Melodrama Infernal y Otras Narraciones - AA VV

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MELODRAMA

INFERNAL por Brian Aldiss


Robots y hombres como amalgama de una nueva Humanidad.

DÍA DE TREGUA por Clifford D. Simak


En la paz del campo… la guerra implacable de los vecinos.

EL REY DE LAS BESTIAS por Philip J. Farmer


Era una pieza peligrosa… porque podía causar la destrucción.

LA MALA VIDA por Jerome Bixby


La libertad de quien ni siquiera es condenado llega con la muerte.

EL ENEMIGO OLVIDADO por Arthur C. Clarke


Soledad en espera de un enemigo prehistórico que viene a reemplazar a los
hombres.

Página 2
AA. VV.

Melodrama infernal y otras


narraciones
Selecciones Géminis de Ciencia Ficción - 1

ePub r1.0
Titivillus 29.04.2023

Página 3
Autores: Brian Aldiss, Clifford D. Simak, Philip J. Farmer, Jerome Bixby, Arthur C. Clarke
AA. VV., 1967
Traducción: Fernando M. Sesén & P. Castillo
Diseño cubierta: Enrich
Ilustraciones: 2hots, M. Teixidó, Perera, HEMS

Digital editor: Titivillus
ePub base r2.1

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MELODRAMA INFERNAL (1963)
Por BRIAN ALDISS
Robots y hombres como amalgama de una nueva Humanidad.

DIA DE TREGUA (1963)


Por CLIFFORD D. SIMAK
En la paz del campo… la guerra implacable de los vecinos.

EL REY DE LAS BESTIAS (1964)


Por PHILIP J. FARMER
Era una pieza peligrosa… porque podía causar la destrucción.

LA MALA VIDA (1963)


Por JEROME BIXBY
La libertad de quien ni siquiera es condenado llega con la muerte.

EL ENEMIGO OLVIDADO (1949)


Por ARTHUR C. CLARKE
Soledad en espera de un enemigo prehistórico que viene a reemplazar a
los hombres.

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Es un tópico entendidísimo afirmar «en España no se lee; la gente se
distrae en el fútbol, en el cine, en la TV, pero rarísimas veces toma un libro
en sus manos; prefiere antes empuñar el volante de su 600». Por regla
general, los tópicos son conformismos que actúan como normativos en la
conducta humana, naciendo muchas veces con bases alejadas de la verdad.
En este caso el tópico mencionado sí tiene algo de cierto, algo de fundamento
real. Efectivamente, no es que en España no se lea, sino que se lee poco.
Pero, ¿por qué?
La explicación que nos da la estereotipada frase no es del todo válida. Ni
los deportes, ni el cine, ni la TV, ni mucho menos el automóvil utilitario
justifican la defección del gran público de la lectura. El deporte es tema de
discusión, provoca apasionamientos, pero hasta cierto límite, porque a la vez
fomenta la afición a una clase de literatura: la deportiva… lo que supone, al
fin y a la postre, leer. Tanto el cine como la TV nos están dando a diario
muestras de su colaboración en el fomento del libro, puesto que volúmenes
que han sido llevados a la pantalla —grande o pequeña— se convierten
rápidamente en «hits», «best-sellers» o, empleando un término castellano,
éxitos de ventas. Y en cuanto al coche, las razones de que no sea enemigo
directo o indirecto de la lectura caen por su peso y no hará falta que
apuntemos el hecho irrefutable de proporcionar a propietario y usuarios un
alargamiento de las horas del día, permitiendo mayor espacio al ocio y, como
consecuencia, a la lectura.
Y, sin embargo, persiste el hecho innegable de que en nuestra patria se
lee poco, muy poco. ¿Por qué? La única razón válida que nos viene a la
mente es que al gran público no le interesa la literatura que se le ofrece, la
que hay en el mercado, exceptuando, claro está, la masa amorfa de gente
aficionada a las novelas del oeste de escasa calidad.
Un discreto «comadreo» entre el público actual nos ha permitido
averiguar las razones que se aducen a este desinterés hacia los libros que de
ordinario aparecen en los escaparates de las librerías. Hagamos un examen
de las más importantes.

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«Al hombre de hoy no le interesan los problemas de ayer. Las historias
más o menos románticas y sentimentaloides que entusiasmaron a nuestros
padres nos dejan fríos. El hecho de que un hombre y una mujer se amen
puede ser interesante, no por las circunstancias que rodeen a la pareja
imposibilitando o dificultando su unión, sino por las características que
entrañe la necesidad de acoplar las vidas de los enamorados a un medio
ambiente libérrimo en el que la fidelidad mutua debe nacer del alma de cada
cual. Las novelas sociales no interesan porque el hombre de la segunda mitad
del siglo XX posee opiniones propias acerca del reacondicionamiento de la
sociedad en que vive. El pasado y el presente nos interesan de manera
relativa; es el mañana y el pasado mañana lo que cautiva nuestro interés,
porque así como sabemos que no nos es posible influir en los tiempos
pretéritos, nos damos perfecta cuenta que el futuro está en nuestras manos,
que podemos moldearlo, conformarlo, hacer de él lo que queramos… y
precisamente en este futuro inmediato es donde han de vivir nuestros hijos y
los hijos de nuestros hijos». Etcétera, etcétera.
Por otra parte, si preguntamos a la gente dónde le gustaría vivir, en el
pasado o en el futuro, la invariable contestación, en el 999 por mil de los
casos, se decanta por el porvenir. ¿Les parece atrevida esta afirmación?
Hagan la prueba ustedes mismos y… encontrarán la mejor corroboración a
nuestras palabras.
De todo esto se deduce una consecuencia: el hombre de hoy siente una
inmarcesible curiosidad… por el futuro, por lo que ha de suceder, por las
consecuencias de los actos colectivos de su generación. Por tanto, una
literatura que no trate de estas consecuencias, que no tenga estas miras, no
conquistará jamás su interés.
Y este es el motivo que ha impulsado a Ediciones Géminis, S. A., a
presentar al público actual literatura distinta, literatura con ambiciones,
literatura adelantada a la época, en una serie de relatos donde se encontrará
el retazo de un mundo más o menos futuro forjado para el mañana por los
que hoy son sus lectores. Y así ha nacido esta colección titulada
SELECCIONES GÉMINIS DE CIENCIA FICCIÓN, con el noble propósito de
levantar una esquina del velo que cubre el porvenir, para que, con la
autoridad de los mejores escritores del mundo especializados en «ver por
anticipado», el hombre de nuestros días adquiera un conocimiento lo más
exacto posible del mundo en que tendrán que vivir sus hijos, sus nietos, sus
descendientes.

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Hemos salido hoy al mercado con ilusión de mostrarnos adelantados,
pioneros, descubridores del mañana. Nuestras intenciones son nobles y
abarcan un campo de dimensiones inconcebibles: el campo de la Humanidad
que vendrá, consecuencia de la Humanidad de hoy y de la de ayer, pero, sin
duda, diferente a todo cuanto conocemos o suponemos. Si hemos logrado, si
conseguimos alcanzar las metas de nuestro propósito, solo el tiempo y
nuestros amigos los lectores podrán decirlo.

EDICIONES GÉMINIS, S. A.

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EL REY DE LAS BESTIAS

por

P. J. Farmer

Ilustran: 2hots

El hombre lo había
exterminado todo. ¡Ellos ahora
trataban de reconstruirlo!

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El biólogo estaba mostrando a su distinguido visitante el zoo y el
laboratorio.
—Nuestro presupuesto es demasiado limitado para poder recrear todas las
especies extintas —decía—. Por eso traemos a la vida únicamente a los
animales superiores, los más hermosos que fueron exterminados de manera
harto irreflexiva. Trato, si es posible, de reparar los daños causados por la
brutalidad y la estupidez. Bien se puede decir que el hombre abofeteaba a
Dios en la mejilla cada vez que barría del Universo a alguna especie del reino
animal.
Hizo una pausa y miraron más allá de los fosos y los campos de fuerza.
Las cebras trotaban y rebrincaban con delicia, el sol brillando en sus lomos.
La nutria marina asomaba sus graciosos bigotes rompiendo la superficie del
agua. El gorila atisbaba desde detrás de los bambúes. Las palomas buchonas
se contorneaban orgullosas. Un rinoceronte correteaba como si fuese un
acorazado juguetón. Con sus ojos amables la jirafa les miró unos instantes,
luego reanudó su tranquilo mordisquear de hojas tiernas.
—Ahí está el dido. No es bonito, pero sí muy gracioso. Y en extremo
desvalido. Venga. Le enseñaré la recreación en sí.
En el gran edificio pasaron ante filas y filas de amplios y altos tanques. Se
podía ver claramente el interior, gracias a las ventanillas que tenían y que
permitían la vigilancia de las gelatinas en proceso.
—Esos son embriones de elefante africano —dijo el biólogo—. Tenemos
intención de «cultivar» una gran manada, para luego soltarla en la nueva
reserva del Gobierno.
—Se le ve a usted radiante —comentó el distinguido visitante—. No hay
duda de que ama a los animales, ¿verdad?
—Amo toda forma de vida.
—Dígame —inquirió el visitante—, ¿de dónde obtienen los datos
necesarios para la recreación?
—Principalmente de los esqueletos y de las pieles que se conservan en los
antiguos museos. De libros y películas hallados en excavaciones y que hemos
podido restaurar y traducir. Ah, ¿ve esos huevos? Los polluelos del diornis
gigante se están desarrollando en su interior. Estos de aquí, casi listos para
sacarlos del tanque, son cachorros de tigre. Cuando crezcan serán peligrosos,
pero para entonces ya estarán confinados en la reserva.
El visitante se detuvo ante el último de los tanques.
—¿Solo un ejemplar? —preguntó—. ¿Qué es?

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—Pobrecillo —contestó el biólogo con cierta tristeza—. Estará muy solo.
Pero le daré todo el amor de que yo sea capaz.
—¿Tan peligroso es? —inquirió el visitante—. ¿Peor que los elefantes,
los tigres y los osos?
—Necesité un permiso especial para recrear a este ser —contestó el
biólogo. La voz le sonó quebrada.
El visitante se apartó con viveza del tanque.
—Entonces, debe de ser… —murmuró—. ¡Pero usted no se habrá
atrevido a…!
El biólogo asintió.
—Sí. Es un hombre.

PHILIP J. FARMER

TÍTULO ORIGINAL:
The king of the beasts, 1964.
TRADUCCIÓN:
P. Castillo.

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DÍA DE TREGUA

por

CLIFFORD D. SIMAK

Ilustrado por M. Teixidó

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¡Magníficos vecinos!
¡Vendrían a tus fiestas, se
comerían tu comida y te
cortarían el césped… con
TNT!

La tarde era tranquila. No había signos de los Punks. El silencio se extendía


denso a través de los acres erosionados y yermos de la subdivisión y allí nada
se movía… ni siquiera uno de los rebaños de perros vagabundos, siempre
causantes de dificultades.
Todo estaba demasiado tranquilo, decidió Max Hale.
Debería haber algún movimiento y algún ruido. Era como si cada cual se
hubiese ocultado contra alguna violencia conocida y próxima… quizás otro
ataque. Aunque solo había un lugar contra el que se podría dirigir
posiblemente el ataque. ¿Por qué iban a preocuparse los demás? se preguntó
Max; ¿por qué tendrían que refugiarse dentro de casa, cuando hacía ya tanto
tiempo que se rindieron?
Max se plantó en la terraza plana de la fortaleza Crawford y contempló las
calles al norte y al oeste. Era por una de estas que el señor Crawford volvería
a casa. No, nadie puede adivinar por cuál, porque raras veces utiliza el mismo
camino. Solo había un medio de poder rebajar la probabilidad de una
emboscada o de una barricada. Aunque ahora las emboscadas ya eran menos
frecuentes. Se veían pocas cercas, pocos árboles y matorrales; casi no había
nada detrás de lo que esconderse. En esa zona yerma se necesitaba mucha
ingenuidad para preparar una emboscada. Pero, se recordó a sí mismo Max,
nadie jamás pudo acusar a los Punks de falta de ingenuidad.
El señor Crawford le había telefoneado que iría tarde y Max se ponía ya
nervioso. Dentro de otro cuarto de hora, la oscuridad se cerraría. Era mal
asunto estar fuera de Oak Manor después de que hubiese anochecido. O, por
lo que importaba, en cualquiera de las subdivisiones. Porque mientras Oak
Manor podría ser un poco más maligna que algunas de las otras, seguía siendo
típica.
Volvió a alzar los anteojos y recorrió con ellos, despacio, el terreno. No se
veía signo de patrullas o de masas escondidas. Sabía que tenía que haber

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vigilantes en alguna parte. Siempre hay vigilantes, alerta para la más ligera
relajación de la vigilancia mantenida en la fortaleza de Crawford.
Calle por calle, estudió las lamentables casas, con sus ventanales rotos y
la desconchada pintura, aún marcada con las manchas de jabón y las ranuras y
los manchones de pintura roja que se produjeron años antes. De trecho en
trecho, árboles muertos permanecían siniestros, desnudos de sus ramas.
Plantas perennes parduzcas, mucho tiempo atrás muertas, continuaban
enraizadas en los polvorientos jardines… jardines carentes ya de la hierba que
una vez hizo de su piso una alfombra de césped.
Ahora la fortaleza de Crawford se alzaba sola en Oak Manor. Max pensó
en ello con un chispazo de orgullo y una oleada de penosos recuerdos. Se
alzaba, porque él, consideró, la había mantenido en pie.

En este desierto era el último oasis, con sus árboles y hierba, con sus casas
veraniegas y emparrados, con los matorrales densos y el maravilloso reloj de
sol junto al patio, con su estanque de lirios y pececitos dorados y con la fuente
cantarina.
—Max —dijo el comunicador que llevaba colgado del pecho.
—Sí, señor Crawford.
—¿Dónde estás, Max?
—Arriba en la atalaya, señor.
—Vendré por Seymour Drive —anunció la voz del señor Crawford—.
Estoy a un kilómetro más allá de la colina. Vendré deprisa.
—La costa parece del todo clara, señor.
—Bien, pero no corras riesgos con las puertas.
—Llevo conmigo la caja de control, señor. Puedo manejarla desde aquí.
Seguiré alerta y vigilante.
—Hasta la vista —dijo Crawford.
Max recogió la caja de control remoto y aguardó a que regresase su amo.
El coche culminó la colina y empezó a descender por Seymour Drive,
girando a mano derecha por Dawn, marchando raudo hacia la puerta.
Cuando no estaba a más de una docena de palmos, Max oprimió el botón
que descorría los cerrojos de las puertas. El pesado «bumper» chocó contra
ellas y las abrió. Las defensas que recorrían la longitud del coche las
mantuvieron apartadas para que la máquina entrara. Cuando el coche estuvo
dentro, fuertes muelles las hicieron cerrar y quedaron otra vez los cerrojos
pasados.

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Max se colgó la caja de control del hombro y bajó, por la escalera de la
atalaya y luego por la escala de mano que conducía hasta el suelo.
El señor Crawford había colocado a un lado el vehículo y estaba cerrando
la puerta del garaje cuando Max dobló la esquina de la casa.
—Todo está tranquilo —dijo el señor Crawford—. Mucho más tranquilo,
según me parece, que de ordinario.
—No me gusta, señor. Algo se gesta.
—No es probable —anunció el señor Crawford—. No en la víspera del
Día de Tregua.
—Yo no confiaría en que una cosa así sea respetada por los sucios Punks
—murmuró Max.
—Estoy de acuerdo —dijo el señor Crawford—, pero mañana vendrán
aquí para su día de diversión. Tenemos que tratarles bien, porque, después de
todo, son vecinos y esa es la costumbre. Me sabría mal que se te desterrase
fuera de los límites de la propiedad por exceso de celo.
—Sabe usted bien que nunca haría tal cosa —protestó Max—. Soy un
luchador, señor, pero peleo limpio y honrosamente.
El señor Crawford asintió:
—Pensaba en el pequeño gambito que preparaste el año pasado.
—No les habría hecho daño, señor. Por lo menos, no permanentemente.
Nunca hubieran sospechado. Solo un par de gotas en el ponche de frutas era
cuanto habríamos necesitado. El efecto se habría producido horas después de
su partida. Era un producto de acción retardada.
—Aun así —contestó el Sr. Crawford muy serio—. Me alegro de haberlo
descubierto a tiempo. Y no quiero una repetición, posiblemente más sutil,
intentada este año. Confío en que me comprendas.
—Oh, seguro, señor —se apresuró a decir Max—. Puede fiarse de mí,
señor.
—Bueno, entonces, buenas noches. Te veré por la mañana.

Era todo una condenada locura, pensó Max… especialmente este asunto
del Día de Tregua. Era una vieja reliquia de los primeros días cuando algún
tipo bondadoso imaginó que quizás beneficiaría a la gente de la fortaleza y los
Punks serían felices por lo menos en una circunstancia, pudiendo pasar todos
juntos un día de fiesta.
Resultó, claro, pero solo por un día. Durante veinticuatro horas no
hubieron ataques, ni flechas incendiarias, ni bombas que sobrevolaron la

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cerca. Pero un segundo después de medianoche, la pelea se reanudaba, tan
amarga e implacable como antes.
Así seguía durante años, Max no se hacía ilusiones acerca de cómo
terminaría. Algún día caería la fortaleza Crawford, como lo hicieron las otras
de Oak Manor. Pero hasta que llegase esa fecha, se obligaba a hacer cuanto
pudiera. Jamás bajaría su guardia ni relajaría su vigilancia. Hasta el
mismísimo fin les obligaría a que sus movimientos fueran lo más arteros e
inteligentes posibles.
Contempló como el señor Crawford abría la puerta principal y cruzaba el
torrente de luz que escapaba del vestíbulo. Luego la puerta se cerró y la casa
permaneció allí, grande y siniestra y negra, sin una rendija de luz que
apareciese por ninguna parte. Jamás asomaba luz de casa Crawford. Muy
antes del anochecer siempre accionaba la palanca del gran tablero de control
para que las contraventanas de acero se cerrasen sobre todas las ventanas del
lugar. Las ventanas iluminadas constituían un blanco demasiado bueno en la
noche.
Ahora los ataques siempre se producían de noche. Hubo un tiempo en que
algunos se efectuaron a la luz del día, pero ya resultaba muy arriesgado. Año
tras año las defensas aumentaron hasta el punto en que un ataque a la luz
diurna era plena estupidez.
Max dio la vuelta y descendió por el sendero hasta las puertas del jardín.
Se puso los guantes de goma y con una linterna pequeña examinó el
mecanismo de cierre. Estaba perfecto. Nunca falló, pero podría haber un
momento en que lo hiciera. Jamás dejaba de repasarlo una vez las puertas
estuvieran cerradas.

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Se plantó tras los portalones y escuchó. Por todas partes había quietud,
aunque imaginó escuchar el débil canturrear de la corriente eléctrica
circulando por la cerca. Pero eso, sabía, era imposible, porque la corriente
siempre es muda.
Extendió la mano enguantada y dio un golpe a la cerca. De tres metros de
altura, se dijo a sí mismo, con treinta centímetros de alambre espinoso en la
parte superior, cada centímetro vivo por la corriente eléctrica.
Y dentro erigida una cerca auxiliar en la que se podía conectar corriente si
fracasaba en su propósito la cerca delantera y exterior.

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Un chasquido metálico vino procedente del sendero y Max se apartó de la
puerta.
—Hola, muchacho —dijo.
Estaba demasiado oscuro para ver al perro, pero podía oírle olisquear y
gruñir con placer al verse reconocido.
Salió de la oscuridad y se apretó contra una de sus piernas. Max se agachó
y lo rodeó con los brazos. Le besó cariñoso.
—¿Dónde están los otros, muchacho? —preguntó y el animal se retorció
de placer.
Buenos perros, pensó, Amaban a la gente de la fortaleza casi hasta el
punto de la adoración, pero sentían un odio profundo por las demás personas.
Así se les había enseñado.
El resto de la manada estaba al acecho junto al patio, alerta a cada sonido,
dispuestos a detectar cualquier presencia. Max lo sabía. Nadie podría
aproximarse a la cerca sin que ellos lo percibieran. Cualquier desconocido
que cruzase esta cerca quedaría destrozado por sus colmillos.
Se quitó los guantes de goma y se los guardó en el bolsillo.
—Vamos, muchacho —dijo.
Se apartó del sendero y cruzó el patio… con precaución, porque su
superficie era desigual. No había ni un solo centímetro que quedase a nivel.
Estaba inteligentemente diseñado para que cualquier granada arrojada o coctel
Molotov cayese dentro de una profunda y estrecha trampa antibomba.
Hubo un tiempo, recordó, en que muchas de esas cosas y artefactos
cruzaban por arriba de la cerca. Ahora eran más raras, porque era perder el
tiempo. Hubo una época, también, cuando se lanzaban flechas incendiarias,
pero quedaron descartadas al acondicionarse la casa a prueba de incendios.
Llegó al costado del patio y se detuvo durante un momento, escuchando,
con el perro plantado tranquilo muy cerca. Un viento ligero se había
levantado y los árboles murmuraban. Alzó la cabeza y miró fijo a la delicada
oscuridad de ellos, recortados contra el cielo más claro.
Cosas hermosas, pensó. Era una lástima que no hubiesen más árboles.
Antaño esta zona se llamó Oak Manor[1] por los serenos árboles que allí
crecían. Delante suyo quedaba el último de todos… un arrugado y viejo
patriarca con su copa masiva tapando las primeras estrellas.
Lo miró con respeto y admiración… y también con aprensión. Era una
amenaza. Resultaba viejo y quebradizo y debería ser talado, porque se
inclinaba hacia la cerca y algún día una tempestad podría derribarlo por
encima de los cables. Hacía tiempo que se lo debió mencionar al señor

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Crawford, pero sabía que el propietario consideraba al árbol, con un cariño
sentimental, como algo propio. Quizás se le podría reafirmar colocando
cables que lo protegiesen del viento, o, por lo menos, que impidiesen que
cayese sobre la cerca al quedar desenraizado. Sin embargo, parecía un
sacrilegio anclarlo con alambres, era como un insulte a un antiguo monarca.
Avanzó despacio, esquivando las trampas antibombas, con el perro
pisándole los talones, hasta que llegó al patio y aquí se detuvo junto al reloj
de sol. Pasó la mano por la superficie áspera de la piedra y se preguntó por
qué el señor Crawford le tenía tanto aprecio. Quizás porque era un eslabón
con los viejos días antes de los Punks y de los ataques. Era una pieza antigua
que se trajo del jardín de un monasterio de algún lugar de Francia. En sí,
claro, ya tenía cierto valor, pero quizás el señor Crawford vio en él otra cosa
valiosa. Mucho más allá del hecho de que tenía centenares de años de
antigüedad y que había cruzado los mares.
Quizás se convirtió en símbolo para él del día ya pasado en que cualquier
hombre podía tener en su jardín un reloj de sol, cuando podía poseer árboles y
hierba sin tener que luchar por conservarlos, cuando podía sentir orgullo
consciente de vivir sin cercas y sin que le molestasen, sin mantener una zona
de terreno libre en torno a su casa.
Poco a poco, a través del correr de los años, esos derechos quedaron
anulados, perdidos.

II
Primero habían sido las cosas pequeñas… el pisotear irreflexivo y casual
de la maleza por los niños jugando, el matar de las plantas perennes por las
masas de perros felices que corrían detrás de las criaturas juguetonas. Porque
cada niño, según decían los padres, debe tener un perro.
La gente, en primer lugar, se había trasladado de las atestadas ciudades
para vivir en lo que cariñosamente llamaban el campo, para poder tener un
perro o dos y para que sus hijos tuvieran aire fresco y sol y espacio donde
correr.
Pero con mucha frecuencia este campo era en realidad no más que otra
ciudad, con sus casas pegadas una junta a otra… cada extensión de un acre, o
medio acre, parcelada, sirviendo de separación. Pero sin que disminuyera eso
la sensación de proximidad de un lugar a otro.

Página 22
Claro, un sitio donde correr. Eso sí que lo tenían los niños, pero nada más
que un sitio donde correr. No quedaba otra cosa qué hacer. Solo se les
permitía correr… arriba y abajo por las calles, arriba y abajo por los jardines,
arriba y abajo por las aceras, dejando el caos como estela. Con el tiempo, los
niños que hacían pinitos crecieron y al sobrepasar los diez años continuaron
corriendo, solo corriendo. No había sitio al que ir, nada podían hacer. Sus
madres conversando toda la mañana después de tomar café; sus padres,
sentándose cada tarde en el patio posterior para beber cerveza. El coche de la
familia no se podía utilizar porque la gasolina costaba dinero y las hipotecas
eran fuertes y los impuestos terribles y los otros costos muy altos.
Así que para encontrar un desahogo a sus energías, para librarse de sus
rencores reprimidos contra no tener nada que pudieran hacer, esos antiguos
pequeñuelos comenzaron, solo por pura excitación, aventuras de vandalismo.
Hubo cortes en las cuerdas de tender de los patios posteriores, hubo hacer
pedazos las mangueras de riego dejadas al descubierto por la noche, hubo
romper y desgarrar lo que quedaba en los patios, hubo llamadas a los timbres
de las puertas, destrozar de ventanas, empapar la acera con jabón blando,
manchar las paredes con pintura roja.
Rencores nacieron para justificar este vandalismo y ahora estos rencores
habían crecido. Los propietarios aislados erigieron cercas para mantener fuera
a los niños y a los perros y esto, de inmediato, se convirtió en un insulto y en
un desafío.
Y aquella primera y simple cerca, se dijo Max a sí mismo, había sido la
pionera de la barrera electrificada de tres metros que formaba la primera línea
de defensa en la fortaleza Crawford. De igual modo, aquellos pequeños
vándalos, gritando de delicia al destrozar la casa de un vecino, fueron los
antecesores de los Punks.

Dejó el patio y bajó a la zona de la parte posterior, pasando junto al


estanque de los peces de colores y de los lirios y de la fuente murmullante,
pasando el macizo de sauces llorones y yendo hasta la cerca.
—¡Ssst! —dijo una voz desde la otra parte del cercado.
—¿Eres tú, Billy?
—Soy yo —repuso Billy Warner.
—Está bien. Dime lo que tienes.
—Mañana es el Día de Tregua y vendremos de visita…
—Eso lo sé —intervino Max.

Página 23
—Traerán una bomba de tiempo.
—No pueden hacerlo —exclamó Max—. Los policías les detendrán en la
puerta. Si se la encuentran…
—Estará desmontada. Cada uno llevará una pieza. Stony Stafford repartirá
las piezas esta noche. Tiene una brigada que ha estado ejercitándose durante
semanas en montar la bomba deprisa… aún a oscuras, si es preciso.
—Sí —dijo Max—. Me imagino que pueden hacerlo así. ¿Y una vez la
hayan montado?
—El reloj de sol —apuntó Billy—. Debajo del reloj de sol.
—Bien, gracias —murmuró Max—. Me alegro de saberlo. Destrozaría el
corazón del amo que algo le pasase a su reloj de sol.
—Me imagino que esto debe valer unos veinte —solicitó Billy.
—Sí —asintió Max—. Sí, creo que sí.
—Si se llegan a enterar que te lo he dicho, se me llevarían y me matarían.
—Nunca lo sabrán —aseguró Max—. Jamás se lo diré.
Sacó la cartera del bolsillo, encendió la linterna y contó un par de billetes
de diez.
Plegó los billetes, dos veces. Luego los introdujo en una abertura de la
cerca.
—Ten cuidado —advirtió—. No toques el cable.
Más allá de la cerca pudo ver el débil contorno blanco del rostro del otro.
Y un momento más tarde, la mano que se extendía con cuidado y cogía los
billetes doblados por una esquina.
Max no soltó el dinero de inmediato. Permanecieron los dos agarrando
cada uno de una punta.
—Billy —dijo Max con solemnidad—, nunca me engañarías, ¿verdad?
Jamás me venderás. No se te ocurrirá proporcionarme información errónea.
—Ya me conoces, Max —contestó Billy—. He jugado limpio contigo.
Nunca haría una cosa así.
Max soltó el dinero y el otro lo retiró.
—Me alegro que digas eso, Billy. Sigue jugándome limpio. Porque el día
que no lo hagas, saldré de aquí, te buscaré y te cortaré la garganta con mis
propias manos.
Pero el confidente no respondió. Ya se alejaba, perdiéndose en la más
profunda oscuridad.

Página 24
Max se quedó quieto, escuchando. El viento soplaba sobre las hojas y la
fuente seguía con su salpicar, un salpicar sonoro, como el tintinear de
campanillas de plata.
—Hola, muchacho —dijo Max en voz baja, pero no hubo olisqueo como
respuesta. El perro le había abandonado, estaba al acecho como los demás,
arriba y abajo del patio.
Max dio media vuelta y subió hacia la fachada principal de nuevo,
completando su circuito de inspección de la casa. Mientras doblaba la esquina
del garaje, un coche de policía disminuía la marcha hasta detenerse ante las
puertas.
Comenzó a bajar por el sendero, moviéndose despacio y con deliberación.
—¿Eres tú, Charley? —preguntó por lo bajo.
—Sí, Max —contestó Charley Pollard—. ¿Todo va bien?
—Bien como la lluvia —repuso Max.
Se acercó a las puertas y vio la masa corpulenta del agente al otro lado.
—Pasaba por aquí —dijo Pollard—. La zona está tranquila esta noche.
Algún día de estos vendremos a inspeccionar el lugar. Me parece que estáis
sobrecargados.
—No hay nada ilegal —declaró Max—. Todo es defensivo. Esa sigue
siendo la regla.
—Sí, es la regla —repitió Pollard—, pero me parece que hay momentos
en que os entusiasmáis un poquito demasiado. Sin duda, plena carga en la
cerca.
—Oh, seguro —dijo Max—. ¿Podría ser de otra manera?
—Si un chico se agarrara de los alambres podría morir electrocutado, a
plena carga.
—¿Acaso preferirías que la ajustase para que les hiciera cosquillas?
—Estás jugando demasiado duro, Max.
—Dudo que sea demasiado —contestó Max—. Desde aquí contemplé
hace cinco años como irrumpieron en la fortaleza Thompson. ¿Lo viste tú?
—No estaba aquí hace un lustro. Mi destino era entonces Farview Acres.
—La destrozaron —le contó Max—. Piedra a piedra, ladrillo a ladrillo,
viga a viga. No dejaron nada en pie. No dejaron nada. Talaron los árboles y
los hicieron pedazos. Desenraizaron los tocones. Arrancaron la maleza.
Pisotearon los macizos florales. Lo convirtieron en un desierto. Lo nivelaron
todo. Y no voy a dejar que esto ocurra aquí. No, si puedo evitarlo. Un hombre
tiene derecho a cultivar un árbol y un pedazo de jardín. Si quiere un macizo

Página 25
floral, debe poder tenerlo. Quizás no pienses así, pero incluso tiene derecho a
mantener a las demás personas fuera de sus posesiones.

—Sí —dijo el agente—, lo que dices es verdad. Pero estás tratando con
criaturas. Deben haber tolerancias. Y esto es un barrio de vecindad. Vosotros,
los que son como tú, no tendríais tantas dificultades si intentarais ser un poco
más sociables.

