seguro dejarte sola con
Jack.
—No has comprendido nada.
—Conozco a los hombres. Mira lo que ha pasado con Stanley...
—No creo que tenga que preocuparme por eso.
—¿Por qué no? Todos los hombres son iguales. Stanley es tan atractivo como
Jack. Y está enamorado de mí. Deberías ver los ramos de flores que me ha enviado.
Las chicas piensan que estoy loca por no volver con él.
—Creo que ésa es la palabra clave: «loca». ¿Estás pensando realmente en volver
con Stanley?
—No sé qué hacer. Por un lado Stanley es un encanto, gracioso y tierno. Y por el
otro, bebe mucho, mira a todas las mujeres, y trabaja sólo cuando le da la gana —
Alma suspiró—. No sé qué hacer.
—¿Qué te parecería un apartamento alfombrado, con friegaplatos y el suficiente
espacio para tu colección de fotos de Marión Brando.
—Es muy tentador. Pero soy tu amiga y no voy a dejarte sola con ese animal.
Enfréntate a los hechos, Carly, tu experiencia con los hombres es muy escasa. En
Willow Grove te protegían tus hermanos. Aquí en Boise es diferente. Si no están
ellos, tendrá que protegerte otra persona.
Carly hundió la cara en sus manos, llena de frustración.
—No puedes quedarte, Alma. No tienes otra alternativa en esto. Jack me ha
dicho que tienes que irte.
—¿Desde cuando obedeces órdenes?
—Desde que él y yo hemos hecho un trato —le explicó de mala gana—. Y tengo
que decirte que te marches como parte de ese trato.
Peor que tener a Jack Brannigan como guardaespaldas era tener a un Jack
Brannigan enfermo como guardaespaldas.
—Pienso que sobrevivirás —le dijo Carly, mirando el termómetro.
—Pareces decepcionada —dijo él.
Estaba echado, con dos almohadas y tapado hasta el cuello. Desde que se había
levantado aquella mañana, se había sentido con el cuerpo dolorido y débil. Se había
arrastrado hasta la mesa para tomar el desayuno, y había estado a punto de caerse
encima de los cereales.
Se lo veía muy mal allí echado en el sofá, con las mejillas rojas. Le colgaban los
pies desnudos por el extremo del sofá. Casi daba pena.
Pero no era cuestión de aprovecharse de él en esas condiciones. Esperaría a que
estuviera bien. Y entonces se vengaría.
—No. Es muy divertido verte así. Además, te necesito sano dentro de dos días.
Necesito que me ayudes a preparar la comida de los Winsett.
—Estaré allí, quieras o no. A no ser que me muera de hambre antes.
—¿No te ha bastado tu jarabe de fresa para la tos para quitarte el hambre?
—¿De fresa? Estuve a punto de llamar al Instituto de Toxicología para ver qué
veneno me habías echado.
—Te estás poniendo un poco maniático. ¿Por qué no duermes una siesta?
—¿Para que tú puedas salir a la calle mientras yo estoy dormido? Ni lo sueñes.
—No puedes obligarme a que me quede, si quiero salir. No puedes detenerme.
Estás volando de fiebre.
—Intenta escaparte. No hay nada que me frene cuando se trata de hacer mi
trabajo. Nada ni nadie. —Se sentía dolorido, y excitado a la vez, sensaciones
contradictorias, había creído él—. Me duele la cabeza.
—Toma otra aspirina dentro de dos horas. Mientras tanto, quédate echado y
trata de no pensar.
«Buen consejo», pensó él. No debía pensar en el perfume que desprendía el
cabello de Carly, en su cuerpo ondulante cuando se echaba en el sofá. Y menos
pensar en lo que podría pasar ahora que estaban solos en el apartamento.
Evidentemente, la fiebre lo estaba haciendo delirar.
—Me siento un poco mareado —dijo él.
—No es raro con una temperatura de cuarenta.
—Me duele la garganta.
—Entonces, no hables mucho —dijo ella impacientemente, y le puso un dedo
en la boca.
Eso lo sobresaltó. Se le aceleró el pulso, y todo su cuerpo se puso alerta.
Cuando por fin pudo hablar dijo:
—Mi estómago me hace ruido. ¿Cuándo puedo tomar esa tostada y ese té?
Veinte minutos más tarde, Carly estaba limpiando la mesa baja y retirando la
taza y el plato vacío.
—¿Por qué estás tan amable conmigo?
—Tal vez estés alucinando.
—Cuéntame más cosas acerca de tu familia —le dijo él de pronto, mientras ella
le arreglaba las almohadas.
—Con la condición de que cierres los ojos y descanses.
—De acuerdo.
Él cerró obedientemente los ojos.
—Mi padre es el tipo de hombre fuerte y callado —empezó a decir ella,
pasándole un paño húmedo por la cara—. Su sueño es que lo llamen algún día
para hacer de jurado. Así que no se puso muy contento el verano aquel que me
arrestaron.
—¿Te arrestaron?
—No continuaré hasta que cierres los ojos. —Él volvió a cerrar los ojos—. Por
vaga, y por alterar el orden público. El sheriff también agregó resistirse a la
autoridad, pero yo creo que eso fue porque le molestó Marihuana.
—¡Le molestó mi marihuana! —exclamó él perplejo ante la actitud de desprecio
por la ley que teníaella. Además le preocupaba haber tenido fantasías con una
antigua delincuente—. La marihuana es ilegal en todos los estados, Carly.
—Marihuana es mi perra. Un perro labrador —le dijo ella, pasándole el paño por
los párpados. Hizo pis en el asiento de atrás del coche de policía. El sheriff pensó
que lo había hecho a propósito por orden mía.
—¿Qué tipo de nombre es ése para una perra?
—Un nombre muy bonito. Cuando se enrosca para dormir parece un ovillo
gigante.
—Marihuana —repitió él—. Probablemente tú le mandaste hacerlo.
—No te rías de mi perra. Yo la quiero.
—¡Marihuana! —repitió él, sin poder creerlo.
—Supongo que tú le pondrías un nombre como Killer, o algo así.
Seguramente habrías entrenado al perro para que obedeciera una lista de
órdenes...
Jack recordaba perfectamente el nombre del perro que había elegido de
pequeño. «Duque», ése sí era un nombre.
—Nunca tuve un perro —dijo de pronto él.
—¿Nunca has tenido un perro?
—No. Mi madre y yo vivíamos en un apartamento.
—¿Y tu padre?
Jack se dio cuenta de pronto de que no estaban hablando de Carly.
—Tengo otra norma acerca de hablar sobre mi vida privada. Está prohibido.
Ella se sorprendió por su reacción.
—No entiendo por qué te acusaron de vaga. ¿Te vistes mejor ahora?
Carly se sentó antes de resumir su historia.
—No. Yo estaba en un proyecto de la escuela para ayudar a los sin techo. Estaba
haciendo una investigación en la calle Mayor, cerca del Mercado de Fruta de
Masón. Alma me ayudó a disfrazarme y pintarme.
—¿Te vestiste como un vagabundo?
—Estaba perfecta. Nicky no me reconoció cuando vino a buscarme a la
comisaría.
