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CARTA EN MI CUADERNO
UN TROCITO DE CRIMEA
– Arruinar más aún a la clase pobre y ellos ¡otra vez a darse la gran
vida!
– Silencio —
Mi defensor:
—¡La veo valiente, madamita! ¿Acaso en estos tiempos se
confiesan cosas así? Ahora, de puro miedo, cualquiera estaría
contento de enterrar con sus propias manos ya no digamos su casa
y su dinero, ¡hasta a sí mismo!
Yo:
—¿Por qué con sus propias manos? Llegado el momento —
habrá quien lo entierre. Por lo demás, también antes pasaba: los
autoenterradores: se autoenterraban en vida — para la salvación de
su alma. Y ahora para la salvación de su cuerpo.
Mi defensor:
—¿Entonces su esposo no está con la gente sencilla?
Yo:
—No, está con la gente toda.
Mi defensor:
—No me queda muy claro.
Yo:
—Como Cristo lo ordenó: no existen pobres ni ricos: existe la
humanidad y en todos está Cristo.
Mi defensor, con alegría:
—¡Justo! ¡Así es! Tú no tienes la culpa de tu riqueza, ni tienes la
culpa de tu bajeza… (Con cierto recelo:)… Y usted, señorita, ¿no irá
a resultarnos bolchevique?
Otro:
—¡Bolchevique! ¡Pero si tiene su propia casa!
El primero:
—No estés tan seguro, entre ellos muchos son de la clase
instruida, — también hay nobles y comerciantes. Se hacen
bolcheviques sobre todo los señores. (Me observa, vacila:) Y
además lleva el cabello corto.
Yo:
—Es la moda[b].
De repente se estremece, más bien, arremete, un marinero:
—Sus reflexiones, compañeros, no van bien encaminadas, hay
un elemento inconsciente. ¡Justo esas personas instruidas, esos
nobles, esos malditos Junkers no son los que han inundado Moscú
de sangre! ¡Vampiros! ¡Canallas! (A mí:) Y a usted, camarada, un
consejo: menos Cristos y menos dachas en Crimea. Esa época ya
pasó.
Mi defensor, asustado:
—¿No ve qué joven es?… Qué dacha puede tener, — ha de ser
una casucha sobre tres palos, como la que tengo yo en la aldea…
(Conciliador:) Hasta sus botines están bien gastaditos…
Alia (4 años).
—¡Marina, sabes, Pushkin no lo dijo bien! Él dijo:
Aquella misma mañana partimos. No fui la única que tuvo esa idea.
Los campesinos.
Sesenta isbas — una sola cantinela:
—No, no, no tenemos nada, vender — no vendemos y canjear —
no canjeamos. Lo que teníamos — nos lo quitaron los camaradas.
Dios quiera que al menos quedemos con vida.
– Pero yo no me llevo nada sin pagar ni les voy a pagar con
dinero soviético. Tengo cerillas, jabón, percal…
¡Percal! ¡Una palabra mágica! ¡La primera (¡la serpiente viene
después!) pasión de nuestra antepasada Eva! Los ojos se
encienden, las frentes se aclaran, los brazos se extienden. Ni las
bisabuelas desentonan, salpicaduras de bocas desdentadas:
«¡Percal! ¡un poquito! ¡para mi sudario!».
Y yo, en un asfixiante cerco de: abuelas, bisabuelas, mozuelas,
zagalas, damiselas y mocosuelas, arrodillada ante la cesta —
escarbo. La cesta es minúscula, yo — quedo totalmente a la vista.
—¿El jabón es perfumado? ¿Y del ordinario no tienes? ¿A
cuánto las cerillas? ¿El percal es resistente? ¡Manka, eh Manka, no
te iría mal para una blusa! ¿Cuántas arshinas dices? ¡Di-ez! ¡No
llega ni a ocho!
Lo palpan, lo huelen, lo estiran, lo alisan y, si te descuidas —
hasta lo prueban con los dientes.
Y de pronto una de ellas estalla:
—¡El color! ¡El color! Es idéntico al que Katka[21] compró la
semana pasada para una falda. También lo vendía una de Moscú.
Sempiterno – ¡y parecía seda! Los mismos pliegues y frunces…
Mamita, eh, mamita, ¿lo compramos? A ver, marchanta, ¿a cuánto
das la arshina?
—No lo vendo por dinero.
—¿No lo ve-endes? ¿Cómo que no lo vendes?
—Así, ustedes saben que el dinero no vale nada.
—¿Qué sabemos nosotras? Nuestra vida es de ignorancia. Otra
que también vino de Moscú nos contó que a vosotros allá las cosas
os van muy bien.
—Vayan — y vean.
(Silencio. Miradas de reojo al percal. Suspiros).
—¿Qué necesitas?
—Mijo, manteca.
—¿Man-te-ca? No, aquí no hay manteca. ¡Como si nosotros
tuviéramos manteca! Comemos a palo seco. ¿No querrás un poco
de miel?
(Visión relámpago de mí misma anegada en una miel que se
desparrama, y debido a esta visión – ¡mi casi furia!).
—No, lo que quiero es manteca — o mijo.
—Y si fuera mijo, ¿cuánto quieres por el percal? (Por cierto, no
es percal, es una sempiterna rosada, rara y preciosa, obtenida
gracias a las tarjetas de racionamiento).
Yo, de golpe intimidada: medio pud. (Me habían aconsejado –
¡tres!).
—¿Me-dio-pu-ud? ¡Qué precio es ése! ¿Es de seda tu percal, o
qué? Lo único que tiene bonito es el color. Y mira, destiñe, con el
agua perderá el color.
—¿Cuánto me dan?
—Tuya la mercancía — tuyo el precio.
—Ya lo he dicho: medio pud.
Reflujo. Cuchicheos…
Observo la isba. Todo es bruno, como de bronce: los techos, los
suelos, los bancos, los cacharros, las mesas. Nada sobra, todo es
eterno. Los bancos parecen en la pared enraizados, o más bien —
brotados. Y hasta los rostros armonizan: ¡brunos! ¡Y el ámbar en el
cuello! ¡Y los cuellos! Y con toda esta brunicidad de fondo — el
último jirón azul de un Veranillo que ha llegado tarde. (¡Cruel
palabra!).
La suegra, en libertad:
—Marina Ivánovna, ¿por qué tanto amor con ella? ¿No le habrá
dado su dirección a esa miserable?
—¡Por supuesto que sí! ¡Plaza del demonio, pasaje de los
diablos! ¡A buscar el viento al campo!
(Nos reímos).
El camino.
Nos reímos, pero no mucho. Hasta la estación — tres verstas. La
cesta cuadrada me va golpeando las piernas, y siento que las
manos — tocan las rodillas. Rechazo la ayuda de N – ¡entre tantos
sacos ni se ve! Un camello con tres gibas.