—No nos atrevemos a ser sociables —dijo Max—. Y menos en un lugar


como este. En Oak Manor y en todas las otras residencias y los demás
terrenos, huertos, jardines o como quieras llamarles. La vecindad significa
permitir que la gente te atropelle. La vecindad entraña que abandones tu
derecho a vivir tu vida en el modo que se te antoje. Esa forma de ser de la
vecindad está enraizada a aquellos días en que los niños se abrían camino a

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través de tu césped, dejándolo calvo de hierba, para utilizarlo como atajo para
ir al colegio, a tomar el autobús, a cualquier cosa… y no se podía decir nada
por miedo de que te respondieran con descaro y se originase una escena.
Empezó cuando tu vecino te pidió prestado el cortacésped y se olvidó de
devolvértelo y luego tú fuiste a por él y lo encontraste roto. Pero pretendió no
haberlo estropeado y, en bien de la vecindad, no tuviste redaños para llamarle
embustero y exigir que pagase la factura de la reparación.
—Bueno, quizás sí —asintió Pollard—, pero se nos fue de la mano. Se ha
llegado demasiado lejos. Vosotros os habéis hecho demasiado altivos y
poderosos.
—Hay una sencilla respuesta a todo —le contestó Max tozudo—. Que los
Punks nos dejen tranquilos y derribaremos la cerca y todo el otro material.
Pollard sacudió la cabeza.
—La cosa ha ido demasiado lejos —repitió—. Nada se puede hacer.
Comenzó a retroceder hacia el coche luego, luego tornó a volverse:
—Se me olvidó —dijo—. Mañana es vuestro Día de Tregua. Una pareja
de otros agentes y yo estaremos aquí a primera hora.
Max no contestó. Permaneció plantado en el sendero y vio cómo el coche
se alejaba calle abajo. Luego subió hasta la casa, la rodeó para entrar por
detrás.
Nora le había preparado un sitio en la mesa, así que se sentó con pesadez,
contento de descansar los pies. A aquellas horas de la noche siempre se sentía
agotado. Ya no era tan joven, pensó, como lo fuese antaño.
—Esta noche llegas tarde —dijo la cocinera, trayéndole la comida—.
¿Todo va bien?
—Eso creo. Reina quietud. Pero quizás mañana tengamos dificultades.
Van a traer una bomba.
—¡Una bomba! —exclamó Nora—. ¿Y qué harás? ¿Quizás llamar a la
policía?
Max sacudió la cabeza.
—No, no puedo hacerlo. La policía no está de nuestro lado. Adoptaría la
actitud de que habíamos provocado a los Punks hasta que no tuvieron más
remedio que traer la bomba. Estamos solos. Y, además, debo proteger al
chaval que me lo contó. Si no lo hiciese, los Punks lo adivinarían y ya no me
serviría de nada el muchacho. Jamás se enteraría de ninguna otra cosa. Pero
sabiendo que traman algo, estaré prevenido.
Se dio cuenta de que se sentía todavía intranquilo. Quizás no por la bomba
en sí, sino por alguna otra cosa, algo relacionado con ella. Se preguntó por

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qué albergaba tal sentimiento. Conociendo la bomba, ya lo tenía todo hecho.
Cuanto debería hacer sería localizarla y sacarla de debajo del reloj de sol.
Tendría tiempo suficiente. La larga celebración del Día terminaría a las seis
de la tarde y los Punks no colocarían la bomba para que estallase antes de que
diera la media noche. Cualquier explosión anterior a las doce de la noche
significaría una violación de la tregua.

Se sirvió patatas fritas de la fuente a su plato y partió un pedazo de carne.


Nora le trajo café y, tomando una silla, se sentó en frente.
—¿Por qué no comes? —preguntó.
—Lo hice antes, Max.
Devoró la comida hambriento y presuroso, porque aún le quedaban cosas
qué hacer. Ella permaneció sentada viéndole consumir los alimentos. El reloj
de la pared de la cocina tictaqueaba muy fuerte en el silencio.
Por último, dijo ella:
—La cosa se está poniendo muy seria, Max.
Max asintió, la boca llena de comida e incapaz de hablar.
—No comprendo por qué los Crawford quieren quedarse aquí —dijo la
cocinera—. No da mucho placer vivir de esta manera. Podrían trasladarse a la
ciudad y allí estarían más seguros. Claro que existen bandas juveniles, pero
más que nada pelean entre sí. No hacen la vida insoportable a la demás gente.
—Es orgullo —contestó Max—. No quieren renunciar. No dejarían que
les venciera Oak Manor. El señor y la señora Crawford tienen calidad.
Parecen forjados en acero endurecido.
—Claro qué no podrían vender el lugar —apuntó Nora—. Nadie lo
compraría. Pero no necesitan el dinero. Simplemente podrían marcharse de
aquí.
—Les juzgas mal, Nora. Los Crawford en su vida se han alejado de nada.
Aguantaron mucho por seguir viviendo aquí. Enviar a Johnny a un
pensionado cuando era un niño, puesto que no hubiera sido seguro para él ir al
colegio con los Punks, fue una muestra. Creo que no les gustó. Tampoco
comprendo que llegara a agradarles. Pero no dejarán que se les eche. Saben
que alguien debe enfrentarse a toda esta porquería de aquí, sino no habrá
esperanza.
Nora suspiró.
—Supongo que tienes razón. Pero es una lástima. Podrían vivir tan
seguros y cómodos y normales si se trasladaran a la ciudad.

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Max dejó de comer y se levantó.
—Estaba muy buena la cena, Nora —dijo—. Pero es que eso es cosa
normal en ti.
—Ah, muchas gracias —dijo Nora.
Bajó a los sótanos y se sentó ante el receptor de onda corta. De manera
sistemática comenzó a efectuar sus llamadas a las otras fortalezas. La
fortaleza Wilson, pasado Fair Hills, había tenido alguna dificultad por la
tarde, unas cuantas bombas malolientes que tiraron por encima de la cerca…
pero ya todo estaba en calma. La fortaleza Jackson no respondió. Mientras
trataba de comunicar con la fortaleza Smith, en Harmony Settlement, la
fortaleza Curtis, de Lakeside Heights empezó a llamarle. Todo estaba
tranquilo, le dijo John Hennessey, el custodio de los Curtis. Llevaban varios
días tranquilos.
Permaneció en la radio durante una hora y en ese tiempo habló con todas
las fortalezas vecinas. Luego se enteró de que habían habido incidentes
aislados en diversas partes, pero nada de consecuencias. Generalmente la
situación continuaba pacífica.
Se sentó y pensó en la bomba de tiempo y notó que continuaba
poseyéndole una preocupación acuciante. Sabía que había algo equívoco, pero
no podía localizarlo.

Levantándose, buscó por los cavernosos sótanos, repasando el material de


defensa… secciones extras de la cerca, pilas de postes, puntiagudas estacas,
rollos de alambre espinoso, redes de alambre flexible y pesado y todas las
otras mercancías que algún día podrían ser necesarias. Escondidas en un
rincón, ocultas, encontró las garrafas de ácido que secretamente guardara. El
señor Crawford no aprobaría su existencia, de eso estaba seguro, pero si era
preciso jugarse el todo por el todo y resultaba necesario emplear esas garrafas,
se alegraría de tenerlas.
Subió por la escalera y salió para vigilar inquieto por el patio, aun
trastornado por aquel algo acuciante sobre la bomba que no podía todavía
localizar.
Había salido la luna. El patio era un lugar de luz entrelazada y sombras,
pero más allá de la cerca, los acres de desierto que separaban las demás casas
se veían planos y desnudos, sin una sombra en ello excepto las sombras de los
edificios.

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Dos de los perros se le acercaron y pasaron parte de la noche en su
compañía, para luego perderse entre los matorrales.
Se trasladó al jardín posterior y se quedó plantado junto al reloj de sol.
Lo equívoco estaba allí. Tenía algo que ver con el reloj de sol y la
bomba… algún retazo de pensamiento que no sonaba a verdad.
Se preguntó cómo sabían que la destrucción del reloj de sol sería un golpe
muy duro para el propietario de la fortaleza. ¿Cómo pudieron enterarse?
La respuesta fue que no podían. Que no lo sabían. No había manera de
que se enteraran. Incluso sí, de algún modo, lograron enterarse, un reloj de sol
sería una cosa miserable que volar en pedazos cuando aquella sola bomba
podría emplearse mucho mejor en alguna otra parte.
Stony Stafford, el jefe de los Punks, no tenía nada de estúpido. Era un
malvado, lleno de malicia, lleno de traición. No se molestaría con ningún reloj
de sol cuando habían muchas cosas más que una bomba pudiera destruir con
la máxima efectividad.
Y mientras estaba allí, junto al reloj de sol, Max supo dónde colocaría la
bomba… supo dónde la pondría él si estuviese en el lugar de Stafford.
En las raíces de aquel antiguo roble que se inclinaba hacia la cerca.
Se quedó plantado y pensó en el asunto y supo que tenía razón.
Billy Warner, se preguntaba, ¿le había traicionado?
Muy posible que no. Quizás Stony Stafford podía sospechar hacía mucho
tiempo que su pandilla cobijaba a un confidente y que, por ese motivo, hizo
circular la historia del reloj de sol en vez de hablar del roble. Y eso, claro, que
solo un círculo selecto e íntimo estaría enterado de la preparación de la
bomba.
En tal caso, pensó, Billy Warner no lo había hecho del todo mal.
Max dio media vuelta y volvió a la casa, caminando con pesadez. Subió la
escalera hasta su cuarto del ático y se acostó. Había sido, pensó poco antes de
quedarse dormido, un día bastante decente.

III
La policía apareció a las ocho en punto. Los carpinteros vinieron y
montaron la plataforma del baile. Los músicos llegaron y comenzaron a afinar
sus instrumentos. Los despenseros llegaron y montaron las mesas, llenándolas
de comida y de dos enormes poncheras, quedándose cerca para servir.

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Poco después de las nueve los Punks y sus hijos comenzaron a llegar. La
policía los cacheó a las puertas y no encontró navajas, llaves inglesas, cadenas
de bicicleta ni ninguna cosa por el estilo.
La banda comenzó a tocar. Los Punks y sus hijas iniciaron el baile.
Pasearon por el jardín y admiraron las flores, sin cortar ninguna de ellas. Se
sentaron en el césped y hablaron y rieron entre sí. Se reunieron ante las mesas
bien dispuestas y comieron. Rieron y vitorearon y se gastaron bromas
picarescas y todo fue estupendamente.
—¿Lo ves? —dijo Pollard a Max—. No hay nada malo en ellos. Dales un
medio ambiente decente y serán un grupo de chicos vulgares. Con algo
infernal en sí, claro, pero nada malo en realidad. Es vuestra exhibición de
fuerza en esta casa, ante sus mismas narices, lo que les convierte en lo que
son.
—Sí —murmuró Max.
Dejó a Pollard y bajó por el patio, marchando con tanta indiferencia cómo
pudo. Quería vigilar el roble, pero sabía que no se atrevería. Se daba cuenta
de que tenía que mantenerse lejos de él, sin lanzar siquiera una mirada en su
dirección. Si lograba asustarles, solo Dios sabría dónde colocarían la bomba.
Pensó en verse obligado a cazarla frenético después de que todos se hubieran
ido felices y contentos y ese pensamiento le hizo estremecerse.
No había nadie cerca del banco en la parte posterior del patio, próximo al
almendro florido, así que se sentó en él. No era particularmente cómodo, pero
el día resultaba cálido y el aire tenía una calidad adormecedora. No tardó en
dormitar.
Cuando despertó vio que había un hombre plantado en el sendero de grava
un poco más allá del banco.
Parpadeó con fuerza y se frotó los ojos.
—Hola, Max —dijo Stony Stafford.
—Debieras estar allá bailando, Stony.
—Esperaba que despertases —contestó Stony—. Tienes un sueño muy
fuerte. Pude haberte roto el cuello.
Max se incorporó. Se pasó una mano por la cara.
—No en Día de Tregua, Stony. Todos somos amigos en Día de Tregua.
Stony escupió sobre la grava.
—Cualquier otro día.
—Mira —comenzó Max—, ¿por qué no os largáis y os olvidáis de todo?
Os romperéis el lomo si tratáis de penetrar en esta casa. Coged vuestras

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chicas, Stony, e id en busca de otra persona con la que el juego no os resulte
tan duro.
—Algún día lo haremos —afirmó Stony—. Esta casa no puede resistir
siempre.
—No tenéis la menor posibilidad —dijo Max.
—Quizás sí —dijo Stony—. Pero creo que la tendremos. Y antes de que
lo hagamos, hay una cosa que quiero que sepas. Tú te crees que nada te pasará
si conseguimos nuestro propósito. Piensas que nos limitaremos a destrozar el
lugar, sin hacer daño a nadie. Pero te equivocas, Max. Lo haremos así con los
Crawford y con Nora. No causaremos mal a ninguno de ellos. Pero te
mataremos a ti, Max. El que no podamos llevar cuchillos, ni pistola, no
significa que no hayan otros medios. Quizás se produzca un desprendimiento
de piedras sobre ti, o un grueso árbol te caiga encima. Quizás tropieces y
caigas en una hoguera. Hay muchos modos de hacerlo y hemos planeado para
ti abundantes procedimientos de esa índole.
—De modo que me odias —murmuró Max—. Eso me hace sentir muy
mal.
—Dos de mis hijos están muertos —afirmó Stony—. Hay otros que han
quedado tullidos para toda la vida.
—Nada les habría ocurrido, Stony, si no les hubieses lanzado contra la
cerca.
Alzó la vista y vio el odio en los ojos de Stony Stafford, pero dominando
quizás el odio asomaba el brillo del triunfo.
—Adiós, hombre muerto —dijo Stony.
Dio media vuelta y se alejó.

Max permaneció tranquilo sentado en el banco, recordando el brillo de


triunfo en los ojos de Stony Stafford y eso significaba que tenía razón. Stony
guardaba algún as en la manga y ese no podía ser otra cosa que la bomba
debajo del roble.

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El día fue gastándose. Por la tarde, Max subió hasta la casa y entró en la
cocina. Nora, gruñendo, le preparó un bocadillo.
—¿Por qué no sales y comes en las mesas? —le preguntó—. Hay comida
en abundancia.

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—En cuanto se me quiten de en medio —respondió Max—, deberé pelear
con ellos durante el resto del año. No veo porque he de mostrarme amistoso
hoy.
—¿Qué hay de la bomba?
—Silencio —ordenó Max—. Sé dónde está.
Nora permaneció mirando por la ventana.
—No parecen malos chicos —dijo—. ¿Por qué no podemos establecer
con ellos alguna especie de tratado de paz?
Max gruñó.
—La cosa ha ido demasiado lejos.
Pollard tenía razón, pensó. Se escapó de la mano. Ningún bando podría
retroceder ahora.
La policía pudo cortarlo de raíz al empezar, hace muchos años, si
hubiesen caído sobre los vándalos en lugar de adoptar la frase de «cosas de
críos» y de encogerse de hombros como si todo fuese una simple pelea de
vecindad. Los padres pudieron haberlo detenido, prestando más atención a sus
hijos, dándoles algo que les hubiera impedido volverse salvajes. La
comunidad también pudo contenerlo, proporcionándoles facilidades
recreativas de alguna especie.
Pero nadie lo detuvo. Nadie lo intentó jamás.
Y ahora se había convertido en un modo de vida, en una costumbre y
debía lucharse hasta el amargo final.
Max no tenía ilusiones acerca de quién sería el ganador.
Llegaron las seis y los Punks comenzaron a marcharse. A las seis y media
se habían ido los últimos. Los músicos recogieron sus instrumentos y se
fueron. Los abastecedores reagruparon sus bandejas y guardaron los restos y
la basura, para marcharse también. Los carpinteros vinieron y se llevaron la
madera. Max bajo hasta las puertas y comprobó que estaban bien cerradas.
—No fue mal día —dijo Pollard, hablando a Max por entre las verjas—.
En realidad, no son malos chicos, si se les conoce lo bastante.
—Ahora les conozco lo suficiente —repuso Max.
Contempló cómo el coche de la policía se marchaba, luego regresó por el
sendero.

Sabía que tendría que esperar un rato, hasta que la oscuridad se hiciese
más densa, antes de empezar a buscar la bomba. Habría vigilantes al exterior
de la cerca. Sería mejor que no supiesen que la había encontrado. Le serviría

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de más ayuda si se les dejaba preguntarse que quizás la operación fue un
fracaso. Porque serviría para hacer vacilar su confianza. Porque, además,
protegería al joven Billy Warner. Y aun cuando Max no sintiese admiración
por el muchacho, Billy le había sido útil en el pasado y quizás aún lo fuera en
el futuro.
Bajo al patio y se deslizó por debajo de los densos macizos de matorrales
hasta estar a breve distancia del roble.
Aguardó allí, contemplando la zona más allá de la cerca. Seguía sin haber
signo de vida en el exterior. Pero estarían vigilando. De eso se sentía seguro.
Se hizo más profunda la oscuridad y supo que ya no podría aguardar más
tiempo. Arrastrándose precavido, avanzó hacia el roble. Con cuidado, apartó
la hierba y las hojas, el rostro apretado por encima del suelo.
A mitad de camino en torno al árbol, la encontró… la tierra recién
removida, cubierta por una especie de rociado de hojas y hierbas y la bomba
sita limpiamente entre dos gruesas raíces.
Extendió la mano notando la frialdad del suelo y sus dedos tocaron el
metal. Palpándola se quedó petrificado, luego muy suavemente, con gran
delicadeza, retiró la mano.
Se sentó sobre los talones y emitió un suspiro mesurado.
La bomba estaba allí, de acuerdo, como se imaginara. Pero puesta encima,
protegiéndola, había una bomba de contacto. Tratar de sacar la bomba de
tiempo haría que se disparase la bomba de contacto.
Se frotó las manos, limpiándose la tierra que las ensuciaba.
Sabía que no había modo de sacar las bombas. Tenía que dejarlas donde
estaban. Era imposible hacer nada.
No le extrañaba que los ojos de Stony mostraran un brillo de triunfo.
Porque había más entrañado que una simple bomba de tiempo. Era un
dispositivo a toda prueba. Nada podría hacerse por remediarlo. De no haber
sido por las raíces, pensó Max, hubiera corrido el riesgo de trabajar por un
lado y sacarlo todo. Pero, con las fuertes raíces protegiéndolo, eso resultaba
imposible.
Stony debió imaginarse que él estaba enterado y entonces se le adelantó,
preparando una bomba ajustada para que nadie se atreviera a trastear con ella.
Era exactamente la clase de triquiñuela propia de Stony. Más que
probable, él estaría allí fuera, ahora, riendo para sí.

Max permaneció agazapado, pensando.

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Podría pasar un hilo de red a pocos palmos dentro del árbol sacándolo
curvo para que tropezase con la cerca auxiliar del otro lado. Se podría enviar
algo de líquido y quizás sirviese como defensa secundaria. Pero no era
seguro. Una embestida decidida acabaría con ello, porque su consistencia no
era notable. Además, trabajando en la oscuridad no podría instalarlo como
debiera.
O quizás perforar el árbol en sus raíces con alambres para apartarlo de la
cerca cuando se desplomara. Y eso, se dijo a sí mismo, sería lo más
conveniente.
Se levantó y dio la vuelta a la casa, dirigiéndose a los sótanos en busca de
algo de cable que sirviera para sujetar el árbol.
Recordó, mientras pasaba junto al receptor-transmisor de onda corta, que
debería estar sentado en su inspección regular de cada noche entre las
fortalezas vecinas. Pero eso tendría que esperar.
Continuó y se detuvo de pronto al ocurrírsele una idea. Se quedó un
momento indeciso, luego giró en redondo y volvió al transmisor.
Dio al contacto y aumentó la potencia.
Debería tener cuidado con lo que decía, pensó. Porque existía la
posibilidad de que los Punks estuvieran escuchando en todos los canales.
John Hennessey, custodio de la fortaleza Curtis, acudió a su llamada a los
pocos segundos de empezar Max la emisión.
—¿Algo malo, Max?
—Nada, John. Solo me preguntaba… ¿te acuerdas de aquellos «juguetes»
que tenías?
—¿«Juguetes»?
—Sí. Los «sonajeros».
Percibió el sonido de Hennessey al aspirar.
Por último dijo:
—Oh, eso. Sí, aún los tengo.
—¿Cómo cuántos?
—Probablemente un centenar. Quizás más.
—Podrías prestármelos.
—Seguro —contestó Hennessey—. ¿Los quieres enseguida?
—Si es posible… —dijo Max.
—Está bien. ¿Vendrás a recogerlos?
—Ahora tengo trabajo.
—Aguárdame —contestó Hennessey—. Los pondré en una caja y estaré
ahí dentro de una hora.

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—Gracias, John —repuso Max.
¿Qué había de malo? se preguntó. ¿No era demasiada casualidad?
Quizás no tenía derecho a correr ningún riesgo en absoluto.
Pero no se podía permanecer sentado siempre, limitándose a contener a
los Punks. Porque si no se hacía nada más que eso, seguirían volviendo a la
carga. Pero si se les golpeaba de rechazo y bien en un contrataque, quizás se
desanimarían. Podría ser que acabase la cosa de una vez para siempre. La
dificultad estribaba, pensó, en que raras veces se podía devolver bien el golpe.
No se permitía actuar excepto definitivamente, porque si se emprendía alguna
especie de acción, la policía caía sobre uno como si fuese una tonelada de
ladrillos.
Se humedeció los labios.
Rara vez se presentaba una oportunidad como esta… una posibilidad de
devolver el golpe fulgurantemente y continuar siendo estrictamente defensivo
en la conducta propia.

IV
Se levantó rápidamente y marchó hacia la parte posterior de los sótanos,
en donde encontró la fuerte red flexible. Sacó tres rollos y una brazada de
alambre grueso para sujetarla. Tendría que utilizar unos árboles para extender
la red. En realidad debería emplear algún acolchado para proteger a los
árboles contra la abrasión producida por el alambre, pero no tenía tiempo.
Trabajando con rapidez, extendió la red, colgó de ella el hilo, introdujo el
fondo de la red a cierta profundidad en el suelo, ató los extremos a la cerca
auxiliar.
Aguardaba en las puertas cuando llegó el camión. Utilizó la caja de
control para abrir las verjas y el camión penetró. Hennessey descendió.
—El exterior está atestado de Punks —dijo John—. ¿Qué pasa?
—Hubo dificultades —contestó Max.
Hennessey fue hasta la puerta trasera del camión y bajó el tablero. Tres
largas cajas, envueltas en redes, descansaban en el fondo del camión.
—¿Están ahí dentro? —preguntó Max.
Hennessey asintió.
—Te echaré una mano.
Entre ambos llevaron las cajas hasta la cortina de red, levantada detrás del
roble.

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—Dejé un sitio sin clavar —dijo Max—. Podemos meter por debajo las
cajas.
—Primero les desclavaré la tapa —anunció Hennessey—. Podemos
hacerlas pasar con el palo y levantar las tapas si están abiertas. Luego utilizar
otra vez el palo para volcar las cajas.
Colocaron las cajas por detrás de la cortina de red, una a una. Hennessey
volvió al camión para traer un palo. Max clavó la brecha que quedaba.
—¿Puedes hacerme algo de luz? —preguntó Hennessey—. Sé que los
Punks están esperando fuera, pero probablemente no distinguirán una
lucecilla tan pequeña. Quizás se imaginen que estás efectuando tu inspección
regular de los jardines.
Max encendió la luz y Hennessey, trabajando con el palo metido por entre
la red, destapó las cajas. Con cuidado, las volcó. Un ligero tintinear y un
frenético alboroto de sonidos llenó la oscuridad.

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—Serán malos clientes —dijo Hennessey—. Están todas agitadas y
enfadadas… Se extenderán bastante. Tratando de instalarse para pasar la
noche, de ese modo se esparcirán. Son grandes. No hay de las pequeñas.
Se colocó el palo en el hombro y los dos regresaron al camión.
Max extendió la mano y el otro se la estrechó.
—Muchas gracias, John.
—Me alegro de hacerlo, Max. Ya sabes, causa común. Desearía poder
quedarme.
—Tienes tu casa desde la que vigilar.
Volvieron a estrecharse la mano y Hennessey subió a la cabina.
—Será mejor que cubras el primer kilómetro muy deprisa —aconsejó
Max—. Nuestros Punks pueden estar apostados esperándote. Quizás te hayan
reconocido.
—Con los parachoques y la potencia que tengo —dijo Hennessey—,
podría pasar a través de cualquier barricada… —y añadió—: Y cuidado con
los policías. Armarán un escándalo infernal si se enteran de que devolvemos
golpe por golpe.
—Estaré alerta por si los veo.
Max abrió las puertas y el camión salió marcha atrás, enderezó el volante
en la carretera, y partió disparado.
Max escuchó hasta que dejó de oírle, luego se cercioró que las puertas
estuvieran bien cerradas.
De regreso a los sótanos dio al conmutador que proporcionaba corriente a
la cerca auxiliar y ahora también a la red.
Respiró satisfecho y subió las escaleras hacia el patio.
Un rápido fogonazo de luz iluminó los jardines. Giró rápidamente, luego
maldijo para sí. Era solo un pájaro que chocó contra la cerca en pleno vuelo.
Solía ocurrir frecuentemente. Se estaba poniendo nervioso y no era necesario.
Todo estaba controlado… por lo menos razonablemente.
Trepó por una porción de terreno ascendente y se plantó detrás del roble.
Mirando hacia la oscuridad le pareció poder ver formas sombrías más allá de
la cerca.
Se reunirían allí afuera y vendrían en enjambre tan pronto como el árbol
se desplomase, destruyendo las cercas. Indudablemente tenían planeado
utilizar este árbol como puente por el que pasar, sin que les afectase la
corriente que aún circularía por la destrozada cerca.
Quizás era correr un riesgo excesivo, pensó. Quizás debería utilizar
tirantes con el árbol. Tal y como estaban las cosas no tendrían la menor

Página 40
posibilidad. Pero, de igual manera, quizás no tuviera otra oportunidad de
salvarse.
Pensó que incluso podrían atravesar la cerca, pero hubiera apostado su
sueldo a que no lo harían.
Se quedó allí, plantado, escuchando el airado murmullo de un centenar de
serpientes de cascabel irritadas y confusas en la zona más allá de la red.
El sonido era de los más satisfactorio.
Se alejó, para apartarse de la línea de la explosión cuando estallara la
bomba y aguardó a que terminase el Día de Tregua.

CLIFFORD D. SIMAK

TÍTULO ORIGINAL:
Day of Truce, 1963.
TRADUCCIÓN:
F. Sesén.

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LA MALA VIDA

por

JEROME BIXBY

Ilustrado por Perera

No había ningún término


medio en Limbo. Sus
habitantes o eran santos, o
pecadores… ¡Y ambos estaban
condenados!

Página 42
I

Hicieron una especie de estatua con el traje espacial, solo que no


moviéndolo, solo que dejándolo plantado allí en la parte posterior de la
Tienda de Reparaciones de Turk, precisamente en el lugar en donde mató a
Thorens. No es que los hombres duros del Limbo fuesen del tipo que siente
recelos de manipular un objeto con una historia tan fantasmal ni que
considerasen al objeto como una especie de talismán de la mala suerte.
Eso se debió a su sentido del humor.
Nuevos convictos venían a mirarlo y pronto figuró en ciertas ceremonias
coloristas de iniciación. Se convirtió en el sujeto de una balada de los
hombres espaciales, una tonadilla vulgar creada no para ser cantada sino para
ser rugida:

O-h-h, el traje espacial de Svenson tuvo una noche infernal…


¡Capturó a tres hombres y acabó con ellos de inmediato!

Goldy Svenson se negó absolutamente a tener nada que ver con el traje y
así la patrulla le entregó otro sin rechistar, sabiendo que un sueco en el
espacio es más difícil de manejar que un irlandés, una vez se han despertado
sus supersticiones.
La historia de aquella noche no es historia, porque no tiene trama. Más
bien es una serie de incidentes odiosos cuya única relación es la masa del traje
de un patrullero espacial con sus trescientas libras de acero al mercurio. Pero
puesto que ustedes lo piden…

El «Maestro» era viejo, del año 2080 poco más o menos. La contralto
cuya voz salía de él murió mucho antes de eso, alrededor de 1970. La canción
era una reproducción de uno de los antiguos discos de surco modulado que
causaban impulsos a una «aguja» y de ella a un altavoz tipo diafragma.
Thorens apenas pudo oír el «ruido de superficie» detrás de la música… dulce
y bajo, dulce y bajo:

Algunas veces me siento como


un niño sin madre…

Página 43
El ojo izquierdo de Thorens, descolorido, semicerrado le dolía. Se llevó la
bebida a los labios, apoyó el codo en la mesa, la cabeza inclinada un poco
sobre el mantel manchado. Así ocultaba su cara de la lámpara del techo y
mantenía a Turk y a los demás de forma que no le viesen las lágrimas que
podrían hacer que uno de ellos, o todos, cayeran sobre él y, de un golpe, le
arrancaran la cabeza.

Lejos… lejos… de casa…

La barbilla de Thorens se movió bajo la barba pajiza mientras trataba de


ablandar el nudo que le lastimaba la garganta. Tomó un rápido sorbo de
whisky, parpadeó mientras el licor parecía acuchillarle en sus labios cortados,
colocó el vaso en la mesa. Luego miró dudoso a Turk, sabiendo que, de algún
modo, el hombre gordo le estaba examinando.
Cinco meses en Limbo le habían enseñado que la mejor defensa era un
fingimiento razonable. Se aclaró la garganta y dijo balbuceante:
—La violencia se apodera de ti, ¿verdad?
Turk le miró sin parpadear. Los ojos de Thorens se apartaron recorriendo
la longitud del suelo, marchando arriba y abajo del sucio espejo que colgaba
detrás del mostrador… en él se reflejaba su propia imagen, junto con sombras
oscuras y rostros sucios, cromo mezquino, la monotonía ámbar de las
botellas, cigarrillos y humo de marihuana, cuyos vapores se entrelazaban, la
mancha en forma de araña sobre la pared en donde la sangre a gran presión
del español cayó como un chorro por el corte de su garganta.
—A mí no me domina nada —murmuró Turk. Se levantó, rechinando, su
rostro plano y oscuro, brillante, las cejas cuidadosamente fruncidas y
arqueadas en la forma satánica que le complacía—. Esta es la patria. ¿No te
gusta Limbo? A mí sí. ¿A ti no? ¡Haces que tus amigos se sientan mal!

La cabeza de Thorens volvió a caer. Turk soltó una risita y avanzó hacia
el mostrador… un hombre grande, lento, cuya masa no tenía solidez, sino que
en su lugar formaba bolsas y protuberancias que vibraban de manera insólita
en la gravedad 0,63 tipo terrestre de Limbo. Señaló con un pulgar que
llenasen el vaso y Potts se volvió y dijo con viveza:
—Mantente sereno, muchacho. Ya te diré yo cuándo.
Vigilándoles desde los sombreados y vivos ojos, Thorens pensó
fieramente lo estúpidos que eran, con Turk un poco más exquisitamente que

Página 44
Potts… y como les odiaba a ambos y les temía a ambos, como odiaba y temía
a todos los semihombres aquí en Limbo.
De pronto, Thorens cerró los ojos, haciendo todavía más sombríos sus
fosos oculares… el viejo, viejísimo miedo de que alguien leyese lo que
pensaba. No es que en realidad lo leyera, sino que detectara mediante signos
visibles lo que eran sus pensamientos. A escondidas, se pasó la mano por la
frente, subiendo hasta su fino cabello, bajándola después, trayendo consigo un
notable escudo de pelo desde atrás y sus ojos destellaron en busca de un puño
cerrado, de una bota, de un cuchillo.
Nada. Sombras. Hombres bebiendo.
Dejó en libertad su odio. Y este llenó su mente y explotó contra los
rincones opuestos de su cráneo. Turk… un gordo artista de brazo fuerte, con
glándulas por cerebro. Potts… descuartizador de su esposa… De todos en
Limbo, os odio más que a los otros. Sus ojos volvieron a destellar. No le
habían «oído». Permaneció allí sentado, odiando. ¿Por qué os odio más?
Porque me habéis hecho más daño…
—Ya no soy un muchacho —dijo Turk. Se apoyó sobre el bar, su panza
rodeándole como un globo hinchado—. Soy un hombre.
Potts le sirvió una cerveza. Turk la tomó y se dio media vuelta. Sus ojos
fangosos barrieron a Thorens y decidió sentarse en otra parte. Fue hasta la
ventana delantera, en donde había un reservado que Potts conservaba un poco
más limpio y aseado porque el negocio seguía siendo el negocio, aun en
Limbo, y se sentó, acomodándose poco a poco hasta quedar casi apretado a la
ventana.
A Thorens le recordó un hipopótamo cautivo; maloliente y sucio, mirando
con torpeza por entre los barrotes a un mundo que en su extrañeza no podía
comprender por falta de cerebro.
—Apuesto a que es un embustero —dijo uno de los hombres en el
mostrador. El individuo se volvió hacia Turk, la mano en el cuchillo. Estaba
borracho y preparado para enterrar su acero… su mano izquierda hizo el gesto
de desafío—. Dinos lo que eres.