—Supongo que tu familia se preocuparía mucho.
—No tanto. Sabían que Marihuana se excitaba fácilmente. Yo tenía catorce años.
—No me has dicho nada acerca de los cargos contra el orden público.
—Es una tontería.
—Cuéntamelo.
—Sólo si me prometes no reírte.
—Te lo prometo.
—Te lo digo en serio, Jack —le advirtió ella—. Una sola risita y te doy el
brebaje de cebolla.
—Me das miedo.
—Tenía hambre y tomé una naranja del mercado de Fruta.
—Eso me suena a haber robado una fruta.
—Quise pagarla. Pero el problema fue que al sacar una naranja había dejando
doscientas rodando por todo el mercado.
Jack hizo una mueca para no reírse.
—Había olor a cítricos en todo el pueblo. ¡No te atrevas a reírte!
Pero era demasiado tarde. Él estalló de risa. Y Carly no pudo sino reírse con
él.
—Bueno, por lo menos mi risa es contagiosa...
—A lo mejor, estoy alegrando la vida de un hombre moribundo —le dijo ella,
fijando sus ojos azules en él.
—O tal vez no seas tan inmune a mí como dices —la desafió Jack.
Tres horas más tarde, mientras Jack dormía la siesta, Carly andaba de aquí para
allá. Había hecho montones de cosas: escribir a su madre, ordenar recetas...
Ahora estaba tentada. Tentada por las cortezas de cerdo. Nunca la habían
tentado, pero ahora parecían apetecibles. Cada tanto iba a la cocina a verlas. Las
miraba. Quería una.
Le hubiera gustado que estuviera Alma para decirle que era mejor que no las
comiera. Realmente echaba de menos a Alma. Las charlas que solían tener.
Lo único que había entre la bolsa de cortezas y ella era el plato de pastel que le
había preparado a Elliot. Que Jack se suponía que debía haberle enviado a su
vecino. Abrió la bolsa que tapaba el plato. Era un problema, porque a Elliot le
gustaba el pastel fresco, pero Jack tenía que descansar... Y Carly debía distraerse de
mirar la bolsa de cortezas.
«No pasa nada si salgo un momento al corredor», se dijo.
Atravesó su apartamento de puntillas, y dedicó a Jack una mirada furtiva antes
de salir.
El corredor le pareció hermoso, comparado con la celda en la que vivía
últimamente.
Caminó la corta distancia que separaba su apartamento del de Elliot.
—¡Qué sorpresa! —dijo Elliot al abrir la puerta.
—Hoy es el día de tu pastel.
—Pensé que te habías olvidado de mí. Últimamente no te veo nunca.
—Lo sé. Lo siento —Carly le dio el plato—. Pero he pensado en ti cuando lo
preparé.
El miró el pastel con desagrado.
—Parece que últimamente no ves más que a tu primo Jack. Pasas todo el tiempo
con él.
—Se irá pronto, Elliot —le aseguró Carly—. Te lo prometo.
—También me prometiste que te ayudaría a preparar el pastel la próxima vez
que lo hicieras. Pero lo que valen son los hechos, no las palabras.
—Elliot, por favor... Déjame que te explique.
Pero Elliot no quería explicaciones. Se quedó en silencio, y luego se refugió en
su apartamento, cerrando la puerta.
Lo había herido, como a Alma. Dos personas sensibles que no le iban a
perdonar que los hubiera abandonado. Y todo era culpa de Jack.
Carly dejó el pastel al lado de la puerta, con la esperanza de que Elliot lo
metiese antes de que se lo comieran las cucarachas.
La sensación de libertad que había experimentado hacía unos segundos se
había transformado en soledad de pronto.
—¿Dónde diablos te habías metido? —le preguntó Jack cuando entró en su casa.
—Pensé que estabas dormido.
—Evidentemente. Todo era parte del plan, ¿no? Contarme cuentos para que
me duerma, humedecerme la cara con un paño...
—No estoy de humor para que me des lecciones. Acabo de ir a casa de Elliot y...
—¿Has ido a casa de Elliot sola?
—Y he sobrevivido para contártelo.
—Mis instintos me dicen que hay algo detrás de la gorra de Elliot. Él es el
sospechoso número uno para mí.
—Te equivocas. Él es simplemente un chico dulce y solitario con algunos
problemas de personalidad.
—Sí, eso decía la gente de otros asesinos. No respetas las reglas, Carly. Si lo
haces tienes que asumir las consecuencias.
—Tú y tus reglas... —protestó furiosa—. De lo único que me estás defendiendo
es de la felicidad. Sobre todo ahora que me ha costado la pérdida de mi mejor
amiga y mi mejor vecino, un chico tan peligroso que me quita el hielo del coche en
invierno y planta flores en el balcón en primavera. ¡Puedes meterte tus reglas
donde debí ponerte el termómetro!
Él no pudo contestar, porque ella se fue a la cocina inmediatamente.
Carly miró nuevamente la bolsa de cortezas. Sin pensarlo dos veces alargó la
mano hacia ella y la tiró a la basura, sin pensar tampoco en las consecuencias.
Después de todo, Jack había insultado a un cliente, pinchado a otra, le había
puesto un par de esposas y había echado a sus amigos. ¿Qué más podía hacerle?
Capítulo 7
SÓLO una semana. Jack se consolaba pensándolo, mientras aparcaba el coche
en la entrada trasera de la casa de los Winsett, una casa del siglo diecinueve de
ladrillo.
Era una noche sin luna que contribuía a la atmósfera helada de una noche fría
de octubre.
Mientras colocaba las bandejas, pensaba que Carly nuevamente había logrado
lo que quería. Aquella vez lo había convencido de que la dejara a ella en la entrada
principal, por si los Winsett tenían que darle alguna instrucción, mientras él iba por
la trasera.
Era algo sin importancia, en principio, porque él había registrado el lugar antes
de dejarla salir del coche. También se había informado de Niles Winsett, un
hombre de negocios que al parecer no tenía relación alguna con el profesor
Winifield, ni tenía antecedentes de problemas psicológicos. Así que no tenía
motivos para preocuparse realmente.
Jack se culpó por sentirse incómodo. Sería el cansancio. Se había pasado toda la
noche pensando en el caso. Aunque a decir verdad era en Carly en quien había
pensado toda la noche. Había sido un poco duro con ella. Alma no le había vuelto
a hablar. Elliot no le había vuelto a dejar el periódico. Y las esposas que le había
puesto...
Pero parecía que no podía ser de otro modo. El pacto entre ellos parecía ser: o
que él la frustrase, o que ella lo irritase terriblemente.
O que lo atrajese. Debía sostener una lucha consigo mismo para mantenerse
alejado de ella, y frío.
El lunes comenzaría el juicio y Carly sería llamada a declarar. Y él se iría a
Washington, a su nuevo puesto de trabajo. Tal vez ésa era la distancia que debía
haber entre ellos para que él no comprometiera su carrera.
Miró el reloj. Habían pasado quince minutos desde que ella le había dicho que
descargara las cosas del coche y había desaparecido dentro del mausoleo.
A ver si Winsett no era tan inofensivo como parecía...
Pero en ese momento apareció el objeto de su irritación.