Camino — rechino. Rechina también la cesta — derecha: un
chirrido aborrecible a cada paso. Casi un pud. ¡Con tal que no se
desprenda el asa! (Oh, qué estupidez: ¡con cestas — por harina!
Esa harina que sólo rima con una cosa: ¡saco! En estas cestas está
– ¡la inteliguentsia rusa!). Debo pensar en algo distinto. Debo
entender que todo esto no es más que un sueño. Y como en el
sueño todo es al revés, entonces… Sí, pero el sueño también
depara sorpresas: el asa puede desprenderse… junto con la mano.
O: en la cesta en vez de harina puede haber… no, algo peor que
arena: ¡las obras completas de Steklov! Y no hay derecho a
indignarse: es un sueño. (¿Será por eso que me indigno tan poco en
la Revolución?).
—¡Que espere le estoy diciendo! ¡Su saco tiene un agujero!
Las cestas al suelo. Acudo al llamado. En medio del camino,
encima del saco, como encima de un cadáver, la casamentera.
Levanta su cara roja, horrible, como desollada.
—¿No tendrá por ahí un imperdible? ¡Cuántas agujas habré
perdido cosiendo para su tía!
Lo saco, se lo doy: grande, masculino, seguro. Remachamos,
como podemos el saco que pérfido riega su contenido. La suegra se
lamenta:
—Y la aguja tenía hilo, la preparé a propósito. ¡Mi corazón lo
presentía! (Al saco:) — ¡Ay de ti traidor, traidor miserable! Me puse a
despedirme de la bribona aquella, y se ve que me distraje y la
saqué. ¡Más habría valido, con esta misma aguja, secarle los ojos a
esa arpía!
—¡Mañana, mañana, mamita! — la apremia Kolka – ¡ahora hay
que llegar al tren!
Cargamos, partimos.
La estación.
La estación. Gris y ondulante. La tierra — como el cielo en los
cuadros de batallas. Aun a lo lejos me asusto, tomo a mi compañero
del brazo.
—¡¿Qué es?!
N, forzando una sonrisa:
—Es la gente, Marina Ivánovna, está esperando subir.
Nos acercamos: túmulos y cúmulos de sacos, en los intervalos:
duelos, suspiros, pañuelos. Casi no hay hombres: la cotidianidad de
la Revolución, como cualquier otra, pesa sobre las mujeres: antaño
— los haces, ahora — los sacos. (La cotidianidad es un saco:
agujereado. Y pese a todo lo cargas).
Rostros desconfiados se vuelven hacia nosotros.
—¡Señores!
—¡Han devorado Moscú, y ahora quieren devorar la aldea!
—¡Han desvalijado a los campesinos!
Yo — a N:
—¡Apartémonos!
Él, riendo:
—¡Qué dice, Marina Ivánovna, si esto no es nada!
Sudor frío ante la conciencia de su razón — y mi sinrazón.
El embarco.
El tren. — Al mismo tiempo, como salidos de la tierra: doce con
fusiles. ¡Son los nuestros! Llegaron en el último instante para
embarcarnos. El corazón me da un vuelco: ¡Razin!
—¿Qué, camarada, acaso tuvo miedo? ¡No pasa nada! ¡Nos
embarcaremos!
No hay esperanza, ni siquiera me muevo. No son vagones —
son montones. Y al encuentro de estos montones-vagones —
vociferantes, indignantes, implorantes y profirientes — los montones
de los andenes.
—¡Han aplastado a un niño! ¡A un ni-ño! Un ni —
La ola acostada — se alza. La horizontal se hace — una vertical
decidida y enloquecida. Se trepan. Se introducen. Arrojan. Se
arrojan.
Yo — a través de todos — a Razin:
—¿Y ahora? ¿Eh?
—¡Dará tiempo, señorita! ¡No se preocupe! ¡Ahora nos
encargaremos de ellos!
—¡A retroceder, muchachos, o dispararemos!
Como respuesta, el bramido de la muchedumbre, un chasquido
en el aire, un golpe en la espalda, no sé dónde, no sé qué. Los ojos
se me salen de las órbitas, un despegue…
—¿Qué es eso, eh? ¿Qué clase de pájaros — pífanos? ¿A golpe
de bayonetas? ¿Han acabado con los bienes campesinos y ahora
quieren acabar con las personas?
—Bajadlos, muchachos, y asunto terminado! ¡Que tomen un
poco el aire!
Me doy cuenta de que estoy en el tren y en marcha. (¿Estamos
todos? Imposible mirar atrás). Comprensión progresiva: estoy de
pie, una pierna está. La otra «evidentemente» también está, pero
dónde — no sé. Ya la encontraré.
Y la tormenta de voces va en aumento.
—No hay mucho que pensar. ¡La carabina los hizo subir, el
campesino los hará bajar! ¡Vaya burla! Diecisiete días esperando la
máquina ésta como si fuera el Reino de los Cielos… ¡Y esta
gente!…
PRÓLOGO
—Marina, ¡X se fue! ¡Justo después de que usted salió! Dijo que por
las noches lee tres periódicos, y además un periódico delgadito, y
que no tendrá tiempo para Guerra y paz. Que lo llame mañana al
banco, a las 9. Y también, Marina (cara dichosa) me regaló cuatro
trozos de azúcar y un trozo – ¡imagínese! – ¡de pan blanco!
Lo saca.
—¿Y dijo algo más, Áliechka?
—A ver… (Frunce las cejas). ¡Sí, sí, sí! Sa-bo-ta-je… Y también
preguntó por papá, si teníamos cartas. Y puso una cara, Marina…
con un gesto… Como si quisiera enojarse a propósito…
Un encuentro.
Corro al Comisariado. Hay que estar a las nueve, — ya son las
once: estuve haciendo cola para la leche en la Kúdrinskaia, para la
vobla[50] en la Povarskaia, para el< aceite de cáñamo en Arbat.
Delante de mí hay una dama: harapienta, delgada, con un saco.
La alcanzo. El saco es pesado, su hombro se ha ladeado, percibo la
tensión del brazo.
—Perdón, señora. ¿Necesita ayuda?
Una mirada asustada:
—No, no…
—Lo llevaré con gusto, no tema, iremos al lado
Cede. El saco es, en efecto, endiabladamente pesado.
—¿Va lejos?
—A la Butyrka. Llevo un paquete.
—¿Hace mucho está preso?
—Varios meses.
—¿No hay garantes?
—Toda Moscú — es garante, por eso no lo liberan.
—¿Joven?
—No, de edad… Quizá haya oído de él. El ex gobernador de
Moscú, D[zhunkovs]ki.
El instituto.
¿Imaginé alguna vez que tras tantas escuelas, pensiones y
liceos me meterían aún en un Instituto? Porque estoy en un Instituto,
en el que fui literalmente metida (por X).
Llego entre las once y las doce, y cada vez me da un vuelco el
corazón: el Jefe y yo tenemos las mismas costumbres
(¡ministeriales!).. Me refiero al Jefe principal, — Miller, mi jefe,
Ivánov, lo escribo con minúscula.
