El Pato Salvaje by Henrik Ibsen
El Pato Salvaje by Henrik Ibsen
El Pato Salvaje by Henrik Ibsen
El Pato Salvaje
Henrik Ibsen
ACTO PRIMERO
Pettersen, de librea, y Jensen, de frac, ordenan el despacho. En el salón dos o tres criados
arreglan y encienden las luces. Del comedor viene un rumoreo de conversaciones y risas.
Con el golpe de un cuchillo en un vaso se anuncia un brindis. Silencio. Se reanuda la
conversación entre aplausos y bravos.
PETTERSEN. - (Mientras enciende una lámpara sobre la chimenea y la cubre luego con
una pantalla.) ¿Has oído. Jensen? El viejo se ha levantado para brindar en honor de la
señora Soerby.
JENSEN. -(Corriendo un sillón.) ¿Es verdad lo que dicen, de que hay algo entre ellos?
PETTERSEN. - Acaso.
PETTERSEN. - Pues sí que tiene un hijo, pero no se mueve nunca de la fábrica de Ekdal.
En todos los años que llevo en esta casa no ha venido ni una sola vez a la ciudad.
OTRO CRIADO INTERINO. - (Desde la puerta del salón.) Oiga, Pettersen: aquí hay un
viejo que...
EKDAL. -Eso me han dicho en el portal, amigo. Pero Graaberg está aún ahí. Sea amable,
Pettersen, y déjeme pasar. (Señala con el dedo la puerta disimulada.) He venido por aquí
otras veces.
PETTERSEN. -Bueno, bueno pase entonces. (Abre la puerta.) Pero no se olvide usted de
salir por la puerta de siempre porque tenemos invitados.
3
EKDAL. -Ya lo sé. ¡Vaya! gracias, buen Pettersen. Gracias, viejo amigo. (Entre dientes.)
¡Imbécil! (Entra en las oficinas.)
PETTERSEN. - No. Sólo le dan copias cuando hay mucho trabajo. Pero en su época era
todo un señor el viejo Ekdal.
PETTERSEN. - Sí; pero después se dedicó a negocios de bosques o algo por el estilo.
Dicen que le hizo una mala pasada al señor en una ocasión. Los dos eran socios de la
fábrica de Hoidal, ¿sabe usted? ¡Oh! conozco muy bien al viejo Ekdal. Muchas veces
hemos bebido una botella de cerveza juntos en el café de la señora Eriksen.
PETTERSEN. - ¡Vamos, Jensen! Ya supondrá usted que soy yo el que convida. Creo que
hay que ser amable con la gente de posición cuando les ha ido mal.
JENSEN. - ¿Quebró?
La señora Soerby sale conversando con un par de señores. Poco a poco van apareciendo
todos los comensales, entre ellos el Director Werle, Hjalmar Ekdal y Gregorio Werle, que
llegan los últimos.)
SEÑORA SOERBY. - (De paso, al criado.) Pettersen, haga usted servir el café en el salón
de música.
PETTERSEN. - Está bien, señora. (La Señora Soerby y los dos señores pasan al salón y
tuercen a la derecha. Pettersen y Tensen siguen el mismo camino.)
UN SEÑOR GORDO Y PALIDO. - (A un Señor Calvo) ¡Uf, qué comida ...! ¡Menudo
trabajo ...!
EL SEÑOR CALVO. - Con un poco de buena voluntad es increíble lo que se puede hacer
en tres horas.
EL SEÑOR CALVO. - Oigo que van a servir el café y los licores en el salón de música.
EL SEÑOR CALVO. - (Bajando la voz.) Con tal que señora Soerby no se olvide de
nosotros...
EL SEÑOR GORDO. - No, de ningún modo; Berta no abandona a sus viejos amigos.
(Salen riendo por la puerta del salón.)
EL DIRECTOR WERLE. - (En voz baja y preocupado) No creo que se haya fijado nadie,
Gregorio.
EL DIRECTOR WERLE. - (Lanzando una ojeada a Hjalmar Ekdal.) Antes éramos doce.
(A los otros comensales) Tengan la bondad, señores... (Van él y los demás por la puerta de
foro hacia la derecha, menos Hjalmar y Gregorio.)
GREGORIO. - Es verdad, ya me lo han dicho. Quise verte y hablar contigo, porque lo más
probable es que me marche pronto. ¡Cuánto nos hemos distanciado desde nuestros tiempos
de colegiales! Lo menos hace dieciséis o diecisiete años que no hemos vuelto a vernos.
GREGORIO. - Claro. Oye: ¿y cómo te va? Tienes buen aspecto. Casi diría que estás
grueso.
HJALMAR. - ¡Hum! no creo que pueda decirse precisamente grueso; pero, eso sí, me
siento más viril que antes.
HJALMAR. - (Con gesto lúgubre.) Pero ¿y mi moral? Esa sí que ha cambiado Ya sabes
cómo su hundió todo para mí y para los míos desde que no nos vemos ...
HJALMAR. - Querido, más vale no hablar de ello. Mi pobre padre vive conmigo, como es
lógico. No tiene a nadie más en el mundo. Pero es tan doloroso para mí hablar de esas
cosas... , ¿comprendes? Cuéntame, por tu parte, cómo te ha ido allá en la fábrica.
GREGORIO. - ¿Cuándo?
HJALMAR. - A raíz del desastre. Y es natural... Faltó muy poco para que tu mismo padre
se viera comprometido en... esas historias odiosas.
GREGORIO. - ¿Y crees que por eso iba yo a tener algo contra ti?... ¿Quién te lo había
hecho creer?...
GREGORIO. - (Asombrado.) ¿Mi padre? ¡Ah! ya caigo... ¿Ha sido por eso por lo que no
has dado señal de vida en todo este tiempo, sin escribirme una palabra?
HJALMAR. - Sí.
GREGORIO. - (Mirando al vacío.) Sí, puede que tuviese razón. Pero dime, Hjalmar: ¿estás
satisfecho de tu situación?
HJALMAR. - (Con un ligero suspiro.) ¿Qué quieres que te diga? Al principio, como
supondrás, me resultó un poco incómodo. ¡Eran las circunstancias tan diferentes! En el
fondo, era diferente todo. La desgracia de mi padre, la vergüenza, la deshonra...
GREGORIO. - Pero...
HJALMAR. - Juzgué que lo mejor que podía hacerse era romper de una vez con el pasado
y con todo lo que nos ligase a él. Tu padre especialmente fue quien me lo aconsejó. Y como
había tenido la bondad de preocuparse de mí...
HJALMAR. - Sí, ¿no lo sabías?... ¿De dónde crees que podía yo sacar el dinero para mi
aprendizaje de fotógrafo? ¿Y para montar mi estudio y establecerme?... La cosa cuesta lo
suyo.
HJALMAR. - Sí, querido. ¿Es posible que no lo supieras? Creí entender que te lo había
escrito.
HJALMAR. - Sí, él fue. Nunca quiso que lo supiese nadie; pero fue él. Y también gracias a
él pude casarme. ¿No sabías eso tampoco?
8
Pero querido Hjalmar, no puedes figurarte lo que me alegra todo esto... y lo que me
remuerde al mismo tiempo... Tal vez en algunas cosas haya sido injusto con mi padre... Sí
porque ello demuestra corazón, demuestra que tiene algo de conciencia.
HJALMAR. - Sin duda. Ella es una mujer tan cabal y trabajadora como pueda desearla el
hombre más exigente. Y no carece por completo de educación.
HJALMAR. - La vida educa, ya ves. Su trato diario conmigo... aparte de que nos
relacionamos con personas de talento Te aseguro que no reconocerías a Gina.
GREGORIO. - ¿Gina?
HJALMAR. - Pero ¿has olvidado que estuvo sirviendo en esta casa durante algún tiempo?
GREGORIO. - ¿La que administraba la casa durante los dos últimos años de la enfermedad
de mi madre?
9
HJALMAR. -La misma. Pero, Gregorio, estoy seguro de que tu padre te escribió que me
había casado.
GREGORIO. - (Poniéndose de pie.) Sí; en efecto, me lo escribió (Da algunos pasos por la
estancia.) Aunque, calla... , me parece que sí... , ahora recuerdo ... Pero mi padre escribe
unas cartas tan cortas... (Se sienta en el brazo del sillón.) Oye, Hjalmar, cuéntame. ¡Tiene
gracia!... ¿Cómo conociste a Gina, tu mujer?...
HJALMAR. - Es muy sencillo. Gina no estuvo mucho tiempo en tu casa; había tanto
desarreglo cuando la enfermedad de tu madre, que, en verdad, ella no pudo resistir más.
Así, pues, pidió su cuenta y se fue. Eso ocurrió el año antes de morir tu madre o el mismo
año, si no me equivoco.
GREGORIO. - Sí, fue el mismo año. Entonces ya estaba yo en la fábrica. Bien; ¿y qué
más?..
HJALMAR. -Que Gina se fue a vivir con su madre, una mujer muy activa, por cierto, que
tenía una especie de fonda y disponía de una habitación para alquilar; una habitación,
bonita, bastante cómoda.
HJALMAR. - Sí; fue tu padre quien me lo sugirió. Allí, como te figurarás, llegué a conocer
a Gina.
GREGORIO. - (Se levanta y vuelve a pasear.) Y dime: ¿entonces fue... cuando mi padre se
ocupó de ti..., quiero decir cuando empezaste tu aprendizaje de fotógrafo?
HJALMAR. - Sí, justamente. Por mi cuenta, estaba deseando emprender cualquier cosa
para formar un hogar lo antes posible. Tu padre y yo coincidimos en que la fotografía era lo
10
más hacedero, y Gina también opinaba lo mismo. Por añadidura, había otra razón: Gina ya
tenía hechos tiempo atrás algunos estudios de retoque.
HJALMAR. - (Se levanta, satisfecho.) ¿Verdad que sí?. Fue una casualidad oportuna.
GREGORIO. - No cabe la menor duda; mi padre ha sido una especie de providencia para ti.
SEÑORA SOERBY. - (Que viene del brazo del señor Werle.) No hay más que hablar,
querido señor. Usted no se queda ahí dentro, con tantas luces. No le sienta nada bien.
EL DIRECTOR WERLE. - (Suelta su brazo para pasar la mano por los ojos.) Creo que
tiene usted razón. (Entran Pettersen y Jensen, quienes traen unas bandejas).
SEÑORA SOERBY. - (A los invitados del salón.) ¡Pasen, señores! El que quiera un vaso
de ponche, tómese la molestia de venir aquí.
EL SEÑOR GORDO. - (Acercándose a la Señora Soerby) Pero ¡por amor de Dios! ¿es
cierto que ha suprimido usted la santa libertad de fumar?
SEÑORA SOERBY. - Sí, señor chambelán; aquí, en los dominios del señor Werle, está
prohibido.
EL SEÑOR CALVO. - ¿Y de cuándo están esas disposiciones en la ley de los puros, señora
Soerby?...
SEÑORA SOERBY. - En ningún sentido, chambelán Balle. (La mayor parte de los
invitados se ha reunido en el despacho del Director Werle. Los criados sirven el ponche.
EL DIRECTOR WERLE. - (A Hjalmar, quien permanece junto a una mesa.) ¿Qué está
usted examinando, Ekdal?
EL SEÑOR CALVO. - (Que pasea por la habitación.) ¡Fotografías! Claro, eso debe de
interesarle.
EL SEÑOR GORDO. - (Desde un sillón.) ¿No ha traído usted ninguna de las suyas?
EL SEÑOR GORDO. - Debía haberlas traído. Es tan bueno para la digestión estar sentado
contemplando fotografías...
UN SEÑOR MIOPE. - Y todos los aportes a tal fin son aceptados con agradecimiento.
SEÑORA SOERBY. - Estos señores quieren decir que, cuando uno está invitado a comer,
ha de trabajar para ganarse la comida.
SEÑORA SOERBY. - Tiene usted razón. (Continúa la charla entre risas y bromas.)
GREGORIO. - (En voz baja.) Tienes que tomar parte en la conversación, Hjalmar.
EL SEÑOR GORDO. - ¿No cree usted, señor Werle, que el tokai es muy bueno para el
estómago?
EL SEÑOR CALVO. - Verá, señor Ekdal. Con el tokai pasa como con la fotografía;
necesita sol. ¿No es así?
SEÑORA SOERBY. - Entonces ocurre lo mismo que como los chambelanes, porque
siempre están al sol que más calienta.
