Cuentos de Horacio Quiroga

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Cuentos

de la selva
Horacio Quiroga
Presidente de la Nación
Ing. Mauricio Macri

Ministro de Educación
Dr. Alejandro Oscar Finocchiaro

Secretaria de Innovación y Calidad Educativa


María de las Mercedes Miguel

Instituto Nacional de Formación Docente


Directora Ejecutiva
Cecilia Veleda

Directora Nacional de Formación Continua


Florencia Mezzadra

Cuentos
de la selva
Horacio Quiroga
Quiroga, Horacio
Cuentos de la selva / Horacio Quiroga. - 1a edi-
ción especial - Ciudad Autónoma de Buenos Ai-
res : Ministerio de Educación de la Nación, 2018.
Libro digital, PDF/A

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-950-00-1210-2

1. Narrativa Uruguaya. I. Título.


CDD U863
Prólogo

Cuentos de la selva de Horacio Quiroga ha sido y es para gene-


raciones de niños y niñas la puerta de entrada a la inconmen-
surable naturaleza misionera, pero por sobre todo, a una for-
ma de interpretarla y, así, interpelarnos a nosotros mismos.
Horacio Silvestre (ese era su premonitorio segundo nombre)
Quiroga pintó con letras los paisajes verdes y colorados de Mi-
siones y le dio la palabra a su fauna para apropiarse de un
mundo y hacer aflorar las emociones y pasiones humanas más
básicas y profundas.
A través de estos ocho cuentos, recorremos esa naturaleza
preguntándonos por su relación con el hombre, experimen-
tando el peligro, el conflicto de intereses, la brutalidad y la
ternura, con pinceladas de humor.
A 100 años de su primera publicación, el Ministerio de Educa-
ción de la Nación ha querido rendirle homenaje a un clásico
de nuestra literatura. Volver a leer cada uno de sus cuentos,
con ilustraciones que potencian la acción y la belleza silves-
tre, no solo actualiza el clásico, sino que impulsa la conversa-
ción sobre el mundo y sus pequeños y grandes dilemas. Esas
conversaciones que solo los clásicos logran instalar.
Habitar los cuentos de Quiroga quizás sea uno de los mejores
puntos de encuentro de la escuela primaria transitada por ar-

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gentinos y uruguayos. Cuando hablamos de la escuela que nos
hizo argentinos, debemos a los libros de Quiroga la identifica-
ción por primera vez como connacionales. Hay libros así, que
nos permiten ver que más allá de las fronteras, los hombres
y las mujeres, los grandes y los chicos habitamos un mismo
mundo, aunque tenga paisajes y formas diferentes. Y que pue-
den ser un lazo entre generaciones.
Cuentos de la selva nos recuerda que la literatura es una forma
de conocimiento, una experiencia sensorial y emotiva que nos
nutre de un modo único y distintivo. Si leer es como viajar,
seguramente este libro es uno de aquellos que marcan rumbo.
Allí está la escuela para señalar a nuestros niños esa puerta
de entrada.

Alejandro Finocchiaro
Ministro de Educación de la Nación

-6- -7-
Horacio Quiroga
H
abía una vez un hombre que vivía en Buenos Aires
y estaba muy contento porque era un hombre sano
y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos
le dijeron que solamente yéndose al campo podría
curarse. Él no quería ir porque tenía hermanos chicos a quie-
nes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un
amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador.
Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho
ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha
puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme
los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus herma-
nitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos,
más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso
le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pája-
ros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después
comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal
tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de
palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en
medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y los
llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas ví-
boras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque
allá hay mates tan grandes como una lata de querosene.

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El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía ape- La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se
tito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siem-
laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la
pre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre com-
ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la
prendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta,
carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido
aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador que
tenía una gran puntería le apuntó entre los dos ojos, y le rom- —Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo le-
pió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo vantarme más, y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a
podría servir de alfombra para un cuarto. morir aquí de hambre y de sed.
—Ahora —se dijo el hombre— voy a comer tortuga, que es una Y al poco rato la fiebre subió más aun, y perdió el conocimiento.
carne muy rica. Pero la tortuga lo había oído y entendió lo que el cazador de-
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, cía. Y ella pensó entonces:
y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba —El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha
casi de dos o tres hilos de carne. hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiqui-
pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ta, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de
ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su
su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no te- manta y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ri-
nía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era cas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera.
inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida,
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
sin moverse. Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raí-
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpeci- ces cada vez más ricas para darle al hombre y sentía no poder
tos con la mano sobre el lomo. subirse a los árboles para llevarle frutas.

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El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la co- Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hom-
mida, y un día recobró el conocimiento, miró a todos lados, y bre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada
vio que estaba solo pues allí no había más que él y la tortuga; que prefería dormir.
que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el caza-
—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy dor tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba:
a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios ¡agua!, ¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle
para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. de beber.
Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban
que antes, y perdió de nuevo el conocimiento. más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga
se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin
—Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay re- fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y
medios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires. decía, en voz alta:
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como —Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos
piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.
lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se caye-
El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba
se. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los
cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y empren-
cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería,
día de nuevo el camino.
sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de
pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía
noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una le-
más. No había comido desde hacía una semana para llegar
gua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi ente-
más pronto. No tenía más fuerza para nada.
rrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de
ocho o diez horas de caminar se detenía y deshacía los nudos Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el hori-
y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde zonte, un resplandor que iluminaba todo el cielo, y no supo
hubiera pasto bien seco. qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos

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para morir junto con el cazador, pensando con tristeza
que no había podido salvar al hombre que había sido
bueno con ella.
Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella
no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era
el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando
estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el
ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros
moribundos.
— ¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he vis-
to una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el
lomo, que es? ¿Es leña?
—No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es
un hombre.
—¿Y dónde vas con ese hombre? —añadió el cu-
rioso ratón.
—Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la
pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—.
Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré...

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—¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una
tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz
que ves allá es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque
aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín
Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente
flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas,
para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo.
El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a
buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga,
cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que to-
mara remedios no quiso separarse más de ella. Y como él no
podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del
Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla
como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le
tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga
que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las
jaulas de los monos.
El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos
a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella
no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de Horacio Quiroga
cariño en el lomo.

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C
ierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las
ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los
pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron
bailar; pero siendo el baile a la orilla del río los pescados
estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pes-
cuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos.
Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el
cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada
vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados
les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban
en dos pies. Además, cada una llevaba colgada como un faro-
lito una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas,
sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mis-
mo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una
pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las ama-
rillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul
gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así
es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que
estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y ne-
gras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danza-
ban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los
invitados aplaudían como locos.