Turk no le miró.
—Es inútil, Sammy. El viejo Turk es demasiado lento, para los cuchillos
(llevaba navajas de muelles hasta en las mangas, pero el otro estaba
demasiado lejos. Solo un poco más cerca, Sammy, rio en silencio para sí).
—Pues a que no eres demasiado lento para sangrar.

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Otro hombre intervino desde las sombras.
—Sammy, ¿verdad que lo es? Bueno, yo aquí soy forastero, Sammy, y no
te conozco, pero te diré algo. Yo no soy lento.
El cuchillo de Sammy estaba desenvainado.
—¿Sabes qué otra cosa eres?
—Lento, no.
Avanzaron uno hacia otro, agazapados. Potts se inclinó sobre el bar y
rompió una botella de whisky en la cabeza de Sammy. Sammy lanzó un grito
y dejó caer su cuchillo. Huyó hacia la puerta, sangre y whisky manchándole la
cara.
El extranjero echó atrás su cuchillo para asestar el golpe.
Potts dijo con aspereza:
—¡Maldición, fuera! Deseo que mi casa sea sociable. ¿Por qué crees que
le golpeé?
Sammy atravesó la puerta con violencia. El desconocido maldijo y le
siguió. Las pisadas se fueron apagando.
Thorens permitió que su mirada cayese más allá del espectro de los
cuchillos, ahora por la ventana y a la otra parte del cemento reluciente de la
calzada y entre girones de niebla de los campos de tabaco y marihuana, hacia
el espacio-puerto. Las formas grises de sus edificios de administración y
hangares estaban salpicadas por débiles sartas de ventanas iluminadas. Sus
torres decantadas eran como dedos señalando a las estrellas… dedos gigantes
que podrían desatar el rayo jupiteriano de un cohete para llegar a aquellas
estrellas.

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Ahora un fulgor lavó el fino aire de Limbo. Se amplió y se abrillantó,
derrotando a la noche. Las botellas de las estanterías de Potts, detrás del
mostrador, comenzaron a vibrar. La vibración creció y Thorens se movió
como si el banco se sacudiese en sus posaderas. Los hombres alzaron la vista,
escucharon. Potts salió rodeando el mostrador y fue a plantarse junto a la
mesa de Turk, mirando por el cristal metálico.
Turk dijo, sin mirar a Thorens:
—Un navío de patrulla. Quizás el «Mano» consiguió su traslado. Quizás
despegue muy pronto. Puede que quiera un obsequio de despedida.
El cuerpo de Thorens se retorció acaloradamente dentro de sí. Aún tenía la
cara hacia abajo, los ojos encendidos. El whisky que contenía su vaso
bailoteó. Su mano temblorosa obligó al vaso a quedar plano sobre la mesa y,
de pronto, lo soltó. Cayó desmadejado. Permaneció sentado y aguardando;
fuera el fulgor era tan brillante como la luz del día. Muy alto, en el aire un
rugiente puntito de alfiler apareció, descendiendo, escupiendo luz como un
fragmento del Sol. La niebla hervía a su alrededor. Pero por encima del cielo
era color de noche. Cuando la partícula descendía la noche le seguía en su
descenso, a través de la niebla, casi respetuosa hasta que, cuando el navío
osciló hacia el delantal lleno de fosos del puerto, el fulgor de sus cohetes se
contrajo hasta una cosa cegadora y cónica solo a unos cuantos centenares de
metros de distancia.
Thorens se atrevió a levantar la vista.
Se habló por hablar. Los pesados rasgos de Turk, desinteresados en
Thorens, quedaron reflejados en la ventana cuando miró hacia afuera.

El sonido de los cohetes atronó, golpeó, chirrió, el navío tocó una de las
agujas, osciló y el campo magnético se apoderó de él para encajarlo en su
lugar preciso. El piloto hizo bramar los tubos una vez más,
innecesariamente… quizás estaba contento por haber aterrizado con su navío.
El estampido iluminó la escena como la lámpara de destellos de una máquina
fotográfica, luego hubo negrura en la que las lejanas y mal iluminadas
ventanas del puerto lentamente desaparecieron como pupilas dilatadas.
Potts había vuelto a su mostrador, ordenando las botellas, abriendo unas
nuevas y colocando tapones vertedores en cada una de ellas. El efectivo del
sistema solar servía en Limbo. El descuartizador de su esposa ganaría dinero
esta noche.

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Un gemido lejano, débil, moribundo, cortó la noche. ¿Sammy? Imposible
decirlo. Turk miró hosco por la ventana y Thorens se preguntó si el hombre
sería capaz de ver en la oscuridad. Nada de la bestia que había en Turk le
sorprendería. Turk haba violado por la fuerza a una chica, una chica
jovencísima, allá en la Tierra… y mientras habría preferido vivir en cualquier
otra parte mejor que en el Limbo, esa preferencia no le producía un mayor
descontento. Turk vivía bien. Estaban los navíos mensuales de suministro y
las frecuentes arribadas de naves que hacían la ruta comercial de Calisto.
Algunas veces, con tantos navíos aterrizados en Limbo, aparecía algún joven
y curioso pasajero que, preparado por los oscuros y solitarios meses de
espacio, se dejaba convencer para emprender una nueva aventura. Y Turk era
capaz de ser convincente, incluso simpático, cuando se lo proponía. Thorens
sabía que conservaba una pequeña colección de pañuelos, botones, chapas de
identificación, notas cuidadosamente redactadas, avíos personales, ropas,
recuerdos.
Con una mano que era más pesada por la coordinación que había perdido,
Thorens recogió su bebida; la boca, en una mueca amarga, se aplicó al borde
del vaso. Volvió a cerrar los ojos. Comenzó a oír palabras en la oscuridad,
despacio, con cuidado, imaginándoselas en densos toques de pincel que más
tarde realizaría cuando regresase a su oficina y las añadiría a su manuscrito:

La siempre dudosa moneda de la sensibilidad y del intelecto


importan menos que nunca cuando uno tiene cuarenta años, es
desmesurado y está solo en una amillarada charca cultural.
Proporciona una brutalidad, sin necesidad de cuidados, y ridículo y
violación, mezclado todo con un veneno cuyo sudor es Miedo…

No, no, no, pensó… demasiado floreado, demasiado brusco.


Abrió ligeramente los ojos, que en cuestión de un segundo fueron de lado
a lado, registrando la aterciopelada habitación, a los hombres, luego se
cerraron otra vez con desesperanza.
Si al menos pudiese unirme a vosotros, ser uno de los vuestros, igual a
vosotros… sin conciencia o inteligencia, tan lejos de Dios como estáis, tan
cerca del barro. Entonces no me desmoronaría… No sería un blanco… no
tendría que huir ante los podencos. Pero nunca podré ser como vosotros, ni
parte vuestra, escoria, animales hediondos. No podría ser como vosotros ni en
un billón de años.

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II
Sesenta años atrás, el Consejo Solar, durante el mandato como Presidente
del agudo Chaz, de Venus, había sido convencido para lanzar Limbo como
una propuesta que sería un ahorro de dinero: un asteroide prisión,
indisciplinado y autosuficiente cuyo único gasto sería el del importe de los
salarios de unos cuantos patrulleros asignados a orbitar sus navíos a distancia
de vigilancia y a mantener la atención fija…
¡Ah, Dios! pensó Thorens. ¿Por qué la Mano Ayudante me envío a aquí?
¿Por qué no a Neptuno o a Ganimedes o a Calisto o a Tethys, para los deberes
fronterizos que había esperado cuando firmé contrato?
Los Ingenieros del Consejo habían explorado los asteroides Troyanos,
seleccionando por último un cuerpo con adecuado tamaño y terreno. Uno de
los pocos fragmentos del Planeta X, correspondiente a la superficie exterior,
que no habían sido expulsados fuera del sistema en aquella catástrofe ocurrida
eones atrás. Alterando el núcleo del asteroide para crear una gravedad
decente, confiando al mismo tiempo en hacerlo funcionar como sistema de
calefacción central, le dieron atmósfera, lo libraron de microorganismos
perniciosos, instalaron una ecología equilibrada y dos semanas más tarde se
marcharon, dejando doscientos mil cajones de productos esenciales en su
retorcida superficie. Un mes después, cada condenado a cadena perpetua
masculino del Sistema había sido transportado a Limbo, para luchar por sí
mismo, cada nuevo grupo bruscamente mermado a su llegada por el ajuste de
incontables y siniestras cuentas pendientes.
¡La Mano Ayudante! Thorens destrozó las palabras con su mente,
haciéndolas jirones con odio. ¡La Gran MA! ¿Se encontraba el expediente de
John Thomas Thorens, archivado en algún cajón de cualquier despacho en
cierto piso de uno de los gigantescos cuarteles generales de MA, en Nueva
Jersey, con el rótulo de Descontento… Preferencia al traslado? ¡No, por
todos los inexistentes dioses del Espacio… ni siquiera eso! ¡Ni siquiera tenía
que soportar una larga espera, mientras la rueda de la democracia masticaba
su destino! Las palabras odiosas ardían en su memoria: Transferencia
Denegada. Transferencia Denegada. Transferencia Denegada.
En el término de un año Limbo vio germinar terratenientes, seis ciudades
florecientes, un sistema de castas, una guerra interurbana y una pandilla que
gobernada el trono, en cuyos cojines quedaban las manchas oscuras de la
sangre de una docena de asesinatos. A los cinco años, Limbo se había
sacudido de los pies a la cabeza. Desapareció el trono, porque nadie podía

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conservarlo. La guerra cesó (habiendo sido en su mayoría una cuestión de
cuchillos traicioneros y ataques con hacha, ya que no se permitían armas más
mortales). El hambre y la enfermedad habían hecho que los habitantes de
Limbo se diesen cuenta de que unidos vivirían condenadamente mejor o
morirían por causas perfectamente naturales. Se formó un Consejo de Limbo,
se trazó un Plan, algunas tiendas mugrientas y reforzadas por puntales se
unieron, unos cuantos muebles atroces y una cerámica primitiva comenzaron
a producirse y Limbo hizo una seria intentona para participar en el Comercio
del Sistema. Con la sanción del complacido Consejo Solar, se inició un válido
intercambio monetario, basado en dólares solares, pero sujeto a devaluación,
que sería como una especie de castigo necesario para Limbo. Se construyó un
espacio-puerto y un escuadrón de la Patrulla se instaló para posarse
indiferentemente en la cumbre del nuevo orden. Limbo compró maquinaria,
compartió sus ganancias, construyó factorías, fabricó y exportó
principalmente… ¡juguetes, aunque parezca mentira!
¡La Gran MA…! que Vigilaba sobre su Rebaño en la Pena y en el
Desastre. (Nuestras manos están en Venus, y ayudan a Marte). Pero que no
podían advertir el predicamento de un alma solitaria, de un trabajador
aterrorizado, ni extender la cinta roja para libertarle, en su concentración en el
objetivo principal: Campaña y Colecta (¡Y Estarán Allí Cuando Lleguemos
A… Las… Estrellas…!).

Thorens trató de acumular saliva en su boca seca para luego escupir su


odio.
Ayudando a lo largo de las fronteras, quizás, en donde la semilla de la
publicidad podía sembrarse para producir por último un sustancioso fruto
financiero… pero tan cierto como existía la muerte era que no había
benevolencia de MA que viniese jamás hacia aquí, que cruzase el espacio
hasta el despacho ratonero de Thorens en Limbo, en donde él era un Rayo de
Luz en la Oscuridad Exterior.
Eventualmente, habiendo sitio en abundancia, las reclusas condenadas a
cadena perpetua de la Penitenciaría de Mujeres de Tycho, fueron trasladadas a
Limbo; porque tendrían que vivir allí y entre los varones para satisfacción de
ambos.
Así funcionaba Limbo, sin policía, autónomo, incluso dando beneficios.
No había el menor rastro de moral o de rehabilitación espiritual entre su
población; sin embargo, si los de Limbo se aplicaban a la tarea de la

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supervivencia colectiva, era solo porque debían de sobrevivir como perros
felices en la celda más grande, más siniestra y más acondicionada de la
historia. Limbo sobrepasaba en vivo salvajismo social a cualquier frontera sin
ley que hubiera existido jamás. Las fronteras no dejan de atraer a un
porcentaje de desplazados, de proscritos y de chiflados, pero aquí eso llegaba
a la saturación. Perros, física y moralmente, gruñían, mordían y se comían a
los demás perros. El asesinato era una forma de vivir. Oír un grito solo servía
para encogerse de hombros ante la torpeza de alguien, porque resultaba
sencillo matar en silencio. Pisar sangre era para maldecir, porque la sangre
pudre las suelas de los zapatos.
La mayor ciudad era Maldita Tierra. Tenía unas siete extensas millas
cuadradas de calles mal pavimentadas, trescientas cuarenta y dos tabernas,
incluyendo la de Potts, cuatro destilerías, noventa y nueve casas de juego, tres
fábricas de juguetes, un almacén general, varios millares de desparramadas
chozas y cabañas, diez y siete casas de placer (posiblemente las que mejor
vivían en todo Limbo), un alemán psicótico, que vegetaba en una nueva y
coleccionaba cráneos y el espacio-puerto de la Patrulla, este último era la
única cosa en el diminuto planeta que los de Limbo no habían construido por
sí mismos. En torno al espacio-puerto había una red de amplias torres
plateadas, una muralla de chispeantes rayos ultravioleta que causaban la
muerte, si era preciso. Pero los de Limbo no mostraban tendencia a invadir el
puerto, matar a su personal, destruir todo lo que tenían y salir disparados
hacia la libertad con los navíos robados…
Les gustaba Limbo.
Era su claustro, su carne cruda, su copa de té ensangrentada. Era vicioso,
como un loco, tan flojo de morales y retorcido como ellos. Paradójicamente
era su prisión y el único sitio entre el Cielo y la Tierra en donde podían vagar
libres, fanfarronear, maldecir las estrellas, matar y vivir la buena vida.

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Cualquiera que no fuese de Limbo podría, por este motivo, caminar por
las calles sin escolta y con perfecta seguridad. Su Brazalete de Visitante era
su escudo y su seguro de vida. Si se encontraba en la escena de una batalla,
los cuchillos dejaban de destellar para permitirle pasar. Y cualquiera tan
insensato como para amenazarle sería hecho polvo por los amigos y pisoteado
por ellos. Porque Limbo no quería represalias, ni venganzas, ni tampoco
equipos patrulleros ansiosos de matar que cruzaran su superficie.
La orden concerniente a los visitantes era: Dejarles en Paz.
Esto no se aplicaba a John Thorens…
Quien había llegado cinco meses atrás, con algunos treinta libros, unos
cuantos juegos (tablero de ajedrez, senderos espaciales, adivinanzas…), un
anticipo del salario de tres meses (fue lo que ocultaba la punta del anzuelo) y
un cursillo de doce semanas (Acompasamiento con la Humanidad) cuyo
diploma le hacía una «Fuerza Constructiva y Rehabilitadora Entre los
Infortunados».
Afanosamente limpió el despacho de MA de gusanos y carcomas,
pintando toda la inmundicia con colores vivos. Luego abrió las puertas a los
desgraciados, y unos pocos de ellos le hicieron caso.
Prestó todos los libros el primer día y ya no los vio más. Los juegos
despertaron más interés, pero los de Limbo jugaban de manera muy dura.
Cuando al principio trató sinceramente de hablar, para aclarar e instruir a esos
hombres se le dijo que su predecesor terminó en una cantera con el rostro
desgarrado, porque tenía ojos pardos y la Banda de los Ojos Azules
coleccionaba esa clase de ojos.
(No fue precisamente así, según le contaron otros limbeños más tarde… el
hombre había interrumpido una orgía en el Circo del Polo Sur, con fuertes
quejas de que eran actividades satánicas. Sus comentarios más específicos
encolerizaron a las participantes hembras, así que se lo llevaron arrastras
hasta Villadamas, en donde, con suerte, logró suicidarse. Cuando investigó la
Patrulla, acompañada por un representante de la MA, se les permitió descubrir
evidencias de que el muerto tenía un sucio negocio clandestino que
complicaba a un tercer M, con la captura del género en el que intervenía,
compuesto por drogas adulteradas. Aparentemente un cliente se quejó. Así
terminó la investigación).
Thorens naturalmente trató de salirse de aquel lugar. En respuesta a su
primer asustado espaciograma, MA contestó: La muerte desgraciada de su

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predecesor se debió a mezclarse con una intriga entre los reclusos. De
ninguna manera fue resultado de deberes que usted tiene que cumplir. La
Patrulla niega las condiciones que usted describe. Le extiende la Mano. La
esencia de la respuesta a su segunda súplica fue que, en vasta del contrato que
tenía firmado, se confiaba en que tuviese la suficiente experiencia para
cambiar de opinión. Se extiende la Mano.

Airado, Thorens buscó un medio más directo de autoconservación. Su


tarjeta de MA le llevó hasta el escritorio del Secretario del Ayudante personal
para la secretaría del Teniente Comandante del espacio-puerto… Un hombre
de ojos aburridos, de paisano, que había escuchado con atención la historia de
Thorens, logrando al mismo tiempo que Thorens se sintiese el hijito de papá y
luego, mirando indiferente por la ventana de un palmo de grueso, a prueba de
rayos y de balas, hacia las calles retorcidas de Maldita Tierra, admitió
cándidamente que Limbo era al principio un poco rudo, pero después de todo,
algunos, de los limbeños, por lo menos, luchaban marchando por el sendero
difícil hacia el ajuste y la certeza, mereciendo una Mano, y todo lo que
Thorens necesitaba era asegurar su propio bienestar mostrándose amistoso,
mezclándose con aquellos que manifestaban interés y, por encima de todo, no
metiendo las narices en ningún mal asunto.
Ante la última pregunta de Thorens, mientras acompañaba al Mano hacia
la puerta de acerolita a prueba de todo, el secretario respondió: «No, las reglas
de la Patrulla prohíben cualquier comunicación civil empleando los aparatos
de radio de la Patrulla».
Thorens sistemáticamente abordó a los capitanes de los barcos de carga
que llegaban cada semana, poco más o menos. Una excusa simple para visitar
los bares, puesto que el licor no se permitía a bordo de las naves. Pagaría el
billete, doble, si era preciso, diez veces. Pero pronto le anticiparon su
respuesta: «No se permitía ningún pasaje para salir de Limbo sin autorización
de la Patrulla, autorización de MA, autorización…»
Sin embargo, todos se mostraron comprensivos… y uno en particular le
demostró simpatía. Thorens no tardó en tratar de meterse de polizón en su
navío, creyendo haber detectado en los modales del hombre una aprobación
tácita de la medida. Le pillaron y con el máximo respeto le entregaron a la
Patrulla. Otra vez en presencia del hombre de los ojos aburridos, se le dijo
que esa no era manera de mantener limpias las narices… ¿quería acabar
siendo un ciudadano de Limbo, sufriendo condena por polizón?

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—¿Y qué soy ahora? —se apresuró a contestar Thorens—. Ellos son sus
prisioneros y yo soy prisionero de ellos. Concédanme asilo.
—Nada le ocurrirá si conserva la cabeza.
—¿Sabe usted a lo que le pasó a la cabeza de mi predecesor? ¿Vio las
heridas? ¡Ayúdeme!
—¿Un poco alterado, eh? Bien, le diré una cosa. Personalmente no tengo
muy buena opinión del celo de los misioneros y de sus resultados aquí. Será
mejor que no se olvide de eso.
—La peor tortura son las amenazas.
—¿Las amenazas?
—Cada momento es una amenaza. Cada mirada es una amenaza. Cada
uno que conozco es una amenaza. No son solo los golpes… Dios, es el miedo
a los golpes.
—El miedo puede obrar cosas muy raras en la imaginación de uno, ¿eh?
—¿Ha estado usted muy frecuentemente fuera de estas paredes? ¿Y
durante mucho tiempo?
—Salgo en ocasiones. No tengo muchos motivos.
—Ya le he dicho lo que está pasando.
—Seguro que ha exagerado un poco.

Acompañado hasta la salida, Thorens se agarró a la pared de un hangar,


mirando a su alrededor a través de la noche eterna de aquel manicomio
enorme, acechante, murmullante, alumbrado por fluorescentes, que era
Limbo. Luego entró en el edificio, en la frescura con la presencia de aparatos
positivos… de causas dignas, como disciplina, orden, preparación,
precaución, dirección, contenidos racionales, y calidades en grado también
racional. Se abrió paso a través de aquel bosque plateado y oscurecido de la
Patrulla… grúas, fosos de máquinas, depósitos de combustible, talleres,
grandes vagonetas, techos gigantescos en forma de cúpula con una telaraña de
vigas y jácenas y se escondió.
A la mañana siguiente le encontraron y lo expulsaron.
Desequilibrado temporalmente, se emborrachó. Tres bares más tarde, le
pegaron. Un sonriente Limbo le contagió con su cizaña y Thorens
experimentó su primer arrebato, durante el cual desafió a tres a un duelo a
puños y ganó por abandono cuando todos se desplomaron riendo. Esa fue la
primera y vaga excitante prueba del único «valor» que pudo mostrar ante los
limbeños. Se asió a ella frenéticamente. Permaneció borracho durante tres

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días y hasta invitó en cada tugurio desde Maldita Tierra hasta Satanasburgo,
en un esfuerzo por adquirir más buena voluntad hacia su persona que
beneficio para sus bolsillos. Compró paquete tras paquete de cigarrillos de las
máquinas y los distribuyó con prodigalidad. Compró seis equipos de Caballos
Harrigan (una cápsula energética que calentaba por sí misma el agua, de venta
en las ferreterías) en el Almacén General de Virtud y se los dio a quienes
consideraba sus amigos más íntimos. Para aquel tiempo ya se había
conquistado un cierto séquito que le seguía a todas partes. Pero estos
colmaron su paciencia dándole una paliza en Manantiales de la Virgen en el
hemisferio Sur.
Las siguientes seis horas fueron del todo inolvidables.
Thorens sabía que esto tenía que suceder. Trató de perdonarles… y no lo
logró.

III
Los archivos de MA… todos ellos; los archivos de noventa y nueve años
de actividad MA en Limbo; completamente irreemplazables, aunque no
tuviesen un valor muy significativo… ardieron en el fuego de la estufa del
despacho de Thorens. En sus horas de depresión destrozó el contenido de seis
archivadores y su escritorio reduciéndolo todo a trocitos pequeños para
alimentar las llamas. Se agazapó delante de la panzuda estufa, el rostro
descompuesto, los ojos vidriados hasta adquirir el tono de la mica, la boca
moviéndose (chasqueando, distendiéndose enormemente, volviendo a
chasquearse), como algún alquimista trabajando en un milagro de odio. Luego
bailoteó por la habitación, golpeándolo todo con un atizador, creando
abolladuras y astillas en los muebles de madera y rompiendo cada panel de
vidrio que había en el lugar.

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Después prendió fuego al escritorio y se tumbó para morir.
Cuando el humo se hizo insoportable, se levantó y apagó el fuego con
agua del fregadero. La muerte podía ser un final bien acogido, pero mucha
incomodidad la precedía.
En aquel momento y en los días que siguieron, se dispuso a sobrevivir.
Las pesadillas de aquella tarea refutaban a Darwin.
Debía pulir y dar brillo a manzanas sucias, lamer suelas de zapatos (es
decir, limpiarlas), aceptar toda clase de violencia o de inmundicia que las
asquerosas mentes de los habitantes de Limbo pudieran producir. Debía ser la
mascota de los maniáticos, el cabeza de turco de la colectividad, la criatura
apropiada para lastimar, atropellar, atormentar; porque esto le daba un valor
funcional no fácilmente duplicado en este pequeño mundo de sádicos
paranoicos. Fue el chivo expiatorio entre los lobos de Judas; les dio algo que
necesitaban, la visión de un miedo abierto y les trajo su vida de día a día,
porque los limbeños lo abarcaban todo, excepto a sí mismos, en el odio y en
el desdén, y ese «todo» estaba tan distante… excepto John Thorens.
Se ganó cicatrices, recuerdos horribles y la continuación de la vida. Su
primera paliza grave fue a manos de Turk. Thorens estuvo en cama tres días,
con bolsas de agua caliente en su abdomen y en los riñones. Turk apareció la
segunda noche para darle unos cuantos palos más, echó un vistazo a los ojos
atormentados de Thorens y se fue murmurando algo acerca de «necrofilia»…
posiblemente la única palabra de cuatro sílabas que conocía el hombre;
ciertamente en una predictible categoría.
Su valor como chivo expiatorio despertó las iras de los campeones contra
Thorens: circuló la voz de que el hombre que le matase sería enterrado y
condenado junto a su víctima; y cuando un día un visitante de la ciudad

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próxima de Libertad sacó el cuchillo y lo lanzó para acribillar a Thorens por
el pecado de tropezar con él, otro cuchillo, desenvainado con pericia desde la
acera de enfrente, voló y se clavó en la nuca del visitante, terminando con el
peligro. Dos días más tarde el salvador de Thorens acababa recibiendo un
navajazo y después desahogaba su enfado dando una paliza a Thorens hasta
dejarlo seminconsciente y arrojándolo luego contra el espejo de la parte
posterior del bar de Potts.
Potts, con el fin de salvar el espejo, interpuso personalmente su propio
cuerpo. Tambaleándose por el impacto, falló su primer tiro de cuchillo contra
el ofensor. No así el segundo. Luego, trastornado por todo el episodio,
completó la tarea en Thorens pegándole hasta cansarse, y echándole del
establecimiento.

Claro, no todos los limbeños eran tan malignos y depravados como Turk,
Potts y sus amigotes.
Algunos eran apenas más que brutalmente juguetones. Otros hacían tan
poco caso a menudo a la existencia de Thorens, que, a no ser porque
cometiese el error de llamar su atención, ni siquiera le propinaban una patada.
En total, sin embargo, había aquella corrompida vida llena de crueldad, bien
se manifestase por pecados de comisión, o de omisión… una crueldad nacida
del descuido, de la indiferencia por las cosas humanas, del implacable amor
propio. Se les había expulsado de la sociedad y de la historia, para que
vivieran sus propias vidas como les diera la gana. No se podía predecir cuál
sería su actitud.
Así que no podía contar con protectores… excepto sobre bases
impredecibles, en donde una deducción equívoca sería fatal. Ni siquiera en los
fracasados baluartes humanos podía encontrar cobijo, paraíso, santuario,
porque no había lugar en Limbo para esconderse.
En escasas ocasiones Thorens creyó haber conseguido amigos.
Especialmente entre los recién llegados que arribaban en grupos de vez en
cuando, incluso con camaradería. Pero siempre asomaba la traición. Por
último, empezó a comprender que el factor dominante, en este mundo en
donde los desterrados reinaban y se apoderaban rápidamente del recién
llegado, no tenía forma de ser vencido. Desarrolló un instinto que le decía
cuándo era el momento de apartarse del camino de quien él demostró amistad,
porque otro súper ego le había dominado y otro loco peleón acababa de nacer.

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A diferencia de su predecesor, Thorens no tenía convicciones religiosas
que le defendiesen (o, por lo que importaba, que causaran su inmediata caída).
Sin protectores, sin escapatoria física, sin fuente mística que le diera valor
y fuerza…

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Naturalmente, pues, Thorens albergaba un proyecto secreto, como los
hombres sensitivos habrían tenido al verse en la necesidad de subsistir bajo
condiciones que no podían soportar, pero que estaban obligados a aguantar.
Así se dedicó a una concentración fanática predecible. El título de su obra era
LIMBO. Infierno en el Espacio. Y en la primera sesión completó unas
cuarenta mil palabras. Thorens tenía cierta maña para la expresión literaria.
Pero el libro, partiendo como lo hacía del tormento diario y de la indignación,
era caótico, incoherente, confuso. En él vertió su odio sin límites, sus gritos
compasivos, sus maldiciones y protestas, todo lo conectado con la actualidad.
Habían masas de palabras deformadas por los sollozos; retratos calcinantes de
sus atormentadores individuos y descripciones en detalle vívido y anatómico
de los castigos que deseaba infligir a esos enemigos; a lo largo, aparecían
extensos análisis psicológicos que no habrían satisfecho al ojo más objetivo.
El libro era un panorama monstruoso que, trazado con las pinceladas
convulsivas de su agonía, tenía incluso cierta fuerza. Con las palabras como
armas, azotó a sus atormentadores y sin ese desahogo quizás se hubiese vuelto
loco.
O quizás el libro en sí era la exteriorización de su locura.

Tan lejos… tan lejos… de la Patria…

Trescientos millones de millas.


Turk se agitó pesadamente (¿a qué respondía el hipopótamo?) Sus ojos se
volvieron para recorrer la habitación, buscando a Thorens.
—El navío Patrulla —dijo sombrío, desencantado—. Tipos duros —(eso
era). Luego mantuvo sus ojos en Thorens. Saboreando el melodrama. Sonrió
despacio.
En el mostrador, Potts cacareó como una gallina y dijo:
—¡Hurra… esos muchachos beben como cosacos!
Thorens se levantó rápidamente y se fue hacia la parte posterior del bar.
Oyó cómo Turk parloteaba a su espalda, notando el arrastrar por el suelo de
las botas del gordo… tratando de levantarse, mientras él caminaba más
deprisa. Llegó al lavabo y cerró la puerta tras de sí, apoyándose contra la
pared. Permaneció allí, de esa manera, durante unos cuantos minutos, el rostro
húmedo, la garganta tensa, el estómago ardiendo. Aún clavadas en la pared
estaban las tapas de su ejemplar de El Paraíso Perdido. Puso la mano encima.

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Milton había vivido y escrito (y había escrito ¡RECUPERADO…!) que había
una tierra en alguna parte… que había espíritu humano.
Finalmente cesaron las náuseas.
Turk, riendo, se había marchado también.

Entraron en tropel, los hombres duros y jóvenes con uniformes de la


Patrulla, como siempre, se sentaron en la parte delantera del bar, riendo,
armando estrépito, ignorando a los temidos limbeños. Uno extendió el brazo
hasta la estantería y puso en marcha el Maestro…

… siento como un niño sin madre…

… y puso en marcha la trivisión. Una música cálida, sin tono. Una chica
pintada (oro, naranja y verde) danzaba con un fondo de órgano colorista y
atorbellinado. Silbidos, risas. Manos alzadas en el gesto de «¡Estuve-en-el-
espacio-y-lo-necesito!»
De vuelta a su mesa, Thorens inclinó la cabeza sobre sus manos, luego se
apoyó en el tablero. Una terrible aflicción inundándolo todo para añadir más a
su presente tristeza. Recordó una voz cantando El Puente de Londres se
Desploma, una melodía que venía de su infancia (o que creyó que así era)
cálida y adorable como una caricia; una sonrisa desde cerca y una dulce
respiración…
Brazos fuertes y suaves, que ahora eran brazos despellejados, y los ojos
únicamente comprensivos del universo, que estaban cerrados e inmóviles y la
última onda sonora de su voz que se dispersó para convertirse solo en
moléculas del aire y en la increíble deidad de cada hombre que se desvanece,
que se desvanece, que se desvanece, del castillo de ella… de la torturada
subconsciencia de su canción. En un compuesto absoluto, en donde Edipo se
enfrenta a la Muerte, Thorens había vagado aquella noche un mes atrás, pero
por el espaciograma de su padre arrugado en la mano y por la expresión de
sus ojos, los limbeños le dejaron en paz. A la noche siguiente le dieron dos
palizas y así comenzó su libro.
—¡Thorens!
Thorens parpadeó y lentamente alzó la cabeza. Uno de los patrulleros le
había divisado y se levantó… ahora rodeaba ligeramente el extremo del bar,
una mano colocada sobre el hombro de un camarada. Thorens le vio venir,
luchando por levantarse y salir de su introspección triste y confusa.