EL SEÑOR GORDO. - Y además, a costa nuestra. (Amenaza con el dedo.) ¡Señora Berta,
señora Berta¡...
SEÑORA SOERBY. - Lo que sí es cierto es que hay una gran diferencia entre los años.
Cuanto más viejos, mejor.
SEÑORA SOERBY. - Los sitúo en los años mejores, caballeros. (Sorbe un poco de
ponche, mientras los chambelanes charlan y ríen con ella.)
¿No quiere alternar, Ekdal? No tuve ocasión de brindar con usted durante la comida.
(Graaberg asoma la cabeza por la puerta excusada.)
EL DIRECTOR WERLE. - Pasen los dos; no se preocupe (Graaberg y el viejo Ekdal salen
de las oficinas.) (Involuntariamente.) ¡Qué pesadez! (Cesan las conversaciones y las risas
entre los invitados. Hjalmar se estremece al ver a su padre, deja su vaso y vuelve hacia la
chimenea.)
EKDAL. - (Sin levantar la vista, hace ligeros saludos a todos lados, mientras sale
balbuceando:) Excúsenme. Nos equivocamos. La puerta estaba cerrada..., estaba cerrada.
Dispensen. (El y Graaberg vanse por la puerta del foro a la derecha.)
GREGORIO. - (Se queda con la boca abierta mirando, fijamente a Hjalmar.) Pero ¿no es
éste...?
EL SEÑOR GORDO. - (Se levanta.) Pero ¿qué hay? (Se dirige a otro grupo que está
cuchicheando.)
SEÑORA SOERBY. - (Por lo bajo, al criado:) A ver si le da usted algo bueno, ¿eh?
GREGORIO. -(Impresionado, con voz apagada, a Hjalmar.) ¿De modo que era él ... ?
HJALMAR. - Sí.
EL SEÑOR GORDO. - ¿No recuerda usted alguna poesía bonita que pueda recitar, señor
Ekdal? Antes lo hacía a maravilla.
EL SEÑOR GORDO. - iOh, es lástima! ¿Qué podríamos hacer, entonces, Balle? (Ambos
pasan a la otra habitación.)
HJALMAR. - No, no vayas allí. Mi hogar es triste, Gregorio, sobre todo después de una
fiesta alegre como ésta. Podemos citarnos en cualquier parte de la ciudad.
SEÑORA SOERBY. - (Se acerca y dice a media voz:) ¿Se marcha usted ya, Ekdal?
HJALMAR. - Sí.
HJALMAR. - Gracias.
EL SEÑOR GORDO. - (A la puerta del salón, con un cuaderno de música en la mano.) ¿No
quiere usted que toquemos un poco de música juntos, señora Soerby?...
LOS INVITADOS. - ¡Bravo, bravo! (Atraviesa ella la pieza con el caballero y sale por el
salón hacia la derecha, seguida de los invitados. Gregorio se queda de pie al lado de la
chimenea. Werle está buscando algo encima del escritorio y parece anhelar que se vaya su
hijo. En vista de que éste no se mueve, se encamina hacia la puerta de entrada.).
EL DIRECTOR WERLE. - (Volviendo hacia él.) ¿Qué significa eso? (Durante la siguiente
escena se oye sonar el piano en el salón de música.)
GREGORIO. - ¿Cómo has podido consentir que esa familia se hundiera tan
miserablemente?
GREGORIO. - A ellos me refiero. Hubo un tiempo en que el teniente Ekdal era íntimo
amigo tuyo.
17
EL DIRECTOR WERLE. - Pero ¿no fue Ekdal el que dibujó el plano de los terrenos, el
plano falso? El fue quien dirigió la tala ilegal en el terreno del Estado. Sí, era él quien
estaba al frente de todo aquello. Yo no sabía a qué se dedicaba el teniente Ekdal.
EL DIRECTOR WERLE. - Una absolución es una absolución. ¿Por qué remueves antiguas
historias lamentables que me han hecho encanecer antes de tiempo? ¿Es en eso en lo que
has estado cavilando durante todos los años que has residido allá? Te aseguro, Gregorio,
que aquí, en la ciudad, se han olvidado esas cosas hace mucho tiempo por lo que a mí
atañe.
EL DIRECTOR WERLE. - ¿Que querías que hiciese yo por esa gente? Cuando se puso a
Ekdal en libertad, era un hombre quebrantado en absoluto, sin remedio. Hay en este mundo
personas que se hunden hasta el fondo apenas tienen un par de perdigones en el cuerpo, y
no vuelven a salir a la superficie. Debes creerme bajo palabra, Gregorio. He hecho todo lo
posible. De hacer más, me habría comprometido, dando ocasión a toda clase de sospechas y
hablillas...
18
EL DIRECTOR WERLE. - ¿Te ríes? ¿No crees lo que te digo? Claro que nada de eso
figura en mis libros, porque vale más que no consten gastos de esa índole.
GREGORIO. - (Con una fría sonrisa.) No; más vale que no se inscriban ciertos gastos.
GREGORIO. - Sé que fuiste tú quien se lo costeó, y también sé que fuiste quien tan
espléndidamente le proporcionaste los medios para establecerse.
EL DIRECTOR WERLE. - Ya lo estás viendo, y aun así, dices que no he hecho nada por
ellos. Te aseguro que me han costado bastante caros.
GRECORIO. - ¡Oh! tengo mis razones. Oye, dime: aquella época, cuando te ocupaste con
tanto desprendimiento del hijo de tu antiguo amigo, ¿no coincidió exactamente con su
boda?
EL DIRECTOR WERLE. - Sí, eso era de todo punto exacto; así se llamaba.
GREGORIO. - Pero en tu carta no recordabas para nada que esa señorita Hansen era
nuestra antigua servidora.
GREGORIO. - Ninguno ... (Baja de nuevo la voz.) Pero había aquí en casa alguien que sí lo
tenía...
EL DIRECTOR WERLE. - ¿Qué estás hablando? (Con ira.) Supongo que no me aludirás a
mí.
GREGORIO. - Hjalmar no ha articulado ni una sola palabra de esto. Es más, creo que ni
siquiera tiene la menor noción de semejante cosa.
EL DIRECTOR WERLE - ¡Tu madre! Debía habérmelo figurado. Ella y tú erais siempre
uña y carne. Fue ella quien te alejó de mí primero.
20
GREGORIO. - No fue ella; fue cuanto tuvo que soportar, cuanto tuvo que sufrir hasta que
murió de la manera más lastimosa.
EL DIRECTOR WERLE. - ¡Oh! no tuvo que sufrir ni soportar más que tantas otras
mujeres. Pero es inútil razonar con personas nerviosas y sobreexcitadas; lo sé por
experiencia. Y ahora resulta que removiendo toda clase de antiguos rumores e infamias, has
concebido tamaña sospecha contra tu pobre padre. ¿Sabes, Gregorio, que a tu edad estimo
que podrías entretenerte en algo más útil?
EL DIRECTOR WERLE. - Quizá así estés más tranquilo. ¿De qué sirve que año tras año
continúes allá en la fábrica, esclavizado, como un simple escribiente sin querer percibir ni
un centavo más que tu sueldo? Eso es una verdadera locura.
EL DIRECTOR WERLE. - Cuando te escribí que era indispensable que vinieses en seguida
a la ciudad...
GREGORIO. - ¿Qué es lo que querías, en suma? He estado aguardando todo el día a que
me lo dijeras.
GREGORIO. - ¿Tú?
EL DIRECTOR WERLE. - Sí; ya no sirvo para trabajar tanto como antes. Tengo que
cuidar mis ojos, Gregorio; mi vista se ha debilitado bastante.
EL DIRECTOR WERLE. - Escucha, Gregorio. Hay muchas cosas que nos separan; pero
por eso no dejamos de ser padre e hijo. Entiendo que debemos llegar a un acuerdo mutuo.
EL DIRECTOR WERLE. - Bueno algo es algo. Piénsalo, Gregorio. ¿No opinas que podría
hacerse eh?
EL DIRECTOR WERLE. - En relaciones tan estrechas como las nuestras, es fácil que el
uno necesite al otro.
EL DIRECTOR WERLE. - Sí; pero temo que las cosas no puedan seguir así. Una mujer en
su caso se crea fácilmente una posición falsa en sociedad. Casi puede decirse que tampoco
conviene a un hombre
GREGORIO. ¡Bah! Cuando un hombre da las comidas que das tú podrá, de fijo, permitirse
muchos excesos.
EL DIRECTOR WERLE. - Sí; pero piensa en ella. Me temo que no sepa soportarlo a la
larga. Y aun suponiendo que, por afecto hacia mí, estuviera dispuesta a no hacer caso de
chismorreos, infamias y cosas por el estilo... ¿No crees, Gregorio, con tu sentido de rectitud
tan estricto... ?
EL DIRECTOR WERLE. - Bueno; seas lo que seas, me has quitado un peso de encima. Me
satisface mucho poder contar con tu aquiescencia en este asunto.
GREGORIO. - ¿Cuándo ha habido vida de familia aquí ? Nunca, que yo recuerde. Pero hoy
sí haría falta algo de eso, indudablemente, sería de muy buen efecto poder decir que el hijo,
impulsado por el cariño, ha acudido volando a casa para asistir a la boda de su padre. ¿Qué
restaría así de los rumores sobre lo que la pobre difunta tenía que sufrir y soportar? Nada.
Su propio hijo los habría ahogado.
EL DIRECTOR WERLE. - Me has visto con los ojos de tu madre. (Baja levemente la voz.)
Pero debías recordar que aquellos ojos se enturbiaron muchas veces.
GREGORIO. - (Con voz temblorosa.) Ya comprendo lo que quieres significar. Pero ¿quién
tiene la culpa de aquella flaqueza... de mi madre? ¡Tú, y todas las...! La última fue esa
mujerzuela a quien casaste con Hjalmar Ekdal cuando tú ya...
24
EL DIRECTOR WERLE. - Siento que entre nosotros dos media un abismo infranqueable.
GREGORIO. - (Se inclina, conteniéndose.) Bien lo he notado, y por eso tomo mi sombrero
y me voy.
GREGORIO. - Sí. Por fin he encontrado una misión a la cual consagrar mi vida.
GREGORIO. - (Señala al fondo de la escena.) Mira, padre los chambelanes están jugando a
la gallina ciega con la señora Soerby. Buenas noches, y buena suerte. (Vase por la derecha
del foro.)
(Se oyen las risas de los invitados, a quienes se ve aparecer por la estancia de segundo
término.)
ACTO SEGUNDO
Estudio de Hjalmar Ekdal, pieza amplia y abuhardillada. A la derecha, techo inclinado con
grandes vidrieras semicubiertas por cortinajes azules. En el ángulo del mismo lateral, la
puerta de entrada, y más en primer término, la del salón. En el lateral izquierdo, otras dos
puertas, y entres ambas, una estufa de hierro. En la pared del fondo, ancha puerta doble de
corredera. El estudio es modesto, pero acogedor. Entre las puertas de la derecha, un poco
separado de la pared, hay un sofá, además de una mesa y varias sillas. Sobre la mesa una
lámpara, con pantalla, encendida. Junto a la estufa, un sillón viejo. Varios aparatos y
utensilios fotográficos dispersos por la estancia. Al foro, a la izquierda de la puerta de dos
hojas, una librería con algunos libros, cajas y frascos de productos químicos, varios
instrumentos, etcétera. En la mesa, fotografías. pinceles y papeles. Gina Ekdal, sentada en
una silla junto a la mesa, cose. Hedvigia, en el sofá, tapándose los oídos con los pulgares y
haciéndose sombra a los ojos con las manos, lee un libro.
GINA. - (Que mira a Hedvigia repetidas veces con intranquilidad contenida.) ¡Hedvigia!
(Hedvigia no oye, y Gina levanta la voz.) ¡Hedvigia!
GINA. - No, no; cierra el libro ya. A papá tampoco le gusta; él mismo no lee de noche.
GINA. - (Suelta la labor y coge un lápiz y un libro de notas que está encima de la mesa.)
¿Recuerdas lo que hemos pagado por la mantequilla hoy ?
26
GINA. - Es exacto. (Lo anota.) ¡Cuánto se gasta en mantequilla en esta casa! Hay que
añadir salchichón y queso. Vamos a ver... (Escribe.) ¡Ah, sí! Y jamón. Total... (Sumando.)
GINA. - Menos mal. Sin contar con que me han pagado ocho coronas y cincuenta ores por
las fotografías.