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Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y —Somos los flamencos —respondieron ellos.
tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo Y el hombre dijo:
los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca
inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el —Entonces son, con seguridad, flamencos locos.
traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada Fueron a otro almacén.
vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando
y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los flamencos se —¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
morían de envidia. El almacenero gritó:
Un flamenco dijo entonces: —¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a
—Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias colo- pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias
radas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamo- así. ¡Váyanse enseguida!
rar de nosotros. Y el hombre los echó con la escoba.
Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas
golpear en un almacén del pueblo. partes los echaban por locos.
—¡Tan-tan! —pegaron con las patas. Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso
—¿Quién es? —respondió el almacenero. burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:

—Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas —¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes bus-
y negras? can. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez
haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomien-
—No, no hay —contestó el almacenero—. ¿Están locos? En nin- da postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y
guna parte van a encontrar medias así. ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén. Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la
—¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras? cueva de la lechuza. Y le dijeron:
El almacenero contestó: —¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias co-
loradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras,
—¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a
así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son? enamorar de nosotros.

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—¡Con mucho gusto! —respondió la lechuza—. Espe- Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquie-
ren un segundo, y vuelvo enseguida. tas. No apartaban la vista de las medias, y se agacha-
ban también tratando de tocar con la lengua las pa-
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al
tas de los flamencos, porque la lengua de las víboras
rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino
es como la mano de las personas. Pero los flamencos
cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién
bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansa-
sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
dísimos y ya no podían más.
—Aquí están las medias —les dijo la lechuza—. No
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron
se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen
enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos
toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen
de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos
de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quie-
se cayeran de cansados.
ran; pero no paren un momento, porque en vez de
bailar van entonces a llorar. Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que
ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré,
Pero los flamencos, como son tan tontos, no com-
se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras
prendían bien qué gran peligro había para ellos en
de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron
eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las
bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aque-
víboras de coral, como medias, metiendo las patas
llas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la
dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy
otra orilla del Paraná.
contentos se fueron volando al baile.
—¡No son medias! —gritaron las víboras—. ¡Sabemos lo
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísi-
que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado
mas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras
a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como
querían bailar con ellos, únicamente, y como los fla-
medias! ¡Las medias que tienen son de víboras de coral!
mencos no dejaban un instante de mover las patas,
las víboras no podían ver bien de que estaban hechas Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque esta-
aquellas preciosas medias. ban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan can-
sados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comen-
las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscán-
zaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban
dose en sus patas les deshicieron a mordiscos las me-
bailando al lado de ella se agachaban hasta el suelo
dias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas,
para ver bien.
y les mordían también las patas, para que murieran.

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Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro,
sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas.
Hasta que, al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de
media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose
las gasas de sus trajes de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los fla-
mencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las
víboras de coral que los habían mordido eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua,
sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas,
que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno
de las víboras. Pasaron días y días y siempre sentían terrible
ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre,
porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los fla-
mencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el
agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra,
para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven
enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que
sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así ho-
ras enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas
blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben
por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras
se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comien-
do a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

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Horacio Quiroga
H
abía una vez una banda de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano iban a comer choclos a la
chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran
barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de
centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.
Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los
choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la
lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer
guisados, los peones los cazaban a tiros.
Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que
cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El
peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo
curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se curó
muy bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito.
Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las
personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.
Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y euca-
liptos del jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas.
A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que toma-
ban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor,
y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan
mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.
Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían
las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: “¡Buen día,
lorito!...” “¡Rica la papa!...” “¡Papa para Pedrito!...”. Decía otras

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cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los acercarse. Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los
chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras. ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo fijamente.
Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo
una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se compo- ningún miedo.
nía, volaba entonces gritando como un loco.
—¡Buen día, tigre! —le dijo—. “¡La pata, Pedrito!...”.
Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre,
Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene le respondió:
como lo desean todos los pájaros, tenía también, como las per-
sonas ricas, su five o’clock tea 1. —¡Bu-en-día!
Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde —¡Buen día, tigre! —repitió el loro—. “¡Rica papa!... ¡rica
de lluvia salió por fin el sol después de cinco días de temporal, papa!... ¡rica papa!...”.
y Pedrito se puso a volar gritando: Y decía tantas veces “¡rica papa!” porque ya eran las cuatro
—“¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!...” de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El
—y volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río loro se había olvidado de que los bichos del monte no toman
Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, té con leche, y por esto lo convidó al tigre.
siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en un árbol —¡Rico té con leche! —le dijo—. “¡Buen día, Pedrito!...” ¿Quie-
a descansar. res tomar té con leche conmigo, amigo tigre?
Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía
ramas, dos luces verdes, como enormes bichos de luz. de él y, además, como tenía a su vez hambre se quiso comer al
—¿Qué será? —se dijo el loro—. “¡Rica papa!...” ¿Qué será eso?... pájaro hablador. Así que le contestó:
“¡Buen día, Pedrito!...”. —¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sordo!
El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara
las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba
como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presen-
tara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló
1 Five o’clock tea. Expresión inglesa: té de las cinco. hasta otra rama más cerca del suelo.

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—¡Rica papa, en casa! —repitió, gritando cuanto podía. —¿Dónde estará Pedrito? —decían. Y llamaban: —¡Pedrito!
¡Rica papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!
—¡Más cer-ca! ¡No oi-go! —respondió el tigre con su voz ronca.
Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada,
El loro se acercó un poco más y dijo:
mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no
—¡Rico té con leche! apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto,
—¡Más cer-ca toda-vía! —repitió el tigre. y los chicos se echaron a llorar.

El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del
un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la pun- loro, y recordaban también cuánto le gustaba comer pan mo-
ta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó jado en té con leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían por-
todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una que había muerto.
sola pluma en la cola. Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cue-
—¡Tomá! —rugió el tigre—. Andá a tomar té con leche... va sin dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza
de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y
El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero subía en seguida. De madrugada descendía de nuevo, muy li-
no podía volar bien, porque le faltaba la cola que es como el gero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy
timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.
para otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban
asustados de aquel bicho raro. Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la
mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, ba-
Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse lanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían
en el espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindí-
raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón2 y simas plumas.
temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor;
con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el —¡Pedrito, lorito! —le decían—. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué
tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escon- plumas brillantes que tiene el lorito!
dió en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza. Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio,
Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia: no decía tampoco una palabra. No hacía sino comer pan moja-
do en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.
2 rabón. Sin cola.

