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Este libro reúne fragmentos de los diarios de Marina Tsviétaieva

durante uno de los períodos más dramáticos de la historia de Rusia.


Extraordinaria observadora, la poeta recoge en ellos su tremenda
peripecia vital: la soledad, las estrecheces y las penurias que la
revolución trajo consigo. El resultado es un texto íntimo y cargado
del lirismo y la belleza lúcida de una voz personal y seductora.
Marina Tsvietáieva

Diarios de la Revolución de 1917


ePub r1.0
Titivillus 19.01.2019
Título original: Земные приметы
Marina Tsvietáieva, 1919
Traducción: Selma Ancira
 
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
OCTUBRE EN UN VAGÓN
(NOTAS DE AQUELLOS DÍAS)

Dos días y medio ni un bocado, ni un trago. (La garganta cerrada).


Los soldados traen los periódicos — el papel rosado. El Kremlin y
todos los monumentos han sido volados. El 56º regimiento. Han sido
volados los edificios con los Junkers[1] y oficiales que rehusaron
rendirse. 16 000 muertos. En la siguiente estación — ya eran 25
000. Callo. Fumo. Mis compañeros de viaje, uno tras otro, toman los
trenes que van de regreso.
Un sueño (2 de noviembre de 1917, de noche).
Huimos. De un sótano sale un hombre con un fusil. Le apunto
con la mano vacía. — Baja el fusil. — El día es soleado. Escalamos
unos pedruscos. S. habla de Vladivostok. Avanzamos en coche por
entre los escombros. Un hombre con ácido sulfúrico.

CARTA EN MI CUADERNO

Si usted está vivo, si está escrito que vuelva a verlo — entonces


escuche: ayer, cuando llegábamos a Járkov, leí el Yuzhni krai. 9000
muertos. No le puedo relatar la noche, porque aún no ha terminado.
Ahora la mañana es gris. Estoy en el pasillo. ¡Comprenda! Viajo y le
escribo, y no sé si — y aquí siguen palabras que soy incapaz de
escribir.
Nos acercamos a Oriol. Temo escribirle como quisiera, porque
estallaré en sollozos. Todo esto es un mal sueño. Trato de dormir.
No sé cómo escribirle. Cuando le escribo, usted — existe, ¡porque le
escribo! Pero después – ¡ah! — el 56º regimiento de reserva. El
Kremlin. (¿Recuerda las enormes llaves con las que cerraba las
puertas por la noche?). Pero lo principal, lo principal, lo principal —
es usted, usted mismo. Usted con su instinto de autodestrucción.
¿Acaso se puede quedar en casa? Si todos se quedaran, usted
partiría solo. Porque usted es irreprochable. Porque usted no tolera
que maten a los demás. Porque usted es un león que sacrifica su
ser leonino: su vida — a todos los demás, conejos y zorros. Porque
usted vive con abnegación y desprecia la autodefensa, porque el
«yo» para usted no es importante, porque todo esto lo supe desde el
primer momento.
Si Dios hace el milagro de conservarlo con vida, lo seguiré como
un perro.
Las noticias son inciertas, no sé qué creer. Leo sobre el Kremlin,
la Tverskaia, Arbat, el Metropol, la plaza de la Ascensión, las
montañas de cadáveres. En el periódico SR Kúrskaia Zhizn[2] de
ayer, (día 1) — leo que ha comenzado el desarme. Otros (los de
hoy) hablan de combate. Ahora no me permito escribir, pero mil
veces me he visto entrar en casa. ¿Se podrá entrar en la ciudad?
Pronto llegaremos a Oriol. Son casi las dos de la tarde.
Estaremos en Moscú a las dos de la mañana. ¿Y si entro en casa y
no hay nadie, ni un alma? ¿Dónde buscarlo? Quizá ya no exista ni la
casa. Todo el tiempo tengo la sensación de que esto es un mal
sueño. Estoy siempre en espera de que algo se produzca, que no
haya habido periódicos, nada. Que sea un sueño del que voy a
despertar.
La garganta oprimida, como por dedos. No ceso de abrir y cerrar
el cuello de mi vestido. Seriózhenka[3].
Escribí su nombre y no puedo escribir más.
Tres días y tres noches — ni media palabra con nadie. Sólo con los
soldados para comprar periódicos. (Horrendas hojitas rosadas,
siniestras. Carteles teatrales de muerte. No, ¡Moscú los ha
coloreado! Dicen que no hay papel. Había, ya no hay. Para unos —
es igual, para otros — una señal).
Alguien, finalmente:
—¿Qué le ocurre, señorita? En todo el camino no ha probado ni
un trozo de pan, viajo con usted desde Lozovaia. La veo y la veo y
me pregunto: ¿cuándo comerá nuestra señorita? Pienso, ahora sí, al
pan, pero no – ¡otra vez a escribir en su librito! ¿Qué, se está
preparando para algún examen?
Yo, vagamente:
—Sí.
El que habla — es un artesano, ojos negros como el carbón,
barba negra, tiene algo del Pugachov[4] tierno. Entre terrible y
agradable. Conversamos. Se queja de sus hijos:
—Se han contagiado de esta nueva vida, de esta sarna. Usted,
señorita, es joven y seguro pensará mal de mí, pero yo creo que
toda esta escoria roja y estas puercas libertades — no acarrearán
más que la tentación del Anticristo. Es un príncipe y su poder es
enorme. Sólo estaba esperando su momento, estaba reuniendo
fuerzas. Vas al campo, — la vida es grisácea, la muer canosa.
«Diablo, bufón»… Míralo, lanza tallos de berza. Pero acaso es un
bufón si ha nacido príncipe, de naturaleza celestial. A él no hay que
atacarlo con tallos, sino con legiones de ángeles…
Se sienta con nosotros un militar gordo: cara redonda, bigote,
unos cincuenta años, un poco vulgar, un poco vanidoso.
—¡Tengo un hijo en el 56º regimiento! Estoy muy preocupado.
No vaya a ser, pienso, que se lo lleve el diablo. (No sé por qué, pero
de golpe me tranquilizo)… Por lo demás, no es ningún tonto: ¡qué
necesidad tenía de meterse en ese infierno! (Mi tranquilidad se
desvanece al instante)… Es ingeniero de profesión, y los puentes,
ya saben ustedes, no importa para quién se construyan: para el zar
o la república, ¡lo que importa es que aguanten!
Yo, no aguantando más:
—Pues mi marido está en el 56º.
—¿Su ma-ri-do? ¿Está casada? ¡Vaya! ¡Nunca lo habría
pensado! Yo la creía jovencita, a punto de terminar el liceo. ¿O sea
que en el 56º? Entonces, ¿también usted está muy preocupada?
—No sé cómo llegaré al final del viaje.
—¡Llegará! ¡Y volverá a verlo! Vaya por Dios, con una mujer así
– ¡exponerse a las balas! ¡Si será enemigo de sí mismo! ¿También
él es muy joven?
—Veintitrés años.
—¿Ve? ¡Y usted se inquieta! ¡Si yo tuviera veintitrés años y una
esposa como usted… Pero yo a mis cincuenta y tres y sin una
esposa así…
(Yo, para mis adentros: «¡Ésa es la cosa!». Pero por alguna
razón, de todas maneras, plenamente consciente de lo absurdo del
razonamiento, me tranquilizo).

Me pongo de acuerdo con el artesano para ir juntos desde la


estación. Y aunque no llevamos el mismo camino: él va a Taganka,
y a la Povarskaia, sigo pensando en lo mismo: una prórroga de
media hora. (Media hora — y Moscú). El artesano — es una tabla de
salvación, y por algo tengo la impresión de que él lo sabe todo, más
aún — de que pertenece al ejército del príncipe (¡no en vano es
Pugachov!) y precisamente porque es un enemigo, a mí (a S.) me
salvará. — Ya me ha salvado. — La impresión de que subió en este
vagón a propósito — para protegerme y tranquilizarme — y de que
la estación Lozovaia nada tiene que ver: pudo haber aparecido por
la ventana, en plena marcha, en plena estepa. Y de que ahora en
Moscú, en la estación, se volverá polvo.
Faltan diez minutos para Moscú. Ya comienza a clarear, – ¿o
simplemente el cielo? ¿Los ojos se han habituado a la oscuridad?
Tengo miedo del trayecto, de la hora en el coche de alquiler, de la
casa que se aproxima (de la muerte, — porque si lo han matado,
moriré). Tengo miedo de oír.

Moscú. Negrura. A la ciudad se puede entrar con un salvoconducto.


Yo tengo uno, del todo distinto, pero es igual. (Para la vuelta en tren
a Feodosia: esposa de lugarteniente). Tomo un coche de alquiler. El
artesano, por supuesto, ha desaparecido. Parto. El cochero está
locuaz, yo ausente, el empedrado lleno de baches. Tres veces se
nos acercan con linternas. — «¡El salvoconducto!». — Se lo
extiendo. Me lo devuelven sin haberlo visto. El primer tañido. Son
cerca de las cinco y media. Comienza a clarear. (¿O lo parece?).
Las calles desiertas, desertadas. No reconozco el camino, no lo
conozco (me lleva dando un gran rodeo), tengo la impresión de ir
siempre a la izquierda, como a veces una idea en el cerebro. Algo
atravesamos y por algo huele a heno. (¿Pero quizá, pienso, sea —
la plaza Sénnaia, y de ahí — el heno?). Suenan disparos en los
puestos de guardia: alguien no se rinde.
Ni una vez — en las niñas. Si S. no está, no estaré yo, y por
tanto, ellas tampoco. Alia sin mí no vivirá, no querrá, no podrá.
Como yo sin S.

La iglesia de Borís y Gleb. La nuestra, la de la Povarskaia[a].


Giramos en una callejuela — la nuestra, la de Borís y Gleb. La casa
blanca de la escuela diocesana, siempre la llamé «la volière[5]» una
larga galería y voces de niños. Y a la izquierda aquélla, verde,
antigua, firme (el gobernador la vivía y los guardias la vigilaban).
Una más. Y la nuestra.
El porche frente a dos árboles. Desciendo. Bajo las casas. A
cierta distancia de la puerta, dos hombres en uniforme semimilitar.
Se aproximan:
—Somos los guardias de la casa. ¿Qué se le ofrece?
—Yo soy tal y vivo aquí.
—No está permitida la entrada por la noche.
—Entonces llame a la criada, por favor. Del apartamento 3.
(Un pensamiento: ahora, ahora lo dirán. Ellos viven aquí y saben
las cosas).
—No somos sus sirvientes.
—Les pagaré.
Van. Espero. No vivo. Los pies en los que me apoyo, las manos
con las que llevo las maletas (no las había soltado). No oigo ni el
corazón. Si no hubiera sido por la llamada del cochero, no me
habría percatado de lo largo, lo monstruosamente largo.
—Y bien, señorita, ¿me deja ir o no? Todavía tengo que ir a
Pokróvskaia.
—Les pagaré más.
Terror de que se vaya: en él está mi última vida, mi última vida
antes de… Sin embargo, luego de poner las cosas en el suelo, abro
mi bolso: tres, diez, doce, diecisiete… hacen falta cincuenta… De
dónde los sacaré, si…
Pasos. Primero el ruido de una puerta, después de otra. Ahora
se abrirá la de la entrada. Una mujer con un pañuelo en la cabeza,
una desconocida.
Yo, sin dejarla hablar:
—¿Es usted la nueva sirvienta?
—Sí.
—¿El señor está muerto?
—Vivo.
—¿Herido?
—No.
—Es decir, ¿cómo? Pero ¿dónde ha estado todo este tiempo?
—Pues en el Alexandrovski, con los Junkers, – ¡qué miedo
hemos pasado! Por suerte, Dios tuvo piedad de él. Sólo que ha
enflacado mucho. Ahora está en el callejón N-ski, en casa de unos
amigos. También las niñas están ahí, y las hermanas del señor…
Todos están bien de salud, la están esperando.
—¿Tendrá usted 33 rublos para juntar lo que le debo al cochero?
—Claro, claro que sí, ahora, en cuanto metamos las cosas.
Metemos las cosas, despedimos al cochero, Dunia se dispone a
acompañarme. Me llevo uno de los dos panes de Crimea. Nos
ponemos en camino. La Povarskaia está destruida. Adoquines.
Baches. El cielo comienza a clarear. Campanas.
Doblamos en el callejón. Una casa de siete pisos. Timbro. Dos
con abrigo y gorro. Se enciende una cerilla — el destello de un
pince-nez. La cerilla a mi cara.
—¿Qué busca?
—Acabo de llegar de Crimena y quiero ver a mi gente.
—¡Pero esto es insólito! ¡Irrumpir en una casa a las seis de la
mañana!
—Quiero ver a mi gente.
—Ya tendrá tiempo. Vuelva a las nueve y entonces veremos.
En ese momento, intercede la sirvienta:
—Pero por qué así, señores, tiene hijas pequeñas, sólo Dios
sabe cuánto no se han visto. Yo la conozco muy bien, es una
persona de absoluta confianza, tiene su casa en la Polianka.
—De cualquier forma no podemos dejarla pasar.
Aquí yo, no aguantando más.
—Y ustedes — ¿quiénes son?
—Somos los guardias de la casa.
—Pues yo soy tal, esposa de mi marido y madre de mis hijas.
Déjeme pasar, que de todas formas entraré.
Y, medio con autorización, medio a la fuerza — seis pisos como
si nada — el séptimo.
(Así se me quedó grabada esa, mi primera visión de la burguesía
durante la Revolución: las orejas, ocultas bajo los gorros, las almas,
ocultas tras los abrigos, las cabezas, ocultas en los cuellos, los ojos,
ocultos tras los cristales. Una enceguecedora — al encenderse la
cerilla — visión del pellejo).

De abajo la voz de la criada: «¡Feliz reencuentro!».


Llamo. Abren.
—¿Seriozha duerme? ¿Dónde está su habitación?
Y, al cabo de un segundo, desde el umbral:
—¡Seriozha! ¡Soy yo! Acabo de llegar. Tienen ustedes allá abajo
— a unos canallas horrendos. ¡Pero los Junkers de todos modos
han vencido! ¿Está usted aquí o no?
La habitación está a oscuras. Y, tras cerciorarme de que sí:
—He viajado durante tres días. Le he traído pan. Disculpe que
esté duro. Los marineros – ¡son unos canallas horribles! He
conocido a Pugachov. Seriózhenka, usted está vivo — y…

La noche de ese mismo día partimos: Seriozha, su amigo Góltsev y


yo a Crimea.

UN TROCITO DE CRIMEA

Llegada a Koktebel en medio de una terrible tormenta de nieve. El


mar encanecido. La alegría inmensa, casi físicamente abrasante de
Max V.[6] al ver a Seriozha vivo. Inmensos panes blancos.
Visión de Max friendo cebolla en un escaloncito de la torre, con Taire
en las rodillas. Y mientras la cebolla se fríe, el repaso en voz alta, a
S. y a mí, del mañana y el pasado mañana de Rusia.
– Y ahora, Seriozha, pasará esto y esto…
Y, con encanto, casi con alegría, como un mago bueno a los
niños, imagen tras imagen — toda la revolución rusa con cinco años
de adelante: el terror, la guerra civil, los fusilamientos, los puestos
fronterizos, la Vendée, la crueldad, la pérdida de identidad, los
espíritus desencadenados de los elementos, la sangre, la sangre, la
sangre…

Voy con Góltsev por pan.


Un café en Otuzy[7]. En los muros, llamamientos bolcheviques.
En las mesas, tártaros de largas barbas. Cuán lentos son para
beber, avaros para hablar, altivos para andar. Para ellos el tiempo se
ha detenido. Siglo XVII — siglo XX. Y las tacitas también son las
mismas, azules, con signos cabalísticos, sin asas. ¿Bolchevismo?
¿Marxismo?
¡Carteles, ya podéis desgañitaros! Qué nos importan vuestros
automóviles, vuestros Lenin, vuestros Trotski, vuestros proletariados
recién nacidos, vuestras burguesías putrefactas… Nosotros
tenemos nuestra urazá[8], nuestros mulás, nuestras uvas, el vago
recuerdo de una gran zarina… Éste es el negro poso que bulle en el
fondo de las tacitas doradas…
Nosotros — fuera, nosotros — sobre, nosotros — antes.
Vosotros — aún seréis, nosotros — ya fuimos. Nosotros — una vez
y para siempre. Nosotros — ya no somos.

Un crepúsculo con luna. Una mezquita. El regreso de las cabras.


Una niña con una falda granate hasta el suelo. Bolsas de tabaco.
Una anciana, torneada, como de marfil. Escultura de razas antiguas.

En el vagón (de regreso a Moscú, el 25 de noviembre).


—¡Brezhko-Brezhkóvskaia[9] — también es una infame! Ha
dicho: ¡debéis combatir!

– Arruinar más aún a la clase pobre y ellos ¡otra vez a darse la gran
vida!

—¡Pobre-madrecita-Moscú, viste y calza al frente entero! ¡No es


Moscú la que nos ha ofendido! Son los periódicos los que nos
desconciertan. Los bolcheviques dicen bien, no quieren derramar
sangre, cuidan de lo principal.

En la atmósfera del vagón — como un hacha — tres palabras:


burgueses, Junkers, vampiros.

—¡Que el comercio mejore para ellos!


—Nuestra revolución es joven, y la de ellos, en Francia, vieja,
deteriorada.

—Qué más da, príncipe o campesino —¡el pellejo es el mismo! (Yo,


para mis adentros: ¡justo el pellejo no es el mismo!).

—Y el oficial, camaradas, es el peor canalla. En mi opinión: el que


menos instrucción tiene.
Frente a mí, sobre un banco, duerme el abatido, demacrado,
discreto, Vikzhel[10].

—¡Dios, camaradas, es el primer revolucionario!

—Usted es moscovita, ¿verdad? En el sur no tenemos tipos así.


(Un lugarteniente de Kerch).

Discusión sobre el tabaco.


—Una señorita, ¡y fuma! Sí, ya se sabe que todas las personas
somos iguales, pero qué quiere que le diga, no está bien que una
señorita fume. El tabaco pone ronca la voz y la boca suelta olor a
hombre. Una señorita está para chupar caramelos, echarse
perfume, que de ella salga un olor delicado. Si no, el caballero –
¡pum! — con sus cumplidos, y usted – ¡paf! — con ese olor a
hombre. El sexo masculino no soporta el olor a hombre. ¿O qué
opina usted, señorita, eh?
Yo:
—¡Sí, tiene razón: es un mal hábito!
Otro soldado:
—Pues yo, camaradas, yo lo que pienso es que aquí no entre el
seo femenino. Se traga por la garganta, — y la garganta es para
todos la misma. Da igual tabaco que pan. Y si los caballeros no se
enamoran, quizá hasta mejor, muchos sólo quieren menearla. ¡A-
mor! ¡Lujuria, y no amor! Y si alguien se enamora — por su alma, la
aceptará con todo y olor, es más, le liará los cigarrillos. ¿Tengo
razón, señorita, eh?
Yo:
—Toda la razón, — mi marido siempre me lía mis cigarrillos. Y él
no fuma. (Miento).
Mi defensor — a otro:
—Ya ve, no es una señorita. Allí tiene, hermano, erramos el tiro.
Y qué, ¿su esposo es estudiante o qué?
Yo, recordando las advertencias:
—No, en general así…
Otro, poniendo las cosas en claro:
—O sea que viven de su capital.
Mi defensor:
—¿Es decir que va a su encuentro?
Yo:
—No, voy por mis hijas, él se quedó en Crimea.
—¿Tiene usted su propia dacha en Crimea?
Yo, serena:
—Sí, y una casa en Moscú. (La dacha es inventada).

– Silencio —

Mi defensor:
—¡La veo valiente, madamita! ¿Acaso en estos tiempos se
confiesan cosas así? Ahora, de puro miedo, cualquiera estaría
contento de enterrar con sus propias manos ya no digamos su casa
y su dinero, ¡hasta a sí mismo!
Yo:
—¿Por qué con sus propias manos? Llegado el momento —
habrá quien lo entierre. Por lo demás, también antes pasaba: los
autoenterradores: se autoenterraban en vida — para la salvación de
su alma. Y ahora para la salvación de su cuerpo.

– Ríen, río yo también. —

Mi defensor:
—¿Entonces su esposo no está con la gente sencilla?
Yo:
—No, está con la gente toda.
Mi defensor:
—No me queda muy claro.
Yo:
—Como Cristo lo ordenó: no existen pobres ni ricos: existe la
humanidad y en todos está Cristo.
Mi defensor, con alegría:
—¡Justo! ¡Así es! Tú no tienes la culpa de tu riqueza, ni tienes la
culpa de tu bajeza… (Con cierto recelo:)… Y usted, señorita, ¿no irá
a resultarnos bolchevique?
Otro:
—¡Bolchevique! ¡Pero si tiene su propia casa!
El primero:
—No estés tan seguro, entre ellos muchos son de la clase
instruida, — también hay nobles y comerciantes. Se hacen
bolcheviques sobre todo los señores. (Me observa, vacila:) Y
además lleva el cabello corto.
Yo:
—Es la moda[b].
De repente se estremece, más bien, arremete, un marinero:
—Sus reflexiones, compañeros, no van bien encaminadas, hay
un elemento inconsciente. ¡Justo esas personas instruidas, esos
nobles, esos malditos Junkers no son los que han inundado Moscú
de sangre! ¡Vampiros! ¡Canallas! (A mí:) Y a usted, camarada, un
consejo: menos Cristos y menos dachas en Crimea. Esa época ya
pasó.
Mi defensor, asustado:
—¿No ve qué joven es?… Qué dacha puede tener, — ha de ser
una casucha sobre tres palos, como la que tengo yo en la aldea…
(Conciliador:) Hasta sus botines están bien gastaditos…

A propósito del marinero. Insultos ininterrumpidos. Los otros (¡es


bolchevique!) callan. Yo, finalmente, dócil:
—¿Por qué sólo habla con insultos? ¿Le resulta agradable?
El marinero:
—No es que insulte, camarada, — es mi forma de hablar.
Los soldados sueltan una carcajada.
Yo, pensativa:
—Fea forma.

Ese mismo marinero, en Oriol, junto a la ventana abierta, con la más


dulce de las voces: «¡Qué brisa maravillosa!».

Alia (4 años).
—¡Marina, sabes, Pushkin no lo dijo bien! Él dijo:

Los cañones del muelle disparan,


A los barcos piden atracar[11].

Y hay que decir:

Los cañones – ¡de la casa disparan!


(Después de la rebelión).

La plegaria de Alia durante y a partir de la rebelión: «Salva, Dios, y


protege: a Marina, a Seriozha, a Irina, a Liuba, a Asia, a Andriusha,
a los oficiales y no-oficiales, a los rusos y no-rusos, a los franceses y
no-franceses, a los heridos y no-heridos, a los sanos y no-sanos, —
a todos nuestros conocidos y no-conocidos».

Moscú, octubre-noviembre de 1917


LIBRE TRÁNSITO

Calle Prechístenka, Instituto de la Dama-Caballero Chertov[12], hoy


Departamento de Artes Plásticas.
¡Juro por el Estix que de haber vivido hace ciento cincuenta
años, habría sido, sin lugar a dudas, una Dama-Caballero! (He
venido por un salvoconducto para ir a la provincia de Tambov «a
estudiar los bordados artesanales», es decir, por mijo. Libre tránsito
(transporte) de pud[13] y medio).

Viaje a la estación Usman, provincia de Tambov.


Embarque en Moscú. El último minuto — como si se hubiera
abierto el infierno: gañidos, alaridos. Yo: «¿Qué es esto?». Un
campesino, tosco: «¡Cállese! ¡Cállese! ¡Ya se ve que todavía no ha
ido». Una campesina: «¡Señor, ten piedad de nosotros!». Terror,
como ante los opríchniki[14], el vagón entero — una tumba. Y,
efectivamente, un minuto más tarde, pese a nuestros billetes y
nuestros permisos nos expulsan. Resulta que los de la Armada Roja
necesitaban el vagón.
En el último instante, N, su amigo, su suegra y yo, gracias a mi
credencial, logramos volver a entrar.

Trágicamente comienzo a darme cuenta de que vamos a un puesto


de requisición y… casi en el papel de requisidores. La suegra tiene
un hijo-soldado-del-ejército-rojo en el destacamento de requisición.
Nos prometen todo tipo de bienes (manteca incluida). Nos
amenazan todo tipo de males (muerte por asesinato incluida). Los
campesinos furiosos, llegan incluso a incendiar vagones. La suegra
me consuela:
—He ido ya tres veces, — y Dios se ha apiadado de mí. ¡Hay
harina por monto-o-ones! Y que los campesinos se enfurezcan — se
entiende… ¿Quién es enemigo de su propio bien? Roban, roban,
¡puro robo! Hasta yo he llegado a decirle a mi Kolka[15]: «¡Teme un
poco a Dios! Aunque no vengas de familia noble, como quiera
teníamos holgura y honorabilidad. ¿Cómo puedes echar a la gente
así a la calle? De acuerdo, has conseguido un poder muy grande —
está bien — úsalo, sácale provecho. Es cosa de tu buena estrella».
Porque, señorita, cada uno tiene su ventura. Ah, ¿no es usted
señorita? ¡Vaya, se me arruinó el asunto! Porque yo también
comercio con el casamenteo. ¡Qué novio le habría podido encontrar!
¿Y el esposo, dónde está? ¿Sin noticias? ¿Y dos niñas? ¡Mal, mal!
»Así se lo digo a mi hijo: “Llévatelo a mitad de precio, para que a
ti no te fastidie y el otro no se ofenda”. Porque si no, qué es esto,
una especie de hurto a mano armada. ¡De ve-eras! Es que, señorita,
se entiende… (pero por qué le digo tanto señorita, – ¡su situación es
peor que la de una viuda! ¡Ni esposa de su marido, ni princesa de su
amigo!)… Es que, damita, se entiende: es un muchacho joven, una
edad espléndida, ¿cuándo pasársela bien si no ahora? Pero él no se
acaba de dar cuenta de que desvalijar al otro — es arruinarse a sí
mismo. Hasta para ordeñar una vaca — hay que tener cabeza.
Ordeña, pero no con saña. Sí…
»Por otro lado, qué respeto me tienen allá en su puesto — le
juro, ¡es como si fuera yo una emperatriz viuda! ¡El uno me ofrece
una cosa, el otro aparece con otra. Mi Kolka se lleva bien con el jefe
del destacamento, estuvieron en la misma clase, los dos dejaron el
instituto real después del cuarto año: Kolka — a una oficina, y el otro
— la pura buena vida. O sea, son compañeros. Y cuando vino este
cambio, emergió del fondo, subió como una burbuja. Y llamó a mi
Kolka a trabajar con él. ¡Azúcar! ¡Manteca! ¡Huevos! ¡Sólo les falta
— bañarse en leche! Es la cuarta vez que voy.

De las conversaciones en el vagón:


—Y así van a seguir las cosas, hasta que no quede: de mil — el
Esposo, de diez mil — la Esposa.

—Pues hay, camaradas, en Moscú una iglesia — del «Ángel del


Gran Sóviet[16]».

Discusión nocturna sobre Dios. Encono de los soldados por los


iconos y amor por Dios. — «¿Qué sentido tiene besar una tabla? Si
quieres rezar, ¡reza solo!».
Un soldado — a un oficial (con tipo de antiguo liceísta, raya en el
pelo, tartajea): «Y usted, camarada, ¿por qué religión se inclina?».
De la oscuridad — la respuesta: «Soy espiritista del Partido
Socialista».

En la estación de Usman. Las doce de la noche.


Llegada. Una fonda. Las mesas desvencijadas. Revólveres,
cintas de ametralladora, arneses de cuero por todos lados. Están
contentos, nos agasajan. Nosotros, los festejados, vamos todos
descalzos — viniendo de la estación por poco nos ahogamos. Para
la suegra, sin embargo, se agenciaron los botines con polainas del
ama de casa.
Las amas de casa: dos ancianas mordaces y atemorizadas.
Servilismo y odio. Una de ellas — a mí: «Y usted qué – ¿es
conocida de ellos?». (Guiñando un ojo en dirección al hijo de la
suegra). El hijo: cara estilo Chíchikov[17], ojizarcas ranuras porcinas.
La piel debajo del pelo la percibes intensamente rosada. Una
mezcla de queso holandés y jamón. Con su madre es
insolentemente ceremonioso: «Mamita»… «Usted» — y «¡Váyanse
todos — a todos los…!».
Yo, gracias a Dios, paso inadvertida. La suegra, al presentarme,
fue vaga e imprecisa: «Con sus parientes, todavía en aquellos
tiempos, tenía yo algún trato»… (Resulta que hace unos quince
años cosía para la esposa de mi tío. «Tenía un taller propio… Cuatro
costureras trabajaban para mí… Todo muy bien… Y en eso — mi
marido me jugó una mala pasada: ¡la palmó!»). En una palabra, yo
no existo, — yo: asisto…
Bebidos y comidos, nuestros dos compañeros, junto con los
demás, se retiran a dormir al vagón. La suegra y yo (es la suegra de
un conocido de N, que en realidad fue quien me instigó a hacer este
viaje), — la suegra y yo nos acomodamos en el suelo: ella sobre los
edredones y almohadones de las patronas, yo — así.

Me despierta un fuerte golpe. La voz de la casamentera: «¿Qué


pasa?» — Una segunda bota. — Salto. Oscuridad absoluta. Cada
vez es más fuerte el pisoteo, las risotadas, las palabrotas. Una voz
sonora desde la oscuridad: «No se inquiete, mamita, es el
destacamento de requisición que viene para el registro».
Se enciende una cerilla.

Gritos, llanto, el tintineo del oro, las ancianas con el pelo al


descubierto, los edredones desgarrados, las bayonetas… Registran
por todos lados.
—¡Busquen bien tras los iconos! ¡Y tras los santos! ¡A los dioses
también les gusta el oro!
—Pero nosotros… Acaso tenemos… ¡Hijito! ¡Padre! ¡Sé padre!
—¡A callar, vieja carroña!
El cabo de una vela danza. Gigantescas — sobre la pared — las
sombras de los soldados rojos.
(Resulta que desde hacía tiempo las dueñas de la fonda estaban en
la mira. El hijo sólo esperaba la llegada de la madre; algo así como
las maniobras de la flota o el desfile de las tropas en honor de la
Emperatriz Viuda).

El registro se prolonga hasta el amanecer: despierte cuando


despierte — siempre lo mismo. A la mañana siguiente, cuando me
siento a tomar el té, una idea cabal: «Nos podrían envenenar. Con
toda facilidad. Le añaden algo al té, y asunto terminado. ¿Qué
perderían? Expoliados “los tesoros” — nada que perder. Y si nos
fusilan – ¡igual íbamos a morir!».
Y, definitivamente convencida, lo bebo.

Aquella misma mañana partimos. No fui la única que tuvo esa idea.

Los opríchniki: un judío con lingote de oro al cuello, un judío —


padre de familia («si Dios existe, no me estorba, y si no existe —
tampoco me estorba»), un «georgiano» salido de la plaza
Triunfálnaia, con una cherkeska[18] roja, por diez kopeks degollaría a
su madre.

Mis dos compañeros de viaje se fueron a la antigua hacienda del


príncipe Viázemski: estanques, jardines… (Es célebre por una brutal
manzana).
Se fueron — no nos llevaron. Me quedo a solas con la suegra y
con mi alma. No me ayudarán ni la una, ni la otra. La primera ya
comienza a enfriarse (conmigo), la segunda ya comienza a hervir
(en mí).
Con la tetera a buscar agua caliente a la estación. Un muchacho de
doce años, «ayudante de campo» de uno de los oficiales de
requisición. Cara redonda, insolentes ojos azules, y sobre los
blancos rizos borreguiles — una gorra colocada con desenfado. Una
mezcla de cupido y patán.

La patrona (la esposa de aquel opríchnik con el lingote) — es una


pequeña (¡araña!) judía morenísima, que «adora» las cosas de oro y
las telas de seda.
—Estos anillos que lleva, ¿son de platino?
—No, de plata.
—¿Y entonces por qué los usa?
—Me gustan.
—¿Y no tiene de oro?
—Sí, sí, tengo, pero en general no me gusta el oro: es burdo,
obvio…
—¡Ah, pero qué dice! El oro es el metal más noble. Todas las
guerras, Yosia me lo ha dicho, se hacen por oro.
(Yo, para mis adentros: «¡Como todas las revoluciones!»).
—Y, dígame, ¿no ha traído con usted sus objetos de oro? ¿No
estaría dispuesta a transferirme algo? ¡Oh, no tema, no le diré nada
a Yosia, será un negocio entre mujeres! ¡Un secretito entre nosotras
dos! (Ríe lascivamente). Podríamos organizar una especie de
Austausch[19]. (Bajando la voz:) Porque yo tengo buenas reservas…
¡Tampoco se lo digo siempre a Yosia!… Si usted necesita manteca,
por ejemplo, — hay manteca, si necesita harina absolutamente
blanca — hay harina absolutamente blanca.
Yo, apocada:
—Pero es que no he traído nada conmigo. Dos cestas vacías
para el mijo… Y diez arshinas[20] de percal color rosa…
Ella, casi con insolencia:
—¿Pero dónde dejó sus cosas de oro? ¿Acaso uno puede dejar
las cosas de oro e irse sin más?…
Yo, articulando:
—No sólo dejé mis cosas de oro, dejé… ¡a mis hijas!
Ella, divertida:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué chistosa es usted! ¿Acaso los niños son
una mercancía? Hoy en día todos dejan a sus hijos, los acomodan
por ahí. ¿Cuáles niños, cuando no hay de comer? (Sentenciosa:)
Para los niños hay albergues. Los niños son propiedad de nuestra
Comuna socialista…
(Yo, para mis adentros: «Lo mismo que nuestros anillos de
oro»…).

Convencida de mi no solvencia en oro, tragándose las palabras, me


cuenta. Antes de haber sido la propietaria de un taller de confección
en «Petrogrado».
—¡Ah, qué apartamentito teníamos! ¡Un cuento y no un
apartamento! Tres habitaciones y una cocina, y también un trastero
para la sirvienta. Jamás permití a la criada que durmiera en la
cocina, — es poco aseado, pueden caer pelos en las ollas. Uno de
los cuartitos era el dormitorio, otro el comedor, y el tercero, color
cielo — el recibidor. Y es que yo tenía clientes muy importantes,
vestía a la crema y nata de Petrogrado con mis chaquetas… Oh,
nos ganábamos muy bien la vida, y cada domingo recibíamos
visitas: había vino, y los mejores productos, y flores… Yosia tenía un
equipo completo de fumador: una mesita afiligranada, de las del
Cáucaso, con todo tipo de pipas, y pequeños objetos, y ceniceros, y
cerilleros… Se lo compramos de ocasión a un fabricante… En casa
también se jugaba a las cartas y, le aseguro, no por una bicoca…
Y tuvimos que dejarlo todo: rematamos los muebles, algo, eso sí,
escondimos… Por supuesto que Yosia tiene razón, el pueblo no
puede seguir sufriendo los grilletes de la burguesía, pero cuando se
tiene un apartamento así…
—¿Y qué hace usted aquí cuando llueve, cuando todos los suyos se
van a la requisición? ¿Lee?
—Sí…
—¿Y qué está leyendo?
—El capital de Marx, mi marido no me da novelas.

La estación de Usman, la provincia de Tambov, en donde nunca


antes había estado y a donde no volveré. Treinta verstas a pie por
un campo segado, para canjear el percal (rosado) por grano.

Los campesinos.
Sesenta isbas — una sola cantinela:
—No, no, no tenemos nada, vender — no vendemos y canjear —
no canjeamos. Lo que teníamos — nos lo quitaron los camaradas.
Dios quiera que al menos quedemos con vida.
– Pero yo no me llevo nada sin pagar ni les voy a pagar con
dinero soviético. Tengo cerillas, jabón, percal…
¡Percal! ¡Una palabra mágica! ¡La primera (¡la serpiente viene
después!) pasión de nuestra antepasada Eva! Los ojos se
encienden, las frentes se aclaran, los brazos se extienden. Ni las
bisabuelas desentonan, salpicaduras de bocas desdentadas:
«¡Percal! ¡un poquito! ¡para mi sudario!».
Y yo, en un asfixiante cerco de: abuelas, bisabuelas, mozuelas,
zagalas, damiselas y mocosuelas, arrodillada ante la cesta —
escarbo. La cesta es minúscula, yo — quedo totalmente a la vista.
—¿El jabón es perfumado? ¿Y del ordinario no tienes? ¿A
cuánto las cerillas? ¿El percal es resistente? ¡Manka, eh Manka, no
te iría mal para una blusa! ¿Cuántas arshinas dices? ¡Di-ez! ¡No
llega ni a ocho!
Lo palpan, lo huelen, lo estiran, lo alisan y, si te descuidas —
hasta lo prueban con los dientes.
Y de pronto una de ellas estalla:
—¡El color! ¡El color! Es idéntico al que Katka[21] compró la
semana pasada para una falda. También lo vendía una de Moscú.
Sempiterno – ¡y parecía seda! Los mismos pliegues y frunces…
Mamita, eh, mamita, ¿lo compramos? A ver, marchanta, ¿a cuánto
das la arshina?
—No lo vendo por dinero.
—¿No lo ve-endes? ¿Cómo que no lo vendes?
—Así, ustedes saben que el dinero no vale nada.
—¿Qué sabemos nosotras? Nuestra vida es de ignorancia. Otra
que también vino de Moscú nos contó que a vosotros allá las cosas
os van muy bien.
—Vayan — y vean.
(Silencio. Miradas de reojo al percal. Suspiros).
—¿Qué necesitas?
—Mijo, manteca.
—¿Man-te-ca? No, aquí no hay manteca. ¡Como si nosotros
tuviéramos manteca! Comemos a palo seco. ¿No querrás un poco
de miel?
(Visión relámpago de mí misma anegada en una miel que se
desparrama, y debido a esta visión – ¡mi casi furia!).
—No, lo que quiero es manteca — o mijo.
—Y si fuera mijo, ¿cuánto quieres por el percal? (Por cierto, no
es percal, es una sempiterna rosada, rara y preciosa, obtenida
gracias a las tarjetas de racionamiento).
Yo, de golpe intimidada: medio pud. (Me habían aconsejado –
¡tres!).
—¿Me-dio-pu-ud? ¡Qué precio es ése! ¿Es de seda tu percal, o
qué? Lo único que tiene bonito es el color. Y mira, destiñe, con el
agua perderá el color.
—¿Cuánto me dan?
—Tuya la mercancía — tuyo el precio.
—Ya lo he dicho: medio pud.
Reflujo. Cuchicheos…
Observo la isba. Todo es bruno, como de bronce: los techos, los
suelos, los bancos, los cacharros, las mesas. Nada sobra, todo es
eterno. Los bancos parecen en la pared enraizados, o más bien —
brotados. Y hasta los rostros armonizan: ¡brunos! ¡Y el ámbar en el
cuello! ¡Y los cuellos! Y con toda esta brunicidad de fondo — el
último jirón azul de un Veranillo que ha llegado tarde. (¡Cruel
palabra!).

Los cuchicheos se prolongan, la paciencia se estira — y se rompe.


Me levanto y, seca:
—Y entonces, ¿lo toma o no lo toma?
—Bueno, si fuera por dinero — tal vez… Pero tú misma date
cuenta, ¿qué es nuestro haber?
Recojo el mío (tres trozos de jabón, un paquete de cerillas, diez
arshinas de raso), cierro la cesta con el bastoncillo.
En la puerta:
—¡Buena suerte!
Veinte pasos. Pies descalzos a mi espalda.
—¡Marchanta! ¡Eh, marchanta!
Sin detenerme:
—¿Qué?
—¿Quieres siete leibras?
—No.
Y furiosa, sin reparar en cinco isbas, — a la sexta.

A veces pasa distinto: el trato hecho, el mijo separado, el percal


desenrollado y — en el último momento: «Sólo Dios sabe de dónde
habrás venido. ¡Portadora de desgracias, seguro! Y esos pelos
rapados… Anda, sigue tu camino y que te vaya bien… ¡No
queremos tu percal…».
Y también pasa así:
– Para ti, moscovita, nuestra vida es incomprensible. ¿Crees que
todo lo tenemos porque sí? Este mijo de aquí, según tú, – ¿nos cayó
del cielo? Quédate un poco en el campo, prueba a trabajar nuestro
trabajo para que te des cuenta. Vosotros, moscovitas, tenéis más
suerte, todo os llega de las autoridades. Tu percal, apuesto a que
tampoco te costó nada.
… Regálanos la cajita de cerillas para que tengamos con qué
recordarte, forastera.

Y se las doy, por supuesto. Por arrogancia, por repugnancia, justo


como Cristo pidió que no se diera: ¡asegurando mi camino al hades
— la doy!

Por el grito: «¡Las gallinas ya no ponen!» estoy dispuesta a


estrangular no sólo a todas sus gallinas, sino a ellas – ¡todas! —
hasta la décima generación. (No oigo otra respuesta).

El mercado. Faldas — cerditos — calabazas — gallos.


Reconciliadora y seductora la belleza de los rostros femeninos.
Todas ojinegras y todas con collares.
Compro tres campesinitas de juguete talladas en madera, y me
aferro a una campesina viva, a quien regateo una gargantilla de
ruedecitas de ámbar oscuro, y con ella salgo del mercado — sin
nada. Por el camino me entero de que «paseó con un soldado el día
de la Virgen de Kazán[22]» — y allí está… En espera del parto, por
supuesto. Como toda Rusia, por cierto.
En casa. La indignación de la patrona por el ámbar. Mi soledad.
Voy a la estación en busca de agua para el té, las jóvenes: — «¡La
señorita se ha puesto ámbar! ¡Qué desondra! ¡Qué desondra[23]».

Lavo el suelo en casa de la palurda.


– ¡Séqueme el charco! ¡Cuelgue el sombrero! ¡No lo hace bien!
¡Siga el sentido de las maderas! ¿En Moscú se hace de otra
manera? Yo, la verdad es que no puedo fregar el suelo, – ¡me
duelen los riñones! Usted seguro se acostumbró de niña.
Trago mis lágrimas en silencio.

