Jeremy Poldark - Winston Graham
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Winston Graham
Jeremy Poldark
Poldark - 03
ePub r1.2
Titivillus 08.02.15
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Título original: Jeremy Poldark
Winston Graham, 1950
Traducción: Aníbal Leal
Retoque de cubierta: Titivillus
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PRIMERA PARTE
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Capítulo 1
En agosto de 1790 tres hombres avanzaban, montados en sus caballos, por
el camino de mulas que pasaba frente a la mina Grambler; se dirigían hacia los
cottages dispersos al extremo de la aldea. Caía la tarde, y el sol acababa de ponerse;
una brisa que venía del oeste había empujado las nubes, que comenzaban a
resplandecer con los rayos del poniente. Incluso las chimeneas de la mina, de las
cuales hacía casi dos años que no brotaba humo, cobraban un suave color pastel bajo
la luz de la tarde. En un agujero de la más alta de las dos anidaban varias palomas, y
el movimiento de sus alas rompía el vasto silencio del paisaje mientras los hombres
pasaban. Media docena de niños harapientos se entretenía en un rústico balancín,
suspendido entre dos cobertizos, y algunas mujeres, de pie en las puertas de los
cottages, las manos aferrando los codos, miraban el paso de los jinetes.
Eran hombres de aire respetable, vestidos sobriamente con ropas oscuras, y
montaban sus caballos con aire de importancia; en los tiempos que corrían no se veía
mucha gente así en esa aldea medio ruinosa y medio abandonada, que había nacido y
sobrevivido sólo para servir a la mina, y que ahora que la mina había muerto a su vez
estaba pereciendo, aunque más lentamente. Pareció que los hombres se limitarían a
pasar por allí —era lo que cabía esperar—, pero de pronto uno de ellos asintió, y los
tres frenaron los caballos frente a una choza de aspecto aún más ruinoso que todo lo
que habían visto antes. Era una vivienda de una sola planta, pero tenía un viejo caño
de hierro como chimenea, y un techo emparchado y vuelto a emparchar con sacos y
maderas; y delante de la puerta abierta, sentado sobre una caja, estaba un hombre de
piernas arqueadas que tallaba un pedazo de madera. Era un individuo de estatura
menor que mediana, robusto pero ya entrado en años. Calzaba viejas botas de montar
aseguradas con cordeles, y vestía pantalones de pana amarillos, una sucia camisa de
franela gris que había perdido una manga a la altura del codo, y un tieso chaleco de
cuero negro, cuyos bolsillos estaban ocupados por una variada gama de objetos
inútiles. Silbaba casi sin ruido, pero cuando los hombres desmontaron, entreabrió los
labios y los miró con ojos sanguinolentos y cautelosos; su cuchillo vaciló en el aire,
mientras el hombre examinaba a los recién llegados.
El jefe, un individuo alto y demacrado, que tenía los ojos tan juntos que parecía
bizco, se acercó y dijo:
—Buenos días. ¿Su nombre es Paynter?
El cuchillo descendió lentamente. El hombre de piernas arqueadas alzó un pulgar
sucio y se rascó el punto más lustroso de su cabeza calva.
—Tal vez.
El otro hizo un gesto de impaciencia.
—Vamos, hombre. Usted es Paynter o no lo es. No es un tema acerca del cual
pueda haber dos opiniones.
—Bien, de eso no estoy tan seguro. La gente se toma muchas libertades con los
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nombres ajenos. Tal vez pueda haber dos opiniones. Tal vez pueda haber tres. Todo
depende de la razón que lo lleva a preguntar.
—Es Paynter —dijo uno de los acompañantes del jefe—. ¿Dónde está su esposa,
Paynter?
—Fue a Marasanvose. Ahora bien, si ustedes la quieren…
—Me llamo Tankard —dijo secamente el primer hombre—. Intervengo por la
Corona en el caso del rey contra Poldark. Paynter, queremos formularle algunas
preguntas. Este es Blencowe, mi empleado, y Garth, parte interesada. ¿Nos permite
pasar?
El rostro arrugado y pardo de Jud Paynter adquirió un aire de inocencia ofendida:
en la convencional defensa había un matiz de auténtica alarma.
—¿Para qué me quieren? Dije todo lo que sabía frente a los magistrados, y lo que
sabía era nada. Aquí estoy, y vivo como un cristiano, como el propio san Pedro,
sentado frente a mi propia puerta, y no molesto a nadie. Déjenme en paz.
—La ley debe seguir su curso —dijo Tankard, y esperó a que Jud se pusiera de
pie.
Después de un minuto, y mirando con suspicacia a los tres hombres, Jud los llevó
al interior de la choza. Se sentaron en la oscura habitación, y mientras se acomodaba
Tankard miró con desagrado alrededor y levantó la cola de su levita para evitar
ensuciarse. Ninguno de los visitantes tenía olfato delicado, pero Blencowe, un
hombrecito de espalda encorvada, volvió los ojos con pesar hacia el camino y el cielo
del atardecer.
Jud dijo:
—No sé nada de eso. Ustedes no tienen por qué hablar conmigo.
—Tenemos motivos para creer —dijo Tankard—, que su declaración ante el juez
de instrucción fue completamente falsa. Si…
—Discúlpeme —dijo Garth en voz baja—. Quizá me permita hablar un minuto o
dos con Paynter. Recordará que antes de venir le dije que hay modos de…
Tankard cruzó los delgados brazos.
—Oh, está bien.
Jud volvió los ojos de bulldog hacia el nuevo adversario. Pensó que ya había visto
a Garth, cabalgando a través de la aldea, o en algún lugar cercano. Quizás espiando.
Garth dijo en un tono más cordial:
—Entiendo que usted fue sirviente del capitán Poldark… usted y su esposa. Lo
sirvió muchos años, y anteriormente al padre del capitán Poldark.
—Tal vez.
—Y que después de trabajar fielmente para él todos esos años lo echó de pronto,
lo expulsó de la casa sin aviso previo.
—Sí. Puedo decir que eso no fue justo ni propio.
—Dicen, y le advierto que no son más que rumores, dicen que él lo trató de un
modo vergonzoso antes de expulsarlo —a causa de una fechoría imaginaria— que
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usó el látigo y casi lo ahogó bajo la bomba. ¿Fue así?
Jud escupió sobre el piso, y mostró sus dos grandes dientes.
—Todo eso es ilegal —intervino Tankard inclinando su nariz larga y fina—.
Delitos contra la persona: agresión y lesiones. Paynter, usted podría haberle iniciado
juicio.
—Y apuesto que no fue la primera vez —dijo Garth.
—No, no lo fue —dijo Jud después de un minuto, y sorbió aire entre los dientes.
—La gente que maltrata a sus criados fieles no merece tenerlos en los tiempos
que corren —dijo Garth—. Ahora prevalece un espíritu nuevo. Cada individuo es
igual a los demás. Vea lo que está ocurriendo en Francia.
—Sí. Estoy enterado de eso —dijo Jud, pero no siguió hablando. No convenía
que esos entrometidos conocieran el secreto de sus visitas a Roscoff. Ese asunto de
Poldark podía ser una trampa para obligarlo a reconocer otras cosas.
—Blencowe —dijo Tankard—. ¿Trajo el brandy? Podríamos beber un trago, y sin
duda Paynter nos acompañará.
… El resplandor del atardecer se disipó, y se acentuaron las sombras de la choza
sembrada de trastos.
—Créame —dijo Garth—, la aristocracia ha terminado. Su tiempo pasó. Los
plebeyos reconquistarán sus derechos. Y uno de sus derechos es que no se les trate
peor que a los perros, ni se les use como esclavos. Señor Paynter, ¿usted conoce la
ley?
—«La casa del inglés es su castillo» —dijo Jud—. Y el «habeas corpus» y «no te
meterás en la propiedad de tu vecino».
—Cuando se ataca a la ley —dijo Garth—, como ocurrió aquí en enero, a menudo
ocurre que la ley no puede imponerse como debe. Y entonces, hace lo que puede. Y
cuando hay disturbios, pillaje, robos y cosas por el estilo, la ley nada dice de los que
fueron inducidos, porque lo que quiere es echarle el guante a los dirigentes. Ahora
bien, en este caso está muy claro quién fue el jefe.
—Tal vez.
—Nada de tal vez. De todos modos, no es fácil obtener pruebas; la ley buscará
por otro lado y se ocupará de individuos menos importantes. Es la raíz del asunto,
señor Paynter, de eso puede estar seguro; de ahí que lo mejor será que consigamos
condenar al verdadero responsable.
Jud alzó su vaso y lo dejó caer otra vez, porque estaba vacío; Blencowe se
apresuró a presentar la botella de brandy. El líquido produjo un reconfortante
burbujeo mientras Jud se servía.
—No comprendo por qué vienen a verme, puesto que yo no estaba allí —dijo,
siempre cauteloso—. Nadie puede ver lo que ocurre cuando está en otra parte.
—Escuche, Paynter —dijo Tankard, sin hacer caso de la señal de Garth—.
Sabemos mucho más de lo que usted cree. Hace casi siete meses que estamos
investigando. A usted le conviene aclarar perfectamente su situación.
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—Por supuesto, aclarar perfectamente…
—Sabemos que usted cooperó activamente con Poldark la mañana del naufragio.
Sabemos que estuvo en la playa durante los disturbios ocurridos ese día y la noche
siguiente. Sabemos que representó un papel importante en la resistencia presentada a
los funcionarios de la Corona, disturbios durante los cuales uno de ellos sufrió
heridas graves; y en muchos sentidos usted es tan culpable como su amo…
—¡Jamás oí una charla tan idiota en toda mi vida! ¿Yo? Estaba tan lejos de la
playa como ahora…
—Pero como explicó Garth, estamos dispuestos a cerrar los ojos si usted colabora
y ofrece pruebas. Tenemos buenos testimonios contra ese Poldark, pero deseamos
más datos. Es evidente que usted no tiene motivos para mostrarse fiel a ese hombre.
Vaya, de acuerdo con su propia declaración, él lo trató de un modo vergonzoso.
Vamos, hombre, decirnos la verdad sería de sentido común, y no sólo su obligación.
Con cierta dignidad Jud se puso de pie.
—Además —dijo Garth—, lo recompensaremos.
Jud se volvió, en el rostro una expresión reflexiva, y con movimientos lentos
volvió a sentarse.
—¿Eh?
—Por supuesto, no será oficial. Si así fuera, no serviría. Pero hay otros modos de
hacer las cosas.
Jud estiró el cuello para mirar en dirección a la puerta. No había signos de Prudie.
Así ocurría siempre que iba a ver a su prima. Miró de reojo a cada uno de los
hombres que estaban en la choza, como si así hubiera podido calibrar sus intenciones
sin que ellos lo advirtiesen.
—¿De qué modo?
Garth extrajo su bolsa y la movió.
—La Corona quiere encontrar al culpable. La Corona está dispuesta a pagar la
información conveniente. Por supuesto, todo será rigurosamente reservado.
Rigurosamente entre amigos. Casi podría decirse que es como ofrecer recompensa
por un arresto. ¿No es verdad, señor Tankard? Nada más que eso.
Tankard no contestó. Jud alzó su vaso y sorbió el resto del brandy.
Casi por lo bajo, dijo:
—Primero amenazas, y ahora soborno. ¡Soborno hecho y derecho! Están
pensando en el dinero de Judas. Pero sentarse al tribunal, y hablar contra un viejo
amigo. Peor que Judas, porque él fue más discreto. ¿Y para qué? Por treinta monedas
de plata. Y me parece que ni siquiera eso me ofrecen. Quieren que lo haga por veinte
o por diez. No es razonable, no es propio, no es cristiano, no es justo.
Hubo una breve pausa.
—Diez guineas ahora y diez guineas después del juicio —dijo Garth.
—¡Ah! —exclamó Jud—. Lo que pensé.
—Quizá se aumente a quince.
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Jud se puso de pie, pero esta vez con movimientos lentos; sorbió aire y trató de
silbar, pero tenía los labios secos. Se levantó los pantalones, y metió dos dedos en un
bolsillo del chaleco, buscando una pulgarada de rapé.
—No es justo proponer esas cosas a un hombre —gruñó—. La cabeza me da
vueltas como un trompo. Vuelvan en un mes.
—El tribunal se reúne a principios de septiembre.
También Tankard se puso de pie.
—No necesitamos una declaración extensa —dijo—. Nada más que unas pocas
frases que resuman los hechos principales, como usted los conoce… y el compromiso
de repetirlos en el momento apropiado.
—¿Y qué puedo decir? —preguntó Jud.
—Por supuesto, la verdad, bajo juramento.
Garth se apresuró a interrumpir.
—Naturalmente, la verdad, pero tal vez podamos indicarle qué deseamos
especialmente. Sobre todo, necesitamos testigos del ataque a los soldados. Eso fue la
noche del siete al ocho de enero. Señor Paynter, usted estaba en la playa, ¿no es
verdad? Sin duda presenció todo el incidente.
Jud parecía viejo y fatigado.
—No… ahora no recuerdo nada de eso.
—Si consigue refrescar la memoria, se ganará veinte guineas.
—¿Veinte ahora y veinte después?
—… Sí.
—¿Tanto vale para ustedes ese cuento?
—Hombre, queremos la verdad —dijo Tankard, impaciente.
—¿Fue o no fue testigo del ataque?
Garth dejó la bolsa sobre una desvencijada mesa de tres patas que otrora había
pertenecido a Joshua Poldark. Comenzó a contar veinte monedas de oro.
—Caramba —dijo Jud mirando el dinero—, recuerdo que le abrieron la cabeza al
soldado, y a los demás los sacaron corriendo de la playa Hendrawna más rápido de lo
que habían entrado. Cuando vi todo eso me reí con ganas. ¡Cómo me reí! ¿Se referían
a eso?
—Por supuesto. Y a la intervención del capitán Poldark en el asunto.
Con la aproximación de la noche, las sombras invadían la choza. El tintineo de las
monedas era un sonido líquido, y durante un momento pareció que toda la luz que
aún restaba se había concentrado en la opaca isla dorada de las guineas.
—Caramba —dijo Jud, y tragó saliva—. Creo que lo recuerdo bastante bien.
Aunque a decir verdad yo no tuve nada que ver. Pero estuve allí… del principio al
fin. —Vaciló y escupió—. ¿Por qué no me dijeron antes que se trataba de eso?
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dirección contraria, pasó frente a la iglesia de Sawle, dejó a un costado Trenwith y
comenzó a descender el empinado camino que atravesaba el bosque de Trevaunance.
Era una mujer joven y morena, de estatura un tanto superior a la media, vestida con
un traje de montar azul muy ajustado, una camisa celeste y un pequeño sombrero de
tres picos. Los conocedores quizás habrían discutido si era o no hermosa pero muy
pocos hombres se habrían cruzado con ella sin sentirse atraídos.
Después de dejar atrás la fundición, cuya humareda ocre había amustiado la
vegetación del bosque, subió la pendiente hacia el lugar en que Place House,
cuadrada y sólida, enfrentando el viento y la tormenta, se alzaba sobre el mar. Cuando
desmontó, era evidente que la joven estaba nerviosa. Los dedos enguantados
manipularon torpemente la brida del caballo, y cuando llegó un criado para recibir el
animal, la visitante se expresó con cierta dificultad.
—¿Sir John Trevaunance, señora? Veré si está. ¿A quién debo anunciar?
—A la señora Poldark.
—La señora Poldark. Este… sí, señora. —¿Imaginaba que de pronto se había
avivado el interés del criado?—. Por favor, pase por aquí.
La introdujeron en una pequeña y cálida salita de recibo, que daba a un
invernadero, y después de permanecer sentada un momento, tironeando los dedos de
sus guantes, oyó pasos que regresaban, y un lacayo vino a decir que sir John estaba
en casa y la recibiría.
Se hallaba en una larga habitación, parecida a un estudio, que miraba al mar. La
alivió descubrir que estaba solo, si se exceptuaba un gran perro jabalinero, agazapado
a los pies del dueño de la casa. Advirtió también que era menos imponente de lo que
había temido; no era mucho más alto que ella misma, y tenía el rostro rojizo, y una
expresión más bien jovial alrededor de los ojos y la mandíbula.
—A sus órdenes, señora —dijo sir John—. Tome asiento.
Esperó hasta que ella hubo elegido el borde de un sillón, y entonces volvió a
sentarse frente a su escritorio. Durante un minuto ella mantuvo bajos los ojos; sabía
que él la estaba examinando, y aceptaba el escrutinio como parte inevitable de la
prueba.
Sir John dijo cautelosamente:
—No había tenido el placer de conocerla.
—No… Usted conoce bien a mi marido…
—Por supuesto. Hemos mantenido relaciones comerciales hasta… hace poco.
—Ross se sintió muy apesadumbrado cuando esa relación terminó. Siempre le
había enorgullecido mucho.
—¡Hum! Señora, las circunstancias fueron muy desfavorables para todos. No fue
culpa de nadie. Todos perdimos dinero en esa operación.
Demelza alzó los ojos, y vio que el examen había satisfecho a sir John. Esa
capacidad de agradar a los hombres era uno de los pocos factores reconfortantes en
las incursiones que Demelza hacía en sociedad. Ella aún no lo consideraba una
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fuerza; a lo sumo, una protección cuando flaqueaba su valor. Sabía que, de acuerdo
con las normas de la etiqueta, la visita que estaba realizando era impropia… y él
también debía saberlo perfectamente.
Desde donde estaban podían ver el humo de la fundición, que se disipaba sobre la
bahía, y después de un momento él dijo con expresión un tanto embarazada:
—Como usted… ejem… sin duda sabe, la compañía fue reformada… con una
nueva dirección. El fracaso de la empresa fue para todos un duro golpe, pero usted
debe comprender mi propia situación. Las instalaciones se levantaron en mis tierras,
más aún, a la vista de mi casa, y yo invertí más capital que nadie, de modo que habría
sido absurdo dejar ociosa la fundición. Se presentó la oportunidad de obtener más
capital, y era lógico aprovecharla. Confío en que el capitán Poldark haya
comprendido mi actitud.
—Estoy segura de que así es —dijo Demelza—. Y también de que le desea el
mayor éxito en su nueva empresa… aunque él no pueda participar personalmente.
Sir John parpadeó.
—Es muy amable de su parte haber dicho esto. Por el momento apenas salvamos
los gastos, pero creo que las cosas mejorarán. ¿Puedo ofrecerle una bebida? ¿Quizás
una copa de vino de Canarias?
—No, gracias… —vaciló—. Pero quizás aceptaría un vaso de oporto, si eso no le
causa ninguna molestia.
Con irónico fruncimiento del ceño, sir John se puso de pie y tiró del cordón de la
campanilla. Un criado trajo el vino, y mientras lo bebían mantuvieron una
conversación amable. Hablaron de minas, de vacas, de carruajes y del verano
irregular. Los modales de Demelza cobraron más desenvoltura, y los de sir John se
desprendieron de la cautela anterior.
—A decir verdad —afirmó Demelza—, creo que el tiempo inestable molesta a
todos los animales. Tenemos una hermosa vaca llamada Emma; hace dos semanas
producía buena leche, pero ahora se secó. Lo mismo ocurre con otra, aunque eso no
nos sorprendió tanto…
—Tengo una magnífica Hereford, que vale muchísimo —dijo sir John—. Hace
dos días tuvo su segundo ternero, y ahora está enferma, y sufre una paraplejia. El
veterinario Phillips vino más de cinco veces. Me destrozará el corazón si se muere.
—¿El ternero está bien?
—Oh, sí, pero pasamos un mal rato. Y después, Minta no ha podido incorporarse.
También tiene mal los dientes (se le aflojaron) y parece que se le hubieran
descoyuntado las articulaciones de la cola. Phillips no sabe a qué santo
encomendarse, y mi peón tampoco entiende una palabra.
—Recuerdo que cuando vivía en Illuggan —dijo Demelza—, vi un caso parecido.
La vaca del párroco enfermó y tenía los mismos síntomas. Y también fue después de
tener a su ternero…
—¿Y él halló la cura?
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—Sí, señor, halló la cura.
—¿En qué consistía?
—Bien, no me corresponde juzgar si el párroco acertó, ¿verdad? No vaciló en
llamar a una vieja, una tal Meggy Dawes; recuerdo que vivía al otro lado del arroyo.
Era muy buena para curar verrugas y la escrófula. Cierta vez, un chico fue a verla con
el ojo inflamado. Estaba grave, pero apenas ella…
—Señora, ¿qué ocurrió con la vaca?
—Oh, sí. ¿Puedo verla, sir John? Me gustaría mucho verla, para tener la certeza
de que es la misma enfermedad que tuvo la vaca del párroco.
—Yo mismo la llevaré, si tiene la bondad de acompañarme. ¿Otro vaso de oporto
para fortificarse?
Pocos minutos después atravesaron el patio adoquinado, detrás de la casa, y
entraron en el establo donde estaba acostada la vaca. Demelza observó las macizas
paredes de piedra de las construcciones auxiliares, y deseó que fueran suyas. La vaca
yacía de costado, los suaves ojos pardos mortecinos; pero no se quejaba. Un hombre
se levantó de un taburete de madera, y respetuosamente permaneció de pie al lado de
la puerta.
Demelza se inclinó para examinar a la vaca, con una actitud profesional que venía
de sus siete años en Nampara, y de ningún modo de su niñez en Illuggan. El animal
tenía las patas paralizadas, y la cola parecía extrañamente desarticulada más o menos
en el punto medio de su longitud.
Demelza dijo:
—Sí. Es exactamente lo mismo. Meggy Dawes lo llamaba el «golpe en la cola».
—¿Y la cura?
—Tenga en cuenta que es su cura, no la mía.
—Sí, sí, comprendo.
Demelza se pasó la lengua sobre los labios.
—Ella decía que había que abrir la cola allí, a unos treinta centímetros del
extremo, donde estaba desarticulada, y aplicar una cebolla bien salada; y después
atarla con un poco de cinta, mantenerla así más o menos una semana, y luego quitar
la cinta. Sólo un poco de comida una vez por día, y un cordial formado por partes
iguales de romero, bayas de semilla de junípero y cardamomo sin corteza. Recuerdo
bien que eso decía.
Demelza miró inquisitiva al baronet. Sir John estaba mordiéndose el labio
inferior.
—Bien —dijo—. Nunca oí hablar de esa cura, pero por otra parte también la
enfermedad es rara. Usted es la primera persona que parece haberla visto.
Condenación, me inclino a probar. Lyson, ¿qué le parece?
—Señor, es mejor que ver sufrir al animal.
—Lo mismo digo. He oído afirmar que esas viejas hacen maravillas con las
dolencias menos conocidas. Señora Poldark, ¿podría repetir las instrucciones a mi
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peón?
—Con mucho gusto.
Uno o dos minutos después volvían a atravesar el patio y entraban en la casa.
Sir John dijo:
—Confío en que el capitán Poldark estará afrontando con optimismo el proceso
que se avecina.
Apenas habló, lamentó haber sido tan incauto.
Sospechaba que ella había evitado intencionadamente el tema, de modo que él
asumiera la responsabilidad de mencionarlo. Pero Demelza no reaccionó con tanta
pasión como él había temido.
—Bien, por supuesto no nos agrada el asunto. Pero creo que a mí me preocupa
más que a él.
—Pronto se resolverá todo, y creo que su marido tiene buenas posibilidades de
ser absuelto.
—¿Lo cree de veras, sir John? Su opinión me reconforta mucho. ¿Irá a Bodmin
cuando se celebren las sesiones del tribunal?
—¿Cómo? ¿Cómo? Bien, no lo sé. ¿Por qué me lo pregunta?
—He oído decir que en septiembre habrá elecciones, y como el tribunal comienza
a trabajar el día seis, pensé que quizás usted estuviese en la ciudad.
—¿Quizá para ayudar a mi hermano? Oh, es muy capaz de arreglarse solo. —El
baronet miró con cierta desconfianza el rostro sereno de su interlocutora cuando
volvieron a entrar en la espaciosa habitación que él usaba como despacho. No era
fácil adivinar lo que ella pensaba—. Y aunque estuviese en la ciudad, tendría mi
tiempo muy ocupado y no podría asistir al tribunal. Además, con todo respeto,
señora, no me agradaría ver en aprietos a un viejo amigo. Por supuesto, le deseo la
mejor suerte… pero a nadie le agrada un espectáculo de esa naturaleza.
—Hemos oído decir que habrá dos jueces —observó Demelza.
—Oh, no en el caso propiamente dicho. Habrá dos jueces que se dividirán los
asuntos. Wentworth Lister no es un mal sujeto, y lo digo pese a que hace varios años
que no lo veo. Tenga la certeza de que será un juicio justo. La justicia británica
cuidará de ello. —El perro jabalinero se había acercado, y sir John retiró un bizcocho
dulce de un cajón y lo dio al animal.
—A decir verdad, me desconcierta —afirmó Demelza— que un hombre… un
juez… pueda venir desde lejos, escuche las circunstancias de un caso, y sepa en
pocas horas a qué atenerse. No me parece concebible. ¿Nunca se interesa por conocer
la verdad en privado, antes de la iniciación del caso?
Sir John sonrió.
—Le sorprendería comprobar con qué rapidez un cerebro instruido puede
dilucidar los hechos reales. Y recuerde, el fallo no dependerá del juez sino del jurado,
y son todos habitantes de Cornwall como nosotros, de modo que hay motivos para ser
optimistas. Si yo fuese usted, no me preocuparía demasiado por la seguridad de él.
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¿Otra copa de oporto?
Demelza rehusó.
—Este licor es un poco seco. Pero tiene muy buen aroma. Cuando todo haya
concluido nos gustaría que un día viniese a visitarnos. Ross me pidió que se lo dijese.
Sir John dijo que la perspectiva le encantaba, y el perro desparramó por todo el
piso migajas del bizcocho. Demelza se puso de pie para salir.
Sir John agregó:
—Rezaré por que su tratamiento para Minta produzca buenos resultados.
También Demelza rezaba, pero prefirió no mostrar sus dudas.
—¿Podría enviar un mensaje comunicándome los resultados?
—Por supuesto. Se lo haré saber. Y entretanto… si otra vez pasa por aquí… me
complacerá recibir su visita.
—Gracias, sir John. A veces cabalgo a lo largo de la costa, en beneficio de mi
salud. No hace bien al caballo, pero me gustan el paisaje y el aire puro.
Sir John caminó con ella hacia la puerta y la ayudó a montar, y al hacerlo admiró
la figura esbelta y la erguida espalda. Cuando ella salía por el portón, entró un
hombre montado en un caballo gris.
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Bodmin durante las elecciones; pero Carolina ya le había escrito, de modo que no fui
a decirle nada nuevo. ¡Muy propio de ella pedirme que hable con el tío, y después
escribir personalmente!
—No es más que una niña. Ten paciencia con ella, Unwin. Necesitarás ser
paciente. Es una joven temperamental y extraña. Y sin duda hay otros que tienen los
ojos puestos en su dote.
Unwin mordió el extremo de su látigo de montar.
—El viejo es un avaro incorregible. Allí estaba esta mañana, revisando las
cuentas con sus manos costrosas, y la casa, que ni siquiera en sus mejores tiempos fue
una mansión, casi derrumbándose por falta de reparaciones. En verdad, no es un lugar
apropiado para que Carolina pase allí la mitad de su vida.
—Tú podrás cambiar todo eso.
—Sí. Algún día. Pero Ray tiene a lo sumo cincuenta y tres o cincuenta y cuatro
años. Aún puede vivir diez años. —Unwin se acercó a la ventana y miró en dirección
al mar, que esa mañana estaba sereno. Las nubes bajas sobre los arrecifes irregulares
habían ensombrecido el color del agua, confiriéndole un tono verde oscuro. Varias
gaviotas marinas se habían encaramado sobre el techo de la casa, y emitían gritos
estrepitosos. Para Unwin, acostumbrado ahora a la vida londinense, era una escena
melancólica—. Penvenen tiene algunas ideas extrañas. Esta mañana me dijo que
Cornwall posee excesiva representación en el Parlamento. Y que las bancas deberían
redistribuirse entre las ciudades nuevas del interior. Qué absurdo.
—No prestes atención a sus manías. A menudo dice esas cosas para fastidiar a su
interlocutor. Es su constante.
Unwin se volvió.
—Bien, confío en que no habrá más elecciones en siete años. Me costarán más de
dos mil libras, y todo por el placer de ser elegido; lo cual, como sabes, no es seguro.
Los ojos de sir John adquirieron una expresión neutra y cautelosa, como ocurría
siempre que se mencionaba el dinero.
—Muchacho, tú mismo has elegido esa profesión. Y otros están peor. Carter de
Grampoun me decía hace poco que tendría que pagar hasta trescientas guineas por
voto cuando llegase el momento. —Se puso de pie y tiró del cordón de la campanilla
—. La señora Poldark me preguntó si estaría en Bodmin durante las elecciones. Me
gustaría saber con qué intención hizo la pregunta.
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Capítulo 2
Había avanzado bastante la mañana cuando Demelza dejó atrás Caerhays,
para acercarse a su casa y almorzar. Mientras atravesaba las tierras de Trenwith,
experimentó el deseo de detenerse para dedicar unos minutos a charlar amistosamente
con Verity. Era algo que Demelza extrañaba mucho, y a lo cual nunca podía
acostumbrarse. Pero Verity estaba en Falmouth, o quizá más lejos —según parecía, a
pesar de todos los malos presagios su matrimonio era feliz—; y ella, Demelza, había
sido la promotora activa del cambio, de manera que no podía quejarse. Ciertamente,
la fuga de Verity había sido la causa de una profunda separación de las familias, y a
pesar del espíritu de sacrificio demostrado por Demelza la Navidad anterior, la herida
no se había cerrado del todo. Ahora, la responsabilidad no correspondía a Francis.
Desde las enfermedades de la última Navidad y la muerte de la pequeña Julia, parecía
sumamente ansioso por demostrar su gratitud por lo que Demelza había hecho. Pero
Ross nada quería saber del asunto. El fracaso de la Compañía Fundidora Carnmore
constituía una barrera insuperable entre ellos. Y si lo que Ross sospechaba acerca del
asunto era acertado, Demelza no podía censurarlo. Pero ella se hubiera sentido mucho
más feliz si las cosas hubiesen seguido un curso distinto. Su carácter siempre prefería
un arreglo franco y sincero antes que la sospecha amarga y permanente.
Poco antes de perder de vista la casa, advirtió que Dwight Enys la seguía por el
camino, de modo que frenó su caballo para esperarlo. Al acercarse, el joven cirujano
se descubrió.
—Hermosa mañana, señora. Me alegro de ver que está gozando del aire puro.
—Con un propósito —dijo ella, sonriendo—. Todo lo que hago en estos tiempos
tiene algún propósito. Presumo que muy moral, si se lo quiere ver así.
Dwight retribuyó la sonrisa de Demelza —era difícil no hacerlo— y dejó que su
caballo avanzara al paso de la montura de Demelza. El camino tenía la anchura
suficiente para permitirles avanzar a la par. Con ojo profesional, el joven advirtió que
después de la enfermedad padecida en enero ella había quedado muy delgada.
—Supongo que todo depende de que el propósito sea realmente moral.
Demelza se recogió un mechón desordenado por el viento.
—Ah, eso no lo sé. Deberíamos preguntar al predicador. Estuve en Place House
atendiendo al ganado de sir John.