Una vez nos encontramos junto al guardarropa, — nada. Es
polaco: amable. Yo, por parte de mi abuela, también soy polaca.
Pero más terrible que el jefe — son los porteros. Los mismos de
antes. Al parecer, me desprecian. En todo caso, no saludan ellos, y
yo no me atrevo. Pasados los porteros, la principal inquietud: no
confundir las habitaciones. (Mi odiotismo topográfico). Me apena
preguntar, hace más de un mes que trabajo aquí. En la entrada hay
enormes ídolos-caballeros. Los han dejado porque nadie los
necesita, — salvo yo. Pero yo los necesito igual que ellos me
necesitan, porque de todos, aquí, sólo yo les soy afín. Con la mirada
imploro su protección. Desde debajo de sus viseras me responden.
Si nadie me mira, acaricio sigilosa el pie de hierro. (Son tres veces
más altos que yo).
La sala.
Entro, absurda y tímida. Con una zamarra ratonil de hombre,
como un ratón. Soy quien peor va vestida, y esto no levanta el
ánimo. Los zapatos atados con cordeles. Quizá los cordones estén
por ahí, pero… ¿para qué?
Lo principal desde el primer instante de la Revolución es
entender: ¡todo se perdió! Entonces — todo es fácil.
Me deslizo subrepticiamente. El jefe (el mío, el pequeño) desde
su sitio:
—Y bien, camarada Efrón, ¿ha estado en cola?
—En tres.
—¿Y qué daban?
—No daban nada. Daban sal.
—Sí, digamos que la sal no es azúcar.
Un montón de recortes. Los hay como sábanas y los hay de una
línea. Busco aquellos sobre la Guardia Blanca. La pluma rechina. La
estufa crepita.
—Camarada Efrón, hoy hay caballo para la comida. Le aconsejo
que se anote.
—No tengo dinero. ¿Usted se ha anotado?
—¡Cómo se le ocurre!
—Bueno, pues tomaremos té. ¿Quiere que se lo traiga?
De los Izvestia[64]:
«¡Dominar el mar — es dominar el mundo!».
(Me embelesa, como un verso).
En nuestro Narkmnats hay una iglesia casera, —de los Sologub, por
supuesto. Junto a mi sala rosada. Hace poco el «negro-blanco» y yo
entramos a escondidas. Oscuridad, resplandor, olor como de cueva.
Nos quedamos en el coro. El «negro-blanco» se persignaba, yo
sobre todo pensaba en los ancestros (¡los espectros!). En la iglesia
sólo siento ganas de rezar cuando cantan. Pero a Dios, en el
recinto, no lo siento.
El amor — y Dios. ¿Cómo los concilian? (El amor, como la fuerza
natural del que ama. Eros terrestre). Miro de reojo a mi negro-
blanco: reza, los ojos inocentes. Con esos mismos ojos inocentes,
con esos mismos labios suplicantes…
Si fuera yo creyente y amara a los varones, ambas cosas se
pelearían en mí como perros encadenados.
El padre de mi negro-blanco trabaja de portero en uno de los
espacios (palacios) donde con frecuencia está Lenin (el Kremlin). Y
mi negro-blanco, que visita con frecuencia a su padre en el trabajo,
suele ver a Lenin. — «Es tan sencillo, con su gorrita».
El negro-blanco — es de la guardia blanca, es decir, para evitar
confusión: le gusta la harina blanca, el azúcar y todos los bienes
terrenales. Y, lo que ya es más serio, es profunda y ardientemente
devota.
—Pasa frente a mí, Marina Ivánovna, y yo: «¡Buenas, Vladímir
Ilich!» — pero para mí pienso (prudente mirada insolente alrededor:)
¡Ah, tal para cual, te pegaría un tiro! ¡Basta de saquear iglesias!
(Enardeciéndose:) — Y sabe, Marina Ivánovna, sería tan sencillo,
sacaría el revólver de mi manguito y me lo despacharía… (Pausa.)
— Sólo que no sé disparar… Y fusilarían a papá…
Si mi negro cayera en unas buenas manos que supieran disparar
y supieran enseñar a disparar, y lo que es más — supieran aniquilar
sin lamentarlo – ¡ay!…
Mi ayudante.
Nuestra mesa se ha enriquecido con un nuevo colaborador
(coharaganador, sería más exacto). Un Hércules, una frambuesa
madura, llegado del Volga. Eterna y salvajemente hambriento. A la
hora de comer pide con desesperación un poco más: el plato, que
se le tiende en silencio, implora dócil y obstinado. Lo come todo.
Es hermoso: dieciocho años y de un carmín tan encendido que
abochorna sentarse junto a él: ¡un horno! Ni barba ni bigote. Tímido.
Teme moverse — sabe que devastará. Teme toser — sabe que
ensordecerá. La timidez y la dulzura de un gigante. Siento tanta
ternura por él como por un enorme ternero: vana, pues no tengo qué
ofrecerle.
La primera vez que lo vimos a la mesa — un oso de los Urales
sobre el encaje de los Izvestia —, Ivánov y yo sonreímos a un
tiempo. Qué pensó Ivánov — no sé, pero yo en ese momento supe:
«Mañana no vendré, y pasado mañana no vendré, y pasado-pasado
mañana no vendré. Haré la colada y escribiré».
No sólo tres días no vine, sino seis. Al séptimo aparecí. La mesa
limpia — ni un solo recorte: como barrida de un lengüetazo. De
Ivánov — ni rastro. El oso, con los codos separados, reina solo.
Yo, inquieta:
—¿Dónde está Ivánov? ¿Dónde los recortes?
El oso, radiante:
—¡A Ivánov no lo he visto desde aquella vez! Toda la semana he
ocupado el trono — solo.
Yo, aterrada:
—¿¡Pero y los recortes!? ¿Ha llevado el registro?
Él, beatífico:
—¿Registro? ¡todo está en la cesta! Lo intenté — la pluma es
mala, el papel pésimo, escribo — ni yo entiendo. Y me embargó un
sueño… Será por la primavera.
(Yo, para mis adentros: «¡Mientes, oso, se acerca el invierno!»).
Él continuando:
—Entonces pensé: ¡Que sea lo que tenga que ser! Los rastrillé
todos, todas esas como sábanas, y a la cesta. Por la mañana llego
— limpia. Puede que los quemara la mujer de la limpieza. Y así día
tras día. Los pequeños están a salvo, los conservé para usted.
Abro un cajón: una nube de mariposas blancas!
Y yo, seducida por un verso y ya disociada: para mis adentros:
«¡Nube de mariposas blancas! Una, dos… cuatro…».
(— ¡no! —)
e, interrumpiéndome, al «colaborador»:
—Ahora lo reorganizaremos todo… (Para mis adentros: ¡menos
las princesas imperiales!) — clasifíquelos por orden cronológico.