—¿Qué es eso? —le preguntó Jack al verla.
—¿Qué cosa? —ella fue a lavarse las manos.
—Eso que llevas puesto.
—Un disfraz —dijo ella, secándose las manos—. ¿Qué tal estoy?
—Pareces lady Godiva sin caballo —dijo él.
Ella llevaba una blusa roja sin hombros, realzando sus pechos, una falda corta, y
medias de red negras. Él no había visto ningún disfraz cuando habían salido de su
apartamento. Sólo la había visto salir con el abrigo puesto.
—Ya...—dijo él.
Carly asintió y le hizo una reverencia, mostrando el escote con el movimiento.
Entonces él la levantó por la cintura.
—¡Jack!
—Mi nombre es Humphrey. Y si te sigues inclinando de ese modo, no habrá
más misterio que revelar. Por lo menos en cuanto a t i, Mademoiselle Colette.
Ella se rió.
—Eres perfecto como mayordomo. El tono de voz, el modo en que aprietas los
dientes.
—Tal vez no sea un mayordomo realmente, sino el desaparecido... —Jack
hubiera explorado con sus manos lo que había debajo del escote, pero era peligro-
so— ...hermano de Colette. He recorrido el mundo entero buscando a mi amada
hermana para darle lo que más desea —hizo una pausa—. Un santuario en un
convento.
—¿Hermano? —dijo ella decepcionada.
—Bueno, tío, tal vez.
—¿Y qué tal si eres el amante? El hombre que invade mis sueños todas las
noches, que está presente en mis pensamientos. Te he echado de menos, mi amore.
—Eso es italiano, no francés.
—Colette pasó sus años de formación en Italia, estudiando a los grandes
maestros de la pintura.
—He oído que ha logrado vencer todas las dificultades —dijo él.
—Buscando al hombre que robó mi corazón.
Él se recordó que estaban fingiendo. La que hablaba era Colette, la coqueta. No
Carly.
—Después de todo Humphrey es cleptómano. No puede con su genio.
—Eso espero —murmuró ella seductoramente.
Él tragó saliva. Vio los labios entreabiertos de ella. Intentó ignorar lo suaves que
parecían, lo húmedos y blandos... Intentó olvidar sus besos.
Cerró los ojos mientras la mano de ella se deslizaba por su pecho hasta que se
metió por debajo de su traje y se detuvo en su corazón, que latía acelerado.
—¿Sólo roba corazones Humphrey? ¿O también besos? —preguntó Carly.
—¿Besos, Madmoiselle? No comprendo muy bien.
Ella lo miró.
—Entonces quizás sea mejor que le muestre lo que quiero decir. Acérquese, per
piacere.
—Eso es italiano, mi dulce Colette. Afortunadamente, soy políglota.
—Sí. ¿No recuerda que la probó en la cocina, antes de servirla en el salón. ¿Lo
recuerda?
La señora Winsett estaba pálida.
—Me pidió que agregase un poco más de pimienta —dijo Carly, preguntándose
si la mujer la ayudaría a evitar el desastre.
—Sí, ahora lo recuerdo —dijo la mujer vagamente.
—Usted está un poco pálida desde entonces. ¿No se siente bien?
—O sea que al menos has probado la vichyssoise. Sí, querida, se te ve mal.
—Me he sentido mal desde entonces —dijo la señora Winsett—. Muy mal —se
puso de pie y llevándose una mano a la frente dijo—: Debía de estar envenenada...
—con un gemido de agonía, se desplomó en el suelo, moviéndose sólo para
estirarse la falda del vestido hasta las rodillas, y colocarse un brazo debajo de la
cabeza. Luego se quedó quieta.
Carly respiró aliviada.
—Humphrey, mi querida esposa ha sufrido la peor de las muertes. No saldrá
nadie de esta casa hasta que el asesino sea descubierto.
—Ahora entras tú —susurró Carly a Jack—. Dale la primera clave, Jack —le dijo
al oído.
Él se apartó de ella y poniendo un sobre con el número uno encima de la
bandeja, dijo antes de dársela a Niles:
—Démonos prisa en leerla, así sabremos quién ha matado a mi señora —dijo
Jack.
—¡Su señora! —dijo el profesor falso—. Creo que hay un sospechoso ya, coronel.
¿No sabe usted que su mayordomo le ha estado poniendo los cuernos con su
mujer?
Carly estuvo a punto de gruñir cuando se dio cuenta de que no le había dicho a
Jack que los invitados podían improvisar en un momento dado.
Jack miró a Carly con ganas de volver a ponerle las esposas.
—¡No puedo creerlo, Humphrey! ¿Cuánto tiempo hace que está ocurriendo esto
con mi esposa?
—¡No sea ridículo! ¡Yo no estoy liado con su mujer!
—Ya no —dijo el invitado — . Ahora ella está muerta. Y, o la mató usted, o
quizás su muerte ha sido provocada por un ataque de celos.
Carly se sintió aliviada al ver que la fiesta del misterioso asesinato proseguía, y
que se habían olvidado de la vichyssoise, y que Jack no había pinchado a nadie
todavía.
Niles se puso de pie.
—¿Me está acusando, caballero? La señora Lippy era el amor de mi vida.
Capítulo 8
—¡ESTÁS fuera del caso! —le dijo Violet Speery en cuanto Jack entró por la
puerta. Él se paró al oírla. E inmediatamente se dio cuenta de lo que había
pasado.
—¿Ha confesado Winnifield, no es cierto?
—Cierra la puerta.
Jack cerró la puerta y se acercó al escritorio.
—¡Lo sabía! ¡Desde el mismo momento en que lo vi sabía que ese tipo era el que
amenazaba a Carly!
Jack tenía cara de satisfacción, pero al ver la expresión de la fiscal se desinfló.
—La persona que has arrestado es el presidente del Banco Eastside —le dijo
Violet secamente—. Hubert Hagerty es un indefenso ciudadano que pasa el tiempo
libre criando Pomeranios pura sangre. Y además ocurre que es una de las
personas que más contribuye a mi reelección en la campaña. O, más bien, es la
persona que más contribuía a mi reelección.
Jack se sentó en una silla frente a Violet Speery.
—Las donaciones de dinero no están en relación directa con la inocencia de
las personas, ni las hace inmunes contra las acusaciones, según mi experiencia
en estos temas. Lo he comprobado en otros casos.
—Y yo he comprobado información también. La policía no ha encontrado nada
excepto pelo de perro. Nada que relacione a Hagerty con las amenazas a la
señorita Westin.
El tono de Violet le molestó más que sus palabras.
—¿No me digas que lo han dejado marchar?
—Hace diez minutos —Violet dejó la pluma Mont Blanc en el escritorio—. No
tenemos ningún motivo para retenerlo, Jack, más que tus instintos. Y aunque te
parezca mentira, los jueces no admiten ese tipo de pruebas —un suspiro de
exasperación se le escapó a la fiscal—. Anoche te pasaste. ¿En qué estabas pensan-
do?
«En hacer el amor en el suelo de la cocina», pensó Jack. Pero seguramente ésa
no era una respuesta que la fiscal quisiera escuchar, y que él estuviera dispuesto a
reconocer.