Por la noche, me arrebatan la silla sobre la que estoy sentada,


ingiero mis dos huevos sin pan (¡en el puesto de requisición, en la
provincia de Tambov!).
Escribo a la luz de la luna (la sombra negra del lápiz y la mano).
Alrededor de la luna un círculo enorme. Una locomotora resopla.
Las ramas. El viento.

¡Señores! ¡Amigos míos de Moscú y de todos lados! ¡Piensan


demasiado en su propia vida! No tienen tiempo de pensar en la mía,
— y valdría la pena[24].

Una suegra: ex-costurera, casamentera del Zamoskvorechie[25],


despabilada y conversadora («mi marido me jugó una mala pasada
– ¡la palmó!»). Un palurdo, comunista con un lingote de oro al cuello;
una pequeñoburguesa-judía, ex-propietaria de un taller de costura;
una banda de ladrones vestidos con cherkeska; unos campesinos
taciturnos y sospechosos, un pan ajeno (vender aquí por dinero –
¡es demasiado incluso para la conciencia comunista!).
Desde todos los puntos de vista soy un paria: para la palurda –
«pobre» (medias baratas y cero diamantes), para el palurdo –
«burguesa», para la suegra – «de antaño», para los soldados del
Ejército Rojo — una señorita arrogante de pelo corto. Las más
cercanas a mí (¡a mil verstas de distancia!) son las viejas
campesinas con quienes comparto la pasión por el ámbar y las
faldas multicolores — y una misma bondad: como una cuna.

«¡Señor! ¡Matar a muerte — a quien tenga azúcar y manteca!».


(Dicho local).

«No había ciudad más tranquila que la nuestra!».


(Relato de un campesino en el camino a Usman. — ¿No se
referirá a toda Rusia?).

Hoy los opríchniki derribaron un poste telegráfico para calentarse.

La patrona se inclina a recoger algo. De su seno cae un puñadito de


monedas de oro que ruedan tintineando por toda la habitación.
Los presentes primero bajan los ojos, pero luego los desvían.

Desde temprano — al pillaje. — «Tú, mujer, quédate en casa y


prepara la kasha que yo traeré la mantequilla…». — Como en un
cuento. — Hacia las cuatro vuelven. Nuestros Kaplan tienen algo
parecido a un comedor. (La patrona: «Para ellos es cómodo, y para
Yosia y para mí — provechoso». Los «productos» — son gratis, las
comidas — pagadas). El vino no se ve. Manteca, oro, paño, paño,
manteca, oro. Llegan cansados: colorados, pálidos, sudorosos, de
mal humor. La patrona y yo nos precipitamos a poner la mesa. Sopa
de gallo, kasha, blinis, tortilla. Primero comen en silencio. Bajo la
caricia de la manteca y de la mantequilla sus frentes se desarrugan
y sus ojos se humedecen. Después del pillaje — el reparto: de
impresiones. (El reparto de bienes se lleva a cabo en el lugar de los
hechos). Comerciantes, popes, kulaks[26] de aldea… Uno tiene tanto
lienzo… Otro, un cubo de mantequilla fundida… Otro, mil rublos en
dinero imperial… De vez en cuando — solamente un gallo…
Ruzman (casado) es bondadoso. Si descubre algún fruto
prohibido (escondido), como un saco de harina, es compasivo:
—¡Ay, ay, ay! ¡Su familia es numerosa! ¡No puede, de verdad,
alimentar sólo de aire a siete hijos, una esposa, una abuela y un
abuelo!
Pero en él también hay un conocedor: así, lo que ha sido
sutilmente escondido y ardientemente defendido, suscita su
admiración.
—¡Qué bribón, este Mikishikin, qué bribón! ¡Se le podría
encargar la liquidación de los bancos! ¡¿Dónde creen que habrá
embalsamado su dinero imperial?!
Poco a poco (¡octavo día!) comienzo a enterarme, a
familiarizarme, ya comparto (¡líricamente!) los triunfos y las
desgracias, la patrona ya, intranquila por la larga ausencia del
marido — a mí:
—¿Qué pasará con Yosia, nos estará traicionando?
Estoy en medio de un cuento, mitten drinnen[27]. El bandido, la
mujer el bandido — y yo, la sirvienta de la mujer del bandido. Por
supuesto, podría ocurrir que — me apoderara de un hacha… Pero lo
más probable es que después de haber diseminado felizmente mis
18 libras de mijo por los 80 puestos de control, irrumpa alegre en mi
cocina de Borís y Gleb, y allí — sin recobrar el aliento – ¡me evapore
en un verso!

Me invitan a la requisición. (¡Así invitaban los duques, en otros


tiempos, a la caza!).
—¡Deje ya sus cerillas!… (¿Cuántas cajitas le quedan? ¿Cómo
— ha regalado tres? ¡Ay, ay, ay! ¡Qué poco práctica!). Venga con
nosotros, aun sin cerillas traerá de regreso un vagón lleno de harina.
No tendrá que hacer nada con sus manos — le doy mi palabra de
honor de comunista: ¡no tendrá que mover ni el más pequeño de
sus deditos!
Y la patrona, celosa (no de mí, por supuesto, sino de los
«productos» que imagina).
—¡Ah, Yosia, cómo es posible! ¡Y quién me lavará los platos
mañana, cuando vaya al mercado por la levadura!
(El único «producto» que se compra en esta familia).

¡Muchos platos lavados y el suelo ya dos veces fregado! La


sensación de haber sido irremediablemente reducida a la esclavitud.
La malvada suegra, siguiendo a la patrona, me maltrata. De mis
desleales Teseos (¡bella – Naxos!) hace más de una semana que no
hay señales de vida.
Por lo pronto tengo: 18 libras de mijo, 10 libras de harina, 3 libras
de manteca, ámbar y tres muñecas para Alia. Amenazan con los
puestos de control.

Estallo de risa y de rabia. La tarde pasaba como de costumbre.


Entraban, salían, bromeaban, fumaban, planeaban las incursiones
del día siguiente, hacían balance de las recientes. En una palabra:
la paz. Y de pronto: un trueno: ¡Dios! Quién comenzó — no
recuerdo. Sólo recuerdo mi voz:
—Señores, si no existe – ¿por qué lo odian de esa manera?
—¿Y a usted quien le dijo que odiamos al Señor Dios?
—O lo aman demasiado: no paran de hablar de Él.
—Hablamos, porque aún hay muchos que creen en estas
tonterías.
—¡Yo la primera! Nací tonta y tonta he de morir. (Irrupción de la
suegra).
Levit (condescendiente):
—Usted, madame, es un fenómeno del todo comprensible, todas
nuestras mamás y nuestros papás creían, pero (encogiéndose de
hombros en dirección a mí)… que la camarada a una edad tan joven
y con la posibilidad de aprovechar todos los bienes culturales de la
capital…
La suegra:
—¿Qué más da que sea de la capital? ¿Usted cree que en
Moscú todos son ateos, o qué? En Moscú tenemos, vamos a ver,
sólo en iglesias… cuarenta veces cuarenta, amén de los
monasterios, amén de…
Levit:
—Son los vestigios del régimen burgués. Haremos monumentos
con el hierro de sus campanas.
Yo:
—A Marx.
Mirada perspicaz:
—Exacto.
Yo:
—Y también al eliminado Uritski. Por cierto, yo conocí al asesino.
(Sobresalto. Alargo la pausa.)… Pues claro, jugábamos juntos en el
mismo arenero: Kannegiser[28] Leonid.
—¡La felicito, camarada, por esos juegos!
Yo, terminando mi frase:
—Era hebreo.
Levit, sulfurándose:
—¡Eso no tiene que ver con el asunto!
La suegra, no ha entendido:
—¿A quién mataron los judacas?
Yo:
—A Uritski, el jefe de la Cheká[29] de Petersburgo.
La suegra:
—¡Va-aya! ¿Y qué, él también era judaca?
Yo:
—Judío. Y de buena familia.
La suegra:
—Entonces han de haber tenido una pelotera. Por cierto, eso es
una rareza entre la judería, entre ellos pasa al revés: se protegen, si
el padrino se quema, el rabino le sopla, se lo juro.
Levit, a mí:
—Y entonces, camarada, ¿qué pasó después?
Yo:
—Después pasó el atentado contra Lenin[30]. También una judía
(dirigiéndome al patrón, amable), con su mismo apellido: Kaplan.
Levit, adelantándose a la respuesta de Kaplan:
—¿Y qué quiere usted demostrar con eso?
Yo:
—Que entre los judíos, como entre los rusos, hay de todo.
Levit, saltando:
—Yo, camarada, no comprendo: o no estoy oyendo bien, o su
lengua no está diciendo lo que debería. Está usted en un puesto de
requisición, en la estación de Usman, en al casa de un miembro
efectivo del PCR, el camarada Kaplan.
Yo:
—Bajo el retrato de Marx…
Levit:
—Y pese a todo, usted…
Yo:
—Y pese a todo yo. ¿Por qué no intercambiar opiniones?
Uno de los soldados:
—Dice bien la camarada. ¡¿Cuál libertad de expresión si no
puedes ni hipar como te da la gana?! Y la camarada no ha hecho
ninguna declaración extraordinaria: que un judas se despachó a
otros judas, y eso ya lo sabíamos.
Levit:
—Camarada Kuznetsov, le ruego que retire sus ofensivas
palabras.
Kuznetsov:
—¿Dónde ve la ofensa?
Levit:
—¡Se ha permitido llamar a una víctima ideológica — judas
Kuznetsov:
—Tranquilo, camarada, que yo también soy miembro del Partido
Comunista. Si dije judas — fue sólo por costumbre.
La suegra a Levit:
—¿Pero por qué se exalta tanto, querido? «Judas», – ¿y qué
más da? En Moscú todo el mundo los llama judas y ninguno de los
decretos de interdicción de ustedes puede nada contra eso. ¡Es
Judas porque crucificó a Cristo!
—¡¡¿A Cristo-o-o?!!
Fue como un latigazo. Como el impacto de un latigazo. De
muchos latigazos. Salta. Las ventanas de su aguileña nariz aletean.
—¿Con que ésas son sus convicciones, madame? ¿Ésas las
provisiones que va buscando de provincia en provincia? — ¡Eso
también le concierne a usted, camarada! — ¿Hacer propaganda?
¿Organizar pogroms? ¿Quebrantar la firmeza del poder soviético?
¡La voy a!… En una fracción de segundo la voy a…
—¡No me asusta! ¿Para qué si no tengo un hijo? ¡Es más
bolchevique que cualquiera de ustedes! Pero – ¡qué se ha creído!
¡Sólo porque no está Kolia! ¡Mira que lanzar silbidos viperinos contra
una viuda respetable! Cincuenta años sobre la faz de la tierra, — y
nunca una vergüenza semejante…
La patrona:
—¡Madame! ¡Madame! ¡Cálmese! ¡El camarada Levit estaba
bromeando, es su manera de bromear! Pero juzgue por usted
misma…
La casamentera, desentendiéndose:
—No quiero ni juzgar, ni bromear. ¡Estoy harta de su nueva vida!
Con Nicolasha — teníamos pan y gachas[c], y ahora por esas
mismas gachas – ¡que Dios me perdone! — andamos treinta verstas
en medio del lodazal y con la lengua de fuera, como perros…
Uno de los soldados: ¿Nicolasha y las gachas? ¡Uy, que
vivaracha!… ¿No es hora de irnos a casa, muchachos? Mañana al
alba toca Ipátovka.

N y el yerno han vuelto. Han traído harina, están contentos. Y medio


pud es para mí. Mañana iremos. Iremos, si logramos subirnos (al
tren).

Stenka Razin[31]. Dos San Jorge. Una cara redonda, maliciosa,


pecosa: Esenin[32], pero sin menudez. Acaba de llegar, junto con
otros mocetones, de la requisición. Lo veo por primera vez.
– ¡Razin! — No lo dije yo: ¡mi corazón tañó! (¡El corazón! ¡La
campana! ¡Sólo que no hay campaneros!).
Una salvedad: mi Razin (el de la canción)[33] es rubio, — rizos
rubios con tintes rojizos. (A propósito, qué insensatez decir «rubio»,
sin decir «rizo»; de rizos rubios, rubiorizado: fogoso y ruborizado.
Porque ¿qué significa rubio? — ¿Claro? ¡Sentencia mocha!).
Pugachov es negro, Razin blanco. ¡Y la propia palabra: Stepan!
Espera, paja, pan. ¿Acaso existen Stepanes negros? Y: Ra — zin.
Riada — río — rasa, ¡Razin! No hay negrura donde hay espacio. La
negrura — es espesura.
Razin — aún imberbe, pero ya con mil pequeñas persas. De
golpe se precipitóhacia mí, desbordante de júbilo[d]:
—¿Viene usted de Moscú, camarada? Claro, claro que conozco
Moscú. ¡La he contemplado desde lo alto de sus siete colinas! Era
aún muy pequeño cuando me aprendí estos versitos sobre Moscú:

Ciudad gloriosa y de alcurnia,


En tus colinas albergas
Los poblados y arrabales,
Los palacios y aposentos[34]…
Moscú — es la madre de todas las ciudades. En Moscú se originó
todo — el reinado.
Yo:
—Y en Moscú acabó.
Él, lo entiende y ríe:
—Una observación justa.

¡Oh, Moscú, Moscú, Moscú,


Con la cabeza dorada,
Res-guar-da-da!

En Moscú celebré la Pascua como Dios manda. La campana de


Iván el Grande[35] resonó — y las demás le respondieron, todas,
cada una con su propia voz — por separado, en conjunto, a la
frente, a la espalda — y yo ya no sabía si era el hierro el que
sonaba, o era yo. ¡Como si me hubiera vuelto loco, — se lo juro! Es
algo que no olvidaré jamás.

Algo decimos de las iglesias, de los monasterios.


—Usted, camarada, se ofende cuando se habla contra los
popes, alaba la vida monástica. Yo no digo nada en contra de eso: si
no aguantas a la gente — vete al bosque. En sociedad no vas a
salvar el alma, vas a perder cuarenta veces cuarenta almas ajenas.
Sólo que, honestamente, ¿cree usted que por eso se hacen popes o
monjes? Lo hacen por la panza, por la vida regalada. Como
nosotros, por ejemplo, con la requisición – ¡nomás piense! ¿Qué
tiene que ver Dios con esto? A Dios, cuando ve esa santidad, le da
náuseas. ¡Destruiría su mundo, si pudiera! ¡No, no te guarezcas en
Dios! Dios — es luz: deja pasar tu negrura. No se hace más negro a
causa tuya, ni tú te haces más blanco a causa suya. No es contra
Dios contra quien me rebelo, camarada, sino contra sus servidores:
¡manos desleales! ¡Cuánta gente se ha apartado de él a causa de
esas manos! Pero ¿acaso la gente está en su sano juicio? Mire, mi
padre, por ejemplo: — apenas empezó la persecución, se dio
cuenta: los inculpados no son los culpables. El pope, rabo de rata,
hace trastadas — y a quien llevan a la horca es a Dios. ¡Dios no es
culpable del buche del pope! Y son ustedes, dice, los mayores
culpables: ustedes no respetaban al pope y él dejó de respetarse.
Pero ¿cómo respetarlo? Yo, señorita, seguro que soy mejor. ¿Quién
es el mayor ladrón? — El pope. Y cuando se emborracha, — pues
entonces — pero usted es una señorita, sería indecente explicarle…
—Pero ¿y los monjes, los eremitas?
—De los monjes no hay nada que decir, usted lo sabe. Muchas
palabras de contrición, pero con la lengua se lamen de los labios los
pensamientos sucios. Ábrele el cráneo: nada, excepto carnes
ahumadas y saladas, y jovencitas, y licorcitos, aguardentosos, nada
más. ¡Ésa es la fe! ¡La vida monástica! ¡La salvación del alma!
—Pero en la Biblia, ¿se acuerda? Por un solo justo, salvaré
Sodoma. ¿O no la ha leído?
—Pues debo reconocer que no, no la he leído, — de niño
prefería perseguir palomas, hacer travesuras con otros niños. Pero
mi padre — él sí, es un gran hombre de iglesia. (Entusiasmándose:)
La Biblia, la abriera donde la abriera — te soltaba de memoria diez
páginas seguidas, con los ojos cerrados…
»Pero quisiera, camarada, terminar con lo de los monjes. Las
monjas, por ejemplo. ¿Por qué todas las monjas me comen con los
ojos?
Yo, para mis adentros: «Pero, querido, como no…».
Él, animado:
—Se contraen, se retraen, los ojos como pozos. ¿Pero a dónde
me arrastras con esos ojos? ¿Qué novicia puedes ser después de
esto? ¡Si tienes la sangre caliente — no te metas al convento, y si te
las das de novicia — mantén los ojos bajos!
Yo, bajando involuntariamente los míos: «Un Razin
desmoralizador». (En voz alta:)
—Mejor hábleme de su padre.
—¡Mi padre! Mi padre es un gran hombre. De ésos — que
escriben en los libros: Marx, digamos, o los hermanos Graco. Pero
¿quién los ha visto? Seguro han de ser extranjeros: se te traba la
lengua con el solo nombre, y no tienen patronímico. Hace tres mil
años — y allende océanos y mares — allende campos y montañas
— en los confines del mundo, – ¡no era difícil ser grande! Pero
quizás sólo sean invenciones. Ése de ahí (movimiento del brazo
hacia el Marx de la pared)… de cabeza desgreñada, ¿existió de
verdad?
Yo, sin pestañear:
—Lo inventaron. Los propios bolcheviques lo inventaron. De
regreso de Berlín, – ¿sabe? Se lo sacaron del cerebro, le pusieron
una chaqueta, una barba — le desgreñaron la melena, y lo pegaron
en todas las bardas.
—Usted, señorita, es atrevida.
—Igual que usted. (Ríe.)… Pero ¿no quería hablarme de su
padre?
—Mi padre. Mi padre es inspector de policía de la época
zarista… (Yo, para mis adentros: ¡como si inspeccionara la época
zarista!). Un gran hombre, le repito. De día y de noche lo seguiría
con una pluma por donde fuera para anotarlo todo. No suelta
palabra: ¡piedras pesadas! Todo el tiempo: las Tablas de la ley, los
emblemas del monarca, las estrellas de la aurora… Ah, se me pone
la carne de gallina, se lo juro. Por la noche se calienta su samovar,
se pone sus anteojos de carey, abre su enorme libro y al hojearlo –
¡qué tormentas y tempestades! (Bajando la voz:) …Conoce todos
los destinos. Todos los plazos. Lo que a cada uno le ha sido
señalado, lo que cada uno tiene destinado, no perdona a ninguno.
Predijo el derrumbamiento del zarismo. Aunque veneraba al zar
igual que a Dios. Y ahora dice: «Ya pueden hacerme pedazos, ya
pueden comerme vivo, que este poder no durará más de siete años.
Es — una serpiente, y caerá — como la piel de la serpiente…». Está
escribiendo un libro: Las lágrimas de Rusia. Ha llenado ya ocho
libretas de cuadrícula pequeña. No se lo enseña a nadie, ni siquiera
a mí… Sólo sé que son: Las lágrimas. Trabaja todas las noches
hasta que canta el gallo.

Dos San Jorge[36], salvó el estandarte.


—¿Que sintió al salvar el estandarte?
—¡No sentí nada! Hay estandarte — hay regimiento, no hay
estandarte — no hay regimiento.
Compró en subasta una casa en Klimachi por 400 rublos. Asaltó
un banco en Odesa – «¡los bolsillos rebosantes de oro!». Sirvió en el
regimiento del Heredero.

Le recito mis versos: «Al zar — en la Pascua», «Caballos de pura


sangre[37]»…
—¿Quién escribió eso? No uno del pueblo, ¿verdad? ¡Qué
vuelo! ¡Y se desploma como un trueno! — … Agua — cuadra…
¡Qué reprimenda le habrá caído por esas cuadras! Pero yo supongo
— que no es inventado, ¿eh? Han de haberle matado a su padre, a
su madre, a sus hermanos, a sus hermanas – ¡y entonces lo con-
sig-nó! ¡La buena vida no te hace escribir así! ¿Y no podría yo,
señorita, copiar de recuerdo ese verso sobre las cuadras?
—Lo arrestarán.
—¡¡¿A mí?!! (Su cara pasa de la inspiración a la rapiña).
¿Arrestarme — a mí? Aún no ha nacido el arrestador que se atreva
a arrestarme. No ha nacido, no ha sido. Además yo, señorita, tengo
cuatro relojes de oro. (¡Las manos a los bolsillos!). Si quiere —
verifique. Y todos marcan una hora distinta: uno la de Moscú, otro la
de Piter[38], otro la de Riazan, y éste (se golpea el pecho con el
puño), ¡la de Razin!
—¿Quiere que le diga unos versos sobre Stenka Razin? Los ha
escrito la misma persona. Escuche:

Los vientos se acostaron — crepúsculo dorado.


La noche ya se acerca — cual montaña de piedra.
Y él con su princesa[39]…

Recito como alguien que se ahoga, – ¡no!, como un pez que se


atraganta con su propio mar. (Un pez que habla… Hm… Bueno, en
los cuentos existen).
Luego de las suegras las casamenteras, los mijos, los cubos de
basura, los revólveres, los Marx — este rayo (la voz) que golpea
este azul (¡los ojos!). Y le recito a los ojos: ¡como miran! Al azul
azulejo: ¡lejos!
¡Stenka Razin!

Stenka Razin, no soy la princesita persa, no hay en mí esa perfidia


doble: la de Persia y la de quien no ama. Pero no soy rusa tampoco,
Razin, soy pre rusa, pre tártara, soy la Rusia previa a todos los
tiempos – ¡y vengo a tu encuentro! Stepan de paja, escúchame,
estepa: había carromatos y había nómadas, había fogatas y había
estrellas. El toldo del carromato – ¿quieres?, donde por un agujero
— brilla la estrella más grande.
Pero…
—Pero por favor, señorita, más grandes las letras: me cuesta lo
escrito a mano.
Con una alegría infantil observa la aparición de las letras
(escribo, por supuesto, con letra de imprenta).
—De… eme… ¡Ah! Y ésta es la iat[40], como una iglesita con su
cúpula.
—¿Es usted aldeano?
—¡Sub-urbano!

—Y ahora, señorita, por todas sus fatigas, le voy a contar un cuento


— de una ciudad submarina. Yo era aún pequeñito, no tenía más de
siete años, — y mi padre me lo contaba.
»Parece que en algún lugar de nuestra tierra rusa hay un lago, y
en el fondo del lago aquél — una ciudad sepultada: con iglesias — y
atalayas, con mercados — y graneros. (Repentina sonrisa forzada).
Torre para los bomberos — no hace falta: ¡lo hundido en las aguas
— ya no puede arder! Y al parecer esta ciudad se hundió de modo
muy especial[41]. Los tártaros se iban apoderando de nuestras
tierras e iban recolectando tributo: oro puro en forma de cruces,
plata pura en forma de campanas, carne y sangre puras en forma de
regalos. Ciudad tras ciudad, como espiga tras espiga, iban
cediendo: las llaves tintineaban, a los tártaros capoteaban. Pero hay
uno, un príncipe — que no es sumiso: “No entregaré lo que es
sacrosanto, mejor que corran mi sangre y mi llanto; no entregaré mis
arcanos – ¡que me corten pies y manos!”. Presta oído — el ejército
está cerca: hay galope de caballos. Convoca la ciudad a los
campaneros y les ordena que toquen con todas sus fuerzas, pro
última vez, las campanas: para tirria de los tártaros y gloria de Dios.
¡Y se esforzaron — los campaneros! ¡Lástima que yo, valiente
mozo, no estaba!… ¡Cómo tocaban! ¡Cómo sonaban! ¡Las entrañas
de la tierra — se pusieron a temblar!
»Y de esas campanas brotaron ríos de plata pura: mientras más
trabajaban los campaneros, más impetuosos eran los ríos. Pero la
tierra no acogía esa plata, no la absorbía. Por la ciudad ya era
imposible transitar, las casitas de una planta quedaron sumergidas
hasta los tejados, tan sólo el palacio del príncipe se mantenía. Y en
réplica al tañer de esas campanas — otros tañidos surgían: los
ejércitos de los impíos acudían y sus curvos sables blandían. El
príncipe se encaramó a la torre más alta de su palacio — el agua al
pecho — llevaba la cabeza descubierta, la plata del tañido
chorreaba por sus rizos. Otea: ya en las puertas y por miles. Y
entonces grita con una voz que no es la suya: “¡Eh, campaneros-
compañeros!”. Pero qué quería decirles – ¡ya nadie lo oyó! Y aquella
ciudad – ¡ya nadie la vio!
»Penetraron los tártaros por las puertas — paz y tranquilidad.
Sólo los pequeños arroyuelos sollozaban…
»Así fue como aquella ciudad se sumergió en su propio tañido.

Stenka Razin, no soy la princesita persa, pero le regalaré una sortija


— de plata — de recuerdo.
Mire: un águila de dos cabezas con las alas desplegadas, más
sencillamente: una moneda zarista de diez kopeks, engastada en
plata. ¿Le quedará? Le queda. No tengo mano de dama. Pero a ti,
Stenka, las manos no te dicen nada: la forma, las uñas, la «estirpe».
Te dicen las palmas (el calor) y de dedos (el puño). El apretón de
manos — te dirá.
Acéptame la sortija sin pensarlo: eran diez – ¡quedaron nueve!
¿Y qué a cambio? Nunca nada a cambio.
De mi anular — a tu meñique.
Pero no te lo daré, como doy: ¡eres — un tunante! Me quedas
debiendo un «recuerdo de la época zarista». Fogatas y carromatos
— los tengo yo.

—Además tengo conmigo un librito sobre Moscú, tómelo también.


No se fije en que es pequeño, – ¡en él están todos los tañidos de
Moscú!
(Moscú, ediciones de la Biblioteca Universal. Cronistas,
extranjeros, escritores y poetas hablan de Moscú. Es un libro que he
regalado ya cuatro veces. — ¡Un tesoro!).

—¿Y cuando vaya a Moscú, podré visitarla? No le he preguntado ni


su nombre.
Yo, mentalmente: «¿¡Para qué!?». (En voz alta): «Déme el libro,
se lo apunto[e]».
Después, en el porche lo despido — hasta que los ojos y las
almas…

Mañana iremos. Iremos, si subimos (al tren). Amenazan con los


puestos de control. Por lo demás, Kaplan (por respeto a la suegra)
promete prevenir que los que viajan son «nuestros».

Visita matinal de N (había pasado la noche en el vagón).


—Marina Ivánovna, váyase – ¡desaparezca! ¡La que han armado
usted y la suegra aquí! ¡Ése, el de la cherkeska roja, está furioso!
Media noche trabajándomelo. Le he mentido, que si está usted con
Lenin y Trotski, que si los ha engañado a todos, que si cumple una
misión secreta, ¡qué no habré inventado! Si no, no habría podido
salvarla. ¡Es la contrarrevolución, grita, la judeofobia, la mecieron en
la misma cuna que a los asesinos de Uritski, grita! Fue a la suegra,
le digo, a la que mecieron en esa cuna (¡a ella Kolka la salvará!). A
las dos, a las dos, grita, – ¡son fruto de un mismo árbol! Pero luego,
cuando le hablé de Trotski y de Lenin, se calmó un poco. Y Kaplan a
mí — con cero miramientos: «Lárguense hoy mismo, acabarán en la
cárcel. No puedo garantizarles nada para mañana». — ¡Así están
las cosas!
Y encima otra delicia: por la noche me desperté — una
conversación. El diablo ése — con otro. Los campesinos quieren
hacer saltar el tren, se planea una emboscada… Tres aldeas
seguro… ¡Vaya nido, Marina Ivánovna! ¡Esto es una Jitrovka[42]! ¡Me
arranco los pelos por haberla dejado sola aquí con ellos! Y es que
usted no se da cuenta de nada: ¡todos van a ser fusilados!
Yo:
—Ahorcados. Lo tengo escrito en mi libro.
Él:
—Ahorcados no, fusilados. Por los mismos soviéticos. Se espera
una inspección aquí. Levit ha denunciado a Kaplan, y Kaplan — a
Levit. Ahora se trata de ver quién a quién. ¡Tendrán que elegir! Aquí
está el principal punto de almacenamiento – ¿entiende?
—Ni media palabra. Pero hay que irse, eso está claro. ¿Y el hijo
de la suegra?
—Se irá con nosotros, — como para despedir a su madre. No
volverá. Bueno, Marina Ivánovna, rápido: ¡a empacar las cosas!
… Y, por amor de Dios, ¡ni una palabra de más! Kolia y yo hemos
hecho pasar a la suegra por loca. ¡Estamos peligrando por nada!

Me marcho. Dos cestas: la una maleable, redonda, la otra cuadrada,


malintencionada, con ángulos férreos y una tapa de fierro. En la
primera — la manteca, el mijo y las muñecas (el ámbar me lo puse y
no me lo quité más), en la cuadrada — el medio pud de N y mis diez
libras. En total, casi dos puds. Lo sopeso – ¡sí podré!
La patrona, al comprender que me voy, galantea; yo, al
comprender que me voy, insolente.
—Camarada por aquí, camarada por allá, pero cada persona
tiene su nombre. No se negará a decirme cómo se llama, ¿verdad?
—Tsiperóvich, Malvina Ivánovna.
(De toda la tríada sólo se salvó el Iván, ¡pero él no me
traicionará!).
—Mire nada más, no me lo esperaba. Mucho, mucho gusto.
—Es mi apellido de casada. Mi marido es actor en todos los
teatros moscovitas.
—Oh, ¿también en la ópera?
—Claro, faltaba más: es bajo. El primero después de
Shaliapin[43] (un instante de reflexión)… pero también puede ser
tenor.
—¡Vaya! Así que si Yosia y yo vamos a Moscú…
—Pero por favor, ¡a todos los teatros! ¡Las entradas que quiera!
También canta en el Kremlin. —
—¡¿En el Krem…?!
—Sí, sí, en todos los festejos del Kremlin (en confidencia),
porque, ¿sabe? la gente en todos lados es gente. Tiene ganas de
distraerse un poco después del trabajo. Todas estas represalias y
ejecuciones…
Ella:
—¡Ah, se entiende! No es reprobable. El hombre — no nació
para víctima, tiene que pensar un poco en él… Y dígame, ¿gana
mucho su esposo?
Yo:
—En dinero — no, en mercancías — sí. Y es que en el Kremlin
hay bodegas. En la catedral de la Asunción — sedas; en la del
Arcángel (cada vez más inspirada) pieles y diamantes…
—¡Ah! (De pronto duda): ¿Y entonces por qué, camarada, y
encima así vestida, viene a una provincia tan inculta? ¿Y por qué
reparte, usted misma, sus diez cajas de cerillas?
Yo, como un disparo de cañón en la oreja:
—¡Misión secreta!
(Sobresalto. Un sorbo de aire y, recobrándose):
—O sea que es usted una bribonzuela, algo habría traído, ¿no?
Tendrá una pequeña reserva, ¿eh?
Yo, indulgente:
—Venga a Moscú, nos entenderemos. Aquí, en el puesto de
requisición, donde todos viven para los otros — imposible…
Ella:
—¡Oh, tiene usted toda la razón!
Y, arriesgándose.
—Pero me dejará su direccioncita… de recuerdo ¿sí? Yosia y yo,
iremos sin falta, y lo más pronto posible…
Yo, protectora:
—Pero dese prisa, esta mercancía no dura mucho. No es que no
tenga montones, pero de todos modos…
Ella, con delirio:
—¿Me hará un precio especial?
Yo, majestuosa:
—De coste.
(Tomando entre sus pequeñas manos tenaces las mías):
—¿Aceptaría, quizás, apuntarme su dirección?
Yo, dictando:
—Moscú, Glorieta del Patíbulo, — es una plaza, donde ejecutan
a los zares — calle de Brutus, pasaje Trotski.
—¡Cómo!, ¿ya hay uno?
Yo:
—Es nuevo, acaban de abrirlo. (Con rubor:) Sólo que la casa no
es muy buena: el nº 13, y el departamento – ¡imagínese! – ¡también
es el 13! Hay quienes hasta recelan.
Ella:
—Ah, Yosia y yo estamos por encima de esos prejuicios.
Dígame, ¿está cerca del centro?
—En pleno centro: a tres pasos del Sóviet.
—Ah, qué agradable…
La llegada de la suegra pone fin a nuestras gentilezas.
El último segundo. La despedida.
—¡Si Yosia supiera! ¡Qué mortificación le va a causar! ¡Él mismo
en persona la habría acompañado! Dese cuenta, ¡conocer a alguien
así!
—Nos veremos, nos veremos.
—Y yo misma, Malvina Ivánovna, la habría acompañado
encantada hasta la estación, pero hoy comen en casa unos rusos
que han llegado, y tengo que hacer blinis para siete personas. ¡Ah,
no puede imaginarse lo cansada que estoy de estos intereses tan
ruines!
Profiero palabras de agradecimiento y, con respeto y cierto matiz
de galantería, le aprieto la mano.
—Y bien, recuerde que mi humilde casa, así como mi marido y
yo misma, siempre estaremos a su disposición. Pero no deje de
avisarnos para ir a recibirla a la estación.
Ella:
—Oh, Yosia le enviará un telegrama de servicio.

La suegra, en libertad:
—Marina Ivánovna, ¿por qué tanto amor con ella? ¿No le habrá
dado su dirección a esa miserable?
—¡Por supuesto que sí! ¡Plaza del demonio, pasaje de los
diablos! ¡A buscar el viento al campo!
(Nos reímos).

El camino.
Nos reímos, pero no mucho. Hasta la estación — tres verstas. La
cesta cuadrada me va golpeando las piernas, y siento que las
manos — tocan las rodillas. Rechazo la ayuda de N – ¡entre tantos
sacos ni se ve! Un camello con tres gibas.
Camino — rechino. Rechina también la cesta — derecha: un
chirrido aborrecible a cada paso. Casi un pud. ¡Con tal que no se
desprenda el asa! (Oh, qué estupidez: ¡con cestas — por harina!
Esa harina que sólo rima con una cosa: ¡saco! En estas cestas está
– ¡la inteliguentsia rusa!). Debo pensar en algo distinto. Debo
entender que todo esto no es más que un sueño. Y como en el
sueño todo es al revés, entonces… Sí, pero el sueño también
depara sorpresas: el asa puede desprenderse… junto con la mano.
O: en la cesta en vez de harina puede haber… no, algo peor que
arena: ¡las obras completas de Steklov! Y no hay derecho a
indignarse: es un sueño. (¿Será por eso que me indigno tan poco en
la Revolución?).
—¡Que espere le estoy diciendo! ¡Su saco tiene un agujero!
Las cestas al suelo. Acudo al llamado. En medio del camino,
encima del saco, como encima de un cadáver, la casamentera.
Levanta su cara roja, horrible, como desollada.
—¿No tendrá por ahí un imperdible? ¡Cuántas agujas habré
perdido cosiendo para su tía!
Lo saco, se lo doy: grande, masculino, seguro. Remachamos,
como podemos el saco que pérfido riega su contenido. La suegra se
lamenta:
—Y la aguja tenía hilo, la preparé a propósito. ¡Mi corazón lo
presentía! (Al saco:) — ¡Ay de ti traidor, traidor miserable! Me puse a
despedirme de la bribona aquella, y se ve que me distraje y la
saqué. ¡Más habría valido, con esta misma aguja, secarle los ojos a
esa arpía!
—¡Mañana, mañana, mamita! — la apremia Kolka – ¡ahora hay
que llegar al tren!
Cargamos, partimos.

… Existe un libro para niños: Todo es posible en un sueño, también


Calderón lo dice: La vida es sueño. Y un delicioso inglés, que no es
Beardsley, pero de ese estilo, tiene el siguiente aforismo: «Me
acuesto a dormir sólo para poder soñar». Esto a propósito de los
sueños por encargo, de esos a los que pides. ¡Sueño, sé soñado!
Sé soñado, sueño, así: los postes telegráficos — son guardias, nos
acompañan. En la cesta no hay harina, sino oro (se lo robé a éstos).
Se lo llevo a aquéllos. Y debajo del oro, al fondo, el plan de
disposición de todas las tropas rojas. Es mi décimo día de camino,
ya está cerca el Don. Los postes telegráficos nos acompañan. Los
postes telegráficos nos conducen a —
—¡Vamos, Marina Ivánovna, no se desanime! ¡Falta menos de
media versta!

Pero mis manos, efectivamente, me tocan las rodillas, sobre todo la


derecha. El sudor resbala haciéndome cosquillas en las sienes. Mi
cabello, a ambos lados, está completamente empapado. No lo
enjugo: la mano, el asa de hierro de la cesta, los golpes repetidos en
la pierna — todo es uno. Si esta unidad se rompe — será el final.
Cuando hay dolor — no se comienza de nuevo.
De una o de otra manera — la estación.

La estación.
La estación. Gris y ondulante. La tierra — como el cielo en los
cuadros de batallas. Aun a lo lejos me asusto, tomo a mi compañero
del brazo.
—¡¿Qué es?!
N, forzando una sonrisa:
—Es la gente, Marina Ivánovna, está esperando subir.
Nos acercamos: túmulos y cúmulos de sacos, en los intervalos:
duelos, suspiros, pañuelos. Casi no hay hombres: la cotidianidad de
la Revolución, como cualquier otra, pesa sobre las mujeres: antaño
— los haces, ahora — los sacos. (La cotidianidad es un saco:
agujereado. Y pese a todo lo cargas).
Rostros desconfiados se vuelven hacia nosotros.
—¡Señores!
—¡Han devorado Moscú, y ahora quieren devorar la aldea!
—¡Han desvalijado a los campesinos!
Yo — a N:
—¡Apartémonos!
Él, riendo:
—¡Qué dice, Marina Ivánovna, si esto no es nada!
Sudor frío ante la conciencia de su razón — y mi sinrazón.

El andén está vivo. Ni donde poner el pie. Y siguen llegando nuevos:


el uno como el otro, la una como la otra. No son personas con sacos
encima — son sacos encima de personas. (Para mis adentros, con
odio: ¡allí está el trigo!). ¿Y cómo reconocen los hombres a las
mujeres? Camisas, pellizas… Correas, zaleas… No son hombres, ni
mujeres, son osos: neutro.
– Llegaron al último, suben primero.
– Los señores hasta al paraíso entran primero…
– Mira, ellos se irán y nosotros nos quedaremos…
– Hace más de una semana que dormimos a cielo abierto… Uh-
uh-uh…

El embarco.
El tren. — Al mismo tiempo, como salidos de la tierra: doce con
fusiles. ¡Son los nuestros! Llegaron en el último instante para
embarcarnos. El corazón me da un vuelco: ¡Razin!
—¿Qué, camarada, acaso tuvo miedo? ¡No pasa nada! ¡Nos
embarcaremos!
No hay esperanza, ni siquiera me muevo. No son vagones —
son montones. Y al encuentro de estos montones-vagones —
vociferantes, indignantes, implorantes y profirientes — los montones
de los andenes.
—¡Han aplastado a un niño! ¡A un ni-ño! Un ni —
La ola acostada — se alza. La horizontal se hace — una vertical
decidida y enloquecida. Se trepan. Se introducen. Arrojan. Se
arrojan.
Yo — a través de todos — a Razin:
—¿Y ahora? ¿Eh?
—¡Dará tiempo, señorita! ¡No se preocupe! ¡Ahora nos
encargaremos de ellos!
—¡A retroceder, muchachos, o dispararemos!
Como respuesta, el bramido de la muchedumbre, un chasquido
en el aire, un golpe en la espalda, no sé dónde, no sé qué. Los ojos
se me salen de las órbitas, un despegue…
—¿Qué es eso, eh? ¿Qué clase de pájaros — pífanos? ¿A golpe
de bayonetas? ¿Han acabado con los bienes campesinos y ahora
quieren acabar con las personas?
—Bajadlos, muchachos, y asunto terminado! ¡Que tomen un
poco el aire!
Me doy cuenta de que estoy en el tren y en marcha. (¿Estamos
todos? Imposible mirar atrás). Comprensión progresiva: estoy de
pie, una pierna está. La otra «evidentemente» también está, pero
dónde — no sé. Ya la encontraré.
Y la tormenta de voces va en aumento.
—No hay mucho que pensar. ¡La carabina los hizo subir, el
campesino los hará bajar! ¡Vaya burla! Diecisiete días esperando la
máquina ésta como si fuera el Reino de los Cielos… ¡Y esta
gente!…

Una sola cosa me consuela: sacar de esta masa espesa a una


persona es lo mismo que sacar de una botella el corcho sin
sacacorchos: impensable. Para que yo sea arrojada — deberán
apartarse. Y si se apartan — el vagón explota. La sensación precisa
de la capacidad límite: más lejos — no hay adónde, y más cosas —
no hay cómo.
Estoy de pie, levemente balanceada por una apretada y conjunta
respiración humana: adelante y atrás, como una ola. Adherida con el
pecho, el costado, el hombro, la rodilla, respiro a ritmo. Y de esta
máxima fusión corporal — la sensación absoluta de pérdida del
cuerpo. Yo — soy eso que se mueve. El cuerpo, petrificado — es
eso. El vagón: una petrificación forzosa.
– Señore-e-es… Oh — oh — oh… Uh — uh — uh…
Pero… mi pierna: ¡no está! La inquietud (enojosa) por mi pierna
vela las amenazas. Mi pierna — va antes… Cuando encuentre mi
pierna, entonces… Y, oh, alegría, ¡aparece! Algún punto — en algún
lado, me duele. Presto atención. ¡Es ella, ella! ¡Querida! En algún
lado, lejano, alejado… El dolor se agudiza, es insoportable, hago un
esfuerzo desesperado…
Un mugido:
—¡¿Quién me está pisando la jeta con las botas?!
Pero el enigma ha sido despejado: junto a mí, como una
columna de humo (ni la media ni el zapato se ven) — mi segunda
pierna, intachable e indispensable.

Y — chispazo en la memoria: ¡algo oscuro que sube! ¡Que brilla!


¡Ah!, es una mano que dice adiós, ¡con mi sortija! De la estación
de Usman, en la provincia de Tambov – ¡el último saludo[44]!