GINA. - Ocho cincuenta, justas. (Silencio. Gina vuelve a su labor Hedvigia coge papel y
lápiz y se pone a dibujar, resguardando de la luz los ojos con la mano izquierda.)
HEDVIGIA. - ¿No te agrada que hayan invitado a papá a un banquete en casa del director
Werle?
GINA. - No puedes decir que esté comiendo en casa del director precisamente. Fue el hijo
quien le envió la invitación. (Pequeña pausa.)
HEDVIGIA. - Estoy deseando que llegue papá. Me ha prometido pedir algo bueno para mí
a la señora Soerby.
HEDVIGIA. - (Dibujando.) Además, creo que tengo un poco de hambre. (Por la puerta de
la escalera aparece el viejo Ekdal, con un rollo de papeles debajo del brazo y un paquete en
el bolsillo del abrigo.)
EKDAL. -Habían cerrado la oficina. Tuve que aguarda a Graaberg. Y luego... me dejaron
pasar por...
Con esto tengo trabajo para rato, Gina. (Abre a medias la puerta del foro.) ¡Chis! ¡Je, je!
Todos están durmiendo, y él se ha acostado en el cesto.
EKDAL. ¡Qué ocurrencia! ¿Frío? ¿Con tanta paja...? (Encaminándose a la segunda puerta
de la izquierda.) ¿Encontraré cerillas?
GINA. - ¡Pobre abuelo! Así tendrá algún dinero para gastos menudos.
HEDVIGIA. - ¡Figúrate todas las cosas buenas que habrá comido papá! Estoy segura de
que volverá a casa contento y de buen humor. ¿No lo crees, mamá?
GINA. - Sí; pero, por si acaso ¡ojalá pudiéramos contarle que ya habíamos alquilado
habitación!
GINA. - Pues no vendría mal. Esa habitación no nos sirve para nada.
HEDVIGIA. - Quiero decir que no hace falta, ya que esta noche papá estará contento, de
todos modos... Seria mejor poder darle la noticia del cuarto en otra ocasión.
GINA. - (Mirándola.) ¿Te gusta dar a papá buenas noticias cuando regresa por la noche?
GINA. - (Pensativa.) Sí..., algo de eso hay. (El viejo Ekdal entra y se dirige a la primera
puerta de la izquierda.)
GINA. - Con tal que no esté hurgando en las brasas... (Aguarda unos momentos.) Anda
Hedvigia, ve a ver qué hace. (Aparece de nuevo Ekdal con una jarrita llena de agua
hirviendo para hacer ponche.)
EKDAL. - Sí, me hace falta. Tengo que escribir, y la tinta esté espesa como engrudo.
¡Hum...!
GINA. - Pero el abuelo debía comer algo antes. Está preparada la cena.
EKDAL. - No pienso cenar, Gina. Tengo muchísimo que hacer, testigo. No quiero que
entre nadie en mi cuarto. Nadie. ¡Hum! (Pasa a su cuarto, y Gina y Hedvigia se miran.)
GINA. - ¡Pobre viejo! No hay quien le fíe nada. (Hjalmar Ekdal entra por la derecha. Lleva
abrigo y sombrero gris.)
GINA. - (Abandona su labor y se pone de pie.) ¡Cómo! ¿ya estás de vuelta, Ekdal?
HEDVIGIA. - (Se levanta de un brinco al mismo tiempo.) ¿Como vienes tan temprano,
papá?
HJALMAR. - Claro; no era más que una comida. (Hace ademán de quitarse el abrigo.)
HEDVIGIA. - Y yo también. (Entre las dos le ayudan a quitarse el abrigo; Gina lo cuelga
en la pared del fondo.)
HJALMAR. - Sí, un poco; en particular, con Gregorio, que me acaparó por completo.
HJALMAR. - No ha hablado de...? Tengo idea de que pensaba ver a Graaberg. Voy a entrar
en su cuarto.
GINA. - (Sin darse cuenta.) Ha pasado por aquí a buscar agua caliente...
HJALMAR. - ¡Dios mío! Mi pobre viejo... ¡con sus canas! Dejémosle que disfrute a sus
anchas. (Entra el viejo Ekdal, que viene de su cuarto, fumando en pipa, vestido de casa.)
EKDAL. - ¡Hum! Muy amable por tu parte, Hjalmar. ¿Y quién era aquella gente?
EKDAL. - (Moviendo la cabeza) ¿Lo oyes, Gina? Ha estado nada menos que con
chambelánes.
HJALMAR. - No; no han hecho nada más que decir tonterías. Y deseaban que yo
declamara ante ellos; pero no he querido.
HJALMAR. - No veo por qué tenía que ser sólo yo quien divirtiese a los demás cuando
salgo a esparcirme... ¡Que lo hagan ellos¡ Esos tipos vas de casa en casa a comer y beber un
día tras otro. Pues tengan la bondad de ser útiles a cambio de esos hartazgos que se dan.
HJALMAR. - (Canturreando) ¡Ta, ra, ra ...! Pues algunas cosas si que han tenido que oír.
HJALMAR. - (Con aire doctoral.) Puede ser muy bueno. Pero te advierto que no todas las
cosechas son igual de buenas. Todo depende del sol que haya hecho durante el año.
HJALMAR. - Iban a hacerlo; pero no faltó quien les indicara que sucedía lo mismo con los
chambelanes, quienes también dependen del sol que más calienta. Así como suena.
EKDAL. -Oye, Gina, ¿has reparado en lo que ha dicho a los chambelanes en sus mismas
narices?
HJALMAR. - Sí; pero no quiero que se hable de ello. Esas cosas no deben contarse. Por lo
demás, todo acabó amistosamente, como es natural. Al fin y al cabo, eran gente simpática y
jovial. No veo por qué había de molestarlos, realmente.
HJALMAR. - ¿Verdad que sí? Y éste parece enteramente hecho a mi medida. Un poco
derecho quizá. Anda, Hedvigia, ayúdame. (Despojándose del frac.) Prefiero ponerme la
chaqueta. ¿Dónde has colgado mi chaqueta, Gina?
HJALMAR. - (Mientras se despereza.) ¡Ah, qué bien se está en casa...! Por cierto que un
traje de diario holgado me cae mucho mejor. ¿No te parece, Hedvigia?
HEDVIGIA. - (Sonriendo, mimosa.) ¡Sí, papá, sí! Anda, no me hagas sufrir más.
34
HEDVIGIA. - No; quieres hacerme rabiar, papá. Debías avergonzarte. ¿Dónde las tienes
escondidas?
HJALMAR. - Te repito que si me ha olvidado. Pero espera; tengo otra cosa para ti,
Hedvigia. (Va a buscar el frac y registra los bolsillos.)
HJALMAR. - Es la lista del banquete; todo lo que hemos comido. Fíjate; aquí pone menú,
que quiere decir minuta.
HEDVIGIA. - (Tragándose las lágrimas.) Gracias. (Se sienta, pero sin leer.)
HJALMAR. - (Se pasea por la pieza.) ¡Es increíble lo que tiene que recordar un padre de
familia! Y si se olvida de algún detalle..., en seguida le ponen mala cara. En fin, hay que
35
acostumbrarse a todo. ( Parándose al lado de su padre, que está sentado junto a la estufa.)
¿Has echado un vistazo esta noche?
EKDAL. - Sí, como yo me lo figuraba. Pero habrá que hacer alguna que otra modificación
ahora. ..
HJALMAR. - ¡Ea! vamos a hablar de esas mejoras. Ven aquí; nos sentaremos en el sofá.
EKDAL. - Bueno; pero voy a cargar primero la pipa... y a limpiarla. ¡Hum! (Entra en su
cuarto.)
HJALMAR. - ¡Ya, ya! Déjale. Gina. ¡Pobre viejo! Lo de las mejoras debíamos ejecutarlo
cuanto antes..., mañana mismo...
GINA. - Acuérdate de las pruebas que tienes que retocar; ya han venido por ellas varias
veces.
HJALMAR. - ¡Vaya! ¡Otra vez las dichosas pruebas! ¡Ya se harán! ¿Hay algún nuevo
encargo?
GINA. - No, por desgracia. Para mañana no hay más que los dos retratos de que estás
enterado.
36
GINA. - ¿Pero qué quieres que haga? He puesto en los periódicos todos os anuncios que he
podido, me parece...
HJALMAR. - ¡Bah los periódicos! Ya ves para qué sirven. ¿Y la habitación? ¿Ha venido
alguien a verla?
HJALMAR. - Era de esperar; cuando no se ocupa uno... ¡Hay que moverse, Gina!
GINA. - ¡Eso, eso! Vamos a pasar un buen rato. (Hedvigia corre hacia la puerta de la
cocina.)
GINA. - (Sentada al lado de la mesa.) Pero ¡qué tonterías estás diciendo, Ekdal!
HJALMAR. -No, no; no me lo toméis a mal. Ya sabeis que, a pesar de eso, os quiero.
HJALMAR. - Y si algunas veces me muestro injusto, acordaos, por Dios, de que soy un
hombre que ha tenido que pasar muchas tormentas. ¡Cómo la de ser! (Secándose los ojos.)
No, por el momento no voy a tomar cerveza. Tráeme la flauta. (Hedvigia corre en busca de
la flauta, que está en el estante.) Gracias. Con la flauta en la mano y vosotras dos a mi
lado... ¡Ah! (Hedvigia se sienta al lado de Gina. Hjalmar se pasea por la escena y comienza
a tocar fuertemente una típica danza bohemia, dándole un aire melancólico y sentimental.
Luego interrumpe la melodía, da su mano izquierda a Gina y dice, conmovido.)
No importa que bajo este pobre techo vivamos con estrecheces, ¿verdad? No deja de ser
nuestro hogar, Gina. Y te advierto que aquí se halla uno muy a gusto. (Continúa tocando.)
HJALMAR. -(Deja la flauta en la estantería.) ¡Sí que es un fastidio! (Gina abre la puerta.)
HJALMAR. -(Avanza hacia la puerta.) ¡Gregorio! Vienes, a pesar de todo? Pues pasa.
38
GINA. - ¡Cómo que no! Creo que no es difícil reconocer al señor Werle, hijo.
HJALMAR. - ¡Vamos, hombre! Bueno; ya que has venido, quítate el abrigo y toma asiento.
GREGORIO. - Gracias. (Se quita el gabán. Ha cambiado de traje y viste uno gris de corte
provinciano.)
GINA. - Solemos estar aquí; como esta pieza es más grande que las otras...
HJALMAR. - Antes vivíamos en una casa mejor; pero ésta tiene un desván bastante
espacioso, y eso es una gran ventaja.
GINA. - Por añadidura, nos sobra una habitación para alquilar, al otro lado del rellano.
HJALMAR. - No, todavía no. No es tan fácil, ¿sabes? Hay que moverse mucho. (A
Hedvigia.) A ver, Hedvigia, esa cerveza. (Hedvigia hace un gesto de asentimiento y sale a
la cocina.)
HJALMAR. - Si, hija única, y nuestra mayor alegría en este mundo; pero... (Baja la voz.) es
también nuestra mayor pena, Gregorio.
HJALMAR. - Sí. Hasta ahora no ha tenido más que los primeros síntomas, y va para largo;
pero el médico nos ha prevenido que no hay remedio.
eterna. (Agobiado.) ¡Ay, que tortura para mí, Gregorio! (Aparece Hedvigia con la cerveza y
vasos en una bandeja, y coloca todo encima de la mesa. Hijalmar le acaricia el cabello.)
Gracias, Hedvigia, gracias. (Hedvigia le abraza y le dice, algo al oído.) No; smorrebrod 2
ahora no. (Mira a Gregorio.) A menos que a Gregorio le apetezcan
HJALMAR. - (Sonriendo triste.) De todas maneras, puedes traer algunos. Y si hubiese una
corteza, mejor que mejor. Oye, pon bastante mantequilla. (Hedvigia asiente, regocijada, y
entra de nuevo en la cocina.)
GREGORIO. - (Después de seguirla con la vista.) Sin embargo, ofrece un aspecto muy
sano.
GREGORIO. - Por lo visto, cuando crezca, se parecerá mucho a la señora Ekdal. ¿Qué
edad tiene?
GREGORIO. - Viendo cómo crecen los niños, se da uno cuenta de lo viejo que es. ¿Cuánto
tiempo hace que se casaron ustedes?
GINA. - Pues llevamos casados... sí, justo; pronto hará quince años.