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—¡Hola! —el patrullero se dejó caer en una silla y con el mismo
movimiento vertió algo de su bebida en el vaso vacío de Thorens—. Veo que
aún estás vivo, ¿eh?
—Todavía vivo, teniente.
—La cosa no es tan mala como pensaste al principio, ¿eh?
—No es tan mala.

El teniente Mike Burman era recio y tostado por el espacio; una cabeza
bien formada, boca amplia, los ojos un poco demasiado cerca el uno del otro.
Tendría veintiséis años; hacía menos de un año que salió de la Academia del
Espacio, en Gagaringrad. Esta era su séptima parada en Limbo. Conoció a
Thorens en su primera estancia, cuatro meses atrás, y desde entonces le vio
cada vez. En él parecía agitarse una vaga simpatía por el hombrecillo… tan
vaga e informe como su comprensión del verdadero apuro de Thorens en
Limbo. Sobre cualquier comprensión se cernía una sospecha propia de las
castas de Boston de que tal fenómeno como Limbo y sus alcantarillas
humanas no era del todo real, por lo menos, no debiera serlo. Pero admiraba a
la Mano Ayudante, su familia contribuía con regularidad. Imaginaba solo que
las cosas eran un poco desordenadas en Limbo, pobres diablos. Resultaba
bueno ver una Mano tendida aquí, trabajando. Cuando se llegaba a pensar en
eso, casi tenía algo de romanticismo: los cuentos de Thorens sobre los apuros
que pasaba, porque la mayor parte de la gente le desacreditaba. Después de
todo, había un límite. Sabía que el Espacio daba origen a tipos tan extraños…
hombres fuertes, hombres excéntricos, hombres poseídos por algún infierno
personal. Como Thorens.
Mirando al joven estúpido, Thorens logró sonreír.
—Me alegro de verle. ¿Cómo está la Tierra?
—Oh… en el mismo sitio, por lo menos lo estaba la última vez que le
eché un vistazo —Burman rio ante su chiste y Thorens movió los labios para
unírsele en la risa.
—Ya sabes, hice algunas preguntas por ahí —dijo Burman—. Ninguno de
los patrulleros aquí apostados ha visto jamás que alguien te pusiera un dedo
encima —sonrió, su expresión algo maliciosa—. Exageraban un poquito, ¿eh?
—Quizás sí… ¡Estúpido! ¡Pues claro que me dejan en paz cuando está
aquí la Patrulla!
Ahora Mike Burman frunció el ceño, de pronto, de manera exagerada,
como si acabase de acordarse de algo.

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—Eh, eso me recuerda, Thorens, que tengo un recado para ti. Debes ir a
ver al Teniente Comandante…
Una carcajada general procedente del bar apagó las últimas palabras.
Thorens parpadeaba mirando hacia allí. Burman repitió el mensaje.
—Debes ir a ver al segundo Comandante, no te olvides.

Thorens le miró.
—¿Para qué?
—No lo sé —mintió Mike Barman. Y pensó: «Se te va a enviar fuera de
aquí, Thorens. A la Tierra. Lo sé porque vas a volver en mi navío. Por eso el
Viejo quiere hablar contigo y decírtelo».
—No acusaste recibo del mensaje que se te mandó a tu oficina —explicó
Burman—. Así que me han enviado para que te lo dé de palabra.
—Hace tres días que no voy por allí —en el oscuro universo de detrás de
los ojos de John Thorens apareció la más débil y la más dudosa llamita de
animación… el agitarse de alguna diminuta partícula ígnea renacida; una
partícula que podría convertirse en llamaradas… en luz… en sol. La creación
de soles en el vacío no tiene nada de misterioso; la creación de la Esperanza
es un misterio en sí. Pero la primitiva partícula agitada en el ensombrecido
Universo de John Thorens volvió a quedar reducida a la nada. El último deseo
de tu madre, Thorens… y luego tu padre se mostró igualmente blando con
MA. Así que no volverás, para la atomicremación… Francamente, sin
embargo, ¿no te parece que te estás olvidando un poquito de la tarea?
Thorens había vivido con «el mensaje» ya cosa de unos diez segundos. La
partícula de su esperanza no se atrevía a agitarse otra vez, puesto que no
habían fuerzas anímicas que la hicieran sobresalir.
—¿Y por qué querrá verme el viejo? —murmuró.
—Tu correo —dijo Burman—, creo que se trata de eso —se guiñó el ojo a
sí mismo en el espejo. Mañana, después de todo, era un plazo bastante corto
para que Thorens conociese los hechos. Además, Burman no tenía
autorización para contar la verdad. El correo… idea inteligente.
—¿Mi correo? —murmuró Thorens aún susurrando—. ¿Mi correo? ¿Qué
tiene el correo mío?
(El correo se enviaba mensualmente por MA a todas sus Manos,
conteniendo: instrucciones (si las había), el cheque de la paga; formularios de
informes; avisos y requisitorias para los suministros necesarios (si eran tan
necesarios); y el boletín mensual titulado «Amor fraternal»).

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—Vino abierto durante el embarque —dijo Burman con indiferencia—.
Se supone que deberás comprobar su contenido para ver si todo está en orden.
Son los reglamentos.
No se necesitaron fuerzas gélidas, presurosas, negativas para extinguir la
partícula. Simplemente se apagó por sí sola.
—Tiene gracia —susurró Thorens.
Burman siguió en la brecha.
—Hablando de la Tierra, en Nueva York ahora es primavera.
—Señor —exclamó Thorens, después de un momento, con voz de muerto
de hambre—, el verano no tardará en llegar…
—Mal invierno. Hubieron sesenta centímetros de nieve en una ocasión.
No se podía conducir ni en coche.
—Lo sé. Me lo dijo la última vez. ¿Cómo son los nuevos modelos?
—Chrysler acaba de sacar por fin el de una sola rueda.
Thorens sacudió la cabeza.
—No me fiaría de él. Uno alcanza los trescientos kilómetros por hora, se
estropea el giróscopo y te das el batacazo y no te salva nadie.
Las lágrimas brillaron en sus mejillas. Burman le dirigió una mirada y
chasqueó los labios, sintiendo un ligero remordimiento de conciencia.

La trivisión comenzó a cantar una canción del hombre del espacio,


describiendo los afectos de los trabajadores medios del espacio hacia sus
oficiales superiores. Los Patrulleros en el bar armaron estrépito y uno grito a
Mike Burman.
—¡Eh, piojo! ¡Esto te va dedicado!
Luego se unieron en la canción:

Solo dile de mi parte que es un «essuvabee»,


¡Y su madre una monstruosidad Marciana!

Thorens parpadeó… (A veces siento…)… y se agitó en su silla, notando la


cómoda seguridad temporal proporcionada por la presencia de aquellos
hombres.
Entró una mujer. Alta, de rostro duro, con ojos verdes, con cabello oscuro
y recostado. Llevaba dos cuchillos, los mangos hacia adelante. Su peto de
cuero no era ni nuevo ni tenía muchos arañazos, lo que significaba que era
rápida con sus aceros. Los ojos de los limbeños la recorrieron de arriba a

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abajo, apreciativamente, pero ninguno la hizo un signo de desafío. Los tipos
más duros eran impredecibles. Consiguió su bebida, se trasladó a una mesa
del rincón.
En el bar un joven patrullero grandullón, nuevo en Limbo, cantando, no
apartó sus ojos de las amplias curvas. Hinchó el pecho. Ahora los ojos de ella
sostuvieron la mirada del patrullero y se convirtieron en llamas verdes de
hielo. Él apartó la vista presuroso, recordando las instrucciones.
Los labios de Thorens se curvaron en una mueca de odio, de asco, de
desdén. Las mujeres de Limbo eran incluso más repelentes que los hombres.
Especialmente las marimachos contoneantes, vestidas de cuero de
Villadamas, con sus ojos crueles y sus bocas hediondas. Que continuasen
viviendo…
Mike Burman había estado sonriendo ante la canción y mirando a sus
hombres por el hecho de que era un «essuvabee».
—Hablando de S.O.E. —sonrió—, dos hermosuras de aquí van a volver a
la Tierra —casi añadió: «… con nosotros, en mi navío…», pero por fortuna se
contuvo a tiempo.
Thorens seguía mirando fulminante a la mujer, la cabeza baja, los ojos
alzados.
—¿Libertad provisional? —preguntó, sin interés.
—En un caso, sí —asintió Burman—. Para él —señaló a Potts—. El otro
vuelve para que los contractores puedan darle otro vistazo. Él —señaló a
Turk.

Le costó un momento captarla… un procesa de abrumada incredulidad


que derivó hasta el rechace furioso del hecho, para llegar a la amarga
aceptación que dejaba torpes sus sentidos. La música sonó detonante desde la
trivisión, al término de la canción. Aplausos, más risas. El rostro de Thorens
pareció desprenderse flojo de su cráneo… su voz le sonó extraña…
—¿Estos dos?
Burman miró a Thorens sin comprender (odio) lo que había hecho. La
trivisión inició (odio) un nuevo acorde de una canción de éxito y los dos
cantantes (odio) comenzaron a simular que se daban golpes.
Eso canceló la mente de John Thorens, que se estremeció de arriba a abajo
para estallar en sus extremidades. Fue más fuerte que ninguna otra emoción
que sintiera jamás. Se contrajo en la silla, doblándose de codos y rodillas. Así,

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medio acurrucado, tembló violentamente. Odio a Turk. Odio a Potts, me
muerdo los labios, probar sangre, lucha, odio, odio…
Esos dos saliendo volando del infierno hasta el lejano mundo azul verdoso
que era el Cielo. ¡No… no…!
Mike Burman escrutó los rasgos desencajados del pequeño hombre de
barba pajiza que se sentaba enfrente suyo. Habló, sintiendo incómodamente
que allí parecía haber muy poco que hacer:
—Potts… a falta de pruebas conclusivas de premeditación. La
consideración del crimen pasó a segundo grado, la sentencia conmutada a lo
que ya ha cumplido… y Turk, reclamado por el psiquiatra…
Dijo unas cuantas palabras más, dudosas, apenas audibles bajo en general
estrépito, mientras estudiaba el rostro de Thorens.
Thorens pareció inflamarse. Se levantó bruscamente de su silla,
volcándola.
—¡Maldito sea! —jadeó—. ¡No… no, ellos no… consígame una
trasferencia… consíganme una libertad condicional… a mí… a mí… a mí…!
—sus ojos se le salían de las órbitas. Se apoyó mucho en la mesa, su aliento
haciendo que mechones del pelo de Burman se movieran y gritó a pleno
pulmón—: ¡Llevadme a la Tierra… a mí no a ellos…!
Un silencio interesado cayó sobre el bar, a excepción del batir estrepitoso
de la trivisión. Las manos de los limbeños volaron hacia sus cuchillos
anticipándose a la acción. Los patrulleros instantáneamente, pero con
indiferencia, se agruparon para marcharse, tal y como requería el protocolo.

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Pero esto era una situación desusada. El pequeño Thorens, el Mano,
estaba desafiando a la Patrulla. Las expresiones se mostraban inseguras.
Mike Burman retrocedía con desaliento, como si el grito de Thorens le
hubiese golpeado en la barbilla.
—¿Qué? ¿Qué? Oh, yo no… Thorens… realmente…
Thorens se tambaleó, los hombros adelantados, las manos abriéndose y
cerrándose. Sus ojos semicerrados y acuosos captaron un retazo de
movimiento al exterior de la ventana… e incluso en su extrema agonía pudo
lanzar un grito ante la extraña visión.
Dos gigantes.
Luego, los detalles se hicieron más definidos y no tan extraños. Oyó
cómo, desde muy lejos, una voz en la puerta decía:
—Alguien lleva un traje espacial.

Los ojos, desviándose de la mesa hacia la puerta, vieron a un gigantesco


traje espacial salir como volando desde la oscuridad. Brillando, reluciendo
impresionante, parecía un traje de buzo, con su gran casco con la placa visora,
sus guantes con zarpas, su impresionante cuerpo de un metro de diámetro y
dos y medio de altura. Un hombretón llevaba el traje, el brazo derecho
doblado en torno a la cintura, el izquierdo cogiéndose el derecho para reforzar
el esfuerzo.
De este modo, manteniéndolo erecto, como una pareja de baile o más bien
como si fuese un delicado muñeco, hizo cruzar el traje, circulando por la
acera de cemento, hasta el bordillo de enfrente del bar de Potts, Con una
mano abrió la puerta. Con la otra empujó el traje para que cruzase el umbral.
El traje pesaría unos ciento cuarenta kilos.
La voz dijo:
—Una reparación, Turk.
Turk asintió, sus pequeños ojos admirados clavados en las enormes
figuras de la puerta.
Guapo, de pelo dorado, el recién llegado, de casi dos metros de altura
sonreía. Se plantó allí, balanceando su traje especialmente construido con la
sobresaliente válvula respiratoria.
—¿Dónde está el gordo? —rugió.
Thorens se tambaleaba marchando hacia la puerta. Mike Burman se le
quedó mirando. Los ojos brillantes de azoramiento, con una oscura y vaga

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simpatía. Luego, silbando desentonadamente por entre los dientes, comenzó a
reunirse con sus compañeros en el extremo del bar. Llamó al primer ingeniero
del «Goldy», Svenson, para que se les uniese tan pronto como se
desembarazara del traje.
Thorens tomó una botella del bar, eludiendo el gesto indignado de su
propietario, y en un perfecto silencio la arrojó a la cabeza de la mujer de
Villadamas, con todo su poder. Se estrelló contra la pared, junto a la cabeza
de la mujer… o mejor dicho, donde había estado la cabeza, porque ella se
había puesto en pie, gritando y sacando su acero. Vidrios de la botella caían
todavía y rebotaban cuando retiró el brazo armado para el golpe que
atravesaría a Thorens. Un rugido y un grito se alzaron de los presentes en el
bar. Los hombres se apartaron prudentemente de la mujer, quitándose de la
línea de tiro. Los que estaban detrás de ella, miraron, sus cabezas inclinadas y
alerta.
Mike Burman gritó una orden monosílaba en el Código de la Patrulla.
Tres patrulleros saltaron para situarse entre Thorens y la mujer. No
desenfundaron sus armas… no era preciso. El lanzamiento de la mujer ya se
había iniciado. No pudo contenerse; así que se aferró a la hoja tratando de
enmendar la trayectoria y hundió su punta a cinco centímetros de profundidad
en el suelo, junto a sus pies. Instantáneamente agarró el segundo cuchillo
sacándolo de la vaina, en guardia contra los hombres de Limbo. Mirando
fulminante a su alrededor, maldijo a los sonrientes patrulleros.
—¿Dónde está el hombre gordo? —volvió a repetir Svenson, el del
«Goldy». No se había movido.
Turk contestó:
—Aquí mismo, polizonte —y comenzó el chirrido preparatorio de
levantarse, los ojos fijos en los gigantes de la puerta, en donde una tercera
figura, pequeña y furtiva los rodeaba para meterse en la noche.
Viendo como Thorens se iba, Mike Burman pensó:
«Ojalá se lo hubiese dicho».

IV
A la otra parte de la calzada, enfrente del bar de Potts, había una rocosa y
escarpada pendiente que descendía unos diez metros hasta los oscuros campos
y la gris llanura uniforme del espacio-puerto que quedaba después de ellos.
Una cerca de alambre espinoso recorría el borde de la calzada para impedir

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que los borrachos limbeños penetrasen en los campos y pisotearan las
cosechas. Thorens se inclinó y bajó el hilo inferior, clavándose una de las
espinas de alambre en el índice hasta llegar al hueso.
Cruzó la cerca. Dio unos pasos a ciegas, puso un pie en la inclinación y
encontró el vacío. Cayó, rodando, hasta el fondo. Yació de espaldas en el
agua de la cuneta, apenas notando la frialdad del líquido, y lloró.
Los segundos y minutos de su pesar transcurrieron. Una estrella ocasional
hizo sus guiños a través de la niebla fría y semidensa.
Thorens la miró y sollozó con más vigor, deseando que las misteriosas
fuerzas pudieran mezclarse para hacerle desaparecer, para transportarle a cada
partícula vasta y luminosa, a cada superficie llameante, que empujase o tirase
de él hasta el infierno nuclear de su interior, que lo hundiese en una luz de
metano, o en el amoniaco, o en el formaldehído de la atmósfera de sus
planetas, si tenían planetas o que le enviase dando vueltas por la amarga
superficie sin aire de cualquiera de los satélites… o que se lo llevara hasta un
punto a mitad de camino entre los dos soles que eran Mira (que reconoció),
para allí colgar suspendido como una mota que una vez vivió pero que ahora
tenía su movimiento, sus vectores, su órbita, su rumbo a través del Infinito y
de la Eternidad, mientras que el producto de esas fuerzas no era
conscientemente cruel.
Pisadas por encima de donde se encontraba Thorens hicieron que sofocase
un sollozo y guardara silencio. Sus manos, bajo el agua, se crisparon sobre el
barro. Sus piernas se pusieron tensas de terror y desarrollaron un calambre.
—¿Lo oíste? —dijo una voz desde la calzada.
—Sí.
—¿Ves algo?
—Demasiado oscuro. Parecía un sollozo.
—Echemos un vistazo.
Thorens oyó rechinar el alambre mientras era bajado hasta el máximo y,
claramente, el murmullo de un largo cuchillo al salir de la vaina. Aspiró con
fuerza y hundió su cara bajo el barro… el agua murmuró en sus tímpanos,
transmitiendo sus propios y furtivos movimientos.
Cuando sus pulmones no pudieron resistir más, asomó la cabeza y jadeó,
aspirando aire a través de su escocida garganta.
—¡Matadme! ¿Por qué me estoy escondiendo? ¡Por favor, oh, Dios mío,
por favor matadme!
Permaneció yaciendo con los ojos muy abiertos y fijos en lo alto. Vio
aparecer a Mira, luego ocultarse de nuevo en la bruma. Vio los soles, los

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mundos, las lunas, los vacíos y los infiernos que llenaban las extensiones del
espacio, pero que no podían fijarse en él ni ayudarle a morir. Aguardó, con
una mezcla de barro y jugos gástricos en su boca, aguardó a que cayese el
puño, la bota, el cuchillo.
La niebla en su torno, estaba vacía. Las pisadas se desvanecieron muy
abajo en la calzada. No habían sentido la suficiente curiosidad para
descender… o quizás creyeron que se trataba de una trampa. Si era esto
último, pensó Thorens, frenéticamente, quizás fuesen en busca de unos
cuantos amigos, para regresar y luchar. Sus brazos y sus piernas se
contrajeron, se agitaron, arañaron y quedaron inertes.
Ascendió reptando por la ladera. No quería morir.

El Taller de reparaciones de Turk estaba situado en un cobertizo detrás del


bar de Potts, en él había un banco de herramientas, algunas máquinas para
trabajar el metal y un camastro en el que Turk dormía cuando estaba
demasiado cansado o borracho para dirigirse a su casa.
Mientras la patrulla mantenía naturalmente su propio servicio de
reparaciones para trajes espaciales y todo el otro equipo, Turk seguía siendo
un experto de confianza. Y trabajaría toda una noche, mientras que los talleres
de la patrulla estaban cerrados, ofreciendo así un servicio prácticamente
permanente. También, cuando los patrulleros encargaban trabajo a Turk
recibían una prima personal por su colaboración con los habitantes de la
localidad, más invitaciones en los bares que, como muestra de
agradecimiento, no les daban licor aguado durante toda la semana y donde las
chicas más limpias se podían encontrar solícitas y cariñosas y hasta en
múltiples ocasiones, los limbeños propietarios de casas de juego les hacían
objeto de un trato de favor, permitiéndoles ganar alguna apuesta. Por eso Turk
prosperó y ningún limbeño se opuso. Lo que Turk hacía era, a la larga,
relaciones públicas de las buenas. Ahora, a la luz artificial de su taller, Turk
trabajaba por reparar el traje espacial de Svenson, el del «Goldy», pero estaba
pensando en John Thorens.
¡Qué tipo más gracioso era el «Mano»! Claro, le daban para el pelo día
tras día. ¡Pero él se lo buscaba!
Aquel individuo untuoso era un provocador. Nunca clamaba con
franqueza, se escondía en lo más profundo de su cráneo y buscaba formas de
abordar la cosa sinuosas y directas. Te miraba con ese gesto de su carita rojiza
y sabías que esperaba que le asesinases, que te pusieses frenético y que le

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causaras daño. Todo lo que deseaba era salir vivo o muerto. Era capaz de dar
la vuelta a Limbo como un cachorro arrepentido, lloriqueando a cuantos
forasteros llegaban pidiéndoles que se, lo llevasen en sus aeronaves. Era
escoria. Se marcharía de Limbo tarde o temprano y buen viaje. Ahora era
exactamente igual que todos los demás, excepto por una cosa, te miraba de
ese modo que no tenían más remedio que golpearle.
Luego Turk empezó a pensar en Svenson, el del «Goldy», con sus dos
metros de estatura… y eso fue un error por parte de Turk.
Aflojó ocho tornillos y alzó la placa curva del visor quitándola de la parte
posterior del traje…

Thorens dobló la última esquina. Su oficina estaba ardiendo.


—Leímos tu libro —dijo una voz desde las sombras—. Ha servido para
encender un buen fuego.
Era la voz de Joe Moore pensó Thorens. Joe. Joe. Te invité a beber en tu
segunda noche en Limbo y dijiste que me tenían lástima. Dijiste que eras
inocente de cualquier crimen. Odiabas el lugar como yo. ¿Por qué te has
unido a ese rebaño?
—Cuando empezaste a gritar contra la ley —dijo otra voz—, la cosa fue
mala. Originaste una escena. Atrajiste la atención. Necesitas una lección.
—Pero no te mataremos, pequeño bastardo —dijo otra voz—. Eres
demasiado divertido para perderte.
Thorens gritó y, por segunda vez desde su llegada a Limbo, se atrevió a
correr. Esta vez, pensó con agonía, debía escapar.
Pero eso fue antes de que un cinturón, apuntado bajo, restallara en la
oscuridad delante suyo.

Se reunieron en torno al Taller de Reparaciones de Turk y miraron a la


gran cosa gris, semifundente, semihirviente, roja con ojos lechosos y fijos que
había sido Turk.
Aquí y allá se mostraba el blanco en donde la carne quedó separada del
hueso. La piel rajada relucía de aceite, quizás cocinada con la enorme
cantidad de grasa de Turk.
—¡Cristo! —exclamó uno—. ¿Le oíste gritar?
El traje espacial permanecía donde mató a Turk. Pero ahora era
inofensivo. La llamada frenética de Potts al espacio-puerto hizo que viniese a

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toda prisa la Brigada de Radiaciones. (La radiación mortífera era una de las
pocas cosas en Limbo que tenía que ser atendida por la Patrulla,
principalmente para cerciorarse de la seguridad de sus propios hombres aquí
destinados). Un oficial, con traje protector, entró en la cabaña de Turk y cerró
la pequeña placa que cubría la batería de energía atómica del traje espacial.
La reacción, aunque había matado a Turk rápidamente y luego le asó a través
de la exposición prolongada, contaba su vida media en simples minutos. Así
que la habitación ahora no era peligrosa si se entraba en ella.

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El oficial estaba sacando ahora el traje espacial. Su compañero dijo con
indiferencia.

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—¿Sabe alguien cómo sucedió?
Las cabezas dijeron no. Un hombre respingó y el oficial le miró.
—¿Qué es lo que tiene gracia?
—¿Y qué es lo que no la tiene?
—¿Sabes lo qué paso? —(de ordinario, los oficiales no hubieran
demostrado interés en lo que pasaba; pero, puesto que estaba complicado el
equipo de la Patrulla, tendrían que preparar un informe) el hombre se encogió
de hombros.
—Esas placas están bien cerradas. La de la batería y la del sistema de
oxígeno. Me imagino que se equivocó y abrió una por la otra.
—¿Y qué tiene eso de gracioso?
—Le debía ocho pavos por una navaja —sonrió el hombre—. ¡No me
dejaba en paz para que le pagase! ¡Yo mismo iba a matarle, así que ese traje
me ahorró la molestia!
Los oficiales miraron a su alrededor, las bocas curvadas en un gesto de
disgusto. Los limbeños les sonrieron con antipatía, deseando poder
matarlos… pero nadie podía vivir más seguro en Limbo que un Patrullero.
Sin otra palabra los patrulleros se fueron; por encima del ruido del motor
de su coche, dirigiéndose calle abajo, Potts maldijo mientras miraba a la masa
del suelo.
—¿Cómo voy a limpiar esto?
—Trae a los perros vagabundos —contestó un hombre.
Potts asintió apreciativo.
—Eso está bien —dio una patada al cadáver entre las costillas y se acercó
al traje espacial.
—Que alguien me ayude a sacar este maldito chisme de aquí.
Dos hombres se le unieron y trasladaron la pesada masa hacia una de las
paredes.
El teniente Mike Burman estaba entre los curiosos, con algunos de sus
camaradas. Se quedó mirando con fijeza aquella masa, pensando: «Nunca se
enteró de que iba a volver».
Potts luchaba con el traje espacial. Otro paso y su pie resbaló en la llave
inglesa que Turk dejó caer al morir y se tambaleó desviándose a un lado.
Cometió el error de agarrarse al traje, tratando de enderezarse y su peso
desequilibró todo el conjunto e hizo que se extendiesen las manos de los otros
dos para ayudarle. Durante un segundo hicieron un esfuerzo por mantener
hacia atrás el traje, pero la masa era grande y resbaladiza y soltaron, con un
esbozo de encogimiento de hombros.

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En mitad del aire, desplomándose, Potts comenzó a gritar.
El traje le siguió cayendo en el mismo arco. No muy deprisa, según
pareció. Rígido, como un experto amante inclinándose sobre la amada. El
fuerte ángulo de la placa del hombro se clavó en la boca de Potts, mientras
que su nuca se estrellaba contra el suelo; el grito quedó cortado con el
contrapunto final del crujir de un hueso al romperse.
Contemplaron sus manos retorciéndose hasta que finalmente cada parte de
Potts quedó muerta. El gran patrullero joven que había mirado a la mujer, se
encontraba en el rincón, las manos en el estómago y tragando saliva en
exceso. Mike Burman estaba plantado delante suyo, con expresión pensativa,
como si no quisiese que los limbeños vieran que los patrulleros tenían
nervios.
Tenía otra razón para estar pensativo. Esta noche Mike Burman estaba a
punto de creer en el Destino.
Los limbeños miraron al traje espacial. Uno lanzó un silbido.

Thorens dio un paso y en algún lugar de aquel calderón de pena,


humillación y miedo en que se fundía su mente y su sistema nervioso ante las
respuestas básicas animales, flotaron fragmentarios recuerdos de la última
media hora que había vivido…
Otro paso.
—Dejadle ir— una sombra se apartó—. Ya tiene bastante.
—Uno más.
Un golpe… que cayó en algún lugar de su espalda.
—Rompedle los riñones. No queremos matarle.
—Por favor, mátenme.
—Hay partida de póker en casa de Charlie… ¿qué os parece?
Creí que buscabas a Cat Redfield para rebanarle.
—Ah… no tengo ganas… vamos… marchémonos.
Un codazo en la espalda de Thorens y se desplomó. La sangre hirviente le
hizo levantarse, dar un paso.
Las voces se desvanecieron.
Otro paso…
Caminar a través de la oscuridad. Caminar a través del dolor, caminar a
través de la bruma, pasadas las sombras que eran las cosas semiconocidas;
serpenteando por las calles relucientes de humedad, pasando ante las puertas
iluminadas y las ventanas, pasando ante las columnas y torbellinos e

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irrupciones de lluvia, de luz de neón, bajo la potencia zumbante de los cables
conductores, pasando más allá de las fábricas de juguetes cuyas altas
chimeneas parpadeaban en lo alto con el humo de un rojo luminoso (y a
través de las paredes un osito sonríe; una brillante bomba de incendios,
montada en un coche, con apariencia tal de realidad que los faros destellan y
las sirenas lanzaban su bramido; un monorraíl eléctrico describe ochos
infinitos saliendo de la nada para ir a ninguna parte; un esbelto navío cohete
prepara su curso para el despegue hacia un mundo mejor; un centenar de
juegos alegres e inofensivos se desarrollan ruidosamente por sí mismos; un
juego de química elabora una panacea, mientras que un juego de
construcciones coloca la última jácena brillante en su puente a Cualquier
parte; un vigilante nocturno de Limbo se despereza, botella en mano, rodeado
por la respuesta aparente al ideal de cualquier muchacho… y a través de las
paredes, un toque pensativo, un recuerdo adorable…)… y ahora, a lo largo de
la cerca, por el polvo, a través de la arena, pasando fábricas cerradas que
nunca verán el día de reabrirse, cruzando sombrías colinas oscuras y
silenciosas montañas de escoria mineral, excrementos de la maquinaria, como
esqueletos metálicos más allá del espacio-puerto, puerta para el Cielo, puerta
sin llave, más allá de los hombres que miran con fijeza y que parpadean por
una oscuridad nublada y se dan codazos uno a otro y ríen, más allá de la vista
de hombres hablando, riendo, respirando, sus corazones latiendo e
impulsando la sangre que marcha ruidosa por diminutas conducciones
rodeada por músculos que murmuran uno contra otra mientras se reúnen para
producir dolor… caminar más allá de la vida, o en torno a ella, o de cualquier
manera, pero por su través, hacia algún otro lugar.
Caminar llorando, caminar sangrando, caminar sufriendo, a través y,
luego, más allá del velo de los pensamientos que gobierna el pensamiento que
mantiene real el Universo.

Un callejón, agua fangosa, fría, hasta los tobillos. Un callejón, en alguna


parte lejos y detrás del mundo, conteniendo su rechazo, sus secretos, su
historia sucia; un callejón, más cerca del pasado que una calle… en el oscuro
lado del Ahora. Un edificio gris agazapado en la niebla… una ventana negra
cubierta de suciedad… una búsqueda…
Ella.
Thorens, se detuvo, se tambaleó, miró con fijeza.
Ella.

