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En la página anterior: Murray Bookchin durante el Encuentro

Anarquista Internacional de Venecia, en 1984.


Murray Bookchin

La próxima revolución
las asambleas populares
y la promesa de la democracia directa

edición a cargo de
debbie bookchin y blair taylor
LICENCIA CREATIVE COMMONS
autoría - no derivados -
no comercial 1.0
Esta licencia permite copiar, distribuir, exhibir e interpretar este texto, siempre y cuando
se cumplan las siguientes condiciones:
Autoría-atribución: deberá respetarse la autoría del texto y de su traducción. Siempre habrá de
constar la autoría del texto y/o la traducción.
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Este libro tiene una licencia Creative Commons Attribution-NoDerivs-NonCommercial. Para
­consultar las condiciones de esta licencia puede visitarse: creativecommons.org/licenses/by-nd-
nc/1.0/ o enviar una carta a Creative Commons, 559 Nathan Abbot Way, Stanford, California
94305, ee. uu.
© 2015 de la obra, The Murray Bookchin Trust y Verso Books
© 2019 de esta edición, Virus Editorial

Título:
The next revolution. Popular assemblies & the promise of direct democracy (2015)

Edición y maquetación: Virus Editorial


Corrección ortotipográfica y de estilo: Carlos Marín Hernández
Traducción del inglés: Paula Martín Ponz
Diseño de colección: Silvio García-Aguirre y Pilar Sánchez Molina
Diseño de cubierta: Lídia Sardà y Miquel Costa Reimóndez

Primera edición en castellano: octubre de 2019

ISBN: 978-84-92559-96-1
Depósito legal: B-22676-2019

Virus Editorial i Distribuïdora, sccl


C/ Junta de Comerç, 18, baixos
08001 Barcelona
T. / Fax: 934 413 814
[email protected]
www.viruseditorial.net
ÍNDICE

Agradecimientos 11
Prólogo: Sobre el futuro de la izquierda
Ursula K. Le guin 13
Introducción, Debbie Bookchin y Blair Taylor 17

El proyecto comunalista 31

La crisis ecológica y la necesidad


de rehacer la sociedad 71

Política para el siglo xxi 87

El significado del confederalismo 117


Descentralización y autonomía 120
Los problemas de la descentralización 124
Confederalismo e interdependencia 128
La confederación como poder dual 132

Municipalismo libertario: la política


de la democracia directa 139

Las ciudades: el florecimiento


de la razón en la historia 157

Nacionalismo y «cuestión nacional» 173


Una perspectiva histórica 179
El nacionalismo y la izquierda 186
Dos enfoques a la cuestión nacional 195
El nacionalismo y la Segunda Guerra Mundial 197
Las luchas por la «liberación nacional» 198
Hacia un nuevo internacionalismo 202
En busca de una alternativa 209

El anarquismo y el poder
en la revolución española 213

El futuro de la izquierda 221

Bibliografía 283
Para Bea Bookchin.
Confidente, cómplice intelectual,
y amiga querida de Murray Bookchin
durante más de cincuenta años
Agradecimientos

Algunos de estos ensayos fueron publicados anteriormente en


otros lugares y nos gustaría reconocerlos como sigue: el ensayo
«La crisis ecológica y la necesidad de rehacer la sociedad» fue
escrito originalmente para una audiencia griega en 1992 y más
tarde se publicó en inglés bajo el título «The Ecological Crisis,
Socialism, and the Need to Remake Society» («La crisis ecológi-
ca, socialismo y la necesidad de rehacer la sociedad») en la revis-
ta Society and Nature, vol. 2, n.º 3, 1994. «Política para el siglo
xxi» fue un discurso emitido originalmente durante la Confe-
rencia Internacional sobre Municipalismo Libertario de Lisboa
en 1998. «El significado del confederalismo» se publicó origi-
nalmente en From Urbanization to Cities, Cassell, Londres, 1995.
«Municipalismo libertario: la política de la democracia directa»
se tituló al principio «Libertarian Municipalism: An Over-
view» («Municipalismo libertario: una perspectiva general») y
apareció en Green Perspectives, n.º 24, 1991. «Las ciudades: el
­florecimiento de la razón en la historia» se extrajo del artícu-
lo «Comments on the International Social Ecology Network
Gathering and the “Deep Social Ecology” of John Clark» publi-
cado en Democracy and Nature, vol. 3, n.º 3, 1997. «Nacionalismo
y “cuestión nacional”» se publicó por primera vez en Society and
Nature, vol. 2, n.º 2, 1994. «El anarquismo y el poder en la revo-
lución española» apareció en Communalism, n.º 2, 2002. Damos
las gracias sinceramente a Audrea Lim, Jacob Stevens, Mark

11
murray bookchin | la próxima revolución

Martin, y a todo el equipo de Verso por sus incansables esfuer-


zos a la hora de difundir el pensamiento radical. También quere-
mos agradecer la duradera dedicación a estas ideas de todos
aquellos que forman el Institute for Social Ecology. Por último,
a Jim Schumacher, que ha apoyado a Murray Bookchin y su tra-
bajo superando con creces el amor y la lealtad típicas de un yer-
no; su compromiso con las ideas y el legado de Murray fueron de
valor incalculable para la realización de este libro.

12
prólogo
Sobre el futuro de la
izquierda

«La izquierda», término significativo desde la Revolución fran­


cesa, adoptó una importancia más amplia tras el surgimiento
del socialismo, el anarquismo y el comunismo. En sus inicios,
la Revolución rusa instauró un Gobierno completamente de
izquierdas; los movimientos de izquierda y derecha quebraron
España en dos; los partidos democráticos en Europa y Nortea-
mérica se dividieron en dos polos; los caricatu­ristas progresis-
tas retrataban a sus oponentes como un gordo plutócrata con
un habano, mientras los reaccionarios estadounidenses de­
monizaron, desde 1930 y durante toda la Guerra Fría, a la «iz-
quierda comunista». La oposición izquierda/derecha, pese a
que a menudo adolece de una simplificación excesiva, durante
dos siglos fue muy útil para describir y recordar el equilibrio
dinámico de la sociedad.
En pleno siglo xxi seguimos usando estos términos, pero
¿qué queda de la izquierda? El fracaso del comunismo de Esta-
do, la silenciosa consolidación de cierto grado de socialismo en
los Gobiernos democráticos, y el implacable avance de la polí­
tica derechista impulsada por el capitalismo corporativo, han
hecho que parezca que gran parte del pensamiento progresista
haya quedado anticuado, repetitivo o ilusorio. Las ideas de la

13
murray bookchin | la próxima revolución

izquierda están marginadas, sus objetivos fragmentados y su ca-


pacidad para unirse está en tela de juicio. En particular en Esta-
dos Unidos, la deriva hacia la derecha ha sido tan fuerte que las
posiciones progresistas más elementales cargan, actualmente,
con el papel de espantajo terrorista que solía achacarse al anar-
quismo o al socialismo, de la misma manera que ahora los reac-
cionarios son considerados como los «moderados».
Así que, en un país que no ha hecho más que quedarse tuer-
to del ojo izquierdo y que intenta usar solo su mano derecha,
¿qué espacio queda para Murray Bookchin, un viejo radical
ambidiestro, que mira a través de ambos ojos? Creo que en­
contrará sus lectores. Hay muchas personas en busca de un
pen­samiento coherente y constructivo sobre el que basar sus
prácticas y acciones, una búsqueda que resulta frustrante. Las
aproximaciones teóricas que parecían prometedoras han aca-
bado siendo, como bien muestra el Partido Libertario, un ­dis­fraz
para los argumentos de Ayn Rand;1 las soluciones inmediatas y
efectivas para los problemas acaban demostrando, como puede
verse en el movimiento Occupy, que carecen de estructura y
capacidad para mantenerse a largo plazo.
Los gente joven, personas a las que esta sociedad engaña y
traiciona descaradamente, buscan un pensamiento inteligente,
realista y que se proyecte como alternativa a largo plazo. No
quieren otra ideología disparatada y aleccionadora, sino una hi-
pótesis de trabajo práctica, una metodología para retomar el
control de nuestro destino. Lograr ese control, que transforme
de manera profunda el conjunto de la sociedad, requerirá de una
revolución tan poderosa como la fuerza que pretende canalizar.
Murray Bookchin era un experto en la revolución no vio-
lenta. Reflexionó durante toda su vida acerca de los cambios

1. Alisa Zinóvievna Rosenbaum (1905-1982). Novelista y ensayista ruso-


norteamericana, bajo el pseudónimo de Ayn Rand, publicó varias novelas
que se han convertido en símbolos de los valores del individualismo
ultraliberal. Sus obras más conocidas son The fountainhead (Bobbs-Merrill
Company, 1943 [en castellano: El manantial, El Grito Sagrado, Buenos
Aires, 2005]), y Atlas Shrugged (Random House, 1957 [en castellano: La
rebelión del atlas, Deusto, Barcelona, 2019]). (N. de la E.)

14
prólogo

sociales radicales —en aquellos ya planteados y en los que


no— y en cómo prepararse mejor para ellos. Esta nueva colec-
ción de sus ensayos trasciende sus experiencias personales y
nos muestra el terrible futuro al que nos enfrentamos.
Los lectores impacientes e idealistas puede que lo encuen-
tren severo y, hasta cierto punto, incómodo, ya que no está
dispuesto a que los sueños de finales felices eclipsen la reali-
dad. Él no simpatiza con la pretensión de que la mera trans-
gresión sea acción política por sí misma: «La “política” del
desorden o el “caos creativo”, o la práctica ingenua de “tomar
las calles” (que no suele ser más que un festival callejero), de-
vuelve a sus participantes al comportamiento de una horda
juvenil». Aunque es cierto que esto es más aplicable al Verano
del Amor que al movimiento Occupy, no deja de ser una adver-
tencia a tener en cuenta en todo momento. Pero Bookchin no
es un gruñón puritano. Se declaraba anarquista la primera vez
que leí algo suyo y probablemente era el anarquista más elo-
cuente y reflexivo de su generación, sin que haya perdido su
sentido de amor por la libertad después de alejarse del anar-
quismo. Pero no quiere ver como esa alegría, esa libertad, se
derrumba una vez más entre las ruinas a causa de su propia y
eufórica irresponsabilidad.
Por último, hay algo que todas las corrientes de pensamien-
to político y social se han visto abocadas a confrontar: la
­irreversible degradación del medioambiente causada por el des­
controlado capitalismo industrial, una terrible realidad que la
ciencia lleva cincuenta años intentando que veamos, mientras
que la tecnología nos ofrecía distracciones cada vez mayores.
Todos los beneficios que la industrialización y el capitalismo
nos han brindado, todos los maravillosos progresos en conoci-
miento, salud, comunicación y confort, arrojan esa misma som-
bra. Todo lo que tenemos lo hemos obtenido de la tierra; y,
además de hacerlo cada vez más rápida y avariciosamente, lo
poco que le devolvemos o está envenenado o es estéril.
Pero no podemos detener el proceso. Una economía ca­
pitalista, por definición, vive del crecimiento. Como obser-
va Bookchin, «para el capitalismo desistir de su expansión

15
murray bookchin | la próxima revolución

irracional sería cometer su suicidio social» y, por tanto, hemos


escogido, en esencia, el cáncer como nuestro modelo de siste-
ma social.

El imperativo capitalista de crecimiento o muerte está


en abierta contradicción con el imperativo ecológico de la
interdependencia y los límites. Ambos imperativos no pue­
den seguir coexistiendo; como tampoco puede tener es­
peranza alguna una sociedad fundada en el mito de
que puedan ser reconciliados. O establecemos una socie­
dad ecológica o la sociedad se hundirá para todo el mun­
do, con indiferencia del estrato social al que pertenezcamos.

Murray Bookchin pasó una vida oponiéndose al rapaz ethos


capitalista de crecimiento o muerte. Los nueve ensayos de
La próxima revolución representan la culminación de esa labor:
el andamio teórico para una sociedad igualitaria, basada en la
democracia directa y ecológica, con un enfoque práctico sobre
cómo construirla. Realiza un análisis crítico de los fracasos pa-
sados de los movimientos de lucha social, revive la promesa de
la democracia directa y, en el último ensayo, nos dibuja un bos-
quejo esperanzador de cómo podríamos convertir la crisis
medioambiental en un momento de auténtica elección: una
oportunidad para trascender las paralizantes jerarquías de gé-
nero, raza, clase y nación; una oportunidad para encontrar una
cura radical para el mal radical que envenena nuestro sistema
social.
Su lectura me ha emocionado y me he sentido tan agradeci-
da como siempre que lo he leído. Es un auténtico hijo de la
Ilustración por su respeto por las ideas claras y la responsabili-
dad moral y en su búsqueda honesta e inflexible de una espe-
ranza realista.

Ursula K. Le Guin, 2015

16
Introducción

El mundo actual no se enfrenta a una única crisis sino a una serie


de crisis entrelazadas: económica, política, social y ecológica. El
nuevo milenio ha estado marcado por el aumento de la brecha
entre ricos y pobres, la cual ha alcanzado niveles de disparidad sin
precedentes, condenando a toda una generación a un panorama
de expectativas sombrías y deprimentes. En el plano social, la tra-
yectoria recorrida hasta ahora por el nuevo siglo ha sido igual de
sombría, en particular en el mundo en desarrollo, donde la vio-
lencia sectaria en nombre de la religión, el tribalismo y el nacio-
nalismo ha transformado regiones enteras en insufribles zonas
de guerra. Mientras tanto, la crisis ambiental ha empeorado a tal
ritmo que ha superado incluso los pronósticos más pesimistas. El
calentamiento global, el aumento del nivel del mar, la contami-
nación del aire, suelo y océanos y la destrucción de enormes ex-
tensiones de selvas tropicales se ha acelerado a un ritmo tan
alarmante que la grave catástrofe ambiental prevista para el
próximo siglo se ha convertido, en cambio, en la más apremiante
preocupación de esta generación.
Sin embargo, pese a estas crisis cada vez más graves, la lógi-
ca perversa del capitalismo neoliberal está tan arraigada que, a
pesar de su espectacular colapso en el 2008, la única respuesta
que parece posible ha sido más neoliberalismo: una deferencia
cada vez mayor hacia las élites corporativas y financieras, que

17
murray bookchin | la próxima revolución

defienden la privatización, los recortes de servicios públicos,


y dar rienda suelta al mercado como única salida. El prede­
cible resultado ha sido el desencanto y un aumento de la pér­
dida de derechos políticos y civiles, una política electoral
ca­rente de debate y reflexiones sustanciales —aunque con
una ­puesta en escena magistral—, ya sea en Argentina, Italia,
Alemania o los Estados Unidos. Aun así, mientras que las élites
políticas y económicas insisten en que «no hay alternativa» y
redoblan cínicamente la apuesta por mantener el statu quo de
la austeridad, activistas de todo el mundo desafían este pensa-
miento convencional con una nueva política, exigiendo una
forma de democracia más amplia. Desde Nueva York y El Cairo
a Estambul y Río, movimientos como Occupy Wall Street y el
de los indignados1 españoles han abierto un nuevo espacio de
lucha con una política emocionante que desafía las categorías
existentes, y que ataca tanto la desigualdad capitalista como las
limitadas democracias «representativas». Pese a que las voces y
las demandas son diversas, nacen de una raíz común que es el
desafío directo a la ética política actual en la que el ethos eco-
nómico y las políticas sociales de los Gobiernos electos (iz-
quierda, derecha o centro) han llegado a un consenso que se
limita a ajustar los márgenes sin cuestionar la obediencia al
mercado global capitalista. Estos movimientos han prendido la
mecha de una extendida excitación, atrayendo a encuentros
masivos a millones de participantes en todo el mundo, y han
encendido una vez más la esperanza de que de las calles surgirá
la llama de un nuevo movimiento social revolucionario.
A pesar de los momentos inspirados de resistencia, la democra-
cia radical forjada en las plazas, de Zuccotti a Taksim, todavía no
se ha corporeizado en una política alternativa viable. La emoción
y la solidaridad en el terreno aún no se han fusionado en una pra-
xis política capaz de eliminar el abanico actual de fuerzas represi-
vas y reemplazarlo por una nueva sociedad visionaria, igualitaria
y, lo que es más importante, posible. Murray Bookchin aborda

1. En castellano en el original. (N. de la T.)

18
introducción

directamente esta necesidad, ofreciendo una visión transforma-


dora y una nueva estrategia política para una sociedad verdadera-
mente libre, un proyecto que él llamó «comunalismo».
Bookchin, prolífico autor, ensayista y activista, dedicó su
vida al desarrollo de un nuevo modelo de política de izquierdas,
que tenga en cuenta tanto las preocupaciones del movimiento
como los distintos problemas sociales a los que se enfrenta. El
comunalismo va más allá de la crítica y proporciona una visión
reconstructiva de una sociedad diferente en sus cimientos, ba-
sada en la democracia directa, anticapitalista, ecológica y opues-
ta a todas las formas de dominación, que materialice la libertad
en las asambleas populares unidas en confederación. Rescatan-
do al proyecto revolucionario de la corrupción del autoritaris-
mo y del supuesto «fin de la historia», el comunalismo pro­mueve
una política audaz que pase de la resistencia a la transforma-
ción social.
Con el uso del término comunalismo, Bookchin —después
de seis décadas de experiencias como activista y teórico— le da
significado a una filosofía del cambio social conformada tras
toda una vida de militancia en la izquierda. Nacido en 1921, se
­radicalizó a la edad de nueve años, cuando se unió a los Young
Pioneers (Jóvenes Pioneros), la organización juvenil comunis-
ta en Nueva York. Se convirtió al trotskismo a finales de los
años treinta y, a partir de 1948, pasó una década en el grupo
socialista libertario Contemporary Issues, que había abando-
nado la ­ideología marxista ortodoxa. A finales de la década de
1950, co­menzó a desarrollar su pensamiento teniendo en cuen-
ta la im­por­tancia de la degradación ambiental como síntoma
de los arraigados problemas sociales. El libro de Bookchin
­sobre este tema, Our Synthetic Environment, se publicó seis me-
ses antes de Una primavera silenciosa de Rachel Carson, mien-
tras que su folleto seminal, de 1964, Ecology and Revolutiona­ry
Thought, introdujo en la nueva izquierda el concepto de eco­­
logía como catego­ría política. Este ensayo que sintetizaba
de ­manera innovadora y sorprendente anarquismo, ecología y
des­cen­tralización, fue el primero en relacionar la lógica capita-
lista de crecimiento o muerte con la destrucción ecológica del

19
murray bookchin | la próxima revolución

planeta, a la vez que mostraba una comprensión profunda e in-


novadora por el impacto del capitalismo tanto en el entorno
natural como sobre las relaciones sociales. En 1968, «Post-Scar-
city Anarchism» reformuló la teoría anarquista de cara a una
nueva era, proporcionando un marco de trabajo coherente para
la reorganización de la sociedad sobre unas bases ecoanarquis-
tas. Al ver que la orga­­ni­zación Students for a Democratic Socie-
ty (sds)2 estaba im­plo­sionando y se hundía en el sectarismo
marxista, Bookchin distribuyó su panfleto «¡Escucha marxis-
ta!» durante la convención final del sds en 1969, en el que criti-
caba el regreso al marxismo dogmático por parte de algunas de
sus facciones. Abogaba por una política anarquista alternativa
de democracia directa y descentralización, ideas que acabaron
sepultadas entre los escombros de la desmoronada organiza-
ción pero que tuvieron su eco en movimientos que más tarde
dominarían la perspectiva de la izquierda. Sus ensayos de este
periodo, publicados originalmente en la revista Anarchos por un
grupo de Nueva York que Bookchin cofundó a mediados de la
década de 1960, se recopilaron en una antología en 1971, El
anarquismo en la sociedad de consumo, un libro que ejerció una
profunda influencia en la nueva izquierda y que se convirtió en
un eje clásico en la articulación del anarquismo del siglo xx. Au-
tor de veintitrés obras de historia, teoría política, filosofía y es-
tudios sobre urbanismo, Bookchin se basó en una rica tradición
intelectual que iba de Aristóteles, Hegel y Marx a Karl Polanyi,
Hans Jonas y Lewis Mumford. En su obra principal, La ecología
de la libertad (1982), trazó el desarrollo de las raíces históricas,

2. Students for a Democratic Society, fue creado en 1962: «Su manifiesto


de presentación, el “Port Huron Statement”, rechazaba los sistemas
opresivos de la vida estadounidense —racismo, corporaciones, la Gue­
rra Fría, la carrera nuclear, el poder de la élite y el complejo mili­tar-
industrial— a favor de una “nueva política ética”, con amplios ob­je­
tivos morales y sociales» (Janet Biehl: Ecología o catástrofe. La vida de
Murray Bookchin, trad. Paula Martín Ponz, Virus, Barcelona, 2017, p.
180). Más adelante el grupo se convertiría en campo de batalla entre
partidos de la izquierda radical maoísta y otro grupo heterogéneo que
agrupaba sectores castristas y tercermundistas (p. 258).

20
introducción

antropológicas y sociales de la jerarquía y la dominación y sus


implicaciones y efectos en nuestra relación con el mundo na-
tural, en una teoría amplia y comprehensiva que denominó
«ecología social». Cuestionó e influyó a todas y cada una de las
figuras relevantes de esa época, desde Noam Chomsky y Her-
bert Marcuse hasta Daniel Cohn-Bendit y Guy Debord.
En 1974, Bookchin cofundó en Vermont el Institute for So-
cial Ecology (ise), un proyecto educativo excepcional en el que se
ofrecían clases de teoría política, historia radical, e iniciativas
ecológicas prácticas como la agricultura ecológica y la energía so-
lar. Fue una influencia importante para la imbricación de las di-
ferentes tendencias de la acción no violenta, el pacifismo, el
feminismo radical y la ecología, que componían los nuevos movi-
mientos sociales de finales de las décadas de 1970 y 1980. A partir
de las diferentes facetas de su propio pasado militante, aprove-
chó su aprendizaje y experiencias como agitador callejero juve-
nil, delegado sindical de un taller de automoción, acti­vista por los
derechos civiles y organizador del core,3 de­­sem­peñando un papel
central en la Clamshell Alliance4 y en la formación de la Left

3. Congress of Racial Equality. Organización de defensa de los derechos


de la población afroamericana, fundada en 1942. Según apunta Janet
Biehl, el core «utilizaba la resistencia no-violenta de inspiración cuá­
quera y gandhiana en su lucha contra la segregación racial sureña […]
había ayudado a organizar las Marchas por la Libertad, en las que ne­
gros y blancos se unían para ir juntos en los autobuses interestatales, y
por lo que fueron apaleados por supremacistas blancos en Ala­ba­
ma». Bookchin se uniría a la organización en 1964. Ecología o catás­
trofe, op. cit., p. 195. (N. de la E.).
4. La Clamshell Alliance fue una red antinuclear fundada en julio de 1976,
a raíz de la aprobación de una central nuclear en la ciudad de Seabrook
(Nueva Hampshire). Formada por colectivos de diferentes localidades
de Nueva Inglaterra, que funcionaban como grupos de afinidad basados
en la acción no-violenta y las decisiones asamblearias y consensuadas.
Entre 1976 y 1977, la red se dotó de una estructura organizativa: «Crea­
ron un Coordinating Committe (cc), consistente en representantes de
diferentes regiones de Nueva Inglaterra. Pero el cc no estaba autorizado
para tomar decisiones». Según Janet Biehl, «Bookchin se les unió con
entusiasmo y con grandes expectativas» (Ecología o catástrofe, op. cit., pp.
368-369). (N. de la E.)

21
murray bookchin | la próxima revolución

Green Network.5 En su libro Political Protest and Cultural Revolu­


tion: Nonviolent Direct Action in the 1970s and 1980s, Barbara
Epstein atribuye a Bookchin la introducción del concepto de gru-
pos de afinidad y la popularización de la teoría crítica europea de
Theodor Adorno y Max Horkheimer. Sus ideas de democracia
participativa, directa, asambleas generales y confederación fue-
ron adoptadas como líneas organizativas y de toma de decisiones
básicas por gran parte del movimiento antinuclear mundial y más
tarde por el movimiento antiglobalización, que las utilizaron para
asegurar que los procesos internos de toma de decisiones de la or-
ganización eran democráticos. Bookchin también se reunió y
mantuvo correspondencia con líderes de Los Verdes alemanes
y fue una voz clave en el debate entre los realo y los fundi acerca de
si Los Verdes deberían seguir siendo un movimiento indepen-
diente o convertirse en un partido convencional. Su obra tuvo un
alcance global y ha sido traducida y reeditada extensamente en
toda Europa, América Latina y Asia.
En las décadas de 1980 y 1990, Bookchin fue un interlo­cutor
clave para teóricos como Cornelius Castoriadis y un co­la­borador
frecuente de la influyente revista Telos. Mantuvo encendidos y
fructíferos debates con destacados pensadores del ecologismo
como Arne Ness y David Foreman. Mientras tanto, el Instituto
de Ecología Social siguió desempeñando un papel importante
en el movimiento antiglobalización surgido en Seattle en 1999,
y se ha convertido en un espacio para la reflexión activista al
tiempo que aboga por la democracia directa y el anticapitalismo

5. «Murray Bookchin y Howie Hawkins colaboraron en la fundación de


la Left Green Network (lgn) como una alternativa radical a los liberales
verdes estadounidenses. Donde la mayoría de los verdes querían un parti­
do convencional, la lgn pidió que se continuara con los verdes como un
movimiento descentralizado. Donde la corriente mayoritaria de los verdes
buscaba integrarse al sistema existente, la lgn lo rechazaba y proponía su
reemplazo por una confederación de asambleas demo­cráticas. Donde la
ma­yoría de los verdes se centraron en cuestiones am­bientales, la lgn
insistió en que las cuestiones ambientales eran inse­parables de las cues­
tiones de justicia social». Janet Biehl: «The Left Green Network (1988-
1991)», bit.ly/325Ldcr (última consulta: julio del 2019). (N. de la E.)

22
introducción

en contraste con el discurso reformista, anticorporativo, de mu-


chas ong, además de poner sobre la mesa una variedad de inicia-
tivas de izquierda libertarias y ecológicas. Pero a mediados de la
década de 1990, las tendencias conflictivas de algunas corrien-
tes del anarquismo que abogaban por el primitivismo, políticas
individualistas y la aversión a la organización empujaron a
Bookchin, en un principio, a intentar recuperar un anarquismo
social antes de acabar rompiendo de manera definitiva con la
tradición anarquista en su conjunto. Bookchin pasó los últimos
quince años de su vida, antes de morir en el 2006, trabajando en
un profundo estudio de la historia revolucionaria, que com-
prendía cuatro volúmenes y que se llamó The Third Revolution.6
En esta obra, a partir de la reflexión de toda una vida en la iz-
quierda, desarrollaba sagaces conclusiones y análisis del ­fracaso
a la hora de lograr un cambio social duradero por parte de los
movimientos revolucionarios, desde levantamientos campesi-
nos a las insurrecciones modernas. A partir de estas reflexiones
e ideas estructuró una nueva perspectiva política, con la que
esperaba evitar las trampas del pasado y que con­dujese a una
praxis emancipadora: el comunalismo.
Durante este periodo Bookchin publicó muchos de los ensa-
yos contenidos en esta obra, en los que elaboró formalmente el
concepto de comunalismo y su dimensión política concreta:
el municipalismo libertario. La política comunalista ofrece una
esca­patoria al punto muerto en el que se encallan las tradicio-
nes anarquista y marxista, y proporciona un posicionamiento
obviado por los recientes debates entre Simon Critchley y
Slavoj Žižek. Desde dicho posicionamiento rechaza tanto la
falta de aspiraciones y valentía de la política meramente de-
fensiva de Critchley al tiempo que critica la obsesión de Žižek7

6. Murray Bookchin, The Third Revolution: Popular Movements in the ­Re­


vo­lutionary Era, vol. 1 (1996), vol. 2 (1998), vol. 3 (2004), vol. 4 (2005),
Blooms­­bury, Nueva York (no existe edición en castelllano).
7. El filosofo inglés Simon Critchley mantuvo un debate público con
Slavoj Žižek debido a la reseña que este hacía a La demanda infinita, en
la que des­de­ñaba el argumento de Critchley de que una política de re-
sistencia no de­be reproducir la violencia a la que se opone dicha políti-

23
murray bookchin | la próxima revolución

por ha­cerse con el opresivo poder estatal, frente a lo que Book-


chin reivindica la recuperación de una herramienta popular uti-
lizada en casi todas las revueltas revolucionarias: las asambleas
­po­pulares. Desde los quartiers de la Comuna de París hasta las
asambleas generales de Occupy Wall Street, estos consejos
demo­cráticos autónomos funcionan como un hilo rojo que teje
la continuidad de estas luchas a través de la historia hasta el pre-
sente. Sin embargo, revolucionarios de todas las tendencias han
subestimado el tremendo potencial de estas instituciones popu-
lares. Sometidas a la centralizada disciplina del partido de los
marxistas y vistas con reticencias desde los sectores anarquistas,
estas instituciones de poder popular, que Hannah Arendt deno-
minó «el tesoro perdido» de la tradición revolucionaria, consti-
tuyen la base del proyecto político de Bookchin. El comunalismo
desarrolla esta forma histórica recurrente como base para una
visión socialista integral de la democracia directa.
Una de las primeras formulaciones de Bookchin sobre el mu-
nicipalismo libertario apareció en 1987, cuando escribió The
Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship (reeditado más
tarde como From Urbanization to Cities), que suponía una conti-
nuación de su obra an­terior Los límites de la ciudad (1971), en el
que trazaba la historia de las megalópolis urbanas y abogaba por
la descentralización de las mismas. En este posterior volumen,
Bookchin revisaba la historia de la ciudad para explicar la im-
portancia de una ciudadanía empoderada como base nece­saria
para la creación de comunidades libres. En dicho volumen hace
la distinción entre la «política estatal», en la que los in­dividuos
carecen de influencia real en los asuntos políticos debido a
los límites del gobierno representativo, y la «política», en
la que los ciudadanos tienen control directo y efectivo sobre sus
­gobiernos y las comunidades. Las ideas contenidas en este
libro, en las que Bookchin regresa a la polis griega para desa-
rrollar las nociones de la democracia participativa y directa, las
asambleas decisorias y la confederación, ofrecen una estrategia

ca. Critchley res­pon­dió a las críticas de Žižek en la revista Naked Punch


y con el ensayo La fe de los que no tienen fe. (N. de la T.)

24
introducción

prefigurativa que propone crear una sociedad nueva a partir de


las cáscaras de la antigua. Este concepto de democracia directa
ha desempeñado un papel en auge entre los activistas de la iz-
quierda libertaria actual y se ha convertido en el principio or­
ganizativo fundamental de Occupy Wall Street, pese a que
gran parte de sus participantes ignorasen los orígenes de dichas
­propuestas. Como señaló David Harvey en su libro Ciudades re­
beldes, «la de Bookchin es de lejos la propuesta radical más sofis-
ticada con respecto a la creación y uso colectivo de los bienes
comunes en toda una variedad de escalas».8
Los nueve ensayos aquí recogidos ofrecen una excelente vi-
sión general de la filosofía política de Bookchin y constituyen
la formulación más madura de su pensamiento respecto a las
formas de organización necesarias para desarrollar una fuerza
que pueda contrarrestar el poder coercitivo del Estado nación.
Cada texto fue escrito originalmente como un trabajo indepen-
diente; al recopilarlos para este volumen hemos editado parte
de los ensayos allí donde lo hemos considerado necesario, para
evitar la repetición excesiva y mantener la claridad de las pro-
puestas. Tomados en conjunto, estos textos nos retan a llevar a
cabo los cambios necesarios para salvar nuestro planeta y alcan-
zar el auténtico potencial emancipador humano, mediante un
programa concreto con el que lograr este extraordinario cam-
bio social. Los escritos de esta recopilación sirven tanto de in-
troducción como de culminación del trabajo de uno de los
pensadores más originales del siglo xx.
En el ensayo que introduce la obra, «El proyecto comunalis-
ta», Bookchin contrapone el comunalismo a otras ideologías de
izquierda y argumenta cómo ha cambiado el mundo desde la
época en la que nacieron el anarquismo y el marxismo, y sostie-
ne que estas antiguas ideologías ya no son capaces de abordar
los nuevos y generalizados conflictos provocados por la época
actual, desde el calentamiento global hasta la posindustrializa-
ción. El segundo ensayo, «La crisis ecológica y la necesidad de

8. David Harvey: Ciudades Rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución


urbana, trad. Juanmari Madariaga, Akal, Madrid, 2013, p. 132.

25
murray bookchin | la próxima revolución

rehacer la sociedad», ilustra la esencia de la ideología de la ecolo-


gía social de Bookchin, es decir, que las crisis ecológicas y socia-
les se entrelazan y que, de hecho, nuestra dominación de la
naturaleza es una proyección de la dominación del humano por
el humano en la sociedad. Rechaza supuestos argumentos ecoló-
gicos que culpan de la crisis ecológica a las elecciones individua-
les, la tecnología o el crecimiento demográfico, y afirma que la
causa es el irracional sistema social existente, gobernado por
la cancerosa lógica del capitalismo e impulsado por el imperati-
vo capitalista de crecimiento o muerte y la producción ilimitada,
cuyo objetivo es la obtención de beneficios y no la satisfacción
de las necesidades humanas. Frente a la política de extremos, ya
sea el Estado autoritario o la autosuficiencia total, propone el
comunalismo como alternativa emancipadora capaz de salvar-
nos a nosotros y a la naturaleza al mismo tiempo.
Los tres ensayos centrales, «Política para el siglo xxi», «El
­sig­nificado del confederalismo» y «Municipalismo libertario: la
política de la democracia directa» describen en detalle diferen-
tes aspectos del municipalismo libertario. En el primer texto,
señala los diferentes mecanismos mediante los cuales las asam-
bleas confederadas pueden ejercer y mantener el control popu-
lar sobre la economía, y que esta deje de pertenecer a una esfera
social aislada, reorientando su función a la satisfacción de las
necesidades humanas en lugar de al lucro. «El significado del
confederalismo» elabora en profundidad dichas propuestas y
análisis, y aborda objeciones específicas al concepto de demo-
cracia directa confederada. Da respuesta a dudas habituales
como son: ¿es factible la confederación en un mundo globaliza-
do?, ¿cómo abordarían las asambleas locales los problemas de
manera de­mocrática?, ¿las comunidades locales cooperarían o
competirían entre sí? o ¿podría el localismo dar paso al provin-
cialismo? En el texto «Municipalismo libertario: la política
de la democracia directa» traza la familiar trayectoria históri-
ca que recorren los movimientos al transformarse en parti-
dos, historia que se repite por igual entre los socialdemócratas,
socialistas y verdes, que han fracasado una y otra vez en su
intento de transformar el mundo y que han acabado siendo

26
introducción

transformados por él. En contraste con ello, el municipalismo


libertario no solo trans­forma el contenido sino también la for-
ma de la ­política, res­catando a esta de su bajo estatus actual,
denigrada como un producto de las acciones de los políticos, y
conduciéndola a un nue­vo paradigma en el que es lo que noso-
tros, como ciudadanos plenamente comprometidos, hacemos
por nosotros mismos, re­cla­man­do así el control democrático
sobre nuestras propias vidas y comunidades.
En «Las ciudades: el florecimiento de la razón en la histo-
ria», explora el singular potencial liberador de la ciudad y del
ciudadano y examina la degradación del concepto de «ciudada-
no», que ha pasado de ser un individuo libre habilitado para
participar y tomar decisiones colectivas a un simple votante y
contribuyente. Bookchin busca rescatar la noción ilustrada de
un concepto progresista pero no teleológico de la historia, don-
de la razón guía la acción humana hacia la erradicación del tra-
bajo y la opresión; o, dicho de manera positiva, hacia la libertad.
Los ensayos «Nacionalismo y “cuestión nacional”» y «El
anar­quismo y el poder en la revolución española» aclaran las
sombras existentes acerca de una perspectiva libertaria respec-
to a las problemáticas del poder, la identidad cultural y la sobe-
ranía política. En el primero, Bookchin sitúa el nacionalismo
dentro del contexto histórico más amplio de la evolución social
de la humanidad, con el objetivo de trascenderlo, sugiriendo en
su lugar una ética de la complementariedad y la solidaridad li-
bertaria y cosmopolita, en la que las diferencias culturales sir-
van para reforzar la unidad. En «El anarquismo y el poder en la
revolución española», se confronta la cuestión del poder y se
analiza el punto de vista histórico de los anarquistas al respecto,
como un mal esencialmente nocivo que debe ser destruido.
Bookchin sostiene que el poder siempre existe y existirá, y que
la cuestión a la que se enfrentan los revolucionarios es si el po-
der acabará de nuevo en manos de las élites o si se le dará una
forma institucional emancipatoria.
El ensayo final, un texto inédito, «El futuro de la iz­quier­
da», evalúa la suerte corrida por el proyecto revolucionario
­du­rante el siglo xx, examinando las tradiciones marxista y

27
murray bookchin | la próxima revolución

anar­quista. Bookchin afirma que el marxismo se ha quedado


atrapado en un enfoque limitado en la economía y que se
­encuentra profundamente lastrado por el l­ egado recibido del es-
tatismo autoritario. El anarquismo, por el contrario, mantiene
un problemático individualismo que prima las nociones abstrac-
tas y liberales de «autonomía» sobre un idea más expansiva de
libertad, y que esquiva las cuestiones espinosas respecto al poder
colectivo, las instituciones sociales y la estrategia política. El co-
munalismo resuelve esta tensión al proporcionar una estructura
institucional concreta a la libertad, bajo la forma de las asam-
bleas populares confederadas. El ensayo concluye con una apa-
sionada defensa de la Ilustración y el recordatorio de que su
legado, al discernir «lo que es» de «lo que debe ser», sigue consti-
tuyendo el núcleo central de la izquierda: es decir, la crítica
como herramienta para lograr la libertad humana universal.
Hoy en día, pocos se atreven a negar la sombría realidad de la
superposición de las crisis políticas, económicas y ecológicas
que asolan el mundo. Y pese a los inspiradores momentos de
indignación y movilización popular, no ha surgido ninguna
­visión social que proponga una alternativa viable. Pese a la
­opo­sición mostrada, la hipercompetición, la austeridad y la de-
gradación ecológica continúan imparables su camino. El agota-
miento actual de las políticas convencionales exige nuevas
ideas audaces que defiendan las aspiraciones radicalmente de-
mocráticas desde el núcleo mismo de los movimientos globales
contemporáneos. El comunalismo de Bookchin evita el estan-
camiento entre el Estado y la calle, la familiar oscilación entre
el efímero empoderamiento de la protesta callejera y la sumi-
sión y entrada a las mismas instituciones estatales diseñadas
para defender el orden actual. Expande nuestros horizontes
contraponiendo a la venalidad de los políticos y el poder corpo-
rativo una nueva organización de la sociedad, que redefine la
política para que deje de ser algo horrible que nos hacen y que
pase a ser algo que hacemos nosotros, proporcionando sustan-
cia al término «libertad» y permitiéndonos recuperar el control
de nuestras vidas. Bookchin ofrece una visión de lo que puede
ser una sociedad verdaderamente libre y una hoja de ruta capaz

28
introducción

de conducirnos hasta allí. Por todo ello, nosotros editamos este


libro con la esperanza de que las ideas dejen de ser conceptos
latentes e ideas adormecidas encerradas en papel y de que no
permanezcan latentes en la página y que inspiren nuestros
pensamientos y acciones permitiéndonos pasar de la resisten-
cia a la transformación social.

Debbie Bookchin y Blair Taylor

29
El proyecto comunalista
Que el siglo xxi acabe siendo la época más radical de todas o la
más reaccionaria —o que no sea más que un simple lapso den-
tro de una era de gris y deprimente mediocridad— dependerá
principalmente del tipo de programa y movimiento social que
los radicales construyan a partir del bagaje teórico, organizati-
vo y político acumulado durante la era revolucionaria de los
dos últimos siglos. El sendero que escojamos, entre los dife-
rentes caminos que se entrecruzan en el desarrollo humano,
puede determinar, sin lugar a dudas, el futuro de nuestra espe-
cie en los siglos venideros. Mientras esta sociedad irracional
nos ponga en peligro con armas biológicas y nucleares, no po-
demos permitirnos ignorar la posibilidad de que toda activi-
dad humana puede acabar sufriendo un fin devastador. Dados
los planes técnicos exquisitamente elaborados por el complejo
industrial-militar, el autoexterminio de la especie humana, el
fin de la humanidad como tal, debe incluirse entre los escena-
rios posibles que, con la entrada del nuevo milenio, proyectan
los medios de masas.
Debo señalar, para que estas afirmaciones no parezcan
­demasiado apocalípticas, que también vivimos en una era
en la que la creatividad humana, la tecnología y la imagi­
nación tienen la capacidad de producir logros materiales
extraordi­narios, además de dotarnos de sociedades que nos
permiten alcanzar un grado de libertad que superaría de lejos

33
murray bookchin | la próxima revolución

las perspectivas emancipatorias más radicales proyectadas por


visionarios como Saint-Simon, Charles Fourier, Karl Marx o
Piotr Kropotkin.1 Muchos pensadores de la era posmoderna se
han empeñado en culpar, una y otra vez, a la ciencia y la tecno-
logía como las principales amenazas para el bienestar humano.
Sin embargo, pocas disciplinas han transmitido a la humani-
dad tal cantidad de conocimientos maravillosos acerca de los
secretos más ocultos de la materia y la vida, o le han proporcio-
nado a nuestra especie la capacidad de alterar cada rasgo im-
portante de la realidad o de mejorar tanto el bienestar humano
como el de otras formas de vida.
Es por ello que nos encontramos en una posición que nos
limita, o bien a seguir el camino hacia un lúgubre «fin de la
historia» —en el cual una banal sucesión de eventos vacuos
reemplaza el auténtico progreso—, o bien a avanzar por un
sendero que nos encamine hacia la auténtica construcción de
la historia, en la cual la humanidad, de manera genuina, pro-
grese hacia un mundo racional. Nos enfrentamos a la tesitura
de elegir entre un final vergonzoso —que sin duda alguna in-
cluiría una catástrofe nuclear que arroje al olvido la historia
misma—, o la realización histórica de una sociedad libre y ra-
cional, en un entorno de abundancia material y un medioam-
biente concebido y modelado para ser hermoso.
Precisamente en un momento en el que, como especie, somos
capaces de producir los medios con los que lograr maravillosas
mejoras y avances objetivos para la condición humana y del
mundo natural no humano —avances que podrían servir para

1. Podrían añadirse a esta lista muchos otros nombres de personas menos


conocidas, pero me gustaría señalar especialmente a una, Maria Spiri-
dónova, la valiente lí­der del Partido Socialrevolucionario de Izquierda,
cuyos miembros se encontraron prác­ticamente solos a la hora de pro-
poner un programa revolucionario viable para el pueblo ruso en 1917-
1918. Su incapacidad a la hora de implementar sus obje­tivos revolu­
cionarios y reemplazar a los bolcheviques (a los que se habían uni­do
inicialmente, formando parte del primer Gobierno soviético) no solo
con­dujo a su derrota, sino que contribuyó al desastroso fracaso de los
movimientos revo­lucio­narios que vinieron después.

34
el proyecto comunalista

una sociedad libre y racional—, nos vemos casi desnudos moral-


mente frente a la embestida de unas fuerzas sociales que pue-
den conducirnos, sin lugar a dudas, a nuestra inmolación física.
Los pronósticos acerca del futuro son demasiado inciertos
como para confiar en ellos. El pesimismo se ha generalizado al
tiempo que las relaciones sociales capitalistas han ido enquis-
tándose en lo más profundo de la mente humana, hundiendo en
ella sus raíces más que nunca, mientras que la cultura, que ha
sufrido una terrible regresión, está al borde de la desaparición.
Después de haber empujado la historia a un punto en el que
casi cualquier cosa es posible —al menos en términos de natura-
leza material—, y habiendo dejado atrás un pasado permeado
ideológicamente por elementos místicos y religiosos nacidos de
la imaginación humana, nos vemos enfrentados a un nuevo reto,
uno que nunca antes ha confrontado la humanidad. Debemos
edificar nuestro nuevo mundo de manera consciente y no según
costumbres irracionales y prejuicios destructivos, sino según los
cánones de la razón, la reflexión y el diálogo, que son elementos
que pertenecen en exclusiva a nuestra especie.



¿Cuáles son los factores decisivos para continuar avanzando?


Es significativa la inmensa acumulación de experiencia social
y política accesible a los activistas de nuestros días; un alma-
cén de conocimiento que, concebido de manera adecuada, po-
dría usarse para evitar los terribles errores cometidos por
nuestros predecesores y evitarle a la humanidad las terribles
plagas propiciadas por las fracasadas revoluciones del pasado.
También es de vital importancia para la construcción de un
nuevo impulso teórico, que el potencial creado por esta acu-
mulación política histórica proporcione los medios necesarios
para catapultar el movimiento radical emergente más allá de
las condiciones sociales existentes, y alcanzar un futuro que
pueda albergar la emancipación de la humanidad.
Pero también debemos ser totalmente conscientes del al-
cance de los problemas a los que nos enfrentamos. Debemos

35
murray bookchin | la próxima revolución

comprender con total claridad en qué punto nos encontramos


dentro del actual estadio de desarrollo del orden capitalista,
por lo que debemos identificar los problemas sociales emer-
gentes y proporcionarles un lugar dentro del programa del
nuevo movimiento. El capitalismo es, sin lugar a dudas, la so-
ciedad más dinámica que haya existido nunca en la historia.
Claro que, por su propia naturaleza, se mantiene siempre como
un sistema de intercambio de mercancías en el cual los objetos
producidos para la venta y el beneficio impregnan y median en
la mayor parte de las relaciones humanas. Sin embargo, el capi-
talismo es también un sistema altamente mutable, que conti-
nuamente fomenta la brutal máxima de que cualquier empresa
que no crezca a expensas de sus rivales debe morir. Por ello, el
«crecimiento» y el cambio perpetuo se convierten en leyes vi-
tales de la propia existencia capitalista. Esto significa que el
capitalismo nunca adopta una forma que vaya a ser permanen-
te; necesariamente debe transformar las instituciones que sur-
gen de sus relaciones sociales básicas.
Pese a que el capitalismo no se convirtió en la forma social
dominante hasta hace pocos siglos, ya existía desde hace mu-
cho más tiempo en la periferia de las sociedades anteriores, con
una configuración sobre todo mercantil, estructurado en tor-
no al comercio entre ciudades e imperios y bajo una forma ar-
tesanal como la que adoptó durante la Edad Media europea. En
la actualidad ha adoptado una forma primordialmente indus-
trial y, si debemos creer a los visionarios de última hora, su
forma en un futuro próximo será informacional. En el capita-
lismo se han creado no solo nuevas tecnologías sino también
una gran variedad de estructuras sociales y económicas, como
el pequeño comercio, la plantas manufactureras, las grandes
fábricas y los complejos industriales y comerciales. Ciertamen-
te, el capitalismo de la Revolución Industrial no ha desapareci-
do por completo, o por lo menos lo ha hecho en la misma
medida que las aisladas familias de campesinos y pequeños
­artesanos pertenecientes al periodo anterior. Siempre se in­
corpora al presente gran parte del pasado; tal y como reiterada-
mente avisó Marx, no existe un «capitalismo puro», y ninguna

36
el proyecto comunalista

de las formas anteriores de capitalismo desaparecerán hasta


que se establezcan nuevas relaciones sociales que devengan
dominantes. Pero el capitalismo, incluso aunque coexista
con instituciones precapitalistas y las utilice para sus propios
­intereses y fines, en nuestros días, gracias a los centros comer-
ciales y a las modernizadas fábricas, se extiende hasta los su-
burbios y las zonas rurales. De hecho, es concebible, sin lugar
a dudas, que algún día logre superar los confines de nuestro
planeta. En cualquier caso, ha producido no solo nuevas mer-
cancías con las que crear y alimentar nuevos deseos, sino tam-
bién nuevos conflictos culturales y sociales que, a su vez, han
dado paso a nuevos defensores y antagonistas del sistema exis-
tente. La famosa primera parte del Manifiesto comunista de
Marx y Engels, en la que celebran las maravillas del capitalis-
mo, debería ser reescrita periódicamente para mantener al día
los logros —así como los horrores— producidos por el desa-
rrollo de la burguesía.
Uno de los rasgos más llamativos del capitalismo actual es
como, en el mundo occidental, la simplificación de la estruc-
tura social en dos clases antagonistas —burguesía y proletaria-
do—, que Marx y Engels predijeron que se convertiría en la
dominante bajo un capitalismo «maduro», ha sufrido un pro-
ceso de reconfiguración. El conflicto entre el trabajo asalaria-
do y el capital, pese a no haber desaparecido en absoluto, sin
embargo carece de la importancia global que poseía en el pasa-
do. Al contrario de las previsiones de Marx, la clase obrera in-
dustrial ha contemplado la disminución de sus miembros a la
vez que ha perdido de manera incesante su tradicional identi-
dad de clase. Aun así, esto no la excluye en modo alguno de
tomar partido en un conflicto potencialmente más extenso,
que se desarrolla en el conjunto de la sociedad capitalista. La
cultura actual, las relaciones sociales, los paisajes urbanos, los
modos de producción, la agricultura y el transporte, han trans-
formado al proletariado tradicional en un amplio estrato de
pequeña burguesía, con una mentalidad marcada por su pro-
pio utopismo del «consumo por el consumo». Podemos prede-
cir un tiempo en el que el proletariado, independientemente

37
murray bookchin | la próxima revolución

de cuál sea el color de su uniforme2 o el lugar que ocupe en la


cadena de montaje, se verá reemplazado en su conjunto por
formas de producción automatizadas e incluso miniaturizadas,
que serán ejecutadas por ordenadores y estarán a cargo de unos
cuantos operarios de bata blanca.
Vistas en conjunto, las condiciones sociales producidas
por el capitalismo en la actualidad confirman con creces
los pronósticos realizados por Marx y por los sindicalistas re­­
vo­lucionarios franceses. Tras la Segunda Guerra Mundial, el
­capitalismo sufrió una enorme transformación y de m ­ a­nera
vertiginosa puso sobre la mesa un inmenso abanico de con­
flictos sociales, que fueron más allá de las tradicio­nales de-
mandas proletarias —mejora de salarios, jornadas y con­­diciones
laborales—, en particular las cuestiones medio­am­bientales, de
género, jerarquía, ciudadanía y democracia. El capitalismo,
de hecho, ha extendido sus amenazas sobre toda la humanidad
—en particular las relacionadas con el cambio climático, que
pueden alterar la superficie y el rostro mismo del planeta—, a
través de sus instituciones oligárquicas de alcance global y de
una rampante urbanización planetaria que corroe radicalmen-
te una vida cívica que es el elemento indispensable para una
política desde la base.
Hoy en día, la jerarquía se ha convertido en un problema
tan grave como la clase misma, tal y como atestigua el hecho
de que muchos análisis sociales identifican y separan del res­
to de trabajadores a los gestores, burócratas, científicos y per-
sonas que desarrollan ocupaciones similares como grupos
emer­gentes y ostensiblemente dominantes.
Actualmente, las nuevas y elaboradas gradaciones de e­ status
e intereses tienen un peso que no poseían en un pasado bas-
tante reciente; desdibujan el conflicto entre trabajo a­ salariado
y capital que hasta ahora había sido tan central y claramente

2. Relativo a la división entre blue collar (obreros que ejecutan principal-


mente tra­bajos manuales) y white collar (aquellos que se encargan del
trabajo de gestión y ad­ministrativo), y que reciben, en función de la
vestimenta, una u otra deno­mi­nación. (N. de la T.)

38
el proyecto comunalista

definido, tal y como lo habían defendido los socialistas tradi-


cionales. Las categorías de clase se encuentran actualmente
entrelazadas con categorías jerárquicas basadas en raza, géne-
ro, orientación sexual y, no cabe duda, también en diferencias
nacionales o regionales. Las diferenciaciones de estatus propias
de la jerarquía tienden a converger con las diferencias de clase, y
un mundo capitalista que lo abarca todo va emergiendo mientras
que de cara a la opinión pública las diferencias étnicas, naciona-
les y de género a menudo superan en importancia a las diferen-
cias de clase.
Al mismo tiempo, el capitalismo ha producido una nueva
contradicción que tal vez sea crucial: el choque entre una eco-
nomía basada en un crecimiento infinito y la desecación del
entorno natural.3 Este problema, y sus vastas ramificaciones,
no puede seguir siendo minimizado, y menos aún desechado,
lo que significaría tanto como menospreciar la necesidad que
tiene el ser humano de aire o alimento. Actualmente, las lu-
chas más prometedoras en Occidente, lugar de nacimiento del
socialismo, no parecen estar centradas en la mejora de las con-
diciones laborales o de los ingresos, sino en torno a la energía
nuclear, la contaminación, la deforestación, el deterioro urba-
no, la educación, la atención sanitaria, la vida comunitaria y
contra la opresión de los pueblos en los países subdesarrolla-
dos, como atestiguan (aunque de manera esporádica) los re-
brotes de las protestas antiglobalización, durante las cuales
los «trabajadores», obreros o no, se entremezclan con los hu-
manitaristas de clase media; motivados todos ellos por preo­
cupaciones sociales comunes. Los combatientes proletarios
se vuelven indistinguibles de los manifestantes de clase me-
dia. Corpulentos trabajadores, cuya impronta es la militancia
com­bativa, marchan actualmente tras las filas de los actores

3. Francamente, pensando en alguna cosa que pueda hacer del intercam-


bio ca­pitalista algo irrealizable, considero esta contradicción como al­
go mucho más sustancial que la imperceptible tendencia decreciente
de la tasa de beneficio, a la que el marxismo asignó un papel decisivo
durante el siglo xix y principios del xx.

39
murray bookchin | la próxima revolución

teatrales del «bread and puppet»,4 a menudo con una buena do-
sis de alegría compartida. Los miembros de las clases trabajado-
ra y media actualmente desempeñan papeles sociales, por así
decirlo, muy diferentes a los que se les han asociado tradicio-
nalmente, y desde los cuales desafían tanto directa como indi-
rectamente al capitalismo en el terreno de lo cultural y de lo
económico.
Tampoco podemos ignorar, a la hora de decidir la dirección
que queremos seguir que, si no se revisa el capitalismo, en el
futuro —y no en un futuro muy distante necesariamente—,
este diferirá sustancialmente del sistema que conocemos en la
actualidad. Es de esperar que el desarrollo capitalista altere
vastamente el horizonte social en los años venideros. ¿Pode-
mos suponer que las fábricas, oficinas, ciudades, áreas residen-
ciales, industrias, comercios y agricultura, por no hablar de los
valores de ámbito ético, estéticos, los medios de comunicación,
los deseos populares no cambiarán profundamente antes de
que acabe el siglo xxi? Durante el siglo pasado, el capitalismo
ha ampliado de manera crucial los conflictos sociales —en par-
ticular, el histórico interrogante sobre si es posible que una
humanidad dividida por la clase y la explotación llegue a crear
una sociedad basada en la igualdad y el desarrollo de una armo-
nía y libertad reales—, llegando a incluir aquellos que apenas
pudieron llegar a vislumbrar los teóricos de la liberación social
de los siglos xix y principios del xx. Nuestra época, con su in-
terminable selección de «resultados netos» y «elecciones de
inversión», amenaza actualmente hacer de la sociedad misma
un inmenso y explotador mercado.5

4. El Bread and Puppet Theatre es una compañía de teatro que combina
en sus actuaciones tanto marionetas gigantes como actores, y que tiene
la sátira política y la crítica social como temas habituales de sus espec-
táculos. (N. de la T.)
5. Contrariamente a la afirmación de Marx de que una sociedad desa­parece
so­lo cuando ha agotado su capacidad para nuevas innovaciones y desarro-
llos tec­no­lógicos, el capitalismo vive en un estado permanente de revolu-
ción tecnológica, alcanzando cotas que a veces llegan a atemorizar. Marx
erró en este aspecto: se ne­ce­sitará algo más que el estancamiento tecnoló-

40
el proyecto comunalista

Dados los cambios de los que estamos siendo testigos, y aque-


llos que aún están tomando forma, los radicales no podemos se-
guir oponiéndonos al depredador (a la vez que inmensamente
creativo) sistema capitalista utilizando las ideologías y métodos
nacidos en la Revolución Industrial, cuando el proletariado fa-
bril parecía constituir el principal antagonista del propietario de
la planta textil. Tampoco podemos seguir utilizando ideologías
que fueron engendradas por conflictos en los que un empobreci-
do campesinado debía enfrentarse a los terratenientes feudales y
semifeudales. Ninguna de las ideologías supuestamente anticapi-
talistas del pasado —el marxismo, el anarquismo, el sindicalismo
u otras formas genéricas de socialismo— mantienen la misma
vigencia que tuvieron en una fase y un periodo previo de desarro-
llo capitalista y de avance tecnológico. Tampoco pueden tener la
pretensión de incluir en su repertorio habitual la multitud de
nuevos temas, oportunidades, problemas e intereses que el capi-
talismo ha creado a lo largo del tiempo.



El marxismo fue el esfuerzo más exhaustivo y coherente que se


ha realizado para producir una forma sistemática de socialis-
mo, enfatizando tanto las condiciones materiales como las
condiciones históricas subjetivas necesarias para una nueva
sociedad. Debemos mucho al intento de Marx de proporcio-
narnos un análisis coherente y estimulante de la mercancía y
de las relaciones mercantiles, una filosofía activista, una
­teoría social sistemática, un concepto del desarrollo históri-
co basado en hechos objetivos o «científicos» y una estra-
tegia política flexible. Las ideas políticas marxistas fueron

gico para acabar con este sis­tema de relaciones sociales. A medida


que nuevos problemas desafíen la validez del sistema en su conjun-
to, las esferas políticas y ecológicas crecerán en relevancia, pasando a ser
las más importantes. Por otro lado, nos vemos enfrentados a la posibili-
dad de que el capitalismo pueda derribar todo el planeta y no dejar tras
de sí más que cenizas y ruinas; logrando, en resumen, la «barbarie capita-
lista» sobre la que alertó Rosa Luxemburg en su ensayo Junius.

41
murray bookchin | la próxima revolución

sumamente relevantes para las necesidades de un proletariado


terriblemente desorientado y enfrentado a las opresiones par­
ticulares que le infligía la burguesía industrial en la Inglaterra
de la dé­cada de 1840; un poco más tarde, en Francia, Italia y Ale-
mania; y resultaron proféticas en el caso de Rusia durante la úl-
tima ­dé­cada de vida de Marx. Hasta el momento del ascenso del
mo­vimiento populista en Rusia (donde destacó la organización
Naródnaya Volia),6 Marx esperaba que el emergente proletaria-
do se convertiría en la mayoría de la población europea y nor-
teamericana y que, inevitablemente, participaría de manera
activa en la guerra de clases revolucionaria como resultado de la
explotación capitalista y del empobrecimiento. Eso se acentuó
especialmente en el periodo entre 1917 y 1939, bastante después
de la muerte de Marx, cuando Europa se encontró asediada por
una guerra de clases cada vez mayor que provocó auténticas in-
surrecciones obreras. En 1917, fruto de una extraordinaria con-
fluencia de circunstancias —en particular el estallido de la
Primera Guerra Mundial, que desestabilizó críticamente los di-
ferentes sistemas sociales cuasifeudales europeos—, Lenin y los
bolcheviques intentaron utilizar (aunque bastante tergiversa-
dos) los escritos de Marx para tomar el poder de un imperio eco-
nómicamente subdesarrollado, cuyo tamaño abarcaba once
husos horarios de extensas zonas de Europa y Asia.7

6. Naródnaya Volia (Voluntad del Pueblo) fue fundada en 1879 fruto de las
diferencias en el seno de los sectores populistas de Zemlyá i Volya (Tierra
y Libertad). Según Raúl Arlotti, «el programa de Naródnaya Volia propo-
ne destronar la autocracia zarista y establecer un gobierno acorde a la vo-
luntad del pueblo. La diferencia entre este grupo y los populistas tradicio-
nales es el rechazo a la prioridad de lo social sobre los objetivos políticos.
Los miembros de la Voluntad del Pueblo abogan por derribar al gobierno
como instrumento para la creación de una clase social que consolide la
igualdad en la vida rusa» («El populismo, sus elaboraciones y posturas filo-
sófico-sociales en la Rusia del siglo xix», Instituto de Filosofía Política e
Historia de las Ideas Políticas, Buenos Aires, agosto del 2013). A esta orga-
nización se le atribuye el tiranicidio del zar Alejandro II.
7. Utilizo la palabra extraordinaria aquí porque, para los estándares marxis-
tas, Europa seguía sin estar objetivamente preparada para la revolución
social en 1914. Gran parte del continente, de hecho, aún debía ser colo-

42
el proyecto comunalista

Pero en su mayor parte, como hemos visto, las ideas y perspec-


tivas de la economía marxista pertenecían a la época del emer-
gente capitalismo fabril del siglo xix. Pese a su brillantez como
teoría acerca de las condiciones materiales necesarias para el so-
cialismo, no tuvo en cuenta las fuerzas ecológicas, cívicas y subje-
tivas o las causas efectivas que podían impulsar a la humanidad
hacia un movimiento para el cambio social revolucionario. Al
contrario, durante casi un siglo, el marxismo se estancó teórica-
mente. Sus teóricos a menudo se vieron sorprendidos por el desa-
rrollo de los acontecimientos ocurridos y, a partir de la década de
1960, se han ido añadiendo mecánicamente ideas medioambien-
talistas y feministas a sus frases hechas y puntos de vista obreris­
tas. Por la misma razón, el anarquismo representa, incluso bajo su
forma más genuina, una perspectiva altamente individualista
que alberga un estilo de vida radicalmente desarraigado, a menu-
do convertido en sustituto de la acción de masas.

nizada por el mercado capitalista o por las relaciones sociales burgue-


sas. El proletariado —que seguía siendo una minoría muy visible de la
población dentro de un mar de campesinos y de pequeños producto-
res— necesitaba madurar como clase para convertirse en una fuerza
significativa. Pese al oprobio arrojado sobre Plejánov, Kautsky, Berns-
tein y otros, todos ellos ellos poseían una mayor compresión que Lenin
de las carencias del socialismo marxista en su intento de in­sertarse en la
consciencia proletaria. De todos modos, la noción de Rosa Luxemburg
sobre la función de un partido marxista se situó a caballo entre los cam-
pos denominados como «socialpatriotas» e «interna­ cionalistas», en
contraste con Lenin —su principal oponente en la deno­minada «cues-
tión organizativa» debatida por los socialistas de izquierda del periodo
de guerra—, que estaba preparado para establecer la «dictadura del pro-
letariado» bajo cualquier circunstancia. La Primera Guerra Mundial,
que no fue en modo alguno un hecho inevitable, generó revoluciones
democráticas y nacio­nalistas más que revo­luciones proletarias y, a este
respecto, Rusia no fue más que un «Estado de los obreros» bajo el Go-
bierno bolchevique, igual que lo fueron las repúblicas «so­viéticas» de
Hungría y Baviera. No fue hasta 1939 que Europa llegó a un punto en el
que la guerra mundial ya era inevitable. La izquierda revolucionaria, a
la que yo pertenecía entonces, erró dramá­ti­camente cuando adoptó la
posición denominada como «internacionalista» y rechazó apoyar a los
aliados, a pesar de sus patologías imperialistas, contra la vanguardia del
fascismo mundial: el Tercer Reich.

43
murray bookchin | la próxima revolución

De hecho, el anarquismo representa la formulación más ex-


trema de la autonomía sin restricciones defendida por la ideolo-
gía liberal, cuyo culmen es la celebración de los heroicos actos
de desafío al Estado. El mito anarquista de la autorregulación
(auto nomos) —la aserción radical de lo individual sobre (o inclu-
so contra) la sociedad y la individualista ausencia de responsabi-
lidad frente al bienestar colectivo— conduce a la afirmación
radical de una voluntad todopoderosa, tan central para las pere-
grinaciones ideológicas de Nietzsche. Algunos autodenomina-
dos anarquistas han llegado incluso a denunciar la acción social
de masas como algo fútil y ajeno a sus preocupaciones particula-
res, y han convertido en un fetiche lo que los anarquistas espa-
ñoles llamaron grupismo,8 un modo de acción basado en los
pequeños grupos donde prima lo personal más que lo social.
El anarquismo, a menudo, ha sido confundido con el sindica-
lismo revolucionario, un modelo de sindicalismo libertario de
masas, altamente estructurado y bien desarrollado que, al con-
trario que el anarquismo, estuvo comprometido durante mucho
tiempo con los procedimientos democráticos,9 la disciplina en la
acción y el objetivo de organizar una práctica a largo plazo para
eliminar el capitalismo. Su afinidad con el anarquismo surge de
su fuerte sesgo libertario, pero los antagonismos más amargos
entre anarquistas y sindicalistas tienen una larga historia en to-
dos y cada uno de los países de Europa Occidental y Norteamé-
rica, tal y como atestiguan las tensiones entre la cnt española y
los grupos anarquistas asociados con Tierra y Libertad a princi-
pios del siglo xx, entre los sindicalistas revolucionarios y los gru-
pos anarquistas en Rusia durante la revolución de 1917, y en el
Industrial Workers of the World (iww) en los Estados Unidos y

8. En castellano en el original. (N. de la T.)


9. Kropotkin, por ejemplo, rechazaba los procesos democráticos de to­
ma de deci­siones: «El gobierno de la mayoría es tan defectuoso como
cualquier tipo de gobier­no», afirmó. Véase Piotr Kropotkin: «Anar-
chist Communism: Its Basis and Prin­ciples», en Roger N. Baldwin (ed.):
Kro­pot­kin’s Revolu­tio­nary Pamphlets, 1927; reeditado por Dover, Nueva
York, 1970, p. 68 [en cas­tellano: Anarco-comunismo: Sus fundamentos y
principios, La Malatesta, Ma­drid, 2010].