—Evalué la situación, y decidí no descuidar a la testigo bajo mi custodia. Vas a
creer que estoy loco, pero la representación de Hagerty del personaje del profesor
Winnifield me pareció sospechosa.
—Era una fiesta de disfraces —le recordó Violet—. Carly Westin estaba vestida de
prostituta de alto standing, y no la has arrestado.
El recordó a Carly con aquel atuendo, ¡cómo hubiera querido arrestarla!
—El hombre se identificó como Winnifield. ¿Qué se supone debía haber hecho?
—¿Por qué, entonces, quieres empeorar las cosas apartándome del caso?
—No es decisión mía.
—¿De quién es entonces? —Jack casi saltó de la silla—. ¿De Hagerty? ¿Del jefe de tu
campaña? ¿O es Winnifield que está manejando las cosas desde su celda?
—Ha sido Carly.
Él sintió como si lo hubieran golpeado.
—Por alguna razón la señorita Westin no quiere tu protección.
—No es una novedad. Ella no quería mi protección desde el primer momento.
Siempre me lo estaba recordando.
—Esta vez va en serio. Lo ha pedido. Quiere que te alejes del caso. Inmediatamente.
—No puede ser...
—Sí.
—¿Y no le has recordado el peligro que corre?
—Parece importarle menos que tu presencia.
—O sea, que es mejor que no le pida una carta de referencia. Creí que habías
hecho un trato con ella. Que le ibas a encargar la cena de presentación de campaña
si aceptaba mi protección.
—La he convencido para que acepte a Ted en tu lugar. No sé qué ha pasado
entre vosotros dos, pero ella está distinta. Me da la impresión de que te tiene
miedo, Jack. Y no creo que sea tu revólver lo que la asusta.
—No hay nada que asuste a Carly. Es por eso que no comprendo... —dijo él.
«Las mujeres de mi familia siempre se salen con la suya», recordó. Y había
conseguido lo que quería. De una vez por todas. Se sintió indignado.
Había trabajado doce años en su profesión y finalmente había encontrado la
horma de su zapato. Una mujer que le había asestado un puñetazo que lo había
dejado tambaleándose.
—Tengo que irme.
Violet lo detuvo.
—Aléjate de ella, Jack —le dijo.
Era una orden que él no pensaba obedecer.
—Es la cosa más bonita que me has dicho, Jack. Y la más inesperada. Creí que
pensabas que no me funcionaba el cerebro, por el modo en que me has dado
órdenes en estas semanas.
Él se acercó a ella.
—Admito que te he subestimado.
—Ocurre todo el tiempo.
—A mí, no —Jack dio otro paso hacia ella.
Carly se iba alejando lentamente.
—Considérate afortunado ahora que estás fuera del caso. Ya no tienes que tratar
conmigo.
—Excepto que tenemos algo pendiente.
Él estaba tan cerca de Carly, que ella no tenía dónde escapar, a no ser que volara
a sus brazos. Pero de ese modo podía acabar con el corazón destrozado.
—Es demasiado tarde. Son más de las doce de la noche, y tú deberías marcharte.
Ya no tengo que escucharte.
—Como si me hubieras escuchado alguna vez. Y por si no te has dado cuenta,
todavía estoy aquí.
Ella se daba cuenta de eso. Era por ello que todo su ser vibraba con una
intensidad febril; por su cercanía.
—Si has venido a buscar tus cosas, ya las he enviado a la oficina de la fiscal.
—No. He venido a buscar una explicación. Creo que me la debes.
—Lo único que te debo son cincuenta centavos por el caramelo que me
compraste en la comisaría esa noche. ¿Te acuerdas? Fue después de que Niles le
dijera al periodista que haber usado los servicios de Creaciones Carly había sido el
error más grande de su vida, y justo antes de que me encerrases en la sala de los
testigos.
—Entonces, págame.
Carly metió la mano en el bolsillo de su camiseta.
—Lo siento. Me he dejado la cartera en el otro pijama.
—Entonces dame otra cosa en su lugar.
El corazón de Carly latía aceleradamente. ¿Se trataba de una proposición
indecente? Tal vez estuviera más guapa de lo que pensaba con su pijama de
franela.
—Información —continuó él antes de que ella pudiera rechazarlo—. Dime por
qué me has quitado del caso.
—¿Por falta de fondos, insolvencia temporal? ¿Te vale esa respuesta?
—N o .
—Tal vez para asegurarme de que tuvieras suficiente tiempo para hacer las
maletas para marcharte a Washington.
Ella no quería sentirse intimidada por su altura, ni por su pistola, ni por esa
expresión tan sexy. Mucho menos le iba a contar el verdadero motivo de que lo
hubiera quitado de su cocina.
—¿O querías vengarte? ¿Es eso, Carly? Una venganza para el policía malo.
Ella se quedó con la boca abierta.
—¿Venganza? No puedo permitirme esos lujos. Estoy demasiado ocupada en
limpiar y ordenar el lío que has provocado en mi vida.
Él se inclinó hacia adelante y apoyó una mano en la pared.
—Me necesitas. Y para algo más que para que te ayude en la cocina. Puede ser que no
valores tu vida, pero yo sí — Jack la miró—. Y la fiscal del distrito también la valora, y el
resto de los profesionales que han trabajado en el caso. No permitas que tu obstinado
orgullo se mezcle en lo que es mejor para ti.
—¿Mi obstinado orgullo? No soy yo quien despierta a la gente en medio de la noche
para discutir acerca del desempeño de su trabajo —ella lo empujó, sin éxito—. Y para tu
información, tú no eres lo mejor que me ha pasado. Desde que te he conocido mi vida ha
ido de mal en peor. No quiero vivir sin amigos, sin sueños, y sin libertad —ella empujó
más fuerte, pero él no cedió.
—¡Tonterías! No valen nada, si tú no estás viva para disfrutar de ellas. ¿Es que soy
tan monstruo controlador que no puedes aguantarme unos pocos días más?
—Sí —dijo ella.
Jack la sujetó por los hombros y le dijo achicando los ojos:
—Si yo soy capaz de aguantar tus gracias y tus infantiles manejos, creo que tú bien
puedes aguantar un poco de protectora supervisión.
Bueno, al menos ahora ella sabía lo que pensaba él. Infantil. Cabezona. Desprecio por
la vida.
—A lo que tú llamas supervisión protectora, yo le llamo muerte por asfixia —Carly
sintió ganas de llorar—. El asunto es que no tengo que aguantarte ya. Nunca más.
Puedo cuidarme sola, Jack. Siempre he podido cuidarme sola.
Las manos de Jack se deslizaron por sus brazos y le sujetó las muñecas contra la
pared.
—Haz la prueba.
—No, gracias, Conan. Los dos sabemos que tú eres más grande que yo. Más fuerte.
Incluso más duro. Pero tú ya no puedes decirme qué tengo que hacer. Se terminó, Jack.
No te quiero.
Ella se estremeció al ver la mirada de posesión en los ojos de Jack. Sin aviso previo, la
animosidad entre ellos se transformó de pronto en un torbellino de sofocado deseo.
—Prueba que te puedes cuidar sola —le susurró él con voz ronca.