Él:
—¿Y eso cómo es?
Yo:
—Por fechas. Digamos, 5 de febrero. El 11 romano es febrero,
¿me entiende? El 1 — enero, el 11 — febrero…
Ni respira, ni parpadea.
—Entonces, a ver… Entonces sólo escriba una carta a casa.
Tome una pluma y escriba: «Querida mamá: aquí me aburro mucho
y paso hambre…». Algo así, o al contrario: «Aquí me divierto mucho
y como bien». Porque si no se va a preocupar. Y yo ahora voy a
rehacer los artículos de Steklov y Kérzhentsev.
Él, admirado:
—¡¿Con la pura cabeza?!
Yo:
—¡No será con el corazón!
Y, de un plumazo: «En el artículo del 5 de febrero de 1919 “La
Guardia blanca y el elefante blanco[i]”, el camarada Kérzhentsev
afirma…»
Tres M vitales.
—Dígame, ¿cómo transportó las patatas?
—Sin problema, mi marido fue a buscarme.
—¿Sabe? Hay que agregar patatas a la masa: 2/3 de patatas.
1/3 de masa.
—¿Ah, sí? Tendré que decírselo a mi madre.
Yo no tengo: ni madre, ni marido, ni masa.
Patatas congeladas.
—¡Camarada Efrón! ¡Han traído patatas! ¡Congeladas!
Me entero, por supuesto, la última, pero las malas noticias — son
siempre las primeras.
Los «nuestros» se fueron de expedición, prometieron minas de
azúcar y yacimientos de grasas, viajaron durante dos meses y
trajeron… ¡patatas congeladas! Tres puds de podredumbre.
Las patatas están en un sótano, en una profunda y tenebrosa
cripta. Las patatas murieron y las enterraron, y nosotros, chacales,
las desenterraremos y nos las comeremos. Dicen que las trajeron
sanas, pero que alguien las «prohibió» sin previo aviso, y mientras
se levantaba la prohibición, las patatas primero se congelaron y
luego se descongelaron, y finalmente se pudrieron. Se quedaron
tres semanas en la estación.
Corro a casa por los sacos y el trineo. El trineo — es de Alia:
para niños, con cascabeles y riendas azules, — el regalo que le traje
del Rostov de Vladímir. Un espacioso asiento de mimbre, el
respaldo recubierto por un tapetito artesanal. Se le enganchan dos
perros – ¡y ale!, a la aurora boreal…
Pero fui yo quien sirvió de perro, la aurora boreal quedó atrás:
¡sus ojos! Entonces tenía dos años, era principesca. («Marina,
¡regálame el Kremlin!» — señalando con su dedito las torres). ¡Ah,
Alia! ¡Ah, el trineo a mediodía entre las callejuelas! Mi abrigo
atigrado (¿leopardo, pantera?), de boyardo, como se obstinaba en
llamarlo Mandelstam[69], enamorado de Moscú. ¡Pantera!
¡Sonajeros!
Una larga cola frente al sótano. Los escalones están congelados.
Frío en la espalda: ¿cómo sacarlas? Con mis brazos, — en esos
milagros sí creo, pero… ¡hay que subir tres puds! ¡Por treinta
escalones que se resisten y te rechazan! Además, uno de los
patines está roto. Además, no estoy segura de mis sacos. Y
además, me divierto tanto que – ¡ya puedo caerme muerta! — nadie
me ayudará.
Dejan entrar por grupos: de diez. Todos — por parejas, los
maridos llegaron corriendo desde sus trabajos, las madres
arrastrándose. Conversaciones animadas, proyectos: aquel las
cambiará, este pondrá a secar dos puds, el otro las pasará por la
picadora (¡los tres puds?!) — sólo yo, es evidente, tengo la intención
de comer.
—Camarada Efrón, ¿llevará el suplemento? Es medio pud por
cada miembro de la familia. ¿Tiene cómo probar que tiene hijos?
Alguien:
—No se lo aconsejo. Lo que queda es lodo viscoso.
Alguien más:
—¡Pero se puede vender!
Avanzamos. Suspiros, lamentos, por momentos — risas: dos
manos se encontraron en la oscuridad: una masculina con una
femenina (masculina con masculina — no da risa). A propósito, ¿por
qué este efecto hilarante de Eros sobre los pequeños? ¿Desafío?
¿Autodefensa? ¿Escasez de medios de expresión? ¿Timidez bajo
una máscara de ligereza? Los niños, cuando se asustan, también
con frecuencia ríen «L’amour n’est ni joyeux, ni tendre[70]».
Pero quizá — es lo más seguro — no hay amour, sólo sorpresa:
masculina con masculina — groserías, masculina con femenina —
risas. Sorpresa e impunidad.
Hablan de un inminente juicio a los colaboradores, —
presentaron enormes facturas por lo comprado y lo gastado:
alojamientos, carros, cocheros…
Para ellos mismos, por supuesto — de todo.
—¿Ha notado cómo ha engordado fulano?
—¿Y mengano? ¡Se le revientan las mejillas!
Nos dejan entrar. Se nos viene encima una enloquecida fila de
trineos. Los patines sobre nuestros pies. Gritos. Oscuridad.
Caminamos por los charcos. El olor es de veras pestilente.
—¡¡¡Apártense!!!
—¡Camarada! ¡Camarada! ¡Se reventó su saco!
Sollozos. Viscoso. Los pies se sumen hasta los tobillos. Alguien,
frenando la recua, se descalza con rabia: ¡el fieltro empapado! Hace
mucho que yo ya no siento los pies.
—¿Y la luz? ¿Veremos algo en algún momento?
—¡Camaradas! ¡He perdido mi identificación! Por lo más sagrado
– ¡un fósforo!
Se enciende. Alguien de rodillas, en el agua, en vano remueve el
barro.
—¡Busque bien en sus bolsillos! — ¿No la habrá dejado en
casa? — ¿¡Pero cómo quiere encontrar algo aquí!? — ¡Avancen!
¡Avancen! — ¡Camaradas, el grupo que regresa! ¡¡¡Cuidado!!!
Y — un calvero. Un calvero y una cascada. Un agujero cuadrado
en el techo a través del cual entra la lluvia y la luz. Se derrama,
como desde una docena de tubos. — ¡Nos ahogaremos! — Saltos,
brincos, a alguien se le cae el saco, a alguien más se le empantana
el trineo en pleno paso. — ¡Dios!
Las patatas están en el suelo: ocupan tres corredores. Las del final,
las más protegidas, están menos podridas. Pero no hay más camino
a ellas que caminar sobre ellas. Y así: descalzos, calzados. Es
como andar sobre una montaña de medusas. Hay que cogerlas con
las manos: tres puds. Aún congeladas, se pegan unas a otras en
racimos monstruosos. No llevo cuchillo. Y, desesperada (no siento
las manos) — las que sean: aplastadas, congeladas,
reblandecidas… En mi saco ya no caben más. Las manos, ateridas,
no consiguen atarlo. Valiéndome de la oscuridad, me echo a llorar
pero de inmediato paro:
—¡A la balanza! ¡A la balanza! ¿Quién va a la balanza?