44
el proyecto comunalista

Suecia, por citar los casos más ilustrativos de la historia del mo-
vimiento obrero libertario.
El destino del sindicalismo revolucionario ha estado liga-
do, en grados diferentes, a una patología llamada ouvrierisme u
«obrerismo», y sea cual sea la filosofía, la teoría de la historia o
la economía política en la que se sustente, ha sido tomada
prestada, a menudo de manera incompleta e indirecta, de
Marx. De hecho, Georges Sorel y muchos otros declarados sin-
dicalistas revolucionarios de principios del siglo xx, se consi-
deraban a sí mismos marxistas y rehuían expresamente el
anarquismo. Es más, el sindicalismo revolucionario carece de
una estrategia para el cambio social más allá de la huelga gene-
ral y las insurrecciones revolucionarias; las famosas huelgas
generales de octubre y noviembre en Rusia durante 1905 de-
mostraron su capacidad para azuzar y agitar, pero también su
ineficacia en último estadio. De hecho, pese a lo inestimable
que nos pueda resultar la huelga general como preludio de la
confrontación directa con el Estado, esta no pose la capacidad
mística que le asignaron los sindicalistas revolucionarios
como herramienta para el cambio social. Sus limitaciones evi-
dencian de manera patente que, como formas puntuales de
acción directa, las huelgas generales no son equiparables a la
revolución, ni siquiera a una transformación social profunda,
ya que esta requiere de un movimiento de masas, de años de
gestación y de una clara noción de la dirección hacia la que se
va. El sindicalismo revolucionario exuda un antintelectualis-
mo obrerista que desdeña los intentos de formular una direc-
ción revolucionaria deliberada y que muestra una reverencia
por la «espontaneidad» proletaria que, a veces, ha conducido a
situaciones altamente autodestructivas. Carentes de los me-
dios para el análisis de su situación, los sindicalistas españoles
(y los anarquistas) revelaron una capacidad mínima para com-
prender la posición en la que se encontraron ellos mismos tras
su victoria sobre las fuerzas de Franco en el verano de 1936,
así como su falta de capacidad para dar el «paso siguiente» e
institucionalizar una modelo de gobierno de obreros y cam­
pesinos.

45
murray bookchin | la próxima revolución

Lo que estas observaciones añaden es que los marxistas,


los sindicalistas revolucionarios y los auténticos anarquistas
poseen, todos ellos, una comprensión falaz de la política, la
cual debería ser concebida como el espacio cívico y las institu-
ciones mediante las cuales la gente gestiona democrática y di-
rectamente sus problemas comunitarios. De hecho, la izquierda
ha confundido repetidamente la política estatal con la política
en sí, debido a su constante fracaso a la hora de entender que
ambas opciones no solo son radicalmente diferentes, sino
que viven en tensión radical —de hecho, están en oposición—
entre ellas.10 Como ya he escrito en otros textos, históricamen-
te la política no surgió del Estado, un aparato cuya maquina­ria
profesional está diseñada para dominar y facilitar la explo­
tación de la ciudadanía para los intereses de una clase privi­le­
giada. Más bien, casi por propia definición, la política es el
compromiso activo de los ciudadanos libres en el manejo de los
asuntos municipales y en la defensa de su libertad. Uno puede
casi afirmar que la política es la «encarnación» de lo que los
revolucionarios franceses de la década de 1790 denominaron
civicisme (civismo). De forma bastante adecuada, la palabra po­
lítica contiene por definición el término griego para «ciudad»
o «polis», y su utilización en la Grecia clásica —junto con de­
mocracia— aludía al gobierno directo de la ciudad por sus ciu-
dadanos. Siglos de degradación cívica, marcados en particular
por la formación de clases, fueron necesarios para producir el
Estado y su corrosiva absorción de la esfera política.
Un rasgo definitorio de la izquierda es precisamente la
creencia marxista, anarquista y sindicalista revolucionaria de
que no existe, en principio, distinción entre la esfera política y
la esfera estatista. Al enfatizar el Estado nación —incluyendo
el «Estado de los trabajadores»— como el locus tanto del po-
der económico como del poder político, tanto Marx como los

10. Ya he presentado esta distinción entre política y el arte de gobernar


en, por ejemplo, Murray Bookchin: From Urbanization to Cities:
Toward a New Politics of Citizenship, 1987, reeditado por Cassell, Lon-
dres, 1995, pp. 41-43, 59-61.

46
el proyecto comunalista

libertarios fracasaron de manera notable en su intento de de-


mostrar cómo los trabajadores podían controlarlo de manera
total y directa, sin pasar por la mediación de unas poderosas
instituciones burocráticas —o gubernamentales en el caso de
los libertarios— fundamentalmente estatistas. Como conse-
cuencia de ello, los marxistas veían la esfera política, que de-
signaba el Estado obrero, necesariamente como una entidad
represiva, basada de manera ostensible en los intereses de una
única clase: el proletariado.
El sindicalismo revolucionario, por su parte, ponía el énfa-
sis sobre el control fabril en manos de los comités obreros y de
los consejos económicos confederados, como los centros de la
autoridad social, eludiendo así cualquier tipo de institución
popular al margen de la economía. Curiosamente, este deter-
minismo económico vengativo, visto a la luz de la experiencia
de la Revolución española de 1936, ha resultado ser totalmen-
te infructuoso. Una gran parte del poder del auténtico Go-
bierno, desde los asuntos militares hasta la Administración de
justicia, cayó en manos de los estalinistas y los liberales, que lo
utilizaron para subvertir el movimiento libertario y, con ello,
los logros revolucionarios de los trabajadores sindicalistas en
julio de 1936, o lo que severamente denominaría un novelista
como «el corto verano de la anarquía».11
En lo referente al anarquismo, Bakunin expresaba el típico
punto de vista de sus seguidores en 1871, cuando escribió que el
nuevo orden social solo podría crearse «mediante el desarrollo y
organización del poder social no político o antipolítico», y recha-
zando —con su característica inconsistencia— las mismas políti-
cas municipales que aprobaba para Italia en torno al mismo año.
En consecuencia, desde entonces los anarquistas han considera-
do cada gobierno como un Estado, condenándolo; un posiciona-
miento que es la receta perfecta para la eliminación de cualquier

11. Hace referencia al libro de Hans Magnus Enzensberger, El corto ve­


rano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti, Anagrama, Barcelona,
2006. Existe tam­bién una edición en catalán: El curt estiu de l’Anarquia,
Virus, Barcelona, 2016. (N. de la T.)

47
murray bookchin | la próxima revolución

tipo de organización de la vida social. Mientras que el Estado es el


instrumento a través del cual una clase explotadora y opresora
regula y controla mediante la coerción el comportamiento de una
clase explotada, un gobierno —o, mejor aún, la política— es un
conjunto de instituciones diseñadas para lidiar con los problemas
de la vida consociativa,12 de un modo que se espera justo y ordena-
do. Cada asociación institucionalizada que constituye un sistema
para el manejo de los asuntos públicos —con o sin la presencia de
un Estado— es necesariamente un gobierno. En contraste, cada
Estado, pese a ser necesariamente una forma de gobierno, es una
fuerza articulada para la represión y el control de clase. Aunque le
resulte irritante tanto a marxistas como a anarquistas, las deman-
das de una constitución, de un gobierno responsable y sensible, e
incluso de leyes o nomos —¡y con ellos el compromiso de imple-
mentarlas!— han sido promovidas por los oprimidos, durante
­siglos, para hacer frente a las reglamentaciones caprichosas im­
puestas por monarcas, nobles y burócratas. La oposición liberta-
ria a la ley, por no hablar del gobierno como tal, ha sido tan
es­túpida como la imagen de una serpiente devorando su propia
cola. Lo que queda al final no es nada más que un recuerdo en la
retina que no posee una existencia real.
Los problemas presentados en las páginas precedentes tie-
nen un interés más que académico. Según vamos entrando
en el siglo xxi, los radicales necesitan de un socialismo —liberta-
rio y ­revolucionario— que no es ni una extensión del «asociacio­
nismo» de los artesanos y campesinos que reposa en el
cora­zón del ­anarquismo, ni tampoco el obrerismo que confor-
ma el ­núcleo del sindicalismo revolucionario y del marxismo.

12. En el original, Bookchin emplea consociational life, que conlleva cierta


ambigüedad de significado. Aunque el término consociational se refiere
en algunos casos a democracia consensual, en otros alude a sistemas de
gobierno basados en los acuerdos entre élites y, en el caso de algunos
países de Oriente Próximo, a sistemas de representación política basados
en el reconocimiento y el acuerdo entre poblaciones de diferente con­
fesión religiosa u origen étnico en el seno de un mismo país. En­tendemos
que aquí Bookchin lo utiliza como un término genérico relacionado con
el gobierno de lo común. (N. de la E.)

48
el proyecto comunalista

Independientemente de cuánto de novedoso y de moda ­puedan


estar entre los jóvenes de hoy las ideologías tradicionales, espe-
cialmente el anarquismo, un socialismo auténticamente pro-
gresista —es decir, que esté compuesto de ideas tanto li­bertarias
como marxistas, pero que trascienda estas antiguas i­ deologías—,
debe proporcionar un liderazgo intelectual. Para los radicales
de hoy, simplemente resucitar el marxismo, el ­anarquismo o el
sindicalismo revolucionario —y dotarlos de una ­inmortalidad
ideológica— resultaría un obstáculo para el desarrollo de un
movimiento radical relevante. Es necesaria una nueva y exhaus-
tiva perspectiva revolucionaria, una que sea capaz de tener en
cuenta sistemáticamente los problemas generalizados con la
potencialidad de atraer a la mayor parte de la sociedad a la opo-
sición a un sistema capitalista en continuo cambio y evolución.
El choque entre una sociedad depredadora basada en la
­expansión infinita y una naturaleza no humana, ha dado paso
a un conjunto de ideas surgidas como explicación de la crisis
social actual y como una voluntad de cambio radical significa-
tivo. La ecología social, una visión coherente del desarrollo
social que entrelaza el impacto mutuo entre la jerarquía y la
clase en las civilizaciones humanas, lleva décadas planteando
que debemos reordenar las relaciones sociales para que la hu-
manidad pueda vivir protegida en el seno de un mundo natu-
ral equilibrado.13
Contrariamente a la ideología simplista del econarquis-
mo, la ecología social defiende que una sociedad orientada

13. Hace varios años, cuando aún me identificaba como anarquista, in-


tenté formular una distinción entre anarquismo «social» y un «estilo
de vida» (personal) anar­quista, y escribí un artículo que identificaba
el comunalismo como «la dimensión democrática del anarquismo»
(véase Green Perspectives, n.º 31, octubre de 1994) [posteriormente se
editaría como Social Anarchism or Lifestyle Anarchism: An Un­bridgeable
Chasm, Black Rose Books, Montreal, 1995, y su edición en castellano
Anarquismo social o anarquismo personal. Un abismo in­superable, Virus,
Bar­celona, 2012]. Ya no creo que el comunalismo sea una mera «di­
mensión» del anar­quismo, democrático o del tipo que sea; lo conside-
ro, más bien, una ideología dis­tinta con una tradición revolucionaria
que aún debe explo­rarse.

49
murray bookchin | la próxima revolución

eco­lógicamente puede ser más progresista que regresiva, po-


niendo énfasis no en el primitivismo, la austeridad y la nega-
ción, sino en el placer material y el descanso. Si una sociedad
no es capaz de hacer que la vida, además de ser primordialmen-
te un placer para sus miembros, le proporcione a estos sufi-
ciente tiempo libre como para que puedan involucrarse en el
desarrollo intelectual individual y cultural que requiere una
civilización y una vida política vibrante, debe cambiar para de-
sarrollar una técnica y una ciencia basadas en el placer y la fe-
licidad humana, en lugar de denigrar ciencia y técnica como
males en sí mismos. La ecología social es un modelo basado en
la plenitud, no en el hambre y la privación material; busca la
creación de una sociedad racional en la cual el desperdicio y el
exceso se verán controlados por un nuevo sistema de valores. Y,
en el caso de que la escasez haga aparición como resultado de
un comportamiento irracional, las asambleas populares po-
drán establecer estándares racionales de consumo mediante
procesos democráticos. En resumen, la ecología social promue-
ve la gestión, planificación y las regulaciones formuladas de-
mocráticamente por asambleas populares, y no favorece las
formas de comportamiento irresponsables que tienen su ori-
gen en excentricidades individuales.



En mi opinión, el comunalismo es la categoría política global


más adecuada para acompañar la mirada sistemática y las re-
flexiones en profundidad aplicadas por la ecología social, inclu-
yendo el municipalismo libertario y el naturalismo dialéctico.
Como ideología, el comunalismo bebe de lo mejor de las viejas
ideologías de la izquierda —el marxismo y el anarquismo, y más
en concreto de la tradición socialista libertaria—, al tiempo que
ofrece una visión más relevante, amplia y adecuada a nuestro
tiempo. Del marxismo extrae su proyecto básico de formular un
socialismo racionalmente sistemático y coherente que integre
filosofía, historia, economía y política. Abiertamente dialéctico,
el comunalismo intenta fusionar la teoría con la práctica. Del

50
el proyecto comunalista

anarquismo extrae su compromiso con el antiestatismo y con el


confederalismo, así como su reconocimiento de que la jerarquía
es un problema fundamental, que solo puede superarse dentro
de una sociedad socialista libertaria.14
La elección del término comunalismo para acompañar los
componentes filosóficos, históricos, políticos y organizativos
de un socialismo para el siglo xxi, no ha sido una elección im-
provisada. La palabra se originó durante la Comuna de París de
1871, cuando el pueblo armado de la capital francesa erigió ba-
rricadas, no solo para defender el Gobierno de la ciudad de Pa-
rís y sus subestructuras administrativas, sino también para crear
una confederación de alcance nacional de ciudades y pueblos
que reemplazase el Estado nación republicano. El comunalismo
como ideología no está impregnado por el individualismo y el
antirracionalismo a menudo explícito del anarquismo; tampo-
co carga con el lastre histórico del autoritarismo marxista que
­representan los bolcheviques. No se centra en la fábrica co­
mo el principal ámbito social o en el proletariado industrial
como su agente histórico primordial; y no reduce la comunidad
libre del futuro a un fantasioso pueblo medieval. Su objetivo
más importante está claramente detallado en una convencional
definición de diccionario: el comunalismo, según el American
Heritage Dictionary del idioma inglés, es «una teoría o sistema
de gobierno por el cual comunidades locales prácticamente au-
tónomas se encuentran libremente unidas formando una
federación».15

14. Sin lugar a dudas, estos puntos sufren modificaciones en el co­


mu­nalismo: por ejemplo, el materialismo histórico del marxismo,
que explica el auge de la so­ciedad de clases, se ve ampliado por la
­explicación de la ecología social de tipo antropológico e histórico de
la jerarquía. El materialismo dialéctico marxiano, por su parte, es
trascendido por el naturalismo dialéctico; y la idea anar­co­co­
munista de una muy informal «federación de comunas autónomas»
es reem­pla­zado por una confederación en la cual sus componentes,
funcio­nando de modo democrático a través de asambleas de ciuda­
danos, puedan retirarse solo con la aprobación en conjunto de la
­confederación.
15. Lo más sorprendente de esta definición minimalista del diccionario

51
murray bookchin | la próxima revolución

El comunalismo, de hecho, busca rescatar el significado de la


política en su sentido más amplio y emancipatorio, para poder
realizar el potencial histórico del municipio como el espacio en el
que se desarrollan las ideas y el discurso. El co­munalismo concep-
tualiza el municipio —al menos su po­ten­cialidad— como un de-
sarrollo transformador más allá de la evolución orgánica dentro
del ámbito de la evolución social. La ciudad es el dominio donde
fueron disueltos —al menos jurídicamente— los arcaicos lazos de
sangre a los que, hasta entonces, se habían limitado la unificación
de familias y tribus, que permitían la exclusión de los extranjeros.
Se convirtió en el reino en el que podían ser ­eliminadas las jerar-
quías basadas en atributos provincianos y sociobiológicos de pa-
rentesco, género y edad, reemplazadas por una sociedad libre
basada en una humanidad común y compartida. Potencialmente,
sigue siendo el ámbito en el que el ex­tran­jero, hasta entonces te-
mido, puede ser completamente sub­­su­mido en la sociedad, al
principio como residente protegido de un territorio común y, más
adelante, como ciudadano involucrado en la toma de decisiones
políticas en la arena pública. Por encima de todo, el municipio es
el lugar en el que las instituciones y los valores arraigan, no a tra-
vés de la zoología sino de la actividad civil humana.
Mirando más allá de estas funciones históricas, el munici-
pio constituye el único terreno posible para una asociación
basada en el libre intercambio de ideas y en el comportamiento
creativo, donde las capacidades de la consciencia se pongan al
servicio de la libertad. Es el reino en el que una adaptación
meramente animal al medioambiente existente puede ser su-
plantada radicalmente por una intervención racional y proac-
tiva dentro del mundo —que, de hecho, aún debe ser moldeado
y producido por la razón—, con una perspectiva que ponga
fin a los agravios medioambientales, sociales y políticos con
los que clases y jerarquías han sometido la humanidad y la

es su precisión: solo objetaré a su formulación respecto a ser «prácti-


camente autónomas» y «li­bremente unidas», que sugiere una relación
provinciana e individualista de cada uno de los componentes de la
confederación con el conjunto.

52
el proyecto comunalista

biosfera. Libre de dominación así como de explotación mate-


rial —y, de hecho, recreada como la arena racional para la
creatividad humana en todas las esferas de la vida—, el muni-
cipio se convierte en el espacio ético para una buena vida. Así,
el co­mu­nalismo no es un producto artificial: expresa un con-
cepto du­­radero y una práctica de la vida política, formada por
una dialéctica del desarrollo social y la razón.
Como cuerpo explícitamente político de ideas, el comuna-
lismo busca recuperar y fomentar el desarrollo de la ciudad, de
forma que esté a la altura de las potencialidades más elevadas
y de las tradiciones históricas. Esto no significa que el comu-
nalismo acepte el municipio tal y como es en nuestros días. Lo
cierto es que el municipio moderno se entremezcla con mu-
chos rasgos estatalistas y a menudo funciona como un agente
del Estado nación burgués. Actualmente, cuando el Estado
nación sigue pareciendo un ente supremo, los derechos que
poseen los municipios modernos no pueden ser despreciados
como un epifenómeno de relaciones económicas más básicas.
De hecho, en un grado elevado, representan los logros dura-
mente obtenidos por la gente común, y defendidos durante
mucho tiempo frente a los asaltos de las clases dirigentes a lo
largo de la historia, incluso frente a la burguesía misma.
Se conoce como municipalismo libertario a la dimen-
sión política concreta del comunalismo.16 En su programa de
­mu­nicipalismo libertario, el comunalismo busca con firmeza
­eli­minar las estructuras municipales estatistas y reemplaza­
rlas con las instituciones de una política libertaria. Busca

16. Ya en los años setenta del siglo xx comencé a escribir acerca del mu­
ni­cipalismo libertario con «Spring Offensives and Summer Vaca-
tions», Anar­chos, n.º 4, 1972. Desde entonces he desarrollado una ex-
tensa literatura acerca de este tema. Los trabajos más significativos
incluyen From Ur­ba­nization to Cities, op. cit.; «Theses on Libertarian
Municipalism», Our Ge­ne­ration, Montreal, vol. 16, n.º 3-4, prima­vera/
verano de 1985; «Radical Po­li­tics in an Era of Advanced Capitalism»,
Green Pers­pectives, n.º 18, no­viembre de 1989; «Liber­tarian Municipa-
lism: An Over­view», Green Pers­pectives, n.º 24, oc­tubre de 1991; y The
Limits of the City, Har­per & Row, Nueva York, 1974.

53
murray bookchin | la próxima revolución

reestructurar radicalmente las instituciones gobernantes de


las ciudades, transformándolas en asambleas populares demo-
cráticas basadas en los barrios, ciudades pequeñas y pueblos.
En estas asambleas populares, los ciudadanos —incluyendo
tanto a la clase media como a la trabajadora— lidian con los
problemas comunitarios cara a cara, directamente, adoptando
decisiones políticas sobre la base de la democracia directa y ha-
ciendo realidad el ideal de una sociedad humanista y radical.
Si deseamos lograr el modelo de vida social libre al cual as-
piramos, la democracia debería ser, como mínimo, nuestra for-
ma de vida política compartida. Y por su parte, para abordar los
problemas y asuntos que trascienden los límites de cada muni-
cipio individual, las democratizadas municipalidades deberían
unirse para formar confederaciones mayores. Estas asambleas
y confederaciones, por su misma existencia, podrían desafiar la
legitimidad del Estado y las formas estatistas de poder. Podrían
estar enfocadas de manera expresa en reemplazar el poder esta-
tal y el poder de la política profesional por el poder popular y
por políticas racionales socialmente transformadoras. Y se
convertirían en esferas en las que los conflictos de clase po-
drían ser resueltos y las clases eliminadas.
Los municipalistas libertarios no se engañan pensando que
el Estado observará con tranquilidad y mantendrá la compos-
tura frente a sus intentos de reemplazar el poder profesionali-
zado por el poder popular. No albergan ninguna ilusión de que
las clases dominantes permitirán con indiferencia que el actual
movimiento comunalista demande derechos que transgredan o
vulneren la soberanía del Estado sobre los pueblos y ciudades.
Históricamente, regiones, localidades y, por encima de todo,
pueblos y ciudades, han peleado desesperadamente por recu-
perar su soberanía local de las garras del Estado; aunque no
siempre con propósitos elevados. Es de esperar que el intento
comunalista de restaurar el poder de las ciudades y los pue-
blos y de unirlos en confederaciones provoque una creciente
re­sistencia por parte de las instituciones estatales. Es obvio
que las nuevas confederaciones municipalistas basadas en el
asamblearismo popular encarnarán un poder dual contra

54
el proyecto comunalista

el Estado, lo cual se convertirá en una fuente de creciente ten-


sión política. O bien esta tensión radicaliza el movimiento co-
munalista y hace que se enfrente resueltamente a todas las
consecuencias o, de lo contrario, se hundirá en una ciénaga de
cesiones que implicará que vuelva a ser absorbido por el
orden social que había intentado cambiar. De qué manera el
movimiento se enfrenta a este reto, será una clara muestra de
su seriedad en la búsqueda del cambio del sistema político
existente y de la consciencia social que es capaz de desarrollar,
y de la cual deben nacer la educación y los liderazgos públicos.
El comunalismo constituye una crítica de la sociedad jerárqui-
ca y capitalista en su conjunto. No busca solo transformar la vida
política de la sociedad, sino también su vida económica. A este res-
pecto, el objetivo no es nacionalizar la economía o mantener la
propiedad privada de los medios de producción, sino municipali-
zar la economía. Busca integrar los medios de producción en el día
a día del municipio, de manera que cada iniciativa productiva se
encuentre dentro de la esfera de la asamblea local, que sea esta la
que decida cómo debe desarrollar su funcionamiento para poder
cubrir las necesidades e intereses de la comunidad en su conjunto.
La separación entre vida y trabajo, tan preponderante en la econo-
mía capitalista moderna, debe ser superada para que no se pierdan
o desvirtúen los deseos y necesidades de los ciudadanos, las hábiles
mutaciones del desarrollo creativo durante el proceso de produc-
ción, ni el papel que la producción desempeña en el pensamiento
creativo y la capacidad de autodefinición. «La humanidad se hace a
sí misma», por citar el título del libro de V. Gordon Childe17 acerca
de la revolución urbana durante el ú ­ ltimo periodo de la era neolí-
tica y el auge de las ciudades, y lo hace no solo intelectual y estéti-
camente sino también mediante la ­expansión de las necesidades

17. V. Gordon Childe: Man Makes Himself, Watts, Londres, 1975 [en cas­
tellano: Los orígenes de la civilización, Fondo de Cultura Económica, Ma­
drid, 1975, descatalogado]. «La tradición hace al hombre, circuns­cribiendo
su conducta den­tro de ciertos límites; pero, es igualmente cierto que el
hombre hace las tra­diciones. Y, por lo tanto, podemos repetir con una
comprensión muy pro­funda: el hombre se hace a sí mismo». (N. de la T.)

55
murray bookchin | la próxima revolución

humanas, así como de los métodos productivos necesarios para sa-


tisfacerlas. Nos descubrimos a nosotros mismos —nuestras poten-
cialidades y su renovación— mediante el trabajo creativo y útil que
no solo transforma el mundo natural, sino que conduce a nuestra
propia formación y autodefinición.
También debemos evitar la estrechez mental y los deseos
de propiedad individual que han afligido a tantos proyectos
autogestionados, como las «colectividades» de las revoluciones
española y rusa. No se ha escrito suficiente acerca de la deriva
en muchos de los proyectos autogestionados —tanto «socialis-
tas» como bajo banderas rojinegras— de la Rusia y la España
revolucionarias, hacia formas de capitalismo colectivo que aca-
baron conduciendo a la competición entre unas y otras colec-
tividades por los mercados y las materias primas.18
Lo más significativo en la vida política comunalista, es
que trabajadores de diferentes sectores y con distintas tareas
tomarían asiento en asambleas populares, no en calidad de tra­
ba­jadores —impresores, fontaneros, siderúrgicos y de tareas
similares que tengan intereses específicos que defender— sino
como ciudadanos cuya preocupación primordial debería ser el
interés general de la sociedad en la que viven. Los ciudadanos
deberían ser liberados de sus identidades como obreros, espe-
cialistas e individuos preocupados preferentemente de sus in-
tereses particulares. La vida municipal debería convertirse en
una escuela para la formación de ciudadanos, tanto mediante
la absorción de nuevos conciudadanos como educando a la ju-
ventud. A su vez, las asambleas deberían funcionar no solo
como instituciones permanentes para la toma de decisiones,
sino como lugares para la educación de la población en la ges-
tión de asuntos cívicos y regionales complejos.19

18. Para un análisis sobre esto, véase Murray Bookchin: «The Ghost of


Ana­r­cho­syndicalism», Anarchist Studies, vol. 1, n.º 1, primavera de 1993.
19. Una de las grandes tragedias de la Revolución rusa de 1917 y de la Re­
volución española de 1936, fue el fracaso de las masas a la hora de a­ d­quirir
un cono­cimiento profundo de la logística social y de los com­ple­jos vín­
culos in­volu­crados en la producción de los medios nece­­sarios para la vida
en la sociedad mo­derna. Puesto que aquellos que tenían la experiencia

56
el proyecto comunalista



En un modo de vida comunalista, el énfasis de la economía con-


vencional en los precios y en recursos escasos sería reemplazado
por la ética, con su preocupación por las necesidades humanas
y por la buena vida. La solidaridad humana —o philia, como la
llamaron los griegos— reemplazaría el beneficio material y el
egoísmo. Las asambleas municipales se convertirían no solo en
espacios para la vida cívica y para la toma de decisiones, sino
que también serían centros en los que sería desmitificado y
abierto al escrutinio y la participación de la ciudadanía el som-
brío mundo de materias como la logística económica, la adecua-
da coordinación de la producción y los servicios públicos. El
surgimiento del nuevo ciudadano marcaría un hecho trascen-
dente respecto a las clases identitarias del socialismo tradicio-
nal y la formación del «hombre nuevo» que los revolucionarios
rusos soñaban lograr. La humanidad sería capaz ahora de ascen-
der hasta aquel estado universal de consciencia y de racionali-
dad que los grandes utopistas del siglo xix y los marxistas
es­peraban que deviniese de sus esfuerzos; abriendo el camino a
la culminación de la humanidad como una especie que abrace la
razón en vez del interés material y que permita la posescasez
material en lugar de una armonización de la austeridad, forzada
por una moral de la escasez y de la privación material.20
La democracia clásica ateniense del siglo v a. C., fuente de la
tradición democrática occidental, estaba basada en la toma di-
recta de decisiones en asambleas comunales del municipio y

en la gestión de em­presas productivas y en la tarea de hacer funcionales


las ciudades, eran de­fensores del antiguo régimen, los obreros se encon-
traban de facto incapa­citados para tomar el control completo de las fá-
bricas. Se vieron, por ello, obli­ga­dos a depender de «especialistas bur-
gueses» para hacerlas funcionar, indi­ vi­
duos que los habían hecho
víctimas de la élite tecnocrática.
20. Esta transformación de los obreros de miembros de una clase a ciu­da­
danos la he analizado previamente, entre otras obras y artículos, en From
Urbanization to Cities, op. cit.; y en «Workers and the Peace Movement»,
publicado en The Modern Crisis, Black Rose Books, Montreal, 1987.

57
murray bookchin | la próxima revolución

confederaciones de estas asambleas municipales. Durante más


de dos milenios, los escritos políticos de Aristóteles sirvieron de
manera recurrente para elevar nuestra consciencia respecto a la
ciudad como un lugar para el desarrollo de las potencialidades
humanas: para la razón, la autoconciencia y la buena vida. Aris-
tóteles trazó el surgimiento de la polis desde la familia u oikos,
esto es, desde el ámbito de la necesidad en el que los seres huma-
nos satisfacían sus necesidades animales básicas y donde la auto-
ridad descansaba en el hombre más viejo. Pero la asociación de
varias familias, observó el filósofo, «aspira a algo más que suplir
las necesidades inmediatas»;21 esta intencionalidad dio paso a la
primera formación política: la aldea. Es de sobras conocido que
Aristóteles definió al ser humano (aunque solo se refería al hom-
bre griego adulto)22 como un «animal político» (zoon politikon), el
cual gobernaba sobre los miembros de la familia no solo para
cubrir sus necesidades básicas sino como condición material ne-
cesaria para su participación en la vida política, en la cual el diá-
logo y la razón reemplazaban a la irracionalidad, la costumbre y
la violencia. Es por esto que

... de la comunidad final y perfecta (koinonan) de va­


rias aldeas, cuando ya ha alcanzado por decirlo así, el

21. Aristóteles: Polítics, trad. Benjamin Jowett, en J. Barnes (ed.): The Com­


plete Works of Aristotle, Revised Oxford Translation, Princeton Uni-
versity Press, Prince­ton (Nueva Jersey), 1984, vol. 2, 1987, 1252 [b] 16
[en castellano: Política, Ediciones Istmo, Tres Cantos, Madrid, 2005,
1252 [b] 5, p. 97].
22. Como ideal libertario para el futuro de la humanidad y como dominio
genuino de libertad, la ciudad ateniense carece totalmente de la prome-
sa final de la ciudad. Su población incluía esclavos, mujeres subordina-
das y residentes ex­tran­­jeros sin derecho al voto. Solo una minoría de
los ciudadanos masculinos po­seían derechos cívicos, y gobernaban la
ciudad sin consultar al resto de la po­blación, que les superaba en núme-
ro. Materialmente, la estabilidad de la polis de­pendía del trabajo de sus
habitantes no ciudadanos. Este es uno de los muchos fa­llos monumen-
tales que las posteriores municipalidades deberán corregir. Sin em­
bargo, la polis es significativa no como ejemplo de comunidad emanci-
pada, sino por el exitoso funcionamiento de sus instituciones libres.

58
el proyecto comunalista

límite de la completa autosuficiencia, se origina la polis


que, aunque surgió de las necesidades básicas de la vida,
su razón de ser es la del vivir bien.23

Para Aristóteles, y podemos asumir que también para los an-


tiguos atenienses, las funciones propias del municipio no eran,
por ello, meramente instrumentales, ni siquiera estrictamente
económicas. El municipio, como espacio consociativo, y los
acuerdos sociales y políticos que construye en él la gente, fue-
ron el telos de la humanidad, el terreno por excelencia en el que
los seres humanos, a lo largo de la historia, podían actualizar su
potencial para la razón, la autoconsciencia y la creatividad. Así,
para los antiguos atenienses, la política no solo incluía la ges-
tión de los asuntos prácticos de la política, sino también activi-
dades cívicas que estaban cargadas de obligaciones morales para
con la propia comunidad. Se esperaba que todos los ciudadanos
participasen de las actividades cívicas como un asunto ético.
Los ejemplos de democracia municipal no estaban limitados a
la antigua Atenas. De hecho, mucho antes de que las diferencias
de clase diesen paso al Estado, muchas ciudades relativamente se-
culares produjeron las primeras estructuras institucionales de de-
mocracia local. Es probable que las asambleas populares existiesen
en la antigua Sumeria, en los principios mismos de la denominada
«revolución urbana», hace unos siete mil u ocho mil años. Clara-
mente estaban presentes entre los griegos y, hasta la derrota de los
hermanos Graco, las asambleas eran centros de poder populares
en la Roma republicana. Eran casi omnipresentes en las ciudades
medievales europeas e incluso en Rusia, y de manera destacable
en Nóvgorod y Pskov que, durante una época, estuvieron en­tre
las ciudades más democráticas del mundo eslavo. La asamblea,

23. Aristóteles: Politics, op. cit., 1252 [b] 29-30; el énfasis es mío; las pala-
bras ori­gi­nales de los textos clásicos pueden encontrarse en la edi-
ción de Loeb Classical Library edition: Politics, trad. H. Rackham,
Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1972 [en cas-
tellano: Política, op. cit., 1252 [b] 8, p. 98].

59
murray bookchin | la próxima revolución

debería remarcarse, comenzó a adoptar su forma auténticamente


moderna en las secciones vecinales parisinas en 1793, cuando se
convirtieron en auténticas fuerzas motoras de la Revolución fran-
cesa y agentes conscientes en la construcción de un nuevo cuerpo
político. Que no hayan recibido nunca la consideración debida y
merecida dentro de la literatura acerca de la democracia, especial-
mente dentro de las corrientes marxistas democráticas y de las ten-
dencias sindicalistas revolucionarias, es una evidencia dramática
de las grietas existentes en la tradición revolucionaria.
Estas instituciones democráticas municipalistas existieron en
constante tensión combativa con los codiciosos monarcas, señores
feudales, familias adineradas e invasores filibusteros hasta que se
vieron aplastadas, y de hecho habitualmente lo fueron mediante
luchas sangrientas. No se ha puesto énfasis suficiente en que cada
gran revolución de la historia moderna ha tenido una dimensión
ciudadana, la cual se ha visto desdibujada y reducida en el seno de
la historia radical, al poner el énfasis en los antagonismos de clase,
independientemente de lo importante que fuesen. Es impensable
entender la Revolución inglesa de la década de 1640 sin señalar
Londres como su epicentro; por la misma razón que cualquier de-
bate acerca de las diferentes revoluciones francesas resulta imposi-
ble si no se centra en París; o si hablamos de la Revolución rusa sin
sumergirnos en Petrogrado o de la Revolución española de 1936
sin señalar que en Barcelona residía su núcleo social más desarro-
llado. Esta centralidad de la ciudad no es un mero hecho geográfi-
co; es, por encima de todo, un hecho profundamente político que
abarca las maneras en las que las masas revolucionarias agregaron
y pusieron en discusión las tradiciones ciudadanas que las nutrie-
ron, y el entorno que albergó sus visiones revolucionarias.
El municipalismo libertario es una parte integral del marco de
trabajo del comunalismo, de hecho es su praxis, del mismo modo
que el comunalismo como cuerpo sistemático del pensamiento re-
volucionario no tiene sentido sin el municipalismo libertario. Las
diferencias entre el comunalismo y el anarquismo auténtico o
«puro» —por no hablar del marxismo— son demasiadas como para
que las abarque el añadido de anarco, social, neo o incluso libertario.
Cualquier intento de reducir el comunalismo a una mera variante

60
el proyecto comunalista

del anarquismo supondría denegar la integridad de ambas ideas; de


hecho, significa ignorar las diferencias en torno a conceptos en con-
flicto como democracia, organización, elecciones, gobierno y simi-
lares. Gustave Lefrançais, miembro de la Comuna parisina, a quien
puede considerarse el creador de este término político, declaró
taxativamente que él era «comunalista, no anarquista».24
Por encima de todo, el comunalismo está compro­me­tido con
el problema del poder.25 En marcado contraste con las ­diferentes
iniciativas comunitarias promocionadas por auto­denominados
anarquistas, como locales «populares», im­pren­tas, cooperativas
de alimentos y jardines comunitarios, los adheridos al comuna-
lismo se movilizan para involucrarse ­electoralmente en centros

24. Gustave Lefrançais, aparece citado en Piotr Kropotkin: Memoirs of a


Revo­lu­tionist, Horizon Press, Nueva York, 1983, p. 393 [en castellano:
Memo­rias de un revolucionario, Ed. Nuevo León, La Habana, s. f., des­ca­ta­
logado, p. 243]. A día de hoy yo también me vería obligado a hacer la mis-
ma afirmación. A finales de la década de 1950, cuando el anarquismo en
los Estados Unidos a duras penas era una presencia perceptible, pa­recía
un campo suficientemente claro como para que yo pudiera de­sarrollar el
concepto de la ecología social, así como las ideas políticas y filosóficas
que acabarían con el tiempo convirtiéndose en el naturalismo dialéctico
y en el municipalismo libertario. Sé de sobra que esas ideas no coincidían
con las ideas anarquistas tradicionales, y menos to­davía el concepto de
posescasez que implicaba que una sociedad libertaria mo­derna descansa-
ría sobre condiciones materiales avanzadas. Hoy día, en­cuentro que el
anarquismo sigue adoleciendo de la misma psicología tan banal­mente
individualista y antirracionalista de siempre. Mi intento de mantener el
anarquismo bajo el nombre de «anarquismo social» ha sido en gran medi-
da un fracaso y, actualmente, pienso que el término que he utilizado para
darle signi­ficado a mis puntos de vista debe ser reem­plazado por el de co­
munalismo, que, de manera más coherente, integra y supera los rasgos más
viables de las tra­diciones anarquistas y marxistas. Intentos recientes de
utilizar el término anar­quismo como nivelador para minimizar las dife-
rentes y abundantes con­tra­dicciones agrupadas bajo este término —e in-
cluso celebrar la apertura del mismo a las «di­fe­ren­cias»— lo convierten
en un término genérico de carác­ter difuso e in­definido, a disposición de
todo un conjunto de tendencias que, en rea­lidad, deberían encontrarse
en agudo conflicto entre ellas.
25. Para un análisis y debate de los problemas muy reales creados por el des­dén
de los anarquistas por el poder durante la Revolución española de 1936,
véase el capítulo «El anarquismo y el poder en la Revolución española».

61
murray bookchin | la próxima revolución

de poder que puedan resultar p ­ o­ten­cialmente importantes —el


consejo municipal, el Ayun­tamiento—, e intentan impulsarlos
para generar asamblea­s vecinales con capacidad legislativa. Es-
tas asambleas, habría que subrayar, llevarán a cabo todos los es-
fuerzos necesarios para deslegitimar y derribar los órganos
estatistas que controlan sus pueblos y ciudades en esos momen-
tos, y actuar a partir de entonces como motores reales en el ejer-
cicio del poder. Una vez que cierta cantidad de municipalidades
se haya democratiza­do siguiendo las líneas comunalistas, se con-
federarán metó­di­camente en ligas municipalistas, desafiando
así el papel del Es­tado nación y, mediante asambleas populares y
consejos confederales, intentarán adoptar el control sobre la
vida económica y política.
Por último, el comunalismo, en contraste con el anarquismo,
defiende de manera decidida la toma de decisiones mediante el
voto y la elección por mayoría, ya que es el único modo para que
un gran número de personas tomen decisiones conjuntas. Los
anarquistas auténticos afirman que este principio —el «gobier-
no» de la minoría por la mayoría— es autoritario y en su lugar
proponen la toma de decisiones por consenso. El consenso, mé-
todo en el que cada individuo puede vetar las decisiones de la
mayoría, amenaza con abolir la sociedad como tal. Una sociedad
libre no es una sociedad en la que sus miembros, como los lotó-
fagos de Homero,26 viven en un estado de felicidad y dicha sin
memoria, tentación o conocimiento. Guste o no, la humanidad
ha comido del fruto de la sabiduría, y sus memorias están carga-
das de historia y experiencia. En un formato vívido de libertad
—opuesto a la mera tertulia de bar—, los derechos de las mi­
norías para ­expresar su desacuerdo estarían tan protegidos
como los derechos de las mayorías. La comunidad corregiría

26. En el relato de Homero las naves de Ulises desembarcan, huyendo de


la tormenta, en una extraña isla habitada por personas que solo se ali-
mentan de los frutos del loto. En cuanto los miembros de la tripula-
ción prueban el fruto, se olvidan de su misión y sus compañeros. Uli-
ses los arrastra de nuevo a la embarcación, donde los encadena a los
bancos de remo para evitar que huyan. (N. de la T.)

62
el proyecto comunalista

instantáneamente cualquier reducción de esos derechos —es de


desear que se hiciese de manera respetuosa y amable, pero si no
se puede hacer de otra manera se haría a la fuerza— para que
la vida social no cayese en el caos. De hecho, los puntos de vista
de las minorías serían atesorados como potenciales fuentes de
nuevos conocimientos y percepciones, y como verdades inci-
pientes que, si fueran coartadas, causarían daño a la sociedad al
negarle las fuentes para la creatividad y el progreso. Normal-
mente, las nuevas ideas surgen de minorías inspiradas que,
poco a poco y a su debido tiempo y lugar, adquieren la centra­
lidad que merecen. Eso hasta que, de nuevo, estas son rebatidas
o ­desafiadas, una vez que se han transformado en componentes
de un periodo de conocimiento convencional que comienza
su decadencia y que requiere de nuevas (y minoritarias) visiones
que reemplacen las ortodoxias con­geladas.



Se mantiene como una cuestión incontestada cómo vamos a lo-


grar esta sociedad racional. Un escritor anarquista contestaría
diciendo que la buena sociedad —o una auténtica dispo­sición
«natural» de los asuntos, incluyendo al «hombre natural»—
existe más allá de los límites y cargas opresivas de la civiliza-
ción, como el suelo fértil se esconde bajo la nieve. Lo que
deviene de esta mentalidad es que todo lo que estamos obliga-
dos a hacer para conseguir una buena sociedad es eliminar de
alguna manera la nieve, es decir, el capitalismo, los Estados na-
ción, iglesias, escuelas convencionales y todo el resto de institu-
ciones casi infinitas que de manera perversa encarnan la
dominación de una forma u otra. Presumiblemente, una socie-
dad anarquista —que se lograría simplemente eliminando las
instituciones del Estado, gubernamentales y culturales— emer-
gería intacta, lista para su funcionamiento y desarrollo como
sociedad libre. Dicha «sociedad», si puede siquiera de­nominarse
así, no nos requeriría que participásemos de mane­ra proactiva
en su creación; simplemente deberíamos dejar que la nieve se
deshiciese. Por desgracia, el proceso de crear racio­nalmente una

63
murray bookchin | la próxima revolución

sociedad comunalista libre requerirá, sus­tan­cialmente, de una


mayor reflexión y trabajo que el de sim­plemente abrazar un con-
cepto mistificado de inocencia y beatitud o ­ riginal.
Una sociedad comunalista debería sustentarse, por encima
de todo, en los esfuerzos de una nueva organización radical
para cambiar el mundo, una organización que posea un nuevo
vocabulario político que explique sus objetivos, un nuevo pro-
grama y marco teórico para hacer coherentes esos objetivos.
Necesitaría, por encima de todo, individuos dedicados deseo-
sos de tomar las responsabilidades de la educación y el lide­
razgo. Si no queremos que las palabras se vuelvan términos
totalmente mistificados y que oscurezcan la realidad que existe
frente a nuestros ojos, debería reconocerse, aunque sea míni-
mamente, que el liderazgo siempre existe y que no desaparece
porque se nuble con eufemismos como «militantes» o, como en
España, «militantes influyentes». También debe reconocerse
que muchos individuos de grupos anteriores, como la cnt, no
eran simples «militantes influyentes», sino que eran total y cla-
ramente líderes, y sus puntos de vista recibían más considera-
ción y atención —con merecimiento— que los de otros, ya que
estaban basados en una mayor experiencia, conocimiento y
sabiduría, además de poseer las cualidades psicológicas necesa-
rias para proporcionar una guía efectiva. Un enfoque liberta-
rio serio del liderazgo incluiría el reconocimiento de la realidad
y la importancia crucial de los líderes, principalmente para po-
der establecer las estructuras y regulaciones formales necesa-
rias para controlar y modificar sus actuaciones y llamarlos al
orden cuando los miembros de la comunidad consideren que
este respeto se ha utilizado de manera inadecuada, o cuando el
liderazgo se convierte en abuso de poder.
Un movimiento municipalista libertario no debería funcio-
nar por la adhesión de miembros frívolos y vacilantes, sino por
personas que hayan sido educadas en las ideas, procedimientos y
actividades del movimiento. Además, deberían demostrar un
compromiso serio con su organización, una organización cuya
estructura está compuesta y se presenta bajo una explícita forma
de constitución formal y con sus adecuados estatutos. Sin un

64
el proyecto comunalista

marco institucional formulado y aprobado democráticamente, a


cuyos miembros y líderes se les puedan exigir res­ponsabilidades,
es evidente que los estándares articulados de responsabilidad de-
jan de existir. De hecho, es precisamente en el momento que un
miembro deja de ser responsable respecto a sus competencias y
regulaciones constitucionales, cuando se desarrolla el autorita-
rismo y acaba conduciendo, con el tiempo, a la inmolación del
movimiento. La libertad frente al autoritarismo solo puede ase-
gurarse mediante una distribución y asignación clara, concisa y
detallada del poder, y no por petulantes afirmaciones que plan-
tean que el poder y el liderazgo son formas de «gobierno» o por
metáforas libertarias que ocultan su realidad. Es precisamente
en el momento en que una organización fracasa a la hora de ar-
ticular estos detalles regulatorios, cuando surgen las condicio-
nes para su degeneración y decaimiento.
De forma irónica, los estratos sociales que históricamen-
te han sido más insistentes a la hora de exigir la libertad
para el ejercicio de su voluntad frente a la regulación, han
sido los de los jefes, monarcas, nobles y burguesía. De ma-
nera similar, incluso anarquistas renombrados han visto la
autonomía individual como la auténtica expresión de la li-
bertad frente a los «artificios» de la civilización. En la esfe-
ra de la auténtica libertad, es decir, la libertad que se ha
logrado como resultado de la consciencia, el conocimiento
y la necesidad, saber qué podemos y qué no podemos hacer
es mucho más limpio, honesto y veraz con la realidad que el
evitar la responsabilidad de conocer los límites del mundo
habitado. Como Marx observó hace más de un siglo y me-
dio, «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen
a su libre arbitrio…».27
La necesidad de que una izquierda internacional sobrepase
valerosamente los marcos de trabajo marxista, anarquista, sin-
dicalista o vagamente socialista, hacia un marco de trabajo co-
munalista es especialmente urgente y perentoria hoy en día.

27. Karl Marx: El 18 brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico En-


gels, Madrid, 2003, p. 85. (N. de la T.)

65
murray bookchin | la próxima revolución

Pocas veces en la historia de las ideas políticas de izquierda, las


ideologías han estado tan salvaje e irresponsablemente mezcla-
das; casi nunca la ideología en sí misma ha estado tan denigra-
da; rara vez ha sonado tan desesperado el grito de «¡Unidad!».
Sin lugar a dudas, las diferentes tendencias que se oponen al
capitalismo deberían efectivamente unirse y aunar esfuerzos
para desacreditar y eliminar el sistema de mercado. Para dicha
finalidad, la unidad es un desiderátum que no se puede valorar:
un frente unido de toda la izquierda es necesario para poder
confrontar el arraigado sistema —toda una cultura, de hecho—
de la producción e intercambio de mercancías, y defender los
derechos residuales que las masas han logrado en luchas ante-
riores contra Gobiernos y sistemas sociales opresivos.
La urgencia de esta necesidad, sin embargo, no requiere que
los participantes del movimiento abandonen la crítica mutua o
que repriman su crítica a los rasgos autoritarios presentes en la
organización anticapitalista. Menos aún les requiere compro-
meterse con la integridad y la identidad de sus diferentes pro-
gramas. La vasta mayoría de participantes de los movimientos
actuales son jóvenes radicales sin experiencia que han llegado
en una época de relativismo posmoderno. Como consecuencia,
el movimiento está marcado por un escalofriante eclecticismo,
en el que las opiniones vacilantes son igualadas caóticamente a
ideales sin que dichas opiniones se sustenten, como deberían,
en premisas objetivas.28 En una mezcolanza en la que la clara
expresión de ideas no se valora y los términos son utilizados de
manera inapropiada, y donde la argumentación y el debate es
calificado como «agresivo» o, peor aún, despreciado como «di-
visivo», haciendo difícil formular ideas en el crisol de la con-
frontación. De hecho, como mejor crecen y maduran las ideas

28. Debería señalar que por objetivo, no me refiero meramente a entidades


existen­ciales y eventos, sino también a potencialidades que pueden
ser racionalmente concebidas, nutridas y, a su debido tiempo, actuali-
zadas en lo que denomi­naremos, de manera estrecha, realidades. Si
todo lo que significa el término ob­jetivo fuese una mera existencia ma-
terial, ningún ideal o promesa de libertad se­ría un objetivo válido, a
no ser que ya existiese directamente frente a nuestros ojos.

66
el proyecto comunalista

no es en el silencio y la humedad controlada de una guardería


ideológica, sino en el tumulto de la disputa y de la crítica
­mutua.
Siguiendo prácticas revolucionarias socialistas del pasado,
los comunalistas podrían intentar formular un programa de
mínimos que llame a la satisfacción de las preocupaciones in-
mediatas, como la mejora de salarios y la vivienda, o parques y
transportes adecuados. Este programa mínimo buscaría satis-
facer las necesidades más elementales de la gente, mejorar su
acceso a los recursos que hacen que la vida sea tolerable. El
programa de máximos, en contraste, presentaría una imagen
de cómo podría ser la vida humana bajo el socialismo liberta-
rio, hasta el punto en el que dicha sociedad pueda ser visuali-
zable en un mundo que se encuentra sometido a un cambio
constante, bajo el impacto de revoluciones industriales apa-
rentemente infinitas.
Sin embargo, los comunalistas verían su programa y sus
prácticas como un proceso. De hecho, como un programa
transicional, en el cual cada nueva demanda proporciona la
plataforma para demandas cada vez mayores, que a su vez con-
ducen a demandas cada vez más radicales y finalmente revolu-
cionarias. Uno de los ejemplos más sorprendentes de una
demanda transicional fue el pragmático llamamiento de la Se-
gunda Internacional, en el siglo xix, a una milicia popular que
reemplazase el ejército profesional. En otros casos, los socia-
listas revolucionarios exigieron que los ferrocarriles fuesen
de propiedad pública —o, como habrían exigido los sindicalis-
tas re­vo­lucionarios, que estuviesen controlados por los pro-
pios trabajadores ferroviarios— en lugar de ser de propiedad y
gestión privada. En sí misma, ninguna de estas demandas era
revolucionaria, pero abrieron caminos, políticamente, a for-
mas revolucionarias de funcionamiento y de propiedad que, a
su vez, podrían escalarse para lograr el programa de máximos
del movimiento. Puede que otros critiquen por «reformis-
ta» este modelo y esfuerzo de ir paso a paso, pero los comuna-
listas no afirman que la existencia misma de una sociedad
comunalista nazca de la mera legislación de esta. Lo que estas

67
murray bookchin | la próxima revolución

demandas intentan lograr, a corto plazo, son nuevas reglas de


compromiso entre la gente y el capital, necesarias más que
nunca en un momento en el que la «acción directa» es confun-
dida con meras protestas frente a eventos cuya agenda está to-
talmente decidida por los gobernantes.
En resumen, el comunalismo intenta rescatar un ámbito de
acción y discurso públicos que, o bien está desapareciendo casi
por completo, o bien a menudo se ve reducido a enfrentamien-
tos sin sentido con la policía, o a teatro callejero que, indepen-
dientemente de lo artístico que sea, reduce asuntos serios a
performances simplistas que no poseen una influencia instruc-
tiva. A diferencia de ello, los comunalistas intentan construir
organizaciones e instituciones duraderas, que puedan desem-
peñar un papel socialmente transformador en el mundo real.
De manera significativa, los comunalistas no dudan a la hora
de presentar candidatos a las elecciones municipales, quienes,
en caso de ser elegidos, utilizarán el poder real que les confiere
su cargo para legislar y dar existencia legal a las asambleas po-
pulares. Estas asambleas, por su parte, poseerán el poder final
para crear formas efectivas de juntas municipalistas de gobier-
no. En la medida que el surgimiento de la ciudad —y de los
consejos urbanos— precedieron largamente al surgimiento de
la sociedad de clases, los consejos basados en asambleas popu-
lares no son órganos inherentemente estatistas, y participar de
manera seria en las elecciones municipales contrarresta los
­intentos reformistas socialistas de elegir delegados estatalistas,
al ofrecer la visión libertaria histórica de las confederacio-
nes municipales como una alternativa popular práctica, com­
bativa y políticamente creíble al poder estatal. De hecho, las
candi­d aturas comunalistas, que denuncian explícitamen-
te las ­candidaturas parlamentarias como oportunistas, mantie-
nen vivo el debate acerca de cómo puede lograrse el socialismo
libertario, un debate que lleva años languideciendo.
No debería haber ningún autoengaño acerca de las oportu-
nidades que existen para transformar nuestra irracional socie-
dad en una racional. Nuestras opciones acerca de cómo
transformar la sociedad existente siguen formando parte del

68
el proyecto comunalista

tablero de la historia y se enfrentan a problemas inmensos.


Pero a no ser que las generaciones presentes y futuras sean
derrotadas y encadenadas a la sumisión total, por una cultura
basada en cálculos miserables —de la mano de la acción de los
cuerpos policiales, sus gases lacrimógenos y sus cañones de
agua—, no podernos desistir de la lucha por las libertades que
ya poseemos, e intentar expandirlas a una sociedad libre don-
de sea que surjan las oportunidades para hacerlo. En todo
caso, ahora ya está claro, a la luz de todo el armamento y mé-
todos de destrucción ecológica al alcance de la mano, la
­necesidad del cambio radical no puede ser aplazada indefini-
damente. Lo que es evidente es que los seres humanos son
­demasiado inteligentes como para no tener una sociedad ra-
cional; la cuestión más seria a la que nos enfrentamos es si la
humanidad es suficientemente racional como para lograrlo.

Noviembre, 2002

69
La crisis ecológica
y la necesidad de
rehacer la sociedad
A la hora de identificar los orígenes de nuestros problemas
sociales y ecológicos actuales, puede que el mensaje más fun-
damental que aporta la ecología social es que la idea misma de
dominar la naturaleza nace de la dominación del humano por
el humano. Las principales implicaciones de este mensaje
tan básico son un llamamiento a una política e incluso a una
­economía que ofrezca una alternativa democrática al Estado
nación y a la sociedad de mercado. En líneas generales, aquí
ofrezco un esbozo sobre cómo abordar estos problemas, para
permitir los cambios necesarios para dirigirnos hacia una so-
ciedad libre y ecológica.
Lo primero es reconocer que nuestra problemática ecológi-
ca es de carácter social, es decir, que si nos enfrentamos a la
posibilidad de una catástrofe ecológica absoluta, respecto a
la cual nos alertan tantas personas e instituciones de renom-
bre, es debido a que la histórica opresión del humano por el
humano ha superado los límites de la sociedad y se ha extendi-
do al mundo natural. Hasta que la dominación como tal no sea
eliminada de la vida social y reemplazada por una sociedad
verdaderamente comunitaria, igualitaria y solidaria, la socie­
dad existente utilizará poderosas fuerzas ideológicas, tecnológicas

73
murray bookchin | la próxima revolución

y sistémicas para degradar no solo el medioambiente sino


toda la biosfera. Por ello, hoy más que nunca es imperativo
que desarrollemos la consciencia y el movimiento social ne­
cesarios para acabar con la dominación en nuestro ámbito
­cotidiano: en las relaciones entre los jóvenes y los ancianos,
entre hombres y mujeres, en las instituciones educativas y en
los lugares de t­ rabajo, o en nuestra actitud hacia el mundo na-
tural. Permitir que persista el veneno de la dominación —y
una sensibilidad ­autoritaria— es, en estos momentos, ignorar
las raíces más e­ le­mentales de nuestros problemas —tanto so-
ciales como eco­ló­gicos— y sus orígenes, que son rastreables
hasta los comienzos de nuestra sociedad.
En segundo lugar, y más específicamente, la moderna socie-
dad de mercado —a la que llamamos capitalismo— y su alter ego
el «socialismo de Estado», han llevado todos los problemas his-
tóricos relacionados con la dominación hasta el punto en el que
nos encontramos. Las consecuencias de esta economía de mer-
cado de crecimiento o muerte conducen inexorablemente a la
destrucción de la base natural en la que se sustentan las formas
de vida complejas, incluyendo la humanidad. Sin embargo, es
demasiado común en nuestros días señalar el crecimiento de-
mográfico o la tecnología —o ambos— como los culpables de la
degradación ecológica que nos asola. Pero no podemos limitar-
nos a señalar cualquiera de estas como las «causas» de proble-
mas cuyas raíces más profundas residen en la economía de
mercado. Los intentos de centrarse en estas supuestas «causas»
son escandalosamente engañosos y desvían nuestra atención de
los problemas sociales que debemos resolver.
En la experiencia estadounidense, la gente de hace dos ge­
neraciones se abrió paso a machetazos a través de los grandes
bosques en su camino hacia el oeste, exterminando casi por com­
pleto bisontes, roturando tierras fértiles y asolando gran parte
del continente; todo ello sin utilizar más que hachas de mano,
simples azadas, vehículos tirados por caballos y sencillas herra-
mientas de mano. No necesitaron de ninguna revolución tecno-
lógica para crear la devastación de lo que, gracias a una gestión
racional de sostenimiento de la vida tanto humana como no

74
la crisis ecológica y la necesidad de rehacer la sociedad

humana, hasta entonces había sido una vasta y fecunda región.