Entonces la besó apasionadamente, le soltó las muñecas y entrelazó sus dedos a los de
ella. Luego los deslizó hacia arriba, y los dejó por encima de la cabeza de ella.
Ella se entregó a él sin pensarlo, simplemente sintiendo.
Sintió la seda de su lengua en su boca, luego el peso tibio de su cuerpo, atrapándola
contra la pared.
Ella lo besó también. Mezcló su lengua con la de él en una batalla donde ninguno de
los dos podía perder. Él la recibió deseoso.
Carly se estremeció al sentir las manos de Jack, que se habían soltado de las suyas
para recorrer el contorno de su cuerpo. Los anteriores abrazos no la habían preparado
para aquella espiral de deseo, donde nada importaba sino tocarlo con sus manos y sa-
borearlo todo.
Ella gimió mientras las manos de él se movían debajo de la camisola de dormir,
acariciándole las caderas y muslos. Las manos de Jack eran tentadoras. La acarició hasta
que ella tembló en sus brazos de deseo.
Estaban de pie en medio del corredor.
Ella necesitaba recuperar el control en medio de aquella turbulencia de pasión.
Finalmente se pudo separar de su boca con un estremecimiento.
Lo miró a los ojos. De pronto se dio cuenta de que él significaba más para ella que sus
amigos, que sus sueños y su libertad. Él era algo más que una pasión de una sola noche.
Con un nudo en la garganta, Carly tragó saliva y dijo lo único que podía decir en
aquellas circunstancias:
—Adiós, Jack.
Capítulo 9
EL sol se filtraba por las cortinas de su habitación. Carly acababa de despertarse
de un sueño en el que Jack Brannigan fumaba un cigarro y cantaba «Qué será será»,
como Doris Day en una de sus películas. El significado del cigarro se lo podía
imaginar, por todo lo que había leído sobre sueños en el psicoanálisis, pero lo de Doris
Day no lo entendía. De pronto se dio cuenta de que en realidad era la música de su reloj-
despertador. Los números rojos le indicaban las nueve; se había quedado dormida.
Y en ese momento realmente comenzó la pesadilla.
Carly se levantó de la cama y se miró en el espejo. La imagen reflejada no le aseguró
que era la más hermosa sobre la tierra. Lo que le dijo fue que había hecho mal en darse
una ducha fría después de dejar los brazos de Jack. Su pelo se había secado
naturalmente y parecía que lo había metido en un enchufe. En menos de tres horas tenía
la comida más importante de su vida, la campaña de Violet Speery, un almuerzo para
cien de las personas más influyentes de Boise. Quería impresionarlos por sus artes
culinarias, no por su parecido con la novia de Frankenstein.
A pesar de su eléctrico beso, no podía culpar a Jack de aquello.
Tenía muchos motivos para culparlo. Por la ducha fría que había tenido que darse. Por
pasarse media noche en vela, recordando una y otra vez sus palabras. Por no hablar de
lo que le había costado quitar su fragancia del cuarto de estar con ambientador floral, para
no acordarse de él.
Debía de haberse pasado con el ambientador. Porque sentía una sensación extraña
en el estómago, como si se hubiera tragado una gimnasta con botines incluidos.
A no ser que Jack le hubiera contagiado la gripe. Como su último regalo, después de
tantas cosas, como la multa de tráfico, las esposas, la vichyssoise derramada, o el baño de
Margarita de Sidra.
Serían los nervios, se dijo.
Carly terminó de vestirse, se puso las lentillas y buscó los zapatos.
Miró por la ventana. Habían anunciado nieve, y aunque ella hubiera deseado que eso
fuera en otra parte de la ciudad, descubrió que todo estaba nevado, incluido su coche,
sepultado en el aparcamiento al aire libre.
Miró el cielo azul. Un avión lo atravesaba dejando una estela de humo blanco.
Cerró las cortinas mientras la gimnasta daba una triple vuelta en su estómago, y dijo:
—Adiós, Jack.
Le temblaron los labios. Si no estaba en aquel avión, estaría en el siguiente. O en el
siguiente. Nada lo iba a hacer quedarse en Boise.
Y menos ella. Decirle adiós había sido lo mejor, y lo más duro que jamás había hecho.
Había hecho bien. Sentía ganas de llorar, pero llorar a Jack no iba a ayudar a preparar
la comida para la campaña, ni le iba a dejar dinero mágicamente en el bolsillo.
—¡Ted! —gritó ella—. Es hora de levantarse —dijo abriendo la puerta.
El pitido de su teléfono móvil despertó a Jack. Se puso erguido rápidamente. Tenía las
piernas entumecidas de haber estado en el asiento delantero de su pequeño coche toda
la noche. A la luz del día, la vigilancia de los Apartamentos Prestige no parecía tener
sentido. Y todo porque al salir del edificio aquella noche había visto a un hombre
que parecía sospechoso, como Stanley la noche que había aparecido allí desnudo.
Jack flexionó las piernas heladas, ignorando el segundo pitido de su teléfono móvil.
Pero el dolor muscular no era nada comparado con la actitud de Carly la noche antes,
que le había cerrado la puerta en la cara.
Él se había quedado de pie, rígido en medio del pasillo vacío, sintiendo que sus
instintos de supervivencia le decían que debía irse de allí. Oficialmente él estaba fuera
del caso. Era un hombre libre, que no tenía la presión del deber, ni tenía que ayudarla en
las tareas de la cocina. Podía volver a su apartamento, meter algunas cosas en una
maleta y subirse a un avión hacia Washington sin remordimientos.
Por otra parte, Carly necesitaba protección. Su protección. Antes de que él hiciera
algo que lamentasen luego los dos. Como hacerle el amor en medio del pasillo.
Jack gimió. Nunca había perdido el control de ese modo. En la cocina de los Winsett
había estado a punto. Pero algo lo había detenido, y había evitado que hiciera algo tonto.
Como hacer el amor con una mujer que se ponía para dormir una camiseta con dibujos
animados estampados.
Al recordarlo se le avivaba el deseo. ¡Aquellas piernas largas y desnudas! ¡Esos
labios rojos! ¡Ese pelo castaño cayéndole en los ojos! ¡Y había reaccionado de forma
increíble a sus caricias!
El solo pensarlo lo llenaba de deseo por ella. Necesitaba una copa, o una ducha fría.
Ella no lo quería. Lo había demostrado apartándolo del caso. Bien. Arrivederci, baby.
De ahora en adelante, Carly Westin se las arreglaría sola.
El teléfono volvió a sonar. Él lo descolgó.
—Brannigan —escuchó una voz áspera—. Soy Ted Simmons. Tengo un grave
problema.
Jack se inclinó sobre el reposacabezas del coche.
—Sí, lo sé. Se llama Carly. Es toda ella un problema. Te deseo suerte, Ted. Te
hará falta.
—Bueno, el asunto es, Brannigan, que necesito más que suerte ahora. He oído
que esta testigo te ha dado problemas también, así que quería pedirte consejo.
Jack sonrió de mala gana. Ted habría recibido una buena dosis de locuras de
Carly aquella mañana. Y como si eso fuera poco, tenía aquellos ojos azules, capaces
de derretir cualquier razón que un hombre pudiera dar.