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tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pu-
diera acercarse despacito con la escopeta.
Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol,
charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a todos lados,
para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas
partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes
fijas en él: eran los ojos del tigre.
Entonces el loro se puso a gritar:

Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la


mañana siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro,
charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que había
pasado: Un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo
demás; y concluía cada cuento cantando:
—¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni
una pluma!
Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.
El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a com-
prar una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó
muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en
la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el
viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al

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—¡Lindo día!... ¡Rica papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té —¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO VA A SALTAR!
con leche?...
Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro
El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire.
creía haber muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenía el
juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer
rayos de ira cuando respondió con su voz ronca: bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño
de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el cora-
—¡Acer-ca-te más! ¡Soy sor-do!
zón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar el
El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando: monte entero, cayó muerto.
—¡Rico, pan con leche! ... ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!... Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de con-
Al oír estas últimas palabras, el tigre, lanzó un rugido y se le- tento, porque se había vengado —¡y bien vengado!— del feísi-
vantó de un salto. mo animal que le había sacado las plumas!

—¿Con quién estás hablando? —bramó—. ¿A quién le has di- El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre
cho que estoy al pie de este árbol? es cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.

—¡A nadie, a nadie! —gritó el loro—. “¡Buen día, Pedrito! ... ¡La Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito ha-
pata, lorito!... ”. bía estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol y todos lo
felicitaron por la hazaña que había hecho.
Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándo-
se. Pero él había dicho: está al pie de este árbol para avisarle Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvida-
al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la esco- ba de lo que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando
peta al hombro. entraba en el comedor para tomar el té se acercaba siempre
a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a
Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, tomar té con leche.
porque si no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:
—¡Rica papa!... —le decía—. ¿Querés té con leche? ¡La papa
—“¡Rica papa!... ” ¡ATENCIÓN! para el tigre!...
—¡Más cer-ca aun! —rugió el tigre, agachándose para saltar. Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.

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Horacio Quiroga
E
n un río muy grande, en un país desierto donde
nunca había estado el hombre, vivían muchos ya-
carés. Eran más de cien o más de mil. Comían pes-
cados, bichos que iban a tomar agua al río, pero
sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la
orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches
de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde,
mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe
y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó
oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y
profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
—¡Despiértate! —le dijo—. Hay peligro.
—¿Qué cosa? —respondió el otro, alarmado.
—No sé —contestó el yacaré que se había despertado prime-
ro—. Siento un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento des-
pertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado
para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, cre-
cía. Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y
oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el
agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?

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Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un —¡Eso no es una ballena! —le gritaron en las orejas, porque era
viejo yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los un poco sordo—. ¿Qué es eso que pasó?
costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno
el mar, dijo de repente:
de fuego, y que los yacarés se iban a morir todos si el buque
—¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua seguía pasando.
blanca por la nariz! El agua cae para atrás.
Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el vie-
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como jo se había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el va-
locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban: por seguía pasando? ¡Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
—¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena! Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado.
más cerca. Todos se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No ha-
bía más pescados.
—¡No tengan miedo! —les gritó—. ¡Yo sé lo que es la ballena!
¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo! —¿No les decía yo? —dijo entonces el viejo yacaré—. Ya no te-
nemos nada que comer. Todos los pescados se han ido. Espe-
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en se-
remos hasta mañana. Puede ser que el vapor no vuelva más, y
guida volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de
los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora
el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hun- Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y
dieron en el río, dejando solamente fuera los ojos y la punta vieron pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y lar-
de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa gando tanto humo que oscurecía el cielo.
inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor
—Bueno —dijeron entonces los yacarés—; el buque pasó ayer,
de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.
pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bi-
El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fue- chos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre.
ron saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque Hagamos entonces un dique.
los había engañado, diciéndoles que eso era una ballena.
—¡Sí, un dique! ¡Un dique! —gritaron todos, nadando a toda
fuerza hacia la orilla. —¡Hagamos un dique!

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En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bos- —¡Qué hay! —respondieron los yacarés, sacando la cabeza por
que y echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapa- entre los troncos del dique.
chos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los
—¡Nos está estorbando eso! —continuaron los hombres.
cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen en-
cima de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a —¡Ya lo sabemos!
todo lo ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque —¡No podemos pasar!
podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de
que nadie vendría a espantar los pescados. Y como estaban —¡Es lo que queremos!
muy cansados, se acostaron a dormir en la playa. —¡Saquen el dique!
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas —¡No lo sacamos!
del vapor. Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los
ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque? Podía hacer todo Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos
el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar. y gritaron después:

En efecto, el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. —¡Yacarés!


Los hombres que iban adentro miraron con anteojos1 aquella —¿Qué hay? —contestaron ellos.
cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era
—¿No lo sacan?
aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levan-
taron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndo- —¡No!
se del chasco que se había llevado el vapor. —¡Hasta mañana, entonces!
El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levanta- —¡Hasta cuando quieran!
do los yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra
vez al dique, y los hombres del bote gritaron: Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de con-
tentos, daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba
—¡Eh, yacarés! a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés mira-
ron el buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo
1 anteojos. Largavistas, catalejos.

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buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más grande —¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra!
que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pa- ¡Cuidado! ¡Escóndanse!
sar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y na-
—¡No, no va a pasar! —gritaron los yacarés, lanzándose al di- daron hacia la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz
que, cada cual a su puesto entre los troncos. y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo momento,
del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un te-
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como
rrible estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno
el otro bajó un bote que se acercó al dique.
dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron hechos
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó: pedazos, y en seguida cayó otra bala, otra y otra más, y cada
—¡Eh, yacarés! una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique,
hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una asti-
—¡Qué hay! —respondieron éstos. lla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por
—¿No sacan el dique? el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos
y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de guerra,
—No. silbando a toda fuerza.
—¿No? Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
—¡No! —Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
—Está bien —dijo el oficial—. Entonces lo vamos a echar a pi- Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique,
que a cañonazos. con troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansa-
—¡Echen! —contestaron los yacarés. dísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando
el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
Y el bote regresó al buque.
—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra,
un acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que —¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas —¡Saquen ese otro dique!
tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:

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—¡No lo sacamos!
—¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
—¡Deshagan... si pueden!
—¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que
su nuevo dique no podría ser deshecho ni por todos los caño-
nes del mundo!
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y
con un horrible estampido la bala reventó en el medio del
dique, porque esta vez habían tirado con granada. La
granada reventó contra los troncos, hizo saltar,
despedazó, redujo a astillas las enormes vi-
gas. La segunda reventó al lado de la pri-
mera y otro pedazo de dique voló por el
aire. Y así fueron deshaciendo el dique.
Y no quedó nada del dique; nada, nada.