Lo que llevó tanta ruina a la tierra no fueron las mejoras tecno-
lógicas utilizadas por aquellos estadounidenses de generaciones
anteriores, sino el insano impulso de los empresarios por expan-
dirse y devorar las riquezas de sus competidores, evitando ser
devorados ellos mismos por sus rivales en la amarga lucha del
mercado. A lo largo del siglo xx, millones de pequeños granjeros
estadounidenses fueron expulsados de sus casas no solo por cul-
pa de desastres naturales, sino también por gigantes corporacio-
nes agrícolas que han transformado una gran parte del paisaje en
un sistema de agricultura industrial inmenso.
Una sociedad basada en un crecimiento derrochador, sin lí-
mite, que ha devastado regiones enteras, de hecho un continen-
te, no es solo consecuencia de la tecnología; la crisis ecológica
que ha creado es sistémica, y no simplemente un asunto de des-
información, insensibilidad espiritual o falta de integridad mo-
ral. La enfermedad social que padecemos no reside solo en la
mirada que impregna la sociedad actual; reside principalmente
en la estructura y en la ley de vida del sistema mismo, que se mani-
fiesta como un imperativo que ningún empresario o corpora-
ción puede ignorar sin enfrentarse a la quiebra: crecimiento,
más crecimiento y aún más crecimiento. Culpar de la crisis eco-
lógica a la tecnología, aunque sea sin querer, sirve para no ver
las posibilidades proporcionadas por la tecnología para desem-
peñar un papel creativo en una sociedad racional y ecológica.
En una sociedad así, el uso inteligente de la tecnología sería
acuciante para restaurar el vasto daño ecológico que ya se ha
infligido a la biosfera, gran parte del cual no se reparará por sí
mismo y necesita de una intervención humana creativa.
Se suele señalar, junto con la tecnología, el exceso de po-
blación como una supuesta «causa» de la crisis ecológica. Pero,
por sí misma, la población no supone la terrible amenaza que
nos quieren hacer creer algunos de los discípulos de Malthus
que forman parte de los movimientos ecologistas actuales. La
gente no se reproduce como las moscas de la fruta, tan citadas
a menudo como ejemplo de crecimiento reproductivo sin sen-
tido. El control de la población es fruto tanto de la cultura

75
murray bookchin | la próxima revolución

como de la naturaleza biológica. Si se tienen estándares de vida


decentes, las familias con cierto nivel educativo suelen tener
menos hijos para poder mejorar su calidad de vida. Es más, con
cierta educación y siendo conscientes de la opresión de género,
las mujeres no permitirán que se las reduzca a meras fábricas
reproductivas. En lugar de ello, exigirán, como seres humanos
de pleno derecho, una vida creativa y que merezca la pena. Iró-
nicamente, la tecnología ha desempeñado un papel principal a
la hora de eliminar las ingratas y pesadas tareas domésticas que
durante siglos han embrutecido la vida de las mujeres y las
han reducido a meras sirvientes de los hombres y sus deseos de
­tener descendencia, y más concretamente, hijos varones. En
­cualquier caso, incluso si la población descendiese por cual-
quier razón, las grandes corporaciones intentarían que el
consu­mo no dejara de incrementarse más y más, para lograr
­man­tener el expansionismo económico. Si fracasasen en su
intento de ­asegurar un mercado suficientemente grande de
­consu­midores domésticos en el que expandirse, las mentes
­cor­po­rativas dirigirían sus esfuerzos hacia los mercados in­ter­
nacio­nales, o hacia el más lucrativo de todos ellos: el mercado
militar.
Por último, aquellas personas bienintencionadas que consi-
deran el moralismo de la new age, los enfoques psicoterapéuti-
cos o los cambios personales en el estilo de vida como la clave
para resolver la actual crisis ecológica están destinadas a sentir-
se trágicamente decepcionadas. No importa cuánto se disfrace
de verde esta sociedad o cuántos discursos haya acerca de la ne-
cesidad de una perspectiva ecológica: no puede transformarse
la manera en la que la sociedad realmente funciona a no ser que
sufra una transformación estructural profunda; a saber, reem-
plazando la competición por la cooperación, y la búsqueda del
beneficio económico por relaciones basadas en la solidaridad y
la preocupación mutuas. Dada la actual economía de mercado,
cualquier corporación o empresario que intentase producir bie-
nes de acuerdo con una perspectiva mínimamente ecológica
sería devorado rápidamente por sus rivales de mercado, cuyo
proceso selectivo recompensa a los más malvados a expensas de

76
la crisis ecológica y la necesidad de rehacer la sociedad

los más virtuosos. Después de todo, como afirma la máxima,


«los negocios son los negocios». Y en los negocios no hay espa-
cio para las personas contenidas por la consciencia o por escrú-
pulos morales, tal y como atestiguan los numerosos escándalos
dentro de la «comunidad empresarial». Intentar ganarse a la
«comunidad empresarial» y que adopte una sensibilidad ecoló-
gica —no hablemos ya de reclamarle prácticas ecológicamente
beneficiosas— sería como pedirle a los tiburones que viviesen
de comer hierba o «persuadir» a los leones de que se tumbasen
a reposar amorosamente al lado de los corderos.
La realidad es que nos vemos confrontados por un sistema
social totalmente irracional, y esto no solo es culpa de indi­
viduos depredadores, que pueden ser convencidos de adoptar
objetivos ecológicos mediante argumentos morales, psicotera-
pia o incluso gracias a los desafíos y los retos propuestos
por un público que considere problemática la producción y el
comportamiento producidos por el sistema. En realidad, no es
tanto que estos empresarios controlen el actual sistema de sal-
vaje competición y de crecimiento sin límite, sino que es este
el que los controla a ellos. El estancamiento actual de la new
age en los Estados Unidos da fe del trágico fracaso de dicha
ideología por «mejorar» un sistema social que debe ser reem-
plazado en su totalidad si queremos resolver nuestra crisis
ecológica. No podemos más que encomiar a los individuos
que, en virtud de sus hábitos de consumo, sus actividades de
reciclaje y sus llamadas a una nueva sensibilidad, llevan a cabo
actividades públicas para frenar la degradación ecológica. Se-
guro que cada uno o una de ellos hace su parte. Pero se necesi-
tará de un esfuerzo mucho más grande —un movimiento
organizado, claramente consciente y con voluntad progresis-
ta— para poder estar a la altura de los retos básicos que nos
plantea nuestra sociedad y su agresivo antiecologismo.
Es cierto que, como individuos, deberíamos cambiar nues-
tros estilos de vida tanto como podamos, pero creer que no se
necesita más que eso es una señal de la más absoluta miopía,
como también lo es creer que esto es lo principal y el primer
paso a dar. Necesitamos reestructurar la sociedad al completo,

77
murray bookchin | la próxima revolución

incluso aunque transformemos nuestros estilos de vida y nos


involucremos en luchas parciales o individuales contra la con-
taminación, las plantas nucleares, el excesivo uso de los carbu-
rantes fósiles, la destrucción del suelo y otras causas similares.
Debemos tener un análisis coherente de las relaciones jerár-
quicas y de los sistemas de dominación y de lo profundo de su
asentamiento, así como de las relaciones de clase y la explota-
ción económica, que degradan tanto a la gente como el entor-
no natural. A este respecto, debemos ir más allá de los objetivos
proporcionados por los marxistas, los sindicalistas e incluso
por muchos economistas liberales, que durante años han redu-
cido la mayor parte de los problemas y antagonismos a un aná-
lisis de clase. La lucha de clases y la explotación económica
siguen existiendo, y el análisis de clase marxista revela des-
igualdades intolerables consecuencia del actual orden social.
Pero, en nuestros días, la creencia marxiana y liberal de
que el capitalismo ha desempeñado un «papel revolucionario»
en la destrucción de las comunidades tradicionales y de que
los avances tecnológicos necesarios para una «conquista» de la
­naturaleza suponen una condición necesaria para la libertad
suena terriblemente falsa cuando gran parte de estos mismos
avances están siendo utilizados para desarrollar las armas y los
sistemas de vigilancia más formidables que haya visto el ser hu-
mano. Tampoco los socialistas marxianos de la década de 1930
podrían haber anticipado el éxito que tendría el capitalismo
explotando sus talentos tecnológicos para cooptar a la clase
obrera e incluso mermar la proporción de esta en relación al
resto de la población.
Sí, las luchas de clase siguen existiendo, pero cada vez se
­alejan más del umbral o de la denominación de lucha de clases.
Los obreros, como puedo atestiguar por mi propia experien-
cia como trabajador de una fundición y como trabajador de
la ­industria de la automoción para General Motors, no se consi­
deran a sí mismos simples apéndices sin mente de las má­­qui­
nas o meros moradores de las fábricas; ni siquiera se ven
co­mo «instrumentos de la historia», tal y como lo plantean
los mar­xistas. Se consideran a sí mismos como seres humanos

78
la crisis ecológica y la necesidad de rehacer la sociedad

vivos: como ­padres y madres, hijos e hijas, como personas con


sueños y visiones, como miembros de comunidades, no solo
como miembros de los sindicatos. Al vivir en pueblos y ciuda-
des, sus aspiraciones eminentemente humanas van mucho
más allá de su «papel histórico» o como parte de la «historia»
de las clases. Sufren por la contaminación de sus comunidades
tanto como por la de sus fábricas y están tan preocupados
acerca del bienestar de sus hijos, compañeros, vecinos y comu-
nidades como por sus trabajos y sus escalas salariales.
El foco excesivamente economicista del sindicalismo y
del socialismo tradicional ha causado en los últimos años
que ­estos movimientos vayan a la zaga de los problemas y
plan­teamientos ecológicos emergentes, del mismo modo que
se ­quedaron rezagados a la hora de tener en cuenta las preo­
cupaciones feministas, problemas culturales y conflictos ur-
banos, problemas que traspasaban a menudo las líneas de la
clase para incluir poblaciones de clase media, intelectuales,
pequeños propietarios e incluso algunos burgueses. Su fracaso
a la hora de confrontar la jerarquía —no solo la clase y la do-
minación, no solo la explotación económica— ha distanciado
a menudo a las mujeres del socialismo y del sindicalismo hasta
que han tenido la capacidad para despertarse de la ancestral
realidad de que han sido oprimidas independientemente de
su estatus de clase. De manera similar, preocupaciones que
abarcan un gran sector de la comunidad, como puede ser la
contaminación, afectan a la gente en tanto que gente, indepen-
dientemente de la clase a la que pertenecen. Desastres como la
fusión del reactor de Chernóbil en Ucrania aterrorizaron por
igual a todos los que se expusieron a la radiación emitida
por la planta, no solo a trabajadores y campesinos.
De hecho, si lográsemos una sociedad sin clases libre de ex-
plotación económica, ¿se convertiría de inmediato en una so-
ciedad racional? ¿Dejarían de sufrir la opresión y dominación
—la lista es, de hecho, enorme— las mujeres, jóvenes, enfer-
mos, ancianos, personas de color y los diferentes grupos étni-
cos oprimidos? La respuesta es un no categórico, un hecho del
que las mujeres pueden dar fe y atestiguar, incluso dentro de

79
murray bookchin | la próxima revolución

los mismos movimientos socialistas y sindicalistas. Si no se eli-


minan las antiguas estructuras jerárquicas y de dominación de
las que han surgido las clases y el Estado, no lograremos reali-
zar más que una parte de los cambios necesarios para lograr
una sociedad racional. De ser así seguiría existiendo ese his­
tórico veneno —la jerarquía— en una sociedad socialista o
­sin­dicalista que erosionaría sin descanso sus más elevados
idea­les, a saber, el logro de una sociedad auténticamente li-
bre y ecológica.
Tal vez el rasgo más inquietante de muchos de los grupos
radicales contemporáneos, en particular los socialistas —que
puede que tengan en cuentan la siguiente observación—, es su
compromiso con al menos un Estado mínimo, el cual coordina-
ría y administraría una sociedad igualitaria y sin clases, ¡nada
más y nada menos que una sociedad no jerárquica! Estos argu-
mentos se escuchan de la boca de André Gorz y muchos otros
autores quienes, debido a las presuntas «complejidades» de la
sociedad moderna, no pueden concebir la administración de
los asuntos económicos sin la intervención de algún tipo de
mecanismo coercitivo, aunque sea uno con «rostro humano».
Esta visión logística —y en algunos casos francamente au-
toritaria— de la condición humana (tal y como la expresan los
escritos de Arne Naess, el padre de la ecología profunda) nos
recuerda a un perro persiguiéndose la cola. Solo porque la
«cola» está allí —una metáfora para la «complejidad» económi-
ca de los sistemas mercantiles de distribución— no significa
que el metafórico «perro» deba perseguirla en círculos que no
conducen a ningún sitio. La «cola» que debe preocuparnos se
puede simplificar racionalmente mediante la reducción o eli-
minación de las burocracias comerciales, la innecesaria depen-
dencia de bienes y materias de otras tierras que se eliminaría
gracias al reciclaje doméstico, y la infrautilización de los recur-
sos locales, cuya existencia es obviada al no estar valorados en
términos de «competitividad». En resumen, es necesario elimi-
nar la enorme parafernalia de mercancías y servicios que pue-
den resultar indispensables para la obtención de beneficios y la
competición, pero que no sirven para la distribución racional

80
la crisis ecológica y la necesidad de rehacer la sociedad

dentro de una sociedad cooperativa. La dolorosa realidad es


que la mayor parte de las excusas de la teoría radical para la
preservación de un «Estado mínimo» surgen de las visiones
miopes de los ecosocialistas, capaces de aceptar el actual siste-
ma de producción y de intercambio tal y como es —aunque
con diversos matices—, pero no como debería ser en una eco-
nomía moral. Concebidas de esta manera, la producción y la
distribución parecen más enormes —con toda su maquinaria
burocrática, su irracional división del trabajo y su naturaleza
«global»— de lo que en realidad deben ser. No es necesario ser
muy inteligente ni disponer de tecnología informática avan-
zada —vale con un poco de imaginación—, para demostrar
cómo puede simplificarse el actual sistema «global» de pro-
ducción y distribución, y que siga proporcionando un nivel de
vida decente para todo el mundo. De hecho, solo se necesita-
ron cinco años para reconstruir una arruinada Alemania tras
la Segunda Guerra Mundial; mucho más tiempo se necesitaría
hoy día para eliminar los aparatos estatalistas y burocráticos
utilizados en la gestión de la distribución global de mercan-
cías y recursos.
Pero lo que es más inquietante es la ingenua creencia de
que un «Estado mínimo» realmente podría mantenerse «míni-
mo». Si la historia nos ha demostrado algo es que el Estado,
lejos de constituir simplemente un instrumento de la élite go-
bernante, se convierte en un organismo de pleno derecho que
crece imparable como un cáncer. A este respecto, el anarquis-
mo ha mostrado una certera clarividencia sobre la aterrado-
ra flaqueza del compromiso del socialismo tradicional en
relación al Estado, sea este proletario, socialdemócrata o «mí-
nimo». Crear un Estado es institucionalizar un poder bajo
la forma de una máquina que existe separada de la gente.
Es ­profesionalizar el gobierno y la política, crear un interés
distin­tivo (ya sea el de los burócratas, diputados, comisarios,
le­gis­ladores, el ejército, la policía y así ad nauseam) que, indife-
rentemente de lo blando o bienintencionado que pueda ser al
principio, con el tiempo acaba estableciendo su propio po-
der corruptor. ¿En qué momento, a lo largo de la historia, los

81
murray bookchin | la próxima revolución

Estados —sin importar lo «mínimos» que fueran— se han di-


suelto o han constreñido su propio crecimiento de tumores
malignos? ¿Cuándo se han mantenido «mínimos»?
La degradación de Los Verdes alemanes —el autodenomi-
nado «partido sin partido» que, tras haber logrado entrar en el
Bundestag, en la actualidad se ha convertido en una cruda y
salvaje máquina política— es la dramática evidencia de que el
poder corrompe con espíritu de revancha. Los idealistas que
ayudaron a fundar la organización y que pretendían utili-
zar el Bundestag solo como una «plataforma» para su men-
saje ­ra­di­cal, actualmente o bien han marchado decepcionados
y enfa­dados, o bien se han convertido ellos mismos en ejem-
plos bastante desagradables de un inmoral arribismo político.
Se tiene que ser profundamente ingenuo o simplemente estar
­ciego a las lecciones que nos ha dado la historia, para ignorar
el hecho de que el Estado, «mínimo» o no, absorbe y digiere
incluso a sus críticos mejor intencionados una vez que entran
a formar parte de él. No es que los estatalistas utilicen el Esta-
do para abolirlo o para «minimizar» sus efectos; es, más bien, el
Estado que corrompe incluso a los antiestatalistas más idealis-
tas una vez que estos empiezan a flirtear con él.
Por último, la característica más perturbadora del estatismo
—incluso del estatismo «mínimo»— es que socava completa-
mente la política basada en el confederalismo. Uno de los ras-
gos más desafortunados de la historia del socialismo tradicional
—marxiano y de otros tipos—, es que surgió en una época de
construcción del Estado nación. El modelo jacobino de un Es-
tado central revolucionario fue aceptado, casi sin crítica algu-
na, por los socialistas del siglo xix, y se convirtió en una parte
integral de la tradición revolucionaria; una tradición, debo
añadir, que equivocadamente se asoció a sí misma con el énfa-
sis nacionalista de la Revolución francesa, como puede com-
probarse en La marsellesa y en su adulación de la patrie. La
visión de Marx de que la Revolución francesa era básica-
mente un modelo para formular una estrategia revolucionaria
—afirmó erróneamente que la jacobina era la más «clásica» de
las formas revolucionarias «burguesas»— ha tenido efectos

82
la crisis ecológica y la necesidad de rehacer la sociedad

desastrosos en la tradición revolucionaria. Lenin adaptó esta


visión de una manera tan completa que, acertadamente, se
consideró a los bolcheviques como los «jacobinos» del movi-
miento socialista ruso, y por supuesto, Stalin utilizó tácticas
como las purgas, los amañados juicios farsa y la fuerza bruta,
que tendrían efectos letales para el proyecto socialista en con-
junto.
La idea de que la libertad humana puede lograrse, me-
nos aún perpetuarse, mediante cualquier tipo de Estado, es un
oxímoron monstruoso, una contradicción en sus propios tér­
minos. Intentos de justificar la existencia de un fenómeno can­
ceroso como el Estado y la utilización de medidas estatalistas o­
de «política de Estado» —tan a menudo denominadas erró­
neamente con el término política que, en realidad, quiere decir
autogobierno de la ciudad— excluyen cualquier modelo ra­
dicalmente diferente de gestión social, es decir, el confedera­
lismo. De hecho, durante siglos, las formas democráticas de
confederalismo —en las que los municipios estaban coordina-
dos por delegados designados y revocables sometidos siempre
al escrutinio público— han competido con las formas estatalis-
tas y constituyen una alternativa desafiante a la centralización,
la burocratización y la profesionalización del poder en las ma-
nos de los cuerpos de élite. Permitidme enfatizar que el confe-
deralismo no debe ser confundido con el federalismo, que no
es más que una continuación de los Estados nación en una red
de acuerdos que preservan las prerrogativas del diseño de la
política con poco o nada de participación ciudadana. El federa-
lismo no es más que el agrandamiento del Estado; de hecho,
supone una mayor centralización de Estados ya centraliza-
dos, como sucede en la república federal de los Estados Uni-
dos, la Unión Europea y le recién formada Comunidad de
Es­tados Independientes,1 todas ellas agrupaciones de inmensos

1. La Comunidad de Estados Independientes está compuesta por diez de


las quince ex repúblicas soviéticas (menos Estonia, Letonia y Lituania,
actual­mente miembros de la ue). Su creación supuso el punto y final a
la diso­lución de la Unión Soviética. (N. de la T.)

83
murray bookchin | la próxima revolución

super-Estados continentales que eliminan, más si cabe, el con-


trol que los habitantes pudieran tener sobre los Estados nación.
La alternativa confederal estaría basada en una red de asam-
bleas legislativas con delegados revocables en los consejos lo­
cales y regionales confederales, consejos cuya única función,
de­bo remarcar, sería resolver conflictos y llevar a cabo tareas
estric­tamente administrativas. Difícilmente se puede promover
y potenciar esta visión utilizando cualquier tipo de modelo de
formación estatal, por mínimo que este sea. De hecho, hacer
­malabarismos en un juego verbal con los puntos de vista esta­
talistas y confederales, distinguiendo entre «mínimo» y «máxi-
mo», es confundir la base para una nueva política estructurada
sobre una democracia participativa. Entre los verdes de los Esta-
dos Unidos ya ha habido tendencias que han hecho llamamien-
tos absurdos a la «descentralización» y la «democracia de base»
al tiempo que intentaban enviar candidatos a cargos de los esta-
dos y de la administración federal, es decir, a las instituciones
estatales, una de cuyas funciones esenciales es confinar, restringir y
en esencia suprimir las instituciones e iniciativas democráticas loca­
les. De hecho, como ya he enfatizado en otros libros y ensayos,
cuando libertarios de cualquier tipo, en particular anarquistas y
ecosocialistas se involucran en políticas confederales municipa-
listas y se presentan a cargos públicos, no buscan solo rehacer las
capitales, ciudades y pueblos sobre la base de redes confederales
democráticas, sino que están presentándose contra el Estado y
los cargos parlamentarios. Así, hacer llamamientos al «Estado
mínimo», incluso como institución coordinadora, como han he-
cho tanto André Gorz como otros autores, supone oscurecer y
contrarrestar todos los esfuerzos realizados para reemplazar el
Estado nación por una confederación de municipalidades.
También es mérito del primer anarquismo y, más reciente-
mente, del econarquismo que reside en el corazón de la ecología
social, el firme rechazo de la orientación socialista tradicional ha-
cia el poder estatal, reconociendo el papel corruptor de la partici-
pación en las elecciones parlamentarias. Lo que es lamentable es
que este rechazo —tan claramente corroborado por la corrupción
de los socialistas estatalistas, los verdes y los miembros de otros

84
la crisis ecológica y la necesidad de rehacer la sociedad

supuestos movimientos radicales— no estuviese suficientemen-


te matizado como para distinguir la actividad en el nivel munici-
pal (que incluso Mijaíl Bakunin consideraba válido) como la base
de la política en el sentido helénico: distinguir la actividad elec­
toral a nivel local de la actividad electoral a nivel provincial y na-
cional, que es lo que realmente constituye la política de Estado.
La ecología social, sean cuales sean sus aciertos y errores,
representa una interpretación coherente de los inmensos
­problemas ecológicos y sociales a los que nos enfrentamos en
nuestros días. Su filosofía, teoría social y práctica política for-
man una alternativa vital al estancamiento ideológico y al trá-
gico fracaso de los actuales proyectos socialistas, radicales y
sindicalistas, que estuvieron tan en boga en la reciente década
de 1960. Respecto a las «alternativas» que nos ofrece la new
age o las soluciones ecologistas místicas, ¿qué podría ser más
ingenuo que creer que una sociedad cuyo mismo metabolismo
está basado en el crecimiento, la producción por el bien de la
producción misma, la jerarquía, las clases, la dominación y
la explotación podría ser transformada simplemente median-
te la persuasión moral, la acción individual o un primitivismo
que ve la tecnología esencialmente como una maldición, y que
se centra a la vez en el crecimiento demográfico y en los mo-
dos personales de consumo como los problemas principales?
Debemos llegar al corazón de la crisis a la que nos enfrenta-
mos y desarrollar políticas populares que rompan con el esta-
talismo, por un lado, y con el individualismo de la new age,
por el otro. Si este objetivo se desestima como utópico, me veo
obligado a cuestionar qué es lo que se supone que muchos ra-
dicales actuales denominan «realismo».

Enero, 1992

85
política para el siglo xxi
Para saber cuál es el lugar que ocupa el municipalismo liber­
tario dentro del repertorio de prácticas antiestatistas, y espe­
cialmente si queremos comprender lo revolucionario de su
natu­raleza, necesitamos analizarlo con una perspectiva histó-
rica amplia. La comuna, el pueblo o la ciudad —o, en términos
generales, el municipio—, no es simplemente un «espacio»
creado por una cantidad de viviendas destinada a una deter­
minada densidad de población. Desde un punto de vista his­tó­
rico, este modelo de civilización es parte integral del arro­llador
proceso de disolución de las relaciones sociales hasta entonces
condicionadas biológicamente —sobre lazos sanguíneos reales
o ficticios, que conllevaban una fuerte hostilidad primaria a
los «extranjeros»—, reemplazadas de manera gradual por insti-
tuciones, derechos y deberes, cuyo extenso carácter social y
racional ha acabado abarcando, en mayor o menor medida, a
todos los residentes del espacio urbano, sin necesidad de que
estén ligados a la consanguinidad y los lazos biológicos. El
pueblo, la ciudad, el municipio —o la comuna (la palabra equi-
valente en los países de habla latina para «municipalidad»)—
fue el sustituto cívico desarrollado por los grupos tribales que
hasta entonces se basaban en los lazos de sangre y que, a su vez,
se edificaba sobre una mitología de ancestros comunes, para
pasar a edificarse en torno al lugar de residencia y los intereses
sociales. El municipio, pese a lo lento e inacabado de su tarea,

89
murray bookchin | la próxima revolución

proporcionó la condición necesaria para una asociación huma-


na basada en el discurso racional, el interés material y la cultura
secular, indiferentemente de —y a menudo en conflicto con—
los lazos de sangre y los orígenes ancestrales. De hecho, que la
gente se pueda reunir en asambleas locales, debatir y compartir
conocimientos e ideas creativas, sin hostilidad o sospecha algu-
na por ello, y sin que pesen en ello los diferentes orígenes étni-
cos, lingüísticos y nacionales, es un logro inmenso e histórico
de la civilización. Es el resultado de siglos de trabajo, que han
requerido un doloroso abandono de la definición de ancestro y
el reemplazo de estas arcaicas definiciones por la razón, el co-
nocimiento y un creciente sentido de nuestra posición como
miembros de una humanidad común.
En gran medida, este desarrollo humanizador fue obra del
municipio como el creciente espacio de libertad en el que las
personas, en cuanto tales, comenzaban a observarse unas a otras
de manera realista, sólidamente libres de las restricciones provo-
cadas por las arcaicas ideas de lazos biológicos, las filiaciones
tribales y la identidad mística, provinciana y cargada de tradi-
ción. Con esto no estoy diciendo que este proceso de civilización,
término que deriva de la palabra latina para ciudad y ciudadanía,
se haya logrado completamente. Nada más lejos de ello. Sin la
existencia de una sociedad racional, el municipio puede con-
vertirse fácilmente en una megalópolis, en la que la comuni-
dad, indiferentemente de su carácter secular, sea reemplazada
por la atomización y por un orden social inhumano que escape
a la comprensión de sus ciudadanos, dando paso con ello a los
irracionales conflictos de clase, raciales, religiosos y de natura-
lezas similares.
Pero tanto en la historia pasada como en el mundo contempo-
ráneo, la urbanización produce la condición necesaria —aunque
en absoluto se haya realizado plenamente— para que la humani-
dad desarrolle toda su potencialidad y alcance un estadio humano
superior, racional y colectivo, desprendiéndose del lastre de las
diferenciaciones basadas en supuestas filiaciones sanguíneas, ab-
surdas costumbres, temores imaginarios y una idea irracional de
los derechos y los deberes, a menudo basada en la intuición.

90
política para el siglo xxi

De esta manera, el municipio se constituye en la esfera po-


tencial en la que llevar a cabo la transformación de las per­
sonas de la condición de seres humanos provincianos a
autén­ticos seres humanos, su realización como genuina huma­
nitas, despojándolos de sus más oscuros atributos de salvajis-
mo del mundo primitivo. El municipio, en el que todos los
seres humanos pueden ser ciudadanos, sin que influya su ori-
gen ét­nico ni sus convicciones ideológicas, constituye el ám­
bito auténtico para una sociedad comunista libertaria.
Pero, metafóricamente hablando, esto no solo es una aspira-
ción para los seres humanos racionales, sin los cuales una so-
ciedad libre es imposible, sino que también es el futuro de una
humanidad racional, el espacio indispensable para la realiza-
ción de las potencialidades humanas de libertad y consciencia.
No doy por hecho que se pueda afirmar que una confedera-
ción de municipalidades libertarias —una comuna de comu-
nas— haya existido alguna vez en el pasado. Y sin embargo, no
importa cuántas veces rechace la existencia de «modelos» y «pa-
radigmas» históricos del pasado como base para los municipios
libertarios, mis críticos intentarán atacarme con los muchos
defectos sociales de Atenas, o de las ciudades revolucionarias
de Nueva Inglaterra o ejemplos similares, como si estos defec-
tos fuesen, en cierto modo, parte integral de mis «ideales». No
considero un logro absoluto ninguna ciudad ni ningún gru­
po de ciudades —sea la Atenas clásica, las ciudades libres del
­mundo medieval, las asambleas urbanas de la Revolución es­ta­
dou­ nidense, las secciones de la Revolución francesa o las
­co­­lec­tividades anarcosindicalistas que surgieron en la Re­
volución española— y menos aún que puedan ser consideradas
«modelos» o «paradigmas» de la visión municipalista libertaria.
Sin embargo, existían características específicas —pese a
las diferentes y a menudo inevitables deformaciones— entre
los municipios y las confederaciones que formaron estos. Pero
para nosotros su valor reside en el aprendizaje que podemos
extraer de la manera en la que pusieron en práctica los pre­
ceptos democráticos por los que se guiaban. Y podemos in­
corporar lo mejor de sus instituciones, estudiar sus defectos y

91
murray bookchin | la próxima revolución

obtener inspiración de su existencia y funcionamiento duran-


te generaciones —en algunos casos durante siglos—, con dife-
rentes grados de éxito.
Actualmente, creo que es importante reconocer que, al
­impulsar la política del municipalismo libertario, no estamos
abriendo un debate acerca de una mera táctica o estrategia pa­
ra la creación de una esfera pública. Más bien, estamos inten-
tando crear una nueva cultura política que no solo sea co­­herente
con los objetivos anarquistas y comunistas, sino que incluya
es­fuerzos reales para modernizar y lograr estos objetivos, sien-
do totalmente conscientes de las dificultades a las que nos
enfrentamos y de las implicaciones revolucionarias que poseen
para nosotros en los años que la sigan.
Permitidme que señale que el concepto «barrio» no es úni-
camente el lugar en el que las personas tienen su hogar, crían a
sus hijos y obtienen gran parte de los bienes de consumo que
necesitan. Bajo un filtro más político, por decirlo de alguna
manera, un barrio puede incluir perfectamente todos aquellos
espacios vitales en los que la gente se congrega para debatir
tanto asuntos políticos como sociales. De hecho, es la profun-
didad y apertura con la que se debaten abiertamente los asun-
tos públicos en una ciudad lo que auténticamente define el
barrio como un espacio político y de poder importante.
Con esto no me refiero solo al espacio de la asamblea, donde
los ciudadanos discuten y se preparan ellos mismos para luchar
por políticas específicas; me refiero también al barrio como co-
razón de la ciudad, donde los ciudadanos pueden juntarse en
grupos suficientemente numerosos como para compartir sus
puntos de vista y proporcionar una expresión pública a sus po-
líticas. Esta era la función del ágora ateniense, por ejemplo, y
de las plazas de los pueblos en la Edad Media. Los espacios para
la vida pública pueden ser variados, pero en general son alta-
mente específicos y definibles, no son aleatorios ni ad hoc.
A menudo este tipo de barrios esencialmente políticos sur-
gen en épocas de inquietud, en las que cantidades significativas
de individuos ocupan de manera espontánea espacios públicos
para debatir en ellos, como en el ágora helénico. Los recuerdo

92
política para el siglo xxi

durante mi propia juventud en la ciudad de Nueva York, en


Union Square y en Crotona Park, donde cientos, y puede que
miles, de hombres y mujeres se reunían semanalmente para de-
batir problemas cotidianos de manera informal. Hyde Park en
Londres constituyó un espacio ciudadano similar, como tam-
bién lo fue el Palais Royal en París, que se convirtió en el caldo
de cultivo de la Revolución francesa y de la Revolución de
1830.
También en los primeros momentos de la Revolución de
1848 se constituyeron en París decenas (tal vez centenares)
de espacios para las asambleas barriales que se erigieron
como clubs y foros y formaron la base potencial para la restau-
ración de las antiguas secciones barriales de 1793. Las estima-
ciones más optimistas indican que los miembros de dichos clubs
no superaron los setenta mil habitantes de una población de
casi un millón. Sin embargo, si este movimiento hubiese estado
coordinado por una organización activa y políticamente cohe-
rente podría haberse convertido en una fuerza formidable, po-
siblemente exitosa, durante las semanas de crisis que condujeron
a la insurrección de junio de los trabajadores parisinos.
No hay razón alguna, en principio, por la que dichos espacios
y la gente que suele participar de ellos no puedan convertirse
también en asambleas de ciudadanos. De hecho, es probable que
algunas secciones en la Revolución francesa hubiesen podido
desempeñar un papel principal a la hora de prender la mecha de
la revolución y haberla conducido a su conclusión lógica.



La teoría anarcocomunista tiene un problema: no es capaz de


darse cuenta de que es necesario reconocer la esfera política
como algo discernible del Estado y que proporciona posibili-
dades potencialmente libertarias, así como también de que
debe explorarse su potencial para una política auténticamente
libertaria. No podemos contentarnos con hacer una división
simplista de la civilización entre el mundo cotidiano del día a
día —al que yo denomino el mundo auténticamente social, en

93
murray bookchin | la próxima revolución

el que reproducimos las condiciones de nuestra existencia in-


dividual en el trabajo, en el hogar y entre nuestros amigos— y,
por otra parte, el Estado, que nos reduce, en el mejor de los
casos, a dóciles observadores de las actividades de los profesio-
nales que administran nuestros problemas cívicos y naciona-
les. Entre estos dos mundos existe aún otro mundo, la esfera de
la política, en la que nuestros ancestros, en diferentes momen-
tos y lugares de la historia, ejercieron de manera diversa, y al-
gunas veces tuvieron el control total, sobre la comuna y la
confederación a la que esta pertenecía.
La teoría anarcocomunista tiene una laguna teórica al supo-
ner que la política está directamente vinculada al Estado, su-
primiendo así la importante distinción entre la esfera política
—en la que la gente ejerce el poder sobre su entorno cívico en
grados diferentes, a menudo a través de asambleas directas— y
el Estado, sobre el cual la gente no posee control directo, y a
menudo ningún tipo de control.
La desnaturalización de la política reduce el significa-
do de esta, limitándola a no ser más que política del Estado
y ma­n i­pulación de la población por parte de los denomina-
dos «re­­­pre­sentantes». Algo que, a su vez, provoca la conve­
niente ­eli­­­mi­nación de un tipo de política que ha adquirido
diferentes formas de ­expresión desde la asamblea ateniense clá-
sica, las asam­bleas medievales populares, las juntas ciudadanas
y las asambleas revolucionarias de las secciones parisinas, permi-
tiendo que las multitudinarias instituciones para la gestión del
municipio puedan ser reducidas al comportamiento de cínicos
parlamentarios, o aún peor. Contemplar la política únicamente
como la práctica de la política de Estado es una grosera simplifi-
cación del desarrollo histórico y del mundo en el que vivimos.
Del mismo modo que mucho antes que la ciudad se había creado
la tribu, la ciudad también surgió mucho antes que el Estado, y a
menudo como una clara oposición a aquel. Se cree que las ciu­
dades mesopotámicas, surgidas en los territorios entre los ríos
Tigris y Éufrates hace unos seis mil años, fueron las primeras en
ser manejadas por asambleas populares, mucho antes de que se
vieran forzadas, debido a conflictos entre ciudades, a establecer

94
política para el siglo xxi

instituciones semejantes a los Estados y, en última instancia, se


transformaron en ocasiones en despóticas instituciones impe-
riales. Fue en estas primeras ciudades donde nació la política, es
decir, las herramientas populares para gestionar la ciudad, y allí
donde podrían haberse desarrollado perfectamente. El Estado
vino después y se construyó institucionalmente a sí mismo, mu-
chas veces en amarga oposición a las tendencias que intentaban
restaurar el control popular sobre los asuntos públicos.
Tampoco podemos permitirnos ignorar el hecho de que
surgió el mismo conflicto durante los primeros tiempos de
Atenas y probablemente también en otras polis griegas mucho
antes de que el desarrollo del Estado alcanzase un grado rela-
tivamente avanzado. Podemos ver como dichos conflictos han
sido recurrentes si, por ejemplo, observamos la lucha de los
hermanos Graco y de las asambleas populares en Roma contra
la élite senatorial y, de nuevo, en las ciudades medievales mu-
cho antes del auge de las aristocracias medievales y de las mo-
narquías barrocas de los siglos xv y xvi. Kropotkin no escribió
tonterías cuando señalaba el interés de las ciudades libres eu-
ropeas, no por la existencia de los Estados sino por la ausencia
de los mismos.
De hecho, reconozcamos que el Estado mismo sufrió un
proceso de desarrollo y de diferenciación, aunque a veces no
desarrollase más que un sistema mínimo y difuso de coerción,
mientras que otras veces se extendía a partir de un aparato
cuyo crecimiento era casi infinito y que, en última instancia,
en particular durante este siglo ha acabado adquiriendo un
control totalitario sobre todos los aspectos de la existencia hu-
mana; los rasgos totalitarios de este tipo de aparatos polí­
ticos ya resultaban familiares hace miles de años en Asia e
in­cluso en América durante los tiempos precolombinos. El
Estado ateniense clásico solo era parcialmente estatalista; cons­
tituía una fraternidad, plagada a menudo de conflictos de cla-
se, de selectos ciudadanos que oprimían colectivamente a los
esclavos, mujeres e incluso residentes extranjeros. El Estado
me­dieval a menudo constituyó una formación estatal mucho
menos firme que, por ejemplo, el Estado imperial romano, y

95
murray bookchin | la próxima revolución

en diversos momentos de la historia (me vienen a la cabeza los


comuñeros [sic]1 en España durante el siglo xvi y las secciones en
Francia durante el siglo xviii) el Estado colapsó casi por com-
pleto y las democracias directas basadas en principios políticos
comunalistas desempeñaron un papel hegemónico en los pro-
blemas sociales.
El municipalismo libertario se ocupa de la esfera política, in-
cluyendo aspectos de importancia cívica fundamental, como
la economía, sin trazar barreras impenetrables entre ambas es­
feras, que puedan llevarlas a enfrentarse implacablemente una
contra otra. El municipalismo libertario aspira a la municipali-
zación de la economía y, allí donde pueden llegar a superponer-
se los intereses materiales entre comunidades, a la confederación
de la misma.
Los municipalistas libertarios tampoco son indiferentes a
los múltiples factores culturales que necesariamente desem­
peñan un papel en la formación de auténticos ciudadanos, en
de­finitiva, de seres humanos íntegros. Pero, al mismo tiem-
po, no restrinjamos cada aspiración cultural a una esfera social
—creando el mito de que el municipio puede reducirse a ser una
especie de familia—, obviando como dichas aspiraciones se su-
perponen a la política. Las distinciones entre las aspiraciones
culturales solo desaparecerán en un proceso de homogeneiza-
ción en un todo posestructural, que provocará que sus identida-
des únicas carezcan de sentido, transformándolas, de hecho, en
potencialmente totalitarias.
Así, el ámbito municipalista puede ser una escuela para edu-
car a sus ciudadanos, tanto a la juventud como a la gente adulta;
pero lo que la hace especialmente significativa, sobre todo en
nuestros tiempos, es que es una esfera en la que deben cristali-
zar las relaciones de poder contra el capitalismo, la economía de
mercado, las fuerzas de la destrucción ecológica y el Estado. De
hecho, sin un movimiento que tenga presente en todo momen-
to esta necesidad, el municipalismo libertario puede degenerar

1. Escrito así en el texto original. El término correcto sería comuneros, a


partir de ahora se escribirá así durante todo el texto. (N. de la T.)

96
política para el siglo xxi

fácilmente, en esta época de especialización académica en la


que vivimos, en otra asignatura más del currículo escolar.
Por último, en la actualidad el municipalismo libertario basa
sus políticas en el papel históricamente preferente de la ciudad
en relación al Estado y, por encima de todo ello, en el hecho de
que las instituciones cívicas sigan existiendo. Pese a lo distor-
sionadas que puedan parecer o lo limitadas que estén por el
­Estado, estas son instituciones que pueden ser ampliadas, radi-
calizadas y finalmente orientadas a la eliminación del mismo.
El consejo de la ciudad, sin importar cómo de débiles puedan
ser sus poderes, sigue existiendo como un remanente de las co-
munas con las que se identificaba en el pasado, especialmente
durante la Revolución francesa y la Comuna de París de 1871.
La posibilidad de recrear una democracia local sigue existiendo,
sea legal o extralegal la forma que esta adopte. No debemos ol-
vidar que las secciones revolucionarias francesas no poseían
tradición anterior alguna sobre las que apoyar sus afirmacio-
nes de legitimidad —de hecho, surgieron de las elitistas asam-
bleas de distritos de 1789, creadas por la monarquía para escoger
quiénes serían los diputados parisinos que formarían parte de
los Estados Generales— excepto por el hecho de que se negaron
a desaparecer después de haber completado su papel electoral y
se mantuvieron como órganos de control de las actividades de
los Estados Generales en Versalles. También nos enfrentamos a
la tarea de reestructurar y expandir las instituciones ciudadanas
democráticas existentes, pese a lo vetustas que puedan ser sus
formas y competencias. Es necesario intentar edificar estas ins-
tituciones sobre la base de las viejas o nuevas asambleas popula-
res donde ya hayan existido, y allí donde no existen vestigios de
democracia ciudadana, crear instituciones democráticas cate-
góricamente nuevas, sean legales o alegales. Al hacerlo nos en-
contramos sumidos en la terrible necesidad de un movimiento
—de hecho, una organización bien estructurada, responsable y
con un programa coherente— que pueda proporcionar los re-
cursos educativos, los métodos de transporte y difusión, y las
ideas vitales necesarias, para la consecución de nuestros objeti-
vos municipalistas y comunistas libertarios.

97
murray bookchin | la próxima revolución

Nuestro programa debe ser flexible en el sentido específico


de que presente demandas mínimas que busquen unificar y lo-
grar todas las reivindicaciones de una vez, dada la sofisticación
política de la comunidad en la que nos encontramos. Pero di-
cho tipo de demandas degenerarían fácilmente en reformismo
si no fuesen creciendo y desarrollándose en un cuerpo de de-
mandas transicionales que finalmente diesen paso a las exigen-
cias de máximos de una sociedad comunista libertaria.
Tampoco podemos abandonar nuestra supuesta visión utó-
pica de que las grandes áreas metropolitanas pueden ser des­
centralizadas de manera estructurada. Ciudades cuya escala
sea similar a la de Nueva York, Londres y París, por no hablar de
Ciudad de México, Buenos Aires, Bombay y otras ciudades simi-
lares, deben ser parceladas, en última instancia, en ciudades más
pequeñas y descentralizadas, hasta un punto en el que de nuevo
sean ciudades cuya escala se corresponda con la escala hu-
mana, no ciudades inmensas y cinturones urbanos inabarcables.
El municipalismo libertario sitúa su punto de partida inmediato
en las condiciones de existencia reales de la vida urbana, muchas
de las cuales están más allá de la comprensión de sus residen-
tes. Pero siempre pelea por fragmentar tanto física como políti-
camente las grandes ciudades, hasta lograr el inmenso objetivo,
tanto anarcocomunista como marxista, de reducir todas las ciu-
dades a escala humana, y asegurar que se mantengan así.



Tal vez la crítica más habitual planteada por marxistas y anar-


quistas es que las ciudades modernas son demasiado grandes
para poder organizarse en torno a asambleas populares funcio-
nales. Algunos críticos asumen que, si debemos tener una de-
mocracia auténtica, todo el mundo sin importar su edad, su
estado de salud, condición mental o disposición debe formar
parte de la asamblea popular, y que una asamblea debe ser tan
grande o tan pequeña como un «grupo de afinidad». Pero en las
grandes ciudades globales, con sus varios millones de habitan-
tes, estos críticos sugieren que necesitaríamos cientos de miles

98
política para el siglo xxi

de asambleas pequeñas para poder lograr la auténtica demo-


cracia. En estas ciudades, argumentan dichos críticos, esta
multiplicidad de pequeñas asambleas sería demasiado engo-
rrosa e impracticable.
Pero, en sí misma, una gran población urbana no supone un
problema para el municipalismo libertario. Ciertamente, si nos
basamos en este tipo de cálculos —que tendrían en cuenta a
todos los habitantes de la ciudad como miembros de las asam-
bleas y ciudadanos participativos— las 48 secciones del París de
1793 habrían sido completamente disfuncionales, teniendo en
cuenta que el París revolucionario tenía una población total de
entre 500.000 y 600.000 habitantes. Si cada hombre, mujer y
niño hubiesen, de hecho, participado de las asambleas secciona-
les, y cada asamblea hubiese estado formada por no más de 40
personas, mi aritmética me dice que se hubiesen necesitado
unas 15.000 asambleas para acoger a toda la población del París
revolucionario. Bajo dichas condiciones, uno se pregunta cómo
hubiese podido tener lugar la Revolución francesa.
Para empezar, una democracia popular no parte de la premi-
sa de que todo el mundo puede o está siquiera dispuesto a acudir
a las asambleas populares. Tampoco nadie que se declare anar-
quista haría obligatoria su participación en las mismas, coaccio-
nando a la gente a que participase. Más significativo es el hecho
de que esto rara vez ha sucedido, es decir, que la mayor parte de
la población de un determinado lugar, menos aún toda la po­
blación, se involucre en la revolución. Frente a la posibilidad
de una insurrección en una situación revolucionaria, mientras
que un número desconocido de militantes, auxiliados por un
número de partidarios, se alza y derriba el orden estableci-
do, la mayor parte de la gente tiende a actuar como meros ob­
ser­va­dores.
Tras haber revisado cuidadosamente casi la totalidad de
las principales revoluciones en el mundo euroamericano,
­puedo decir, con cierta base, que incluso en una revolución
totalmente exitosa siempre fue una minoría de gente la que
acudió a las reuniones de las asambleas que tomaron decisio-
nes signifi­ca­tivas respecto al destino de su sociedad. La misma

99
murray bookchin | la próxima revolución

consciencia política y social diferenciada, intereses, educación


y antecedentes personales entre las masas dentro de una socie-
dad capitalista garantiza que, en caso de que suceda, la gente se
verá arrastrada a la revolución en oleadas. La oleada principal
y más combativa, al principio, suele estar compuesta por un
número sorprendentemente pequeño de militantes; la sigue
un aparente número de mirones o testigos quienes, si la insu-
rrección parece tener posibilidades de éxito, se unen a la pri-
mera oleada, y solo tras comprobar que la insurrección tiene
posibilidades de éxito la siguen, en diferentes grados, las olea-
das menos desarrolladas políticamente. Incluso después de que
una insurrección haya tenido éxito, toma cierto tiempo que una
significativa parte de la mayoría participe de manera completa
en el proceso revolucionario, siendo la manera más habitual el
que lo hagan como meros manifestantes, y en momentos menos
habituales que formen parte de las instituciones revolucionarias.
Durante la Revolución inglesa de la década de 1640, por ejem-
plo, fue principalmente el ejército puritano el que presentó las
demandas más democráticas, con el apoyo de los Le­ve­llers,2 quie-
nes formaban una parte muy pequeña de la población civil. Aun-
que es de sobra conocido que la Revolución americana recibió un
gran apoyo popular, en absoluto este apoyo fue activo, ya que no
superó el tercio de los habitantes coloniales; la Revolución fran-
cesa encontró su principal apoyo en París y par­ticiparon cuaren-
ta y ocho secciones, la mayoría de ellas arrai­gadas en asambleas
con escasa participación, excepto en los momentos en los que
decisiones trascendentales agitaban a los vecindarios más revolu-
cionarios.
De hecho, lo que decidió la suerte de la mayor parte de las
revoluciones no fue tanto la cantidad de apoyo que recibieron
sus militantes como el grado de resistencia al que se enfrenta-
ron. Lo que provocó la vuelta de Luis XVI y su familia a París

2. Los Levellers o Niveladores fue un movimiento que defendía que todas


las personas eran iguales. Se les llamaba de forma despectiva «nivelado-
res» por su intención de querer igualar a todo el mundo con los secto-
res más bajos de la sociedad. (N. de la T.)

100
política para el siglo xxi

desde Versalles, en octubre de 1789, en realidad no fueron to-


das las mujeres de París —solo unos cuantos miles de ellas hi-
cieron la famosa marcha hasta Versalles—, sino la propia
­incapacidad del rey de movilizar una fuerza suficientemen­te
amplia y poderosa como para enfrentarse a ellas. La Revo­
lución rusa de febrero de 1917 en Petrogrado, para muchos
­historiadores el «modelo» de revolución de masas espontánea
(y una insurrección mucho más matizada de lo que sugieren la
mayor parte de los relatos), tuvo éxito porque ni siquiera la
guardia personal del zar, menos aún unos partidarios anterior-
mente tan fiables para la autocracia como eran los cosacos,
estaba preparada para defender la monarquía. De hecho, en la
Barcelona revolucionaria de 1936, la resistencia a las fuerzas
de Franco la iniciaron unos pocos miles de anarcosindicalistas
con la ayuda de la Guardia de Asalto, cuya disciplina, arma-
mento y entrenamiento fueron factores indispensables para
controlar y derrotar finalmente el alzamiento del ejército
­regular.
Es dicha constelación de fuerzas, en efecto, la que expli-
ca cómo triunfan actualmente las revoluciones. No triunfan
­porque «todo el mundo», o ni siquiera una mayoría de la po-
blación, tome parte activamente en la derrota de un régimen
opresivo, sino porque las fuerzas armadas del viejo orden y la
población en conjunto ya no desean defenderlo frente a una
minoría militante y resuelta.
Tampoco es plausible, pese a lo deseable que pueda pa­re­
cer, que tras una insurrección exitosa la gran mayoría de la
­gente, o incluso los oprimidos, tomen parte perso­nalmente en
la tarea de revolucionar la sociedad. Tras el éxito de una revo-
lución, la mayoría de la gente tiende a regresar a las lo­­ca­lidades
en las que viven, indistintamente de su tamaño, ­donde los pro-
blemas de la vida cotidiana tienen su impacto más visible en
las masas. Estas localidades pueden ser z­ onas residenciales y
barrios en grandes ciudades, los aledaños de pueblos y aldeas,
o incluso encontrarse a cierta distancia del centro de una ciu-
dad o región, localidades bas­tante ­separadas unas de otras en
las que la gente vive y tra­baja.

101
murray bookchin | la próxima revolución

No, no creo que el gran tamaño de las ciudades modernas


constituya un obstáculo insalvable para la formación de un
movimiento vecinal asambleario. Las puertas de las asambleas
vecinales deberían estar siempre abiertas a cualquiera que viva
en el barrio. Los individuos políticamente menos conscientes
pueden escoger no acudir a las asambleas de su vecindario, y no
deberían verse obligados a hacerlo. Las asambleas, con inde-
pendencia de su tamaño, ya tendrán problemas suficientes sin
tener que lidiar con mirones y curiosos, indiferentes a la tarea
que se está realizando. Lo que cuenta es que las puertas de las
asambleas se mantengan abiertas para todos aquellos que quie-
ran participar, porque en ellas reside la auténtica naturaleza
democrática de las asambleas barriales.



Otra crítica contra el municipalismo libertario es que una gran


masa de gente, como una gran cantidad de vecinos en una reu-
nión asamblearia, puede ser manipulada por una facción o un
orador poderosos. Esta crítica vale para cualquier institución
democrática, sea una gran asamblea, un comité pequeño, una
conferencia o reunión ad hoc, o incluso un «grupo de afinidad».
El tamaño del grupo no supone un factor decisivo a este res-
pecto, algunas tiranías realmente abusivas se desarrollan en
grupos muy pequeños, donde una o dos figuras pueden domi-
nar completamente a todo el resto.
Lo que los críticos también podrían preguntarse —pero
rara vez lo hacen— es cómo vamos a evitar que los individuos
persuasivos lleven a cabo intentos demagógicos de controlar
cualquier tipo de asamblea popular, da igual cuál sea su tama-
ño. Según lo veo yo, el único obstáculo que puede evitar estos
intentos es la existencia de un cuerpo organizado de revolucio-
narios —sí, incluso una facción— que esté comprometido con
la búsqueda de la verdad, con el ejercicio de la racionalidad
y con el progreso de la ética y de las responsabilidades públi-
cas. Una organización así será necesaria, tal y como yo lo veo,
no solo antes y durante la revolución sino también tras ella,

102
política para el siglo xxi

cuando el constructivo problema cotidiano sea el de crear ins-


tituciones democráticas estables, duraderas y educativas.
Una organización así será necesaria especialmente durante
el periodo de reconstrucción social, cuando se intente poner
en práctica el municipalismo libertario. No podemos esperar
que, porque propongamos el establecimiento de asambleas ve-
cinales, seremos siempre mayoría —o tal vez ni siquiera a me-
nudo— en las mismas instituciones que hemos ayudado a
establecer. De hecho, debemos estar siempre preparados para
estar en minoría, hasta que a su debido tiempo las circunstan-
cias y la inestabilidad social hagan que el conjunto de nuestros
mensajes sean plausibles para las mayorías asamblearias.
De hecho, donde y cuando sea que establezcamos una asam­
blea popular, con legitimidad legal o sin ella, con el tiempo se
verá invadida por intereses de clase en conflicto. El municipa-
lismo libertario, debo remarcar aquí, no es un intento de ig­
norar o evitar la realidad del conflicto de clases; al contrario,
in­tenta, entre otras cosas, dar el debido reconocimiento a la di-
mensión cívica de la lucha de clases. Los conflictos modernos
entre clases no han estado nunca confinados solamente a la
­fábrica o al lugar de trabajo; también han adoptado una forma
distintivamente urbana, como en el «París revolucionario», el
«Petrogrado rojo» y la «Barcelona anarcosindicalista». Como
revela de manera vívida cualquier estudio de las grandes revolu-
ciones, la lucha entre clases siempre ha sido una batalla, no solo
entre diferentes estratos económicos en la sociedad sino tam-
bién dentro de los barrios y entre ellos.
Además, el barrio, la ciudad y el pueblo también generan
­punzantes conflictos que atraviesan las líneas de clase: entre
traba­jadores (dentro del proletariado industrial tradicional, cuyo
nú­mero está disminuyendo en Europa y en los Estados Unidos y
que está luchando una guerra de posiciones con el capital), los
estratos de clase media (carentes de cualquier tipo de consciencia
de ser ellos mismos trabajadores), el vasto ejército de empleados
gubernamentales, un estrato inmensamente profesional y técni-
co, que en absoluto parece plausible que se considere proletaria-
do, y una subclase que está en esencia desvalida y desmoralizada.

103
murray bookchin | la próxima revolución

No podemos ignorar el acuciante hecho de cuánto ha muta-


do el capitalismo desde la Segunda Guerra Mundial, tanto en
Europa Occidental como en los Estados Unidos, transforman-
do el propio tejido social de la gran mayoría de la gente, tanto
en su conducta como en el trabajo que desempeña. Y causará
aún más cambios en las décadas que están por venir, acelerán-
dolos a medida que la automatización se desarrolle todavía más
y los recursos dominantes hoy en día sean reemplazados por
nuevas técnicas y productos.
Ningún movimiento revolucionario puede ignorar los pro-
blemas que casi seguro el capitalismo generará en los años ve-
nideros, y en particular los profundos efectos que el capital
tiene en la sociedad y el medioambiente. La futilidad del sindi-
calismo de nuestros días reside en el hecho de que sigue inten-
tando abordar los problemas generados por la vieja Revolución
Industrial haciéndolo en el contexto de la organización social
que dio sentido a estos problemas durante la primera mitad del
siglo xxi. Si a nivel histórico hemos agotado la alternativa sin-
dicalista, es porque el proletariado industrial está destinado en
todas partes, por virtud de la innovación tecnológica, a conver-
tirse en una pequeña minoría de la población. Un movimiento
revolucionario no intentará fabricar la teoría de un «proleta-
riado» a partir de oficinistas, dependientes o profesionales que,
en muchos casos si no en todos, no adquirirán la consciencia de
clase que le confirió identidad y le proporcionó un papel histó-
rico al auténtico proletariado.
Pero sí que se puede lograr que estos estratos, a menudo
­entre los más explotados y oprimidos, apoyen nuestros ideales
anarcocomunistas, cuando se sustentan en la realidad en la que
viven y se focalizan aquellos conflictos que afectan al ejercicio
de su soberanía en un mundo que se precipita hacia la pérdida
de control. Los barrios, ciudades y pueblos, y la expansión de sus
derechos democráticos como ciudadanos libres —en un mundo
que los ha reducido a simples miembros del electorado—, pue-
den ser movilizados porque sienten que pierden poder para con-
trolar sus propias vidas frente a la centralización del poder
corporativo y estatal. No es necesario decirlo, pero con esto no

104
política para el siglo xxi

estoy negando que la gente trabajadora tenga graves problemas


económicos que puedan hacer que se enfrenten al capital, pero
su perspectiva, cuando no su estatus casi de clase media, mini-
miza su capacidad para ver las enfermedades y fallos del capita-
lismo, reduciéndolas exclusivamente a un sistema económico.
Actualmente vivimos en una era de permanente revolución
industrial, en la que la gente tiende a responder a la extrema
rapidez y al vasto alcance del cambio con un misticismo que
expresa su falta de empoderamiento y con un privatismo
que expresa su incapacidad para enfrentarse al cambio. De he-
cho, el capitalismo, lejos de estar en «progreso», tampoco está
«moribundo», sino que continúa madurando y ampliando su al-
cance. Qué aspecto y qué rasgos tendrá de aquí a medio siglo o un
siglo es algo que está abierto a las especulaciones más audaces.
Por ello, más que nunca, cualquier movimiento revoluciona-
rio de carácter comunista libertario debe, como yo lo veo, reco-
nocer la importancia del municipio como el locus de los nue­vos
problemas, que a menudo atraviesan las líneas de clase, pero
que no pueden ser meramente reducidos a la lucha entre el tra-
bajo asalariado y el capital. Los problemas reales de deterioro
medioambiental afectan a todo el mundo en una comunidad;
los problemas reales de desigualdades sociales y económicas
afectan a todos los miembros de una comunidad; los problemas
reales de salud, educación, condiciones sanitarias y, tal y como
Paul Goodman lo expresó, la pesadilla del «crecimiento ab­
surdo» afectan a todos los miembros de una comunidad, proble-
mas que resultan aún más serios hoy que en la alienada década
de 1960. Estos conflictos interclasistas pueden juntar a todo ti­
po de gente y trabajadores en un esfuerzo común en la búsque-
da de empoderamiento, una cuestión que no puede ser resuelta
únicamente en el conflicto entre trabajo asalariado y capital.
Tampoco es que los trabajadores sean meros «agentes»
de la historia, como a los marxistas corrientes (y, de manera
im­plí­cita, los sindicalistas) les gustaría hacernos creer. Los
obreros ­viven en las ciudades, pueblos y aldeas, no solo como
seres ­pertenecientes a una clase sino como ciudadanos. Son pa-
dres y ­madres, hermanos y hermanas, amigos y camaradas, y no

105
murray bookchin | la próxima revolución

están menos preocupados por los problemas medioambientales


que los ecologistas de la pequeña burguesía. Como padres y
como jóvenes, están preocupados por los problemas para adqui-
rir una educación, comenzar a ejercer una profesión y temas por
el estilo. Están profundamente desazonados por el decaimiento
de las infraestructuras urbanas, la disminución de la vivienda
asequible y los problemas de seguridad y estética urbanas. Su
horizonte se extiende mucho más allá del ámbito de la fábrica o
incluso de la oficina hasta el mundo residencial urbano en el
cual viven ellos y sus familias. Tras haber pasado años trabajando
en fábricas, no me sorprendió darme cuenta de que, incluso indi-
viduos relativamente adinerados, debaten más fácilmente temas
relativos a los entornos en los que viven —sus vecindarios y ciu-
dades— que los que tienen que ver con sus lugares de trabajo.
En particular, en nuestros días la globalización del capital
cuestiona la capacidad de las localidades de mantener los re-
cursos productivos dentro de sus propios confines, sin perjudi-
car las oportunidades de los países del denominado «Tercer
Mundo» o Sur y permitir que estos se sigan desarrollando tec-
nológicamente con la libertad debida para cubrir sus propias
necesidades. Este interrogante no puede resolverse mediante
legislación y reformas económicas. El capitalismo es un siste-
ma que se expande de manera compulsiva. La economía moder-
na de mercado dicta que una empresa debe crecer o morir, que
nada evitará que el capitalismo industrialice —o más correcta-
mente, que se expanda— sin límite a lo largo de toda la super-
ficie del planeta, cuando esté preparado para hacerlo. Solo la
total reconstrucción de la sociedad y de la economía puede
­poner fin a los dilemas que provoca la globalización, la explo­
tación de los trabajadores y el aumento de los poderes corpora-
tivos hasta el punto de que amenazan la estabilidad, y de hecho
la seguridad misma, del planeta.
Quiero expresar de nuevo mi opinión de que solo una po­lí­
tica económica de base, estructurada sobre la agenda y el mo­
vimiento del municipalismo libertario, puede ofrecer una
alternativa real —y es precisamente una alternativa que mucha
gente busca en nuestros días— capaz de contener el impacto de

106
política para el siglo xxi

la globalización. No existe una solución global para el proble-


ma de la globalización. El capital global, precisamente por su
propia inmensidad, solo puede ser devorado desde sus mismas
raíces, es decir, mediante herramientas de resistencia municipa-
lista libertaria construidas desde la base social. Debe ser erosio-
nado por millones de personas que, organizadas gracias a los
movimientos sociales de base, desafíen la soberanía del capital
global sobre sus vidas e intenten desarrollar alternativas econó-
micas locales y regionales a sus operaciones industriales. El de-
sarrollo de esta resistencia implicará subsidiar industrias
controladas municipalmente y comercios al por menor, y recu-
rrir a recursos regionales que el capital no encuentra rentables.
Una economía municipalizada, pese a lo lenta que pueda resul-
tar su construcción, constituirá una economía moral, una que
—preocupada principalmente por la calidad de sus productos y
de su producción al menor coste posible— pueda albergar la
esperanza de subvertir, en última instancia, la economía corpo-
rativa, cuyo éxito se mide exclusivamente por sus beneficios en
lugar de por la calidad de sus mercancías.
Permitidme que recalque que cuando hablo de economía
­mo­ral, no estoy defendiendo una economía comunitaria o coo­
perativa en la cual los pequeños beneficiarios, independiente-
mente de su buena intención, no hagan otra cosa que con­vertirse
en pequeños capitalistas «autogestionados» por derecho pro-
pio. En mi propia comunidad he visto crecer una empresa auto-
denominada «moral», la compañía de helados Ben & Jerry’s,
siguiendo el típico modelo capitalista, derivando desde una pe-
queña y supuestamente «responsable» empresa familiar a una
corporación global, dirigida a producir y aumentar sus benefi-
cios, dando pá­bulo al mito de que «el capitalismo puede ser bue-
no». Las coope­rativas que profesen intenciones de ser morales
aún necesitan encontrar una manera de progresar y adelantar a
las grandes empresas capitalistas e incluso sobrevivir sin con-
vertirse ellas mismas en capitalistas en sus métodos y que sus
objetivos se orienten al beneficio.
Se debería desechar de manera definitiva el mito proud­­
ho­niano de que las pequeñas asociaciones de trabajadores —en

107
murray bookchin | la próxima revolución

oposición a un esfuerzo auténticamente socialista o comunista


libertario— pueden ir comiéndose poco a poco el capitalismo.
Tristemente, estas ilusiones, generalmente fallidas, se siguen pro-
moviendo en nuestros días de la mano tanto de progresistas y
anarquistas como de académicos. O las empresas municipaliza-
das controladas por asambleas de ciudadanos intentan hacerse
con el control de la economía, o el capitalismo prevalecerá en esta
esfera, con una contundencia que la mera retórica no puede ocultar.
La sociedad capitalista tiene consecuencias no solo en las rela-
ciones sociales y económicas, sino que también sufren sus efectos
las ideas y las corrientes intelectuales del mismo modo que afecta
a toda la historia, fragmentándolas hasta que el conocimiento, el
discurso e incluso la realidad se vuelven borrosas, desposeídas
de rasgos distintivos, especificidad y articulación. La cultura pro­
movida por esta ceremonia de la confusión y la fragmentación
—difundida de manera epidémica en los institutos y universida-
des estadounidenses— recibe el nombre de posestructuralismo o,
más comúnmente, posmodernismo. Dados sus corrosivos precep-
tos, la visión global del posmodernismo es capaz de igualar u ho-
mogeneizar todo aquello que es único y distintivo, disolviéndolo
en el más bajo común denominador de ideas.
Tomemos por caso, por ejemplo, el oscurantista término
«ciu­dadano del mundo», que disuelve por completo el concepto
mismo de «ciudadanía», con sus supuestos de paideia, es decir, la
educación a lo largo de toda la vida del ciudadano para la prácti-
ca de la autogestión, en una categoría difusa, mediante la am-
pliación (y la devaluación) de la idea de ciudadanía para incluir
en ella animales, plantas, rocas, el planeta, de hecho el cosmos en
sí. Con una etiqueta puramente metafórica que cataloga todas
las relaciones como «comunidad planetaria», la unicidad históri-
ca y contemporánea de la ciudad desaparece. Y se puede asumir
que anticipa el destino de todo el resto de comunidades gracias
a su amplio alcance y profundidad. Dichas metáforas en último
estadio arrasan con todo, en efecto, hasta una «unicidad» uni-
versal que, en el nombre de la «sabiduría ecológica», niega la de-
finición propia a conceptos y realidades vitales mediante el uso
de la misma ubicuidad del término el Uno.

108
política para el siglo xxi

Si la palabra ciudadano se aplica a todas las cosas existentes,


y si la palabra comunidad abarca todas las relaciones en este
mundo aparentemente «verde», entonces, nada es ciudadano o
comunidad. Del mismo modo, si la categoría lógica ser se redu-
ce a la simple existencia, ser solo puede ser considerado como
intercambiable con nada. Y, de este modo, ciudadano y comuni­
dad se convierten en un pasaporte internacional a la vacuidad,
y no en un conjunto de condiciones exclusivamente cívicas
que durante miles de años, a lo largo de los mundos antiguos,
medievales y modernos, se han ido construyendo y diferen-
ciando dialécticamente. Reducirlas a una abstracta «comuni-
dad» es negar, en última instancia, la riqueza de sus formas
evolutivas como aspectos sofisticados de la libertad humana y,
en particular, su diferenciación.



El municipalismo libertario debe ser concebido como un proce-


so, una práctica paciente cuyo efecto en nuestra era será limita-
do y solo alcanzará determinadas áreas selectas que, como
mucho, podrán considerarse como ejemplos de las posibilidades
que pueden llegar a albergar en el momento en el que fueran
adoptadas a gran escala. No crearemos una sociedad municipa-
lista libertaria de un día para otro, y en esta época de contrarre-
volución debemos estar preparados para sufrir más derrotas
que éxitos. Paciencia y compromiso son virtudes que cultiva-
ban con asiduidad los revolucionarios del pasado; qué pena, al
menos en nuestros días, que en nuestra sociedad de ávido con-
sumismo, la exigencia por la gratificación inmediata, por la co-
mida rápida y la vida rápida, inculque a su vez la exigencia de
una política veloz. Lo que debería contar para nosotros respec-
to a la cuestión es si el municipalismo libertario supone una
herramienta o un medio para lograr la culminación racional del
desarrollo humano, no si es aceptable o funciona como un apa-
ño rápido para los actuales problemas sociales.
Debemos aprender a ser flexibles sin que esto abra la puerta
a que nuestros principios básicos sean reemplazados por

109
murray bookchin | la próxima revolución

el cenagal posmodernista de opiniones ad hoc y totalmente


intercambiables. Por ejemplo, si no tenemos más elección que
utilizar métodos electrónicos tales como mecanismos para esta-
blecer la participación popular en asambleas ciudadanas relati-
vamente grandes, entonces utilicémoslos. Pero deberíamos, creo
yo, ­hacerlo solo cuando sea inevitable y solo durante el tiem-
po estrictamente necesario. Por la misma razón, si ciertas
medidas incluyen determinado grado de centralización, enton-
ces ­de­beríamos adoptarlas, sin sacrificar, insisto, la posibili-
dad y el ­de­recho a retirarlas en cuanto lo consideremos oportuno.
Y ­ma­n­­tenerlas solo durante el tiempo en el que son necesarias y
no más. Nuestros principios básicos en este tipo de casos siem-
pre deben funcionar como nuestra guía: mantenernos compro-
metidos con una democracia directa, cara a cara, y una sociedad
confederal bien coordinada pero descentralizada.
Tampoco deberíamos convertir en un fetiche el consenso
dentro de nuestros procesos de toma de decisiones. El consen-
so, como ya he argumentado, es practicable en grupos muy pe-
queños en los que la gente se conoce íntimamente. Pero en
grupos más grandes se convierte en un rasgo tiránico, ya que
permite a una pequeña minoría decidir la prácticas de una ma-
yoría grande o incluso una amplia mayoría; y da cobijo a la ho-
mogeneidad y el estancamiento en las ideas y las políticas. Las
minorías y sus facciones son el fermento necesario para la ma-
duración de nuevas ideas, y casi todas las ideas novedosas co-
mienzan como puntos de vista de una minoría. En un grupo
libertario, el «gobierno» de la mayoría sobre una minoría es un
mito; nadie espera que una minoría abandone sus creencias
aunque no sean populares ni que abandone su derecho a defen-
der sus puntos de vista, pero la minoría debe tener paciencia y
permitir que la decisión de la mayoría se ponga en práctica.
Esta experiencia y los debates que genera deberían ser los
­elementos más decisivos que impulsasen a un grupo o una
asamblea a reconsiderar su decisión y a adoptar el punto de
vista de la minoría, incitado por las profundas innovaciones
de las prácticas e ideas que emerjan de otras minorías. La
­to­ma de decisiones por consenso puede producir fácilmente

110
política para el siglo xxi

el estancamiento intelectual y práctico, si en esencia a lo que


obliga es a que la mayoría produzca una política específica
para poder contentar a una minoría.
No entraré en mi distinción entre decisiones políticas y su
puesta en práctica por aquellos que están cualificados para admi-
nistrarlas. Solo señalaré que el Congreso de los Estados Unidos
—que en realidad es básicamente una reunión de abogados—
puede tomar decisiones políticas básicas sobre la reconstrucción
de la infraestructura estadounidense, en la guerra y en la paz, en
educación, en política exterior, etc., sin poseer un buen conoci-
miento de todos los aspectos de estos campos, dejando la admi-
nistración de sus decisiones a otros. Si es así no consigo entender
por qué una asamblea de ciudadanos no puede tomar decisiones
políticas sobre temas que normalmente son más modestos, y de-
jar la administración de los mismos, sometidos a una vigilancia
cercana, a expertos en los campos involucrados.
Entre otros temas, que en algún momento debemos tener
en cuenta, se encuentra el lugar destinado dentro de la socie-
dad municipalista libertaria a la ley o nomos, así como las nor-
mativas que establecen los importantes principios de derecho
o justicia y libertad. ¿Otorgaremos, sin más, la defensa de los
principios que nos deben guiar a la ciega costumbre, o a la
simple confianza, la benigna naturaleza de nuestros compañe-
ros humanos, lo que permite una gran dosis de arbitrariedad?
Durante siglos, los pueblos oprimidos exigieron que las provi-
siones constitucionales fundacionales quedasen por escrito
para protegerse de la opresión arbitraria de la nobleza. Con la
emergencia de la sociedad comunista libertaria, este problema
no desaparece. Para nosotros, creo yo, esta cuestión no puede
discutirse sobre la base de si la ley y las constituciones son in-
herentemente antianarquistas, sino si son racionales, muta-
bles, seculares y restrictivas únicamente en el sentido de que
prohíben el abuso de poder. Debemos, creo yo, liberarnos de
los fetiches nacidos de remotas polémicas con autoritarios,
de los fetiches que han empujado a muchos anarcocomunistas
a posiciones unilaterales nada reflexivas que son más pareci-
das a dogmas que a ideas teóricas razonadas.