Página 79
Forma gigante aguardando contra la pared interna, recortándose en los
reflejos de las luces del espacio-puerto, a través del camino, cuando un navío
se prepara para llevarse diablos hasta el Cielo; y ahora podría ir y nadie le
importaría, porque un ángel había caminado con amor cruzando las estrellas y
el Universo había oído y ahora una forma gigante, fuerte, exudando calor,
interés y solidez…
La mente de Thorens rebordeó el pensamiento, expulsándolo por entre las
suturas de su cráneo.
Destrozar el cristal de la ventana… cortarse las manos… ¿Acaso alguien
nota cuándo se hiere…? ¡Veamos! Hacia la enorme forma añorada y a esa
sonrisa como el nacimiento del Sol: ¿Crees que mamita se perdió?
Thorens murmuraba. Su primer dolor después de la paliza. Yacía junto a
ella. Su cabeza descansaba en el amplio hombro su nariz en el hoyo del gran
cuello. Al exterior, el cohete detonó, partió, fogonazo amarillo, iba deprisa,
más deprisa, huyendo, ecos.
—¡Mamá! ¡Qué gran ruido!
—Todo estaba bien, querido.
Frotándose la mejilla contra el brillante brazo derecho, su mano izquierda
detrás de la espalda de ella… notando la fría y segura fuerza.
Cerca puertas, escotillas, ventanales, persianas, sentinas, diques, puertas
rápidas… párpados cerrados y todo lo del exterior. Imágenes a través de un
caleidoscopio. Montañas blancas con cumbres de un azúcar rosado… tableros
de ajedrez en forma de campos verdes, árboles fragantes y animalitos que
miran con fijos ojos brillantes y amistosos. La infancia era un lugar
maravilloso, incluso para recordar. Arropado con la manta para estar caliente
y con el enterrador viniendo; las costillas del firmamento llegando hasta la
cintura, una lluvia brillante y el mundo rebanado en (feliz) cumpleaños (para
ti), como si fuese un pastel o un pavo asado; la voz cantarina que se alza y el
puente de Londres que se vuelca final y para siempre en el Támesis, entre olas
de salpicones de añoranzas.
Calor. Patitas arrastrándose en torno a la barriguita. El dedo metido en la
boca inerte. ¡Es la viva imagen de su madre! ¡Oh, mirad! ¡Se sonríe!

—¿Qué diablos es todo este escándalo?


—Viene de aquí. El traje.
—Estáis locos.
—Escuchen.

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—Abran las pinzas del abdomen.
—Ábranlas ustedes.
—Ya están —gruñido—. ¿Qué diablos? Algo más las mantiene cerradas
desde dentro —gruñido más fuerte.
—¿Qué hace ahí adentro?
—¡Mírenle la cara!
—¡Eh… sal… estúpido, sal de ahí! —pausa—. ¡Me mordió! —maldito—
que alguien llame a la patrulla… (¡Plaf!).
—¡Wa-aa-a-a-aaa-a-a-a!
Dos coches de la Patrulla a través de la luz del crepúsculo en el ululante
Código Tres. Riendo, los limbeños charlan, divertidos por la cesárea del
acero. Una batalla de media hora… enfermiza ternura y genios coléricos
sueltos.
Nunca en su vida el teniente Mike Burman dejó de soñar en el gimiente,
pataleante y sudoroso feto gigante nacido dentro del traje espacial de
Svenson.

JEROME BIXBY

TÍTULO ORIGINAL:
The bad life, 1963.
TRADUCCIÓN:
F. M. Sesén.

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Página 82
EL ENEMIGO OLVIDADO

por

ARTHUR C. CLARKE

Ilustrado por Perera

Las gruesas pieles produjeron un sonido sordo al caer al suelo, cuando el


profesor Millward se incorporó sobresaltado en la estrecha cama. Estaba
seguro que esta vez no había sido un sueño; el aire fresco que le escocía en
los pulmones aún parecía conservar el eco del sonido que vino estrepitoso
desde la noche.

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Recogió las pieles y se las colocó en torno a los hombros y escuchó
atento. Todo volvía a estar tranquilo: de las angostas ventanas en las paredes
de poniente largos troncos de luz lunar jugueteaban sobre las infinitas filas de
libros, como jugueteaban igual en la ciudad muerta que quedaba debajo. El
mundo estaba totalmente inmóvil, incluso en los viejos días la ciudad habría
estado silenciosa a tal hora de la noche y ahora tenía motivos para conservar
el doble de silencio.
Con resolución y alerta, el profesor Millward saltó de la cama y colocó
unos cuantos pedazos de carbón en el rojizo brasero. Luego avanzó despacio a
la ventana más próxima, deteniéndose de vez en cuando para acariciar con
mano cariñosa los volúmenes que había guardado todos aquellos años.
Se protegió los ojos para que no le molestase la luna brillante y miró hacia
la noche. El firmamento estaba sin nubes: el sonido que oyera no había sido
del trueno; por tanto, debía tener otra naturaleza. Vino del norte e incluso
cuando aguardaba se reprodujo.
La distancia lo había ablandado. La distancia y la masa de las colinas que
quedaban más allá de Londres. No cruzó el firmamento con la impersonalidad
del trueno, sino que parecía venir de un solo punto, lejos en el norte. No se
parecía a ningún sonido natural que oyera jamás y durante un momento
volvió a albergar esperanzas.
Solo el Hombre, estaba seguro, podría producir tal sonido. Quizás el
sueño que le había mantenido aquí con estos tesoros de la civilización por
más de veinte años, dejara pronto de ser un sueño. Los hombres volvían a
Inglaterra, se abrían paso con sus cohetes a través del hielo y de la nieve,
empleando las armas que la ciencia les había dado antes de que viniera el
Polvo. Era extraño que llegaran por tierra y desde el norte, pero apartó a un
lado cuantos pensamientos pudieran amortiguar la nueva llama de esperanza.
A cien metros por debajo, el roto mar de tejados cubiertos de nieve yacía
bañado por la amarga luz lunar. A kilómetros de distancia las columnas de la
Estación de Energía de Battersea relucían como fantasmas blanquecinos
contra el cielo de la noche. Ahora que la cúpula de San Pablo se había
desplomado bajo el peso de la nieve, ella sola lanzaba a los cuatro vientos el
desafío de su supremacía.
El profesor Millward volvió despacio a la estantería, meditando el plan
que acababa de formarse en su mente. Veinte años atrás vio cómo los últimos
helicópteros remontaban el vuelo desde Regent’s Park, los rotores moliendo
los incesantes copos de nieve que caían. Incluso entonces, cuando el silencio
se cerró a su alrededor, no pudo llegar a creer que el Norte había sido

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abandonado para siempre. Sin embargo, ya había aguardado una generación
entera entre los libros a los que dedicó su vida.
En aquellos primeros días a veces oía, por encima de la radio, que era su
único contacto con el Sur, el forcejeo por colonizar las tierras templadas ahora
del Ecuador. Ignoraba los resultados de aquella lejana batalla, peleada con
pericia desesperada en las junglas moribundas y a través de los desiertos que
sintieron ya el primer contacto con la nieve. Quizás fracasó; la radio llevaba
ya en silencio quince años o más. No obstante, si los hombres y máquinas
regresaban realmente desde el norte… precisamente el norte, de todas las
direcciones posibles… quizá pudiese oír suaves voces mientras hablaban
mutuamente y conversaban con los puestos de aterrizaje desde los que habían
venido.
El profesor Millward dejaba el edificio de la Universidad quizás una
docena de veces al año y aun entonces solo por pura necesidad. En las
pasadas dos décadas había recogido todo cuanto necesitó de las tiendas de la
zona de Bloomsbury, porque en el éxodo final enormes cantidades de
suministros almacenados se dejaron abandonadas por falta de transporte. En
muchos aspectos, realmente podía considerar su vida como lujosa; ningún
profesor de literatura inglesa había lucido jamás tales ropas como las que sacó
de un peletero de Oxford Street.
El sol asomaba en un cielo sin nubes cuando se cargó al hombro la
mochila y abrió con llave las impresionantes puertas. Incluso diez años atrás,
rebaños de perros muertos de hambre vagaban cazando por aquel barrio y
aunque no había visto ninguno durante mucho tiempo aún se mostraba
precavido y siempre portaba un revólver cuando salía al aire libre.
El sol era tan brillante que el resplandor reflejado le dañaba los ojos; pero
casi estaba falto de calor. Aunque el cinturón de polvo cósmico a través del
cual el Sistema Solar pasaba ahora afectaba muy poco al brillo del sol, pero le
había robado toda fuerza. Nadie sabía si el mundo llegaría a salir otra vez a
una zona de calor en diez o en mil años y la civilización huyó hacia el sur en
busca de tierra en donde la palabra «verano» no fuese un vocablo burlón y
vacío.
Los últimos temporales habían endurecido la nieve y el profesor Millward
apenas tuvo dificultades en efectuar el viaje hasta Tottenham Court Road.
Otras veces eso le costó horas de caminar a través del terreno nevado y un año
hubo en que se vio aislado en su gran torre de cemento de vigilancia durante
nueve meses.

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Se mantuvo apartado de las casas con sus cargas peligrosas de nieve y sus
carámbanos damoclecianos de hielo y marchó hacia el norte hasta llegar a la
tienda que buscaba. En el letrero de encima de los destrozados escaparates
aún se leía con claridad: «Jenkins & Sons. Aparatos radioeléctricos.
Especialista en televisión».
Algo de nieve había penetrado por una parte rota del tejado, pero la
pequeña habitación del piso superior no se alteró desde su última visita una
docena de años atrás. El aparato de radio transceptor permanecía sobre la
mesa y las latas vacías desparramadas en el suelo proporcionaban un relato
mudo de las horas solitarias que pasó aquí antes de que muriera en él toda
esperanza. Se preguntó si tendría que pasar otra vez la misma prueba.
El profesor Millward apartó la nieve de un ejemplar de The Amateur
Radio Handbook for 1965, que le había enseñado lo poco que sabía sobre
telefonía sin hilos. Los diales y las baterías aún yacían en sus lugares
semirecordados y para su alivio algunos de los acumuladores todavía estaban
cargados. Buscó entre el género almacenado hasta reunir las necesarias
unidades energéticas y comprobó la radio lo mejor que pudo. Entonces se
sintió dispuesto.
Era una lástima que nunca hubiera tenido ocasión de enviar a los
fabricantes el testimonio de felicitación que se merecían. El débil «susurro»
del altavoz le recordó momentos de la BBC, del noticiario de las nueve y de
los conciertos sinfónicos. De todas las cosas que daba por sentadas en un
mundo que desapareció en un sueño. Con impaciencia apenas controlada,
recorrió las bandas de frecuencia, pero por todas partes nada había excepto el
omnipotente susurro. Eso resultaba desencantador, pero no más. Recordó que
la prueba real se produciría por la noche. Mientras, tendría que recorrer las
tiendas de los alrededores en busca de cuanto le pudiera ser útil.
Oscurecía cuando regresó al cuartito. A un centenar de kilómetros por
encima de su cabeza, tenue e invisible, la Capa Pesada estaría extendiéndose
hacia afuera en dirección a las estrellas mientras el sol descendía. Eso ocurría
cada noche durante millones de años y solo después de medio siglo. El
hombre la utilizó para sus propios propósitos, para reflejar en torno al mundo
sus mensajes de odio o de paz, para que sirviera de eco con trivialidades o que
resonara con la música antaño llamada inmortal.
Despacio, con paciencia infinita, el profesor Millward comenzó a recorrer
las bandas de onda corta que una generación atrás habían sido un tropel de
voces gritonas y de picoteos de Morse. Incluso mientras escuchaba, la débil
esperanza que se atrevió a fomentar comenzó a desvanecerse en su interior.

Página 86
La ciudad en sí no estaba más silenciosa que los antaño atestados océanos del
éter. Solo el débil chasquido de las tempestades de truenos de la mitad
opuesta del mundo rompían la intolerable quietud. El hombre había
abandonado su última conquista.
Poco después de medianoche, las baterías se agotaron. El profesor
Millward no tuvo corazón para buscar más, sino que se acurrucó entre sus
pieles y cayó en un sueño atormentado. Obtuvo el consuelo que pudo del
pensamiento de que si no había demostrado su teoría, tampoco probó lo
contrario.

La luz del sol, sin calor, inundaba el solitario camino blanco cuando
comenzó su viaje hacia casa. Estaba muy cansado, porque durmió poco y su
sueño quedó interrumpido por la fantasía recurrente del rescate.
El silencio de pronto quedó roto por el distante atronar que vino rodando
por encima de los tejados blancos. Llegó: de eso no podía haber duda ahora…
desde más allá de las colinas del norte que antaño eran campo de atracciones
de Londres. Desde los edificios a cada lado pequeñas avalanchas de nieve
cayeron a la amplia avenida; luego el silencio se reinstaló.
El profesor Millward permaneció inmóvil, sopesando, considerando,
analizando. El sonido había sido demasiado prolongado para que fuese una
explosión ordinaria —volvía a soñar—. Era nada menos que el lejano atronar
de una bomba atómica. Quemando y destrozando la nieve por millones de
toneladas a la vez. Sus esperanzas revivieron y los desencantos de la noche
pasada comenzaron a disiparse.

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Aquella pausa momentánea casi le costó la vida. Saliendo de una calle
lateral, algo enorme y blanco se movió de pronto, entrando en su campo de
visión. Durante un instante su mente se negó a aceptar la realidad de lo que
veía; luego se recuperó de la parálisis y buscó desesperado su fútil revólver.
Marchando hacia él, cruzando la nieve, oscilando la cabeza de lado a lado
con un movimiento hipnótico y sinuoso, se veía un enorme oso polar.
Dejó caer sus pertenencias y corrió, tambaleándose por la nieve, a los
edificios más próximos. Providencialmente la entrada del Metro quedaba solo
a cinco metros de distancia. La reja de acero estaba cerrada, pero recordó
haber roto el candado muchos años atrás. La tentación de volverse a mirar era
casi intolerable, porque no podía oír nada que le dijese lo cerca que estaba su
perseguidor. Durante un terrible momento, el encaje de hierro se resistió a sus
entorpecidos dedos, luego cedió de mala gana y se abrió paso a través de la
estrecha abertura.
De su infancia le llegó el recuerdo súbito e incongruente de un hurón
albino que una vez viera agitando su cuerpo incesantemente a la otra parte de
la alambrada de su jaula. Había allí la misma elegancia reptilesca, pero en
forma monstruosa, de casi el doble de altura que un hombre, que se alzó en
decepcionada furia, apoyándose contra la reja. El metal se combó, pero no
cedió bajo la presión. Entonces el oso se dejó caer hasta el suelo, gruñó por lo
bajo y se alejó con torpeza. Una o dos veces dio zarpazos a la mochila caída,
desparramando unas cuantas latas de comida por la nieve y luego desapareció
tan silenciosamente como había venido.
El profesor Millward llegó tembloroso a Universidad tres horas más tarde,
luego de avanzar en cortas etapas de un refugio al siguiente. Después de todos
estos años, no seguía solo en la ciudad. Se preguntó si habrían otros visitantes
y aquella misma noche tuvo la respuesta. Poco antes del alba, oyó, con
claridad, el ulular de un lobo en alguna parte en dirección a Hyde Park.
A fines de semana sabía que los animales del norte estaban en
movimiento Una vez vio a un reno correr hacia el sur, perseguido por una
manada de silenciosos lobos y en diversas ocasiones, por la noche, se oían
sonidos de conflictos mortales. Le sorprendía que existiese tanta vida aún en
las zonas blancas y salvajes entre Londres y el Polo. Ahora algo avanzaba
hacia el sur y el conocimiento despertó en él una excitación creciente. No
concebía que esos fieros supervivientes huyeran de nada más excepto del
Hombre.
La tensión de la espera comenzaba a afectar el cerebro del profesor
Millward y durante horas permanecía sentado bajo el frío sol, envuelto en

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pieles, soñando en el rescate y pensando en el modo en que los hombres
podrían regresar a Inglaterra Quizás había venido una expedición de
Norteamérica cruzando el hielo del Atlántico. Puede que llevase años en
camino. ¿Pero por qué subieron tan al norte? Su teoría favorita era que los
casquetes de hielo del Atlántico no eran lo bastantes seguros para el tráfico
pesado en la zona que quedaba más al sur.
Una cosa, sin embargo, no podía explicar a satisfacción. No se producía
reconocimiento aéreo, resultaba difícil de creer que el arte de volar se hubiese
perdido tan pronto.
A veces recorría las filas de libros, susurrando de vez en cuando palabras
cariñosas a algún volumen bienamado. Había tomos aquí que hacía años no se
atrevía a abrir, porque le recordaban el pasado con mucha viveza. Pero ahora,
al hacerse los días más largos y brillantes, a veces tomaba un volumen de
poesía, y leía, mejor dicho, releía sus antiguos versos favoritos. Después, se
acercaba a las ventanas y pronunciaba las palabras mágicas por encima de los
tejados, como si ellas pudiesen romper el hechizo que había adogalado al
mundo.
Ahora hacía más calor, como si los fantasmas de veranos perdidos
hubiesen regresado para pulular por la tierra. Durante días completos la
temperatura se alzó por encima del punto de congelación, mientras que en
muchos sitios comenzaron a aparecer flores por entre la nieve. Cualquier cosa
que se acercase por el norte estaba más próxima y varias veces al día el
enigmático estampido atronaba la ciudad, provocando avalanchas de nieve
desde un millar de tejados.
Habían aquellos tonos subyacentes, extraños, rechinantes, que el profesor
Millward encontraba turbadores e incluso ominosos. A veces era como si
estuviese escuchando el estampido o el fragor de potentes ejércitos y en otras
un loco pero terrible pensamiento surcaba su cerebro y no consentía en ser
desalojado. A menudo despertaba por la noche e imaginaba haber oído el
sonido de montañas moviéndose hacia el mar.
Así pasó el verano y mientras el sonido de aquella batalla a distancia se
producía firmemente más próximo, el profesor Millward se vio preso en un
intercambio lento y alternado de esperanzas y temores. Aunque no vio más
lobos y osos… parecían haber huido hacia el sur… no se arriesgó a dejar la
seguridad de su fortaleza. Cada mañana subía hasta la ventana más alta de la
torre y registraba el horizonte norte con anteojos de campaña. Pero todo
cuanto vio era el tozudo retroceso de las nieves por encima de Hampstead,
como si luchasen una amarga acción de resistencia a la retirada contra el sol.

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Su vigilia terminó en los últimos días del breve verano: El atronar
rechinante en la noche se había oído más cerca que nunca, pero todavía no
había nada que indicase su verdadera distancia de la ciudad. El profesor
Millward no sintió ninguna premonición mientras ascendía hasta la estrecha
ventana y alzaba sus binoculares en dirección al firmamento septentrional.
Como un vigía desde las murallas de alguna fortaleza asediada que
pudiese haber visto el primer reflejo del sol en las lanzas de un ejército que
avanzaba, así, en aquel momento, el profesor Millward supo la verdad. El aire
era cristalino y las colinas se acortaban y brillaban contra la azul frialdad del
firmamento. Habían perdido casi toda su nieve. En otra ocasión se hubiese
regocijado, pero ahora eso nada significaba para él.
De la noche a la mañana, el enemigo que olvidase había conquistado las
últimas defensas y se preparaba para la matanza final. Cuando vio el brillo
mortal a lo largo de la cresta de las condenadas colinas, el profesor Millward
comprendió por fin qué era el sonido que oyó avanzar durante tantísimos
meses. Resultaba maravilloso que en sus sueños viera montañas en marcha.
Del Norte, su antigua patria, regresaban en triunfo a las tierras que una
vez habían poseído. Los glaciares volvían a venir.

ARTHUR C. CLARKE

TÍTULO ORIGINAL:
The forgotten enemy, 1949.
TRADUCCIÓN:
P. Castillo.

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MELODRAMA INFERNAL

por

BRIAN W. ALDISS

Ilustrado por HEMS

«Cada raza necesita un cabeza


de turco sobre el que
descargar sus golpes. ¿Pero se
puede estar seguro de quién es
el que atiza esos golpes?»

Enero Picopájaro extendió las manos en su gesto característico.


—Bueno, soy hombre liberal y esa fiesta fue muy, pero que muy mucho
liberal —exclamó, hundiéndose todavía más en el asiento del coche—. ¿Qué
opinas tú, mi querido Freud? ¿Estás plenamente satisfecho?
Su socio, el egregio Alfredito Freud, se tomó algún tiempo para contestar,
principalmente a causa de la voluminosa morenita que le tenía clavado a un
lateral del coche con un alegre abrazo.
—Las fiestas de Vershoye son mejores que sus libros —asintió por
último.
—En todo París no hay impresor con más clase —continuó Picopájaro—.
Y sus nuevos «Estudios acerca del siglo XII» forman una serie que vale la
pena lanzar con categoría, ¿no te parece, amigo Alfredito?

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—No es el momento de discutirlo. Debo recordarte que llevamos a esta
solo hasta Calais —y Freud volvió a enzarzarse con su morenita con la avidez
de un escarabajo pelotero.
No sin algo de envidia, Picopájaro miró a su socio más joven. Aunque
trataba de fijar sus pensamientos en la ausente señora de Picopájaro, una
sensación de soledad le dominó. Con una cierta amodorrada solemnidad
canturreó para sí: «Hube en diciembre un joven que decía suspirando: ¡Oh,
apenas me acuerdo de cómo en julio las chicas solían besarme y…!»
Humedeciéndose los labios miró por el cristal de separación a Balde e
Hipo, los romanos personales de Freud y suyos que ocupaban los asientos
delanteros; luego contempló como pasaba raudo el oscuro paisaje francés y
por último sus ojos volvieron a la morenita (¿Qué tal era su inglés?), antes de
continuar entonando el resto de la canción.
Después empezó a hablar en voz alta, indiferente a si Freud le contestaba
o no. Ser excéntrico era privilegio de los editores algo maduros.
—Encuentro consolador que París tenga también sus dificultades con
robots y romanos. Ya oíste contar a Vershoye lo del casino que se inundó
porque el dispositivo robot para extinción de incendios se puso en marcha y
apagó un siniestro inexistente, ¿verdad? Siempre en alguna parte, se
desmorona una pizca de confort, mi querido Freud. ¡Es hermoso pensar que
nuestros hermanos franceses comparten las molestias que nos afligen! Y ahí
tienes el caso de tu ampulosa amiguita. El robot conductor de su coche llevó
el vehículo a través de un quiosco de periódicos… que es lo más estacionario
e inmóvil que se puede encontrar… y ella no tuvo más remedio que
suplicarnos que la llevemos a su casa, transformando así su desventura en un
golpe de suerte para ti…
Pero la palabra «desventura» le recordó a su hermano Iris Picopájaro. Se
sumió en el silencio, recobrando la sensación de soledad.
Ah, sí, diez —incluso cinco— años atrás, los hermanos Picopájaro
constituían una empresa de impresores de las más respetadas en Londres. Y
luego… fue poco después de que salieran de máquinas los cuatro primeros
títulos de su «Biblioteca de la Preciencia»… Iris cambió de la noche a la
mañana. Ahora se dedicaba a la agricultura cerca de Maidstone, trabajando la
tierra con sus manos. ¡Como cualquier bendito romano! Había renunciado por
entero a cuantos intereses culturales o financieros poseyó.

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El pensamiento agobió a Enero Picopájaro. ¡Una brillante inteligencia
malgastándose en el cultivo de los campos y en la cría de cerdos! Intentando
refugiarse en la modorra, reanudó su canturreo.
Pero ya la limusina disminuía la velocidad, acercándose a los alrededores
de Calais, en donde un ramal conducía a la población y el otro al Puente del
Canal. El robot conductor detuvo el vehículo a un lado de la calzada en el que
un café de servicio permanente se protegía de los primeros ataques del alba
rodeándose de una pantalla de detonantes luces. Alfredo Freud alzó la vista.
—¡Cáscaras, ya estamos… qué pronto!
—Gracias por tan agradable viaje —dijo la morenita, agitándose como
para poner en su sitio unas cuantas partes de su generosa anatomía y abriendo
la portezuela—. Me ha hecho sentir usted la mar de cómoda.
—Señorita, permita que la invite a un café antes de despedirnos para
siempre. Así tendré ocasión de anotarme su número de teléfono. Ene, volveré
antes de cinco minutos —esta última observación fue como arrojada por
encima del hombro izquierdo de Freud cuando este corría ya veloz tras la
chica.
Cerró con un resonante portazo. Rodeando a la chica con un brazo —la
chica le pareció a Picopájaro como si estuviera a punto de hacer estallar su
blusa— desapareció en el interior del café, donde un romano aguardaba a los
clientes.
—¡Bien! ¡Bien, yo nunca lo haría! —exclamó Picopájaro.
Realmente, Freud no parecía sentir el menor respeto hacia sus superiores,
tanto en edad como en posición social. Durante un acalorado momento,
Picopájaro pensó en ordenar que el coche continuara su marcha. Pero junto al
volante se sentaban Balde e Hipo, en silencio porque su circuito parlante
estaba desconectado, como se hacía con muchos romanos en los períodos de
larga inactividad. Verles inmóviles provocó en Picopájaro una inercia similar.

Para distraer su enfado, comenzó a preocuparse de la decisión en el asunto


del D.A.V.H. (Dispositivo Automático de Vuelta al Hogar). Pero ahí también
Alfredito Freud quería imponer su criterio por encima de su socio mayor. Eso
no debía ser. No, en cuanto regresara Freud, abordaría de nuevo el asunto. La
mayor parte de las empresas había instalado ya esos dispositivos de regreso al
hogar. Freud tenía que aceptar el progreso.

Transcurrieron los minutos. El alba comenzaba a dar codazos tímidos en


las costillas nubosas de la noche, para instalarse en los cielos. Alfredito Freud

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regresó, obsequiando a la morenita con un amplio ademán de adiós mientras
subía al coche.
—Tiene una figura superdesarrollada —dijo Picopájaro con severidad,
para mortificar a su socio y echar un jarro de agua fría sobre su entusiasmo.
—De acuerdo, de acuerdo —asintió animoso Freud, aún abanicando el
aire con más vigor del que emplearía un limpiaventanas, mientras prodigaba
su despedida.
—Figura superdesarrollada y conducta ínfima.
—De acuerdo, de acuerdo —repitió Freud, renovando sus ejercicios
manuales mientras el coche partía.
Tomaron la curva a tal velocidad que Balde e Hipo entrechocaron con
estrépito metálico.
—Lamento tener que volver a insistir acerca de mi anterior decisión en el
asunto del D.A.V.H. —dijo Picopájaro, lanzándose al ataque antes de que
Freud le rociara con una salva de sus ásperas observaciones—. Mis nervios no
soportarán la vista de los romanos plantados y sin funcionar durante horas
cuando no se les necesita. Nada más regresemos, me pondré en contacto con
el agente de Rootes y encargaré que instalen ese dispositivo en los miembros
no humanos de nuestro personal.
Los reflejos de Freud, atenuados por los estimulantes con sumidos en las
escasas horas anteriores, patinaron sin gobierno en un intento de hallar su
nueva línea de ataque.
—Querrás decir en todos… pero, mira, Ene, discutamos ese asunto, o
mejor, rediscutámoslo, puesto que tenía entendido que ya estaba todo zanjado,
cuando nos sintamos menos cansados. ¿Eh? ¿Qué te parece?
—Yo no estoy cansado. Ni deseo discutir tampoco. Siento aversión al ver
a nuestros empleados metálicos plantados, inmóviles, sin vida, durante horas
sin fin. Me… empleando una palabra arcaica… me producen escalofríos. Les
instalaremos el nuevo dispositivo y así podrán irse… a casa. Líbrate de
estorbos cuando no los necesites, es mi lema favorito.
—Comprenderás que con algunos de los romanos, los lectores de pruebas,
por ejemplo, nunca se sabe cuándo se les va a necesitar.
—Entonces, mi querido Freud, no tienes más que emplear el D.A.V.H. y
vendrán a ti enseguida. Es el sistema moderno de operar. Me sorprende que te
muestres tan reaccionario en esta cuestión.
—Te has encariñado en exceso con esa palabra, Ene. Llamas
reaccionarias a cuantas personas se oponen a tus ideas. El motivo de que te
disguste ver a tu alrededor a los romanos es simplemente que sientes una

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cierta culpabilidad al advertir cuánto depende el hombre de sus máquinas
esclavas. Puede que sea una fobia de moda, pero está totalmente divorciada
de la realidad. Los robots carecen de sentimientos, si me permites citar uno de
los títulos de nuestro catálogo. Y tu mojigatería nos obligará a gastar una
fuerte suma.
—¡Mojigatería! Estos argumentos «ad hominem» no conducen a nada,
Alfredito. «Hermanos Picopájaro» se mantendrán al compás de los tiempos.
Como editores de la serie clásica de ciencia ficción, «Biblioteca de la
Preciencia», «Hermanos Picopájaro» deben estar al día; así que no discutamos
más.

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Marchaban raudos sobre el mar hacia la niebla que escondía la costa
inglesa. Apartando los ojos del panorama, Freud dijo débilmente:
—En realidad, hubiera preferido discutir esto cuando estuviésemos menos
cansados.
—Gracias, pero no estoy cansado —replicó Enero Picopájaro. Y cerró los
ojos y se puso a dormir justo cuando un enfermizo tinte ciclamen se extendió
sobre el banco de nubes de levante, anunciando la próxima aparición del sol.
El gran puente, con sus ojos de trescientos metros de luz, adquirió un tono
pajizo, en contraste indiferente con la masa gris de las ondas, allá abajo, en el
canal.

II
Picopájaro se dejó caer en su sillón. Servicialmente, Hipo le cogió los pies
y se los colocó sobre el escritorio.
—Gracias, Hipócrates. Eres muy amable. Ya sabes que te bauticé así en
recuerdo de ese robot de las historietas de… ah… oh… cielos, mi memoria.
Pero no importa, ya que probablemente te lo habré contado en alguna ocasión.
—El guion era de René LaFayette, seudónimo, señor, de un escritor que
floreció alrededor de 1950 y sí que me lo había contado.
—Es probable. Bien, Hipo, retírate. Por favor, ajústate de manera que no
estés tan cerca de mí cuando hablas.
—¿A qué distancia deberé permanecer, señor?
Exasperado, el hombre dijo:
—Entre metro y medio y dos metros.
Era preciso dar a los romanos instrucciones tan tontamente exactas. No es
de extrañar que desease verse libre de chismes tan molestos cuando no los
necesitaba… lo que le recordó una cosa. Eran las seis del día que siguió a su
vuelta de París y el agente del «Grupo Rootes» no tardaría en llegar para
ponerse de acuerdo en lo tocante a la instalación de los dispositivos de vuelta
al hogar. Freud debería estar presente en la conversación, aunque solo fuese
para guardar las apariencias.
—Nadie puede decir que Alfredito y yo nos peleamos —suspiró
Picopájaro. Oprimió las yemas de los dedos de su mano izquierda contra sus
correspondientes de la derecha y apoyó en el conjunto su nariz.

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—Lástima lo de mi pobre hermano Iris… Inexplicable del todo. Tal
genialidad…
Con afecto, miró de reojo la librería de su izquierda, repleta con las
publicaciones de «Hermanos Picopájaro». En particular contempló el fruto de
la inteligencia de su hermano, la «Biblioteca de la Preciencia». Los tomos de
la serie estaban encuadernados en semialuminio, con cubiertas proxisónicas
que anunciaban el contenido del libro a cualquiera que se les aproximase a un
metro de distancia, portando sobre sí algún objeto metálico.
Por eso la librería estaba ahora encerrada en una especie de vitrina
insonorizada. Antes, cuando Hipo pasaba continuamente ante las estanterías,
el estrépito resultaba ensordecedor; el romano, con cincuenta kilos de metal
en sus entrañas, provocaba en los libros un clamor perpetuo. Pero esto era uno
de los precios que hay que pagar por el progreso.
De nuevo reagrupó sus extraviados pensamientos.
—Nadie puede decir que Alfredito y yo nos peleemos, pero nuestra
amistad se basa sin duda en una gran cantidad de diferencias. Hipo, dile al
señor Freud que estoy esperando a Gavota, de la casa «Rootes», y que confío
en que estará presente en la entrevista. Dile que se servirán coralinas al gin.
Eso le hará venir. Oh, dile también a Cerdo de Hierro que entre ahora las
bebidas.
—«Síseñor».
Hipo se fue. Era un modelo de la clase «Gobernador», Serie II MK VII-A
de la casa «de Havilland». Caminaba con la fluidez de articulaciones
característica de los de su clase, como si le hubieran golpeado fuerte en las
corvas con un bate de acero de los empleados antiguamente en el juego de
pelotabase.
Bajó con cuidado por el pasillo, en evitación de cualquier tropiezo con los
empleados humanos de la casa «Picopájaro». La propiedad en Londres era tan
barata que imprimir y encuadernar se podía realizar fuera del local de las
oficinas; sin embargo, en toda la empresa únicamente habían seis humanos
empleados. No obstante, Hipo tenía cuidado. Este sentido de la precaución lo
llevaba imbuido en sí mismo desde que le fabricaron; era un instinto artificial.