HJALMAR. - Eso mismo; quince años, menos unos meses. (Cambiando de tema.) Estos
años han debido de resultar muy largos para ti allá arriba en la fábrica, Gregorio. 2 Especie
de tostadas de mantequilla
EKDAL. - Bien, Hjalmar; ya podemos hablar de eso... ¡Hum! Pero ¿qué era?
HJALMAR. - (Se adelanta hacia él.) Padre, tenemos visita: Gregorio Werle; no sé si le
reordarás.
GREGORIO. - (Acercándose a él.) Sólo quería refrescarle memoria acerca de los antiguos
terrenos de caza, teniente Ekdal
EKDAL. - ¡Ah, ya caigo! Yo conocía todo aquello muy bien en otros tiempos.
EKDAL. - Lo fui, sí. Es muy posible. Está usted mirando el uniforme. No pido permiso a
nadie para ponérmelo aquí en casa. Mientras no salga a la calle con él... (Hedvigia trae una
fuente con smorrebrod, y la deja sobre. mesa.)
EKDAL. - ¿Usted ... ? No, no me acuerdo. Pero, eso sí, me permito decir que he sido un
gran cazador. Además, he matado osos; he matado hasta nueve.
EKDAL. - ¡Oh! no diga eso. Todavía voy de cuando en cuando. ¡Oh! no como antes.
Porque el bosque, ¿sabe...? el bosque... el bosque... (Bebe.) ¿Cómo está hoy por hoy bosque
allá arriba?
GREGORIO. - No tan frondoso como en sus tiempos. Se han talado mucho árboles.
EKDAL. - ¿Talado? (En voz baja y medrosa.) Eso es una tarea arriesgada. Trae
consecuencias. El bosque se venga.
GREGORIO. - ¿Cómo se explica que usted, tan aficionado la caza y a la naturaleza, pueda
vivir en una ciudad, entre cuatro paredes?
EKDAL. - (Se ríe mirando a Hjalmar de reojo.) No crea que se está tan mal aquí. No se está
nada mal.
43
GREGORIO. - ¿Y no echa usted de menos todo aquello que tanto le gustaba? Aquella brisa
fresca y acariciadora, aquella vida al aire libre en el bosque y en las mesetas, entre toda
clase de animales...
HJALMAR. - (Precipitadamente, con embarazo.) No, no, padre esta noche no...
Pues lo que quería decirle, teniente Ekdal, es que de hoy en adelante podrá ir usted conmigo
a la fábrica, porque no dudo de que regresaré muy pronto. Quizá haya allí asimismo algún
trabajo de copias, y aquí no tiene usted nada que le pueda hacer la vida agradable.
GREGORIO. -Usted tiene a Hjalmar, sin duda. Pero él, por su parte, tiene a los suyos. Y un
hombre como usted, que siempre se ha sentido atraído por la naturaleza libre y salvaje
HJALMAR. -Pero, padre, ¿tú crees que debemos...? Además, está tan oscuro . .
EKDAL. - ¡Tonterías! Hay luna. (Se levanta.) ¡Tiene que verlo, repito! Déjame pasar. Ven
ayudarme, Hjalmar.
GINA. - ¡Oh! no crea usted que de nada extraordinario. (Ekdal y Hjalmar se dirigen a la
pared del fondo, y cada uno abre una hoja de la puerta. Gregorio se queda de pie, al lado del
sofá. Gina continúa con su labor, muy tranquila. A través de la puerta se ve un amplio y
alargado desván de forma irregular, con vigas y tubos de chimeneas. Por los postigos del
techo la luna alumbra claramente algunas partes del recinto, mientras otras se sumen en
profunda oscuridad.)
GREGORIO. - (Que desde la puerta mira adentro.) ¡Ah! ¿cría usted gallinas, teniente
Ekdal?
EKDAL. - ¡Ya lo creo que criamos gallinas! Están des cansando. Pero con luz de día vería
usted qué gallinas...
EKDAL. - ¡Oh sí! Bien podemos tenerlas. Su palomar está ahí arriba, bajo el alero; porque
les gusta anidar en la altura, ¿sabe usted?
EKDAL. - ¿Vulgares? Tenemos palomas mensajeras, y también una pareja de reales. Pero
venga usted más cerca. ¿Ve esa tronera en el muro?
45
EKDAL. - Sí, ¡qué demonios! ¿Por qué no íbamos a tener conejos? ¿Has oído, Hjalmar, la
pregunta? ¡Que si tenemos conejos, Hjalmar! ¡Hum! ahora viene lo principal. Ya llegamos.
Apártate, Hedvigia. Póngase aquí, así, eso es, mire ahí abajo. ¿No ve un cesto lleno de
paja?
EKDAL. - ¡Chis!
EKDAL. - Sí; ese "pájaro", como el llamaba usted... ¡es el pato salvaje! Es nuestro pato,
amigo.
EKDAL. - Comprenderá usted que tiene un barreño con agua para chapotear.
EKDAL. - ¡Hum, hum! entonces, cerraremos. No vale la pena, por cierto, de turbarles el
sueño. Anda, Hedvigia, empuja. (Hjalmar y Hedvigia cierran la puerta.) Otra vez lo verá
usted mejor. (Se sienta en un sillón al lado de la estufa.) Son muy curiosos los patos
salvajes, ¿sabe?
GINA. - Pero no ha sido el propio señor Werle quien nos ha regalado el pato…
EKDAL. - En todo caso, es a Juan Werle a quien tenemos que agradecérselo, Gina.
(Dirigiéndose a Gregorio.) Es taba cazando desde una lancha, ¿sabe? Disparó; pero como;
su padre tiene tan mala vista..., en suma, no hizo más que inutilizarle.
EKDAL. - (Addormilado, con la voz pastosa.) Naturalmente; los patos salvajes siempre
hacen lo mismo. Se van al fondo, amigo, lo más abajo que pueden. Se agarran con el pico a
las algas y a todas las excrecencias que encuentran en el fango, y no vuelven a la superficie.
HJALMAR. - Así fue como pasó a nuestras manos. Porque mi padre conoce algo a
Pettersen, y cuando supo la historia del pato salvaje, se arregló para que se lo dieran.
HJALMAR. - Si, hombre; no sabes lo contento que está. ¡Ha engordado y todo! Bien es
verdad que todavía no lleva aquí bastante tiempo para haber olvidado su verdadera
condición salvaje, que es lo principal...
GREGORIO. -Tienes razón de sobra. Unicamente te aconsejo que cuides de que no vea
nunca cielo ni mar. Pero debo irme; noto que tu padre se duerme.
GREGORIO. - Oye, ¡qué idea! Has dicho que teníais una habitación para alquilar... ¿Está
libre?
HJALMAR. - Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Conoces acaso a alguien que ... ?
HJALMAR. - ¿A ti?
GREGORIO. - ¿Relling? A ese le conozco algo; fue durante algún tiempo médico en
Hoidal.
49
GINA. - Son un par de libertinos, y a menudo se van de parranda. Se retiran muy tarde, y
hasta llegan a.. .
GREGORIO. - Observo que tiene usted muy pocas ganas de albergarme en su casa, señora
Ekdal.
HJALMAR. - Verdaderamente, Gina, me extraña mucho que tú... (A Gregorio:) Pero dime.
¿piensas quedarte por el momento en la ciudad?
GREGORIO. - ¡Oh! si yo lo supiera..., estaría algo más tranquilo. Pero cuando uno lleva la
cruz de llamarse Gregorio, y encima Werle... ¿Has oído nunca un nombre más horroroso?
GREGORIO. - ¡Puaf! ¡Qué asco! Sería capaz de escupirle en pleno rostro al individuo que
llevara ese nombre. Pero, ya que tiene uno la desgracia de llamarse Gregorio Werle, como
yo la tengo...
GREGORIO. - Sí, un perro muy inteligente, uno de esos perros que se zambullen tras los
patos salvajes cuando éstos se hunden y se agarran alas algas que crecen entre el cieno.
GREGORIO. - ¡Oh, no! Ni casi tiene sentido. Mañana por la mañana me instalo aquí. (A
Gina:) No voy a darle muchas molestias, porque todo me lo llago yo mismo. (A Hjalmar:)
De los demás trataremos mañana. Buenas noches, señora Ekdal. (Saluda con la cabeza a
Hedvigia.) Buenas noches.
HJALMAR. - (Que ha encendido una vela.) Aguarda un poco; voy a alumbrarte. Temo que
la escalera esté a oscuras. (Gregorio y Hjalmar salen por la puerta de la escalera.)
GINA. - (Mirando al vacío, con la labor en el regazo.) ¡Qué cosas tan raras se le ocurren!
¡Decir que le gustaría ser un perro!...
HEDVIGIA. - No lo sé. Pero parecía que hablaba con segunda intención todo el tiempo.
HJALMAR. - (Que vuelve a aparecer.) Aún estaba encendida la lámpara. (Apaga la vela, y
la deja sobre la mesa.) ¡Ah, por fin puede uno comerse un bocado! (Empieza a comer
smorrebrod.) ¿Lo ves, Gina? Cuando uno sabe moverse ....
HJALMAR. - Sí, porque es una ventaja haber podido alquilar la habitación. Y por suerte, a
una persona como Gregorio, un antiguo y buen amigo.
HJALMAR. - ¡Eres de lo más rara! Antes estaba empeñada en alquilar ese cuarto y ahora
ya no quieres...
GINA. - Sí, Ekdal; pero habría querido que fuese a otro. ¿Qué crees que dirá el director?
GINA. - Comprenderás que esto denota un disgusto entre ellos, cuando el hijo quiere
marcharse de casa. Ya sabes qué poco congenian.
HJALMAR. - ¡Vaya!, pues que lo crea. El director Werle ha hecho muchísimo por mí, lo
reconozco. Pero eso no significa que tenga Yo que depender indefinidamente de él.
GINA. - Querido Ekdal, al fin y al cabo, ello podría redundar en perjuicio de tu anciano
padre; quizá pierda el pequeño ingreso que tenía con Graaberg.
HJALMAR. - Casi me alegraría de que así fuera. ¿No estimas humillante que un hombre
como yo haya de ver a su padre, ya con canas, convertido en una bestia de carga?... Pero
llegaría día... (Toma otro smorrebrod.) Como me he impuesto una misión en la vida, la
cumpliré.
HJALMAR. - (En voz baja.) Sí, la cumpliré. Porque sonará la hora de... Y por eso estoy
satisfecho de que hayamos alquilado el cuarto; así tendré más independencia. Y es algo
indispensable para el hombre que se impone una misión en la vida. (Se vuelve hacia el
sillón.) ¡Pobre viejo! Fía en tu hijo... Tiene hombros anchos. Y algún día, cuando
despiertes... (A Gina.) No lo crees?
ACTO TERCERO
Estudio de Hjalmar, por la mañana. A través de la claraboya del techo entra luz. Está
corrido el cortinaje. Hjalmar, sentado a la mesa, retoca una fotografía, y hay otras más ante
él. Pasados unos momentos, entra Gina, con abrigo y sombrero, y una cesta colgada del
brazo.
GINA. - Sí; tenía que darme prisa. (Coloca la cesta sobre una silla, y se quita el abrigo y el
sombrero.)
GINA. - Naturalmente. ¡Bonito ha quedado! Nada más llegar, ha hecho de las suyas.
HJALMAR. - ¡Cómo!
GINA. - Decía que lo arreglaría él mismo. Luego se empeñó en encender la estufa, y como
había dejado la llave de tiro cerrada, toda la habitación se ha llenado de humo. ¡Puaf! huele
que apesta...
53
GINA. - Pues ahora viene lo mejor. Para apagarlo, ha vaciado toda el agua del lavabo
dentro de la estufa, y está el suelo hecho un asco.
HJALMAR. - Procura que sea bastante. Creo que Relling y Molvik también van a subir.
Me he encontrado con Relling en la escalera, ¿sabes? y tuve que...
HJALMAR. - No, de seguro que no. Tómate el tiempo que te haga falta.
GINA. - Lo digo para que tengas hecho todo a tiempo, en ventaja tuya. (Sale por la cocina
con la cesta.)
EKDAL. - (Vuelve a abrir la puerta y a asomar la cabeza, hablando en voz baja.) Oye,
¿tienes mucho que hacer?
EKDAL. - Bueno, bueno; nada. Estás tan ocupado... ¡Hum! (Se reintegra a su cuarto,
dejando la puerta abierta.)
EKDAL. - (Desde dentro, refunfuñando:) Puesto que tú estás tan ocupado, yo lo estoy a mi
vez, ¡caramba!
EKDAL. - ¡Demonio! ¿Acaso no puede ese Graaberg aguardar un día o dos más? No es
cuestión de vida o muerte, a fe mía.