Dwight pareció sorprendido.
—Ignoraba que usted era experta en eso.
—No lo soy. Sólo ruego a Dios que la vaca Hereford de sir John mejore
prontamente. Si muere, no habré progresado nada.
—¿Y si vive?
Ella lo miró.
—¿Adónde iba, Dwight?
—A ver a algunos habitantes de Sawle. Está aumentando mi popularidad entre los
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pacientes que no pueden pagar. Choake es cada vez más perezoso.
—Y menos cordial. ¿Qué hay en el fondo de todo eso… ese intento de condenar a
Ross?
El médico pareció incómodo. Con el extremo suelto de las riendas golpeó la
manga de su chaqueta de terciopelo negro.
—Supongo que la ley…
—Oh, sí, la ley. Pero hay más. Desde cuándo la ley se preocupa tanto de los que
saquean un naufragio o maltratan un poco a unos cuantos aduaneros… Incluso
suponiendo que Ross haya participado en el asunto; y sabemos que no fue así. Es lo
que viene haciéndose desde que tengo memoria, e incluso desde hace varios siglos.
—No sé si eso es del todo exacto… no, no es del todo exacto. Haré cuanto sea
necesario para ayudar a Ross, y usted lo sabe…
—Sí, lo sé.
—Pero de nada sirve cerrar los ojos al hecho de que uno puede desafiar diez
veces a la ley, pero la undécima, si a uno lo atrapa, se prende como una sanguijuela, y
no descansa hasta que consigue su propósito. Así son las cosas. Por supuesto, en este
caso uno se pregunta si, ahora que la ley está actuando, no se ejercitan también otras
influencias…
—Hay hombres que andan por ahí haciendo preguntas… incluso a los Gimlett,
nuestros propios criados. ¡Apenas hay un cottage en el distrito que no haya recibido
la visita de estos individuos, y todos tratando de achacar la culpa a Ross! Sí, no dudo
de que es la ley, pero según parece, en este caso dispone de mucho tiempo y dinero…
aunque están malgastando ambos, porque su propia gente no lo traicionará, y más
vale que lo comprendan así. Ross tiene enemigos, ¡pero no entre los mineros que lo
ayudaron durante el naufragio!
Llegaron a la iglesia de Sawle, con su torre inclinada como la de Pisa, y Dwight
se detuvo a la entrada del bosque. Sobre la colina, varias mujeres trabajaban en una
ladera sembrada de trigo; ya habían formado parvas sobre los bordes, pero el centro
del campo estaba intacto, y la ladera parecía un pañuelo bordado.
—¿No entrará en la aldea?
—No, Ross seguramente está esperándome.
—Si existe —dijo Dwight—, si existe una influencia que nada tiene que ver con
la ley, yo no la atribuiría a pomposas nulidades como el cirujano Choake, que carecen
del dinero o la maldad necesarios para producir daños graves.
—Tampoco yo, Dwight. Nosotros tampoco lo creemos.
—No…
Demelza apretó más fuertemente el látigo de montar, pero no habló.
Dwight dijo:
—Para su información, le diré que hace doce meses que no veo a los Warleggan.
Ella dijo:
—Por mi parte, sólo conozco bien a George. ¿Cómo son los demás?
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—Los conozco muy poco. Nicholas, el padre de George, es un hombre duro, de
carácter dominante, pero tiene una reputación de honesto que no puede tomarse a la
ligera. Cary, el tío de George, es la eminencia gris, y si hay que hacer algo tortuoso
supongo que él se encargará del asunto. Aunque confieso que siempre se mostraron
muy amables conmigo.
Demelza desvió los ojos hacia el triángulo azul plata del mar que cerraba el
extremo del valle.
—Sansón, que perdió la vida en el naufragio, era primo de los Warleggan. Y hay
otros agravios entre Ross y George… aun antes de la compañía fundadora. Es un
momento oportuno para saldar viejas cuentas.
—Yo no me preocuparía demasiado por eso. La ley tendrá en cuenta únicamente
la verdad.
—No estoy segura de ello —dijo Demelza.
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Después de las tormentas de Navidad el invierno había sido tranquilo, pero Ross
pensaba que no había calma en la región, del mismo modo que él tampoco la tenía.
Los precios del cobre se habían elevado apenas lo indispensable para determinar un
pequeño aumento en la ganancia de las minas que estaban explotándose, y en todo
caso nada que justificase la iniciación de nuevas explotaciones o la reapertura de las
antiguas. La vida estaba muy próxima al nivel de supervivencia.
Cuando salió de la playa y pasó el muro derruido vio a Demelza, que bajaba por
el valle, y ella lo vio casi al mismo tiempo, y lo saludó con la mano, y él respondió.
Se reunieron en la casa; él la ayudó a desmontar y entregó el caballo a Gimlett, que
había acudido presuroso.
—Te vestiste para tu salida de la mañana —dijo Ross.
—Me pareció que no estaba bien que me viesen desaliñada, como si no importara
que soy la señora Poldark.
—En este momento, algunos opinarán precisamente así.
Ella lo tomó del brazo y lo obligó a acompañarla en un recorrido por el jardín.
—Mis malvalocas no crecen tan bien este año —dijo—. Exceso de lluvias. Todos
los cultivos están retrasados. Necesitaríamos un mes de septiembre cálido y seco.
—Habrá una atmósfera muy pesada en el tribunal.
—No estaremos todo el mes en la sala del tribunal. Solamente un día. Y después
quedarás libre.
—¿Quién lo dice? ¿Estuviste consultando a tus brujas?
Demelza se detuvo para retirar un caracol que estaba bajo una hoja de primavera.
Lo sostuvo con desagrado entre el índice y el pulgar enguantados.
—Nunca sé qué hacer con ellos.
—Déjalo sobre esa piedra.
Así lo hizo, y se volvió mientras él lo pisaba.
—Pobre criaturita. Pero comen tanto; no me importaría si se contentasen con una
hoja o dos… Ross, hablando de brujas, ¿has oído hablar de una enfermedad de las
vacas llamada de la «cola quebrada»?
—No.
—Se paralizan las patas traseras y se aflojan los dientes.
—Los dientes de una vaca siempre están flojos —dijo Ross.
—Y la cola tiene un aspecto extraño, como si estuviese desarticulada… uno diría
que se ha fracturado. De ahí el nombre. ¿Te parece que puede curarse abriendo la cola
y aplicando una cebolla hervida?
Ross dijo:
—No.
—Pero no haría ningún daño si de todos modos la vaca se cura, ¿verdad?
—¿Qué estuviste haciendo esta mañana?
Ella miró el rostro distinguido y huesudo.
—Me encontré con Dwight en el camino de regreso. Asistirá al juicio.
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—No veo por qué debe ir. Por lo que sé, la mitad de Sawle y Grambler asistirá.
Será un verdadero carnaval romano.
Continuaron paseando en silencio. El jardín estaba inmóvil bajo las nubes bajas, y
las hojas y las flores parecían mostrar la sustancia más cálida y firme de las cosas
permanentes. Ross pensó: «No hay cosas permanentes, sólo momentos fugaces de
calidez y fraternidad, maravillosos segundos de quietud en una sucesión de días
inquietantes».
Comenzó a llover, y ambos entraron en la casa y permanecieron un minuto frente
a la ventana de la sala, contemplando las grandes gotas que salpicaban las hojas del
árbol de lila y dibujaban manchas oscuras. Cuando de pronto comenzó a llover,
Demelza sintió el impulso instintivo de ir a ver si Julia dormía afuera. Quiso decírselo
a Ross, pero se contuvo a tiempo. Rara vez mencionaban el nombre de la niña. A
veces ella sospechaba que Julia era como un obstáculo levantado entre ellos, y que si
bien él hacía todo lo posible por no pensar en el asunto, todavía recordaba el riesgo
que ella había afrontado tratando de ayudar a la gente de Trenwith.
Demelza dijo:
—¿No deberías volver a ver al señor Pearce?
Ross rezongó:
—Ese hombre me irrita. Cuanto menos lo vea, tanto mejor. Demelza respondió
serenamente:
—Como sabes, están en juego mi vida y también la tuya.
Él la abrazó.
—Vamos, vamos. Si algo me ocurriera, aún tienes muchos años de vida. La casa y
la tierra serán tuyas. Serías la principal accionista de la Wheal Leisure. Y tendrías una
obligación: hacia la gente y la comarca…
Ella lo interrumpió:
—No, Ross, nada tendré. Volveré a ser una mendiga. La tosca hija de un
minero…
—Serás una bella joven de poco más de veinte años, con una pequeña propiedad
y un montón de deudas. Aún tendrás que vivir lo mejor de tu vida…
—Vivo únicamente por ti. Me hiciste lo que soy. Me haces creer que soy bella,
me haces creer que soy la esposa de un caballero…
—Tonterías. Estoy seguro de que volverás a casarte. Si yo desapareciera, te
encontrarías requerida por hombres de todo el condado. No lo digo por halagarte; no
es más que la verdad. Podrías elegir entre docenas de individuos…
—Jamás volveré a casarme. ¡Jamás!
La mano de Ross oprimió la de Demelza.
—Aún estás muy delgada.
—No es así. Deberías saber que no es así.
—Bien, digamos esbelta. Tu cintura solía ser más redonda.
—Sólo después que nació Julia. Entonces… era distinta. —Bien, ahora la había
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mencionado.
—Sí —dijo él.
Guardaron silencio un minuto o dos. Los ojos azules de Ross mostraban
entornados los párpados, y ella no podía leer la expresión de su rostro.
Demelza dijo:
—Ross.
—¿Sí?
—Quizá más tarde parezca diferente. Tal vez tengamos otros hijos.
Él se apartó de la joven.
—No creo que a un niño le agrade tener por padres a un recluso… Me gustaría
saber si la comida está lista.
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última pelea se habían visto poco; pero como ejercían la profesión más o menos en el
mismo territorio, era natural que hubiese contactos ocasionales. Choake siempre tenía
a mano un remedio —a veces incluso parecía haber elegido el remedio antes aún de
ver al paciente—. Pero Dwight nunca pudo determinar si estos remedios respondían a
una teoría dada de la medicina, o simplemente a los impulsos de su propio cerebro.
Ese mediodía Dwight tenía que visitar a varios pacientes, y ante todo debía ver a
Charlie Kempthorne. Dos años antes, Kempthorne había padecido consunción en
ambos pulmones, si bien estaban afectados únicamente los extremos superiores; pero
esto hubiera bastado para llevarlo a la tumba. Ahora, aparentemente, estaba bien, y lo
había estado todo el año; no había tosido, había engordado y trabajaba otra vez, no en
las minas, sino fabricando velas. Como Dwight había supuesto, estaba en su casa,
sentado a la puerta del cottage, y trabajaba con una gruesa aguja e hilo. Cuando vio al
médico, en su rostro delgado y muy bronceado se dibujó una sonrisa; y el hombre se
puso de pie para saludarlo.
—Pase, señor. Me alegro de verlo. Estuve guardándole unos huevos, y esperando
que llegase.
—Me marcho en seguida —dijo Enys—. Es una visita sólo para comprobar si
sigue mis instrucciones. De todos modos, gracias.
—No es difícil aplicar el tratamiento. Aquí estoy, seco y caliente, un día con otro,
cosiendo… y ganando más dinero que en la mina.
—¿Y Lottie y May? —Kempthorne tenía dos niñas flacuchas de cinco y siete
años. Había perdido a su esposa, ahogada en un accidente tres años antes.
—Están en casa de la señora Coad. Aunque me gustaría mucho saber qué
aprenderán allí. —Kempthorne se llevó el hilo a la boca para humedecerlo, e hizo una
pausa, sosteniendo el hilo entre el índice y el pulgar, mientras miraba con expresión
astuta a su interlocutor—. Seguramente ya sabe que hay más casos de fiebre. La tía
Sara Tregeagle me pidió que se lo dijera.
Dwight no contestó, porque en general le desagradaba hablar de enfermedades
con sus pacientes.
—Están enfermos los Curnow, y Betty Coad y los Ishbel, ella me pidió que se lo
dijera. Por supuesto, es natural que sea así en agosto.
—Esta es una vela grande y de buena calidad.
Charlie sonrió.
—Sí, señor. Para la One and all de Santa Ana. Necesita mucha tela.
—¿Aceptaría fabricar velas también para los buques de los aduaneros?
—Solamente si pudiera coserlas de modo que se rompiesen cuando están
persiguiendo a otros.
Desde allí hasta el sector abierto que estaba al pie de la colina no era seguro
montar a caballo, de modo que Dwight caminó lentamente por el camino empinado e
irregular. Esos cottages, los mejores de la aldea, ocupaban un lado del camino; del
otro, más allá del promontorio cubierto de vegetación, el valle descendía bruscamente
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hasta una hondonada por donde un tramo del río Mellingey corría hacia el mar y
accionaba las forjas de estaño. Cada casa estaba unos dos metros debajo de la que
ocupaba el vecino, y en la última Dwight ató su caballo. Mientras golpeaba la puerta,
un rayo de dorada luz del sol se filtró entre las nubes e iluminó el grupo de cottages,
más abajo, bañando los techos con un resplandor húmedo que era anticipación de
lluvia.
Aquí vivía Jacka Hoblin, que tenía su propia estampadora de hojalata, su esposa
Polly, su hija Rosina —que era medio inválida— y la hija menor, Parthesia, una vivaz
criaturita de once años; y ella fue quien abrió la puerta. Abajo, el cottage tenía dos
cuartitos con suelo de cal apagada, y en uno de ellos Rosina ejecutaba su trabajo
como costurera y fabricante de zuecos. Parthesia dijo que su madre estaba acostada, y
saltando delante del médico subió ágilmente la escalera exterior de piedra que llevaba
al desván con techo de vigas, donde todos dormían. Después de conducir al visitante,
se alejó rápidamente en busca de su padre, que según la niña también estaba enfermo.
Polly Hoblin, que tenía cuarenta años y aparentaba casi sesenta, saludó con
simpatía al médico; y Dwight retribuyó la sonrisa, al mismo tiempo que observaba
todos los síntomas usuales de un ataque de fiebre terciana: temblores en los
músculos, el rostro pálido y manchado, los dedos blancos inertes. Era un ataque
particularmente agudo. Pero era alentador que lo hubiesen llamado —aunque de un
modo renuente, y como disculpándose— para que tratara el caso. Dos años antes, la
gente que padecía las enfermedades corrientes compraba drogas, cuando podía
pagarlas, a Irby, el droguista de Santa Ana, o a una de las viejas del vecindario;
ciertamente, nunca se atrevían a llamar al doctor Choake —como no fuera cuando se
rompían una pierna o se encontraban in extremis—. Estaban comenzando a apreciar
lentamente el hecho de que el doctor Enys se ponía a atender a la gente que podía
pagar sólo en especie, o ni siquiera así. Por supuesto, estaban los que decían que él
hacía experimentos con los pobres; pero siempre había que contar con las lenguas
poco caritativas.
Preparó una dosis de quina para la mujer; y cuando vio que el líquido pasaba
entre los dientes apretados, le dejó dos porciones de polvos contra la fiebre que debía
tomar más tarde, y una dosis de sal policresta y ruibarbo para la noche. En ese
momento la habitación se oscureció, porque en la puerta había aparecido la figura de
Jacka Hoblin.
—Buenos días, doctor. Thesia, ve abajo y tráeme un trapo. Estoy traspirando
como un toro. Bien, ¿qué le pasa a Polly?
—La fiebre intermitente. Debe guardar cama por lo menos dos días. ¿Y usted?
Creo que tiene lo mismo. Por favor, acérquese a la luz.
Cuando se aproximó, Dwight olió el fuerte aroma del gin. De modo que era uno
de los períodos de embriaguez de Jacka. Parthesia se acercó bailoteando con un trozo
de tela roja, y el hombre lo usó para enjugarse la frente perlada de sudor. El pulso de
Jacka era tenue, regular y rápido. La fiebre estaba más evolucionada, y sin duda le
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provocaba una sed abrumadora.
—Tengo un poco. Pero es mejor moverse, no dejarse aplastar entre las mantas.
Cuanto más rápido se mueve uno, antes desaparece.
—Vea, Hoblin, quiero que ahora tome esto, y este polvo disuelto en agua antes de
acostarse por la noche. ¿Entiende?
Jacka se pasó una mano por los cabellos en desorden y lo miró hostil.
—No me gustan los brebajes de los médicos.
—Aun así debe tomarlo. Mejorará mucho.
Los dos hombres se miraron fijamente, pero el prestigio de Dwight se impuso a la
resistencia de Hoblin; y con cierta satisfacción el médico vio que el hombre ingería la
fuerte dosis de tártaro soluble. El polvo reservado para la noche, si Hoblin consentía
en beberlo, contenía diez granos de jalapa; pero eso no importaba mucho. Dwight
sentía más preocupación por la salud de las tres mujeres que por la del hombre.
Cuando salía vio a Rosina que subía la ladera de la colina con una jarra de leche.
Tenía diecisiete años, y sus bellos ojos aún no se habían arruinado en interminables
horas de coser con mala luz. Cuando se encontró con el médico, la joven se rio e hizo
una reverencia.
—Tu familia habrá mejorado mañana. Cuida que tu madre tome la medicina esta
noche.
—Eso haré. Gracias, señor.
—Tu padre… ¿provoca dificultades cuando está bebido?
La joven se sonrojó.
—Señor, suele enojarse bastante; yo diría que entonces es difícil tratarlo.
—Y… ¿es violento?
—Oh, no, señor… o rara vez. Y después trata de disculparse.
Dwight pasó frente a la ventanita en arco del negocio de la tía Mary Rogers, y
llegó al grupo de ruinosos cottages que estaban al pie de la colina; era el lugar
llamado Guernseys. Aquí comenzaba el sector más sórdido. Ventanas cubiertas con
tablas y harapos, puertas apoyadas contra la pared al lado de las aberturas que debían
cerrar, pozos negros abiertos, unidos por los caminos que seguían las ratas, techos
rotos y cabañas anexas a los cottages, y en medio de todo eso niños semidesnudos
que gateaban y jugaban. Siempre que visitaba el lugar, Dwight tenía conciencia de
sus propias ropas decentes: eran fenómenos que pertenecían a otro mundo. Golpeó en
el primer cottage, sorprendido de ver cerradas las dos mitades de la puerta. Una
semana antes había atendido el nacimiento del primogénito de Betty Carkeek,
después que dos pescaderas parteras habían cometido toda suerte de torpezas y
fracasado.
Oyó llorar al bebé, y después de un minuto entero Betty se acercó a la puerta, y
abrió cautelosamente la mitad superior.
—Oh, es usted, señor. Pase. —Betty Carkeek, de soltera Coad, no era la clase de
mujer que perdía fácilmente el ánimo, pero se había sentido aliviada cuando el cuarto
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y el quinto día pasaron sin indicios de fiebre puerperal. Ahora podía arreglárselas
bastante bien. El médico la siguió al interior de la choza de piedra (apenas era más
que eso) agachando la cabeza al pasar el umbral, y vio a Ted Carkeek sentado frente a
un pequeño fuego, removiendo cierto brebaje de hierbas. Hacía apenas un mes que
Ted y Betty se habían casado, pero permanecer en casa cuando había que trabajar y
era muy difícil conseguir empleo, parecía un modo muy extraño de mostrar afecto.
Dwight saludó al joven con un gesto de la cabeza y fue a mirar al bebé. Ted se
puso de pie y comenzó a salir, pero Betty lo detuvo, y él gruñó y volvió a vigilar su
brebaje. El niño estaba congestionado por un enfriamiento, y respiraba agitadamente;
Dwight se preguntó qué habría hecho la inexperta joven; siempre había que luchar
contra la ignorancia y el descuido.
—Betty, ¿su madre estuvo aquí?
—No, señor. Mi madre está un poco enferma.
—Naturalmente. —Kempthorne había mencionado a la familia Coad—. ¿La
fiebre terciana?
—Sí, creo que es eso.
La sustancia puesta al fuego comenzó a burbujear, y se oyó un chisporroteo
cuando algunas gotas cayeron sobre las llamas. Del hogar brotó humo, y se elevó
hacia las vigas ennegrecidas.
—¿Y usted?
—Oh, estoy bien. Pero Ted…
—Cierra la boca —dijo Ted desde el hogar.
Dwight no le prestó atención.
—Se ha levantado antes de tiempo —dijo a la joven—. Si Ted se queda en casa,
puede cuidarla.
—Más bien yo tengo que cuidarlo.
Ted hizo otro movimiento impaciente, pero ella continuó:
—Ted, deja que el médico te vea. No ganarás nada cociendo hierbas junto al
fuego. Bien sabemos que él nunca contará nada.
Después de un momento, Ted se puso en pie de mala gana y se acercó a la luz que
entraba por la puerta.
—Me lastimé el hombro, eso es todo. De nada servirá que lo vea.
Dwight apartó la rústica tela que el muchacho se había puesto sobre el hombro.
Una bala de mosquete había entrado cerca del hueso y rebotado, dejando una herida
bastante limpia. Pero ahora estaba inflamada, y la cataplasma de hojas de milenrama
hervidas no había mejorado el asunto.
—¿Tienen agua limpia? ¿Qué está hirviendo sobre el fuego?
Dwight comenzó a vendar la herida, sin formular ningún comentario acerca de las
circunstancias. Y como no preguntó, le brindaron una explicación, si bien sólo
después que terminó el vendaje y sangró al paciente, y cuando ya se disponía a salir.
Ted Carkeek se había unido con cuatro amigos; tenían una frágil embarcación con la
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cual si hacía buen tiempo se aventuraban en el largo y peligroso viaje a Francia, para
cargar bebidas, llevarlas a Cornwall y venderlas. No era una empresa a gran escala,
como la del señor Trencrom; pero con cuatro o cinco viajes anuales se las arreglaban
para vivir. Habían partido el sábado para regresar el miércoles, y se habían acercado a
la caleta de Vaughan, un lugar de la playa que a veces se conectaba con la caleta de
Sawle; y allí habían encontrado a Vercoe y a otros dos aduaneros, que esperaban para
detenerlos. Habían empezado a pelear y la embarcación se hundió, porque en la
confusión había encallado en las rocas; Ted Carkeek recibió un disparo en el hombro.
Un asunto desagradable y que podía tener repercusiones.
—No estábamos haciendo nada malo —dijo indignado Ted—. Sólo queremos
ganar un poco, como hace otra gente… y ahora tenemos que empezar todo de nuevo,
si podemos. Y bien puede ocurrir que los soldados vengan a revisar las casas, como
hicieron en Santa Ana.
Betty dijo:
—Todos querríamos saber cómo supieron los aduaneros dónde pensaban
desembarcar. No es natural. Alguien estuvo hablando.
Dwight cerró su maletín de cuero, y dirigió una última e inquieta mirada en
dirección al niño. Era tan pequeño que poco podía hacerse; de todos modos, la señora
Coad se ocuparía sin duda de que su hija le desobedeciese, y le daría algún brebaje
que ella hubiera preparado. El niño sobreviviría o no según su propia constitución.
Dijo ahora:
—Los aduaneros tienen el oído fino. Ted, debe descansar ese hombro. No trabaje
por lo menos durante una semana.
—Y no es la primera vez —dijo Ted—. El viejo Pendarves y Foster Pendarves
fueron detenidos en abril con las manos en la masa. Yo digo que no es natural.
—¿Mucha gente de la aldea estaba enterada?
—Oh… sí, creo que sí. Es difícil que no lo adivinen cuando uno se ausenta la
mitad de la semana, pero pocos sabían dónde pensábamos desembarcar. Eso lo sabían
sólo seis o siete. Si pudiera ponerle la mano encima al que no supo frenar la lengua, o
lo que es peor, al que nos denunció…
El cuarto estaba oscuro y hedía; Dwight sintió el súbito impulso de elevar las
manos hacia las vigas inclinadas, y desencajarlas. Tanto habría valido que esa gente
viviera en una caverna, sin luz ni sol.
—Betty, ¿tiene otros familiares enfermos?
—Bien, yo no diría tanto. Joan y Nancy también tienen fiebre, pero traspiran
mucho, y ya están curándose.
—¿Estuvieron atendiendo a su bebé?
Betty lo miró, más deseosa de decir la palabra apropiada que la verdad.
—No, señor —dijo al fin.
Dwight recogió su maletín.
—Bien, no permita que se acerquen. —Se volvió para salir—. Ted, tenga cuidado
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con sus sospechas. Sé que es fácil dar consejos, pero cuando uno empieza a sospechar
de la gente no es fácil saber dónde detenerse.
Mientras salía del cottage y cruzaba la plaza hacia los depósitos de pescado,
donde varias familias sobrevivían dificultosamente, meditaba en los problemas que le
había acarreado el brote de fiebre. Todo el verano lo había inquietado la renovada
virulencia de esa enfermedad estacional —y dicha virulencia se refería no sólo al
hecho de que en algunos casos, como el de la señora Hoblin, la enfermedad cobraba
una gravedad inusitada, sino a la aparición de nuevos síntomas cuando la gente
hubiera debido recuperarse—. Aparecían decoloraciones de la piel, focos de
inflamación, y después una debilidad más acentuada. Dos niños habían muerto poco
antes —al parecer como consecuencia de esa nueva forma— y varios adultos estaban
mucho más enfermos de lo que hubiera sido lógico suponer. Incluso los niños que
mejoraban se sentían débiles y tenían la piel amarilla, los vientres blandos y las
piernas flojas. Si comenzaba una epidemia de sarampión, morirían como moscas.
Había ensayado toda la serie de sus armas favoritas, pero ninguna parecía producir el
más mínimo efecto. A veces Dwight se preguntaba si había llegado el momento de
anunciar una nueva enfermedad, la enfermedad carencial, para englobar los síntomas
que él había descubierto.
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Capítulo 3
Ross cabalgó hacia Truro el lunes siguiente. Demelza hubiera debido
acompañarlo, pero intuyó que él prefería viajar solo. Ahora solía mostrar a menudo
ese estado de ánimo.
Cuando llegó a Truro, Ross se dirigió inmediatamente a la casa del señor
Nathaniel Pearce.
En el mes de febrero, cuando el aparato de la ley había comenzado a actuar de un
modo tan súbito e inesperado, Ross aún sentía los peores efectos de su duelo y sus
diferentes fracasos, y así había soportado, con irritación y resentimiento, las
preguntas del funcionario judicial. Era muy evidente que debía permitir que lo
representase un abogado. ¿Y quién mejor que el señor Pearce, que era su notario y lo
había sido de su padre, además de consocio de la Wheal Leisure y acreedor por la
suma de mil cuatrocientas libras?
Pero durante los meses de espera Ross sintió varias veces el impulso de introducir
un cambio decisivo antes de que fuese demasiado tarde. Pearce era un buen
negociador, inclinado a los asuntos de carácter comercial, un individuo bastante
agudo y hábil en los casos de dinero; pero en los juicios penales convenía contar con
hombres más jóvenes y ágiles. Además, en la agria disputa que había estallado entre
dos grupos de la región durante los últimos años, Pearce era uno de los pocos que aún
tenía un pie en cada campo. Era amigo de Ross y de los Warleggan. Era accionista de
la Wheal Leisure, y sin embargo tenía cuenta con los Warleggan… aunque a veces
representaba legalmente a Pascoe. Era amigo personal del doctor Choake, pero había
prestado dinero a Dwight Enys. En principio todo eso estaba muy bien; la objetividad
y la imparcialidad eran cualidades admirables, pero recientemente, cuando la última
lucha había dejado una secuela de ruinas y hogares destruidos, esa virtud ya no
parecía tan saludable.
Ross lo encontró más reanimado que de costumbre. Se le había aliviado la gota
crónica que padecía, y aprovechaba su nueva movilidad para descargar un ataque
furioso sobre cajas de antiguos documentos legales que llenaban la habitación. Un
empleado y un cadete colaboraban en la orgía, trasladando cajas al escritorio del
notario, y retirando después los pergaminos amarillos y crujientes, los mismos que el
señor Pearce leía y arrojaba al suelo.
Cuando vio a Ross, dijo:
—Bien, capitán Poldark; qué agradable sorpresa; tome asiento, si encuentra
dónde. Noakes, desaloje una silla para el capitán Poldark. Precisamente estoy
despachando algunos asuntos viejos. Nada actual, ya me entiende; separo papeles
viejos que pueden eliminarse. Espero que usted estará bien; este tiempo inestable es
bueno para algunos. —Arrojó al suelo una docena de papeles apolillados, y se arregló
la peluca—. Mi hija me decía ayer… Noakes, llévese estas cajas: los papeles de
Basset y de Tresize deben permanecer intactos… Esto es una pequeña broma, capitán
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Poldark, si uno conoce el tema de los archivos de 1705… Por supuesto, las familias
más antiguas esperan que su abogado conserve toda la correspondencia pertinente;
pero el espacio es un verdadero problema; necesitaría varios sótanos. Mi hija me
decía que los veranos húmedos son veranos saludables. ¿Usted concuerda en ello?
—No lo distraeré mucho tiempo —dijo Ross.
Pearce lo miró y dejó sobre la mesa el manojo de papeles que había levantado.
—Por supuesto —dijo—. Comprendo… en fin, dispongo de un momento. Hay
que discutir una o dos cosas. Noakes… y usted, Biddle… salgan de aquí. Dejen las
cajas. Dios mío, Dios mío, no sobre el escritorio. Eso mismo… Ahora, capitán
Poldark, ya estamos cómodos. Un minuto para remover el fuego…
De modo que se instalaron en la habitación, sobrecalentada y atestada de papeles,
y el señor Pearce se rascó e informó a Ross de las disposiciones adoptadas hasta ese
momento en relación con el juicio. Las sesiones se inaugurarían formalmente el
sábado cuatro, aunque no se desarrollaría ninguna actividad hasta el lunes. Se exigía
la presencia de Ross ante el alcaide de la cárcel a más tardar el jueves dos. El
honorable señor Wentworth Lister y el honorable señor H. C. Thornton, dos de los
jueces de Su Majestad del Tribunal de Juicios Comunes, debían entender en los
casos. Probablemente H. C. Thornton se ocuparía del aspecto nisi prives y Wentworth
Lister atendería los casos de la Corona. Las listas eran muy nutridas, porque cuando
debían haberse celebrado las sesiones de invierno, Launceston estaba tan afectada por
la fiebre que los abogados habían rehusado acudir, de modo que todos los casos se
habían postergado hasta el verano. Sin embargo, era probable que el proceso de Ross,
al que se atribuía importancia, se ventilara el martes o el miércoles.
—¿Quién es el fiscal de la Corona?
—Creo que Henry Bull. Me hubiera gustado otra persona… aunque le prevengo
que nunca lo vi, no lo conozco, excepto de oídas; y según dicen es un poco duro. Por
lo que sé no es un gran abogado, pero trata de obtener fallos condenatorios. En fin,
así son las cosas. Usted, capitán Poldark, contará con muchas simpatías; y todo
ayuda, se lo aseguro; es cosa muy importante cuando hay que lidiar con un jurado. —
Pearce se inclinó hacia delante con el atizador en la mano y volvió a remover el
fuego.
—Buena voluntad y mala voluntad —dijo Ross, observando el rostro de su
interlocutor.