Lo cargo, lo transporto.
Las pesan dos armenios, uno de estudiante, el otro de
caucasiano. Su capote blanco como la nieve ahora parece una
manchada hiena. ¡Es como el arcángel del Juicio Final comunista!
(¡La balanza miente a todas luces!).
—¡Camarada señorita! ¡No entretengas al público!
Injurias, golpes. Los de atrás empujan. He obstruido el paso. Al
final, el caucasiano, de lástima — o de cólera — mueve mi saco con
el pie. El saco, mal atado, se desparrama. Trozos. Sollozos. Con
paciencia y sin prisa, las recojo.
El camino de regreso con las patatas. (Me llevo sólo dos puds, el
tercero lo escondí). Primero por corredores endemoniados, luego
por una escalera que se resiste, — en la cara lágrimas o sudor, no
sé.
20 de marzo.
En vez de Monplenbezh[75], lo pienso y escribo Monplaisir —
algo como un pequeño Versalles en el siglo XVIII.
La Anunciación de 1919.
Los precios:
1 libra de harina – 35 rublos.
1 libra de patatas – 10 rublos.
1 libra de zanahorias – 7 rublos 50 kopeks.
1 libra de cebollas – 15 rublos.
El arenque – 25 rublos.
(La paga — los nuevos sueldos aún no se han aplicado — es de
775 rublos al mes).
25 de abril de 1919.
Dejo el Comisariado. Lo dejo porque no puedo elaborar una
clasificación. Lo intenté, me dejé el pellejo — nada. No entiendo. No
entiendo lo que quieren de mí: «Elabore, compare, catalogue…
Cada división — tiene una subdivisión». Todos lo mismo y al mismo
tiempo. Les he preguntado a todos: del jefe del departamento al
recadero de once años – «Es sencillísimo». Y lo principal es que
nadie me cree que no entiendo, se ríen.
Acabé sentándome a la mesa, mojando la pluma en el tintero,
escribiendo: «Clasificación», luego, tras reflexionar: «Divisiones», y
luego, tras haber vuelto a reflexionar: «Subdivisiones». A derecha e
izquierda. Luego — me paralicé.
Trabajé 5 meses y ½, un par de semanas más y — vacaciones (con
sueldo). Pero no puedo. Hay recortes no pegados de tres meses. Y
comienzan a recelar de mi iat: «¿Será posible, camarada, que aún
no se haya acostumbrado?»… La clasificación hay que presentarla
el día 28. Último plazo. Hay que hacer justicia, los comunistas son
confiados y pacientes. En cualquier institución del antiguo régimen
me habrían echado con sólo haberme visto. Aquí, yo misma
presento mi dimisión.
El jefe M[ille]r habiendo leído mi solicitud, lacónico:
—¿Mejores condiciones?
—La misma ración que a los militares y comidas gratuitas para
todos los miembros de la familia.
(Instantánea y descaradísima invención).
—Entonces no me atrevo a retenerla. Pero no vaya a errar el
cálculo: ese tipo de instituciones se derrumban con rapidez.
—Voy con un puesto importante.
—¿Por recomendación de quién?
—Dos miembros del Partido de antes de Octubre.
—¿Qué puesto?
—Traductora.
—Los traductores son muy necesarios. Que tenga suerte.
Salgo. Ya en la puerta — me llama:
—Camarada Efrón, presentará usted la clasificación, ¿verdad?
Yo, suplicante:
—Todos los materiales están a la vista… Mi substituto la hará sin
problema… ¡Mejor descuéntela de mi salario!
EPÍLOGO
7 de julio de 1919.
Ayer leí en el «Palacio de las Artes» (Povarskaia 52, casa de los
Sologub, mi ex empleo) — Fortuna. Me acogieron bien, de todos
cuantos leyeron — sólo yo — fui aplaudida. (Esto habla no de mí,
sino del público).
Leyeron, aparte de mí: Lunacharski[77] — del poeta suizo Karl
Müller, traducciones; un cierto Dir Tumanny — lo suyo, es decir a
Maiakovski – ¡muchos Dir Tumanny y siempre es Maiakovski!
A Lunacharski lo vi por primera vez. Jovial, rozagante, con una
guerrera elegante, ajustada pero no apretada. Una cara
medianamente-intelectual: imposibilidad de hacer el mal. Una figura
más bien redonda, pero de un «grosor ligero» (como Anna
Karénina). Todo ligereza.
Escuchaba, según me contaron, con atención, incluso él mismo
pedía silencio cuando alguien se movía. Pero el público era
aceptable.
Elegí Fortuna por el monólogo final:
14 de julio de 1919.
Anteayer supe por Balmont[79] que el responsable del «Palacio
de las Artes», Rukavíshnikov, había tasado mi lectura de Fortuna —
una obra original, nunca antes leída, la lectura duró cuarenta y cinco
minutos, tal vez más — en sesenta rublos.
Decidí renunciar — públicamente — a ellos con las siguientes
palabras: «Quédese usted con estos sesenta rublos — para tres
libras de patatas (¡tal vez aún las encuentre a veinte rublos!) — o
para tres libras de frambuesas — o para seis cajitas de cerillas y yo,
con sesenta rublos míos, le pondré una vela a la Virgen de Iversk[80]
por el fin de un régimen en el que así se valora el trabajo».
Moscú, 1918-1919
DE MI DIARIO
LA MUERTE DE STAJÓVICH
27 DE FEBRERO DE 1919
El discurso de Stanislavski.
«Mi amigo tuvo en vida tres amores: la familia, el teatro, los
caballos. La vida familiar — es un misterio, en caballos no soy
experto… Hablaré del teatro».
El relato de cómo apareció por primera vez, entre los bastidores
del Club Ojótnichi[l], en un séquito de Grandes Duques, el bello
ayudante de campo Stajóvich. «Los Grandes Duques, como
procede, no solían quedarse mucho tiempo. El ayudante — se
quedó». Y la gradual — reservada — participación del brillante
oficial de la Guardia en las puestas en escena — en el papel de
arbiter elegantiarum. («Habrá que preguntarlo a Stajóvich», «esto no
va con Stajóvich», «¿cómo habría resuelto esto Stajóvich?»). La
excursión a la propiedad de Stajóvich, en las afueras de Moscú,
para estudiar los usos y costumbres de nobles y campesinos. —
«Nos recibieron como a príncipes». — Las finezas de Stajóvich. —
«Si alguien del grupo enfermaba, ¿quién se quedaba con el enfermo
en el calor y el bochorno de Moscú? El brillante y aristocrático oficial
de la Guardia se convertía en la más solícita enfermera»… El relato
acerca de cómo Stajóvich, tras escapar de un baile de la Corte, llegó
volando al Teatro de Arte para ladrar como un perro en la bocina del
gramófono durante la representación de El jardín de los cerezos.