HJALMAR. - Sí, eso era justamente lo que iba a decirte. ¿Quieres entrar? ¿Abro?
EKDAL. - Conforme; eso es. Tiene que estar arreglado mañana por la mañana... Será
mañana, ¿eh?
HJALMAR. - Sí, mañana, efectivamente. (Hjalmar y Ekdal abren cada uno media puerta.
Entra el por el tragaluz del techo. Algunas palomas vuelan de acá para allá, y otras
permanecen sobre las vigas, arrullándose. De vez en cuando se oye cacarear a las gallinas
en el fondo.)
HJALMAR. - ¡Bah! después de todo, creo que... (Al ver a Gina a la puerta de la cocina.)
¿Yo? No, no tengo tiempo; trabajar... Echaré el mecanismo... (Tira de una cuerda que hace
descender, a modo de telón, una cortina, cuya mitad interior está confeccionada con tiras de
lona vieja, superior, con una red de pescar. Así queda invisible la parte baja de la
56
buhardilla. Hjalmar se dirige hacia la mesa.) Vamos a ver si ahora puedo tener un momento
de tranquilidad.
HJALMAR. - ¿Habría sido mejor que fuese a casa de la señora Eriksen? (Sentándose.)
¿Deseas algo? Decías que...
HJALMAR. - Sí; supongo que nadie habrá pedido hora tan temprano.
GINA. - No; no aguardo más que a una pareja de novios que van posar juntos.
GINA. - No, querido Ekdal; los he citado para después de comer, mientras estés durmiendo.
GINA. - Muy bien; pero como no urge poner la mesa, puedes utilizarla todavía un rato.
¡Hjalmarl
HJALMAR. - ¿Qué?
HJALMAR. - (Tras de un silencio.) Me parece que no haces más que meter las narices en
todo. ¿Es que tienes encargo de vigilarme?
HEDVIGIA. - ¡Oh! mamá está muy afanosa con la ensalada de arenques. (Se aproxima a la
mesa.) ¿Puedo ayudarte en algo, papá?
HJALMAR. - No; más vale que lo haga todo yo solo en tanto que me quedan fuerzas. Nada
importa, Hedvigia, que tu padre consuma su salud...
HEDVIGIA. - ¡0h, no, papá, no digas eso!... (Da uno pasos por la estancia, se detiene ante
el desván y mira.)
HEDVIGIA. - Por las trazas, quiere abrir un nuevo paso para que el pato vaya al barreño.
HEDVIGIA. - ¡Pues qué más da! (Coge el pincel.) ¡Ajajá! (Se sienta.) Aquí está el modelo.
HJALMAR. - Eres muy mañosa, Hedvigía. Sólo unos minutos, ¿eh? (Se desliza al lado de
la cortina y entra en el de desván. Hedvigia, sentada, sigue trabajando. Se oye a Hjalmar
discutir con su padre dentro. Hjalmar se asoma por la red. Hedvigia, alcánzame las tenazas,
que están en el estante y el martillo, además. (Vuelve adentro.) Ahora verás, padre.
Permíteme que te explique primero lo que me propongo. (Hedvigia busca las herramientas
y se las entrega.) Esas son; gracias. Hacía falta que viniera yo, ¿sabes? (Se retira de la
puerta.)
HEDVIGIA. - (Se vuelve y avanza hacia él.) Buenos días. Pase usted.
GREGORIO. - Con permiso. (Mira hacia el desván.) Diríase tenemos obreros en casa.
HEDVIGIA. - No, si no me estorba usted. (Se acerca las pruebas, y sigue trabajando.)
GREGORIO. - (Vuelto hacia el desván.) Hoy con luz del resulta otro que ayer a la luz de la
luna.
HEDVIGIA. - Sí; cambia mucho de aspecto. Por la mañana es diferente que por la tarde, y
cuando llueve es distinto cuando hace sol.
GREGORIO. - Pero acaso no tengas muchos ocios para eso, pues irás al colegio, supongo.
HEDVIGIA. - No, ahora no. Porque papá teme que me estropee la vista.
HEDVICIA. - ¡Y cómo!
GREGORIO. - Así tendrás lugar para otras cosas. Me imagino que ese desván debe de ser
como un mundo aparte.
HEDVIGIA. - Sí; hay unos armarios enormes, llenos de libros. Y muchos tienen estampa...
HEDVIGIA. - Además, hay un antiguo secrétaire, con cajones y tableros, y un reloj grande
con figuras que salen cuando suena la hora; pero no anda.
GREGORIO. - Por tanto, el tiempo no corre ahí dentro, donde está el pato salvaje...
HEDVIGIA. - Eso es. También hay cajas viejas con pinturas y otras cosas por el estilo,
pero sobre todo los libros.
HEDVIGIA. - ¡Oh, sí! En cuanto puedo. Aunque la mayor parte están en inglés, y no los
entiendo. Pero miro las estampas. Hay un libro muy grande que se titula Harrysons History
of London, y tiene muchísimos grabados; debe de contar cien años lo menos. En la primera
página se ve a la muerte con un reloj de arena, una doncella; no me gusta nada. Sin
embargo, más adelante hay otras estampas con iglesias y castillos, y barcos navegando por
los mares.
GREGORIO. - Cuéntame: ¿de dónde habéis sacado esas cosas tan bonitas?
61
HEDVIGIA. - Es que antes venía aquí un viejo capitán de barco, y fue quien las trajo. Le
llamaban "el Holandés Errante"3 , no sé por qué, pues no era holandés...
GREGORIO. - ¿No?
GREGORIO. - Oye, dime: cuando estás ahí metida, mimado las estampas ¿no te entran
ganas de salir y ver con tus propios ojos el mundo de verdad?
HEDVIGIA. - ¡Oh, no! Quiero quedarme siempre aquí en casa, y ayudar a papá y mamá.
HEDVIGIA. - No, no sólo con eso. Más que nada quisiera aprender a grabar estampas
como las que se ven en los libros ingleses.
HEDVIGIA. - Presumo que a papá no le gustaría, porque es muy extraño a ese respecto;
dice que debo aprender a hacer cestos y asientos para sillas. Pero a mí no me gusta
semejante cosa.
GREGORIO. - Ni a mí tampoco.
HEDVIGIA. - Claro que papá tiene razón porque, si yo hubiese aprendido a trenzar, podría
haber hecho un cesto nuevo para el pato salvaje.
GREGORIO. - Me lo figuro, porque ahí dentro, el pato salvaje, ocupa el primer lugar.
HEDVIGIA. - No. Las gallinas a ratos se juntan entre ellas. Pero él, ¡pobrecito! está tan
alejado de los suyos... Y es de considerar otra rareza. Nadie le conoce, nadie sabe de dónde
viene.
HEDVIGIA. - (Le mira de reojo y reprime una sonrisa.) ¿Por qué dice usted "en el fondo de
los mares"?
HEDVIGIA. - Podría usted decir "en el fondo del mar... " o "en el fondo del agua".
HEDVIGIA. - No sé. ¡Se me hace tan extraño oír decir "en el fondo de los mares"...
HEDVIGIA. - Es que, siempre que de repente se me ocurre considerar todo lo que hay ahí
dentro, se me antoja que el desván y cuantas cosas contiene se llaman "el fondo de los
mares". Pero es una necedad.
GREGORIO. - Sí ¿lo sabes de seguro? (Hedvigia se calla, mirándole con la boca. abierta.
Gina entra de la cocina con el mantel y los cubiertos.)
GINA. - ¡Bah! En alguna parte ha de estar usted, y no tardaré en tenerlo todo preparado.
Quita lo que hay sobre la mesa, Hedvigia. (Hedvigia recoge las cosas, y Gina mientras,
pone la mesa. Gregorio se sienta en el sillón, hojeando un álbum.)
GINA. - Si bien se mira, no es un trabajo para un hombre como Ekdal este de tener que
retratar a cualquiera.
GREGORIO. - ¿A tirotear?
GREGORIO. - ¡Cómo! (Se acerca a la puerta del desván.) ¿Estás cazando, Hjalmar?
HJALMAR. - (Desde adentro.) ¿Ya has llegado? No lo sabía; me había metido en faena. (A
Hedvigia.) ¡Y tú, sin avisarnos! (Entra en el estudio.)
HJALMAR. - (Enseña una pistola de dos cañones.) Es con esto, nada más.
GINA. - Ya veréis cómo el abuelo y tú acabaréis por causar una desgracia con esa piztola.
HJALMAR. - (Colérico.) ¡Te he dicho mil veces que este arma se llama pistola!
HJALMAR. - ¡Oh! tiro un poco a los conejos de vez en cuando. Lo hago sobre todo por mi
padre, ¿comprendes?
GINA. - Los hombres son especiales; siempre necesitan algo para entretenerse.
HJALMAR. - Pues no hay más que hablar. (A Gregorio.) Tenemos la suerte de que este
desván está situado de modo que nadie puede oír los tiros. (Coloca la pistola en el estante.)
No toques a la pistola, Hedvigia; uno de los cañones está cargado, no lo olvides.
GREGORIO. - Eso mismo es lo que estoy haciendo. Parece que baja un poco un ala.
GREGORIO. - (Mira a Hedvigia.) Y que ha estado en el fondo de los mares tanto tiempo.
GINA. - (Poniendo la mesa.) ¡Maldito pato salvaje! No da que hacer poco para tenerle
contento.
GINA. - Sí, al momento. Hedvigia, tienes que venir a ayudarme. (Gines y Hedvigia pasan a
la cocina.)
HJALMAR. - (A media voz.) Será mejor que no te quedes ahí mirando a mi padre; no le
gusta. (Gregorio se retira de la puerta de la buhardilla.) Y conviene que cierre la puerta
antes que vengan los demás. (Da unas palmadas, para espantar a las aves.) ¡Largo, largo!
¿Queréis iros? (Levanta el telón y cierra la puerta.) Estos mecanismos son iniciativa mía.
Resulta bastante divertido tener que ingeniarse en esto y repararlo cuando se estropea. Y se
hace absolutamente necesario, ¿sabes? porque Gina no quiere tener gallinas y conejos en el
estudio.
HJALMAR. - En general, le confío las cosas más sencillas, porque así puedo refugiarme en
el salón a meditar sobre, otras de mayor envergadura.
HJALMAR. - Me extraña que no me lo hayas preguntado antes. ¿No has oído hablar de mi
invento?
HJALMAR. - ¿No has oído hablar? Por supuesto, en los bosques deshabitados donde
vivías…
67
HJALMAR. - Aún no está terminado por completo; pero trabajo en ello. Ya habrás
colegido que, cuando decidí dedicarme a la fotografía, no era para hacer retratos de toda
clase de gente.
HJALMAR. - Juré que iba a consagrar mis fuerzas a este oficio para elevarlo a la categoría
de arte y de ciencia. Entonces fue cuando me decidí a hacer tan curioso invento.
GREGORIO. - ¿Y quiso...?
HJALMAR. - Sí; pero le faltó valor. Tenía el espíritu arruinado, echado a perder. ¿Te haces
cargo? ¡El, un militar que había matado osos y descendía de tenientes coroneles...! Lo uno
unido a lo otro... , ya ves... ¿Te haces cargo, Gregorio?
HJALMAR. - Yo, no. Y otra vez intervino la pistola en la historia de la familia. Cuando ya
llevaba puesto el traje gris de presidiario y estaba bajo llaves. ¡Oh, qué días tan espantosos
para mí! Tenía veladas mis dos ventanas, y si miraba afuera y veía que alumbraba el sol
como de costumbre, no podía concebirlo. Observaba a la gente en la calle reír y charlar de
cosas sin importancia, y no me cabía en la cabeza; me parecía que todo lo existente debía
haberse matado que durante un eclipse.
HJALMAR. - En aquel instante tenía Hjalmar Ekdal la pistola apuntando contra su propio
pecho.
HJALMAR. - Sí.
HJALMAR. - Sin duda alguna; pero fue lo mejor, pues pronto daré cima a mi invento. El
doctor Relling, como yo, espera que entonces estará permitido a mi padre llevar el uniforme
igual que antes. Lo exigiré como único premio.
HJALMAR. - Si, ése es mi mayor anhelo. No puedes imaginarte lo que sufro por él. Cada
vez que celebramos una fiesta de familia... como el aniversario de nuestra boda u otra cosa
por el estilo, el viejo hace su entrada vistiendo el uniforme de teniente, ¡el de los días
felices! Pero en cuanto llaman a la puerta... , porque claro, no se atreve a que le vean , sale
tan de prisa como le consienten sus viejas piernas a encerrarse otra vez en su cuarto. Y esto
resulta desgarrador para el corazón de un hijo, ¿sabes?