—Ciertamente, no estoy enterado de que haya mala voluntad. Por supuesto,
puede haberla; todos tenemos enemigos; es difícil vivir sin hacerse enemigos. Pero
creo que no son muchos los que, debiendo afrontar un juicio, consiguen que dos
magistrados paguen el dinero de la fianza. Lo cual, después de las cosas que usted
dijo, me parece un verdadero homenaje. Usted se mostró un tanto… ejem…
temerario, por decirlo así, como ya se lo señalé anteriormente.
—Me limité a decir lo que pensaba.
—Oh, no lo dudo; ciertamente. Pero si puedo aventurar una sugerencia… capitán
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Poldark, no siempre conviene decir exactamente lo que uno piensa sin atender a las
circunstancias… es decir, si uno desea… ejem… en este caso, puesto que lord
Devoran y el señor Boscoigne simpatizan con usted, podría haberse hallado cierta…
cierta fórmula, si usted no se hubiese comprometido tan entusiastamente. Confío en
que, cuando llegue el momento en que usted hable ante el tribunal, prestará mayor
atención a su seguridad. En mi opinión, lo digo con toda humildad, mucho dependerá
de la actitud que adopte.
—Es decir, mi vida dependerá de ello. —Ross se puso de pie y se acercó a la
ventana, abriéndose paso entre los papeles.
—Esperemos que eso no esté en juego. Dios mío, no. Pero recuerde que tendrá
que considerar los sentimientos del jurado… siempre son muy susceptibles a las
buenas y las malas impresiones. Créame, su actitud influirá mucho. Por supuesto, el
abogado le aconsejará en el momento oportuno… y confío en que usted aceptará el
consejo.
Ross miró una araña que se deslizaba hacia el centro de su tela en un rincón de la
ventana.
—Vea, Pearce, una cosa no hice, y debo salvar la omisión… quiero hacer
testamento. ¿Puede ordenar que lo redacten… ahora mismo, de modo que pueda
firmarlo antes de salir?
—Caramba, sí, no es imposible si pueden obviarse las condiciones testamentarias.
Noakes puede hacerlo ahora mismo.
—No será nada complicado. Un enunciado claro y directo, en que indico que dejo
a mi esposa todas mis deudas.
Pearce recogió un libro, y con gesto distraído pasó el dedo sobre el lomo, como
limpiándole el polvo.
—Espero que la situación no sea tan grave, ¡ja, ja! Las cosas están un tanto
difíciles ahora, pero sin duda mejorarán.
—Mejorarán si se permite que mejoren. Si las cosas salen mal en Bodmin, usted
difícilmente recuperará su dinero. De modo que en honor de la justicia y de sus
propios intereses le conviene asegurar mi libertad. —En los ojos de Ross había una
leve expresión de ironía.
—Por supuesto, por supuesto. Créame, todos haremos cuanto sea posible. Mucho
depende del jurado. Confieso que me sentiría mucho más tranquilo si no llegasen
noticias tan graves de Francia. Tenemos que afrontar la situación. Esos disturbios en
Redruth durante el otoño; hace diez años habría entendido en el asunto un juez de
menor categoría… ahora, un ahorcado y dos deportados… —El señor Pearce se rascó
bajo la peluca—. ¿Desea que llame a Noakes?
—Se lo ruego.
El abogado abandonó su sillón y tocó la campanilla.
—Aún necesitamos completar la declaración de la defensa. Si piensa declararse
no culpable es esencial que…
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Ross se apartó de la ventana.
—Dejemos eso. Hoy no estoy de humor. Cuando falten pocos días para ingresar
en la cárcel quizá me decida a considerar el asunto…
Había una invitación pendiente a comer con los Pascoe, y cuando Ross
salió de la oficina del señor Pearce ya eran las dos, de modo que caminó sin prisa
hacia el banco, que estaba en la calle Pydar. Otro día con mal tiempo; agosto se
mostraba implacable. Un viento frío del noroeste provocaba intensos chaparrones, y
el sol intenso que asomaba de tanto en tanto no tenía tiempo de secar las calles antes
de que las nubes se abriesen de nuevo sobre la tierra. En esa ciudad, donde había
hilos de agua que corrían por el costado de las calles incluso en los veranos más secos
y donde burbujeaban arroyos semiocultos en cada callejón, una ciudad de la cual
nadie podía salir como no fuera atravesando un puente o un vado, el paseante tenía la
sensación de que todo estaba saturado de agua. En los lugares bajos, los estanques
lodosos sumergían lentamente los adoquines, y se unían para formar pequeños lagos.
Con el fin de evitar uno de ellos, que cubría la mitad de la calle Powder, Ross
dobló por la calle de la Iglesia, y el viento, que súbitamente había cobrado renovado
impulso, agitó la cola de su levita y trató de arrancarle el sombrero. Otro hombre que
marchaba detrás no tuvo tanta suerte, y un sombrero de fieltro negro con un ancho
reborde rodó sobre los adoquines húmedos y terminó a los pies de Ross. Este lo
levantó, y cuando el propietario se acercó vio que era Francis. Tantas cosas habían
ocurrido en la relación de los dos primos desde la irritada escena del mes de julio, que
se encontraron como extraños, dos hombres que recordaban los antiguos
sentimientos, pero ya no los experimentaban.
—Por Dios —dijo Francis—. Un viento imposible. Me empujó a este callejón
como si hubiera sido una hoja. —Aceptó el sombrero, pero no volvió a ponérselo.
Sus cabellos continuaron agitándose a causa del viento—. Gracias, primo.
Ross asintió levemente y se aprestó a seguir su camino.
—Ross…
Se volvió. Advirtió que Francis estaba más delgado. Ya no se percibía la antigua
insinuación de obesidad; pero eso no le confería un aire más saludable.
—¿Sí?
—Nos vemos muy de vez en cuando, y no dudo de que incluso eso te parece
demasiado. No critico tu actitud; pero quiero decir un par de cosas, no sea que
transcurra otro año antes de que vuelva a presentarse la oportunidad.
—¿Bien? —Los ojos inquietos de Ross parecían mirar un punto situado a
espaldas de Francis.
Francis se levantó el alto cuello de terciopelo de su chaqueta.
—Hablar con este viento es irritante. Caminaré contigo unos pasos.
Echaron a andar. Francis no dijo palabra hasta que llegaron a la iglesia de Santa
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María y doblaron siguiendo la empalizada del cementerio.
—Se trata sobre todo de dos asuntos. Quizá no aceptes mis buenos deseos, ni
estés con ánimo de apreciarlos, pero debes saber que cuando el mes próximo vayas a
Bodmin, de todos modos te acompañarán.
—Gracias.
—El segundo asunto es que si mi ayuda puede servirte de algo, estás en libertad
de reclamarla.
—No creo que me sirva de nada.
—Tampoco yo lo creo, por lo menos en lo esencial, porque de lo contrario la
habría ofrecido antes. Pero si se da el caso…
Vaciló y dejó de hablar y caminar. Ross esperó. Francis golpeaba con su bastón
los tablones de la empalizada.
—No dudo de que las tumbas son un lugar apropiado para las confidencias. Si las
cosas toman un mal sesgo el mes próximo, ¿cómo queda Demelza?
Ross alzó la cabeza, como si hubiese cobrado conciencia de un desafío, no de
Francis, sino de esta circunstancia que comenzaba a perfilarse claramente en el
espíritu de esa gente tanto como en el suyo propio.
—Conseguirá arreglárselas. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque puedo prestar ayuda, en diferentes formas. Sin duda, estoy casi tan
quebrado como tú, o peor aún; pero si después del mes próximo tú estás encarcelado
y yo en libertad, ella puede dirigirse a mí en caso de que necesite ayuda o consejo.
Aún tengo cierto prestigio en el condado, y dispongo de una reserva financiera. Puede
disponer de esa suma si la necesita, o de cualquier otra cosa que yo posea.
Ross sintió el impulso de decir: «Qué, acudir a un traidor y un ladronzuelo como
tú, que traicionó y arruinó a una docena de hombres buenos y un magnífico proyecto,
y todo por un mezquino despecho»; pero carecía de pruebas, y de todos modos el
asunto estaba muerto y enterrado. El resentimiento y la amargura y los viejos
rencores eran cosas muertas que infestaban las manos de quienes los manipulaban.
Algo por el estilo había dicho Demelza el invierno pasado, poco después de la muerte
de Julia. «Todas nuestras disputas parecen pequeñas y mezquinas. ¿No deberíamos
aprovechar toda la amistad que se nos brinda… mientras aún es posible?».
Ross dijo:
—¿Es también la opinión de Elizabeth?
—No la he consultado, pero estoy seguro de que piensa lo mismo.
El sol se había ocultado, como preparación para el chubasco siguiente. Del cielo
llegaba una luz dura y metálica, y la calle tenía un perfil inmóvil e incoloro, como en
un grabado de acero.
—Gracias. Espero que no será necesario aprovechar tu ofrecimiento.
—Por supuesto, esa es también mi esperanza.
De pronto, Ross pensó que de no haber sido por ese hombre quizá no hubiera
ocurrido nada de todo lo que ahora lamentaba. La compañía ya no tenía remedio. Y
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sin embargo, ahí estaba, hablando tranquilamente, como si nada hubiera ocurrido. Era
como recibir una bofetada en el rostro.
Dijo con voz distinta:
—Acabo de redactar el testamento. Lo tiene Pearce. Si llegara lo peor, no dudo de
que será capaz de hacer lo que corresponde. —Alzó su látigo en una especie de
saludo, sin mirar a los ojos a su primo, y volvió sobre sus pasos para continuar su
camino hacia la residencia de los Pascoe.
Cuando entró, Harris Pascoe estaba detrás de su escritorio; pero el banquero le
hizo señas de que se acercara, y ambos entraron en el salón privado. Mientras bebían
una copa de brandy, Pascoe dijo:
—Viene a comer el joven Enys… por primera vez en varios meses. Joan está
complacida, pero yo dudo un poco de esa relación. Hace tanto que se prolonga que no
creo que termine en nada. Sobre todo después del asunto de Dwight con esa mujer, el
año pasado.
—La joven prácticamente se le ofreció —dijo Ross—. Confío en que no seré el
convidado de piedra durante la comida de hoy.
—Por cierto que no. Sus visitas son tan raras como las de Enys. Entre… Me
reuniré con usted en un minuto.
—He venido también para arreglar ciertos asuntos —dijo Ross—. Se relacionan
con el juicio que me harán dentro de poco.
Ross observaba con cierto interés lejano las reacciones de diferentes personas
cuando mencionaba el proceso inminente. En los ojos de algunos había un resplandor
mórbido y especulativo que se manifestaba detrás de la expresión de simpatía; otros
se retraían, como si uno les hubiese dicho que pensaba amputarse la pierna. Harris
Pascoe apretó los labios con disgusto, y dedicó un momento a asegurar detrás de las
orejas las varillas de sus anteojos.
—Confiamos en que ese asunto tendrá una feliz solución.
—Pero entretanto, un hombre prudente ordena sus asuntos.
—Creo que por el momento hay muy poco que hacer.
—Excepto asegurar la propia solvencia.
—Sí. Por supuesto. Naturalmente. ¿Quiere examinar su cuenta mientras está
aquí?
Volvieron al banco, y Pascoe abrió uno de los grandes libros de cubiertas negras,
limpió un poco de polvo de rapé que manchaba una página y tosió.
—En resumen, la situación es esta. Tiene un saldo a su favor de poco más de
ciento ochenta libras. Su propiedad está gravada por una hipoteca permanente del
banco, que son dos mil trescientas libras, las cuales devengan el siete por ciento de
interés. Según entiendo, al mismo tiempo hay otra deuda de… un millar de libras, ¿no
es así?… Con un interés del cuarenta por ciento… ¿reembolsable cuándo?
—Este mes de diciembre, o el próximo.
—Este mes de diciembre, o el próximo. ¿Y su ingreso… en cifras redondas, por
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así decirlo?
—No pasa de trescientas libras anuales netas. Harris volvió a pestañear.
—Ejem… sí. Supongo que calcula esa cifra después de pagar los gastos
corrientes.
—Sí, los gastos corrientes de alimentación.
—Bien, la situación no es promisoria, ¿no le parece? Como recordará, cuando
usted consideró la posibilidad de tomar el segundo préstamo, le aconsejé que en
cambio vendiese las acciones de la mina. De todos modos, no me corresponde
recordar lo que le aconsejé entonces. ¿Otras deudas importantes?
—No.
Un abejorro había entrado por una ventana abierta, y exploraba la habitación con
gran despliegue de energía. El banquero empujó el libro, deslizándolo sobre el
escritorio, y Ross firmó su nombre junto al último asiento de la cuenta.
—Me interesa —dijo— ofrecer cierta seguridad a mi esposa. Trato de no
considerar con pesimismo el proceso, pero de nada sirve comportarse como el
avestruz. —Levantó los ojos engañosamente soñolientos, y ahora había de nuevo en
ellos un leve toque de ironía—. La ley puede apelar a varios recursos para privarla de
mi apoyo… de modo que, si enviuda, o se ve privada de mi compañía por mucho
tiempo, me gustaría saber que no queda sin techo.
—Creo que en ese sentido puede tranquilizarse —dijo serenamente el banquero
—. Sus activos líquidos saldarán la segunda hipoteca. Si no es así, yo aportaré la
diferencia.
Volvieron al saloncito privado.
—Usted soporta la desventaja de ser mi amigo —dijo Ross
—De ningún modo es una desventaja.
—Tengo excelente memoria… en el supuesto de que la ley me permita
conservarla.
—Estoy seguro de que así será. —Con cierto embarazo, pues parecía que la
conversación estaba cobrando un matiz emocional, el banquero continuó en diferente
tono—. Poldark, deseo comunicarle una noticia, pese a que aún no es del dominio
público. Estoy ampliando la firma, e incorporando socios.
Ross volvió a llenar su copa. Para él no era una buena noticia, porque en ese
momento dependía mucho de la buena voluntad personal del banquero; pero no podía
expresarlo.
—Un paso importante, pero supongo que usted tiene buenas razones para darlo.
—Sí, creo que tengo buenas razones. Por supuesto, cuando mi padre comenzó a
descontar cargamentos de estaño, todo era distinto. Hace treinta años los negocios
eran sencillos y directos, y sólo después que yo me casé comenzamos a emitir
documentos bancarios. Siempre tuvimos elevada reputación, y mientras existiera esa
confianza no se requerían complicados sistemas financieros. Pero las cosas han
cambiado, y debemos seguir el paso de los tiempos. En la actualidad, un banco
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afronta toda clase de responsabilidades y presiones nuevas… y creo que son una
carga mayor que la que puede soportar un hombre… o una familia…
—¿Quiénes serán sus nuevos socios?
—Saint Aubyn Tresize, a quien usted conoce. Tiene dinero y prestigio, y grandes
intereses. El segundo es el abogado Annery. Un buen hombre. El tercero es Spry.
—No lo conozco.
—Es cuáquero. Yo seré el socio gerente, y la firma será Pascoe, Tresize, Annery
& Spry. Creo que la comida ya está lista. ¿Un poco más de brandy para completar su
copa?
—Gracias.
Mientras se acercaban a la escalera que llevaba al sector residencial de la casa,
Pascoe agregó:
—En realidad, la experiencia que vivimos el otoño pasado fue lo que finalmente
me decidió a dar este paso.
—¿Se refiere al fracaso de la Compañía Fundidora Carnmore?
—Sí… Estoy seguro de que en el curso de su lucha permanente, usted pudo sentir
la presión de los intereses hostiles, de las restantes compañías refinadoras de cobre y
de los bancos interesados. Pero sentado aquí (como usted sabe, casi nunca salgo),
sentado aquí, en este banco silencioso, alcancé a percibir que también se
manifestaban otras presiones más sutiles.
—También hostiles.
—También hostiles. Como usted sabe, yo no estaba directamente interesado en el
asunto del cobre. En mi condición de custodio del dinero ajeno, no me corresponde
asumir riesgos especulativos. Pero comprendí que si hubiese tenido interés en el
asunto, no habría podido desplegar la fuerza necesaria para soportar las presiones que
se habrían ejercido sobre mí. El crédito es un factor imprevisible… tan inestable
como el mercurio. No es posible sujetarlo. Uno solo puede concederlo… y una vez
que lo concede, es elástico hasta el punto mismo de ruptura. Durante el otoño pasado
comprendí que ha terminado la época del banco unipersonal. Eso… me inquietó…
me arrancó de la cómoda rutina que yo había seguido durante muchos años. Y
durante todo este año estuve explorando la posibilidad de crear una organización más
amplia.
Los dos hombres subieron la escalera para cenar.
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Capítulo 4
Cuando Francis llegó a su casa eran poco más de las seis. Había cabalgado
con viento de frente todo el camino, y soportado media docena de chubascos
torrenciales, algunos con bastante granizo, y el agua había mojado la cabeza de su
caballo, y la capa, y le había salpicado el rostro bajo el inestable sombrero, y se le
había filtrado por el cuello, además de empaparle los pantalones hasta el borde de las
botas. Incluso dos veces casi había caído del caballo, cuando este resbaló en surcos
llenos de lodo, de treinta o cuarenta centímetros de profundidad. De modo que no
estaba de buen humor.
Tabb, el último de los dos criados que aún quedaban en la casa, vino a ocuparse
del caballo y comenzó a decir algo; pero una ráfaga de viento y otra cortina de lluvia
ahogaron sus palabras, y Francis entró en la casa.
En estos tiempos era una casa silenciosa, y ya mostraba signos de pobreza y
descuido: el clima hostil y el aire marino ejercen una acción implacable sobre la obra
del hombre, y ya se veían manchas de humedad en el cielo raso del elegante salón, y
había olor a moho. Los retratos de los Poldark y los Trenwith miraban fríamente
desde las paredes del poco frecuentado vestíbulo.
Francis caminó hacia la escalera con el propósito de subir a su habitación y
cambiarse, pero la puerta del salón de invierno se abrió bruscamente y Geoffrey
Charles atravesó a la carrera el vestíbulo.
—¡Papito! ¡Papito! ¡Vino el tío George y me trajo un caballo de juguete! ¡Es
hermoso! ¡Tiene los ojos y el pelo castaños, y estribos para poner los pies!
Francis advirtió que Elizabeth se había acercado a la puerta del salón de invierno:
de modo que ahora no había ninguna posibilidad de evitar el inesperado visitante.
Cuando Francis entró, George Warleggan estaba de pie, frente al hogar. Vestía
una chaqueta color tabaco, chaleco de seda y corbata negra, con pantalones caqui y
botas nuevas de montar de color pardo. Elizabeth estaba un tanto sonrojada, como si
la inesperada visita la hubiese complacido. Ahora George venía rara vez, pues no
estaba del todo seguro de ser bien acogido. Francis tenía actitudes extrañas, y no
toleraba con buen ánimo su posición de deudor. Elizabeth dijo:
—George vino hace una hora. Confiábamos en que regresarías antes de que se
marchase.
—Tu visita es un honor en estos tiempos. —Para satisfacer a Geoffrey Charles,
Francis se inclinó y admiró el juguete nuevo—. Ahora que estoy aquí, será mejor que
no salgas hasta que haya terminado la lluvia. En el camino de regreso me mojé
muchas veces.
George observó:
—Francis, has adelgazado. Y yo también. Antes de que termine el siglo todos
pareceremos descamisados.
Los ojos de Francis recorrieron el ancho cuerpo de George.
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—No veo que hayas mejorado nada.
Las cortinas color crema de la habitación cubrían las ventanas más de lo que
agradaba a Francis; atenuaban la luz, y conferían a todos los objetos un tono
moderado y opaco que le irritaba. Francis avanzó unos pasos y las apartó
bruscamente. Cuando se volvió, advirtió que Elizabeth se había sonrojado, como si
ella hubiera tenido la culpa del comentario de su marido.
—Nosotros, los individuos comunes —dijo George—, sufrimos los caprichos de
la fortuna. Nuestros rostros y nuestros cuerpos están señalados y deformados por
todas las tormentas del destino. Pero tu esposa, querido Francis, tiene una belleza que
es indiferente a la mala suerte o a los vaivenes de la salud, y que se muestra aún más
radiante en los momentos difíciles.
Francis se quitó la chaqueta.
—Creo que todos necesitamos una copa. George, todavía podemos permitirnos
algunas bebidas. Perduran algunos de los viejos instintos.
—Lo invité a comer con nosotros —dijo Elizabeth—. Pero no aceptó.
—No puedo —dijo George—. Debo regresar a Cardew antes de oscurecer. Esta
tarde llegué hasta Santa Ana para ver algunas minas, y no pude resistir la tentación de
visitaros, ya que estaba tan cerca. Últimamente venís muy poco a la ciudad.
George estaba en lo cierto, pensó cínicamente Francis mientras su esposa recibía
de él una copa de vino; la belleza de Elizabeth era tan pura que no la afectaban las
circunstancias cotidianas. George aún le envidiaba una cosa.
—¿Y cómo está la minería? —preguntó—. Una ventaja de quien ya no participa
en el asunto es que puede sentir un interés puramente teórico por sus caprichos.
¿Piensan clausurar la Wheal Plenty?
—Lejos de ello. —George hundió en la alfombra el extremo de su largo bastón de
caña, pero luego lo retiró porque precisamente allí el tejido estaba deshilachándose—.
Los precios del estaño y el cobre están elevándose. Si la cosa sigue así, quizá llegará
el momento de reabrir la Grambler.
—¡Si eso fuera posible! —dijo Elizabeth.
—Pero no lo es. —Francis bebió de un trago su copa de vino—. George está
imaginando cosas para animarte. Tendría que duplicarse el precio del cobre para
justificar una nueva inversión en la Grambler, ahora que está clausurada y en ruinas.
Si en el momento oportuno se hubiera evitado el cierre, la situación hubiera sido
distinta. Pero no se reabrirá mientras vivamos. Estoy completamente resignado a
pasar el resto de mis días haciendo la vida de un agricultor empobrecido.
George se encorvó levemente.
—Estoy seguro de que cometes un error. Os equivocáis al encerraros aquí. La
vida ofrece muchas posibilidades, incluso en estos tiempos tan duros. Francis,
Poldark es todavía un apellido prestigioso, y si frecuentaras la sociedad hallarías
oportunidades de mejorar tu situación. En todo caso pueden obtenerse cargos, puestos
retribuidos que no implican obligaciones ni pérdida de prestigio: incluso yo diría que
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lo contrario. Si quisiera, yo podría ser diputado, pero por el momento prefiero
mantenerme al margen de la política. Con respecto a ti…
—Con respecto a mí —dijo Francis—, soy caballero, y no quiero cargos…
concedidos por caballeros o por otros.
Lo dijo sin retintín, pero de todos modos era un comentario intencionado. George
sonrió, pero no era el tipo de observación que probablemente olvidaría. Ahora pocas
personas tenían valor para hacerle observaciones parecidas.
Elizabeth esbozó un gesto impaciente.
—Creo que no es razonable disputar con los amigos… si en efecto son amigos. El
orgullo puede llevarnos demasiado lejos.
—A propósito de los Poldark —continuó Francis, sin hacer caso de la
observación de Elizabeth—. Hoy vi en Truro a otro representante del apellido. No
parecía excesivamente deprimido por el juicio que se avecina, aunque a decir verdad
no mostró mucho interés en discutir el asunto conmigo. Y mal podría criticárselo.
Francis se inclinó de nuevo para hablar a su hijo, y George y Elizabeth guardaron
silencio.
Un momento después, George dijo:
—Por supuesto, deseo que lo absuelvan. Pero, Francis, no creo que el resultado
afecte tu buen nombre. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano? Y menos aún de un
primo.
Elizabeth preguntó:
—¿Cuáles son las posibilidades de que lo absuelvan?
—Un lindo caballo —dijo Francis amablemente a Geoffrey Charles—. Un
hermoso caballo.
—No veo cómo pueden absolverlo del todo —dijo George, mientras se frotaba
los labios con un pañuelo de encaje, y observaba la expresión de Elizabeth—. Ross
era responsable de sus actos cuando ocurrieron los naufragios. Nadie lo obligó a
hacer lo que hizo.
—¡Si uno cree que lo hizo!
—Naturalmente. Al tribunal le tocará decidirlo. Pero el hecho de que él… de que
él tuviera una actitud despectiva para con la ley en una serie de ocasiones anteriores,
seguramente lo perjudicará.
—¿Qué ocasiones anteriores? No las conozco.
—Y tampoco debería conocerlas el juez —dijo Francis, enderezándose—. Pero
no se permitirá que continúe en la ignorancia. Hoy encontré en Truro esta simpática
hojita. Y seguramente habrá otras en Bodmin antes de la semana próxima.
Extrajo del bolsillo un papel arrugado, lo alisó, y evitando los dedos extendidos
de Geoffrey Charles lo entregó a Elizabeth.
—Pensé mostrárselo a Ross —agregó Francis—, pero decidí que era más discreto
dejarlo en la ignorancia.
Elizabeth miró el papel. Era un típico volante, impreso con una tosca máquina, la
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tinta borrosa y mal distribuida.
Después de un minuto, Elizabeth apartó los ojos del papel y miró a Francis.
Francis la miró con la expresión serena e interesada. El texto tenía la forma de una
biografía, y no omitía ninguno de los intencionados rumores de los dos últimos años,
todo se describía como si se hubiera tratado de hechos probados.
Francis ofreció el papel a George pero este lo rechazó.
—Ya los he visto. Uno de nuestros cocheros fue sorprendido ayer leyendo algo
similar. No tienen importancia.
—No tienen importancia —dijo amablemente Francis— excepto para Ross.
—Ven aquí, niño —dijo George a su ahijado—, las riendas se te enredaron en la
silla. Mira, tienes que hacer así.
Elizabeth dijo:
—¡Pero si la gente cree esto, el jurado tendrá prejuicios, como todos! Y hablan de
un juicio justo…
—No se inquiete, querida Elizabeth —dijo George—. Estos volantes injuriosos
que atacan a las personas son cosa de todos los días. Nadie los tiene en cuenta.
Caramba, el mes pasado circuló una hoja que pretendía demostrar con los detalles
más minuciosos y circunstanciados que toda la familia real está afectada por la
debilidad mental y la insania, y que Federico, el padre del rey, fue un pervertido y un
degenerado sin remedio.
—¿Y no es así? —preguntó Francis.
George se encogió de hombros.
—Supongo que hay una pizca de verdad incluso en la calumnia más baja.
El sentido de sus palabras era obvio.
—Aquí dice —observó Elizabeth—, que Ross sirvió en el ejército durante la
guerra de América sólo para evitar las acusaciones que lo amenazaban. Pero en ese
momento era un jovencito… y se trataba de travesuras juveniles. Nada que tuviese
importancia. Y esto, acerca de Demelza… y esto…
Francis leyó:
—Además, en toda la región hay muchos niños cuy a paternidad podría ser
dudosa si no existiese la extraña Circunstancia de la cicatriz con la cual el Demonio
ha marcado a todos los hijos del Capitán; y esa cicatriz es tan parecida a la que él
mismo muestra que quizá se empleó el mismo hierro de marcar. Aquí podemos
observar…
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—¿Qué significa eso? —preguntó Elizabeth.
—El hijo de Jinny Cárter tiene una cicatriz —dijo Francis—. Jinny Scoble, según
se llama ahora. El autor del texto se ha tomado el trabajo de recoger toda la… ejem…
¿cómo podemos llamarla? Toda la basura. «Por un Amigo Intimo». Me gustaría saber
quién es. No eres tú, George, ¿verdad?
George sonrió.
—Me gano el pan de un modo más ortodoxo. Sólo un quebrado vendería así sus
servicios.
—El dinero no siempre es el motivo más importante —dijo Francis, que ahora se
convertía a su vez en blanco de la ironía.
George inclinó la cabeza para apoyar el mentón sobre el puño de su bastón.
—No, quizás el despecho representa un papel… De todos modos, el asunto carece
de importancia, ¿verdad? Si esas versiones son todas falsas, será fácil refutarlas.
Pero George había tocado un nervio sensible de Francis, y su modo característico
de abandonar el asunto una vez formulada la observación no tuvo demasiado éxito.
Era una antigua práctica de George tragarse los insultos y retribuirlos cuando le
parecía oportuno. La educación de Francis no incluía un control parecido de sí
mismo. Felizmente, en ese instante Geoffrey Charles cayó de su caballo, y el juguete
a su vez cayó sobré el niño; y cuando el escándalo se calmó, el peor momento había
pasado. Por dos razones Elizabeth se esforzó tratando de impedir que se repitiese el
incidente. En primer lugar, George era de hecho el dueño de casi todo lo que allí
había. Segundo, desde el punto de vista personal ella no deseaba perder su amistad.
La admiración que él le dispensaba era un homenaje bastante escaso en la vida que
ella llevaba. Elizabeth sabía que la merecía, y el saberlo le hacía más duro prescindir
de ella.
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Capítulo 5
Bodmin, durante las sesiones judiciales de 1790, era una localidad de tres
mil habitantes y veintinueve posadas.
El historiador que la hubiera recorrido dos siglos antes habría observado el
carácter poco saludable de la situación, porque las casas que se sucedían a lo largo
del kilómetro y medio de la calle principal estaban a tal extremo aisladas del sol por
la colina que se levantaba detrás, que no llegaba luz a sus escaleras ni aire fresco a
sus cuartos.
Cuando llovía, toda la hediondez de las construcciones anexas y los establos
pasaba por estas casas y se volcaba en la calle; y además, el principal suministro de
agua atravesaba el cementerio, que era el lugar donde se enterraba tanto a los muertos
de la localidad como a los del distrito.
Los años transcurridos no habían modificado la situación, pero hasta donde Ross
podía advertirlo, nada había en la dura expresión de los habitantes que sugiriese un
temor excesivo a la enfermedad o la pestilencia. En realidad, durante el verano
precedente, mientras el cólera asolaba los distritos de los alrededores, la localidad
había permanecido indemne.
Se presentó en la cárcel el jueves dos de septiembre, y Demelza viajó el sábado.
Se había opuesto a la presencia de su esposa en el juicio, pero ella había insistido con
tal vehemencia que por una vez Ross cedió. Reservó una habitación para ella en la
posada de «Jorge y la Corona,» y un lugar en la diligencia de mediodía; pero sin que
él lo supiera, Demelza había tomado sus propias disposiciones. La diligencia de
Bailey inició en Falmouth su larga travesía por la región occidental, y cuando
Demelza se acercó al vehículo en Truro, a las once y cuarenta y cinco, Verity viajaba
en su interior.
Se saludaron como viejos amantes que han pasado mucho tiempo sin verse, y se
besaron con el afecto profundo evocado por la situación de angustia que ambas
vivían; cada una conocía el afecto de la otra por Ross, y en esa ocasión actuaban
movidas por el mismo propósito.
—¡Verity! Oh, cuánto me alegro de verte; me pareció un siglo… y con nadie
puedo hablar como contigo.
Demelza deseaba abordar inmediatamente la diligencia, pero Verity sabía que
había una espera de un cuarto de hora, de modo que llevó a su prima política a la
posada. Se sentaron en un rincón, junto a la puerta, y conversaron en voz baja. Verity
tuvo la sensación de que Demelza había envejecido varios años desde la última vez, y
de que estaba más delgada y más pálida; pero no sabía muy bien por qué, su nueva
condición física armonizaba bien con los cabellos oscuros y la mirada nerviosa.
—Ojalá pudiese escribir como tú —dijo Demelza—. Cartas realmente expresivas.