16 de marzo de 1919.
Voy por la calle. La nieve comienza a derretirse. De pronto, una
idea: «Primera primavera de Moscú sin Stajóvich»… (Y no:
«Stajóvich en primavera sin Moscú», lo pensé justamente así).
19 de marzo
Cada vez que en la calle veo una nuca canosa, se me encoge el
corazón.
Olvidé decir que en una época Stajóvich tenía una voz magnífica.
Cantaba con un italiano célebre. — ¡La voz! — ¡El más cruel de los
maleficios sobre mi persona!
Sí, el vals era lánguido, primoroso,
Sí, era un prodigioso vals.
Si fuera yo joven
¡Cuánto la amaría!
Alia y yo.
Alia:
—¡Marina! ¡Cuántas personas de apellidos maravillosos a las
que yo no conocía! Por ejemplo: Dzhunkovski.
Yo:
—Se trata del ex general-gobernado (?) de Moscú, Áliechka.
Alia:
—¡Ah! Sí sé — gobernador. ¡El gobernador del don Quijote!
(¡Pobre D[zhunkov]ski!).
Le relato:
– Comprendes, es vieja, anticuada, en absoluto ridícula. Una flor
marchita, – ¡una rosa! Ojos encendidos, orgulloso porte de cabeza,
una belleza cruel en otros tiempos. Y todo está intacto, — sólo que a
punto de desmoronarse… El vestido rosa, exuberante y chocante
porque tiene 70 años, la cofia rosa de gala, los zapatitos
minúsculos. Bajo el puntiagudo taconcito un cojín de apretado raso
— rosa — raso pesado, tupido, chirriador… Y he aquí que, al dar las
doce — aparece el novio de su nieta. Ha llegado un poco tarde. Es
elegante, galante, esbelto — camisola con encajes, estoque[101]…
Alia, interrumpiéndome:
—¡Oh, Marina! — ¡Es la muerte o Casanova!
(Al último lo conoce por mis piezas Aventura y Fénix).
¡Oh, cómo habría educado a Alia en el siglo XVIII! ¡Qué zapatos con
hebillas! ¡Qué Biblia de familia con broches! ¡Y qué maestro de
baile!
«Ya no ríe».
(Inscripción sobre mi cruz).
1917
… Tu mirada es atenta…
Mas tú tienes doce años
Y yo ya tengo cuarenta
De una carta:
«Si ahora usted entrar y me dijera: “Me voy por tiempo indefinido,
para siempre” — o: “Creo que ya no la amo”, — yo, probablemente,
no sentiría nada nuevo: cada vez que usted se va, cada minuto que
usted no está — no está para siempre y no me ama».
Un relato.
– Cuando tenía yo dieciocho años, se enamoró perdidamente de
mí un banquero, judío. Yo tenía marido y él tenía mujer. Era muy
gordo, pero inmensamente conmovedor. Casi nunca nos
quedábamos solos, pero cuando esto sucedía, me decía una sola
palabra: «¡Viva!» «¡Viva!». — Y jamás me besaba las manos. En
una ocasión organizó una velada, especialmente para mí, e invitó a
bailarines extraordinarios – ¡en ese entonces me encantaba bailar!
Él no podía bailar porque era demasiado gordo. En general, en este
tipo de reuniones jugaba a las cartas. Aquella noche no jugó.
(Nachhall, eco).
Mejor perder a una persona con todo nuestro ser, que retenerla con
una centésima parte.
El estratega después de la victoria, el poeta después del poema
– ¿adonde van? — con una mujer. La pasión — es la última
posibilidad del ser humano para expresarse, como el cielo — es la
única posibilidad para la tormenta — de ser.
El ser humano — es la tormenta, la pasión — el cielo que la
diluye.
Una conversación:
Yo, sobre la novela que me gustaría escribir: «Comprenda, en el
hijo amo al padre, en el padre — al hijo… Si Dios me concede un
siglo, ¡la escribiré sin falta!».
Él, tranquilo: «Si Dios le concede un siglo, lo haré sin falta».
Una viuda que se casa. Durante mucho tiempo busqué una fórmula
para esta legitimación que me repugna. Y de pronto — en un libro
francés, escrito, obviamente, por una mujer (la autora de Amitié
amoureuse)[120] — mi fórmula.
«Le remariage est un adultère posthume[121]».
– ¡Respiré aliviada!
Antes todo lo que yo amaba, se llamaba — yo. Ahora — usted.
Pero sigue siendo lo mismo.
«Hay dos tipos de celos. Uno (gesto agresivo) — sale de mí, otro
(golpe en el pecho) — es contra mí. ¿Qué hay de abyecto en
clavarse uno mismo un cuchillo?».
(Balmont).
A usted debería haberlo bebido a galones y lo voy bebiendo a gotas,
que me producen tos.
Conversación nocturna.
Pável Antokolski[p]:
—Dios tuvo a Judas. ¿Pero quién será Judas — para el Diablo?
Yo:
—La mujer, por supuesto. El Diablo se enamorará de ella, y ella
querrá devolverlo a Dios, — y lo devolverá.
Antokolski:
—Y ella acabará pegándose un tiro. Yo, en cambio, afirmo que
será un hombre.
Yo:
—¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre traicionar al Diablo?
No tiene manera de acceder al Diablo, el Diablo no lo necesita, ¿qué
puede importarle al Diablo un hombre? El Diablo mismo es hombre.
El Diablo — es la virilidad misma. Al Diablo se le puede seducir sólo
con amor, es decir, con una mujer.
Antokolski:
—Pues habrá un hombre que se atribuya el honor de esta
conquista.
Yo:
—¿Y sabe usted cómo sucederá eso? Una mujer se enamorará
del Diablo, y de ella se enamorará un hombre. Él llegará y le dirá: —
«Lo amas, ¿acaso no te da lástima? Lo está pasando mal, hazlo
volver a Dios». — Y ella lo hará volver…
Antokolski:
—Y dejará de amarlo.
Yo:
—No, no dejará de amarlo ella. Él dejará de amarla, porque
ahora tiene a Dios, y ya no la necesita. No dejará de amarlo, pero
intentará desesperadamente hacerlo.
Antokolski:
—Pero, al mirarlo a los ojos, verá que son los mismos ojos, y que
es ella quien ha sido vencida — por el Diablo.
Yo:
—Pero hubo un momento en que el Diablo fue vencido, — el
momento en que volvió a Dios.
Antokolski:
—Y lo traicionó — un hombre.
Yo:
—¡Ay, estoy hablando de un drama de amor!
Antokolski:
—Y yo del nombre que quedará en las Tablas de la Ley.
Yo:
—La mujer — está poseída. La mujer sigue el camino del suspiro
(respiro hondo). Así es. Y Heine se equivocó con su horizontales
Handwerk[122]. ¡Es justo al contrario — en vertical!