111
murray bookchin | la próxima revolución

Cierto es que el tiempo en el que vivimos no es uno que sea


favorable a la expansión del anticapitalismo, ni de los movi-
mientos sociales ni las ideas anarquistas. Sin embargo, a no ser
que estemos dispuestos a permitir que el cáncer capitalista se
extienda por todo el planeta, y que llegue incluso a absorber el
mundo natural dentro de la economía, los anarcocomunistas
deben desarrollar una teoría y una práctica que les proporcio-
nen una entrada en la esfera pública. Teoría y práctica, debería
remarcar, que sea consistente con el objetivo de lograr una so-
ciedad comunista libertaria racional.
Por último, debemos hacer valer el derecho histórico de la ra-
zón especulativa, sustentada en las potencialidades reales de los
seres humanos tanto del pasado como del presente, tal y como las
conocemos, para que puedan proyectarse más allá del entorno in-
mediato en el que vivimos. Así podremos afirmar que la sociedad
actual e irracional no es la sociedad auténtica —o «real»— de la
que la condición humana es merecedora. Pese a su predominancia
—y para mucha gente su eternidad—, es falso que en ella se pueda
desarrollar la potencialidad de la humanidad para la libertad y la
autoconsciencia, por lo que no es real en el sentido de que es una
traición a los presupuestos de las mayores cualidades de la huma-
nidad: la capacidad para la razón y la innovación.
De la misma manera, esa amplia fábrica de ideas que lla-
mamos «anarquismo» se enfrenta a las visiones opuestas en-
tre anarquistas sociales, quienes desean centrar sus esfuerzos en
la eliminación revolucionaria de la sociedad jerárquica y de
cla­ses, y anarquistas individualistas, quienes contemplan el cam-
bio social únicamente en términos de expresión personal pro­pia y
el reemplazo de ideas serias con fantasías místicas.
Personalmente, no creo que el anarquismo pueda convertirse
en un movimiento popular a no ser que formule políticas que es-
tén abiertas a la intervención social, que las introduzca en la esfe-
ra pública como un movimiento organizado que puede crecer,
pensar racionalmente, movilizar a la población y que intente en-
contrar maneras de cambiar el mundo de manera activa. Los so-
cialdemócratas nos han ofrecido reformas parlamentarias como
práctica, y los resultados que han obtenido han sido enervantes y

112
política para el siglo xxi

fatigosos —los más llamativos han sido el declive radical de la


vida pública, un crecimiento desastroso de la autoindulgencia y
la idea consumista de propiedad privada—. Aunque como arqui-
tectos del Estado totalitario los estalinistas han desaparecido en
gran medida de la escena pública, unos cuantos de ellos persisten
como parásitos dentro de cualquier movimiento radical que pue-
da surgir entre los oprimidos. Y el fascismo, en sus diferentes
­mutaciones, ha intentado rellenar el vacío creado por el desem-
poderamiento y la falta de escala humana tanto de la política
como de la comunidad, con resultados desastrosos.
Como anarcocomunistas, debemos preguntarnos qué tipo
de entrada a la esfera pública es coherente con nuestra visión
del empoderamiento. Si nuestro ideal es la comuna de comu-
nas, entonces tengo que ceder en que la única manera de poder
entrar en dicha esfera y de lograr la culminación social es una
política comunalista con una praxis municipalista libertaria;
es decir, un movimiento y un programa que surja finalmente
en la esfera política local como el defensor implacable del ba-
rrio popular, de las asambleas ciudadanas y del desarrollo de
una economía municipalizada. No conozco ninguna otra al-
ternativa frente a la capitulación de la sociedad existente.
El municipalismo libertario no es una nueva versión del
­reformismo en la línea del «posibilismo» de Paul Brousse en la
década de 1890. Más bien es un intento explícito de actuali-
zar el tradicional ideal social anarquista de la federación de co­
munas o la «comuna de comunas», a saber, la unión confederal
de los municipios, que asuma la forma de asambleas popu-
lares de democracia directa así como el control colectivo o la
­«propiedad» de los recursos de mayor importancia social. El
mu­ni­­ci­palismo libertario no se compromete, en absoluto, con
el parlamentarismo, los intentos reformistas de «mejorar» el
­capitalismo o la perpetuación de la propiedad privada. Limita-
do ­exclusivamente al municipio como centro de la actividad
política, marcadamente diferente de los Gobiernos estata-
les y ­provinciales, por no hablar de los Gobiernos nacionales y
supranacionales, el municipalismo libertario es revolucionario
desde su mismo núcleo, en el sentido, y esto es muy importante,

113
murray bookchin | la próxima revolución

de que busca exacerbar la tensión latente, y a menudo muy real,


entre el municipio y el Estado, y ampliar las instituciones demo-
cráticas de la comuna que aún subsisten, a expensas de las insti-
tuciones estatalistas. Contrapone la confederación al Estado
nación, y el comunismo libertario a los sistemas existentes de
propiedad privada y propiedad nacionalizada.
Donde la mayor parte de los anarcocomunistas del pasado
han considerado la federación de comunas como un ideal a lo-
grar tras la insurrección, yo mantengo que los municipalistas
libertarios consideran la federación o la confederación de co-
munas como una práctica política que puede ser desarrollada,
al menos parcialmente, antes de una confrontación directa-
mente revolucionaria con el Estado, una confrontación que,
desde mi punto de vista, debería ser totalmente evitada y, en
todo caso, debería ser impulsada mediante el aumento de la
tensión entre el Estado y la confederación de municipios. De
hecho, el municipalismo libertario es una práctica comunalista
con la que crear una cultura revolucionaria para poder llevar a
cabo el cambio revolucionario hasta llegar a una plena confor-
midad con los objetivos del anarcocomunismo.
En este último caso, unifica la práctica y el ideal en un enfo-
que único y coherente de medios y fines para dar el pistoletazo
de salida a una sociedad comunista libertaria, carente de disyun-
tivas entre la estrategia para lograr dicha sociedad y la sociedad
en sí misma. El municipalismo libertario no cultiva la ilusión de
que el Estado y la burguesía permitirán dicho intento y los pro-
gresos para lograr la realización de dichos objetivos sin una lucha
abierta, tal y como algunos defensores del denominado «munici-
palismo confederal» y de las «políticas locales» han afirmado.
Estoy convencido de que el municipalismo libertario, si consi-
gue cierto grado de éxito, se enfrentará a múltiples obstáculos y a
la posibilidad de ser cooptado o de degenerar en una forma de
«anarquismo de alcantarilla»3 que se enfrentará no solo a la esfera

3. De manera peyorativa, se empezó a utilizar el concepto de «socialismo


de alcantarilla» (sewer socialism) a principios del siglo pasado para bur-
larse de los socialistas de Milwaukee, Estados Unidos, que fanfarronea-

114
política para el siglo xxi

cívica del desacuerdo ideológico sino también a las discrepancias


ideológicas dentro de su propio marco de trabajo organizativo, lo
que abre la puerta a un gran espectro de conflictos políticos, con
todos sus riesgos e incertidumbres. En una época en la que la vida
social se ha visto trivializada más allá de lo descriptible, cuando la
asunción los valores y modos de vida capitalistas ha alcanzado
niveles sin precedentes, cuando el anarquismo y el socialismo son
vistos como «causas perdidas» del siglo xix y de principios del xx,
uno no puede más que esperar que dichas discrepancias se con-
viertan en una realidad pública genuina. En ninguna otra época
la mediocridad ha triunfado tanto como ahora, y en ningún otro
momento la indiferencia a los asuntos sociales y políticos ha es-
tado tan extendida como ahora.
No creo que el cambio social pueda lograrse sin asumir ries-
gos, permitiendo las incertidumbres y reconociendo la posibili-
dad de fracasar. Soy demasiado viejo como para hacer predicciones
que merezcan la pena acerca de cómo se desarrollarán los sucesos
y qué rumbo tomarán, excepto para afirmar que el presente, para
bien o para mal, difícilmente le será reconocible a la generación
que venga de aquí a cincuenta años, debido a la velocidad a la que
es muy probable que cambien las cosas en el siglo venidero.
Pero donde existe el cambio también existen las posibilida-
des. Los tiempos no pueden permanecer como hasta ahora, no
más de lo que pueda congelarse y detenerse el mundo como
consecuencia de ello. Pero lo que sí podemos esperar es que
logremos preservar el hilo de racionalidad que distingue las
auténticas civilizaciones del barbarismo, ya que, de hecho, las
consecuencias de permitir que el mundo se hunda en un futu-
ro sin actividad o guía racional será el regreso al barbarismo.

Agosto, 1998

ban sobre lo bueno que era el sistema de alcantarillado público de la


ciudad. Este tipo de socialismo, precursor de la socialdemocracia esta-
dounidense, rechazaba la lógica revolucionaria marxista para abrazar
la vía electoral de mejorar las condiciones de vida locales a partir de un
sistema público fuerte. (N. de la T.)

115
el significado
del confederalismo
Pocos argumentos han sido usados de manera tan eficaz para
poner en duda la democracia directa como aquellos que afir-
man que vivimos en una «sociedad compleja». Los núcleos de
población modernos, se nos dice, son demasiado grandes y de-
masiado concentrados para permitir una toma de decisiones
directa desde la base. Se nos dice también que nuestra economía
es demasiado «global» como para que sea posible deshacer las
complejidades de la producción y el comercio. Se afirma que, en
nuestro presente trasnacional y nuestro sistema social general-
mente muy centralizado, es mejor aumentar la representación
en el Estado, para incrementar la eficiencia de las instituciones
burocráticas, en lugar de avanzar en utópicos esquemas «loca-
listas» de control popular sobre la vida política y económica.
Después de todo, según estos argumentos, los centralistas
son ya «localistas» en el sentido de que ellos creen en «más
poder para el pueblo» o, al menos, para sus representantes. Y
no hay duda de que un buen representante está siempre ansio-
so de conocer los deseos de sus «votantes» (por usar otro de
esos arrogantes sustitutos para «ciudadano»).
Pero ¿democracia directa? ¡Olvidémonos de soñar que en nues-
tro «complejo» mundo moderno podemos tener alguna alterna-
tiva democrática al Estado nación! Mucha gente pragmática,
incluidos los socialistas, a menudo rechazan los argumentos a

119
murray bookchin | la próxima revolución

favor de esta clase de «localismo» como si fuese algo de otro


mundo, con afable condescendencia en el mejor de los casos y
franca burla en el peor. Es más, hace décadas, en 1972, Jere-
my Brecher, un socialdemócrata, desde el periódico Root and
Branch me desafió a explicar cómo mi visión descentralista
­expresada en El anarquismo en la sociedad de consumo puede pre-
venir, digamos, que Troy —en el estado de Nueva York—arroje
sus desechos sin tratamiento al río Hudson, del cual obtienen
agua potable ciudades como Perth Amboy situadas río abajo.1
A simple vista, argumentos como los de Brecher a favor de un
gobierno centralizado parecen irrebatibles. Una estructura que
seguramente es «democrática», pero que en gran media seguiría
organizada verticalmente sigue siendo necesaria para prevenir
que una localidad afecte ecológicamente a otra. Pero los argu-
mentos económicos y políticos convencionales contra la descen-
tralización, que utilizan desde el destino del suministro de agua
potable de Perth Amboy hasta nuestra supuesta «adicción» al
petróleo, para aleccionarnos sobre un conjunto de suposiciones
problemáticas descansan sobre una aceptación inconsciente del
statu quo económico.

Descentralización y autonomía

La suposición de que todo lo actualmente existente debe exis-


tir necesariamente es el ácido que corroe todo pensamiento
visionario (así lo pone de manifiesto la reciente tendencia
de los radicales a abrazar el «socialismo de mercado», en vez de
abordar los fracasos de la economía de mercado tanto como los

1. Al menos entre 1947 y 1977 el río Hudson fue sometido a un intensivo
vertido de residuos de industrias como General Electric o la General
Motors, cuyos desechos eran lanzados a la presa de Troy, situada en
la milla 153 (alrededor del kilómetro 95) del río Hudson. Durante la
década de 1970, la lucha contra la contaminación de este río fue una de
las más conocidas luchas ecologistas del momento en Estados Unidos.
(N. de la E.)

120
el significado del confederalismo

del socialismo de Estado). Sin duda, tendremos que importar


café para aquellos que necesitan su dosis mañanera, o meta-
les exóticos para las personas que quieran que sus utensilios
­duren más que la basura conscientemente diseñada por una
economía del despilfarro. Pero aparte de la manifiesta irracio-
nalidad de apiñar decenas de millones de personas en cintu­
rones urbanos congestionados y sofocantes, ¿es necesario
que siga existiendo la actual y disparatada división internacio-
nal del trabajo para satisfacer las necesidades humanas? ¿O
ha sido creada para proporcionar exorbitantes beneficios a las
corporaciones internacionales? ¿Vamos a ignorar las conse-
cuencias ecológicas del saqueo de los recursos naturales del
Tercer Mundo y la nociva dependencia de las áreas ricas en
petróleo —cuyos productos producen contaminantes del aire
y agentes cancerígenos derivados— creada por la vida econó-
mica moderna? Ignorar el hecho de que nuestra «economía
global» es el resultado de las florecientes burocracias indus-
triales y de la competitiva economía de mercado de crecimien-
to o muerte es una terrible demostración de ceguera.
No es necesario indagar en cuáles son las razones ecológicas
exactas, para intentar alcanzar determinados grados de autono-
mía y sostenibilidad. La mayoría de las personas preocupadas
por el entorno ecológico son conscientes de que la masiva divi-
sión del trabajo nacional e internacional es un desperdicio ex-
tremo, en el sentido literal del término. La excesiva división del
trabajo no solo produce una organización sobredimensio-
nada y crea con ello inmensas burocracias, sino también un in-
menso despilfarro de recursos —debido a las grandes distancias
que recorren las materias primas y las mercancías—, una dismi-
nución de las posibilidades de reciclar adecuadamente los dese-
chos, y la imposibilidad de evitar la polución generada por los
centros industriales y los núcleos de población densamente ha-
bitados —impidiendo, con ello, que se pueda hacer un uso co-
rrecto de las materias primas locales o regionales—.
Por otro lado, no podemos ignorar el hecho de que comuni-
dades relativamente autónomas y sostenibles, en las que la pro-
ducción artesanal, la agricultura y la industria desempeñan el

121
murray bookchin | la próxima revolución

papel de redes organizadas de manera confederal, enriquecen


las oportunidades y estimulan a las personas, ayudando con una
adecuada comprensión del individuo y de sus capacidades a mo-
delar personalidades más completas y maduras. Lograr el ideal
griego de un ciudadano maduro en un ambiente maduro —que
reaparece en las obras utópicas de Charles Fourier— fue un ar-
diente deseo de los anarquistas y socialistas del siglo xix.
La posibilidad de que los individuos puedan desempeñar dife-
rentes tareas durante su actividad productiva cotidiana, gracias a
una semana laboral reducida —o, en la sociedad ideal de Fourier,
a lo largo de una determinada jornada—, ha sido considerada un
factor decisivo para superar la división entre la actividad manual
y la intelectual, trascender las diferencias de estatus creadas por
esa profunda división del trabajo y aumentar la riqueza de las
experiencias generadas a partir de la libertad de movimiento tan-
to en el seno de la industria como de la artesanía y el cultivo agrí-
cola. De este modo, la autonomía sostenible construye un yo más
rico, fortalecido por las diferentes experiencias, capacidades y
certezas adquiridas. Desgraciadamente, la izquierda ha perdido
esta visión, como también ha desaparecido de la perspectiva de
muchos de los ambientalistas actuales, que han dado un giro ha-
cia un liberalismo pragmático, por culpa de la trágica ignorancia
que muestra el movimiento radical acerca de su propio pasado.
No deberíamos, creo yo, perder de vista qué significa vivir la
vida de una forma ecológica, que no es lo mismo que simple-
mente tener unas determinadas actitudes consideradas como
ecologísticamente adecuadas. La multitud de libros que ense-
ñan cómo conservar, invertir, comer y comprar de una manera
«ecológicamente responsable» son una tergiversación de la ne-
cesidad más básica de reflexionar sobre lo que significa pensar
—sí, razonar— y vivir ecológicamente en el sentido integral
del término. Por ende, mantengo que la agricultura orgánica es
mucho más que una forma benigna de agricultura y una buena
fuente de nutrientes; es, sobre todo, la forma de situarnos a
nosotros mismos directamente en la cadena alimentaria al cul-
tivar personalmente lo que cada uno necesita consumir para
vivir y devolverle al ambiente lo que este le requiere.

122
el significado del confederalismo

Gracias a ello los alimentos se convierten en algo más que sim-


ples nutrientes. La tierra que uno cultiva, los seres vivos que uno
cría y consume y el compost que uno prepara se unen en un conti­
nuum ecológico para alimentar tanto el espíritu como el cuerpo,
agudizando la sensibilidad personal respecto al mundo no huma-
no y humano que nos rodea. Me suelen hacer gracia los celosos
«espiritualistas», muchos de los cuales o bien actúan como pasivos
observadores de supuestos paisajes «naturales» o bien son devotos
ritualistas, amantes de la magia y de las debilidades paganas (o
todo a la vez), que no son capaces de darse cuenta de que una de las
tareas más esencialmente humanas, como es el cultivo de alimen-
tos, puede hacer más por fomentar una sensibilidad ecológica (y
espiritual, si se quiere) que todos los encantamientos y mantras
salmodiados en nombre del espiritualismo ecológico.
Transformaciones tan profundas como la disolución del Esta-
do nación y su sustitución por la democracia participativa no
pueden tener lugar en un vacío psicológico en el que solo se cam-
bia la estructura política. Frente a los afirmaciones de Jeremy
Brecher, yo defiendo que en una sociedad que haya virado radi-
calmente hacia una descentralización, basada en la democracia
participativa y guiada por principios comunitarios y ecológicos,
es razonable suponer que las personas no escogerán una adminis-
tración social tan irresponsable como para permitir que las aguas
del Hudson sean contaminadas. La descentralización, una demo-
cracia directa y el énfasis localista en los valores comunitarios
deberían ser vistos como un elemento único, y es de esta manera
que se plantea la idea que llevo defendiendo más de treinta años.
Este «elemento único» no solo implica una nueva política, sino
una nueva cultura política que abrace nuevas formas de pensar y
sentir, y nuevas interrelaciones humanas, incluyendo la manera
en que experimentamos el mundo natural. Así, palabras como po­
lítica y ciudadanía podrán ser redefinidas en función del rico sig-
nificado que ya poseyeron en el pasado y que puede seguir
enriqueciéndose y creciendo en el presente.
No es difícil demostrar —punto por punto— cómo se pue­
de atenuar en gran medida la división internacional del tra-
bajo, mediante la correcta utilización de los recursos locales y

123
murray bookchin | la próxima revolución

regionales, con la implementación de ecotecnologías, redefi-


niendo y redimensionando el consumo humano a niveles
racionales (es más, saludables), y la implementación de una
producción ­cua­lificada que suministre medios de vida durade-
ros, en lugar de ­objetos desechables. En «Hacia una tecnología
liberadora»,2 ­pu­blicado en 1965, realicé un cuantioso inventario
y un análisis de gran parte de estas posibilidades, pe ro des-
afortunadamente fue escrito hace tanto tiempo que su conteni-
do no está accesible para las actuales generaciones sensibles y
receptivas al ecolo­gismo. De hecho, en ese ensayo también desa-
rrollaba los ar­gumentos a favor de la integración regional y la
necesidad de interconectar los recursos entre las ecocomunida-
des, ya que, al ser comunidades descentralizadas, son inevitable-
mente inter­dependientes entre ellas.

Los problemas de la descentralización

Del mismo modo que muchas personas pragmáticas son incapa-


ces de ver la importancia de la descentralización, también hay
un sector importante en el movimiento ecologista que tiende a
ignorar los problemas reales del «localismo», que no son menos
enrevesados que los generados por un globalismo que fomenta
la completa interdependencia de la vida económica y política
basándose en una estructura mundial. Si no se implementan
este tipo de cambios culturales y políticos holísticos, es fácil que
las ideas de descentralización pongan el énfasis en un determi-
nado grado de aislamiento local o cierto grado de autosuficien-
cia, derivando en el provincianismo cultural y el chovinismo. El
provincianismo puede provocar problemas tan serios como los
de una mentalidad «global» que obvia las singularidades cultura-
les, las peculiaridades de los ecosistemas y las ecorregiones y la
necesidad de una vida comunitaria a escala humana, que haga

2. Editado en castellano en Por una sociedad ecológica, Editorial Gustavo


Gili, Barcelona, 1978. (N. de la T.)

124
el significado del confederalismo

posible la democracia participativa. Actualmente, este es un


problema de gran importancia y no es una cuestión baladí para
un movimiento cuya tendencia es la de oscilar hacia los extre-
mos y que, pese a la bondad de sus intenciones, suele caer en la
pura ingenuidad. En modo alguno dejaré de repetir, haciendo
todo el hincapié que se pueda en ello, que debemos encontrar la
manera de compartir el mundo con otros seres humanos y no
humanos; una visión que, a menudo, es difícil de lograr en co-
munidades demasiado «autosuficientes».
Aunque respeto mucho las intenciones de aquellos que
­defienden la autonomía y sostenibilidad local, estos conceptos
pueden resultar muy confusos. Es cierto que puedo coincidir
con David Morris, del Institute for Local Self-Reliance (Institu-
to para la Autosuficiencia Local), por ejemplo, en que si una
comunidad puede producir las cosas que necesita, debería ha-
cerlo. Pero las comunidades autosuficientes no pueden produ-
cir todas las cosas que necesitan, a menos que eso implique el
regreso al sacrificado modo de vida aldeano que envejece pre-
maturamente a sus hombres y mujeres, condenados a realizar
pesados trabajos que dejan muy poco tiempo para la vida políti-
ca más allá de los confines de la supervivencia de la comunidad.
Lamento decir que hay gente en el movimiento ecologista
que aboga, de hecho, por el retorno a una economía de alta
intensidad laboral, por no mencionar quienes pretenden recu-
perar las divinidades de la Edad de Piedra. No hay duda de que
necesitamos dotar los ideales de localismo, descentralización
y autosuficiencia de un sentido y significado más completo y
superior al actual. Hoy tenemos la capacidad para producir los
medios básicos de vida —y bastante más—, y podemos hacerlo
en una sociedad ecológica guiada por la producción de bienes
útiles y de buena calidad. Pese a ello, sigue habiendo gente
dentro del movimiento ecologista que acaba defendiendo
una forma de «capitalismo» colectivo, en el cual una comuni-
dad funciona como un empresario, basándose en un senti-
miento de propiedad privada sobre sus recursos. Estos modelos
de cooperativas vuelven a entrar y ponen en funcionamien-
to los sistemas de distribución mercantiles, ya que quedan

125
murray bookchin | la próxima revolución

atrapadas en la telaraña de los «derechos burgueses», esto es, en


unos contratos y una contabilidad cuya principal preocupación
son las cantidades exactas que recibirá una comunidad en una
relación de «intercambio». Esta degradación de las iniciativas ya
tuvo lugar en Barcelona tras la expropiación de empresas por
parte de los trabajadores en julio de 1936, las cuales fueron so-
metidas al control obrero, pero funcionaron como empresas ca-
pitalistas; una práctica combatida por los anarcosindicalistas de
la cnt desde los mismos principios de la Revolución española.
Es un problema el hecho de que ni la descentralización ni
la autonomía y la sostenibilidad sean en sí mismas necesaria-
mente democráticas. La ciudad ideal de Platón fue diseñada para
ser autosuficiente, pero su autonomía se diseñó para sostener
una élite de guerreros y de filósofos. Es más, la capacidad para
preservar su autosuficiencia dependía, como en Esparta, de su
habilidad para resistir la aparente influencia «corruptora» de
culturas foráneas. De manera similar, la descentralización en sí
misma no nos asegura que vayamos a vivir en una sociedad eco-
lógica. Una sociedad descentralizada puede fácilmente coexistir
con jerarquías extremadamente rígidas. Un muy buen ejemplo
es el feudalismo europeo y el oriental, un orden social en el cual
las jerarquías principescas de duques o barones se basaban en
comunidades altamente descentralizadas. Con el debido respeto
a Fritz Schumacher, lo pequeño no es necesariamente hermoso.3
Nada asegura tampoco que las comunidades a escala humana
—ni siquiera si utilizan las «tecnologías adecuadas»— constitu-
yan una garantía contra las sociedades de dominación. Es más, la
humanidad ha vivido en aldeas y pequeños poblados a lo largo de
muchos siglos, y solía organizarse mediante estrechos lazos socia-
les, a menudo en torno a formas comunales de propiedad. Sin em-
bargo, proporcionaron el sustrato en el que se desarrollarían los
Estados imperiales, cuyo carácter resultó ser bastante despótico.

3. Hace referencia al libro de E. F. Schumacher: Small Is Beautiful: A Study


of Eco­nomics as if People Mattered, Blond & Briggs, Londres, 1973. Exis-
te edición en castellano: Lo pequeño es hermoso, Akal, Madrid, 2001.
(N. de la T.)

126
el significado del confederalismo

Si se analizan en términos económicos y de propiedad, este tipo


de asentamientos alcanzaría un puesto destacado en el ranking
del «no crecimiento» de autores como Herman Daly,4 pero, pese
a ello, en China e India se constituyeron los resistentes cimientos
sobre los que se edificarían gobiernos despóticos increíbles. Estas
comunidades autónomas y descentralizadas temían casi tanto a
los ejércitos que las saqueaban como a los cobradores de impues-
tos imperiales que las esquilmaban.
Si ensalzamos estas comunidades debido al grado de des-
centralización, autonomía y autosuficiencia, por lo reducido
de su tamaño o porque utilizaban las «tecnologías adecuadas»,
nos vemos obligados a ignorar el hecho que se encon­traban cul-
turalmente estancadas y eran fácilmente dominadas por élites
exógenas. Su división del trabajo, aparentemente orgánica pero
ligada a la tradición, puede haber construido perfectamente la
ba­se para sistemas sociales basados en las castas, profunda-
mente opresivos y degradantes, existentes en diferentes partes
del mundo; como el sistema de castas que hasta hoy sigue aso-
lando la vida social de la India.
Aun arriesgándome a que parezca lo opuesto, me siento
obligado a remarcar que la descentralización, el localismo, la
autosuficiencia e incluso la confederación, tomado cada ele-
mento por separado, no constituyen ninguna garantía de
que alcancemos una sociedad ecológica racional. Es más, ­todos
­estos elementos, en un momento u otro, han alimentado el
­provincialismo comunal, las oligarquías e incluso regímenes

4. Herman Daly (1938). Economista estadounidense, después de pasar por


el Banco Mundial como economista senior en el Departamento de Medio
Ambiente, desarrolló una importante labor intelectual crítica, poniendo
en tela de juicio la noción de «crecimiento». En sus propias palabras, «los
economistas dedican tanta atención al crecimiento del Producto Interno
Bruto (pib) que lo confunden con “crecimiento económico”, sin admitir la
posibilidad de que este pudiera ser “no económico”, ya que sus costos
marginales derivados de los sacrificios ambientales y sociales podrían ser
mayores que su valor en términos de los beneficios de la producción. Lo
anterior nos haría más pobres y no más ricos, por lo que debería de­no­
minarse “crecimiento no económico”» («La manía por el creci­mien­to»,
bit.ly/309Wreg, última consulta: julio del 2019).

127
murray bookchin | la próxima revolución

despóticos. Lo cierto es que, sin las estructuras institucionales


aglutinadas en torno a nuestra concepción de los términos que
estamos utilizando y sin combinarlas unas con otras, no hay
esperanza alguna de alcanzar una sociedad libre ecológicamen-
te orientada.

Confederalismo e interdependencia

La descentralización y la autosuficiencia deben incluir un


principio de organización social más amplio que el mero loca-
lismo. Junto con la descentralización, los intentos de autosufi-
ciencia, las comunidades a escala humana, las ecotecnologías,
etc., existe una imperiosa necesidad de formas democráticas y
verdaderamente comunitarias de interdependencia, es decir,
formas de confederalismo libertario.
En bastantes artículos y libros (particularmente en From
Urbanization to Cities) ya he explicado la historia de las estruc-
turas confederales, desde las confederaciones antiguas y me-
dievales hasta las modernas, de los comuneros de principios del
siglo xvi en España al movimiento de las secciones parisinas de
1793, o los intentos más recientes, en particular de los anar-
quistas en la Revolución española de 1936. Actualmente, el fra-
caso de muchos descentralistas a la hora de comprender la
necesidad de la confederación suele inducir a graves malenten-
didos, ya que el modelo confederal suele tender, como mínimo,
a contrarrestar la inclinación de las comunidades descentrali-
zadas al exclusivismo y el provincialismo. Si no poseemos una
clara comprensión del significado del confederalismo —es
más, del hecho de que constituye un principio clave y que pro-
porciona a la descentralización un sentido más completo—, la
agenda del municipalismo libertario puede, en el mejor de los
casos, caer fácilmente en la vacuidad, cuando no en el peor:
utilizado para finalidades auténticamente provincianas.
Entonces, llegados a este punto, ¿qué es el confederalis-
mo? Por encima de todo es una red de consejos administrativos

128
el significado del confederalismo

cuyos miembros o delegados son electos en asambleas popula-


res basadas en la democracia directa de las diferentes aldeas,
pueblos e incluso los barrios de grandes ciudades que confor-
man la confederación. Los miembros de esos consejos confe-
derales están estipulados de manera estricta, son revocables y
responsables ante las asambleas que los eligen, para que des-
empeñen la tarea de coordinar y administrar las políticas for-
muladas por las mismas. Su función es, por ello, puramente
administrativa y práctica, y no, como en el sistema de gobier-
no republicano, una tarea orientada a la creación y desarrollo
de políticas.
Una perspectiva confederal implica una clara distinción
entre la decisión sobre las políticas y la coordinación y ejecu-
ción de las mismas. La decisión es un derecho exclusivo de las
asambleas populares comunales, basadas en las prácticas de la
democracia participativa. La administración y coordinación
son responsabilidad de los consejos confederales, y se convier-
ten en la herramienta que interconecta aldeas, pueblos, ba-
rrios y ciudades en redes confederales. El poder, por lo tanto,
fluye de abajo hacia arriba, en lugar de hacerlo de arriba hacia
abajo; y en las confederaciones, el flujo del poder de abajo ha-
cia arriba disminuye a medida que se amplia el alcance de la
confederación, de provincias a regiones y de regiones a áreas
territoriales cada vez más amplias.
Un elemento crucial a la hora de proporcionarle sustancia
al sistema confederal es la interdependencia de comunidades
mediante un auténtico mutualismo basado en compartir los
recursos, la producción y la creación de políticas. Es bastante
probable que haya comunidades que caigan en el provincia-
nismo y el elitismo si, en un momento dado, no se ven obliga-
das a contar con otras para satisfacer parte de sus principales
necesidades materiales, o si no necesitan alcanzar objetivos
co­munes que las vinculen a un todo superior. La descentrali-
zación y el localismo pueden servir de gran ayuda a la hora de
evitar que comunidades que pertenecen a un cuerpo asociati-
vo mayor, no acaben refugiándose en sí mismas a expensas de
otras áreas mayores de consociación humana, pero solo si

129
murray bookchin | la próxima revolución

tenemos en cuenta que las confederaciones deben concebir-


se como extensiones de un modelo participativo de adminis-
tración.
El confederalismo es, por todo esto, una manera de perpetuar
la interdependencia que debería existir entre comunidades y re-
giones; es más, es un modo de democratizar esa interdependencia
sin traicionar el principio del control local. Aunque es deseable
que cada localidad y cada región se organicen hasta cierto punto
de manera autosuficiente, el confederalismo es, por una parte, el
medio de evitar un provincialismo localista, y por la otra, la herra-
mienta para no caer en un nacionalismo y una extravagante divi-
sión global del trabajo. En resumen, es la manera en que una
comunidad puede retener su identidad y unicidad mientras forma
parte de un camino compartido de ese todo más grande que cons-
tituye una sociedad ecológica equilibrada.
El confederalismo como principio de organización social al-
canza su estadio más elevado de desarrollo cuando la economía en
sí misma también está confederada y pone en manos de los muni-
cipios locales las granjas, las fábricas y otras empresas necesarias
o, lo que es lo mismo, cuando una comunidad, sin importar si su
tamaño es más o menos grande, comienza a gestionar sus propios
recursos económicos en una red de interrelaciones con otras co-
munidades. Forzar una elección entre la autosuficiencia y el in-
tercambio mercantil es una dicotomía simplista e innecesaria. Me
gustaría pensar que una sociedad confederal ecológica sería una
que se base en compartir, en el placer que se siente al distribuir
entre las comunidades de acuerdo a sus necesidades, no una en la
cual comunidades «cooperativistas» capitalistas se enfanguen y
hundan ellas mismas en el quid pro quo de las relaciones de inter-
cambio.
¿Imposible? A menos que creamos que la propiedad nacionali-
zada (la cual refuerza con poder económico el poder político del
Estado centralizado) o un mercado económico privado (cuya ley
del «crece o muere» amenaza con minar la estabilidad ecológica
del planeta entero) sean más realizables, no se me ocurre qué otra
alternativa tenemos a la municipalización confederal de la econo-
mía. De todos modos, por una vez ya no serían los privilegiados

130
el significado del confederalismo

burócratas estatales o los codiciosos empresarios burgueses, ni


siquiera los «colectivistas» capitalistas en las denominadas em-
presas bajo control obrero —todos con la idea de promover sus
propios intereses en confrontación a los problemas comuna-
les—, sino los ciudadanos, sin importar su oficio o puesto de tra-
bajo, quienes dirijan la economía. Por una vez, se trascenderían
los tradicionales intereses laborales, de especialidad, clase, esta-
tus y relaciones de propiedad, para crear un interés general basa-
do en los problemas de la comunidad compartida.
La confederación es, por ello, una unión basada en la des-
centralización, el localismo, la autosuficiencia, la interdepen-
dencia…, elementos indispensables para la educación moral y
construcción del carácter —lo que los griegos llamaban pai­
deia— y para generar una ciudadanía activa en una democra-
cia participativa, y no los electores pasivos y consumidores
que tenemos actualmente. Al fin y al cabo, no hay sustituto
posible a la reconstrucción consciente de nuestra relación con
los otros y con el mundo natural.
Argumentar que la reconstrucción de la sociedad y de nuestras
relaciones con el mundo natural puede alcanzarse solo mediante
la descentralización, el localismo o la autosuficiencia nos deja con
un abanico incompleto de soluciones. Cualquier omisión o elimi-
nación de alguno de los elementos descritos en la construcción de
una sociedad basada en municipios confederados, creará un pro-
fundo abismo dentro del tejido social que esperamos crear. El
­problema crecería y al final lo destruiría, acabaría finalmente do-
minando todo el conjunto, del mismo modo que lo haría la eco­
nomía de mercado unida al «socialismo», al «anarquismo» o a
cualquier otra idea que tengamos de lo que es una buena sociedad.
Tampoco podemos omitir la distinción entre la creación de polí-
ticas y la administración de las mismas, puesto que desde el mo-
mento en el que la política escapa al control del pueblo, sus
delegados la devoran, transformándose velozmente en burócratas.
El confederalismo, de hecho, debe ser concebido como un
todo: un cuerpo formado de manera consciente por interde-
pendencias que unen la democracia participativa de los muni-
cipios con un sistema de coordinación escrupulosamente

131
murray bookchin | la próxima revolución

supervisado. Implica el desarrollo dialéctico de la independen-


cia y la dependencia en una forma más rica y completa de in-
terdependencia, del mismo modo en el que un individuo en
una sociedad libre pasa al crecer de la dependencia de la niñez
a la independencia de la juventud, para negar y superar ambas
en una forma consciente de interdependencia entre indivi-
duos, y entre los individuos y la sociedad.
Es una especie de metabolismo fluido y siempre en desarro-
llo, en el cual la identidad de una sociedad ecológica se preser-
va a través de sus diferencias y en virtud de su potencial para
una diferenciación cada vez mayor. El confederalismo, de he-
cho, no cierra el ciclo de la historia social (como nos quieren
hacer creer los ideólogos del «fin de la historia» acerca del ca-
pitalismo liberal), sino que más bien marca el punto de partida
para una nueva historia ecosocial construida gracias a una evo-
lución participativa dentro de la sociedad, y entre la sociedad y
el mundo natural.

La confederación como poder dual

En mis escritos previos ya he intentado mostrar cómo han exis-


tido ejemplos de confederación sobre bases municipalistas en
tiempos recientes, en aguda tensión con los Estados centraliza-
dos y en particular con el Estado nación. He remarcado en
­repetidas ocasiones que no es simplemente una forma ex­traor­
dinaria de administración social, sobre todo cívica o munici-
pal. Es una vibrante tradición que forma parte de las relaciones
humanas, y una experiencia que tiene largos siglos de historia
tras de sí. Durante generaciones las confederaciones han trata-
do de contrarrestar la tendencia histórica, casi tan extensa
como la otra, hacia la centralización y la creación del Estado
nación.
Si no se entiende que confederalismo y estatismo deben
mantener una relación de tensión mutua —en la cual el Estado
nación ha usado una variedad de intermediarios como, por

132
el significado del confederalismo

ejemplo, los Gobiernos provinciales en Canadá y los Gobiernos


estatales en los Estados Unidos para crear la ilusión de «control
local»—, entonces el concepto de confederación pierde todo
sentido. La autonomía provincial en Canadá y los derechos de
los estados en los Estados Unidos no son más confederales que
los sóviets o los consejos, un medio para el control popular
que existió en tensión con el Estado totalitario de Stalin. Los
sóviets rusos fueron cooptados por los bolcheviques, quienes
los suplantaron con miembros de su partido en el plazo de uno
o dos años tras la Revolución de Octubre. Debilitar el rol de los
municipios confederados como contrapeso frente al poder del
Estado nación postulando de manera oportunista candidatos al
Gobierno estatal o, más dantesco aún, al puesto de gobernador
de estados supuestamente democráticos (como algunos verdes
han propuesto en Estados Unidos), distorsiona la importancia
de la necesidad de mantener la tensión entre confederación y
Estado nación; es más, presentar dichas candidaturas oculta el
hecho de que a largo plazo no pueden coexistir ambos.
Al describir el confederalismo como una estructura para la
descentralización, la democracia participativa y el localismo, en
la cual reside un potencial aumento de la diferenciación a partir
de nuevas líneas de desarrollo, quisiera hacer hincapié en que el
mismo concepto de unicidad que se aplica a la interdependen-
cia entre municipios, también se aplica al municipio en sí mis-
mo. El municipio, como ya he señalado en otros escritos, es la
esfera política más cercana al individuo, el mundo que literal-
mente se encuentra con solo cruzar el umbral de la privacidad
familiar y de la intimidad de las amistades personales. En este
lugar de la política primaria, que debería concebirse expresa-
mente desde el punto de vista helenístico de control de la polis
o de la comunidad, el individuo puede ser transformado de me­
ra persona a ciudadano activo, pasar de un ser privado a un ser
público. Puesto que esta esfera crucial convierte al ciudadano
en alguien capaz de participar directamente del futuro de la
­sociedad, nos encontramos con que lidiamos con un nivel de
interacción humana que —dejando aparte la familia misma—
es más básico que cualquiera de los niveles expresados en las

133
murray bookchin | la próxima revolución

formas de gobierno representativas, donde el poder colectivo se


transmuta literalmente en poder encarnado por uno o unos po-
cos individuos. En consecuencia, y no importa cuánto se haya
distorsionado su papel a lo largo de la historia, el municipio es la
auténtica esfera para el desarrollo de la vida pública.
La política delegada o los diferentes grados de autoritarismo
suponen, por el contrario, la abdicación del poder municipal y
ciudadano en mayor o menor grado. El municipio debe ser en-
tendido siempre como el mundo auténticamente público. Inclu-
so comparar posiciones ejecutivas como la de un alcalde, con
formas representativas de poder como la de un gobernador es
malinterpretar groseramente la naturaleza política elemental de
la vida misma, pese a todas las deformaciones padecidas por di-
cha naturaleza política. Para que los verdes puedan competir des-
de un planteamiento puramente formalista y calculador —ya
que la lógica moderna permite que términos como ejecutivo sean
intercambiables para el alcalde y para el gobernador—, es necesa-
rio alienar totalmente de su contexto la noción de poder ejecuti-
vo, y reificarlo para hacer de él una categoría inerte, gracias a
todas las trampas lingüísticas con las que oscurecemos el térmi-
no. Si la ciudad debe ser vista como un todo, y sus potencialida-
des para crear una democracia participativa deben identificarse
en su totalidad, los Gobiernos provinciales y los Gobiernos esta-
tales en Canadá y en los Estados Unidos, en el mejor de los casos
deben ser vistos como pequeñas repúblicas organizadas por com-
pleto alrededor de la representación, y en el peor alrededor del
dominio oligárquico. Sus estructuras proporcionan los canales
de expresión para el Estado nación y constituyen obstáculos para
el desarrollo de un ámbito público genuino.
En pocas palabras, que un miembro de un partido verde se
presente para alcalde con un programa municipalista libertario
es cualitativamente diferente a que se postule para gobernador
provincial o estatal con un programa que se supone que es muni-
cipalista libertario. Significa descontextualizar las instituciones
que existen en un municipio, en una provincia o estado, y en un
Estado nación en sí mismo, al situar estas tres posiciones ejecuti-
vas bajo una perspectiva puramente formal. Sería como decir

134
el significado del confederalismo

que, como los seres humanos y los dinosaurios tienen columnas


vertebrales, ambos pertenecen a la misma especie o incluso al
mismo género. En cada uno de estos casos, una institución —sea
alcalde o concejal— debe ser vista dentro del contexto munici-
pal entendido como un todo; de la misma forma que un presi-
dente, primer ministro, congresista o miembro del Parlamento,
a su vez, debe ser visto en el contexto totalizador del Estado.
Desde esta perspectiva, que los verdes se presenten a las eleccio-
nes a la alcaldía es totalmente diferente a que se postulen para
puestos provinciales o estatales. Podríamos detallar un sinfín de
razones por las que el poder del alcalde está mucho más contro-
lado y es mucho más próximo al escrutinio público que el de
aquellos que ostentan una oficina provincial o estatal.
A riesgo de repetirme, permitidme decir que ignorar este
hecho es obviar el contexto y el entorno en el que se deben si­
tuar cuestiones como la política, la administración, la partici-
pación y la representación. Sencillamente, la alcaldía de un
pueblo o ciudad no es la capital de la provincia, el estado o el
Estado nación.
No cabe duda de que actualmente existen ciudades tan
grandes que rayan el concepto de cuasirrepúblicas por dere-
cho propio. Uno podría pensar, por ejemplo, en megalópolis
como Nueva York o Los Ángeles. En tales casos, el programa
de mínimos del movimiento verde puede demandar que se es-
tablezcan confederaciones dentro del área urbana —digamos,
entre los barrios o distritos definibles—, y no solo entre las
áreas urbanas mismas. En un sentido muy real, estas entidades
superpobladas, extensas y sobredimensionadas deben, en últi-
ma instancia, ser desmontadas y reducidas institucionalmente
a unidades diferenciadas para formar parte de los auténticos
municipios cuya escala sea de dimensiones humanas, y que
nos conduzcan a una democracia participativa. Estas entida-
des aún no constituyen poderes del Estado completamente
formados, ni institucionalmente ni en la realidad, como los
que encontramos incluso en los estados estadounidenses me-
nos poblados. El alcalde aún no es un gobernador, con los po-
deres enormemente coercitivos que este tiene, como tampoco

135
murray bookchin | la próxima revolución

el Ayuntamiento de la ciudad es el Parlamento nacional o esta-


tal que, tal y como ocurre actualmente en los Estados Unidos,
puede legislar la pena de muerte.
En ciudades que están en proceso de transformación en
cuasi-Estados, todavía existe un considerable margen de li­
bertad de acción donde la política puede llevarse a cabo bajo
planteamientos libertarios. De hecho, las ramas del poder eje-
cutivo de estas entidades urbanas se sustentan sobre una base
muy precaria —sobrecargadas por burocracias enormes, pre-
rrogativas policiales y fiscales y sistemas jurisdiccionales—, lo
que genera severos problemas para un enfoque municipalista
libertario. Por ello debemos ser siempre sinceros y preguntar-
nos qué forma concreta adopta cada situación. Postular candi-
datos al Ayuntamiento de la ciudad puede ser el único recurso
que tengamos para detener el desarrollo creciente de institu-
ciones autoritarias del Estado y ayudar a la restauración de una
democracia institucionalmente descentralizada. Sobre todo en
aquellos lugares donde los Ayuntamientos de las grandes me-
trópolis o jurisdicciones regionales que pueden afectar de ma-
nera transversal a diferentes ciudades —Los Ángeles es un
ejemplo notable— proporcionan el entorno necesario para la
concentración de un poder en un ejecutivo estatal o provincial
todavía más poderoso y expansivo.
No hay duda de que descentralizar físicamente entidades
urbanas tales como la ciudad de Nueva York, para convertirlas
en auténticas municipalidades y, en última instancia, en comu-
nas, necesitará de un largo periodo de tiempo. Dichos objeti-
vos, y los esfuerzos necesarios, forman parte del programa de
máximos de un movimiento verde. Pero no existe ninguna
­razón por la cual una entidad urbana de tan gran magnitud
no pueda ser descentralizada institucionalmente poco a poco.
Siempre se debe pensar en la distinción entre la descentra­­li­
zación física y la descentralización institucional. Los radi­
cales, e incluso los urbanistas, llevan mucho tiempo lanzando
­pro­puestas excelentes para identificar los rasgos democráti-
cos en estas inmensas entidades urbanas y, literalmente, dar-
le un ­mayor poder a la gente, pese a encontrarse cínicamente

136
el significado del confederalismo

boicoteados por los intereses centralistas que apelan a las difi-


cultades físicas de dicha empresa con el fin de evitarla.
La congruencia de la descentralización institucional res-
pecto a la ruptura y la división física de las entidades urbanas
genera confusión en el argumentario de los defensores de la
centralización. En cierto modo, los centralistas hacen trampas
tanto cuando separan totalmente estas dos líneas de desa­rrollo
como cuando las enredan entre sí. El municipalismo ­li­bertario
debe tener siempre clara la distinción entre la des­cen­tra­li­za­
ción institucional y la física y entender que la primera es ente-
ramente alcanzable incluso aunque se tarde años en conseguir
totalmente la segunda.

Noviembre, 1990

137
municipalismo libertario:
la política de la
democracia directa
Tal vez el mayor y más importante de los fracasos de los mo­­
vimientos para la reconstrucción social —me refiero en par­
ticular a la izquierda, a los grupos ecologistas radicales y a
orga­nizaciones que manifiestan hablar por los oprimidos—, es
su falta de políticas que lleven a la gente más allá de los límites
establecidos por el statu quo.
En la actualidad la política significa, sobre todo, duelos en-
tre partidos jerárquicamente burocratizados por salir elegidos
como cargos públicos, y que ofrecen vacuos programas de «jus-
ticia social» para atraer a un «electorado» anodino. Una vez en
el cargo, lo habitual es que sus programas se transformen en
un ramillete de «compromisos». A este respecto, muchos de los
partidos verdes de Europa no han actuado de manera dife­
rente a los partidos parlamentarios convencionales. Pese a sus
­di­ferentes apellidos y etiquetas, tampoco los partidos socia-
listas han mostrado ninguna diferencia perceptible con sus
con­trapartes capitalistas. Lo que asegura que la indiferencia
del ­ pú­
blico euroestadounidense —su «apoliticismo»— sea
comprensiblemente deprimente. Dadas sus bajas expectativas,
­normalmente cuando la gente vota confía en los partidos es­­ta­
blecidos aunque solo sea porque, como centros de poder que

141
murray bookchin | la próxima revolución

son, puedan llegar a producir algún tipo de resultado, de di­


ferente tipo, en asuntos prácticos. Si uno se preocupa por vo-
tar, razona la mayor parte de la gente, ¿por qué gastar un voto
en una organización marginal que tenga todas las característi-
cas que el resto y que, además, en caso de triunfar acabará co-
rrompiéndose? Observemos a Los Verdes alemanes, cuya vida
pública e interna se aproxima cada vez más a la de los partidos
tradicionales.
Que este «proceso político» haya persistido durante décadas y
que siga presente ahora, sin que sus elementos básicos se hayan
alterado apenas, se debe en gran medida a la inercia del proceso
mismo. El tiempo rebaja las expectativas, y las esperanzas a menu-
do se ven reducidas a hábitos cuando una decepción sigue a otra.
La cháchara de la «nueva política», una tradición tan amarga
como la vieja política, se ha convertido en algo poco convincente.
Durante las últimas décadas, los cambios acaecidos en la política
radical han sido, en gran medida, más retóricos que estructurales.
Los Verdes alemanes solo son el ejemplo más reciente de una su-
cesión de «partidos no partidos» (por utilizar la fór­mula original
que emplearon para describir su organización) que, en su intento
de practicar una política desde la base —irónicamente, de todos
los lugares posibles, ¡querían hacerlo en el Bundestag!—, se han
transformado en un típico partido parlamentario. El Partido So-
cialdemócrata de Alemania, el Partido Laborista en Gran Bretaña,
el Nuevo Partido Democrático de Canadá, el Partido Socialista
francés, además de muchos otros, pese a lo emancipatorio de sus
visiones originales, a duras penas podrían ser considerados ac­
tualmente partidos liberales en los que un Franklin D. Roosevelt
o un Harry Truman se sintiesen a gusto. Cualesquiera que sean
las ideas sociales que hayan podido defender hace generaciones,
hoy día han sido eclipsadas por el pragmatismo de la obtención
de poder y su mantenimiento y extensión en los respectivos cuer-
pos parlamentarios y ministeriales.
Son precisamente dichos objetivos parlamentarios y mi­­
nis­teriales lo que a día de hoy llamamos «política». Para la
­ima­­ginación política moderna, la «política» es el cuerpo de
téc­nicas desarrolladas para mantener el poder en los cuerpos

142
municipalismo libertario

representativos —especialmente en el ámbito legislativo y


­ejecutivo—, no una denominación moral basada en la raciona-
lidad, la comunidad y la libertad.



El municipalismo libertario representa un proyecto serio, de he-


cho históricamente fundamental, cuyo objetivo es hacer que la
política tenga un carácter ético y una organización de base. Sus
diferencias respecto a otros esfuerzos son estructurales y mora-
les, no meramente retóricas. Su objetivo es recuperar la esfera
pública para el ejercicio de la auténtica ciudadanía, escapando y
rompiendo con el lúgubre y yermo ciclo del parlamentarismo y la
mistificación del «partido» como modo de representación públi-
ca. Respecto a estos aspectos, el municipalismo libertario no es
una mera «estrategia política». Es un esfuerzo para trabajar a par-
tir de las posibilidades democráticas latentes o incipientes, con la
idea de lograr una configuración radicalmente nueva de la socie-
dad misma, una sociedad comunal orientada a la satisfacción de
las necesidades humanas, que responda a los imperativos ecológi-
cos y al desarrollo de una nueva ética basada en compartir y coo-
perar. Es indudable que, en consecuencia, esto implica un modelo
diferente e independiente. Y lo más importante es que debe con-
llevar una redefinición de la política, un regreso al significado
original del término griego y su sentido de gestión de la comuni-
dad o la polis, mediante las asambleas presenciales dirigidas a la
recuperación de la democracia directa y formadas por la pobla-
ción, que formulen el modelo de política pública basada en la éti-
ca de la complementariedad y la solidaridad.
A este respecto, el municipalismo libertario no es una de las
muchas prácticas pluralistas con las que se intenta lograr un ob-
jetivo social vago e indefinido. Democrático hasta la médula y no
jerárquico en su estructura, es en cierto modo uno de los destinos
humanos, y eso no es simplemente una opción más de un surtido
de herramientas o estrategias políticas que pueden ser adop­
tadas o descartadas con el objetivo de conseguir el poder. El
muni­ci­palismo libertario, en efecto, busca definir los contornos

143
murray bookchin | la próxima revolución

insti­tucionales de una nueva sociedad, incluso mientras anticipa


el mensaje práctico de una política radicalmente nueva para
nues­tro día.



Aquí es donde los medios y los objetivos confluyen en una uni-


dad racional. Y es desde aquí que la palabra política muestra, de
verdad, su significado como herramienta de control popular di-
recto de la sociedad por parte de sus ciudadanos, al lograr y
mantener una democracia auténtica en las asambleas munici-
pales; rasgo que la distingue de los sistemas republicanos que
impiden el derecho del ciudadano a formular políticas comuni-
tarias y regionales. Dicho tipo de política es radicalmente dis-
tinta a la política del Estado, un cuerpo profesional compuesto
de burócratas, policía, militares, legisladores y similares, que
existe como aparato coercitivo, claramente diferenciado de la
población y situado por encima de esta. La perspectiva del mu-
nicipalismo libertario se distingue de la política del Estado —lo
que en nuestros días se llama «política»— y de la política tal y
como esta existió en las comunidades precapitalistas.
Además, el municipalismo libertario también conlleva una
clara delimitación de la esfera social —así como de la esfera po-
lítica— en el sentido estricto del término, en especial el ámbito
en el que vivimos nuestras vidas privadas y nos involucramos en
la producción. Como tal, la esfera social debe dis­tinguirse de la
política y la estatal. El uso intercambiable de los términos social,
político y Estado, ha causado un enorme daño. De hecho, la ten-
dencia ha sido la de identificarlos como semejantes en nuestro
pensamiento y en la realidad de nuestra vida cotidiana. Pero el
Estado es una formación completamente ajena, una espina cla-
vada en el desarrollo humano, una entidad exógena que incesan-
temente ha invadido los ámbitos sociales y políticos. De hecho,
a menudo el Estado ha sido un fin en sí mismo, como atestigua
el ascenso de los imperios asiáticos, la antigua Roma imperial y
el totalitario modelo de Estado contemporáneo. Diría más aún,
ha invadido poco a poco pero de manera imparable el dominio

144
municipalismo libertario

político desde el que, pese a todos sus fallos pasados, se ha-


bían empoderado las comunidades, agrupaciones sociales e in-
dividuos.
Dichas invasiones han encontrado resistencia. De hecho, des-
de hace siglos, se libra un conflicto soterrado entre el Estado y las
esferas política y social. Esta guerra subterránea ha sufrido esta-
llidos repetidos que la han hecho salir a la luz, como por ejemplo
en la época moderna con el conflicto de las ciudades castellanas
(comuneros) contra la monarquía española en la década de 1520,
en las luchas de las secciones parisinas contra el centralismo de la
Convención jacobina de 1793, y un sinfín más de conflictos.
En nuestros días, con el aumento de la centralización y la
concentración de poder en el Estado nación, la «nueva políti-
ca» —una que sea genuinamente nueva— debe ser estructura-
da en un modelo institucional basado en la restauración del
poder de los municipios. Esto no solo es necesario sino que
es posible incluso en áreas tan inmensas como son las ciuda-
des de Nueva York, Montreal, Londres y París. Dichas aglo­
me­raciones urbanas no son, estrictamente hablando, ciudades
o municipios en el sentido tradicional del término, pese a que
los sociólogos le den esa denominación. Es su condición de
ciudades lo que nos desconcierta al abordar los problemas
de tamaño y logística. Incluso antes de que confrontemos el
imperativo ecológico de la descentralización física (una nece-
sidad ya anticipada por figuras como Friedrich Engels y Piotr
Kropotkin), no debe generarnos ninguna inquietud la proble-
mática de la descentralización institucional. Cuando François
Mitterrand intentó descentralizar París junto con algunos ayun­
tamientos locales,1 sus razones eran estrictamente tácticas:
quería debilitar el poder del alcalde de la ciudad, que era de

1. Entendemos que se refiere aquí a la Ley de Descentralización Ad­mi­


nistrativa impulsada por Mitterrand en 1982, que era una tentativa de
des­centralización del jacobino Estado francés y de reorganización de
com­petencias en relación a los municipios y las prefecturas (el gobierno
de los departamentos, un equivalente a las provincias en el caso de la divi­
sión administrativa española) (N. de la E.).

145
murray bookchin | la próxima revolución

derechas. Sin embargo, fracasó no porque fuese imposible la


reestructuración de la gran metrópolis, sino porque la mayor
parte de los parisinos pudientes apoyaban al alcalde.
Claramente, los cambios institucionales no se producen en el
vacío social. Tampoco garantizan que un municipio descentrali-
zado, aunque su estructura sea democrática, sea necesariamente
humano, racional y ecológico en su manera de gestionar los asun-
tos públicos. El municipalismo libertario está basado en la premi-
sa de la lucha por lograr una sociedad racional y ecológica, la cual
depende de la educación y la organización. Desde el principio pre-
supone un deseo sinceramente democrático, por parte de la gente,
de detener los crecientes poderes del Estado nación y reclamarlos
para su comunidad y región. A no ser que haya un movimiento
—con la esperanza puesta en que dicho movimiento sea de la iz-
quierda verde— que de cobijo a estas exigencias, la descentraliza-
ción puede conducir tanto al provincianismo como puede llevar a
comunidades ecológicas y humanistas.
Pero ¿desde cuándo los cambios sociales no han implicado
riesgos? Es más lógico pensar que la idea de Marx de un Estado
centralizado y una economía planificada daría paso de forma
inevitable al totalitarismo burocrático, que considerar que los
municipios libertarios descentralizados tendrán inevitable-
mente rasgos provincianos y elitistas y que resultarán ineludi-
blemente autoritarios. La interdependencia económica es un
hecho indiscutible en nuestros días, y el capitalismo mismo ha
convertido las autarquías provincianas en una quimera. Aun-
que los municipios y las regiones puedan adquirir un alto gra-
do de autosuficiencia, hace mucho que hemos abandonado la
era en la que aún era posible que las comunidades autosufi-
cientes pudieran entregarse a sus prejuicios.



Igual de necesaria es la confederación, la red de comunidades crea-


da a través de sus delegados revocables, dirigida por las asambleas
municipales de ciudadanos y cuyas únicas funciones son coordina-
doras y administrativas. La confederación posee un larga historia

146
municipalismo libertario

propia que data de los tiempos de la antigüedad y que ha resurgi-


do como la alternativa principal al Estado nación. Desde la Revo-
lución estadounidense, pasando por la Revolución francesa y la
Revolución española, el confederalismo ha ido retando al centra-
lismo estatal. Tampoco ha desaparecido en nuestra época, duran-
te la cual el desmembramiento de los imperios del siglo xx volvió
a poner sobre la mesa una disyuntiva: seguir reforzando el centra-
lismo estatal o impulsar una nación relativamente autónoma. El
municipalismo libertario añade una dimensión radicalmente de-
mocrática a los debates contemporáneos sobre confederalismo
(como, por ejemplo, en la antigua Yugoslavia y Checoslovaquia)2
haciendo un llamamiento no a la confederación de los Estados
nación, sino de municipios y de barrios de las gigantescas áreas
metropolitanas así como de los pueblos y aldeas.
En el caso del municipalismo libertario, el provincianismo
que podría emanar de estas estructuras puede controlarse gracias
a la imperante realidad de la interdependencia económica, pero
también por el compromiso de las minorías mu­ni­cipales de res-
petar los deseos mayoritarios de las comunidades participan-
tes. ¿Nos garantiza esta interdependencia y dichas decisiones
mayoritarias que la decisión de la mayoría será la correcta? Clara-
mente no; pero nuestras opciones de lograr una sociedad racional
y ecológica son mucho mayores con este enfoque que aquellas
que se apoyan en entidades centralizadas y aparatos buro-
cráticos. No puedo evitar asombrarme de que no haya nacido
una red mu­nicipal entre Los Verdes alemanes, los cuales, a pe-
sar de tener ­cientos de representantes en los consejos ciudadanos
en toda Alemania, continúan desarrollando una política local
muy convencional y autorreferencial dentro de ciudades y pue-
blos en particular.
Muchos de los argumentos contra el municipalismo liber­
tario —incluso su poderoso énfasis confederal— derivan del
­fracaso de comprender esta diferencia entre administración

2. La disolución del Estado de Checoslovaquia, creando la República


Checa y la República Eslovaca, es de principios de 1993, es decir, pos-
terior a este texto. (N. de la T.)

147
murray bookchin | la próxima revolución

y creación política. Esta distinción es fundamental para el mu-


nicipalismo libertario y debe estar presente siempre en nuestra
mente. La política la desarrolla la comunidad o la asamblea veci-
nal de ciudadanos libres; la administración la desempeñan los
consejos confederales compuestos de delegados revocables y
electos de pueblos, ciudades y distritos. Si unidades particulares
o barrios (o minorías que formen parte de ellos) eligen una vía
propia y la desarrollan hasta tal punto que los derechos huma-
nos son violados o permiten la destrucción ecológica, la mayoría
de cada confederación local o regional tiene todo el derecho de
prevenir dichas infracciones mediante su consejo confederal.
Esto no es una negación de la democracia, sino la puesta en prác-
tica y la defensa de un acuerdo compartido por todas las partes
de reconocer los derechos civiles y de mantener la integridad
ecológica de una región. Estos derechos no están defendidos por
el consejo confederal, sino por la mayoría de las asambleas po-
pulares concebidas como una gran comunidad que expresa sus
deseos mediante los delegados confederales. De este modo, el
diseño de la política se mantiene a nivel local, pero su adminis-
tración está conferida al conjunto de una red confederal. En
efecto, la confederación es la comunidad de comunidades, basa-
da en remarcar los derechos humanos y el imperativo ecológico.
Un objetivo esencial del municipalismo libertario debe ser
la defensa de sus formas y contenidos. Nos habla de un tiempo
(que esperamos que llegue) en el que la gente desempoderada
buscará empoderarse de manera activa. Existente en la crecien-
te tensión con el Estado nación, es tanto un proceso como una
lucha que debe llevarse a cabo, no un legado que puedan garan-
tizar las cúpulas estatales. Es un poder dual que responde a la
legitimidad del poder estatal existente. Es de esperar que este
tipo de movimiento comience de manera lenta, tal vez esporá-
dica, en comunidades que al principio puede que solo exijan
una autoridad moral para poder alterar la estructura de la so-
ciedad, antes de que logren existir suficientes confederaciones
interrelacionadas que tengan la capacidad de exigir el poder
institucional absoluto que reemplace el Estado. La crecien-
te tensión creada por el surgimiento de confederaciones

148
municipalismo libertario

municipales representa una confrontación entre el Estado y


las esferas políticas. Esta confrontación solo puede ser resuel-
ta después de que el municipalismo libertario forme la nueva
política del movimiento popular y, finalmente, atraiga la aten-
ción de millones de personas.
De todas maneras, ciertos puntos deberían ser obvios. Las per-
sonas que al principio entren en el duelo entre confederalismo y
estatismo no serán los mismos seres humanos que con el tiempo
logren la consecución del municipalismo libertario. El movi-
miento que intenta educarles y las luchas que proporcionan sus
principios al municipalismo libertario los convertirán en ciuda-
danos activos más que en «votantes» pasivos. Ninguna de las per-
sonas que toma partido en una lucha por la reestructuración
social sale de dicha lucha con los mismos prejuicios, hábitos y
sensibilidades con las que entró a formar parte. Existe la esperan-
za de que dichos prejuicios, como el provincialismo, serán reem-
plazados cada vez más por un generoso sentido de la cooperación
y un cuidadoso sentido de la interdependencia.