Pero Ted tenía cuarenta años de matrimonio a sus espaldas. Seguramente no
necesitaba consejos acerca de las mujeres, y menos de un solterón.
—No la pierdas de vista. Es muy inteligente, y siempre hace lo que quiere.
—Es demasiado tarde ya para eso. Se ha ido.
—Quería esperar a que todo estuviera listo aquí para declararte mis intenciones,
pero como dice mi profesor, el amor no es siempre cómodo.
Realmente no la tranquilizaba que citara las palabras de un asesino. Y menos que Elliot
hubiera escrito aquellas cartas, que decían que iba a ponerse azul la cocinera y que ella y
la muerte tenían una cita.
Carly se tragó un grito al ver que Elliot se acercaba con el arma apuntando.
—Es cierto, querida. Te he amado desde siempre. Te he adorado. Ahora no hay nada
que se interponga entre nosotros —dijo Elliot.
Excepto aquella pistola en sus manos.
—Debiste decirme algo antes, Elliot. Podríamos haber hablado de ello —dijo ella.
—No quería hablar de ello. Quería que me necesitases. Muchas mujeres buscan
protección en un hombre. Pensé que si te asustabas correrías a mis brazos. Pero entonces
apareció tu primo Jack.
Jack. ¡Cuánto hubiera dado por que estuviera allí! Escupiendo sus normas y
empuñando su arma, para protegerla de Elliot y de las ratas que anduvieran por allí.
—Él no es tu primo, ¿verdad?
—Bueno... Técnicamente, no —Carly respiró hondo—. Jack es mi guardaespaldas. Me
lo asignaron cuando empecé a recibir aquellas cartas. No quiero que te haga daño
cuando te encuentre aquí. Así que será mejor que me dejes marchar.
—Él es algo más que tu guardaespaldas —dijo Elliot, ignorando sus palabras—. Os
he visto besaros en el corredor anoche.
Ella tragó saliva.
—Le estaba diciendo adiós.
—Por favor, no me mientas, querida —dijo Elliot negando con la cabeza—. Ésa no es
forma de empezar nuestra vida juntos. Sólo empeorará las cosas.
¿Peor? ¿Podían empeorar más? Pensó en el arma apuntándola. En la comida de la
campaña, en que Ted no podía caminar si no lo ayudaban. Mejor no pensar más.
—Pero es cierto que Jack se fue. Mejor así —dijo ella.
—Jack no se fue. Se sentó en su coche y se quedó allí toda la noche frente al edificio —
dijo Elliot enfurruñado.
—¿Sí? —dijo Carly sorprendida y aliviada.
Era una esperanza, si bien Elliot podía haberse equivocado.
Y Carly se aferró a ella con todas sus fuerzas, esperando poder escapar incluso antes
de que él fuera a rescatarla y tuviera la oportunidad de decirle que se lo había advertido.
—¿Qué hay entre vosotros dos? —preguntó Elliot.
«Estupendo. Un loco celoso», pensó Carly.
—Nada —contestó ella
—Me gustaría creerte, pero me siento muy herido por tu devaneo con Jack. Tenemos
que reconstruir nuestra confianza. Si leyeras el libro del profesor Winnifield, aprenderías
que la confianza es la primera de las condiciones del verdadero amor —tocó el gatillo de
su revólver—. Y créeme, Carly, si estás enamorada de Jack, me veré obligado a hacer algo
de lo que ambos nos arrepentiremos.
Capítulo 10
—¿ENAMORADA de Jack Brannigan? —Carly negó con la cabeza
vehementemente—. Eso es una locura. Quiero decir que la sola idea es una locura. Jack y
yo somos como el aceite y el agua juntos. No podemos mezclarnos.
Elliot la miró escéptico.
—¿No crees que es atractivo? —le preguntó Elliot.
—Bueno, sí... quiero decir, no está mal. Es atractivo, tiene hombros anchos, unos ojos
grises seductores, y una cara atractiva también, si eso es lo que buscas en un hombre...
—¿Y tú no buscas eso en un hombre? —la desafió Elliot, aferrándose nerviosamente al
arma.
—Bueno, hay docenas de hombres altos, morenos y atractivos. Tú eres un hombre con
inteligencia, con estilo, con estabilidad. Un hombre... —continuó Carly— ...que es
capaz de ver el potencial en un sitio como éste —Carly hizo un gesto abarcando la habita-
ción—. A la luz de una vela... esto puede ser un romántico paraíso.
—¿Estás segura? El corredor del edificio te pareció bastante romántico la otra
noche. ¿O es que estabas tan inmersa en el beso de Jack que no te diste cuenta de
lo que te rodeaba?
Le costaba mentirle a su vecino, sobre todo porque él había presenciado por el
ojo de la cerradura aquel beso en el que había estado a punto de derretirse en
brazos de Jack.
—¿A eso le llamas beso? Me estremezco de sólo pensarlo. Todo húmedo. Fue un
beso rápido, un beso amistoso, nada más.
—Ese besito amistoso duró diez minutos —Elliot no parecía convencerse. Más
bien parecía celoso.
Era mejor cambiar de plan.
—¡Ah! —gritó ella, poniéndose una mano en los ojos y doblándose sobre su
cintura.
Gimió de dolor como para hacerle creer que necesitaba asistencia médica
urgente, o al menos que necesitaba que le dejara de hacer preguntas.
Él se quedó imperturbable, sin sentirse conmovido aparentemente por su
supuesta agonía.
—No me conmueve tu fingido ataque de malestar por las lentillas.
—Tengo mucho dolor, Elliot. Por el polvo. Mis ojos son muy sensibles,
realmente.
Él negó con la cabeza disgustado.
—Te he visto hacer esto hace seis meses, cuando intentaste que el chico de la tele
por cable te conectara los canales sin pagar.
Al parecer tampoco le servía ese plan.
Sin una palabra, pasó un dedo por su cuello hasta llegar a su barbilla. Ella lo
miró turbada.
—¿Así que crees que doy besos sin importancia?
—¿Qué? —preguntó ella.
La mano de Jack se deslizó por su hombro y se posó sobre su nuca.
—Has dicho que mis besos eran húmedos e inconsistentes. Eso has dicho.
—¿Has oído eso?
—Eso y mucho más —respondió él—. Se te escuchaba muy bien con la puerta
cerrada —Jack la acercó a él.
Ella quería que él la estrechara en sus brazos, que la consolase. Que la
tranquilizara. Pero él la mantuvo a centímetros de distancia, seduciéndola con la
mirada.
—No puedo creer que me hayas tenido sudando la gota gorda y que me hayas
dejado en manos de un aspirante a asesino para poner la oreja detrás de la puerta —
dijo ella—. ¡Para protegerte tú! ¿Qué diablos estabas esperando? ¿Una invitación
de Elliot? —preguntó ella, ignorando el peligroso brillo en los ojos de Jack—. ¿O que
hiciera una reseña de tu interpretación en el corredor la pasada noche?
—Tal vez sólo necesitaba un poco de tiempo para recuperarme del
descubrimiento de que el ataque de tus lentillas el primer día de mi trabajo era
sólo una farsa —dijo él en un tono profundo y peligroso—. Una maniobra para
hacer que yo te ayudase en tu negocio de comidas.