Soy tan ignorante como Prudie Paynter, y jamás sabré escribir. Se me ocurren las
ideas, pero cuando tomo la pluma todo se esfuma, como el vapor que sale de un
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hervidor.
Verity dijo:
—Pero, explícame bien, ¿quién se encargará de la defensa de Ross, y qué testigos
declararán a su favor? Soy tan ignorante en estas cosas. ¿Cómo eligen el jurado?
¿Serán plebeyos y considerarán con indulgencia esta clase de delito? ¿Y el juez…?
Demelza trató de satisfacerla con la información que ella tenía. Le sorprendió
comprobar que Verity sabía de Derecho tan poco como ella misma. Juntas se
esforzaron por dilucidar los complejos aspectos del asunto.
Verity dijo:
—Andrew habría venido, pero está en el mar. Habría preferido contar con él. Pero
quizá sea lo mejor… ¿Sabes si Francis asistirá al juicio?
—No… No, creo que no. Pero vendrán muchas personas. Según dicen, podremos
considerarnos afortunadas si conseguimos habitación, porque la semana próxima se
celebrarán elecciones (entre Unwin Trevaunance y Michael Chenhalls por Basset, y
sir Henry Corrant y Hugh Dagge por Boscoigne). El asunto provocará mucha
conmoción.
—Estás bien informada. Ese Unwin Trevaunance, ¿es el hermano de sir John?
—Sí. Nosotros… mejor dicho, yo conozco un poco a sir John. Por supuesto, Ross
lo conoce desde hace años, pero yo… bien, se le enfermó una vaca y yo la curé… o
mejoró sola… de modo que fui a verlo una o dos veces, y he llegado a enterarme de
ciertos detalles de las elecciones.
—¿Una vaca enferma?
Demelza se sonrojó un poco.
—No tiene importancia. Verity, no deseo que te preocupes si este fin de semana
me ves proceder de un modo extraño. Ocurre sencillamente que trataré de explorar
ciertas posibilidades, y mis diligencias quizá den fruto o quizá terminen en nada. Pero
quiero hacerlo, y espero que comprendas. ¿Eres realmente feliz con Andrew?
—Soy muy feliz, gracias… y gracias a ti, querida. Pero ¿qué te propones hacer
este fin de semana?
—Quizás absolutamente nada. Sólo quería advertirte. ¿Finalmente has llegado a
conocer a tus hijastros?
Verity abrió su nuevo bolso de terciopelo, extrajo un pañuelo, y después volvió a
anudar los cordeles. Con el ceño fruncido, miró el pañuelo.
—No… todavía no. Aún no los conozco porque James todavía está navegando
y… en fin, después te hablaré de eso. Creo que debemos volver a nuestros asientos.
Se acercaron al vehículo que esperaba, con sus caballos de refresco que se
movían inquietos entre las varas, y los postillones que los sofrenaban. Fueron las
primeras en ascender al vehículo, pero un momento después ascendieron tres
personas más, y varias treparon al techo. No sería un viaje cómodo.
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La coincidencia de las elecciones y las sesiones del tribunal habían
provocado cierta ansiedad en los ciudadanos más moderados de Bodmin: lo menos
que podía decirse era que se trataba de una coincidencia inoportuna; las posadas
estarían atestadas una semana y vacías la siguiente; el proceso solemne de la ley
podía verse perturbado por los procesos no menos importantes, pero más ruidosos, de
una disputa electoral, que ya estaba provocando general acritud. Todos sabían que en
la localidad había dos alcaldes, cada uno de los cuales representaba a un protector
rival; pero nadie sabía aún quién prevalecería durante esa semana de importancia
fundamental.
En circunstancias más amables, la elección de los miembros del Parlamento podía
haberse realizado en un par de horas, y sin perjudicar a nadie, pues había sólo treinta
y seis electores, miembros de un Consejo Común sometido al alcalde.
Lamentablemente, la disputa acerca de la alcaldía planteaba interrogantes acerca de la
validez del Consejo, y cada alcalde tenía su propia versión de la nómina electoral. El
señor Lawson, uno de los alcaldes, tenía entre sus consejeros a un hermano, un
cuñado, un primo, un sobrino y cuatro hijos, y por lo tanto estaba en una situación
firmemente cuestionada por el señor Michell, su rival.
Con respecto al tribunal, las listas estaban colmadas de casos originados en las
postergadas sesiones de primavera, la cárcel estaba atestada de delincuentes, y las
posadas repletas de litigantes y testigos. El viernes Ross tuvo la primera entrevista
con su abogado, el señor Jeffery Clymer, un hombre corpulento de cuarenta años,
dotado de una nariz robusta y uno de esos mentones que ninguna navaja consigue
afeitar bien. En vista de su apariencia, Ross pensó que era ventajoso que el abogado
hubiese revestido la toga que distinguía a su profesión, porque de lo contrario el
carcelero quizá no se hubiese mostrado dispuesto a dejarlo salir.
El señor Clymer creía que el caso de la Corona versus R. V. Poldark no se
ventilaría antes de la mañana del miércoles. Entretanto, repasó el informe del señor
Pearce, disparó preguntas a su cliente, masculló por lo bajo al oír las respuestas, y
olió un pañuelo empapado en vinagre. Cuando salió dijo que volvería el lunes con
una lista de testigos que habían sido citados, y un borrador de la argumentación que
aconsejaría a su cliente. Lo que el señor Pearce había esbozado provisionalmente era
del todo inútil; aceptaba demasiado. Cuando Ross dijo que se trataba de la defensa
que el señor Pearce había preparado de acuerdo con las instrucciones del propio
acusado, Clymer dijo que todo eso eran tonterías, que no era propio que un cliente
impartiese ese tipo de instrucciones; los asesores legales debían guiar al cliente,
porque de lo contrario para qué servían. Uno no podía declararse no culpable, y a
renglón seguido decir que en definitiva lo había hecho. Era condenadamente
lamentable que el capitán Poldark hubiese reconocido tantas cosas y formulado tales
opiniones ante el juez instructor. Estaba buscándose dificultades, de eso podía estar
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seguro. El propósito principal de la defensa debía ser ahora disipar esa impresión, no
subrayarla. Sin hacer caso de la expresión del rostro de Ross, afirmó que sería bueno
para los dos que el capitán Poldark dedicara el fin de semana a meditar el asunto y
también a repasar su memoria con el propósito de identificar todos los detalles que
podían ser útiles. Después de todo, dijo el abogado frotándose la mandíbula azul, el
detenido era el único que conocía todos los hechos.
Cuando Ross consintió en que Demelza fuese a Bodmin, impuso la condición de
que de ningún modo intentase verlo en la cárcel. A decir verdad, la pretensión de
Ross no la contrarió del todo, porque de ese modo no tendría que rendir cuenta de sus
movimientos. Sólo ante Verity necesitaría idear excusas, y en el peor de los casos su
prima política no ejercía ningún control sobre ella.
Apenas llegaron a la posada encontraron dificultades, porque el posadero había
puesto otra cama doble en el mismo cuarto, y afirmaba su derecho a introducir a dos
mujeres más. Sólo después de una discusión prolongada y penosa y de un pago
suplementario de Verity pudieron afirmar su derecho a la intimidad. Comieron juntas,
y oyeron el ruido de las puertas que se abrían y cerraban fuertemente, los gritos de los
lacayos, los pasos apresurados de las doncellas y el canturreo de algunos transeúntes
borrachos bajo la ventana.
—Creo que tendremos que taponarnos los oídos para dormir —dijo Verity,
mientras se quitaba los alfileres del cabello—. Si es así a las siete, ¿qué tendremos
que soportar dentro de tres horas?
—No te preocupes —dijo Demelza—, a esa hora ya estarán todos borrachos. —
Se estiró, arqueando la espalda como un gato—. Oh, esa vieja diligencia: chus, chus,
bump. Tres veces pensé que el carruaje volcaba y que pasaríamos la noche en el lodo.
—Me provocó un terrible dolor de cabeza —dijo Verity—. Beberé algo y me
acostaré temprano.
—Creo que dentro de una hora haré lo mismo. ¿Qué querías decirme acerca de
tus hijastros, Verity?
Verity se soltó los cabellos, y estos le cubrieron los hombros. El gesto era como
un florecimiento nuevo y secreto de su personalidad. Ahora no parecía tener once
años más que Demelza. La felicidad había devuelto a sus ojos la inteligencia aguda y
la vitalidad, y la más acentuada redondez de las mejillas determinaba que la boca
carnosa pareciera menos desproporcionada.
—No es nada —dijo—. No es nada comparado con lo que está ocurriéndole a
Ross.
—Quiero saberlo —dijo Demelza—. ¿Todavía ni siquiera los has visto?
—… Por ahora es la única dificultad. Andrew quiere mucho a sus hijos, y odio la
idea de que no vengan porque no quieren encontrarse conmigo.
—¿Por qué piensas tal cosa? Nada tiene que ver contigo.
—No debería ser así. Pero… —Dividió en tres mechones un lado de sus cabellos,
y comenzó a anudarlos—. Es una situación muy especial, porque la primera esposa
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de Andrew murió en las circunstancias que tú conoces, y los niños eran tan
pequeños… y ahora tienen ese recuerdo: la madre muerta, el padre en la cárcel; y
ellos criados por los parientes. El padre siempre estuvo en desventaja frente a ellos.
De tanto en tanto fueron a verlo, pero desde que nos casamos nunca lo visitaron. Por
supuesto, James no pudo, porque está embarcado en la flota, y depende de los
movimientos de su barco; pero jamás escribió. Y Esther se encuentra en Plymouth…
Andrew apenas los menciona ahora, pero sé que piensa en ellos. Sé que se sentiría
muy feliz si pudiésemos reunirnos. A veces me he preguntado si debo ir a Saltash
para conocer a Esther… sin decirlo a Andrew, mientras él está de viaje.
—No —dijo Demelza—. Yo no haría eso. Ella debe ir a verte.
Verity miró fijamente su imagen reflejada en el espejo, y después desvió los ojos
hacia Demelza, que estaba cambiándose las medias.
—Pero quizá nunca venga.
—Haz que Andrew la invite.
—Ya lo ha hecho, pero la niña se excusa.
—Entonces debes ponerle un cebo.
—¿Un cebo?
Demelza movió los dedos de los pies, y sus ojos estudiaron con gesto expresivo
los tres pares de zapatos entre los cuales debía elegir.
—¿Quiere a su hermano?
—Creo que sí.
—En ese caso, consigue que él vaya primero a Falmouth. Tal vez los dos son
tímidos, y en ese caso será más fácil atraer al joven.
—Me gustaría creer que estás en lo cierto, porque James debe regresar pronto. Lo
esperábamos para Pascua, pero desviaron su nave hacia Gibraltar. ¿Qué es eso?
Sobre los ruidos de la posada y la calle se oyeron los gritos de un hombre. Tenía
una voz potente, y se acompañaba con una campanilla.
—El pregonero de la ciudad —dijo Verity.
Demelza acababa de quitarse el traje de montar, pero de todos modos se acercó a
la ventana, que estaba al nivel del suelo y se arrodilló y espió entre las cortinas de
encaje.
—No alcanzo a oír lo que dice.
—No… se refiere a la elección.
Por el espejo Verity vio la figura agazapada de Demelza, que exhibía la tensión de
un animal joven, con la enagua de satén crema, la pequeña pechera descotada de
encaje de Gante. Tres años antes había prestado a Demelza sus primeras prendas
interiores elegantes. Demelza aprendía con rapidez. Los labios de Verity dibujaron
una sonrisa afectuosa.
El pregonero no se acercó a la posada, pero durante un instante en que se
aquietaron los ruidos más cercanos, alcanzaron a distinguir algunas palabras sueltas.
—¡Oíd! ¡Oíd! Oigan todos, oigan todos… De acuerdo con la decisión del
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sheriff… aviso de elecciones… el alcalde y los corregidores del distrito de Bodmin…
el Presidente de la Cámara de los Comunes ordena, emite y proclama, el martes,
séptimo día de septiembre, del año de nuestro Señor…
—¿Significa que las elecciones serán el martes? Creí que sería el jueves —
observó Demelza.
—Ahora fijarán los anuncios. Mañana podremos verlos.
—Verity…
—¿Sí?
—¿Estás cansada esta noche?
—Por la mañana estaré bastante bien.
—¿No te importa si salgo sola un rato?
—¿Esta noche? Oh, no, querida. Pero sería una locura. No podrás caminar por la
calle. Correrías grave peligro.
Demelza revisó las cosas que había desempacado y las examinó a la luz, cada vez
más tenue.
—No tengo miedo. Me mantendré en las calles principales.
—¡No sabes lo que es esto! En Falmouth, incluso en una noche de cualquier
sábado, es imposible salir sin acompañante. Aquí, donde todo el mundo está
bebiendo, y la ciudad llena de visitantes…
—No soy una flor delicada que se quiebra apenas la tocan.
—No, querida, pero te aseguro que sería una locura. No comprendes… —Verity
miró el rostro de su prima—. Si estás decidida, debo ir contigo.
—No es posible… Verity, muchas veces me ayudaste, pero en esto nada puedes
hacer. Es… sencillamente algo… entre Ross y yo…
—Entre… ¿Ross te lo pidió?
Demelza luchó con su conciencia. Sabía que sus anteriores mentiras inocentes
habían originado a veces graves daños. ¡Pero también habían sido la fuente de
muchas cosas buenas!
—Sí —dijo.
—En ese caso… Pero ¿estás segura de que él te dijo que salieras sola? Me parece
increíble que haya aceptado…
—Soy hija de un minero —dijo Demelza—. No me criaron entre algodones. La
gentileza de modales, ¿es la palabra apropiada?, fue algo que aprendí cuando ya era
casi adulta. Es algo que debo agradecerle a Ross. Y a ti. Pero no ha cambiado el
fondo de mi misma. Todavía tengo en la espalda dos marcas, donde mi padre usó el
látigo. Unos pocos borrachos no pueden hacerme nada que yo no pueda replicar. Lo
único que necesito es un poco de coraje.
Verity observó un momento el rostro de su prima. Exhibía una firmeza de líneas
que desmentía la expresión blanda y femenina de la boca y los ojos.
—Muy bien, querida. —Verity esbozó un gesto resignado—. No me complace tu
proyecto, pero ahora eres dueña de tus actos.
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Capítulo 6
Esa noche la luna no iluminaba la ciudad, pero todas las tiendas, tabernas y
casas, contribuían al parpadeo amarillento de las luces de las calles. En concordancia
con la costumbre, los dos partidos que se disputaban las elecciones ofrecían bebidas
gratis a sus sostenedores, y ya había muchos hombres que caminaban a tropezones, o
se sentaban sumidos en un perezoso estupor en los saloncitos de las tabernas, o
apoyados contra la pared más próxima.
Cuando Demelza salió, descendió la calle en pendiente, y pocos minutos después
estaba en la calle principal, la misma que esa tarde le había parecido la más estrecha y
atestada del mundo. Las tiendas, las posadas y las casas, que formaban hileras
apretadas, tenían sobre el frente una sucesión de pórticos con techos de tejas que se
prolongaban sobre pilares de piedra y formaban una suerte de recova a ambos lados
de la calle. El espacio que restaba para el tránsito tenía apenas la anchura suficiente
para permitir el paso de un carruaje, y como los pórticos de las tiendas se usaban a
menudo para exhibir mercancías, los transeúntes tenían que andar casi siempre por la
calle misma. Esa disposición podía haber sido útil para la vida normal de la ciudad;
pero ahora era sumamente incómoda.
La calle estaba llena de gente que iba y venía y presionaba y empujaba, una
multitud tosca pero que por el momento se mostraba de buen talante. A pocos metros
del Promontorio de la Reina la joven se detuvo, sin poder continuar la marcha a causa
de la gente. Algo estaba ocurriendo en el hotel, pero al principio Demelza sólo
alcanzó a ver los estandartes escarlatas y anaranjados que colgaban de las ventanas
superiores. La gente gritaba y reía. Cerca del pórtico contra el cual ella se había
apoyado, un ciego gemía y trataba de abrirse paso, una mujer disputaba con un
hojalatero acerca del precio de una campanilla; un hombre medio borracho estaba
sentado sobre un peldaño de piedra utilizado para montar a caballo, y acariciaba la
mejilla de una joven campesina de rostro inexpresivo y busto abundante que se había
instalado en el peldaño inferior. Dos rapaces harapientos cubiertos con chaquetas
viejas se liaron de pronto a golpes y rodaron por el suelo arañándose y mordiéndose
en el lodo seco, media docena de personas habían formado un círculo que ocultaba a
los contrincantes, y reían.
De pronto, se oyó un clamor y hubo una corrida hacia la Cabeza de la Reina, y se
alivió la presión del gentío. Se había abierto una ventana de la habitación superior de
la posada, y la gente vitoreaba y gritaba a las figuras que aparecían en el piso
superior. Otros rodaban y peleaban en la calle, inmediatamente debajo. De nuevo
grandes vivas y una corrida. La gente de la ventana arrojaba cosas a la multitud,
desparramándolas en la calle. Un chico agazapado se deslizó entre la gente,
manteniendo las manos bajo las axilas, el rostro contorsionado pero triunfante.
Tres hombres estaban peleando, y Demelza tuvo que retirarse bajo el pórtico para
evitarlos. Uno cayó ruidosamente sobre el puesto del hojalatero, quien salió con una
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andanada de gritos y maldiciones para expulsarlos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Demelza—. ¿Qué están haciendo?
El hombre la miró de arriba abajo.
—Arrojan monedas al rojo vivo. De una sartén. Es la costumbre.
—¿Monedas al rojo vivo?
—Sí. Ya le dije que es la costumbre. —El hombre volvió a entrar.
Demelza se acercó unos pasos y alcanzó a ver en la ventana al cocinero con su
sombrero alto, y a dos hombres con enormes insignias de color rojo y oro en las
solapas. Se oyó un grito estentóreo y volaron por el aire más monedas. Los seres
humanos que se agitaban en un torbellino de luces y sombras habían perdido parte de
su individualidad, y actuaban movidos por un impulso masivo que ya no era el de
cada uno ni tampoco la suma de las respectivas almas individuales. Demelza
experimentó la sensación de que si no se andaba con cuidado podía convertirse en
parte de la turba bañada por la luz oscura y amarillenta, ser maltratada por ella y
perder su propósito y su libertad personal, atraída hacia la ventana con cada
movimiento de la marejada humana. De pronto se encontró al lado del ciego.
—Hombre, no conseguirá pasar —dijo—. ¿Adónde quiere ir?
—A la Alcaldía, señora —dijo el hombre, mostrando los dientes rotos—. Es por
aquí, a poca distancia.
—Cójase de mi brazo. Le ayudaré. Esperó el siguiente movimiento de la turba, y
entonces avanzó prontamente, reconfortada porque podía unirse a otro ser humano,
servir a alguien, contra el resto.
El ciego le envió su aliento de gin.
—Es muy bondadoso de su parte ayudar a un pobre viejo. Algún día haré lo
mismo por usted. —El hombre tartajeaba mientras atravesaban el sector más
peligroso de la multitud—. Esta es una noche muy especial, y creo que después será
peor.
—¿Dónde está la gente de Basset? —preguntó Demelza mientras examinaba la
calle—. Me pareció que esta tarde había visto el lugar.
El ciego le apretó el brazo.
—Bueno, es a pocos metros de aquí. Pero ¿qué le parece si me acompaña un
rato…? Podemos ir al pasaje de Arnold. Tengo algo para beber. Le calentará el
cuerpo.
Demelza trató de liberar el brazo, pero los dedos del viejo le apretaban
fuertemente, al mismo tiempo que intentaba acariciarla.
—Suélteme —dijo ella.
—Señora, no quiero ofenderla, ni hacerle daño. Creí que era una doncella. Como
usted sabe, no veo nada… solamente puedo sentir, y la siento joven y buena. Joven y
buena.
Dos jinetes descendieron por la calle abriéndose paso entre la gente, al mismo
tiempo que se esforzaban por serenar a los caballos, nerviosos e inquietos, y que a
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menudo ni siquiera podían avanzar. Demelza llevó unos metros más al ciego y
después soltó el brazo. El hombre trató de aferrarle los dedo: pero no lo consiguió. Y
ella se adelantó, el corazón latiéndole aceleradamente.
Cuando llegó frente a la Alcaldía, otra nutrida multitud descendía la calle
viniendo del oeste, gritando y cantando y llevando a alguien precariamente instalado
en una silla. Ella apenas alcanzó a refugiarse en la entrada en arco de la posada de la
«Corona». Parecían dispuestos a seguir su camino, pero algunos se detuvieron, y un
hombre se encaramó sobre los hombros de otro tratando de alcanzar la bandera azul y
oro que flameaba sobre ellos. Había conseguido aferrarse en una esquina, cuando una
docena de hombres o poco más pasó frente a Demelza viniendo al interior del hotel,
derribó al hombre que trepaba y, un momento después, comenzaba una verdadera
batalla campal. Alguien arrojó un ladrillo; Demelza se retiró unos pasos más y trató
de arreglarse el vestido. Después, entró en la posada.
La elección del vestido que debía satisfacer su propósito había sido difícil, y en
definitiva ella misma no estaba muy conforme. Deseaba exhibir la mejor apariencia
posible, pero no podía pasearse por la calle con un vestido de noche. En definitiva, el
resultado había sido un compromiso que debilitaba parte de la confianza en sí misma
que tanto necesitaba.
—¿Sí, señora? —Un jovencito descarado estaba de pie frente a ella. Por la
expresión de los ojos, Demelza comprendió que el criado no había acabado de
situarla en la escala social.
—¿Sir John Trevaunance se aloja aquí?
—No que yo sepa, señora.
—Creo que ahora está aquí. Me dijo que vendría esta tarde. —Una afirmación
temeraria.
—No lo sé, señora. Están cenando. Hay invitados.
—¿Todavía están a la mesa?
—Terminarán pronto. Comenzaron a las cinco.
—Esperaré —dijo ella—. Avíseme tan pronto terminen.
Se sentó en el vestíbulo del hotel, tratando de parecer despreocupada y cómoda.
Afuera el escándalo se intensificaba, y Demelza se preguntaba cómo regresaría. Trató
de controlar sus nervios. Los camareros entraban y salían de una habitación que
estaba a la izquierda. No deseaba que la encontrasen allí, como una mendiga que
espera limosna. Llamó a uno de los camareros.
—… ¿Hay algún cuarto retirado en dónde pueda esperar más cómodamente que
aquí a sir John Trevaunance?
—Ejem… sí, señora. Arriba. ¿Puedo traerle alguna bebida mientras espera?
—Una idea brillante. Gracias —dijo ella—. Tráigame un oporto.
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galope preliminar, como lo hubiera llamado sir Hugh Bodrugan. Y como estaban
presentes algunas mujeres, la velada tenía un matiz más discreto que lo que sería el
caso el lunes. Algunos de los invitados más flojos ya estaban achispados; pero la
mayoría sobrellevaba con elegancia el licor ingerido.
A la cabecera de la mesa estaban sir John Trevaunance y su hermano Unwin.
Entre ellos se encontraba Carolina Penvenen, y a la izquierda de sir John se hallaba la
señora de Gilbert Daniell, a quien acompañaban los tres anteriores. Después de la
señora Daniell estaba Michael Chenhalls, el segundo candidato; un poco más lejos se
hallaban la señorita Treffey y el alcalde —es decir, el alcalde de este grupo—
Humprey Michell y sir Hugh Bodrugan. Entre los restantes invitados se contaban los
notables de la localidad y la región, algunos comerciantes de lanas y funcionarios
cívicos.
Cuando las damas se retiraron, los hombres se sentaron a beber su oporto durante
media hora, antes de levantarse y comenzar a abandonar los restos de la comida,
formando grupos que bostezaban y charlaban. El ruido que venía de la calle, frente al
hotel, no se oía en el espacioso comedor; pero cuando subieron, los gritos y los vivas,
las corridas y las risas, eran muy perceptibles. Unwin subió la escalera al lado de su
hermano mayor, y Carolina Penvenen se acercó a él llevando en brazos a su
minúsculo perro. El rostro de la joven era un modelo de agradable petulancia.
—Horace está conmovido por el ruido —dijo ella, pasando sus largos dedos
sobre la cabeza y las orejas sedosas—. Es un temperamento nervioso, y cuando se
atemoriza tiende a irritarse.
—Horace es un perro muy afortunado porque se le dispensa tanto afecto —dijo
Unwin.
—No debía traerlo, pero temí que se sintiera solo, con la única compañía del
señor Daniell. Estoy segura de que se habría abatido mucho sentado toda la noche en
ese cuartito triste, con una corriente de aire que se mete bajo la puerta, y un viejo
roncando que probablemente ocupa el mejor asiento.
—Quiero recordarle, querida —dijo sir John en voz baja— que somos huéspedes
del señor Daniell… y que la señora Daniell está exactamente detrás.
Carolina sonrió alegremente al hombre más joven.
—Unwin, sir John no aprueba mi conducta. ¿Lo sabía? Sir John está convencido
de que aún tendré ocasión de avergonzarlo. Sir John cree que el lugar de la mujer es
el hogar, y que no debe entrometerse y convertirse en una carga un día de elecciones.
Sir John no mira con simpatía a ninguna mujer hasta que tiene por lo menos treinta
años, y está más allá del pecado; y aún así…
Mientras los dos hombres trataban amablemente de convencerla de lo contrario,
Demelza salió de una habitación lateral y vio que su presa estaba cerca. Se acercó al
grupo con menos vacilación que la que había demostrado media hora antes, y al
hacerlo se preguntó quién sería la muchacha alta y llamativa, con los cabellos rojos y
los atrevidos ojos verdes grisáceos.
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Cuando sir John la vio, pareció sorprendido.
—Caramba, señora Poldark, qué placer. ¿Se aloja aquí?
—Por el momento sí —dijo Demelza—. Afuera hay una gran conmoción. ¿Se
relaciona con estas elecciones?
Sir John se echó a reír.
—Así lo creo… Puedo presentarle… no creo que conozca a la señorita Carolina
Penvenen… aunque es su vecina algunos meses por año, en Killewarren. La señora
Demelza Poldark, de Nampara.
Las damas afirmaron que estaban encantadas de conocerse, aunque Carolina
estaba juzgando el vestido de Demelza, y esta lo sabía.
—Ahora vivo en casa de mi tío —dijo Carolina—, el señor Ray Penvenen, a
quien quizás usted conozca. No tengo padres, y él acepta de mala gana la
responsabilidad de una sobrina huérfana, como los monjes aceptan el cilicio. Por eso
a veces suspendo el castigo suspendiéndome yo misma; y otras uso el cilicio con él.
Precisamente estaba condoliéndome del asunto con sir John.
—Créeme —dijo Unwin, que no parecía muy complacido con la llegada de
Demelza—, eres injusta contigo misma. Si eres una forma de responsabilidad, lo cual
dudo, muchos la asumirían de buena gana. Bastaría que dijeses una sola palabra, y la
mitad de los hombres del condado acudirían. Y si…
—¿Hombres? —dijo Carolina—. ¿Se trata sólo de hombres? ¿Qué tienen de malo
las mujeres? ¿No cree usted, señora Poldark, que los hombres se atribuyen demasiada
importancia?
—No estoy muy segura de eso —dijo Demelza—. Porque a decir verdad estoy
casada, y por decirlo así me encuentro del otro lado de la barricada.
—¿Y su marido es tan importante? Por Dios, yo no lo reconocería aunque fuese la
verdad. Pero, Unwin, ¿no me decías que en las sesiones del tribunal se juzgaría a un
Poldark? ¿Es pariente de esta dama?
—Es mi marido, señora —dijo Demelza—, y por eso quizás usted comprenda la
razón que ahora me mueve a atribuirle un valor especial.
Durante unos segundos Carolina pareció confundida. Palmeó el hocico chato de
su perro.
—¿E hizo algo malo? ¿De qué se le acusa?
Renuente, sir John le informó, y la joven dijo:
—Oh, lá lá; en ese caso, si yo fuera el juez lo sentenciaría a regresar con su
esposa. Creí que en estos tiempos no se consideraban seres humanos a los aduaneros.
—Si eso piensa, ojalá usted fuera juez —dijo Demelza.
—Me gustaría serlo, señora, pero como no lo soy deseo bien a su marido, y
confío en que volverá al hogar y a la bienaventuranza doméstica.
La conversación fue interrumpida por Michael Chenhalls quien dijo:
—Unwin, reclaman nuestra presencia. Propongo que salgamos al balcón antes de
que pretendan entrar por la fuerza en el hotel.
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—Como gustes.
—Iré con ustedes —dijo Carolina—. Me encanta oír a la turba cuando relincha.
—¿Relincha por mí? —No… simplemente relincha.
—Es muy posible que te arrojen un ladrillo en lugar de flores.
—Que así sea. Un poco de pimienta en la comida.
Caminaron hacia la habitación del balcón, y al fin Demelza quedó sola con su
presa. La joven no pensaba que la oportunidad durase mucho tiempo.
—Una joven seductora, sir John.
Sir John concordó secamente:
—Tiene apenas dieciocho años, y es un poco atropellada. Pero ya se calmará.
—Yo no tengo mucha más edad.
Él la miró con ojos inquisitivos. Era la cuarta vez que se veían, y con pocas
mujeres él había llegado a entablar amistad tan rápidamente.
—El matrimonio contribuye a madurar al individuo… —Se rio—. Aunque bien
mirado, quítese el anillo de la mano y parecerá apenas mayor.
Demelza lo miró francamente en los ojos.
—Sir John, no deseo quitármelo.
Él se encogió de hombros, un tanto incómodo.
—No, no. Claro que no. Nadie lo pretendería. Claro que no. No tema, señora, su
marido tendrá un juicio justo. Quizá más que justo. Y Wentworth Lister es un hombre
muy capaz. No tiene prejuicios, eso puedo garantizárselo.
Demelza miró alrededor. Bien, debía atreverse.
—A propósito de eso —dijo—, deseaba hablarle…
En el balcón, los candidatos habían sido acogidos con un inmenso rugido, como
si un león hubiese abierto la boca.
Cuando consiguió hacerse oír, Carolina dijo:
—Parecen un campo de nabos… pero no tan ordenados. Querido Unwin, qué
chusma. ¿Qué se gana halagándolos así?
—Es la costumbre —dijo Unwin, mientras inclinaba hacia la turba su cabeza bien
formada—. Lo hacemos sólo cinco o seis días, y después podemos olvidarlo otros
tantos años. Confío en que te consideren amable, porque todo ayuda.
—¿Acaso jamás parezco otra cosa? Bien lo sabes, podría ser una excelente esposa
para ti… —Unwin se volvió—. Si decidiera casarme contigo. Imposible imaginar
mayor tacto que el que desplegué esta noche: critiqué la casa de la señora Daniell
cuando ella podía oírme; mencioné el caso Poldark en presencia de la esposa de
Poldark. ¡Seré un verdadero triunfo entre tus amigos del Parlamento!
Unwin no contestó, y continuó haciendo reverencias y agitando la mano a la
gente que estaba afuera. Calle abajo, en dirección a la Cabeza de la Reina, la marea
comenzaba a desplazarse.
Carolina se puso sobre los hombros el hermoso chal bordado.
—Espero que Horace no esté mordiendo al lacayo. Tiene dientes muy afilados, y
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sabe elegir los lugares dolorosos. Qué bonita mujer es la señora Poldark. Gracias a
los ojos y la piel. Lástima que no sepa vestirse.