HJALMAR. - ¡Por Dios, no me pidas detalles como ese del tiempo! Un descubrimiento no
es cosa que pueda uno mismo amoldar del todo a sus deseos. Depende en gran parte de la
inspiración, de una idea, y así no es posible afirmar de antemano cuándo ha de acontecer.
HJALMAR. - ¡Ya lo creo que avanza! No transcurre un solo día sin que dé un paso en él;
es algo que me absorbe. Todas las tardes, después de la comida, me encierro en el salón,
donde puedo meditar con tranquilidad. Aun así, no debe uno apresurarse, porque eso no
sirve para nada, como dice el doctor Relling.
GREGORIO. - Y no entiendes que todas esas cosas del desván te distraen y te alejan de tu
objetivo con exceso?
HJALMAR. - ¡No, no; todo lo contrario! No digas eso. No puedo estar constantemente
obsesionado con las mismas preocupaciones. Necesito algo para llenar el tiempo de espera.
La inspiración, la idea viene cuando debe venir... si viene.
70
GREGORIO. - Mi querido Hjalmar, ¿sabes que se me antoja que hay en ti algo de pato
salvaje?
HJALMAR. - ¿Piensas en ese tiro casi mortal que ha tocado a mi padre en el ala y a mí lo
mismo?
GREGORIO. - Sí, en eso exactamente. Yo no diría que estás herido, pero sí que te metes en
un pantano insalubre. Hjalmar, tienes una enfermedad latente en el cuerpo, y te has ido al
fondo para morir en la oscuridad.
GREGORIO. -Ten calma; yo te sacaré a la superficie. Porque también debo ejecutar una
misión.
HJALMAR. - No me sienta bien. Y aquí no hay ninguna atmósfera de pantano, como dices.
No se me oculta que el techo es bajo en el hogar del pobre fotógrafo, y que mi condición es
humilde. Pero soy un inventor y padre de familia, ¿sabes? y esto me eleva sobre las
71
miserias de mi estado... ¡Ah! ya vienen con el almuerzo. (Gina y Hedvigia aparecen con
botellas de cerveza, un frasco de aguardiante, vasos, etcétera. Al mismo tiempo, entran por
la puerta de la escalera Relling y Molvik, ambos a cuerpo, Molvik, vestido de negro.)
GINA. - (Mientras se ocupa de la mesa.) Pues esos dos sí que llegan a tiempo.
RELLING. - iToma! el señor Werle, hijo. Cierta vez nos peleamos allá arriba, en Hoidal.
¿Ha venido usted a instalarse aquí?
RELLING. - Abajo vivimos Molvik y yo; conque no tiene usted que ir lejos por médico y
pastor, en caso de necesitarlos.
GREGORIO. - Gracias; todo puede suceder, pues ayer éramos trece a la mesa.
HJALMAR. - Así lo espero por mi familia. Pero sentémos, comamos, bebamos y estemos
alegres.
HJALMAR. - No; prefiere comer más tarde en su cuarto. (Los hombres se sientan a la
mesa, comen y beben. Gina y Hedvigía van y vienen sirviéndolos.)
72
MOLVIK. - Corramos un velo sobre los incidentes de la noche pasada. Estas cosas no
dependen de mi voluntad, de mi buena voluntad...
RELLING. - (A Gregorio.) Le domina una especie de sugestión, y entonces tengo que irme
de bureo con él... Porque ha de saber usted que el licenciado Molvik es un demoníaco.
GREGORIO. - ¿Demoníaco?
GREGORIO. - ¡Hum!
RELLING. - Y las naturalezas demoníacas no están hechas para andar por el camino recto;
necesitan extraviarse alguna que otra vez. ¡Vaya! ¿y usted sigue resistiendo allá arriba en
aquella triste y horrenda fábrica?
RELLING. - ¿Y logró por fin que se atendiera aquella demanda que llevaba?
RELLING. - ¡Y tanto que iba con demandas! Recorría todas las casas de los labradores
reclamando algo que llamaba "la exigencia del ideal".
RELLING. - De eso no hay que dudar; era usted muy joven. Y no logró usted ver satisfecha
esa "exigencia del ideal' en todo el tiempo que estuve allí.
GREGORIO. ¡Jamás transijo cuando trato con hombres dignos de este nombre!
HJALMAR. - Abre, Hedvigia; el abuelo quiere salir. (Hedvigia abre la puerta a medias.
Entra el viejo Ekdal con una piel de conejo recién arrancada. Ella cierra la puerta tras él.)
EKDAL. - Buenos días, señores. ¡Excelente caza la de hoy! He matado uno de los grandes.
HJALMAR. - (Choca su vaso con el de Relling.) Sí, por el sportman al borde de la tumba.
RELLING. - Por los cabellos grises. (Bebe.) Oye, dime, ¿,tiene el pelo gris o blanco?
RELLING. - Al fin y al cabo, con peluca también se puede ir por el mundo. Tú sí que eres
un hombre feliz, Ekdal; tienes una misión por la cual luchar.
RELLING. - Y para colmo, tienes tu mujercita, que sale y entra con suelas de fieltro,
moviendo las caderas y cuidándote,...
HJALMAR. - Sí, Gina. (Con un gesto afectuoso para ella.) Eres una buena compañera en el
camino de la vida.
HJALMAR. - (Emocionado.) ¡La niña, sí; la niña sobre todo! Hedvigia, ven aquí conmigo.
(Acariciándole el pelo.) ¿Qué día es mañana?
RELLING. - (A Gregorio:) ¿Y qué, no le agrada, para variar, estar sentado a una mesa bien
repleta en el círculo de una familia dichosa?
GINA. - Le aseguro, señor Werle, que aquí no hay ningún olor a pantano, pues ventilo a
diario las habitaciones.
HJALMAR. - ¿Hedor?
RELLING. - Perdone. ¿No será usted mismo quien trae el hedor de las minas de allá arriba?
RELLING. - (Yendo hacia él.) Escuche, señor Werle hijo: tengo la sospecha de que todavía
conserva usted en el bolsillo "la exigencia del ideal" sin menoscabo.
GINA. - (Interponiéndose.) Eso no puede ser, Relling. Y a usted he de decirle, señor Werle,
que, después de haber hecho tantas porquerías en la estufa, no debe venir aquí a hablar de
hedor. (Llaman a la puerta.)
GINA. - Voy a abrir. (Abre la puerta y de súbito se para, se estremece y da un paso atrás.)
¡Oh! ¿eh? Y (EL Director Werle, vestido con abrigo forrado de pieles, entra en el estudio.)
EL DIRECTOR WERLE. - Ruego que me dispensen; pero tengo entendido que mi hijo
vive en esta casa.
EL DIRECTOR WERLE. - Pues entonces en el rellano; tengo que hablar contigo a solas.
HJALMAR. - Pueden hacerlo aquí mismo, señor director. Ven al salón, Relling. (Hjalmar y
Relling salen por la derecha. Gina lleva a Hedvigia a la cocina.)
GREGORIO. - Mi intensión es abrir los ojos a Hjalmar Ekdal. Quiero que vea su situación
tal como es, y nada más.
GREGORIO. - Debí haberme vuelto contra ti cuando tendiste el lazo al teniente Ekdal.
Debí haberle puesto en guardia, porque yo sospechaba adónde iba a parar todo aquello.
GREGORIO. - Afortunadamente... El mal causado al viejo Ekdal por mí... y por otros no
puede remediarlo nadie; pero a Hjalmar sí pienso salvarle de la mentira y el engaño en que
está a punto de zozobrar.
GREGORIO. - (Con débil sonrisa irónica.) Aún no has podido digerir el desengaño que
sufriste calculando mal el capital con que creías quedarte.
EL DIRECTOR WERLE. - No hablemos de cosas ajenas a la cuestión. ¿De modo que estás
decidido a poner al fotógrafo Ekdal sobre una pista que juzgas acertada?
EL DIRECTOR WERLE. - En tal caso, podía haberme ahorrado el paseo hasta aquí.
Porque deduzco que es inútil preguntarte si quieres volver a casa conmigo.
GREGORIO. - Tampoco.
EL DIRECTOR WERLE. - Bueno; pero, como quiero volver a casarme, voy a repartir mi
hacienda contigo .
HJALMAR. - Con mucho gusto. ¿Qué te quería tu padre? ¿Se trataba de mí?
GREGORIO. - Ven. Tenemos que hablar un poco. Voy a ponerme el abrigo. (Vase por la
escalera.)
RELLING. - No, no vayas; quédate aquí. 4 En Noruega, cuando uno de los padres vuelve a
casarse, por estar viudo o divorciado, dispone la ley que reparta la mitad de sus bienes entre
sus hijos.
RELLING. - Pero ¡qué diablos! ¿No ves que ese tipo está loco, chiflado, mal de la
cabeza...?
GINA. - Sí, por cierto. Su madre también tenía crisis de ésas a veces.
HJALMAR. - Motivo de más para que necesite la vigilancia del amigo. (A Gina) Ten la
comida preparada a su hora. Adiós, hasta luego. (Vale por la puerta de la escalera.)
RELLING. - Es una desgracia que ese tipo no se fuese al infierno desde una de las minas de
Hoidal.
GINA. - ¿Cree usted que el señor Werle, hijo, está loco de remate?
GINA. - (Paseándose por la estancia.) ¡Oh! este Gregorio Werle siempre fue un mal bicho.
HEDVIGIA. - (Al lado de la mesa, con mírada inquisitiva.). Encuentro singular todo esto.
ACTO CUARTO
GINA. - Sí, pierdan cuidado. Cuando prometo algo, lo cumplo. La primera docena estará el
lunes. ¡Adiós, adiós! (Se oye a alguien bajar por la escalera. Gina cierra la puerta, coloca la
placa dentro de su estuche y lo mete en el aparato.)
82
GINA. - (Arreglando las cosas.) Sí; gracias a Dios, he podido deshacerme de ellos.
HEDVIGIA. - ¡Ojalá venga pronto! ¡Se me hace todo tan singular hoy!
HJALMAR. - (Sin mirarla.) Sí, he tardado bastante. (Se quita el gabán. Gina y Hedvigia
quieren ayudarle; pero él se lo impide.)
HJALMAR. - ¿Bien? Regular, nada más. Hemos dado un paseo muy largo Gregorio y yo.
HJALMAR. - ¡Bah! Un hombre tiene que acostumbrarse a tantas cosas en este mundo que
a la postre una más o menos... (Se pasea por la habitación.) ¿Ha venido alguien mientras he
estado fuera?
HJALMAR. - Así sea, porque desde mañana pienso empezar a trabajar en serio.
HJALMAR. - ¡Ah, sí, es cierto! Bien pues desde pasado mañana, entonces. En adelante
quiero hacerlo todo yo solo.
GINA. - ¿Y qué adelantarás con eso, Hjalmar? Son ganas de agriarte la vida, en suma. De
la fotografía basta que me encargue yo, y así puedes seguir con el invento.
HEDVIGIA. - Y con el pato salvaje, papá, y con las gallinas y los conejos, y...
HJALMAR. - Es cierto. Pues desde pasado mañana, entonces. ¡Con qué ganas retorcería el
pescuezo a ese maldito pato salvaje!
84
HJALMAR. - Por eso mismo no lo hago. No tengo corazón para entrangularle, por ti,
Hedvigia. Aunque comprendo que en el fondo obro mal. No debía soportar bajo mi techo
nada que venga de esas manos.
GINA. - Pero ¿qué tiene que ver que el imbécil de Pettersen se lo haya regalado al abuelo,
para... ?
HJALMAR. - Existen ciertas exigencias , ¿cómo diría? las exigencias del ideal, ciertas
obligaciones a las cuales no puede sustraerse un hombre sin que redunde en perjuicio de su
alma.
HJALMAR. - Ya te digo que le perdono por ti. No se le tocará ni una sola pluma. Te repito
que no te preocupes, que está perdonado. Hay deberes más importantes que cumplir.
Bueno, Hedvigia; es la hora de tu paseo. Ya no hay sol, como te conviene.
HJALMAR. - Debes salir. Creo que guiñas los ojos. Este aire viciado no te sienta bien; la
atmósfera está cargada.