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El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los —¡Somos nosotros, los yacarés!
hombres les hacían burlas tapándose la boca.
—¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes —respondió
—Bueno —dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua—. el Surubí, de mal humor.
Vamos a morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
pescados no volverán.
—¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de
viaje hasta el mar!
hambre.
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
El viejo yacaré dijo entonces:
—¡Ah, no te había conocido! —le dijo cariñosamente a su viejo
—Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver
amigo—. ¿Qué quieres?
al Surubí. Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tie-
ne un torpedo. El vio un combate entre dos buques de guerra, —Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que
y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pe- pasa por nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de
dírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hi-
tiene buen corazón y no querrá que muramos todos. cimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido,
y nos moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos
El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se ha-
a pique a él.
bían comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido
tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fue- El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
ron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísi- —Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siem-
ma en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de pre de lo que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe
su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo hacer reventar el torpedo?
y el dueño del torpedo era uno de estos.
Ninguno sabía, y todos callaron.
—¡Eh, Surubí! —gritaron todos los yacarés desde la entrada de
la gruta, sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito. —Está bien —dijo el Surubí, con orgullo—, yo lo haré reventar.
—¿Quién me llama? —contestó el Surubí.

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Yo sé hacer eso. —¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron to- —¿Otra vez el dique?
dos unos con otros; de la cola de uno al cuello del otro;
—¡Sí, otra vez!
de la cola de éste al cuello de aquel, formando así una
larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El —¡Saquen ese dique!
inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y —¡Nunca!
se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que
flotara. Y como las lianas con que estaban atados los ya- —¿No lo sacan?
carés, uno detrás de otro, se habían concluido, el Surubí —¡No!
se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y
así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el torpe- —¡Bueno; entonces, oigan —dijo el oficial—: ¡Vamos a
do, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, deshacer este dique, y para que no quieran hacer otro
bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siem- los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos! No
pre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un va a quedar ni uno solo vivo —ni grandes, ni chicos, ni
buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo
siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los
construido su último dique, y comenzaron en seguida costados de la boca.
otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él
por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, y se burlaba, le dijo:
uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.
—Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y al-
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el últi- gunos rotos. ¿Pero usted sabe qué van a comer mañana
mo tronco del dique, cuando el buque de guerra apareció estos dientes? —añadió, abriendo su inmensa boca.
otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acer-
—¿Qué van a comer, a ver? —respondieron los marineros.
có de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces
por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado. —A ese oficialito —dijo el yacaré y se bajó rápidamente
de su tronco.
—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.

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Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en me- Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque
dio del dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran bien en el centro, y reventó.
con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les avisara.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó
Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a
el torpedo. Reventó y partió el buque en quince mil pedazos;
su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos
lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas,
fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.
máquinas, cañones, lanchas, todo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos
cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro
al dique. Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la
del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.
granada a los hombres muertos, heridos y algunos vivos que
Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero la corriente del río arrastraba.
en el dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua suje-
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a
tando el torpedo:
ambos lados del boquete y cuando los hombres pasaban por
—¡Suelten el torpedo, ligero, suelten! allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua. En me- No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo mere-
nos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó cían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje
el torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua,
con un solo ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
torpedo, lo lanzó contra el buque.
—¿Quién es ése? —preguntó un yacarecito ignorante.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su se-
—Es el oficial —le respondió el Surubí—. Mi viejo amigo le ha-
gundo cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos,
bía prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombres que esta-
ya, puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Suru-
ban en él lo vieron; es decir, vieron el remolino que hace en el
bí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del
agua un torpedo. Dieron todos un gran grito de miedo y qui-
oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de en-
sieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
tre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados

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allí. El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las
aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cor-
dones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y
las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, Horacio Quiroga
el Surubí nadó una hora pasando y repasando ante los yaca-
rés, que lo admiraban con la boca abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron
las gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje.
Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven
todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver
pasar vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

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H
abía una vez un venado —una gama— que tuvo
dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un
gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo
la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho,
le hacían siempre cosquillas en los costados.
Su madre le hacía repetir todas las mañanas, al rayar el día, la
oración de los venados. Y dice así:
I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas,
porque algunas son venenosas.
II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar
a beber, para estar seguro de que no hay yacarés.
III. Cada media hora hay que levantar bien alta la cabeza y
oler el viento, para sentir el olor del tigre.
IV. Cuando se come pasto del suelo, hay que mirar siempre
antes los yuyos para ver si hay víboras.
Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la ga-
mita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.
Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el mon-
te comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el
hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas
que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras.
¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como
era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían go-

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tas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintu- Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscu-
ra muy fina, que caminaban apuradas por encima. ras, con una fajita amarilla en la cintura, que caminaban por
encima del nido. El nido también era distinto; pero la gamita
La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, pensó que, puesto que estas abejas eran más grandes, la miel
entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la debía ser más rica.
lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel,
y miel riquísima, porque las bolas de color pizarra eran una Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas
colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. creyó que su mamá exageraba, como exageran siempre las
Hay abejas así. madres de las gamitas. Entonces le dio un gran cabezazo al
nido. ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron enseguida cien-
En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de con- tos de avispas, miles de avispas que la picaron en todo el cuer-
tenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió po, le llenaron todo el cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la
seriamente. barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos.
—Ten mucho cuidado, mi hija —le dijo—, con los nidos de abe- La picaron más de diez en los ojos.
jas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a La gamita, loca de dolor, corrió y corrió gritando, hasta que
sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas. de repente tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega,
La gamita gritó contenta: ciega del todo.

—¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican, las Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más.
abejas no. Se quedó quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y
sólo podía llorar desesperadamente.
—Estás equivocada, mi hija —continuó la madre—. Hoy has te-
nido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuida- —¡Mamá!... ¡Mamá!...
do, mi hija; porque me vas a dar un gran disgusto. Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho,
—¡Sí, mamá! ¡Sí, mamá! —respondió la gamita. la halló al fin, y se desesperó también con su gamita que esta-
ba ciega. La llevó paso a paso hasta su cubil, con la cabeza de
Pero lo primero que hizo a la mañana siguiente, fue seguir los su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del monte que
senderos que habían abierto los hombres en el monte, para encontraban en el camino, se acercaban todos a mirar los ojos
ver con más facilidad los nidos de abejas. de la infeliz gamita.