—Ahora podemos entrar —dijo Unwin, más honda que nunca la hendidura entre
las cejas—. La novedad de habernos visto está gastándose, y si permanecemos más
tiempo comenzarán a esperar otra cosa.
—Sabes una cosa —dijo Carolina—, me gustaría asistir a la sesión del tribunal.
Nunca he visto nada parecido, y creo que será muy entretenido.
Se volvieron para entrar.
—Sobre todo si pescas la fiebre.
—Oh, en ese caso guardaré cama algunos días y tú me visitarás. ¿No es
interesante? Vamos, me lo prometiste. ¿Para qué sirve tener influencia si no la usas?
… En el vestíbulo, detrás del grupo, sir John echó hacia atrás la peluca para
enjugarse la frente.
—Mi querida señora, no tengo esa clase de influencia. No sabe lo que está
pidiendo. Le aseguro que perjudicará el caso de su esposo, en lugar de ayudarlo.
—Creo que no será así, si se explica bien el asunto.
—Será así, cualquiera que sea el modo de explicarlo. Los jueces de Su Majestad
no aceptan esa clase de diligencias cuando entienden en un caso.
Demelza sintió que la dominaban la desesperación y la decepción. Contempló el
rostro de sir John.
—Se trata sólo de que si alguien le dijese la verdad del asunto antes de que se
iniciara el caso, sabría a qué atenerse. ¿Qué tiene eso de malo? ¿No quieren llegar a
la verdad? ¿Quieren dispensar auténtica justicia… o se trata de otra cosa, de la
justicia legal, formada por las mentiras que los testigos dirán ante el jurado?
Sir John le dirigió una mirada más de pesar que de irritación. Era muy evidente
adonde iban encaminados el encanto y la amistad que ella le había mostrado los
últimos tiempos.
—Mi estimada señora, es un poco tarde para explicar el asunto, pero le aseguro
que le doy un buen consejo. Por una parte, Wentworth Lister no me escuchará. Sería
más de lo que puede tolerar a cuenta de nuestra amistad. ¡Por Dios, toda la judicatura
del país me miraría con malos ojos!
Sir Hugh Bodrugan la había visto. Un instante después vendría hacia ellos.
Demelza dijo:
—No es como si usted le ofreciera dinero… es sólo la verdad. ¿Es tan
despreciable?
—Quizás usted lo mire así. Pero ¿cómo puede saber él que se trata de la verdad?
—Hace un instante, cuando estaba sentada aquí, antes de que ustedes llegasen, oí
decir a un hombre que su hermano había pagado dos mil libras por ese escaño del
Parlamento. ¿Es así, sir John?
—¿Y eso qué le importa?
Ante la frialdad del tono, ella retrocedió.
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—Lo siento. No lo dije con mala intención… ni tuve mala intención al venir aquí
esta noche. Yo… no comprendo, y eso es todo. No entiendo por qué está bien pagar a
los electores para que voten a un candidato, y tan terriblemente difícil pedir un favor
a un juez. Quizá sería mejor que ofreciéramos pagarle.
—En tal caso, a usted la enviarían a la cárcel. No, señora; tenga la seguridad de
que es mejor dejar así las cosas. —Cuando ella cambió de tono, sir John también
demostró mayor simpatía—. Maldición, no crea que no simpatizo con la situación de
su esposo. Espero y creo que Poldark será un hombre libre a fines de semana. El
modo más seguro de conseguir lo contrario, lo contrario, señora, sería tratar de influir
sobre su Señoría. Es una de las peculiaridades de la vida inglesa. No puedo explicar
por qué es así, pero la ley siempre estuvo por encima de la corrupción…
Sir John tenía los ojos fijos en la puerta, por donde volvían a entrar Carolina,
Unwin y los Chenhalls. De modo que no alcanzó a ver la expresión que pasó
fugazmente por los ojos de Demelza. Fue sólo un segundo, como un estandarte que se
alza desafiante sobre un fuerte rendido en parte.
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Capítulo 7
La mañana del domingo hubo una procesión que marchó hacia la iglesia,
encabezada por la fraternidad jurídica de la ciudad. Bajó por la calle de San Nicolás,
y desfiló frente a la posada donde las dos primas se alojaban; y Demelza y Verity se
arrodillaron y la vieron pasar. Demelza sintió que se le aflojaban las rodillas ante el
espectáculo de los dos jueces con todo el atuendo del caso, túnicas escarlatas y
pesadas pelucas: uno de ellos alto y delgado, el otro de estatura mediana y
corpulento. Confiaba en que Wentworth Lister fuera el más grueso. La enormidad de
lo que había propuesto a sir John se perfiló claramente ante sus ojos cuando vio el
material con el cual él hubiera debido trabajar. Por la tarde, Demelza fue de nuevo al
hotel y tomó el té con sir Hugh Bodrugan, que la había invitado. Fue un encuentro
amable y discreto, y por una vez en la relación con sir Hugh ella consiguió mantener
la conversación en los límites de la decencia. Pero no era el hombre a quien pudiera
tenerse mucho tiempo a distancia.
El lunes por la mañana el señor Jeffery Clymer celebró la última entrevista con
Ross. Leyó rápidamente las notas que Ross había preparado, y frunció las cejas
espesas hasta que se convirtieron en una especie de línea irregular continua sobre los
ojos, algo parecido a los pórticos de la calle Fore.
Después dijo:
—No sirve, capitán Poldark. Sencillamente no sirve.
—¿Qué pasa?
—Lo que le dije el viernes. Mi estimado amigo, usted debe comprender que una
corte penal no es una batalla franca; es un campo de maniobras. Usted puede decir la
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; ¡pero todo depende del modo en que
la diga! Tiene que demostrar tacto, y persuasión, y someterse a la indulgencia de la
ley. Mostrarse humilde e inocente, no altivo y desafiante. Diga lo que quiera después
del veredicto; pero antes, cuídese. Pese cada palabra. Vea: esa es la argumentación
que usted debe presentar.
Ross tomó el pergamino de las manos regordetas y velludas del abogado, y trató
de concentrarse a pesar del ruido que venía de las celdas. Después de unos minutos
dejó el escrito.
—Hay límites, aunque esté en juego la propia piel.
Clymer miró atentamente a su cliente, sometiéndolo a una evaluación profesional;
el cuerpo alargado y fuerte, el rostro huesudo y distinguido, tenso bajo su reticencia,
la cicatriz, los cabellos y los ojos gris azulados. Se encogió de hombros.
—Si yo pudiese hablar por usted, eso es lo que diría.
—Si usted pudiese hablar por mí, aceptaría lo que dijese.
—En ese caso, ¿dónde está la diferencia? Por supuesto, puede hacer con su vida
lo que le plazca, es su derecho… si puede dársele ese nombre. ¿Tiene esposa? ¿Tiene
familia? ¿No cree que vale la pena hacer por ellos esta concesión? Vea, no le prometo
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éxito con esta línea de argumentación. Pero con la suya más vale que prescinda de mí
y ahorre sus guineas.
En otra celda varios hombres disputaban, y al fondo de la que ocupaba Ross dos
ladrones jugaban a los dados por un pañuelo que otro había dejado. ¿Tiene esposa?
¿Tiene familia? ¿No cree que vale la pena hacer algunas concesiones? ¿Lo haría
realmente por Demelza o por él mismo? La idea de la cautividad era sofocante para
un hombre de su naturaleza inquieta. En esos pocos días había visto bastante. ¿Se
justificaba cambiar su defensa en el último momento con el fin de salvar el pellejo?
Dijo secamente:
—¿Tiene la lista de los testigos de la Corona?
Clymer le entregó otra hoja, y se llevó un pañuelo a la nariz mientras Ross leía.
—Vigus, Clemmow, Anderson, Oliver, Fiddick… Nadie podrá decir que la ley
ahorró esfuerzos para respaldar la acusación.
—Nunca lo hace, cuando tiene un caso. Podríamos hablar de perseverancia…
cuando un par de centenas de personas participan en un delito, generalmente se
imputa el asunto a uno o dos hombres… los más verosímiles, quizá los más
culpables, aunque no siempre es el caso; se imputa la culpa a una o dos personas, y se
procura que las restantes atestigüen en favor del rey. Una o dos son las víctimas
propiciatorias, por así decirlo. Capitán, en este caso usted es la víctima propiciatoria.
Lamentable. ¿Estos hombres son amigos suyos?
—Algunos.
—No me asombra. El amigo es peor que el enemigo cuando llega el momento de
salvar el pellejo. Es un defecto de la naturaleza humana. La veta de cobardía. Viene
desde Caín. Nunca se sabe cuándo se manifestará. Todos la tenemos, y el miedo la
saca a relucir.
—Supongo —dijo Ross, que apenas escuchaba—, que estos hombres no tienen
más remedio que aparecer si el tribunal los cita… ¡Paynter! No lo esperaba de él.
—¿Quién es? ¿Lo conoce?
—Un hombre que fue mi criado durante años.
—¿Estuvo en el asunto?
—Oh, sí. Lo desperté antes que a nadie, y lo envié a avisar a Sawle.
—¿Sawle es un hombre?
—No, una aldea.
El señor Clymer se agitó nerviosamente.
—Esto huele muy mal, huele muy mal. ¿Este Paynter se hallaba en la playa
cuando llegaron los aduaneros?
—En la playa, pero demasiado borracho para saber nada.
—El inconveniente de algunas personas… Cuando no recuerdan, inventan. Es la
oportunidad para la defensa. ¿Un individuo inteligente?
—Yo no diría eso.
—Ah. Sin duda usted logrará hacerlo vacilar. Aunque algunos de estos retardados
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se muestran perversamente obstinados cuando atestiguan. Sí, yo diría que muy
obstinados.
Ross le devolvió la lista.
—¿Cree que será el miércoles por la mañana?
—Él miércoles por la mañana. —Clymer se puso de pie y alisó los pliegues de su
túnica—. No sé por qué me molesto. Si usted quiere que lo ahorquen está en su
derecho. —El carcelero se había acercado, pero el abogado lo rechazó—. Recuerdo a
un hombre a quien colgaron en Tyburn. Lo bajaron, creyéndolo muerto, pero hizo
muecas y se retorció todavía durante cinco minutos.
—He visto lo mismo cuando una bala de cañón arranca la cabeza de un hombre
—dijo Ross—. El espectáculo es aún más extraño cuando la cabeza y el cuerpo están
separados por varios metros.
Clymer lo miró fijamente.
—¿De veras?
—En efecto.
—Ah, bien… Le dejaré este borrador de la defensa. Piénselo. Pero si no lo usa, no
lo lamente después del fallo. Entonces no habrá nada que hacer. La acusación dirá
muchas cosas feas de usted, sin necesidad de que la ayude con un falso sentimiento
de orgullo. El orgullo está muy bien en el lugar apropiado. Yo también soy orgulloso.
No podría vivir si no lo fuera. Pero un tribunal no es el lugar para manifestarlo.
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que es urgente. Sería un acto amable con los Daniell, y por así decirlo un gesto de
bondad, si…
En la taberna estaba un lacayo de librea, jadeante y un tanto ansioso. La enferma
era una tal señorita Penvenen; una invitada que estaba en la casa. No, él no la había
visto, y no sabía qué le pasaba, excepto que era urgente y el médico de la familia
vivía en el extremo más alejado de la localidad.
—Muy bien. Estaré con usted en un momento. —Dwight subió rápidamente la
escalera y recogió el maletín de medicinas e instrumentos quirúrgicos sin el cual rara
vez viajaba.
Era una hermosa noche, y había pocos metros de la posada a la plaza de la iglesia,
y de esta al lado opuesto de la colina. Llegaron finalmente ante un portón, y entraron
en una espaciosa residencia, frente a un pequeño parque. Entre los árboles de adorno
centelleaba el agua.
El lacayo lo condujo a un salón cuadrado iluminado por seis grandes candelabros
en los cuales las velas parpadeaban y se movían como bailarinas mientras ellos
pasaban. A través de una puerta entreabierta, Dwight vio una mesa puesta para cenar,
cuchillos relucientes, frutas lustradas, flores. La voz de un hombre hablaba con un
tono regular y medido; sin duda, un individuo acostumbrado a que lo escuchasen.
Subieron la escalera. Barandas de hierro forjado, y mucha pintura blanca. Dos Opies
y un Zoffany.
Siguieron por un corredor cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra roja, y
doblaron una esquina. El lacayo golpeó una puerta.
—Adelante.
Dwight fue introducido en la habitación, y el lacayo se retiró. Sentada sobre un
diván bajo estaba una joven alta, delgada, notablemente hermosa, con una bata
ricamente bordada de tela blanca.
—Oh, ¿usted es droguista? —preguntó ella.
—Médico, señora. ¿Puedo servirla en algo?
—Sí. Es decir, si sabe usar las drogas como un farmacéutico.
—Por supuesto. ¿Qué pasa?
—¿Atiende habitualmente a los Daniell?
—No. Soy forastero en la localidad. Su lacayo vino a la posada donde me alojo, y
dijo que usted estaba gravemente enferma.
—Sí, por supuesto. Quería estar segura. —Se puso de pie—. Pero yo no estoy
enferma. Es mi perrito, Horace. Mire. Tuvo dos ataques, y ahora no está del todo
despierto; se diría que sufre una especie de desmayo. Estoy muy preocupada por él.
Por favor, atiéndalo inmediatamente.
Dwight vio que al lado de la joven, en el sofá, estaba un perrito negro acurrucado
sobre un almohadón de seda. Miró al perrito, y después a la joven.
—¿Su perro, señora?
—Sí —dijo ella, impaciente—. Estuve mortalmente preocupada media hora. No
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quiere beber, y casi me desconoce. Todo a causa de la conmoción y el movimiento de
la gente… estoy segura de ello. No debí traerlo; tengo la culpa de lo que ha ocurrido.
Era una hermosa habitación, con adornos de colores escarlata y oro. Las velas
sobre la mesa de tocador se reflejaban interminablemente en los espejos dobles. Sin
duda era la principal habitación de huéspedes. Una dama importante. El joven dijo
amablemente:
—Su lacayo cometió un error. En realidad, debió buscar a un veterinario.
Dwight percibió el resplandor de los ojos de la joven antes de que ella inclinase la
cabeza.
—No acostumbro a emplear a un médico de caballos para atender a Horace.
—Oh, algunos son bastante diestros.
—Quizá. No quiero llamarlos.
Él no respondió.
La joven dijo bruscamente:
—Quiero la mejor atención, y la pagaré. Le pagaré sus honorarios habituales.
Vamos, ¿qué pasa? Puedo pagarle por adelantado.
—Eso puede esperar hasta que tenga el honor de atenderla.
Las miradas de ambos volvieron a encontrarse. Algo en la actitud de la joven le
irritaba más que el carácter de la llamada.
—Bien —dijo ella—, ¿piensa tratar al perro, o no conoce lo suficiente su propia
profesión? Si usted es un principiante, será mejor que se marche, y llamaremos a otra
persona.
—Era lo que me proponía sugerirle —dijo él.
Cuando él ya llegaba a la puerta, la joven dijo:
—Un momento.
Él se volvió. Advirtió que ella tenía algunas pecas en el puente de la nariz.
La joven dijo:
—¿Nunca ha tenido perros? —Ahora el tono de la voz era distinto.
—… Sí, una vez tuve uno.
—¿Lo dejaría morir por… por un mero formalismo?
—No…
—¿Y dejará que el mío muera?
—Supongo que no está tan grave.
—Lo mismo espero yo. Hubo un momento de vacilación. El joven médico
regresó al centro de la habitación.
—¿Qué edad tiene?
—Doce meses.
—A esa edad no son raros los accesos. Una de mis tías tenía un spaniel…
Comenzó a examinar a Horace. Salvo la respiración estertorosa, el animal no
parecía estar grave. El pulso era bastante regular, y no había indicios de fiebre. En las
mejores condiciones, pensó Dwight, debía ser una bestezuela miserable. En primer
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lugar, estaba demasiado gordo y era evidente que lo mimaban. Dwight advirtió que la
elegante y altiva joven lo observaba atentamente.
Alzó los ojos.
—No veo motivo para preocuparse. Tiene cierto exceso de humores vitales, y yo
le aconsejaría un tratamiento que atenúe ese estado. Pocos dulces y pastas. Y que uno
de los criados lo obligue a ejercitarse regularmente todos los días. Pero un buen
ejercicio. Correr y saltar. Tiene que eliminar los venenos que provocan esas
convulsiones. Entretanto, le haré una receta, y el droguista puede preparársela.
—Gracias.
Dwight extrajo su anotador; ella se apresuró a traerle una pluma y tinta, y el joven
redactó una receta que prescribía un preparado de agua de cerezas negras y opio de
Tebas.
—Gracias —dijo ella, mientras recibía el papel—. ¿Decía?
—¿Qué?
—Acerca de su tía.
La mente de Dwight ya no estaba en eso. De pronto sonrió, disipada su irritación.
—Oh, mi tía tenía un spaniel, pero eso fue hace muchos años. Solía tener ataques
cuando ella tocaba la espineta. Era difícil saber sí tenía espíritu musical o todo lo
contrario.
El rostro juvenil y terso de Carolina, tan tenso unos minutos antes, dibujó también
una sonrisa, aunque combinada todavía con un matiz de hostilidad.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó la joven.
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R. v. Corydon, por recibir mercancías robadas.
R. v. Habitantes de la parroquia de Saint Erth, por obstruir el estuario.
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Cuando descendía la escalera, Dwight se encontró con Francis que venía
subiendo. Francis dijo:
—Vine tan pronto pude, pero ahora me entero de que el caso se verá mañana. —
Tenía las ropas en desorden y cubiertas de polvo.
—Es cierto.
—¿Sabe dónde podría alojarme esta noche? La ciudad está llena de gente.
—Me temo que tendrá que alejarse del centro de la población.
—¿Dónde se aloja la esposa de Ross?
—En la posada de «Jorge y el Dragón». Pero su hermana me dijo que allí no
quedaba un lugar libre.
Francis le clavó los ojos.
—¿Mi hermana?
—Están juntas. —El ojo profesional de Dwight no pudo dejar de advertir que
Francis estaba pálido y tenía en el rostro una expresión descompuesta. No sólo había
adelgazado, sino que se le veía deprimido—. ¿Su esposa no vino con usted?
—… La sala del tribunal no es lugar apropiado para una mujer. ¿A qué responden
esas malditas banderas y todos esos gallardetes? —Dwight se lo explicó—. Oh, por
supuesto, lo había olvidado. En Cornwall hay muchos distritos fantasmas, y abundan
los individuos dispuestos a representarlos. ¿Cree que este abogado es un hombre
capaz? Muchos de ellos son viejos depravados y charlatanes a quienes sólo interesa
cobrar sus honorarios y refocilarse con una ramera cuando el asunto ha terminado.
Dwight sonrió.
—Me pareció un hombre irritable pero ágil. Mañana sabré mejor a qué atenerme.
—Cada uno siguió su camino, pero un instante más tarde Dwight se volvió—. Si esta
noche no tiene dónde dormir y no encuentra otra cosa, puede compartir mi cuarto, a
pesar de que tiene una sola cama. La «Posada de Londres», cerca de la iglesia.
—Tal vez le tome la palabra. Si hay espacio en el piso puedo usar una alfombra y
acomodarme perfectamente. Gracias.
Dwight salió del hotel y caminó por la calle. Ahora hacía buen tiempo, y un paseo
a pie le sentaría bien. En el límite de la ciudad vio pasar un hermoso carruaje
arrastrado por cuatro caballos grises, con un cochero y un postillón de librea verde y
blanca. El vehículo avanzaba lentamente a causa del terrible estado del camino, y
Dwight alcanzó a ver que en su interior George Warleggan viajaba solo.
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calle había bastante ruido, pues los centenares de personas que no habían podido
entrar en el salón se apretujaban y voceaban lemas rivales. El procedimiento comenzó
con la habitual alocución del sheriff; después, un hombre grueso llamado Fox, que era
magistrado del condado, se puso de pie para tomar juramento al nuevo funcionario.
Allí estaba el eje del asunto. Los dos alcaldes, Michell en un extremo de la
plataforma, y Lawson en el otro, dieron un paso al frente y sostuvieron su derecho a
ser el elegido. Hubo una prolongada discusión jurídica. Ambos bandos habían traído
abogados que defendían las respectivas posiciones, pero ninguno lograba convencer
al otro, y la atmósfera comenzó a caldearse. La gente que estaba en el salón había
empezado a gritar y golpear el suelo con los pies, y el piso temblaba.
Dwight miraba por encima de las cabezas que se movían, y se preguntó cómo
estaría Horace. Paseó la vista sobre la gente que estaba alrededor, algunos con
peluca, otros con su cabello natural atado sobre la nuca, y otros —peones y artesanos
— con los cabellos largos que les llegaban a los hombros. Muy cerca, dos padecían
enfermedades de la piel, y un tercero era un caso de consunción aguda, y escupía
sangre sobre la paja del suelo. En el rincón estaba una mujer que había perdido la
nariz a causa de la enfermedad gálica.
De pronto se concertó en la plataforma una suerte de compromiso, si bien el
estímulo que movió a establecer un acuerdo fue el escándalo de la turba en la calle,
más que la voluntad de hacer concesiones. Los alcaldes compartirían el cargo y
debían jurar simultáneamente. Todos sabían que el convenio sería fuente de
dificultades ulteriores cuando comenzara la elección propiamente dicha; pero por lo
menos ahora podía realizarse algún progreso.
Como todo el asunto comenzaba a cansarlo, Dwight se acercó un paso o dos a la
puerta, pese a que no veía muchas posibilidades de salir hasta que todo hubiera
concluido. La gente que estaba alrededor calló, y Dwight vio que el primer votante se
había puesto de pie. Era el regidor Harris, un hombre cuyo estómago era tan
considerable como su reputación, y registró su voto —por Trevaunance y Chenhalls
— en medio de una salva de aplausos y sólo algunos silbidos. Después se presentó
Roberts, un cuáquero whig, que fue aceptado sin comentarios. Siguió otro whig y,
actuando con la misma cautela que su adversario, Michell lo admitió sin hacer
comentarios. Pero un tercer whig ya era demasiado. El abogado que representaba los
intereses de Basset se opuso, con el argumento de que hacía mucho que se había
anulado la afiliación de Joseph Lander a la corporación por causa de insania; además,
tres veces había comparecido ante los jueces, acusado de conducta indecente.
Esta intervención provocó un escándalo, y cerca de Dwight dos hombres
comenzaron a pelear. Uno de ellos empujó a Dwight contra una mujer que había
perdido la nariz, y ella abrió una boca que parecía una puerta y comenzó a gritar
como si estuvieran asesinándola. Cuando finalmente se logró acallarla, Dwight vio
que un médico estaba testimoniando en el sentido de que el padre y la madre de
Joseph Lander habían mantenido una relación incestuosa, y de que ambos habían
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muerto insanos, pero antes de que Dwight pudiese escuchar el final los dos hombres
habían recomenzado la pelea, y cuando uno de ellos fue retirado inconsciente, de
debajo de los pies del otro, Joseph Lander había desaparecido.
El joven médico deseó no haber ido. Uno de cada dos hombres que se
presentaban a votar era cuestionado, y las discusiones se prolongaban
interminablemente. Un hombre, que evidentemente estaba a las puertas de la muerte,
apareció tendido sobre una camilla y fue depositado en el suelo, mientras los
contrincantes disputaban acerca de él como gaviotas marinas que pelean por un
despojo. A sir Hugh Bodrugan, corpulento, velludo y autoritario, se le permitió votar
sin que nadie dijese una palabra, quizá, pensó Dwight, porque nadie se atrevía a
enfrentarlo. Era imposible saber qué hacía en la corporación; pero había varios como
él, es decir, hombres que vivían a kilómetros de distancia y no tenían ninguna
relación con la ciudad.
La joven parecía acalorada y hastiada; y de pronto se inclinó hacia Unwin
Trevaunance y comenzó a murmurarle algo al oído. Visiblemente irritado,
Trevaunance discutió con ella, pero la joven se puso de pie y se deslizó por una
puerta lateral. En el impulso del momento Dwight comenzó a forcejear para salir.
Fue una lucha prolongada, que provocó resentimiento y resistencia; pero
finalmente consiguió salir, y al cabo se encontró en el corredor, y se sintió sofocado,
golpeado y sin aliento. El corredor estaba atestado de gente, y la escalera que llevaba
a la calle se encontraba en condiciones peores aún. Se volvió hacia el fondo, porque
era evidente que Carolina Penvenen no podía haber salido por la puerta principal.
Al final de corredor la gente no estaba tan apretada, y dos condestables especiales
vigilaban la puerta que conducía a la plataforma. Lo miraron con expresión suspicaz.
—¿Por dónde salió la señorita Penvenen?
Uno de ellos hizo un gesto de asentimiento.
—Por allí, señor.
Dwight vio una puerta en la pared opuesta, y pasó por ella. Llevaba a la trastienda
del comercio antiguo, y de allí podía salirse a la calle principal. Cuando al fin salió,
se le ocurrió que ella se había alejado, porque las turbas gritaban y bailaban en las
proximidades de las tabernas que estaban enfrente, y los pórticos dificultaban la
visión de la calle. Se volvió, y de pronto la vio de pie, apoyada contra la pared, junto
a la puerta de la tienda, mirándolo.
Estaba sin sombrero, evidentemente desinteresada de las convenciones; los
hermosos cabellos cobrizos, de textura más bien áspera, formaban rizos que le
rozaban los hombros. Las perlas que llevaba alrededor del cuello justificaban que un
ladrón corriese el riesgo.
—Doctor Enys —dijo ella, mientras él se inclinaba—. ¿Porqué me sigue?
El joven médico volvió a sentir el aguijón de la irritación.
—La vi salir, y pensé que podía necesitar mi ayuda.
—¿Le parece eso probable?
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—Los días de elecciones no suelen ser tranquilos.
—Pues a mí me parece muy aburrido.
—Naturalmente. Pero otros no lo ven así.
La puerta de la tienda se abrió bruscamente y apareció un criado. Se detuvo frente
a la pareja y se tocó la frente.
—Oh, señorita Penvenen, el amo me dijo que la acompañase a casa. Ahora no
puede salir. Es…
—No necesito una madre adoptiva que me acompañe a casa —dijo ella
impaciente—. Regrese adonde está el señor Unwin, y cuídelo. Tal vez él lo necesite.
¡Vamos! ¡Vamos! —agregó, cuando vio que el hombre vacilaba—. No lo necesito.
Un grupo de la multitud había comenzado a cantar nuevamente la marcha, pero
otros emitían gritos burlones. Alguien arrojó un ladrillo a la ventana de la Alcaldía,
pero erró el tiro y el proyectil se rompió en fragmentos contra la pared y envió una
lluvia de fragmentos más pequeños sobre la gente que estaba en la calle.
—Chusma —dijo Carolina—. Como los mendigos y los ladrones descamisados
que pretenden apoderarse de Francia. Inglaterra sería más feliz si elimináramos a
unos cuantos miles.
Detrás, el tendero estaba muy atareado colocando las persianas. Se oyó un
taconeo cuando un individuo comenzó a caminar sobre el pórtico de la tienda, y
entonces el propietario salió a la calle y comenzó a maldecir y a gritar al intruso que
descendiera.
—Sí, en masa —dijo Dwight— son una chusma. Y una chusma borracha es cosa
peligrosa. No confiaría en ella ni un instante. Pero considere por separado a cada
individuo y verá que es bastante agradable. Una criatura débil, como todos lo somos,
capaz de experimentar celos y sentimientos mezquinos como todos, y egoísta y
cobarde como todos. Pero a menudo generosa, amable y pacífica, y laboriosa y buena
con su familia. Por lo menos, exhibe esas cualidades en la misma medida que el
caballero común.
Carolina lo miró.
—¿Es usted jacobino, como su amigo Ross Poldark? De modo que había estado
averiguando acerca de él.
—Es evidente que usted no conoce a Ross Poldark.
—No. Espero verlo mañana… y ojalá que me entretenga más que hoy.
Dwight observó ásperamente:
—Sin duda usted es la clase de mujer que alquila una ventana en Tyburn… para
gozar viendo cómo ahorcan a un ser humano.
—Si eso soy, ¿es asunto que a usted le incumba?
—No. A Dios gracias, no.
—Doctor Enys, lo considero un tanto impertinente por tratarse de un hombre de
su condición.
—Ignoraba que mi condición fuera la de un lacayo, señora.
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—En ese caso, podría afirmar sus opiniones con un poco de cortesía.
La irritación de Dwight no se disipó.
—Señorita Penvenen, este es un condado un tanto rudo. Lo comprobará si mira
alrededor… Aunque por lo que veo tampoco usted presta mucha atención a las
convenciones.
Ella alzó la cabeza.
—¿No cree que es necesario respetar ciertos límites? Y parece que, apenas
menciono el nombre de Poldark, usted se encoleriza y lo traspasa. ¿Es su héroe,
doctor Enys? ¿Mañana pronunciará un encendido discurso para defenderlo? Tenga
cuidado de no olvidar sus modales, porque de lo contrario el juez no le dejará hablar.
—El juez no es mujer, señora.
—¿Y qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que no es probable que se deje llevar por el prejuicio.
—¿Ni siquiera por el odioso engreimiento del que padecen algunos hombres?
—Oh, engreimiento. Yo no diría que ese defecto es propiedad particular de un
solo sexo…
Mientras hablaba, su atención se vio atraída por un griterío más intenso, originado
al fondo de la calle. Dos hombres estaban peleando o luchando, según parecía por la
posesión de ciertos papeles.
—Es muy amable de su parte tratar de instruirme —dijo Carolina—. Me pregunto
por qué muestra tanta solicitud hacia una persona a quien tanto desprecia.
—Usted ha entendido mal lo que yo… —Se interrumpió.
—Por supuesto.
Del fondo de la calle llegaban gritos y risas, y algunos papeles volaron por el aire
y se dispersaron entre la multitud. Ahora otros hombres participaban en la lucha.
Dwight murmuró una excusa a Carolina y corrió por la calle. Trató de abrirse paso
entre los espectadores.
Era difícil, porque nadie quería ceder un centímetro, pero al fin consiguió abrirse
paso y descubrió a Francis forcejeando con tres hombres que intentaban impedir que
golpeara a un cuarto que gimoteaba entre un montón de hojas caídas en el albañal.
—Rata sarnosa e inmunda —estaba diciendo Francis, con voz bastante controlada
si se tenía en cuenta el esfuerzo que realizaba—. Te arrancaré unas cuantas plumas
más. Querías distribuirlas, ¿verdad?, y yo lo haré por ti. Así… —Casi se liberó, pero
consiguieron aferrado otra vez.
—Cálmese, señor —dijo uno—. Apuesto a que ya le arrancó todas las plumas del
cuerpo.
Varios rieron. Francis había bebido mucho. El hombre caído en la calle, un sujeto
harapiento de chaqueta negra, se sostenía la cabeza y gemía, pero tratando de atraer la
simpatía de la gente. En el lodo estaban dispersas docenas de hojas, y Dwight recogió
una que yacía a sus pies. La hoja tenía el encabezamiento Hechos Verdaderos y
Sensacionales de la vida del capitán R-s-P-d-k.
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—Las cosas que crecen en los estercoleros producen pestilencia —dijo Francis—.
Habría que aplastarlas antes de que salgan de sus madrigueras. Suélteme de una vez.