Queda por enfatizar que el municipalismo libertario no es una


mera evocación de las ideas tradicionales de la política antiesta-
tista. Del mismo modo que redefine la política para incluir en
ella las democracias municipales directas, graduadas hasta nive-
les confederales, también incluye un enfoque municipalista y
confederal de la economía. Como mínimo, una economía muni-
cipalista libertaria hace un llamamiento a la municipalización
de la economía, no a su centralización en empresas «nacionali-
zadas» propiedad del Estado, o a su reducción a formas de capi-
talismo colectivo «controladas por los obreros». Las empresas
«controladas por los obreros» y dirigidas por los sindicatos —es
decir, el sindicalismo— ya tuvieron su oportunidad y su tiempo
ha pasado. Esto debería ser evidente para cualquiera que exami-
ne las burocracias de las organizaciones sindicales que se exten-
dieron durante la Guerra Civil española de 1936. En nuestros
días, el capitalismo corporativo está cada vez más deseoso de

149
murray bookchin | la próxima revolución

hacer que los trabajadores sean cómplices de su propia explota-


ción mediante la «democracia en el lugar de trabajo». Ni en Es-
paña ni en ningún otro lugar la revolución evitó la existencia de
la competencia, entre empresas controladas por los obreros, por
las materias primas, mercados y beneficios. En la actualidad, po-
dríamos hablar de cómo muchos kibutz israelíes han resultado
un fracaso en su intento de ser ejemplos de empresas no explo-
tadoras orientadas por la necesidad, pese a los elevados ideales
sobre los que fueron fundados.
El municipalismo libertario propone una forma radicalmen-
te diferente de economía: una que no está ni nacionalizada ni
colectivizada en función de preceptos sindicalistas. Propone
que la tierra y las empresas pasen poco a poco a cargo de la co-
munidad, más específicamente, a estar bajo custodia de los ciu-
dadanos organizados en asambleas libres y de sus delegados en
los consejos confederales. Cómo se desarrollaría la labor es algo
que se deberá planificar, del mismo modo que solo pueden resol-
verse en la práctica las dudas acerca de cuáles son las tecnologías
a utilizarse, o cómo deberían distribuirse las mercancías. La
máxima de «cada cuál según su capacidad, a cada cuál según su
necesidad» podría suponer una guía fundacional para una socie-
dad cuya economía sea racional, a condición de que los bienes
sean de la mejor calidad y de la mayor durabilidad, que las nece-
sidades estén guiadas por estándares racionales y ecológicos, y
que las antiguas ideas de límite y equilibrio reemplacen los im-
perativos mercantiles burgueses del «crece o muere».
En una economía municipal que siga este modelo —confede-
ral, interdependiente y racional gracias a estándares ecológicos y
no únicamente tecnológicos—, podríamos esperar que el interés
especial que en nuestros días divide a la gente en trabajadores, pro-
fesionales, gestores, administradores y cargos similares se convier-
ta en el interés general en el cual la gente se vea a sí misma como
ciudadanos guiados estrictamente por las necesidades de su comu-
nidad y región más que por las tendencias personales y preocupa-
ciones vocacionales. Aquí, la ciudadanía vendría motu proprio, y las
interpretaciones racionales así como ecológicas del bien público
podrían sustituir a los intereses jerárquicos y de clase.

150
municipalismo libertario

Esta es la base moral de una economía moral para comunida-


des morales. Pero es de vital importancia el interés social general
que sustenta potencialmente todas las comunidades éticas, un
interés que, en última instancia, debe traspasar todas las líneas de
clase, género y etnia, si la humanidad quiere continuar existiendo
como especie. En nuestra época, este interés común lo representa
la catástrofe ecológica. El imperativo capitalista de crecimiento o
muerte está en abierta contradicción con el imperativo ecológico
de la interdependencia y los límites. Ambos imperativos no pue-
den seguir coexistiendo; como tampoco puede tener esperanza
alguna una sociedad fundada en el mito de que puedan ser recon-
ciliados. O establecemos una sociedad ecológica o la sociedad se
hundirá para todo el mundo, con indiferencia del estrato social al
que pertenezcamos.
¿Esta sociedad será autoritaria o tal vez incluso totalitaria
—una deriva jerárquica que está implícita en ese imaginario
del planeta pensado como si fuera una «nave espacial»—? ¿O
será una sociedad democrática? Si la historia nos sirve como
guía, el desarrollo de una sociedad democrática ecológica
—diferenciada de lo que sería una sociedad ecológica basada
en la dominación— debe seguir su propia lógica. No podemos
resolver este dilema histórico sin ir a sus raíces. Sin buscar un
análisis de nuestros problemas ecológicos y de sus orígenes so-
ciales, las perniciosas instituciones que ya existen en la actua-
lidad nos conducirán a un incremento de la centralización y a
una mayor catástrofe ecológica. En una sociedad ecológica
democrática, estas raíces son literalmente la «base»3 que busca
nutrir y albergar el municipalismo libertario.
Para aquellos que, con razón, hacen un llamamiento en pos
de las nuevas tecnologías y de nuevos estilos de vida ecológi-
cos, ¿puede una nueva sociedad ser algo menos que una comu-
nidad de comunidades basada en la confederación más que en
el estatalismo? Ya vivimos en un mundo en el que la economía

3. El autor hace un juego de palabras aquí con grassroots, que se refiere a
los movimientos sociales, de base…, y que en inglés une en el término
root-raíces y grass-base/raíces/hierba. (N. de la T.)

151
murray bookchin | la próxima revolución

está superburocratizada. Mucho de lo que puede hacerse a ni-


vel local y regional se está haciendo —en gran medida en pro
de beneficios, necesidades militares y apetitos imperialistas—
a escala global, con una supuesta complejidad que, de hecho,
podemos reducir.
Si esto parece demasiado «utópico» para nuestro tiempo, en-
tonces también debe serlo el actual torrente de literatura que
demanda un cambio radical en las políticas energéticas, la reduc-
ción en profundidad de la contaminación del aire y el agua, y la
formulación de planes globales para detener el calentamiento
global y la destrucción de la capa de ozono. ¿Es demasiado utó-
pico dar un paso más allá en estas demandas y hacer un llama-
miento a un cambio institucional y económico igual de drástico
y que, de hecho, ya está profundamente sedimentado en las más
nobles tradiciones políticas tanto estadounidenses como plane-
tarias?
Tampoco estamos obligados a esperar que estos cambios su-
cedan de manera inmediata. La izquierda ha trabajado durante
mucho tiempo con programas de mínimos y de máximos
para el cambio, en los cuales pasos inmediatos que pueden ser
adoptados ahora mismo estaban ligados a progresos transicio-
nales y a áreas intermedias que, en última instancia, sustenta-
rían los objetivos finales. Los pasos mínimos que pueden ser
adoptados ahora incluyen iniciar movimientos municipalistas
que propongan asambleas populares tanto vecinales como
urbanas —incluso si estas al principio no tienen más que una
función moral— y votar a representantes en estos pueblos y
ciudades que defiendan la causa de estas asambleas y de otras
institu­ciones populares. Estos pasos mínimos pueden condu-
cir progre­sivamente a la formación de cuerpos confederales y a
la creciente legitimación de cuerpos auténticamente democrá-
ticos. Bancos cívicos que puedan proporcionar los fondos ne-
cesarios para las empresas municipales y para la adquisición de
terrenos; la adopción y la promoción de nuevas empresas eco-
lógicamente orientadas y que sean propiedad de la comunidad;
la creación de redes de base en muchos ámbitos de la actividad
humana y del interés popular. Todas ellas son medidas que

152
municipalismo libertario

pueden ser desarrolladas al ritmo necesario y correspondiente


a los cambios realizados en la vida política.
Que el capital probablemente «migrará» de las comunida-
des y confederaciones que opten por seguir el camino del mu-
nicipalismo libertario es un problema al que se enfrenta cada
comunidad, cada nación, cuya vida política se haya visto radi-
calizada. De hecho, el capital, por norma, «migra» a aquellas
áreas en las que puede obtener grandes beneficios, indiferente-
mente de consideraciones políticas. Para superar los temores
de la huida de capital, se podría establecer un proceso correcto
para no conducir el barco político contra los arrecifes. Más
concretamente, las granjas y las empresas de propiedad muni-
cipal podrían proporcionar nuevos productos ecológicamente
valiosos, saludables y nutritivos, para un público que cada vez
sería más consciente de la baja calidad de las mercancías y ali-
mentos básicos que hasta ahora nos han impuesto.
El municipalismo libertario es lo político que puede entu-
siasmar la imaginación del público, apropiado para un movi-
miento que tiene una urgente necesidad de un propósito y una
dirección. El municipalismo libertario ofrece ideas, maneras y
herramientas no solo para deshacer el orden social actual sino
también para rehacerlo de manera drástica y profunda, exten-
diendo sus tradiciones democráticas residuales y desarrollán-
dolas en una sociedad racional y ecológica.



Por eso, el municipalismo libertario no es simplemente un es-


fuerzo destinado nada más que a hacerse con los ayuntamien-
tos de las ciudades desde los que construir un gobierno de la
ciudad más sensible en términos ecológicos. Dicho enfoque,
en efecto, visibiliza las estructuras cívicas que existen hoy en
día y, en esencia (dejemos de lado toda la retórica contra ellas),
las toma tal y como son. El municipalismo libertario, por su
parte, es un esfuerzo por transformar y democratizar los go-
biernos urbanos, cuya raíz deben ser las asambleas populares,
y por tejerlos entrelazándolos con las líneas confederales, para

153
murray bookchin | la próxima revolución

adecuar la economía según las directrices de unas líneas confe-


derales y municipales.
De hecho, el municipalismo libertario obtiene su energía y
su integridad precisamente de la tensión dialéctica entre el Es-
tado nación y la confederación municipal. Sus «leyes de vida»,
por utilizar un viejo término marxiano, consisten precisamen-
te en su lucha con el Estado. La tensión entre las confederacio-
nes municipales y aquel debe ser clara y no debe tener fisuras.
Puesto que estas confederaciones existirán sobre todo en opo-
sición a la política de Estado, no pueden verse comprometidas
por elecciones estatales, provinciales o nacionales, y menos
aún pueden lograrse por esos mismos medios. El municipalis-
mo libertario está construido por su lucha contra el Estado, y
de hecho se fortalece en este conflicto. Despojado de esta ten-
sión dialéctica, el municipalismo libertario se reduce y con-
vierte en poco más que un «socialismo de alcantarilla».4
Muchos camaradas preparados para librar un día la batalla
contra las fuerzas cósmicas del capitalismo consideran que el
municipalismo libertario es demasiado punzante, irrelevante o
vago, y optan en su lugar por lo que en resumen no es más que
una forma de particularismo político. Dichos radicales pueden
escoger dejar de lado al municipalismo libertario como una
«táctica absurda», pero no deja de asombrarme que revolucio-
narios comprometidos con «derrotar» al capitalismo sientan
que es demasiado difícil funcionar política e incluso electo­
ralmente en sus barrios, luchando desde allí por una nueva
polí­tica que se base en una democracia genuina. Si no pueden
proporcionar políticas transformadoras para su propio barrio
—una tarea relativamente modesta— o trabajar de manera di-
ligente en dicha tarea con constancia —una virtud que antaño
constituía un distintivo de los movimientos de izquierda—,
encuentro muy difícil creer que lograrán dañar en modo algu-
no el actual sistema social. De hecho, mediante la creación de
centros culturales, parques y buenas viviendas, pueden estar

4. Véase nota al pie n.º 3 del capítulo «Política para el siglo xxi», p. 114.
(N. de la T.)

154
municipalismo libertario

reforzando y mejorando el propio sistema, al darle al capitalis-


mo un rostro humano sin debilitar la «falta de libertad» subya-
cente como sociedad de clases y jerárquica.
El abanico de luchas por la «identidad» ha fracturado a me-
nudo los movimientos sociales emergentes, como ocurrió con la
organización sds en la década de 1960, la cual oscilaba entre el
apoyo a los nacionalismos extranjeros y a los domésticos. Pues-
to que estas luchas identitarias son tan populares en nuestros
días, algunos críticos del municipalismo libertario invocan a la
«opinión pública» contra él. Pero ¿cuándo ha sido la tarea de los
revolucionarios el someterse a la opinión pública —ni siquiera
a la opinión pública de los sometidos, cuyos puntos de vista, de
hecho, pueden ser terriblemente reaccionarios—? La verdad
tiene vida propia, sin importar si las masas de los oprimidos per-
ciben o están de acuerdo con lo que es cierto. Tampoco es elitis-
ta invocar la verdad, en contradicción incluso con la opinión
radical pública, cuando esa opinión busca, en esencia, dar un
paso atrás y regresar a las políticas del particularismo e incluso
del racismo. Debemos desafiar la sociedad existente en nombre
de nuestra humanidad común y compartida, no sobre la base
del género, raza, edad o similares.
Los críticos del municipalismo libertario ponen en duda la
posibilidad de que exista un «interés general». Si la democra-
cia directa defendida por el municipalismo libertario y la ne-
cesidad de extender las premisas de la democracia más allá de
la mera justicia, hasta el punto de la total libertad, no son su-
ficientes como interés general, me da la impresión de que la
necesidad de reparar nuestra relación con el mundo natural sí
que constituye un interés general que está más allá de discu-
sión alguna, y este sigue siendo defendido por la ecología so-
cial. Quizá sea posible cooptar muchos elementos insatisfechos
de esta sociedad actual, pero la naturaleza no es cooptable. De
hecho, la única política que le queda a la izquierda es la que
está basada en la premisa de que hay un «interés general» en
democratizar la sociedad y preservar el planeta. Ahora que han
menguado las fuerzas tradicionales del escenario histórico,
como el movimiento obrero, puede decirse con certeza casi

155
murray bookchin | la próxima revolución

absoluta que, sin una política familiarizada con el municipalis-


mo libertario, la izquierda no tendrá ningún tipo de política.
Una visión dialéctica de la relación del confederalismo con el
Estado nación, una comprensión de la estrechez, el carácter in-
trovertido y la cerrazón de miras de los movimientos identita-
rios, y un reconocimiento de que el movimiento obrero está
esencialmente muerto, son hechos que ilustran que, si una po-
lítica nueva debe y puede desarrollarse hoy en día, debe ser
realmente pública, contrapuesta a la «política» de bar propues-
ta por muchos radicales contemporáneos. Y debe construirse
sobre la base del municipalismo electoral, tener una perspecti-
va confederal y un carácter revolucionario.
Es más, el municipalismo libertario es precisamente el de la
«comuna de comunas» por el que los anarquistas han luchado du-
rante los dos últimos siglos. Hoy en día, es el «botón rojo» que
debe presionarse si los movimientos radicales quieren abrir la
puerta a la esfera pública. No utilizarlo y deslizarnos de nuevo
hacia los peores hábitos de la nueva izquierda posterior a 1968,
cuando la idea del «poder» vio como era despojada de sus cualida-
des utópicas o imaginativas, es reducir el radicalismo a otra sub-
cultura que acabará viviendo más en los recuerdos heroicos que
en las esperanzas de un futuro racional.

Octubre, 1991

156
las ciudades:
el florecimiento de la
razón en la historia
El municipalismo libertario constituye la política de la ecología
social, un esfuerzo revolucionario en el que la libertad recibe
una determinada forma institucional, las asambleas públicas,
convertidas en los órganos de toma de decisiones. Todo esto de-
pende de que los miembros de la izquierda libertaria presenten
candidatos a las elecciones municipales, de que hagan llama-
mientos a que los municipios se dividan por barrios y distritos,
en los que se puedan crear las asambleas populares que permi-
tan que la gente llegue a tener una participación completa y
directa en la vida política. Al haberse democratizado ellos mis-
mos, los municipios se confederarían en un poder dual que se
enfrentaría al Estado nación y que, en última instancia, se des-
haría del mismo y de las fuerzas económicas que sostienen el
estatismo.
El municipalismo libertario es por encima de todo una
­política que busca crear una esfera pública democrática y vital.
En mi libro From Urbanization to Cities, como en otros tra­
bajos, he señalado las distinciones, cuidadosas pero cruciales,
exis­tentes entre los tres ámbitos societarios: lo social, lo polí-
tico y el Estado. Lo que la gente hace en sus casas, qué amista-
des tienen, los estilos de vida comunitarios que ponen en

159
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práctica, la manera en la que se ganan la vida, su comporta-


miento sexual, los objetos culturales que consumen, y los arre-
batos y el éxtasis que experimentan en la cima de las montañas,
todas estas actividades necesarias material y personalmente
pertenecen a lo que denomino la esfera social de la vida. Fami-
lias, amigos y acuerdos de vida en comunidad son parte de la
esfera social. Dejando a un lado las preocupaciones por cues-
tiones de derechos humanos, no es labor de nadie ponerse a
juzgar qué tipo de actividades sexuales realizan adultos con
capacidad de consentir, las aficiones que prefieren, los tipos de
amigos que adoptan o las prácticas espirituales que puedan ele-
gir. Aunque muchos de estos aspectos de la vida interactúan
unos con otros, ninguno de estos aspectos sociales de la vida
humana pertenece propiamente a la esfera pública, la cual yo
identifico explícitamente con la política en armonía con el sig-
nificado helénico de la palabra. Al crear una nueva política ba-
sada en la ecología social, nos ocupamos de lo que la gente hace
en la esfera pública o política.
El municipalismo libertario no es un sustituto de las múlti-
ples dimensiones de la vida cultural o incluso de la privada. Aun-
que una vez que los individuos abandonan el ámbito social y
penetran en la esfera pública, precisamente es el municipio con
el que se relacionan de manera directa. Tampoco hay duda de
que el municipio suele ser el lugar en el que se desarrolla una
gran cantidad de vida social de manera existencial —escuela,
­trabajo, diversión y placeres sencillos como caminar, montar en
bici y cualquier entretenimiento en sí mismo— que no elimina
los rasgos distintivos de esta singular esfera de la vida. Como
proyecto de participación en la esfera pública, el municipalismo
libertario apela a la presencia radical en la comunidad, que abor-
de la cuestión de quién debería ejercer el poder en el estricto
sentido del término; de hecho, es una cultura política que real-
mente busca reempoderar al individuo y agudizar su sensibili-
dad como ciudadano activo.
El concepto de ciudadanía ha sufrido una seria erosión
­gra­cias a la reducción de los ciudadanos a meros «votantes» de
jurisdicciones estatistas, o «contribuyentes» que sostienen las

160
las ciudades

instituciones estatales. Reducir aún más la ciudadanía a la «in-


dividualidad» (calidad personal) —o hacer el concepto si cabe
más etéreo al hablar de un insustancial «ciudadano del mun-
do»— es reaccionario. La historia ha necesitado milenios para
articular el concepto de ciudadano como sujeto competente y
autónomo para la reestructuración democrática de la política.
Durante la Revolución francesa, el término citoyen fue utiliza-
do precisamente para superar la degradación a meros «súbdi-
tos» de los Borbones del estatus social de los individuos. No
olvidemos que los revolucionarios del último siglo, de Marx a
Bakunin, se referían a sí mismos como «ciudadanos» mucho
antes de que lo reemplazasen por el apelativo «camarada».
No debemos perder de vista el hecho de que el concepto de
ciudadano culmina la transformación de la población tribal
étnica —sociedades estructuradas alrededor de factores bioló-
gicos como los lazos familiares, las diferencias de género y
grupos de edad— en una comunidad secular, racional y huma-
na. De hecho, gran parte de la guerra nacionalsocialista contra
el «cosmopolitismo judío» era una guerra étnicamente nacio-
nalista (völkisch) contra el ideal ilustrado del citoyen. Es por
ello que fue precisamente el «sujeto leal» despolitizado —y, de
hecho, animalizado—, en lugar del sujeto ciudadano, lo que
los nazis incorporaron a su imagen racial del Volk alemán, una
criatura abyecta definida por su estatus del jerárquico Führer­
prinzip1 de Hitler. En el momento en el que la ciudadanía deje
de tener contenido debido al colapso de su realidad política
existencial o, igual de insidioso, debido a la evolución de su
desarrollo histórico en una simple metáfora «planetaria», ha-
bremos recorrido ya un largo trecho en el camino de la acepta-
ción del barbarismo que el sistema capitalista potencia con
determinadas versiones heideggerianas de la ecología.
Para aquellos que basan sus críticas al municipalismo liber-
tario sobre los argumentos de que la polis griega estaba viciada
por «la exclusión de mujeres, esclavos y extranjeros», les diría

1. Principio de liderazgo. (N. de la E.)

161
murray bookchin | la próxima revolución

que nunca debemos olvidar que los municipalistas libertarios


también son comunistas libertarios, que obviamente se opo-
nen a la jerarquía, y esto incluye el patriarcado, la esclavitud y
la servidumbre. Resulta que, de hecho, la polis griega no es ni
un ideal ni un modelo para nada, excepto tal vez para Rousseau
y su profunda admiración por Esparta. El modelo que posee
mayor significado para la tradición democrática es la polis ate-
niense cuyas estructuras democráticas describo a menudo. En
el contexto del municipalismo libertario, dicho ejemplo nos
provee la evidencia de que un pueblo, durante cierto tiempo,
pudo establecer y mantener de manera propia y consciente una
democracia directa, pese a la existencia de la esclavitud, el pa-
triarcado y las desigualdades de clase y económicas, los com-
portamientos agresivos e incluso el imperialismo, todo lo cual
existió a lo largo de la historia de la antigua civilización medi-
terránea. Pero lo que debemos buscar en dicho ejemplo es lo
que es nuevo e innovador en un periodo histórico, incluso si
identificamos y reconocemos las continuidades con las estruc-
turas sociales que prevalecieron en el pasado.
De hecho, si obviamos la hipostatización2 que de las borro-
sas tradiciones de los pueblos neolíticos hacen Marija Gim­
butas, Riane Eisler y William Irwin Thompson, nos resultará
bas­tante difícil encontrar cualquier tradición que no fuese más
o menos patriarcal. Rechazar todas las sociedades patriarcales
como orígenes del estudio institucional significaría que debe-
mos abandonar no solo la polis ateniense sino también las co-
munas medievales libres y sus confederaciones, el movimiento
de los comuneros del siglo xvi en España, las secciones revolu-
cionarias del París de 1793, la Comuna de París de 1871, e in-
cluso las colectividades anarquistas de 1936-1937. Debemos
tener en cuenta que todos estos acontecimientos y su desarro-
llo institucional estaban viciados en mayor o menor medida
por los valores patriarcales.

2. La hipóstasis (hipostatización) es un proceso por el que se «sustantifi-


ca» una propiedad, relación o atributo abstracto que, por sí mismo, no
es en modo alguno sustancia. (N. de la T.)

162
las ciudades

Los municipalistas libertarios no ignoran estas limitaciones


históricas tan reales; tampoco su municipalismo libertario está
basado en ningún «modelo» histórico. Ningún municipalista
libertario considera que la sociedad y las ciudades actualmente
existentes pueden ser transformadas súbitamente en una socie-
dad de democracia directa y racional. La transformación revo­
lucionaria que buscamos es una transformación que requiere
educación, la formación de un movimiento y la paciencia pa­
ra lidiar con las derrotas. Como he enfatizado una y otra vez,
una práctica municipalista libertaria comienza, como mínimo,
con un intento de agrandar la libertad local a expensas del po-
der estatal. Y lo hace mediante el ejemplo, la educación, y la
parti­cipación de la esfera pública (es decir, en las elecciones
locales o en asambleas extralegales), donde el diálogo y las ideas
que ­pueden desarrollarse entre la gente corriente abren la posi-
bilidad de una práctica viva y real. En resumen, el municipalis-
mo libertario incluye una política vibrante y vívida en el mundo
real para cambiar tanto la sociedad como la consciencia pública.
Intenta forjar un movimiento que no se limitará a evitar a hur-
tadillas y huir de manera cobarde del conflicto, sino que entrará
en confrontación directa con el Estado y la burguesía.
Es importante tener en cuenta que este llamamiento a una
nueva política de la ciudadanía en modo alguno intenta obviar
conflictos sociales auténticamente reales, como tampoco ape-
la a la neutralidad de clase. La realidad es que «la gente» a la
que invoco no incluye al Chase Manhattan Bank, a la General
Motors, a ningún otro explotador de clase ni a saqueadores eco-
nómicos. La «gente» a la que me refiero es la humanidad opri-
mida, que, si desea acabar con la opresión, debe eliminar las
raíces compartidas de la opresión del conjunto de la misma.
No podemos ignorar los intereses de clase mediante su sub-
sunción y absorción por otros intereses que atraviesan clases
­sociales. Pero en nuestra época se ha exagerado tanto la particu­
larización que, actualmente, cualquier lucha compartida debe so-
brepasar no solo las diferencias en clase, género, etnicidad, «y
otros problemas», sino que debe hacer lo mismo con el nacionalis-
mo, el fanatismo religioso y las identidades basadas en nimias

163
murray bookchin | la próxima revolución

distinciones de estatus. El papel del movimiento revolucionario


durante dos siglos ha sido el de enfatizar nuestra humanidad com­
partida precisamente frente a las clases y estatus grupales diri­
gentes que Marx, pese a diferenciar y señalar al proletariado
como hegemónico, consideraba como una «clase universal». Tam-
poco todas las «imágenes» que la gente tiene de ella misma por
clases, géneros, razas, nacionalidades y grupos culturales raciona-
les o humanos evidencian una consciencia o poseen una forma
deseable desde un punto de vista radical. A priori no hay razón
­alguna por la cual la différance como tal no pueda enredarnos y
­pa­ralizarnos dentro de nuestra «particularidad» múltiple y auto­
li­mitada, al estilo posmodernista de Derrida.3 De hecho, ac­­tual­­
men­te, en una época en la que las divisiones regionalistas y
pue­­blerinas entre los oprimidos han sido seccionadas hasta por-
ciones microscópicas, para un movimiento revolucionario es más
importante que nunca identificar y señalar firmemente los oríge-
nes comunes de la opresión como tal, y hasta qué punto la mercan-
tilización, y en particular el capitalismo global, los ha universalizado.
Las deformaciones del pasado fueron creadas sobre todo por
la famosa «cuestión moral», en particular por la explotación de
clase, que podría haber sido remediada en gran medida por los
avances tecnológicos. En resumen, eran sociedades de la esca-
sez, aunque no eran solo eso. Debe crearse una nueva sensibili-
dad ecológica, del mismo modo que se crean nuevos valores y
re­laciones; y, aunque de manera parcial, esto se puede lograr
­mediante la superación de la necesidad económica, inde­pen­
dientemente de cómo se interprete dicha necesidad. No debería
existir duda alguna de que la exigencia del fin de la explotación
económica debe ser un elemento central en cualquier programa
y movimiento de la ecología social, que son parte de la tradición
ilustrada y de sus resultados revolucionarios.

3. Jacques Derrida (1930-2004) fue un filósofo francés de origen argelino,


conocido particularmente gracias a su trabajo en el desarrollo de un
modelo de análisis semiótico conocido como deconstrucción. Es una
de las principales figuras del posestructuralismo y la filosofía posmo-
derna. (N. de la T.)

164
las ciudades

La esencia de la dialéctica es ir siempre en busca de lo que


es nuevo en cualquier acontecimiento: en particular, para los
objetivos de este análisis, la identificación como grupos espe-
cíficos de poblaciones que pertenecen a clases diferentes en
función de su especificidad, como las mujeres oprimidas, la
gente de color,4 incluso las clases medias, así como las subcul-
turas definidas por orientaciones sexuales y estilos de vida.
Hacer distinciones particularistas (creadas en gran medida
por el orden social existente) hasta el punto de separar las po-
blaciones oprimidas en supuestas «diversidades» —de hecho,
en meras «identidades»— alimenta las tendencias individua-
listas de nuestra época eliminando con ello cualquier posibili-
dad de acción social colectiva y cambio revolucionario.5
Para examinar realmente qué está en juego en el municipalis-
mo, confederalismo y ciudadanía, así como las distinciones entre
lo social y lo político, debemos colocar estas ideas en un contexto
histórico en el que podamos situar el significado de la ciudad
(concebida adecuadamente como algo distinto de la megalópo-
lis), el ciudadano, y la esfera política de la condición humana.
La experiencia histórica atrapada en la inmovilidad de la
repetición eterna comenzó a progresar más allá de la concep-
ción de un mero ciclo temporal, y a transformarse en una his-
toria creadora, desde el momento en que la inteligencia y la
sabiduría —más concretamente la razón— comenzaron a par-
ticipar de los asuntos humanos. A lo largo de cien mil años

4. Esta expresión y su supuesta corrección política a la hora de aludir a


las personas racializadas ha pasado por numerosos debates en las últi-
mas décadas. En todo caso, hemos optado por mantenerla tal y como
figuraba en el original (N. de la E.)
5. Afirmaciones como esta, que se repiten a lo largo de los textos de este
libro, pueden generar confusión respecto a los posicionamientos de
Bookchin en relación, por ejemplo, a las luchas feministas o anti­rra­
cistas. Bookchin le dio al feminismo y la crítica del patriarcado un papel
central en su producción teórica, y fue militante de colectivos an­ti­rra­
cistas como el core. Sin embargo, parece que en sus últimos años con­
sideró —no entramos a valorar aquí si acertadamente o no— que en
torno a las políticas identitarias, se estarían construyendo espa­cios de
separación más que de unión entre sectores oprimidos. (N. de la E.)

165
murray bookchin | la próxima revolución

más o menos, el Homo sapiens superó la lentitud de sus primos


más salvajes, los neandertales, y participó como un agente cada
vez más activo del mundo que le rodeaba, tanto para poder cu-
brir sus necesidades más complejas (materiales e ideológicas),
como para alterar dicho medioambiente gracias al uso de he-
rramientas y, sí, de racionalidad instrumental. La vida se hizo
más larga, más segura, y la cultura comenzó a desarrollar más
rasgos estéticos y las comunidades humanas, con sus diferentes
niveles de su desarrollo, empezaron a intentar definir y resol-
ver los problemas de libertad y consciencia.
Las condiciones necesarias para la libertad y la consciencia
—o precondiciones, como fueron denominadas por los socia-
listas de todas las tendencias durante el último siglo y medio—,
implicaron avances tecnológicos que, en una sociedad racio-
nal, podrían emancipar a la gente de las necesidades y preocu-
paciones de carácter animal, como el autosustento. Dichas
condiciones permitirían agrandar la esfera de la libertad, supe-
rando las constricciones impuestas por las preocupaciones en
torno a la necesidad material y, en la medida de lo posible, si-
tuando el conocimiento sobre una base racional, sistemática y
coherente. Todo ello incluye la emancipación de la humanidad
misma respecto a las todopoderosas creaciones teístas —en
particular, la mitopoiesis,6 el misticismo, el antirracionalismo y
el miedo a los demonios y las deidades—, fruto de su propia
imaginación, formuladas habitualmente por chamanes y curas
—así como por apologistas de la jerarquía, para su utilización
y fines particulares— y pensadas para provocar sumisión e in-
movilismo frente a los poderes sociales existentes.
Que no hayan existido nunca las condiciones necesarias y su-
ficientes para esta emancipación en una relación «individuada»
ha proporcionado combustible para los ensayos de Cornelius
Castoriadis acerca de la omnipotencia del «imaginario social», el
nihilismo elemental de Theodor Adorno y el de los anarcocaóti-
cos que, de una u otra manera, han degradado los ideales de la

6. Género narrativo en el que el autor crea no solo una historia sino tam-
bién toda una mitología particular. (N. de la T.)

166
las ciudades

Ilustración y las formas clásicas de socialismo y de anar-


quismo. El descubrimiento de la flecha no produjo un cambio
­auto­mático del «matriarcado» al «patriarcado», tampoco el des-
cubrimiento del arado provocó un cambio automático del «co­
munismo primitivo» a la propiedad privada, como suponían los
antropólogos evolutivos del siglo xix. De hecho, crear este tipo
de relaciones «individuadas» entre los desarrollos culturales y
tecnológicos devalúa cualquier debate de la historia y del cam-
bio social, un rasgo trágico de la simplificación acometida por
Friedrich Engels de las ideas de su mentor.
De hecho, la evolución social es muy desigual y compleja.
También resulta significativo que, igual que la evolución natu-
ral, sea tan despilfarradora a la hora de producir una enorme di-
versidad de formas sociales y de culturas, las cuales, a menudo,
resultan inconmensurables en sus detalles. Si en lugar de identi-
ficar la importante cadena de semejanzas que conducen a la hu-
manidad a alcanzar un estadio de desarrollo altamente creativo,
nuestro objetivo consiste en remarcar las enormes diferencias
que separan una sociedad de otra —en los términos de lo que
Castoriadis considera la obligación de «una “dialéctica racional”
de la historia»—, concluiremos en qué medida «los aztecas, los
incas, chinos, japoneses, mongoles, hindúes, persas, árabes, bi-
zantinos y europeos occidentales, más todos aquellos que po-
drían ser enumerados a partir de otras culturas»7 no se parecen
unos a otros, incluso en el terreno de la razón. Es más, es imper-
donable meter todas estas civilizaciones en el mismo saco —sin
criterio ni consideración alguna por el lugar temporal que ocu-
paron o por sus antecedentes sociales—, obviando hasta qué
punto pueden ser inferidas dialécticamente unas de otras, o
sin dar explicación alguna de por qué y de qué manera difieren
entre sí. Si nos centramos completamente en la peculiaridad de
las culturas singulares, el curso de la civilización es reducido a
una secuencia de inferencias que se ciñe al nominalismo que

7. Cornelius Castoriadis: Philosophy, Politics, Autonomy: Essays in Poli­


tical Phi­losophy, Oxford University Press, Nueva York, 1991, p. 63,
bit.ly/302AAFc (úl­tima consulta: julio del 2019).

167
murray bookchin | la próxima revolución

Stephen Jay Gould aplicó a la evolución orgánica, al punto que


aquella «autonomía» tan apreciada por Castoriadis puede ser
desestimada como una «norma» puramente subjetiva, sin que, en
un mundo posmoderno de equivalencias intercambiables, tenga
más valor que las «normas» autoritarias de jerarquía.
Pero si exploramos los desarrollos existenciales mismos que
nos conducen a la liberación de la pesada carga de trabajo y a la
liberación de todas las formas de opresión, encontramos que
hay una historia que contar de progresos racionales, sin necesi-
dad de partir de teleologías que predeterminen dicha historia y
sus tendencias. Si podemos poner en los factores materiales el
énfasis que merecen, sin reducir a estrictas respuestas automá-
ticas los cambios culturales que se producen ante los cambios
tecnológicos —y sin enmarcar las amplia diversidad de socie-
dades existentes en una secuencia de «estadios del desarrollo»
casi de carácter místico—, entonces podemos hablar de manera
inteligible de los evidentes avances realizados por la humani-
dad desde el estadio animal. Todo ello, fuera del «eterno ana-
cronismo» de las culturas relativamente estancadas, de los
lazos de sangre o las relaciones de género y edad como base
para la organización social, y fuera también de la imagen del
«extranjero» sin vínculos familiares con otros miembros de la
comunidad —«inorgánico», por utilizar el término de Marx—
y, en consecuencia, sujeto a un tratamiento arbitrario más allá
del alcance de los derechos y deberes consuetudinarios defini-
dos más por la tradición que por la razón.
Tan fundamental como fue el desarrollo de la agricultura, la
tecnología y la vida en los poblados para impulsar este momen-
to de la emancipación humana, el surgimiento de la ciudad fue
el factor de mayor importancia en la liberación de los pueblos
de los lazos meramente étnicos de solidaridad, aportando la ra-
zón y la secularidad, pese a lo rudimentario que pudiera ser en
este momento, a los asuntos humanos. Solo gracias a esta evolu-
ción, segmentos de la humanidad pudieron reemplazar la tira-
nía de costumbres estúpidas y mecánicas por un nomos definible
y condicionado racionalmente, en el que la idea de justicia pudo
comenzar a reemplazar la «venganza de sangre» tribal, hasta

168
las ciudades

que fue reemplazada por la idea de libertad. Hablo del surgi­


miento de la ciudad porque, pese a que el desarrollo de esta aún
debe completarse, sus momentos en la historia constituyen
una dialéctica discernible que abrió un reino emancipatorio
en el cual los «extranjeros» y la «gente» podían reconstituirse
como ciudadanos: seres seculares y completamente racionales
que, en grados diversos, nos acercaron la potencialidad de la hu-
manidad para convertirse en personas racionales, totalmente
individuadas y completas.
Además, la ciudad ha sido la esfera originaria y auténtica de
la política democrática —en el sentido helénico del término—
y de la civilización, pero no del Estado, como he enfatizado
una y otra vez. Lo que no equivale a afirmar que no hayan
existido las ciudades-Estado. Pero la democracia, concebida
como el ámbito de creación de la política directa, implica un
compromiso con la creencia de la Ilustración de que todos los
seres humanos «ordinarios» son potencialmente competentes
como para gestionar colectivamente sus asuntos políticos, un
concepto crucial —dejando a un lado todas sus limitaciones—
del pensamiento, la tradición democrática y, más radicalmen-
te, de aquellas secciones parisinas de 1793 que reconocieron la
igualdad entre hombres y mujeres. En estos momentos crucia-
les de desarrollo de los acontecimientos políticos, sobre los
que se construyen, a menudo de manera consciente, los pro-
gresos posteriores y se superan los límites anteriores, la ciudad
se convirtió en algo más que una esfera singular para el desa-
rrollo de la vida humana y la política; y el municipalismo —el
civismo, lo que posteriormente los revolucionarios franceses
identificarían con patriotismo— se transformó en algo más
que una expresión de amor al país. Incluso en 1793, cuando los
demagogos jacobinos le insuflaron connotaciones chovinis-
tas, el «patriotismo» significaba que el «patrimonio nacional»
no era «propiedad del rey de Francia», sino que, en efecto, aho-
ra Francia le pertenecía a todo el pueblo.
Según avanzó el tiempo, la ciudad paso a ser concebida como
el destino sociocultural de la humanidad, un lugar donde, a fi-
nales de la era romana, no había «extranjeros» ni «pueblo» en

169
murray bookchin | la próxima revolución

un sentido étnico: para la Revolución francesa no existían ni


costumbres ni demoníacas irracionalidades, sino más bien ci­
toyens que vivían en terreno libre, se organizaban ellos mismos
en asambleas discursivas y anticipaban cánones de secularidad y
fraternité o, en términos más generales, solidaridad y philia, con
la esperanza de que estuviesen guiados por la razón. Más aún, la
tradición revolucionaria francesa era profundamente confede-
ralista hasta que nació la república jacobina, la cual barrió las
secciones parisinas así como el ideal de una fête de la fédération.
Hay que leer el relato de Jules Michelet de la Revolución france-
sa para comprender hasta qué punto, entre 1790 y 1793, el civis-
mo se identificaba con la libertad municipal y la fraternité con
las confederaciones locales, de hecho, con una «república» de
confederaciones. Debemos explorar los esfuerzos de Jean Varlet
y los militantes del Évêché del 30 y el 31 de mayo de 1793,
para comprender cómo de cerca llegó a estar la Revolución de
construir, durante la insurrección del 2 de junio, la deseada
comuna de comunas confederada, que persistió en la memo-
ria his­tórica de los fédérés parisinos, tal y como se denominaron
ellos mismos en 1871.
Por ello, permitidme que remarque que la política del mu-
nicipalismo libertario no es una mera estrategia para la eman-
cipación humana; es una concordancia rigurosa y ética de
medios y fines (de instrumentos, por decirlo de alguna manera)
con objetivos históricos, que implican un concepto de la histo-
ria como algo más que meras crónicas o un disperso archipiéla-
go de encapsulados «imaginarios sociales».
La civitas, a escala humana y estructurada democráticamente,
es el hogar en potencia de una humanitas universal. Es la esfera
que abre la puerta a la reflexión racional, a la toma de decisiones
discursiva y a la secularidad en los asuntos humanos. Nos habla
a lo largo de los siglos, desde la magnífica oración funeraria de
Pericles hasta las terrenales y cercanas, sorprendentemente fa-
miliares y eminentemente seculares, sátiras de Aristófanes, cu-
yos trabajos demuelen el énfasis de Castoriadis en el mysterium y
lo «acabado» de la polis ateniense para la mente moderna. Nin-
gún lector de las crónicas de la humanidad occidental

170
las ciudades

puede ignorar que lo único que debería ser denominado historia


es relación deductiva de la dialéctica racional que subyace a la
acumulación de meros eventos y que revela el despliegue de la
potencialidad humana para la universalidad, la racionalidad,
la secularidad y la libertad. Esta historia, hasta los aconteci-
mientos cumbre en determinados momentos del desarrollo so-
bre los que se construirán las posteriores civilizaciones, está
anclada en la evolución de la esfera pública secular, en la políti­
ca, en el surgimiento de la ciudad racional —institucional,
­creativa y comunalmente—. Tampoco puede excluirse la imagi-
nación de la historia, pero es una imaginación que debe ser de-
finida por la razón. Porque no puede haber nada más peligroso
para una sociedad, en realidad para el mundo actual, que el tipo
de imaginación desabrida en la que la razón no tiene un papel,
que tan fácilmente se presta para la marchas de Núremberg, las
manifestaciones fascistas, la idolatría estalinista y los campos
de exterminio.
En vez de refugiarnos en la inmovilidad, el misticismo y en
apelaciones al cambio puramente personales, debemos explo-
rar de manera conjunta los modelos de instituciones que se
requerirán en una sociedad ecológica y racional, el tipo de po-
lítica que deberíamos poner en práctica de manera adecuada,
y de hecho, el movimiento político necesario para lograr dicha
sociedad. La ecología social y su política —el municipalismo
libertario— buscan exactamente hacer esto: institucionalizar
la libertad y guiarnos hacia un futuro humano y ecológico,
uno que hará realidad la promesa incumplida de la ciudad den-
tro de la historia.

Septiembre, 1995

171
nacionalismo
y «cuestión nacional»
Una de las cuestiones más preocupantes a las que se enfrenta
la izquierda (sin importar cómo la defina cada cual) es el papel
desempeñado por el nacionalismo en el desarrollo social y en
las demandas populares de identidad cultural y soberanía po-
lítica. Para la izquierda del siglo xix, el nacionalismo era pri-
mordialmente visto como un asunto europeo, que implicaba
la consolidación de los Estados nación en el corazón del ca­
pitalismo. Solo de manera secundaria, como mucho, se podía
visualizar como la lucha antimperialista y presuntamente an-
ticapitalista en la que se convertiría en el siglo xx.
Esto no significa que la izquierda del siglo xix apoyase
las depredaciones imperialistas en el mundo colonial. Con
la entrada del siglo xx, casi ningún pensador radical serio
­consideraba que fuesen una bendición los intentos de las
­potencias coloniales de sofocar los movimientos de autode-
terminación de las áreas colonizadas. La izquierda se burlaba
de ellos y de manera habitual denunciaba las arrogantes afir-
maciones de las potencias europeas de que llevaban el «pro-
greso» a las áreas bárbaras del mundo. Las opiniones de
Marx sobre el imperialismo pueden haber sido ambiguas,
pero nunca careció de una genuina aversión a las aflicciones
sufridas por los pueblos sometidos a los imperialistas. Por su
parte, los a­ narquistas casi siempre se mostraron hostiles y

175
murray bookchin | la próxima revolución

rechazaron la afirmación europea de ser el faro de la civili­


zación del ­mundo.
Pero aunque a finales del siglo xix la izquierda denostase
universalmente las afirmaciones civilizatorias de los imperialis-
tas, en general se consideraba el nacionalismo como un asunto
debatible y defendible. La «cuestión nacional», por utilizar la
expresión tradicional de dichos debates, fue el sujeto de pro-
fundas disputas, en lo que respecta por lo menos a las tácticas
utilizadas. Pero de manera generalizada, la izquierda no consi-
deraba el nacionalismo —y consideraba los Estados nación
como su culminación—, como la distribución definitiva del fu-
turo de la humanidad en una sociedad colectivista o comunista.
De hecho, el único principio en el que la izquierda de antes de
la Primera Guerra Mundial y la del periodo de entreguerras es-
tuvieron de acuerdo fue en la creencia de su compartida huma-
nidad sin importar la pertenencia a distintos grupos culturales,
étnicos o de género, y sus afinidades complementarias en una
sociedad libre como seres humanos racionales, poseedores de la
capacidad de cooperación, de la voluntad de compartir los re-
cursos materiales y de un uso ferviente de la empatía. La Inter­
nacional, el himno compartido por igual por socialdemócratas,
socialistas y anarquistas hasta la Revolución bolchevique e in-
cluso tras ella, finalizaba con un vibrante llamamiento que afir-
maba que «el género humano es la Internacional».1 La izquierda
señaló al proletariado internacional como el agente histórico
que provocaría el cambio social moderno, y no en virtud de su
especificidad como clase o su particularidad como componente
de la sociedad capitalista en desarrollo, sino en virtud de su ne­
cesidad de lograr la universalidad para así poder abolir las socie-
dad de clases, es decir, dirigido por la necesidad de eliminar la
esclavitud salarial mediante la abolición de la esclavitud como
tal. El capitalismo había empujado la histórica «cuestión social»

1. Esta versión en español se usó hasta la Segunda República, y es la que


han mantenido el Partido Comunista de España y el Partido Comunis-
ta de los Pueblos de España. La hemos escogido porque es la que con-
serva la expresión a la que se refiere el autor. (N. de la T.)

176
nacionalismo y «cuestión nacional»

de la explotación humana hasta su forma final y más avanzada.


«En la lucha final», así resonaba La Internacional, cargada de un
sentido de compromiso universalista, un sentido que ningún
movimiento revolucionario podría ignorar sin subvertir las
­posibilidades de avanzar de una «prehistoria» de bárbaros in­
tereses de clase a la «historia auténtica» de una humanidad to-
talmente emancipada.
A grandes rasgos, esta era la perspectiva compartida por la
izquierda de antes de la guerra y la del periodo de entre­guerras,
en particular la de sus diferentes tendencias socialistas. La pri-
macía que los anarquistas le han otorgado histórica­mente a la
abolición del Estado, el agente por excelencia de la coac­
ción jerárquica, condujo directamente a que se deni­g ra­
sen el ­Estado nación y el nacionalismo en general, no solo
­porque el na­cionalismo divida territorial, cultural y eco­nó­
micamente a los seres humanos, sino porque sigue la estela del
Estado moderno y lo justifica ideológicamente.
Una de las preocupaciones de esto es la tradición interna-
cionalista y el papel tan pronunciado que desempeñó en la iz-
quierda del siglo xix y durante la primera mitad del xx, y su
mutación a «cuestión» altamente problemática, analizada con
particular profundidad en los escritos de Rosa Luxemburg
y Lenin. No es una «cuestión» carente de importancia, la
tiene y mucha. Solo tenemos que pararnos a considerar la
­profunda confusión que de hecho la rodea —y en la que el
nacionalismo salvajemente fanatizado subvierte la tradición
internacionalista de la izquierda— para reconocer la impor-
tancia que tiene. El auge de los nacionalismos que explotan las
diferencias raciales, religiosas y las diferencias entre tradicio-
nes culturales, entre seres humanos, incluyendo las más trivia-
les diferencias lingüísticas, casi tribales, por no hablar de las
diferencias en identidad de género, orientación sexual, señala
la descivilización de la humanidad.
Pero lo que resulta particularmente inquietante es
que la izquierda no siempre haya considerado los na­cio­
nalismos como un modelo de medidas regresivas. La izquier-
da m ­ oderna, como la actual, demasiado a menudo abraza

177
murray bookchin | la próxima revolución

acríticamente la enseña de la «liberación nacional», un eslogan


del que se han hecho eco todos los estratos de la izquierda sin
pararse a tener en cuenta el ideal básico expresado en la Inter-
nacional. Los llamamientos a la identidad «tribal» acentúan
de manera irritante las características particulares de un grupo
determinado, para obtener electorado, un esfuerzo con el que
se niega el espíritu de la Internacional y el tradicional inter­
nacionalismo de la izquierda. El significado mismo del nacio-
nalismo y la naturaleza de su relación con el estatismo ponen
sobre la mesa conflictos para los que la izquierda se encuentra
carente de ideas y de propuestas, aparte de apelar a la «libera-
ción nacional».
Si los miembros de la izquierda de nuestros días pierden toda
posible memoria de una izquierda internacionalista de otros
tiempos —por no hablar de la conciencia sobre la evolución de la
historia humana desde su contexto animal, su desarrollo a lo largo
de milenios escapando de los hechos biológicos como la etnici-
dad, el género y la diferencia de edad, hacia unas afinidades autén-
ticamente sociales basadas en la ciudadanía, la igualdad y un
sentido universal de humanidad común—, se habrá puesto en pe-
ligro el magnífico papel asignado a la razón por la Ilustración. Sin
un modelo de asociación humana que pueda resistir y que espere-
mos pueda ir más allá del nacionalismo en todas sus variantes
­populares —ya sea porque adopte la forma de la izquierda re­
constituida, de nueva política, de socialismo libertario, de huma-
nidad renacida, de ética de la complementariedad—, aquello que
podemos legítimamente llamar civilización —a saber, el espíritu
humano en sí mismo— perfectamente podría extinguirse mucho
antes de que nos veamos superados por las crecientes crisis ecoló-
gicas, la guerra nuclear o, en términos más generales, una barbarie
cultural comparable solo a los periodos más destructivos de la his-
toria. Por ello, en vista del creciente nacionalismo de nuestros
días, pocas iniciativas podrían ser más importantes que examinar
la naturaleza del nacionalismo y volver a entender la denominada
«cuestión nacional» como lo ha hecho la izquierda en sus diferen-
tes formas a lo largo de los años.

178
nacionalismo y «cuestión nacional»

Una perspectiva histórica

El nivel de desarrollo humano en gran parte puede ser ca­li­


brado en la medida en que la gente es consciente de su uni­
cidad compartida. De hecho, la libertad personal consiste,
con­siderablemente, en nuestra capacidad de escoger amigos,
compañeros, socios y personas afines sin tener en cuenta
sus dife­rencias biológicas. Lo que nos hace humanos, a parte de
nuestra capacidad para razonar y discernir en un amplio plano
de generalizaciones —asociarnos en instituciones sociales
muta­bles, trabajar cooperativamente y desarrollar una sistema
de comunicación altamente simbólico—, es el conocimiento
compartido de nuestra humanitas. Las memorables palabras de
Goethe, tan características de la mente ilustrada, siguen persi-
guiéndonos como un criterio necesario para mantener nues-
tra humanidad: «Pero hay un escalón en el que desaparece
totalmente, y en el que uno se encuentra, hasta cierto punto, y
en el que la dicha o el infortunio de la nación vecina se sienten
como si le acaeciesen a la propia».2
Si Goethe estableció con estas palabras un estándar de la
auténtica humanidad —y seguramente podemos exigirle a los
seres humanos más que mera empatía por su «propia gente»—,
las primeras etapas de la humanidad eran menos humanas que
dicho estándar. Pese a que, en un momento dado, una luná-
tica tendencia dentro del movimiento ecologista hizo un lla-
mamiento a «regresar a la espiritualidad del Pleistoceno»,3 es
­bastante probable que, una vez puesta en práctica, todos sus

2. Goethe citado en Bertram D. Wolfe: Three Who Made a Revolution: A


Biographical History, 3.ª ed. rev., The Dial Press, Nueva York, 1961, p.
578 [en castellano: Gottfried von Waldheim: «La ideología política de
Goe­the», Revista de Estudios Políticos, Centro de Estudios Políticos y
Cons­titucionales, Madrid, 1950, p. 141, n. 14].
3. Se refiere aquí a Paul Shepard (1925-1996), ambientalista de la co­
rriente de la ecología profunda, y que afirmaría que los seres hu­manos
somos fundamentalmente «seres del Paleolítico». Una de las obras
más conocidas de Shepard es Coming Home to the Pleistocene, de la cual
no nos consta ninguna edición en castellano. (N. de la E.)

179
murray bookchin | la próxima revolución

seguidores hubiesen considerado que dicha «espiritualidad»


les resultaba bastante desalentadora. En las eras prehistóricas,
marcadas por las organizaciones sociales estructuradas en hor-
das o tribus, los seres humanos, «espiritualmente» —o como
queramos considerarlo—, eran en primer orden y de manera
principal los miembros de la familia inmediata, el siguiente or-
den de reconocimiento era como miembros de la horda y, por
último, de una tribu. Lo que determinaba la pertenencia a cual-
quier cosa que fuese más allá del propio grupo familiar, era una
extensión del lazo de familiaridad: como miembros de una de-
terminada tribu estaban unidos socialmente unos a otros, por
relaciones de sangre reales o ficticias. Este «juramento de san-
gre», así como otros «factores biológicos» como el género y la
edad, definían los derechos de cada uno, las obligaciones y, de
hecho, la propia identidad en la sociedad tribal.
Podemos decir más aún; muchas, tal vez la mayoría de las
bandas o grupos tribales, consideraban como humanos solo a
aquellos con los que compartían el «juramento de sangre». De
hecho, la tribu a menudo se refería a sí misma como «la gente»,
una denominación con la que afirmaban la pretensión de cons-
tituir exclusivamente la humanidad. Las otras personas fuera
del círculo mágico de los lazos de sangre reales o míticos eran
«extranjeros» y, en consecuencia, de alguna manera no eran se-
res humanos. Incluso entre los pueblos que compartían rasgos
culturales y lingüísticos comunes, el «juramento de sangre» y
la utilización de la categoría «la gente» para designarse a ellos
mismos, era un factor que a menudo enfrentaba una tribu con-
tra otra que hiciera las mismas afirmaciones respecto a dicha
exclusividad, arrogándose la consideración de serlo.
Las sociedades tribales, de hecho, se mostraban recelosas en
extremo frente a cualquiera que no fuese uno de sus propios
miembros. En muchas zonas, antes de que los extranjeros pu-
dieran cruzar un límite territorial, de manera sumisa y pacien-
te debían esperar una invitación de parte de uno de los ancianos
o del chamán de la tribu, que reclamaba como propio el te­
rritorio antes de poder dar el permiso. Sin dicha hospitali-
dad que, en general, se concebía como una virtud casi religiosa,

180
nacionalismo y «cuestión nacional»

cualquier extranjero arriesgaba la vida y sus extremidades al


penetrar en un territorio enemigo, por lo que el hospedaje y la
comida solían venir precedidos de actos rituales de confianza
o buenas intenciones. El apretón de manos moderno puede
haber tenido origen en una expresión simbólica de que la
mano derecha no portaba ningún arma.
Pese a que los euroestadounidenses de clase media de nues-
tros días le otorgan a los «aborígenes ecológicos» un estatus
elevado casi de culto, al presuponerles un carácter aparente-
mente pacífico, la guerra era endémica tanto entre nuestros
antepasados prehistóricos como en las posteriores comunida-
des. Cuando los grupos de cazadores y forrajeros sobrexplota-
ban la caza dentro de su territorio, como de hecho sucedía a
menudo, solían mostrarse bastante dispuestos a invadir la
zona de los grupos vecinos y reclamar como propios los recur-
sos de dichos grupos.
Con frecuencia, y tras el auge de las fraternidades de gue-
rreros, la guerra adquirió atributos tanto culturales como eco-
nómicos, de manera que los vencedores ya no solo derrotaban
a sus «enemigos» reales o escogidos, sino que virtualmente los
exterminaban, como atestigua la destrucción casi genocida de
los indios hurones por parte de sus primos iroqueses con los
que tenían lazos lingüísticos y culturales.
Si los principales imperios del antiguo Oriente Medio y
Oriente conquistaron, pacificaron y subyugaron muchos y va-
riados grupos étnicos y culturales, convirtiendo de esta mane-
ra pueblos ajenos en súbditos de monarquías despóticas, el
surgimiento de la ciudad fue el factor individual más impor-
tante para la erosión del hermético mundo aborigen. El auge
de la antigua ciudad, ya fuese democrática como Atenas o re-
publicana como Roma, marcó el comienzo de una distribu-
ción social radicalmente nueva. A diferencia de los pueblos
construidos sobre lazos familiares y de naturaleza provinciana
que habían constituido el mundo tribal y rural, las ciudades
occidentales se estructuraban cada vez más en función de la
cercanía residencial y de los intereses económicos comparti-
dos. Una «segunda naturaleza» de lazos sociales y culturales

181
murray bookchin | la próxima revolución

humanistas, tal y como la describió Cicerón, empezó a reem-


plazar las formas anteriores de organización social, basadas en
la «naturaleza primaria» de los lazos biológicos y de sangre,
en los cuales los roles sociales y culturales de los individuos
estaban anclados en su familia, clan, género y factores simila-
res, más que en asociaciones de propia elección.
Etimológicamente, política deriva de la palabra griega poli­
tika, alude a una ciudadanía activamente involucrada, que for-
mula las políticas de una comunidad o polis y que, en general,
las ejecuta de manera habitual dentro del desarrollo del servi-
cio público. Aunque la ciudadanía formal era un requisito para
la participación en dichas políticas, polis como la democrática
Atenas se enorgullecían de su apertura a los visitantes, en par-
ticular a los habilidosos artesanos y los cultos comerciantes de
otras comunidades étnicas. En su famosa oración fúnebre, Pe-
ricles declaraba:

En los ejercicios de guerra somos muy diferentes a nues­


tros enemigos, porque nosotros permitimos que nuestra ciu­
dad sea común a todas las gentes y naciones, sin vedar ni
prohibir a persona natural o extranjera ver ni aprender lo
que bien les pareciere, no escondiendo nuestras cosas aunque
pueda aprovechar a los enemigos verlas y aprenderlas; pues
confiamos tanto en los aparatos de guerra y en los ardides y
cautelas, cuanto en nuestros ánimos y esfuerzo, los cuales po­
demos siempre mostrar muy conformes a la obra. Y aunque
otros muchos en su mocedad se ejercitan para cobrar fuerzas,
hasta que llegan a ser hombres, no por eso somos menos osa­
dos o determinados que ellos para afrontar los peligros cuan­
do la necesidad lo exige.4

Pero seguro que en tiempos de Pericles la generosidad ate-


niense seguía estando limitada a una idea ficticia, asociada en
gran medida a unos antepasados comunes a sus ciudadanos,

4. Tucídides: The Peloponnesian War, libro 2.º, cap. 4 [en castellano: Histo­
ria de la guerra del Peloponeso, Ediciones Orbis, Barcelona, 1986, p. 113].

182
nacionalismo y «cuestión nacional»

aunque su importancia hubiese disminuido. No obstante, no


es fácil ignorar el hecho de que la obra maestra dialéctica de
Platón, La República, se desarrolla como un diálogo en el hogar
de Céfalo, cuya familia eran extranjeros residentes en El Pi-
reo, la zona portuaria de Atenas donde vivían la mayor parte
de los extranjeros. Sin embargo, el diálogo en sí, el intercam-
bio entre ciudadano y extranjero no se ve inhibido por ningún
tipo de consideración de estatus.
Ya en su época, el emperador romano Caracalla convirtió en
«ciudadanos» del imperio a todos los hombres libres de Roma,
concediéndoles los mismos derechos jurídicos y universalizando
de esta manera las relaciones humanas pese a las diferencias de
idioma, etnicidad, tradición y lugar de residencia. La cristiandad,
a pesar de todos sus errores, celebraba la igualdad de las almas de
todo el mundo a ojos de Dios, un «igualitarismo» celestial que,
combinado con la apertura a los extranjeros de las ciudades me-
dievales eliminó, al menos teóricamente, los últimos atributos de
los antepasados, la etnicidad y la tradición, utilizados para dividir
a unos seres humanos de otros.
En la práctica, no hace falta decirlo, estos atributos persis-
ten, y pueblos diversos han mantenido a lo largo de la historia
una provincial lealtad a sus pueblos, localidades e incluso ciu-
dades, contrarrestando los ideales poco convincentes de los
romanos, y en particular de los cristianos, de una humanitas
universal. En el plano jurídico, el unificado mundo medieval
estaba fragmentado en incontables soberanías en manos de
multitud de barones y aristócratas que limitaban los compro-
misos populares locales a un determinado señor o lugar y que,
a menudo, enfrentaban entre sí a pueblos de distintos territo-
rios pero con vínculos culturales o étnicos comunes. La Iglesia
católica se opuso a estas soberanías regionales, no solo por ra-
zones doctrinales, sino también con el objetivo de expandir la
autoridad papal sobre la cristiandad en su conjunto. En lo to-
cante al poder secular, monarcas caprichosos pero poderosos,
como Enrique II de Inglaterra, intentaron imponer la «paz del
rey» sobre grandes áreas territoriales, reprimiendo o conte-
niendo a los nobles enfrentados entre sí con diferentes grados

183
murray bookchin | la próxima revolución

de éxito. Siguiendo este objetivo, el rey y el papa trabajaron en


equipo para disminuir el provincianismo, incluso aunque se
mintiesen y engañasen unos a otros en su lucha por el control
de áreas cada vez mayores del mundo feudal.
Sin embargo, en muchas zonas de la Europa medieval los au-
ténticos ciudadanos se involucraban profundamente en la acti-
vidad política clásica. Los burgueses de las democracias de las
ciudades medievales eran, en esencia, maestros artesanos. Las
tareas de sus gremios, o fraternidades vocacionales ricamente
articuladas, no eran menos morales que económicas; de hecho,
formaban la base estructural de una economía moral genuina.
Los gremios no solo «controlaban»,5 fijaban los «precios justos»
y aseguraban que la calidad de los productos de sus miembros
fuera elevada, participaban en las festividades religiosas con sus
propios estandartes, ayudaban a financiar y construir edificios
públicos, vigilaban por el bienestar de las familias de sus miem-
bros fallecidos, recolectaban dinero para caridad, y formaban
parte de las milicias en la defensa de la comunidad a la que per-
tenecían. Sus ciudades, en el mejor de los casos, conferían liber-
tad a los siervos huidos, velaban por la seguridad de los viajeros
y defendían de manera inflexible y tenaz sus libertades civiles.
La eventual separación de las poblaciones urbanas entre ricos y
pobres, entre los que disfrutaban de poder y los que no, y los
«nacionalistas» que defendían la monarquía frente a la depreda-
dora nobleza formaban en conjunto un complejo drama para el
que no tenemos espacio aquí.
En diferentes momentos y lugares, algunas ciudades crearon
formas de asociación que no eran ni naciones ni baronías parro-
quiales. Dichas asociaciones fueron confederaciones entre ciuda-
des que duraron siglos como por ejemplo la Liga Hanseática;
confederaciones cantonales como la de Suiza; y, más brevemente,

5. El autor hace aquí un juego de palabras con police y policed en el que
además del sentido amplio de mantener el control sobre algo o vigilar,
conlleva el que lo haga un cuerpo policial; en cierto modo las potesta-
des de los gremios tenían un sentido similar al del control policial ac-
tual. (N. de la T.)

184
nacionalismo y «cuestión nacional»

intentos de lograr confederaciones de ciudades libres como el


movimiento de los comuneros españoles a principios del siglo xvi.
No fue hasta el siglo xvii, en particular en la Inglaterra de
Cromwell y la Francia de Luis XIV, que los impulsos centralistas
empezaron a forjar naciones duraderas en Europa.
Permitidme que haga énfasis en que los Estados nación son
Estados, no solo naciones. Su propio establecimiento significa
la consolidación del poder en un aparato burocrático, centra-
lizado y profesional que ejerce el monopolio social de la vio-
lencia organizada, y en particular bajo la forma de su ejército
y policía. El Estado evita la autonomía de las localidades y pro-
vincias mediante la acción de su todopoderoso ejecutivo y, en
los Estados republicanos, su aparato legislativo, cuyos miem-
bros son elegidos o designados para representar un número
determinado y fijo de «constituyentes». En los Estados nación,
lo que solía ser un ciudadano en una localidad autónoma se
desvanece en la anónima agregación de individuos que pagan
una determinada cantidad de impuestos y reciben los «servi-
cios» del Estado. La «política» en los Estados nación se delega
en un cuerpo de relaciones de intercambio en el que los cons-
tituyentes en general intentan recuperar lo que han pagado en
un mercado «político» de bienes y servicios. El nacionalismo,
como una forma extendida de tribalismo, refuerza al Estado al
otorgarle la lealtad de la población que comparte una base lin-
güística, étnica o de afinidad cultural, legitimándolo con ello,
al proporcionarle una base de comunidades biológicas y tradi-
cionales aparentemente universales. No fue el pueblo inglés el
que creó Inglaterra, sino los monarcas ingleses y los gobernan-
tes centralizadores, como también lo fueron los reyes france-
ses y sus burocracias las que forjaron la nación francesa.
De hecho, hasta que el Estado nación empezó a adquirir un
nuevo vigor en el siglo xv, los Estados nación seguían siendo
una novedad. Incluso cuando la autoridad centralizada basada
en la comunidad lingüística comenzó a dar cobijo al naciona-
lismo a lo largo de Europa Occidental y de los Estados Unidos,
aquel seguía enfrentándose a un destino incierto. El confede-
ralismo se mantuvo como una alternativa viable al Estado

185
murray bookchin | la próxima revolución

nación hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix. Tan
tardíamente como en 1871, la Comuna de París hizo un llama-
miento a todas las comunas de Francia para que se constituye-
sen como poder dual confederal en oposición a la recién creada
Tercera República. Finalmente, fue el Estado nación quien re-
sultó ganador en este complejo conflicto, ligando firmemente
con ello el estatismo al nacionalismo. Ya a principios del siglo
xx, los dos eran virtualmente indistinguibles entre sí.