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La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle —¡Soy yo, la gama!
ella? Ella sabía bien que en el pueblo que estaba del otro
—¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
lado del monte vivía un hombre que tenía remedios. El
hombre era cazador, y cazaba también venados, pero era —Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el caza-
un hombre bueno. dor. La gamita, mi hija, está ciega.
La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un —¿Ah, la gamita? —le respondió el Oso Hormiguero—. Es una
hombre que cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió buena persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no
a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una carta de recomenda- necesita nada escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.
ción al Oso Hormiguero, que era un gran amigo del hombre. Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a
Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó la gama una cabeza seca de víbora, completamente seca, que
corriendo el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó tenía aún los colmillos venenosos.
a la guarida de su amigo, no podía dar un paso más de cansancio. —Muéstrele esto —dijo aún el comedor de hormigas—. No
Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero se precisa más.
era de una especie pequeña, cuyos individuos tienen un color —¡Gracias, Oso Hormiguero! —respondió contenta la
amarillo, y por encima del color amarillo una especie de ca- gama—. Usted también es una buena persona—.
miseta negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de
los hombros. Tienen también la cola prensil, porque siempre
viven en los árboles, y se cuelgan de la cola.
¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el Oso Hormi-
guero y el cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna
vez ha de llegar el motivo a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.
—¡Tan! ¡tan! ¡tan! —llamó jadeante.
—¿Quién es? —respondió el Oso Hormiguero.

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Y salió corriendo, porque era muy tarde y
pronto iba a amanecer.
Al pasar por su cubil recogió a su
hija, que se quejaba siempre, y jun-
tas llegaron por fin al pueblo, donde
tuvieron que caminar muy despacito y
arrimarse a las paredes, para que los
perros no las sintieran. Ya estaban
ante la puerta del cazador.
—¡Tan! ¡tan! ¡tan! —golpearon.
—¿Qué hay? —respondió una voz
de hombre, desde adentro.
—¡Somos las gamas!... ¡Tenemos la
cabeza de víbora!
La madre se apuró a decir esto, para
que el hombre supiera bien que ellas eran
amigas del Oso Hormiguero.
—¡Ah, ah! —dijo el hombre, abriendo la puerta—.
¿Qué pasa?
—Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está cie-
ga—. Y contó al cazador toda la historia de las abejas.
—¡Hum!... Vamos a ver qué tiene esta señorita —dijo el ca-
zador. Y volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con
una silla alta, e hizo sentar en ella a la gamita para poderle

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ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó así los ojos, —¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
bien de cerca con un vidrio redondo muy grande, mientras la
Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también
mamá alumbraba con el farol de viento colgado de su cuello.
de alegría, al ver curada a su gamita.
—Esto no es gran cosa —dijo por fin el cazador, ayudando a
Y se curó del todo. Pero, aunque curada, y sana y contenta,
bajar a la gamita—. Pero hay que tener mucha paciencia. Pón-
la gamita tenía un secreto que la entristecía. Y el secreto era
gale esta pomada en los ojos todas las noches, y téngale veinte
éste: ella quería a toda costa pagarle al hombre que tan bueno
días en la oscuridad. Después póngale estos lentes amarillos,
había sido con ella, y no sabía cómo.
y se curará.
Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a
—¡Muchas gracias, cazador! —respondió la madre, muy con-
recorrer la orilla de las lagunas y bañados, buscando plumas
tenta y agradecida—. ¿Cuánto le debo?
de garza para llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se
—No es nada —respondió sonriendo el cazador—. Pero tenga acordaba a veces de aquella gamita ciega que él había curado.
mucho cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive
Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto
precisamente un hombre que tiene perros para seguir el ras-
muy contento porque acababan de componer el techo de paja,
tro de los venados.
que ahora no se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que
Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían llamaban. Abrió la puerta, y vio a la gamita que le traía un
a cada momento. Y con todo, los perros las olfatearon y las co- atadito, un plumerito todo mojado de plumas de garza.
rrieron media legua dentro del monte. Corrían por una picada
El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque
muy ancha, y delante la gamita iba balando.
creía que el cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy tris-
Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero sólo te. Buscó entonces plumas muy grandes, bien secas y limpias,
la gama supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en y una semana después volvió con ellas; y esta vez el hombre,
el hueco de un gran árbol, durante veinte días interminables. que se había reído la vez anterior de cariño, no se rió esta vez
Adentro no se veía nada. Por fin una mañana la madre apartó porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio le
con la cabeza el gran montón de ramas que había arrimado al regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó
hueco del árbol para que no entrara luz, y la gamita con sus loca de contenta.
lentes amarillos, salió corriendo y gritando:

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Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos.
Ella se empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que va-
len mucho dinero, y se quedaba las horas charlando con el
hombre. Él ponía siempre en la mesa un jarro enlozado lleno
de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le
daba también cigarros que las gamas comen con gran gusto,
Horacio Quiroga
y no les hacen mal. Pasaban así el tiempo, mirando la llama,
porque el hombre tenía una estufa de leña mientras afuera el
viento y la lluvia sacudían el alero de paja del rancho.
Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de
tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba a llover, el caza-
dor colocaba en la mesa el jarrito de miel y la servilleta, mien-
tras él tomaba café y leía, esperando en la puerta el ¡tan−tan!
bien conocido de su amiga la gamita.

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H abía una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el
monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos.
Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran
ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo
con la cola levantada.
Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre
los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:
—Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la
comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos
andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de
ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede en-
contrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos
cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de
frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre
habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos
de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes
hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos
al campo, porque es peligroso.
—Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran mie-
do. Son los perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les
digo; por eso tengo un diente roto. Detrás de los perros vienen
siempre los hombres con un gran ruido, que
mata. Cuando oigan cerca este ruido, tíren-
se de cabeza al suelo, por alto que sea el
árbol. Si no lo hacen así, los matarán con
seguridad de un tiro.

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Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, botas que llevaba un caballo de la soga. Vio también un pájaro
caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, muy grande que cantaba y entonces el coaticito se golpeó la
como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís. frente y dijo:
El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos —¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ése. Es un gallo;
podridos y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió mamá me lo mostró un día de arriba de un árbol. Los gallos
hasta quedarse dormido. El segundo, que prefería las frutas a tienen un canto lindísimo, y tienen muchas gallinas que po-
cualquier cosa, comió cuantas naranjas quiso, porque aquel nen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos de gallina!…
naranjal estaba dentro del monte, como pasa en el Paraguay
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de monte
y Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El tercero,
como los huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se
que era loco por los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el
acordó de la recomendación de su madre. Pero el deseo pudo
día para encontrar únicamente dos nidos; uno de tucán, que
más, y se sentó a la orilla del monte, esperando que cerrara
tenía tres huevos, y uno de tórtola, que tenía sólo dos. Total,
bien la noche para ir al gallinero.
cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo
que al caer la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a
mañana, y se sentó muy triste a la orilla del monte. Desde allí paso, se encaminó a la casa. Llegó allá y escuchó atentamen-
veía el campo, y pensó en la recomendación de su madre. te: no se sentía el menor ruido. El coaticito, loco de alegría
porque iba a comer cien, mil, dos mil huevos de gallina, entró
—¿Por qué no querrá mamá —se dijo— que vaya a buscar ni-
en el gallinero, y lo primero que vio bien en la entrada fue un
dos en el campo?
huevo que estaba solo en el suelo. Pensó un instante en dejar-
Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro. lo para el final, como postre, porque era un huevo muy gran-
de, pero la boca se le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.
—¡Qué canto tan fuerte! —dijo admirado—. ¡Qué huevos tan
grandes debe tener ese pájaro! Apenas lo mordió, ¡TRAC!, un terrible golpe en la cara y un
inmenso dolor en el hocico.
El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por
entre el monte, cortando camino, porque el canto había sona- —¡Mamá, mamá! —gritó, loco de dolor, saltando a todos lados.
do muy a su derecha. El sol caía ya, pero el coatí volaba con la Pero estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de
cola levantada. Llegó a la orilla del monte, por fin, y miró al un perro.
campo. Lejos vio la casa de los hombres, y vio a un hombre con