Moscú, septiembre de 1918


MIS EMPLEOS

PRÓLOGO

Moscú, 11 de noviembre de 1918

—Marina Ivánovna, ¿quiere un empleo?


Es mi inquilino irrumpiendo. X, comunista, el más sonriente y
ferviente.
—Hay, le cuento, dos: en un banco y en el Narkomnats[45]… y, a
decir verdad (chasqueo de dedos)… yo, por mi parte, le
aconsejaría…
—¿Pero qué hay que hacer? Yo no sé hacer nada.
—¡Bah!, todos dicen lo mismo.
—Todos lo dicen, yo lo realizo.
—Bueno, ¡como le parezca mejor! El primero — en la calle
Nikólskaia, el segundo aquí, en el edificio de la primera Cheká.
Yo:
—¡¿!?
Él, mortificado:
—¡No se angustie! Nadie la obligará a fusilar. Sólo tendrá que
copiar.
Yo:
—¿Copiar a los fusilados?
Él, irritado:
—¡Ah, no quiere entender! ¡Como si la estuviera invitando a
trabajar en la Cheká! Ahí, gente como usted no hace falta.
Yo:
—Son nocivos.
Él:
—Es la casa de la Cheká, la Cheká se fue. Usted seguro que la
ha visto… en la esquina de la Povarskaia con la Kúdrinskaia; en Lev
Tolstói era (chasqueo de dedos)… la casa de…
Yo:
—¿La casa de los Rostov[46]? Acepto. ¿Cómo se llama la
institución?
Él:
—Narkomnats. Comisariado popular para los asuntos de las
nacionalidades.
Yo:
—¿Pero cuáles nacionalidades con la Internacional?
Él, casi jactándose:
—Oh, hay más que en tiempos de los zares, ¡se lo aseguro!…
Entonces el departamento de información que depende del
Comisariado. Si está de acuerdo, hablaré hoy mismo con el director.
(Dudando de pronto:) Aunque, en realidad…
Yo:
—Espere, ¿no es nada contra los blancos? Usted comprende
que…
Él:
—No, no, es algo puramente mecánico. Pero, debo advertirle, no
hay ración alimenticia.
Yo:
—Claro, no. ¿Acaso en las instituciones decentes?…
Él:
—Pero habrá viajes, quizá, aumento del salario… ¿Al banco se
niega definitivamente? Porque en el banco…
Yo:
—Pero no sé contar.
Él, pensativo:
—Y Alia, ¿sabe[f]?
Yo:
—Alia tampoco sabe.
Él:
—Ah, entonces para el banco ni esperanzas… ¿Cómo llama
usted a esa casa?
Yo:
—De los Rostov.
Él:
—¿Por casualidad tiene usted Guerra y paz? Me gustaría…
Aunque, en realidad…
Vuelo, a todo volar, escalera abajo. Un corredor oscuro, el ex
comedor, otro corredor oscuro, la ex habitación infantil, el armario
con los leones… Saco, a todo sacar, el primer volumen de Guerra y
paz, dejo caer el segundo, contiguo, lo miro, olvido, me olvido…

—Marina, ¡X se fue! ¡Justo después de que usted salió! Dijo que por
las noches lee tres periódicos, y además un periódico delgadito, y
que no tendrá tiempo para Guerra y paz. Que lo llame mañana al
banco, a las 9. Y también, Marina (cara dichosa) me regaló cuatro
trozos de azúcar y un trozo – ¡imagínese! – ¡de pan blanco!
Lo saca.
—¿Y dijo algo más, Áliechka?
—A ver… (Frunce las cejas). ¡Sí, sí, sí! Sa-bo-ta-je… Y también
preguntó por papá, si teníamos cartas. Y puso una cara, Marina…
con un gesto… Como si quisiera enojarse a propósito…

13 de noviembre (¡vaya día para empezar!). La Povarskaia, la casa


del conde Sologub, «El departamento de Información del
Comisariado para los asuntos de las nacionalidades».
Lituanos, hebreos, georgianos, estonios, «musulmanes», ciertos
«Mara-Mara», «N-Dunia» — y todo esto, hombres y mujeres
vestidos con jergones forrados, y de narices y bocas no racionales
(nacionales).
Y yo, que siempre me he sentido indigna de esos hogares
(¡panteones familiares!) de la Estirpe.
(Hablo de las casas de los colonos[47] y de mi timidez frente a
ellas).

14 de noviembre, segundo día de trabajo.


¡Curioso trabajo! Llegas, apoyas los codos en la mesa (los
pómulos en los puños) y te rompes la cabeza: ¿qué hacer para que
pase el tiempo? Cuando le pido trabajo al jefe, noto que se enfada.

Escribo en una sala rosada, — de arriba abajo rosada.


Nichos de mármol en las ventanas, dos grandes arañas
cubiertas. Las cosas pequeñas (¡como los muebles!) han
desaparecido.

15 de noviembre, tercer día de trabajo.

Elaboro el archivo de los recortes de periódico, es decir: expongo


con mis propias palabras las propuestas de Steklov, Kérzhentsev,
los informes sobre los prisioneros de guerra, el avance del Ejército
Rojo, etcétera. Lo expongo una, lo expongo dos (copio del «registro
de recortes de periódicos» en «fichas»), después pego estos
recortes en inmensas hojas. El papel es fino, la letra apenas visible,
y además hay inscripciones con lápiz lila, y además pegamento, —
esto es absolutamente inútil y se volverá polvo antes de que lo
quemen.
Hay distintas mesas: la estonia, la lituana, la finlandesa, la
moldava, la musulmana, la hebrea y otras, del todo indeterminadas.
Cada mesa recibe por la mañana su porción de recortes sobre los
que deberá trabajar a lo largo del día. Imagino todo este recortar,
pegar, engomar como interminables y rebuscadas variaciones sobre
un mismo tema, un tema muy pobre. Como si el compositor sólo le
hubiera alcanzado la pólvora para una frase musical, pero por tener
que llenar una treintena de pilas de papel pautado — hace
variaciones: hacemos variaciones.
Olvidé las mesas polaca y besárabe. Yo, no sin razón, estoy en
la «rusa» (de ayudante del secretario o quizá del jefe).
Todas las mesas — son monstruosas.
A mi izquierda — dos sucias y tristes judías, como arenques, sin
edad. Más allá: roja, rubia — también terrible, como un humano
vuelto salchichón — una letona: «Yo lo conofía, tan jamable.
Partifipó en un complot y jahora lo han condenado al fufilamiento.
Chep-chep»… Y ríe excitada. Envuelta en un chal rojo.
Llamativamente rosado y graso el escote.
Una judía dice: «¡Pskov ha sido tomado!». Siento una-
Torturadora esperanza: «¿¡Por quién!?»[g].
A mi derecha — dos (la mesa oriental). Uno tiene nariz y no tiene
barbilla, el otro tiene barbilla y no tiene nariz. (¿Cuál es Abjasia y
cuál Azerbaiyán?).
A mis espaldas una niña diecisieteañera — rosada, sana, rizada
(un negro blanco), de pensamientos y enamoramientos ligeros, la
viva encarnación de la Athénaïs de Los dioses tienen sed de
France, — aquella que con esmero se arreglaba la falda en la
carreta fatal – «fière de mourir comme une Reine de France[48]».
Y — el tipo de inspectora es un instituto para señoritas
(«apasionada teatrera»), y — la armenia grasienta y corpulenta (el
pecho hasta la barbilla, no se sabe donde está qué), y un mal bicho
en traje de estudiante, y un médico estonio, indolente y briago de
nacimiento… Y (¡otra variedad!) — una letona abatida y demacrada.
Y…
(Escribo en el trabajo).
Una errata:
«Si los gobiernos extranjeros ayunaran al pueblo ruso», etcétera.
«El mensajero de la Pobreza[49]», 27 de noviembre, nº 32.
Yo, en el margen: «¡No se preocupen! Aguardarán, aguardarán –
¡y los ayunarán!».
Reescribo, porque así lo exige mi trabajo, con mis propias
palabras, un recorte de periódico sobre la necesidad de que en las
estaciones de tren, la gente de servicio sepa leer y escribir:
«Las estaciones, noche y día, han de ser atendidas por personas
que sepan leer y escribir, para que puedan explicar a los que llegan
y a los que se van, la diferencia entre el antiguo régimen y el
nuevo».
Diferencia entre el antiguo régimen y el nuevo:
Antiguo régimen: — «En nuestra casa estuvo un soldado…».
«En nuestra casa se hicieron blinis…». «En nuestra casa murió la
abuela».
Los soldados aún llegan, las abuelas aún mueren, sólo los blinis
ya no se hacen.

Un encuentro.
Corro al Comisariado. Hay que estar a las nueve, — ya son las
once: estuve haciendo cola para la leche en la Kúdrinskaia, para la
vobla[50] en la Povarskaia, para el< aceite de cáñamo en Arbat.
Delante de mí hay una dama: harapienta, delgada, con un saco.
La alcanzo. El saco es pesado, su hombro se ha ladeado, percibo la
tensión del brazo.
—Perdón, señora. ¿Necesita ayuda?
Una mirada asustada:
—No, no…
—Lo llevaré con gusto, no tema, iremos al lado
Cede. El saco es, en efecto, endiabladamente pesado.
—¿Va lejos?
—A la Butyrka. Llevo un paquete.
—¿Hace mucho está preso?
—Varios meses.
—¿No hay garantes?
—Toda Moscú — es garante, por eso no lo liberan.
—¿Joven?
—No, de edad… Quizá haya oído de él. El ex gobernador de
Moscú, D[zhunkovs]ki.

Con D[zhunkovs]ki mi encuentro fue como sigue. Yo tenía quince


años y era insolente. Asia[h] tenía trece y era descarada. Estamos
de visita en casa de una conocida, ya adulta.

Hay mucha gente. También está nuestro padre. De pronto suena el


timbre: es D[zhunkov]ski. (Y el timbre de respuesta: «¡Ahora verás,
D[zhunkov]ski!»).
Nos presentan. Es amable, adorable. Me toma por adulta y me
pregunta si me gusta la música. Y mi padre, recordando mi
antediluviano pasado de niña prodigio:
—Pero claro, claro, toca el piano desde los cinco años.
D[zhunkov]ski, cortés:
—¿Le gustaría tocar algo?
Yo, haciéndome de rogar:
—Lo tengo todo tan olvidado… Temo que sufra una desilusión…
La cortesía de D[zhunkov]ski, la exhortación de los invitados, la
insistencia de mi padre, el sobresalto de nuestra amiga, mi
consentimiento.
—Pero ¿me permite, para luego atreverme sola, que comience
tocando a cuatro manos con mi hermana?
—Oh, por favor.
Me acerco a Asia y en voz baja le digo en nuestra lengua:
—Wi(pi)rwe(pe)rde(pe)nTo(po)nlei(pei)te(pe)rnspi(pi)…
Asia no se aguanta.
Mi padre:
—¿Qué es lo que están tramando, pequeñas sinvergüenzas?
Yo — a Asia:
—¡Las escalas al revés!
A mi padre:
—Es que a Asia le da pena.

Comenzamos. Yo: la mano derecha en el re, la izquierda en el do


(estoy en los bajos). Asia: la mano izquierda en el re, la derecha en
el do. Buscamos el encuentro (yo voy de izquierda a derecha, ella
de derecha a izquierda). Con cada nota contamos a dos voces en
voz alta: «uno y, dos y, tres y…». Silencio sepulcral. Al cabo de unos
diez segundos, la voz insegura de mi padre:
—¿Pero por qué, jovencitas, esta monotonía? Podrían haber
elegido algo un poco más vivo.
A dos voces, sin detenernos:
—Sólo al principio es así.

Por fin se encuentran — mi derecha y la izquierda de Asia.


Nos levantamos con caras divertidas.
Mi padre — a D[zhunkov]ski:
—Dígame, ¿qué le parece?
Y D[zhunkov]ski, levantándose a su vez:
—Les agradezco, una gran precisión.

Se lo cuento. A petición suya digo mi nombre. Nos reímos.


—Oh, no sólo con las bromas era condescendiente. Toda
Moscú…
Nos despedimos en la esquina de la Sadóvaia. De nuevo, bajo el
peso del saco, su hombro se ladea.
—¿Su padre murió?
—Antes de la guerra.
—A estas alturas uno ya no sabe si compadecer o envidiar.
—Vivir. Y hacer lo posible por que los otros vivan. ¡Que Dios la
ayude!
—Gracias. A usted también.

El instituto.
¿Imaginé alguna vez que tras tantas escuelas, pensiones y
liceos me meterían aún en un Instituto? Porque estoy en un Instituto,
en el que fui literalmente metida (por X).
Llego entre las once y las doce, y cada vez me da un vuelco el
corazón: el Jefe y yo tenemos las mismas costumbres
(¡ministeriales!).. Me refiero al Jefe principal, — Miller, mi jefe,
Ivánov, lo escribo con minúscula.
Una vez nos encontramos junto al guardarropa, — nada. Es
polaco: amable. Yo, por parte de mi abuela, también soy polaca.
Pero más terrible que el jefe — son los porteros. Los mismos de
antes. Al parecer, me desprecian. En todo caso, no saludan ellos, y
yo no me atrevo. Pasados los porteros, la principal inquietud: no
confundir las habitaciones. (Mi odiotismo topográfico). Me apena
preguntar, hace más de un mes que trabajo aquí. En la entrada hay
enormes ídolos-caballeros. Los han dejado porque nadie los
necesita, — salvo yo. Pero yo los necesito igual que ellos me
necesitan, porque de todos, aquí, sólo yo les soy afín. Con la mirada
imploro su protección. Desde debajo de sus viseras me responden.
Si nadie me mira, acaricio sigilosa el pie de hierro. (Son tres veces
más altos que yo).
La sala.
Entro, absurda y tímida. Con una zamarra ratonil de hombre,
como un ratón. Soy quien peor va vestida, y esto no levanta el
ánimo. Los zapatos atados con cordeles. Quizá los cordones estén
por ahí, pero… ¿para qué?
Lo principal desde el primer instante de la Revolución es
entender: ¡todo se perdió! Entonces — todo es fácil.
Me deslizo subrepticiamente. El jefe (el mío, el pequeño) desde
su sitio:
—Y bien, camarada Efrón, ¿ha estado en cola?
—En tres.
—¿Y qué daban?
—No daban nada. Daban sal.
—Sí, digamos que la sal no es azúcar.
Un montón de recortes. Los hay como sábanas y los hay de una
línea. Busco aquellos sobre la Guardia Blanca. La pluma rechina. La
estufa crepita.
—Camarada Efrón, hoy hay caballo para la comida. Le aconsejo
que se anote.
—No tengo dinero. ¿Usted se ha anotado?
—¡Cómo se le ocurre!
—Bueno, pues tomaremos té. ¿Quiere que se lo traiga?

Los corredores aseados y desiertos. El tecleteo de las máquinas de


escribir a través de las puertas. Las paredes rosadas, en la ventana
columnas y nieve. ¡Mi rosado, paradisíaco, nobiliario Instituto! Tras
dar varias vueltas, doy con la bajada a la cocina: es el descenso de
la Virgen al infierno o de Orfeo a los Infiernos. Losas desgastadas
por las pisadas humanas. Un suave declive, no hay de dónde asirse,
los escalones se tuercen y retuercen, y de pronto vuelan
vertiginosamente. ¡Qué bien han trabajado los pies de los siervos!
¡Y pensar que usaban un calzado suave, hecho por ellos mismos!
¡Parecerían roídos por dientes! Sí, el diente del único anciano
dentado: ¡Cronos!
¡Natasha Rostova[51]! ¿No solía usted venir? ¡Mi Psique de los
bailes! ¿Por qué no fue usted — después, en algún momento —
quien encontrara a Pushkin? ¡El nombre es el mismo! Los
historiadores de la literatura no habrían tenido que aprenderlo de
nuevo. Pushkin — en vez de Pierre, y el Parnaso — en vez de los
pañales. Convertirse en la diosa de la fertilidad, habiendo sido
Psique, — Natasha Rostova – ¿no es un pecado?
Habría sido así. Él habría llegado de visita. Usted, habiendo oído
tanto del poeta y el moro, habría aparecido con su carita afilada — y
un poco divertida, y un poco ya herida… ¡Ah, el vuelo de su vestido
rosa alrededor de la columna!
¡La columna sumergida en paradisíaca espuma! ¡Y el pie lírico
de usted — de Afrodita, de Natasha, de Psique — por las losas
resbaladizas de los siervos!
– ¡Por lo demás, no las rozó sino en su vuelo por el pan a la
cocina!

Pero todo tiene un fin: y Natasha, y el vasallaje[52], y la escalera.


(¡Dicen que algún día también el Tiempo!). A propósito, la escalera
no es tan larga, — sólo veintidós peldaños. Sólo yo bajé por ella
tanto tiempo (de 1818 a 1918).
Tierra firme. (Me gustaría decir: firmamento. Cuando era más
joven y había monarquía — no entendía: por qué firmeza celestial.
La Revolución y mi alma me lo enseñaron). Grietas, hoyos, fallas.
Las manos abiertas palpan las paredes húmedas. Sobre mi cabeza,
muy cerca, la bóveda. Huele a húmedo y a Bonivard[53]. Me parece
oír repiqueteo de cadenas. ¡Ah, no, es el tintineo de las cacerolas en
la cocina! Me dirijo hacia el farol.

La cocina: un cráter. Tanto calor y tan eterno: el averno. Inmensa, de


más de tres shazen[54], la estufa rezuma fuego y espuma. «Hierve
que hierve el caldero, filo a su filo el acero, el cabrito al
matadero[55]»… El cabrito soy yo.
Cola para el té. Lo sacan directamente con un cazo del caldero.
Es una infusión leñosa, unos dicen de corteza, otros de brotes, yo
miento — de raíces. No es vidrio — es brasa. Sirvo dos vasos. Los
envuelvo con el paño de mi zamarra. En el umbral, con un
movimiento apenas perceptible de mis fosas nasales, aspiro el olor
a carne de caballo: aquí no puedo sentarme, — no tengo amigos.

—¡Y bien, camarada Efrón, ahora podemos holgazanear!


(Acabo de llegar con los vasos).
—¿Lo quiere con sacarina o no?
—¡Póngamelo con!
—Dicen que es mala para los riñones. Pero yo, sabe…
—Y yo también, sabe…
Mi jefe es especialista en esperanto (es decir, comunista de la
Filología). Un esperantista de Riazán. Cuando habla del esperanto,
en sus ojos refulge una leve locura. Sus ojos son claros y pequeños,
como los de los santos viejos, o como los de Pan[56], en la Galería
Tretiakov[57]. Penetrantes. Un poco lascivos. Pero no una lascivia
carnal, sino distinta, si no fuera por lo salvaje de la asociación, diría:
trascendental. (¡Si se puede amar la Eternidad, se puede fornicar
con ella! ¡Y los que fornican con ella – ¡los literatos! —, son más que
los que la aman en silencio!).
Castaño. Algo junto a la nariz y en la barbilla. La cara abotagada,
desvelada. Pienso: un briago.
Practica la nueva ortografía — a la espera del esperanto
universal. Carece de convicciones políticas. Aquí, donde todos son
comunistas, es una bendición. No distingue al rojo del blanco. Ni la
derecha de la izquierda. Ni a los hombres de las mujeres. Por eso
su camaradeo es absolutamente sincero, y yo le pago gustosa con
la misma moneda. Después del trabajo va a algún sitio en la
Tverskaia, donde del lado izquierdo (bajando hacia el Ojotni riad)[58]
hay una tienda esperantista. La tienda la cerraron, el aparador
quedó: postales de los esperantistas que se escriben desde todos
los rincones del mundo, con manchas de moscas. Las mira con
concupiscencia. Trabaja aquí porque es un campo vasto para la
propaganda: todas las naciones. Pero ya comienza a desilusionarse.
—Me temo, camarada Efrón, que aquí hay sobre todo… (muy
quedo) judíos, judíos y letones. No valía la pena aceptar el empleo:
de esta calaña – ¡Moscú está llena! Yo contaba con los chinos, los
hindúes. Dicen que los hindúes son muy receptivos a otras culturas.
Yo:
—Esos no son los hindúes, sino — los indios.
Él:
—¿Pieles rojas?
Yo:
—Sí, con plumas. Te degüellan — y te engullen tal cual. Si llevas
guerrera — con la guerrera, si llevas frac — con el frac. En cambio
los hindúes — al revés: una torpeza terrible. Nada extraño pasa por
su garganta: ni ideológico, ni comestible. (Inspirándome:) — ¿Quiere
una fórmula? El indio (al europeo) lo engulle, el hindú (a Europa) la
vomita. Y hacen bien.
Él, confundido:
—Bueno, usted… Yo, por otro lado… Yo sobre todo de los
comunistas he oído que ellos también tienen la esperanza puesta en
la India… (Inspirándose a su vez:) — Pensaba – ¡esperantizarlos en
un pispás! (Desanimándose:) — Sin ración alimenticia – ¡y ni un solo
hindú! ¡Ni un negro! ¡Ni siquiera un chino!… ¡Y éstos (mirada
circular a la sala vacía) no quieren ni oír hablar! Yo a ellos:
Esperanto. Ellos a mí: ¡Internacional! (Asustado por su propio grito:)
No tengo nada en contra, pero primero el esperanto y luego…
Primero el verbo…
Yo, captando:
—Y luego la acción. Por supuesto. «En el principio era el Verbo y
el Verbo estaba…».
Él, de nuevo estallando:
—¡Y este Mara-Mara! ¿Qué es esto? ¿De dónde salió? Todavía
no he oído de él, ya no digamos un verbo: ¡ni un sorbo! Es
simplemente mudo. O caprichudo. No acepta un solo recorte — sólo
el salario. No me importa. Me da igual, pero ¿para qué viene? ¡Y
viene todos los días, el idiota! Hasta las cuatro, el idiota, está aquí
sentado. Ya podía venir sólo el día 20, por el pago.
Yo, pérfida:
—¿No será que el pobrecito aún tiene alguna esperanza? Llego
y me encuentro en la mesa algún recorte sobre mi Mara-Mara…
Él, irritado:
—¡Ah, camarada Efrón, no siga! ¿Qué recortes? ¿Quién va a
escribir de la Mara-Mara? ¿Dónde está? ¿Qué es? ¿Quién la
necesita?
Yo, pensativa:
—Pues, no existe en la geografía… (Pausa). Y no existe en la
historia… ¿Y si de verdad no existiera? Le dio por inventarla, —
para parecer serios. Como si tuvieran todas las naciones. Y a éste lo
emperifollaron… Y es mudo… (Confidencial:) — Eligieron a un
mudo a propósito, para que no se delatara hablando en ruso…
Él, con un escalofrío, mientras termina de tomar el té, ya frío:
—¡Quién sabe qué diantrrres!

Pisoteo y barahúnda. Son las nacionalidades que vuelven de la


comida. Confortados por el caballo se ponen a los recortes. (¿No
sería mejor un buen corte?). Por cierto, antes de la revolución, con
la mano en el corazón lo digo, no sólo no distinguía el filete de las
tripas, – ¡la harina de la sacarina no la distinguía! ¡Y no lo lamento ni
tantito!
El camarada Ivánov, preocupado:
—Camarada Efrón, el camarada M[ille]r podría pasar por aquí,
más vale que cuanto antes nos libremos de este fárrago. (Escarba:)
— «El avance del Ejército Rojo»… Un artículo de Steklov… «La
liquidación del analfabetismo»… «Abajo la gentuza de la Guardia
Blan»…— Éste para usted – «La burguesía maneja». — También
para usted… «Todos al frente rojo»… Para mí… «Trotski se dirige a
los ejércitos…». Para mí… «Los estudiantes blancos[59] y la Guardia
Blan…». Para usted… «Los secuaces de Kolchak…». Para usted…
«Las atrocidades de los Blancos…». Para usted…
La blancura me inunda. Bajo el codo – Mámontov, en las rodillas
– Denikin, en el corazón – Kolchak.
– ¡Te saludo, «chusma de la Guardia Blanca» mía!
Escribo con pasión.
—¿Pero por qué, camarada Efrón, no termina usted nunca? Qué
periódico, qué número, qué fecha, quién y sobre qué, – ¡sin detalles!
Al comienzo yo hacía igual — sábanas enteras, pero M[ille]r me
amonestó: gasta demasiado papel.
—¿Y M[ille]r cree?
—¿En qué?
—En todo esto.
—¡Qué hay que creer! Escribe, recorta, pega…
—¡Y al Leteo — plaf[60]. Como en Pushkin.
—Pero M[ille]r es un hombre muy instruido, todavía no he
perdido la esperanza…
—¡Figúrese, a mí también me lo parece! Hace poco me encontré
con él junto al cadalso… ¡vaya por Dios! — al lado mismo del
gancho: todas las «atrocidades de los Blancos» en la cabeza…
¡Doce y cuarto! Y nada, hasta me miró con aire inteligente… ¿Así
que tiene usted esperanza?
—Una de estas tardes lo llevaré sin falta al club de los
esperantistas.
—¿El aspirante al esperanto?

Espère, enfant, demain! Et puis demain encore…


Et puis toujours demain… Croyons en l’avenir.
Espère! Et chaqué fois que se lève l’aurore
Soyons là: pour prier comme Dieu pur nous béni
Peut-être…

»Lamartine[61]. ¿Entiende usted el francés?


—No, pero créame que, me resulta muy agradable oírlo. ¡Ah,
qué esperantista saldría de usted, camarada Efrón…
—Entonces le diré más. En sexto escribí una composición sobre:
«A une jeune fille qui avait qui avait raconté son rêve».

Un baiser… sur le front! Un baiser — même en rêve!


Mais de mon triste fron le frais baiser s’enfuit…
Mais de l’eté jamáis en reviendra la sève,
Mais l’aurore jamáis n’etreindra la nuit —

»¿Le gusta? (Y, sin dejarlo responder:) Entonces le diré todavía


más:

Un baiser sur le front! Tout mon être frisonne,


On dirait que mon sang va remonter son cours…
Enfant! — en dites plus Vos rêves a personne
Et en rêvez jamais… ou bien — rêvez toujours[62]!

»¿Verdad que cala? El francés a quien se lo escribí estaba un poco


enamor… Aunque, miento: era una francesa, y era yo quien
estaba…
—¡Camarada Efrón! (Un susurro casi junto a mi oído. Me
estremezco. Detrás de mi hombro está mi «negro blanco», todo rojo.
En la mano — un pan.) — Usted no comió, ¿quiere? Pero le
advierto, lleva salvado…
—¿Y usted?, me siento tan desconcertada…
—¿Acaso cree… (morro vivaz, en cada rizo de carnero — un
desafío) que lo compré en la Smolénskaia? Me lo dio Filimóvich, el
de la mesa oriental, — de su ración, él no lo come. Me comí la
mitad, y la otra mitad para usted. Me prometió más mañana. ¡Pero ni
así le haré arrumacos!
(Una iluminación: mañana le regalaré el anillo — aquel, el finito con
la almandina. Almandina – Aladino – Almanzor[63] – Alhambra — …
con la almandina. Es bonita y lo necesita. Y yo de todas formas no
lo podré vender).

Don. — Don. — No el río Don, el esquilón. Da las dos. Y — una


nueva iluminación: inventaré algo urgente y me iré. Terminaré con
los Blancos — y me iré. Rápido y ya sin digresiones líricas (¡toda yo
— soy una digresión así!) lleno el gris papel burocrático con las
perlas de mi escritura y con las víboras de mi corazón. Sólo la iat
salta, contrarrevolucionaria, en forma de una iglesita con cúpula. –
¡¡¡Iat!!! — «El camarada Kérzhentsev termina su artículo deseando
al general Denikin un rápido y seguro patíbulo. Por nuestra parte,
también nosotros deseamos al camarada Kérzhentsev…».

—¡Sacarina! ¡Sacarina! ¡Anótense para la sacarina!


Todos saltan. Hay que aprovechar el amor ajeno por lo dulce
para satisfacer el amor propio por la libertad. Con disimulo
descarado deslizo hasta Ivánov mis recortes. Los cubro con la mitad
del pan de mi negro-banco. (La otra mitad es para las niñas).
—Camarada Ivánov, me vio a ir. Si M[ille]r pregunta, dígale que
estoy en la cocina, que fui a tomar agua.
—Váyase, váyase.
Recojo el borrador de Casanova, el saquito con 1 libra de sal…
y, pegadita, pegadita a la pared…
—¡Camarada Efrón! — me alcanza ya junto a los caballeros.
Mañana no vendré. Le rogaría que viniera — pues…— aunque sea
a las diez y media. Y pasado mañana, no venga usted. Me sacará
de un gran apuro. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo!
Allí mismo, frente a los desconcertados porteros, hago un bizarro
saludo militar, y rápido — rápido — como por una columnata de
guardias blancos, por los parterres nevados, dejando atrás las
nacionalidades, y la sacarina, y el esperanto, y a Natasha Rostova
— a casa, con Alia, con Casanova: ¡a casa!

De los Izvestia[64]:
«¡Dominar el mar — es dominar el mundo!».
(Me embelesa, como un verso).

9/23 de enero (Novedades del CCE[65] «El heredero»).


Alguien lee: «El hijo de Kornílov[66], Gueorgui, ha sido nombrado
uriadnik[67] en Odesa».
Yo, a través de las risotadas burlonas de los presentes, con
inocencia:
—¿Por qué ese nombramiento? ¡Su padre no sirvió en la policía!
(Pero el pecho hierve).
El lector:
—¡Es que allá, ya ve, todos son gendarmes!
(Lo más conmovedor es que ni el comunista ni yo en ese
momento sospechábamos la existencia de suboficiales de la policía
cosaca).

En nuestro Narkmnats hay una iglesia casera, —de los Sologub, por
supuesto. Junto a mi sala rosada. Hace poco el «negro-blanco» y yo
entramos a escondidas. Oscuridad, resplandor, olor como de cueva.
Nos quedamos en el coro. El «negro-blanco» se persignaba, yo
sobre todo pensaba en los ancestros (¡los espectros!). En la iglesia
sólo siento ganas de rezar cuando cantan. Pero a Dios, en el
recinto, no lo siento.
El amor — y Dios. ¿Cómo los concilian? (El amor, como la fuerza
natural del que ama. Eros terrestre). Miro de reojo a mi negro-
blanco: reza, los ojos inocentes. Con esos mismos ojos inocentes,
con esos mismos labios suplicantes…
Si fuera yo creyente y amara a los varones, ambas cosas se
pelearían en mí como perros encadenados.
El padre de mi negro-blanco trabaja de portero en uno de los
espacios (palacios) donde con frecuencia está Lenin (el Kremlin). Y
mi negro-blanco, que visita con frecuencia a su padre en el trabajo,
suele ver a Lenin. — «Es tan sencillo, con su gorrita».
El negro-blanco — es de la guardia blanca, es decir, para evitar
confusión: le gusta la harina blanca, el azúcar y todos los bienes
terrenales. Y, lo que ya es más serio, es profunda y ardientemente
devota.
—Pasa frente a mí, Marina Ivánovna, y yo: «¡Buenas, Vladímir
Ilich!» — pero para mí pienso (prudente mirada insolente alrededor:)
¡Ah, tal para cual, te pegaría un tiro! ¡Basta de saquear iglesias!
(Enardeciéndose:) — Y sabe, Marina Ivánovna, sería tan sencillo,
sacaría el revólver de mi manguito y me lo despacharía… (Pausa.)
— Sólo que no sé disparar… Y fusilarían a papá…
Si mi negro cayera en unas buenas manos que supieran disparar
y supieran enseñar a disparar, y lo que es más — supieran aniquilar
sin lamentarlo – ¡ay!…

Hay en nuestro Comisariado una vieja solterona — flaca — con un


lazo — enamorada de sus hermanos-médicos mayores, a quienes
consigue chocolate gracias a las tarjetas para los niños, —
marrullera, buscapleitos, que, por cierto, sabe idiomas («cuestión de
familia»), etcétera. Cuando se entera de que alguien ha caído
enfermo, — con una seguridad inquebrantable — y como cortando
algo con la mano — declara: «La contagiaron». O bien, «lo
contagiaron» según se trate de un alguien femenino o masculino.
Tifus y ciática — para ella todo es sífilis.
Psicosis de solterona.

Y hay otra — rolliza, novata, nieta de la abuela, amiga de mi negro-


blanco, provinciana. Una muchachita conmovedora. Hace muy poco
llegó de Rybinsk. En casa se quedaron la abuela y el hermanito. Un
doble e inagotable pozo de felicidad.
—Nuestra abuela es así: no soporta a los niños pequeños. A uno
de pecho no lo cogería por nada en brazos: huelen, dice, y dan
molestias. Pero cuando crecen — bueno. Los acicala, los enseña. A
mí me crió desde los cinco años. — «¿Quieres comer?». —
«Quiero». — «Pues anda a la cocina y mira cómo se prepara la
comida». Así que desde los diez años yo ya sabía hacerlo todo
(animándose:) no sólo empanadas y croquetas, — también patés,
platos en gelatina, pasteles… Lo mismo la costura: «Eres una niña,
te harás mujer, ama de casa, tendrás que vestir hijos y marido». Yo
— a correr, pero ella de la mano y a un banquito: «Ribetea los
pañuelos, pespunta las toallas», cuando empezó la guerra — para
los heridos. Yo cortaba, yo cosía. Después se casó papá — yo era
huérfana — nació mi hermanito, y yo le hice todo el ajuar… Todos
los pañuelos pespuntados, bordados… Y la mantita en la que lo
envolvían para salir a pasear, toda cubierta de encaje, de cuatro
dedos de ancho, color crema… (Feliz:) — Y es que mi abuela me
enseñó a tejer y a bordar… Encargó un bastidor especialmente para
mí… ¡No éramos pobres! ¡Pero todo lo hacíamos nosotras! Mi
abuela y yo… ¡Yo no sé estar con los brazos cruzados!
Miro sus manos: sus manitas: ¡qué hábiles! Pequeñas, rollizas;
dedos finos y afilados. Un anillito minúsculo con una turquesa. Tuvo
un novio, lo fusilaron hace poco en Kiev.
—Me escribió un amigo suyo, también estudiante de medicina.
Salió mi Kolia de casa y no había dado ni dos pasos — disparos. Y
justo a sus pies cayó un hombre. Ensangrentado. Y Kolia era
médico, no podía abandonar a un herido. Miró alrededor: nadie.
Entonces lo agarró, lo arrastró hasta su casa y lo atendió durante
tres días. — Resultó un oficial blanco. — Al cuarto llegaron, se los
llevaron a los dos y juntos los fusilaron…
Va de luto. De la negrura emerge gris-terroso su rostro. Escasa
comida, escaso sueño, soledad. Un trabajo aburrido,
incomprensible, inusitado en el Comisariado. Elespectro de su
novio. Abandono.
¡Pobre burguesita salida de una novela de Turguéniev!
¡Huerfanita épica de los cuentos rusos! En nadie como en ella siento
la gran orfandad de la Moscú de 1919. Ni en mí misma.
Hace poco pasó a verme y se detuvo frente a mis desordenados
baúles: un uniforme de estudiante, una guerrera de oficial, unas
botas, unos pantalones bombachos, — charreteras, charreteras,
charreteras…
—Marina Ivánovna, mejor ciérralos. Ciérralos y póngales
candado. El polvo se acumula, en verano la polilla se comerá…
Aunque, tal vez él vuelva…
Y desgarrando pensativa una desamparada manga:
—Yo no podría así. Parece una persona viva… Aun ahora lloro…

Hace poco fuimos juntas a una opereta: ella, el negro-blanco y yo


(por primera vez en mi vida). Agradables las melodías, malos los
versos. Es seco y duro el ruso en labios polacos. Pero… algo como
un amor, pero… algo distinto a los arenques y las espuertas, pero…
¡luces, risas, gestos!
¿Mediocridad? Pero para mí, mientras peor — mejor. El «arte
auténtico» ahora me habría ofendido. Todas mis exigencias se
habrían sublevado: «¡No soy una bestia!».
Mientras que así — falsedad por falsedad: tras la farsa soviética
— la farsa semi— mundana.

Dos palabras más sobre mi «novia». Con los ojos llorosos


(castaños, maravillosos) por su novio, larga y lastimeramente se
atormenta y atormenta a los demás: «Me gustaría tanto las grasas y
los dulces… Antes estaba mucho más gorda… No puedo vivir sin
mantequilla… Las patatas congeladas no me entran…»

¡Oh, tú, plato único


del país comunista!

(Oda a la vobla, en el periódico menchevique «Siempre adelante»).

Mi ayudante.
Nuestra mesa se ha enriquecido con un nuevo colaborador
(coharaganador, sería más exacto). Un Hércules, una frambuesa
madura, llegado del Volga. Eterna y salvajemente hambriento. A la
hora de comer pide con desesperación un poco más: el plato, que
se le tiende en silencio, implora dócil y obstinado. Lo come todo.
Es hermoso: dieciocho años y de un carmín tan encendido que
abochorna sentarse junto a él: ¡un horno! Ni barba ni bigote. Tímido.
Teme moverse — sabe que devastará. Teme toser — sabe que
ensordecerá. La timidez y la dulzura de un gigante. Siento tanta
ternura por él como por un enorme ternero: vana, pues no tengo qué
ofrecerle.
La primera vez que lo vimos a la mesa — un oso de los Urales
sobre el encaje de los Izvestia —, Ivánov y yo sonreímos a un
tiempo. Qué pensó Ivánov — no sé, pero yo en ese momento supe:
«Mañana no vendré, y pasado mañana no vendré, y pasado-pasado
mañana no vendré. Haré la colada y escribiré».
No sólo tres días no vine, sino seis. Al séptimo aparecí. La mesa
limpia — ni un solo recorte: como barrida de un lengüetazo. De
Ivánov — ni rastro. El oso, con los codos separados, reina solo.
Yo, inquieta:
—¿Dónde está Ivánov? ¿Dónde los recortes?
El oso, radiante:
—¡A Ivánov no lo he visto desde aquella vez! Toda la semana he
ocupado el trono — solo.
Yo, aterrada:
—¿¡Pero y los recortes!? ¿Ha llevado el registro?
Él, beatífico:
—¿Registro? ¡todo está en la cesta! Lo intenté — la pluma es
mala, el papel pésimo, escribo — ni yo entiendo. Y me embargó un
sueño… Será por la primavera.
(Yo, para mis adentros: «¡Mientes, oso, se acerca el invierno!»).
Él continuando:
—Entonces pensé: ¡Que sea lo que tenga que ser! Los rastrillé
todos, todas esas como sábanas, y a la cesta. Por la mañana llego
— limpia. Puede que los quemara la mujer de la limpieza. Y así día
tras día. Los pequeños están a salvo, los conservé para usted.
Abro un cajón: una nube de mariposas blancas!
Y yo, seducida por un verso y ya disociada: para mis adentros:
«¡Nube de mariposas blancas! Una, dos… cuatro…».

(— ¡no! —)

¡Nube de semidiosas blancas! Una, dos… cuatro…


¡Nube de semidiosas blancas! Pero no — en el aire
¡Nube de mariposas blancas! Nube maravillosa
De pequeñas princesitas imperiales…

e, interrumpiéndome, al «colaborador»:
—Ahora lo reorganizaremos todo… (Para mis adentros: ¡menos
las princesas imperiales!) — clasifíquelos por orden cronológico.
Él:
—¿Y eso cómo es?
Yo:
—Por fechas. Digamos, 5 de febrero. El 11 romano es febrero,
¿me entiende? El 1 — enero, el 11 — febrero…
Ni respira, ni parpadea.
—Entonces, a ver… Entonces sólo escriba una carta a casa.
Tome una pluma y escriba: «Querida mamá: aquí me aburro mucho
y paso hambre…». Algo así, o al contrario: «Aquí me divierto mucho
y como bien». Porque si no se va a preocupar. Y yo ahora voy a
rehacer los artículos de Steklov y Kérzhentsev.
Él, admirado:
—¡¿Con la pura cabeza?!
Yo:
—¡No será con el corazón!
Y, de un plumazo: «En el artículo del 5 de febrero de 1919 “La
Guardia blanca y el elefante blanco[i]”, el camarada Kérzhentsev
afirma…»

Transhumamos a una nueva morada, — de la casa de los Rostov a


la posada de Jerusalén. El traslado dura diez largos días.
Terminamos de robar lo que queda de los bienes sologubo-
rostovianos. Yo me llevé como recuerdo un plato con un escudo: un
galgo sobre un campo rojo-ladrillo. Robo lírico, incluso caballeresco:
el plato no es hondo ni es tendido, en los tiempos que corren —
evidentemente para una vobla semicaldosa, pero yo, en casa, le
pondré encima el tintero.
¡Pobres elzevirios de los Sologub! ¡En cajones abiertos! ¡Bajo la
lluvia! Las encuadernaciones en pergamino, los rebuscados
caracteres franceses… Se los llevan a carretadas. Briúsov[68] dirige
la comisión de bibliotecas.
Se llevan: los divanes, las cómodas, las lámparas. Mis caballeros
se quedan. Los retratos pintados en las pareces, tal parece,
también. El reparto — ahí mismo. Celosa disputa entre las «mesas».
—¡Esto para nuestro jefe!
—¡No, para el nuestro!
—Nosotros tenemos una mesa de abedul de Carelia, el sillón
hace juego.
—¡Justo porque ustedes tienen la mesa, nosotros tendremos el
sillón!
—¡Pero no se puede romper un juego!
Yo, sentenciosa:
—¡Sólo se puede romper las cabezas!
Las «mesas» son desinteresadas — de todas formas no nos
tocará nada. Todo irá a los despachos de los directores. Entra
corriendo mi negro-blanco.
—¡Camarada Efrón, si supiera lo precioso que es el despacho de
Ts-ler! ¡Secreter de caoba, alfombra, apliques de bronce! ¡Como en
los viejos tiempos! ¿Quiere verlo?
Corremos a pisos traviesa. Sala número… Sección tal…
Despacho del director. Entramos. El negro, triunfante:
—¿Y?
—Aquí falta un cojín para los pies y un perrito de lanas…
—¡Que se conforme con un gato!
En los ojos un demonio divertido:
—¡Camarada Efrón! ¿Le conseguimos un gato? Aquí, en el
departamento 18 hay uno. ¿Sí?
Yo, hipócrita:
—Pero va a ensuciarlo todo.
—¡Es justo lo que quiero! ¡Malditos despojadores!
Tres minutos más tarde el gato ha sido capturado y encerrado.
«Misión» cumplida. Volamos, sin volver la vista atrás, a lo largo de
los seis pisos.
—¡Camarada Efrón! La otomana frambuesa, ¿eh?
—Y las alfombras de la condesa, ¿eh?
Nos persigue el maullido diabólico de nuestro vengador.