HEDVIGIA. - ¡Vaya! bajaré corriendo por la escalera de servicio y pasearé un rato. ¿Mi
abrigo? ¿Mi sombrero? ¡Ah, sí! Están en mi cuarto. Papá, prométeme que no harás cada
malo al pato cuando yo esté fuera.
GINA. - ¿Qué?
HJALMAR. - Desde mañana, o mejor dicho, desde pasado mañana, quiero llevar yo mismo
las cuentas de la casa.
HJAIMAR. - Nadie lo diría. Me hace el efecto de que el dinero dura demasiado en tus
manos. (Se detiene y se queda mirándola.)
HJALMAR. - ¿Es verdad que a mi padre le pagan tan espléndidamente las copias en casa
del director Werle?
GINA. - Yo, por mí, ignoro si le pagan tan espléndidamente. No conozco el precio de esos
trabajos.
GINA. - Según y cómo; viene a ser lo que nos cuesta mantenerle, y alguna pequeñez para
su bolsillo.
GINA. - No podía hacerlo. ¡Con lo satisfecho que estabas creyendo que lo recibía todo de
ti!
86
GINA. - (La enciende.) Por lo demás, no podemos saber si es del director personalmente.
Tal vez sea de Graaberg.
HJALMAR. - ¡Hum!
GINA. - No fui yo quien le buscó ese trabajo; fue Berta, cuando entró en la casa.
HJALMAR. - ¿Es verdad, es posible que hubiera algo entre tú y el señor Werle cuando
servías en su casa?.
GINA. - No es verdad. Entonces no. El director siempre andaba detrás de mí, eso sí. Y la
señora, creyendo que había algo, armó un escándalo atroz. Hasta llegó a pegarme y a
tirarme de los pelos. En seguida me marché de allí.
GINA. - Y me fui a mi casa. Mi madre no era todo lo buena que tú creías, Ekdal; siempre
estaba diciéndome que como se había quedado viudo el director..., ¿comprendes?
87
GINA. - Al cabo, será mejor que lo sepas de una vez: no paró hasta que consiguió lo que se
proponía.
HJALMAR. - (Junta las manos.) ¡Y ésta es la madre de mi hija! ¿Cómo has podido
ocultarme todo eso?
GINA. - Sí, lo reconozco, hice mal; debí habértelo contado mucho antes.
HJALMAR. - Debiste decírmelo desde luego. Así me habría dado cuenta a tiempo de quién
eras.
GINA. - ¿Reniegas de los catorce o quince años que hemos vivido juntos?
HJALMAR. - (Irguiéndose ante ella.) Dime si no te ha pesado cada día, cada hora, esa red
de mentiras que tejías en torno mío como una araña. ¡Respóndeme! ¿No has vivido
atormentada por el remordimiento y por la angustia?
GINA. - ¡Ekdal de mi alma! Bastante tenía ya con pensar en la casa y en el trabajo diario.
GINA. - No, bien sabe Dios que casi me había olvidado de esa viejas historias.
88
GINA. - Oye, Ekdal: ¿qué crees que habría sido de ti si no hubieses encontrado una mujer
como yo?
GINA. - Sí, como he sido siempre, más resuelta y práctica que tú; eso no puedes
negármelo. Aunque, claro, no en vano te llevo dos años.
GINA. - Está bien, está bien. No te digo que no. Hoy no quiero discutir esas cosas. El caso
es que te convertiste en una buena persona, gracias a que tenías un hogar y una familia.
Vivíamos tranquilos y felices; Hedvigia y yo íbamos a comprarnos un poco de ropa y a
empezar a comer un poco mejor...
GINA. - ¡Pero ha venido aquí ese tipo odioso, para meterse en lo que no le importa!
HJALMAR. - A mi vez yo me hallaba a gusto en casa. Pero no era más que una ilusión.
¿Cómo recobraré ya el estado de ánimo necesario para llevar mi descubrimiento a la
realidad? Quizá muera conmigo, y será tu pasado, Gina, el que lo habrá matado.
GINA. - (A punto de llorar.) No digas esas cosas, Ekdal; yo no he querido más que tu
bien...
89
HJALMAR. - ¿Y qué quedará de mi sueño de padre de familia? En tanto que estaba ahí
echado en el sofá, meditando sobre mi invención, me asaltaba el presentimiento de que
absorbería mis últimas fuerzas. Comprendía que el día que tuviera la patente en mis manos,
sería el de mi despedida, y mi anhelo era que vivieses cómoda y sin preocupaciones, que
todo el mundo viera en ti a la viuda del inventor famoso, que...
GINA. - (Secándose las lágrimas.) ¡Ekdal, no hables así! ¡Dios me libre de vivir el día que
sea viuda!
HJALMAR. - ¿Qué más da, ahora que se ha acabado todo? (Gregorio Werle abre
cautelosamente la puerta y mira.)
GREGORIO. - (Entra, con el rostro radiante de alegría, tendiéndole las manos.) Bueno, mis
queridos amigos... (Se detiene, algo extrañado, y mira alternativamente a uno y otro.
Aparte, a Hjalmar:) ¿No lo has hecho aún?
GREGORIO. - Una explicación así debía servir de punto de partida a una nueva vida
conyugal, fundada en la verdad y libre de toda reserva.
GREGORIO. - Y no hay nada más noble que perdonar a la pecadora y elevarla hasta uno
por el amor.
HJALMAR. - No creas que es tan fácil para un hombre digerir el mal trago que he tenido
que apurar.
HJALMAR. - ¡Dios mío! ¡Sí, ya lo sé! Pero no debes acuciarme, Gregorio. Hace falta
tiempo, ¿comprendes?
GREGORIO. - Tienes cosas de pato salvaje, Hjalmar. (Entra Relling por la puerta de la
escalera.)
HJALMAR. - Nada menos que el trofeo de caza del director Werle, con un disparo en el
ala.
91
RELLING. - Expreso el deseo muy sincero dé que este charlatán se vuelva a su casa. Si
permanece aquí, es capaz de volveros locos a los dos.
GREGORIO. - Pierda usted cuidado, señor Relling. Aquí no hay nadie que se vuelva loco.
A Hjalmar le conocemos bastante para permitirnos la menor duda. Y en cuanto a esa mujer,
no se puede negar que conserva, a pesar de todo, un fondo sensato y honrado.
GINA. - (Casi llorando.) En ese caso, debió usted haberme dejado pasar conforme soy.
RELLING. - ¿De modo que, según usted, el matrimonio Ekdal no es como debiera ser?
GREGORIO. - Por supuesto, no será un matrimonio diferente de tantos otros. Pero todavía
no ha llegado a ser una verdadera unión conyugal.
RELLING. - ¡Déjate de monsergas, amigo mío! Perdone usted, señor Werle; ¿podría
decirme cuántas uniones conyugales verdaderas ha visto usted en su vida?
HJALMAR. -Toda la base moral de un hombre puede derrumbarse bajo sus pies; eso es lo
terrible.
RELLING. - Como yo nunca he estado lo que se dice casado, no puedo hablar mucho de
estas cuestiones. Pero de lo que no me cabe la menor duda es de que la unión conyugal
comprende también al hijo. Y por tanto, debéis dejar en paz a la niña.
RELLING. - Haced el favor de no mezclar a Hedvigia en nada de esto. Vosotros dos sois
personas mayores, y podéis hurgar en vuestra existencia y estropearla si así se os antoja.
Pero hay que ser prudente con Hedvigia. De lo contrario, os exponéis a acarrearle cualquier
desgracia.
RELLING. - Sí. Y hasta puede ser que se la atraiga ella misma... y quizá a otros también.
GINA. - Pero ¿de dónde saca usted todo eso, señor Relling?
RELLING. - No se trata de su vista. Pero Hedvigia está bien una edad crítica. Es tan
susceptible, que podría inventar cualquier absurdo.
GINA. - ¡Pues ya lo creo! Desde hace algún tiempo se dedica a revolver en la lumbre de la
cocina... A eso lo llama jugar al incendio. Me temo que algún día acabe prendiendo fuego a
la casa.
RELLING. - (Asperamente.) ¿Cómo quiere usted que se explique, hombre de Dios? Está en
la edad ingrata, y nada más.
SEÑORA SOERBY. - Sí, mañana por la mañana, a Hoidal. El director se ha ido esta tarde.
(Mirando a Gregorio.) Le traigo recuerdos de su parte.
GREGORIO. - Oye, Hjalmar: voy a orientarte: es que mi padre se casa con la señora
Soerby.
SEÑORA SOERBY. - Así parece. Werle ha arreglado los papeles para ir de prisa, y
celebraremos la boda con toda sencillez allá arriba, en la fábrica.
SEÑORA SOERBY. - Muchas gracias, si lo dice usted de buena fe. Espero que sea para
felicidad mía tanto como para la de Werle.
RELLING. - Nada tema. El director Werle no se emborracha nunca, que yo sepa, al menos.
Y me figuro que no tendrá tampoco la costumbre de apalear a su mujer como hacía el
difunto veterinario.
SEÑORA SOERBY. - Deje usted a Soerby que descanse en paz. También tenía sus cosas
buenas.
SEÑORA SOERBY. - En todo caso, no ha echado a perder lo mejor que hay en él. Los que
lo hacen, tarde o temprano, deben sufrir las consecuencias.
SEÑORA SOERBY. - Sí, hace muchos años que nos conocemos. En aquellos tiempos
nuestro conocimiento pudo haber tenido otro desenlace.
SEÑORA SOERBY. - Sí. ¡Y tanto! Pero siempre me he guardado muy bien de no seguir
mis inclinaciones. Una mujer no puede sacrificarse en absoluto.
SEÑORA SOERBY. - Su padre está enterado del menor detalle de cuanto, se pueda decir
de mí. Le he contado todo. Fue lo primero que hice al percatarme de que tenia intenciones
sobre mi persona.
SEÑORA SOERBY. - Siempre he sido franca. Es lo que nos da mejor resultado a las
mujeres.
GINA. - ¡Oh! Las mujeres somos tan diferentes... Unas se comportan de una manera, y
otras, de otra.
SEÑORA SOERBY. - Sí, Gina; pero creo que lo más inteligente es hacer lo que he hecho
yo. Werle, por su parte, tampoco me ha ocultado nada. Y es eso lo que en particular nos ha
unido. Ahora puede hablar conmigo tan abiertamente como un niño. Había echado de
menos eso hasta hoy. ¡Un hombre como él, lleno de vida y de salud, harto de escuchar
recriminaciones durante toda su juventud y los mejores años de su vida... ! Muchas veces
estas recriminaciones se referían a faltas imaginarias, según me ha declarado.
GREGORIO. - Si las señoras quieren abordar ese terreno, será mejor que yo me vaya.
SEÑORA SOERBY. - No, hombre; puede usted quedarse. No diré una palabra más. Sólo
quería que supiera usted que jamás me he valido de mentiras ni de engaños. Quizá parezca
que he tenido una gran suerte, y así es en cierto modo. Pero creo que no recibo más de lo
que doy. Bueno; el caso es que puedo decir con toda seguridad que no pienso abandonarle
jamás. Y sé asimismo que le seré muy útil, por no decir indispensable, cuando no pueda
valerse por sí solo, como va a ocurrirle pronto.
GREGORIO. - (A la Señora Soerby) Está bien, está bien; pero más vale que no hable usted
de eso aquí.
SEÑORA SOERBY. - Es inútil ocultarlo más tiempo, según se empeña en hacerlo el pobre.
Werle va a quedarse ciego.
GINA. - No, Berta; ahora Ekdal ya no necesita aceptar nada del director.
HJALMAR. - ... que iré a ver al contable Graberg, repito, para pedirle la cuenta de lo que
debo a su jefe. Quiero pagar esa deuda de honor... ¡Ja, ja, ja! ¡Y a eso se llama deuda de
honor! Bueno; basta. No hablemos más del asunto. Estoy dispuesto a pagar todo con el
cinco por ciento de interés.
GINA. - Pero escucha, Ekdal; ¿de dónde vamos a sacar ese dinero?
HJALMAR. - ¿Me hará usted el favor de decirle a su prometido que estoy trabajando sin
descanso en mi invento? Y añada que lo que sostiene mi espíritu en este trabajo forzado es
el deseo de librarme de la penosa deuda que me abruma. He aquí la razón de ser de mi
invento. Todos los beneficios los emplearé en saldar los anticipos de su futuro esposo.
SEÑORA SOERBY. - Pues adiós. Me habría gustado hablar un poco más contigo, Gina.
Otra vez será. (Hjalmar y Gregorio saludan sin decir palabra. Gina acompaña a la Señora
Soerby hasta la puerta.)