Quíteme de encima las manos leprosas.
—Señor Poldark… ¿estos hombres lo molestan? ¿Qué ha ocurrido?
Francis enarcó el ceño.
—Doctor Enys. Bien, sería un error creer que pegándose a mí como moscas me
divierten. —Se desprendió de las manos que lo sostenían, pues al advertir la sobria
compostura de Dwight, los hombres pusieron menos empeño en el forcejeo—. Por
Dios, en esta ciudad no se respeta a la gente de calidad. No permiten que uno
aplaste… ¡Ah, ahí va!
Al advertir que su atacante se había liberado, el hombre caído en la calle se había
vuelto, y como uno de los gusanos con los cuales Francis lo había comparado, trataba
de abrirse paso entre las piernas de los espectadores. Francis le arrojó su bastón, pero
sólo consiguió pegar en los tobillos a un hombre corpulento que miraba la escena.
—Y ahora se va a depositar sus huevos en otro lugar. Bien, creo que los que dejó
aquí ya no servirán. —Francis enterró los papeles en el lodo. Después, se acomodó la
corbata y trató de ajustaría—. ¡Caminen! ¡Caminen! —dijo a los curiosos que se
habían reunido y miraban asombrados—. Se acabó la diversión. Vuelvan a sus
asuntos.
Dwight observó:
—Esas hojas repulsivas… Pero de nada servirá hacer justicia por la propia mano.
—¿Y no es hacer justicia por la propia mano tratar de emponzoñar la mente del
público antes del juicio? Es una monstruosa violación de los derechos individuales.
Destruiré todas las hojas que encuentre.
Dwight formuló una respuesta de compromiso y se volvió, decidido a alejarse.
—En cuanto a usted —dijo Francis a uno de los hombres que lo habían sujetado
—, cuando los condestables de esta ciudad comida por las pulgas deseen su ayuda,
sin duda se la pedirán. Entretanto, refrene su inclinación a interferir, porque puede
crearle problemas. —Se pasó una mano sobre los cabellos—. Enys, vamos a beber
una copa.
—Lo siento… Estaba ocupado, cuando oí la conmoción y… bien, interrumpí una
conversación. Dwight trató de espiar sobre las cabezas de la multitud, pero no
alcanzó a ver a Carolina.
—Conversación —dijo Francis—, es precisamente lo que necesito. Un poco de
conversación inteligente. Pasé todo el día en compañía de rufianes y ladrones y
alcahuetes, comenzando por el peor de todos. Ahora anhelo una hora de
respetabilidad bien aprovechada. Y creo que usted puede ofrecérmela.
Dwight sonrió.
—En otra ocasión, con mucho gusto. Pero ahora, si me disculpa…
Regresó a la Alcaldía y buscó a Carolina. Pero la joven había desaparecido. Era
evidente que no experimentaba el más mínimo temor, y que se había alejado sola.
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Sin que él lo advirtiera, sobre la multitud había caído un repentino silencio. De
pronto oyó hablar a alguien, y comprendió que era el anuncio del resultado de la
elección. Pero era demasiado tarde para entender lo que decía. Sólo alcanzó a oír el
rugido de la multitud al final, un rugido de frustración y fastidio.
En todo caso, el resultado en cuestión no había contribuid a apaciguar la rivalidad
de los dos bandos.
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Capítulo 8
Verity se había acomodado en el asiento de la ventana, y miraba los
cuarenta o cincuenta caballos que bajaban de los campos de pastoreo situados en las
afueras de la ciudad, traídos por los peones del hotel. Todas las tardes, más o menos a
esa hora, bajaban coceando y relinchando, y abriéndose paso peligrosamente por la
estrecha calle. Y todas las mañanas volvían a subir a los prados.
Desde el momento de la llegada, había pasado gran parte de su tiempo junto a esa
ventana, espiando a los transeúntes, del mismo modo que en Falmouth, cuando
Andrew no estaba, solía acomodarse frente a la ventana, sobre el porche, y bordaba y
contemplaba la bahía. Pero aquí no se le ofrecía un espectáculo parecido; a lo sumo
había una calle estrecha y empinada, y un movimiento constante de gente.
Se había enterado una hora antes del resultado de la elección; había sido un fiasco
que probablemente conduciría a más peticiones y contrapeticiones al Parlamento, y a
interminables disputas en la propia ciudad. Los dos funcionarios elegidos habían
presentado resultados distintos. El señor Lawson había presentado a un whig y un
tory, y el señor Michell a dos tories. La ciudad estaba convulsionada.
Ahora Andrew debía estar en Lisboa. Al día siguiente, cuando se celebrara el
juicio de Ross, su nave zarparía de regreso a la patria. Su hijo James, que estaba en
Gibraltar, no se hallaba a mucha distancia de Andrew, pero lo mismo hubiera podido
encontrarse en otro hemisferio. A veces ella dudaba de que jamás llegara a conocer a
sus dos hijastros; a pesar de lo que había dicho a Demelza, en el fondo de su corazón
lo temía más que lo deseaba. James y Esther eran el testimonio vivo del primer y
trágico matrimonio de Andrew. Quizá pensaban lo mismo y por eso no venían. O tal
vez sencillamente sentían que la nueva esposa los había expulsado de la vida de su
padre. De todos modos, hasta ahora, el segundo matrimonio de Andrew Blamey era
un perfecto éxito, y Verity experimentaba el terrible temor de que los hijos de
Andrew amenazaran su felicidad conyugal.
Se oyó un golpe en la puerta y apareció Joanna, la desaliñada doncella, los
cabellos revueltos bajo la cofia, y una mancha de tizne en la mejilla.
—Por favor, señora, un hombre quiere verla. Dice que es el señor Francis
Poldark.
Verity sintió que se le encogía el corazón.
—El señor… ¿Francis Poldark?
—Sí, eso mismo. Dice que usted lo conoce. Quizás es para la otra señora…
—Es para esta señora —dijo Francis, entrando en la habitación—. Soy su
hermano, de modo que no se dedique a charlar cuando baje. Vuelva a sus ollas y
déjenos solos. Y límpiese esa nariz mocosa.
Desconcertada, Joanna salió, y ambos hermanos se enfrentaron por primera vez
en catorce meses, desde el día en que, con la ayuda de Demelza y a pesar de la agria
oposición de Francis, Verity había huido para casarse con Andrew Blamey.
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Con el corazón oprimido, ella advirtió inmediatamente que Francis estaba
borracho. Y sabía lo que eso significaba. Seis o siete años atrás, el padre de ambos se
había quejado de que Francis no sabía beber, y después de la primera botella caía bajo
la mesa como un vulgar tinterillo. Pero con tiempo y paciencia se había corregido. En
los tiempos que corrían, se necesitaba mucha perseverancia.
—¿Estás sola? —preguntó Francis.
—Sí… no sabía que estabas en la ciudad.
—Todo el mundo se ha reunido en la ciudad. Farmacéuticos, labriegos, pobres y
ladrones… Creía que te alojabas con Demelza.
—Esta tarde salió. Estuvimos aquí todo el día.
Él la miró con el ceño fruncido, como si hubiera querido examinarla con la
objetividad de un extraño. Francis tenía desgarrado el cuello de la camisa, y la
chaqueta manchada de lodo. Sólo ella sabía con cuánta pasión Francis había
rechazado ese matrimonio. Desde que eran niños el amor que sentía por ella había
sido egoísta, posesivo… algo más que fraternal. Su desconfianza en vista de los
antecedentes de Blamey había sido la fuerza centrípeta alrededor de la cual se habían
agrupado los restantes y menudos resentimientos.
—Señora Blamey —dijo despectivamente—. ¿Qué sientes cuando te llaman así?
—Cuando te anunciaron… pensé que…
—¿Qué? ¿Qué venía a reconci… conciliarme? —Miró alrededor en busca de un
asiento, y atravesó la habitación para tomar una silla, se sentó con precaución,
depositó su sombrero al lado, sobre el suelo, y extendió una bota de montar lodosa.
Sus movimientos eran excesivamente estudiados—. ¿Quién sabe? Pero no con la
señora Blamey. Mi hermana… es distinto. Una moza traicionera. —Pero lo dijo sin
convicción ni veneno.
Verity dijo:
—He deseado tanto volver a veros a todos… Le he preguntado a Demelza.
Estuvisteis enfermos en Navidad… y la pérdida de Demelza. En Falmouth también lo
pasamos mal, pero… ¿Cómo está Elizabeth? ¿Supongo que no te acompañó?
—¿Y cómo está Blamey? —preguntó Francis—. ¿Supongo que no te acompañó?
Dime, Verity, ¿el matrimonio no ha sido para ti una trampa tan cruel como para todos
los demás? Nos zambullimos en el asunto, pobres diablos que somos, convencidos de
que tiene algo que nos falta y que no debemos perder. Pero es una máquina
trituradora, y una vez que sus dientes nos atrapan… ¿Cómo está Blamey? Supongo
que flagelando a sus marineros, en Vizcaya o en el Báltico. Estás más gruesa; siempre
fuiste una muchachita tan delgada. ¿Tienes brandy o ron aquí?
—No… solamente oporto.
—Por supuesto, la bebida de Demelza. Le encanta. Tiene que cuidarse, porque de
lo contrario terminará siendo una borrachina. Hace dos semanas vi a Ross en Truro;
no parecían inquietarle toda la faramalla legal y la ola de rumores sucios. Muy propio
de Ross. Es un hueso duro de roer, y no lo amedrentarán con un juicio, por mucho
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que lo pretendan. —La miró fijamente, con una expresión irritada y contraída en el
rostro, pero en realidad sin verla—. Ojalá yo estuviera en el lugar de Ross y tuviese
que comparecer mañana ante mis jueces; les diría unas cuantas cosas. Se
impresionarían. Francis Poldark, de Trenwith.
Un esfuerzo más.
—Francis, me alegro de que hayas venido. Me reconfortaría tanto saber que todo
el rencor se ha disipado. Ha sido el único motivo de infelicidad desde que me fui.
Francis arrancó un pedazo de encaje roto del borde de su puño, lo enrolló
distraídamente entre el índice y el pulgar y lo arrojó en dirección al hogar.
—Felicidad… infelicidad: ¡rótulos aplicados al mismo estado de ánimo! Lindas
cintas de colores que significan exactamente lo mismo que los estandartes de esta
maldita elección. ¡Ah!, como solía decir nuestro padre. Esta mañana sostuve una
violenta disputa con George Warleggan.
Verity se puso de pie.
—Querido, pediré que nos traigan de beber. —Y después de tocar la campanilla
—: Todos rogamos que mañana el juez absuelva a Ross. Dicen que no es un caso
desesperado. Demelza estuvo haciendo diligencias todo el fin de semana. Es algo
relacionado con el juicio, pero no sé de qué se trata exactamente. No puede descansar
un momento.
—¡Absolución! Tampoco yo descansaría, si estuviese en su lugar. Esta mañana
fui a ver al abogado que defiende a Ross y le dije: «Ahora, quiero la verdad; no lindas
palabras, la verdad: ¿Qué posibilidades tiene mañana?». Y me contestó: «Con
respecto al tercer cargo, bastante buenas; pero no veo cómo salvarlo de los dos
primeros… porque él reconoce su culpabilidad y ahora continúa obstinándose.
Todavía es tiempo de cambiar de táctica y presentar combate, pero él no quiere, de
modo que es una causa perdida de antemano».
Apareció la criada, pero durante un momento los dos estuvieron demasiado
absortos para prestarle atención. Finalmente, Francis le ordenó que trajese gin.
—Poco después me encontré con George en la Posada del Buey. Tenía un aire tan
opulento y satisfecho de sí mismo que no pude soportarlo. Tuve náuseas y vomité una
buena porción de bilis. Me hizo muchísimo bien.
Guardaron silencio un largo rato. Verity jamás lo había visto así. Ignoraba si el
cambio había sobrevenido en doce meses o sólo en una noche. En su espíritu
lucharon dos sentimientos: la preocupación por él, y la inquietud por lo que había
dicho acerca de Ross.
—¿Fue sensato pelear con George? ¿Acaso no le debes dinero?
—Lo saludé diciendo: «Caramba, ¿los buitres se acercan antes de que el venado
haya muerto?». Cuando mostró signos de que exteriormente se lo tragaba pero
interiormente hervía, me pareció que había llegado el momento de expresarle
claramente mi opinión. Su condenada cortesía de nada le sirvió. Con una amabilidad
igual a la que él demostraba, detallé su apariencia, sus ropas, su moral, su linaje y sus
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antepasados más remotos. Disputamos con saludable vigor. Hacía tiempo que era
necesario aclarar posiciones.
—Sí, aclarar posiciones —dijo Verity, inquieta—. Será una aclaración muy feliz
si te exige la cancelación de todas las deudas. Sé que ha sido un viejo amigo, pero no
parecería extraño que apele a cualquier medio para vengar un insulto.
Joanna volvió con el gin. Francis le dio una propina y la miró alejarse. Vertió un
poco de licor en un vaso y lo bebió.
—Oh, sin duda cree que mañana podrá ejecutarme. Pero quizá se desilusione. —
Francis contempló el vaso vacío con una expresión peculiar. Se hubiera dicho que
miraba un triste desfile de escenas de su propia vida, una existencia cada vez más
mezquina que llegaba al momento actual, cuando sólo quedaban las heces. Era el
momento en que el absurdo y la sinrazón se convertían en parte del paisaje general.
—El mañana está lejos —dijo—. Quizá nunca lo veamos.
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—Bien, somos tres para dos escaños. Y eso no puede ser.
—Es sólo cuestión de tiempo —afirmó sir John, los ojos fijos en una joven
morena que conversaba con uno de los jueces de Su Majestad—. Cuando se presente
el alegato ante el Tribunal de Apelación, no dudo de que se declarará ilegal el
nombramiento de Lawson. De modo que sus resultados electorales quedarán
inválidos. De todos modos, huelen a fraude. ¿Quién ha oído hablar de un alcalde
whig que presente un candidato del bando contrario cuando tiene dos propios?
—Eso sugiere imparcialidad.
—Tonterías; sugiere fraude. De todos modos, si el asunto no se resuelve antes de
que vuelva a reunirse el Parlamento, no vaciles en reclamar tu escaño. En los últimos
tiempos hubo episodios semejantes en Helston y Saltash. Daniell me recordó que en
Saltash hubo dos grupos rivales durante mucho tiempo, y dos tribunales de apelación
diferentes declararon legal primero a uno y después al otro. Más todavía, Unwin. En
una elección realizada hace cuatro o cinco años para llenar un solo escaño, cada uno
de los grupos eligió un candidato… y ahora ambos ocupan escaños en el Parlamento.
—Sí, oí decir algo al respecto en la Cámara.
—Bien, fue en el 85 o el 86. Y Daniell asegura que a pesar de las peticiones y
contrapeticiones, los dos miembros electos continúan ocupando escaños. Si una cosa
así puede ocurrir, no hay razón para inquietarse con los resultados obtenidos hoy.
Creo que importa sobre todo que te consideres reelecto y que procedas en
consecuencia.
La danza finalizó y se oyeron aplausos corteses. Sin mirar a los Trevaunance,
Carolina caminó hacia el comedor en compañía de Chenhalls. Las relaciones entre
Carolina y Unwin no habían sido especialmente gratas ese día. Ella había insistido en
concurrir al acto electoral, a pesar del consejo contrario de Unwin. De pronto,
hastiada, se había retirado ostensiblemente en momentos en que Unwin no podía
seguirla, y había rechazado al criado que él envió con el fin de que la acompañase.
Después, Carolina había regresado al salón en el mismo momento en que se
anunciaban los resultados, y había replicado ásperamente cuando él preguntó la causa
de su actitud. Cuando yo sea tu esposo, pensó Unwin, mientras miraba su figura
erguida, a la entrada del comedor… Los hombros de la joven resplandecían incluso
con esa media luz. Si llego a ser tu esposo… un pensamiento inquietante. Esa
elección había sido más costosa que las anteriores. La duda acerca de los resultados
determinaba que su posición fuese mucho más inestable… pese a lo que John decía.
Y sus deudas en Londres aumentaban. Quiso acercarse a Carolina, pero sir John le
aferró el brazo.
Miró impaciente a su hermano, creyendo que este se preparaba para ofrecerle más
consejos sensatos pero indeseados. Pero sir John miraba en otra dirección.
—Dime… ¿quién está con Wentworth Lister? Esa mujer… que habla con él.
Unwin frunció el ceño.
—Me parece que es Demelza Poldark.
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—Dios mío… —Sir John tragó saliva—. Ya me parecía. De modo que no se da
por vencida.
—¿Qué quieres decir?
Sir John habló con calor:
—¿Cómo diablos entró aquí? ¿Quién pudo haberla presentado? Y ahora está
hablando con el Zancudo Lister… exactamente lo que se propuso hacer. Por Dios,
hará ahorcar a su marido si no se anda con cuidado… ¡y a ella la detendrán por
desacato al tribunal! Está jugando con fuego.
—La he visto con Hugh Bodrugan.
Sir John extrajo un pañuelo y se enjugó el rostro.
—Bien, por lo menos no tengo nada que ver en el asunto. Hugh siempre fue una
bestia lasciva; si le hizo un favor, ella tendrá que pagar lo suyo. Que tenga suerte en
su conversación. La necesitará.
Unwin dijo:
—Te dije la primera vez que la vi que era una mujer peligrosa.
Demelza sabía muy bien que estaba jugando con fuego. Apenas vio de
cerca al juez alto y cadavérico, comprendió que ese sería el encuentro más difícil de
su vida.
Se había puesto el vestido de seda malva con las mangas a la altura del codo, y la
pechera y la enagua verde manzana floreadas. Era el vestido que Verity había elegido
para ella tres años antes.
Sir Hugh Bodrugan no conocía a Lister, pero había conseguido que los presentara
el señor Coldrennick, diputado por Launceston. Después, rezongón e hirsuto, se había
retirado con Coldrennick dejando a Demelza con su presa, tal como lo había
prometido.
El Honorable Juez Lister tenía unos sesenta años, un metro ochenta de altura, las
piernas largas y delgadas, la espalda un tanto encorvada, y un rostro arrugado y
austero marcado por cuarenta años de sesiones del tribunal. No se sentía cómodo en
la recepción, porque fuera de su trabajo era un hombre tímido, y no se interesaba en
las caras empolvadas y maquilladas de las fiestas a la moda. Había venido porque las
habitaciones de los alojamientos destinados a los jueces eran tan frías y tristes, que
había cenado fuera todas las noches, y ahora no podía rehusar la invitación de los
organizadores, que habían sido sus anfitriones.
Cuando le presentaron a la joven había supuesto que ella le formularía algunas
preguntas tontas, y después de parlotear un rato se alejaría, como habían hecho otras
jóvenes. Su único interés en las mujeres era que parecían ser la fuerza impulsora que
estaba detrás de muchos de los delitos que caían bajo su ojo implacable. Lister era un
solterón y un pesimista.
Pero esta joven se había demorado más que la mayoría. En ese momento acababa
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de formularle una pregunta, pero él no la había entendido. Agachó la cabeza.
—¿Cómo dijo?
—¿Su Señoría baila?
Lister movió la cabeza.
—Pero no por eso usted debe abstenerse. Sin duda hay muchos caballeros que
esperan gozar del privilegio de acompañarla.
—Oh, no, mi señor. Más bien prefiero mirar. Creo que el espectador es quien
goza mejor de la danza.
Lister avanzó el labio inferior.
—Señora, tengo una edad en la cual el espectáculo del esfuerzo ajeno es más
compensador que el esfuerzo mismo. Jamás habría imaginado que usted pensaba de
igual manera.
—Pero ¿qué tiene que ver con eso la edad? —preguntó Demelza—. ¿No es
lógico… apartarse a veces de la agitación y el torbellino, para poder ver a qué nos
parecemos cuando estamos en ello?
Él la miró atentamente.
—Si usted se atiene a esa regla en asuntos de mayor gravedad, sin duda podrá
aprovechar bien su propia vida.
—En materias de mayor gravedad —dijo Demelza—, la vida siempre permite
elegir.
—El alma de cada individua es su propio dominio —dijo Lister—. Cómo la usa
no puede ser responsabilidad ajena.
—Oh, sí, señor mío, creo que usted tiene razón. Pero a veces todo ocurre como si
el individuo fuese un pájaro en una jaula, puede cantar tan armoniosamente, que sólo
arrojándolo a un pozo se consiga acallarlo.
Lister sonrió secamente.
—Señora, su ingenio es fértil en argumentos.
—Su Señoría es demasiado amable. Por supuesto, mi actitud es excesivamente
vanidosa. A decir verdad, sé muy poco de todo eso. Y usted sabe tanto.
—Sabemos lo que se nos permite saber —dijo Lister—. La conciencia está más
cerca del juicio que el conocimiento.
—Me gustaría saber —dijo ella—, si eso suele inquietarlo.
—¿Qué?
—Sí, el juicio. Quiero decir —se apresuró a continuar ante la mirada del juez—,
¿no es difícil emitir juicios perfectos, a menos que uno sepa perfectamente?
Perdóneme si no entiendo bien.
—Mi estimada señora, hay posibilidades de perfeccionamiento por doquier. La
infalibilidad existe en la divina creación, no fuera de ella.
En la sala de los refrescos, Unwin decía:
—¿En qué puedo haberte ofendido?
—De ningún modo, querido —dijo Carolina, mientras se pasaba la mano sobre
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los cabellos—. ¿Por qué lo piensas?
—No sé a qué atenerme. Trato de complacerte en todo, e incurro en la
desaprobación de mi partido llevándote a la elección… pero esta noche me ignoras en
beneficio de Chenhalls, o de cualquier caballero maduro que te reclama. Me
sorprende que aún no hayas bailado con Bodrugan.
—Gracias, querido, prefiero cazar osos al aire libre. —La voz dulce de Carolina
tenía un matiz helado—. Pero ¿por qué no he de bailar con caballeros maduros si eso
me complace? Todavía no estoy atada a los cordones de tu delantal… y gracias a
Dios que así es, porque esta noche los cordones de tu delantal me parecen ingratos,
aburridos y deprimentes, y casi diría insoportables.
Unwin hizo lo posible por dominarse y sonrió.
—Lo siento, Carolina. Es esta condenada elección… te ruego me perdones.
Apenas se aclare la situación seré mejor compañía para ti. Te lo prometo. Lo sería
ahora, si me ofrecieras la oportunidad.
—Siempre fue «cuando termine la elección». Según parece, ahora no ha
concluido. ¡Oh, John! ¡John!
—¿Sí? —dijo ácidamente el mayor de los Trevaunance. Le desagradaba que esa
muchacha frívola lo llamase por su nombre de pila. Pero lo soportaba sólo en bien de
su hermano.
—¿Conoce a un médico que vive en Sawle o cerca de allí, y que se llama Enys?
Creo que es Dwight Enys.
—Hum… sí. Vive en las tierras de Poldark, o donde comienza la propiedad de
Treneglos. Un hombre joven. No sé mucho de él ¿Por qué?
—Está en la ciudad. Creo que atestiguará mañana, durante juicio. ¿Tiene medios
propios de fortuna?
—¿Por qué? ¿Lo conociste? —preguntó Unwin con suspicacia.
—Casualmente fue el hombre que vino a ver a Horace. Ya te hablé del asunto. Y
se mostró muy altanero cuando supo que le habían llamado para atender a un perrito.
—Maldita insolencia. Si yo hubiese estado allí se lo habría dicho.
—Oh, yo se lo dije. Pero, Unwin, la insolencia no es pecado tan grave. ¿No te
parece? Revela cierta fibra y espíritu…
En el salón de baile, la conversación se había alejado un poco del tema peligroso.
Wentworth Lister miraba muy atentamente a la joven morena.
—Un filósofo griego dijo cierta vez que la modestia es la ciudadela de la belleza
y la virtud; la primera de las virtudes es la inocencia, la segunda el sentimiento de la
vergüenza. Es un precepto que me ha ayudado muchos años a juzgar a las mujeres.
—¿Y cuando tiene que juzgar a los hombres? —dijo Demelza.
—Sí, también en eso. —La danza había concluido y el juez paseó lentamente la
vista por el salón. Hacía calor, y lamentaba haberse puesto el tercer par de medias.
—No deseo retenerla aquí —dijo Lister con cierta aspereza en la voz—, cuando
seguramente puede emplear su tiempo en entretenimientos más gratos…
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Demelza se humedeció los labios.
—Caramba, había creído que yo era quien abusaba de su tiempo.
Al oír esto, Lister negó cortésmente, y a su vez ella dirigió una rápida mirada
alrededor. Aunque había mucha gente cerca, en ese momento ninguna parecía
dispuesta a perturbar el téte-a-téte. El juez no era una figura atractiva.
—Ojalá la próxima vez toquen algo más armonioso —dijo Demelza—. Esta
música hiere los oídos. Usan demasiado la flauta y los caramillos.
Lister dijo:
—¿Quizás usted también toca?
—Muy poco. —Le sonrió, súbitamente reanimada—. Y canto… pero más cuando
estoy sola.
—Concuerdo con usted en la preferencia por los violines y las violas. Y con
respecto al canto, ahora no se escucha nada que valga la pena.
Algo en el tono del juez llamó la atención del oído de Demelza, agudo como el de
un animal. Era la primera vez que advertía cierto calor entre las hojas secas de su
carácter.
—Los habitantes de Cornwall cantan mucho.
Lister sonrió.
—Juntan sus voces. Sin duda, a eso se refiere. El coro de la iglesia los domingos.
—Por supuesto… quizá no es lo que usted oye en Londres.
—Tampoco en Londres se oye gran cosa. Casi todo está contaminado por las
tendencias modernas. Una alegría frívola e insípida. Pasticcios a la italiana y quejosa
artificialidad. Para descubrir una vertiente pura hay que retroceder doscientos años…
o más.
Lister terminó de hablar, apretó enérgicamente los labios, y tomó una pulgarada
de rapé. Después de limpiarse el polvo de rapé con un pañuelo de encaje, juntó las
manos tras la espalda y miró fijamente un punto del salón, como decidido a impedir
que lo arrastrasen a nuevas expresiones de opinión.
Demelza dijo desesperadamente:
—Mi señor, ¿qué tienen de malo los coros de iglesia? No alcanzo a entenderle.
—¡Ah! —dijo Lister.
Los Trevaunance habían reaparecido, viniendo del comedor. La cabeza color
fuego de Carolina se destacaba sobre la de sir John, y estaba apenas por debajo de la
de Unwin.
Demelza dijo:
—Es la primera vez que oigo la música de uno de esos órganos en una iglesia.
Hay uno en Truro, pero jamás lo escuché. Es un sonido grandioso, pero prefiero más
bien la forma antigua cuando está bien ejecutada.
El juez resopló e hizo un gesto de la mano.
—Es usted afortunada, puesto que las tendencias modernas no arruinaron del todo
su oído. ¿Seguramente nunca oyó cantar en organum?
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—No, mi señor. ¿Significa cantar con acompañamiento de órgano?
—Ciertamente no con acompañamiento de órgano…
… Sir Hugh Bodrugan había conversado con el señor Coldrennick acerca de las
consecuencias de la situación electoral, y deseaba una copa. Estaba harto de Bodmin,
y de buena gana hubiera regresado al día siguiente a sus perros y sus caballos, y a
Connie y sus maldiciones, y a los amplios espacios de su casa desordenada, donde
podía extenderse, estirarse y eructar. Todo aquello le parecía excesivamente estrecho.
El único aspecto positivo de su visita había sido encontrar a Demelza Poldark, que
con su ingenio simple lo mantenía alerta y animado. Miró al rincón donde ella
continuaba hablando con el juez alto y delgado. El problema con ella era que siempre
se mostraba condenadamente esquiva. Bodrugan sabía que un poco de maniobra era
parte de la diversión; tampoco a él le agradaba que el pez se apresurase a morder el
anzuelo; pero hasta ahora sólo la había besado dos veces —aunque una en la boca—
y la había pellizcado un par de veces en lugares interesados. Una moza de piernas
largas, condenadamente atractiva. Era hora de volver a ella.
Eso fue precisamente lo que dijo al señor Coldrennick, interrumpiendo algunas
observaciones pedestres acerca de los cargos políticos del condado.
—Sí —dijo el señor Coldrennick—. Seguramente usted tiene razón. Debo
confesar que raramente he visto tan conversador a nuestro erudito juez. La joven
señora Poldark tiene una simpatía especial.
—Oh, no lo dudo —dijo sombríamente Bodrugan—. Sí, eso tiene. Pero le falta
voluntad.
Mientras se acercaban oyeron la voz del juez.
—Mi estimada joven, la iglesia no conoció la armonía, ni siquiera del tipo más
primitivo, hasta los siglos X u XI. Entonces, las voces más altas y más bajas atacaban
el canto llano, y cantaban a distancia de una cuarta o una quinta, y no al unísono. Sin
duda pasaron muchos años antes de descubrirse que las terceras y las sextas, en lugar
de ser más, eran menos discordantes, y tenían efectos infinitamente más melodiosos y
variables. Hay un himno escocés… sí… a san Magno…
—¡Hrrmmhum! —carraspeó sir Hugh Bodrugan.
El Honorable Juez Lister levantó la cabeza y dirigió al intruso una mirada que
generalmente reservaba para los malhechores. Ante la acogida, Coldrennick habría
retrocedido, pero Bodrugan no se dejaba intimidar por nada.
—Ah, bien, es hora de comer algo, estimada niña. Hay tanta gente que tuve que
hacer un esfuerzo para llegar aquí. Sin duda su señoría nos perdonará.
—No tengo apetito, sir Hugh —protestó Demelza—. Quizá podamos esperar un
momento. Su señoría estaba hablándome de la música eclesiástica, y sabe cosas que
yo desearía mucho aprender.
—No, eso puede esperar otra ocasión, ¿no es verdad, señor mío? ¡Dios mío,
música eclesiástica! Qué tema para una noche de elecciones.
—Es tema para cualquier noche —dijo Lister—, si uno está dispuesto a aprender.
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Por supuesto, están los que no quieren aprender. —Se disponía a agregar algo más,
hablando entre dientes, pero se acercaban dos damas que venían del comedor, y otros
se aproximaban. Dijo a Demelza—: Señora, también hay cierta música isabelina.
Byrd y Tallis son nombres que valen la pena recordar. Y en un estilo más ágil y
diferente también Thomas Morley.
—Los recordaré —dijo Demelza, y le dio las gracias en su estilo más
ceremonioso. Bodrugan esperaba para acompañarla, y ahora las dos mujeres hablaron
al juez. Pero después de un momento él volvió de nuevo los ojos hacia Demelza.
Había un leve destello de aprobación en sus ojos hundidos mientras la miraba.
—Señora, no recuerdo su nombre, o a quién he tenido el placer de dirigirme.
—Poldark —dijo ella, y tragó saliva—. La señora de Ross Poldark.
—Ha sido un placer para mí —dijo el juez, e inclinó la cabeza. Era evidente que
el nombre nada significaba para él… todavía.