Tres M vitales.
—Dígame, ¿cómo transportó las patatas?
—Sin problema, mi marido fue a buscarme.
—¿Sabe? Hay que agregar patatas a la masa: 2/3 de patatas.
1/3 de masa.
—¿Ah, sí? Tendré que decírselo a mi madre.
Yo no tengo: ni madre, ni marido, ni masa.

Patatas congeladas.
—¡Camarada Efrón! ¡Han traído patatas! ¡Congeladas!
Me entero, por supuesto, la última, pero las malas noticias — son
siempre las primeras.
Los «nuestros» se fueron de expedición, prometieron minas de
azúcar y yacimientos de grasas, viajaron durante dos meses y
trajeron… ¡patatas congeladas! Tres puds de podredumbre.
Las patatas están en un sótano, en una profunda y tenebrosa
cripta. Las patatas murieron y las enterraron, y nosotros, chacales,
las desenterraremos y nos las comeremos. Dicen que las trajeron
sanas, pero que alguien las «prohibió» sin previo aviso, y mientras
se levantaba la prohibición, las patatas primero se congelaron y
luego se descongelaron, y finalmente se pudrieron. Se quedaron
tres semanas en la estación.
Corro a casa por los sacos y el trineo. El trineo — es de Alia:
para niños, con cascabeles y riendas azules, — el regalo que le traje
del Rostov de Vladímir. Un espacioso asiento de mimbre, el
respaldo recubierto por un tapetito artesanal. Se le enganchan dos
perros – ¡y ale!, a la aurora boreal…
Pero fui yo quien sirvió de perro, la aurora boreal quedó atrás:
¡sus ojos! Entonces tenía dos años, era principesca. («Marina,
¡regálame el Kremlin!» — señalando con su dedito las torres). ¡Ah,
Alia! ¡Ah, el trineo a mediodía entre las callejuelas! Mi abrigo
atigrado (¿leopardo, pantera?), de boyardo, como se obstinaba en
llamarlo Mandelstam[69], enamorado de Moscú. ¡Pantera!
¡Sonajeros!
Una larga cola frente al sótano. Los escalones están congelados.
Frío en la espalda: ¿cómo sacarlas? Con mis brazos, — en esos
milagros sí creo, pero… ¡hay que subir tres puds! ¡Por treinta
escalones que se resisten y te rechazan! Además, uno de los
patines está roto. Además, no estoy segura de mis sacos. Y
además, me divierto tanto que – ¡ya puedo caerme muerta! — nadie
me ayudará.
Dejan entrar por grupos: de diez. Todos — por parejas, los
maridos llegaron corriendo desde sus trabajos, las madres
arrastrándose. Conversaciones animadas, proyectos: aquel las
cambiará, este pondrá a secar dos puds, el otro las pasará por la
picadora (¡los tres puds?!) — sólo yo, es evidente, tengo la intención
de comer.
—Camarada Efrón, ¿llevará el suplemento? Es medio pud por
cada miembro de la familia. ¿Tiene cómo probar que tiene hijos?
Alguien:
—No se lo aconsejo. Lo que queda es lodo viscoso.
Alguien más:
—¡Pero se puede vender!
Avanzamos. Suspiros, lamentos, por momentos — risas: dos
manos se encontraron en la oscuridad: una masculina con una
femenina (masculina con masculina — no da risa). A propósito, ¿por
qué este efecto hilarante de Eros sobre los pequeños? ¿Desafío?
¿Autodefensa? ¿Escasez de medios de expresión? ¿Timidez bajo
una máscara de ligereza? Los niños, cuando se asustan, también
con frecuencia ríen «L’amour n’est ni joyeux, ni tendre[70]».
Pero quizá — es lo más seguro — no hay amour, sólo sorpresa:
masculina con masculina — groserías, masculina con femenina —
risas. Sorpresa e impunidad.
Hablan de un inminente juicio a los colaboradores, —
presentaron enormes facturas por lo comprado y lo gastado:
alojamientos, carros, cocheros…
Para ellos mismos, por supuesto — de todo.
—¿Ha notado cómo ha engordado fulano?
—¿Y mengano? ¡Se le revientan las mejillas!
Nos dejan entrar. Se nos viene encima una enloquecida fila de
trineos. Los patines sobre nuestros pies. Gritos. Oscuridad.
Caminamos por los charcos. El olor es de veras pestilente.
—¡¡¡Apártense!!!
—¡Camarada! ¡Camarada! ¡Se reventó su saco!
Sollozos. Viscoso. Los pies se sumen hasta los tobillos. Alguien,
frenando la recua, se descalza con rabia: ¡el fieltro empapado! Hace
mucho que yo ya no siento los pies.
—¿Y la luz? ¿Veremos algo en algún momento?
—¡Camaradas! ¡He perdido mi identificación! Por lo más sagrado
– ¡un fósforo!
Se enciende. Alguien de rodillas, en el agua, en vano remueve el
barro.
—¡Busque bien en sus bolsillos! — ¿No la habrá dejado en
casa? — ¿¡Pero cómo quiere encontrar algo aquí!? — ¡Avancen!
¡Avancen! — ¡Camaradas, el grupo que regresa! ¡¡¡Cuidado!!!
Y — un calvero. Un calvero y una cascada. Un agujero cuadrado
en el techo a través del cual entra la lluvia y la luz. Se derrama,
como desde una docena de tubos. — ¡Nos ahogaremos! — Saltos,
brincos, a alguien se le cae el saco, a alguien más se le empantana
el trineo en pleno paso. — ¡Dios!

Las patatas están en el suelo: ocupan tres corredores. Las del final,
las más protegidas, están menos podridas. Pero no hay más camino
a ellas que caminar sobre ellas. Y así: descalzos, calzados. Es
como andar sobre una montaña de medusas. Hay que cogerlas con
las manos: tres puds. Aún congeladas, se pegan unas a otras en
racimos monstruosos. No llevo cuchillo. Y, desesperada (no siento
las manos) — las que sean: aplastadas, congeladas,
reblandecidas… En mi saco ya no caben más. Las manos, ateridas,
no consiguen atarlo. Valiéndome de la oscuridad, me echo a llorar
pero de inmediato paro:
—¡A la balanza! ¡A la balanza! ¿Quién va a la balanza?
Lo cargo, lo transporto.
Las pesan dos armenios, uno de estudiante, el otro de
caucasiano. Su capote blanco como la nieve ahora parece una
manchada hiena. ¡Es como el arcángel del Juicio Final comunista!
(¡La balanza miente a todas luces!).
—¡Camarada señorita! ¡No entretengas al público!
Injurias, golpes. Los de atrás empujan. He obstruido el paso. Al
final, el caucasiano, de lástima — o de cólera — mueve mi saco con
el pie. El saco, mal atado, se desparrama. Trozos. Sollozos. Con
paciencia y sin prisa, las recojo.

El camino de regreso con las patatas. (Me llevo sólo dos puds, el
tercero lo escondí). Primero por corredores endemoniados, luego
por una escalera que se resiste, — en la cara lágrimas o sudor, no
sé.

Y no sé si es lluvia o son lágrimas


lo que sobre mi rostro se inflama[71]…

¡Quizá sea la lluvia! ¡No, no es eso! El patín está endeble, se partió


por la mitad, difícilmente llegaremos. (No soy yo quien arrastra el
trineo, arrastramos juntos. El trineo — es mi compañero de
desgracia, la desgracia — son las patatas. ¡Arrastramos nuestra
desgracia!).
Tengo miedo de las plazas. Imposible evitar la de Arbat. Podría
tomar las callejuelas desde la Prechístenka pero me haría un lío. Ni
nieve, ni hielo: lo llevo por los charcos, y a ratos — por lo seco. Me
deleito abstraída con los adoquines, ya rosados…
– ¡Oh, cómo amaba todo esto[72]!
Me acuerdo de Stajóvich[73]. Si me viera ahora, inevitablemente
me convertiría para él en un objeto de repugnancia. Todo, incluida la
cara, está cubierto de manchas. No estoy mejor que mi saco. Las
patatas y yo ahora — somos lo mismo.
—¿Pero adonde va-a-as? ¿Acaso se puede arremeter así —
contra la gente? ¡Burguesa sin rabo!
—Por supuesto que sin rabo, – ¡sólo los diablos tienen rabo!
Risas alrededor.
El soldado sin sosegarse:
—¡Mírela, se ha endomingado con un sombrerito! Pero de
lavarse la cara…
Yo, en el mismo tono, señalando sus piernas:
—¡Mírelo, se ha endomingado con unos trapitos!
Las risas aumentan. Yo, no deseando desaprovechar el diálogo,
me detengo, como para arreglar mi saco.
El soldado desbordándose:
—¡Y esto se llama la clase superior! ¡La inteliquensa! ¡Sin
sirvienta ni la cara se pueden lavar!
Una aldeana, con voz chillona:
—¡Pues danos jabón! ¿Quién se despachó nuestro jabón? A
cómo está ahora el jabón en la Sujárieva, ¿lo sabes?
Uno de la multitud:
—¡¿Cómo va a saber?! ¡Lo recibe del Estado! Y usted, señorita,
¿lleva patatas?
—Congeladas. Me las dieron en el trabajo.
—Sólo congeladas, – ¡las buenas se las quedan ellos! ¿Quiere
que le eche una mano?
Empuja, las riendas se tensan, parto. Detrás, la voz de la
aldeana — al soldado:
—¿Y qué, porque trae sombrero deja de ser persona?
¡Sen — ten — ció!

El balance del día: dos cubos de patatas. Comemos todas: Alia,


Nadia[74], Irina, yo.
Nadia — a Irina, con malicia:
—Come, Irina, está dulce, tiene azúcar.
Irina, entercándose y girándose:
—Nnn..

20 de marzo.
En vez de Monplenbezh[75], lo pienso y escribo Monplaisir —
algo como un pequeño Versalles en el siglo XVIII.

La Anunciación de 1919.
Los precios:
1 libra de harina – 35 rublos.
1 libra de patatas – 10 rublos.
1 libra de zanahorias – 7 rublos 50 kopeks.
1 libra de cebollas – 15 rublos.
El arenque – 25 rublos.
(La paga — los nuevos sueldos aún no se han aplicado — es de
775 rublos al mes).

25 de abril de 1919.
Dejo el Comisariado. Lo dejo porque no puedo elaborar una
clasificación. Lo intenté, me dejé el pellejo — nada. No entiendo. No
entiendo lo que quieren de mí: «Elabore, compare, catalogue…
Cada división — tiene una subdivisión». Todos lo mismo y al mismo
tiempo. Les he preguntado a todos: del jefe del departamento al
recadero de once años – «Es sencillísimo». Y lo principal es que
nadie me cree que no entiendo, se ríen.
Acabé sentándome a la mesa, mojando la pluma en el tintero,
escribiendo: «Clasificación», luego, tras reflexionar: «Divisiones», y
luego, tras haber vuelto a reflexionar: «Subdivisiones». A derecha e
izquierda. Luego — me paralicé.
Trabajé 5 meses y ½, un par de semanas más y — vacaciones (con
sueldo). Pero no puedo. Hay recortes no pegados de tres meses. Y
comienzan a recelar de mi iat: «¿Será posible, camarada, que aún
no se haya acostumbrado?»… La clasificación hay que presentarla
el día 28. Último plazo. Hay que hacer justicia, los comunistas son
confiados y pacientes. En cualquier institución del antiguo régimen
me habrían echado con sólo haberme visto. Aquí, yo misma
presento mi dimisión.
El jefe M[ille]r habiendo leído mi solicitud, lacónico:
—¿Mejores condiciones?
—La misma ración que a los militares y comidas gratuitas para
todos los miembros de la familia.
(Instantánea y descaradísima invención).
—Entonces no me atrevo a retenerla. Pero no vaya a errar el
cálculo: ese tipo de instituciones se derrumban con rapidez.
—Voy con un puesto importante.
—¿Por recomendación de quién?
—Dos miembros del Partido de antes de Octubre.
—¿Qué puesto?
—Traductora.
—Los traductores son muy necesarios. Que tenga suerte.
Salgo. Ya en la puerta — me llama:
—Camarada Efrón, presentará usted la clasificación, ¿verdad?
Yo, suplicante:
—Todos los materiales están a la vista… Mi substituto la hará sin
problema… ¡Mejor descuéntela de mi salario!

No la descontaron. No, con la mano en el corazón, de los


comunistas yo, personalmente, hasta el día de hoy, no he visto
maldad (¡tal vez — no he visto malos!). Y no los odio a ellos, sino al
comunismo. (Hace ya dos años que por todos lados oigo: «El
comunismo es maravilloso, los comunistas — nefastos!». ¡Me
retumba en las orejas!).
Pero, volviendo a la clasificación (una iluminación: ¡¿no es a eso
a lo que se reduce todo el comunismo?!) — exactamente igual que
con el álgebra a los quince años, (y la aritmética – ¡a los siete!). Los
ojos llenos y la página vacía. Igual que con la costura — no
entiendo, no entiendo: dónde a la izquierda, dónde a la derecha, en
las sienes un tornillo y en la frente un plomo. Igual que cuando
vendo en el mercado, y antaño — con la contratación de una criada,
con toda mi toneládica vida cotidiana terrestre: no entiendo, no
puedo, no lo logro.
Pienso que si obligaran a otros a escribir Fortuna[76], sentirían
exactamente lo mismo que yo.

Entro a trabajar en Monplenbezh, — a la Fichateca.


26 de abril de 1919.
Acabo de incorporarme y me hago un juramento solemne: no me
emplearé más. Nunca. Mejor morir.
Cómo fue. El boulevard Smolensk, una casa en un jardín. Entro.
El cuarto parece una tumba. Las paredes tapizadas de fichas: ni un
claro. Huele a papel (no de libros, noble, sino — de restos). Y así, la
diferencia entre una biblioteca y una fichateca: ¡aquélla huele a
hinojo, y ésta — a despojo! Señoritas aterradoramente
emperifolladas (las colaboradoras). Con lazos y botas. Me
observarán — me despreciarán. Me siento frente a una ventana
enrejada, en las manos el alfabeto ruso. Hay que ordenar las fichas
por letras (todas las que empiezan por A, todas las empiezan por B),
después según la segunda letra: Abrikósov, Avdéiev, después según
la tercera. Y así, desde las 9 de la mañana, hasta las 5½ de la tarde.
La comida es cara, no podré comer. Antes daban esto y esto, ahora
no dan nada. Me perdí la ración de Pascua. La jefa es una sepia
cuarentona de extremidades cortas y torcidas, corpiño y anteojos,
horrenda. Intuyo a una ex inspectora y actual carcelera. Con una
ingenuidad mordaz se admira de mi lentitud: «Nuestra norma son
doscientas fichas por día. Es evidente que no está usted
familiarizada con este trabajo…».
Lloro. Rostro de piedra y lágrimas — cual guijarros. Más un ídolo
de estaño que se funde, que una mujer que llora. Nadie me ve,
porque nade levanta la frente: es un concurso de rapidez.
—¡Tengo tantas fichas!
—¡Y yo tengo tantas!
Y de pronto, sin enteder lo que hacía, me levanto, recojo mis
bártulos, me acerco a la directora:
—Hoy no me apunté a la comida, ¿puedo ir a casa?
Penetrante mirada anteojosa:
—¿Vive lejos?
—Aquí al lado.
—Pero ha de estar de vuelta en media hora. Aquí no se dan
esos permisos.
—Oh, desde luego.
Salgo — todavía una estatua. En el mercado de Smolensk,
lágrimas — a cántaros. Una campesina, asustada:
—¡Ay, te robaron!, ¿eh?, ¡señorita!
Y de pronto – ¡risa! Júbilo! ¡El sol en la cara! Fin. No más. Nunca
más.

No fui yo quien dejó la Fichateca: ¡mis piernas me sacaron! El alma


— las piernas: más allá de toda reflexión consciente. Eso es el
instinto.

EPÍLOGO

7 de julio de 1919.
Ayer leí en el «Palacio de las Artes» (Povarskaia 52, casa de los
Sologub, mi ex empleo) — Fortuna. Me acogieron bien, de todos
cuantos leyeron — sólo yo — fui aplaudida. (Esto habla no de mí,
sino del público).
Leyeron, aparte de mí: Lunacharski[77] — del poeta suizo Karl
Müller, traducciones; un cierto Dir Tumanny — lo suyo, es decir a
Maiakovski – ¡muchos Dir Tumanny y siempre es Maiakovski!
A Lunacharski lo vi por primera vez. Jovial, rozagante, con una
guerrera elegante, ajustada pero no apretada. Una cara
medianamente-intelectual: imposibilidad de hacer el mal. Una figura
más bien redonda, pero de un «grosor ligero» (como Anna
Karénina). Todo ligereza.
Escuchaba, según me contaron, con atención, incluso él mismo
pedía silencio cuando alguien se movía. Pero el público era
aceptable.
Elegí Fortuna por el monólogo final:

… Lo merecéis por vuestra triple mentira:


De Libertad, Igualdad, Fraternidad.

Nunca leí con tanta claridad.

… Y yo, Lauzun, con mano más blanca que la nieve


Levantaba la copa a la salud del vulgo!
¡Y yo, Lauzun, decía que bajo el mismo sol
El leñador y el noble igual son soberanos!

Nunca respiré de manera tan responsable. (¡Responsabilidad!


¡Responsabilidad! ¡Qué gozo compararse contigo! Y qué
¡¿glorioso?! El monólogo del noble — a la cara del comisario – ¡eso
es vida! Lástima que sólo fue a la de Lunacharski y no… quería
escribir a la de «Lenin», pero Lenin no habría comprendido ni una
sola palabra, — y no… a toda la Lubianka[78], nº 2)
Precedí la lectura con una especie de introducción: quién era
Lauzun, en quién se convirtió, y de qué murió.
Al terminar estoy sola, con algunos conocidos casuales. Si no
hubieran venido, — sola. Aquí soy tan ajena como entre los
inquilinos d ella casa en la que vivo desde hace cinco años, como
en el trabajo, como lo fui alguna vez en los siete liceos y pensiones
rusas y extranjeras en las que estudié, como siempre — en todos
lados.

Leí en aquella misma sala rosada en la que había trabajado. La


lámpara brillaba (antes tenía una funda). Los muebles volvieron a
ver la luz. Las paredes recobraron sus ancestros. (Las lámparas, y
los muebles, y las abuelas, y los objetos de lujo, y los enseres —
hasta los utensilios de cocina —, todo había sido recuperado por el
«Palacio de las Artes» del Narkomnats. ¡Lloren, directores!).
En una de las salas — una primorosa Psique de mármol.
Palpitación del alma y de la bañista. Mucho bronce y mucha sombra.
Las habitaciones están saturadas. Entonces, en diciembre, estaban
desnutridas: desnudas. Una casa así necesita objetos. Los objetos
aquí son todo menos — objetivos. Un objeto que no se vende — ya
es un signo. Y tras el signo — inevitablemente — el significado. En
una casa así son — significados.

Hice unas caricias a mis caballeros.

14 de julio de 1919.
Anteayer supe por Balmont[79] que el responsable del «Palacio
de las Artes», Rukavíshnikov, había tasado mi lectura de Fortuna —
una obra original, nunca antes leída, la lectura duró cuarenta y cinco
minutos, tal vez más — en sesenta rublos.
Decidí renunciar — públicamente — a ellos con las siguientes
palabras: «Quédese usted con estos sesenta rublos — para tres
libras de patatas (¡tal vez aún las encuentre a veinte rublos!) — o
para tres libras de frambuesas — o para seis cajitas de cerillas y yo,
con sesenta rublos míos, le pondré una vela a la Virgen de Iversk[80]
por el fin de un régimen en el que así se valora el trabajo».

Moscú, 1918-1919
DE MI DIARIO
LA MUERTE DE STAJÓVICH

27 DE FEBRERO DE 1919

Estoy con Alia en casa de Antokolski[j]. Domingo. Deshielo.


Acabamos de llegar del templo del Cristo Salvador, donde oímos los
cuchicheos contrarrevolucionarios de los peregrinos y de mujeres-no
mujeres — damas-no damas — con gorros pequeños y largas
pellizas con «fruncidos» — malas y buenas — con las que tan bien
se está en los cementerios.
– «Han acabado con Rusia»… «En las Escrituras todo está
dicho»… «El Anticristo»…
El templo es grande y oscuro. En lo alto — un Dios vertiginoso.
Islotes de candelas.
Antokolski me lee unos versos — el «Prólogo a mi vida», que yo
llamaría «Justificación de todo». Pero como no puedo hacerlo, como
en este momento — soy rusa, guardo un silencio más tajante y
elocuente que las palabras. Nos despedimos. Alia se pone su
capucha. En la puerta el alumno V. con cara de piedra.
—Traigo una noticia terrible: ayer se ahorcó Alexéi Alexándrovich
Stajóvich.
En la iglesia (no recuerdo el nombre, cerca del boulevard Strastnói)
[81] el doble vaho del incienso y del aliento. Cada vez, para

persignarme, me quitaba el mitón. La cera goteaba, yo estaba sin


lágrimas.
Veo las manos — de algo distinto: no es carne, — del vivo sólo
han conservado la forma – ¡exquisita! Las mismas con las que
injertaba rosas en Crimea, y — agotadas las rosas — hizo del
cordón de la cortina un nudo. La cabeza yace con la pesada
magnificencia de la muerte. Los párpados — como los telones: se
acabó, bajan. Si hay sufrimiento — está en las sienes. Lo demás
descansa.
Cuando estoy inclinada sobre un féretro, cercano, lejano,
inevitablemente — me pregunto: «¿Quién será el próximo?».
¿Volveré a estar inclinada sobre otro rostro? — ¿El de quién? —
Este pensamiento lo llevo en mí, como una tentación.
Yo sé que el muerto sabe. No es un interrogante, es un
interrogatorio. Y lo infinito de la respuesta…
Una cosa más: no importa cuál haya sido mi relación con el
muerto, o mejor: por poco que en vida haya significado yo para él,
sé en este momento (el momento que pone fin a los momentos), soy
para él la más cercana. Quizá — porque soy yo quien de todos está
más al borde, y a quien más fácil le será (sería) ir tras él. Ya no hay
este muro: vivo — muerto, era — es. Hay confianza mutua: ¡él sabe
que pese al cuerpo — soy, yo sé que pese al féretro — es!
Conciliación, convenio, conspiración amistosa. Él es sólo un poco
mayor. Y con cada uno que se va allá, al más allá — se va una parte
de mí, de mi tristeza, de mi alma. Adelantándoseme — a casa. Casi
como: «Saludos a…».
Pero, en resucitando con él, también muero con él. No puedo
llorar sobre un féretro, ¡porque yo también estoy siendo enterrada!
Con cierta pérdida de mi realidad terrestre pago mi afirmación en
otros mundos. (¿El pago por le traslado? Las sombras pagaban a
Caronte ¿o no? Mando a mi sombra primero – ¡y pago aquí!).
Más de lo mismo: ¿cómo es que los seres cercanos son tan
poco celosos del féretro? Ceden tan fácilmente — aunque no sea
sino un palmo. ¡Los segundos en la tierra están contados y es
valioso — ese palmo! Jamás abuso de mis derechos, dejo un vacío
alrededor del féretro — si no es la familia, ¡nadie! — pero con
cuánto amargor, con cuánto dolor por el que yace. (El féretro: el
punto de confluencia de todas las soledades humanas, soledad
última y extrema. De todas las horas — la hora es que hay que amar
de cerca. Estar justo sobre el alma).
Señor, si él fuera mío (es decir ¡si tuviera yo derecho!) cuánto me
habría quedado, y mirado, y besado, cuánto — cuando todos se
hubieran ido — habría hablado con él – ¡a él! — de cosas sencillas
— tal vez del tiempo – ¡hace tan poco estaba aquí! Aún no ha tenido
tiempo de no estar!, cómo le habría relatado, por última vez, la
tierra.
¡Sé que su alma está al lado! Pero con las orejas nunca nadie ha
oído nada.

La iglesia está repleta, no conozco a nadie. Recuerdo la cabeza


encanecida de Stanislavski[82] y mi pensamiento: «Ha de tener frío
sin gorra» — y la ternura por esa cabeza encanecida.
De la iglesia lo llevaron a la Kamerguerski[83]. La multitud era
enorme. Todos desconocidos. Yo caminaba sintiéndome medio
muerta, muriendo a cada paso — por todos los desconocidos que
me rodeaban, por él — solo — delante. La multitud era enorme. Los
automóviles se desviaban del camino. De esto me sentí (por él) un
poquito orgullosa.
A partir de la plaza Zúbovskaia la multitud comenzó a disminuir.
Por la disminución progresiva de la multitud quedó claro que sólo la
juventud lo seguía — los alumnos de actuación del II Estudio — los
de su «Anillo Verde[84]». Cantaban de manera conmovedora.
Cuando las calles se hicieron del todo desconocidas, y yo ya no
sentía no sólo mi cuerpo, ni siquiera — mi alma, se me acercó V. L.
Mchedélov[k]. Me alegré inmensamente de verlo y de inmediato
trasladé a él parte de mi ternura por Stajóvich. Sentía — me había
ordenado sentir — que él sentía lo mismo que yo, que yo le había
infundido esos sentimientos, se los había infundido con toda la
fuerza de mi autosugestión — y si alguna vez en la vida experimenté
la solidaridad, fue justo en ese momento, sobre las nieves del
cementerio de Novodiévichie, detrás del féretro de Stajóvich.
—En aquella ocasión no se lo dije. ¿Se acuerda? El año pasado
usted me escribió una carta en la que había varias líneas sobre él:
algo de la sangre azul, la harina blanca. Se las leí. Le causaron una
impresión enorme. Tres días me persiguió, para que se las
copiara…
Escucho en silencio.
—Lo querían mucho, todos venían a verlo durante la
enfermedad. Un día antes de su muerte, uno de los artistas del
Estudio le trajo una croqueta de carne de caballo. Hincó el tenedor
y, con una sonrisa forzada: «Tal vez vaya a comerme alguno de mis
caballitos»… Y es que tenía criaderos. Adoraba los caballos.
—¿Y cómo es que todos estos alumnos del II Estudio, todos
estos muchachos, estas jóvenes…? Cómo es que no…
—¿Que no se hayan dado cuenta?
—¡Que no se lo hayan arrebatado a la muerte! Lo tienen todo:
juventud, amor – ¡poder!
—¡Ah, Marina Ivánovna! La piedad — no es amor.
Especialmente por un anciano. Stajóvich odiaba la piedad. «Nadie
necesita un anciano como yo»…
Subimos a la acera — para fumar. Los dedos apenas logran
sostener el cigarrillo. Había deshielo — cayó nevada.
—¿No dejó ninguna nota?
—No, pero todavía el día de su muerte estuvo en el teatro, se me
acercó, me preguntó: «¿Aún no ha encontrado empleo?» — «No».
— «¡Qué pena! ¡Qué pena!» — y me estrechó ambas manos.
—¿Y quién era ese hombrecito que tanto lloraba en la iglesia?
—Su ayuda de cámara, antes había sido camarero en una
cafetería. La víspera de su muerte le dio un mes anticipado de
sueldo y una gratificación. Antes de morir saldó todas sus deudas.
Llegamos al cementerio. La blancura divina del monasterio de
Novodiévichie, la bóveda apaciguante del arco. (A propósito de este
cementerio, en 1921, uno de mis compañeros judíos: «Vale la pena
morir para yacer aquí» y, después de una pausa: «Quizá, incluso —
hacerse bautizar»). Nos encaminamos a la tumba. Los alumnos del
Estudio quieren bajar ellos mismos el féretro, pero el féretro, hecho
en el Teatro de Arte, es demasiado ancho (yo, para mis adentros,
con sorna: ¡de noble!) — no pasa. Los sepultureros la ensanchan.
Una monja, apresurándose y tropezándose, se acerca al sacerdote:
«Padre, ¿podrían darse prisa? Hay otro difunto en la puerta».
Los montones de nieve no han sido retirados, estoy sobre la
tumba de Sapunov, atormentándome porque todo esto no es lo que
Stajóvich hubiera querido. Recuerdo a una dama de luto. Enormes
ojos azules, vidriosos por las lágrimas. Cuando bajan el féretro, ella
lo bendice con frecuentes y pequeñas señales de la cruz.
Después me entero — una actriz, hace poco, en Kiev,
asesinaron a su madre y a su hermana.

El funeral cívico pro Stájovich (Teatro de Arte).


Al principio — la marcha fúnebre de Beethoven.
Stajóvich y Beethoven. Hay que entender.
Lo primero que siento es — incompatibilidad, lo segundo —
incomodidad, como ante la inmodestia. — ¿Por qué? — Demasiado
fastuoso… Demasiado evidente. — ¿Y?
Stajóvich — es el siglo XVIII, Beethoven — está fuera (de todo
siglo). ¿Qué ha unido estos dos nombres? — La muerte. — El azar
de la muerte. Ya que para aquél, para Stajóvich, la muerte siempre
fue un azar. Incluso la voluntaria. No culminación, sino ruptura. No el
guión del autor, sino las tijeras del censor en el poema. La muerte
de Stajóvich, provocada por el año 19 y la vejez, no concuerda con
la esencia de Stajóvich — el siglo XVIII y la juventud. Saber morir no
necesariamente significa amar la inmortalidad. Saber morir — es
saber superar la agonía — es decir, de nuevo: saber vivir. Diré más
— y esta vez en francés (la lengua de las fórmulas):
Pas de savoir-vivre sans savoir mourir[85].
Savoir-mourir es lo contrario de savoir-vivre – ¡qué sustantivo tan
ruso! Estoy feliz de introducirlo, por primera vez, con la siguiente
fórmula:
Il n’y a pas que le savoir-vivre, il y a le savoir-mourir[86].

¿Pero qué pasa con Beethoven y Stajóvich?


¡Ah!, creo que ahora lo entiendo. Stajóvich es más el siglo XVIII
que Beethoven, que nació en él, como la marcha fúnebre de
Beethoven es más la muerte que Stajóvich en su ataúd. El sentido
de Stajóvich (¡del siglo XVIII!) — es la Vida. Y en el día mortuorio,
como en el amatorio: «Point de lendemain![87]». Stajóvich se va.
Beethoven — en ese paraíso en el que Stajóvich está destinado a
entrar. En la marcha fúnebre de Beethoven, en relación con
Stajóvich, hay una doble rudeza: acte de décès[88] (¡no la interpretan
para un vivo!) y acte d’abdication[89] (¡interpretó hasta el final!).
¿Está claro lo que quiero decir?
– ¡Ah, quien mejor me habría comprendido es el propio
Stajóvich!

El discurso de Stanislavski.
«Mi amigo tuvo en vida tres amores: la familia, el teatro, los
caballos. La vida familiar — es un misterio, en caballos no soy
experto… Hablaré del teatro».
El relato de cómo apareció por primera vez, entre los bastidores
del Club Ojótnichi[l], en un séquito de Grandes Duques, el bello
ayudante de campo Stajóvich. «Los Grandes Duques, como
procede, no solían quedarse mucho tiempo. El ayudante — se
quedó». Y la gradual — reservada — participación del brillante
oficial de la Guardia en las puestas en escena — en el papel de
arbiter elegantiarum. («Habrá que preguntarlo a Stajóvich», «esto no
va con Stajóvich», «¿cómo habría resuelto esto Stajóvich?»). La
excursión a la propiedad de Stajóvich, en las afueras de Moscú,
para estudiar los usos y costumbres de nobles y campesinos. —
«Nos recibieron como a príncipes». — Las finezas de Stajóvich. —
«Si alguien del grupo enfermaba, ¿quién se quedaba con el enfermo
en el calor y el bochorno de Moscú? El brillante y aristocrático oficial
de la Guardia se convertía en la más solícita enfermera»… El relato
acerca de cómo Stajóvich, tras escapar de un baile de la Corte, llegó
volando al Teatro de Arte para ladrar como un perro en la bocina del
gramófono durante la representación de El jardín de los cerezos.

Hablan los equivocados y dicen lo equivocado. Stanislavski —


demasiado simplemente (incluso diría — simplistamente)
reduciendo a Stajóvich a la vida cotidiana: primero a la
cortesanamente-militar, después teatral y, lo peor de todo — al
Teatro de Arte ¡haciéndolo su encarnación! — olvidando el elemento
de rebelión que empujó al cortesano — a la actuación, confundiendo
ingenuamente el encanto que sobre Stajóvich ejercía el insolente
«teatristas» con la atracción por el Teatro de Arte como tal,
olvidando el fondo y el tono de aquella época asfixiante, olvidando
de dónde y recordando únicamente — a dónde.
Rossi[90] (en un artículo que otro lee) simplifica la compleja
esencia lírico-cínico-epicúrea de Stajóvich, reduciéndola a las
dimensiones de los nidos de hidalgos rusos y haciendo un folletín en
vez de un poema. Yuzhín — como personalidad oficial y con el
hábito de enterrar a personas así — no se sabe para qué ni por qué
evoca los pecados de la nobleza y resalta «la utilidad social de los
Stajóvich» (¡mentira! Son absolutamente inútiles, como un caballo
de carreras. Salvo quizá para aquellos que, como yo, apuestan por
ellos).
Todo dentro: del teatro, la sociedad, la nobleza… Nadie — fuera
Stajóvich como fenómeno.
Mejor que todos — con emoción, valentía, sin una palabra de
más — habla el alumno de teatro Sudakov. Una frase —
absolutamente mía:
«Y la mejor lección de bon ton, maintien, tenue[91] nos la dio
Stajóvich el 11 de marzo de 1919». (27 de febrero – 11 de marzo
según el nuevo calendario[92], el día de su muerte).

Escucho, escucho, escucho. Cada vez bajo más la cabeza,


comprendo el error fatal de este invierno. Cada palabra es como un
cuchillo, el cuchillo se hunde más y más hondo, no me permito sufrir
hasta el fondo, – ¡ah! es igual, – ¡si yo también moriré!
Y aún diré más, algo que nadie dice, pero saben (?) todos:
Stajóvich y el Amor, lo amoroso de este causeur[93], lo inimaginable
de este hombre fuera del amor.
Y aún diré más, algo que nadie sabe: — si durante la Navidad de
1918 yo, como quería, hubiese ido a ver a Stajóvich, él no habría
muerto.
Y yo habría vuelto a la vida.

No me dejaron leer mis versos para él durante la ceremonia. Estaba


Kámeneva y alguien más. Nemírovich Dánchenko[94] se exaltaba y
dubitaba: por un lado — el «número», por el otro — el calabozo.

… No se acercó a la plebe con el pan y la sal.


Y se cruzó con ella – ¡por el tedio de noble!
En el reino sombrío de las «manos callosas» —
Sus exquisitas manos[95]…
—Si pudiéramos omitir eso[96]…
—No se puede, es lo más importante.
Pero yo no insistí: Stajóvich no estaba en la sala.
Copié mis versos para su gentil hermana, — la única que los
necesitaba. Hablar en público siempre es para mí una prueba, ¡es
normal con mi asco por los espectáculos y la vida social! No es
timidez: es una especie de incómoda incomunicación: straner hear
[sic].

… En el reino sombrío de las «manos callosas»…


No es de los callos del trabajo, sino de los callos impuestos, de
aquellos con los que nos han restregado los ojos y atosigado las
orejas, de los callos de la igualdad es — de los que hablo. Por eso
los puse entre comillas.

MI ENCUENTRO CON STAJÓVICH

– Uno único. — Hace un año. — Nos presentó V. L. Mchedélov[97], a


quien conozco desde hace tiempo, pero de quien me hice amiga
apenas el invierno pasado. Siempre me había gustado en él,
hombre de teatro, su sed por otros mundos: en un hombre de lo
visible — la pasión por lo invisible. Le perdonaba el teatro[m]. A su
montaje de El diario del Estudio (un fragmento de Leskov[98], «La
historia del teniente Ergunov» y «Las noches blancas») fui tres o
cuatro veces – ¡me gustaba tanto! Recuerdo, en «El teniente
Ergunov», en él, el teniente dormido, una lágrima. Grande,
adormilada. Corría y se congeló. Ardía y se escarchó. Él se
asemejaba a un herido en combate. Al Ejército Blanco. Tal vez por
eso iba a verlo.
Y la habitación – ¡cubil! – ¡madriguera! – ¡donde la pequeña
persa seduce al teniente! Trapos, guiñapos, harapos. Ojos en los
rincones, cajas en los rincones. Desperdicios, escupitajos,
inmundicias. Esa habitación cuyo centro — es un zapato. ¡Ese
zapato que en mitad del suelo emprende el vuelo al techo por un
gesto del pie, soberbio por sereno! ¡Esa ausencia de sentido común
en la habitación! ¡Esa ausencia de habitación en la habitación! ¡Es
mi casa de Borís y Gleb en vivo! ¡Mi moblaje! ¡Mi paisaje! Mis siete
habitaciones en una. ¡El esqueleto de mi vida cotidiana! Mi casa.
Recuerdo a la pequeña persa (la diablesa): el cuchicheo.
Cuchicheo — balbuceo — bisbiseo. Junto a las palabras. Encanta,
calumnia, difama. Amuletos — brazaletes. Bajo los brazaletes —
charreteras. Balbuceos — y abalorios, trinos de ruiseñor — y
manos. Manos — océanos.

Después me llevó a Stajóvich – «El anillo verde». La obra no la


juzgo. La voz es una gran seductora. El único caso en que no creo a
mis oídos. (El teatro). Traducir una frase de la voz a la idea — darle
sentido, tener conciencia de lo pronunciado — no siempre hay
tiempo: uno sigue el flujo de la voz. La voz — y el sentimiento que le
responde, fuera del intervalo de las palabras. En el teatro las
palabras no son necesarias, no son importantes — el actor resbala
por ellas. (Una prueba más de que Heine[99] tenía razón). Un
absurdo a-a-a-a, o-o-o-o puede reducir a polvo a toda una multitud o
lanzarla al asalto. De igual manera que — con voz inconsistente —
ni Shakespeare ni Racine se salvan. (La voz aquí no sólo como
garganta, sino como intelecto). Cómo puede existir este intelecto
vocal en ese summum de cretinismo que a menudo es el cantante
— es una cuestión que nos conduciría muy lejos. Quizá — un buen
maestro, quizá — simplemente la intervención de los dioses. (¡Se
dejan seducir no menos que los poetas y las mujeres por
receptáculos indignos!). En breve, para terminar con la voz:
Yo — un prodigio: ni bueno ni malo.
Y para terminar con la obra — no sé, yo escuchaba a Stajóvich.

Stajóvich: terciopelo y nobleza. Sin aristas. Ininterrumpidas las


líneas vocales y plásticas. Esto — de lo que se percibe con los cinco
sentidos. Espiritualmente — cierta soberbia. No importa en absoluto
que sea así por exigencia de la obra. Está claro, como un espejo,
que se está interpretando a sí mismo – «Mis queridos niños» — esto
no se lo dice a sus compañeros de escena — sino a todos nosotros,
a todo el público, a toda la generación. «Mis queridos niños» hay
que leerlo así: «Estoy cansado, conozco todo lo que vais a decir,
todos los sueños que todavía vais a soñar, los he visto hace miles
de años. Y sin embargo, pese a mi cansancio, escucho: confesiones
y sermones. ¿Acaso la indulgencia no es la menor de las virtudes de
Petronio? Además yo, como todos los que envejecen, soy insomne.
Vuestros balbuceos ¿no podrían ser para mí como aquella
avalancha de pétalos bajo la que mi más afortunado compañero
cerró finalmente sus párpados?».

¿Esto quería el autor? Poco probable. Y así, por los encantos de la


esencia y de la voz, una figura muy local (de un hidalgo ruso), de
mucho linaje (muy hidalgo), y muy temporal (fin du siècle del siglo
pasado) se convirtió en una figura fuera de todo tiempo y de todo
espacio — eterna.
La imagen del pasado contemplando el porvenir.