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Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que cerrara —Bueno, se lo voy a dar —respondió el padre—. Pero cuídenlo
bien la noche para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaba bien, y sobre todo no se olviden de que los coatís toman agua
sobre la gramilla con sus hijos, dos criaturas rubias de cinco como ustedes.
y seis años, que corrían riendo, se caían, se levantaban riendo
Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez un gati-
otra vez, y volvían a caerse. El padre se caía también, con gran
to montés al cual a cada rato le llevaban carne, que sacaban de
alegría de los chicos. Dejaron por fin de jugar porque ya era de
la fiambrera; pero nunca le dieron agua, y se murió.
noche, y el hombre dijo entonces:
En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula del gato
—Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que viene a
montés, que estaba cerca del gallinero, y se acostaron todos
matar los pollos y robar los huevos.
otra vez.
Y fue y armó la trampa. Después comieron y se acostaron.
Y cuando era más de medianoche y había un gran silencio, el
Pero las criaturas no tenían sueño, y saltaban de la cama del
coaticito, que sufría mucho por los dientes de la trampa, vio, a
uno a la del otro y se enredaban en el camisón. El padre, que
la luz de la luna, tres sombras que se acercaban con gran sigi-
leía en el comedor, los dejaba hacer.
lo. El corazón le dio un vuelco al pobre coaticito al reconocer a
Pero los chicos de repente se detuvieron en sus saltos y gritaron: su madre y a sus dos hermanos que lo estaban buscando.
—¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está la- —¡Mamá, mamá! —murmuró el prisionero en voz muy baja
drando! ¡Nosotros también queremos ir, papá! para no hacer ruido—. ¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No
quiero quedarme, ma… má!… —y lloraba desconsolado.
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran
las sandalias, pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, Pero a pesar de todo estaban contentos porque se habían en-
por temor a las víboras. contrado, y se hacían mil caricias en el hocico.
Fueron. ¿Qué vieron allí? Vieron a su padre que se agachaba, Se trató enseguida de hacer salir al prisionero. Probaron pri-
teniendo al perro con una mano, mientras con la otra levan- mero cortar el alambre tejido, y los cuatro se pusieron a tra-
taba por la cola a un coatí, un coaticito chico aún, que gritaba bajar con los dientes; mas no conseguían nada. Entonces a la
con un chillido rapidísimo y estridente, como un grillo. madre se le ocurrió de repente una idea, y dijo:
—¡Papá, no lo mates! —dijeron las criaturas—. ¡Es muy chiqui- —¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los hombres
to! ¡Dánoslo para nosotros!

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tienen herramientas para cortar fierro. Se llaman limas. Tie-
nen tres lados como las víboras de cascabel. Se empuja y se
retira. ¡Vamos a buscarla!
Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima. Creyendo
que uno solo no tendría fuerzas bastantes, sujetaron la lima
entre los tres y empezaron el trabajo. Y se entusiasmaron
tanto, que al rato la jaula entera temblaba con las sacudi-
das y hacía un terrible ruido. Tal ruido hacía, que el perro
se despertó, lanzando un ronco ladrido. Mas los coatís no
esperaron a que el perro les pidiera cuenta de ese escándalo y
dispararon al monte, dejando la lima tirada.
Al día siguiente, los chicos fueron temprano a ver a su nuevo
huésped, que estaba muy triste.
—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó la nena a su hermano.
—¡Ya sé! —respondió el varoncito—. ¡Le pondremos Diecisiete!
¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre
más raro. Pero el varoncito estaba aprendiendo a contar, y tal
vez le había llamado la atención aquel número.
El caso es que se llamó Diecisiete. Le dieron pan, uvas,
chocolate, carne, langostas, huevos, riquísimos huevos
de gallina. Lograron que en un solo día se dejara rascar
la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las
criaturas que, al llegar la noche, el coatí estaba casi resig-
nado con su cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas
ricas que había para comer allí, y pensaba en aquellos rubios
cachorritos de hombre que tan alegres y buenos eran.

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Durante dos noches seguidas, el perro durmió tan cerca de la dieron enseguida que el coaticito había sido mordido al en-
jaula, que la familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con trar, y no había respondido a su llamado porque acaso estaba
gran sentimiento. Cuando a la tercera noche llegaron de nuevo ya muerto. Pero lo iban a vengar bien. En un segundo, entre
a buscar la lima para dar libertad al coaticito, éste les dijo: los tres, enloquecieron a la serpiente de cascabel, saltando de
aquí para allá, y en otro segundo, cayeron sobre ella, desha-
—Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan huevos y son
ciéndole la cabeza a mordiscones.
muy buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien
me iban a dejar suelto muy pronto. Son como nosotros, son Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el coatici-
cachorritos también, y jugamos juntos. to, tendido, hinchado, con las patas temblando y muriéndose.
En balde los coatís salvajes lo movieron; lo lamieron en bal-
Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se resignaron,
de por todo el cuerpo durante un cuarto de hora.
prometiendo al coaticito venir todas las noches a visitarlo.
El coaticito abrió por fin la boca y dejó de res-
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus pirar, porque estaba muerto.
hermanos iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan
por entre el tejido de alambre, y los coatís salvajes se sentaban
a comer frente a la jaula.
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se
iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se
llevaba por andar muy cerca del gallinero, todo marchaba bien.
Él y las criaturas se querían mucho, y los mismos coatís salvajes,
al ver lo buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, ha-
bían concluido por tomar cariño a las dos criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor
y tronaba, los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les
respondió. Se acercaron muy inquietos y vieron entonces, en
el momento en que casi la pisaban, una enorme víbora que
estaba enroscada a la entrada de la jaula. Los coatís compren-