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Capítulo 9
Después de oscurecer se acentuó el ruido en las calles, y aumentó el
número de borrachos, y la primera intención de Dwight fue no volver a salir. No
dudaba de que Carolina estaba en el baile, pero él no tenía invitación, y en todo caso
carecía de ropas apropiadas. Después de cenar se sentó un rato en su dormitorio a leer
un libro de medicina, pero la caprichosa señorita Penvenen y el recuerdo de sus
actitudes le impedían concentrarse. Reaparecía constantemente como una imagen
frente a los ojos, como una voz en la profundidad de su oído, como una idea en el
trasfondo de su mente. Recordaba el roce de su vestido de seda como una cosa nueva,
oída por primera vez; veía la punta de su lengua cuando se mojaba los labios, y
evocaba su voz, fría e irritante, pero inolvidable como un trozo musical. Finalmente,
arrojó sobre la cama el libro y bajó a la taberna a beber un par de copas; pero el lugar
estaba atestado y había mucho ruido, de modo que por falta de algo mejor que hacer
decidió caminar hasta la colina, en busca del minúsculo hospital que estaba a cargo
del doctor Halliwell. Bodmin era una de las pocas ciudades que había progresado
hasta el extremo de disponer de una instalación de ese tipo —en general, si uno se
hería, moría en la calle o en su propia cama— y Dwight pensó que podía ser
interesante comparar el minúsculo establecimiento provincial con las grandes
instituciones que florecían en Londres.
De modo que no se encontró con Francis, el cual entró en la posada después que
el joven médico se hubo marchado.
Francis preguntó por el doctor Enys, y cuando le informaron que había salido
explicó que el médico le había prometido compartir su cuarto esa noche. El posadero
lo miró dubitativo, esforzándose por llegar a una conclusión acerca de la calidad del
visitante, impresionado por el lenguaje y la apostura propios de un caballero, pese a
que estos aspectos no compensaban del todo las ropas desgarradas y lodosas, y
sospechando al mismo tiempo que estaba borracho, pese a que esa condición no
concordaba con el gesto sereno y el lenguaje firme.
—Lo siento, señor, pero sin autorización del interesado no puedo permitirle que
entre en el cuarto de otra persona. Como usted comprende no sería justo.
—Tonterías. El doctor Enys me invitó. ¿A qué hora regresará?
—No lo sé, señor. No lo dijo.
Francis depositó en el suelo su maleta.
—En situaciones de necesidad es usual que dos caballeros compartan un cuarto.
Y usted lo sabe. Además, no somos desconocidos, sino amigos. Vamos, dígame
cuánto le pagó el doctor Enys, y yo le daré la misma suma.
—Con mucho gusto, cuando el doctor Enys vuelva.
—No estoy dispuesto a esperar toda la noche. —Francis extrajo un bolso, y de
este retiró algunas monedas de oro—. Le pagaré ahora mi alquiler, de modo que no se
perjudique.
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Los ojos del posadero se movieron inquietos.
—Señor, es una habitación pequeña, y hay una sola cama.
—Me tiene sin cuidado el tamaño de la cama.
El posadero miró de nuevo, y después se volvió hacia el criado.
—Vamos, Charlie, lleva al señor al número seis.
Francis pagó el alquiler y siguió al niño escaleras arriba. Una vez en el cuarto, y
cuando su guía ya se había marchado, cerró con llave la puerta. Era una habitación
baja y estrecha, con una mesa frente al hogar vacío, una cama de una plaza junto a la
ventana, con una persiana cerrada, y dos velas parpadeando, que disipaban apenas las
sombras al lado de la cama. Se apoyó un minuto contra la puerta, mientras paseaba la
vista por el cuarto, y después tomó una de las velas y la llevó a la mesa. Abrió su
maleta, retiró una camisa limpia, se lavó, y se puso la camisa y un cuello limpio. Se
sentó frente a la mesa, extrajo de la maleta varias hojas de papel, y después de
meditar un rato comenzó a escribir. Lo hizo todo con movimientos medidos; pero no
eran los gestos de la embriaguez. A través de esta había llegado a un estado de
absoluta y total sobriedad.
Durante un rato reinó en el cuarto un silencio nuevo, subrayado por el tenue
rasguido de la pluma. A veces llegaban ruidos de fuera, o una salva de risas que
subían por las gruesas paredes desde la taberna, como ecos de un mundo remoto. De
tanto en tanto, una de las llamas temblaba, y se formaba un hilo de humo que se
desprendía y se disipaba en el aire. Francis escribía con una concentración que
provenía de un sentimiento de apremio, tanto externo como íntimo; escribía no sólo
luchando contra el tiempo que pasaba, sino también afrontando un mecanismo
imperativo de su propio fuero interno que le decía que lo que él tenía que hacer ya no
podía esperar.
Finalmente, escribió su nombre, se puso de pie, se acercó de nuevo a la maleta y
extrajo una pistola. Era un arma de duelo de un solo caño, del tipo de llave, que
disparaba una pesada bala con una pequeña carga de pólvora. La amartilló y la
depositó sobre la mesa, al lado. Después, miró alrededor. Todo estaba listo. El
silencio de la habitación había llegado a ser opresor, y parecía golpearle los oídos; era
como un eco del terror suscitado por la decisión definitiva, la última compulsión de la
mente y el músculo a la cual todo esto llevaba, del mismo modo que un río corre
presuroso hacia su propia aniquilación en el mar.
Elevó la pistola hacia su cabeza.
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pero una mujer rechoncha e hidrópica le mostró las dos salas después de una breve y
desconfiada discusión en la puerta.
Las camas estaban dispuestas más o menos de acuerdo con el sistema londinense,
es decir, adheridas a las paredes, con los costados de madera, como grandes cajones
abiertos de un gabinete, y cada sala estaba iluminada por una sola linterna en la cual
ardía una gruesa vela. Las multitudes y los acontecimientos del fin de semana habían
aportado su cuota de accidentes y enfermedades, de modo que el hospital estaba casi
colmado. En la atmósfera, el habitual olor viciado y pestífero. Los pacientes estaban
dispuestos cuatro en cada cama, la cabeza de uno tocando los pies del otro; y
aparentemente nadie había intentado clasificarlos de acuerdo con las diferentes
dolencias. Bajo la linterna, una mujer a quien habían amputado la mano compartía la
cama con otra que comenzaba a sufrir los primeros dolores del parto y para el ojo
entrenado era evidente que la tercera ocupante estaba agonizando. Tenía el rostro
congestionado y febril, manchas de color violeta claro en las manos, y la respiración
estertorosa y difícil.
—Una ramera encontrada en la calle —dijo la mujer rechoncha, mientras se
arreglaba la falda—. Hace una semana dio a luz mellizos. Si quiere saber mi opinión,
morirá antes de la mañana… La otra comenzó a sentir dolores hace apenas una hora.
Dicen que es el hijo del padre de la mujer, pero ella no dice palabra. Las pusimos
juntas para que se hagan compañía… Esta es la sala de hombres.
Dwight no permaneció allí mucho tiempo. No conocía al doctor Halliwell y no
podía estar seguro de que su visita fuera bien mirada. Cuando salió de nuevo a la
calle respiró agradecido el aire de la noche. Había llovido intensamente mientras él
visitaba el hospital, y del oeste llegaba un frente de nubes, empujado por el viento;
pero la lluvia no había atenuado el entusiasmo de los que festejaban, y aún había
docenas escandalizando en las calles. Vio a dos de los más respetables comerciantes
llevados a sus respectivas casas en carretillas de ruedas.
El posadero le informó de la llegada del inesperado visitante. Dwight había
olvidado completamente su invitación de la mañana a Francis, y el encuentro durante
la tarde lo había inducido a lamentar sus propias palabras. Subió la escalera
esperando hallar a su huésped esparrancado y dormido en la cama, y su irritación se
acentuó cuando descubrió que la puerta estaba cerrada con llave. Golpeó impaciente,
con la esperanza de que el ocupante del cuarto no estuviese tan borracho que no
alcanzara a oír nada. No hubo réplica. Era lamentable, porque quizá no hubiese modo
de despertar a Francis antes de la mañana. Era probable que el posadero no tuviese
otra llave, y eso en el supuesto de que la propia del cuarto no estuviera bloqueando el
agujero de la cerradura.
Dwight golpeó de nuevo, con toda su fuerza. El corredor estrecho y oscuro tenía
telarañas en todos los rincones, y en las paredes había grietas de las cuales
sobresalían otras telarañas, como si una fuerza superior las empujase desde el lado
contrario. Un hombre afectado de claustrofobia hubiera retrocedido espantado, y
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habría huido antes de que las paredes se derrumbasen y las telarañas lo atraparan. De
una de las grietas más anchas, cerca de la puerta, emergió un momento un insecto
negro, como si se sintiera perturbado y molesto a causa del ruido. De pronto, Dwight
oyó un movimiento en el cuarto, y la llave giró en la cerradura.
Aliviado, movió el picaporte y entró, y sorprendido vio el lecho vacío e intacto, y
a Francis que regresaba lentamente a la mesa, donde ardían las dos velas.
Disipada su irritación, Dwight emitió una risa un poco embarazada.
—Espero que disculpe el escándalo. Creí que estaba dormido.
Francis no contestó, y se limitó a tomar asiento en la silla frente a la mesa, y a
mirar dos hojas de papel que tenía frente a sí. No parecía tan embriagado como la
última vez que se habían visto. Con creciente sorpresa Dwight observó la camisa
limpia, el cuello pulcro… y el rostro totalmente exangüe.
Después de un minuto dijo:
—El posadero me explicó que usted había venido. Pensé que podía haber tenido
dificultades. La ciudad está bastante conmocionada.
—Sí —dijo Francis.
Consciente de que en el cuarto reinaba una atmósfera peculiarmente tensa,
Dwight se desabotonó lentamente la chaqueta y la arrojó a un lado; permaneció de
pie un momento en mangas de camisa, incómodo y vacilante. El silencio de Francis
lo obligó a seguir hablando.
—Lamento haberme separado tan bruscamente esta tarde, pero como ya le dije
debía reunirme con un amigo. ¿Supongo que usted ya cenó?
—¿Qué? Oh, sí.
—Si pensaba escribir una carta, continúe.
—No.
Los dos hombres callaron. Dwight miró más atentamente a su interlocutor.
—¿Qué pasa?
—Enys, ¿usted es fatalista? —Francis frunció el ceño, con una absurda mueca de
irritación nerviosa. El gesto descompuso su rostro inmóvil, como si sobre él se
hubiese abatido una tormenta—. ¿Cree que somos dueños de nosotros mismos, o sólo
bailamos como marionetas manejadas por hilos, y tenemos la ilusión de que somos
independientes? Yo no lo sé.
—Me temo que estoy un poco cansado para abordar una discusión filosófica.
¿Quizás afronta un problema personal que hace urgente la pregunta?
—Sólo esto. —Francis apartó las hojas con gesto impaciente, y recogió la pistola
que aquellas habían cubierto—. Hace cinco minutos traté de suicidarme, pero esta
cosa no funcionó. Después, comencé a pensar si debía intentarlo otra vez.
Una mirada indicó a Dwight que Francis no bromeaba. Lo miró fijamente,
tratando de decir algo.
—Lo veo un poco conmovido —dijo Francis, y apuntó la pistola a su propio
rostro, y miró por el caño, el dedo sobre el disparador—. Por supuesto, no habría sido
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un gesto del mejor gusto, aprovechar la hospitalidad de su cuarto con ese fin, pero o
disponía de una habitación, y hacerlo en un callejón me parece vulgar. Lo siento. De
todos modos, aún no lo hago, por lo cual usted tiene durante unos minutos un
compañero conversador, y no a uno silencioso.
Dwight lo miró, conteniendo el impulso de decir o hacer cosas obvias. Un error
podía ser fatal. Después de un momento prolongado trató de relajarse, y acercarse al
jarro y la palangana que estaban al lado de la ventana, de modo que ahora daba la
espalda a su interlocutor. Comenzó a lavarse las manos, y comprobó que le
temblaban. Sintió que Francis lo observaba atentamente.
—No lo comprendo —dijo al fin—. No comprendo por qué quiere destruirse… y
si lo hace, por qué tiene que cabalgar cuarenta kilómetros hasta una ciudad extraña
para ejecutar ese acto.
Se oyó ruido de papeles, como si Francis estuviese juntándolos.
—El muerto se comportó irracionalmente antes de fallecer. ¿Se trata de eso? Pero
¿quién se comporta racionalmente, incluso si quiere permanecer vivo? Si fuésemos
cerebros pensantes suspendidos en un fluido… Pero no lo somos. Somos vísceras, mi
querido Enys, como sin duda usted lo sabe, y nervios y sangre y cosas llamadas
sentimientos. Uno puede adquirir un prejuicio bastante irrazonable contra la idea de
derramar su propia sangre en su propia casa. Es difícil someter los impulsos a una
regla de cálculo.
—Si esto fue un impulso, confío en que se habrá disipado.
—No, no es así. Pero ahora usted ha venido, y puede darme su opinión. ¿Qué
destino tiene una resolución cuando uno acerca el caño a la cabeza, y oprime el
disparador, y el gatillo golpea, y no ocurre nada? ¿Usted acepta la broma, porque no
tuvo la previsión de comprar pólvora nueva, o la inteligencia de comprender que la
pólvora conservada mucho tiempo en esta maldita atmósfera de Cornwall se
humedece? ¿O evitar otro intento es la humillación final?
Dwight comenzó a secarse las manos.
—Es la única actitud razonable. Pero usted no respondió a mi pregunta. ¿Por qué
intenta suicidarse? Si me permite decirlo, es joven, tiene fortuna, goza de respeto,
tiene una esposa y un hijo, que han superado bien una enfermedad grave y no tiene
verdaderos problemas…
—Deténgase —dijo Francis—, o me echaré a llorar de alegría.
Dwight se volvió a medias y por el rabillo del ojo vio que la pistola estaba de
nuevo sobre la mesa, y que una mano de Francis descansaba sobre ella.
—Bien, si se tratase de su primo creería que hay mejores motivos para intentarlo.
Perdió a su única hija, es probable que mañana lo condenen, y el año pasado fracasó
en una empresa a la cual consagró todos sus esfuerzos…
Francis se puso de pie, apartando la mesa, que se movió con un crujido, y cruzó
irritado el cuarto.
—Maldito sea, termine de una vez. —Dwight dejó la toalla—. Seguramente Ross
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todavía experimenta respeto por sí mismo. Y quizás usted no está en la misma
situación.
Francis se volvió. De cerca, su rostro aparecía surcado por líneas de polvo y sudor
seco.
—¿Por qué cree eso?
La pistola estaba ahora a bastante distancia. Dwight confiaba un poco más en que
podría manejar la situación. Francis parecía enfermo al mismo tiempo que
encolerizado.
—Creo que debe haber una pérdida del respeto a uno mismo antes de que se
piense siquiera en el suicidio.
—Eso cree, ¿eh?
—Sí, eso creo.
Francis esbozó los movimientos faciales de una risa, tanto más amarga a causa
del silencio.
—En ocasiones, es el único medio de restablecer el respeto a uno mismo. ¿Puede
concebirlo, o está fuera de su alcance?
—No está fuera de mi alcance imaginar una situación así. Pero no puedo imaginar
por qué usted se siente en un aprieto semejante.
—Veamos, ¿cuáles fueron esas palabras tan galantes que usted usó: joven,
adinerado, respetado? Pero ¿joven de acuerdo con qué normas? ¿Y dijo adinerado? El
problema es: ¿quién es dueño de su propiedad en estos tiempos de ruina y
bancarrota? Generalmente, un advenedizo y burlón prestamista con la voz blanda y el
código ético de un pulpo… ¿Y respeto? —Francis pronunció la palabra con terrible
aspereza—. ¿Respetado por quiénes? Volvemos al mismo sitio, respeto de uno
mismo, y ese sitio es un callejón sin salida. La bebida atenúa la desilusión, pero
acentúa la paradoja. Después de una bala de pistola, no hay mañana.
Dwight dio unos pasos y encendió otro par de velas sobre el borde de la
chimenea. Las sombras que cubrían el fondo del cuarto se disiparon, y revelaron el
papel descolorido, y los polvorientos cuernos de la cabeza de ciervo. La luz era como
una forma sinuosa de equilibrio, que avanzaba sobre los lugares oscuros de la mente.
—Una bala de pistola es cosa muy… teatral —dijo lentamente.
—Las soluciones súbitas suelen serlo. Usted debería saberlo… en vista de su
profesión. Pero no puedo excluirlas sólo porque ofendan su sentido de lo propio y
justo.
—Oh, no es así. De todos modos, prefiero que las cosas se desarrollen en un nivel
más doméstico. Bebamos una copa y conversemos. ¿Qué prisa hay? Tenemos toda la
noche por delante.
—Dios mío… —Francis respiró hondo y se volvió—. Tengo la lengua como
papel quemado…
En la calle, afuera, alguien reía absurdamente. Dwight se acercó a la alacena.
—Aquí tengo brandy. Podemos probarlo. —Oyó a Francis que plegaba los
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papeles y los metía en un bolsillo. Cuando se volvió, Francis había recogido de nuevo
la pistola, pero estaba retirando la bala. En mitad del gesto, vaciló y el resplandor
retornó a sus ojos.
—Beba esto —dijo prontamente Dwight—. El gin barato lo envenenará y evocará
toda clase de pensamientos poco saludables.
—Los pensamientos estaban allí, sin el gin.
—Bien, puede hablarme del asunto, si le place. No me importa.
—Gracias, pero prefiero guardar silencio acerca de mis sufrimientos. —Aceptó la
copa, y miró el contenido—. Bien, brindo por el demonio. Ignoro de qué lado estuvo
esta noche.
Dwight bebió sin comentarios. La tormenta emocional comenzaba a disiparse. El
azar había impedido que Francis se suicidara. Agotado, ahora sin duda deseaba hablar
de cualquier cosa, menos de los motivos que esa noche lo habían impulsado. Pero
precisamente por eso era importante que hablara. Sólo si conseguía que manifestara
lo que sentía sería posible conseguir que no se repitiese la crisis.
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Capítulo 10
Antes de la Reforma, los franciscanos habían sido una potencia en la
ciudad, y eran dueños de gran parte de las principales propiedades; y aunque los
monjes ya no recorrían las calles con sus hábitos grises ni atendían a los enfermos y
los pobres, la propiedad continuaba siendo el monumento a su antigua grandeza;
había revertido al aprovechamiento secular, pero tenía un diseño inequívocamente
eclesiástico. Una de esas construcciones era el Refectorio de los Monjes Grises,
donde se celebraba el juicio.
Su Gran Salón, de aproximadamente cincuenta metros de largo y veinte de alto,
con su ventana oriental de vidrio de color, era un recinto impresionante; pero exhibía
su edad —aproximadamente quinientos años— con creciente vacilación; además, su
empleo como sala del tribunal tenía otros inconvenientes. En el curso de la noche el
tiempo pasó de cálido a sofocante, y cuando amaneció, una espesa bruma había caído
sobre la ciudad. No se disipó gran cosa a medida que el sol ascendía en el cielo, y
cuando los jueces se acercaron caminando desde sus alojamientos, con sus pelucas y
sus capas de armiño, la niebla se movía alrededor de ellos como humo saturado de
agua.
Demelza había pasado una noche terrible, en un semisueño colmado de
pesadillas, que después se convertía en una realidad de vigilia de la cual no podía
huir. Sentía que la noche anterior había fracasado por completo, que el resultado de
todos sus esfuerzos había sido una conversación fútil sin objeto y sin fruto, y que
había fallado en todos los sentidos a Ross.
Sólo la noche anterior había llegado a comprender cuán absurdas esperanzas
había depositado en sus propios esfuerzos; todas esas semanas de espera había vivido
de la esperanza de prestar una ayuda esencial. Pero protegida por un innato buen
sentido, se había abstenido de presionar, cuando al fin pudo conversar con el juez.
Ahora se hacía reproches amargamente porque no se había abierto, con franqueza,
poniéndose a merced de Lister; pero si de nuevo se le hubiera ofrecido la oportunidad
de hablar con ese hombre, sin duda otra vez habría hecho lo mismo. Un criterio
equivocado la había inducido a buscar ese encuentro; pero el buen sentido la había
salvado del peor desastre.
Cuando volvió a la posada, Verity estaba casi tan conmovida como Demelza.
Francis la había visitado, en una extraña actitud sólo en parte atribuible al alcohol, y
se había retirado con un aire aún más extraño, que dejó a Verity en un estado de
ansiedad cada vez más aguda. Preocupada casi en la misma medida por los dos
Poldark, ella tampoco había logrado dormir, y cuando vio a Francis que marchaba
delante, en dirección al tribunal, experimentó un súbito alivio, como si en realidad no
hubiera esperado volver a verlo sano y bueno. Pero la inquietud por Ross perduraba,
y cuando entró, su sentimiento de ansiedad se acrecentó a causa del tratamiento que
vio dispensar a los casos anteriores.
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Les habían reservado lugares cerca del sector delantero del salón, que ya estaba
atestado de gente cuando ellas ocuparon sus asientos. Guardias y ujieres, jurados y
testigos, abogados y notarios, ocupaban el sector delantero, y detrás estaban los
lugares destinados al público. Aquí y allá se habían reservado algunos sitios para la
gente importante, y muchos que se encontraban en la ciudad a causa de las elecciones
habían acudido para presenciar la diversión. Verity vio a Unwin Trevaunance con una
joven pelirroja, y a sir Hugh Bodrugan y a varias damas y caballeros de calidad con
abanicos y cajas de rapé. En un rincón, solo, en la mano un largo bastón de caña,
estaba George Warleggan. Detrás de estas filas se encontraba la chusma.
El salón era alto, pero estaba mal ventilado, y uno podía prever que en vista del
número de personas que lo ocupaban, pronto haría mucho calor. En la puerta y
adentro había hombres que vendían pasteles calientes, castañas y limonada; pero
fueron expulsados antes de las diez. Después, el empleado del tribunal descargó su
martillo, y todos se pusieron de pie, y el Honorable Juez Lister, buen conocedor de la
música eclesiástica, entró en la sala, se inclinó suavemente ante el tribunal y se sentó
con los sheriffs y los alguaciles. Acercó más el gran manojo de hierbas aromáticas, y
sobre los papeles depositó un pañuelo empapado en vinagre. Había comenzado otro
día de intenso trabajo.
El primer caso fue despachado prontamente. Demelza no entendió de qué se
trataba. El abogado que hablaba tenía una voz tan estropajosa que ella sólo alcanzaba
a entender una palabra de cada tres; aunque de todos modos atinó a distinguir que
tenía que ver con las llamadas obligaciones del detenido. Resuelto el caso, retiraron al
acusado. Se oyó un murmullo de interés cuando introdujeron a tres hombres y dos
mujeres. Uno de los hombres era Ross Poldark. Sus cabellos oscuros, de matices
cobrizos, estaban bien peinados; como siempre ocurría cuando se sentía tenso, la
cicatriz se destacaba sobre la mejilla. Parecía estar más pálido después de una semana
de cárcel. Demelza recordó la suerte corrida por Jim Carter.
Estaban tomando juramento a los miembros del jurado, pero Demelza no alcanzó
a oír nada. Pensaba en Ross, cómo era cuando lo había conocido, hacía muchos años,
en la feria de Redruth. Le parecía que había transcurrido un siglo… y aunque ella
había crecido, y su apariencia era completamente distinta de la que entonces había
tenido, a los ojos de Demelza Ross había rejuvenecido extrañamente, pese a que en
esencia era el mismo. Era un hombre de humores, y pese a todo representaba la
constante de Demelza, algo invariable e infinitamente fidedigno, el pivote de su vida.
Nunca podría haber otro hombre. Sin él, Demelza apenas estaba medio viva.
Esa mañana el juez Lister tenía los ojos hundidos y una expresión inhumana,
como si hubiera sido capaz de cualquier barbaridad. Los miembros del jurado
prestaron juramento, y nadie formuló objeciones. Y ahora, para sorpresa de Demelza,
todos los detenidos menos uno fueron retirados nuevamente, y entre ellos Ross.
Había comenzado el juicio de la Corona versus Boynton, F. R., acusado de hurto.
Demelza no escuchó el caso. Los procedimientos pasaron sobre su cabeza en una
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suerte de bruma enfermiza, que sería recordada con más vivacidad que lo que la
experiencia misma justificaba. Un rato después oyó que el jurado consideraba al
detenido culpable de haber robado un par de medias tejidas para señora, por valor de
dos chelines y seis peniques, y un paquete que contenía medio millar de alfileres, por
valor de seis peniques, de la tienda de un mercero. Oyó decir al juez Lister que tenía
en cuenta que se trataba del primer delito, de modo que sentenciaba al acusado a que
le quemaran la mano, después de lo cual debía dejárselo en libertad.
Apenas habían retirado al detenido, cuando entraron las dos mujeres, y se inició el
caso siguiente. Comprendió con un sentimiento de aprensión que inmediatamente
después se ventilaría el caso de Ross.
Las dos mujeres eran vagabundas. Las habían sorprendido en flagrante delito de
mendicidad. No tenían medios de vida visibles. Era un caso sin complicaciones, y el
jurado se apresuró encontrarlas culpables. Pero se trataba de un delito acerca del cual
el Honorable Juez Lister experimentaba sentimientos bastante intensos, y así
pronunció una larga y áspera homilía acerca de la perversidad de ese tipo de vida.
Mientras lo miraba, Demelza comprendió que aquí no había compasión. Su dicción
era apropiada, las frases estaban redondeadas elegantemente, como si las hubiese
escrito la noche anterior. Pero la sustancia era condenatoria. Bruscamente, sin
levantar la voz ni cambiar de expresión, sentenció a las dos mujeres a ser flageladas,
y así concluyó el caso.
Aquí, hubo bastante movimiento en la sala del tribunal, porque algunos hombres
querían abrirse paso hacia la salida, para ver cómo desvestían y flagelaban a las
mujeres en la plaza de la iglesia, y otros se mostraban igualmente ansiosos de ocupar
los lugares vacíos; en medio de esta confusión introdujeron a Ross. Esta vez, cuando
pasó junto a la baranda divisoria, desvió un momento la cara y sus ojos se
encontraron con los de Demelza. Una leve sonrisa de aliento se dibujó en su rostro, y
se disipó casi al instante.
—Cálmate —dijo Verity—. Cálmate, querida. Debemos tratar de mantener la
serenidad. —Abrazó a Demelza, y la sostuvo firmemente.
Ahora era evidente que había comenzado el caso importante del día. Entraron más
abogados, y el banco que les estaba reservado quedó ocupado por completo. Demelza
trató de advertir algún cambio en la expresión del juez, un atisbo de interés, pero no
halló nada. Cualquiera hubiese dicho que no había conocido a la señora de Poldark la
noche anterior. El señor Jeffery Clymer se sentó inmediatamente debajo del estrado
del acusado, donde podía mantener contacto con su cliente. Henry Bull, principal
abogado de la Corona, había dejado los casos precedentes a un subordinado, pero
pensaba atender personalmente este. Era un hombre moreno, con cierta tosca
apostura, la piel olivácea y los ojos tan pardos que sugerían algún antiguo linaje
asiático. Era la desventaja contra la cual había tenido que luchar toda su vida; y se
había esforzado duramente, tratando de imponerse a las murmuraciones de sus
colegas y sus rivales… y ese combate había dejado sus huellas.
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El funcionario encargado de la instrucción comenzó el procedimiento diciendo:
—Ross Vennor Poldark, levante la mano. Caballeros del jurado, miren al
detenido. Se le acusa, y afirma que se llama Ross Vennor Poldark, de Nampara, en el
condado de Cornwall, y se afirma que el siete de enero del año de Nuestro Señor de
1790, no sintiendo el temor de Dios, sino impulsado y seducido por instigación del
demonio, incitó a distintos ciudadanos pacíficos al disturbio, y además promovió
desórdenes contrarios a las leyes del país. Y además, que el dicho Ross Vennor
Poldark delictiva y perversamente, y con malicia previa, mediante la fuerza y las
armas, saqueó, robó, destruyó y capturó distintos bienes pertenecientes a dos navíos
en difícil situación. Y además…
La voz continuó, según pareció a Demelza, durante horas, repitiendo las mismas
cosas una y otra vez con diferentes palabras. En verdad, ahora se sentía al borde del
desmayo, pero procuraba disimularlo. La voz calló al fin. Después, Ross dijo:
—No culpable.
Y el empleado preguntó:
—Acusado, ¿cómo se le juzgará?
Ross respondió:
—De acuerdo con Dios y mi país.
Después, el hombre moreno, de contextura extranjera, se puso de pie y comenzó a
repetir todo. Pero ahora había una diferencia. El funcionario arrastraba las palabras,
eran frases legales, secas y quebradizas como vainas de maíz, y parecían totalmente
desprovistas de vida. En cambio, el señor Henry Bull les insuflaba vida, una vida
rebosante y enemiga. Relataba una historia sencilla, para beneficio del jurado —en
eso no había nada que se pareciera a una actitud oficial—, nada más que un sencillo
relato que todos podían entender.
Según parecía, durante las grandes tormentas del mes de enero, las que sin duda
todos recordaban, un barco —«y presten atención, un barco propiedad de habitantes
de Cornwall»— se encontró en situación difícil, y fue arrojado sobre la costa, en
playa Hendrawna, precisamente debajo de la casa del detenido, un hombre provisto
de medios, propietario de una mina y terrateniente de antiguo linaje. El jurado podía
haber esperado que el primer impulso de un hombre así —pues fue la primera
persona que vio la situación de la nave— habría sido acudir en auxilio de los
tripulantes. En cambio, como lo demostrarían las pruebas reunidas, su única
preocupación había sido excitar los sentimientos ilegales de muchos habitantes del
vecindario, de modo que cuando se produjese el naufragio, se pudiera saquear el
barco con la mayor premura posible. Y se llamaría a varios testigos para demostrar
que se había saqueado la nave en pocas horas, y sin atender a la seguridad de los
tripulantes ni hacer el menor intento de rescatarlos. El hombre que ocupaba el
banquillo de los acusados había nadado antes que nadie hasta el buque, y
personalmente había dirigido las operaciones de desmantelamiento de la nave. En ese
momento aún quedaba un pasajero a bordo. Nadie sabía si una pronta ayuda podría
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haberlo salvado. Sólo se sabía que nadie había facilitado dicha ayuda, y que el
hombre había perdido la vida.
El fiscal sugirió además que el detenido había apostado vigías a lo largo de la
costa, de modo que diesen la señal si se presentaba otra presa; en efecto, cuando otra
nave, el Pride of Madras, fue empujado hacia la costa y encalló pocas horas después,
toda la chusma turbulenta e ilegal de cinco parroquias estaba esperando para darle la
bienvenida, y podía pensarse que, aún suponiendo que la tripulación hubiera podido
desencallar la nave con la marea, la mera fuerza del número habría retenido en su
lugar al barco. Todo eso había ocurrido por instigación del acusado, que era culpable
de la perfidia de los actos de sus partidarios. Algunos miembros de la tripulación de
esta nave habían sido golpeados severamente mientras se esforzaban por llegar a la
costa, e incluso se les había despojado de sus ropas. Después, habían quedado
insensibles y desnudos en el terrible frío de la costa, y era prácticamente seguro que,
de los que habían perdido la vida, varios habrían podido sobrevivir si hubiesen
recibido el tratamiento cristiano al que tiene derecho todo marino en situación
apremiante. La nave había sido destrozada por la marea. El capitán A. V. Clark, que
estaba a cargo del barco, se vio llamado para atestiguar que no se le había tratado con
barbarie tal ni siquiera cuando naufragó entre los salvajes de la Patagonia, dos años
atrás.