Después de la obra, V. L. Mchedélov me llevó a conocerlo —


bajamos unas escaleras. Recuerdo el verdor y el vapor: los muebles
y el té. Stajóvich se levanta para recibirnos. Es muy alto (¡yo
pertenezco a uno de esos pueblos que perciben a sus dioses cual
gigantes!) — un porte flexible, el color del traje, de los ojos, de los
cabellos — algo entre el acero y la ceniza. Recuerdo los párpados,
de aquellos pesados que rara vez se abren del todo. Párpados
arrogantes por naturaleza. Nariz aguileña. Óvalo irreprochable.
Las lisonjeras palabras de Mchedélov acompañándome, y yo,
obligándome a mirar hacia adelante:
—Me ha encantado, pero eso usted ya lo sabe. Le basta con
oírse a sí mismo. Detesto el teatro, pero adoro el sortilegio. Hoy me
siento feliz. Es todo.
Ambos ríen. Río yo también. Y — para disipar, ¡no! — para velar
la nitidez de lo dicho y de lo oído – ¡como para barrerlo de un
coletazo! — enciendo un cigarrillo. Y — que me perdone Stajóvich la
mención de uno de los más deliciosos lapsus que he oído en la vida
— su exclamación asustada:
—¡¿Por qué prende fuego a sus cabellos?! ¡Ya sin eso son
pocos!
Yo, con indignación justificada:
—¿Pocos? ¡¿Cabellos?!
—Quise decir — cortos.
De nuevo reímos. La risa, de entrada, es el mejor lazo. La risa y
una ligera (ajena) falta. Me siento a una mesita. Mientras sirve el té,
admiro su mano.
—Me encantan sus versos. Cuando estuvimos en Kislovdsk,
Kachálov[100] recibió de usted un poema, sin firma…
Yo, indignada:
—¡¡¡¿?!!!
Stajóvich, atenuando con la mano, sonríe:
—Una precaución inútil, porque todos la han reconocido
enseguida. Cúpulas, campanas… Espléndidos versos.
Arquitectónica, musical y filológicamente — extraordinarios. De
inmediato me los aprendí de memoria y los he recitado en
numerosas veladas. Siempre con éxito… (una reverencia
moderada), que le atribuyo íntegramente a usted…
Escucho estupefacta. Yo – ¡¿a Kachálov?! ¿A ese niño mimado
por las mujeres de los comerciantes? Yo — a Kachálov – ¡¿sin
firma?! ¡¿Sin firma?! — ¡¡¡¿Yo?!!!
—Me encanta oír a los poetas recitar sus versos. ¿No me los
recitaría?
—Pero…
Y de pronto — desánimo: a Stajóvich le gustan esos versos.
Stajóvich tiene 60 años y ha superado su repulsión por lo
«moderno». Stajóvich alaba — abiertamente — esos versos. Y esos
versos… ¡resultan no ser míos! Todo el edificio se derrumba. Y bajo
los escombros – ¡Stajóvich!
Y, sin revelar nada, tragándome el anónimo, y los versos ajenos
y a Kachálov, — heroicamente:
—Pero es que recito tan mal… Como todos los poetas… Jamás
me atrevería…
(NB! Recito bien — como todos los poetas — y siempre me
atrevo).
—¿Con que Charlotte Corday? ¡Jamás la habría supuesto
tímida!
Y yo, con alivio (¡un juego verbal! ¡En eso — soy imbatible!).
—Le agradezco el honor, ¿pero acaso estoy en presencia de
Marat?
Ríe. Reímos. Insiste. Rehúso. Rechazo. ¿Qué podría decirle? No
conozco esos versos. Un absurdo trágico: aquí donde todo es «sí» –
¡comenzar por una negativa! Y, de pronto, una iluminación:
—¿Y si me los recita usted?
Él confuso:
—Yo… es que ahora los tengo un poco olvidados.
(¡Yo no los he escrito, y él no los recuerda! «Si vas a la derecha
— perderás el caballo, si vas a la izquierda…»).
Y — con un giro impetuoso e irrevocable:
—Si yo hubiera estado en el lugar de Vera Redlij[n], ¡habría
arruinado la obra!
—¿Es decir?
—Entra usted en escena — el texto se olvida, el novio se
olvida…
—¿Tan olvidadiza es usted?
—No, ¡es que usted es — inolvidable!
Stajóvich a M[chede]lov:
—¡Oh, oh, oh! ¡Ignoraba que fuesen una raza tan lisonjera — los
poetas! ¡En general eso recaía sobre las pobres cabezas de los
cortesanos!
—Todo poeta — es un cortesano: de su rey. Los poetas siempre
tienen sed de grandeza.
—Como los reyes — de lisonja.
—Que yo adoro, porque no se origina en la hipocresía, sino en la
fascinación — por aquel a quien se lisonjea. Lisonjear — dejarse
fascinar. Lisonjear — agasajar. No conozco lisonja distinta. ¿Y
usted?

Después nos separamos, — encantados, creo. (En cuanto a mí —


sin duda). Después escribí una carta a V. L. M[chede]lov, que nada
tenía que ver con el destinatario, salvo el destino. (De la fecha a la
firma — sobre Stajóvich y para Stajóvich). Después cayó en el
olvido.

Hace dos meses me enteré por Volodia Alexéiev de su enfermedad.


Está enfermo, fastidiado. Pero sólo nos vimos una vez, ¡sólo un tris!
Pero — como está enfermo — la familia, los amigos… Es imposible
acercarse y yo no sé dar empujones. (¡Y ellos no se apartarán!).
Visión de una casa ajena, una cotidianidad ajena. Los familiares
que, sin haberme visto nunca, me observarán… Las peripuestas
alumnas del Estudio — y yo con estos zapatos…
Después: para mí visitar (siempre, pero más ahora con la
Revolución), para mí visitar — es dar. ¿Qué puedo darle a él? Mis
manos vacías (nunca fueron aristocráticas, y ahora – ¡no son ni
siquiera humanas!), ¿mis manos vacías y mi corazón repleto? Pero
al último — debido a las primeras (¡a mi turbación!) no lo verá. En
vano me torturaré y le quitaré el tiempo.
Pero cada vez que viene Volodia, quejumbrosa: «¡Lléveme a ver
a Stajóvich!». Para mí la posibilidad de obtener lo deseado (objeto o
alma) es inversamente proporcional a la fuerza del deseo: mientras
más deseado — más inalcanzable. Por anticipado. Como obligado.
Y no intento desear. Stajóvich está en el Strastnói, entonces — el
Strastnói — no es el Strastnói y… hasta Stájovich — no es
Stájovich. («Se asombrará… Se enfadará»… ¡Él, Petronio!).
En una palabra, — no fui.

Una frase más de M[chede]lov en el entierro:


—¿Por qué nunca lo visitó? Le habría dado tanto gusto. Amaba
la poesía, la conversación, le gustaba contar, pero nadie quería
oírlo… ¡Y tenía qué contar! Tuvo una vida extraordinaria. Tantos
encuentros, viajes… En su juventud — la guerra… Y tantos
ambientes tan distintos: la corte, el ejército, el teatro… Y usted le
simpatizó tanto en aquella ocasión…

16 de marzo de 1919.
Voy por la calle. La nieve comienza a derretirse. De pronto, una
idea: «Primera primavera de Moscú sin Stajóvich»… (Y no:
«Stajóvich en primavera sin Moscú», lo pensé justamente así).

19 de marzo
Cada vez que en la calle veo una nuca canosa, se me encoge el
corazón.

Olvidé decir que en una época Stajóvich tenía una voz magnífica.
Cantaba con un italiano célebre. — ¡La voz! — ¡El más cruel de los
maleficios sobre mi persona!
Sí, el vals era lánguido, primoroso,
Sí, era un prodigioso vals.

Lo cantaba a menudo, lo cantaba de maravilla. Y al final —


invariablemente:

Si fuera yo joven
¡Cuánto la amaría!

—¡Alexéi Alexándrovich! ¡Alexéi Alexándrovich! ¡Eso no está en la


romanza! ¡Lo está usted inventando!
—¡Está, está! Y aunque no esté — se non è vero è ben trovato.
¡Y nadie entendía!
(Relato de una alumna del Estudio).

Moscú, febrero-marzo de 1919


MI BUHARDILLA
NOTAS MOSCOVITAS DE 1919-1920

Escribo en mi buhardilla — creo que es 10 de noviembre — desde


que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.
Desde marzo no sé nada de Seriozha, lo vi por última vez el 18
de enero de 1918, cómo y dónde — lo diré algún día, ahora no
tengo el valor.
Vivo con Alia e Irina (Alia tiene 6 años, Irina 2 años y 7 meses)
en la calle de Borís y Gleb, frente a dos árboles, en la buhardilla que
era de Seriozha. No hay harina, no hay pan, bajo el escritorio —
unas doce libras de patatas, lo que queda del pud que me
«prestaron» los vecinos – ¡no queda nada más! — El anarquista
Charles se llevó el élève de Breguet de oro de Seriozha — he ido a
verlo cien veces, al principio prometía devolvérmelo; luego dijo que
había encontrado un comprador para el reloj, pero que había
perdido la llavecita; luego, que había encontrado una llavecita en la
Sujarieva pero que había extraviado al comprador; luego, que
temiendo un registro le había dado a alguien el reloj para que lo
guardara; luego, que se lo habían robado — a ese alguien a quien
se lo había confiado — pero que era un señor muy rico y que no
haría un problema de tal minucia; y luego, descarándose, se puso a
gritar que él no respondía de las cosas ajenas. — Resultado: ni
reloj, ni dinero. (Ahora un reloj así vale 12 000 rublos, es decir, un
pud y ½ de harina). Lo mismo con la báscula infantil. (El mismo
Charles).
Vivo de comidas gratuitas (para las niñas). La esposa del
zapatero Granski — flaca, de ojos oscuros, con un bello rostro
dolorido, madre de cinco hijos — hace poco me envió con su hijita
mayor una cartilla para las comidas (una de sus hijas se ha ido de
colonias) y un «buñuelito» para Alia. La señora Goldman, la vecina
de abajo, de cuando en cuando envía sopa para las niñas y hoy me
ha forzado a aceptar «prestados» el tercer millar de rublos. Ella
tiene tres hijos. Es menuda, delicada, agobiada por la vida: la nana,
los niños, un marido autoritario, el orden inmutable, como la órbita
de los astros, de las comidas y las cenas. (En nuestra casa – ¡la
comida es siempre un cometa!). Me ayuda, creo, a escondidas de
su marido a quien, como judío y hombre de éxito, yo — en cuya
casa se ha congelado todo, salvo el alma, y donde no ha
sobrevivido, salvo los libros — no puedo, naturalmente, no irritar.
También me ayudan, de tanto en tanto, cuando se acuerdan de
mi existencia — no los culpo pues nos conocemos desde hace muy
poco — la actriz Z[viaguín]tseva, porque ama la poesía, y su marido,
porque ama a su mujer. Me trajeron patatas, y el marido varias
veces ha arrancado las vigas de la buhardilla y las ha serruchado.
También R. S. T[umar]kin, el hermano de la señora Ts[et]lin, en
cuya casa asistí a veladas literarias. Me da fósforos, pan. Es bueno,
compasivo.
– Y eso es todo. —
Balmont lo haría con gusto, pero está en la miseria. (Si pasas a
verlo, siempre te da de comer y de beber). Sus palabras: «Vivo con
remordimientos, siento que debo ayudar» — ya son una ayuda. ¡La
gente no sabe cuan infinitamente — aprecio las palabras! (¡Más que
el dinero, ya que puedo pagar con la misma moneda!).
Mi día: me levanto — apenas grisea la ventana de arriba — frío
— charcos — serrín del serrucho — cubetas — cántaros — trapos
— vestidos y blusas infantiles por doquier. Sierro. Pongo la estufa.
Lavo en agua helada las patatas que luego hiervo en el samovar.
(Mucho tiempo hice ahí la sopa, pero una vez lo atasqué a tal punto
con el mijo, que durante meses enteros tuve que sacar el agua por
la parte superior, quitando la tapa, con una cuchara, — el samovar
es antiguo, el grifo rebuscado y no se desatornillaba, no cedió ni a
horquillas ni a clavos. Por fin alguien — no se sabe cómo — lo
destapó de un soplido). Alimento el samovar con carbones
encendidos que saco de la estufa. Día y noche llevo el mismo
vestido de bombasí marrón, que una vez encogió
enloquecidamente, ése, el que cosieron en mi ausencia durante la
primavera de 1917 en Alexándrov. Está todo quemado por los
carbones y los cigarrillos que le caen encima. Las mangas, antaño
con goma elástica, ahora van enrolladas y aseguradas con un alfiler.
Después viene la limpieza. — «¡Alia, saca la cubeta!». Dos
palabras a propósito de la cubeta — las merece. Es la protagonista
de nuestra vida. En la cubeta se pone el samovar, ya que cuando
hierve con patatas, salpica todo alrededor. En la cubeta se vierten
las lavazas. De día la cubeta se saca. De noche la vacío en el patio.
Sin la cubeta — no se vive. Los carbones — el serrín que deja el
serrucho — los charcos… ¡Y un deseo obstinado de tener el suelo
limpio! — Por el agua a casa del los G[old]man: entro por la puerta
de atrás, temo toparme con el marido. Vuelvo feliz: ¡un cubo y un
bote llenos de agua! (Ni el bote ni el cubo — son míos, a mí me lo
han robado todo). Después, el lavabo — de la ropa y de los trastes:
un cacharrito para enjuagar y un cantarito artesanal sin asa «para el
jardín de los niños», en una palabra: «Alia, prepara el jardín de
niños para lavarlo» — limpieza de la soldadesca escudilla de cobre
y del bidón para la Prechístenka (ración reforzada, gracias a la
protección de la misma señora G[old]man) — una cestita, donde va
una bolsa con las cartillas alimentarias — el manguito — los mitones
— la llave de la puerta de atrás colgada al cuello — me pongo en
camino. El reloj no camina. No sé la hora. Y, armándome de valor, a
un transeúnte: «Disculpe, ¿me podría decir, aproximadamente, la
hora?». Si dice las dos — le quita un peso a mi corazón. (A
propósito, ¿cómo decirlo en una sola palabra? ¿Lo despesa? Suena
mal).
Mi itinerario: el jardín de niños (Molchanovka, 34) a llevar los
recipientes, — por al Starokoniúshennaia hasta la Prechístenka (por
la ración reforzada), de allí al comedor de Praga (con la tarjeta que
me dieron los zapateros), del comedor de Praga (soviético) a la ex
tienda Guenerálov — pero si están distribuyendo pan — de ahí, de
nuevo al jardín de niños, por la comida, — de ahí — por la escalera
de servicio, toda yo tapizada de escudillas, mochilas y bidones – ¡ni
un dedo libre! y encima, qué horror: ¡¿no se habrá caído de la
cestita la bolsa con las cartillas?! — por la escalera de servicio — a
casa. De inmediato a la estufa. Los carbones aún están calientes.
Soplo. Los reanimo. Todas las raciones — a la misma cacerola: la
sopa parece papilla. Comemos. (Si Alia ha venido conmigo, lo
primero que hago es desatar a Irina de la silla. Comencé a atarla
desde que, un día, cuando Alia y yo no estábamos en casa, se
comió cruda media col que había en el armario). Doy de comer a
Irina y la acuesto. Duerme sobre la butaca azul. Hay una cama, pero
no pasa por la puerta. — Hago el café. Lo bebo. Fumo. Escribo. Alia
me escribe una carta o lee. Dos horas de tranquilidad. Después Irina
despierta. Calentamos lo que queda de nuestro forraje. Pesco en el
samovar, con ayuda de Alia, las patatas que aún quedan —
atascadas en el fondo. Acostamos — o Alia o yo — a Irina. Después
Alia se va a dormir.
A las diez ha terminado el día. A veces sierro y corto madera
para el día siguiente. A las 11 o a las 12, yo también me acuesto.
Dichosa por la lamparita al lado de mi almohada, el silencio, mi
cuaderno, mi cigarro, a veces — pan.
Escribo fatal, con prisa. No he anotado ni las ascencions a la
buhardilla — no hay escalera (la han quemado) — ayudándome de
una cuerda — a buscar vigas, ni las perennes quemaduras de los
carbones que (¿impaciencia ¿imprudencia?) cojo directamente con
las manos, ni las idas y venidas a los almacenes de compra-venta
(¿se habrá vendido?) y a las cooperativas (¿estarán
distribuyendo…?).
Ni he anotado lo más importante: la alegría, la agudeza de
pensamiento, las explosiones de contento ante el menor éxito, la
tensión apasionada de todo mi ser — todas las paredes están
garrapateadas de versos y de NB! para mi cuaderno de trabajo. Ni
he anotado las expediciones nocturnas al terrible y gélido piso
inferior — a la ex habitación infantil de Alia — en busca de algún
libro del que de pronto he sentido una imperiosa necesidad, ni he
anotado nuestra — de Alia y mía — constante y atenta esperanza:
¿Tocan? ¡Parece que tocan! (El timbre no funciona desde el
comienzo de la Revolución, en vez de timbre — martillo. Vivimos en
la parte de arriba, detrás de siete puertas y lo oímos todo: cada
chirrido de un serrucho ajeno, cada aletazo de un hacha ajena, cada
portazo de una puerta ajena, cada ruido en el patio – ¡todo, menos
un golpe en nuestra puerta!). Y — de pronto – ¡parece que tocan! —
o Alia, echándose encima su abriguito azul, cosido cuando tenía dos
años, o yo, no echándome nada encima — abajo, a tientas, al
galope, en la oscuridad absoluta, primero sin dar con la escalera sin
barandilla (la han quemado), luego por esa escalera — hasta la
cadenita de la puerta principal. (Por cierto, se puede entrar también
sin ayuda nuestra, pero no todos lo saben).
Ni he anotado mi plegaria, eternamente la misma – ¡con las
mismas palabras! — mi plegaria de antes de dormir.
Pero la vida del alma — la de Alia y la mía — brotará de mis
versos — de mis obras — de sus cuadernos.
Sólo quería anotar mi día.

Alia y yo.
Alia:
—¡Marina! ¡Cuántas personas de apellidos maravillosos a las
que yo no conocía! Por ejemplo: Dzhunkovski.
Yo:
—Se trata del ex general-gobernado (?) de Moscú, Áliechka.
Alia:
—¡Ah! Sí sé — gobernador. ¡El gobernador del don Quijote!
(¡Pobre D[zhunkov]ski!).

Le relato:
– Comprendes, es vieja, anticuada, en absoluto ridícula. Una flor
marchita, – ¡una rosa! Ojos encendidos, orgulloso porte de cabeza,
una belleza cruel en otros tiempos. Y todo está intacto, — sólo que a
punto de desmoronarse… El vestido rosa, exuberante y chocante
porque tiene 70 años, la cofia rosa de gala, los zapatitos
minúsculos. Bajo el puntiagudo taconcito un cojín de apretado raso
— rosa — raso pesado, tupido, chirriador… Y he aquí que, al dar las
doce — aparece el novio de su nieta. Ha llegado un poco tarde. Es
elegante, galante, esbelto — camisola con encajes, estoque[101]…
Alia, interrumpiéndome:
—¡Oh, Marina! — ¡Es la muerte o Casanova!
(Al último lo conoce por mis piezas Aventura y Fénix).

—Áliechka, ¿cuál debería ser la última palabra en La abuela[o]? Su


última palabra, – ¡más bien suspiro! — con la que muere.
—¡Naturalmente – Amor!
—Bien, bien, muy bien, pero yo había pensado: Cupido.
Le explico la noción y la encarnación.
—Amor — es la noción, Cupido — la encarnación. La noción —
es general, redonda; la encarnación — una arista, ¡hacia arriba!
Todo en un punto. ¿Entiendes?
—¡Oh, Marina, lo he entendido!
—Entonces, dame un ejemplo.
—Tengo miedo de que no sea correcto. Ambos son demasiado
etéreos.
—No importa, no importa, dímelo. Si no es correcto, te lo diré.
—La música — es la noción, la voz — la encarnación. (Pausa). Y
otro: la valentía — es la noción, la hazaña — la encarnación. —
Marina, ¡qué extraño! La hazaña — es la noción, el héroe — la
encarnación.

—¡Alia! ¡Qué cosa espléndida — el sueño!


—Sí, Marina, — y también: ¡el baile!

—¡Alia! Mi madre siempre soñó con morir de súbito: ir por la calle y,


de pronto, de lo alto de una casa en construcción – ¡una piedra en la
cabeza! — y listo.
Alia, entretenida:
—No, Marina, eso no me gusta demasiado, una piedra… Si fuera
– ¡todo el edificio!…

Alia, antes de dormir:


—¡Marina!, le deseo todo lo mejor que hay en el mundo. O tal
vez: que aún hay en el mundo…

Si este invierno pasa, seré verdaderamente fort comme la mort[102]


— o sencillamente morte — sin fort — con una e-muet[103] al final.

Las tiendas de alimentación ahora se parecen a las vitrinas de las


peluquerías: todos estos quesos — jaleas — panes de Pascua, no
están más vivos que las muñecas de cera.
El mismo ligero espanto.

¡Oh, Dichtung und Wahrheit[104]! Y me detengo porque en esta


exclamación hay tanta admiración como insatisfacción. Goethe
quiso contar a un tiempo la historia de su vida y la de su desarrollo,
y esto, en él, no se fusionó. Pasajes enteros parecen postizos: «hier
gedenke ich mit Ehrfurcht eines gewissen X-Y-Z[105]» — y así
durante decenas de páginas. Si hubiera trenzado estos «treffiiche
Gelehrte[106]» con su vida, si los hubiera hecho entrar en la
habitación, moverse, hablar, no se habría producido en ciertas
partes una esquematización (premeditación) así: a un hombre se le
ocurrió expresar su gratitud a todos aquellos que contribuyeron a su
desarrollo — y los enumera. No es que sea tedioso, — todo es
significativo, pero Goethe de alguna manera se desvanece, ya no
ves sus ojos negros…
En cambio – ¡oh, Señor! — los paseos, siendo niño, por
Frankfurt, — la amistad con el pequeño francés — la historia con el
pintor y el ratón — el teatro — las relaciones con su padre –
Gretchen[107] («Nicht küssen, ist’s vas so gemeines, — aber lieben
wenn’s möglich ist![108]») — sus encuentros nocturnos en la bodega
– Goethe en Leipzig — las clases de baile — Sesenheim[109] –
Friederike[110] — la luna…
¡Oh!, cuando leí esa escena con el disfraz, mi corazón se
estremeció porque era – Friederike, ¡y no yo!
Lo acogedor de esa vieja casa un poco rústica — el pastor
protestante — el juego a las prendas — la lectura en voz alta
Por todo esto, esta mañana, no lograba decidirme a levantarme
de la cama: ¡tenía tan pocas ganas de vivir!

¡Oh, cómo habría educado a Alia en el siglo XVIII! ¡Qué zapatos con
hebillas! ¡Qué Biblia de familia con broches! ¡Y qué maestro de
baile!

Actualmente, quizá debido al hacha y al serrucho, ¡hay cada vez


menos enfants d’amour[111] Por lo demás, hachea y serrucha sólo la
inteliguentsia (¡los campesinos no cuentan! ¡a ellos nada les
cuesta!), y la inteliguentsia antes tampoco brilló nunca ni por los
enfants, ni por el amour.

Hace poco en el mercado de Smolensk: una joven corpulenta —


suntuoso chal cruzado en el pecho, andar contoneante — y una con
aire de parásito, pequeña y huesuda – ¡una plaga! Su huesudo dedo
se clava entre los altos senos de la joven. Un susurro insinuante:
«¿Qué lleva ahí, un cerdito?».
Y la joven, envolviéndose aún más profundamente en su chal,
arrogante: «Trescientos ochenta».

Y hoy, por ejemplo, he comido el día entero, aunque habría podido


escribir el día entero. No quiero morir de hambre en el año 19, pero
menos quiero volverme un cerdo.

Por naturaleza no soporto las provisiones. O las como, o las reparto.


Pero para que sea menos terrible, se puede imaginar las cosas
así: el pan cuesta no 200 rublos, sino como antes, 2 kopeks, pero yo
no tengo esos 2 kopeks — y nunca los tendré.
Y el zar está, como antes, en Tsárskoie Seló[112] — pero yo
nunca iré a Tsárskoie Seló, ni él — a Moscú.

¡Señor! ¡Cuántos Nozdriov hay ahora en Rusia! (¡quién no difama, y


cómo, a los otros! ¡quién no cambia una cosa por otra!) – ¡cuántas
Koróbochka! («¿a cómo están ahora las almas muertas en la
ciudad?», «¿a cómo están los maniquíes de señora en el
mercado?»: yo, por ejemplo) – ¡cuántos Manílov! («Templo de la
Amistad» — «Casa de la Madre Feliz») – ¡y cuántos Chíchikov[113]!
(¡especulador nato!).
Pero no hay Gógol. Sería mejor a la inversa.
Y qué poco frecuentes – ¿cómo se llama? Aquel que tiene un
apellido armenio, —idze o —adze, de la segunda parte, ¡tan irreal
que ni siquiera he retenido su nombre[114]!

Hay junto a nuestra vida indigna — otra vida: solemne,


indestructible, indiscutible: la vida de la Iglesia. Las mismas
palabras, los mismos movimientos, — todo, como hace cientos de
años. Fuera del tiempo, es decir fuera de toda traición.
Nos acordamos de esto demasiado poco.

«Ya no ríe».
(Inscripción sobre mi cruz).

Yo percibí el año 19 de modo un poco exagerado, tal como lo


percibirá la gente dentro de cien años: ni una pizquita de harina, ni
un granito de sal (¡cenizas y trizas hasta la saciedad!) — (¡ni trigo, ni
sal, ni jabón!) — yo misma limpio los tubos y mis botas son dos
veces más grandes que mis pies, — así describirá algún novelista,
sacrificando el gusto a la imaginación, el año 1919.

Mi cuarto. — En algún momento lo dejaré (?). O es que ya nunca


jamás, nun-ca-ja-más veré nada distinto al abrir los ojos, que la
ventana alta en el techo — la cubeta en el suelo — trapos en cada
silla — el hacha — la plancha (con la plancha golpeo el hacha) — la
sierra de los G[old]man…
La gente, cuando me viene a ver, no hace sino remover la herida:
«Así no se puede vivir. Es terrible. Tendría que venderlo todo y
mudarse».
¡Venderlo! — ¡Se dice fácil! — Todas mis cosas, cuando las
compré, me gustaban demasiado, — por eso nadie las compra.
El año 19, en lo cotidiano, no me ha enseñado nada: ni lo
ahorrativo, ni lo moderado.
Con la misma facilidad tomo el pan — lo como — lo dono, como
si costara 2 kopeks (ahora 200 rublos). Y el café y el té, los he
tomado siempre sin azúcar.

Acaso existe actualmente en Rusia – Rózanov[115] ha muerto — un


observador y contemplador verdadero que pudiera escribir un libro
verdadero sobre el hambre: el hombre que quiere comer, — el
hombre que quiere fumar, — el hombre con frío — sobre el hombre
que tiene y no comparte, sobre el hombre que no tiene y comparte,
sobre los antes generosos — ahora mezquinos, sobre los antes
roñosos — ahora desprendidos y, finalmente, sobre mí: poeta y
mujer, sola, sola, sola — como un roble — como un lobo — como
Dios — en medio de tantas pestes en la Moscú del año 19.
Yo lo escribiría — si no fuera por la voluta de romanticismo que
hay en mí — por mi miopía — por mi peculiar modo de ser, que a
veces me impide ver las cosas como son.

– ¡Oh, si yo fuera rica! —


¡Querido año 19, fuiste tú quien me enseñó este lamento! Antes,
cuando todos tenían todo, yo me las ingeniaba para dar, pero ahora,
cuando nadie tiene nada, nada puedo dar, salvo mi alma — mi
sonrisa — de vez en cuando un leño (¡por irreflexión!) — pero no
basta.
Oh, qué campo de acción hay para mí ahora, para mi
insaciabilidad de amor. Porque todos pican este anzuelo – ¡incluso
los más complicados! – ¡incluso yo! Yo, por ejemplo, ahora amo sólo
a aquéllos que me dan — prometen y no dan – ¡no importa! —
aunque sea un instante — de corazón (y aun si fuera no de corazón
– ¡me importa un bledo!) habrían querido dar.
Esta frase, y todo su significado, habría podido — por capricho
de la pluma y del corazón, — ser otra, y de todos modos habría sido
verdadera.
Antes, cuando todos tenían todo, de todos modos me las
ingeniaba para dar. Ahora que no tengo nada, de todos modos me
las ingenio para dar.
– ¿Está bien?

Doy, como todo lo que hago, por una especie de aventurismo


espiritual — por una sonrisa — mía o de otro.

¿Qué me gusta en el aventurismo? — La palabra.

Balmont — con un chal escocés de mujer cruzado sobre el pecho —


en cama — un frío terrible, el vaho se congela — al lado un platito
con patatas, guisadas en el poso del café.
—¡Oh, esto será una página vergonzosa en la historia de Moscú!
No hablo de mí como poeta, hablo de mí como amante del trabajo.
He traducido a Shelley, a Calderón, a Edgar Poe… ¡¿Acaso no
estuve, desde los diecinueve años, clavado en los diccionarios, en
vez de airearme y enamorarme?! — Y estoy literalmente —
muriéndome de hambre. ¡Lo único que me espera es la muerte por
hambre! Los bobos piensan que el hambre — es el cuerpo. No, el
hambre — es el alma, se desploma sobre el alma con toda su
pesantez. ¡Me siento agobiado, desconsolad, no puedo escribir!
Le pido de fumar. Me da su pipa y me ordena no distraerme
mientras fumo.
—Esta pipa exige una gran atención, por esto le aconsejo que no
hable, pues no hay fósforos en casa.
Fumo, es decir, aspiro con todas mis fuerzas. La pipa parece
obstruida — de humo 1/10 parte de la calada — por miedo a que
vaya a apagarse, no sólo no hablo, ni siquiera pienso — y — al cabo
de un minuto, con alivio:
—Gracias, ¡ya he fumado suficiente!

Moscú, invierno de 1919-1920


DEL AMOR
(EXTRACTOS DE MI DIARIO)

1917

Para una plena concordia de las almas es necesaria la concordancia


en el aliento, ya que – ¿qué es el aliento si no el ritmo del alma?
Así, para que las personas unas a otras se entiendan, es
necesario que caminen o se acuesten una al lado de la otra.

Nobleza del corazón — del órgano. Una alerta constante. Es el


primero en dar la alarma. Podría decir: no es el amor el que hace
latir mi corazón, sino los latidos de mi corazón son los que
engendran — el amor.

El corazón: más un órgano musical que corporal.

El corazón: sonda, cordel, dinamómetro, termómetro: todo — menos


cronómetro del amor.
«¡Usted ama a dos, es decir que no ama a nadie!». — Disculpe,
pero si además de a N, amo a Heinrich Heine, no me dirá que a
aquél, al primero, no lo amo. Es decir que amar al mismo tiempo a
un vivo y a un muerto — está permitido. Pero, imagínese que
Heinrich Heine ha resucitado y que en cualquier momento puede
entrar en la habitación. Yo soy la misma, Heinrich Heine — el
mismo, la única diferencia está en que puede entrar en la
habitación.
Y así: el amor por dos personas que pueden, ambas, entrar en la
habitación en cualquier momento, — no es amor. Para que el amor
que siento simultáneamente por dos personas sea amor, es
indispensable que una de esas dos personas haya nacido cien años
antes que yo, o que no haya nacido (un retrato, un poema). — ¡Una
condición que no siempre es realizable!
Y con todo una Isolda que amara a alguien más, además de
Tristán, es inconcebible, y el grito de Sarah[116] (de Marguerite
Gautier) — «¡Oh! ¡El Amor! ¡El amor!» en relación con alguien más,
además de su joven amigo es — ridículo.

Yo propondría otra fórmula: una mujer que no olvida a Heinrich


Heine en el instante en que entra su amado, sólo ama a Heinrich
Heine.

«Amado» es — teatral, «amante» — sincero, «amigo» — impreciso.


¡País de desamor!

Cada vez que me entero de que alguien me ama — me sorprendo,


que no me ama — me sorprendo, pero sobre todo me sorprendo
cuando le soy indiferente.
Ancianos y ancianas.
Un anciano, afeitado y esbelto, siempre un poco de antaño,
siempre un poco marqués. Y su atención me halaga más y me
inquieta más que el amor de cualquier veinteañero. Exagerando
diría: es la sensación de que me ama todo un siglo. También es la
nostalgia por sus veinte años, y la alegría por los míos, y la
posibilidad de ser generosa — y toda la imposibilidad. Tiene
Béranger una cancioncilla:

… Tu mirada es atenta…
Mas tú tienes doce años
Y yo ya tengo cuarenta

Dieciséis años y seis veces diez años no es monstruoso, y sobre


todo, no es — grotesco. En todo caso, es menos grotesco que la
mayoría de los matrimonios llamados «pares». La posibilidad de un
auténtico pathos.
Pero una anciana, enamorada de un joven, en el mejor de los
casos es — conmovedora. Una excepción: las actrices. Una vieja
actriz — es una rosa momificada.

… «Y entre ellos tenían este juego. Él le cantaba — su nombre de


verdad era Marusia — “Marusia, ay, Marusia, cierra tus ojitos”, y ella
se acostaba en la cama, se tapaba con la sábana — y se hacía la
muerta.
»Él a ella: “¡Marusia! ¡No te mueras del todo! ¡Marusia! ¡No te
mueras de veras!” — Y cada vez se le salían las lágrimas. —
Trabajaban en una fábrica, ella tenía quince añitos, él dieciséis…
(Relato de la nana)
«¡Qué marido era el mío, queridas! ¡¡¡Ay, qué marido!!! De
humano no tenía más que la apariencia. No comía nada, bebía y
bebía. Se bebió mi almohada, y mi manta se la malgastó en
mujeres. De todo se aburría, ¡ay, queridas, de todo!: de trabajar se
aburría, de tomar el té conmigo se aburría. Pero era gua-apo como
un demonio: los cabellos rizados, las cejas parejitas, los ojos
azules…— ¡Al quinto año se me desapareció!».
(La nana — a sus amigas).

La primera mirada amorosa — es la distancia más corta entre dos


puntos, esa recta divina de la que no existen dos.

De una carta:
«Si ahora usted entrar y me dijera: “Me voy por tiempo indefinido,
para siempre” — o: “Creo que ya no la amo”, — yo, probablemente,
no sentiría nada nuevo: cada vez que usted se va, cada minuto que
usted no está — no está para siempre y no me ama».

En mis pensamientos, como en los de los niños, no existen grados.

La primera victoria de una mujer sobre un hombre — es que el


hombre hable de su amor por otra. Pero la victoria definitiva — es
que esa otra hable de su amor por él, del amor de él por ella. El
secreto ha salido a la luz, vuestro amor — ahora es mío. Pero
mientras eso no ocurra, imposible dormir tranquila.

Todo lo no dicho — es infinito. Así, un crimen no confesado, por


ejemplo — continúa. Lo mismo ocurre con el amor. ¿Usted no quiere
que se sepa que ama a cierta persona? Entonces diga de él «¡Lo
adoro!». Aunque algunos saben lo que esto significa.

Un relato.
– Cuando tenía yo dieciocho años, se enamoró perdidamente de
mí un banquero, judío. Yo tenía marido y él tenía mujer. Era muy
gordo, pero inmensamente conmovedor. Casi nunca nos
quedábamos solos, pero cuando esto sucedía, me decía una sola
palabra: «¡Viva!» «¡Viva!». — Y jamás me besaba las manos. En
una ocasión organizó una velada, especialmente para mí, e invitó a
bailarines extraordinarios – ¡en ese entonces me encantaba bailar!
Él no podía bailar porque era demasiado gordo. En general, en este
tipo de reuniones jugaba a las cartas. Aquella noche no jugó.

(La narradora tiene treinta y seis años, es seductora).

– «¡Sólo viva!». Dejé caer las manos,


Y en las manos dejé caer la frente en brasas…
Así la joven Tempestad escucha a Dios,
En algún lugar del campo, en alguna hora sombría.

Y sobre la alta ola de mi respiración


Imperiosa de pronto — como del cielo se posa una mano.
Y en mis labios otros labios se posan.
Así a la joven Tempestad la escucha – Dios[117].

(Nachhall, eco).

La sala — es el campo, la antigua alumna del Instituto Smolny[118]


— la Tormenta, el gordo banquero – Dios. ¿Qué se ha salvado?
Pues esa sola palabra que el banquero decía a la colegiala, y Dios,
el primer día de la creación — a todo: ¡Viva!
«¡Sé!» — la única palabra del amor, humano y divino. Lo demás:
la sala, el campo, el banquero, la colegiala —son pormenores.
¿Qué se ha salvado? — Todo.

Mejor perder a una persona con todo nuestro ser, que retenerla con
una centésima parte.
El estratega después de la victoria, el poeta después del poema
– ¿adonde van? — con una mujer. La pasión — es la última
posibilidad del ser humano para expresarse, como el cielo — es la
única posibilidad para la tormenta — de ser.
El ser humano — es la tormenta, la pasión — el cielo que la
diluye.

¡Oh, poetas, poetas! ¡Los únicos verdaderos amantes de las


mujeres!

Deseo profundizar: la noche, al fondo del amor. El amor: desplome


en el tiempo.

«En nombre mío» es el amor a través de la vida, «en nombre tuyo»


— a través de la muerte.

«Una anciana… ¡¿Qué voy a hacer con una anciana?!». Fascinante


— por su franqueza — fórmula masculina.
«¿Para qué se engalanan las viejas? ¡Es absurdo! Yo ordenaría
para todas un mismo… “uniforme”, y como todas son ricas, crearía
un fondo para vestir – ¡y qué bien las vestiría! — a todas las jóvenes
y bellas»

– ¡No me impidas escribir versos sobre ti!


– ¡Impídeme escribir versos sobre mí!
En el intervalo — toda la gama amorosa del poeta.

Un tercero — es siempre una distracción. Al principio del amor — de


la riqueza, al final del amor — de la pobreza.

La historia de algunos encuentros. Equilibrismo de sentimientos.

El relato de un Junker: …«le declaro mi amor, por supuesto,


canturreando»…

La amorosidad y la maternidad casi se excluyen mutuamente. La


verdadera maternidad — es con hombría.

¡Cuántos besos maternales caen en cabezas no-infantiles — y


cuántos no-maternales — en infantiles!

El amor materno apasionado — se equivoca de dirección.


Cuando me veo obligada (debido a los otros) a pensar en una
acción, a inventarla, siempre queda inconclusa — comenzada y no
consumada — no la puedo explicar — no es mía. Me acuerdo con
precisión de A pero no recuerdo a B — y de golpe, en vez de B –
¡mis bienaventurados jeroglíficos!

Una conversación:
Yo, sobre la novela que me gustaría escribir: «Comprenda, en el
hijo amo al padre, en el padre — al hijo… Si Dios me concede un
siglo, ¡la escribiré sin falta!».
Él, tranquilo: «Si Dios le concede un siglo, lo haré sin falta».

Sobre el Cantar de los Cantares:


El Cantar de los Cantares actúa en mí como un elefante: me da
miedo y risa.

El Cantar de los Cantares fue escrito en un país donde una uva


mide — lo que un adoquín.

El Cantar de los Cantares: la flora y fauna de las cinco partes del


mundo en una única mujer. (La aún no descubierta América —
incluida).

Lo mejor en el Cantar de los Cantares son los versos de Ajmátova:

Y en la Biblia una hoja de arce roja


señalando el Cantar de los Cantares[119].
«Jamás habría podido amar a una bailarina, habría tenido siempre
la impresión de un pájaro revoloteando entre mis brazos».

Una viuda que se casa. Durante mucho tiempo busqué una fórmula
para esta legitimación que me repugna. Y de pronto — en un libro
francés, escrito, obviamente, por una mujer (la autora de Amitié
amoureuse)[120] — mi fórmula.
«Le remariage est un adultère posthume[121]».
– ¡Respiré aliviada!
Antes todo lo que yo amaba, se llamaba — yo. Ahora — usted.
Pero sigue siendo lo mismo.

Esposas hay muchas, amantes pocas. Se es verdadera esposa por


insuficiencia (de amor), verdadera amante — por abundancia. Amo
no a las esposas ni a las amantes — a las «amoureuses».
Como el músico – ¡menos música! Y como el amante – ¡menos
amor!

(NB! «Amante», aquí en adelante, en el amplio sentido medieval de


«amant». Evitando la lengua popular, le devuelvo si sentido primario.
Amante: aquel que ama, aquel a través de quien el amor se
manifiesta, el conductor del elemento Amor. Puede ser en un mismo
lecho, pero puede ser — a mil verstas. — El Amor, no como
«vínculo», sino como elemento).

«Hay dos tipos de celos. Uno (gesto agresivo) — sale de mí, otro
(golpe en el pecho) — es contra mí. ¿Qué hay de abyecto en
clavarse uno mismo un cuchillo?».
(Balmont).
A usted debería haberlo bebido a galones y lo voy bebiendo a gotas,
que me producen tos.

¡Con cuánta lentitud se acercan algunas a usted! ¡Hacen milímetros


donde yo hacía — millas!

¿Para qué la serpiente, si hay Eva?


El amor: en invierno por el frío, en verano por el calor, en
primavera por las primeras hojas, en otoño por las últimas: siempre
— por todo.

Conversación nocturna.
Pável Antokolski[p]:
—Dios tuvo a Judas. ¿Pero quién será Judas — para el Diablo?
Yo:
—La mujer, por supuesto. El Diablo se enamorará de ella, y ella
querrá devolverlo a Dios, — y lo devolverá.
Antokolski:
—Y ella acabará pegándose un tiro. Yo, en cambio, afirmo que
será un hombre.
Yo:
—¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre traicionar al Diablo?
No tiene manera de acceder al Diablo, el Diablo no lo necesita, ¿qué
puede importarle al Diablo un hombre? El Diablo mismo es hombre.
El Diablo — es la virilidad misma. Al Diablo se le puede seducir sólo
con amor, es decir, con una mujer.
Antokolski:
—Pues habrá un hombre que se atribuya el honor de esta
conquista.
Yo:
—¿Y sabe usted cómo sucederá eso? Una mujer se enamorará
del Diablo, y de ella se enamorará un hombre. Él llegará y le dirá: —
«Lo amas, ¿acaso no te da lástima? Lo está pasando mal, hazlo
volver a Dios». — Y ella lo hará volver…
Antokolski:
—Y dejará de amarlo.
Yo:
—No, no dejará de amarlo ella. Él dejará de amarla, porque
ahora tiene a Dios, y ya no la necesita. No dejará de amarlo, pero
intentará desesperadamente hacerlo.
Antokolski:
—Pero, al mirarlo a los ojos, verá que son los mismos ojos, y que
es ella quien ha sido vencida — por el Diablo.
Yo:
—Pero hubo un momento en que el Diablo fue vencido, — el
momento en que volvió a Dios.
Antokolski:
—Y lo traicionó — un hombre.
Yo:
—¡Ay, estoy hablando de un drama de amor!
Antokolski:
—Y yo del nombre que quedará en las Tablas de la Ley.
Yo:
—La mujer — está poseída. La mujer sigue el camino del suspiro
(respiro hondo). Así es. Y Heine se equivocó con su horizontales
Handwerk[122]. ¡Es justo al contrario — en vertical!
Antokolski:
—Pero el hombre quiere — así. (Lanza el brazo. Un salto.)
Yo:
—Ése no es el hombre, es el tigre. Por cierto, si en vez de
hombre pusiéramos tigre yo, tal vez, hasta amaría a los hombres.
¡Qué horrenda palabra — muzhchina[123]! Cuánto mejor suena en
alemán: Mann, y en francés: Homme. Man, homo… En todos los
demás idiomas suena mejor…
Pero sigamos. Y así, la mujer sigue el camino del suspiro… La
mujer — es suspiro. El hombre — gesto. (El suspiro siempre es
antes, durante el salto no se respira). El hombre jamás quiere ser el
primero. Cuando el hombre quiere, la mujer ya quiso.
Antokolski:
—¿Y qué hacemos con el amor trágico? ¿Cuando la mujer —
verdaderamente — no quiere?
Yo:
—Es que no era ella quien quería, sino otra, cualquiera, una que
estaba por ahí. Se equivocó de puerta.