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Los coatís son casi refractarios, como se dice, al veneno de Y así pasó en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito
las víboras. No les hace casi nada el veneno, y hay otros ani- reemplazó al primero, mientras la madre y el otro hermano se
males, como la mangosta, que resisten muy bien el veneno llevaban sujeto a los dientes el cadáver del menor. Lo llevaron
de las víboras. Con toda seguridad el coaticito había sido despacio al monte, y la cabeza colgaba, balanceándose, y la
mordido en una arteria o una vena, porque entonces la san- cola iba arrastrando por el suelo.
gre se envenena enseguida, y el animal muere. Esto le había
Al día siguiente los chicos extrañaron2, efectivamente, algu-
pasado al coaticito.
nas costumbres raras del coaticito. Pero como éste era tan
Al verlo así, su madre y sus hermanos lloraron un largo rato. bueno y cariñoso como el otro, las criaturas no tuvieron la
Después, como nada más tenían que hacer allí, salieron de la menor sospecha. Formaron la misma familia de cachorritos
jaula, se dieron vuelta para mirar por última vez la casa donde de antes, y, como antes, los coatís salvajes venían noche a no-
tan feliz había sido el coaticito, y se fueron otra vez al monte. che a visitar al coaticito civilizado, y se sentaban a su lado a
comer pedacitos de huevos duros que él les guardaba, mien-
Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados, y su
tras ellos le contaban la vida de la selva.
preocupación era ésta: ¿Qué iban a decir los chicos, cuando, al
día siguiente, vieran muerto a su querido coaticito? Los chicos
le querían muchísimo y ellos, los coatís, querían también a los
cachorritos rubios. Así es que los tres coatís tenían el mismo
pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los chicos.
Hablaron un largo rato y al fin decidieron lo siguiente: el se-
gundo de los coatís, que se parecía muchísimo al menor en
cuerpo y en modo de ser, iba a quedarse en la jaula en vez
del difunto. Como estaban enterados de muchos secretos de la
casa, por los cuentos del coaticito, los chicos no conocerían1
nada; extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.

1 no conocerían. No advertirían nada, no se darían cuenta de nada. 2 extrañaron. Consideraron extrañas.

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Horacio Quiroga
E
n el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas
rayas, porque “Yabebirí” quiere decir precisamente
“Río-de-las-rayas”. Hay tantas, que a veces es pe-
ligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un
hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que ca-
minar rengueando media legua para llegar a su casa: el hom-
bre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores
más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros pescados, al-
gunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Ti-
ran una bomba al río y matan millones de pescados. Todos los
pescados que están cerca mueren, aunque sean grandes como
una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven
para nada.
Ahora bien; una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que
tiraran bombas de dinamita, porque tenía lástima de los pes-
caditos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer;
pero no quería que mataran inútilmente a millones de pesca-
ditos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al princi-
pio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era
muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los
pescados quedaron muy contentos. Tan contentos y agradeci-
dos estaban a su amigo que había salvado a los pescaditos, que
lo conocían apenas se acercaba a la orilla. Y cuando él andaba
por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por
el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía
nada, y vivía feliz en aquel lugar.

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Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del
hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando: todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les
hizo dar un brinco en el agua.
—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
—¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le
flecha a la orilla.
preguntaron al zorro:
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo
—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El
—¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por
tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla,
isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno! y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar
—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! —contesta- de matarlo.
ron las rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ese no va a pasar! Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si
—¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro—. ¡No se olviden de que le hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y
es el tigre! dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río,
y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro
ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La san- del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían
gre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tamba-
leando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el —¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del
río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban camino!
amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con —¡No salimos! —respondieron las rayas.
el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y con-
—¡Salgan!
forme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran
cantidad de sangre que había perdido. —¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para
matarlo!

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—¡Él me ha herido a mí!
—¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el
monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!… ¡No se pasa!
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan
—¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco
—¡NI NUNCA! —respondieron las rayas. a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía
(Ellas dijeron «ni nunca» porque así dicen los que hablan gua- más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estu-
raní, como en Misiones). viera cansadísimo. Lo que pasaba es que el tigre estaba enve-
nenado con el veneno de las rayas.
—¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar
impulso y dar un enorme salto. Pero, aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tran-
quilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres,
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y y otros muchos más… Y ellas no podrían defender más el paso.
pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no ha-
llara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hom- En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se
bre moribundo. puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena.
Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas,
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:
del río, pasándose la voz:
—¡Rayas! ¡Quiero paso!
—¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡Al
canal! ¡Al canal! ¡Al canal! —¡No hay paso! —respondieron las rayas.

Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, —¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! —rugió
a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto la tigra.
y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el —¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las
rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas… —¡Por última vez, paso!

Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, —¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el
las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras. agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle

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todo el aguijón entre los dedos. Al bramido de dolor del ani- o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que
mal, las rayas respondieron, sonriéndose: nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando
surcos en el agua, como los torpedos.
—¡Parece que todavía tenemos cola!
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de
Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las
cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba
cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin
ya por llegar a la isla.
decir una palabra.
Pero las rayas habían corrido ya a la otra orilla, y en cuanto
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el
la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas,
plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el
deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco
río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que de-
de dolor, bramaba, saltaba en el agua, hacía volar nubes de
fender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces
agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipi-
de las rayas.
tándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo,
—¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su
que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo! vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hin-
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río. chadas; por allí tampoco se podía ir a comer al hombre.

—¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que
ligero… ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levan-
que hay que defender el paso a toda costa! tarse y entraban en el monte.

Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente ¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las ra-
dijo de pronto: yas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:

—¡Ya está! ¡Que vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos —¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros
nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie! tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los tigres
y van a pasar!
—¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho tenían tanta experiencia.

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—¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las —¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, ha-
más viejas—. Si son muchos acabarán por pasar… Vamos a blando en voz baja: El único modo sería mandar a alguien a
consultar a nuestro amigo. casa a buscar el Winchester con muchas balas… pero yo no
tengo ningún amigo en el río, fuera de los pescados… y ningu-
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo
no de ustedes sabe andar por la tierra.
aún de hacerlo, por defender el paso del río.
—¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mu-
cha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un —A ver, a ver… —dijo entonces el hombre, pasándose la mano
instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo ha- por la frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo… un
bían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos…
hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las ra- Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el
yas que le habían salvado la vida, y dio la mano con verdadero Yabebirí… pero no sé dónde estará…
cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
Las rayas dieron entonces un grito de alegría:
—¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar,
—¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su guarida en
pasarán…
la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a
—¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro mandar buscar enseguida!
amigo y no van a pasar!
Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a bus-
car al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de
sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con
una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una
hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme
con el carpinchito el Winchester y una caja entera de vein-
ticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló
con un sordo rugido: eran todos los tigres que se acercaban
a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza

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afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al car- —¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no
pinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla dan paso!
a la casa del hombre.
—¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del
concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De to- mundo van a pasar por aquí!
das partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por
de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían
última vez:
a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los
dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad. —¡Paso pedimos!
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el —¡NI NUNCA!
agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa. Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvie- se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso
ran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a
lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso. cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos
se defendían a zarpazos, manoteando como locos en el agua.
—¡Paso a los tigres!
Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las
—¡No hay paso! —respondieron las rayas. uñas de los tigres.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a cen-
acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los do- tenares… pero los tigres recibían también terribles heridas,
rados que estaban esperando órdenes, y les gritaron: y se retiraban a tenderse y rugir en la playa, horriblemente
hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de
—¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de
los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso.
alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se
Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipi-
encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
taban de nuevo contra los tigres.
Y el ejército de dorados voló enseguida, río arriba y río abajo,
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media
haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de
—¡Paso, de nuevo! fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.
—¡No se pasa!