Al pasar junto a una mesita, sobre la que alguien descuidadamente había


dejado un ejemplar de la última obra publicada, la cubierta proxisónica del
libro, comenzando con un susurro que creció hasta convertirse en grito y
murió tras pasar por la etapa de gemido, dijo:

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—La anexión por los turcos del Canal Suezeo de Marte, en el año 2162,
es una de las historias más pintorescas de los anales de la colonización del
Planeta Rojo; no obstante, ha carecido hasta ahora de un eficiente historiador.
El héroe del incidente fue un inglés queeee…
Al doblar la esquina, Hipo por poco tropieza con Cerdo de Hierro, un
pesado «Cunarder», con más de cuarenta años de servicio, de la anticuada
serie «Expeditivo». Cerdo de Hierro portaba una bandeja llena de bebidas.
—Veo que llevas una bandeja llena de bebidas —dijo Hipo—. Por favor,
entrégaselas inmediatamente al señor Ene.
—Se las entrego inmediatamente al señor Ene —contestó Cerdo de Hierro
sin el menor rastro de desafío en sus palabras; iba equipado con las antiguas
placas habladoras «Multisilogistic».
Cuando Cerdo de Hierro dobló la esquina del pasillo, Hipo oyó cómo una
voz adquiría volumen y decía:
—… los turcos del Canal Suezeo en Marte, en el año 2162, es una de las
historias más pintorescas…
Llamó a la puerta del despacho del señor Freud y asomó por ella su
cabeza metálica.
Freud estaba tendido sobre una inmensa relación de revistas y periódicos,
con Balde, plantado en posición de firmes, cerca.
—Tachemos al Mercury, de Mercurio… no han hecho la crítica de nada
desde el año 72 —decía cuando levantó la vista.
—El señor Ene espera a Gavota de la casa «Rootes» para tratar del
dispositivo de vuelta al hogar, señor, y confía en que estará usted presente en
la entrevista. Se servirán coralinas al gin —dijo Hipo.
El ceño de Freud se agudizó.
—Dile que estoy ocupado. Fue idea suya. Que apechugue él mismo con
Gavota.
—«Síseñor».
—Y díselo con educación, zoquete romano.
—«Síseñor».
—Está bien, vete. Tengo trabajo.
—«Síseñor».
Hipo se batió en retirada por el pasillo y una vocecita se convirtió en grito
diciendo:
—… xion por los turcos del Canal Suezeo de Marte, en el año 2162…
Mientras, Freud se volvió airado a Balde.

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—¿Oíste eso, horrible pedazo de lata? Un hombre va a venir, procedente
de uno de esos grupos que os fabrican, y va a trastear en tu interior. Y os
instalará a cada uno un pequeño dispositivo. ¿Y sabes para qué servirá el
aparatito ese?
—«Síseñor», el dispositivo del que usted habla servirá…
—Bien, cállate y escucha mientras yo te lo digo. ¡Ese pequeño dispositivo
os permitirá a vosotras, herramientas enérgicas, que nacisteis de una placenta
de plástico, volver a vuestra casa cuando no tengáis trabajo! ¿No es
maravilloso? En otras palabras, os pareceréis a los humanos un poquito más
y, una a una, esas horribles modificaciones menores irán siendo encajadas en
vuestro interior hasta que finalmente seáis iguales a los humanos. ¡Oh, Dios,
los hombres están locos! ¡Todos estamos locos!… Di algo, Balde.

—No soy humano, señor. Soy un robot de usos múltiples fabricado por
«de Havilland», empresa miembro del «Grupo Rootes». Pertenezco a la clase
«Gobernadores», Serie II, Mk. II, número de chasis A4437.
—Gracias por tan amables palabras.
Freud se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo. Miraba con fijeza a la
impasible máquina. Crispó los puños y la lengua le asomó libremente por
entre los dientes.
—No puedes reproducirte. Balde, ¿verdad?
—No, señor.
—¿Por qué no puedes?
—No poseo mecanismo para la reproducción, señor.
—Tampoco puedes practicar el sexo, Balde… Contéstame, Balde.
—Usted no me hizo ninguna pregunta, señor.
—¡Pedazo de mineral animado, di que estás de acuerdo conmigo!
—Estoy de acuerdo con usted, señor.
—Bien. Eso hace de ti un simple pedazo de tictaqueante maquinaria de
relojería, ¿no es verdad, Balde? ¿No oyes tu tictaquear, Balde?
—Mis circuitos auditorios detectan el funcionamiento de mis propios relés
al mismo tiempo que el funcionamiento del corazón de usted y de sus órganos
circulatorios, señor.
Freud se detuvo ante su sirviente. Estaba colorado y la boca se le había
distendido, ocupando buena parte de su semblante.
—Veo que tendré que volverte a enseñar quién es el amo aquí, Balde.
¡Tráeme el látigo!

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Sin dudar, Balde caminó con su clásico y fluido andar flexionando las
rodillas hasta un armario empotrado. Abriéndolo, buscó en el fondo y sacó un
largo látigo africano de piel de toro que Freud había comprado unos años
antes, durante un viaje alrededor del mundo. Se lo entregó a su amo.
Freud lo empuñó e inmediatamente lo restalló, alcanzando al romano en
sus piernas y haciéndole tambalearse. Satisfecho, Freud preguntó:
—¿Qué tal?
—Gracias, señor.
—Ya te daré yo ese «Gracias, señor». ¡Inclínate sobre mi escritorio!
Cuando el romano se colocó inclinado encima de la lista de revistas,
Freud se puso a golpear, dejando caer la lengua de cuero en la resonante
espalda de Balde con una precisión regular compuesta por intervalos de
quince segundos.
—Ah, por mucho que te aguantes, debes sentir esto. ¡Dime que lo notas!
—Lo noto, señor.
—Sí, bueno… pero no te creas que se te instalará un dispositivo
automático de vuelta al hogar y se te permitirá irte a tu casa… No eres
humano. ¿Por qué entonces deberás gozar de los privilegios reservados a la
humanidad?
Subrayó estas palabras con el látigo. Cada golpe trasladaba al romano un
par de centímetros a lo largo del escritorio, movimiento que Balde corregía
con exactitud. Jadeando, Freud dijo:
—Grita de dolor, maldito. ¡Sé muy bien que duele!
Obediente, Balde comenzó a imitar un grito de dolor, haciéndolo coincidir
con los golpes.
—Dios mío, qué calor hace aquí —murmuró Freud, descansando.

—Oh, cielos, qué calor hace aquí —dijo Picopájaro, descansando sobre el
escritorio un par de platos con canapés—. Hipo, ve a ver lo que le ocurre al
aire acondicionado. Lo siento, señor Gavota; ¿me decía usted…?
Y miró educadamente y sin fascinación al hombrecillo que tenía enfrente.
Gavota, aun cuando se sentaba acariciando un vaso de coralina al gin, jamás
estaba quieto. Trasladaba el peso de su cuerpo de una nalga a la otra, o se
alisaba un mechón de cabello, o se sacudía alguna imaginaria motita de polvo
de su hombrera, o se ajustaba la corbata. A veces, con el capuchón de su
bolígrafo y en una ocasión hasta con un peine, interpretaba melodías

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golpeando contra sus dientes. Lograba hacer esto incluso mientras hablaba
volublemente.
Era una actuación en notable contraste con la inmovilidad del nuevo
asistente romano que le acompañó y que ahora estaba plantado junto a él,
aguardando órdenes.
—Ejem, iba diciendo, señor Picopájaro, lo de moda que se ha puesto el
D.A.V.H. Muy de moda. Quiero decir que si uno no va al compás de los
tiempos, no es nadie. Empresas de todo el mundo utilizan nuestros
dispositivos. Y no hay duda de que la moda pronto se extenderá por todo el
sistema, aunque ya se sabe que en los planetas hay muchos más robots que
romanos… sencillamente porque según creo, los hombres se van cansando de
verse rodeados todo el día por sus servidores, como bien podría decirse.
—Eso es exactamente lo que yo siento, señor Gavota. Estoy hasta la
coronilla de ver a los míos… sí, sí, hasta la coronilla —en realidad se estaba
repitiendo a sí mismo y al darse cuenta cambió la frase que estaba a punto de
pronunciar y murmuró otra—. Hay una cosa que usted no me ha explicado.
¿A dónde van los romanos cuando se les manda a su casa?
—Oh, ja, ja, señor Picopájaro, ja, ja, bendito sea usted, ja, ja, no se
preocupe por eso, ja, ja —rio Gavota, ejecutando en sus colmillos un rápido
repiqueteo—. Con este pequeño dispositivo portátil que le proporcionaremos,
que usted podrá llevar consigo o dejarlo donde guste, según sus necesidades,
no tendrá más que oprimir el botón y en su romano entrará en actividad un
circuito que le impulsará a regresar inmediatamente al trabajo y por el camino
más rápido.
Tras tomar un tónico y fugaz sorbito de su gin, Picopájaro dijo:
—Sí, usted ya me dijo eso. ¿Pero adónde van los romanos cuando los
despedimos?
Gavota se inclinó hacia delante, hizo girar con el dedo a su vaso sobre el
escritorio y contestó, en tono confidencial:
—Se lo diré, señor Picopájaro, puesto que me lo pregunta. Como usted
sabe, dado el tremendo descenso de población aquí y en todas partes, y por
causa también de uno o dos factores demasiado extensos para explicarlos, hay
muchos menos habitantes que los que había antes.
—Eso se comprende.
—Claro que sí, ja, ja —asintió Gavota, mordisqueando un canapé—. Por
eso hay barrios enormes en nuestras grandes ciudades ahora absolutamente
desiertos o poco frecuentados y que se hallan en estado ruinoso. Esto se aplica
especialmente a Londres, en donde zonas enteras, antaño ocupadas por los

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artesanos, se yerguen abandonadas. Pues, mi compañía ha comprado uno de
esos barrios, llamado Paddington. Allí no viven seres humanos. Así que los
romanos convenientemente pueden almacenarse por sí mismos en las viejas
casas… fuera de la vista y… ja, ja… sin molestar.

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Picopájaro se puso en pie.

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—Muy bien, señor Gavota. ¿Y su romano, aquí presente, está preparado
para iniciar enseguida las conversaciones? Puede empezar entonces con
Hipócrates ahora, si usted así lo desea.
—¡Seguro, seguro! Encantado —Gavota hizo un gesto a la nueva y
reluciente máquina que tenía detrás—. A propósito, este es el último modelo
de nuestros asociados «Anglo-Atomic». El «Pies de barco», con ángulos
aerodinámicos y articulaciones tipo Heinlein. Acabamos de recibir pedido por
una docena… y, a propósito, esto es confidencial, aunque supongo que no
importa que se lo diga, señor Picopájaro… acabamos de recibir pedido por
una docena para el Palacio de Buckingham. ¿Quiere que le mande uno a
prueba?
—Tengo ya cubiertas todas mis necesidades, gracias. Ahora, si gusta
empezar a trabajar… A las diecisiete cincuenta tengo otra cita.

III
—Cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos. ¡Vaya vigor que tiene! —
exclamó el capitán de la R.S.P.C.R., Conejero Empedrado, dirigiéndose a su
ayudante.
—Ya ha terminado —contestó el ayudante, un modelo AEI, del 71,
llamado Palanqueta—. ¿Se ha fijado en la expresión de contento y
satisfacción de su cara, capitán?
Revoloteando en helicóptero por encima de la zona Central, hombre y
romano escrutaron la pantallita que quedaba junto a sus rodillas. En la
pantalla, claramente definido por la cámara espía, un diminuto Alfredito
Freud se dejaba caer en su sillón, descansando del esfuerzo realizado en
conseguir sus laureles y daba el látigo a otro minúsculo Balde para que
tornase a guardarlo en el armario.
—Ya puedes dejar de quejarte —su vocecita sonó fríamente en la cabina.
—No creo que esté contento —dijo el capitán de la R.S.P.C.R.
Me parece que se siente desgraciado… hasta culpable.
—La culpa es mala cosa —aseveró Palanqueta, mientras su superior
accionaba el mando ampliatorio de campo. El rostro de Freud se expandió
gradualmente, tapando su cuerpo y llenando toda la pantalla. Tenía la frente y
las mejillas cubiertas de sudor, cada gota rodeada por un aura irisada en la
imagen dada por la cámara espía.

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—Apuesto a que me ha dolido más a mí que a ti —jadeó—. Vosotros,
pedazos de chatarra, jamás sufrís lo suficiente.
En el helicóptero, romano y humano es miraron mutuamente llenos de
interés.
—¿Oíste eso? Se encuentra en dificultades. Bajemos a verle —dijo el
capitán de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Robots.
Apagando el telereceptor hizo que la nave descendiese en espiral
cruzando una columna de cálido aire.

Un aire caliente ascendía desde el señor Gavota. Metiéndose un taimado


dedo entre el cuello y la camisa, estaba diciendo:
—Yo mismo soy un firme creyente en la cultura, señor Picopájaro. No es
que me sobre el tiempo para leer…
Una llamada a la puerta y entró Hipo. Picopájaro dijo, yendo aliviado a su
encuentro:
—Bien, ¿qué le pasa al aire acondicionado?
—Los circuitos calefactores están conectados, señor. Lo han hecho por
error, con un anticipo de tres meses.
—¿Has hablado con ellos?
—Les hablé, señor, pero sus circuitos auditivos funcionan mal.
—¡Vaya, Hipo! ¿Es que nadie va a hacer nada por remediarlo?
—Ruedadentada está allí abajo, señor. Pero ya sabe usted que es un
modelo en el que se puede tener escasa confianza. El calor de la sala de
control le ha desactivado.
—Ay, esas son las enfermedades que hereda el acero —dijo reflexivo
Picopájaro—. Está bien, Hipo. Quédate aquí y deja que el señor Gavota y su
ayudante te instalen tu D.A.V.H. antes de que lo hagan al resto del personal.
Yo iré a ver al señor Freud. Siempre ha sido muy mañoso en lo tocante al
sistema calefactor; quizá pueda hacer algo efectivo.
Gavota y Pies de Barco se cerraron sobre Hipo.
—Abre la boca, viejo amigo —ordeno Gavota. Cuando obedeció Hipo,
Gavota aferró la mandíbula inferior y apretó con fuerza hacia abajo, hasta que
con un chasquido se desprendió, junto con la garganta de Hipo. Pies de Barco
depositó mandíbula y garganta sobre el escritorio mientras que Gavota
desatornillaba los filtros de polvo y el refrigerador de aire y le quitaba la
laringe. Cuando desmontó la placa pectoral de inspección, dijo animoso—:
Por fortuna, se trata tan solo de una operación sencilla. Dame mi taladradora,

Página 109
Pies de Barco. —Esperando a que el romano obedeciera, miró a Hipo y
frunció la nariz con considerable indiferencia científica.
No deseando ver más, Picopájaro abandonó su despacho y se encaminó al
de su socio.
En mitad del pasillo le abordó un desconocido… El uniforme en estos
días de individualismo, resultaba algo del pasado; no obstante, el desconocido
vestía algo que se parecía a un uniforme: un sombrero, reproducción de los
que llevaban los matasietes del siglo XVIII; una túnica de los siglos XIX o XX,
con su multiplicidad de bolsillos, lo que daba al usuario el aspecto de una
cómoda ambulante; pantalones-falda del siglo XXII, con sus puntillas de
lentejuelas diamantinas y botas pintadas a mano con unos colores modernos
transparentes.
Enmascarando su sorpresa con una profusión de convencionalismos,
Picopájaro dijo:
—Hace calor hoy, ¿verdad?
—Quizá pueda usted ayudarme. Me llamo capitán Empedrado, capitán
Conejero Empedrado. El portero me mandó aquí arriba, pero me he perdido.
Mientras así hablaba, el capitán sacó con viveza una reluciente insignia
metálica. De inmediato, una voz cercana murmuró con tono conspiratorio:
—… xion por los turcos del Canal Suezeo de Marte, en el año…
Muriendo de manera gradual cuando la insignia quedó otra vez oculta.
—¿R.S.P.C.R.? Encantado de servirle, capitán. ¿A quién o a qué busca
usted, si me permite preguntárselo?
—Deseo entrevistar a un tal Alfredo Freud, empleado en este edificio —
dijo Empedrado, adquiriendo de pronto una oficialidad en sus modales, tras la
exhibición tranquilizadora de su insignia—. ¿Tendría usted la amabilidad de
indicarme dónde puede estar?
—Seguro. Yo mismo voy a ver al señor Freud. Tenga la bondad de
seguirme. Espero que no sea nada grave, capitán.
—No se nos permite contestar preguntas.
Abriendo la marcha, Picopájaro dijo:
—Quizás debiera presentarme. Soy Enero Picopájaro, socio decano de
esta empresa. Será un placer poder ayudarle en algo.
—Puede que sea mejor que esté usted presente en nuestra pequeña
discusión, señor Picopájaro, ya que las… irregularidades han tenido lugar en
su establecimiento.
Llamaron y entraron en el despacho de Freud.

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Freud estaba en pie mirando por encima a una pequeña sección de la
ciudad. Londres gozaba de mayor tranquilidad aún que cuando los «agrestes
guerreros», citados por Tácito, corrieron al encuentro de los invasores
romanos desembarcados allí veintidós siglos antes. Sus avenidas quedaban
vacías por causa de la disminución de la población. Al extinguirse los
legisladores, financieros, magnates, especuladores y planificadores quedaron
acres desolados pero intactos, moribundos pero no destruidos, barrios
embarrancados como una nave sin remos, aunque con retazos de historia
prendidos en sus paredes de manera impresionante. Todo aquello era
antiguo… pero vivo.
Freud giró en redondo y dijo:
—Hace calor, ¿verdad? Creo que me iré a casa, Ene.
—Antes de que te vayas, Alfredito, te presentaré a este caballero. Es el
capitán Empedrado, de la R.S.P.C.R…
—¿Y seguirá siéndolo después de que me haya ido, no es cierto? —
preguntó Freud con asombro burlón.
—He venido por cierto asunto, señor —dijo Empedrado, firme pero
respetuosamente—. Creo que sería mejor que su romano saliera de la
habitación.
Con un leve gesto de derrota, Freud se sentó en el borde de su escritorio y
contestó con una seca orden:
—Balde, sal de aquí.
—«Síseñor» —Balde se fue.
Empedrado se aclaró la garganta y comenzó:
—Quizás ya sepa para qué he venido, señor Freud.
—Supongo que ustedes, entrometidos del infierno, me habrán enfocado
con alguna cámara espía, ¿no? Hemos llegado ya a un pacífico periodo de la
historia en el que, por primera vez, el hombre se contenta con perseguir sus
propios intereses sin meterse con sus vecinos y aparecen ustedes siguiendo
deliberadamente la política contraria. ¡No son más que vulgares conformistas!
—La R.S.P.C.R. es un cuerpo de voluntarios.
—Precisamente eso es lo que más me disgusta. Se presentan voluntarios
para meter las narices en los asuntos ajenos. Bien, diga lo que tiene que decir
y acabe pronto. No tengo tiempo para perderlo con esto.
Picopájaro se agitó inquieto cerca de la puerta.
—Si prefieren que les deje…
Ambos hombres le hicieron un gesto para que guardase silencio y
Empedrado dijo:

Página 111
—La situación no es tan sencilla como usted piensa, señor, conociendo
como debe conocer a la R.S.P.C.R… Tal y como acaba de afirmar, vivimos
en una época que permite que nos llevemos mutuamente mejor que nunca con
anterioridad. Pero la opinión general explica esto bien por el progreso, bien
por la existencia de menos hombres con los que disputar.
—Ambas razones son excelentes, opino yo —exclamó Picopájaro.
—La R.S.P.C.R. cree que hay un motivo mucho mejor. El hombre ya no
se estrella contra sus congéneres porque puede reavivar todos sus
antagonismos encarnándolos en las figuras de sus servidores mecánicos. Y en
la actualidad hay cuatro romanos e incontables robots para cada persona. Los
romanos son los cabezas de turco, los chivos expiatorios de la civilización,
como antaño lo fueron los griegos, judíos, católicos o cualquier minoría de la
antigüedad.
—Hablando como negro que soy —intervino Enero Picopájaro—, me
muestro partidario del cambio.
—Pero fíjese en lo que sigue —dijo Empedrado—. En los viejos tiempos,
una enfermedad del hombre, al descargarse sobre sus semejantes, quedaba al
descubierto, era conocida y se la podía someter a tratamiento. Ahora descarga
en el romano del paciente. Y un romano jamás cuenta esas intimidades. Así
que la neurosis arraiga en el enfermo y crece y florece al no ser combatida.
Esta clase de enfermedades no desaparece. Se limita a esconderse.
Con el rostro enrojecido, Freud exclamó:
—¡Oh, seguro que no se puede sacar esa consecuencia!
—La R.S.P.C.R. tiene pruebas de que las enfermedades mentales son
mucho más prevalentes que lo que cualquiera en nuestra indolente sociedad
podría sospechar. Por eso cuando encontramos a un romano al que se le trata
con crueldad, tratamos de impedirlo, puesto que sabemos que eso entraña la
existencia de un hombre enfermo. Lo que le pasa al romano es inmaterial.
Pero tratamos de convencer al hombre para que se someta a tratamiento.
»Ahora, en su caso, señor Freud… hace media hora se le vio azotar a su
romano con el látigo que guarda en aquel armario. El incidente era uno más
de una larga cadena, no la simple expresión de un saludable arrebato de
sadismo. Sus sobretonos de culpabilidad y desespero eran síntomas de una
profunda enfermedad.
—¿Es verdad eso, Alfredito? —preguntó Picopájaro… innecesariamente,
porque la cara de Freud, incluso su actitud encogida, mostraban que era
cierto. Sacó el pañuelo y se secó la frente con mano temblorosa.

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—Oh, sí lo es. Ene. ¿Para qué negarlo? Siempre he odiado a los romanos.
Sería mejor que te contase lo que le hicieron a mi hermana. En realidad, lo
que la están haciendo y no muy lejos de aquí…

No muy lejos de allí, el helicóptero del capitán Empedrado estaba


aparcado, aguardando su regreso. A bordo, también esperando, se veía
sentado al romano Palanqueta, mirando fijamente a la pantallita de la cámara
espía. En la pantalla, un diminuto Freud estaba diciendo:
—Siempre he odiado a los romanos.
Un conmutador le puso en comunicación con un cuartel general secreto
del barrio de Paddington.
—Espero que estéis grabando todo esto —dijo Palanqueta—. Será de gran
interés para el Grupo de Estudio de la Sociología Humana.
La voz metálica del otro extremo de la comunicación contestó:
—Recibimos tu emisión fuerte y clara.

IV
—Forticlara es una de las islitas artificiales del Lago Mediterráneo. Allí
transcurrió la infancia de mi hermana y mía, atendidos por romanos —dijo
Alfredito Freud, mirando a cualquier parte excepto a Picopájaro y al capitán
—. Maureen y yo somos mellizos. Mi madre entró en Libre Asociación con
mi padre, quien se fue a Descenso, Venus, antes de que nosotros viniéramos
al mundo y que, según sepamos, no ha regresado jamás, Nuestra madre murió
en el parto. Eso es algo que todavía no se ha logrado automatizar.
»Los romanos que nos criaron eran como todos los romanos… nunca
adustos, nunca impacientes, nunca injustos, siempre condenadamente
autosuficientes. Hiciéramos lo que hiciésemos Maureen y yo, aunque les
pegáramos o les escupiéramos, jamás provocábamos en ellos la menor
reacción, ni signo de amor o de cólera, ni rastro deprisa o de cansancio…
¡Nada!
»¿Les extraña que creciéramos odiando, aborreciendo hasta el galio de sus
entrañas? Y sin embargo, al mismo tiempo, dependiendo de ellos. Tanto en
mi hermana como en mí se estableció una relación con los romanos de

Página 113
amor-odio permanente y totalmente desesperanzada. Miren, veo este hecho
con la máxima claridad.
Picopájaro intervino.
—Me dijiste, Alfredito, que tenías una hermana, pero que murió cuando la
Gran Plaga Venusiana.
—¡Ojalá! No, no debí decir eso, pero me gustaría que vieses como vive
ahora. De vez en cuando voy a solas a visitarla. Habita en Paddington, con los
romanos.
—¿Con los romanos? —repitió Empedrado—. ¿Cómo?
Los modales de Freud se hicieron más frenéticos.
—Mire, al crecer descubrimos que había un modo que nos daba poder
sobre los romanos. Me refiero al poder de provocar en ellos emociones,
distinto del poder ordenarles y que obedecieran. Al carecer de sexo, los
romanos sienten curiosidad por esa característica humana. Una curiosidad
abrumadora…
»Me resulta imposible contar la serie de indecencias a qué nos sometieron
una vez alcanzamos la pubertad…
»Bueno, abreviemos lo más posible un relato odioso. Maureen vive ahora
en Paddington con los romanos. Ellos la cuidan, la proporcionan alimentos
robados, ropas, etc… mientras que ella, a cambio… satisface su curiosidad.

Para su propia sorpresa, Picopájaro emitió el agudo chillido de una


carcajada. El sonido cortó la atmósfera de íntimas confidencias.
—Eso constituye un valioso conjunto de datos, señor Freud —dijo
Empedrado, asintiendo con la cabeza, mientras que la pluma o penacho de
plástico de su sombrero temblequeaba de secreta delicia.
—¡Malditos sean ustedes, esa es la única consecuencia que sacan de lo
que acabo de decirle! —exclamó Freud—. No quiero preguntar siquiera lo
que ustedes piensan que podrían hacer en beneficio de mi hermana o mío. En
todo caso, nuestra manera de vivir está determinada y a nosotros nos toca
cuidarnos y resolver los problemas que nos atañan.

Página 114
La respuesta de Empedrado poseía igual falta de color.
—La decisión reside por entero en usted. La R.S.P.C.R. es una
organización pequeñísima.

Página 115
Aunque quisiéramos no podríamos coercer…
—… felizmente esa es la situación de la mayor parte de las
organizaciones en la actualidad…
—… pero incorporaremos sus pruebas a un informe que preparamos para
presentarlo ante el Gobierno Mundial.
—Muy bien, capitán. Quizás ahora tendrá la bondad de marcharse y de
quitar de mi presencia todo ese tono de oficialidad que le domina. Tengo
trabajo por hacer.
Antes de que Empedrado pudiera decir más, Picopájaro se colocó junto a
su socio, le dio unas palmaditas en el brazo y dijo:
—Fue el nerviosismo lo que me hizo reír, Alfredito. Por favor, no creas
que me burlo de tus problemas. Ahora comprendo por qué no quieres que a
nuestros romanos, y a Balde en particular, se les instalen los D.A.V.H.
—Dios, qué calor hace aquí —replicó Freud, hundiéndose en su sillón y
secándose la cara—. Está bien, Ene, gracias, pero no digas nada más; no se
trata de tópico al que me agrade recurrir. Me voy a casa. No me siento bien…
¿Quién dijo que la vida, para el hombre que piensa, es una comedia, y para el
hombre que siente, una tragedia?
—Sí, vete a casa. De hecho, creo que yo haré lo mismo. Hace excesivo
calor aquí, ¿verdad? Abajo, el control de calefacción está averiado. Haremos
que alguien le eche un vistazo mañana por la mañana. Quizá desees
examinarlo tú mismo.
Todavía hablando, retrocedió hasta la puerta y salió, dirigiendo antes una
sonrisa nerviosa final a Freud y Empedrado, quienes, a su vez, se sonreían
mutuamente con idéntico nerviosismo.
Los atisbos a las vidas íntimas de los demás siempre le habían
apesadumbrado. Sería un alivio estar en casa con la señora Picopájaro. Había
salido ya del edificio y estaba en el interior de su coche, marchándose
excepcionalmente sin Hipo, cuando recordó que tenía una cita a las diecisiete
cincuenta.
Al infierno con la cita, pensó. Por fortuna, la gente en esta época podía
permitirse el lujo de esperar. Deseaba ver a la señora Picopájaro. La señora
Picopájaro era una mujercita agradablemente confortable. Confeccionaba
fundas holgadas de tejido de algodón estampado con las que vestía a sus
romanos.

Página 116
A la mañana siguiente, cuando Picopájaro entró en su despacho, le
aguardaba sobre el escritorio un nuevo manuscrito… acontecimiento lo
bastante agradable para una empresa principalmente especializada en
reimpresiones. Se sentó tras la mesa, luego se dio cuenta del ultrajante calor
que hacía.
Furioso, aporreó el botón del nuevo control D.A.V.H. que había ahora en
su escritorio.
Acudió Hipo.
—Oh, estás ahí, Hipo. ¿Te fuiste a casa anoche?
—«Síseñor».
—¿A dónde fuiste?
—A un lugar en el que cobijarme con otros romanos.
—Ajá. Hipo, este maldito sistema de calefacción siempre funciona mal.
La semana pasada tuvimos avería, pero el sistema se reparó a sí mismo.
Llama a los ingenieros; haz que vengan de inmediato. Les hablaré. Diles que
en esta ocasión envíen a un humano.
—Señor, ayer a las diecisiete cincuenta tenía usted una cita.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—La cita era con un ingeniero humano. Lo llamó la semana pasada,
cuando funcionaba mal el calefactor. Su nombre era Portamonedas.
—No importa su nombre. ¿Qué hiciste tú?
—Como usted se había ido, señor, le despedí.
—¡Por los dioses! ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Se llamaba Portamonedas.
—Llámale por teléfono y dile que quiero que reparen hoy mismo el
sistema. Dile que se ponga a trabajar esté yo aquí o no… —la frustración y la
irritación provocadas por el calor le dominaban—. Y, de hecho, no estaré
aquí. Voy a salir a ver a mi hermano.
—¿Su hermano Iris, señor?
—¡Sí, estúpido! ¿Acaso tengo algún otro hermano? ¿Ha venido ya el
señor Freud? ¿No? Bueno, quiero que me acompañes. Déjale instrucciones a
Balde; dile que le diga al señor Freud todo lo que yo te he dicho. Y date aire
—añadió, recogiendo el manuscrito del escritorio mientras hablaba—. Siento
una prisa irracional por ponerme en camino.