El nacionalismo y la izquierda

Los teóricos y activistas de la izquierda lidian de maneras muy


diferentes con el repertorio de problemas éticos e históricos
que el nacionalismo presenta a la hora de construir una socie-
dad comunitaria y cooperativa. En el plano histórico, los pri-
meros intentos de la izquierda por explorar el nacionalismo
como un problema que obstruía la llegada de una sociedad li-
bre y justa llegaron de parte de varios teóricos anarquistas.
Pierre-Joseph Proudhon parece no haberse cuestionado jamás
el ideal de solidaridad humana, aunque nunca negó el derecho
de los pueblos a la singularidad cultural, ni siquiera el de rom-
per cualquier tipo de «contrato social», una vez demostrado,
claro está, que no estaba infringiendo los derechos de ningún
otro pueblo. Aunque Proudhon detestaba el esclavismo —de
manera sarcástica señaló que el Sur estadounidense «biblia en
mano, cultiva la esclavitud», mientras que el Norte estadouni-
dense «ya a comenzado a producir un proletariado»—, no fue
hasta la guerra civil de 1861-1865 cuando reconoció de manera
formal el derecho de la Confederación a separarse de la Unión.6
En general, la visión mutualista y confederalista de Prou­d­
hon le llevó a oponerse a los movimientos nacionalistas

6. P. J. Proudhon: carta a Dulieu, 30 de diciembre de 1860, Correspondence,


vol. 10, p. 275, reeditado en Stewart Edwards (ed.): Select Writtings of
Pierre-Joseph Proudhon, trad. Elizabeth Frazer, Anchor Books, Nueva
York, 1969, p. 185.

186
nacionalismo y «cuestión nacional»

en Polonia, Hungría e Italia. Sus ideas antinacionalistas se


vieron diluidas en cierto modo por su propia francofilia, tal y
como señaló posteriormente el socialista francés Jean Jaurès.
Prou­d­hon temía la formación de Estados nación poderosos
cerca de las fronteras francesas. Pero también él, a su manera,
era producto de la Ilustración. En sus escritos de 1862 afir­
maba

... mi devoción por mi país nunca me hará sacrificar los


derechos humanos en su nombre. Que el Gobierno de Fran­
cia cometa una injusticia para con otro pueblo, y yo me afli­
giré y protestaré tanto como esté en mi poder hacerlo; si es
castigada por la fechoría de sus jefes, yo aplaudiré y diré
desde el fondo de mi alma: Merito haec patimur.7

Pese a su chovinismo galo, los «derechos del hombre» si-


guieron siendo lo primordial en la mente de Proudhon:8

¿Cree usted —escribió a Herzen— que es egoísmo


francés, odio a la libertad, menosprecio por los polacos e
italianos que hace que me burle y desconfíe de esta pala­
bra de uso común que es nacionalidad, cuya utilización
está tan manida y que hace que t­ antos sinvergüenzas como
ciudadanos honestos digan tan­tas tonterías? Por el amor de
Dios… no se ofenda tan fá­cilmente. Si lo hace, debería decir­
le lo que le he estado diciendo acerca de su amigo Garibaldi
durante los últimos seis meses: «Un gran corazón pero sin
cerebro».9

7. P. J. Proudhon: La Federation et l’unite en Italie, 1862, pp. 122-125, en


Stewart Edwards: Selected Writtings, op. cit., pp. 188-189 [en castellano:
Escritos federalistas, Akal, Barcelona, 2011, p. 160].
8. P. J. Proudhon: carta a Dulieu, Correspondence, op. cit., pp. 275-276, re­
editado en Stewart Edwards, Selected Writings, op. cit., p. 185.
9. P. J. Proudhon: carta a Alexander Herzen, 21 de abril de 1861, Corres­
pondence, vol. 11, pp. 22-24, reeditado en Stewart Edwards, Selected
Writtings, op. cit.

187
murray bookchin | la próxima revolución

El internacionalismo de Mijaíl Bakunin era tan enfático


como el de Proudhon, aunque sus visiones estuvieron también
marcadas por cierta ambigüedad. «Solo puede considerarse
como un principio humano aquello que es universal y común a
todos los hombres —escribió en su línea internacionalista—; la
nacionalidad separa a los hombres y, por tanto, no es un prin-
cipio». De hecho, afirmaba que

... no hay nada mas absurdo y al mismo tiempo más


­ añino y mortífero para el pueblo que erigir el principio
d
­ficticio de la nacionalidad como ideal de todas las aspi­
raciones populares.

Lo que realmente contaba para Bakunin era que «el na­cio­


nalismo no es un principio humano universal». Y más adelante:

Deberíamos situar la justicia humana universal s­ obre


todos los intereses nacionales. Y abandonar de una vez
por todas el falso principio de la nacionalidad, in­ventado
recientemente por los déspotas de Francia, Pru­sia y Rusia
para aplastar el soberano principio de la libertad.10

Y, sin embargo, Bakunin también afirmó que el nacionalis-


mo «es un hecho histórico y local que, como todos los hechos
reales e inofensivos, tiene derecho a exigir general aceptación».
No solo eso, sino que «[la nacionalidad como la individualidad]
es uno de esos hechos» que merece «respeto». Deben haber
sido sus inclinaciones retóricas las que le condujeron a decla-
rarse como «siempre y sinceramente el patriota de todas las
patrias oprimidas». Pero también argumentó que el derecho de
cada nación «a vivir de acuerdo con su propia naturaleza» debe
ser respetado, ya que este «derecho» es «simplemente el corola-
rio del principio general de libertad».

10. G. P. Maximoff: The Political Philosophy of Bakunin: Scientific Anarchism,


Free Press of Glencoe, Nueva York, Collier-Macmillan Ltd., Londres,
1953, pp. 324-335, énfasis añadido. [traducción mía. (N. de la T.)].

188
nacionalismo y «cuestión nacional»

La sutileza de las observaciones de Bakunin no debería ser ig-


norada pese a sus aparentes contradicciones internas. Definió un
principio humano general, restringido o vulnerado de manera
parcial por hechos asociales o «biológicos» que, para bien o para
mal, deben darse por sentados. Ser un nacionalista es ser menos
que humano, pero es también inevitable en tanto que, como indi-
viduos, somos el resultado de tradiciones culturales característi-
cas, entornos naturales y estados de ánimo. El mero hecho de
oscurecer la «nacionalidad» es el principio universal más elevado
en el que la gente se reconoce como miembro de la misma especie
y donde busca dar cobijo a sus coin­cidencias más que a sus distin-
ciones «nacionales».
Estos principios humanísticos serían muy seriamente teni-
dos en cuenta por los anarquistas en general y de manera par-
ticularmente sorprendente por el movimiento anarquista más
grande de los tiempos modernos, los anarquistas españoles.
Desde principios de la década de 1880 hasta la sangrienta gue-
rra civil de 1936-1939, el movimiento anarquista español se
opuso no solo al estatismo y al nacionalismo sino también al
regionalismo en todas sus formas. Pese al inmenso seguimien-
to del nacionalismo por parte de los catalanes, los españoles
consiguieron plantear de manera consistente la superioridad
del principio humano de la liberación social por encima del de
liberación nacional, y se opusieron a las tendencias naciona-
listas internas que, tan a menudo, han dividido a los vascos,
catalanes, andaluces y gallegos unos de otros y en especial de
los castellanos, quienes disfrutaban de una supremacía cultu-
ral sobre las minorías del resto del país. De hecho, la palabra
«ibérica» en lugar de «español», en las siglas de la Federación
Anarquista Ibérica (fai), servía para expresar no solo un com-
promiso con la solidaridad peninsular, sino una indiferencia a
las distinciones nacionales y regionales entre España y Portu-
gal. Los anarquistas españoles cultivaron de manera más entu-
siasta de lo que lo ha hecho ninguna otra tendencia radical
importante el esperanto como un idioma humano «universal»,
y la «hermandad universal» se mantuvo como uno de los idea-
les duraderos de su movimiento, del mismo modo que lo ha

189
murray bookchin | la próxima revolución

hecho dentro de la mayor parte de los movimientos anarquis-


tas hasta nuestros días.11
Antes de 1914, los marxistas y la Segunda Internacional
en general mantenían convicciones similares, pese al pujante
nacionalismo del siglo xix. Desde la mirada de Marx y Engels,
el proletariado del mundo no tenía país; unificado de mane-
ra auténtica como clase, estaba destinado a abolir todas las
­formas de la sociedad de clases. El Manifiesto comunista acaba
con el vibrante llamamiento «¡Proletarios de todos los países,
uníos!». En el cuerpo de la obra (que Bakunin tradujo al ru­
so), los autores declaraban «… en que destacan y reivindican
­siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales prole-
tarias, los intereses comunes y peculiares de todo el pro­le­
tariado, independientes de su nacionalidad»,12 y continuaban:
«Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo
que no poseen».13
El apoyo que Marx y Engels le proporcionaron a las luchas
de liberación nacional fue en esencia estratégico y emanaba
primordialmente de sus preocupaciones geopolíticas y econó-
micas más que de un principio social amplio. Defendieron de
manera vigorosa la independencia polaca de Rusia, por ejem-
plo, porque querían debilitar el Imperio ruso, que en su época
era el poder contrarrevolucionario supremo en el continen-
te europeo. Y deseaban ver una Alemania unida porque un
­Es­tado nación poderoso centralizado proporcionaría lo que

11. En algunos de estos comentarios referentes a la relación entre anar­


quismo y cuestión nacional, Bookchin olvida acontecimientos que
obli­garían a una lectura de mayor complejidad, como el papel de sec­
tores anarquistas en las luchas anticoloniales. El tema es abordado en
Be­nedict Anderson: Bajo tres banderas. Anarquismo e imaginación anti­
colonial, Akal, Madrid, 2014; y en Carlos Taibo: Anarquistas de ultramar.
Anarquismo, indigenismo y descolonización, Los Libros de la Catarata,
Madrid, 2018. (N. de la E.)
12. Karl Marx y Friedrich Engels: «Manifesto of the Communist Party»,
Selected Works, vol. 1, Progress Publishers, Moscú, 1969, p. 120 [en cas-
tellano: Ma­nifiesto del Partido Comunista, Fundación de Investigacio-
nes Marxistas, Madrid, 2013, p. 69].
13.  Ibid., p. 60.

190
nacionalismo y «cuestión nacional»

­ ngels denominó, en una carta a Karl Kautsky en 1882, «la


E
constitución política normal de la burguesía europea».
A pesar de las manifiestas similitudes entre la retórica in­
ternacionalista de Marx y Engels en el Manifiesto comunista y
el internacionalismo de los teóricos y movimientos anar-
quistas, no debemos permitir que estas oculten las importantes
dife­rencias entre dos formas de socialismo, las cuales desempe­
ña­rían un papel importante en los debates que les separaron.
Los ­anarquistas eran, en todos los aspectos, socialistas éticos que
­de­fendían los principios universales de la «hermandad de
los hom­bres» y la «fraternidad»,14 principios que el «socialismo
científico» de Marx despreciaba como meras «abstracciones».
En años posteriores, incluso al hablar ampliamente de libertad
y de los oprimidos, Marx y Engels consideraban el uso de pa­
labras aparentemente «inexactas» como obreros y trabajadores
como un rechazo implícito del socialismo como «ciencia»; en su
lugar preferían proletariado, ya que la consideraban una palabra
científicamente más rigurosa, y que se refería de forma especí-
fica a aquellos que generaban plusvalía.
De hecho, en contraste con teóricos anarquistas como
Proudhon, que consideraba un desastre la expansión del capi-
talismo y la proletarización del campesinado preindustrial y
los artesanos, Marx y Engels daban la bienvenida de manera
entusiasta a estos acontecimientos, así como a la formación de
grandes y centralizados Estados nación, en los cuales las econo-
mías de mercado pudiesen florecer. Los veían no solo como de-
seables para facilitar el desarrollo económico, sino que, al
promover el capitalismo, serían indispensables para la creación
de las condiciones necesarias para el socialismo. Pese a su apo-
yo al internacionalismo proletario, menospreciaron como de-
nuncias «abstractas» las críticas al nacionalismo como tal,
despreciándolas como meros «moralismos». Aunque para Marx
y Engels el internacionalismo como solidaridad de clase se

14. Pese al sesgo de género de estas palabras —producto de la era en la


que vivió Bakunin—, se puede interpretar que se refieren a la huma-
nidad en general.

191
murray bookchin | la próxima revolución

mantuvo como un desiderátum, de manera implícita su visión


entraba en conflicto con su compromiso con la expansión eco-
nómica capitalista y, en consecuencia, con la necesidades en
este sentido de los Estados nación centralizados del siglo pasa-
do. Consideraban como positivo o negativo el Estado nación en
función de si promovía o inhibía la expansión del capital, el
progreso de las «fuerzas productivas» y la proletarización de los
pueblos preindustriales. En principio, observaron con recelo
los sentimientos nacionalistas de los indios, chinos, africanos y
del resto del mundo no capitalista, cuyas formas sociales preca-
pitalistas podían impedir la expansión capitalista. Irlanda, de
manera irónica, parece haber sido la excepción a este enfoque.
Marx, Engels y el movimiento marxista en su conjunto recono-
cieron el derecho de los irlandeses a la liberación nacional, de-
bido, en gran medida, a razones sentimentales y porque podía
producir problemas al imperialismo inglés, que dirigía el mer-
cado mundial. En esencia, hasta el momento en el que se lograse
la sociedad socialista, los marxistas consideraban como algo
«históricamente progresista» la formación en Europa de gran-
des Estados nación, cuanto más centralizados mejor.
Dada su geopolítica instrumental, no debería sorprender
que, conforme pasaban los años, Marx y Engels mostrasen su
apoyo a los intentos de Bismarck de unificar Alemania. Expre­
saron su desagrado sobre los métodos del canciller y sobre la
burguesía terrateniente cuyos intereses representó. Pero estas
objeciones no deberían ser tomadas muy en serio, habida cuenta
de que habrían recibido con agrado la anexión alemana de Dina-
marca, y de que hicieron un llamamiento a la incorporación en
una Austria-Hungría centralizada de nacionalidades europeas
con menos peso como los checos y los eslavos, así como a la uni-
ficación de Italia en un Estado nación, con el objetivo de am-
pliar el terreno del mercado y la soberanía del capitalismo en el
continente europeo.
Tampoco es una sorpresa que Marx y Engels prestasen su
apoyo a los ejércitos de Bismarck en la guerra franco-prusiana
de 1870 —pese a la oposición de sus aliados más cercanos
­dentro del Partido Socialdemócrata de Alemania, Wilhelm

192
nacionalismo y «cuestión nacional»

Liebknecht y August Babel—, al menos hasta el momento en


el que dichos ejércitos cruzaron la frontera francesa y toma-
ron París en 1871. Resulta irónico que los propios argumentos
de Marx y Engels serían invocados más tarde por los marxistas
europeos que tomaron una dirección divergente a la de sus
compañeros reacios a la guerra, para apoyar los esfuerzos mi-
litares de sus respectivas naciones ante el estallido de la Pri-
mera Guerra Mundial. Los socialdemócratas alemanes, que
eran proguerra, apoyaron al káiser como baluarte defensivo
contra la barbarie «asiática» de los rusos —en supuesta con-
cordancia con las visiones de Marx y Engels—, mientras que
los socialistas franceses (así como Kropotkin en Gran Bretaña
y posteriormente en Rusia) invocaban la tradición de la Revo-
lución francesa frente al «militarismo prusiano».
Pese a las extendidas afirmaciones de que Rosa Luxemburg
era más una anarquista que una convencida marxista, ella mis-
ma se mostró claramente contraria a las motivaciones de las
formas anárquicas de socialismo y fue una marxista más doc-
trinaria de lo que se asume en general. Su oposición al nacio-
nalismo polaco y al Partido Socialista Polaco de Piłsudski (que
exigía la independencia nacional polaca), así como su hosti­
lidad hacia el nacionalismo en general, sin menoscabo de lo
admirable y valiente que fue, se apoya principalmente en ar-
gumentos marxistas tradicionales: a saber, una extensión del
deseo de Marx y de Engels de lograr mercados unificados y
Estados centralizados, a expensas de las nacionalidades de Eu-
ropa central —aunque con matices nuevos—, y no en una
creencia anarquista en la «hermandad de los hombres».
Pero con la llegada del nuevo siglo, nuevas consideraciones
acapararon el primer plano e indujeron a Luxemburg a modi-
ficar sus puntos de vista. Como muchos teóricos socialdemó-
cratas de la época, Luxemburg compartía la convicción de que
el capitalismo había pasado en gran medida de una forma
­progresista a una fase reaccionaria. Ya no era un orden eco­nó­
micamente progresista, sino que ahora el capitalismo era reac­
cio­nario puesto que ya había desempeñado su rol «histórico»
en el progreso de la tecnología y presumiblemente también en

193
murray bookchin | la próxima revolución

la producción de un proletariado con consciencia de clase o


incluso revolucionario. Lenin sistematizó esta conclusión en
su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo.
Tanto Lenin como Luxemburg denunciaron la Primera Gue-
rra Mundial como imperialista y rompieron con todos los so­
cialistas que apoyaron la Entente y las Potencias Centrales,
ri­di­cu
­ lizándolos como «social patriotas». Donde Lenin se dife-
renció marcadamente de Luxemburg (dejando a un lado el famo-
so asunto de su apoyo a una organización centralista del partido)
fue en cómo, desde un punto de vista estrictamente «realista», la
«cuestión nacional» podía ser utilizada contra el capitalismo en
una era de imperialismo. Para Lenin, las luchas nacionales de los
subdesarrollados países colonizados en pro de su liberación de
las manos de las potencias coloniales —incluyendo la Rusia za-
rista—, eran ahora inherentemente progresistas, en tanto que
servían para minar el poder del capital; que es lo mismo que decir
que el apoyo de Lenin a las luchas de liberación nacional era, en
esencia, tan pragmático como el de otros marxistas, incluyendo a
la propia Luxemburg. Para la Rusia imperialista, caracterizada
apropiadamente como una «prisión de naciones», Lenin defen-
día el derecho incondicional de los pueblos no rusos a secesionar-
se bajo cualquier condición y a formar Estados nación. Por otra
parte, mantenía que los socialdemócratas no rusos en los países
colonizados por Rusia, se verían obligados a defender algún mo-
delo de unión federal con la «madre patria» si los socialdemócra-
tas rusos tenían éxito y lograban la revolución proletaria.
Así, aunque las premisas de Lenin y Luxemburg eran bas-
tante similares, los dos marxistas llegaron a conclusiones radi-
calmente diferentes acerca de la «cuestión nacional» y de la
manera adecuada de resolverla. Lenin demandaba el derecho
de Polonia a establecer un Estado nación propio, mientras que
Luxemburg se oponía a ello al considerarlo regresivo e inviable
económicamente. Lenin compartía el apoyo de Marx y Engels
a la independencia de Polonia, pese a hacerlo por razones muy
diferentes, aunque ambas eran igual de pragmáticas. No hizo
honor a su posicionamiento acerca del derecho a la secesión
durante la Guerra Civil rusa, y el ejemplo más flagrante fue la

194
nacionalismo y «cuestión nacional»

manera en la que lidió con Georgia, una nación con rasgos dis-
tintivos y muy diferentes al resto, que había mostrado su apo-
yo a los mencheviques hasta que el régimen de los sóviets la
obligó a aceptar una variante doméstica del bolchevismo. Solo
durante sus últimos años de vida, después de que el partido
comunista de Georgia obtuviera la dirección del Estado,15 Le-
nin se opuso al intento de Stalin de subordinar el partido geor-
giano al ruso, en un conflicto fundamentalmente intrapartido,
que no provocó demasiados conflictos para la población geor-
giana, mayoritariaente favorable a los mencheviques. Lenin
no vivió lo suficiente como para enfrentarse a Stalin en esta y
otras políticas y prácticas organizativas.

Dos enfoques a la cuestión nacional

Los debates y discusiones marxistas y marxista-leninistas


acerca de la «cuestión nacional» tras la Primera Guerra Mun-
dial produjeron un legado de gran complejidad que afectó no
solo a las políticas de la vieja izquierda de la década de 1920 y
1930, sino también a las de la nueva izquierda de la década de
1960. Lo que es importante clarificar aquí son las premisas, en
general radicalmente diferentes, desde las que partían las vi-
siones anarquista y marxista. El anarquismo se basaba en razo-
nes primordialmente humanistas y básicamente éticas para
oponerse a los Estados nación que impulsaba el nacionalismo.
Los anarquistas actuaron así, para ser más concretos, porque
las distinciones nacionales tendían a la formación del Es­
tado y a subvertir la unidad de la humanidad, a dividir la so­
ciedad, y a incidir en las particularidades culturales en vez de
en la universalidad de la condición humana. El marxismo, como
«cien­cia socialista», rechazaba dichas «abstracciones» éticas.

15. Se refiere a la caída en 1921 de la República Democrática de Georgia,


dirigida por sectores mencheviques, en manos de los bolcheviques,
que propició su anexión a la urss (N. de la E.)

195
murray bookchin | la próxima revolución

En oposición al rechazo anarquista al Estado y a la cen­


tralización, los marxistas no solo apoyaron un Estado centrali­
zado, sino que insistían en la naturaleza «históricamente
progresista» del capitalismo y en una economía de mercado que
requería de Estados nación centralizados como mercados do-
mésticos y como método para eliminar todas las barreras inter-
nas al comercio creadas por las soberanías locales y regionales.
Los marxistas en general han considerado las aspiraciones na-
cionales de los pueblos oprimidos como asuntos de estrategia
política a los que hay que apoyar u oponerse en función de con-
sideraciones estrictamente pragmáticas, sin tener en cuenta nin-
gún otro tipo de consideraciones más amplias de carácter ético.
De este modo surgieron dentro de la izquierda dos distintas
perspectivas con respecto al nacionalismo. El antinacionalis-
mo ético de los anarquistas abogaba por la unidad de la huma-
nidad, con su debida provisión para las distinciones culturales
pero en clara oposición a la formación de los Estados nación;
los marxistas apoyaron o se opusieron a las demandas naciona-
listas de las culturas en gran medida precapitalistas mediante
un amplio abanico de razones pragmáticas y geopolíticas. Esta
distinción no pretende ser rígida; los socialistas de la Austria-
Hungría previa a la Primera Guerra Mundial constituían una
poderosa mezcla multinacional como consecuencia de los va-
rios y diversos pueblos que participaron en la construcción del
imperio preguerra. Hicieron un llamamiento a la relación con-
federal entre los gobernantes germanoparlantes del imperio y
sus miembros, eslavos abrumadoramente, que se aproximaba
más a la perspectiva anarquista. Pero nunca sabremos si estos
hubiesen logrado poner en práctica sus principios de manera
más honesta de lo que Lenin se adhirió a sus propias directrices
una vez lograda la «revolución proletaria». Para 1918 el impe-
rio original había desaparecido y el ostensible perfil libertario
del «marxismo austrohúngaro», como se le llamaba, se volvió
irrelevante durante el periodo de entreguerras, aunque en su
honor hay que reconocer que en febrero de 1934, los socialistas
austriacos fueron, junto con los españoles, los únicos de entre
todos los movimientos que se enfrentaron y resistieron al

196
nacionalismo y «cuestión nacional»

desarrollo de los acontecimientos protofascistas, en sangrien-


tas luchas callejeras. Pese a ello, el movimiento nunca recupe-
ró su espíritu revolucionario tras su restauración en 1945.

El nacionalismo y la Segunda Guerra Mundial

La izquierda del periodo de entreguerras, la denominada «vieja


izquierda», veía la guerra que se acercaba velozmente contra la
Alemania nazi como una continuación de la «Gran Guerra» de
1914-1918. Los marxistas antiestalinistas predijeron un conflic-
to breve que acabaría en diferentes revoluciones proletarias,
cuya fuerza sería mucho más avasalladora que las del periodo de
1917-1921. De manera significativa, Trotsky apostó su adhesión
al marxismo ortodoxo bajo este mismo cálculo: si la guerra no
acababa como se esperaba, proponía él, casi todas las premisas
del marxismo ortodoxo deberían ser reexaminadas y revisadas
tal vez en profundidad y de manera drástica. Su muerte en 1940
evitó que llevase a cabo dicha reevaluación. Cuando la guerra
finalizó sin dar paso a una oleada de revoluciones proletarias,
los defensores de Trotsky ya no estaban nada dispuestos a reali-
zar el profundo reexamen que él había sugerido.
Y, sin embargo, este reexamen se necesitaba imperiosamente.
La Segunda Guerra Mundial no solo no acabó en revoluciones
proletarias en Europa, sino que puso fin a toda una era de socia-
lismo proletario europeo y al internacionalismo con orientación
de clase que había surgido en junio de 1848, cuando la clase
obrera parisina erigió las barricadas y las banderas rojas en de-
fensa de la «república social». Lejos de lograr alguna revolución
proletaria exitosa tras la Segunda Guerra Mundial, la clase obre-
ra europea fracasó a la hora de mostrar atisbo alguno de interna-
cionalismo durante el conflicto. A diferencia de la generación de
sus padres, ninguno de los batallones en conflicto ­acabó confra-
ternizando; tampoco la población civil exhibió nin­guna hostili-
dad o rechazo a sus líderes políticos y militares por empujarles a
la guerra, pese a la destrucción masiva de ciudades causada por
los bombardeos aéreos y la artillería. El Ejército alemán luchó

197
murray bookchin | la próxima revolución

desesperadamente en Occidente contra los aliados y estaban dis-


puestos a defender el búnker de Hitler hasta el final.
Por encima de todo la extendida consciencia de las dis­­
tinciones y conflictos de clase en Europa dio paso al nacionalis-
mo, en parte como consecuencia de las ocupaciones de territorios
nacionales por parte de Alemania, pero también, de manera sig-
nificativa, como resultado del resurgimiento de una cruda xeno-
fobia que rayaba el puro racismo. Los escasos movimientos con
orientación de clase surgidos después de la guerra, en particular
en Francia, Italia y Grecia, fueron fácilmente manipulados por
los estalinistas para ponerlos al servicio de los intereses soviéti-
cos durante la Guerra Fría. Así, pese a que la Segunda Guerra
Mundial duró mucho más que la Primera, sus consecuencias
nunca llegaron al nivel de las del periodo de 1917-1921. De he-
cho, el capitalismo global emergió más renacido y reforzado de
la Segunda Guerra Mundial de lo que lo había estado en ningún
otro momento de su historia, debido sobre todo a la masiva in-
tervención estatal en los asuntos económicos y sociales.

Las luchas por la «liberación nacional»

El fracaso de los teóricos radicales serios a la hora de reexami-


nar la teoría marxista a la luz de dichos acontecimientos, tal y
como había propuesto Trotsky, se vio seguido del precipitado
declive de la vieja izquierda, el reconocimiento generalizado de
que el proletario ya no era una clase «hegemónica» en la lucha
por la derrota del capitalismo, la ausencia de una «crisis gene-
ralizada» del capitalismo y el fracaso de la Unión Soviética a la
hora de desempeñar un papel internacionalista en los eventos
posteriores a la guerra.
Pero, en cambio, lo que salio a la luz fueron las luchas de libe­
ración nacional en los países del «Tercer Mundo» y esporádicas
erupciones antisoviéticas en países de Europa del Este, dominadas
en gran medida gracias al totalitarismo estalinista. La izquierda,
en estos casos, a menudo ha considerado las luchas nacionalistas

198
nacionalismo y «cuestión nacional»

como intentos «antimperialistas» en gené­rico, y la formación de


Estados como una legitimación de esta «autonomía», incluso a
costa de la democracia popular en el mundo colonizado.
Si Marx y Engels a menudo apoyaron las luchas de libe­
ración nacional por razones estratégicas, la izquierda en el
siglo xx, tanto la vieja como la nueva izquierda, habitualmen­
te ha mostrado este apoyo a dichas luchas como si fuese un
irracional auto de fe. Los «nacionalismos» estratégicos de los
­mo­vimientos de tipo marxista, en gran medida coartaron las
de­liberaciones sobre el apoyo a estos movimientos, evitando
al análisis sobre el tipo de sociedad a la que daría lugar cada
movimiento de «liberación nacional», utilizando una perspec-
tiva diferente a la de los socialismos éticos, como el anarquis-
mo del siglo anterior. Para la vieja izquierda de la década de
1920 y 1930, era un tema muy preocupante (y si no lo fue,
­debería haberlo sido) saber qué tipo de sociedad establecería
Mao Tse-Tung en China —por poner un ejemplo de los más
llamativos— en caso de derrotar al Kuomintang; mientras que
la nueva izquierda de la década de 1960 debería haber investi-
gado cuál era el tipo de sociedad que Castro, otro ejemplo im-
portante, establecería tras la expulsión de Batista.
Pero, a lo largo de este siglo, en los momentos en los que
los movimientos de liberación nacional en los países coloni­
zados del Tercer Mundo, han realizado declaraciones conven-
cionales de socialismo, para establecer posteriormente Estados
altamente centralizados —y a menudo brutalmente autorita-
rios—, la izquierda los ha alabado en muchas ocasiones como lu-
chas efectivas contra enemigos imperialistas. Defendido como
liberación nacional, el nacionalismo se ha quedado corto a la
hora de promover grandes cambios sociales e incluso ha ignorado
la nece­sidad de hacerlo. Se han utilizado declaraciones de formas
autoritarias de socialismo lanzadas por movimientos de libera-
ción nacional, de maneras muy similares a las utilizadas por Sta-
lin para consolidar brutalmente su propia dictadura. De hecho,
el marxismo-leninismo ha demostrado ser una doctrina de
gran efectividad en la movilización de luchas de liberación na-
cional contra las potencias imperialistas y a la hora de obtener el

199
murray bookchin | la próxima revolución

apoyo de los radicales de izquierdas de otros lugares, que veían


estos movimientos primordialmente como luchas antimperialis-
tas más que analizar su auténtico contenido social.
Es por ello que, pese a las tendencias populistas e incluso a
menudo anarquistas que dieron paso a la nueva izquierda esta-
dounidense y europea, su foco esencialmente internacional se
dirigió cada vez más hacia un apoyo acrítico a las luchas por la
liberación nacional fuera de la esfera euroestadounidense, ob-
viando la dirección en la que empujaban dichas luchas y la natu-
raleza autoritaria de su liderazgo. Según avanzaba la década de
1960, este movimiento confuso y carente de líneas claras fue
abandonando poco a poco pero sin pausa el espíritu universalista
y anarquista que le había impulsado en sus comienzos. Después
de que las prácticas de Mao se viesen elevadas a un «ismo» dentro
de la nueva izquierda, muchos de los jóvenes radicales adoptaron
sin reserva alguna el «maoísmo», con terribles resultados para el
conjunto de la nueva izquierda. Para 1969, la nueva izquierda ha-
bía sido tomada en su mayoría por maoístas y admiradores de
Fidel Castro. Un libro tan profundamente engañoso como
Fanshen,16 que acríticamente aplaudía las actividades maoístas en
las zonas rurales chinas, se había convertido en una obra de culto
y reverencia a finales de la década de 1960, y muchos grupos radi-
cales adoptaron lo que consideraban prácticas organizativas
maoístas. La atención de la nueva izquierda estaba tan profunda-
mente centrada en las luchas de liberación nacional en los países
del Tercer Mundo, que la invasión rusa de Checoslovaquia, en
1969, a duras penas provocó protestas serias por parte de la ju-
ventud izquierdista, al menos en los Estados Unidos.
La década de 1960 también contempló el surgimiento de
otra forma más de nacionalismo dentro de la izquierda,
cuando ­comenzaron a aparecer grupos cada vez más chovi-
nistas en el plano étnico, girando totalmente las afirmaciones

16. Fanshen. La revolución en una aldea china es un libro de William Hinton


que describe la campaña de reforma agraria durante la Guerra Civil
china llevada a cabo desde 1945 hasta 1948 por el Partido Comunista de
China en un pueblo que llama «Long Bow Village». (N. de la T.)

200
nacionalismo y «cuestión nacional»

euro­es­tadounidenses de una supuesta superioridad racial


blanca, has­ta llegar justo al punto opuesto —pero igualmente
reaccionario— que afirmaba la superioridad de los no blancos.
Adoptando el particularismo dentro de las políticas raciales, la
nueva izquierda había degenerado y, en vez de abrazar el poten-
cial universalismo de una humanitas, situó a los negros, los pue-
blos coloniales e incluso las naciones coloniales totalitarias
en la cima de su pirámide teórica, otorgándoles una posición
dominante o «hege­mónica» en relación a los blancos, euroesta-
dounidenses y las na­ciones burguesas-democráticas. En la dé­
cada de 1970, esta estrategia particularista fue adoptada por
ciertos grupos feministas, quienes comenzaron a ensalzar un
supuesto «poder» místico femenino y un presunto irracionalis-
mo femenino sobre la secular racionalidad e investigación cien-
tífica que eran presumiblemente el dominio de los hombres. El
término «hombre blanco» se convirtió en una expresión pa­
tentemente despreciativa que se aplicaba de manera religiosa a
todos los hombres europeos y estadounidenses, sin tener en
cuenta si ellos mismos también estaban explotados y domina-
dos por las jerarquías y las clases dominantes.
Las «políticas de la identidad» de carácter regionalista y
particularista comenzaron a surgir como nuevos «micronacio-
nalismos», llegando a dominar a muchos miembros de la nue-
va izquierda. Tendencias determinadas de dichos movimientos
«identitarios», no solo recordaban a formas de opresión muy
tradicionales como el patriarcado, sino que, en tanto que polí-
ticas de la identidad, también constituyeron una regresión
tanto del mensaje anarquista como del marxista, de la Interna-
cional y de la capacidad de trascender todas las diferencias
«micronacionalistas» para llegar a una sociedad comunista au-
ténticamente humanista. Lo que a día de hoy se hace pasar por
«consciencia radical», se inclina cada vez más a orientaciones
que ponen el énfasis en un posicionamiento biológico centra-
do en la diferenciación humana por razones de género y etni-
cidad, y no a la necesidad de acoger la diversidad humana,
rasgo muy pronunciado entre los escritores anarquistas del
último siglo y en el Manifiesto comunista.

201
murray bookchin | la próxima revolución

Hacia un nuevo internacionalismo

¿Cómo se analiza esta involución en el pensamiento de izquier-


das y el problema que supone hoy en día? He intentado situar
los nacionalismos dentro del contexto histórico más amplio de
la evolución social de la humanidad, desde la solidaridad inter-
na de la tribu al creciente expansionismo de la vida urbana y
del universalismo defendido por las grandes religiones mono-
teístas de la Edad Media, y por último frente a los ideales de
afinidad humana basados en la razón, lo secular, la coopera-
ción y la democracia en el siglo xix. Podemos decir, con certeza,
que cualquier movimiento que aspire a algo inferior a estas
ideas anarquistas y socialistas libertarias de «hermandad de los
hombres», tal y como fueron expresadas en la Internacional,
carece de los ideales más elevados de la izquierda. De hecho,
desde la perspectiva de finales del siglo xx, nos vemos obliga-
dos a exigir más de lo que pedía el internacionalismo del siglo
xix. Nos vemos obligados a formular una ética que lo comple-
mente y en la cual las diferencias culturales sirvan para agran-
dar recíprocamente la unidad humana misma, en resumen, que
constituya un nuevo mosaico de culturas poderosas que enri­
quezcan la condición humana y que alberguen e impulsen su
progreso en lugar de fragmentarlo y descomponerlo en nuevas
«nacionalidades» y en un creciente número de Estados nación.
No menos significativa es la necesidad de una perspectiva
social radical, que una la variedad cultural y el ideal de una hu-
manidad unificada con un concepto ético de lo que debería ser
una nueva sociedad, universalista en su visión de la humanidad,
cooperativa en su percepción de las relaciones humanas en to-
dos los estadios de la vida, e igualitaria en su visión de las rela-
ciones sociales. Aunque internacionalistas en su perspectiva de
clase, casi todos los posicionamientos marxistas respecto a la
«cuestión nacional» fueron instrumentales: estaban guiados
por la conveniencia y el oportunismo, y peor, a menudo de­
nigraban las ideas de democracia, ciudadanía y libertad co­
mo ­conceptos «abstractos» y como ideas supuestamente «no
­cien­tíficas». Destacados marxistas, ya fuesen Marx y Engels,

202
nacionalismo y «cuestión nacional»

Luxemburg o Lenin, aceptaron el Estado nación con todo su


poder coercitivo y sus tendencias centralistas. Tampoco estos
marxistas consideraron deseable el confederalismo. Los escri-
tos de Luxemburg, por poner un ejemplo, consideraban que los
modelos de confederalismo tal y como existían en su época (en
particular las vicisitudes del cantonalismo suizo), suponían el
grado máximo de desarrollo que podía alcanzar esta idea polí-
tica, sin prestar la debida atención al énfasis anarquista en la
necesidad de una profunda democratización social, económica
y política de los municipios confederables. Con escasas excep-
ciones, los marxistas no plantearon ninguna crítica seria al Es-
tado nación y a la centralización estatal como tal, una omisión
que, dejando de lado todos los logros «colectivizadores», habría
condenado sus intentos de lograr una sociedad racional en caso
de que no lo hubiera hecho ninguna otra cosa.
La libertad y la variedad cultural, permitidme que haga hin-
capié en ello, no debería confundirse con el nacionalismo. Que
los pueblos específicos deberían ser totalmente libres para po-
der desarrollar sus propias capacidades culturales no es solo un
derecho sino que es deseable. Es más, el mundo sería un lugar
gris y anodino si no hubiese un magnífico mosaico de cul­
turas para reemplazar el mundo desculturalizado y homo­ge­
neizado creado por el capitalismo moderno. Pero, por la
mis­ma razón, el mundo se verá completamente dividido y los
pueblos se ­encontrarán en conflicto crónico entre ellos, si
sus dife­rencias culturales son regionalizadas y si las supuestas
­«dife­ren­cias culturales» se enraízan en ideas biologicistas de su­
perioridad de género, raza o de tipo físico. En términos históri-
cos, tiene sentido que la consolidación nacional de los pueblos
en función de líneas y límites territoriales produjese una esfera
social más amplia que la angosta base familiar de las sociedades
basadas en lazos parentales y de sangre, porque obviamente era
más abierta hacia los extranjeros, del mismo modo que las ciu-
dades tendían a albergar afinidades humanas más amplias que
las tribus. Pero ni las afinidades tribales ni los límites territo-
riales constituyen la concreción y el logro del potencial hu-
mano para construir un sentimiento completo de comunidad,

203
murray bookchin | la próxima revolución

con sus ricas y armoniosas variaciones culturales. Las fronteras


no tienen cabida en el mapa del planeta, por lo menos no más de
lo que lo tienen en el paisaje mental.
Un socialismo que no conlleve este tipo de perspectiva éti-
ca, con el debido respeto por la diferencia cultural, no puede
ignorar el potencial resultado de las luchas de liberación nacio-
nal, como se ha hecho tan a menudo tanto desde la nueva como
desde la vieja izquierda. Tampoco se pueden apoyar las luchas
de liberación nacional por meros propósitos instrumentales
para «debilitar» el imperialismo. Es cierto que un socialismo de
este tipo no puede promover la proliferación de los Estados
nación, mucho menos incrementar el número de entidades na-
cionales divisivas. Irónicamente, el éxito de muchas luchas de
liberación nacional ha tenido el efecto de crear regímenes esta-
tistas políticamente independientes, pero que son tan manipu-
lables por las fuerzas del capitalismo internacional como lo
fueron los viejos regímenes, en particular los más obtusamente
imperialistas. Por regla general, desde finales de la Segunda
Guerra Mundial las naciones del Tercer Mundo no se han des-
hecho de sus cadenas coloniales: simplemente se han visto do-
mesticadas y reducidas a entes excepcionalmente vulnerables a
las fuerzas del capitalismo internacional, y sin nada más a lo
que agarrarse que a una simple fachada de autodeterminación.
Más aún, a menudo han utilizado sus mitos de «soberanía
nacional» para nutrir ambiciones xenófobas y apoderarse de zo-
nas adyacentes a su alrededor y oprimir a sus vecinos de la mis-
ma manera brutal e imperialista, como la opresión ejercida por
Ghana bajo el Gobierno de Nkrumah a los pueblos de Togo, o
como el intento de Milošević de «limpiar» Bosnia de musulma-
nes. No menos regresivo, dicho nacionalismo evoca los rasgos
más siniestros del pasado de los pueblos: fundamentalismo re­
ligioso en todas sus formas, odios tradicionales a los «extran­
jeros», una «unidad nacional» que comanda la realidad y que
elimina de la discusión las desigualdades internas sociales y
económicas, y que lo más habitual es que muestre un total des-
precio por los derechos humanos. La «nación» como entidad
cultural se ve reemplazada por un aparato estatal opresivo y

204
nacionalismo y «cuestión nacional»

abrumador. El racismo normalmente va de la mano de las lu-


chas de liberación nacional, como las «limpiezas étnicas» y las
guerras por la obtención de territorios, como podemos ver en
nuestros días de manera desgarradora en Oriente Medio, India,
el Cáucaso y Europa del Este. Nacionalismos que hace solo una
generación podrían haber sido considerados luchas de libera-
ción nacional pueden verse actualmente de manera más clara,
a la luz del colapso del imperio soviético, como poco más que
pesadillas sociales y plagas descivilizadoras.
Dicho sin rodeos, los nacionalismos son atavismos regresi-
vos que la Ilustración intentó superar hace mucho tiempo. In-
troyectan los peores rasgos de los mismos imperios de los que
los pueblos oprimidos intentaron liberarse. No solo reprodu-
cen de manera habitual máquinas estatales que son tan opresi-
vas como las que las potencias coloniales les impusieron, sino
que también refuerzan dichas maquinarias con rasgos cultura-
les, religiosos, étnicos y xenófobos utilizados a menudo para
promover odios regionales, e incluso domésticos, y subimpe-
rialismos. Igual de importante, en ausencia de democracias
populares y genuinas, es la secuela de luchas claramente an-
timperialistas que incluyeron, con demasiada frecuencia, el
refuerzo del imperialismo en sí mismo, permitiendo que las
potencias que en apariencia habían sido despojadas de sus co-
lonias pudieran jugar ahora a enfrentar las antiguas colonias
entre sí, como atestiguan los conflictos que asolan África,
Oriente Medio y el subcontinente indio. Estas son las áreas,
debo añadir, en las que, según han ido pasando los años, parece
que existe un riesgo más probable que en cualquier otro lugar
del mundo de que se desencadenen guerras nucleares. El desa-
rrollo de la bomba nuclear islámica como respuesta y contra-
partida a la israelí, o de la bomba pakistaní para contrarrestar
una desarrollada por los indios, en absoluto presagia nada
bueno para el Sur y su conflicto con el Norte. De hecho, la
tendencia de las antiguas colonias a buscar activamente alian-
zas con sus antiguos dirigentes imperialistas es actualmente
un rasgo típico de la diplomacia Norte-Sur, mucho más que
cualquier tipo de unidad del Sur frente al Norte.

205
murray bookchin | la próxima revolución

El nacionalismo siempre ha sido una enfermedad que ha divi-


dido a los humanos —pese a lo «abstracta» que los marxistas tra-
dicionales consideran esta idea— y nunca puede ser visto como
nada más que una regresión hacia el localismo tribal y el combus-
tible para la guerra entre comunidades. Tampoco las guerras de
liberación nacional que han producido nuevos Estados a lo largo
del Tercer Mundo y de Europa del Este han dañado o impedido la
expansión del imperialismo ni han producido Estados totalmente
democráticos. Que los pueblos «liberados» del imperio estalinista
estén menos oprimidos actualmente de lo que lo estaban bajo el
gobierno comunista no debería hacernos caer en el error de creer
que también están libres de la xenofobia que casi todos los Esta-
dos nación cultivan, ni tampoco de la homogeneización cultural
que produce el capitalismo y sus medios de masas.
Sin duda alguna, ningún libertario de izquierdas puede opo-
nerse al derecho de los pueblos subyugados a establecerse ellos
mismos como entidades autónomas. Pero oponerse a un opresor
no es equivalente a dar apoyo a cualquier cosa que hagan como
nuevos Estados los países anteriormente colonizados. Hablando
en términos éticos, no podemos oponernos a una injusticia
cuando la comete un Estado y después apoyar a otro partido que
comete la misma injusticia. La trillada pero concisa máxima de
«el enemigo de mi enemigo no es mi amigo» es particularmente
aplicable a los pueblos oprimidos, que fácilmente pueden ser
manipulables por totalitarios, fanáticos religiosos y «limpiado-
res étnicos». Del mismo modo que una ética auténtica debe ser
razonada, explicada y sustentada sobre premisas de potenciali-
dades humanistas genuinas, un socialismo libertario o el anar-
quismo deben mantener su integridad ética si se quiere que se
escuche la voz de la razón en cuestiones sociales. En la década
de 1960, aquellos que se oponían al imperialismo estadouniden-
se en el Sudeste Asiático y que al mismo tiempo rechazaban pro-
porcionar apoyo alguno al régimen comunista de Hanói, y
­aquellos que se oponían a la intervención estadounidense en
Cuba sin apoyar el totalitarismo de Castro se mantuvieron en
un plano moral más elevado que el de los miembros de la nueva
izquierda que ejercieron su rechazo y su rebelión contra los

206
nacionalismo y «cuestión nacional»

Estados Unidos principalmente apoyando luchas de liberación


nacional sin tener en cuenta los objetivos autoritarios y estatis-
tas de dichas luchas. De hecho, los miembros de la nueva iz-
quierda que apoyaron de manera activa a Estados autoritarios y
se identificaron con ellos, se fueron desmoralizando paulatina-
mente por la ausencia de una base ética en sus ideas emanci­
patorias. A día de hoy, de hecho, las luchas liberadoras ba­sadas
en el nacionalismo y el estatismo han cargado con la terrible
co­secha de sangrientas guerras internas en todo el planeta.
­In­cluso en Estados «liberados» como Alemania Oriental, el
naciona­lismo ha encontrado una brutal expresión en el auge de
los mo­vimientos fascistas, el nacionalismo alemán, los planes
de restringir la inmigración de los demandantes de asilo políti-
co, el auge de la violencia contra los «extranjeros» (incluyendo
víctimas del nazismo como los gitanos) y acciones similares.
Así, la visión instrumental del nacionalismo que originalmente
cultivaron los marxistas ha dejado a mucha «gente de izquier-
das» en una situación de bancarrota moral.
En el plano ético, hay algunos temas sociales en los que
uno debe tomar partido, como el racismo entre blancos y
­negros, el patriarcado y el matriarcado,17 el imperialismo y el

17. Puede sorprender aquí la alusión al matriarcado, en la medida en que no


se puede considerar precisamente un sistema de opresión contem­po­
ránea identificable. En realidad, esta alusión forma parte de alguna de
las batallas intelectuales que mantuvo Bookchin en su momento, en es­
te caso respecto a la idealización de las sociedades primitivas y algu­nas
ten­dencias que centraban dicha idealización en la existencia de un even­
tual matriarcado anterior al dominio patriarcal. En The eco­logy of free­
dom, Bookchin afirma en relación a esto que «un “matriarcado”, que
im­plicaría la dominación de los hombres por parte de las mujeres, nunca
existió en el mundo primitivo simplemente porque la dominación en
sí no existía. Por lo tanto, la “prueba” de Lévi-Strauss, tan ampliamen­te
citada en es­tos días, de que los hombres siempre han “gobernado” a
las mujeres por­que no existe evidencia de que las mu­jeres ha­yan “go­
bernado” a los hom­bres es, simplemente, irrelevante. Lo que realmente
está en discusión es si la “regla” existió. Cuando Lévi-Strauss asume
que la “regla” siempre exis­tió, sim­ple­men­te proyecta su propia pers­
pectiva social hacia las so­ciedades tempranas, un rasgo típicamente
mas­c ulino del que iró­n ica­m en­t e Simone de Beauvoir también es

207
murray bookchin | la próxima revolución

totalitarismo en el Tercer Mundo. Debe primar siempre una


inquebrantable oposición al racismo, la opresión de género y la
dominación, si queremos que surja un modelo de socialismo
ético de las ruinas del mismo socialismo. Pero también vivimos
en un mundo en el cual a veces aparecen temas sobre los que la
izquierda no puede adoptar posición alguna, asuntos en los
que adoptar algún posicionamiento significa operar dentro de
las alternativas promovidas por una sociedad básicamente irra-
cional y elegir la menor de varias irracionalidades o males so-
bre otras irracionalidades o males. No es una señal de ineficacia
política rechazar por completo dicha elección y declarar que
oponerse a un mal con un mal menor con el tiempo acabará
conduciendo al apoyo del peor de lo males que surjan. La so-
cialdemocracia alemana, al instigar un «mal menor» tras otro
durante la década de 1920, pasó de apoyar a los liberales a los
conservadores, y de ahí a los reaccionarios que acabaron au-
pando a Hitler al poder. En una sociedad irracional, el conoci-
miento y el instrumentalismo convencionales solo pueden
producir una irracionalidad cada vez mayor, utilizando la vir-
tud como pátina para encubrir contradicciones básicas tanto
en la propia posición como en la sociedad.
La nacionalidad, observó Bakunin, «como los procesos vita-
les de la digestión, la respiración […] no tiene derecho a preocu-
parse por sí misma hasta que dicho derecho le es negado».18
Esta afirmación ya fue muy sagaz en su día. Con la explosión
en nuestros días del bárbaro nacionalismo y los furiosos apeti-
tos de los nacionalistas por crear más y más Estados nación,
está claro que la «nacionalidad» es una enfermedad social
que debe ser curada si no se quiere que la sociedad siga deterio­
rándose.

víctima, en su espléndido trabajo El segundo sexo» (bit.ly/2RQAk9t,


última consulta: julio del 2019). (N. de la E.)
18. G. P. Maximoff: The Political Philosophy of Bakunin: Scientific Anar­
chism, op. cit., p. 325.

208
nacionalismo y «cuestión nacional»

En busca de una alternativa

Si el nacionalismo es regresivo, ¿qué alternativa racional y hu-


manista puede ofrecer un socialismo ético? No hay lugar en
una sociedad libre para los Estados nación, ni como naciones
ni como Estados. Indiferentemente de lo poderosos que pue-
dan ser los impulsos de pueblos específicos en su lucha por re-
cuperar una identidad colectiva, la razón y la preocupación por
el comportamiento ético nos obliga a recupera la universalidad
de la ciudad o el pueblo y la cultura de la democracia política
directa, aunque en un plano más elevado incluso que las po-
lis de la Atenas de Pericles. La identidad podría ser reempla-
zada de manera adecuada por la comunidad, por una afinidad
compartida que tenga un tamaño humano, no jerárquica, li­
bertaria y abierta a todos, sin importar el género, rasgos étni-
cos, identidad sexual, talentos o inclinaciones personales.
Dicha comunidad vital solo puede ser recuperada por la nueva
política del municipalismo libertario: la democratización de
los ­municipios de manera que puedan ser gestionados por sus
habitantes, y la formación de una confederación de dichas mu-
nicipalidades para constituir un contrapoder al Estado nación.
El peligro de que los municipios democratizados en una
­sociedad descentralizada acaben produciendo un regionalismo
económico y cultural, es muy real y solo puede evitarse median-
te una poderosa confederación de municipalidades basada
en su interdependencia material. La «autonomía» de una vida
­comunitaria, incluso aunque fuese actualmente posible, en ab-
soluto significaría, per se, una genuina democracia de base. La
con­federación de municipalidades, como método para la inte-
racción, la colaboración y el apoyo mutuo entre sus componen-
tes municipales, proporciona la única alternativa al poderoso
Estado nación por una parte, y al regionalismo de la ciudad y los
pueblos por la otra. De forma totalmente democrática, los de­
legados municipales en las instituciones confederales estarían
sujetos a revocación, rotación y a un examen público continuo.
La confederación constituiría una extensión de las liberta-
des locales a nivel regional, permitiendo un equilibrio sensible

209
murray bookchin | la próxima revolución

entre la localidad y la región en la que podría florecer la variedad


cultural de las ciudades. De hecho, junto con el intercambio de
bienes y servicios que constituyen los medios materiales de la
vida, también se compartirían entre las diversas confederaciones
rasgos culturales beneficiosos.
Por la misma razón, la «propiedad» sería municipalizada en
vez de nacionalizada (ya que esto último lo único que hace es re-
forzar con más poder económico al poder estatal), colectivizada
(lo que simplemente reestructura en una forma «colectiva» los
derechos empresariales privados), o privatizada (que facilita el re-
surgimiento de una economía de mercado competitiva). Una eco-
nomía municipalizada se parecería a un sistema de usufructo,
basado totalmente en las necesidades de cada uno y en la ciudada-
nía en el seno de una comunidad, en lugar de en la propiedad in-
dividual o en los intereses vocacionales o profesionales. Donde la
asamblea municipal ciudadana controla la política económica,
ningún individuo puede ejercer dicho control y, menos aún, «po-
seer» los medios de producción y de vida. Donde los medios con-
federales de la administración de recursos de una región coordinan
el comportamiento económico del conjunto, los intereses provin-
cianos tienden a dar paso a intereses humanos más amplios, y las
consideraciones económicas dan paso a intereses más democráti-
cos. Los problemas que atienden los municipios y sus confedera-
ciones dejarían de girar en torno al interés económico propio y se
centrarían en los procesos democráticos y en la simple igualdad a
la hora de abordar las necesidades humanas.
No hay duda alguna de que, para una sociedad libertaria orga-
nizada de la manera confederada —como la que he dibujado en
estas líneas—, resultan imprescindibles los recursos tecnológicos
que hagan posible que la gente escoja el estilo de vida que desea y
que tenga el tiempo libre necesario para participar completamen-
te en una política democrática. Incluso las mejores intenciones
éticas son proclives a alimentar algún modelo de oligarquía, en la
que un acceso diferenciado a los medios de vida conducirá a las
élites a tener más de las cosas buenas en la vida de lo que poseen
otros ciudadanos. A este respecto, el ascetismo que promueven
algunos miembros de la izquierda es insidiosamente reaccionario:

210
nacionalismo y «cuestión nacional»

no solo ignora la libertad de la gente para elegir de qué manera


quiere vivir —la única alternativa en la sociedad existente a con-
vertirse en un consumidor sin cerebro—, sino que subordina la
libertad humana a una idea casi mística de los dictados de la «na-
turaleza». Una sociedad libre y ecológica —distinta de una regu-
lada por una élite ecologista o por el «libre mercado»— solo
puede proyectarse en los términos de un modelo municipalista
libertario ecológicamente confederal. Cuando a la larga las co-
munas libres reemplacen la nación, y las formas confederales or-
ganizativas reemplacen el Estado, la humanidad se habrá librado
del nacionalismo.

Marzo, 1993

211
el anarquismo y el poder
en la revolución española
Hoy en día, cuando el anarquismo se ha convertido en le mot
du jour dentro de los círculos radicales, las diferencias entre
una sociedad basada en la anarquía y una basada en la ecología
social deberían ser claramente distinguibles entre sí. El anar-
quismo busca, por encima de todo, la emancipación de la per-
sonalidad individual de todas las cadenas éticas, políticas y
sociales. Sin embargo, en su búsqueda yerra a la hora de abor-
dar el muy importante y concreto tema del poder, con el que
se confrontan todos los revolucionarios en los momentos de
insurrección social. Más que encarar y solucionar cómo la
gente, organizada en asambleas populares confederadas, pue-
de tomar el poder y crear una sociedad libertaria completa-
mente desarrollada, los anarquistas conciben el poder como
algo esencialmente maligno que debe ser destruido. Prou­d­
hon, por ejemplo, afirmó que él dividiría y subdividiría el po-
der hasta que, en efecto, dejase de existir. Él bien podría haber
deseado que la autoridad que el Gobierno pudiera ejercer so-
bre el individuo fuese reducida a su mínima expresión; pero su
declaración perpetúa la ilusión de que el poder puede, de facto,
dejar de existir, una idea que es tan absurda como que la grave-
dad pueda ser abolida.

215
murray bookchin | la próxima revolución

Las trágicas consecuencias de esta ilusión, que ha supuesto


un peso muerto para el anarquismo desde su concepción, se
comprenden mejor si examinamos un evento crucial en la Re-
volución española de 1936. El 21 de julio, los obreros de Cata-
luña y en particular los de su capital, Barcelona, derrotaron a
las fuerzas del general Francisco Franco obteniendo así el con-
trol total sobre la provincia más industrializada del país, y que
incluía muchas de las ciudades importantes de la costa medite-
rránea y una considerable área rural. En parte resultado de una
tradición libertaria autóctona, y también de la influencia ejer-
cida por el sindicato revolucionario de masas español, la cnt-
fai,1 el proletariado catalán comenzó a organizar una inmensa
red de comités y asambleas de defensa, vecindarios, aprovisio-
namiento y transporte. Mientras tanto, en las zonas rurales, el
campesinado más radical (una parte considerable de la pobla-
ción agraria) se hizo con el control de las tierras y las colectivi-
zó. Cataluña y su población estaban protegidas por una milicia
revolucionaria frente a un posible contrataque la cual, sin im-
portar lo arcaico de sus armas, estaba suficientemente armada
como para derrotar al bien entrenado y equipado ejército re-
belde y a las fuerzas policiales. Los trabajadores y campesinos
de Cataluña habían aplastado la maquinaria estatal burguesa y
creado un nueva forma de gobernar o una política radicalmen-
te nueva en la que ellos mismos ejercían un control directo so-
bre los asuntos públicos y económicos mediante instituciones
de su propia creación. Dicho de manera franca y directa, ha-
bían tomado el poder, y no mediante un simple cambio de
­nomenclatura en las instituciones opresivas existentes, sino
destruyendo literalmente aquellas viejas instituciones y crean-
do unas radicalmente nuevas cuya forma y sustancia dio a las

1. Nos aclara el historiador Paco Madrid que la alianza entre cnt y fai
esta­blecida a partir de 1938 no era una unión de carácter sindical. Lo
que en la década de 1930 vino a llamarse movimiento libertario español
—donde fueron aceptadas las Juventudes Libertarias y solo al final de la
guerra Mujeres Libres— tuvo un carácter fundamentalmente nominal
y nunca orgánico ni orga­ni­zativo (N. de la E.)

216
el anarquismo y el poder en la revolución española

masas el derecho a determinar de manera definitiva las direc-


trices de la economía y la política de su región.2
Casi como una cosa natural, los militantes de la cnt le
dieron a sus sindicatos la autoridad de organizar un gobierno
­re­volucionario y proporcionarle una dirección política. A pe-
sar de su reputación de indisciplinados, la mayoría de los
miembros de la cnt, o cenetistas,3 eran sindicalistas libertarios
más que ­anarquistas; estaban fuertemente comprometidos
con una orga­nización bien estructurada, democrática, discipli-
nada y coor­dinada. En julio de 1936, actuaron no solo en rela-
ción a la ideología sino a menudo por iniciativa propia,
creando sus propias formas libertarias, como consejos y asam-
bleas ve­cinales, asambleas en las fábricas y una gran variedad
de co­mités ex­tremadamente variados e informales, rompien-
do con cual­quier molde predeterminado que hubiese sido
impuesto al movimiento revolucionario por dogmáticos
ideó­logos.
El 23 de julio, dos días después de que los trabajadores hu-
biesen derrotado al alzamiento franquista local, un pleno re-
gional de la cnt se juntó en Barcelona para decidir qué hacer
con la política que los obreros habían puesto en las manos del
sindicato. Unos cuantos delegados de la militante región del
Baix Llobregat a las afueras de la ciudad demandó ferviente-
mente que el pleno declarara el comunismo libertario y el fin
del viejo orden social y político; es decir, los t­ rabajadores que
la cnt había prometido dirigir estaban ofreciéndole al pleno

2. Estos sindicalistas revolucionarios concebían los medios por los que


ha­bían desarrollado esta transformación como una forma de acción
di­recta. En contraste con las revueltas, lanzamientos de piedras y la
vio­lencia que muchos anarquistas actuales exaltan como «acción di-
recta», con este tér­mino se referían a actividades bien organizadas y
constructivas direc­ta­mente involucradas en la gestión de los asuntos
públicos. La acción di­rec­ta, desde su punto de vista, significaba la crea-
ción de la política, la for­ma­ción de instituciones populares, y la forma-
ción y sanción de leyes, regu­la­cio­nes y similares, que los auténticos
anarquistas consideraron como una reduc­ción de la «voluntad» o la
«autonomía» individual.
3. En castellano en el original. (N. de la T.)

217
murray bookchin | la próxima revolución

el poder que ya habían capturado y la sociedad que sus mili-


tantes ya habían comenzado de facto a transformar.
Al aceptar el poder que se les estaba ofreciendo, el pleno se
hubiera visto obligado a cambiar todo el orden social en un
área considerable y muy estratégica de España que ahora se en-
contraba de facto bajo su control. Incluso si no hubiese sido
más permanente que la «Comuna de París», dicho paso hubiese
producido una «Comuna de Barcelona» de dimensiones inclu-
so más memorables.
Pero, para sorpresa de muchos de los militantes del sindicato,
los miembros del pleno se mostraron reluctantes a la hora de dar
ese paso decisivo. Los delegados del Baix Llobregat y el militante
de la cnt Juan García Oliver, para su eterno mérito, intentaron
que el pleno asumiese y reclamase el poder que ya tenía, pero la
oratoria de Federica Montseny y de Diego Abad de Santillán per-
suadió al pleno de no llevar a cabo este movimiento, denuncián-
dolo como una «toma bolchevique del poder».
La naturaleza de este error monumental debería ser tomada en
consideración, puesto que revela todo lo que es internamente
contradictorio de la ideología anarquista. Al errar en distinguir
entre política y Estado, los líderes de la cnt (guiados en general
por los anarquistas Abad de Santillán y Federica Montseny) con-
fundieron el gobierno de los trabajadores con un Estado capitalis-
ta, rechazando de esta manera el poder político que ya tenían en
sus manos. El pleno no eliminó el poder como tal al rechazar ejer-
cer el poder que ya habían adquirido, simplemente lo transfirió,
pasando este a las manos de sus «aliados» más traicioneros. La cla-
se dirigente celebró esta fatal decisión y, poco a poco, al llegar el
otoño de 1936 comenzaron a remodelar el gobierno de los traba-
jadores en un Estado «democrático burgués», abriendo la puerta a
un régimen estalinista cada vez más autoritario.
El histórico pleno de la cnt, debe recordarse, no solo recha-
zó el poder que los miembros del sindicato habían ganado a
costa de perder un gran número de vidas. Al darle la espalda
a este importante elemento de la vida social y política, intentó
suplantar la realidad ingenuamente, no solo rechazando el po-
der que los trabajadores ya habían puesto a disposición de la

218
el anarquismo y el poder en la revolución española

cnt, sino también rechazando la legitimidad misma del poder


y condenándolo como tal —incluso bajo una forma libertaria
y democrática—, como un mal permanente que debe ser elimi-
nado. En ningún momento el pleno o los dirigentes de la cnt
dieron la más leve muestra de que supiesen qué hacer «tras la
revolución», por utilizar el título de la disertación utópica de
Abad de Santillán. De hecho, la cnt había propagado teatrales
revoluciones e insurrecciones durante años; a principios de la
década de 1930 había tomado las armas una y otra vez sin el
más mínimo atisbo de tener la capacidad real de cambiar la
sociedad española, pero cuando por fin hubiese podido provo-
car al menos un impacto significativo en la sociedad, se quedó
observando con expresión de confusión y asombro, como si se
hubieran quedado huérfanos frente al éxito de sus miembros
al lograr los objetivos marcados por su retórica. Esto no fue
una falta de coraje; fue un fracaso en sí mismo de la perspecti-
va política respecto a las medidas que debería llevar a cabo
para mantener el poder que acababa de adquirir y que, de he-
cho, temía mantener (y, dentro del marco de trabajo de la lógi-
ca anarquista, nunca debería haber llegado a obtener), ya que
perseguía la abolición del poder, no simplemente la adquisi-
ción de este por parte del proletariado y el campesinado.
Si hay algo que debemos aprender de este crucial error co-
metido por los líderes de la cnt, es que el poder no puede ser
abolido; es un rasgo existente siempre en la vida social y polí-
tica. El poder que no esté en las manos de las masas caerá ine-
vitablemente en las manos de sus opresores. No hay un armario
en el que se pueda encerrar, ni hay ritual alguno que haga que
se evapore, ni esfera a la que pueda ser exiliado, ni ideología
que pueda hacerlo desaparecer con conjuros morales. Los radi-
cales pueden intentar ignorarlo, como hicieron en julio de
1936 los líderes de la cnt, pero se mantendrá escondido en
cada reunión, yacerá oculto en las actividades públicas, y apa-
recerá y reaparecerá en cada manifestación.
El asunto auténticamente pertinente que confronta el
anarquismo no es si el poder existirá, sino si este descansará en
las manos de la población o de una élite, y si se le concederá

219
murray bookchin | la próxima revolución

una forma que corresponda a los más elevados ideales liberta-


rios o será puesto al servicio de la reacción. En vez de rechazar
el poder ofrecido por sus propios miembros, el pleno de la cnt
debería haberlo aceptado, y haber legitimado y acreditado las
nuevas instituciones que ya habían creado para que así el pro-
letariado y el campesinado español hubieran podido retener
tanto el poder económico como el político.
En lugar de ello, la tensión entre las afirmaciones retóricas y
las dolorosas realidades se hizo intolerable y, en mayo de 1937, los
acérrimos obreros de la cnt en Barcelona se vieron arrastrados a
una lucha abierta contra el Estado burgués en una breve pero
­sangrienta guerra dentro de la guerra civil.4 Al final, el Estado bur-
gués suprimió la última de las grandes insurrecciones del movi-
miento sindicalista, masacrando cientos si no miles de militantes
de la cnt. Cuántos fueron asesinados es algo que nunca sabremos,
pero lo que sí sabemos es que la ideología contradictoria denomi-
nada anarcosindicalismo perdió la mayor parte de los seguidores
que había poseído en el verano de 1936.
Aquellos que apuesten por la revolución social, lejos de ex-
pulsar el problema del poder de su campo de visión, deben
abordar el problema de cómo dotar el poder de una forma ins-
titucional concreta y emancipatoria. Mantenerse callado en
esta cuestión y esconderse tras ideologías envejecidas que son
irrelevantes para el agitado panorama capitalista actual, no es
más que jugar a hacer la revolución, incluso burlarse de la me-
moria de los incontables militantes que lo han dado todo para
hacerla realidad.