Antokolski:
—Pero el hombre quiere — así. (Lanza el brazo. Un salto.)
Yo:
—Ése no es el hombre, es el tigre. Por cierto, si en vez de
hombre pusiéramos tigre yo, tal vez, hasta amaría a los hombres.
¡Qué horrenda palabra — muzhchina[123]! Cuánto mejor suena en
alemán: Mann, y en francés: Homme. Man, homo… En todos los
demás idiomas suena mejor…
Pero sigamos. Y así, la mujer sigue el camino del suspiro… La
mujer — es suspiro. El hombre — gesto. (El suspiro siempre es
antes, durante el salto no se respira). El hombre jamás quiere ser el
primero. Cuando el hombre quiere, la mujer ya quiso.
Antokolski:
—¿Y qué hacemos con el amor trágico? ¿Cuando la mujer —
verdaderamente — no quiere?
Yo:
—Es que no era ella quien quería, sino otra, cualquiera, una que
estaba por ahí. Se equivocó de puerta.
Yo, tímida:
—Antokolski, ¿podemos llamar a esto que ahora hacemos —
pensamiento?
Antokolski, aún más tímido:
—Es una empresa universal: lo mismo que sentarse en las
nubes y gobernar el mundo.
Yo:
—Hay dos maneras de relacionarse con el mundo: la amorosa y
la maternal.
Antokolski:
—También nosotros tenemos dos: la amorosa y la filial. Pero
paternal — no. ¿Qué es la paternidad?
Yo:
—La paternidad no existe. Existe la maternidad: María – Madre,
— M mayúscula.
Antokolski:
Pero la paternidad — es una patraña, es decir, no significa nada,
no existe.
Yo, conciliadora:
—Para compensar, nosotras tenemos una palabra que venga de
«hija».
Hablamos del amor.
Antokolski:
—Amar a la Madonna — es lo mismo que asegurarse contra los
acreedores. (Contra el acreedor — la mujer).
Hablamos de Juana de Arco[124] y Antokolski con un estallido
repentino:
—Pero al rey no le hace ninguna falta un reino, quiere aquello
que es más que un reino — a Juana. Y a usted… Y a ella nada le
importa él: — «¡No, tú tienes que ser Rey! ¡Ve a reinar!» — como
uno dice: «¡Ve a la escuela!».
1918
Juicio al almirante Shastny. La sentencia ha sido pronunciada.
Se llevan al acusado. Y, al salir, de perfil, a la multitud:
«¿Vendrá?».
Un femenino:
—¡Sí!
Una carta:
¡Amigo mío! Cuando desesperada por la miseria de los días,
asfixiada por la cotidianidad y la imbecilidad ajena, entro, por fin en
su casa, yo, con todo mi ser, tengo derecho a usted. Se puede
disputar el derecho de una persona al pan (¡el abuelo no trabajó,
entonces tu nieto – ¡no comes!) — pero no se puede disputar el
derecho de una persona al aire. Mi aire con la gente — es el
entusiasmo. De ahí mi humillación.
Usted tiene calor. Está irritado. Está «extenuado». Alguien llama,
usted acude indolente: «¡ah, es usted!». Y las quejas por el calor,
por el cansancio, el embeleso con la propia indolencia, – ¡admíreme,
soy tan hermoso!
A usted no le intereso yo, ni mi alma, tres días — un abismo (no
para mí — sin usted, para mí — conmigo), tres noches sólo sueños
— mil y un sueños, ¡que también veo de día!
Usted dice: «¿Cómo puedo amarla? No me amo ni a mí mismo».
El amor que siente por mí es parte del amor que siente por usted
mismo. Lo que usted llama amor, yo lo llamo buena disposición de
espíritu (de cuerpo). Si se siente usted mal (contratiempos en casa,
el calor, los bolcheviques) — yo no existo más.
La casa — es siempre un «contratiempo», el calor — es todos
los veranos, y los bolcheviques ¡apenas comienzan!
Amigo mío, no quiero así, me falta el aire así. Lo que quiero es
algo muy modesto y mortalmente sencillo: que cuando yo entre, el
otro se alegre.
Moscú, 1918-1919
DE LA GRATITUD
(EXTRACTOS DE MI DIARIO DE 1919)
Nunca me siento agradecida con las personas por sus actos – ¡sólo
por la esencia! Un pan que me es dado, puede ser una casualidad,
un sueño en el que soy soñada, siempre es esencia.
(En la práctica: la gratitud por el pan (el don) sólo la admito tácita.
En la explícita — hay algo que hace avergonzar al dador, cierto
reproche).
La alegría por el pan – ¡no hay mejor gratitud! Esa gratitud que
termina con el último bocado que pasa por el esófago.
Las almas son agradecidas, pero las almas sólo son agradecidas
por las almas. Gracias por existir.
El pan. El gesto. Dar. Tomar. Nada de esto habrá allá. Por eso todo
lo que se desprende del dar y del tomar — es mentira. El pan mismo
— es mentira. Nada, construido sobre el pan, sobrevivirá (mezclado
con levadura — no subirá). La masa de nuestros sentimientos de
pan al contacto con la gélida temperatura de la Inmortalidad se
bajará inevitablemente.
Ni siquiera vale la pena hacer la mezcla.
Dar es mucho más fácil que tomar — y mucho más fácil que ser.
Los ricos buscan redimirse. ¡Oh! los ricos tienen un miedo terrible —
si no de la Revolución, sí del Juicio Final. Conozco a una madre que
compraba leche para un niño ajeno (¡enfermo!) sólo para que su
propio hijo (sano) no fuera a morir. Una madre rica, cuando salva a
un niño ajeno de la muerte (segura), sólo rescata a su hijo de una
muerte posible. («¡Conjurar al destino!»).
Veo la génesis del gesto, su intención. Esta leche de la madre
rica correrá transformada en brea en el Juicio Final.
Yo y el Teatro:
Pertenezco a esa clase de espectadores que, al finalizar el
misterio, despedazan a Judas.
Todo el secreto está en ver hace cien años como hoy, y hoy — como
hace cien años.
(Supresión… quería escribir: del espacio. No, del tiempo. Pero
«el tiempo» no se piensa sino como distancia. Y la «distancia» — de
inmediato como verstas, postes. Por lo tanto: las verstas son años
espaciales, exactamente como un año es — en el tiempo — una
versta.
De un modo o de otro, pero mezclar los años con las verstas —
es necesario).
Así fue con Z, por ejemplo. Alguien cuenta: «En 1917 cuando me
encontré con Z…». Mi primer pensamiento: «¿De veras?». (Es
decir: ¿de veras él, Z, existe, continúa existiendo?). No es
arrogancia, sé que en la vida de las personas — no soy nada.
«Se acaba, deja de existir». Aquí hay que distinguir dos casos.