—¿Necesitabas tiempo? ¡El muchacho me tuvo encañonada tanto tiempo que
te podría haber salido barba! Tal vez te hayas pasado el tiempo preguntándote si
una mujer tan infantil y despreocupada... y cabezona como yo, merecía que la
rescatasen. Tal vez querías hacerme pagar las consecuencias de haber roto cada
una de tus reglas —Carly suspiró—. ¿Cuánto tiempo has estado ahí fuera?
—El suficiente tiempo como para ver que eres muy valiente. E inteligente. El
tiempo suficiente como para saber que no puedo vivir sin ti.
Su afirmación inesperada borró de un plumazo la irritación de Carly.
—¿Te has golpeado la cabeza en el cemento cuando derribaste a Elliot?
—No. Pero le pegué a Elliot más de lo necesario —él le dio besitos en la nariz—.
Fue estupendo. Tanto como tú. —Carly suspiró cuando él la estrechó en sus
brazos—. No puedo creer que haya estado a punto de perderte —murmuró él
entre los rizos de ella—. De no haber sido por el rastro de olor a clavo, habría
buscado por todo Boise, habría removido ladrillo a ladrillo para encontrarte —Jack
la abrazó más fuertemente. Le besó la oreja y su lóbulo.
—Te amo, Jack —le susurró ella rozando su mejilla sin afeitar—. Tal vez sea
una locura, pero te amo con todo mi corazón. Aunque seamos completamente
diferentes.
—¿Cortezas de cerdo y paté? —él le sonrió picaramente.
—Exactamente — Carly le dibujó los labios con el dedo—. Pero estoy segura de
que nos podemos adaptar. Tú ya sabes que yo no puedo obedecer órdenes y yo sé
que tú eres un auténtico desastre en la cocina. Aunque no importa demasiado. La
fiscal del distrito va a querer matarme por no haber preparado la comida de hoy.
No va a volver a contratarme y no va a recomendar mis servicios a ninguno de sus
compañeros de partido. Y puedo darme por contenta si no me demanda por no
haber cumplido con el contrato.
—Carly...
—¿Qué, Jack?
—Cállate y bésame —le ordenó Jack, bajando la cabeza para que ella pudiera
besarlo.
Su boca estaba tibia y hambrienta. Él la besó apasionadamente y gimió de
placer. Ella lo rodeó con sus brazos. Sentía que su cuerpo se ablandaba con aquel
amor hacia él. Abrió la boca para sentir el calor de la lengua de él.
Las manos de Jack se deslizaron hacia arriba y hacia abajo, por sus caderas,
apretándola contra su cuerpo.
Carly sintió entonces el inmenso placer de sentirse libre y a salvo.
—Quiero hacerte el amor —le dijo él con voz ronca— . Pero estamos de pie en
este maldito sótano todavía.
—Lo sé. Debemos dejar de encontrarnos de este modo.
Jack gimió y dijo:
—Tengo una solución. Pero para eso tienes que seguir una última orden —
entrelazó sus dedos a los de ella y le dio un beso en la palma—. Y debes obedecer
sin cuestionar nada.
La sensación de la boca de él en su piel no la dejaba pensar, ni respirar.
—Eso es pedir demasiado.
—Más de lo que te imaginas —la miró a los ojos—. Cásate conmigo, Carly.
Ella le sonrió y lo abrazó fuerte.
—Sí, Jack.
Después de un beso largo y profundo, él murmuró:
—Puedo acostumbrarme a esto.
Ella se rió de felicidad y le acarició los hombros.
—¿Acostumbrarte a qué? ¿A mi obediencia o a mi pasión en lugares poco
corrientes?
—A tenerte en mis brazos —contestó él, y la estrechó más para demostrarle lo
que quería decir.
—Jack —dijo ella casi sin aliento—. ¿Sabes lo que quiere decir esto? Puedo
olvidarme de hacer comidas para Boise y empezar de nuevo en Washington. ¡Pien-
sa en todas las oportunidades que nos esperan!
—Créeme que sí —dijo él susurrando, y besándola en el cuello, y en el hombro—
. Oportunidades ilimitadas. Pienso aprovecharme de cada una de ellas.
Ella suspiró.
—Con ese entusiasmo vamos a poder hacer alta cocina —ella arqueó una ceja y
le dijo—: ¿Estás dispuesto a hacer el trabajo, agente Brannigan?
—No veo la hora de demostrártelo —le dijo él abrazándola más.
Antes de que hubieran podido darse cuenta, Ted bajó las escaleras de cemento
ruidosamente, con un oficial de policía a cada lado.
Carly estuvo a punto de reírse al ver que Jack se sonrojaba mientras se soltaba y
la hacía moverse hacia la zona iluminada.
—Ya era hora de que aparecieras —le dijo Jack—. Aquí hay un hombre que
necesita asistencia médica y un tiempo en prisión.
Ted se quejó de dolor pasándose la mano por la espalda.
—No hemos podido venir antes porque nos hemos quedado encerrados en ese
maldito ascensor —Ted miró con curiosidad el decorado del sótano—. ¿Qué
diablos ha pasado aquí?
Carly se rió pícaramente.
—Simplemente que Jack y yo nos hemos comprometido —dijo Carly.
Epílogo
JACK sabía que el matrimonio con Carly no sería fácil. Pero estaba dispuesto a
llevarlo con entereza. Al menos, hasta que sus tres hermanos entraron en la
antesala de la capilla de Willow Grove, con sus trajes de esmoquin negros y gesto
amenazante. Cerraron la puerta tras de ellos y miraron a Jack con frialdad y
distancia.
—Mira, Brannigan —gruñó uno de los osos, al que ella llamaba Nicky—. Vamos
a ser claros contigo. Casarte con nuestra hermana no es para medrosos.
Brad y Bret se acercaron a su hermano Nicky. Sus enormes biceps se rozaban.
—Es cierto —dijo Brad—. No necesitamos ni queremos a un cobarde en nuestra
familia.
—Sobre todo un absoluto extraño que piensa llevarse a nuestra niña tan lejos —
agregó Bred.
Los tres formaron una barricada impenetrable contra la puerta.
Jack suspiró irritado. No podían ser más inoportunos. Iba a casarse con Carly
en diez minutos. Y era una cita que no tenía intención de perderse. Aunque aquella
confrontación prenupcial no lo había tomado completamente por sorpresa. Desde que
Carly y él habían llegado a Willow Grove hacía cuatro días para celebrar la boda, sus
hermanos habían dejado muy claro que ellos no confiaban en el novio de su hermana.
—Yo sólo quiero hacer feliz a Carly —dijo Jack.
—Eso es lo que queremos nosotros también —dijo Nick—. Sólo que no estamos seguros
de que tú seas el hombre que puede hacerla feliz —agregó con tono desafiante.
Jack miró a sus futuros cuñados, tratando de comprender la situación. Eran tres contra
uno. Pero él pelearía igual. Carly seguramente no querría una disputa familiar en el día
de su boda, pero él no iba a dejar que esos tres valentones la apartasen de su vida. Y
menos después de todo lo que había tenido que pasar para llegar hasta aquello.