Noviembre, 2002

4. En el transcurso de aquel año, los líderes de la cnt habían descubierto


que su rechazo del poder para el proletariado y el campesinado catalán
no incluía un rechazo del poder para ellos mismos como individuos.
Varios líderes de la cnt-ait de hecho aceptaron participar en el Estado
burgués como ministros y desempeñaron un cargo oficial mientras que
sus miembros estaban siendo asesinados en la batalla de Barcelona en
mayo de 1937.

220
el futuro de la izquierda
Para principios del siglo xx, la izquierda pensaba de sí misma
que había alcanzado un grado extraordinario de sofisticación
conceptual y de madurez organizativa. En general, lo que se
llamaba la izquierda en aquella época era socialismo, influen-
ciado en diversos grados por los trabajos de Karl Marx. Esto es
especialmente cierto en el caso de Europa central, pero el so-
cialismo también estaba entremezclado con ideas populistas
en Europa del Este y con el sindicalismo en Francia, España y
Latinoamérica. En los Estados Unidos, todas estas ideas fue-
ron fusionadas como, por ejemplo, en el partido socialista de
Eugene V. Debs y en el sindicato iww.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, las ideas y mo-
vimientos de izquierda habían logrado tal desarrollo que pare-
cían estar preparados para desafiar seriamente la existencia
del capitalismo y, de hecho, de la sociedad de clases como tal.
Las palabras de La Internacional, «… en la lucha final», adqui-
rieron una nueva concreción e inmediatez. Parecía que el ca-
pitalismo tendría que enfrentarse a la insurgencia de las clases
explotadas del planeta, en especial con el proletariado indus-
trial. De hecho, dado el alcance de la Segunda Internacional y
el crecimiento de los movimientos revolucionarios en Occi-
dente, parecía que el capitalismo se enfrentaba a una insurrec-
ción social internacional. Muchos revolucionarios estaban
convencidos de que un proletariado políticamente maduro y

223
murray bookchin | la próxima revolución

bien organizado finalmente podría obtener el control de la


vida social y evolucionar para satisfacer el interés general de
la mayoría y no los intereses elitistas particulares de una clase
propietaria minoritaria.
La «Gran Guerra», como se la llamó, puso fin a las revolu-
ciones de carácter socialista. Rusia estableció una «dictadu-
ra del proletariado», supuestamente basada en los principios
­marxistas revolucionarios. Alemania, que poseía el conjun-
to de proletarios más grande y más desarrollado ideológica­
mente de Europa, atravesó tres años de agitación marxista
­re­vo­lucionaria, mientras Baviera, Hungría y otros lugares ex­
pe­rimentaron mo­mentos de insurgencia que resultaron de cor-
ta duración. En Italia y España, el fin de la guerra fue testigo
del nacimiento de grandes movimientos huelguistas y cuasi
insurreccionales, pe­se a que estos nunca alcanzaron un nivel
revolucionario decisivo. Incluso Francia parecía estar al borde
de la revolución en 1917, cuando regimientos enteros del frente
occidental alzaron banderas rojas e intentaron llegar hasta París.
Dichas revueltas, que fueron recurrentes en la década de 1930,
parecían apoyar la visión de Lenin de que el «moribundo» capi-
talismo había entrado finalmente en un periodo de guerra y re-
volución, en el que el futuro predecible solo podía acabar con el
establecimiento de una sociedad comunista o socialista.
Pero llegados a este punto los principales innovadores
­in­telectuales, de Diderot a Rousseau y de Hegel y Marx a un
­amplio abanico de rebeldes libertarios, habían desarrollado
ideo­logías seculares y libertarias hasta formar un marco de tra-
bajo para un cuerpo ideológico realmente coherente, propor-
cionando un significado racional al desarrollo histórico, en el
que se combinaba el debido reconocimiento a las necesidades
materiales humanas con las esperanzas y deseos de emancipa-
ción social e intelectual. Parecía que, por primera vez, la huma-
nidad sería finalmente capaz de aprovechar su propio progreso
individual, conocimiento y virtudes así como su capacidad úni-
ca para la innovación, y crear un nuevo mundo en el que exis-
tirían todas las condiciones para llevar a cabo su potencial para
ejercer la libertad y la creatividad, sin recurrir a la acción

224
el futuro de la izquierda

divina o a arcaicas formas de intervención no humanas. Los


propios oprimidos podían comenzar a poner en práctica di-
chos objetivos eminentemente humanos, encarnados en la
gran síntesis que Marx había realizado de las ideas de la Ilus-
tración, junto con las nuevas ideas desarrolladas por él mismo
y que, unidos a las contradicciones de la sociedad capitalista,
les conducirían de manera inexorable a la revolución y al esta-
blecimiento de una sociedad racional para toda la humanidad.
Debo señalar que muchas de mis propias palabras —«ine­
xorablemente», «moribundo», «decadente» e «interés gene-
ral»— están extraídas de la literatura de los teóricos y los
mo­vimien­tos de izquierda de principios del siglo xx. Sin em-
bargo, pese a los posibles límites de esta literatura y de sus es-
critores —tal y como nosotros, en el nuevo milenio, podemos
verlo con retrospectiva—, este cambiante lenguaje no fue re-
sultado de una simple construcción de eslóganes; emanaba de
una perspectiva y cultura de izquierdas coherente e integrada,
surgida en vísperas de la Gran Guerra. Este enfoque y cul-
tura formaron lo que podemos denominar un clásico cuerpo
de ideas universalistas, y que las generaciones posteriores a la
Revolución francesa de 1789 a 1794 siguieron ampliando sin
descanso. En los años siguientes, este cuerpo ideológico se fue
haciendo cada vez mayor gracias a la experiencia y éxito a la
hora de involucrar a millones de personas en movimientos in-
ternacionales por la emancipación humana y la reconstruc-
ción social.
Resulta obvio que los objetivos de la Ilustración y las pre-
dicciones de Lenin, con sus promesas de revoluciones socialis-
tas triunfantes, no acabaron teniendo éxito en el siglo xx. De
hecho, desde mediados del siglo xx ha habido un desarrollo
totalmente diferente de los acontecimientos: un periodo de
decadencia cultural y teórica en lo relativo a los movimientos
e ideas revolucionarias; es más, ha sido un periodo de descom-
posición que ha eliminado casi todos los estándares filosófi-
cos, culturales, éticos y sociales producidos por la Ilustración.
Para muchos de los jóvenes que mostraron una perspectiva
radical en las décadas de 1960 y 1970, la teoría de la izquierda

225
murray bookchin | la próxima revolución

se ha marchitado tanto en objetivos como en contenido hasta


no ser más que un espectáculo estético, a menudo centrada en
los dispersos trabajos de personas como el indeciso crítico
Walter Benjamin, el posmodernista Jacques Derrida o el cons-
treñido estructuralista Louis Althusser. Eso se ha producido a
medida que la teoría social se ha ido retrayendo, abandonando
los vigorosos foros de debate del socialismo de la década de
1930, en favor de los cerrados seminarios de las universidades
contemporáneas.
Ahora que el siglo xx ha llegado a su fin, tenemos razones
para preguntar: ¿por qué la emancipación humana ha fraca­
sado a la hora de dar sus frutos?, ¿por qué, en particular, el
­pro­letariado no ha logrado alcanzar la predicha revolución? De
he­cho, ¿por qué los socialdemócratas, antiguos radicales, ni si-
quiera en sus comienzos lograron obtener el voto mayoritario
en núcleos proletarios tan desarrollados como Alemania? ¿Por
qué se rindieron tan sumisamente a Hitler en 1933? Obvia-
mente, tras 1923,1 los comunistas alemanes simplemente fue-
ron arrinconados, asumiendo que a partir de entonces se les
tomaría en serio para poco más que para servir de diana de la
demagogia propagandística, muy a menudo para asustar a las
clases medias con la amenaza del caos social.
Más aún, ¿cómo logró escapar el capitalismo de la «crisis
económica crónica» en la que parecía estar varado y sin posibi-
lidad de escape durante la década de 1930? ¿Por qué, especial-
mente tras la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo produjo
progresos tecnológicos tan asombrosos que la sociedad bur-
guesa actual sufre un estado permanente de «revolución indus-
trial» cuyos resultados son difíciles de predecir? Por último,

1. Se refiere aquí al final del ciclo 1918-1923, durante el que se pro­
ducirían periódicas insurrecciones que, después del conato revo­lu­cio­
na­rio de 1918, no acabarían de cristalizar en una revolución capaz de
derrocar las instituciones del Estado alemán. En el contexto de las pre­
siones de los aliados para cobrar a Alemania las reparaciones de guerra,
en octubre de 1923 el kpd (Partido Comunista de Alemania) lanzó una
ofensiva insurreccional que, sin éxito, acabó cerrando el ciclo abierto
cinco años antes. (N. de la E.)

226
el futuro de la izquierda

¿cómo es posible que, tras las profundas crisis sociales y eco-


nómicas de la década de 1930, el capitalismo resurgiese de una
segunda guerra mundial como un orden más estable y asumi-
do socialmente de lo que nunca antes lo había estado?
Ninguno de estos sucesos, tan importantes dentro de los
cálculos predictivos de los marxistas revolucionarios, han re-
cibido una explicación adecuada en un sentido fundamental y
revolucionario, en particular en relación al papel progresista
que Marx asignó al capitalismo en su «teoría de las etapas».2
En vez de ello, los marxistas han derrochado gran parte de su
polémica energía en lanzarse insultos y epítetos despectivos
entre sí o contra otros movimientos obreros, por las supuestas
«traiciones» cometidas, sin preguntarse, para empezar, por
qué el marxismo era tan vulnerable a las traiciones. En años
más recientes, los marxistas han intentado apropiarse de frag-
mentos de ideologías utópicas despreciadas anteriormente,
como el fourerismo —como es el caso de Marcuse, por citar
solo un ejemplo—, el sindicalismo, el anarquismo, el ecologis-
mo, el feminismo y el comunitarismo, adjudicándose unos
principios ideológicos que no terminan de encajar en su cuer-
po teórico. Han reestructurado su limitada visión de transfor-
mar la realidad burguesa hasta obtener algo que hoy en día se
hace pasar por marxismo y que, a menudo, no es más que un
pastiche de retales unidos entre sí por estructuras teóricas que
básicamente pertenecen a ideologías ajenas.
En resumen, la pregunta es cómo ha sido posible que la era
clásica, caracterizada por la coherencia y la unidad entre prác-
tica y pensamiento revolucionario, haya dado paso a una fase

2. Ya fuese en Rusia o en Alemania, la convicción de que la «democracia


burguesa» (es decir, el capitalismo) era un estadio necesario para con-
ducir la sociedad al socia­lismo, ayudó a justificar la reluctancia de la
socialdemocracia a liderar a los tra­ba­jadores y lograr así una revolu-
ción proletaria entre 1917 y 1919. La «teoría de las eta­pas» de Marx, de
hecho, no fue solo un intento de dar una interpretación al desa­rrollo
histórico; desempeñó un papel vital en la política marxista de las revo-
luciones alemanas y rusas de 1917-1921, pasando por la española de
1936-1937.

227
murray bookchin | la próxima revolución

completamente decadente en la que se festeja la incoherencia


—en particular en nombre de un posmodernismo que iguala el
nihilismo caótico a la libertad—, el individualismo y la creati-
vidad, sin apenas diferencias respecto al propio caos del merca-
do. Ahora podemos responder estas preguntas porque hemos
disfrutado de más de medio siglo de aprendizaje y conocimien-
tos acumulados. Lo que nos han enseñado los últimos cincuen-
ta años es que el inimitable periodo insurgente acaecido entre
1917 y 1939 no fue, tal y como Lenin suponía, una muestra del
declive y la morbilidad capitalista. Más bien, fue un periodo de
transición social. Durante esas décadas, el mundo se vio tan
desgarrado por unas tensiones surgidas de manera circunstan-
cial, que la realidad parecía confirmar la visión de Lenin sobre
el capitalismo como un orden social moribundo.
Lo que no tuvieron en cuenta ni esta prognosis clásica ni el
cuerpo teórico que la sustentaba fueron los diferentes desarro-
llos alternativos a los que se había enfrentado el capitalismo
antes del estallido de la Gran Guerra, e incluso durante el pe-
riodo de entreguerras; alternativas que a principios del siglo xx
subyacían bajo la tumultuosa superficie. La izquierda clásica
no tuvo en cuenta otras posibles trayectorias que podría haber
seguido el capitalismo —y que acabaría siguiendo pasado el
tiempo— y que permitirían su estabilización. No solo no fue
capaz de entender estas nuevas trayectorias sociales, sino que
también fracasó a la hora de predecir, aunque fuese débilmen-
te, el surgimiento de nuevos conflictos que se extendían mu-
cho más allá del análisis de la izquierda clásica, orientado en
gran medida desde un punto de vista laboral.
En primer lugar, lo que convierte en muy paradójicos
los pronósticos formulados por los revolucionarios clásicos an­
teriores a la guerra —y por el socialismo durante la misma—,
es que el supuesto periodo «moribundo» en el que muchos
miembros de la izquierda tenían puestas sus esperanzas revo­
lucionarias, ni siquiera había alcanzado un estadio de «madu-
rez» capitalista, y menos aún de capitalismo «moribundo».
La era anterior a la Gran Guerra fue un periodo en el que la
producción masiva, los sistemas de gobierno republicanos

228
el futuro de la izquierda

y las denominadas libertades «democrático-burguesas» aún


­estaban emergiendo de una crisálida precapitalista de formas
artesanales de producción y comercio, estructuras estatales
gobernadas por familias y cortes reales, y economías en las que
propietarios ennoblecidos como los junkers3 alemanes, los aris-
tócratas británicos y los grandes de la zona mediterránea,
coexistían con una población campesina inmensa y técnica-
mente retrasada. Incluso en Estados como España, donde la
mayoría de las haciendas pertenecían a elementos burgueses,
la gestión de su agricultura se desarrollaba de manera letárgica
y perezosa, emulando los hábitos tímidos que caracterizaron
las parasitarias élites agrícolas de la era precapitalista. El capi-
talismo, pese a ser la economía dominante en los Estados Uni-
dos, Gran Bretaña, Alemania —y también en Francia aunque
de manera más ambigua—, y serlo solo de manera marginal en
otros países de Europa, a menudo seguía estando subordinado
tanto cultural como estructuralmente a los lazos familiares
más feudales que burgueses de los diferentes estratos de las
élites, basados y determinados por valores rentistas y milita-
ristas, que distinguían una época que se iba desvaneciendo.
En efecto, incluso la industria moderna, pese a estar trans-
formándose en un elemento central para el desarrollo de los
principales Estados nación de principios del siglo xx, seguía
estando anclada en una matriz social de artesanos y campesi-
nos. La propiedad de la tierra y los pequeños talleres de pro-
ducción, habitualmente de gestión familiar, constituían los
rasgos tradicionales del estatus social en un mundo comanda-
do por dicho estatus, como era el caso de Inglaterra y Alema-
nia. Es difícil recordar actualmente cómo de miserable era el
estatus de las mujeres a principios de la década de 1900, la de-
gradación del estatus de los que carecían de propiedad —a me-
nudo trabajadores mendicantes—, la avidez de los capitalistas
—incluso de los más asentados— por acceder por vía matri-
monial a formar parte de las familias con títulos nobiliarios, la

3. Miembros de la aristocracia terrateniente prusiana que gobernó en


Alemania durante los siglos xix y xx. (N. de la T.)

229
murray bookchin | la próxima revolución

debilidad de las libertades civiles más elementales —en un


mundo que reconocía la validez de los privilegios heredados y
la autoridad de los monarcas—, y las terribles dificultades a las
que se enfrentaba el proletariado industrialmente reglamenta-
do —y que no hacía más que una o dos generaciones que se
había visto expulsado de la vida rural y de sus modos de vida
más naturales— a la hora de organizar sindicatos reformistas.
La Gran Guerra no fue una «necesidad histórica», fue un he-
cho monstruoso resultado de ambiciones dinásticas, cerrazón
militar y de una sorprendente autoridad conferida tanto a los
acicalados monarcas como al imperialismo económico. Una Eu-
ropa enmarañada, atrapada en la afectación juvenil del káiser
Guillermo II y las apabullantes imágenes de grandeza nacional
alemana, el ciego espíritu del revanchisme francés que siguió a la
pérdida de Alsacia y Lorena en 1871 a manos del Reich de Gui-
llermo, y el ingenuo nacionalismo de las masas, cuyo internacio-
nalismo de clase era a menudo más retórico que real. En este
contexto, Europa se vio empujada a una horrible guerra de trin-
cheras que ningún pueblo civilizado debería haber sido capaz de
mantener ni siquiera unos pocos meses, menos todavía durante
cuatro años. El marco alemán, la moneda germana de posguerra
—y expresión emblemática del capitalismo alemán—, logró pro-
digios económicos que ni las bayonetas de Guillermo ni las de
Hitler hubieran creído poder alcanzar. ¡Qué distintas se revela-
ron las alternativas de la era de posguerra!
Es irónico que no fuese en el frente de batalla de la Gran
Guerra donde se generasen las revoluciones de 1917-1918, sino
en la retaguardia, donde el hambre logró lo que no consiguie-
ron en el frente los terroríficos explosivos, las ametralladoras,
los tanques y los gases venenosos: una revolución basada en la
falta de pan y paz (y exactamente en este orden). Es descorazo-
nador pensar que, tras tres años de constante derramamiento
de sangre, mutilaciones e increíble terror cotidiano, las huelgas
alemanas de enero de 1918 que desprendían el acre olor de la
revolución quedasen a un lado, y que los obreros alemanes se
mantuviesen pacientemente inactivos cuando las ofensivas del
general Ludendorff en la primavera y verano de aquel año

230
el futuro de la izquierda

lograron arrebatar una sustancial cantidad de terreno a las


tropas francesas e inglesas en la zona occidental, para «mayor
gloria» del Reich. No dice mucho de los «instintos revolucio-
narios» de los pueblos que Bakunin solía ensalzar. Queda pa-
tente que, pese a los horrores de la Gran Guerra, las masas
continuaron con el conflicto hasta que se hizo completamen-
te insoportable en el plano material. Tal es el poder de adapta-
ción, tradición y hábito de la vida cotidiana.
A pesar de la Revolución rusa, la Gran Guerra llegó a su fin
sin haber derribado el capitalismo europeo, menos aún el
­capitalismo mundial. La guerra reveló que la tradición c­ lási­ca
del socialismo estaba muy limitada y, en muchos as­p ec­
tos, muy necesitada de profundas reparaciones. Com­pren­
sible­mente, Lenin y Trotsky intentaron adelantar el desarrollo
histórico y lograr algo similar al socialismo mientras ellos
­estaban vivos, aunque esto no fuese tan cierto en el caso de
Luxemburg y en particular el de Marx, que era mucho más
crítico con el marxismo de lo que lo eran sus acólitos. De
­hecho, Marx advirtió que se habían necesitado siglos para que
muriera el feudalismo y surgiera el capitalismo, y que los
­marxistas no podían esperar que se derribase la burguesía en
un año, una década o ni siquiera una generación. Trotsky era
­mucho más optimista que Lenin en su convicción de que el
ca­pitalismo estaba «moribundo», «en decadencia», «se estaba
pudriendo» y cayendo a pedazos de cualquier manera, y que el
proletariado estaba «haciéndose más fuerte» o «más conscien-
te de clase» u «organizado», aunque esto actualmente importa
poco para la tarea de abordar y analizar sus expectativas y pro-
nósticos.
Sin embargo, la Gran Guerra, aunque no eliminó del todo
los restos del feudalismo que tanto habían contribuido a su
surgimiento, ni hizo tabula rasa con los mismos, dejó el mun-
do occidental bajo un estupor moral, cultural y político. Una
era estaba llegando claramente a su fin, pero no era el capita-
lismo lo que se enfrentaba al olvido inmediato. Lo que estaba
cayendo en desuso era el sistema de clases tradicional con
sus tradicionales estatus de antecedentes feudales, desvaídos

231
murray bookchin | la próxima revolución

por el paso del tiempo, aunque aún no había una forma capita-
lista totalmente desarrollada capaz de tomar su lugar. Con la
Gran Depresión, la clase terrateniente británica comenzó a su-
frir tiempos duros, incluso devastadores, aunque en la década
de 1930 aún no había desaparecido totalmente. Los junkers pru-
sianos seguían al mando del Ejército alemán a principios de la
década de 1930 y, gracias a la elección de von Hindenburg
como presidente del Estado alemán, continuaron disfrutando
de muchos de los privilegios de la élite establecida durante los
comienzos del Gobierno de Hitler. Pero este estrato antes so-
berbio, se vio finalmente enfrentado al desafío del Gleichschal­
tung de Hitler, el proceso de nivelación social que acabó
degradando el estatus de la casta prusiana de oficiales. Al final,
fueron los ejércitos angloestadounidenses y rusos los que aca-
baron con los junkers al incautar sus estados en el Este, liqui-
dándolos como entidad socioeconómica. Francia luchó sus
últimas batallas como república de clase media a mediados de
la década de 1930, contra los reaccionarios católicos y sus her-
manos de sangre los jóvenes fascistas de la Croix de Feu,4 que
aspiraban a un afrancesamiento aristocrático basado en títulos
nobiliarios y las riquezas de sus líderes.
Las décadas de entreguerras fueron un periodo tumultuoso
de transición entre un mundo casi feudal en declive, derrotado
pero no enterrado, y un emergente mundo burgués, que a pesar
de su vasto poder económico, aún no había penetrado en cada
poro de la sociedad y definido los valores básicos del siglo. De
hecho, la Gran Depresión demostró que la tan manida máxi-
ma de «el dinero no lo es todo» es cierta cuando no hay dine-
ro a nuestro alrededor. La depresión arrojó gran parte del
mundo, en especial en los Estados Unidos, a un espacio

4. La Croix de Feu o Cruz de Fuego fue una organización paramilitar


francesa, for­mada en especial por miembros de las clases medias y con
una participación im­portante de mujeres en sus filas, que existió entre
1927 y 1936, con una línea política claramente de ultraderecha y fascis-
ta. Tras su disolución dio paso —pese a tener casi un millón de miem-
bros— al Partido Social Francés cuya ideología algunos ca­talogan de
fascista y otros de ultracatólica. (N. de la T.)

232
el futuro de la izquierda

desordenado que recordaba a su propia era frenética y


­po­pulista de las décadas de 1870 y 1880, de ahí los brotes de
sin­di­calismo, huelgas violentas, grandes manifestaciones y la
agi­tación «roja» que barrieron los continentes americano y
europeo durante la década de 1930.
En este periodo socialmente hiperactivo pero indeciso de
tensión social entre lo nuevo y lo viejo, donde las clases gober-
nantes así como las masas dominadas vivían en una recíproca
antipatía mortal, la historia abrió la puerta de las insurreccio-
nes revolucionarias. En la incertidumbre de un mundo lleno
de tensión, parecía que el sueño de Marx —un sistema de go-
bierno democrático dirigido por los trabajadores— era posi-
ble. Como consecuencia del conflicto existente dentro de este
periodo de entreguerras, parecía que el capitalismo había co-
lapsado a nivel económico y que era posible un movimiento de
alcance global que condujese a una sociedad democrática, in-
cluso de carácter libertario. Pero crear una sociedad así reque-
ría de un movimiento muy consciente de sus objetivos y con
un liderazgo capaz.
Por desgracia no apareció ningún movimiento así. Burócra-
tas burdamente pragmáticos como Friedrich Ebert y Philipp
Scheidemann, y teóricos chabacanos como Karl Kautsky y Ru-
dolf Hilferding asumieron el mantra desinflado de la Interna-
cional Socialista y marcaron el tono de la misma hasta el auge
del fascismo alemán. Poco después de eso, Stalin intervino en-
venenando todas y cada una de las oportunidades con poten-
cial revolucionario en Europa intentando ponerlas al servicio
de los intereses de Rusia (y de los suyos propios). El prestigio
de la Revolución bolchevique, a la que este tirano no contribu-
yó en absoluto y que difamó al tomar el poder, no estaba tan
mancillado como para no permitir que la izquierda clásica
crease sus propios movimientos auténticos y expandiese su vi-
sión para acoger los problemas sociales que estaban surgiendo
y que reflejaban los cambios en el capitalismo mismo.
Pero debemos ser conscientes de que, entre 1914 y 1945, el
capitalismo se dedicó a reforzar sus cimientos con nuevas in-
dustrias y formas de producción masiva, y no cavando

233
murray bookchin | la próxima revolución

su tumba como opinaban Lenin y Trotsky. Su estatus como


economía dominante en el planeta ya era anterior a 1917, no es
algo que sucediera a posteriori. Y sería terriblemente miope
no ver que el capitalismo sigue industrializando el mundo
—tanto agrario como urbano— haciendo realidad el signifi-
cado de la pa­labra globalización. Más aún, sigue erosionando
los particu­­la­rismos que separan a los seres humanos en fun-
ción de nacionalismos, religión y etnicidad. La mayor parte de
los «fundamen­talismos» y de las «políticas identitarias» surgi-
das en nuestros días son, en esencia, reacciones contra el inva-
sivo secularismo y universalismo de la civilización capitalista y
de su naturaleza empresarial y cada vez más homogeneizada,
que lentamente va devorando la herencia profundamente reli-
giosa, nacionalista y ética. La mercancía sigue provocando una
terrible erosión social en las culturas precapitalistas, ya sea
para bien como para mal, tal y como Marx y Engels describie-
ron en la primera parte del Manifiesto comunista. Donde la cor-
dura y la razón no dirigen los asuntos humanos, no hay duda de
que lo bueno casi siempre se ve contaminado por lo malo, y que
es la labor de cualquier pensador revolucionario serio separar
ambos en la esperanza de desenterrar la tendencia racional del
desarrollo social.
Al mismo tiempo, el capitalismo no solo homogeneiza las
viejas sociedades y las rehace según esta imagen urbanizada y
orientada a la producción; está haciendo lo mismo con el pla-
neta y la biosfera en nombre de la «dominación» de las fuerzas
del mundo natural. Este es precisamente el papel «histórica-
mente progresista» que Marx y Engels asignaron, y celebraron
desde su punto de vista, al modo de producción capitalista. De
qué manera es «progresista» este modo de homogeneización es
algo que, de hecho, aún está por ver. En la situación actual nos
conviene examinar el fracaso del marxismo y el anarquismo
(supuestamente las dos principales alas de la tradición revolu-
cionaria) para lidiar con la naturaleza transicional del siglo xx.
En el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial,
los elementos más débiles del modelo de Marx sobre la histo-
ria, la lucha de clases, el desarrollo capitalista y la actividad

234
el futuro de la izquierda

política se han visto sometidos a un profundo examen crítico.5


A diferencia de lo que dicta el canon marxiano, la historia no
puede ser reducida a factores económicos tal y como Marx in-
tentó hacer en sus trabajos clave, pese a que sin duda alguna el
capitalismo pueda estar mutando el Homo sapiens en Homo
consumerans y fomentando entre las masas la tendencia a expe-
rimentar la realidad como si esta se tratase de un inmenso
mercado. Puede que las líneas maestras de Marx proporciona-
sen a sus acólitos las causas materiales o económicas necesa-
rias —o precondiciones— para el desarrollo social, pero
fracasaron a la hora de explicar el enorme papel de las causas
eficientes, que resultan en causas inmediatas como la cultura,
la política, la moralidad, las prácticas jurídicas y otras simila-
res, a las que Marx señaló como «superestructura», y que son
necesarias para producir el cambio social.
De hecho, además de los factores «superestructurales» —en
particular los morales, religiosos y políticos—, ¿qué más puede
explicar por qué el desarrollo capitalista —cuyos componentes
ya habían existido, en diversos grados, en las economías agra-
rias y artesanas— se ha mantenido bajo control durante miles
de años, habiéndose convertido en la economía predominante
únicamente en la Inglaterra de principios del siglo xix? ¿O por
qué las revoluciones solo tienen lugar bajo condiciones de rup-
tura social absoluta, es decir, tras la destrucción de un vasto y
muy influyente cuerpo superestructural de sistemas de creen-
cias (y que a menudo se aceptan en su propia época como

5. Me refiero aquí no a las críticas convencionales lanzadas y organiza-


das contra el marxismo por sus oponentes políticos, críticas que sur-
gen de la misma concepción de las actividades teóricas de Marx y el
surgimiento de los movimientos socia­listas basados en sus ideas, aun-
que en diversos grados. Tampoco me preocupo aquí de las críticas de
marxistas como Eduard Bernstein, las cuales fueron lanzadas desde
dentro del mismo movimiento marxista en la década de 1890. Me re-
fiero, más bien, a las críticas que surgieron desde la Escuela de Frán-
cfort y del surtido de escritores como Karl Korsch, que cuestionó de
manera seria muchas de las premisas de los conceptos históricos y filo-
sóficos de Marx.

235
murray bookchin | la próxima revolución

realidades eternas)? Marx no obviaba el alcance y la influencia


con la que los sistemas de creencias anulaban las fuerzas bur-
guesas en las sociedades precapitalistas, en especial en sus aná-
lisis en los Grundrisse acerca del predominio de los valores
agrarios sobre los urbanos. Resulta muy significativo el hecho
de que los marxistas se hayan visto acosados por los conflictos
acerca del estatus del capitalismo en diferentes momentos de su
desarrollo, en especial a principios del siglo xx, cuando la bur-
guesía se enfrentó a uno de los periodos más turbulentos de su
historia, debido precisamente a que el capitalismo no se había
deshecho totalmente de los lastres del feudalismo.
¿Cómo fue posible, por ejemplo, que muchos marxistas si-
guiesen insistiendo en que el capitalismo estaba en declive,
cuando las principales innovaciones técnicas como la produc-
ción en masa, formas radicalmente novedosas de transporte
como el automóvil, avances en maquinaria y productos eléctri-
cos y electrónicos, y las nuevas innovaciones químicas tenían
lugar en la década inmediatamente posterior a la Gran Guerra?
Al fin y al cabo, ¿no había escrito Marx que «ninguna formación
social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas
productivas que caben dentro de ella»?6 ¿Podría haberse dicho
esto del capitalismo de 1914-1918 o del de 1939-1945? De hecho,
¿será posible afirmar esto respecto al modo de producción capi-
talista en el futuro? Al lanzar estas preguntas no estoy intentan-
do sugerir que el capitalismo no llegará a provocar problemas
que obliguen a derrocarlo o reemplazarlo. Mi propósito más
bien es sugerir que los problemas que pueden hacer que la gente
se vuelva contra el capitalismo no tienen por qué ser estricta-
mente económicos ni estar arraigados en cuestiones de clase.
Por muy justificable que pueda ser la interpretación pro-
ductivista de Marx acerca del desarrollo social y de su futuro,

6. Karl Marx: «Preface to a Contribution of the Critique of Political


­Economy», Selected Works, vol. 1, Progress Publishers, Moscú, 1969,
p. 504 [en castellano: Contribución a la crítica de la economía polí­
tica, Siglo XXI, México-Argentina, 2005; puede encontrarse en:
bit.ly/1zTq7KE (última consulta: julio del 2019)].

236
el futuro de la izquierda

se convierte en una explicación muy forzada y artificial de la


historia, diría que incluso retorcida, si en gran medida no estu-
viese modificada por la dialéctica de las ideas, es decir, por la
ideología social y política, la moralidad y la ética, la ley, los
estándares jurídicos… El marxismo aún debe reconocer sin re-
servas que estas esferas diferenciadas de la vida poseen su pro-
pia dialéctica, que de hecho provienen de fuerzas internas
propias y no son únicamente resultado de una dialéctica pro-
ductivista denominada «interpretación materialista de la his-
toria». Diría más, se debe enfatizar que la dialéctica de la ética
o de la religión puede afectar profundamente a la dialéctica de
las fuerzas productivas y las relaciones de producción. ¿Es po-
sible, por ejemplo, ignorar el hecho de que la teología cristiana
condujo lógicamente a un creciente respeto por la valía del
individuo y, por último, a una concepción radical de la liber-
tad social, una dialéctica que, a su vez, tuvo una profunda in-
fluencia al alterar la manera en la que los seres humanos
interactuaban unos con otros y con el mundo material?
Cuando estalló la Revolución francesa, siglos de ideas
­profundamente arraigadas acerca de la propiedad —como
el enorme prestigio y respeto que acompañaba a la propie-
dad de la tierra—, ya estaban entremezclando y modificando
­fuerzas sociales aparentemente objetivas como, por ejemplo, el
­crecimiento de un mercado cada vez más capitalista. Como con­
se­cuencia de ello, la exaltada imagen del campesinado indepen-
diente, a menudo autosuficiente, con su pequeña cantidad de
propietarios y sus pueblos dedicados a la artesanía, que comen-
zó a surgir siguiendo la estela de la Revolución, inhibió el desa-
rrollo económico capitalista en Francia hasta bien entrado el
siglo xix, al cerrar grandes partes del mercado doméstico a las
mercancías producidas en masa en las ciudades. La imagen de la
Revolución francesa como una revolución «burguesa» que dio
paso al desarrollo capitalista doméstico, es más ficticia que real,
pese a que, a largo plazo, creara muchas de las condiciones nece-
sarias para el auge de la burguesía industrial.
En resumen, al inferir la dialéctica de la historia en función
de unas líneas abrumadoramente productivistas, Marx se

237
murray bookchin | la próxima revolución

a­ utoengañó fácilmente, como también engañó a sus seguidores


más importantes, en particular Lenin y Trotsky, respecto a la
mortalidad del capitalismo al asumir que la burguesía había
creado todas las condiciones necesarias para el socialismo y por
ello estaba lista para ser reemplazada por este. Lo que obvió fue
que la mayor parte de los problemas, contradicciones y antago-
nismos que imputaba casi exclusivamente al capitalismo eran
resultado de los persistentes rasgos feudales de los que la socie-
dad no había logrado deshacerse; más aún, que las instituciones
y valores supuestamente «superestructurales» que h ­ abían ca-
racterizado a las sociedades precapitalistas desempeñaban un
papel primordial en la definición de una sociedad en apariencia
capitalista pero que aún no había visto la luz. A este respecto,
los anarquistas estaban en lo cierto cuando apelaban no tanto al
progreso económico del proletariado como a su desarrollo mo-
ral como elemento vital para la formación de una sociedad li-
bre, progreso que los marxistas en general desecharon como
cuestiones que pertenecían a la esfera de la «vida privada».
Marx y el marxismo también nos fallaron cuando se centra-
ron abrumadoramente en la clase obrera, llegando a aumentar
el peso social de esta, al incluir elementos que claramente per-
tenecían a la pequeña burguesía, como por ejemplo trabajado-
res administrativos asalariados, otorgándoles el estatus de
proletarios en un m ­ omento en el que el número de trabajado-
res industriales estaba claramente en declive. Tampoco el au-
téntico proletariado, que asumió un estatus casi místico en los
días de apogeo del marxismo, actuó como debería según su pa-
pel de agente histórico hegemónico en el conflicto frente al
capitalismo como sistema. Nada demostró ser mas engañoso
en los países industriales avanzados del mundo que el mito de
que la clase trabajadora, cuando fuera apelada como clase eco-
nómica, sería capaz de ver más allá de las condiciones inme­
diatas de sus determinadas formas de vida d ­ adas: la fábrica
y las formas burguesas de distribución (inter­cambio).7 La clase

7. Todo lo cual indujo a Georg Lukács a impartir este rol hegemónico al


«partido pro­letario», que místicamente encarna el proletariado como

238
el futuro de la izquierda

obrera habitualmente aceptó programas re­formistas ­desig­nados


a lograr salarios más elevados, jornadas laborales más ­cortas,
vacaciones más largas hasta que tormentosos hechos le con­
dujeron a la acción revolucionaria junto con, debe añadirse,
estratos no proletarios. Virtualmente ninguno de los movi-
mientos socialistas clásicos, merece la pena señalarlo, apelaba
a los trabajadores como personas: como padres, residentes de
las ciudades, hermanos y hermanas e individuos intentando
vivir vidas decentes en un entorno decente para ellos mismos
y para su descendencia.
Por el contrario, los teóricos marxistas más convencionales
consideraban que el trabajador, antes que nada, es un ser hu-
mano, no simplemente la encarnación del «trabajo social», de-
finible en estrictos términos de clase. El fracaso del socialismo
clásico a la hora de apelar de manera humana y cívica al tra­
bajador —incluso considerarlo seriamente, a él o a ella, como
algo más que parte de una clase— creó una relación retorcida
entre las organizaciones socialistas y su supuesta «comuni-
dad». Pese a que los clásicos socialdemócratas, en particular
los socialdemócratas alemanes, proporcionaron a los trabaja-
dores una vida cultural muy amplia y diversa de creación
­propia, desde actividades educativas a clubs deportivos, el pro-
letariado se vio habitualmente encajonado en un mundo que
lo limitaba a la preocupación por sus intereses materiales más
inmediatos. Incluso en los tiempos previos a la Segunda Gue-
rra Mundial, los centros culturales de los socialistas, como las
casas del pueblo8 establecidas por los socialistas españoles, se
alimentaban principalmente de debates acerca de su explota-
ción y degradación por parte del sistema capitalista; algo que,
de todas maneras, experimentaban día a día en fábricas y talle-
res. El intento de redefinir el proletariado y convertirlo en la
mayoría de la población perdió toda su credibilidad cuando el
capitalismo comenzó a crear un enorme cuerpo de salariat,

clase incluso cuando sus dirigentes son en general miembros de la pe-


queña burguesía.
8. En castellano en el original. (N. de la T.)

239
murray bookchin | la próxima revolución

empleados de oficina, gestores, vendedores y un ­ejército de


personal de servicio (ingenieros, publicistas, pe­rio­distas…) que,
pese a lo nimio que esto pueda parecer al lado de la gran
burguesía, se veían a sí mismos como una nueva clase ­media
que invertía profundamente en la propiedad burguesa a tra-
vés de acciones, bonos, inmobiliarias, pensiones y cuestiones
similares.
Por último, un fracaso muy significativo del marxismo en lo
relativo a la construcción de un movimiento revolucionario
fue su compromiso con la adquisición y mantenimiento del
poder parlamentario. A finales de la década de 1870, Marx y
Engels habían devenido en «republicanos comunistas», ob-
viando los encomios de Marx a los comuneros parisinos, y su
visión casi anarquista de una forma de gobierno confederal.
Pero lo que suele ignorarse es que Marx rechazó estos elogios
poco antes de su muerte, una década después de estos aconte-
cimientos. Sin duda, la perspectiva de Marx sobre la república
contenía rasgos más democráticos que cualquiera de las exis-
tentes en Europa o en los Estados Unidos durante su vida. Hu-
biese apoyado el derecho a revocar delegados en todos los
niveles del Estado, así como una burocracia mínima y un
­sis­tema de milicias basado en reclutas de la clase obrera.
Pero ­ninguna de estas instituciones que él atribuyó a un Esta-
do ­socialista eran incompatibles con los atributos de un Estado
«democrático-burgués». No sorprende que, por ello, creyese
que el socialismo sería elegido y obtendría el poder a través del
voto en Inglaterra, los Estados Unidos y en los Países Bajos,
una lista a la que años después Engels añadió Francia.
Al asegurar que solo la insurrección y la completa reestruc-
turación del Estado eran compatibles con el socialismo, Lenin
y Luxemburg entre otros (especialmente Trotsky), se separa-
ron de manera clara de las ideas políticas de Marx y Engels
en sus últimos años. Al menos al intentar trabajar dentro de
las instituciones republicanas, los primeros socialdemócratas
se mostraron más consistentemente marxistas que sus críticos
­revolucionarios. Vieron la Revolución alemana de 1918-1919
como un preludio indispensable para la creación de un sistema

240
el futuro de la izquierda

republicano que abriría un camino institucional adecuado,


más pacífico pero más significativo, para el socialismo. Que
los consejos de trabajadores como los sóviets rusos y los rätte
­alemanes fuesen mucho más radicalmente democráticos tam-
bién los hizo mecanismos institucionales más temibles, más
cercanos al anarquismo y en particular a los bolcheviques que
a un Parlamento elegido por sufragio universal. Aunque un
Marx más joven hubiese encontrado más de su gusto un Esta-
do estructurado alrededor de consejos, poco demuestran sus
últimos escritos (aparte de su flirteo con los rasgos libertarios
de la Comuna de París) de su voluntad de «aplastar el Estado»,
por utilizar la terminología de Lenin, hasta el punto de recha-
zar el Gobierno parlamentario.
¿Significa esto que los preceptos anarquistas, engendra-
dos hace más de dos siglos, proporcionan un sustituto para el
­marxismo?
Tras cuarenta años de intentar trabajar con esta ideología,
mi propia y muy meditada opinión es que este tipo de sueño
esperanzador, que yo albergué desde principios de la década de
1950, es irrealizable. Tampoco creo que esto sea debido so­lo a
los fracasos de los autodenominados «nuevos anarquismos», ge-
nerados por jóvenes activistas. Los problemas creados por el
anarquismo pertenecen a los días de su nacimiento, cuando es-
critores como Proudhon celebraban su utilización como una
nueva alternativa al emergente orden social capitalista. En rea-
lidad, el anarquismo no posee un cuerpo teórico co­herente más
allá de su compromiso con una concepción ahistórica de la «au-
tonomía personal», es decir, con la propia vo­lun­tad, el ego aso-
cial, una autonomía desposeída de limitaciones, precondiciones
o limitaciones fuera de la misma muerte. De hecho, actualmen-
te muchos anarquistas celebran esta incoherencia teórica como
una evidencia de la naturaleza ­altamente libertaria de sus pers-
pectivas y su, a menudo, mareante por no decir contradictorio,
respeto por la diversidad. Los anarquistas justifican su oposi-
ción no solo al Estado sino a cualquier forma de limitación,
ley o hasta organización y m ­ odelo de toma de decisiones
de­mo­cráticas basadas en el voto por mayoría apoyándose en la

241
murray bookchin | la próxima revolución

primacía que le otorgan a una noción ideológicamente pretrifi-


cada del «individuo a­ utó­nomo». Todos estos límites se desesti-
man de entrada como ­ formas de «coerción», «dominación»,
«gobierno» e incluso ­«tiranía», como si estos términos fuesen
equivalentes e intercambiables.
Tampoco los teóricos anarquistas parecen ser conscientes
de las condiciones sociales e históricas que limitan o modifican
la capacidad para la lograr la «anarquía», descrita frecuente-
mente como un asunto en gran medida particular e individual
o incluso una experiencia episódica o «extática». Si se sigue
hasta su conclusión lógica, de hecho hasta sus premisas más
fundamentales, la anarquía es básicamente algo deseable mo-
ralmente, una «forma de vida», tal y como me lo planteó un
anarquista, sin importar el momento y el lugar en el que esto se
plantee. La anarquía, podemos concluir por ello, surge del ejer-
cicio de la pura voluntad. Por lo que, presumiblemente, cuan-
do converjan suficientes voluntades que «adopten» la anarquía,
el proceso será tan sencillo como el deshielo según se va desha-
ciendo la nieve: aparecerá la tierra que permanecía oculta, tal y
como lo expresó un anarquista británico. En esta reveladora
interpretación de cómo hará su aparición la anarquía en este
mundo reside el núcleo de la visión anarquista. La anarquía,
podría parecer, siempre ha estado «ahí», como expresaba Isaac
Puente, el teórico español más importante de la década de
1930, excepto que se ha visto oculta a lo largo de la historia por
una maraña de instituciones impuestas históricamente, arrai-
gadas experiencias y valores tipificados por el Estado, la civili-
zación, historia y moralidad. En cierto modo no se necesita
más que ponerla al descubierto como si fuese un estrato geoló-
gico con un pasado impecable.
Este resumen explica fácilmente el énfasis en el primiti­
vismo y la idea de «recuperación» que tan a menudo se en-
cuentran en la literatura anarquista. La recuperación debería
dis­­tinguirse de las ideas de descubrimiento e innovación que el
pensamiento moderno y el racionalismo se vieron obligados a
contraponer a la creencia premoderna de que la verdad y la vir-
tud en todos los aspectos ya existían pero que se encontraban

242
el futuro de la izquierda

ocultas por un desarrollo histórico y una cultura opresivas o


confusas. Los anarquistas también podrían utilizar esta sim-
plista formulación para justificar la pasividad social en lugar
de protestar. Solo se tiene que dejar que se deshaga la «nieve»
(es decir, el Estado y la civilización) para que la anarquía sea
restaurada, una visión que, sin duda, puede explicar el pacifis-
mo tan extendido en nuestros días entre los anarquistas de
todo el mundo.
En los últimos años, algunos anarquistas han culpado a la
civilización, las tecnologías y la racionalidad como los más
grandes fracasos de la condición humana, y afirman que deben
ser reemplazadas por una cultura más primitiva, supuesta-
mente más «auténtica», que evitaría todos los logros de la his-
toria con el objetivo de restaurar la «armonía» primaria de la
humanidad por una «naturaleza» casi mística. En la medida en
que los anarquistas actuales se comprometan con esta visión,
habrán conseguido devolver el anarquismo a su auténtico ho-
gar, tras siglos de deambular sinuosamente por los laberintos
del sindicalismo y otras causas sociales básicamente ajenas.
Gracias a esta visión se recupera finalmente la melancólica vi-
sión de Proudhon de la granja o poblado de campesinos auto-
suficientes, sabiamente presidido por un padre de familia
omnisciente; y todo esto, añadiría yo, en un momento en el
que el mundo es más interdependiente y tecnológicamente so-
fisticado que en ningún otro momento de la historia.
En la medida en que el anarquismo enfatiza primitivismo
frente a desarrollo cultural, recuperación frente a descubri-
miento, autarquía frente a interdependencia y naturismo fren­te
a civilización —basando a menudo toda su estructura concep-
tual en un ego autónomo, ahistórico «natural», posiblemente
«básico», libre del racionalismo y de la carga teórica de la «ci-
vilización»—, todo ello, de hecho, contrasta fuertemente con
el ego real, que siempre está situado en un entorno cultural,
temporal, tecnológico, tradicional, intelectual y político de-
terminado. Es más, la visión anarquista del ego austero, de he-
cho vacuo, recuerda de manera problemática a la descripción
de Homero de los lotófagos en La Odisea, quienes, mientras

243
murray bookchin | la próxima revolución

comían la fruta del loto, se sumían en una indolencia de ­olvido,


atemporalidad y dicha que, de hecho, representa la aniquila-
ción misma de la personalidad y la individualidad.
En el plano histórico, este «ego autónomo» se convirtió en
el pilar fundamental que los anarquistas utilizaron para crear
diversas estructuras similares a los movimientos organizados
que a menudo le proporcionaron una pátina altamente social y
revolucionaria. El sindicalismo, por citar el caso más impor-
tante a este respecto, se convirtió en el modelo arquitectónico
que más frecuentemente se utilizó para reestructurar estos pi-
lares, pero no como unos cimientos firmes para un movi­miento
anarquista, sino como una superestructura altamente ines­ta­
ble. Cuando los trabajadores de las últimas décadas del siglo xix
se involucraron de manera activa en el socialismo, sindica­
lismo, organización, democracia y en las luchas cotidianas en
bus­ca de un mejor nivel de vida y mejores condiciones labora-
les, el anarquismo adoptó la forma de sindicalismo radical. Es­
ta asociación fue precaria en el mejor de los casos. Aunque
ambos compartían el mismo espíritu libertario, el sindicalismo
existía en una aguda tensión con el individualismo básico tan
ensalzado por los anarquistas puros, a menudo por encima —y
contra— de todas las instituciones organizativas.
Ambas ideologías —marxismo y anarquismo— surgieron en
un tiempo en el que las sociedades industriales estaban aún en su
infancia y los Estados nación estaban en proceso de for­mación.
Mientras que Marx intentaba conceptualizar co­mo pro­letarios a
las agrupaciones de artesanos —normal­mente p ­ equeños produc-
tores y bien educados—, la imaginación de Bakunin estaba atra-
pada por imágenes de bandidos sociales y jacqueries9 campesinas.
Ambos contribuyeron con pensamientos valiosos a la teoría re-
volucionaria, pero fueron revolucionarios que formularon sus
ideas en un tiempo socialmente limitado. A duras penas se podía
esperar de ellos que se anticiparan a los problemas que surgirían

9.  Jacquerie es un término francés que se utiliza para denominar las diver-
sas revueltas y rebeliones de los campesinos franceses desde el siglo xiv
al xviii. (N. de la T.)

244
el futuro de la izquierda

durante el caótico siglo que siguió a sus muertes. Un problema


fundamental al que se enfrentan el pensamiento y la acción so-
cial radical en nuestra época es determinar qué es lo que puede
incorporarse de su tiempo a una nueva era capitalista altamente
dinámica, que hace mucho que trascendió el viejo mundo semi-
feudal de campesinos y artesanos independientes y que también
desechó hace tiempo el mundo de la Revolución Industrial basa-
do en la máquina de vapor destinada a la producción y la meta-
lurgia, y en el auge de unas masas proletarias totalmente
desposeídas. Su lugar lo han cubierto, en gran medida, tecnolo-
gías que pueden reemplazar la mano de obra en casi todas las
esferas de la producción y que proporcionan un nivel de abun-
dancia en los medios de vida que la mayor parte de los imagina-
rios utópicos del siglo xix no habían podido prever.
Pero del mismo modo que los avances en una sociedad irra-
cional siempre corrompen con su maldad los logros humanos
más valiosos, la Revolución Industrial ha provocado nuevos
problemas y crisis potenciales que demandan maneras novedo-
sas de lidiar con ellos. Estos nuevos métodos, si no quieren su-
frir la suerte de movimientos como los luditas —que al intentar
destruir las innovaciones técnicas de su era no podían ofrecer
mucho más que un regreso al pasado—, deben ir más allá de las
meras protestas. Cualquier tipo de valoración de la tradición
militante, trae enseguida a colación la cuestión acerca del futu-
ro de la izquierda en un entorno social que no solo está caracte-
rizado por nuevos problemas, sino que, también, demanda
nuevas soluciones. ¿Qué enfoque y qué formas y maneras puede
aportar lo mejor de la tradición revolucionaria —marxismo y
anarquismo— que puedan encarar el tipo de problemas a los
que se enfrenta el presente? De hecho, en vista del remarcable
dinamismo del siglo xx y de los cambios probables que este nue-
vo siglo traerá, previsiblemente más arrolladores, ahora nos
compete a nosotros especular acerca del tipo de análisis capaz
de explicar su desarrollo posterior, qué tipo de crisis es pro­bable
que enfrente, y las instituciones, métodos y movimientos que
esperamos que transformen nuestra sociedad en una sociedad
racional y nutritiva como esfera para la creatividad humana.

245
murray bookchin | la próxima revolución

Por encima de todo, debemos pensar más allá del presente y el


pasado inmediatos al intentar anticipar los problemas que pue-
den desencadenarse en la siguiente generación, si no más allá,
tras un presente altamente transitorio.
Lo que sigue siendo actual en los escritos de Marx, incluso
después de un siglo y medio, es el conocimiento que proporcio-
nan acerca de la naturaleza del desarrollo capitalista. Marx ex-
ploró en profundidad las fuerzas competitivas inherentes al
intercambio comprador-vendedor, una relación que, bajo el ca-
pitalismo, empuja a la burguesía a expandir sin freno ni fin sus
operaciones e iniciativas empresariales. Desde que la economía
capitalista se convirtió en la economía dominante de una parte
importante del planeta, se ha guiado por la continua expansión
industrial y la consolidación de los intereses competitivos en
complejos cada vez más grandes y cuasi monopolísticos. ¿Cul­
minará el proceso de acumulación de capital en una eco­no­
mía mundial bajo la tutela de unas pocas, o una única, entidad
­corporativa, concluyendo de esta manera el proceso de acumu­
lación y empujando el capitalismo a su final? ¿O tal vez la
ex­pan­sión del capital (es decir, la globalización) nivelará los di-
ferenciales del mercado de modo que se vuelva imposible el in-
tercambio de mercancías como fuente de acumulación? Estos
temas, que eran objeto de serias discusiones durante el apogeo
del marxismo clásico, siguen siendo rompecabezas hoy en día.
Actualmente podemos decir con seguridad que los complejos
cuasi monopolísticos aceleran furiosamente el ritmo al que la
sociedad sufre cambios sociales y económicos. No solo las em-
presas se expanden a un ritmo exponencial, ya sea aniquilando o
absorbiendo a sus competidores, sino que las mercancías que
producen y los recursos que devoran afectan a todos los rinco-
nes del planeta. La globalización no es exclusiva de la industria y
las finanzas capitalistas modernas; la burguesía ­ lleva siglos
­de­vorando a su paso todo lo que se interpone en su camino,
explo­tando culturas aparentemente autónomas y d ­ irecta o indi-
rectamente transformándolas. Lo inusual acerca de la actual
­globalización es la escala en la que se produce y la profundidad
con la que su impacto está afectando a otras ­culturas que, en

246
el futuro de la izquierda

otro tiempo, parecían estar aisladas de la producción y el co-


mercio de mercancías modernas y de la so­beranía de los Estados
­nación. Ahora, los aparentemente «pintorescos» rasgos de los
pueblos precapitalistas se han visto transformados en objetos
mercantilizables con los que excitar a los turistas occidentales,
que pagan precios exorbitantes para disfrutar una experiencia o
un objeto supuestamente «primitivo».
Marx y sus seguidores consideraron este proceso de expansión
de la industrialización y de las relaciones de mercado como un
rasgo progresista del «estadio» capitalista de la historia, y espera-
ban que, con el tiempo, acabaría eliminando todos los lazos terri-
toriales, culturales, nacionales y étnicos preexistentes y que los
reemplazaría por la solidaridad de clase, eliminando de esta mane-
ra todos los obstáculos al internacionalismo revolucionario.
Como bien es sabido, Marx afirmó que, debido a la mercan-
tilización, todo lo sólido se desvanece en el aire. Del mismo
modo que eliminó la exclusividad económica de los gremios y
el resto de las barreras económicas a la innovación, continúa
corroyendo todo tipo de lazos artísticos, artesanales, familia-
res y cualquier modelo de solidaridad humana o, lo que es lo
mismo, acaba con todas las honrosas tradiciones que nutrie-
ron el espíritu humano.
Marx consideró destructivos los efectos homogeneizadores
de la globalización en tanto que disolvían las relaciones signifi-
cativas y los sentimientos que tejían la sociedad en un todo.
También consideró que estos efectos eran progresistas en tan-
to que eliminaban escombros y restos precapitalistas y parti­
cu­laristas. En nuestros días, los radicales insisten en que
la in­vasión mundial de las mercancías en una sociedad es
abrumadora­mente destructiva. El capitalismo (no solo la
globalización y la corporativización10) convierte lo sólido en

10. A diferencia de la privatización, que es la transferencia de un servicio


público al sector privado, con la corporativización la empresa o el servi­
cio en cuestión si­gue siendo de propiedad pública, pero se administra
bajo las lógicas mer­cantilistas del sector privado. No existe un término
exacto para traducir cor­poratization al castellano. (N. de la T.)

247
murray bookchin | la próxima revolución

aire a la vez que reemplaza tradiciones anteriores con pro-


piedades ­dis­­tin­tivamente burguesas. Implícita en las afirmacio-
nes de Marx estaba la creencia de que el capitalismo globalizado
proporcionaría un futuro en el que, como si fuese una hoja en
blanco, se escribirían las nuevas líneas maestras de una sociedad
racional. Pero mientras que el capitalismo escribe su mensaje
con exclusivos valores burgueses, crea acontecimientos poten-
cialmente monstruosos que, sin duda alguna, pueden minar la
vida social misma. Suplanta los lazos tradicionales de solidari-
dad y de comunidad con una avaricia generalizada, un apetito
por la riqueza y un sistema de responsabilidad moral centrado
en «lo importante», con un cruel desprecio por la desesperación
de los pobres, los mayores y los discapacitados físicos.
No es que esa avaricia y crueldad estuviesen ausentes
del capitalismo en el pasado. Pero en una época anterior la
­burguesía era relativamente marginal y vulnerable frente a
la ­mirada paternalista de la nobleza terrateniente; los valores
preindustriales mantenían más o menos bajo control al capita-
lismo. Pero en un momento dado la economía de mercado
­demostró un espíritu capitalista cada vez más dominante de
autoexpansión y de explotación despiadada. La cruda ambi-
ción burguesa y su crueldad, ya descrita por grandes escritores
como Balzac y Dickens, produjo una alteración que agitó pro-
fundamente a todos aquellos que se expusieron a ella. En épo-
cas pasadas, los ricos ni eran admirados ni se les consideraba
encarnaciones de la virtud. De hecho, pese a que su cumpli-
miento no era la norma sino todo lo contrario, la virtud más
admirada en la mayor parte del mundo precapitalista no era el
autobombo ni el crecimiento individual, sino el sacrificio per-
sonal, era la donación y no la acumulación.
Pero en nuestros días, el capitalismo ha penetrado en todos
los aspectos de la vida. La avaricia, un excesivo apetito por la
riqueza, la mentalidad contable, y una mirada desdeñosa
frente a la pobreza y la enfermedad se han convertido en una
pa­to­logía moral. Bajo estas circunstancias, las inclinaciones
burgue­sas son símbolos celebrados de la «gente bien» y, de ma-
nera más sutil, de la generación de los baby boom y su giro hacia

248
el futuro de la izquierda

el modelo yuppie. Estos valores se filtran en los estratos menos


afortunados de la población que, dependiendo de sus pro-
pios recursos, miran con envidia e incluso admiración a los
afortunados, y se señalan a sí mismos, fustigándose por su au-
sencia de privilegios y estatus, sintiéndose unos «ineptos».
En este nuevo aburguesamiento, los desposeídos no alber-
gan antagonismos de clase contra los «ricos y guapos» (una sin-
gular yuxtaposición), sino que más bien los respetan. En
nuestros días, las personas pobres y de clase media se inclinan
menos a sentir odio contra la burguesía, que a sentir una cre-
ciente y servil admiración; cada vez más desposeídos consideran
que la capacidad de hacer dinero y de acumular riqueza no es
indicativo de una disposición depredadora y de ausencia de es-
crúpulos morales —como sí que se consideraba hace unas gene-
raciones—, sino una evidencia de inteligencia y habilidades
innatas. Los quioscos y las librerías están repletas de publicacio-
nes que ensalzan los estilos de vida, las carreras, las vidas perso-
nales y la riqueza de nuevos ricos, contemplados como modelos
de éxito y superación. El que estas «celebridades» de la posmo-
dernidad broten de la oscuridad es un valor añadido: sugiere
que el endeudado pero atento lector también puede «lograrlo»
en el nuevo mundo burgués. Cualquier persona anónima puede
ser candidata a «convertirse en millonario»11 —o multimillona-
rio— simplemente ganando en un concurso televisivo o la lote-
ría. La miríada de millones de personas que envidian y admiran
a la burguesía ya no consideran a los miembros de esta como
parte de una «clase», sino que sienten que, más bien, son el
­resultado de la «meritocracia» que, como resultado de la buena
suerte y el esfuerzo, los ha convertido en ganadores de la
­lotería de la vida. Si los estadounidenses creyeron durante
mucho tiempo que cualquiera podía llegar a convertirse en el
presidente de los Estados Unidos, las nuevas creencias mantie-
nen que cualquiera se puede hacer millonario o, ¿quién sabe?,
una de las diez personas más ricas del mundo.

11. Juego de palabras con el nombre del concurso televisivo Who wants


to be a millionaire (¿Quién quiere ser milionario?). (N. de la T.)

249
murray bookchin | la próxima revolución

Por otra parte, cada vez está más asumido que el capitalismo
es el estado natural de las cosas y la dirección en la que la histo-
ria ha ido convergiendo. Incluso aunque el capitalismo logre
este esplendor, somos testigos de un nivel de ignorancia pública,
de fatuidad y de fanfarronería inédito desde el nacimiento del
mundo moderno. Las ideas y las experiencias, como la comida
rápida y el sexo rápido, simplemente pasan por nuestra mente
como si fuesen una exhalación, y lejos de ser absorbidas y utili-
zadas como piedras maestras para generalizar conceptos, des-
aparecen rápidamente para hacer sitio a más ideas y experiencias,
más nuevas y más rápidas cuyo carácter es cada vez más superfi-
cial o está más degradado. Parece como si cada pocos años una
nueva generación pusiera en marcha «nue­vas causas» que ya ha-
bían sido agotadas una o dos décadas antes, arrojando al olvido
ideológico lecciones de valor incalculable y conocimientos im-
prescindibles para una práctica social radical. Cada generación
nueva tiene la idea inheren­temente arrogante de que la historia
comienza en el momento en el que dicha generación aparece;
por ello, todas las experiencias del pasado, incluso del pasado
reciente, deben ser ignoradas. Por eso, la lucha contra la globali-
zación, librada durante siglos bajo la rúbrica del antimperialis-
mo, ha sido reinventada y renombrada.
El problema de las definiciones y especificaciones perdidas,
de que todo se convierta en «aire», y la desastrosa pérdida de la
memoria de las esperanzas y lecciones vitales para establecer
una tradición de izquierdas, dificulta cualquier intento de crear
un movimiento revolucionario en el futuro. Las teorías y con-
ceptos pierden su dimensión, su masa, sus tradiciones y su im-
portancia, y, en consecuencia, son adoptados y desechadas con
juvenil ligereza. La chovinista idea de «identidad», que es un
subproducto de la sociedad de clases y jerarquías, corroe ideoló-
gicamente el concepto de «clase», priorizando una distinción, en
gran medida psicológica, a expensas de la sociopolítica. La «iden-
tidad» se convierte en un problema sumamente individual con
el que sus individuos deben luchar psicológica y culturalmente
en vez de asumirse como un problema social básico que debe ser
comprendido y resuelto mediante un enfoque social radical.