Ni siquiera eso era todo —de ningún modo era lo peor—, y Henry Bull agitó un
índice alargado y pardo. Cuando los aduaneros de Su Majestad, apoyados por un
pequeño contingente de dragones a pie, llegaron a la escena, el prisionero ya estaba
allí, y les advirtió que no interfiriesen, porque sus vidas corrían peligro —es decir, los
amenazó del modo más directo y ofensivo. Cuando este grupo desechó la advertencia
y bajó a la playa, sufrieron los ataques del prisionero y otras personas, y se entabló
una grave pelea; uno de los aduaneros, John Coppard, había recibido lesiones muy
graves. Esa noche los alborotadores tuvieron dos muertos y muchos heridos. Testigos
fidedignos afirmaban que el número de miembros de la turba se elevó a dos mil.
La voz continuó; a veces retumbaba en los oídos de Demelza, y otras se debilitaba
y se hacía lejana. Acumulaba indiscriminadamente la calumnia, la verdad, las
mentiras y las medias verdades, hasta que ella sintió el impulso de gritar. En el salón
hacía mucho calor; las ventanas estaban cubiertas de vapor, y la humedad corría por
las paredes. Ahora, Demelza deseaba no haber venido… cualquier cosa era mejor que
escuchar todo eso. Trató de no oír, pero fue inútil. Si aún faltaba lo peor, era
necesario que escuchase.
Finalmente, Bull se acercó al final de su discurso. Según dijo, no correspondía a
la naturaleza del juicio llamar la atención del jurado sobre los actos precedentes de
ilegalidad que habían mancillado el carácter del detenido. Pero…
Aquí el señor Jeffery Clymer, que había estado trazando círculos y cuadrados con
su pluma, se puso bruscamente de pie y protestó con vehemencia —protesta que fue
atendida por el juez, de modo que el señor Bull tuvo que abstenerse de seguir
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desarrollando esa línea. Lo hizo de buena gana, pues había sugerido al jurado la idea
deseada. No se permitía decir nada acerca de los antecedentes del detenido, continuó
diciendo; pero —y ese era un pero muy grande— era admisible y pertinente extraer
deducciones de ciertas declaraciones que el acusado había hecho al funcionario
instructor —enunciados que intentaban justificar sus actos, enunciados que lo
señalaban como un evidente jacobino y un admirador del derramamiento de sangre y
la tiranía impuestas del otro lado del Canal. Hombres así, sugirió Bull, eran
doblemente peligrosos en esos tiempos. Cada uno de los miembros del jurado era sin
duda dueño de alguna propiedad. Si deseaba mantenerla intacta, debía aplicarse al
prisionero una sanción ejemplar. Era necesario sofocar desde el comienzo mismo el
fuego de la sedición y la inquietud. Quien otrora había sido soldado y caballero,
asumía una responsabilidad especial. Era un ultraje a la sociedad que ese hombre
hiciera causa común con los vagabundos y la chusma de las ciudades, y que los
alentase y los instruyese de modo que cometieran actos de violencia cuando por sí
mismos carecían del ingenio o la inteligencia necesaria para concebir nada semejante.
Un hombre así debía ser apartado de la sociedad. Ahorcarlo apenas era suficiente.
Había que hacer justicia, y él, Bull, sólo reclamaba justicia.
Cuando Bull se sentó, hubo una agitación visible en el tribunal y, después de unos
instantes, el abogado más joven de la Corona se puso de pie y agregó su propio
discurso; en efecto, en los casos graves se acostumbraba permitir dos discursos a la
acusación y ninguno a la defensa. Finalmente, esa parte del proceso concluyó y se
convocó al primer testigo. Era Nicholas Vigus.
Entró en la sala parpadeando y vacilante, un querube sorprendido en cierta
práctica maligna. En una época en que tanto se usaban las pelucas, la piel lisa y suave
de su cabeza parecía un contraste un tanto indecente con las picaduras de viruela del
rostro. Con su voz aguda y cauta, más confiada a medida que desarrollaba el tema,
atestiguó que la mañana en cuestión, poco después del alba, lo había despertado el
detenido, que descargaba golpes violentos sobre la puerta del cottage vecino, y
llamaba: «¡Zacky! ¡Zacky! ¡Hay saqueo para todos! ¡Habrá un naufragio en la costa,
y quitaremos hasta la última tabla del barco!». Después, afirmó haber visto al
detenido en la costa, dirigiendo las operaciones, y en general acaudillando a la
multitud; y también dijo que el acusado había sido el primero en nadar hasta el barco
y abordarlo. También había dirigido las operaciones contra el segundo barco, y en
general se había mostrado activo todo el día. El testigo había visto al acusado
acercarse a los funcionarios aduaneros, cuando estos llegaron a la escena, y haber
sostenido con ellos un airado cambio de palabras; pero no había estado bastante
cerca, de modo que no pudo oír exactamente lo que unos y otros habían dicho.
Después se alejó, y no estaba allí cuando se libró la batalla. Así concluyó la
evidencia. Todos miraron a Ross.
Ross se aclaró la garganta. Era su turno; hasta aquí le había tocado únicamente el
papel de espectador, crítico pero mudo, y por momentos había concentrado la
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atención más en el color de las uñas del señor Henry Bull que en su inventiva, o se
había entretenido calculando la edad y la ocupación de cada miembro del jurado, sin
prestar demasiada atención al hecho de que estaban juzgándolo. Ahora debía luchar,
debía sentir todo esto personal y apasionadamente si quería sobrevivir. El conflicto
entre el consejo de Clymer y sus propias inclinaciones aún no se había resuelto. Pero
la aparición de Demelza lo había llevado a sentir que era necesario luchar.
—Nick, ¿esa mañana soplaba un viento muy fuerte?
Vigus parpadeó astutamente a Ross, y sintió que su confianza se disipaba.
—Sí, eso creo.
—¿Es verdad que el cottage de Martin no está al lado del tuyo, sino que hay otra
casa en medio de las dos?
—Sí, creo que sí. El cottage de Daniel.
—Debes haber tenido el oído muy fino para estar seguro de lo que yo le dije a esa
distancia.
—Oh, no es tan lejos. Claro que oí lo que usted dijo.
—¿No estabas molesto porque no me ocupé de ti?
Se oyó una carcajada al fondo de la sala.
—A mí no me importó— dijo Vigus hoscamente. —El naufragio no me
interesaba.
—¿Pero estuviste en la playa todo el día?
—Iba y venía, algo así. Fui a ver qué podía hacerse.
—¿No te apoderaste de cosas arrojadas a la playa por el agua?
—No. Yo no soy esa clase de persona.
—¿Jamás?
—No.
—¿Quiere decir que vives cerca de la playa y nunca recoge restos de los
naufragios traídos por el mar?
—Oh… a veces. Pero esta vez no. Porque era un verdadero naufragio con
hombres que se ahogaban, y cosas así.
—¿Ayudaste a los hombres que se ahogaban?
—No.
—¿Por qué no?
—No vi a ninguno.
—¿Me viste nadando hacia el primero de los buques?
—… Sí.
—¿Llevaba conmigo una cuerda?
—Quizá. No recuerdo.
—¿Qué sugiere eso?
—No sé. A mí no me sugiere nada.
Ross miró al señor Clymer, quien instantáneamente movió la cabeza tocada por la
peluca. El juez permitió a Nick Vigus que se retirara. Otros tres testigos fueron
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llamados a declarar ciertos aspectos del caso y a confirmar lo que Nick Vigus había
dicho. Después, el ujier volvió a hablar.
—Llamen a Jud Paynter.
Demelza miró al que otrora había sido su criado, mientras él se deslizaba de
costado hacia el banco de los testigos, caminando como si tuviera la esperanza de que
nadie lo viera. A Demelza le parecía increíble que Jud formase parte de ese grupo,
que estuviese dispuesto a atestiguar contra Ross, descaradamente, ante un tribunal.
Verity volvió a apretarle el brazo, para contenerla, porque parecía dispuesta a ponerse
de pie. Jud masculló el juramento, miró alrededor en busca de un lugar donde escupir,
pero lo pensó mejor y miró al señor Henry Bull, que esperaba.
—¿Usted se llama Jud Paynter, y vive con su esposa en la aldea de Grambler?
—Sí.
—Díganos lo que ocurrió la mañana del siete de enero pasado.
—Bien… —Jud se aclaró la garganta—. Yo y la vieja estábamos dormidos… es
decir, Prudie, ¿sabe…?
—¿Se refiere a su esposa?
—Bien… sí, señor, por así decirlo… —Jud sonrió con aire de disculpa—. Prudie
y yo estábamos durmiendo cuando llegó el capitán Poldark haciendo mucha bulla, y
antes de que yo pudiese levantarme y descorrer el cerrojo, entró como una tromba y
dijo que había un barco en la playa Hendrawna. «Muévete, cuanto antes», me dijo. El
capitán y yo siempre fuimos grandes amigos. Muchas veces, cuando él era un niño
que apenas levantaba una cuarta del suelo…
—Sí, sí. Aténgase al asunto. ¿Qué pasó entonces?
Los ojos sanguinolentos de Jud se pasearon por el tribunal, evitando
cuidadosamente encontrarse con los ojos de cualquiera de los que allí estaban.
—Sí, ¿y después qué?
—Entonces me dice: «Corre y despierta a todos los hombres… porque
seguramente hay mujeres y niños en el barco», eso dice, «y hay que salvarlos del
océano…».
Durante un momento, los abogados mantuvieron una irritada consulta.
—Vamos, hombre, recuerde bien —dijo Henry Bull—. Piense de nuevo.
Jud elevó los ojos hacia el techo gótico, buscando inspiración. Después, se lamió
las encías.
—¿Bien?
—Bien, eso fue lo que dijo, señor. Se lo aseguro.
—Y yo le digo que vuelva a pensar. Lo que usted dice ahora no concuerda con su
declaración jurada.
—¿Qué?
—No dijo lo mismo cuando atestiguó ante el funcionario de la Corona y su
empleado.
—¿Eh?
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—Díganos lo que dijo esa vez.
—Eso dije: ni más ni menos.
—Tonterías, hombre. ¿Tengo el permiso de su Señoría? Lo que usted dijo fue
se… lo leeré: «Cuando el capitán Poldark vino, me dijo que me apresurase, que
despertase a mis amigos porque había un naufragio, y que cuanto antes lo
saqueáramos tanto mejor, antes de que llegaran los soldados». Eso dijo usted.
Jud se frotó la cara un segundo, y después adoptó una expresión de dignidad
herida.
—No, no, señor. ¡Jamás oí decir esas cosas! Su Señoría, nunca pensé en nada
semejante. No es justo. No es equitativo, no es propio.
—Le recuerdo, Paynter, que esta declaración se realizó ante testigos, y que usted
la firmó con su marca. Y le fue leída del principio al final antes de que usted firmara.
—Bien, soy duro de oído —dijo Jud, mirando con expresión de descaro al fiscal
—. Seguro que confundieron lo que yo dije, y yo confundí lo que ellos dijeron. Más
que seguro, segurísimo.
El señor Bull movió irritado el cuerpo cubierto por la túnica y se inclinó sobre la
carpeta que sostenía en las manos. Procedió a guiar a Jud a través de la narración de
los episodios, pero muy pronto se suscitó otro desacuerdo y se entabló otra irritada
discusión. En medio de todo el asunto, se oyó la voz fría y mesurada del juez Lister.
—Testigo, ¿conoce el castigo por perjurio?
—¿Perjurio? —preguntó Jud—. Nunca hice nada semejante, Su Señoría. Ni
siquiera sé escribir mi propio nombre, y mucho menos el de otra gente. Y me acerqué
a la playa una sola vez, y fue para echar una mano a la gente que quería salvar la
vida. Nadie hubiera podido hacer menos que echar una mano.
El juez miró fija y largamente a Paynter, y después dijo:
—Señor Bull, no creo que este testigo facilite su caso.
El señor Clymer se puso de pie, con aire fatigado.
—Deseo llamar la atención de Su Señoría sobre el hecho de que al principio,
cuando debió testimoniar ante el instructor, Paynter no aportó la prueba que
presuntamente manifestó en fecha ulterior. Según parece, negó conocer los hechos
que ahora estamos tratando.
Otra irritada discusión, y movimiento de papeles. Pero Henry Bull no estaba
dispuesto a ceder.
—Su Señoría, hay pruebas muy importantes que responden a un momento
ulterior. Si puedo seguir interrogando al testigo…
—Muy bien.
—Veamos, Paynter —dijo Bull, mirándolo fijamente—, recuerde los hechos
ocurridos durante la noche del día siete. Usted estaba cuando los aduaneros y los
soldados llegaron a la playa. En su declaración usted afirma que el prisionero, es
decir el capitán Poldark, era el jefe de los hombres que atacaron a los aduaneros, y
que usted lo vio golpear a John Coppard, que cayó al suelo gravemente herido. Usted
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ratifica esta declaración, ¿verdad? Recuerde la advertencia de Su Señoría: está
declarando bajo juramento. ¡Usted mismo puede ir a parar a la cárcel!
Jud sorbió aire entre los dos dientes y vaciló.
—¡No! —dijo de pronto, casi por lo bajo—. No sé nada de eso.
—¿Qué? ¿Cómo dijo? —intervino el juez.
—Su Señoría, todo eso es nuevo para mí. Nunca salieron de mi boca esas
palabras. No es verdad. ¡Claro que no es verdad!
Henry Bull respiró hondo. Se volvió bruscamente hacia el juez.
—Su Señoría, solicito me autorice a llamar al señor Tankard y al señor Blencowe.
El juez Lister agitó ante su nariz las hierbas aromáticas.
—Quiero recordarle, señor Bull, el caso de Nairn y Ogilve, sin duda usted lo
recuerda bien, en que el tribunal estuvo sentado cuarenta y tres horas sin interrupción.
No aceptaré que hoy ocurra lo mismo… y usted todavía debe llamar a muchos
testigos.
Bull se palmeó irritado la túnica.
—Su Señoría, es cosa de la mayor importancia. Este hombre acaba de formular
una acusación muy grave contra dos funcionarios menores de la Corona. Me parece
esencial…
—Yo diría, señor Bull —lo interrumpió con aire de fatiga Su Señoría—, que la
situación es evidente para la más tosca inteligencia. Sin duda, este testigo cometió
perjurio en un momento o en otro del procedimiento. Si lo cometió en una etapa
anterior, o lo está haciendo ahora, seguramente no importa mucho para su caso, pues
la evidencia aportada por un testigo que perjura no puede ayudarlo mucho. Si la
Corona desea acusarlo por ese motivo, lo decidirán los funcionarios adecuados.
Ciertamente, yo no me opondría a ello. Pero también debe comprenderse claramente
que este hombre tiene tan escasa inteligencia, y una capacidad mental tan limitada,
que en todo caso sería difícil distinguir entre la estupidez intencionada y la natural. Si
usted acepta mi consejo, lo retirará del banco de los testigos, y continuará
desarrollando su caso.
—Por supuesto, haré como dice Su Señoría —respondió hoscamente Bull, y Jud
fue retirado sin ceremonias del tribunal.
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Capítulo 11
Mientras los testigos siguientes ocupaban y abandonaban el estrado, Verity
observaba al jurado. Eran hombres discreta y decentemente vestidos, de aspecto
sobrio, la mayoría de mediana edad: pequeña nobleza y comerciantes. En general, los
habitantes de Cornwall no tendían a condenar las cosas que Ross había hecho o de las
cuales se le acusaba. Se entendía que los naufragios eran despojos que uno tenía
derecho a apropiarse. Los aduaneros eran las personas más odiadas y despreciadas.
Pero Henry Bull había demostrado astucia en su disertación final. Entre la gente
acomodada se manifestaba ahora un temor casi universal a una insurrección de
mineros. Los clubs jacobinos creados en Inglaterra para apoyar a los revolucionarios
franceses, los disturbios ocurridos en Redruth el otoño anterior, los repetidos
incidentes, eran un síntoma; todo tendía a suscitar un sentimiento de tremenda
inseguridad. Este ahorraba veinte libras anuales, aquel construía un nuevo cobertizo,
o compraba un carro nuevo para su granja, pero todos experimentaban un sentimiento
de incertidumbre frente al futuro. Era muy inquietante, y si se permitía que el líder de
un disturbio como este que ahora estaban juzgando quedase libre, sin el condigno
castigo…
El capitán Clark ocupaba el banco de los testigos, y describía las escenas en la
playa, aquella noche, como un infierno del Dante, y hablaba de las grandes fogatas
que llameaban, y de centenares de hombres y mujeres borrachos que bebían y
peleaban, y las mulas cargadas hasta el límite de su resistencia con despojos de la
nave, y los ataques a los pobres náufragos que habían sido su tripulación, y cómo él y
dos hombres más habían montado guardia junto a los pasajeros, armados con
cuchillos y una espada, para evitar que los destrozaran.
Cuando terminó, en la sala reinó un silencio desacostumbrado. El marino había
evocado vívidamente la escena, y pareció que todos los presentes trataban de
imaginar el episodio, y que algunos de ellos estaban conmovidos porque algunos
compatriotas habían podido llegar tan lejos.
Finalmente, Ross dijo:
—Capitán Clark, ¿recuerda que me acerqué a usted en la playa y ofrecí, para
usted y su tripulación, abrigo durante la noche en mi casa?
Clark respondió:
—En efecto, lo recuerdo, señor. Fue el primer acto de caridad humana que se nos
dispensó esa terrible noche.
—¿Usted la aprovechó?
—Sí, por cierto que sí. Diecinueve personas pasamos la noche en su casa.
—¿Allí fueron bien tratados?
—Con la mayor bondad.
—Mientras estuvo en la playa, ¿me oyó o me vio alentando a alguien a saquear su
nave?
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—No, señor… Puedo decir que estaba oscuro, excepto la luz que venía de los
fuegos. Pero en realidad yo no lo vi hasta que usted se acercó y nos ofreció refugio.
—Gracias. —Ross se inclinó y consultó en voz baja con el señor Clymer—.
Capitán Clark, ¿observó el encuentro entre el sargento de dragones y yo?
—Sí.
—¿Sostuvimos una disputa?
—Por lo que recuerdo, usted le previno que no debía descender a la playa, y él
aceptó su advertencia.
—¿Usted pensó que yo le ofrecía una advertencia amistosa, destinada a evitar
derramamiento de sangre?
—Sí, pudo haber sido eso. Sí, creo que es justo decirlo así.
—¿El sargento y yo peleamos?
—Por lo que yo vi, no lo hicieron.
—¿Fui con usted hasta la casa?
—Eso hizo.
—Gracias.
—Un momento, capitán —dijo Henry Bull, que reaccionó cuando el marino se
disponía a abandonar su asiento—. ¿Cuánto tiempo estuvo con usted el acusado
cuando entraron en la casa?
—Oh, diez minutos.
—¿Y cuándo volvió a verlo?
—Aproximadamente una hora después.
—Cuando usted se encontró con los soldados, ¿los aduaneros formaban parte del
grupo?
—Por lo que pude ver, no había ninguno.
—Hasta donde usted sabe, ¿nada impedía que el acusado volviese a salir de la
casa apenas acomodó al grupo, para enfrentarse con los soldados?
—No, señor.
—Gracias. Que llamen al capitán Efrain Trevail.
Apareció un hombre bajo y delgado, y afirmó que había presenciado la pelea con
los aduaneros y los soldados; aseguró que Ross era el líder, y lo identificó como el
hombre que había derribado a John Coppard. Ross jamás había visto al hombre, pero
no podía refutar su testimonio. El señor Jeffery Clymer le pasó una nota en la cual le
indicaba que no presionara a un testigo hostil. Después se llamó a Ely Clemmow, y
relató exactamente la misma versión. Habían transcurrido más de tres años desde la
última vez que Ross viera a ese hombre. Sintió que la cólera le dominaba.
Cuando llegó su turno de hablar dijo:
—¿Dónde vive, Clemmow?
Los labios del hombre se retrajeron y dejaron al descubierto los dientes
prominentes. Había en su rostro una malicia particular, que hasta ahora se había
mantenido oculta.
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—Truro.
—¿Cómo es posible que estuviese en Hendrawna, a quince kilómetros de
distancia, cuando ocurrió el naufragio?
—No estaba allí. Oí hablar del primer naufragio, y fui caminando para ver el
desastre.
—Usted vivió un tiempo en mis tierras, ¿verdad?
—Cierto.
—Pero como recordará, yo le eché, porque era una preocupación y una
perturbación constantes para el vecindario.
—Quiere decir que echó a mi hermano de su casa y su hogar… ¡Y no había hecho
nada!
—Usted me odia por eso, ¿verdad?
—No… no. Usted no me importa. —Ely se contuvo.
El señor Clymer pasó a Ross una nota que decía: «¿Puede refutar los detalles?».
Ross preguntó con voz lenta:
—Dígame, Clemmow, ¿cuál de los dos naufragios ocurrió más cerca de mi casa?
El hombre apretó los labios, y no atinó a responder. Después de un momento,
Ross dijo:
—¿Oyó mi pregunta?
—Estaba oscuro cuando llegué allí.
—¿Cuál era el mayor de los dos buques?
Después de una prolongada pausa:
—El Pride of Madras.
—¿Cuántos mástiles tenía?
—… Dos o tres.
—¿Cómo supo cuál era?
—Oí… oí decirlo.
—¿El más grande estaba más cerca o más lejos de mi casa?
Otra pausa. Ross dijo:
—Supongo que vio el fuego encendido en Punta Damsel.
—… Sí.
—Nadie encendió fuego en Punta Damsel o en sus cercanías. Esa noche usted no
estuvo en playa Hendrawna, ¿verdad? Usted jamás salió de Truro.
—¡Sí, estuve! ¡Usted quiere engañarme! —El rostro de Ely Clemmow estaba
pálido y tenso. Trató de explicarse; pero el señor Henry Bull se puso de pie y lo
interrumpió.
—Señor Clemmow, ¿alguna vez navegó?
—Bien… no, no puede decirse que navegué. Pero…
—De modo que si había dos naufragios en la playa, en medio de la noche, a cierta
distancia el uno del otro, para usted sería bastante difícil puesto que carece de
conocimiento experto, decir cuál de los dos barcos era más grande, ¿no le parece?
Verity murmuró:
—Creo que aunque lo intentáramos, ahora no podríamos salir. El corredor y la
puerta están completamente atestados
—No. Debemos quedarnos. Estoy bien.
—Mira, prueba de nuevo estas sales de olor.
—No, no. Escucha.
—Hay tres cargos —dijo fríamente el honorable juez Lister— que se imputan al
hombre que comparece ante ustedes. Se le acusa de desorden, de saqueo y de ataque a
un funcionario de la Corona. Ya han oído las pruebas, y a ustedes les corresponde
pronunciar un fallo en concordancia con las mismas. Pueden llegar a la conclusión de
que es culpable de las tres acusaciones… o de ninguna.
»Con respecto al tercer cargo, a saber, ataque y heridas a un aduanero, hasta cierto
punto las pruebas se contradicen. Dos testigos juraron que este es el hombre, y dos
atestiguaron que no puede haberlo sido. El propio aduanero se muestra dubitativo
acerca de la identidad, y ninguno de sus colegas fue convocado para ratificar el punto
de vista de la acusación. Era una noche oscura y ventosa, y es posible que haya
habido cierta confusión de identidad. A ustedes les corresponde decidir si prefieren
aceptar el testimonio de los dos criados, que juran que no volvió a abandonar la casa,
o el testimonio de Trevail y Clemmow, quienes afirman que lo vieron golpear al
funcionario. Pero permítanme recordarles que, cuando hay un elemento razonable de
duda, es un axioma de la ley inglesa que debe concederse al acusado el beneficio
correspondiente».
Su imaginación enfebrecida sugirió a Demelza que el juez la miraba mientras
pronunciaba su discurso.
—Los dos primeros cargos tienen distinto fundamento. El acusado reconoce que
Se habían ausentado sólo diez minutos, pero como dijo Zacky, al fondo de
la sala, pareció un mes. Entraron lentamente, los doce hombres buenos y honestos, y
parecían tan embarazados como al momento de salir; el presidente del jurado tenía un
aire culpable, como si se hubiese creído expuesto a que lo acusaran de un delito
menor, y lo obligaran a comparecer ante el juez. Todos se pusieron de pie mientras el
juez Lister volvía, y cuando él tomó asiento en la sala del tribunal, reinó un silencio
En diciembre Demelza estaba preparando mechas con la señora Gimlett; era una
ocupación que exigía práctica y habilidad. Habían cortado las mechas en octubre, y
las habían sumergido en agua para impedir que se secaran o encogiesen. Después, las
depositaban en el pasto con el fin de que se blanquearan y «recibiesen el rocío»
durante una semana, y luego las secaban al sol. El tratamiento final consistía en
sumergir las mechas en grasa caliente, de modo que cuando se las retiraba la grasa se
congelaba alrededor del tallo. El año anterior Demelza había comprado seis libras de
grasa por dos chelines a la tía Mary Rogers, pero este año, en la desesperada
necesidad de realizar economías, había guardado su propia grasa, e incluso los
residuos de la sartén, y confiaba en que de ese modo podría arreglarse.
Esas pequeñas economías eran el único modo en que ella podía realizar cierta
contribución para aliviar la situación de la casa. Además, durante ese sereno mes de
Esa misma noche, pero mucho más tarde, Demelza bajó y lo encontró
sentado a la mesa de la sala, con todos sus libros alrededor. Antaño ella solía sentarse
en el brazo del sillón, y trataba de entender cómo Ross redactaba el balance; pero esta
noche no hizo lo mismo. Ross tenía junto a sí una botella medio vacía de brandy, y
Demelza se preguntó si al comienzo de la noche había estado llena. Él alzó los ojos, y
le dirigió una leve sonrisa cuando ella entró, pero pronto volvió a su trabajo.
Demelza se acercó al hogar y removió el fuego, le agregó un par de leños y se
sentó en silencio a mirar las llamas azules que comenzaban a elevarse.
Alcanzaba a oír el silbido del viento, y a un búho que gritaba en algún lugar de la
oscuridad. Una noche serena. Hasta ahora, todo el mes de diciembre había tenido esa
característica; un período de rocíos tempranos y hojas húmedas bajo los pies, y
oscuridad que se prolongaba a lo largo del día, como si hubiera sido el elemento
natural de la tierra. Un tiempo amable… pero amable con la atmósfera de la
descomposición. Parecía que en el mundo no había nada nuevo ni joven.
Estaba mordiéndose el dedo, y de pronto alzó la vista y vio que Ross la miraba.
Para disimular sus pensamientos, Demelza dijo:
—Ross, ¿todavía no te pagan por tu trabajo de tesorero de la mina?
—Ahorramos dinero, y así obtengo más ganancia.
—Lo mismo que todos. Cuando mi padre trabajaba, pagaban al tesorero cuarenta
chelines mensuales. Ahora somos tan pobres que eso nos ayudaría.
—Pero no lo suficiente. —Ross comenzó a llenar su larga pipa—. Estos no son
todos libros de costos. Algunos son mis propias cuentas. De aquí a tres semanas no
podré afrontar mis obligaciones.
—Entonces, ¿hoy viste a tu prestamista? —Demelza trató de decirlo con voz
indiferente, aunque bien sabía lo que ello significaba para ambos.
—Pearce se sentiría halagado por esa denominación. Sí, lo vi. Ha aceptado
extender otro año el préstamo.
—Entonces…
Era una copla que había oído a la vieja Meggy Dawes de Illuggan: creía recordar
que Meggy la había usado más bien para curar verrugas, pero de todos modos no
haría ningún daño.
Después, recetó el mismo cordial de romero, junípero y cardamomo que había
recomendado para la vaca Hereford. Poco después todos regresaron a la casa, y ella
bebió dos vasos de oporto y comió un bizcocho, y miró una carnada de cachorros que
masticaban la alfombra a los pies de la propia Demelza. El oporto resultó muy
apropiado para evitar que se acentuara el sentimiento de autocrítica. Rehusó una
invitación a almorzar y se retiró antes de la una, su virtud intacta, acompañada por los
expansivos buenos deseos de sir Hugh y las miradas reflexivas de Constance, lady
Bodrugan. Podía adivinar perfectamente qué diría Constance si la yegua moría.
Ross no mencionó la visita a la hora del almuerzo, pero durante la cena preguntó:
«De modo que se completó el círculo, pensó Demelza. Hace tres años
pasamos la Navidad en Trenwith. Y era un día como este, nublado y silencioso. Tenía
tanto miedo que ni sabía lo que decía. Moza de la cocina que va a visitar a los
caballeros. Ahora, todo ha cambiado. En cierto sentido nerviosa, pero no como
entonces. Ellos son pobres. Tan pobres como nosotros —y Francis trabaja la tierra, y
Elizabeth… Elizabeth ya no está aterrorizada, y se siente muy agradecida hacia mí
por lo que ocurrió la Navidad pasada. La querida Verity no está. Pero ya no temo
equivocarme, ni hacer el papel de tonta. Sin embargo, no me siento tan feliz como
entonces, ni mucho menos. Y lo extraño es que estoy esperando otro hijo, y de nuevo
oculto el hecho a Ross, aunque por una razón distinta— y ya llevo cuatro meses, lo
mismo que entonces».
—¿Recuerdas —preguntó—, la vez que seguimos este sendero? Garrick nos
seguía, y se echaba cuando le hablábamos, como si por una vez estuviera dispuesto a
hacer lo que se le mandaba.
—Sí —dijo Ross.
—Y recuerdas que nos cruzamos con Mark Daniel, y sujetó por la oreja a
Garrick, y se lo llevó a casa… Dime, Ross, ¿has oído algo de Mark?
—No sé cómo le va con tanta conmoción, pero Paul lo vio en Roscoff.
—¿Crees que podrá venir sin riesgo a visitar a su gente?
—No. Si las cosas se ponen muy feas en Francia, deberá ir a Irlanda o a América;
pero aquí no tendrá paz ni siquiera bajo un nombre supuesto.
No era la clase de comida que solían tener antes, aunque era la mejor que se
había preparado desde hacía años. Se sirvió jamón y carne de ave, y una pata de
cordero hervida con salsa; y después budín de harina y jalea de uvas, tartas de
damasco, bollos con mostaza y manjar blanco.
Demelza no conocía a los padres de Elizabeth, y cuando los vio se sintió
sorprendida. Si un linaje que se remontaba al año 971 producía ese resultado, ella
prefería olvidar decentemente a sus propios antepasados. El señor Chynoweth era un
hombre delgado y seco, con cierto amaneramiento pomposo, que sorprendía porque
daba a entender cierta insólita pretensión. La señora Chynoweth constituía un
Dwight miró fijamente la carta, y después de librar cierta lucha interior se dirigió
a su escritorio y escribió la respuesta mientras el mayordomo esperaba.
Cuando Myners se alejó, Dwight regresó a sus mezclas, pero los experimentos
habían perdido su atracción. En todo caso, disponía únicamente de su propio
estómago para experimentar, y ya estaba sintiéndose mal después de beber la última
poción, de modo que dio un paseo por el jardín para comprobar si el aire fresco le
En Nampara estaban cortando heno. Ese año la cosecha era buena, y John y
Jane Gimlett y Jack Cobbledick trabajaban con la ayuda de dos de los niños Martin
más pequeños, supervisados con cierta irritación por Demelza, a quien se había
prohibido participar directamente en la tarea. En esos tiempos se le prohibían muchas