—Supongo que necesito probároslo —dijo él serenamente, quitándose la chaqueta de
su traje, y doblándola en una silla.
—Buena idea —contestó Bret, quitándose su chaqueta y aflojándose la corbata—. Esto
nos dará la oportunidad de ver de qué estás hecho, Brannigan.
Jack se desabrochó sus gemelos y se arremangó las mangas de su camisa blanca.
—¿Vamos fuera, muchachos, o queréis que Carly nos encuentre aquí?
Brad dijo:
—No, por supuesto que no.
—Si no se lo decimos, no tiene por qué enterarse.
Jack se cruzó de brazos, esperando a que su oponente le dijera que estaba listo. Tenía
que darles crédito a los Westin; obviamente iban a enfrentarse a él uno a uno. Al menos
peleaban limpio.
—¿Ves esto? —le preguntó Bret, caminando hacia Jack con el puño en el aire.
Jack se quedó de pie, con las piernas abiertas. Dejaría que Bret le diera el primer
puñetazo por el bien de la armonía familiar. Jack no podía culparlos por querer
proteger a una persona tan valiosa como Carly.
Bret le señaló una cicatriz en su brazo.
—Esto es de una vez que Carly decidió hacer flotar un barril en Bannock Creek, el
día que cumplía diez años. Cuando fui detrás de ella, me abrí desde el codo hasta la
muñeca con un coche oxidado que había debajo del agua. Diez puntos me tuvieron
que poner.
—Muéstrale tu rodilla —dijo Brad.
Bret se levantó los pantalones del esmoquin para mostrarle una cicatriz en medio de
su pierna peluda.
—Esto fue lo que pasó cuando ella me dijo que explorásemos una cueva abandonada
una tarde de verano cuando tenía once años. Pasé por encima de una pala de un minero
y aterricé en una hoguera que ella había construido para ahuyentar a los murciélagos —se
masajeó la piel desnuda con los dedos—. Injerto de piel.
—Eso no es nada —dijo Nick, inclinando la cabeza y apartándose el pelo de la
cabeza—. ¿Ves esto? Carly me golpeó con el palo de una escoba cuando entré una noche
en la casa, después del toque de queda. Oyó un ruido y pensó que era un asesino en serie.
—Se olvidó de ponerse las gafas —aclaró Bret.
—Podía ver lo suficiente como para dar en el blanco y que me diera una conmoción
cerebral —Nick se frotó la vieja herida con los dedos—. Durante tres meses vi doble
después de aquello.
—¿Y qué me dices de aquella vez que se subió al sauce? —dijo Brad.
Jack sonrió al recordarlo.
—Conozco esa anécdota
Nick resopló.
—¿Te dijo que tomó fotos del momento en que vinieron a rescatarnos los
bomberos, que luego se las vendió al periódico de Willow Grove por dos dólares
cada una?
—Quería comprarse un libro de cocina —le informó Brad.
Bret se puso la mano en el estómago y dijo:
—¡No me hagáis acordar de aquella vez que Carly hizo una quiche!
—Con aquellas raíces que encontró en el Estanque de Wilkin... —agregó Nick.
—Nos intoxicamos —dijo Brad—. Los tres.
—Sí, los tres estuvimos en el hospital de Willow Grove para que nos hicieran
un lavado de estómago —dijo Bret.
—Fue durante la única aparición del equipo del instituto de Willow Grove en
los desempates de la liga de fútbol del Estado —dijo Brad con nostalgia—. Los tres
ocupábamos posiciones de ataque. Nos dedicaron el partido nuestros
compañeros...
Jack se bajó las mangas y se abrochó los gemelos cuando oyó los acordes del
órgano. Tal vez no estuviera tan mal entrar en la familia Westin casándose con
un miembro de ella. Se reunían para el Día de Acción de Gracias y para Navidad y
comparaban las heridas de guerra.
—Así que te lo advertimos, Brannigan —dijo Nick—. Si te casas con Carly,
esperamos que te quedes a su lado en lo bueno y en lo malo.
—Y habrá mucho malo —le advirtió Brad—. Así que es mejor que te lo pienses
largo y tendido antes de hacer ninguna promesa que no puedas mantener.
—Porque, aunque por su culpa nos hayamos roto muchos huesos, no dejaremos
que ningún hombre le rompa el corazón —dijo Nicky.
Jack se arregló el cuello de su camisa y los miró de frente.
¿Cómo podía decir con palabras cuánto la quería? El orgullo que había sentido
cuando Carly había declarado en el caso de Winnifíeld. La intimidad que habían
compartido. La alegría que ella había brindado a su vida. ¡Cuánto se había
divertido cuando ella lo había llevado a rastras a la inauguración de la crepería de
Willow Grove donde Alma y Stanley celebraban su reconciliación! ¡Stanley estaba
sorprendentemente sobrio! ¿Cómo podía explicarles que Carly simplemente hacía
que su vida estuviera completa?
—No puedo predecir el futuro —comenzó a decir— . Pero sé que amo a Carly
más que a mi vida. Así que la enfrentaremos juntos. Nos acompañaremos en cada
uno de los pasos de este largo camino.
—¿Eso es todo? —preguntó el hermano más corpulento.
Jack miró a los tres con ojo crítico. Cada uno de ellos mostraba al menos una
cicatriz como prueba de lo mucho que amaban a su hermana, con quien él pensaba
casarse. Ellos necesitaban la prueba de que él sería capaz de afrontar cualquier
cosa que ella pudiera depararle.
—He recibido entrenamiento para la supervivencia en Quantico. —Los
hermanos de Carly no parecieron sentirse impresionados por su afirmación—.
Tengo una gran tolerancia al dolor, excepcional diría yo. —Bret alzó una ceja
excépticamente—. He vivido con Carly y no obstante deseo casarme con ella.
—¿Qué quieres decir con que has vivido con ella? —gruñó Nicky.
Jack se dio cuenta de pronto de que Carly no le había contado a su familia todo
lo ocurrido en Boise.
—Yo era su guardaespaldas.
Bret se rió fuerte.
—Eso sí que es bueno, Brannigan.
—Es la verdad.
—¿De verdad has estado con Carly? ¿En el mismo apartamento? —preguntó
Brad sorprendido.
—Han sido las semanas más largas y duras de mi vida —respondió Jack con una
sonrisa pícara.
—Y todavía está vivo —dijo Bret—. ¡Ey, Nick! Tal vez sea el hombre adecuado
para Carly.
El órgano tocó la marcha nupcial. Los invitados se pusieron de pie para ver a la
novia en su paso hacia el altar.
Jack se quedó sin aliento al ver a Carly, resplandeciente con su traje de novia
blanco que realzaba la figura delgada y elegante. Sus ojos azules brillaban de amor al
dar el primer paso por la alfombra hacia el altar.
Inconsciente de los murmullos de la gente y de los ruidosos sollozos de Alma
en el ramo de novia, Jack caminó hacia la hermosa novia para encontrarla a mitad
de camino.
Como pensaba hacer el resto de su vida, poner de su parte para hacer juntos el
camino.
Fin