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Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas,
muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
—No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dora-
dos vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan enseguida todas
las rayas que haya en el Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan
ligero que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
—¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las ra-
yas. Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no po-
drían salvar a su amigo.

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—¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme de el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río
solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas
tigres pasen! estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y
las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mien-
tras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un mi-
río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nuto más, y que los tigres pasarían; y las pobres rayas, que
nosotras! preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron
por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil.
El hombre herido exclamó entonces, contento:
Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas,
—¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar;
desesperadas, gritaron:
pero yo les aseguro que en cuanto llegue el Winchester, vamos
a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes! —¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
—¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado
a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio
Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla reco-
del río, y no se veía más que sus cabezas.
menzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado, se
pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va a Pero también en ese momento un animalito, un pobre ani-
saltar, rugieron: malito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el
Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el
—¡Por última vez, y de una vez por todas: PASO!
Winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
—¡NI NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba
Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó
tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpin-
la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, es-
chito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado,
taba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de
porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el Win-
la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres
chester con la rapidez de un rayo.
bramaban de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplas-
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En bal-
tadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían

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PORTADA

perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre


amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron
que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran
salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
—¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento—. ¡El
hombre tiene el Winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría.
Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era
un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lan-
zando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudi-
das de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los
tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos
minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las pa-
lometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces
los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y
haciendo saltar el agua de contentos.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron
a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó
tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que
se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano le gustaba
tenderse en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las
rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los pescados que
no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese
hombre, habían tenido una vez contra los tigres.

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Horacio Quiroga
H abía una vez en una colmena una abeja que no
quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno
por uno para tomar el jugo de las flores; pero en
vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo
tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el
sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la
colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las pa-
tas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy
contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en
flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba
todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando
para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento
de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustar-
se con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de
las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de
guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas
abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida
y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos de
rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a en-
trar, diciéndole:
—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abe-
jas debemos trabajar.

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La abejita contestó: Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con
la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
comenzó a soplar un viento frío.
—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—,
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pen-
sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que
sando en lo calentito que estaría allá dentro. Pero cuando qui-
te hacemos.
so entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
Y diciendo así la dejaron pasar.
—¡No se entra! —le dijeron fríamente.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde
—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras —le
—Hay que trabajar, hermana.
contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.
Y ella respondió enseguida:
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No hay mañana para las que no trabajan —respondieron las
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respon- abejas, que saben mucha filosofía.
dieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
Y la dejaron pasar.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que noche caía y se veía apenas. Quiso agarrarse de una hoja, y
le dijeran nada, la abejita exclamó: cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no
—¡Sí, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido! podía volar más.

—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le res- Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de
pondieron—, sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la
bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías
de miel. Y ahora, pasa. gotas de lluvia.

Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar. —¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me

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voy a morir de frío. En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que ha-
bían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido
Y tentó entrar en la colmena.
de guarida.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la
—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar! abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando
—Ya es tarde —le respondieron. los ojos:

—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño! —¡Adiós mi vida! Ésta es la última hora que yo veo la luz.

—Es más tarde aún. Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la
devoró sino que le dijo:
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar
—Imposible. aquí a estas horas.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! —Es cierto —murmuró la abejita—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
Entonces le dijeron: —Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del
—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
descanso ganado con el trabajo. Vete. La abeja, temblando, exclamó entonces:
Y la echaron. —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y trope- coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo
zando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto que es justicia.
rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de —¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero—. ¿Tú
una caverna. conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres, que
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fon- les quitan la miel a ustedes, son más justos, grandísima tonta?
do, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde —No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lan-
zarse sobre ella. —¿Y por qué, entonces?

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—Porque son más inteligentes. —Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien,
atención!
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como
—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó: que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo. La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha
—¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se río la culebra. hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trom-
pito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a
—Así es —afirmó la abeja. los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer —Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
dos pruebas.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa
—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita. que nadie hace.
—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pa- —¿Qué es eso?
sar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Desaparecer.
—Aceptado —contestó la abeja.
—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido
una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo: ¿Desaparecer sin salir de aquí?

Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo —Sin salir de aquí.
tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de —¿Y sin esconderte en la tierra?
eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y
—Sin esconderme en la tierra.
que le daba sombra. Los muchachos hacen bailar como trom-
pos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto. —Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como enseguida —dijo
la culebra.

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El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había te-
nido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita
que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes
hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocar-
la, y dijo así:
—Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor
de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga «tres», bús-
queme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: «uno…,
dos…, tres», y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de
sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados,
recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua.
Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trom-
pito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente
extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba?
No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del
medio de la cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con
tu juramento?
—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?

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—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de en- Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron
tre una hoja cerrada de la plantita. arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la
tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cues-
un río adentro.
tión era una sensitiva, muy común también en Buenos Aires, y
que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al me- Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más
nor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de
donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el térmi-
hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las no de su vida.
hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, dur-
cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y miendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y llo-
se aprovechaba de él para salvar su vida. raba entonces en silencio.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irrita- Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había
da con su derrota, tanto que la abeja pasó compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la
toda la noche recordando a su ene- puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las
miga la promesa que había abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque
hecho de respetarla. comprendieron que la que volvía no era la paseandera hara-
gana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un
duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió
tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó,
y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de
dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas
que la rodeaban:

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—No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos Edición de texto al cuidado de Noelia Lynch.
Área Lengua.
hace tan fuertes. Yo usé una sola vez mi inteligencia, y fue Formación Situada. INFoD
para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si
hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando
de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la
noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, com-
pañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos
—la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada
uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón.
No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

Equipo de producción
gráfico/editorial de la DNPS
FIN
Edición gráfica general
Edición de ilustraciones
Laura Gonzalez

Diseño, diagramación y
retoque digital de imágenes
Nicolás Del Colle

Ilustraciones
Bruno Ursomarzo

Producción
Verónica Gonzalez

Asistencia
Natalia Suárez Fontana

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