Yo, tímida:
—Antokolski, ¿podemos llamar a esto que ahora hacemos —
pensamiento?
Antokolski, aún más tímido:
—Es una empresa universal: lo mismo que sentarse en las
nubes y gobernar el mundo.

Yo:
—Hay dos maneras de relacionarse con el mundo: la amorosa y
la maternal.
Antokolski:
—También nosotros tenemos dos: la amorosa y la filial. Pero
paternal — no. ¿Qué es la paternidad?
Yo:
—La paternidad no existe. Existe la maternidad: María – Madre,
— M mayúscula.
Antokolski:
Pero la paternidad — es una patraña, es decir, no significa nada,
no existe.
Yo, conciliadora:
—Para compensar, nosotras tenemos una palabra que venga de
«hija».
Hablamos del amor.
Antokolski:
—Amar a la Madonna — es lo mismo que asegurarse contra los
acreedores. (Contra el acreedor — la mujer).
Hablamos de Juana de Arco[124] y Antokolski con un estallido
repentino:
—Pero al rey no le hace ninguna falta un reino, quiere aquello
que es más que un reino — a Juana. Y a usted… Y a ella nada le
importa él: — «¡No, tú tienes que ser Rey! ¡Ve a reinar!» — como
uno dice: «¡Ve a la escuela!».

Solución saturada. El agua no puede disolver más. Es una ley.


Usted — es una solución saturada de mí.
No soy un pozo sin fondo.

Es necesario (para mí) aprender a acercarme al presente amoroso


de una persona, tanto como a su pasado amoroso, es decir — con
todo el despego y el apasionamiento de la creación.
El rival siempre es — o un dios (¡le rezas!) — o un bobo (¡ni
siquiera lo desprecias!).

La creación ya es indicio de amor. Es imposible traicionar a un


conocido.

1918
Juicio al almirante Shastny. La sentencia ha sido pronunciada.
Se llevan al acusado. Y, al salir, de perfil, a la multitud:
«¿Vendrá?».
Un femenino:
—¡Sí!

No soy una heroína amorosa, nunca me abandonaré a un amante,


siempre — al amor.

«La vida entera se divide en tres periodos: el presentimiento del


amor, el acto del amor y el recuerdo del amor».
Yo:
– Y el de en medio dura de los 5 a los 75 años, – ¿verdad?

Una carta:
¡Amigo mío! Cuando desesperada por la miseria de los días,
asfixiada por la cotidianidad y la imbecilidad ajena, entro, por fin en
su casa, yo, con todo mi ser, tengo derecho a usted. Se puede
disputar el derecho de una persona al pan (¡el abuelo no trabajó,
entonces tu nieto – ¡no comes!) — pero no se puede disputar el
derecho de una persona al aire. Mi aire con la gente — es el
entusiasmo. De ahí mi humillación.
Usted tiene calor. Está irritado. Está «extenuado». Alguien llama,
usted acude indolente: «¡ah, es usted!». Y las quejas por el calor,
por el cansancio, el embeleso con la propia indolencia, – ¡admíreme,
soy tan hermoso!
A usted no le intereso yo, ni mi alma, tres días — un abismo (no
para mí — sin usted, para mí — conmigo), tres noches sólo sueños
— mil y un sueños, ¡que también veo de día!
Usted dice: «¿Cómo puedo amarla? No me amo ni a mí mismo».
El amor que siente por mí es parte del amor que siente por usted
mismo. Lo que usted llama amor, yo lo llamo buena disposición de
espíritu (de cuerpo). Si se siente usted mal (contratiempos en casa,
el calor, los bolcheviques) — yo no existo más.
La casa — es siempre un «contratiempo», el calor — es todos
los veranos, y los bolcheviques ¡apenas comienzan!
Amigo mío, no quiero así, me falta el aire así. Lo que quiero es
algo muy modesto y mortalmente sencillo: que cuando yo entre, el
otro se alegre.

Aquí, querido, me quedé dormida con el lápiz en la mano. Tuve un


sueño terrible: caía de lo alto de un rascacielos neoyorkino. Al
despertar: la luz encendida. El gato, en mi pecho, hace el
dromedario. (Alia, de dos años, decía: montañario).

Amar — ver a un hombre tal como Dios lo concibió y no lo


consumaron sus padres.
No amar — vera a un hombre tal como lo consumaron sus
padres.
Dejar de amar — ver en su lugar una mesa, una silla.

La familia… Sí, qué tedio, qué tedio, el corazón no late… ¿No es


mejor un amigo, un amante? Pero, si riño con mi hermano, tengo
derecho a decir: «Debes ayudarme, eres mi hermano… (hijo,
padre…)». Pero a un amante no se lo dices — por nada del mundo
— mejor te cortas la lengua.
El derecho a la entonación que anida en la sangre.

El parentesco sanguíneo es basto y sólido, el parentesco elegido —


fino.
Donde es fino — ahí se rompe.
Mi alma es monstruosamente celosa: no me habría soportado bella.
Hablar del físico en mis condiciones — es irracional: se trata tan
obviamente y tanto — de otra cosa.
«Ella, ¿le gusta físicamente?». ¿Pero acaso quiere gustar
físicamente? Me niego a otorgar el derecho para – ¡una apreciación
así!
Yo — soy yo: y mis cabellos — son yo, y mi mano masculina de
dedos cuadrados — es yo, y mi nariz aguileña — yo.
Y, más preciso: ni mis cabellos, ni mi mano, ni mi nariz — son yo:
yo — soy yo: lo invisible.
Respeten la envoltura, animada por el soplo divino.
Y vayan: a amar – ¡otros cuerpos!

(Si yo publicara estas notas, con seguridad dirían: «par dépit[125]»).


Carta sobre Lauzun[q].
Usted quiere que le haga yo un breve informe sobre mi último
amor. Digo «amor», porque no sé, no me tomo la molestia de
averiguar… (Puede ser cualquier cosa – ¡menos amor! Pero — todo,
¡cualquier cosa!).
Y así: en primer lugar — es divinamente bello, en segundo —
tiene una voz divina. Divinidades ambas — que dependen del gusto.
Pero con ese gusto hay muchos: todos los hombres que no aman a
las mujeres, y todas las mujeres que no aman a los hombres.
Es susceptible, de alma y de piel, ésa es la esencia indiscutible
de su naturaleza. Del escalofrío al éxtasis — un paso. Con
frecuencia tiene escalofríos. No hay en el mundo otro interlocutor y
compañero como él. Sabe lo que usted no ha dicho y quizá no
diría… ¡si no lo hubiera sabido ya! Respetuoso sólo de su propia
pereza, él, sin quererlo, lo obliga a usted a ser como a él le
conviene. («Como viene» aquí no cabe, — no acepta nada como
viene).
¿Es bueno? — No. ¿Tierno? — Sí.
Ya que la bondad — es un sentimiento primario, y él vive sólo del
secundario, reflejado. Así, en vez de bondad — ternura, de amor —
disposición, de odio — desapego, de éxtasis — deleite, de
participación — compasión. En vez de la presencia de la pasión —
la ausencia de impasibilidad (en vez de la parcialidad de una
presencia — la impasibilidad de una ausencia).
Pero en todo lo secundario es muy fuerte: una perla, el primer
violín.
– ¿Y en el amor?
De eso no sé nada. Mi oído agudo me sopla que a él la palabra
«amor» — de alguna manera — lo lastima. En general, teme las
palabras, como por lo demás — todo lo patente. A los fantasmas no
les gusta que los encarnen. Se reservan ese lujo.

«Ámame como en gana te venga, pero demuéstralo como a mí me


convenga. Y a mí me conviene no enterarme de nada».
¿Voluntad de mal? Ninguna. Toda su preciosidad y toda su
peligrosidad están en su profundísima inocencia. Ya puede usted
morir que él no preguntará por usted en meses. Y luego,
desconcertado: «¡Ay, qué lástima! Si lo hubiera sabido, pero estaba
yo tan ocupado… No sabía que la gente pudiera morir así, tan de
repente…».
En conociendo lo mundano, él, por supuesto, desconoce lo
cotidiano. Y la muerte en tal fecha, en tal hora es — por supuesto —
lo cotidiano. También la peste es — lo cotidiano.
Pero a cambio de todo lo que no tiene, tiene: imaginación. Ella
es su corazón, y su alma, y su mente, y su talento. La raíz es
evidente: susceptibilidad. Intuye lo que ustedes ven en él, y en eso
se transforma.
Así: dandy, demonio, duende, arcángel con trompeta — es todo
lo que quieran, sólo que con mil veces más fuerza de lo que a
ustedes les gustaría. Un juguete que se venga. Objet de luxe et d’art
– ¡y pobres de ustedes si este objet de luxe et d’art se convierte en
el pan vuestro de cada día!
– ¡Inocencia, inocencia, inocencia! —
Inocencia en la vanidad, inocencia en el egoísmo, inocencia en
la desmemoria, inocencia en el desamparo…
Tiene, sin embargo, éste, el más inocente el más invulnerable de
los criminales, un punto vulnerable: un loco – ¡aunque nunca
enloquecerá! — amor por su nana. Con esto se agotó para siempre
toda su humanidad.
Conclusión: nulidad como persona, perfección como ser.

De todas las seducciones que ejerce en mí, destacaría tres


principales: la debilidad, la impasibilidad, — y que él sea el Otro.

Moscú, 1918-1919
DE LA GRATITUD
(EXTRACTOS DE MI DIARIO DE 1919)

Cuando Mozart, a la edad de cinco años, tras alejarse corriendo del


clavecín, cayó tendido sobre el resbaladizo parquet del palacio, y
María Antonieta, que entonces tenía siete años, fue de entre todos
la única que se precipitó hacia él y lo levantó, — él dijo: «Celle-lá —
je l’epouserai», y cuando María Teresa le preguntó por qué, él
respondió: «Par reconnaissance[126]».
Cuántos más levantó después — ya Reina de Francia — de ese
parquet siempre resbaladizo para los jugadores — ambiciosos —
vividores – ¿y acaso alguien le gritó — par reconnaissance – «Vive
la Reine!» cuando pasaba en su carreta rumbo al cadalso?

Reconnaissance — gratitud. Reconocer — pese a las caretas y las


arrugas — la verdadera faz, vista una vez, un instante.

Nunca me siento agradecida con las personas por sus actos – ¡sólo
por la esencia! Un pan que me es dado, puede ser una casualidad,
un sueño en el que soy soñada, siempre es esencia.

Tomo, como doy: a ciegas, con la misma indiferencia por la mano


que da, como por la mía, que recibe.
Una persona me da pan. ¿Qué es lo primero? Corresponder.
Corresponder para no agradecer. La gratitud: darse uno mismo a
cambio del bien recibido, es decir: amor e pago.
Respeto demasiado a las personas para ofenderlas con un amor
de pago.

Si es ofensivo para mí, es ofensivo para el otro.

La buena voluntad, dirigida hacia mí, nunca predeterminó nada. La


persona de la que viene el don (su buena disposición hacia mí), en
mi percepción del don, está ausente. Estoy agradecida no por mí, ni
por mi vecino. Estoy agradecida.

A mí no me compras. Eso es lo esencial. A mí se me puede comprar


sólo con la esencia. (Es decir – ¡mi esencia!). Con pan se puede
comprar: hipocresía, falsos esfuerzos, amabilidad, — toda mi
espuma… o los residuos espumosos.
Comprar es emanciparse. De mí no te emancipas.

¡A mí se me puede comprar — sólo con todo el cielo que alguien


lleva dentro! Un cielo en el que, quizá, ni siquiera habrá lugar para
mí.

Me siento agradecida de modo extrapersonal, es decir sólo cuando


yo, amén de la buena voluntad de la persona y sin que ella lo sepa,
puedo tomar por mí misma.
Una relación que no es una valoración. Estoy cansada de repetirlo.
Que tú me hayas dado pan quizá hizo que yo me volviese más
bondadosa, pero tú no te volviste más hermoso.

Una acción no es una relación, la relación no es una valoración, la


valoración (que un crítico, por ejemplo, haga de Blok[127]) no es la
esencia (Blok).
La esencia — es la intención, que se oye sólo de oído.

Un trozo de pan recibido de un hombre desagradable. Un incidente


afortunada. Nada más.

Como el pan vuestro y os injurio. — Sí. —


Sólo el interés — es agradecido. Sólo el interés mide el todo (la
esencia) por el trozo recibido. Sólo la ceguera infantil, en mirando la
mano, afirma: «Me dio azúcar, es bueno». El azúcar es bueno, sí.
Pero que se valore al ser humano por el azúcar y «la propinas» de
él recibidas, sólo se le puede perdonar a los niños y a los criados: el
instinto.
Sí pero no: hay perros que prefieren a su dueño — que no les da
nada — que a la cocinera que los alimenta.
Identificar la fuente del bien con los bienes (a la cocinera — con
la carne, al tío con el azúcar, al huésped — con las propinas) es
indicio de total inmadurez del alma y del pensamiento. Un ser que
no ha ido más allá de sus cinco sentidos.
Un perro que ama porque lo miran es superior a un gato que
ama porque lo miman, y un gato que ama porque lo miman es
superior a un niño que ama porque lo alimentan. Todo es cuestión
de grados.
Así, del más simple amor por un trozo de azúcar — al amor por
una caricia — al amor por una mirada — al amor sin mirada (a
distancia)[r] — al amor no obstante (el no— amor), de un amor
pequeño por — a un amor grande fuera (de mí) — de un amor que
recibe (¡por voluntad del otro!) a un amor que toma (pese a su
voluntad, a sus espaldas, ¡contra su voluntad!) — al amor en sí.

Cuanta más edad tenemos, más queremos: en la infancia — sólo el


azúcar, en la juventud — sólo el amor, en la vejez — sólo (!) la
esencia (a ti, fuera de mí).

Cuanto menos valoramos los bienes exteriores, más fácilmente los


damos y los tomamos, y menos agradecidos nos sentimos por ellos.

(En la práctica: la gratitud por el pan (el don) sólo la admito tácita.
En la explícita — hay algo que hace avergonzar al dador, cierto
reproche).

La alegría por el pan – ¡no hay mejor gratitud! Esa gratitud que
termina con el último bocado que pasa por el esófago.

¿Es posible que esta minucia, esta nadería, este sobreentendido


(para mí) — dar — deba crecer ineludiblemente hasta volverse una
montaña, debido al añadido — a mí?
Yo sé cómo se da: ¡a ciegas! ¿Y acaso toleraría que me
agradecieran por el pan? (No lo tolero ni por los versos, – ¡eso no!).
El pan – ¡¿acaso soy yo?! Los versos (la casualidad del don del
canto) – ¡¿soy yo?!
Yo bajo el cielo, sola. Aléjense y agradezcan.
No quiero pensar mal de la gente. Cuando doy pan a alguien, lo doy
a un hambriento, es decir, aun esófago, es decir no a él. Su alma en
esto no tiene nada que ver. Puedo darlo a cualquiera — y no soy yo
quien da — es cualquiera. Es el pan que se da a sí mismo. Y no
quiero creer que cualquiera, al dar a mi esófago, exija por ello algo
de mi (o mi) alma.

Pero no es el esófago el que da – ¡es el alma! No, es la mano. Estos


dones no son personales. Sería extraño preferir un estómago a otro,
pero si se prefiriera — entonces el más hambriento. El más
hambriento, por hoy, es el mío (el tuyo). No soy responsable de eso.

Así, habiendo establecido quién da (la mano) y quién recibe (el


esófago) — es extraño que un trozo de carne exija de otro trozo de
carne… gratitud.

Las almas son agradecidas, pero las almas sólo son agradecidas
por las almas. Gracias por existir.

Todo lo demás — lo que va de mí a una persona y de una persona a


mí — es una ofensa.

¡Dar no es nuestro cometido! ¡Ni nuestra personalidad! ¡Ni es


pasión! ¡Ni elección! Algo que pertenece a todos (el pan), y por lo
tanto (yo no tengo) me ha sido arrebatado, vuelve (a través tuyo) a
mí (a través mío — a ti).
Dar pan al pobre — es reconstituirle sus derechos.
Si diéramos a quien nosotros queremos, seríamos los peores
canallas. Damos a quien quiere. Su hambre (¡la voluntad!) suscita
nuestro gesto (el pan). Dado y olvidado. Tomado y olvidado. Ningún
vínculo, ningún parentesco. Una vez dado, me desligo. Una vez
tomado, me desligo.
Sin consecuencias.

– Entonces, ¿por qué debo darte?


– Para no ser un bellaco.

Recuerdo, de colegiala — en el patio de una iglesia parroquial — un


mendigo. — «¡Una limosna, por el amor de Dios!». Paso de largo. —
«¡Una limosna por el amor de Dios!». Continúo mi camino. Él,
alcanzándome: — «¡Si no es por el amor de Dios — aunque se por
el diablo!».
¿Por qué le di? Porque se indignó.

El pan. El gesto. Dar. Tomar. Nada de esto habrá allá. Por eso todo
lo que se desprende del dar y del tomar — es mentira. El pan mismo
— es mentira. Nada, construido sobre el pan, sobrevivirá (mezclado
con levadura — no subirá). La masa de nuestros sentimientos de
pan al contacto con la gélida temperatura de la Inmortalidad se
bajará inevitablemente.
Ni siquiera vale la pena hacer la mezcla.

Tomar — es vergonzoso, ¡no!, dar — es vergonzoso. Quien toma, ya


que toma, deja claro que no tiene; quien da, ya que da, deja claro
que tiene. Evidente confrontación entre el tener y el no tener…
Habría que dar de rodillas, como piden los mendigos.
Por fortuna, de este pudor de la dádiva sólo están dotados los
pobres. (¡La delicadeza de su don!). Los ricos se limitan a un
segundo de vacilación antes de dar… sus honorarios a un médico.

La gratitud: de la admiración a la impugnación.


Sólo puedo admirar la mano que da lo último que tiene, por lo
tanto: jamás puedo sentirme agradecida con los ricos.
… Si acaso por su timidez, por su aire culpable que de inmediato
los hace inocentes.

Un pobre, cuando da, dice: «Perdona lo poco». La turbación del


pobre es por «no puedo más». El rico, cuando da, no dice nada. La
turbación del rico es por «no quiero más».

Dar es mucho más fácil que tomar — y mucho más fácil que ser.

Los ricos buscan redimirse. ¡Oh! los ricos tienen un miedo terrible —
si no de la Revolución, sí del Juicio Final. Conozco a una madre que
compraba leche para un niño ajeno (¡enfermo!) sólo para que su
propio hijo (sano) no fuera a morir. Una madre rica, cuando salva a
un niño ajeno de la muerte (segura), sólo rescata a su hijo de una
muerte posible. («¡Conjurar al destino!»).
Veo la génesis del gesto, su intención. Esta leche de la madre
rica correrá transformada en brea en el Juicio Final.

La beneficencia — es el anillo de Polícrates[128].


El don del pobre (¡con sangre!, ¡lo último!) es impersonal. «Dios
dará». El don del rico (un excedente, casi un desecho) tiene
nombre, patronímico, apellido, rango, título, linaje, día, hora, fecha.
Y — memoria. Lo dio la derecha, pero las dos lo recuerdan.
El pobre, que dio de mano a mano, olvida. El rico, que lo envía
con un criado, recuerda. Y, si lo pensamos, lo entendemos: una
especie de justificante para el Juicio Final.
– Un justificante discutible.

Moscú, julio de 1919


FRAGMENTOS DEL LIBRO
«INDICIOS TERRESTRES»

Misterioso tedio el de las grandes obras de arte — ya sólo el de sus


nombres: Venus de Milo, Madonna Sixtina, Coliseo, Divina Comedia
(con excepción de la Música. La Novena Sinfonía – ¡eso siempre
levanta!).
Es como si sobre ellas pesaran las toneladas de tedio de todos
sus lectores, admiradores, curadores, comentadores…
Y misteriosa atracción la de los nombres universales: Elena,
Rolando, César (incluyendo aquí a los creadores de las obras
citadas, si es que han pasado a la posteridad).

Lo dicho tiene que ver con la sonoridad de sus nombres, con mi


percepción auditiva. En cuanto a su esencia — esto:
Indiscutiblemente prefiero al Creador que a su Creación.
Tomemos la Gioconda y a Leonardo. La Gioconda — es el absoluto,
Leonardo, que nos dio la Gioconda — es un gran interrogante.
¿Pero quizá la Gioconda sea la respuesta a Leonardo? Sí, pero no
exhaustiva. Más allá de los límites de la creación (¡manifiesta!)
existe aún un abismo entero — el Creador: todo el Caos creador,
todo el cielo, las entrañas de la tierra, las mañanas, las estrellas —
todo, truncado aquí por la muerte terrenal.
Así el absoluto (la creación) se convierte para mí en relativo:
jalones en el camino al Creador.
– ¡Pero eso es la aniquilación del arte!
– Sí. El arte no es un fin en sí mismo: es un puente, no un fin.

La obra de arte responde, el destino vivo pregunta (¡el deseo


ansioso — del nacido — de ser encarnado en el arte!). La obra de
arte, en tanto consumada, ordena, el destino vivo, en tanto no
consumado, pide. Si quieres el absoluto, ve a la Venus — de Milo, a
la Madonna – Sixtina, a la Sonrisa — de Leonardo, si quieres dar el
absoluto (¡responder!), ve a Afrodita — sin más, a María — sin más,
a la Sonrisa — sin más: evitando la interpretación — a la fuente, es
decir, haz lo que hicieron los creadores de esas creaciones,
anónimos o célebres.

Con esto en nada disminuyes ni a Goethe, ni a Leonardo, ni a


Dante. Tu mutismo ante ellos — es tu tributo a ellos. ¿Qué se puede
responder a una respuesta exhaustiva? Se guarda silencio.
Pero si has venido al mundo — para dar respuestas, no te
congeles en una inexistencia beatífica: no es así como crearon, ni lo
que en creando quisieron, Goethe, Leonardo, Dante. Ser derribado
— sí, pero también saber levantarse: tras desplomarse — descollar,
tras desaparecer — renacer.
Arrodíllate — y luego sigue tu camino: a un mundo aún no nato,
no creado y sediento.

Justo en esta fuerza repelente radica la fuerza principal de las


grandes obras de arte. El absoluto repele – ¡a la creación de otros
absolutos! En eso reside su eficacia y eternidad.

Pero entre la Gioconda (exégesis absoluta de la Sonrisa) y yo


(conciencia de esta absolutización) no está sólo mi mutismo, — hay
también miles de millones de exégetas de esta exégesis, todos los
libros escritos sobre la Gioconda, toda la experiencia de cinco siglos
de todas las cabezas y los ojos que han dedicado a ella sus
desvelos.
Yo aquí no tengo nada que hacer.
Es absoluta, consumada, perfecta, comentada, admirada.
La único posible frente a la Gioconda — es no ser.

«Pero la Gioconda con su sonrisa – ¡pregunta!». A esto respondo: la


pregunta de su sonrisa — es su respuesta. Lo inevitable de la
pregunta es lo absoluto de la respuesta. La esencia de la sonrisa —
es la pregunta. Una pregunta dada de continuo, por consiguiente,
está dada la esencia de la sonrisa, su respuesta, su absoluto.
Que científicos, artistas, poetas y zares interpreten la Sonrisa (la
Gioconda) — es absurdo. Esta dado el Misterio, el misterio con
esencia y la esencia como misterio. Está dado el Misterio en sí.

Amar — ver a un hombre tal como Dios lo concibió y no lo


consumaron sus padres.
No amar — ver en su lugar una mesa, una silla.

La hija cuyo padre han matado — es huérfana. La esposa cuyo


esposo han matado — es viuda. ¿Y la madre cuyo hijo han matado?

Siempre me persigno al cruzar un río. Sin pensarlo siquiera.


¿Existirá entre el pueblo esta superstición? Si no la hay — la hubo.

El parentesco sanguíneo es basto y sólido, el parentesco elegido —


fino.
Donde es fino — ahí se rompe.
«¡A usted no la abandonaré!». Así sólo puede hablar Dios — o un
campesino con leche en Moscú, durante el invierno de 1918.

Yo y el Teatro:
Pertenezco a esa clase de espectadores que, al finalizar el
misterio, despedazan a Judas.

Todo el secreto está en ver hace cien años como hoy, y hoy — como
hace cien años.
(Supresión… quería escribir: del espacio. No, del tiempo. Pero
«el tiempo» no se piensa sino como distancia. Y la «distancia» — de
inmediato como verstas, postes. Por lo tanto: las verstas son años
espaciales, exactamente como un año es — en el tiempo — una
versta.
De un modo o de otro, pero mezclar los años con las verstas —
es necesario).

Versta ¡llevante! Cuánto mejor que la «llegante». (De la «entrante»


ni hablar: entró – ¡y se quedó!).

El amor — es como un sortilegio:

Zur rechten Zeit,


Am rechten Ort,
Der rechte Mann —
Das rechte Wort[129].

¡Y lo importante es Wort! Zeit, Ort, Mann — lo cedo.


Cuando me voy de una ciudad, tengo la impresión de que se acaba,
deja de existir. Así fue con Friburgo, por ejemplo, donde estuve de
niña. Alguien cuenta: «En 1912, cuando de paso por Friburgo…». Mi
primer pensamiento: «¿De veras?». (Es decir: ¿de veras él,
Friburgo, existe, continúa existiendo?). No es arrogancia, sé que en
la vida de las ciudades — no soy nada. No es: ¡¿sin mí?! Sino: ¡¿por
sí?! (Es decir: ¿de verdad existe, al margen de mis ojos existe, no lo
inventé yo?).

Cuando me voy de una persona, tengo la impresión de que se


acaba, deja de existir.

Así fue con Z, por ejemplo. Alguien cuenta: «En 1917 cuando me
encontré con Z…». Mi primer pensamiento: «¿De veras?». (Es
decir: ¿de veras él, Z, existe, continúa existiendo?). No es
arrogancia, sé que en la vida de las personas — no soy nada.

«Se acaba, deja de existir». Aquí hay que distinguir dos casos.
El primero:
Fuertemente vivificadas (¿reanimadas? ¿estrujadas?) por mí, las
ciudades y las personas se disipan sin remedio: se desploman. No
sonoros Kitezh, — sordos Herculano.
En cambio las ciudades y las personas que sólo me han servido
de pasatiempo transitorio — se petrifican: en el mismo lugar, con el
mismo gesto. Esteroscopio.
Cuando oigo de las primeras, me sorprendo: ¿de veras sigue?
Cuando oigo de las segundas, me sorprendo: ¿de veras crece?
Repito, no es petulancia, es un profundo, ingenuo y en ocasiones
gozoso estupor. Escucho, interrogo, participo, me conduelo… y,
para mí misma: «No es Friburgo. No es el mismo Friburgo. Es una
careta de Friburgo. Un simulacro. Una simulación».

Es menester, durante una Revolución, cerrar con llave muchas


cosas: todo, ¡menos los baúles! Y, una vez cerradas — lanzar la
llave… ¡pero no existe un mar así!
No, una vez cerradas, muda y valerosamente confiar la llave — a
Dios.
Pronuncio Dios como alguien que se está ahogando: con un
suspiro. Un sentimiento confuso: no habría que molestar (digamos)
a Dios, si uno puede solo. Y el «puedes» crece día con día…
Mandelstam tiene al respecto unos versos (de adolescencia)
maravillosos:

… ¡Señor! — dije de pronto,


Sin haber querido decirlo…

y más adelante:

El nombre del Señor, como un gran pájaro,


¡salió volando de mi pecho[130]…

Por azar. — Pero y jamás osaré llamarme creyente ni decir que esto
— es una plegaria.

¡Cuántas cosas en detrimento de cuántas otras he proclamado a lo


largo de mi vida!
La fotografía en detrimento del retrato, el derecho feudal en
detrimento del derecho en general, la col en detrimento de la rosa,
Marta en detrimento de María, los Viejos-Creyentes[131] en
detrimento de Pedro el Grande… Lo más contrario a mí – ¡en
detrimento de mí misma!
Y no por deporte (¡ausente!), ni por disputa (¡sufro!) — por puro
sentido de justicia: tiene razón ya que ha sido ofendido.
Y también: por mi absoluta incapacidad para con-geniar (-ciliar,
—fluir) con los hipócritas que, a escondidas, definitivamente
prefieren la fotografía — al retrato, el derecho feudal — al derecho
en general, la col — a la rosa, Marta — a María, las barbas largas —
a Pedro.

Pero subsiste un misterio: una cosa, ofendida, comienza a tener


razón. Reúne todas sus fuerzas — y se endereza, todos sus
derechos a existir — y resiste.
(NB! ¡La eficacia de las ideas y las personas perseguidas!).
Y es que no hay mentira definitiva, toda mentira tiene por lo
menos un rayo — dirigido a la verdad. Y sigue la trayectoria de este
rayo. La culpa, desenmascarada y castigada, se vuelve desgracia,
la responsabilidad recae en las cabezas de los jueces. El criminal,
aquí condenado, ante Dios es puro. Pero subsiste un misterio, el
más terrible quizá: lo contagioso de los males que castigamos, lo
hereditario de la culpa. El criminal a quien nosotros, por la fuerza,
liberamos de su enfermedad, nos transmite la enfermedad. Cada
juez y cada verdugo — es un heredero.
Hay en esto una especie de voluntad de la sangre. La sangre
terrestre debe derramarse. No hay criminal, el pariente más cercano
es el verdugo (o el juez, ¡da igual!). La sangre que no terminó de
derramar el criminal, grita al verdugo: ¡derrámame! El instante de la
ejecución — es el instante de la unión. Con la primera gota de
sangre que del criminal salpica ya se entra en posesión… y en
funciones.
Hay matrimonios más misteriosos que entre marido y mujer.
(Misteriosa correspondencia: altar y cadalso; hacha y cruz; pueblo y
coro; juez y sacerdote; verdugo y víctima — que se prometen en
matrimonio; en vez de un Dios invisible — un Diablo invisible. Boda
diabólica a la inversa, con la misma irrevocabilidad del voto tácito).

Ni una sola verdad (de Aquel reino) que no pueda convertirse en


mentira en Este reino. Ni una sola mentira (de Este reino) que no
pueda convertirse en verdad en Aquel reino.

La verdad es — tránsfuga.

En el Comisariado:
Yo, con aire inocente: «¿Y es difícil — ser instructor?».
Mi camarada del Comisariado, estonia, comunista: «¡En
absoluto! Te paras en un cubo de basura — y gritas, gritas,
gritas…».

A la burguesía le prohibieron valerse de la fuerza equina para quitar


la nieve. Entonces, la burguesía, sin pensarlo demasiado, alquiló un
camello. Y el camello tiraba. Y los soldados reían divertidos.
«¡Bravo! ¡Eludieron el decreto con ingenio!».
(Lo vi con mis propios ojos en Arbat).

¡Oh, tú, plato único


del país comunista!

(Versos sobre la vobla del mar Caspio en el periódico ¡Siempre


adelante!).
La gente de teatro no soporta cómo leo mis poemas. «¡Los
destroza!». No entienden, mercachifles de versos y de sentimientos,
que la tarea del actor y la del poeta son —distintas. La tarea del
poeta: tras descubrir — encubrir. La voz es para él una coraza, un
antifaz. Sin el velo de la voz — está desnudo. El poeta siempre
borra las huellas. La voz del poeta — como agua — apaga el
incendio (de la poesía). El poeta no puede declamar: es vergonzoso
e insultante. El poeta — es un solitario, el escenario es para él — la
picota. ¡¿Ofrendar su poesía con la voz (¡el más perfecto de los
conductores!), utilizar a Psique para el éxito?! ¡Ya tengo bastante
con el gran compromiso de la escritura y la publicación!
– ¡No soy el empresario de mi propia deshonra! —
Pero el actor — es otra cosa. El actor es — prescindible. En la
misma medida en que el poeta es — être, el actor es — paraître[132].
El actor es — vampiro, el actor es — hiedra, el actor es — pólipo.
Pueden decir lo que quieran: jamás creeré que Iván Ivánovich (¡y
todos son Iván Ivánovich!) cada noche se empeña en sentirse
Hamlet. El poeta es prisionero de Psique, el actor quiere hacer
prisionera a Psique. Y finalmente, el poeta es — un fin en sí mismo,
reposa en sí mismo (en Psique). Pónganlo en una isla – ¿dejará de
existir? Pero qué espectáculo desolador: una isla – ¡y un actor!
El actor es — para los otros, sin los otros es inconcebible, el
actor — se debe a los otros. El último aplauso — es el último latido
de su corazón.
La tarea del actor dura — una hora. Debe apresurarse. Y sobre
todo — aprovecharse: de lo suyo, de lo ajeno – ¡da igual! Un verso
de Shakespeare, su propia pierna agarrotada – ¡todo va al mismo
caldero! ¿Y con este dudoso brebaje me proponen ustedes que me
embriague, a mí, poeta? (No hablo de mí, ni por mí: ¡por Psique!).
No, señores actores, nuestros reinos son — distintos. Para
nosotros — la isla sin fieras, para ustedes — las fieras sin isla. ¡No
en vano a ustedes, antaño, los enterraban fuera del recinto de la
iglesia!

(Con excepción: de los cantantes que, subyugados por el elemento


vocal, en él se disuelven, — de las actrices, es decir: las mujeres, es
decir: los seres que por naturaleza representan su propio papel; y de
todos aquellos que, tras leerme, han comprendido — y han
permanecido).

Todo esto, y sin duda esto y no otra cosa, ya fue dicho pro aquel
judío, por el que yo entregaría, vendería a todos los rusos: Heinrich
Heine — en esta discreta nota:
«El Teatro no es favorable para el Poeta, y el Poeta no es
favorable para el Teatro».

El arte de la conversación consiste en ocultarle al interlocutor su


miseria. La genialidad — en obligarlo, en el momento, a ser Creso.

Hoy Moscú ve a los tranvías con incredulidad, como a un Lázaro


resucitado. (Y, olvidando de golpe tanto a Moscú como a los
tranvías: pero la incredulidad de Lázaro frente al mundo – ¡es más
terrible!).

Lázaro: ojos vidriosos para siempre. Lázaro — glazá[133] —


Glas[134]… Y también: glas des morts[135]… (¿Vendrá de allí?).

«¡Resucítalo, porque sin él nos aburrimos!» — es lo mismo que:


«¡Despiértalo, porque sin él no dormimos!»… ¿Acaso es un
argumento? — ¡Oh qué milagro disparatado, carnal, macabro!
¡Cuánta violencia sobre Lázaro y cuánta — tanto más terrible —
sobre uno mismo!
Lázaro que vuelve de allá: el muerto a los vivos, y Orfeo, que
desciende allá: el vivo — a los muertos… La fosa abierta y los
campos Elíseos. — ¡Ah, está claro! —Lázaro de allá sólo podía traer
putrefacción: el espíritu, resucitado a la Vida, no «resucita» a la vida.
Orfeo dejó la vida — por la Vida. Sin una orden ajena: por su sed.

(¿Pero quizá sea simplemente el rito funerario? Allá — la urna, aquí


— la cripta. Al encuentro de Orfeo en el Hades llegó un espectro
surgido de las cenizas. Al encuentro de Marta y María — un
cadáver).

¡Qué lástima me da Cristo! ¡Qué lástima me da Cristo por sus


milagros forzados! Cristo, que había venido a mover montañas –
¡con la palabra! «¡Demuéstralo, y te creeremos!». — «¡Te
creeremos, pero confírmalo!». Entre el milagro en Caná (a petición
de María) y el dedo inquisidor de Tomás — hay una extraña
correspondencia. Si María hubiera sido más perspicaz, habría visto,
tras la transformación del agua en vino, otra transformación: del vino
— en sangre…
Estoy convencida de que Juan no pidió milagros a Cristo.

En el Comisariado: (Las tres M).


—Dígame, ¿cómo transportó las patatas?
—Sin problema, mi marido fue a buscarme.
—¿Sabe? Hay que agregar patatas a la masa. 2/3 de patatas.
1/3 de masa.
—¿Ah, sí? Tendré que decírselo a mi madre.
Yo no tengo: ni madre, ni marido, ni masa.
«El comedor de Praga», en la esquina del Nikolo-Pskovski con
Arbat. Recuerdo, en tiempos de la guerra, un busto de Bonaparte.
La Revolución de febrero lo reemplazó por Kérenski[136]. ¡Ah, a
propósito de Kérenski! Conservo un regalo: una libretita turquesa de
cartón con el borde dorado, la abres: a la izquierda un espejito roto,
a la derecha – Kérenski. Kérenski, que noche y día se mira en los
añicos de sus esperanzas. Recibí esta reliquia de la nana Nadia, a
cambio de un espejo verdadero, entero, sin Dictador.
Volviendo al comedor: Octubre reemplazó a Kérenski por Trotski.
La jeta intimidatoria de Trotski que mira a los niños devorar. Y
también por Max quien, dedicado a Trotski, no ve a los niños.
Famosa y discutida sopa que, por cierto, los niños echan en la
escudilla de San Bernardo Marte, de guardia junto a la puerta de las
doce a las dos. De vez en cuando cae un poco en las escudillas de
las mendigas: Marte no es celoso.

Es indecente estar hambriento cuando el otro está ahíto. La buena


educación es en mí más fuerte que el hambre, — incluso que el
hambre de mis hijas.
—Y usted, ¿tiene todo lo que necesita?
—Sí, por lo pronto sí, gracias a Dios.
¿Qué hay que ser para decepcionar, confundir y aniquilar a una
persona con una respuesta negativa?
– Madre, nada más.

(Hoy, en 1923, planteo la cuestión de otra manera:


¡¿Qué había que ser para preguntarme a mí, en 1919, en Moscú,
conociéndome y viendo a mis hijas — eso?!
– «Un conocido», nada más).
(Segunda acotación:
No se trata de buena educación — sino de ¡ser sensible a la
entonación! La pregunta dicta la respuesta. A «no tenemos nada»,
en el mejor de los casos habría seguido: «¡Qué lástima!».
Quien da no interroga).

¡Despiadados amigos míos! Si en vez de obsequiarme una galleta a


la hora del té, me hubieran dado simplemente un trocito de pan para
mañana en la mañana…
Pero yo tengo la culpa, río demasiado con la gente.
Y además, cuando ustedes salen, ese pan, el mismo — se lo
robo.

Mis robos en el Comisariado: dos maravillosas libretas de cuadrícula


(amarillas, laqueadas), una caja entera de plumas, un frasquito de
tinta roja, inglesa. Con ellos escribo.

La curva te saca, la recta te hunde.

En vez de Monplenbezh, lo pienso y escribo Monplaisir. — algo


como un pequeño Versalles en el siglo XVIII.

Mi «no quiero» es siempre: «no puedo». En mí no hay arbitrariedad.


«No puedo» — y ojos mansos.
Mi «no puedo» — es una especie de límite natural, no sólo mío, —
general. En «quiero» no hay límite, por eso tampoco lo hay en «no
quiero».

«No quiero» — es una arbitrariedad, «no puedo» — una necesidad.


«Lo que quiera mi pie derecho»… «Lo que pueda mi pie izquierdo»
— no existe.

«No puedo» es más sagrado que «no quiero». «No puedo» son
todos los «no quiero» superados, todas las tentativas de querer
corregidas, — es el resultado final.

Mi «no puedo» — lo que menos es, es impotencia. Más aún, es mi


principal potencia. Es decir, existe algo en mí que, no obstante todas
mis querencias (¡y violencias sobre mí misma!), no quiere, pese a mi
voluntad queriente, dirigida en contra de mí misma, no quiere por mí
toda. Existe, pues, (¡pese a mi voluntad!) – «en mí», «a mí», «de
mí», — mi yo.

No quiero servir en el Ejército rojo. No puedo servir en el Ejército


rojo. Lo primero supone: «¡Podría, pero no quiero!». Lo segundo:
«¡Querría, pero no puedo!». ¿Qué es más importante: no poder
cometer un crimen o no querer cometer un crimen? En no poder —
está toda nuestra naturaleza, en no querer — nuestra voluntad
consciente. Si de toda la esencia lo que se valora es la voluntad, —
lo más fuerte es, por supuesto: no quiero. Si es la esencia toda lo
que se valora — por supuesto: no puedo.
Las raíces del «no puedo» son más profundas de lo que podemos
imaginar. El «no puedo» crece de donde crecen nuestros «puedo»:
todos nuestros talentos, nuestros descubrimientos, nuestros
Leistungen[137]: brazos que mueven montañas, ojos que encienden
estrellas. De las profundidades de la sangre o de las profundidades
del espíritu.

Hablo del «no puedo» ancestral, del «no puedo» mortal, de aquel
«no puedo» por el cual te dejas hacer pedazos, del «no puedo»
manso.

Afirmo: ¡es el «no puedo» y no el «no quiero» el que hace a los


héroes!

Que mi «no quiero» sea – «no puedo»: el grandioso y último «no


puedo» de todo mi ser. Queramos, pues, las cosas más
desmesuradas. ¡Pies, caminen! ¡Manos, empuñen! — para que en
el último minuto: los pies clavados, el hacha — al suelo: «¡no
puedo!».

¡Comencemos por la querencia! ¡Querámoslo todo! El «no puedo»


sin todos los «quiero» tanteados — es una lamentable impotencia
que, por supuesto, terminará en: «puedo».

– Pero si no sólo no puedo (traicionar, digamos), ¿si encima no


quiero poder? (traicionar).
Pero en labios sinceros «no quiero» es precisamente «no
puedo» (no sólo mi voluntad, ¡mi esencia toda no quiere!), pero en
labios sinceros «no puedo» es precisamente «no quiero» (no sólo ni
esencia inconsciente, ¡mi voluntad no quiere!).
No puedo querer esto y no quiero poder esto.
– Una fórmula. —

No puedo: 1) coger un gusano con la mano, 2) no erigirme en


defensa (sea inocente, culpable, aquí, a cien verstas, hoy, en cien
años — da igual), 3) erigirme en defensa — mía, 4) tener un amor
compartido.