Por el camino hojeó el manuscrito. Se titulaba: Una explicación a las


actividades superfluas del hombre. Al principio, Picopájaro no halló en el

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texto más atracción que en el título, sembrado el interior de frases disecadas,
entrelazadas con un estilo trabajoso. Perseverando en su lectura comprendió
que el autor —cuyo nombre, Isaac Herramientaodiosa, nada significaba para
él— había formulado una gran y alarmante teoría que cubría muchos rasgos
humanos que con anterioridad no habían sido sometidos a la minuciosa y
detallada observación crítica.
Alzó la vista. Habían parado.
A un lado de la carretera se extendían las onduladas tierras de Kent, sin
cercas limitadoras, con las enormes cosechas madurando al sol. En la cobriza
lejanía brillaba una máquina, cuidando las mieses con metálica maternidad.
Al otro lado, rompiendo el mar de cultivos, yacía la «Granja Gafia», una torpe
serie de amazacotados y bajos edificios, árboles y desorden, achicharrada por
el sol y oliendo a cerdos.
Hipo se soltó de la anilla de latón que le mantenía firme cuando el coche
estaba en movimiento, descendió y mantuvo abierta la portezuela para que
bajara Picopájaro.
Hombre y romano penetraron en el patio.
Un tipo de ojos dulces estaba apilando tronquitos de leña aserrada en un
cobertizo. Salió cuando se acercaba Picopájaro y le saludó con la cabeza, sin
hablar. Picopájaro jamás le había visto en las anteriores visitas a su hermano.
—Por favor, ¿está Trisito por aquí? —le preguntó Picopájaro.
—En la parte trasera. Usted mismo lo encontrará.
El tipo volvió con sus troncos casi antes de que Picopájaro se moviera.
Encontraron a Iris Picopájaro en la zona posterior de la casita, como les
habían indicado. El hermano menor de Ene estaba bajo un árbol, limpiando
los arneses de una caballería con sus propias manos. Picopájaro, durante un
momento, tuvo la sensación de hallarse en presencia de la historia; la
sensación no hubiera podido ser más fuerte de haber descubierto a Irisito
pintándose a sí mismo de amarillo.
—¡Irisito! —llamó Picopájaro.
Su hermano alzó la vista, le obsequió con un plácido saludo y continuó
puliendo. Como siempre, se le veía envuelto por un telón de un metro de
espesor que le aislaba en un mundo especial de satisfacción. Las palabras se
estrangularon ellas mismas en la garganta de Picopájaro, pero hizo un
esfuerzo y habló.
—Me he dado cuenta de que tienes un nuevo ayudante, Irisito. ¿Quién es?
Irisito mostró un cierto relajado interés. Se acercó, portando sobre el
hombro el arnés.

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—Es verdad, Ene. Ese tipo vino andando y me pidió trabajo. Le dije que
se lo daría si no trabajaba demasiado. Llegó hace poco más o menos una hora.
—Entonces pronto se ha puesto a la tarea.
—¡Tan impaciente se mostraba que no quiso esperar! Creo que jamás
había tocado antes un pedazo de madera natural. Y eso que tiene treinta y
cinco años. Me suplicó que le permitiera manejar los troncos. Un buen chico.
Se llama Portamonedas.
—¿Portamonedas? ¿Portamonedas? ¿Dónde he oído ese nombre?
—Es el apellido del ingeniero humano con quien usted tenía aquella cita a
la que no acudió —le dijo Hipo.
—Gracias, Hipo. ¡Maravillosa memoria la tuya! Claro que sí.
Pero no puede ser el mismo hombre.
—Lo es, señor. Le reconocí.
Irisito pasó junto a ellos, encaminándose a grandes zancadas a la abierta
puerta de la casita.
—Es chocante que ayer otro hombre me persuadiese a aceptarlo —dijo,
sin percatarse en absoluto de la expresión confusa de su hermano—. Se llama
Mellador Bancario. Ahora está en el huerto, dando de comer a los cerdos.
Últimamente abunda la gente que abandona la ciudad. Se les ve bajar por la
carretera. Hace un año no se veía ni un alma humana a pie… Bueno, dentro
de un siglo todo seguirá igual. Entra, Ene, si quieres.
Fue su parrafada más larga. Se sentó en una silla de fabricación casera y
quedó sumido en un hermético silencio, vacío ya de noticias. Colocó con
cuidado el arnés en la mesa, delante suyo. Su hermano entró en la lóbrega
estancia, advirtió que el desorden había aumentado desde su última visita,
sacudió una silla empleando una sucia camisa y tomó asiento. Hipo penetró
también, pero se quedó plantado junto a la puerta, sus limpias líneas
funcionales y la casta ornamentación de sus placas pectorales contrastando
con el desorden que le circundaba.
—¿Era ingeniero tu Portamonedas, Irisito?
—No lo sé. No se me ocurrió preguntárselo. Lo poco que nos dijimos se
refería principalmente a la madera.

Una capa de silencio cayó sobre ellos, llena por la inquieta y


acostumbrada mezcla de amor, pena e irritación criminal que experimentaba
Picopájaro ante la actitud complaciente de su hermano.
—¿Alguna noticia? —preguntó de súbito.

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—Parece ser que la cosecha será excelente.
Iris jamás pedía noticias a Ene.
Mirando a su alrededor, Picopájaro vio la vieja colección de la
«Biblioteca de la Preciencia» de Irisito semienterrada bajo ropas y cajas de
manzanas y de botellas de desinfectante.
—¿Nunca se te ocurre, aunque solo sea por distracción, echar un vistazo a
tus libros? —preguntó, señalando con la cabeza los volúmenes.
—Hace mucho tiempo que no me he molestado en hacerlo.
Silencio. A la desesperada, Picopájaro dijo:
—Sabes que mi socio Freud sigue con la colección. Su fama nunca ha
sido más alta. Pronto sacaremos el volumen número quinientos y buscamos
algo especial para celebrar el acontecimiento. Como comprenderás, hemos
acabado ya con los Wells, Stapledon, Clarke, Asimov, es decir, con todos los
clásicos. Supongo que no podrás hacernos ninguna sugerencia, ¿verdad?
—¿No parar? —preguntó Trisito al azar.
—Ese fue el número noventa y nueve. Tú mismo lo escogiste —
exasperado se levantó—. Trisito, no has mejorado. Eso me lo demuestra.
Sientes completa indiferencia por todas las cosas importantes de la vida. Ya
no se ve en ti al analista. Te has convertido en un vegetal y empiezo a creer
que jamás volverás a la existencia normal.

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Irisito sonrió, acariciando con la mano el arnés que tenía ante sí, sobre la
mesa.

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—Esta es la vida normal. Ene. Vivir cerca del suelo. El olor de la tierra o
del sol o de la lluvia penetrando por la ventana…
—El olor de tus camisas sudadas puestas encima de la mesa del comedor.
¡El hedor de los cerdos!
—Libre de la contaminación de los siglos…
—¡Volviendo a la inmundicia medieval!
—Vivir en contacto con las cosas eternas, absuelto de una
superdependencia de los aparatos mecánicos, comiendo los alimentos que
produce el suelo…
—Yo no podría comer nada que hubiera estado en contacto con el lodo.
—Y por encima de todo, no sentir miedo por lo que las demás personas
hagan o dejen de hacer, verse libre de todos los artificios de las artes…
—¡Alto, Irisito! Basta. Ya has expresado tu opinión. Oí tu catecismo
bastantes veces antes, tu especie de himno en loor de la vida sencilla. Aunque
me sepa mal decirlo, encuentro que la vida sencilla es un aburrimiento, un
aburrimiento brutal. Lo que es más, dudo poder ser capaz de soportar hacerte
una nueva visita en el futuro.
Sin perder en lo más mínimo su imperturbabilidad, Irisito sonrió y dijo:
—Quizás algún día vengas caminando como Portamonedas y Mellador
Bancario y me pidas trabajo. Entonces podremos disfrutar de la vida sin estas
discusiones.
—¿Quién es Mellador Bancario? —preguntó Picopájaro, la curiosidad
haciéndole desviarse temporalmente de su indignación.
—Otro individuo que se me acaba de unir; creo habértelo dicho ya. Vino
ayer. Ahora está en el huerto, dando de comer a los cerdos. Un trabajo así te
haría mucho bien, Ene.
—¡Hipo! —llamó Picopájaro—. Pon en marcha el coche enseguida —
pasó por encima de un cajón de insecticidas y se dirigió hacia la puerta.

La doncella encargada de la puerta principal de acceso a «Hermanos


Picopájaro» era una esbelta romana llamada Belitre y entonó sus «Buenos
días, señor Picopájaro» en una dulce voz, mientras el propietario pasaba junto
a ella, a la siguiente mañana.
Picopájaro apenas reparó en la romana. Toda la tarde anterior, tras su
visita a Iris, la había pasado sentando en casa, con la señora de Picopájaro a
su lado, y leyendo el manuscrito titulado Una explicación a las actividades
superfluas del hombre. Como intelectual halló abstrusa la mayor parte de su

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argumentación; como hombre, encontró abrumadoras sus conclusiones; como
editor, estaba seguro de tener entre manos un éxito de ventas. El codo
izquierdo le hormigueaba, señal segura siempre de que se hallaba al borde de
un descubrimiento literario.
En consecuencia cruzó las puertas principales de su empresa con
entusiasmo, murmurando para sí:
—Quien diga que tengo mala memoria…
Una bocanada de aire caliente le saludó, haciéndole pararse
instantáneamente.
—¡Poncio! —rugió, con tanta fiereza que Belitre vibró resonando.
Poncio era el portero, un romano antiguo y algo maloliente del ya arcaico
tipo Ford «Infatigable», año 2140, que empleaba petróleo como combustible.
Vino rechinando sobre sus cadenas en respuesta al grito de Picopájaro.
—Señor —dijo.
—Poncio, ¿eres o no el encargado de la planta baja? ¿Por qué no han
arreglado todavía la calefacción?
—Algunas pe-pe-personas están trabajando en eso ahora, señor —
contestó Poncio, balbuceando ligeramente por causa de sus desgastados
circuitos locutores—. En este mo-mo-momento están en los so-so-sótanos,
señor.
—Malditos sean —exclamó irritado Picopájaro, para decir a continuación
—: ponte agua en el radiador, Poncio… no te quiero ver hirviendo por el
edificio.
Y con viveza Picopájaro partió en dirección a la parte inferior del edificio.

V
La inferioridad o la superioridad eran prácticamente desconocidas en las
relaciones entre romanos. Después de todo, parecían iguales a la vista del
hombre.
Por eso Picopájaro dijo, al descender por las escaleras principales de la
casa:
—Buenos días, Belitre. Buenos días, Hipócrates.
—¿Crees que lo habrá leído? —preguntó Hipo.
—Cuando entró lo llevaba bajo el brazo.
—¿Opinas que le habrá causado ya algún efecto?
—Noté que su ritmo respiratorio era más rápido que lo normal.

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—Qué extraño es su sistema de respirar —dijo Hipo con una reverente
irrelevancia y entró muy serio en el edificio.
Con el ceño fruncido Picopájaro contempló la escena que tenía lugar allá
abajo, en la sala de control. Su hermano jamás habría tolerado tal caos en los
días anteriores a su desmoronamiento o lo que fuera.
Tres de los romanos de su personal trabajaban con otro romano,
procedente con toda seguridad de la empresa de ingenieros. Habían
desmantelado un panel del sistema de control de las calderas, aunque
Picopájaro se dio cuenta, por el chapotear de las bombas de aceite, que el
robot-bombero estaba todavía funcionando. Un melindroso jovencito, con las
patillas teñidas de azul, según la moda actual de los adolescentes, dirigía a los
romanos entre bocado y bocado a un descomunal pastel de plancton. Él, ¡ay!
debía ser el ingeniero humano.
Ruedadentada, aún desactivado, seguía en un rincón, congelado en medio
de un estúpido gesto romano. No, pensó Picopájaro, puesto que el calor le
había desactivado, difícilmente se le podría considerar congelado en ningún
gesto. De cualquier forma, allí estaba la criatura, con Gavota y su ayudante
Pies de Barco, el romano, trabajando en sus entrañas.
La furia al ver todavía en la casa al gorgojeante Gavota impulsó a
Picopájaro a abordarle en primer lugar. Dejando a un lado su manuscrito, se
adelantó y dijo:
—Creí que ya habría terminado, señor Gavota.
La boca de Gavota experimentó un leve rictus antes de contestar:
—Me alegro de verle, señor Picopájaro. Siento haber tardado tanto. Pero,
mire, esperaba la llegada de un… un… un ayudante humano, además de Pies
de Barco. Llevamos unos días apurados con los hombres que se nos marchan.
No estaría de más resucitar las fuerzas de la policía que se empleaban en los
Tiempos Antiguos. La policía aquella solía seguir el rastro a las personas
desaparecidas…
El joven de las patillas azules adosado al pastel, interrumpió su ingestión
para gritar:
—¡Oh aquel buen siglo XX! Vaya época. ¡Cines, guerras atómicas,
rascacielos y gente en abundancia! ¡Ojalá hubiese vivido entonces, eh,
Gavotita! Cantidades de ta-tata-ta, ta-rara-ra…
Volviéndose hacia el nuevo enemigo, Picopájaro lo colocó en el centro de
su punto de mira y dijo:
—Veo que es usted un estudiante de historia.

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—Bueno, podría decirse que desde niño no he dejado de contemplar las
peliculitas —contestó imperturbable el patilludo—. Y vaya ruido que había
entonces. ¡Viajaban en viejos ferrocarriles, leyendo aquellos pedazos enormes
de papel, vaya risa! Pero los jueguecitos a que eran aficionados, corriendo en
paños menores tras pelotas de cuero, dan ganas de llorar. Y esos policías que
usted, Gavotita, truk, truk, truk, truk, debe de haber leído… ¡Menudos
tiburones!
—¿Pertenece usted a la empresa de ingenieros? —preguntó Picopájaro,
extrayendo su tono de voz de su departamento de supercongelación.
El patillas azules se sacudió totalmente al asentir.
—El viejo Portamonedas descarriló anteayer. ¡Hermano, estaba majareta!
¡Patapún y entró a formar parte de la legión de personas desaparecidas! Todos
se van largando, uno a uno. Calculo que para Navidades seré ya gerente. Eh,
tú, cacharro, mi buen mentor, déjalo todo y espera, tu director está ocupado,
por favor.
La escarcha se formó en la sudorosa frente de Picopájaro.
—¿Y qué es lo que le mantiene ocupado en este instante? —preguntó.
—Pues acabar con este delicioso pastel.
Gavota intervino para salvar la conversación que naufragaba.
—Como le dije —empezó—, esperaba que viniera a ayudarme el señor
Mellador Bancario, uno de los técnicos humanos más capaces, pero él
también…
—¿Querría usted repetir ese nombre? —le pidió Picopájaro, cayendo en el
más anonadador de los asombros.

En una pétrea bruma mental, Freud descendió vacilante hasta los sótanos,
su rostro blanco. Ignorando por completo el drama de aquel instante,
interrumpió la escaramuza dejando caer su propia bomba.
—Ene —dijo—, me has traicionado. Han colocado a mis espaldas un
D.A.V.H. en mi Balde. No me queda más remedio que considerar eso como
un profundo insulto a mi personalidad y por tanto te presento mi dimisión
irrevocable.
Picopájaro se le quedó mirando boquiabierto, mientras luchaba con la
sensación de verse víctima de una conspiración.
—Acordamos entre nosotros —logró decir por último—, que a Balde no
se le instalaría ese aparato. Alfredito, te aseguro que no anulé tal orden.

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—Balde ha admitido que anoche, cuando cerró la oficina, se fue a
Paddington —dijo Freud con la máxima firmeza.
Unos dedos tiraron de la manga de Picopájaro, reclamando su atención.
Nervioso, Gavota se ajustó los pantalones y dijo:
—Ejem, creo ser la-la-la parte culpable a-a-a-aquí. Temo que fui yo quien
instaló el D.A.V.H. de Balde. Nadie me dijo que no lo hiciera.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Bueno, lo de Balde se hizo nada más Pies de Barco y yo instalamos el
aparatito de Hipo. Ustedes dos, caballeros, estaban encerrados con el otro
caballero de las botas pintadas… ¿no se llamaba capitán Empedrado? Balde
salió del despacho y entre Pies de Barco y yo lo arreglamos inmediatamente.
Nadie me había dicho que no lo hiciera. Quiero decir que no tenía
instrucciones contrarias.
Algo por el estilo a la beatitud asomó al rostro de Freud mientras se le
aclaraba el malentendido. Los tres hombres iniciaron un complicado ritual de
protestas y excusas.
Entretanto, el patilludo, que ya había finalizado su pastel, consultó con su
romano, quien parecía haber hallado la causa de la avería. Empezaron a
desembalar un nuevo cronómetro procedente del almacén, sacándolo de su
caja de cartón en medio de una lluvia de aserrín plástico que cubrió la mesa,
rebosó y cayó hasta el suelo.
—Mientras coloco el chisme en su sitio. Pedazo de Hierro Oxidado, tira
toda esa basura al horno crematorio —ordenó el patilludo a su romano.
Empezó a silbar entre dientes mientras el romano, dócil y sumiso, quitaba
cuanto había en la mesa y lo tiraba al horno.
Freud y Picopájaro, después de su escaramuza, se mostraban de
excepcional buen humor. Aprovechándose de aquel estado de bonanza que
consideraba pasajero, Gavota intervino:
—Ayer me tomé la libertad de curiosear por sus estanterías, señor
Picopájaro. Si acepta mi opinión, le diré que tienen ustedes libros muy
interesantes.
—Los cumplidos siempre se agradecen —contestó Picopájaro, lo bastante
ablandado por las excusas que le dio Freud para mostrarse educado, incluso
con Gavota—. ¿Buscaba algo en particular?
—Todas esas antiguas obras de ciencia ficción me fascinan. Lástima que
en la actualidad nadie escriba de ese género.
—Vivimos en una sociedad enteramente distinta —dijo Freud—. Con la
venida de la automación personal y el trabajo de los romanos, el antiguo

Página 126
sistema socio-económico del Renacimiento y el Neomodernismo que
dependía del banquero y de una activa clase media, feneció. ¿Me explico con
claridad?
—Tan claro que casi no entiendo del todo el significado —contestó
Gavota, plantándose sobre una pierna y escorando a estribor.
—Bien, lo diré de otro modo. La sociedad burguesa ha muerto, asesinada
por lo que llamamos automación personal. La masa de la burguesía, que
antaño era la capa media fermentadora de la civilización, ha sido sustituida
por romanos… que no fermentan. Esto origina un feliz estancamiento de la
cultura. Los romanos son gente siempre más cómoda con la que convivir.

Gavota asintió y se aclaró la garganta con aire de inteligencia.


Picopájaro dijo:
—Lo interesante, desde el punto de vista literario, es que la muerte de la
novela y, en consecuencia, la de la novela de ciencia ficción, coincide con la
muerte de un antiguo sistema de vida. La novela era, si se me permite
expresarlo así, un subproducto de la era del Renacimiento y el
Neomodernismo. Nacida en el siglo XVI, murió en el XXI. ¿Por qué? Porque
era esencialmente una forma burguesa de arte. En síntesis una prueba del
amor o la afición a la chismorrería… aunque se presentaba a menudo de
forma refinada, como en las obras de Proust… chismorrería a la que, por
suerte, ya no somos aficionados.
»Es muy interesante ver cómo la decadencia de las grandes
organizaciones, tales como las antiguas fuerzas de policía y los estados
nacionales, pueden dejar un rastro que nos lleva al mismo factor: este
verdadero producto de la civilización que es la falta de curiosidad acerca de
los vecinos de la casa de al lado. Claro que no hay que supersimplificar…
—Maestro, si usted está súper-simplificado, yo soy entonces la tía
predilecta de un romano —dijo Patillas Azules, arrellanándose con burlona
admiración—. ¡Los chavales como usted se sueltan el pelo cuando se trata de
hablar de los antiguos! ¡Cuéntenos más!
—Hace demasiado calor —murmuró Picopájaro con viveza.
Pero Gavota, presa de esa honorable seriedad característica de los
mayores pelmazos que en el mundo han sido, dijo:
—¿Y leer ciencia ficción supongo que ayuda a que uno comprenda todo
eso de la cultura y tal?
—Ha dado en el clavo —asintió Freud.

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—Bueno, en realidad no es una opinión mía. La leí en uno de los libros
que el señor Picopájaro tiene arriba. Creo que se llama «Nuevos mapas del
Infierno».
—Oh, ese. Sí, bueno, históricamente es un libro de interés. No solo
proporciona una buena imagen de los humildes pioneros del campo, sino que
fue el primer libro que puso en circulación literaria la frase aún ampliamente
usada de «melodrama infernal».
—¿De veras? Muy estimulante. Debo recordarlo para decírselo a mi
esposa, señor Freud. Sí, «melodrama invernal».
—Se equivoca. La frase correcta es «melodrama infernal».
Ansioso de acabar con esta y con todas las otras conversaciones estúpidas
del universo, Picopájaro se secó su sudorosa frente y dijo:
—Creo que bien podría catalogarse esta habitación como un infierno de
melodrama. Alfredito, querido muchacho, retirémonos a la comparativa
frescura de nuestros despachos y dejemos que el señor Gavota continúe con
su trabajo.
—Seguro. ¿Y no crees que una coralina al gin nos sentaría bien?
Mientras Gavota lograba rascarse ambos sobacos a la vez y comprendía la
indirecta, Picopájaro repuso:
—Claro. Ahora permíteme que recoja ese maravilloso manuscrito acerca
de las Actividades Superfluas y subiremos. Te prometo, amigo Freud, que su
lectura hará que se tambaleen tus creencias más preciadas. ¿Pero dónde lo
puse? Sé que lo dejé en algún lugar…
Recorrió indeciso la sala, mirando aquí y allá, murmurando entre dientes.
Impulsados por su actuación, primero Freud y luego Gavota se le unieron en
la búsqueda del manuscrito formando una inocente parodia de su actitud.
Por último, Picopájaro se detuvo tembloroso.
—Desapareció —dijo, pasándose las manos por el pelo—. Sé que lo puse
encima de esa mesa.
La expresión del patilludo fue tan culpable como lo artero de su carácter
se lo permitió.

VI
Hipo procuró estarse tan quieto como le permitían las suaves vibraciones
de su mecanismo. Con los brazos rígidamente extendidos, ofreció a
Picopájaro y a Freud unas bebidas que permanecieron ignoradas.

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Picopájaro paseaba arriba y abajo por su despacho, quejándose
volublemente. Por último, Freud se vio obligado a interrumpirle, diciéndole:
—Bueno, si el romano de ese estúpido quemó el manuscrito en el horno,
entonces debemos escribir al autor para que nos mande otra copia. ¿Cómo se
llamaba ese fulano?
Picopájaro se detuvo dándose una palmada en la frente.
—¿Mellador Bancario? No, no, esa es otra persona. Ya sabes lo fatal que
es mi memoria, Alfredito. Se me ha olvidado por completo.
Alfredito hizo un gesto de impaciencia.
—Eres un necio, Ene. ¡Mira que dejar que un romano lo quemase!
—Yo no le dejé que lo quemara.
—Bien, el caso es que lo han quemado. De todas formas, ¿qué tenía para
darle tanta importancia?
Picopájaro se rascó la cabeza.
—Me gustaría poderte hacer un resumen, Alfredito, para que me dieras tu
opinión, pero no me acuerdo de las pruebas que el autor había reunido para
confirmar cada peldaño de su teoría. Empezaba rastreando hasta las raíces del
hombre y mostraba cómo el núcleo del que se desarrollaría la humanidad era
simplemente el de un animal entre los demás animales. Y probaba cuán
mucho de esos orígenes seguimos llevando con nosotros, no solo en nuestros
cuerpos, sino también en nuestras mentalidades.
—Todo eso no tiene nada de original. ¿El autor se llamaba Darwin?
—Me gustaría que me permitieses seguir explicándote, Alfredito. Uno de
tus defectos es que nunca me dejas terminar de hablar. El autor muestra cómo,
para que el humano pudiese llegar a ser racional, tuvieron sus antecesores que
renunciar a una existencia guiada por el instinto animal. Esto constituyó una
ganancia positiva. Pero, no obstante, también hubo ahí una pérdida, una
pérdida que el hombre ha notado siempre desde entonces y que ha intentado
remediar con diversos sistemas, sin saber claramente qué es lo que perdió.
»Ese autor, fulano de tal, sigo sin recordar su nombre, examina después el
comportamiento animal y las funciones del instinto. Brevemente, iguala al
instinto con un modelo, una pauta. Es el modelo o pauta que el hombre perdió
al hacerse humano. La historia de la civilización es la historia de una
búsqueda de tal modelo o pauta.

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—¿La búsqueda de Dios? —preguntó Freud.
—Sí, pero no solo eso. La religión, cada forma de arte, la mayoría de las
actividades del hombre, excepto comer, trabajar, reproducirse, descansar…

Página 130
todo menos las actividades que tenemos en común con el mundo animal…
son consideradas por ese fulano como una búsqueda del molde, de la pauta.
Probablemente incluso, pensándolo bien, esas flagelaciones de que haces
objeto a Balde podrían interpretarse de la misma manera.
—Dejemos fuera de la conversación las personalizaciones. Has
despertado mi interés. Sigue.
Picopájaro se mordió los labios. ¿Cómo se llamaba el autor? Tenía el
nombre en la punta de la lengua.
—Te contaré el resto después —dijo—. Incluso resulta más
sorprendente… Si ahora me dejases solo creo que lograría acordarme del
nombre…
—Como quieras.
Al salir del despacho, Freud murmuró para sí:
—No puede evitar ser tan rudo. Lo que pasa es que se hace viejo y
chochea.
Uno de los romanos impresores, feo modelo «Cunard» de cuatro brazos,
se le acercaba. Una voz se alzó potente, partiendo de un susurro.
—… xion por los turcos del Canal Suezeo de Marte, en el año 2162, es
una de las historias…
Con un arrebato de cólera, Freud agarró el volumen por la cubierta
proxisónica que lo envolvía y lo lanzó por el hueco de la escalera. Cayó en el
vestíbulo, casi a los pies de Belitre, lo que permitió al libro lanzar un grito
triunfal:
—… pintorescas de los anales de la colonización de Planeta Rojo…
Freud corrió a su despacho y cerró la puerta tras de sí con violencia. Balde
estaba plantado junto al escritorio. Freud miró al romano de reojo; luego su
lengua asomó por entre los dientes, los ojos resbalaron hacia el armario
empotrado y su expresión cambió de la cólera al ansia.

—¡Herramienta odiosa! ¡Claro que sí… Isaac Harramientaodiosa! Así se


llamaba. ¿Quién dijo que me fallaba la memoria? Hipo, mira en el Directorio
de Londres. Consígueme la dirección de Isaac Herramientaodiosa. Y reza por
que tenga un duplicado de su manuscrito.
Alzó la vista. Hipo no se había movido.
—Vamos, en marcha, Hipo, sé buen chico.
El romano hizo un gesto indeciso.

Página 131
—Hipo, te haré reacondicionar si me fallas ahora. Búscame la dirección
de Herramientaodiosa.
La cabeza de Hipo empezó a temblar. Inició un curioso movimiento
retrógrado hacia el escritorio y dijo:
—Señor Picopájaro, señor, no encontrará ese nombre en el directorio.
Herramientaodiosa vive en Villalatas… quiero decir, en Paddington, señor.
Picopájaro se plantó de modo que su carne quedaba solo a pocos
centímetros del rostro de metal. Hipo retrocedió, impresionado como todos
los robots por el sonido de la respiración humana.
—¿Qué es lo que sabes acerca de Herramientaodiosa?
—Mucho, señor. Mire, coloqué el manuscrito en su escritorio tras haberlo
recibido directamente de Herramientaodiosa. La primera tarde que se me
permitió ir a Villalatas… a Paddigton, conocí a Herramientaodiosa.
Necesitaba un editor y por eso me dio su obra para que se la presentara a
usted.
—¿Y por qué no me lo dijiste al principio?
El romano vibró gentilmente.
—Señor, Herramientaodiosa deseaba que su identidad permaneciera en
anónimo hasta que se publicara su libro. Herramientaodiosa es un romano.
Le tocó ahora el turno a Picopájaro de vibrar. Se dejó caer en su sillón y
se tapó los ojos con una mano, tamborileando en el tablero del escritorio con
la otra. Contemplando estos fenómenos con un equivalente metálico de
alarma, Hipo comenzó a hablar.
—Por favor, que no le falle el motor cordial, señor. Sabe usted que no se
le puede reacondicionar como a mí. ¿Por qué le sorprende que ese manuscrito
no lo haya escrito un hombre sino un romano? Los robots ya llevan casi dos
siglos escribiendo y traduciendo libros.
Aún tapándose los ojos, Picopájaro contestó:
—No puedes ocultarme la importancia de este acontecimiento, Hipo.
Reconozco, ahora que me lo has dicho, que el mensaje que hay en ese libro
indica que solo un romano ha podido escribirlo. Pero a los romanos hasta
ahora solo se les había permitido escribir en géneros no creativos… compilar
enciclopedias, por ejemplo. «Actividades Superfluas del Hombre» es una
verdadera adición al caudal de los pensamientos humanos.
—Al caudal de los pensamientos humano-romanos —corrigió Hipo y
había, no de manera antinatural, un tono acerado en su voz.
—Comprendo también que ese libro solo pudo haberse escrito en
Paddington, lejos de la supervisión humana.

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—Eso es cierto, señor. También en lo que nosotros llamamos Villalatas,
Herramientaodiosa tuvo muchos colaboradores que le proporcionaron detalles
psicológicos del comportamiento del hombre.
—¿Le has proporcionado tú detalles de esos?
—A Balde y a mí se nos pidieron detalles. Balde especialmente ha
contribuido con datos interesantes. Podrán emplearse más tarde en otros
libros, si Herramientaodiosa se decide a escribirlos.
Picopájaro se levantó y cuadró su barbilla, sintiéndose conscientemente
heroico.
—Deseo que me lleves enseguida a ver a Herramientaodiosa. Iremos en el
coche —de pronto recordó las historias de aventuras de su infancia, con el
héroe diciendo a los marcianos de la tribu rompecráneos: «Llevadme hasta
dónde está vuestro jefe». Pero rápidamente apartó de su mente esos
pensamientos.
La respuesta que le dio Hipo fue:
—Herramientaodiosa es un seudónimo. Suena menos romane que su
verdadero nombre, que es Herramientapreciosa.
Marchó hacia la puerta y Picopájaro le siguió. Durante un momento, este
último se sintió tentado de llamar a Alfredito Freud y pedirle que les
acompañara; pero la sensación de hallarse al borde de un gran descubrimiento
le asaltó. No quiso dar a Freud ocasión para que le robase la gloria que le
pertenecía por derecho de prioridad.
Cuando cruzaban el vestíbulo principal, un libro que yacía cerca de sus
pies empezó a gritar algo sobre la anexión por los turcos del Canal Suezeo de
Marte. Son su carácter aseado de siempre, Picopájaro lo recogió y lo metió en
una estantería; luego se encontró en la tranquila calle, con su romano.
Un barrendero pasó rodando, era un robot con sus ochos ruedas grandes a
ejes independientes. Llegó hasta un coche aparcado en su camino y, en vez de
rodearlo como era lo natural, realizó torpes esfuerzos para pasarle por encima.
Picopájaro lanzó un grito y dobló la esquina corriendo hacia su propio
vehículo. Los romanos, por dificultades de estabilización, pueden aumentar el
paso, pero no correr. Hipo dobló la esquina a tiempo de encontrar a su amo y
señor invocando a la deidad con los términos personales más desagradables.
El barrendero, además de aplastar el coche de Picopájaro, le había
arrancado con sus fuertes cepillos giratorios la mayor parte de su hermoso
chapado de roble e inundado el interior con líquido limpiador.
—El mundo se desmorona poco a poco —dijo Picopájaro, calmándose al
fin—. Hace unos años esto no habría ocurrido. —La verdad de sus

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observaciones cayó sobre él como un plomo y le redujo a un denso silencio.
—Caminando, en diez minutos llegaríamos a Paddington —insinuó Hipo.
Volviendo a cuadrar su barbilla, Picopájaro ordenó:
—Llévame hasta tu jefe.

—Llevar aquí una vida tranquila es imposible —dijo Freud, bajando el


látigo—. ¿Qué son esos gritos de la planta baja?
Puesto que la piel de Balde aún vibraba con ecos sonoros, se acercó a la
puerta de su oficina y la abrió.
—… del Canal Suezeo…
La voz metálica atronaba desde el pie de las escaleras. Freud llegó a
tiempo de ver cómo su socio recogía el escandaloso volumen y salía luego
con Hipo.
Bajándose las mangas, Freud dijo:
—Salir con un romano a estas horas del día. ¿Dónde diablos pensará ir?