El primero:
Fuertemente vivificadas (¿reanimadas? ¿estrujadas?) por mí, las
ciudades y las personas se disipan sin remedio: se desploman. No
sonoros Kitezh, — sordos Herculano.
En cambio las ciudades y las personas que sólo me han servido
de pasatiempo transitorio — se petrifican: en el mismo lugar, con el
mismo gesto. Esteroscopio.
Cuando oigo de las primeras, me sorprendo: ¿de veras sigue?
Cuando oigo de las segundas, me sorprendo: ¿de veras crece?
Repito, no es petulancia, es un profundo, ingenuo y en ocasiones
gozoso estupor. Escucho, interrogo, participo, me conduelo… y,
para mí misma: «No es Friburgo. No es el mismo Friburgo. Es una
careta de Friburgo. Un simulacro. Una simulación».
y más adelante:
Por azar. — Pero y jamás osaré llamarme creyente ni decir que esto
— es una plegaria.
La verdad es — tránsfuga.
En el Comisariado:
Yo, con aire inocente: «¿Y es difícil — ser instructor?».
Mi camarada del Comisariado, estonia, comunista: «¡En
absoluto! Te paras en un cubo de basura — y gritas, gritas,
gritas…».
Todo esto, y sin duda esto y no otra cosa, ya fue dicho pro aquel
judío, por el que yo entregaría, vendería a todos los rusos: Heinrich
Heine — en esta discreta nota:
«El Teatro no es favorable para el Poeta, y el Poeta no es
favorable para el Teatro».
«No puedo» es más sagrado que «no quiero». «No puedo» son
todos los «no quiero» superados, todas las tentativas de querer
corregidas, — es el resultado final.
Hablo del «no puedo» ancestral, del «no puedo» mortal, de aquel
«no puedo» por el cual te dejas hacer pedazos, del «no puedo»
manso.
– ¡Conócete a ti mismo!
Me he conocido. — Y esto no me facilita el conocimiento del otro.
Al contrario, en cuanto me pongo a juzgar a alguien según lo que sé
de mí, surge un malentendido tras otro.
Verso y prosa:
En la prosa hay demasiadas cosas que me parecen superfluas,
en el verso (verdadero) todo es indispensable. Con mi tendencia al
ascetismo de la palabra prosística, en lo que escribo, a fin de
cuentas, puede quedar sólo la osamenta.
En el verso — hay una especie de medida natural de la carne:
menos no se puede.
Las dos cosas que prefiero en el mundo: la canción — y la fórmula.
(Es decir, la anotación es de 1921, ¡el elemento libre — y la victoria
sobre él!).
Epígrafe de mi venta:
¡Y no ha quedado nada!
Están rotos, por ejemplo: la máquina de coser, la mecedora, el
diván, dos sillones, las dos sillitas infantiles de Alia, el baño… Al
lavabo de mármol le falta un costado, el hornillo de petróleo no
enciende, el termo no conserva el calor, de la lámpara-relámpago
sólo quedan — los relámpagos, el gramófono perdió la manivela, las
estanterías no se sostienen, los juegos de té no tienen tazas, las
tazas no tienen asas, las asas no tienen basa…
¡Y el piano está sordo de ambos pedales! Y el organillo de caoba
— aunque, ¡ese jamás sonó! (De entrada soltó sin querer los dos
primeros compases del «Schlittschuhläufer[140]» — y enmudeció,
quiero decir mugió de tal manera, ¡que nosotros enmudecimos!). Y
las tres jaulas de las ardillas – ¡sin ardillas y sin puertecillas! (El olor
persiste). ¡Y la bañera de las niñas con el grifo estropeado y un
costado abollado! ¡Y la grande de zinc, que ha enverdecido como
una ensenada, es tan desmoralizante como un ataúd! Y los
grabados napoleónicos: vidrios biselados que se sostienen como
por milagro gracias a sus orlas de cartón y que cada segundo son
una amenaza de muerte. ¡Y la picadora de carne, y los patines de
ruedas, y los de hielo!
Lo han roto, sobre todo, las nanas de Alia y los Junkers amigos
de Seriozha. Unas y otros, por juventud, por arrebato: ardor del
corazón y de las manos.
Las nanas, hartas de cuidar a la niña, hacían girar el gramófono,
los Junkers, hartos de aprender el reglamento — hacían girar la
máquina.
Pero en realidad no son ni los Junkers ni las nanas, como ahora
no son — ni los bolcheviques, ni los «inquilinos». Diría: el destino. El
objeto, ofendido por la ligereza de trato, se venga: se deteriora.
Ésa es la historia de mi «vida cotidiana».
Hay que escribir sólo aquellos libros por cuya ausencia se sufre. En
una palabra: los propios libros de cabecera.
Hoy en día todo se acaba porque nada se repara: los objetos, como
las personas, y las personas, como el amor.
Todas mis quejas contra el año 19 (no hay azúcar, no hay pan, no
hay leña, no hay dinero) — son exclusivamente por cortesía: para
no ofender yo, que no tengo nada, a quienes lo tienen todo.
Y todas las quejas, en presencia mía, contra el año 19 — de los
otros: («Rusia está acabada». «¡Qué han hecho con la lengua
rusa…!», etcétera) — son exclusivamente por cortesía: para no
ofenderme ellos, a quienes no les han quitado nada, a mí, que me lo
han quitado — todo.
Medida alta. Medir con altura. Es lo que hace Dios. Medir desde lo
alto y con altura. Una especie de cedazo poco tupido: las pequeñas
ruindades, como las pequeñas virtudes — se cuelan. — ¿Adónde?
— Dans le néant[146]. La alteza es la ausencia absoluta de
mezquindad. Por eso — es una propiedad muy ventajosa… para los
otros.
A propósito de un comunista:
Ayer, en casa de una conocida:
—Pero si usted no se afeita —dijo el comunista— ¿para qué
quiere el talco?
Un comunista de los viejos, muere de hambre. Exquisita su voz
melodiosa.
Alguien en la habitación:
—¡Extraordinario el programa del Hermitage[147]!
El comunista, melodioso:
—¿Qué es eso de Hermita-age?
Luis XVI debería haberse casado con María Luisa («Fraîche comme
une rose[148]» y estúpida); Napoleón — con María Antonieta (¡solo
rosa!).
El aventurero habiendo ganado la Aventura, — y el último cristal
de la Estirpe y de la Sangre.
Y María Antonieta, como aristócrata, y por tanto: irreprochable en
cada uno de sus pensamientos, no lo habría abandonado como a un
perro, allá, en los peñascos.
Moscú, 1919
DE ALEMANIA
(FRAGMENTOS DE MI DIARIO DE 1919)
Ahora, una pregunta: ¿a quién escribía todas esas cartas die blinde
Mathilde? Quien responda a esta pregunta habrá escrito una novela.
Pasión por cada uno de los países como si fuera el único — esto es
mi Internacional. No la tercera, la eterna.
Moscú, 1919
ÍNDICE ONOMÁSTICO