Basta que comience a hablarle a alguien de lo que siento, para oír


— de inmediato — la réplica: «¡Pero eso es razonamiento!».
Los sentimientos, para las personas, son como Furias con la
cabeza al viento, como algo que no ocurre en su interior: que se les
echa encima. Como una avalancha de piedras debajo de la cual de
golpe quedan – ¡desechos!
Es decir:
La precisión de mis sentimientos hace que la gente los tome por
razonamientos.

No estoy prendada de mí misma, estoy prendada de esta


ocupación: escuchar. Si el otro me dejara escucharlo como yo dejo
que me escuchen (si se me entregara como yo me entrego), lo
escucharía de la misma manera.
De los otros no me queda sino: adivinar.

– ¡Conócete a ti mismo!
Me he conocido. — Y esto no me facilita el conocimiento del otro.
Al contrario, en cuanto me pongo a juzgar a alguien según lo que sé
de mí, surge un malentendido tras otro.

No pienso, escucho. Luego busco una encarnación exacta en la


palabra. El resultado es la coraza gélida de una fórmula, bajo la cual
— sólo el corazón.

No escucho oculta, ausculto. Como el médico: el pecho. Y con


cuánta frecuencia: tocas – ¡no hay respuesta!

Hay personas de una determinada época, y hay épocas que se


encarnan en las personas. (¡Bonaparte no es del siglo XIX: el siglo
XIX — es Bonaparte!).

Del ser y del no ser en el ser amado:


Nunca quiero estar sobre su pecho, ¡siempre — en su pecho!
Nunca – ¡apoyarme! ¡Siempre abismarme! (¡Al abismo!).

Un «vivo» no se dejará jamás amar como un «muerto». El vivo


quiere ser (vivir, amar) él mismo. Esto me recuerda el eterno berrido
de la infancia: «¡Yo solo! ¡Yo solo!». E, ineludiblemente — el pie en
la manga, la mano en el zapato.
Es lo mismo con el amor.

Quiero anularme en ti, es decir, quiero ser tú. Pero tú ya no estás en


ti, ya estás del todo en mí. Me abismo en mi pecho (en ti). No puedo
abismarme en tu pecho, porque tú no estás allí. Pero ¿quizá yo sí?
(Un amor recíproco. Las almas intercambiaron moradas). No,
tampoco estoy allí. Allí no hay nada. No estoy en ninguna parte.
Está mi pecho — y tú. Te amo por ti.
¿Conquista? Sí. Pero es mejor que trueque.

Y entonces, ¿el amor recíproco? (El trueque). Conquista simultánea


y cruzada (reembolso). Dos desapariciones: del alma de X en su
propio pecho, donde se halla Z, y del alma de Z en su propio pecho,
donde se halla X.
Pero como yo vivo en ti, ¡no he desaparecido! Pero como tú
vives en mí, ¡no has desaparecido! Es el ser en el ser amado, es
«yo en ti y tú en mí», es, pese a todo, tú y yo, no son dos que se
han vuelto uno. Dos son uno es — el no-ser. Y yo hablaba del no-
ser en el ser amado.

Dos son — uno, es decir: el no-ser en el ser amado es posible sólo


para uno. Para poder no-ser en el otro, hace falta que el otro sea.

Una salvedad: todo lo dicho se refiere, desde luego, a nuestra


percepción del alma del otro, a nuestra vida secreta con el alma del
otro.
A condición de que ninguno de los dos sepa que el otro no
existe, crea que el otro existe, no sepa que el otro ha sido anulado
en él, — a condición del desconocimiento, el no-ser recíproco del
uno en el otro es, desde luego, posible.

Nuestra conquista del otro — está sólo en nosotros.


«Para mí, tú no estás en ti, estás íntegra en mí». Así piensa el
Poeta de su Psique, lo que a ella no le impide contraer matrimonio y
amar a otro, pero su matrimonio, a su vez, ni importuna ni puede
importunar al poeta.
Diré aún más: la fuerza de la conquista está en correlación
directa con el secreto, su profundidad — con su aparente
refutabilidad. Cuando ya nada es mío – ¡todo es mío! Esto nos
conduce por el camino directo a la muerte: la muerte física del
amado. ¡Pero no lo confundan con los celos! El «¡no seas!» de los
celos — nace de la miseria y el miedo. («Una vez en el ataúd, ¡ya no
hay rivales!»). Para la conquista no hay rivales ni ataúd: el «no
seas» de la conquista — es el último rechazo, el que da el último
poder.

¡Poetas, dad en matrimonio a vuestras beldades lo más lejos


posible! Para que ni un solo suspiro (verso) vuestro llegue, para que
éste no vuelva - ¡hecho suspiro! Renunciad incluso a soñar con
ellas.
El día de su matrimonio es vuestro primer paso hacia la victoria,
el día de sus funerales — vuestra apoteosis.
(Beatrice. Dante).

El amor para mí es — aquel que ama. Más aún: en respuesta


siempre siento al que ama como a un tercero. Existe mi pecho — y
tú. ¿Qué tiene que hacer otro aquí? (¿Su eficacia?).
La respuesta en el amor — es para mí un atolladero. No busco
suspiros, sino salidas.

Un muchachito, el hijo de la mujer que nos surte de leche, se queda


a dormir en la cocina de casa.
—¡Nunca pensé que tendría que dormir sobre uno de muelles!
Se me oprime el corazón con este «de muelles».
– ¡Ahí tienes el odio al pueblo!
Ayer, en el Ojotni riad[138], un campesino a otro:
—¡No te quejes! ¡Así es este año — el diecinueve!

—Y qué, ¿visitas a Moscú?


(Como a un enfermo).

Sólo el cuerpo le teme a la muerte. El alma no la concibe. Por esto,


en el suicidio, el cuerpo — es el único héroe.

El suicidio: la lâcheté[s] del alma que se transforma en heroísmo del


cuerpo. Es como si don Quijote, acobardado, hubiese enviado a
Sancho Panza al combate — y éste hubiese obedecido.

Heroísmo del alma — vivir, heroísmo del cuerpo — morir.

En la iglesia ortodoxa (el templo) siento el cuerpo yendo a la tierra,


en la iglesia católica — el alma volando al cielo.

Verso y prosa:
En la prosa hay demasiadas cosas que me parecen superfluas,
en el verso (verdadero) todo es indispensable. Con mi tendencia al
ascetismo de la palabra prosística, en lo que escribo, a fin de
cuentas, puede quedar sólo la osamenta.
En el verso — hay una especie de medida natural de la carne:
menos no se puede.
Las dos cosas que prefiero en el mundo: la canción — y la fórmula.
(Es decir, la anotación es de 1921, ¡el elemento libre — y la victoria
sobre él!).

No defiendo ninguno de mis indicios terrestres, es decir: en la


expresión «indicios terrestres», desisto de «terrestres» (la
materialidad), pero de «indicios» (el sentido) — no.

No defiendo ninguno de mis indicios terrestres en particular, como


tampoco ninguno de mis versos ni mis horas sueltas, — lo
importante es el conjunto.
No defiendo siquiera el conjunto de mis indicios terrestres,
defiendo sólo su derecho a la existencia, y la veracidad — de la mía.

Un consejo genial de S. (el hijo de un pintor). Un día de invierno yo


me quejaba (¡riendo, por supuesto!) de no tener tiempo para escribir.
— «Hasta las cinco el trabajo, luego caldear, luego lavar, luego
bañar a las niñas, luego acostarlas…».
—¡Escriba de noche!
En esto había: desprecio por mi cuerpo, confianza en mi espíritu,
una crueldad sublime que hacía honor a S. y a mí.
Excelso tributo de un artista — a otro artista.

La influencia que el Stenka Razin de Konenkov[139] ha tenido en las


mentes. Un soldado, al pasar frente al Templo de Cristo Salvador, a
otro soldado:
—¡Se podría colorear!
En una triste barda en algún callejón de los que llevan al Templo del
Cristo Salvador, una tímida inscripción: «Corrijo la caligrafía».
Por algo – ¡por su desesperanza! — esto me recuerda la venta
de mis enseres (para irme al Sur).

Epígrafe de mi venta:

A la muy briosa Katiusha


se le han roto sus juguetes:
sin nariz los cahorritos,
y sin cuerno el corderito.
Y de su juego de té
de seguro que muy pronto
no quedará ni el recuerdo…

¡Y no ha quedado nada!
Están rotos, por ejemplo: la máquina de coser, la mecedora, el
diván, dos sillones, las dos sillitas infantiles de Alia, el baño… Al
lavabo de mármol le falta un costado, el hornillo de petróleo no
enciende, el termo no conserva el calor, de la lámpara-relámpago
sólo quedan — los relámpagos, el gramófono perdió la manivela, las
estanterías no se sostienen, los juegos de té no tienen tazas, las
tazas no tienen asas, las asas no tienen basa…
¡Y el piano está sordo de ambos pedales! Y el organillo de caoba
— aunque, ¡ese jamás sonó! (De entrada soltó sin querer los dos
primeros compases del «Schlittschuhläufer[140]» — y enmudeció,
quiero decir mugió de tal manera, ¡que nosotros enmudecimos!). Y
las tres jaulas de las ardillas – ¡sin ardillas y sin puertecillas! (El olor
persiste). ¡Y la bañera de las niñas con el grifo estropeado y un
costado abollado! ¡Y la grande de zinc, que ha enverdecido como
una ensenada, es tan desmoralizante como un ataúd! Y los
grabados napoleónicos: vidrios biselados que se sostienen como
por milagro gracias a sus orlas de cartón y que cada segundo son
una amenaza de muerte. ¡Y la picadora de carne, y los patines de
ruedas, y los de hielo!
Lo han roto, sobre todo, las nanas de Alia y los Junkers amigos
de Seriozha. Unas y otros, por juventud, por arrebato: ardor del
corazón y de las manos.
Las nanas, hartas de cuidar a la niña, hacían girar el gramófono,
los Junkers, hartos de aprender el reglamento — hacían girar la
máquina.
Pero en realidad no son ni los Junkers ni las nanas, como ahora
no son — ni los bolcheviques, ni los «inquilinos». Diría: el destino. El
objeto, ofendido por la ligereza de trato, se venga: se deteriora.
Ésa es la historia de mi «vida cotidiana».

¡Almadiero! — ¡Palabra de mi infancia!


El Oká[141], el otoño tardío, las praderas podadas, en los surcos
las últimas flores — rosadas, mamá y papá están en los Urales (por
mármol para el museo) — manzanas secas — la institutriz dice que
durante la noche las ratas le royeron los pies — los almadieros
vendrán y las matarán…

Con el trigésimo cupón de la tarjeta de racionamiento se reparte


ataúdes y Mariushka, la vieja sirvienta de Sóniechka Holliday[142],
hace poco pidió permiso a su patrona para poner uno en el
entresuelo: «Es que — todo puede ser…».
Pero a la pobre anciana le esperaba una dura prueba: rosas
(¡para señoritas!) no había, y ella, que ha vivido ochenta años de
virginidad irreprochable, se verá obligada al reposo eterno en uno de
varonil azul.
El carrusel:
La primera vez que me subí en un carrusel tenía once años, en
Lausana, — la segunda fue anteayer, en las colinas Vorobiov[143], el
día del Espíritu Santo, con Alia, que ahora tiene seis años. Entre
estos dos carruseles — la vida.

No son ni siete vershóks[144] del suelo – ¡y el pie ya no tiene pie! ¡Ya


no hay regreso! Sensación del retorno imposible, de la condena al
vuelo, de la entrada al círculo…
¡La planetariedad del Carrusel! ¡La música esférica de su pilar
zumbante! ¡No es la tierra alrededor de su eje, es el cielo —
alrededor del suyo! El borbotón del sonido está escondido. Una vez
sentado — no ves nada. En un carrusel caes como en un torbellino.
Leones heráldicos y caballos apocalípticos ¿no seréis los
fantasmas de las fieras con las que Baco anegó su navío?
Celo del flagelante — caución solidaria de los planetas —
columna de Memnón en un orto sin ocaso… ¡Carrusel!

Adoro al pueblo: en los campos, en las ferias, bajo los estandartes,


dondequiera que haya espacio y diversión — y no visualmente: ¡por
las faldas rojas de las mujeres! — no, lo amo amorosamente, con
una inmensa fe en la bondad humana. Me embarga, de verdad, un
sentimiento de alianza fraternal.
Andamos al mismo paso, en armonía.

Adoro a los ricos. La riqueza — es un nimbo. Además, de ellos


nunca esperas nada bueno, como de los zares, por lo tanto una
simple palabra razonable en sus labios — es una revelación, un
simple sentimiento humano — un acto de heroísmo. La riqueza todo
lo multiplica por mil (¡resonancia del cero!). Pensabas que era un
saco con dinero — no, es un ser humano.
Además, la riqueza da conciencia de uno mismo y tranquilidad
(«¡todo lo que haga — estará bien!») — como el talento, por eso con
los ricos estoy a mi nivel. Con los otros me siento muy «en
degrado».
Además, juro y aseguro, que los ricos son buenos (porque no les
cuesta nada) y bellos (porque se visten bien).
Si no se puede ser ni humano, ni bello, ni noble, hay que ser rico.

Misteriosa desaparición de un fotógrafo en Tverskaia, que durante


mucho tiempo y con empeño retrató (sin costo) a todos los
trabajadores soviéticos responsables.

Hace poco, en Kúntsevo[145], de pronto me persigno frente a un


roble. Es obvio, lo que suscita la plegaria no es el miedo, sino el
éxtasis.

Soy una fuente inagotable de herejías. Sin conocer ninguna, las


confieso todas. Quizá, también las elaboro.

Hay que escribir sólo aquellos libros por cuya ausencia se sufre. En
una palabra: los propios libros de cabecera.

Lo que más valoramos en los versos y en la vida — lo que se nos


escapó.
El pueblo jamás se perderá en la ciudad. El instinto topográfico de
las fieras y de los salvajes.

Hoy en día todo se acaba porque nada se repara: los objetos, como
las personas, y las personas, como el amor.

(Pueden repararse: los objetos — por los artesanos, las personas —


por los médicos, y el amor, ¿con qué? Con dinero, quizá: con
regalos, viajes, estrenos. Escuchar juntos a Scriabin. Subir juntos al
Vesubio.
¡Qué pocos Tristanes e Isoldas hay!).

Tristán e Isolda: el amor en sí. Amén del avivador de la envidia y de


los celos: los ojos. Amén del resonador del reproche y la alabanza:
los embustes. Amén de los ojos y el rumor. Nadie los vio y nadie oyó
hablar de ellos. Vivían en el bosque. Un lobo y una loba. Tristán e
Isolda. No tenían nada. No llevaban nada. No tenían nada debajo.
No tenían nada encima. Detrás de ellos — nada, frente a ellos — la
Nada. Ni mañana, ni ayer, ni año, ni hora. El tiempo detenido. El
mundo se llamaba bosque. El bosque se llamaba arbusto, el arbusto
se llamaba hoja, la hoja se llamaba — tú. Tú se llamaba yo. La no-
existencia en el vacío. El fondo como ausencia, y la ausencia —
como fondo.
Y — se amaban.

Todas mis quejas contra el año 19 (no hay azúcar, no hay pan, no
hay leña, no hay dinero) — son exclusivamente por cortesía: para
no ofender yo, que no tengo nada, a quienes lo tienen todo.
Y todas las quejas, en presencia mía, contra el año 19 — de los
otros: («Rusia está acabada». «¡Qué han hecho con la lengua
rusa…!», etcétera) — son exclusivamente por cortesía: para no
ofenderme ellos, a quienes no les han quitado nada, a mí, que me lo
han quitado — todo.

Fobia al espacio y fobia a la multitud. En la raíz de ambos está el


miedo a la pérdida. A la pérdida de uno mismo por la ausencia de
personas (el espacio) y por su presencia (la multitud). ¿Se puede
sufrir de ambos al mismo tiempo?
Pienso que la fobia a la multitud no se puede vencer sino
mediante la afirmación de uno mismo, en el año 19, por ejemplo,
con el grito: «¡Abajo los bolcheviques!».
Para que se fijen en ti — y te destrocen.

(NB! El miedo a la multitud — es el miedo a la muerte por asfixia.


Cuando te destrozan — no te asfixian).

Medida alta. Medir con altura. Es lo que hace Dios. Medir desde lo
alto y con altura. Una especie de cedazo poco tupido: las pequeñas
ruindades, como las pequeñas virtudes — se cuelan. — ¿Adónde?
— Dans le néant[146]. La alteza es la ausencia absoluta de
mezquindad. Por eso — es una propiedad muy ventajosa… para los
otros.

A propósito de un comunista:
Ayer, en casa de una conocida:
—Pero si usted no se afeita —dijo el comunista— ¿para qué
quiere el talco?
Un comunista de los viejos, muere de hambre. Exquisita su voz
melodiosa.

Alguien en la habitación:
—¡Extraordinario el programa del Hermitage[147]!
El comunista, melodioso:
—¿Qué es eso de Hermita-age?

¡Ah, la fuerza de la sangre! Recuerdo que mi madre hasta el fin de


su vida escribió: Thor, Rath, Theodor — por ese patriotismo alemán
ancestral, aunque era rusa, y en absoluto por vejez, ya que murió a
los treinta y seis años.
– Yo, con mi iat.

Ayer estaba de visita (pastel de cumpleaños, canciones, el cabo de


una vela, el relato de cómo combaten los Rojos) — y de pronto, al
mirar las partituras:
Beethoven — Busslied
Puccini — esto y esto.
Marie-Antoinette – «Si tu connais dans ton village…».

¡Marie-Antoinette! Usted compuso la música para los versos de


Florian pero la encerraron en una fortaleza y le cortaron la cabeza.
¡Y su música la cantarán otros — afortunados — eternamente!
Jamás, jamás — ni con el artificioso antifaz en los bosquetes de
Versalles de la mano de la adorable mauvais sujet d’Artois, ni como
Reina de Francia, ni como Reina del baile, ni como lechera en
Trianon, no como mártir en el Temple — ni en su carreta, finalmente,
— me traspasó usted el corazón tanto como con:
Marie-Antoinette: «Si tu connais dans ton village…».
(Paroles de Florian).

Luis XVI debería haberse casado con María Luisa («Fraîche comme
une rose[148]» y estúpida); Napoleón — con María Antonieta (¡solo
rosa!).
El aventurero habiendo ganado la Aventura, — y el último cristal
de la Estirpe y de la Sangre.
Y María Antonieta, como aristócrata, y por tanto: irreprochable en
cada uno de sus pensamientos, no lo habría abandonado como a un
perro, allá, en los peñascos.

Moscú, 1919
DE ALEMANIA
(FRAGMENTOS DE MI DIARIO DE 1919)

¡Mi pasión, mi patria, la cuna de mi alma! ¡Fortaleza del espíritu que


suele considerarse como prisión para los cuerpos!
El pequeño pueblo de Loschwitz cerca de Dresde, mis dieciséis
años, en la familia de un pastor protestante — fumo, el cabello corto,
los tacones de cinco vershóks (Luftkurort[149], el sistema del doctor
Lahmann – ¡todo el pueblo calza sandalias!) — acudo a mis citas
con la estatua de un centauro en el bosque, no distingo una
remolacha de una zanahoria (¡en la familia de un pastor!) –
¡imposible enumerar todos los motivos de rechazo!
Pero – ¿me rechazaban? No, me amaban, no, me toleraban, no,
me dejaban ser. ¿Acaso alguna vez alguien me hizo algún
reproche? ¿Me miró con desprecio? ¿Pensó mal de mí?
Es el país de la libertad. Lo afirmo. El país de la máxima
consideración de la calidad por la calidad, la cantidad por la calidad,
la persona por la persona, lo impersonal por lo personal. Un país
donde la ley (de la convivencia) no sólo toma en cuenta las
excepciones: las venera. Porque en cada oficinista dormita un
poeta. En cada sastre despierta un violinista. En cada león
cervecero[150], ante la llamada de la patria, despertará un león
verdadero.
Recuerdo en mi primera infancia, en la Riviera, a Röver, un
muchacho alemán que a sus dieciocho años moría de tuberculosis.
Hasta cumplir dieciocho vivió en Berlín, primero en la escuela,
después en la oficina. Olía a encerrado, transpiraba, se aburría.
Recuerdo que por las tardes, hechizado por su música alemana
y mi madre rusa – ¡mi madre dominaba el piano de forma no
femenina! — bajo los sonidos de su sagrado Bach, en esa cada vez
más oscura habitación italiana donde las ventanas parecían puertas
— él nos enseñaba, a Asia y a mí, la inmortalidad del alma.
Un trocito de papel sobre la lámpara de petróleo: el papel se
arruga, se consume, la mano que lo tiene — lo suelta y… – «Die
Seele fliegt!»[151].
¡El trocito de papel sale volando! ¡Vuela hasta el techo que,
naturalmente, se abrirá para que el alma pase al cielo!

Yo tuve un álbum. Es bochornoso para una treinteañera, madre de


dos niñas, ponerse a hacer un álbum, pero mi madre los hizo para
nosotras — uno para Asia y otro para mí. Escribió durante toda la
tísica costa genovesa. Y entre las citas de Uhland[152], Tennyson y
Nekrásov[153], la siguiente verdad, extraña en la pluma de un
alemán: «Tout passe, tout casse, tout lasse[154]»… — con una
observación — muy alemana — escrita con esmeradas letras de
casi un vershók: «Excepté la satisfaction d’avoir fait son devoir[155]».

El alemán Reinhardt Röver, un oficinista modelo y un no menos


modelo moribundo (el termómetro, el tiocol, la vuelta al casa al
ponerse el sol) — el alemán Reinhard Röver murió en su año
diecinueve, en Nervi, durante el Carnaval.
Ya lo habían trasladado a un piso privado (en la Pensión no se
puede morir), a una habitación en la parte superior de un alto y
lóbrego inmueble. Asia y yo le llevábamos las primeras violetas, mi
madre — toda la música de su ser extraordinario.
«Wenn Sie einen ansehen, gnädige Frau, klingt’s so recht wie
Musik![156]».
Y así, un día irrumpimos coriendo Asia y yo, — violetas, confetti,
la boca llena de noticias… La puerta abierta de par en par. — «Herr
Röver[157]».
Y el refunfuño asustado de la enfermera:
«Zitto, zitto, e morto il Signore![158]».
La boca abierta, pro donde salió volando el alma, las alas
solícitas del pañuelo que cubría su yerta cabeza.
Nos acercamos, dejamos las flores, lo besamos. («¡Sin besos!
¡En cada milímetro cúbico de aire — hay millones de miasmas!» —
así nos aleccionaban todos, sin tomar en cuenta que a los ocho
años aún no se sabe de cubos, ni de milímetros, ni de millones, ni
de miasmas — de nada, ¡salvo de besos y de aire!).
Lo besamos, lo miramos, nos fuimos. En la escalera — sonora y
de caracol — un escalofrío: ¡Röver nos persigue!
A lo largo de tres días, en la ventana de su habitación mortuoria,
se airearon: el colchón, la almohada, las sábanas — a la espera de
nuevos inquilinos. Sus cosas (su Malkasten[159], termómetro,
algunos cambios de ropa, su Lenau de cabecera) fueron enviados a
su casa, a la oficina. Y no quedó nada del alemán Reinhardt Röver –
«Excepté la satisfaction d’avoir fait son devoir».

De mi Röver al universal Novalis — un suspiro. «Die Seele fliegt» —


más no ha dicho ni Novalis. Más no ha dicho nunca nadie. Aquí está
Platón, y el conde August von Platen, aquí está todo y todos, y no
hay nada además.
Así, de un pasatiempo infantil y una inscripción en mi álbum, de
dos palabras: el alma y el deber —
El alma es el deber. El deber del alma — es volar. El deber es el
alma del vuelo (vuelo porque debo)… En una palabra, de una u otra
forma: Die Seele fliegt!
«Ausflug[160]». Oigan bien: vuelo de… (de la ciudad, de la
habitación, del cuerpo, caso genitivo). El vuelo cada domingo ins
Grune, cada hora — ins Blaue. Aether, heilige Luft![161]
Quizá voy a decir una barbaridad, pero para mí Alemania — es
la continuación de la Grecia antigua, joven. Los alemanes la
heredaron. Y, al no conocer el griego, de ningunas manos, de
ningunos labios que no sean los alemanes, aceptaré ese néctar, esa
ambrosía.

De los niños varones. Recuerdo en Alemania — yo era aún una


adolescente — en un lugarcito llamado Weisser Hirsch[162], cerca de
Dresde, a donde mi padre nos había enviado, a Asia y a mí, con un
pastor protestante para que aprendiéramos a llevar una casa — a
un niño quinceañero, desagradablemente-insolente y
desagradablemente-tímido, muy sonrosado que veía mis libros. Ve
Zwischen den Rassen[163] de Heinrich Mann, con un epígrafe escrito
de mi puño y letra:

Blonde enfant qui deviendra femme,


Pauvre ange que perdra son ciel[164].
LAMARTINE

—Ist’s wirklich Ihre Meinung?[165]


Y mi réplica:
—Ja, wenn’s durch einen, wie Sie geschieht![166]

Y a Asia, otro niño, también sonrosado y rubio, pero a cada paso-


tímido y agradablemente-tímido — un pequeño commis[167], un
conmovedor Christian treceañero — la llevaba con toda solemnidad
del brazo, como si fuera su novia. Él tal vez — es más, sin duda —
no se daba cuenta, pero ese gesto, labrado durante decenas de
generaciones (¡de intendentes!) lo tenía a mano.
Y otro – Hellmuth, era de cabellos oscuros y ojos claros, a quien
nosotras, junto con otros niños varones (Asia y yo éramos
«mayores», «ricas» y «libres», y ellos Schulbuben[168], y a las nueve
los enviaban a la cama) enseñábamos a fumar por las noches y
agasajábamos con pastelitos, de despedida, escribió jovial en el
álbum de Asia: «Die Erde ist rund und wir sind jung — wir werden
uns wiedersehen![169]».
Y el colegial Volodia — tan distinto — pero que también medía
con admiración la altura de nuestros tacones — aquí, en el santuario
del doctor Lahmann, ¡donde ya se nace con sandalias!
– ¡Hellmuht, Christian, colegial Volodia! – ¡quién de vosotros
habrá sobrevivido a los años 1914-1917!

¡Ah, la fuerza de la sangre! Recuerdo que mi madre hasta el fin de


su vida escribió: Thor, Rath, Theodor — por ese patriotismo alemán
ancestral, aunque era rusa, y en absoluto por vejez, ya que murió a
los treinta y seis años.
– Yo, con mi iat.

De mi madre heredé la Música, el Romanticismo y Alemania.


Simplemente — la Música. Toda yo.

La Música la percibo a través de Alemania (como lo amoroso — de


Francia, y la tristeza — de Rusia). Hay un país — la Música, sus
habitantes — los alemanes.

La pequeña Persa de Razin y Ondina. Ambas fueron amadas,


ambas fueron abandonadas. La muerte por agua. El sueño de Razin
(en mis versos) y el suelo del Caballero (en La Motte-Fouqué[170] y
Zhukovski[171]).
Y ambos: Razin y el Caballero debían morir en aras de su
amada, — sólo que la pequeña Persa llega con toda la perfidia d
ella No-amante y de Persia – «por su zapatito», y Ondina con toda
la fidelidad de la Amante y de Alemania — por un beso.

Treue – ¡qué bien suena!


Y los franceses de su fidelité, no hicieron más que Fidèle —
nombre de perro. (¡Fidelka, ven acá!).

Hay en Heine una profecía a propósito de nuestra revolución: «…


und icb sage euch, es wird einmal ein Winter kommen, wo der ganze
Schnee mi Norden Blut sein wird…»[172].
En general Heine dice cosas interesantes sobre Rusia. Sobre lo
democrático de la nación. Sobre Pedro — revolucionario autocrático
(la Revolución Coronada).
¡Heine! — El libro que yo escribiría. Y — sin archivos, sin el lujo
de la sagacidad personal, sencillamente — frente a frente con los
seis volúmenes de la horrorosa edición alemana de finales de los
ochenta. (¡Versos ilustrados! Y como Heine con frecuencia habla de
mujeres – ¡un embutido tras otro!).
Heine cubre cualquier suceso de mi vida, y no porque yo… (el
suceso, la vida) sea débil: ¡él — es fuerte!

Chocar con alguien — y, sin disculparse, alejarse – ¡cuánta grosería


hay en este gesto! Pienso en Heine, que cuando llegó a París,
buscaba ser empujado — sólo para oír una disculpa.

En Heine, lo germano y lo romano conreinan. Sólo sé de otra


persona así — distinta estructura, distinto motivo del alma, distinta
envergadura en su doble patria pero —igual a Heine: Romain
Rolland.
Pero Romain Rolland, según se dice, es galo-germano, y Heine
— todo el mundo lo sabe — es judío. Y el milagro es explicable. A
mí me hubiese gustado un milagro inexplicable (verdadero): un del
todo francés que amara (sintiera) Alemania como un alemán, un del
todo alemán que amara (sintiera) Francia como un francés. No
hablo de estilizaciones — son simples y aburridas — sino de
callejones sin salida que han sido horadados, de límites del
nacimiento y de la sangre que han sido apartados. De la creación
orgánica (nacional) que no está ligada a la zoología. En una palabra,
que el galo cree una nueva Canción de los Nibelungos, y el
germano — un nuevo Cantar de Roldán.
Esto no «puede» ser, esto debe ser.

Die blinde Mathilde[173] — un recuerdo de infancia.


En Friburgo, en la pensión, cada domingo venía a visitarnos una
mujer — die blinde Mathilde. Llevaba un vestido de satén azul —
tenía unos cuarenta y cinco años — unos ojos azules medio
entornados — un rostro amarillento. Todas las niñas, una por una,
debían escribirle sus cartas y ponerles, con su dinero, los timbre.
Cuando las cartas estaban listas, ella, en agradecimiento, se
sentaba al piano y cantaba.
Para las niñas alemanas: «Ich kenn ein Kätzlein
wunderschön[174]». Para Asia y para mí: «Der rothe Sarafan[175]».

Ahora, una pregunta: ¿a quién escribía todas esas cartas die blinde
Mathilde? Quien responda a esta pregunta habrá escrito una novela.

¡Cuánto amaba – ¡con qué nostalgia amaba! ¡con qué locura


amaba! — la Selva Negra! Los valles dorados, sonoros, los
amenazadoramente-acogedores bosques — por no hablar de la
aldea, con sus inscripciones sobre los escudos de las hosterías:
«Zum Adler», «Zum Löwen[176]». (Si yo hubiera tenido una hostería,
la habría llamado: «Zum Kukuck[177]»).

Nunca olvidaré la voz con la que el propietario del pequeño


«Gasthaus zum Engel[178]» en la pequeña Selva Negra, señalando
el único retrato que había en la sala, el del Emperador Napoleón,
exclamó:
– Das war ein Kerl![179]
Y, tras una pausa que revelaba una completa satisfacción:
– Der hat’s der Welt auf die Wand gemahlt, was wollen heisst!
[180]

Después de Eckermann[181], sólo puedo leer el Mémorial de


Sainte-Hélène de Las Cases[182] — y si a alguien he envidiado en
mi vida — sólo ha sido a Eckermann y a Las Cases.

Es curioso. Aquí, el apogeo de la felicidad, allá, el apogeo de la


infelicidad, y de ambos libros emana la misma tristeza – ¡como si
Goethe también hubiera sido desterrado a Weimar!

¡Oh, Napoleón ya para Goethe (en 1829) era una leyenda!


¡Oh, Napoleón ya para Napoleón (en 1815) era una leyenda!

Goethe, conmovido ante el uniforme verde, vuelto, de Napoleón.

En Goethe me molesta su Farbenlehre[183], en Napoleón — todas


sus campañas.
(Celos).
Hace unos días caminaba por Kuznetski Most[184] y de pronto en un
rótulo: «Farbenlehre».
Me sentí desvanecer.
Me acerqué: «Fabergé[185]».

Hay en mí muchas almas. Pero mi alma principal — es alemana.


Hay en mí muchos ríos, pero mi río principal — es el Rhin. La vista
de letras góticas de inmediato me sitúa en una torre, ¡en la almena
más alta! (No son letras, son almenas. Zacken[186] –
¡quésuntuosidad! En el himno alemán me disuelvo).

Lieb Vaterland, magst ruhig sein[187].

Pero escuchad este magst, – ¡es como un león — a un leoncito! ¡Es


el propio Rhin que habla: el Vater Rhein[188]! ¿Cómo no estar
tranquilo?!

Cuando me preguntan: ¿quién es su poeta preferido?, primero me


atraganto, y luego suelto de golpe una docena de nombres
alemanes. Para responder de inmediato, me harían falta diez bocas
que hablaran a coro, al mismo tiempo. El derecho de precedencia
de los poetas en el corazón es mucho más cruel que en la corte.
Cada uno quiere ser el primero, porque es el primero, cada uno
quiere ser único, porque no hay segundo. En mí Heine siente celos
de Platen, Platen de Hölderlin, Hölderlin de Goethe, sólo Goethe no
siente celos de nadie: ¡es Dios!

—¿Qué ama usted en Alemania?


—A Goethe y el Rhin.
—¿Y la Alemania contemporánea?
—Con pasión.
—¿Cómo? A pesar de…
—No sólo a pesar — ¡sin observar!
—¿Es usted ciega?
—Vidente.
—¿Es usted sorda?
—Oído absoluto.
—¿Qué es lo que ve?
—La frente de Goethe sobre los milenios.
—¿Qué es lo que oye?
—El estruendo del Rhin a través de los milenios.
—¡Pero habla usted del pasado!
—¡No, del futuro!

Goethe y el Rhin aún no han sido. No lo puedo decir con mayor


precisión.

Francia es para mí ligera, Rusia — pesada, Alemania — a mi


medida. Alemania es un árbol, un roble, heilige Eiche[189] (¡Goethe!
¡Zeus!). Alemania — es la envoltura exacta de mi alma, Alemania —
es mi cuerpo: sus ríos Ströme)[190] — son mis brazos, sus
bosquecillos (Haine!)[191] — mis cabellos, ¡toda ella es mía, y toda
yo — soy suya!

Edelstein. — En Alemania yo habría amado el diamante. (Edelstein,


Edelfrucht, Edelmann, Edelwein, Edelmuth, Edelblut…).[192]
Y más: Leichtblut. Sangre ligera. No ligereza de espíritu, ligereza de
sangre. Y más: Übermuth[193]: fuerza superior, el exceso, la
superabundancia. Leichtblut y Übermuth — qué bien me describe
esto, más allá de la sospechosa «ligereza», más allá de la pesada
«superabundancia de fuerzas vitales».
Leichtblut y Übermuth – ¿no son acaso aquellos dioses? (Los
únicos).
Y, lo principal, esto no excluye nada, ni el sacrificio, ni la muerte,
— sólo haces: ¡al sacrificio ligero, a la muerte voladora!

Y Göttesjüngling[194]. ¡Acaso no es Febo que se yergue en el corro


de sus favoritos!
Y Urkraft[195] – ¡acaso no es el Caos que despierta! ¡El prefijo:
Ur! Urquelle, Urkunde, Urzeit, Urnacht[196].

Urahne, Ahne, Mutter und Kind


In dumpfer Stube Beisammen sind…[197]

¡Es la eternidad que aúlla! En el aullido del lobo, en el bufido de la


chimenea. Cada Urahne así — es una Parca.

Drache[198] y Rache[199] — y todo el Nibelungelied[200].

«Alemania — es el país de los chiflados» — Land der


Sonderlinge[201]. Así habría titulado el libro que me habría gustado
escribir sobre ella (en alemán). Sonderlich. Wunderlich. Sonder y
Wunder[202] están unidos. Es más: sin Sonder no hay Wunder, y sin
Wunder no hay Sonder.
Oh, los he visto: a los Naturmenschen[203] con cabellera de Piel
Roja, a los pastores enloquecidos con Dionisios, a las mujeres de
los pastores enloquecidas con la quiromancia, a las honorables
ancianas que, noche a noche, después de cenar, con el «amigo»
(marido) muerto — y a otras ancianas — Märchenfrauen[204],
contadoras de cuentos por vocación y por oficio, oficiantes del
cuento. El cuento como oficio, que como todo oficio, da de comer. —
Aprecien el país.
¡Oh, los he visto! ¡Los conozco! ¡A otros de lo sensato y lo
aburrido de los alemanes! ¡Es un país de gente desenrazonada, que
ha perdido la razón en aras de la razón superior — el espíritu!

«Los alemanes — son burgueses»… No, los alemanes — son


ciudadanos. Bürger. De Burg: fortaleza. Los alemanes — son
siervos del Espíritu.
Burgués, ciudadano, bourgeois, citoyen, para los alemanes — es
una sola cosa — Bürger. Para resaltar la noción de mezquindad, de
burguesía — tienen el prefijo klein[205]: kleinbürgerlich.
¿Es posible que no exista una palabra suelta para designar el
rasgo fundamental de una nación? Hay que pensarlo.
Mi eterno schwärmen[206] por Alemania entra en el orden de las
cosas. En Alemania toda yo entro en el orden de las cosas, soy un
mirlo blanco entre otros. En Alemania soy usual, una más.

En Alemania sólo es vejado quien veja, es decir quien excede —


exteriormente — los límites que le han asignado: de tiempo o de
espacio. Así, por ejemplo, cuando toco la flauta dentro de mi
habitación después de las diez, excedo el límite de tiempo instituido
por la vida comunitaria, y de ese modo vejo a mi vecino, en el
sentido más literal, impido (acorto) su sueño. — ¡Aprende a tocar en
silencio!
A mí, que siento una apasionada indiferencia por lo exterior, en
Alemania me sobra espacio.

En Alemania me seduce el ordenamiento (es decir, el


simplificamiento) de la vida exterior — lo que no existe ni existió
nunca en Rusia. Enrollaron la vida cotidiana y la metieron en un
cuerno de carnero — subordinándose plenamente a ella.

In der beschränkung zeigt sich erst der Meister,


Und das Gesetz nur kann uns Freiheit geben —[207]

Ni un solo alemán vive en esta vida, pero su cuerpo obedece.


¡Ustedes toman la obediencia de los cuerpos alemanes por
esclavitud de las almas germanas! ¡No hay alma más libre, más
rebelde, más altiva! Son hermanos de los rusos, pero son más
sabios (¿mayores?) que nosotros. La lucha ha sido íntegramente
transportada de la plaza del mercado a las alturas del espíritu. Ellos,
aquí, no tiene necesidad de nada. De ahí su sumisión. Ponerse un
límite aquí para dominar sin límites allá. No tienen barricadas, pero
tienen sistemas filosóficos que hacen estallar el mundo, y poemas,
que lo receran.
Hölderlin, el poeta loco, treinta años seguidos se ejercita en un
clavecín mudo. Novalis, el vidente de espíritus, hasta el fin de sus
días está tras la rejilla de un banco. Ni Hölderlin en su prisón, ni
Novalis en la suya — languidecen. No la ven. Son libres.
Alemania — es yugo para los cuerpos y los campos Elíseos —
para las almas. Yo, debido a mi desmesura, necesito el yugo.

– ¿Y qué pasa con la guerra?


– Pues con la guerra — esto: no es Alexandr Blok — contra
Rainer Maria Rilke, sino ametralladora contra ametralladora. No es
Alexandr Scriabin — contra Richard Wagner, sino acorazado contra
acorazado. Si resultara muerto Blok — lloraría a Blok (a la mejor
Rusia), si resultara muerto Rilke — lloraría a Rilke (a la mejor
Alemania), y ninguna victoria, nuestra o suya, me consolaría.
– En la guerra nacional no siento nada, en la civil — todo.

– ¿Y qué pasa con las ferocidades alemanas?


– Pero yo me he referido a la Alemania cualitativa, no a la
cuantitativa. La calidad engendrada por la cantidad — eso es una
ferocidad. El hombre en soledad no es una fiera (no tiene por qué ni
contra quién). La ferocidad comienza con Caín y Abel, Rómulo y
Remo, es decir con al cifra dos. A partir de esta cifra falta de la
primera comunidad hasta los números de dos cifras y más — hay
una progresión catastrófica de ferocidades que se multiplican por mil
con cada unidad. (Acuérdense de su infancia y la escuela).
En una palabra: si «pour aimer il faut être deux», con más razón
— pour tuer[208]. (Adán podía amar simplemente el sol, a Caín, para
el asesinato, le hacía falta Abel).
Para el amor basta uno, para el asesinato hace falta otro.
Cuando a la gente, aglomerándola, la privan de rostro, primero
se vuelve rebaño, luego se vuelve — jauría.
Esperen, llegará el momento en que llorarán a la Alemania
heroica, como hoy a la Francia heroica y devastada. Hoy — la
catedral de Reims, mañana — la de Colonia: ¡las alturas le estorban
a nuestro siglo! No se trata del odio de los germanos por los galos,
de los galos por los germanos, se trata del odio del cuadrado — por
la púa, de lo plano — por lo agudo, de lo horizontal — por lo vertical.
Para mí la catedral de Reims es una herida más grande que para
ustedes: ¡en ella se consumó mi Juana! — y, en llorándola, lloro por
más cosas que ustedes: no a Juana de Arco, ni a Francia, – ¡al siglo
de las hogueras reemplazado por el siglo del cemento armado!
«Los alemanes nos regalaron a los bolcheviques». «Los alemanes
nos regalaron a Lenin en un vagón blindado[209]»…
En materia de regalos diplomáticos no soy una entendida, pero si
esto fuera verdad, — con la mano en el corazón — si hubiéramos
estado en su lugar y se nos hubiera ocurrido – ¿no habríamos
hecho lo mismo?
El vagón que trajo a Lenin – ¿no es el mismo caballo de Troya?
La política es sin duda una infamia, y de ella no se puede
esperar más que infamias. Con la ética – ¡a la política!
Que la infamia sea alemana o rusa — no veo la diferencia. Y
nadie la puede ver. Si la Internacional — no es un mal, el mal es
internacional.