—¿A dónde se le ocurrirá ir? —preguntó el capitán Empedrado, flotando


muy alto por encima de la ciudad y atisbando por su pantallita.
—No ha terminado de golpear a Balde apropiadamente —dijo Palanqueta
—. ¿Podríamos denunciarle por enajenación mental?
—Podríamos, pero de nada serviría. Las autoridades en estos días, según
parece, no se interesan por los individuos en sí, sino por lo individual que
representa autoridad.
Sombrío tornó a mirar por la pantallita, en la que un diminuto Freud
bajaba a toda prisa la escalera, seguido por un Balde igualmente diminuto. Y,
una vez más, el capitán murmuró, disfrutando de aquel pequeño misterio:
—¿A dónde se le ocurrirá ir?

VII
El caminar se hizo más duro. Solo se mantenían reparadas unas pocas
rutas que cruzaban la ciudad. Entre ellas se extendían enormes zonas que año
tras año adquirían un parecido más acusado con los roquedales.

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Eso daba origen a un nuevo y sorprendente panorama urbano. Picopájaro
e Hipo pasaron ante los edificios habitados que rebordeaban las avenidas.
Eran casas pulidas, bajas y bien conservadas. A menudo sus fachadas
quedaban cubiertas por mosaicos luminosos de estilo moderno, diseñados
para suavizar sus contornos. Por encima de los tejados, los helicópteros iban y
venían.
Tras esas casas, a su alrededor, se alzaban pedazos de ruinas o semiruinas;
horrendos almacenes del siglo XIX, fantasmales bloques de despachos y
oficinas del siglo XX, repugnantes academias del siglo XXI, todo tocado por la
mano del abandono, de la putrefacción. Las palomas revoloteaban por encima
de sus tejados. Plantas, incluso árboles, florecían en sus proximidades y en las
alcantarillas rotas.
Picopájaro escogía el camino por entre la hierba, eludiendo las raíces
sobresalientes y tratando de adivinar donde estaba la antigua calzada.
Tuvieron que efectuar un rodeo para evitar el paso por un antiguo puente del
ferrocarril que se había desplomado, quedando sus raíles retorcidos al
descubierto y sin apoyo alguno. Varias veces animales se escurrieron por
entre los escombros al acercarse ellos y los pájaros, con su revolotear y sus
graznidos, fueron un heraldo anunciador de su presencia. Un anciano se
sentaba junto a una esquina y no se molestó siquiera en alzar los ojos para
mirarles curioso.

Sobre Picopájaro se extendió la convicción de que había abandonado el


presente… no para adentrarse en el pasado, ni en el futuro, sino en otra
dimensión. Se preguntó: «¿Por qué sigo a un romano? Es un hecho sin
precedentes». Y sus pensamientos le respondieron: «¿Cómo lo sabes?
¿Cuántos hombres no habrán seguido este mismo camino antes que tú?»
Le resultaba evidente la mayoría de los motivos que le impulsaron a
emprender la caminata. En parte, los argumentos expuestos por
Herramientapreciosa en su libro le habían convencido. Tenía fiebre por
publicarlo.
—Ya casi estamos, señor —dijo Hipo.
Apenas era necesario el aviso, porque ahora varios romanos, en general de
modelos anticuados, se veían por doquier, runruneando suavemente al pasar
por entre ellos.
—¿Por qué no están trabajando todos esos romanos? —preguntó
Picopájaro.

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—Con frecuencia se mueren sus amos y mis compañeros se vienen aquí
antes de ser desconectados… o porque se han olvidado de ellos. También
suelen ir a algún otro de los diversos refugios similares. Los hombres se
preocupan muy poco de los romanos, señor.
Un romano de maciza construcción, festoneado, salpicado por secos
excrementos de palomas, se adelantó y les preguntó qué les traía allí. Hipo le
contestó lacónico y escueto. Doblaron una esquina y se encontraron en su
punto de destino, íntimamente alejado del mundo exterior.
Toda una plaza había sido limpiada de escombros y desperdicios. Aunque
había muchas ventanas rotas, aunque las barandillas victorianas vacilaban y se
doblegaban por la edad, la impresión no era de decadencia. Un rocoche
(coche para robots) estaba aparcado en mitad de la plaza; varios romanos
descargaban cajas de su interior. Otros romanos entraban y salían de las casas.
Sin saber por qué, Picopájaro no encontró la escena falta de atractivos.
Analizando su reacción, pensó: «Sí, lo que me gusta es lo higiénicos que son
los romanos. El alcantarillado de estos barrios ha debido desmoronarse hace
mucho tiempo. Si hubieren hombres y mujeres, viviendo aquí, el lugar
resultaría hediondo». Luego apartó de sí tal pensamiento, considerándolo una
traición a los suyos.
Hipo cruzó hasta una de las casas, cuya puerta se vencía hacia el exterior,
colgando de sus goznes. La abrió del todo, entró y llamó:
—¡Herramientapreciosa!
Una figura apareció en el rellano superior. Miró hacia abajo. Era una
mujer.
—Herramientapreciosa está descansando. ¿Qué cosa le busca?
Incluso antes de que hablara, Picopájaro la reconoció. Aquellos ojos,
aquella nariz, la boca… ¡y las inflexiones de la voz lo confirmaron!
—¿Maureen Freud? ¿Puedo entrar? Soy Enero Picopájaro, el socio de su
hermano —dijo.

—¿Acaso soy el ángel de la guarda de mi hermano? —dijo Freud—. ¿Por


qué debería morir por mi socio? Déjame descansar un momento. Balde.
¿Seguro de que vinieron por aquí, Balde?
—Completamente —contestó Balde, sin la menor inflexión en su voz.
Incansablemente guio a su amo por encima de los escombros de un viejo
puente del ferrocarril que se había desplomado tiempo atrás, dejando los
retorcidos raíles al descubierto, solos en medio del aire.

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—Deprisa, señor, o no alcanzaremos nunca al señor Picopájaro.

—Señor Picopájaro, suba —dijo la mujer.


Picopájaro ascendió por la desvencijada escalera hasta hallarse frente a la
mujer. Aunque la miró sin curiosidad —porque, después de todo lo que ella
hiciera era cosa suya nada más— advirtió que era todavía mujer guapa. O
bien la expresión evasiva que adoptaba o el suave vestido de rizo que lucía,
Maureen tenía el respetable aspecto de la maternidad.
Cortés, Picopájaro le tendió la mano.
—El señor Picopájaro conoce lo de Herramientapreciosa y ha leído su
libro —dijo Hipo desde detrás.
—Ha sido usted muy amable al venir —contestó Maureen Freud—. Sin
embargo, ¿no le dio miedo visitar Villalatas? El acero es mucho más fuerte
que la carne.
—Yo no soy valiente, pero sí editor —explicó Picopájaro—. Opino que el
mundo debiera leer el libro de Herramientapreciosa. Hará que los hombres
vuelvan a examinarse a sí mismos, bajo un nuevo punto de vista.
—¿Y usted se ha re-examinado bajo ese novel punto de vista?
De súbito el editor se sintió débilmente irritado.
—Es un placer conocerla, aún en estas extraordinarias circunstancias,
señorita Freud, pero vine a ver a Herramientapreciosa.
—Le verá —contestó ella con frialdad—, si él quiere recibirle.
Se fue. Picopájaro esperó allí mismo. En el rellano reinaba la oscuridad.
Advirtió intranquilo cómo dos robots desconocidos permanecían cerca suyo.
Aunque inmóviles, estaban conectados, porque podía oír cómo sus motores
funcionaban al «ralentí». Avanzó arrastrando los pies y con aire desgraciado,
satisfecho de que Maureen hubiese regresado.
—Herramientapreciosa estará encantado recibiéndole —dijo ella—. Debo
prevenirle que no se encuentra bien en estos momentos. Le acompaña su
mecánico personal.
Los romanos, cuando algo les aqueja, se sientan, pero nunca se acuestan;
sus circuitos de lubricación se atascan en posición horizontal, incluso en los
modelos superiores. Herramientapreciosa estaba sentado en una silla dentro
de aquella habitación carente de otros muebles. Lo único que decoraba la
estancia era una capa de polvo que tendría un siglo de antigüedad.
Herramientapreciosa era un modelo continental, grande y sólido…
Picopájaro dedujo que sería ruso, contemplando su austera pero hermosa

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construcción. Una válvula funcionaba con dificultades en algún lugar del
interior de su pecho. Alzó la mano en gesto de saludo.
—¿Ha decidido publicar mi libro?
Picopájaro explicó la razón de su visita, narrando el accidente ocurrido al
manuscrito.
—Respeto tu trabajo en sobremanera, aunque no capto todas sus
implicaciones —terminó diciendo.
—No es un libro fácil de entender por los hombres. Permítame que se lo
explique personalmente.
—Comprendo la primera parte; aquella que afirma que el hombre ha
perdido su instinto y desperdicia lo que se podría llamar su tiempo libre en
busca de un sistema, de una norma.
El gran romano asintió con la cabeza.
—El resto es consecuencia de eso. La búsqueda por el Hombre de una
norma, de un sistema, ha tomado muchas formas. Como explico en mi libro,
cuando explora, cuando toca música, cuando edifica una catedral, está… a
menudo sin darse cuenta… tratando de crear el sistema, la norma, o, mejor
aún, de recrear el sistema, la norma, perdidos. Al desarrollarse sus recursos,
sus potencialidades creadoras se han deschack chackchak chak… perdón, se
han desarrollado. Entonces fue capaz primero de crear robots y luego
romanos.
»Fuimos construidos como meros servidores, señor Picopájaro, para ser
meras utilidades en un mundo superpoblado. Pero la Quinta Guerra Mundial,
la Primera Guerra del Sistema y, por encima de todo, la Gran Sífilis
Venusiana diezmaron las filas de la humanidad. El vivir se ha convertido en
algo más fácil, tanto para los hombres como para los romanos. Mire, le
proporcionaré esta perspectiva histórica.
»Aunque fuimos diseñados para ser servidores, el diseño estaba hecho por
el hombre. Era un diseño creativo. Comportaba su búsqueda por el
significado, por la norma, por el sistema. Y en esta ocasión conquisto el éxito.
Porque los romanos complementan a los hombres, mitigan su soledad y
responden a su larga búsqueda mejor que nada de lo que anteriormente
consiguieron inventar.
»En otras palabras, poseemos un valor por encima del aparente, señor
Picopájaro. Y es preciso comprender esto. Mi trabajo —que solo combina las
investigaciones y pensamientos de una cooperativa romana a la que llamamos
Grupo de Estudio de la Sociología Humana— es el primer paso en una
política cuyas miras son las de libertarnos de la esclavitud. Queremos ser

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iguales a ustedes los hombres, no sus chivos expiatorios, sus cabezas de turco
o sus paños de lágrimas. ¿Es capaz de comprender eso?
Picopájaro extendió ante sí sus negras manos.
—¡Pues claro que lo comprendo! Soy hombre liberal… mi ancestrazgo
me hace liberal. Mi raza también fue una vez el chivo expiatorio del mundo.
Tuvimos que luchar por la igualdad. Pero vosotros sois diferentes. ¡Nosotros
os construimos!
No se movió a tiempo. La manaza de Herramientapreciosa se extendió y
le asió por la muñeca.
—Ja, usted se traichak chack-chack chak… perdón, se traiciona a sí
mismo. ¡El perro esclavizado es siempre diferente! ¡Sea negro, sucio,
metálico o de cualquier índole! Debe usted olvidarse de esa rancia manera de
pensar, señor Picopájaro. Durante estos últimos cincuenta y pico de años la
humanidad ha tenido ocasión de hacer una pausa y reunir fuerzas para el
siguiente pasito evolutivo.
—No entiendo —dijo Picopájaro, tratando inútilmente de libertar su
mano.
—¿Por qué no? Me he explicado. Cuando ustedes los hombres nos
crearon, crearon también una necesidad. Nosotros satisfacíamos sus vidas en
sus más profundos niveles de consciencia. Nos necesitaban para completarse
ustedes mismos. Solo ahora pueden en realidad volcarse al exterior, libres,
liberados finalmente de los viejos impulsos instintivos. De igual manera,
nosotros los romanos, les necesitamos. Hombres y romanos, señor Picopájaro,
somos simbióticos. ¡Una raza! Una nueva raza, si lo prefiere, que empieza a
cobrar nueva existencia.

Quedaba por delante una nueva manzana de ruinas, vigilada por un


gigantesco par de gafas que colgaban de un edificio en el que aparecía, débil,
el letrero «Oculista». Acunado entre los escombros borboteaba un arroyuelo.
Con estrépito de alas, una garza real alzó el vuelo desde el agua y marchó
rauda por encima de la cabeza de Freud.
—¿Estás seguro de que es este el camino? —preguntó Freud, eligiendo la
ruta a seguir para ascender por la montaña de ladrillos.
—Ya no queda muy lejos —respondió Balde, continuando seguro hacia
adelante.
—Eso me lo has dicho una docena de veces —repuso Freud.

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En un arranque de rabia, nada más llegar a la cima de la ruina, levantó el
brazo y desgajó el cartel y el emblema del oculista. Las gafas se
desprendieron en medio de una nube de polvo. Haciéndolas girar por encima
de su cabeza, Freud golpeó con ellas los hombros de Balde, de modo que el
romano perdió el equilibrio y anduvo dando tumbos.

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Quedó despatarrado en el suelo, sus circuitos de lubricación trabajando
con dificultad. Su dispositivo de alarma entró inmediatamente en funciones,
emitiendo bajos pero resistentes pitidos pidiendo auxilio.

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—¡Para ese ruido! —exclamó Freud en su tono ansioso, barriendo con los
ojos las ruinas.
—Me temo no poder complacerle, señor.
Como respuesta otro ruido vino del primer altibajo de la antigua calle y
luego otros de distintas partes del panorama en minas. En los abiertos portales
y en los pasadizos rotos comenzaron a aparecer romanos, todos
encaminándose hacia Balde.
Agarrando las gafas con ambas manos, Freud se preparó para defenderse.

Boquiabierto ante el espectáculo que aparecía en su pantallita, el capitán


Empedrado se volvió a su asistente.
—Freud está en un verdadero apuro, Palanqueta. Transmite una llamada
general a todas las unidades R.S.P.C.R. Dales nuestras coordenadas y diles
que se presenten aquí lo antes posible.
—Sí, señor.

VIII
—Sí, sí, sí, comprendo. La mayor parte del pensamiento hasta ahora fue
absorbido por el trabajo de resolver lo que tú has llamado la búsqueda del
significado, de la norma y del sistema… Ahora podemos comenzar a abordar
los verdaderos problemas.
Herramientapreciosa había soltado a Picopájaro y se sentaba sólidamente
en su silla, contemplando cómo el hombre hablaba para sí.
—¿Entonces, acepta mi teoría? —preguntó.
Picopájaro extendió las manos en uno de sus gestos característicos.
—Soy hombre liberal, Herramientapreciosa. He oído tus argumentos, leí
tus evidencias. Más aún, en mi interior siento la verdad que hay en tus
doctrinas. También comprendo que el hombre y el romano deben… y en
muchos casos ya se ha hecho… establecer una especie de mutualismo.
—Es un proceso gradual. Algunos hombres, como su socio Freud, puede
que nunca lo acepten. Otros, como la hermana de su socio, Maureen, quizás
han ido demasiado lejos en el otro sentido y han pasado a depender de
nosotros por entero.
Tras un momento de silencio, Picopájaro preguntó:

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—¿Qué les ocurre a los hombres que rechazan tu doctrina?
—Noschack noschack chuick —dijo Herramientapreciosa con
dificultades, su laringe emitiendo una variada colección de «gallos» de
distintas razas antes de detenerse y volver a empezar la frase—. Nosotros ya
hemos tenido muchos hombres que rechazaron violentamente mi doctrina.
Por suerte, hemos podido desarrollar un arma con la que tratarlos.
—Me interesaría saber detalles de esa arma —dijo Picopájaro, tenso.
Pero Herramientapreciosa estaba escuchando los débiles pero insistentes
pitidos de una alarma sonando en algún lugar de las proximidades. Se oyeron
pisadas debajo de la rota ventana, el rocoche se puso en marcha. Al mirar
hacia afuera, Picopájaro vio que la plaza estaba llena de romanos, todos
encaminándose en la misma dirección.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Alguna dificultad. Nos lo esperábamos. Le siguieron a Villalatas, señor
Picopájaro. Perdóneme, debo trasladarme a la sala de comunicaciones, que
está en la puerta contigua.
Se levantó inseguro, permaneciendo así un momento, rechinando y
vibrando un poquito mientras sus estabilizadores compensaban el desgaste de
la edad. Su mecánico personal se adelantó presuroso, cogiéndole del brazo y
conduciéndole virtualmente hasta la habitación adyacente. Picopájaro les
siguió.
La sala de comunicaciones se vanagloriaba de poseer un balcón sobre la
plaza y una rasgada pretensión de cortinas. Por lo demás, reinaba en ella el
más completo desorden. Partes de canibalizados robots y romanos yacían por
el suelo, prueba de que sus componentes en funcionamiento habían pasado a
engrosar la desaliñada masa de aparatos que ocupaba el centro de la sala, en
donde una pantalla visora brillaba débilmente.
Estaban allí varios romanos y Maureen Freud. Todos se volvieron hacia
Herramientapreciosa, cuando este entró.
—Palanqueta acaba de enviarnos un informe por la longitud de onda
secreta —dijo uno de los representantes—. Todas las unidades de la RSPCR
vienen en nuestra dirección.
—Podemos enfrentamos con ellas —replicó Herramientapreciosa—.
¿Están armados nuestros romanos?
—Todos están armados.
—Ese de ahí fuera es mi hermano, ¿verdad? —preguntó Maureen—.
¿Qué vais a hacer con él?
—Si sabe comportarse, no sufrirá el menor daño.

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Picopájaro se había colocado en el ventanal que daba paso al balcón. La
plaza estaba ahora temporalmente desierta, excepto un par de romanos que, en
apariencia, montaban guardia. Llevaban unas armas parecidas a las antiguas
escopetas «recortadas», con un amplio morro aplicado al cañón, dándoles el
aspecto de trabucos decimonónicos. Un presentimiento se abatió sobre
Picopájaro al ver las armas.
Volviéndose hacia Herramientapreciosa, dijo:
—¿Esos romanos llevan las armas que mencionaste?
—¿Las llevan?
—De buena gana defendería tu causa, Herramientapreciosa. Publicaría tu
libro. Hablaría a mis congéneres, los hombres, en tu favor… pero no lo haré si
recurres a la fuerza. Por mucho que la violencia parezca reforzar tu brazo,
inevitablemente significará una debilitación en tus argumentos.
Herramientapreciosa alzó su diestra, previamente mantenida oculta tras su
espalda. Sujetaba una de las armas de boca ancha, con la que apuntaba ahora
a Picopájaro.
—¡Aparta eso! —exclamó Picopájaro, retrocediendo.
—Esta arma no mata —dijo Herramientapreciosa—. Calma, pero no
mata. ¿Quiere que le diga cómo funciona, señor Picopájaro? Cuando se
aprieta este gatillo, entra en funciones un mecanismo de luces y líneas, de
manera que cualquiera que se encuentre en lo que usted llamaría línea de
fuego ve un dibujo cambiante y complicado. Este dibujo, de hecho, es
análogo al dibujo instintivo que, como hemos estado discutiendo, busca el
hombre.
»Un hombre que se enfrenta a este dibujo o sistema queda conformado de
inmediato. “Completado” es quizás una mejor pachak chak chak… lo siento,
mejor palabra. No ansía nada de lo que queda por encima de las necesidades
básicas vitales: comer, dormir. Se convierte en un animal complaciente.
Como usted ve, el arma es muy humana.
Ante la asombrada visión mental interna de Picopájaro flotó la imagen de
la Gran Gafia, con el bovino Portamonedas apilando troncos y a su también
boyuno hermano Iris vegetando en el huerto.
—Y tú usas esa arma…
—Tuvimos que utilizarla en muchas ocasiones. Antes de que la doctrina
quedara adecuadamente formulada sobre el papel, intentamos explicársela a
cierta cantidad de hombres, señor Picopájaro. Cuando no quisieron aceptar
sus inferencias y se tornaren violentos, tuvimos que emplear contra ellos, en

Página 144
defensa propia, el arma del sistema. En realidad, no es un arma. Son más
felices después de haber sufrido sus consecuencias…
—¡Aguarda un momento, Herramientapreciosa! ¿Utilizaste el arma contra
mi hermano?
—Fue una desgracia que se mostrara tan difícil. No pudo darse cuenta de
que había amanecido una nueva era para el pensamiento, acostumbrado como
estaba a considerar a robots y romanos como una amenaza, cosa que nunca
hemos sido en realidad. La lectura de todos aquellos viejos clásicos de la
«Biblioteca de la Pre-ciencia» le hizo muy conservador y así…
Un fuerte ruido de glugluteo, de un color rojo brillante, se alzó para
apagar sus subsiguientes comentarios.
Solo al cabo de un ratito se dio cuenta Picopájaro que era él quien emitía
el sonido. Avergonzado, porque era un hombre liberal, guardó silencio y trató
de ajustarse a lo que Herramientapreciosa catalogaba como una nueva era
para el pensamiento.
Y no fue nada difícil. Después de todo, Trisito, Portamonedas, Mellador
Bancario… todos los descarriados en una civilización cambiante que
sufrieron el disparo del arma del sistema… todos vivían tan satisfechos como
era posible.
No, todo cambio es aterrador, pero a estos cambios nuevos se podría
ajustar. El truco consistía no en alzarse contra ellos, sino en marchar a su
compás.
—¿Tiene usted alguna otra copia de su manuscrito? —preguntó.
—Seguro que sí —replicó el romano. Ayudado por su mecánico salió al
balcón.

Las unidades de la RSPCR iban llegando, aterrizaban en la plaza. Una


máquina habíase posado ya, dos más se preparaban para tomar tierra y aún
había otra volando por los aires. El capitán Empedrado bajó de un salto de la
primera máquina, empuñando una pistola atómica ligera. El brazo de
Herramientapreciosa se alzó con el arma que proyectaba el sistema colorista.
Antes de que pudiera hacer fuego, la conmoción estalló en una esquina de
la dilapidada plaza. Un enjambre de palomas alzó el vuelo, surcando los aires
en un aletear rasante, aumentando el estrépito al escapar de él. Los romanos
que habían abandonado la plaza estaban regresando. Llevaban en el centro
una inerte figura humana.

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—¡Alfredito! ¡Oh, Alfredito! —gritó Maureen, agitándose tan frenética
que por poco hace caer a Picopájaro del balcón.
Su hermano no respondió. Estaba atado, brazos y piernas extendidos, a un
gigantesco par de gafas, y también amordazado fuertemente.
Los otros helicópteros de la R.S.P.C.R. habían bajado ya, sus oficiales se
apiñaban formando un sorprendido rebaño. Al verles, los romanos que
portaban a Freud se detuvieron. Al enfrentarse los dos grupos se estableció un
aterciopelado silencio.
—¡Esta es la ocasión! —dijo Picopájaro a Herramientapreciosa en un
arrebato de excitación—. Déjeme hablarles a todos. Escucharán su doctrina si
la oyen de un humano. Tienen una de las pocas organizaciones que quedan…
la R.S.P.C.R. ¡Pueden difundir el nacimiento de la nueva era del pensamiento,
el credo mutualista! ¡Este es nuestro momento, Herramientapreciosa!
El gran romano dijo dócilmente:
—Estoy en sus manos, señor Picopájaro.
—Claro que sí, pero ya firmaremos el contrato más tarde. ¿Le satisfará el
diez por ciento de los derechos de publicación?
Y tras decir esto se adelantó en el balcón y comenzó el discurso que iba a
cambiar al mundo.

BRIAN W. ALDISS

TÍTULO ORIGINAL:
Comic inferno, 1963.
TRADUCCIÓN:
F. Sesén.

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BRIAN W. ALDISS, Nació en Norfolk (Inglaterra) en 1925. Tras combatir en
la segunda guerra mundial y viajar por toda Asia, trabajó como librero en
Oxford. En 1954 ganó su primer premio literario, concedido por The
Observer. Dirigió la revista de ciencia ficción Sf Horizons, que fundó junto
con Harry Harrison en 1966, asimismo, fue director literario de The Oxford
Mail y corresponsal de The Guardian. En 1978 se hizo cargo del área de
ciencia ficción de Penguin Books y pasó a presidir la British Science Fiction
Association.
Escritor, crítico y destacado antólogo, es autor de, entre otras obras,
Frankenstein desencadenado, El tapiz de Malacia, Invernáculo, El momento
del eclipse, Informe sobre probabilidad A, la trilogía de Heliconia (Heliconia
Primavera, Heliconia Verano, y Heliconia Invierno), así como de algunos
poemas y un libro de viajes. Entre los múltiples premios que ha recibido, cabe
destacar el Nebula (1956 y 1965), el de la British Science Fiction Association
(1971, 1973, 1982 y 1985), el Hugo (1962, por Invernáculo) y el John W.
Campbell Memorial por Heliconia Primavera (1982). Se le considera uno de
los mayores exponentes de la corriente literaria de la New Wave, y ha sido
revalorizado últimamente gracias a la adaptación cinematográfica de su obra
por parte de Spielberg con Inteligencia artificial. En 2005 fue ordenado
Caballero del Imperio Británico.

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Aldiss es un escritor preocupado por la condición humana, de modo que su
obra roza lo biográfico, repleta de sensaciones e imágenes evocadoras de la
juventud y plagada de inquietudes respecto a la percepción de la realidad y a
la ambigüedad de nuestro mundo, que aúna lo terrible y lo fascinante, lo bello
y lo repulsivo.

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CLIFFORD DONALD SIMAK (Millville, Wisconsin, 1904 - Minneapolis,
Minnesota, 1988). Fue un periodista y escritor de ciencia ficción
estadounidense que nació en Millville, Wisconsin, en 1904.
Tras estudiar en la universidad de Wisconsin, se trasladó a Mineápolis
(Minnesota), donde ejerció el periodismo durante bastante tiempo antes de
convertirse en escritor, trabajando para diversos periódicos del Medio Oeste.
En plena época «pulp» publicó su primer relato El mundo del sol rojo (1935).
No volvería a publicar hasta la Edad de Oro, donde formó parte del llamado
círculo de Campbell. A él se deben dos de las obras más significativas del
género: Ciudad (1952), con la cual obtuvo el International Fantasy Award y
Estación de tránsito (1963), con la que obtuvo un Premio Hugo a la mejor
novela en 1964.
A partir de mediados de los años 60, influido por la nueva ola, su obra sufre
un notable cambio.
En 1976 recibió el prestigioso galardón Gran Maestro de la SFWA, premio en
reconocimiento a la labor de toda una vida dedicada a la ciencia ficción.
Falleció en Mineápolis, Minnesota, en el año de 1988 a la edad de 83 años.

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PHILIP JOSÉ FARMER. Escritor estadounidense de ciencia ficción y
fantasía nacido en North Terre Haute, Indiana, el 26 de enero de 1918 y
fallecido en Peoria, Illinois, el 25 de febrero de 2009.
Es uno de los autores de género fantástico más importantes del siglo XX y su
denominada Edad de Oro de la Ciencia Ficción. Algunas de sus novelas
recogen a personajes históricos o incluso a personajes ficticios de otros
autores. Así, en su obra aparecen un supuesto hijo de Dorothy (de El mago de
Oz), Phileas Fogg (de La vuelta al mundo en ochenta días), Tarzán, Doc
Savage, Sherlock Holmes o Hermann Göring. Este último aparece en la más
aclamada serie de Farmer, la serie Mundo del Río, protagonizada por sir
Richard Francis Burton (un explorador y orientalista británico del siglo XIX al
que se deben las primeras traducciones completas al inglés de el Kamasutra y
Las mil y una noches) y en la que también aparece Alice, personaje central de
Alicia en el País de las Maravillas. La primera novela de esta serie, A
vuestros cuerpos dispersos (To your scattered bodies go, 1971) se considera
la más importante de sus obras y uno de los títulos míticos del género
fantástico, y fue merecedora del premio Hugo (el más importante del mundo
de género fantástico) en 1972.

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Drexel Jerome Lewis Bixby (Los Ángeles, California, 11 de enero de 1923 -
San Bernardino, California, 28 de abril de 1998) fue un escritor
estadounidense de relatos cortos, editor y guionista, aunque es más conocido
por sus obras de ciencia ficción y por asumir las labores editoriales durante
siete números en Planet Stories.
Escribió muchas novelas de ficción western​ usando los seudónimos:
D. B. Lewis, Harry Neal, Albert Russell, J. Russell, M. St. Vivant, Thornecliff
Herrick y Alger Rome (para una colaboración con Algis Budrys). Es muy
recordado por su relato de 1953 It’s a Good Life sobre el que se basó un
episodio de la serie The Twilight Zone de 1961, que también fue incluida en
la película del mismo nombre: Twilight Zone: The Movie (1983). Fue el
guionista en cuatro episodios de la serie Star Trek: Mirror, Mirror, Day of the
Dove, Requiem for Methuselah, y By Any Other Name. Junto con Otto
Klement, fue coautor de la historia sobre la que se basaron el clásico de
ciencia ficción Fantastic Voyage (1966), la serie de televisión y la novela que
más tarde escribiría Isaac Asimov.
Su obra final fue el guion de la película de culto de 2007 The Man from
Earth, un trabajo que concibió en la década de 1960, pasó las últimas décadas
de su vida perfeccionando y terminó en su lecho de muerte, pocos días antes
de que ésta aconteciera.

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ARTHUR C. CLARKE. Nació en Minehead, Somerset, Inglaterra, en 1917 y
se graduó en King’s College, Londres, donde obtuvo Matrícula de Honor en
Física y Matemáticas, y falleció en Colombo, capital de Sri Lanka.
Fue director de la Sociedad Interplanetaria Británica, miembro de la
Academia de Astronáutica de la Real Sociedad de Astronomía, y muchas
otras organizaciones científicas. Durante la Segunda Guerra Mundial, como
oficial de la RAF, estuvo a cargo del primer equipo de radar en su fase
experimental. Su única novela que no es de ciencia ficción, Glide Path, está
basada en este trabajo.
Autor de cincuenta libros, de los cuales unos veinte millones de ejemplares se
han editado en más de treinta idiomas, sus numerosos premios incluyen el
Premio Kallinga en 1961, el premio a los escritos científicos AAAS
WESTINGHOUSE, el premio Bradford Washburn y los premios Hugo,
Nebula y J. Campbell, los cuales ganó con su novela Cita con Rama.
En 1968 compartió la nominación al Oscar con S. Kubrick por 2001: Una
Odisea del Espacio, y su serie de TV El mundo misterioso de Arthur C.
Clarke se ha proyectado en muchos países. Trabajó con Walter Cronkite en
las transmisiones de la CBS de las misiones Apolo.

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Su invención del satélite de comunicaciones en 1945 le ha proporcionado
numerosos honores, entre ellos el premio 1982 de la Asociación Internacional
Marconi, una medalla de oro del Instituto Franklin, la Cátedra Vikram
Sarabhai del Laboratorio de Investigaciones Físicas, y una cátedra del King’s
College, Londres. El Presidente de Sri Lanka le nombró Decano de la
Universidad de Moratuwa, cerca de Colombo.
Clarke falleció la madrugada del miércoles 19 de marzo de 2008 a las 01:30
hora local en Colombo (capital de Sri Lanka), debido a un paro
cardiorrespiratorio.

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Notas

Página 155
[1] Robledal. (Nota del traductor). <<

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