250
el futuro de la izquierda

De hecho, la burguesía puede remediar sin mucha dificul-


tad este tipo de problemas, ascendiendo a niveles superiores
de mando a empleados discriminados por su etnia y mediante
la promoción de tenientes o generales mujeres en el Ejército.
De aquí la asombrosa diligencia que las nuevas empresas y me-
dios de masas demuestran a la hora de seleccionar a negros o
mujeres para ocupar puestos importantes en sus operaciones
o presentaciones mediáticas. Capitalistas del baby boom como
Tom Peters, que adereza con elegantes trazos anarquistas sus
ideas de prácticas no jerárquicas en la gestión empresarial, a
menudo consideran la raza y el género como arcaísmos. Colin
Powell ha demostrado que, incluso con un afroamericano
como presidente del Estado Mayor Conjunto, las fuerzas ar-
madas estadounidenses pueden ser tan mortales como se con-
sidere necesario; y Oprah Winfrey ha demostrado que lo que
los estadounidenses leen o compran no guarda relación con la
raza o el género del vendedor televisivo de estas mercancías.
Las clases medias y trabajadoras ya no piensan que la socie-
dad actual esté estructurada alrededor de las clases. La opinión
actual mantiene que los ricos lo merecen y los pobres no,
mientras que un número incalculable de gente oscila entre
­estas dos categorías. Un inmenso sector de la opinión públi-
ca del mundo occidental tiende a considerar la opresión y la
explotación como abusos residuales, no como rasgos inheren-
tes de un orden social específico. La sociedad dominante no es
analizada de manera racional ni se ve desafiada con firmeza;
se la analiza con prudencia y se la engatusa educadamente,
como si los problemas sociales surgiesen de comportamien-
tos erráticos individuales. Pese a que de tanto en tanto explo-
ten ­protestas ruidosas, una creciente amabilidad va rebajando
la severidad de los conflictos y disputas sociales, incluso en­
tre la gente que profesa posicionamientos de izquierdas.
Lo que está ausente en este tipo de oposiciones espo­
rá­d icas y eruptivas es una comprensión de las continuidades
­causales que solo se pueden desvelar si son sometidas a ex­
ploraciones serias y sobre todo racionales. En la denominada
«Rebelión de Seattle», entre finales de noviembre y principios

251
murray bookchin | la próxima revolución

de diciembre de 1999 contra la Organización Mundial del Co-


mercio (omc), lo que estaba en conflicto no era la sustitución
del «libre ­comercio» por el «comercio justo», sino cómo la so-
ciedad moderna produce la riqueza del mundo y la distribuye.
Aunque algunos manifestantes militantes intentaron invocar
las «injusticias» del capitalismo (de hecho, el capitalismo no
estaba siendo mucho más «injusto» de lo que lo es un virus le-
tal cuando produce enfermedad y muerte), eran muy pocos los
manifestantes que parecían entender la lógica de una econo-
mía de mercado. Se ha denunciado que durante las manifesta-
ciones contra la omc no hubo casi distribución de información
que explicase la razón básica para acusar a la omc y evitar que
sus delegados hicieran su trabajo.
En efecto, tanto la manifestación de Seattle como la de
Washington D. C. unos meses después, dejando de lado sus bue-
nas intenciones, crearon la ilusión de que acciones meramente
disruptivas y cada vez más escenificadas, pueden lograr algo más
que «moderar» los excesos de la globalización. La manifestación
de Washington, de hecho, tuvo un carácter tan negociado que la
policía permitió que los manifestantes cruzasen una raya hecha
con tiza —y permitiendo tras ello ser escoltados a los autobuses
como detenidos— como mero símbolo de ilegalidad. El porta-
voz de la policía estuvo de acuerdo, con mucho gusto, en que los
jóvenes manifestantes eran «decentes» y «chavales con preocu-
paciones sociales» que tenían buenas intenciones; y los repre-
sentantes de la omc transigieron en que aquellos les hacían
dirigir su atención hacia los acuciantes problemas económicos y
medioambientales que necesitaban corrección.
Más que ser protestas significativas, estas manifestaciones
tuvieron relevancia porque en la actualidad cualquier tipo de
protesta resulta extraña. El limitado número de participantes
parecía carecer de una compresión profunda de lo que repre-
sentaba la omc. Incluso protestar contra el «capitalismo» no es
más que vocear una oposición a un nombre abstracto que,
en sí mismo, no nos dice nada acerca de las relaciones sociales
capitalistas, su dinámica, su transformación en destructivas
fuerzas sociales, los requisitos necesarios para deshacerlo, y

252
el futuro de la izquierda

por último de las alternativas que existen para reemplazarlo.


Pocos de los manifestantes parecían conocer las respuestas a
estas preguntas; por ello, castigaban a las corporaciones y a las
multinacionales como si estas no fuesen los inevitables resul-
tados de las históricas fuerzas de la producción capitalista.
¿Desaparecerían los peligros de la globalización si las corpora-
ciones fuesen más pequeñas? Y más básico aún, ¿de haber sido
más pequeñas podrían las empresas haber evitado transfor-
marse en gigantes industriales, comerciales y financieros que
no se diferenciarían de las multinacionales modernas?
Mi intención no es tanto presentar críticas como cuestio-
nar hasta qué punto los manifestantes de Seattle y Washing-
ton comprendían de manera correcta el problema con el que
se estaban enfrentando. De hecho, ¿qué se supone que se debe
expresar en una manifestación? No solo debe protestar sino
que también confrontar el poder oficial con el poder popular,
incluso en su forma más incipiente. Las manifestaciones son
movilizaciones de un número considerable de personas serias
que, al tomar las calles, intentan hacer que las autoridades se-
pan que se oponen fervientemente a determinadas acciones
por parte del poder que sea. Pero, reducido todo a dichas paya-
sadas, estos actos se convierten en formas de entretenimiento
que se desinflan solas. Como tal, no constituyen desafío algu-
no a las autoridades. Cuando el comportamiento idiosincráti-
co reemplaza la oposición contundente, lo que se muestra al
público es que los defensores de estas visiones son meros ex-
céntricos que no merecen ser tomados en serio y cuya causa es
trivial. Sin la seriedad que transmite respetabilidad —y, sí, la
disciplina que muestra una intencionalidad seria—, las mani-
festaciones, como otras formas similares de expresión, son
peor que inútiles; dañan la causa al trivializarla.
Una política de mera protesta, carente de contenido progra-
mático, de la proposición de alternativas, y de un movimiento
que le proporcione a la gente una dirección y con­ti­nuidad, no es
más que una sucesión de eventos, cada uno de los cuales tiene un
comienzo y un final pero poco más. El orden social puede vivir
con un evento o una serie de eventos e incluso encon­trarlos

253
murray bookchin | la próxima revolución

dignos de alabanza. Peor aún, dicha política vive o muere según


una agenda establecida por el orden social al que se opo­ne. Las
corporaciones propusieron la omc; necesitaban participación
mundial en la Organización y, a su modo, generaron la misma
oposición que ahora denuncia su falta de democracia y de huma-
nidad. Esperaban oposición, y solo la falta de práctica de la poli-
cía de Seattle permitió que dicha oposición se pasara un poco de
la raya. Si esto supusiera un gran obstáculo para sus planes, tam-
bién se podría plantear realizar este tipo de protestas en las con-
venciones de los principales partidos políticos, en contra de cuya
existencia misma se supone que están muchos de los manifestan-
tes. De hecho, los manifestantes, da igual sus buenas intenciones,
legitiman la existencia de partidos políticos al apelarles a que
modifiquen las políticas del comercio internacional, como si es-
tas tuviesen un lugar justificable en una sociedad racional.
La política de la protesta no es en absoluto política. Tiene
lugar dentro de parámetros decididos por el sistema social do-
minante y que solo responden a enfermedades solucionables, a
menudo simples síntomas, en lugar de desafiar el orden social
como tal. Los anarquistas enmascarados que se unen a estos
eventos destrozando ventanas utilizan el clamor del cristal
roto para dotar de glamur las limitadas protestas callejeras, me-
diante la imagen violenta y poco más.
No he realizado estas afirmaciones críticas acerca del esta-
do actual de la izquierda con la intención de quejarme de la
gente, las actividades y eventos o debido a algún tipo de desdén
generacional o sectario. Por el contrario, mi crítica nace de una
profunda simpatía por las personas sensibles a las injusticias y
en particular por aquellos que intentan remediarlas. Mejor ha-
cer algo para acabar con el silencioso asentimiento popular,
que perpetuar sin más la complacencia generada de una socie-
dad orientada al consumo.
Tampoco he lanzado aquí mis críticas al marxismo y al
anarquismo —los dos jugadores principales de la izquierda clá-
sica— con el objetivo de asombrar a la nueva generación de
activistas con la grandeza de una historia revolucionaria que,
en cierto modo, deberían igualar. De nuevo, mi objetivo es el

254
el futuro de la izquierda

opuesto; he invocado la izquierda clásica de antaño no solo


para sugerir que tiene cosas que enseñarnos, sino también
para señalar sus propias limitaciones como el resultado de ser
de una era diferente y que, para bien o para mal, no regresará
jamás. Lo que la izquierda clásica debe enseñarnos es que las
ideas deben ser sistemáticas —coherentes— si se quiere que
sean productivas y comprensibles para la gente que está seria-
mente comprometida con el cambio social de base. De hecho,
la izquierda futura debe mostrar que los problemas de la socie-
dad actual, que parecen tan dispares unos de otros, surgen de
una patología social común y están ligados entre sí, por lo que
la patología debe ser eliminada en su conjunto. Más aún, nin-
gún intento de transformar la sociedad existente demostrará
ser esencial, a no ser que comprendamos cómo están interco-
nectados estos problemas y cómo sus soluciones pueden ser
inferidas de las potencialidades humanas para la libertad, ra-
cionalidad y conciencia propia.
Por coherencia me refiero no solo a una metodología o un
sistema de pensamiento que explore las causas originales, sino
más bien a que el mismo proceso de intentar unir las diferentes
patologías sociales a los factores subyacentes y solucionarlos en
su totalidad supone un esfuerzo ético. Afirmar que la humani-
dad tiene el potencial para la libertad, la racionalidad y la con-
ciencia individual —y que es significativo que este potencial
aún no se haya desarrollado—, conduce de manera inexorable a
la exigencia de que cada sociedad justifica su existencia hasta el
punto que actualiza estas normas. Cualquier esfuerzo por eva-
luar el éxito de una sociedad a la hora de lograr la libertad, la
racionalidad y la conciencia individual lleva implícito un juicio.
Eleva la peliaguda cuestión de qué «debería ser» una sociedad
dentro de sus límites materiales y culturales. Constituye un
ideal alcanzable: plantear el desarrollo social para todas las per-
sonas pensantes. Es lo que, hasta ahora, ha mantenido vivos mo-
vimientos que luchan por alcanzar la libertad.
Sin este ideal como presencia continua y dinamizadora, no
es posible ningún movimiento para la liberación humana, solo
protestas esporádicas que pueden enmascarar la irracionalidad

255
murray bookchin | la próxima revolución

básica de una sociedad prisionera que intenta eliminar con cos-


méticos las manchas de la piel. Por el contrario, es necesario to-
mar consciencia de manera persistente de que la irracionalidad es
algo profundamente arraigado y que sus preocupantes enferme-
dades no son problemas aislados que puedan ser sanados poco a
poco o fragmentariamente, sino que deben ser resueltos median-
te transformaciones profundas en los orígenes, a menudo ocul-
tos, de las crisis y de los sufrimientos. Esta consciencia es lo único
que puede mantener cohesionado un movimiento, proporcio-
narle continuidad, preservar su mensaje y organización más allá
de una determinada generación y expandir su capacidad de lidiar
con nuevos problemas y acontecimientos.
Es demasiado habitual ver como ideas que se supone que de-
ben comportar una práctica determinada son transferidas a la
academia en vez de puestas en práctica, como si se tratase de una
tarifa para «enriquecer» el currículo y, por supuesto, para gene-
rar trabajos para el profesorado en aumento. Esta ha sido la des-
graciada suerte del marxismo, que en otros momentos fue un
conjunto de ideas combativas y creativas, pero que ahora ha ad-
quirido respetabilidad académica, hasta el punto de que está
considerado como merecedor objeto de estudio. Al mismo tiem-
po, la rutinaria utilización de la palabra activista provoca proble-
mas que pueden ser inintencionadamente regresivos. ¿Puede
actuarse sin un conocimiento de la naturaleza de las enfermeda-
des sociales y sin una comprensión teórica de las medidas nece-
sarias para solucionarlas? ¿Pueden los activistas siquiera actuar
de manera efectiva y significativa sin tener en cuenta el rico
conjunto de experiencias e ideas que han crecido durante todos
estos años y que pueden mostrarnos los errores que yacen bajo la
superficie de las muchas estrategias ya probadas por las genera-
ciones anteriores?
¿En qué dirección es probable que se desarrolle la sociedad
ca­pitalista en el próximo siglo y cuáles son los problemas más
básicos que está creando a la humanidad? ¿Hay algún sector, cla-
se o grupo en especial en la sociedad al que debamos apelar si
­tenemos la esperanza de crear un movimiento revolucionario?
¿Qué tipo de instituciones y movimientos debemos crear que

256
el futuro de la izquierda

desempeñen un papel importante en el cambio social? ¿Necesi-


tamos de verdad un movimiento bien organizado o los cambios
que e­ speramos tendrán lugar de manera espontánea?, ¿surgirán
de ma­nifestaciones en torno a problemas específicos, en festiva-
les callejeros o en iniciativas comunitarias como cooperativas,
compañías alternativas o semejantes? ¿O debemos construir en-
tidades políticas?, y si es así…, ¿de qué tipo? ¿Cuál es la relación
de un movimiento revolucionario con estas nuevas entidades
políticas? ¿Cómo debería estar localizado e institucionalizado el
poder en una sociedad racional? Por último, ¿qué consideracio-
nes éticas deberían guiar nuestros esfuerzos?
El marxismo fracasó a la hora de construir una imagen
adecuada del trabajador como ser humano multifacético y, de
hecho, ya sea como hombre o como mujer, lo fetichizó hasta
el punto de la absurdidad. El marxismo no ve a los trabajado-
res como algo más que entidades económicas, aunque los dotó
de propiedades semimísticas como agentes revolucionarios,
poseedores de poderes secretos para entender sus intereses
y una sensibilidad extraordinaria para las posibilidades radi­
cales de la sociedad existente. Leer a Rosa Luxemburg, Karl
Lieb­knecht, León Trotsky, a los propagandistas del sindica­
lismo e incluso a los socialdemócratas normales y corrientes
proporciona la sensación de que estaban impresionados por
la valoración socialista de los trabajadores y que les atribuían
poderes revolucionarios. Les parecía inconcebible que los tra-
bajadores también pudieran convertirse en fascistas o reac-
cionarios.
Esta mistificación no ha desaparecido del todo, pero in­
cluso de haberlo hecho, debemos preguntarnos qué parte de
la sociedad puede desempeñar un papel dirigente en el cam-
bio radical. La realidad es que el papel nivelador del capitalis-
mo occidental y el creciente desarrollo de las luchas sociales
con unas líneas cada vez más vagas y difusas ha abierto un pa-
norama muy diferente del que en otro tiempo hipnotizó a la
izquierda clásica. El nivel tecnológico de la Revolución Indus-
trial era en su mayor parte trabajo intensivo; la brutal explota-
ción de la mano de obra y la simplificación de los procesos

257
murray bookchin | la próxima revolución

laborales, con la consecuente destrucción de capacidades debi-


do a la reducción de los procesos de división del trabajo, hizo
posible que Marx y otros teóricos pudiesen identificar al pro-
letariado como la víctima principal del capitalismo y con ello
la pieza principal de su derrota.
Aunque continúan funcionando muchas fábricas tradicio­
nales, en particular en el Tercer Mundo, en Europa y Estados
Unidos estas están dando paso a sistemas de producción al­ta­
mente especializados y diferenciados. Muchos de los nuevos es-
tratos de población ya no pueden seguir siendo considerados,
excepto de una manera muy elástica, como «obreros» en sentido
industrial. Dicha población se está convirtiendo en una mayoría
dentro de la «clase trabajadora», mientras que el proletariado in-
dustrial (al contrario de lo que esperaba Marx) se está transfor-
mando de manera clara y visible en una minoría cada vez más
reducida de la población. En la actualidad, al menos, estos trabaja-
dores tienen un buen sueldo (a menudo cobran un salario men-
sual en vez de recibir el pago por horas determinadas),12 sus gustos
están orientados al consumo, muy alejados de una perspectiva de
clase, y hace mucho que desecharon la disposición para albergar
puntos de vista de izquierdas.
El capitalismo, en efecto, está creando las bases para una polí-
tica populista —esperemos que de una política radical y, en últi-
ma instancia, revolucionaria— que esté centrada en la ampliación
y expansión de las oportunidades profesionales, la calidad de la
vida y en un medioambiente más placentero. A nivel económico,
la maduración del capitalismo puede ser dividida sin problemas
en los descriptivos estratos de ricos, acomodados y pobres. Los
trabajadores industriales en Occidente tienen más en común

12. En el texto el autor hace una comparación entre wages (sueldo de pa­
go semanal, basado en una cantidad determinada por hora o por pieza,
que se relaciona con el trabajo de la clase obrera y que varía en fun-
ción de si se hacen horas extras o se aumenta la producción) y salary
(sueldo fijo/nómina, que es invariable y tiene un carácter anual fijado
por la empresa, en función de la tarea a realizar. Los trabajadores de
«cuello blanco» cobran un salario y no tienen en cuenta las horas ex-
tras ni el número de horas desempeñadas en la tarea). (N. de la T.)

258
el futuro de la izquierda

con los técnicos y profesionales asalariados, que con los trabaja-


dores poco cualificados y con bajos salarios del sector servicios,
los restaurantes de comida rápida o las tiendas al por menor, y
menos aún con los pobres lumpenizados. En ausencia de crisis
económicas, la intranquilidad social puede centrarse más en el
miedo al crimen, los recortes y fallos de los servicios públicos y
la educación, o el declive de los valores tradicionales y cuestio-
nes similares. En ocasiones, esta perspectiva populista teme la
degradación medioambiental, la desaparición de los e­spacios
abiertos y la creciente congestión de las comunidades que en
otros momentos respondían a una escala humana; de ­hecho, se
teme la desaparición en todas sus facetas de la vida comunitaria.
Durante más de medio siglo, el capitalismo ha conseguido
no solo evitar sino también controlar las crisis que potencial-
mente podían tener un carácter explosivo. Como sistema, el
capitalismo es una de las economías más inestables de la histo-
ria y por ello es siempre impredecible. Pero igual de incierta es
la tradicional idea radical de que el capitalismo debe recaer
con una regularidad inquebrantable tanto en crisis periódicas
como en crisis crónicas. La población media de Europa y de los
Estados Unidos ha mostrado una reseñable confianza en las
operaciones de la economía; más del 40 % de las familias es­
tadounidenses han invertido en el mercado bursátil y acep­tan
sus terribles giros, sin verse arrastrados por el pánico que
­afectaba a los mercados financieros en el pasado. La política,
orientada de manera estricta a la noción de clase sustentada en
los trabajadores industriales, se ha ido desvaneciendo y la iz-
quierda se enfrenta ahora al imperativo de crear una política
popular que llegue a «la gente» tal y como es actualmente la
población, previendo que, a día de hoy, estas personas se pue-
dan radicalizar mucho más fácilmente por los problemas que
preocupan a sus comunidades, las libertades civiles, el entorno
natural en general o la integridad de la cadena de suministro
de alimentos. La importancia de los asuntos económicos no
puede sobrestimarse, pero, en particular durante los periodos
de relativo bienestar, la izquierda futura solo tendrá éxito en
el momento en el que se dirija a la gente como «personas»

259
murray bookchin | la próxima revolución

en lugar de hacerlo como clase, entendiendo que su malestar


tiene mucho que ver con las libertades, la calidad de la vida,
además del futuro en relación con la inseguridad material y las
crisis económicas.13
Por la misma razón, una izquierda futura solo puede albergar
la esperanza de que podrá ejercer cierta influencia si consigue
movilizar a la gente en problemas que atraviesan las líneas de cla-
se. Desde la época de Marx hasta la década de 1930, las principales
víctimas de la explotación capitalista parecían ser los obreros que
se encontraban en el punto de producción. Se afirmó que la Revo-
lución francesa permitió al campesinado obtener un mayor con-
trol de la tierra, y las revoluciones democráticas del siglo xviii
garantizaron a las clases medias bajas un espacio mayor en todas
las esferas de la sociedad francesa. Pero dejaron sin satisfacer a
una clase: el emergente proletariado industrial, que se encontraba
sujeto a unas durísimas condiciones laborales, tenía prohibido or-
ganizarse y sufría de un constante declive en su nivel de vida. En-
gels retrató la vida de la clase obrera basándose en el proletariado
industrial de 1844 en el culmen de la Revolución Industrial; Marx
argumentó que la concentración de capital y el desplazamiento de
los trabajadores por las máquinas crearía una miseria insufrible
en las fábricas inglesas y continentales. La visión anticapitalis-
ta se predicaba bajo la creencia de que las condiciones materiales
de vida del proletariado empeorarían sin pausa mientras que el
número de sus miembros se incrementaría hasta un punto en
el que pasaría a constituir la mayoría de la población.

13. No estoy intentando minimizar la importancia de los asuntos eco­nó­


micos. Muy al contrario, solo en los últimos tiempos, en especial des-
de mediados del siglo xx, la eco­nomía capitalista se ha convertido en
una sociedad de mer­cancías. La mercantilización ha penetrado en los
resquicios más íntimos de la vida personal y social. En la terminología
empresarial que prevalece en nuestros días, casi cualquier cosa se ve
como comerciable. El amor mismo se convierte en una «cosa» con su
propio valor de intercambio y valor de uso, incluso su propio precio,
al fin y al cabo, ¿no nos «ganamos» el amor de los otros gracias a nues-
tro comportamiento? De todas maneras, este tipo de mercantilización
no ha llegado a ser total, el valor del amor no puede ser totalmente
mesurable en términos de trabajo o de oferta y demanda.

260
el futuro de la izquierda

Sin embargo, a finales del siglo xix estas predicciones em-


pezaron a no cumplirse exactamente, y al llegar 1950 estaban
totalmente desacreditadas. Gracias a la sofisticación de la ma-
quinaria, la aparición de la electrónica, el incremento especta-
cular en la producción de vehículos a motor, el auge de la
industria química y de sectores similares, la proporción de tra-
bajadores en relación a la población en general estaba dismi-
nuyendo y no aumentando. Más aún, debido en gran parte a
las luchas de los sindicatos legales por mejorar las condiciones
de vida del proletariado en particular, el conflicto entre traba-
jo y capital se vio silenciado de manera significativa. De esta
manera, el marxismo estaba claramente encerrado en las rela-
ciones de clase de un periodo histórico limitado, la era de la
Primera Revolución Industrial.
Lejos de proletarizarse o de declinar hasta convertirse en una
minoría de la población tal y como había predicho Marx, la clase
media retuvo la psicología y la consciencia de población que po-
día esperar alcanzar un estatus cada vez más elevado. Carente en
realidad de propiedades y a menudo acobardada por la gran bur-
guesía, la pequeña burguesía estaba convencida (y en gran medi-
da sigue estándolo) de que posee un lugar privilegiado en la
economía de mercado y alimenta expectativas de que se puede
ascender en la escala social del sistema capitalista. En todo caso,
por lo menos la clase trabajadora ha logrado suficientes benefi-
cios como para esperar que sus hijos, que han r­ ecibido una edu-
cación mejor que sus padres, puedan mejorar en la vida. Millones
de pequeños propietarios invierten en los mercados financieros.
Los trabajadores se describen a sí ­mismos como «clase media» o,
con un deje que intensifica la ­dig­nidad del trabajo, como «fami-
lias trabajadoras». Expresiones com­bativas y exclusivas como
«obreros», «trabajadores» y «mano de obra», que en otros tiem-
pos hacían referencia de manera implícita a la existencia de la
lucha de clases, ahora apenas se utilizan o han desaparecido.
Las finas líneas que, en otro momento, distinguían a un
con­table del proletariado se han ido desdibujando ideoló­gi­ca­
mente y, con ello, se ha ido suprimiendo la consciencia obrera
de clase. A pesar de que la teoría de la historia defendida por

261
murray bookchin | la próxima revolución

Marx, la entendía como una acumulación de luchas de clase,


una clase no es más auténtica que la consciencia con la que
mira la realidad. Ningún trabajador es un auténtico miembro
de una clase, y da igual lo explotado que esté, si mira la vida
social en términos burgueses. La burguesía lo comprendió muy
rápidamente y ya instrumentalizaba las diferencias étnicas, de
género y de aptitudes existentes en el seno del proletariado.
Por ello, el trabajador de cuello blanco o de cuello azul define
su pertenencia según lo que piensa sobre sí mismo, cómo se
relaciona con su jefe y qué expectativas tiene en la vida. Un
trabajador que carezca de conciencia de clase combativa, en
términos prácticos no es un proletario explotado, del mismo
modo que un policía no es un trabajador ordinario. La mistifi-
cación por parte de los intelectuales radicales de la figura del
trabajador, tiene su origen en su atribución de que «el ser pre-
cede a la consciencia»,14 es decir, cuando el trabajador se da
cuenta de que es explotado y de que el capitalismo es su enemi-
go social.
¿Qué significa esto para una izquierda futura? A no ser que
el capitalismo colapse de manera inesperada debido a una
enorme crisis crónica —en cuyo caso los obreros podrían sin
lugar a dudas abrirle las puertas al fascismo de Le Pen en Fran-
cia o al de Buchanan en los Estados Unidos—, la izquierda
debe centrarse en problemas cuya naturaleza sea interclasista,
dirigiéndose tanto a la clase media como a la clase traba­jadora.
La lógica misma del imperativo de crecimiento o muerte pro-
voca que el capitalismo pueda perfectamente estar generando
crisis que ponen en grave peligro la integridad de la vida en
este planeta. Los desechos de las fábricas y de las industrias de
materias primas, las prácticas agrícolas destructivas, y los pa-
trones de consumo desarrollados en partes privilegiadas del

14. «No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el


contrario, el ser social es lo que determina su conciencia», en Karl
Marx: Contribución a la crítica de la economía política, op. cit., prólogo, p.
1. (N. de la T.)

262
el futuro de la izquierda

planeta están simplificando los lazos ecológicos cuya natura-


leza es tremendamente compleja y que surgieron hace millo-
nes de años de evolución natural, reduciendo zonas de una
gran fertilidad y productividad a paisajes de cemento, convir-
tiendo el agua potable en un recurso cada vez más degradado,
rodeando el planeta con una capa de dióxido de carbono que
amenaza con alterar de manera dramática el clima y con abrir
peligrosos agujeros en la capa de ozono. Los ríos, lagos y océa-
nos se están convirtiendo más y más en vertederos de residuos
venenosos, peligrosos para la vida. Casi todos los componen-
tes tangibles de la vida diaria, de la comida en la mesa a las
sustancias utilizadas en el lugar de trabajo, están siendo conta-
minados con tóxicos que se sabe que son peligrosos o que lo
son en potencia. La ciudades crecen como vastos entornos,
contaminados y desbordantes cuyas poblaciones a veces son
mayores que las de muchos de los Estados nación de hace unas
décadas. El cinturón ecuatorial de bosque tropical, que cubría
gran parte de la superficie del planeta y enormes territorios en
las zonas templadas, está siendo deforestado y despojado de
todas sus formas de vida.
Pero, para el capitalismo, desistir de su expansión irracio-
nal sería cometer suicidio. Por definición, se trata de una eco-
nomía competitiva que no puede parar de expandirse. Los
problemas que pueda estar creando —y que trascienden las
diferencias de clase— pueden convertirse fácilmente en las
bases para una vasta crítica, si los medioambientalistas actua-
les están dispuestos a plantear sus preocupaciones desde un
punto de vista de análisis social radical, y a organizarse no solo
para salvar especies determinadas o en contra de los vicios de
los fabricantes de automóviles, sino con la idea de reemplazar
la irracional economía existente por una racional. El hecho de
que la industria nuclear siga existiendo no debe ser visto úni-
camente como un abuso o como un problema de estupidez,
sino como parte integral de un conjunto más amplio: una
­necesidad de la industria dentro de la economía competitiva,
que promueve el crecimiento para s­u­perar a sus rivales. De
modo similar, los éxitos de la industria ­química a la hora de

263
murray bookchin | la próxima revolución

promocionar el uso de tóxicos en la ­agricultura, y el aumento


de la producción de las industrias petroleras y de automóviles,
deben ser vistos como la consecuencia de los mecanismos in-
ternos de un sistema profundamente interconectado. No solo
los trabajadores, sino también el público debe ser educado en
la realidad de que nuestros problemas económicos emergentes
nacen de nuestra irracional ­sociedad.
Problemas como la discriminación de género, el racismo y el
chovinismo nacional deben ser releídos no solo como regresio-
nes sociales y culturales, sino como evidencia de las enfermeda-
des provocadas por la jerarquía. Debe impulsarse el aumento de
la sensibilización pública con el objetivo de reconocer que la
opresión incluye no solo explotación sino también dominación,
y que está basada no solo en causas económicas sino en particu-
larismos culturales que dividen a la gente en función de rasgos
sexuales, étnicos y similares. Allá donde estos problemas hayan
adquirido la forma de abusos patentes y estén en un primer pla-
no, un movimiento revolucionario consciente debe expandir y
explicar sus implicaciones para demostrar que la sociedad tal
y como existe es básicamente irracional y peligrosa.
Un movimiento revolucionario de este tipo necesita de
un repertorio propio de tácticas, diseñado para propagar el
impacto de cualquier problemática, sin importar cómo de refor-
mista pueda parecer esto a primera vista, radicalizándolo paula-
tinamente y proporcionándole un impulso revolucionario. No
debería llegar a ningún acuerdo con liberales y con la burguesía
para conservar el orden existente. Si la solución a un problema
medioam­biental específico parece bastante pragmático, enton-
ces el movimiento debe considerarlo como un paso para am­
pliar una puerta ya entreabierta hasta mostrar que el conflicto
­ecológico al completo es sistémico, exponiéndolo como tal a la
mirada pública. Por ello, un movimiento revolucionario debería
insistir no solo en bloquear la construcción de una planta nu-
clear, sino en el cierre de todas las plantas nucleares y su sustitu-
ción por fuentes energéticas alternativas que mejoren el entorno
natural. No debe considerar las victorias limitadas como algo
concluyente, sino que de manera clara debe unir una demanda

264
el futuro de la izquierda

determinada a la necesidad de un cambio social básico. La mis-


ma estrategia debe utilizarse en los actuales métodos agrícolas,
respecto al uso de químicos, la creación de medios de transporte
nocivos o la fabricación de productos domésticos peligrosos.
De hecho, debe hacerse con cada producto cuya producción y
utilización menosprecie el medioambiente y degrade los valo-
res humanos.
He analizado en otros lugares las razones por las que el
­poder no puede ser ignorado, un problema que asedió a los
anarquistas españoles. Pero ¿podemos concebir un movimien-
to popular que vaya ganando poder sin concebir un organis-
mo que le proporcione una guía? La izquierda revolu­cionaria
que busque pasar de manifestaciones de protesta a manifes­
ta­ciones revolucionarias debe confrontar de manera firme el
­problema de la organización. Hablo aquí no de grupos planifi-
cadores ad hoc sino, más bien, de la creación y mantenimiento
de una organización que sea duradera, estructurada y extensa-
mente programática. Una organización de este tipo constitu-
ye una entidad definible que debe estar estructurada en torno
a instituciones duraderas y formales para que sea operativa;
debe estar formada por miembros responsables que se adhie-
ran a sus ideales de manera firme y consciente; debe promover
un programa integral para el cambio social que pueda ser
puesto en práctica en el día a día. Aunque una organización
de este tipo pueda unirse a una coalición (o a un frente unido,
como lo denominaba la izquierda tradicional), no debe des-
aparecer dentro de ella ni ceder su independencia, menos aún
su identidad. Debe mantener su propio nombre en todo mo-
mento y guiarse siempre por sus estatutos. El programa de la
organización debe ser producto de un análisis razonado de
los problemas fundamentales que enfrenta la sociedad, sus
fuentes históricas y fundamentos teóricos, y los objetivos cla-
ramente visibles subsecuentes a las potencialidades y realida-
des para el cambio social.
Uno de los mayores problemas al que los revolucionarios se
enfrentaron en el pasado, desde los revolucionarios ingleses
en el siglo xvii hasta los españoles en el xx, fue su fracaso a la

265
murray bookchin | la próxima revolución

ho­ra de crear organizaciones firmes, adecuadamente estructu-


radas y bien informadas, con las cuales enfrentarse a sus opo-
nentes reaccionarios. Pocas insurrecciones se expanden más
allá de los límites de una revuelta si no están guiadas por un
liderazgo sabio. El mito de la revolución puramente espontá-
nea es fácilmente desesti­mable gracias a un cuidadoso estudio
de las insurrecciones pasadas (como he intentado hacer en mi
propio trabajo, The Third Revolution, una obra de cuatro volú-
menes). Incluso en organizaciones cohibidamente libertarias,
el liderazgo siempre existió bajo la guisa de «militantes influ-
yentes», hombres y mujeres enérgicos y llenos de vida que
constituían el núcleo en torno al cual las multitudes transfor-
maban protestas callejeras en auténticas insurrecciones. En su
famoso grabado The Revolt, Daumier se centra de manera intui-
tiva en un único rebelde, que lanza el grito que pone a las m ­ asas
en marcha. Incluso en aparentes «insurrecciones espontáneas»,
los militantes más avanzados se dispersaban entre la muche-
dumbre rebelde alentando a las masas indecisas a continuar
con la acción. Al contrario de lo afirmado por los mitos anar-
quistas, ninguno de los sóviets, consejos ni comités que surgie-
ron en Rusia en 1917, Alemania en 1918 y España en 1936, se
formaron únicamente por iniciativa propia. Todas y cada una
de las veces, militantes específicos (un eufemismo para líderes)
tomaron la iniciativa para formarlos y para guiar a las inex­
pertas masas para que adoptasen una dirección radical en sus
­acciones.
Absortos como estaban con sus demandas concretas e inmedia-
tas, pocos de estos comités y consejos poseían una visión
­general de las posibilidades abiertas por las insurrecciones que
habían comenzado, o tenían una comprensión precisa sobre unos
enemigos a los que temporalmente habían derrotado. Sin embar-
go, la burguesía y sus hombres de Estado sabían demasiado bien
cómo organizarse, gracias a su considerable experiencia como em-
presarios, líderes políticos y dirigentes militares. Y en cambio, los
trabajadores carecían demasiado a menudo del conocimiento y la
experiencia vitales para desarrollar una expectativa de este tipo.
Sigue siendo una trágica ironía que las insurrecciones que no son

266
el futuro de la izquierda

directamente derrotadas por fuerzas militares superiores, con fre-


cuencia se quedan congeladas en la inmovilidad una vez alcanzan
el poder y se lo arrebatan a sus enemigos de clase, y pocas veces
han dado los pasos organizativos necesarios para mantenerlo. Sin
una organización de militantes formados a nivel teórico, que haya
desarrollado una visión social amplia de sus tareas y que pueda
ofrecer a los trabajadores programas prácticos para completar las
revoluciones, estas se desmoronarán rápidamente por falta de ac-
ción continuada. Sus defensores, entu­siastas al principio y duran-
te un breve periodo más, se estancarán y comenzarán a desa­nimarse
en su deseo de un programa profundo, perderán el espíritu que los
impulsaba y, tras ello, serán físicamente aplastados. El ejemplo
más claro de este proceso se dio en la Revolución alemana de
1918-1919 y, en gran medida, en la Revolución española de 1936-
1937, en particular por la cesión a la burguesía del poder que el
sindicato anarcosindicalista cnt había recibido de los trabajado-
res catalanes.
La izquierda del futuro debe estudiar con cuidado estas ex-
periencias trágicas y determinar cómo resolver los problemas
del poder y la organización. Una organización de este tipo, si
no quiere perder su espíritu revolucionario, no puede ser un
partido convencional que busque lograr un lugar cómodo en
un Estado parlamentario. El partido bolchevique, estructura-
do como una organización vertical de arriba abajo y que feti-
chizó la centralización y la jerarquía interna del partido,
ejemplifica cómo un partido puede acabar no haciendo otra
cosa que convertirse en una réplica del Estado y en una enti-
dad burocrática y autoritaria.
Si los marxistas, cuando se han enfrentado a situaciones
revolucionarias, no han sido capaces de concebir ninguna po-
lítica que aboliese el Estado, entonces los anarquistas —y
­trágicamente los sindicalistas, que ya habían sido intelec­tual­
mente influidos por estos— estaban tan empeñados en evitar
al Es­tado, que destruyeron sus propias instituciones revolu-
cionarias de autogobierno. Este no es el lugar para analizar el
anar­quismo español y su, como de forma muy acertada ha
denominado Chris Ealham, «farragoso» y bastante confuso

267
murray bookchin | la próxima revolución

anarcosindicalismo, pero está bastante claro que los líderes de


la cnt-fai carecían de la más ligera idea de cómo lograr una re-
volución comunista libertaria.15
De hecho, cada revolución, e incluso todos y cada uno de los
intentos por lograr cambios sociales básicos, se enfrentarán siem-
pre a la resistencia por parte de las élites en el ­poder. ­Todos los
esfuerzos por defender la revolución ne­cesi­tarán acumular po-
der —tanto física como institucional y ad­mi­nis­trati­vamente—,
lo que es lo mismo que decir que necesitarán crear un modelo de
gobierno. Puede que los anarquistas hagan un llamamiento a la
abolición del Estado, pero será necesaria algún tipo de coerción
para prevenir que el Estado burgués regrese con toda su fuerza y
desate el terror. Para una organización libertaria, renunciar a to-
mar el poder cuando puede hacerlo con el apoyo de las masas re-
volucionarias, debido al miedo erróneo de crear un «Estado», es
como poco una señal de gran confusión y, en el peor de los casos,
una total falta de valentía. Tal vez la cnt-fai viviese, de hecho,
conmocionada por el mismo aparato estatal cuya existencia se
habían comprometido a destruir. Es mejor que un movimiento
así desaparezca que no que se mantenga cubierto con un camu-
flaje aparentemente «radical», porque hace promesas a las masas
que luego no podrá cumplir ni honrar.
De todas maneras, la historia de la izquierda libertaria su-
giere un modelo organizativo que es coherente con los inten-
tos de crear una sociedad libertaria de izquierdas. En una
confederación, cuerpos en apariencia superiores desempeñan
el papel de administrar las decisiones políticas tomadas en la
base de la organización. Pero en realidad, casi todas las decisio-
nes políticas, en especial las más básicas, se construyen sobre la

15. Chris Ealham: «From the Summits to the Abyss: The Contradic­tions


of Individualism and Collectivism in Spanish Anarchism», en Paul
Pres­ton y Ann L. Mackenzie (eds.): The Republic Besieged, Edinburgh
Uni­versity Press, Edimburgo, 1996, p. 140 [en castellano: Paul Preston
(ed.): La república asediada. Hostilidad internacional y conflictos internos
durante la Guerra Civil, Ediciones Península, Barcelona, 2015]. Este
ensayo es una de las contribuciones más importantes en la literatura
sobre las con­tra­dic­ciones en el anarquismo que he leído.

268
el futuro de la izquierda

base de las organizaciones gracias a sus ramas o secciones. Las


decisiones tomadas en la base se mueven hacia la cumbre y de
nuevo hacia abajo con sus distintas modificaciones, hasta que,
por votación mayoritaria en la base, se convierten en políticas
cuya implementación es aplicada por comités especiales o per-
manentes.
Sin embargo, ningún modelo organizativo debería fetichi-
zarse hasta el punto en el que entre en clara contradicción con
los imperativos de la vida real. Cuando los acontecimientos ne-
cesitan de ciertas medidas de centralización, puede que se
­tenga que estrechar la coordinación a nivel federal para imple-
mentar una política o táctica, pero solo hasta el punto que sea
necesaria y durante el tiempo que sea necesaria. Una confede-
ración puede permitir la centralización necesaria sobre una
base temporal, sin que esto dé paso a una organización centra-
lizada permanente; pero eso solo es posible si sus miembros
son conscientes y están informados en profundidad como para
estar prevenidos frente a los abusos de la centralización, y solo
si la organización posee las estructuras adecuadas como para
poder revocar líderes que considere que están abusando de su
poder. De otro modo no podemos tener la certeza de que se
honrarán las prácticas libertarias. He visto personas que du-
rante décadas estuvieron comprometidas con las prácticas y
principios libertarios tirar su ideales a la basura, incluso deri-
var hacia el nacionalismo más basto, cuando los acontecimien-
tos apelaban más a sus sentimientos que a sus mentes. Una
organización libertaria debe contar con precauciones como el
derecho a revocar la membresía en la organización y el derecho
a exigir informes completos de las prácticas del cuerpo confe-
derado, pero pese a todo ello se mantiene el hecho de que no
hay sustituto posible para el conocimiento y la conciencia.
Una sociedad comunalista debería tomar decisiones acerca
de cómo se adquieren, se producen, asignan y distribuyen los
recursos. Una sociedad así debe intentar prevenir la restaura-
ción del capitalismo y de viejos o nuevos sistemas de privile-
gio. Debe lograr cierto grado de coordinación administrativa y
de regulación entre comunidades a gran escala, y la toma de

269
murray bookchin | la próxima revolución

decisiones debe ser firme y resuelta si se quiere que no colapse


cualquier tipo de vida social.
Estos límites son necesarios para proporcionar el mayor
grado de libertad posible, pero no se impondrán solo me­dian­te
la «buena voluntad», el «apoyo mutuo» y la «solidaridad», ni
siquiera mediante las «costumbres» o idea alguna que con­si­
dere que la voluntad reside más en la plegaria que en la expe­
riencia humana. El deseo material erosionará rá­ pi­
damente
cualquier atisbo de buena voluntad que una revo­lución exitosa
haya podido crear entre los victoriosos li­bertarios; de ahí la ne-
cesidad de la posescasez como condición para la so­ciedad co-
munalista. En la Revolución española de 1936-1937, muchas de
las colectividades de la nueva sociedad, todas ellas ondeando la
bandera rojinegra del anarcosindicalismo, entraron en flagran-
te competición mutua por las materias primas, el personal téc-
nico e incluso por los mercados y los beneficios. El resultado
fue que tuvieron que ser «socializadas» por la cnt, es decir, el
sindicato tuvo que ejercer el control para igualar la distribu-
ción de mercancías y la disponibilidad de la costosa maquina-
ria, y obligar a las colectividades «ricas» a que compartiesen
su riqueza con las pobres (posteriormente esta autoridad fue
­asumida por el Estado nación de Madrid por razones propias).
Tampoco todos los campesinos deseaban unirse a las colec­­ti­
vidades cuando se les ofreció la posibilidad de funcionar
como pequeños propietarios de tierras. Además, muchos de
los ­miembros abandonaron las colectividades cuando sintie-
ron que p ­ odían hacerlo sin miedo. En otras palabras, para
­es­ta­­blecer una sociedad comunalista viable se necesitará más
que compro­misos personales y morales, y mucho menos los ba-
sados en ­aquellas variables extremadamente precarias, como
son la «na­tu­raleza humana» y los «instintos de apoyo mutuo».
El problema de lograr el comunismo libertario es uno de
los aspectos menos teorizados del repertorio libertario. La má­
xima comunista «de cada uno según sus capacidades, a cada
uno según sus necesidades» presupone suficientes bienes y por
lo tanto un desarrollo tecnológico complejo. Este logro conlle-
va similitudes con el énfasis de Marx de que el progreso en

270
el futuro de la izquierda

los instrumentos de producción es una condición necesaria


para el comunismo. El éxito del comunismo libertario, por
ello, depende profundamente del aumento del acceso a los me-
dios necesarios para la vida.
La historia está llena de incontables ejemplos en los
que la escasez natural o la limitación de recursos obligaron a
­pue­­blos a convertir gobiernos populares en Estados monár­
quicos, ­prisioneros en esclavos, mujeres en esclavas subyugadas,
­cam­pesinos libres en siervos… Ningún desarrollo de este tipo
­ca­re­ce de excesos, y hubiese sido milagroso que benignos gober-
nantes no acabasen convirtiéndose en déspotas brutales. Que
podamos ponernos a juzgar estas sociedades, sus Estados y sus
métodos opresivos es una evidencia de que ha habido un progre-
so e, igualmente importante, que nuestras circunstancias difie-
ren en profundidad de las suyas. Aunque el hambre fue, en otros
tiempos, un rasgo natural de la vida, en nuestros días nos sor-
prende que no se hagan esfuerzos por alimentar a los hambrien-
tos. Pero nos sorprende solo porque ya hemos desarrollado los
medios para producir suficiente, y gracias a ello rechazamos la
indiferencia frente a la escasez. En resumen, las circunstancias
han cambiado en profundidad, independientemente de cómo
continúen estando distribuidos los medios de vida. De hecho,
que podamos decir siquiera que la distribución es injusta es un
veredicto de lo que puede hacer —y potencialmente crear— una
sociedad posescasez capaz de eliminar la escasez material.
Por ello, nuestras actuales visiones expansivas de libertad
­tienen sus condiciones: como mínimo, el progreso tecno­ló­gico.
Solo las generaciones que no han experimentado la Gran De-
presión pueden ignorar las precondiciones necesarias para po-
der aplicar nuestras ideologías más generosas. La ­izquierda
clásica, en particular pensadores como Marx, nos proporciona-
ron una teoría sistematizada respecto a los p ­ roblemas contem-
poráneos e históricos. Pero ¿escogeremos uti­lizar de manera
auténticamente libertaria los recursos a nuestra disposición, y
crear una sociedad que sea demo­crática, ­co­munalista y comu-
nista, basada en asambleas p ­ o­pu­lares, con­fe­deraciones y am-
plias libertades civiles?, ¿o seguiremos un camino que nos lleve

271
murray bookchin | la próxima revolución

a una sociedad cada vez más estatista, centralizada y autori­


taria? Aquí entra en juego otra «historia» o dialéctica, las
grandes tradiciones de libertad elaboradas a lo largo de la his-
toria, tanto por revolucionarios desconocidos como por pen-
sadores libertarios como Bakunin, Kropotkin y Malatesta. Es
por esto que nos vemos confrontados con dos legados que se
han ido desarrollando de manera simultánea: uno material y
otro ideológico.
Seamos sinceros y reconozcamos que estos legados no son
bien conocidos ni de fácil comprensión. Pero, a partir de ellos,
podemos tejer un enfoque ético del cambio social que le dé a
nuestras acciones definición y la posibilidad del éxito. En pri-
mer lugar, podemos declarar que «lo que debería ser» —la po-
tencialidad humana para la libertad, la racionalidad y la
individualidad— debe materializarse y guiar nuestras vidas so-
ciales. Podemos afirmar «lo que debería ser» sobre la base de
posibilidades materiales firmemente reales y de bases ideológi-
cas realizables. Si la razón actúa como guía, el conocimiento de
«lo que debería ser» se convierte en la fuerza que nos empuja a
provocar el cambio social y a producir una sociedad racional.
Con nuestras precondiciones materiales en su sitio y la razón
para guiarnos en la materialización de nuestras potencialida-
des, podemos empezar a formular los pasos concretos que la
izquierda del futuro se verá obligada a dar para lograr sus fines.
Las condiciones materiales están a nuestro alcance y son visi-
bles, y la razón —fortalecida por el conocimiento de las inicia-
tivas del pasado para producir una sociedad en cierta manera
racional— proporciona los recursos para formular las medidas
y los medios para producir, paso a paso, una izquierda nueva
que sea relevante para el futuro que podemos prever.
Lejos de evitar o rechazar la razón y la historia, la tras­
cendente izquierda del futuro debe comprender el presente
con relación al pasado, y el futuro con relación al presente. La
falta de material filosófico con el que interpretar los eventos
pasados y presentes, provoca que los planteamientos teóricos
sean fragmentarios y carezcan de contexto y continuidad. En
dicho caso, tampoco será capaz de mostrar eventos específicos

272
el futuro de la izquierda

en relación con otros que forman parte de un conjunto mayor,


y ligarlos desde una perspectiva más amplia. Debo señalar que
fue esta magnífica intención —y no una disposición personal
al «totalitarismo»— la que indujo a Marx a dotar sus ideas de
una forma sistematizada y unificada. En el mundo en el que él
vivió, había que demostrar que la acumu­lación de capital y la
incansable concentración de recursos i­ ndustriales no eran pro-
ducto de la avaricia, sino necesidades vitales de las empresas en
una economía ferozmente com­pe­titiva.
Solo podemos proyectar una alternativa a la sociedad ac-
tual promoviendo salidas racionales al orden existente de las
cosas, basadas de manera lógica y objetiva en las potencialida-
des humanas para la libertad y la innovación. A este respecto,
la capacidad de los seres humanos de proyectarse más allá
de circunstancias determinadas, de recrear su mundo y sus
­relaciones sociales, y de fusionar juicios éticos sobre las inno-
vaciones, se convierte en la base para poder poner en marcha
una sociedad racional.
Este «lo que debería ser», permitido por la razón, se alza en
un plano superior de certeza y totalidad respecto a la posición
pragmática y existencial de «lo que es». Hablando de manera
figurada, el contraste entre «lo que debería ser» y «lo que es», al
elaborarse y confrontarse tanto desde la mente como desde la
experiencia, yace en el corazón de la dialéctica. De hecho, «lo
que debería ser», al juzgar en conciencia la validez de lo dado,
une el desarrollo dialéctico en la biosfera con el desarrollo dia-
léctico en la esfera social. Proporciona la base para determinar
si una sociedad es racional y hasta qué punto posee bases ra­
cionales. Si dicho criterio no existe, carecemos de base social
para la ética, a parte de la egocéntrica, circunstancial, anárquica
y altamente subjetiva afirmación del «yo elijo». La ética social
no puede mantenerse suspendida en el aire sin cimientos obje-
tivos, sin una evolución comprensiva desde lo más primitivo
hasta lo cada vez más sofisticado, y un contenido coherente que
apoye su desarrollo.
Más aún, sin una potencialidad objetiva —es decir, la rea­
lidad implícita que se presta a la deducción racional, en

273
murray bookchin | la próxima revolución

contraste con la mera fantasía— apoyada en el «juicio» sobre la


realidad existencial entendida como algo distinto de la reali-
dad concebida de manera racional, no tenemos manera de ex-
traer una ética que vaya más allá de las inclinaciones personales.
¿Qué es lo que nos debe guiar para comprender la naturaleza
de la libertad? ¿Por qué la libertad es superior a una mera cos-
tumbre o un hábito? ¿Por qué es deseable, más allá del gusto y
opiniones personales, una sociedad libre y no una esclavizada?
Jamás será posible una ética social, menos aún deseable, sin
una concepción procesual16 del comportamiento, desde sus raí-
ces primarias en la esfera de la potencialidad durante los co-
mienzos de la evolución humana, durante la evolución misma,
hasta llegar al nivel de lo racional y lo discursivo. Sin el criterio
proporcionado por el «debería» derivado de la dialéctica, los
cimientos para un movimiento revolucionario se disuelven en
un anárquico vacío de elecciones personales, en la confusa idea
de «lo que es bueno para mí constituye lo bueno y lo verdadero,
¡y no hay más!».
Aunque nos vemos obligados a lidiar con «lo que es» —con
los hechos existenciales de la vida, incluyendo el capitalismo—,
es la «verdad» nacida de la dialéctica, como lo expresaría Hegel,
lo que siempre debe mantenerse como nuestra guía, precisa-
mente porque es lo que define una sociedad racional. Si aban-
donamos lo racional nos vemos reducidos al nivel de la simple
animalidad, de la cual han intentado liberarnos tanto el curso
de la historia como las grandes luchas de la humanidad por la
emancipación. Es traicionar la fe en la historia, concebida
como un desarrollo racional hacia la libertad y la innovación, y
mermar los estándares definitorios de nuestra humanidad. Si a
menudo parece que nos encontremos a la deriva, no es por falta
de mapa y brújula que nos guíe hacia la realización de nuestras
exclusivas potencialidades humanas y sociales.

16. Una concepción procesual, y con ello la evolución procesual, consiste


en la va­lo­ración continua del aprendizaje y del método de enseñanza,
uti­lizando para ello una recopilación sistemática de datos, su análisis
y toma de decisiones opor­tuna durante el propio proceso. (N. de la T.)

274
el futuro de la izquierda

Esto nos lleva a otra premisa para adquirir la verdad social:


la importancia del pensamiento dialéctico como nuestra brú-
jula. Esta lógica constituye tanto el método como la sustancia
de un proceso de razonamiento deductivo y de desarrollo. La
deducción es el procedimiento que obtiene inmanentemente
los rasgos implícitos que se prestan a la puesta en práctica del
pensamiento racional, a saber, la libertad y la innovación. Una
vez un seguidor de la ecología profunda me preguntó por qué
la libertad era preferible a la falta de libertad. Repliqué que la
libertad, al desarrollarse de manera objetiva atravesando di-
versas fases de la evolución —desde la mera elección como
una forma de autoprotección hasta la recreación del entorno
natural mediante la intelección y la innovación—, puede
aportar al mundo elementos para que sea más habitable, hu-
mano y creativo que cualquier otro alcanzado por la interac-
ción de las fuerzas naturales. De hecho, por parafrasear un
famoso axioma de Hegel, puede llegar un punto en el que en
una sociedad libre, lo que no sea libre no sea real (o actual).
De hecho, la tarea del pensamiento dialéctico es separar lo
racional del aspecto arbitrario, de los aspectos externos o acci-
dentales bajo los que se presenta, una tarea que exige una va-
lentía y un conocimiento intelectual considerables. Por ello,
las conquistas de Alejandro el Grande se compenetran con el
movimiento racional de la historia, en tanto que Alejandro
unificó un mundo en descomposición erigido sobre ciudades-
Estado podridas y monarquías parasitarias, y les transmitió el
pensamiento helénico. En cambio, la explosión de los jinetes
mongoles desde las mesetas del Asia Central no contribuyó al
curso racional de los acontecimientos más de lo que lo hicie-
ron, por poner un ejemplo, el descenso de las lluvias en el nor-
te de África, que convirtió una inmensa área forestal en un
seco y formidable desierto. Más aún, hablar de la invasión
mongola como la evidencia de la «potencialidad para el mal»
significa arrebatarle el contenido creativo al término poten­
cialidad, un concepto filosófico rico y profundo. Aquí resulta
más adecuado utilizar el término capacidad, que tiene un sig­
nifi­cado ideológicamente neutral y que puede ser aplicado en

275
murray bookchin | la próxima revolución

cualquier lugar y para cualquier fenómeno, sin importar si el


propósito es comprensible.
Por muy lejano que a algunos les parezca, el pensamiento
dialéctico es, desde mi punto de vista, indispensable para crear
el mapa y formular la agenda para la nueva izquierda. Conse-
guir hacer realidad la potencialidad de la humanidad para una
sociedad racional —«lo que debería ser» logrado por el desa­
rrollo humano— tiene lugar en el municipio totalmente de­
mo­crático, basado en la democracia directa de la asamblea y
compuesto por ciudadanos libres para los que la palabra polí­
tica significa el control popular directo sobre los temas públi-
cos de la comunidad, mediante instituciones democráticas. Un
sistema de control así debe tener lugar dentro del marco de
trabajo de un sistema de leyes constituido con diligencia, sur-
gido de la razón del discurso, la experiencia, el conocimien-
to histórico y el juicio. El municipio libre, en efecto, no es
solo una esfera en la que desplegar tácticas políticas, sino un
­producto de la razón. Aquí los medios y los objetivos se en-
cuentran en perfecta congruencia, sin las problemáticas «tran­
siciones» que, en otro momento, nos proporcionó la «dictadura
del proletariado», la cual rápidamente se convirtió en la dicta-
dura del partido.
Y más aún, el municipio libertario, como cualquier artefac-
to social, se constituye. Necesita ser creado de manera cons-
ciente mediante el ejercicio de la razón, no por «elecciones»
arbitrarias que carecen de criterios éticos objetivos y que, por
ello, pueden dar paso a instituciones opresivas y comunidades
caóticas. La constitución del municipio y de las leyes debería
definir los deberes así como los derechos de los ciudadanos, es
decir, deberían clarificar explícitamente tanto la esfera de la
necesidad como la esfera de la libertad. La vida del municipio
está determinada por las leyes, no de manera arbitraria «por los
hombres». La ley, como tal, no es necesariamente opresiva: de
hecho, durante miles de años los oprimidos exigieron leyes
como nomos para evitar el gobierno arbitrario y «la tiranía de la
falta de estructuras». En el municipio libre, la ley debe haber
derivado de la racionalidad, a través del discurso y de manera

276
el futuro de la izquierda

abierta y sujeta a una cuidadosa consideración. Al mismo


tiempo, debemos mantenernos conscientes, en todo momen-
to, de las regulaciones y definiciones con las que los opresores
han encadenado a la humanidad.
Como lo veía Rousseau, el municipio no es una aglome­
ración de edificios, sino de ciudadanos libres. Combinado
con la razón, el orden puede producir instituciones coherentes.
Huérfanos de orden y razón, nos queda un sistema de gobierno
ar­bitrario, cuyos mecanismos de control no tienen por qué res­
ponder ni dar explicaciones a la población, o lo que es lo mimo,
tiranía. Lo que constituye el Estado no es la existencia de insti-
tuciones sino, más bien, la existencia de instituciones profe­
sionales, separadas de la gente, diseñadas para dominarla con
el propósito expreso de asegurar su opresión de un modo u otro.



La política revolucionaria no cuestiona la existencia de las


­instituciones como tales, sino que, más bien, evalúa si una ins­
ti­tución determinada es emancipadora y racional u opresiva e
irra­cional. La proclividad en aumento de los movimientos de
oposición dirigidos a desobedecer instituciones y leyes solo
por el hecho de existir, es en realidad reaccionario y, como mu-
cho, vale para alejar la atención pública de la necesidad de crear
o transformar instituciones en entidades populares, racionales
y democráticas. La «política» del desorden o el «caos creativo»,
o la ingenua práctica de «tomar las calles» (que no suele ser
más que un festival callejero), devuelve a sus participantes al
comportamiento de la horda juvenil: al reemplazar lo racional
con lo «primario» o lo «lúdico», abandona el compromiso de la
Ilustración con lo civilizado, lo cultivado y lo conocible. Por
muy alegres que algunas veces puedan ser las revoluciones, son,
sobre todo, graves y severas e incluso sangrientas; y si no
son dirigidas de manera sistemática y astuta, acabarán, sin
duda alguna, en contrarrevoluciones y terror. Los comuneros
de 1871 puede que estuviesen delirando por la borrachera cuan-
do ­«asaltaron los cielos» (como lo expresó Marx), pero, cuando

277
murray bookchin | la próxima revolución

estuvieron sobrios, se encontraron con que los muros que rodea-


ban París habían sido derribados por los contrarrevolucionarios
versalleses. Tras una semana de combates, su resistencia colapsó
y los de Versalles les fusilaron de manera arbitraria y en grupos
de miles de ellos. Una política que carezca de la seriedad necesa-
ria en su comportamiento nuclear puede ser maravillosa para la
anarquía, pero es un planteamiento revolucionario desastroso.
¿Qué conclusiones políticas específicas producen estas ob-
servaciones? ¿Qué agenda política apoyan?
Primero, «lo que debería ser» debe presidir cada postula-
do de la agenda política y movimientos futuros. Por muy im-
portantes que puedan llegar a ser las políticas de protesta, no
son sustituto de una política de innovación social. En nuestros
días, tanto los marxistas como los anarquistas tienden a reac-
cionar al orden social existente y a los problemas que crea.
De este modo, el capitalismo orquesta el comportamiento de
oponentes intuitivos. Más aún, ha aprendido a silenciar a la
oposición haciendo astutas concesiones parciales.
El municipio, como hemos visto, es el auténtico terreno
para la consecución de las potencialidades sociales de la huma-
nidad para ser libres e innovadores. Aun así, abandonado a su
suerte, incluso el municipio más innovador puede convertirse
en parroquial, insular y estrecho. El confederalismo sigue sien-
do el medio operativo para enmendar los fallos que, con proba-
bilidad, el municipio tendrá que enfrentar cuando introduzca
una economía libertaria. Pocos municipios, si es que hay algu-
no, son capaces de cubrir sus necesidades por ellos mismos. Un
intento de lograr la autarquía económica —y el provincia­
nismo cultural concomitante, al que tan a menudo sucumben
las sociedades menos desarrolladas en el plano económi-
co— no sería deseable socialmente. Tampoco el mero inter-
cambio de productos excedentes elimina la relación mercantil,
ya que compartir los bienes según una visión auténticamen-
te libertaria es muy diferente a un intercambio de bienes que
­recuerda mucho a los intercambios mercantiles. ¿Cuál sería
el estándar con el que se determinaría el «valor» de las mer­
cancías excedentes? ¿Por su trabajo cristalizado? Las bases

278
el futuro de la izquierda

incipientes para una economía capitalista siguieron sin ser


identificadas, incluso en Cataluña entre aquellos que presu-
mían tener convicciones comunistas.
Otra distinción más que debe trazarse aquí es la que hay
entre la decisiones que se toman para crear políticas y las que
son estrictamente administrativas. Del mismo modo que no se
debe permitir que una comunidad sea arrastrada a las cos­
tumbres capitalistas y a las prácticas del mercado, no se debe
permitir a los administradores que tomen decisiones políti-
cas. Este tipo de prácticas deben ser sencillamente ilegales,
la ­comunidad debe establecer regulaciones, que posean ras-
gos punitivos, prohibiendo a los comités y agencias que ejer-
zan derechos que en esencia le pertenecen a la comunidad en
asamblea. Pese a lo insensibles que puedan parecer estas me­
didas para las delicadas sensibilidades libertarias, están justifi­
cadas por una historia en la que derechos duramente logrados
han sido lentamente roídos por las élites y su afán de acumu-
lación de privilegios particulares a expensas del resto. La pos-
escasez en la disponibilidad de los medios de vida puede valer
para hacer risible cualquier anacronismo de privilegio econó-
mico. Pero, tal y como ha demostrado la sociedad jerárquica,
están involucrados más factores además de los privilegios eco-
nómicos, como el aumento de estatus y de poder.
Los seres humanos realizan sus potencialidades en los mu­
nicipios libres constituidos de manera racional y dis­cur­siva e
institucionalizados en asambleas populares libres. ­Cualquier
política que promueva este desarrollo es históri­camente progre-
sista; cualquier supuesta política que mini­mice este d ­ e­sa­rrollo es
reaccionaria y refuerza el orden social existente. Las simples ex-
presiones de «comunidades» amorfas que se con­vierten en «festi-
vales callejeros», en especial cuando se ­convierten en sustitutos
de una política municipalista li­­ber­taria (y más preocupante, una
distorsión de las mismas), alimentan la infantilización generali-
zada que promueve el capitalismo con su ímpetu de idiotizar
masivamente a la ­sociedad.
Durante los años de entreguerras, cuando las fuerzas proac-
tivas para el cambio revolucionario parecían amenazar la

279
murray bookchin | la próxima revolución

misma existencia del orden social, la izquierda clásica estaba


centrada en un conjunto de temas diferentes: la necesidad de
una economía planificada, los problemas de una crisis econó-
mica crónica, la inminencia de una guerra mundial, el avance
del fascismo, y los estimulantes ejemplos creados por la Revo-
lución rusa. Hoy en día, la izquierda contemporánea está más
preocupada por las dislocaciones ecológicas, el gigantismo cor-
porativo, la influencia de la tecnología en la vida cotidiana y el
impacto de los medios de masas. La izquierda clásica examina-
ba las crisis profundamente asentadas y la viabilidad de los en-
foques revolucionarios para crear el cambio social; la izquierda
contemporánea está más pendiente de un abanico diferente de
abusos.
El capitalismo bajo el que vivimos en nuestros días está
muy alejado del que Marx conoció y del que revolucionarios de
todo tipo intentaron derribar durante la primera mitrad del
siglo xx. Ha evolucionado, es cierto, siguiendo en gran medida
las líneas sugeridas por Marx en los capítulos finales del pri-
mer volumen de El capital: como una economía cuya ley de
vida misma es la acumulación, concentración y expansión. Lo
que ya no puede desarrollarse según estas líneas, deja de ser
capitalismo. Esto es lo que se deduce de la misma lógica del
intercambio de mercancías, y tiene su expresión en la competi-
ción y la innovación tecnológica.
El productivismo marxista y el individualismo anarquista,
pese a divergir en gran medida, nos han llevado a callejones sin
salida. Donde el marxismo tiende a sobreorganizar a la gente en
partidos, sindicatos y «ejércitos» proletarios guiados por líderes
elitistas, los anarquistas rechazan la organización y los líde-
res tachándolos de «vanguardias» y celebran la revolución
como un impulso instintivo que no se guía por la razón o la
teoría. Donde los marxistas celebran los avances tecnológicos,
sin colocarlos en un contexto ético, racional y ecológico, el
anarquismo desprecia técnicas sofisticadas como el origen de-
moníaco del «hombre tecnocrático», que se ve arrastrado a la
perdición por la razón y la civilización. La tecnofilia ha sido en-
frentada contra la tecnofobia; la razón analítica contra el puro

280
el futuro de la izquierda

instinto; y una civilización sintética contra una naturaleza su-


puestamente primigenia.
El futuro de la izquierda, en última instancia, depende de su
capacidad de aceptar qué es lo valido tanto del anarquismo
como del marxismo para los tiempos actuales, y para el futuro
que podemos prever. En una era de revolución tecnológica per-
manente, la validez de una teoría y un movimiento dependerá,
en gran medida, de la claridad con la que vea el camino que hay
que recorrer. Se introducirán tecnologías radicalmente novedo-
sas, aún difíciles de imaginar, que sin duda alguna tendrán un
efecto transformador en todo el planeta. Pueden darse reestruc-
turaciones en las alineaciones del poder que produzcan grados
de desequilibrio social que no se hayan visto desde hace déca-
das, acompañadas de nuevas armas de efectos ecocidas y homi-
cidas inenarrables, y de una crisis ecológica imparable.
Pero no hay un daño mayor que pueda afectar a la concien-
cia humana que la pérdida del programa de la Ilustración: el
progreso y defensa de la razón, el conocimiento, la ciencia y la
ética que deben ser moduladas para encontrar un lugar pro-
gresista en una sociedad libre y humana. Sin los logros de la
Ilustración no es posible consciencia revolucionaria alguna.
Al evaluar la tradición revolucionaria, una izquierda basada
en la razón debe sacudirse de tradiciones muertas que, como
advirtió Marx, son un peso sobre las cabezas de los vivos, y
comprometerse ella misma a crear una sociedad racional y una
civilización completa.

Diciembre, 2002

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