Vous avez pris l’Alsace et la Lorraine,


Mais notre coeur, vous ne l’aurez jamais
Vous avez cru germaniser le plaine,
Mais malgré vous nous resterons français…[210]

Con esto crecí. (Ancianas institutrices francesas). Y para mí esto es


tan sagrado como «Wacht am Rhein[211]». Y esto en mí no discute.
La grande armonía de las cimas.

Pasión por cada uno de los países como si fuera el único — esto es
mi Internacional. No la tercera, la eterna.

Moscú, 1919
ÍNDICE ONOMÁSTICO

AJMÁTOVA, Anna (Gorenko, Anna Andréievna; 1889-1966):


poeta acmeísta rusa.
ALEXÉIEV, Volodia (Vladímir): actor del III Estudio, más tarde
Voluntario, que en 1920 desapareció sin dejar rastro.
ÁLIECHKA, Alia (véase Efrón, Ariadna Serguéievna).
ALIGHIERI, Dante (1265-1321): poeta italiano.
ANTOKOLSKI, Pável Grigórievich (1896-1978): poeta ruso,
traductor, ensayista, dramaturgo.

BALMONT, Konstantín Dmítrievich (1867-1942): célebre poeta


simbolista ruso.
BEATRICE (Portinari, Beatrice; 1266-1290): dama florentina
idealizada por Dante en su Vida Nueva.
BEETHOVEN, Ludwig van (1770-1827): compositor alemán.
BÉRANGER, Pierre-Jean de (1780-1857): poeta francés. 88.
BERNHARDT, Sarah (1844-1923): actriz francesa de teatro y
de cine.
BLOK, Alexandr Alexándrovich (1880-1921): poeta simbolista
ruso.
BONAPARTE, Napoleón (1769-1821).
BONIVARD, François de (1493-1570): historiador suizo.
BREZHKO-BREZHKÓSVSKAIA, Ekaterina (1844-1934).
BRION, Friederike (1752-1813).
BRIÚSOV, Valeri Yákovlevich (1873-1924): fundador del
simbolismo ruso, poeta y crítico literario.
BYRON, George Noel Gordon (1788-1824): poeta inglés.

CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro (1600-1681): escritor del


Siglo de Oro español.
CHARLES: anarquista.
CHÉJOV, Antón Pávlovich (1860-1904): escritor ruso.
CORDAY, Charlotte (Corday d’Armont, Marie-Anne-Charlotte;
1768-1793): noble francesa, asesina de J. P. Marat.

DÁNCHENKO, Vladímir Nemírovich (1858-1943): director de


teatro, dramaturgo, pedagogo.
DENIKIN, Antón Ivánovich (1872-1947): militar ruso, general,
uno de los dirigentes del movimiento blanco. Publicista y
autor de memorias.
DUMAS, Alexandre (hijo) (1824-1895): escritor y novelista
francés.
DZERZHINSKI, Félix Edmúndovich (1877-1926): fundador de la
policía política, la Cheká.
DZHUNKOVSKI, Vladímir Fiódorovich (1865-1938): militar,
gobernador de Moscú de 1913 a 1915.

ECKERMANN, Johann Peter (1792-1854): poeta y escritor


alemán.
EFRÓN, Ariadna Serguéievna (1912-1975): hija mayor de
Marina Tsvietáieva y Serguéi Efrón.
EFRÓN, Irina Serguéievna (1917-1920): hija menor de Marina
Tsvietáieva y Serguéi Efrón.
EFRÓN, Serguéi Yákovlevich (1893-1941): marido de Marina
Tsvietáieva.
ESENIN, Serguéi Alexándrovich (1895-1925): célebre poeta
campesino.

FABERGÉ, Karl Gustávovich (1846-1920): célebre joyero en


Rusia.
FLORIAN, Jean Pierre Claris de (1755-1794): literato francés.
FRANCE, Anatole (1844-1929): escritor francés.

GALINA, Glafira (pseudónimo de Glafira Einerling).


GAUTIER, Marguerite (véase Bernhard, Sarah).
GIPPIUS, Zináida Nikoláievna (1869-1945): escritora rusa del
Siglo de Plata.
GLINKA, Fiódor Nikoláievich (1786-1880): poeta ruso.
GOETHE, Johann Wolfgang von (1749-1832): escritor y poeta
alemán.
GÓGOL, Nikolái Vasílievich (1809-1852): escritor ruso.
GOLDMAN (familia).
GÓLTSEV, Serguéi: alumno de actuación en la Escuela de
teatro de Vajtángov.
GONTAUD BIRON, Armand Louis de (conde de Lauzun) (1747-
1793): aristócrata que apoyó la Revolución francesa y murió
en la guillotina durante el terror jacobino.
GORKI, Maxim (Peshkov, Alexéi Maxímovich) (1868-1936):
escritor ruso.

HEINE, Heinrich (1797-1856): poeta y ensayista alemán.


HERÓDOTO (484-425 a. C.): historiador.
HÖLDERLIN, Friedrich (1770-1843): poeta alemán.
HOLLIDAY, Sofia Evguénievna (1896-1935): actriz del teatro
Vajtángov de Moscú.
HUGO, Victor Marie (1802-1885): novelista y poeta francés.

IVÁN EL TERRIBLE (1547-1584): primer zar de Rusia.

JUANA DE ARCO (santa Juana de Arco; 1412-1431): heroína


nacional francesa.

KACHÁLOV, Vasili (1875-1948): actor.


KÁMENEVA, Olga (1883-1943): hermana de León Trotski,
funcionaria de asuntos culturales.
KANNEGISER, Leonid Ioakímovich (1896-1918): poeta y
traductor.
KAPLAN, Fanny (1887-1918): terrorista del Partido ejecutada el
5 de septiembre, sin haber sido juzgada.
KÉRENSKI, Alexandr Fiódorovich (1881-1970): político ruso.
KÉRZHENTSEV, Platón (1881-1940): hombre de estado,
militante comunista, periodista y colaborador de los
periódicos Zvezdá y Pravda.
KOLCHAK, Alexandr (1874-1920): jefe del ejército Blanco
durante la guerra civil (1918-1921).
KONENKOV, Serguéi (1874-1971): escultor soviético.
KORNÍLOV, Lavrenti Gueórguievich (1870-1918): General de
Infantería y Comandante en Jefe del Ejército ruso.

LAHMANN, Heinrich (1860-1905): médico alemán, pionero de


la medicina naturista.
LAMARTINE, Alphonse de (1790-1869): poeta francés.
LAS CASES, Emmanuel de (conde; 1766-1842): literato
francés.
LENAU, Nikolaus (1802-1850): poeta austríaco, autor de un
Fausto (1836).
LENIN (Uliánov, Vladímir Ilich); 1870-1924): líder revolucionario
ruso.
LEONARDO DA VINCI (1452-1519): pintor florentino.
LESKOV, Nikolái (1831-1895): conocido escritor ruso.
LEVIT.
LUIS XVI DE FRANCIA (1754-1793).
LUNACHARSKI, Anatoli (1875-1933): ideólogo, crítico e
historiador de la literatura.

MÁMONTOV, Konstantín Konstantínovich (1869-1920): jefe del


Ejército Blanco durante la guerra civil (1918-1921).
MANDELSTAM, Ósip Emílievich (1891-1938): poeta ruso.
MANN, Heinrich (1871-1950): escritor alemán.
MARAT, Jean-Paul (1743-1793).
MARÍA ANTONIETA DE FRANCIA (1755-1793).
MARÍA LUISA de Habsburgo-Lorena (1791-1847).
MARUSIA.
MASSALITINOV, Nikolái Ósipovich (1880-1961): director y actor
de teatro.
MAUPASSANT, Guy de (1850-1893): escritor francés.
MCHEDÉLOV, V. L. (1884-1924): pedagogo y director de teatro.
MILLER, Vatslav: jefe de la sección de información del
Comisariado para los asuntos de las nacionalidades, entre
1918 y 1920.
MOTTE-FOUQUÉ, Friedrich de la (1777-1843): escritor alemán.
MOZART, Wolfgang Amadeus (1756-1791): compositor
austriaco.

NEKRÁSOV, Nikolái Alexéievich (1821-1877): poeta ruso.


NIKÓN (Nikita Mínov).
NOVALIS (pseudónimo de Hardenberg, Friedrich Leopold,
baron de; 1772-1801): poeta del romanticismo alemán.

PEDRO EL GRANDE (1672-1725): zar.


PETRONIO (c. 14 o 27—c. 65 o 66): poeta latino.
PLATEN, August von (1796-1835): poeta, lingüista y erudito
alemán.
POE, Edgar Allan (1809-1849): escritor estadounidense.
POLÍCRATES (570 a. C.-522 a. C.): tirano de Samos.
PUGACHOV, Emilián (1742-1775): cabecilla de las guerras
campesinas rusas (1773-1775).
PUSHKIN, Alexandr Serguéievich (1799-1837): poeta ruso.
RACINE, Jean (1639-1699): poeta y dramaturgo francés.
RAZIN, Stepán (c. 1630-1671): jefe del levantamiento
campesino de 1670-1671 contra Pedro el Grande.
REDLIJ, Vera (1894-1992): actriz soviética.
RILKE, Rainer Maria (1875-1926): poeta austriaco.
ROLLAND, Romain (1866-1944): escritor francés.
ROSSOV, Nikolái Petróvich (1864-1945): actor y crítico teatral.
RÖVER, Reinhardt: conocido de infancia de Tsvietáieva.
RÓZANOV, Vasili (1856-1919): escritor y pensador religioso.
RUKAVÍSHNIKOV, Iván Serguéievich (1877-1930): escritor
ruso, poeta simbolista, traductor. En 1919 organizó en Moscú
el Palacio de las Artes, que cerró en 1921.

SAPUNOV, Nikolái Nikoláievich (1880-1924) pintor ruso,


miembro del grupo «La rosa azul».
SCHNECKENBURGER, Max (1819-1849): poeta alemán.
SCHWAB, Gustav (1792-1850): escritor alemán.
SCRIABIN, Alexandr (1871-1915): compositor y filósofo ruso,
extraordinario pianista, venerado entre otros poetas por Borís
Pasternak.
SERIOZHA, Seriózhenka (véase Efrón, Serguéi Yákovlevich).
SHAKESPEARE, William (1564-1616): poeta y dramaturgo
inglés.
SHALIAPIN, Fiódor Ivánovich (1873-1938): cantante ruso.
SHASTNY, Alexéi Mijaílovich (1881-1918): almirante condenado
por el Tribunal revolucionario y fusilado.
SHELLEY, Percy Bysshe (1792-1822): poeta inglés.
SOLOGUB, Vladímir Alexándrovich, conde (1813-1882):
escritor ruso.
SÓNIECHKA (véase Holliday, Sofia Evguénievna).
STAJÓVICH, Alexéi Alexándrovich (1856-1919): actor y
profesor.
STANISLAVSKI, Konstantín (1863-1938): director, actor,
pedagogo y teórico de teatro.
STEKLOV, Yuri (1873-1941): hombre de estado, militante
comunista, publicista y secretario de redacción de Izvestia
(1917-1925).

TAYOUX, Ben (pseudónimo de Frédéric Bentayoux; 1840-


1918): compositor.
TENNYSON, Alfred (1809-1892): poeta inglés romántico.
TIÚTCHEV, Fiódor Ivánovich (1803-1873): poeta ruso.
TOLSTÓI, Lev Nikoláievich (1828-1910): escritor ruso.
TRETIAKOV, Pável Mijaílovich (1832-1898): coleccionista de
arte y mecenas ruso, fundador de la galería Tretiakov en
Moscú.
TROTSKI, León (Bronstein, Lev Davídovich; 1879-1940): líder
revolucionario ruso.
TSETLIN (señora).
TSYGANOV, Nikolái.
TUMARKIN, R. S. (hermano de la señora Tsetlin).
TURGUÉNIEV, Iván Serguéievich (1818-1883): novelista ruso.

UHLAND, Ludwig (1787-1862): poeta lírico alemán.


URITSKI, Moiséi (1873-1918): jefe de la Cheká asesinado el 30
de agosto de 1918.

VAJTÁNGOV, Evgueni Bagratiónovich (1883-1822): actor y


director de teatro ruso.
VARLÁMOV, Alexandr (1801-1848): compositor.
VILLEMER, Gaston (pseudónimo de Germain Girard; 1847-
1892): letrista francés.
VOLOSHIN, Maximilián Alexándrovich (1877-1932): pintor y
poeta.
VRÚBEL, Mijaín Alexándrovich (1856-1910): pintor ruso.

WAGNER, Richard (1813-1883): compositor alemán.


WALDTEUFEL, Émile (Charles Émile Lévy; 1837-1915):
compositor francés de música popular.
WILHELM, Karl: músico. En 1854 puso música al poema de
Max Schneckenburger «La guardia junto al Rin».

ZHUKOVSKI, Vasili Andréievich (1783-1852): poeta romántico


ruso.
ZVIAGUÍNTSEVA: actriz.
MARINA TSVIETÁIEVA (Moscú, 1892 - Yelábuga, 1941) es, con
Ajmátova, Esenin, Maiakovski, Pasternak y Mandelshtam, una de
las figuras cumbres de la Edad de Plata de la literatura rusa. A los
18 años publicó Album vespertino, al que siguieron Linterna Mágica,
Extractos de dos libros, Verstas, El espíritu cautivo, Poesía para
Blok y Noches florentinas. El exilio la condujo a Berlín, Praga y
París. En Praga escribió en 1924 dos de sus obras fundamentales,
Poema de la montaña y Poema del fin, e inició con Ariadna su
trilogía trágica La ira de Afrodita; y en París, a donde se trasladó en
1925, Enviado del mar, Tentativa de habitación, Poema de la
escalera, Verano, Después de Rusia y Poemas a Chequia, además
de ensayos como El poeta y la crítica, El poeta y el tiempo, El arte a
la luz de la conciencia y Ensayo sobre Goncharova. Sin embargo, la
decisión de regresar a la Unión Soviética en junio de 1939 la sumió
en una desesperación sin horizontes: su hermana menor, Anastasia,
fue deportada a un campo de concentración e idéntica suerte corrió
poco después su hija Ariadna. Entre tanto, su hijo Mur, con apenas
17 años, había sido destinado tras la invasión nazi a una brigada de
detección de minas, y su marido, detenido y condenado a muerte.
En 1941 puso fin a su vida.
Notas de la traductora
[1]Alumnos de las academias militares. Los Junkers organizaron un
levantamiento antisoviético el 11 de noviembre de 1917 en
Petrogrado. Serguéi Efrón había ingresado en la academia para
oficiales de Moscú a comienzos de 1917 y durante la Revolución
servía en el 56º regimiento que defendía el Kremlin contra las tropas
bolcheviques. <<
[2] Periódico que pertenecía al partido de los socialistas-
revolucionarios. Después de la Revolución de febrero los SR junto
con los mencheviques tenían la mayoría en los soviets y formaron
parte del gobierno provisional. <<
[3] Seriózhenka, Seriozha, diminutivos de Serguéi. <<
[4]Emilián Pugachov, es uno de los personajes más queridos de
Tsvietáieva. De él habla exhaustivamente en su libro Pushkin y
Pugachov (1937). Pugachov exhortaba en sus manifiestos a que se
entregara la tierra a los campesinos, se liquidara el régimen feudal y
se acabara con la nobleza y los funcionarios zaristas. Fue ejecutado
en Moscú en 1775. <<
[5] ‘La pajarera’. <<
[6]Voloshin era amigo cercano de Marina Tsvietáieva. Cuando salió
Álbum vespertino (1910), el primer poemario de Tsvietáieva, él hizo
una crítica muy elogiosa. Voloshin tenía en Koktebel (Crimea) una
casa abierta a los jóvenes artistas y escritores. Al enterarse de su
muerte, Tsvietáieva le dedicó el bello ensayo Viva voz de vida
(1933). <<
[7] Pueblo de Crimea de población tártara. <<
[8]
Ayuno de treinta días que tienen los musulmanes en el mes de
ramadán. <<
[9]Organizadora y líder del Partido Social-Revolucionario. Participó
en la revolución de 1905. La prensa burguesa la llamaba «la abuela
de la Revolución rusa». A partir de 1919 se convirtió en emigrante
blanca. <<
[10]Tsvietáieva se refiere, probablemente, a un trabajador de los
ferrocarriles. Vikzhel era el comité ejecutivo panruso del Sindicato
de los ferrocarriles (agosto 1917 — enero 1918. Adoptó una
posición contrarrevolucionaria. <<
[11] Cita del cuento en verso de Alexandr Pushkin El zar Saltán. <<
[12]
Se refiere a una dama que ha sido condecorada con una orden.
En Rusia, con la orden de Santa Catalina. <<
[13] Medida de peso equivalente a 16,38 kg. <<
[14]Así se llamaba la Guardia que creó Iván el Terrible y que utilizó
en la lucha contra los boyardos. <<
[15] Kolka, Kolia, diminutivos de Nikolái. <<
[16]Sóviet significa ‘consejo’. El ángel del Gran Consejo: Cristo,
representado en los iconos bajo la forma de un serafín alado. <<
[17]
Personaje principal de Las almas muertas (1842) de Nikolái
Gógol. <<
[18] Indumentaria masculina típica del Cáucaso. <<
[19] ‘Intercambio’. <<
[20] Medida rusa equivalente a 0,71 metros. <<
[21] Katka, Katia, diminutivos de Ekaterina. <<
[22]El 8 de julio se celebra la aparición del icono milagroso de la
Virgen de Kazán, y el 22 de octubre, la liberación de Moscú en
1612, por intermedio de la Virgen, del sitio de los Polacos. <<
[23]
Sólo las campesinas usaban collares hechos de perlas de ámbar
en bruto. <<
[24]En una de las separatas de la primera publicación de este texto,
Tsivetáieva escribió en el margen: «Lo mismo — palabra por palabra
— vingt ans après en abril de 1938 —en París. M. Ts.». <<
[25]Barrio histórico de Moscú que se encuentra en la orilla derecha
del río Moscú, al sur del Kremlin, y que en la literatura rusa ha
figurado siempre como el barrio de los comerciantes. <<
[26] Así se designaba a los campesinos que poseían extensas
tierras, en oposición al labriego pobre. Los kulaks fueron eliminados
durante el periodo de la colectivización de la agricultura. <<
[27] ‘Justo en el medio’. <<
[28] La casa de los Kannegiser era uno de los principales centros
literarios de Petrogrado. Tsvietáieva lo frecuentó durante el viaje que
hizo a esta ciudad en 1916, y lo recuerda en su ensayo Una velada
de otro mundo (1936). <<
[29]Iniciales de Chezvychánaia Komissia, Comisión Extraordinaria
para la lucha contra la contrarrevolución y el sabotaje, que entre
1918 y 1922 dirigió F. Dzerzhinski. <<
[30]El 30 de agosto de 1918, en Moscú, Lenin fue gravemente
herido pro Fanny Kaplan. <<
[31]Stenka Razin es héroe de infinitas leyendas y canciones
populares, siempre fue una de las figuras predilectas de Marina
Tsvietáieva. <<
[32]
Tsvietáieva conoció a Esenin en Petrogrado, y habla de él en su
ensayo Una velada de otro mundo. <<
[33]Se refiere a la canción popular rusa «De la isla al río profundo»
en la que cuenta la historia de cómo Stenka Razin lanzó a su
amada, una princesa persa, al Volga, como un regalo «Del Cosaco
del Don». <<
[34] Cita inexacta del poema Moscú (1840) de Fiódor Glinka. <<
[35] Campanario del Kremlin. <<
[36]
Orden rusa que se otorgaba como una condecoración a quienes
sobresalían por su valor en el combate. <<
[37] Poesías del ciclo Campamento de cisnes (1917-1921). <<
[38] Así llamaban los rusos a San Petersburgo. <<
[39] Del poema de Tsvietáieva «Stenka Razin» (1917). <<
Nombre de la letra Ѣ, que fue excluida del alfabeto ruso después
[40]

de la reforma ortográfica de 1917-1918, por la que Tsvietáieva


sentía especial apego. <<
[41]
Cuenta la leyenda que la ciudad de Kítezh fue tragada por las
aguas de un lago durante una invasión tártara a Rusia. <<
[42]Alusión al barrio moscovita alrededor de la plaza Jitrovka,
entonces un lugar peligroso y de mala muerte. <<
[43]Célebre sobre todo por sus interpretaciones de Borís Godunov
en la ópera del mismo nombre de Músorgski, de Iván el Terrible en
La mujer de Pskov de Rimski Kórsakov y de Susanin, en La vida por
el Zar de Glinka. <<
[44]Tsvietáieva escribió en uno de los márgenes: «Releído y
corregido veinte años más tarde, en vísperas de otro “libre tránsito”.
M. Ts. 65 rue J. B. Potin (una ruina), el 14 de mayo de 1938». <<
[45] Comisariado popular para los asuntos de las Nacionalidades. <<
[46]Se trata de la casa del conde Sologub en Moscú. Tolstói se
inspira en esa casa para describir la de la familia Rostov en Guerra
y paz. Ahí tuvo su sede la Unión de Escritores. <<
[47]Se refiere a los colonos alemanes, búlgaros y griegos llegados
para repoblar Crimea, abandonada por muchos de sus habitantes
tártaros. <<
[48] ‘Orgullosa de morir como una reina de Francia’. <<
[49]Periódico del Partido comunista bolchevique que se publicó
durante 1918 y 1919. <<
[50] Pescado del mar Caspio que se vende seco. <<
[51]Heroína de la novela de Tolstói Guerra y paz. Natasha es
diminutivo de Natalia. También la mujer de Pushkin se llamaba
Natalia. <<
[52]Forma de dependencia de los campesinos que no podían
abandonar la tierra en la que vivían, encontrándose sometidos al
poder administrativo y judicial del señor feudal. En Rusia fue abolido
gracias a la reforma campesina de 1861. <<
[53]
Inmortalizado por Byron en su poema El prisionero de Chillon
(1816). <<
[54] Medida rusa equivalente a 2.13 metros. <<
[55] Canción popular. <<
[56] Cuadro de Vrúbel. <<
[57]
Fundada en Moscú en 1856 por Pável Tretiakov, hoy es el
museo de pintura rusa más importante del mundo. <<
[58] Mercado de los cazadores. <<
[59]Así se llamaba a los estudiantes que se vestían con elegancia,
muchas veces pertenecientes a la aristocracia y hostiles a la
juventud progresista. <<
[60]
Verso final de Historia de un versificador (1818) de Alexandr
Pushkin. <<
[61]‘¡Espera, niño, mañana! Y luego otra vez mañana… | Y luego
siempre mañana… Creamos en el futuro. | ¡Espera! Y cada vez que
se levante la aurora | Estemos ahí: y roguemos como Dios que nos
bendiga | Quizá…’. [Traducción de Francisco Segovia]. En realidad
se trata del poema (citado de memoria y con alguna variación) de
Victor Hugo, Espoir en Dieu (1834), tomado de sus Chants du
crépuscule. <<
[62] ‘Un beso… ¡en la frente! Un beso – ¡aun en sueños! | Mas de mi
triste frente el fresco beso escapa… | Mas jamás del verano
regresará la savia, | Mas jamás la alborada abrazará a la noche— ||
¡Un beso… en la frente! Mi ser entero tiembla, | tal si mi sangre
fuera a remontar su curso… | Niña, jamás a nadie le cuentes lo que
sueñas | Y no sueñes jamás —o sueña siempre, siempre…’.
[Traducción de Francisco Segovia]. La estrofa citada, de modo
aproximativo, esta vez sí de Lamartine. Está tomada de sus
Nouvelles Méditations poétiques. <<
[63]Del árabe Al-Manzor que significa el invencible. Era el título
aplicado por los musulmanes a sus grandes caudillos militares. Es
también un drama de Heine de 1823. <<
[64]
Así se conoce comúnmente el periódico cuyo nombre completo
es Novedades de los soviets de diputados del pueblo de la URSS.
Fundado en 1917, fue el órgano oficial de la Presidencia del Sóviet
Supremo de la Unión Soviética. <<
[65] Comité central ejecutivo. <<
[66]Después de la Revolución de octubre Kornílov se convirtió en
uno de los organizadores del Ejército blanco de voluntarios. Murió
en combate. <<
[67] ‘Comisario de policía’. <<
[68] Tsvietáieva le dedica el ensayo Un héroe del trabajo (1925). <<
[69]Tsvietáieva y Mandelstam se conocieron en Koktebel, en la casa
de Max Voloshin durante el verano de 1915. En 1916 su amistad se
estrechó y en más de una ocasión ambos poetas se encontraron
tanto en Moscú como en Petersburgo. Tsvietáieva le dedica el
ensayo Una dedicatoria. <<
[70] ‘El amor no es ni alegre ni tierno’. <<
[71] Poesía de Glafira Galina (pseudónimo de Glafira Einerling). <<
[72] Verso de un poema de Fiódor Tiútchev. <<
[73]Miembro del movimiento escénico en el III Estudio de Teatro de
Arte de Moscú. Sirvió de modelo a Tsvietáieva para la creación de
Casanova, protagonista de su obra de teatro El fénix (1919).
Aparece también en La historia de Sóniechka, escrito en 1937 y
dedicado a la joven actriz Sofia Holliday. <<
[74] La nodriza. <<
[75]Abreviación de Mezhdunaródnaia organizatsia po najozhdeniu
plennij i bezhentsev (Organización internacional para la búsqueda
de prisioneros y refugiados. Monplaisir es un plaacio en Peterhof. <<
[76]Obra de teatro de Marina Tsvietáieva escrita en 1919, cuyo
protagonista es el duque de Lauzun. <<
[77]De 1917 fue Comisario del pueblo para la Educación. En 1921,
Tsvietáieva logró que Lunacharski la recibiera en el Kremlin donde le
solicitó ayuda para sus amigos escritores que estaban en Crimea.
<<
[78]Nombre de una de las prisiones de Moscú en la que encerraban
e interrogaban a los prisioneros políticos. <<
[79]Amigo de Tsvietáieva. Con motivo de los treinta años de su
trabajo como poeta, Tsvietáieva le dedica el artículo «A Balmont»,
que se publica en la revista Por caminos propios, en Praga, en
1925. <<
[80]
Un icono de la Virgen de Iversk se encuentra en la iglesia de la
Resurrección de Sokólniki, en Moscú. <<
[81] Es decir, el boulevard de la Pasión. <<
[82]
Creador de un nuevo método de actuación que significó un paso
muy importante en el desarrollo del realismo escénico y ha tenido
una enorme influencia en la historia del teatro universal. <<
[83]La callejuela Kamerguerski fue rebautizada en 1923 como
«pasaje del Teatro de Arte». <<
[84]
El anillo verde, obra de teatro de Zinaída Gippius escrita en
1916. <<
[85] ‘No hay saber vivir sin saber morir’. <<
[86] ‘No sólo está el saber vivir, también está el saber morir’. <<
[87] Título e un cuento escrito en 1777 por Vivian Denont. <<
[88] ‘Partida de defunción’. <<
[89] ‘Acta de abdicación’. <<
[90]
Tsvietáieva equivoca el apellido del actor y crítico teatral Nikolái
Petróvich Rossov. Fue N. O. Massalitinov quien leyó un poema (no
un artículo) dedicado a la memoria de Stajóvich. <<
[91] ‘Buen gusto, compostura, modales’. <<
[92] Hasta febrero de 1918, en Rusia se utilizaba el calendario
Juliano que difería ligeramente del calendario Gregoriano utilizado
en Occidente, y que es más exacto. Así, por ejemplo, en el siglo
XVIII la diferencia entre ambos estilos era de once días, en el siglo
XIX de doce y en el XX de trece. <<
[93] ‘Conversador’. <<
[94]En 1898, junto con Stanislavski, fundó el Teatro de Arte de
Moscú, que contribuyó enormemente en el desarrollo del teatro en
Rusia, introduciendo reformas tanto en el repertorio como en el arte
de la actuación y de la dirección. <<
[95]
Última estrofa de un poema de Tsvietáieva dedicado a la
memoria de Stajóvich, escrito en 1919, y que forma parte de
Campamento de cisnes. <<
[96]Por lo visto Tsviétaieva se refiere a la nota Dos palabras sobre el
teatro, publicada como prólogo de la autora para el libro Fin de
Casanova, Moscú, 1922. Traduzco a continuación dicha nota:

DOS PALABRAS SOBRE EL TEATRO


El teatro no favorece al Poeta
Y el Poeta no favorece al Teatro
No respeto el Teatro, no me siento atraída por el Teatro, no tengo en
cuenta al Teatro. El Teatro (ver con los ojos) siempre me ha parecido
un sostén para los pobres de espíritu, una garantía para los astutos
que pertenecen a la raza de Santo Tomás, que sólo creen lo que
ven, y más: lo que palpan. Una especie de alfabeto para ciegos.
Y la esencia del Poeta es – ¡creer en la palabra!
El Poeta, mediante su incapacidad innata para ver la vida visible,
ofrece la vida invisible (el Ser). El Teatro — finalmente — transforma
de nuevo esta vida invisible (este Ser) en vida visible, es decir, en
vida cotidiana.
Siempre he sentido el Teatro como una violencia.
El Teatro es una violencia a mi soledad con el Héroe, a la soledad
con el Poeta, a la soledad con el sueño — es como un tercero en un
encuentro amoroso.
Y lo que definitivamente constata que Heine y yo tenemos razón: en
los momentos de profunda conmoción — o alzas, o bajas, o cierras
los ojos.
—¡Pero usted escribe obras de teatro!
—No son obras de teatro, son poemas — es amor: son las mil y una
declaraciones de amor a Casanova. Esto es tan teatro como yo soy
— actriz.
Quien me conozca — sonreirá.
M. Ts. Moscú, octubre de 1921 <<
[97] Trabajó en el Teatro de Arte de Moscú. <<
[98]Autor de novelas como El clero de la Catedral, El ángel sellado,
En los cepos y de relatos de la vida del pueblo como Lady Macbeth
del distrito de Mtsensk. <<
[99]Poeta y ensayista alemán, uno de los escritores alemanes que
Tsvietáieva más quiso y admiró desde muy temprana edad. <<
[100]Actor del Teatro de Arte de Moscú, poseedor de una muy buena
cultura y un gran encanto. Fue famoso sobre todo por sus
interpretaciones de personajes de Chéjov y Gorki. <<
[101]
Tsvietáieva relata el momento central de la narración La dama
de picas Alexandr Pushkin (1834). <<
[102]
‘Fuerte como la muerte’, título de una obra de Guy de
Maupassant (1889). <<
[103] ‘Muerta’ y ‘e muda’. <<
[104] Poesía y verdad, título de la autobiografía de Goethe (1814). <<
[105] ‘Aquí conmemoro con veneración a un cierto X-Y-Z’. <<
[106] ‘Sabios excelentes’. <<
[107]
Diminutivo de Margarita, de quien Goethe estuvo enamorado en
su adolescencia. <<
[108]‘Besos no, es demasiado vulgar, pero el amor, ¡eso sí es
posible!’. <<
[109] Pueblo de Alsacia, patria de Friederike Brion. <<
[110]Era hija del pastor de Sessenheim. Goethe la amó con un amor
platónico en su juventud y le dedicó algunos de sus más bellos
poemas de amor. <<
[111] ‘Hijos naturales’. <<
[112]
Actualmente se llama Pushkin. Fue fundado en 1708, y a partir
de 1808 se convirtió en la residencia campestre de los zares. <<
[113]Todos son personajes de Las Almas Muertas (1842) de Nikolái
Gógol. Nozdriov es la encarnación del tramposo, Koróbochka, la de
la viuda estúpida, Manílov, del sentimental idiota y Chíchikov, del
estafador. <<
[114]
Alusión a un personaje «positivo» de la segunda parte (que
Gógol destruyó) de Las Almas Muertas. <<
[115]
Autor entre otras obras de Hojas muertas y Apocalipsis de
nuestro tiempo. <<
[116]
Sarah Bernhardt (Marguerite Gautier) en La dama de las
camelias (1852) de Alexandre Dumas hijo. <<
[117]Poesía de Tsvietáieva, escrita en 1917, que forma parte de su
libro Verstas. <<
[118]Fundado en Petersburgo en 1764, fue la primera institución
educativa de tipo cerrado para las hijas de los nobles. En los días de
la Revolución de Octubre, el Instituto Smoly se convirtió en el lugar
que albergaba el Estado Mayor de las fuerzas revolucionarias. <<
[119]
Cita de una poesía de 1915 que forma parte del ciclo «Bandada
blanca» de Anna Ajmátova. <<
[120] Hermine Lecomte du Nouy. <<
[121] ‘Las segundas nupcias son un adulterio póstumo’. <<
[122] ‘Oficio horizontal’. <<
[123]
‘Hombre’, en ruso. Palabra que comienza con las tres letras que
forman la palabra marido, muzh. <<
[124] Tsviétaieva amaba y admiraba la figura de Juana de Arco. <<
[125] ‘Por rencor’. <<
[126] ‘Con ésta me casaré’, ‘Por gratitud’. <<
[127]Autor de la obra El teatro de feria, del poema Los doce y de
ciclos de poesía como La venganza o Versos sobre una hermosa
dama. <<
[128]Cuenta Heródoto que cierto día Polícrates arrojó al mar un anillo
que, más tarde, fue encontrado en las entrañas de un pez,
agregando que tal fortuna era al mismo tiempo un presagio del triste
fin del tirano. <<
[129]
‘En el momento oportuno | En el lugar oportuno | La persona
oportuna | La palabra oportuna’. <<
[130]
De una poesía de Ósip Mandelstam escrita en 1912 y que
forma parte del ciclo La piedra. Versión castellana de Helena Vidal.
<<
[131]Grupos religiosos e iglesias en Rusia que no aceptaron las
reformas eclesiásticas del patriarca Nikon en el siglo XVII, y que se
oponían a la iglesia ortodoxa oficial. Hasta 1906, a los Viejos
Creyentes los perseguía la justicia zarista. <<
[132] ‘Ser’, ‘Parecer’. <<
[133] ‘Ojos’. <<
[134] ‘Vidrio’. <<
[135] ‘Toque de muertos’. <<
[136]En septiembre de 1917 Kérenski proclamó la República y se
erigió en jefe del gobierno provisional. Emigró después de la
Revolución de octubre. <<
[137] ‘Hazañas’. <<
[138] Mercado en Moscú. <<
[139]Tsvietáieva se refiere a la obra Stepán Razin y sus compañeros
del escultor Serguéi Konekov. <<
[140] «El vals de los patinadores» de Émile Waldteufel. <<
[141]Afluente del Volga. Tsvietáieva pasó los veranos de su infancia
en la dacha que la familia tenía a orillas del Oká. <<
[142]Durante una época estuvo muy cerca de Tsvietáieva. A ella
están dedicadas las Poesías a Sóniechka (1919) y La historia de
Sóniechka (1937), trad. Selma Ancira, México, Editorial del Fondo
Nacional para la Cultura y las Artes, 1999. <<
[143] ‘De los gorriones’. <<
[144]Antigua medida rusa de longitud que equivalía a 4.4
centímetros. <<
[145]
Población en las afueras de Moscú. En Kúntsevo se encontraba
el hospicio para niños al que Tsvietáieva llevó a sus dos hijas
durante el invierno de 1919 con la esperanza de salvarlas del
hambre. Allí murió Irina, la pequeña, en febrero de 1920. <<
[146] ‘En la nada’. <<
[147]
En San Petersburgo es uno de los museos de pintura más
importantes del mundo. Pero en Moscú es un teatro de verano. <<
[148] ‘Fresca como una rosa’. <<
[149] ‘Estación climática’. <<
[150]
Alusión a la célebre cerveza Bavaria Löwenbrau, la cerveza del
león. <<
[151] ‘El alma vuela’. <<
[152]En sus cantos, llenos de patriotismo, Uhland expresa su
aversión por el dominio napoleónico. <<
[153]Las obras de Nekrásov son un eco fiel de las ideas sociales y
los anhelos de su pueblo. <<
[154]
‘Todo pasa, todo cesa, todo pesa…’. [Traducción de Francisco
Segovia]. <<
[155] ‘Salvo la satisfacción de haber hecho lo que uno debía’. <<
[156]
‘Cuando usted mira a alguien, querida señora, eso suena como
la música’. <<
[157] ‘Señor Röver’. <<
[158] ‘Silencio, silencio, el señor ha muerto’. <<
[159] ‘Caja de pinturas’. <<
[160] ‘Excursión’. <<
[161] ‘Al campo, al azul. ¡Al cielo, aire santo!’. <<
[162] ‘El ciervo blanco’. <<
[163] Entre las razas (1907) de Heinrich Mann. <<
[164]‘Blonda muchacha que se hará mujer, | Pobre ángel que su
cielo ha de perder’. [Traducción de Francisco Segovia]. <<
[165] ‘¿Eso es lo que verdaderamente piensa usted?’. <<
[166] ‘¡Sí, es por alguien como usted que eso sucede!’. <<
[167] ‘Vendedor’. <<
[168] ‘Escolares’. <<
[169] ‘La tierra es redonda y nosotros jóvenes – ¡nos volveremos a
ver!’. <<
[170]Autor de Ondina, uno de los libros que Tsvietáieva más quiso en
su infancia. <<
[171] Autor de famosas baladas como «Svetlana» y «Liudmila». <<
[172]
‘Y yo les digo que vendrá un invierno, durante el cual en el
Norte, toda la nieve será de sangre’. <<
[173] ‘La ciega Matilde’. <<
[174] ‘Conozco un gatito maravilloso’. <<
[175]«El vestido rojo», canción rusa (1832), letra de Nikolái
Tsyganov, música de Alexandr Varlámov. <<
[176] ‘Del Águila’. ‘Del León’. <<
[177] ‘Del Cucú’. <<
[178] ‘Hostería del Ángel’. <<
[179] ‘¡Es todo un hombre!’. <<
[180] ‘¡Hay que ver en el mundo lo que quiere decir mandar!’. <<
[181]
J. P. Eckermann, Conversaciones con Goethe, trad. Rosa Sala
Rose, Barcelona, Acantilado, 2010. <<
[182]Siguió a Napoleón a Santa Helena, y escribió Memorial de
Sainte-Hélène, ou Journal où se trouve consigne, jour par jour, ce
qu’a a dit et fait Napoleón (1822-1823). <<
[183] Teoría del color, obra de Goethe escrita en 1810. <<
[184] Puente de los Herreros, una calle del centro de Moscu. <<
[185] Pieza del célebre joyero. <<
[186] ‘Agujas’. <<
[187]
«Amada Patria, puedes estar tranquila», estribillo de Die Wacht
am Rhein (La guardia junto al Rin), canción nacionalista escrita en
1840 y que fue el himno nacional alemán hasta 1922. <<
[188] ‘Padre Rin’. <<
[189] ‘Un roble sagrado’. <<
[190] ‘Ríos’. <<
[191] ‘Bosquecillos’. <<
[192]
Palabras formadas con la raíz Edel que significa ‘noble’: ‘piedra
preciosa’, ‘fruta selecta’, ‘gentilhombre’, ‘buen vino’, ‘generosidad’,
‘sangre azul’. <<
[193] ‘Exuberancia’. <<
[194] ‘El joven divino’. <<
[195] ‘Fuerza primitiva’. <<
[196]‘Fuente’, ‘documento original’, ‘tiempos primitivos’, ‘noche
primordial’. <<
[197]«Bisabuela, abuela, madre, y niño / Están juntos en la
habitación oscura», Gustav Schwab, La tormenta. <<
[198] ‘Dragón’. <<
[199] ‘Venganza’. <<
[200] Cantar de los Nibelungos. <<
[201] ‘País de los extravagantes’. <<
[202]Sonder indica ‘extravagancia’, ‘extrañeza’. Wunder indica
‘maravilla’, ‘prodigio’. <<
[203] ‘Hombres de la naturaleza’. <<
[204] ‘Contadoras de cuentos’. <<
[205] ‘Pequeño’. <<
[206] ‘Entusiasmarse’. <<
[207]
«Sólo en el limitarse se revela el Maestro | Y la ley sólo nos
puede dar la libertad», Goethe, Soneto (1802). <<
[208] ‘Para amar hacen falta dos’, ‘para matar’. <<
[209]
Se refiere al viaje que hizo Lenin en abril de 1917 de Zúrich a
Petrogrado, atravesando Alemania con consentimiento de los
alemanes, pero sin autorización de los aliados. <<
[210]‘Habéis tomado ya La Alsacia y La Lorena, | Mas nuestro
corazón jamás lo tomaréis. | Creéis germanizada nuestra tierra, |
Mas nuestro corazón será siempre francés…’. [Traducción de
Francisco Segovia]. Letra de Gaston Villemer y músicca de Ben
Tayoux (1871). <<
[211]
«Guardia junto al Rin», poesía de Max Schneckenburger,
compuesta en 1840. Karl Wilhelm le puso música en 1854. <<
Notas de la autora
[a] Hay otra en la plaza de Arbat. <<
[b]
Esa moda llegó después. En Rusia con el tifus, es decir, en 1919-
1920; en Occidente, en realidad no sé por qué, ni en relación con
qué, en 1923-1924. <<
[c]«Llegaron los bolcheviques — y ya no hubo ni pan ni harina» —
refrán moscovita de 1918. <<
[d]Todo el encuentro, menos unas pocas primeras palabras, fue a
solas. <<
[e] Jamás volví a verlo. <<
[f] Alia tiene cuatro años y medio. <<
[g]
Sólo más tarde comprendí: «tomado» es — por supuesto: «¡por
nosotros!». Si hubiesen sido los Blancos — habría sido
«entregado». <<
[h] Mi hermana. <<
[i] Que jamás existió. <<
[j] Poeta, alumno del estudio de teatro Vajtángov. <<
[k] Un director del II Estudio, hoy también fallecido. <<
[l] El primer local del Teatro de Arte. <<
[m]Omito lo que a continuación sigue sobre el teatro porque ya ha
sido publicado. <<
[n] En la obra, está enamorada del colegial. <<
[o] Una obra de teatro que no concluí y que se ha perdido. <<
[p] Poeta, alumno del estudio Vajtángov. <<
[q] El héroe de mi obra de teatro Fortuna. <<
[r] De ahí vengo yo — toda entera. <<
[s]
Lâcheté es una mezcla de cobardía y bajeza, no es únicamente
cobardía. <<

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