HJALMAR. - No pases del umbral, Gina. (Vale la Señora Soerby, y Gina, cierra la puerta.)
HJALMAR. - Hay momento en que no se pueden olvidarlas exigencias del ideal. Como
sostén de la familia me costará trabajos y sinsabores conseguirlo. No vayas a creer que es
una broma, ni mucho menos, que un hombre sin fortuna como yo tenga que saldar una
deuda enterrada, digámoslo así, bajo el polvo del olvido. Pero, en último término, eso
carece de importancia. El hombre que hay en mí también tiene sus exigencias.
GREGORIO. - (Poniéndole una piano sobre el hombro.) Querido Hjalmar, ¿no estás
contento de que haya venido?
HJALMAR. - Sí.
HJALMAR. -(Con cierta impaciencia.) Sí, en efecto. Y eso que hay algo que repugna mi
sentimiento de la justicia.
HJALMAR. - Es que..., vamos, no sé si está bien que hable tan explícitamente de tu padre...
HJALMAR. - Pues bien, verás. Encuentro algo indignante que sea él, y no yo, quien en
estos momentos efectúa una verdadera unión conyugal.
HJALMAR. - Así es. Tu padre y la señora Soerby van a sellar una pacto matrimonial
basado en la mutua confianza. De uno a otro no hay nada oculto; detrás de sus relaciones no
se esconde el menor engaño. Como quien dice, entre ambos media una absolución
recíproca y sin reservas de todas sus faltas.
HJALMAR. - Y lo más notable es que ese matrimonio se funda precisamente en las mismas
miserias que has visto ya aquí.
GREGORIO. - Pero es una situación muy distinta. ¡No querrás comparar vuestro caso con
el de esa pareja...! Vamos, ya me comprendes.
HJALMAR. - A pesar de todo, siento una voz interior que me dice que eso no es justo.
Cualquiera sacaría la conclusión de que no existe la menor justicia en el gobierno del
mundo.
HJALMAR. - Aunque, por otro lado, la verdad es que, me parece adivinar la mano de la
justicia, porque si él va a quedarse ciego..
HEDVIGIA. - Sí; no tenía gana de andar más. Y ha sido mejor, porque a la vuelta me he
encontrado con alguien en el portal.
HEDVIGIA. - Sí.
HJALMAR. - (Paseándose.) Espero que sea la última vez. (Pausa. Hedvígia mira con
desaliento de aun lado a otro como para averiguar la situación.)
HEDVIGIA. - No, no se puede ver aún. Mamá me lo dará mañana por la mañana en la
cama.
101
HEDVIGIA. - (Presurosa.) Espera; te lo enseñaré. Es una carta grande... (La saca del
bolsillo del abrigo.)
HEDVIGIA. - Sí, no es más que una carta; lo otro vendrá después, me figuro. Pero ya
ves..., ¡una carta! Es la primera que recibo. Y pone: "Señorita Hedvigia Ekdal". Fíjate...
¡ésa soy yo!
GINA. - No, esta noche no, Ekdal. Tiene que ser para mañana por la mañana.
HEDVIGIA. - (En voz baja.) Deja que la lea. Estoy segura de que nos aportará algo
agradable. Ya verás cómo se pone otra vez contento y vuelve a alegrarse la casa.
HEDVIGIA. - Sí, papá, por favor. Vas a ver cómo es algo divertido.
102
HJALMAR. - Bien. (Abre el sobre, saca un papel, lo lee y se muestra confuso.) Pero ¿qué
es esto?
HJALMAR. - Léelo tú. (Hedvigia se acerca la lámpara y lee durante unos instantes.
Hjalmar murmura a media voz, con los puños cerrados:) ¡Esos ojos, esos ojos! Y luego esa
carta...
HJALMAR. - (Le arrebata nerviosamente la carta.) Oye, Gina; ¿tú concibes esto?
HJALMAR. - Cien coronas mientras las necesite o sea hasta que haya cerrado los ojos.
HJALMAR. - ¿Y lo que sigue? ¿No has leído lo que sigue, Hedvigia? Ese donativo pasará
luego a ti.
GINA. - Sí ya lo oigo.
¡Con la perspectiva que se abre ante mi! ¿De modo que es a la propia Hedvigia a quien dota
tan espléndidamente?
HEDV IGIA. - Todo será para ti, papá. Como comprenderás, os lo daré a ti y a mamá.
GREGORIO. - Esta mañana cuando estuvo aquí me dijo: "Hjalmar Ekdal no es el hombre
que te imaginas."
GINA. - Anda, ve a quitarte el abrigo. (Hedvigia próxima a llorar, sale por la puerta de la
cocina.)
HJALMAR. - (Rompe lentamente el papel en dos pedazos y los deja sobre la mesa.) Esta es
mi respuesta.
GREGORIO. - Lo esperaba.
HJALMAR. - (Se encara con Gina, que permanece al lado de la estufa, y dice con voz
sorda;) Y ahora, basta de mentiras. Si las relaciones entre él y tú habían acabado
verdaderamente cuando... empezaste a quererme, como dices, ¿por qué nos proporcionó los
medios para casarnos?
HJALMAR. - ¡Responde! ¿Sí o no? ¿Es Hedvigia hija mía, o...? ¡Pronto!
HEDVIGIA. - (Que ha abierto la puerta de la cocina.) ¿Qué dices? (Corriendo hacia él.)
¡Papá, papá!
HJALMAR. - ¡No te acerques a mí, Hedvigia! Vete. No puedo verte. ¡Ah! esos ojos...
Adiós... (Hace ademán de irse.)
HJALMAR. - ¡No puedo! ¡No quiero! Tengo que marcharme lejos de todo esto. (Se
desprende bruscamente de Hedvigia y vase por la puerta de la escalera.)
HEDVIGIA. - (Viéndole ir, con desesperación.) ¡Nos deja, mamá! ¡Nos deja! ¡No volverá
nunca más!
106
HEDVIGIA. - (Se arroja, sollozando, en el sofá.) No, no; no volverá nunca más a casa.
HEDVIGIA. - (En el sofá.) ¡No puedo más, mamá! ¡Me muero! ¿Qué le he hecho yo?
¡Mamá haz que vuelva!
GINA. - Sí, sí; cálmate. Al momento voy a buscarle. (Se pone el abrigo.) Probablemente
estará en casa de Rolling. Pero no tienes que llorar así. ¿Me lo prometes?
HEDVIGIA. - (Deshecha en llanto.) No, no lloraré más, con tal que papá vuelva.
GREGORIO. - (A Gina, que quiere salir.) ¿No sería mejor que le dejara sostener su batalla
interior solo?
GINA. - No; ya lo hará después. Ante todo, tenemos que calmar a la niña. (Sale por la
puerta de la escalera.)
HEDVIGIA. - (Se sienta y seca sus lágrimas.) Va usted a decirme lo que pasa. ¿Por qué no
quiere mi padre saber va nada de mí?
HEDVIGIA. - (Solloza.) Pero hasta que sea mayor no podré resistir esta angustia. Sospecho
lo que ocurre. Es que no soy hija de papá, ¿verdad?
HEDVIGIA. - Mamá ha podido encontrarme, y quizá hasta hoy no se haya enterado papá.
En los libros he leído algo por el estilo.
HEDVIGIA. - Creo que podría quererme lo mismo y aún más. También el pato salvaje ha
sido un regalo, y no obstante, yo le quiero muchísimo.
Sí, por cierto, el pato salvaje... Vamos a hablar del pato salvaje Hedvigia.
HEDVIGIA. - ¡Pobre pato! Tampoco puede verle. ¡Figúrese que ahora piensa retorcerle el
pescuezo!
HEDVIGIA. - No; pero lo dijo. Y eso no está bien, porque yo rezo todas las noches por el
pato salvaje para que Dios le preserve de la muerte y de cualquier daño.
HEDVIGIA. - Sí.
HEDVIGIA. - Yo misma. Una vez que cayó papá muy enfermo y le pusieron sanguijuelas
en el cuello, decía que estaba a dos pasos de la muerte ....
GREGORIO. - ¿Y qué?
HEDVICIA. - Cuando me acosté, me puse a rezar por él. Y desde entonces he seguido
haciéndolo siempre.
HEDVIGIA. - Supuse que al pobre le haría mucha falta. ¡Estaba tan malo cuando vino!
HEDVIGIA. - No. Dijo que era lo que debía hacer; pero le ha perdonado por mí. En eso ha
sido bueno papá.
GREGORIO. - Si le sacrificaras hoy de buen grado lo que vale más para ti en el mundo.
HEDVIGIA. - (En voz baja, con los ojos brillantes.) Sí, probaré.
HEDVIGIA. - ¿Lo del pato salvaje...? Probaré mañana por la mañana. (Gina entra por la
puerta de la escalera. Hedgivia corre hacia ella.) ¿Le has encontrado, mamá?
109
GINA. - No; pero me han dicho que había ido a buscar a Relling, y que se habían ido.
GINA. - (Quitándose el abrigo.) Los hombres son incomprensibles. ¡Sepa Dios adónde se
lo habrá llevado Relling! He mirado en el café de la señora Eriksen; pero no estaban.
GINA. - (Conforme la acaricia.) ¡Ay, sí! Tenía razón Relling Es lo que sucede cuando se
presenta uno de esos locos exigir la reparación de las desgracias.
ACTO QUINTO
Estudio de Hjalmar Ekdal. Por las vidrieras inclinadas y cubiertas de nieve penetra una fría
luz matinal. Aparece Gina con delantal de peto, una escoba y un trapo del polvo, viniendo
de la cocina y en dirección al salón. Al mismo tiempo entra Hedvigia, presurosa, por la
puerta de la escalera.
HEDVIGIA. - ...porque me ha dicho la portera que Relling venía con dos personas anoche
cuando volvió.
GINA. - Por si acaso, voy a bajar para hablar con él. (El viejo Ekdal, de bata y en zapatillas
se asoma a la puerta de su habitación, con la pipa encendida entre los labios.)
EKDAL. - ¿Tan temprano? ¿Y con esta nevada? Bueno, bueno; daré el paseo solo; es igual.
(Se dirige a la puerta del desván y penetra, ayudado por Hedvigia, que cierra la puerta tras
él.)
HEDVIGIA. - (A media voz.) Figúrate mamá; cuando el abuelo se entere de que papá
proyecta dejarnos...
GINA. - Eso no. El abuelo no debe saber nada. Fue una suerte de Dios que no estuviera
aquí durante el disgusto de ayer.
GREGORIO. - ¿En casa de Relling? ¿Es posible que haya salido con esos tipos?
RELLING. - Como que soy un bru...to. Pero antes he tenido que ocuparme del otro bruto,
del demoníaco, claro está. Y después me he quedado tan profundamente dormido...
GINA. - Además él no está acostumbrado a corretear fuera ele casa por las noches...
GINA. - Eso creo yo también. Por tanto, será mejor que no le despertemos demasiado
pronto. Muchas gracias, Relling. Ahora voy a aviar la casa un poquito, y luego... Ven a
ayudarme, Hedvigia. (Las dos entran en el salón.)
GREGORIO. - ¡Cómo! ¿En una crisis cual ésta en que su vida entera va edificarse sobre
una base nueva? ¿Cómo puede usted imaginarse que un carácter cual el de Hjalmar...?
RELLING. - ¿El? ¿Carácter, él? Si alguna vez tuvo disposición para esas anormalidades
que usted llama carácter, tanto las raíces como las fibras han sido extirpadas radicalmente
en su infancia; puedo asegurárselo.
GREGORIO. - Pues sería sorprendente que con la educación tan afectuosa que ha
recibido...
GREGORIO. - Le prevengo que eran mujeres que jamás echaron en olvido las exigencias
del ideal. Vamos, por lo visto, quiere usted burlarse todavía...
RELLING. - No, ni pensarlo. Por lo demás, estoy bien enterado; ha vomitado no pocas
veces bastante retórica sobre sus dos madres espirituales. En verdad, no creo que tenga
mucho que agradecerles. La desgracia de Ekdal es que todos los que le han rodeado le
consideraban como una lumbrera.
RELLING. - ¡Ya, ya! Pero, cuando el bueno de Hjalmar fue estudiante, todos sus
camaradas le conceptuaban lo mismo un genio del futuro. Como era guapo, atractivo...
blanco y sonrosado... , tal como las mujercitas los prefieren, y agreguemos a ello su
temperamento sensible y el timbre seductor de su voz... ¡Sabía declamar tan bien los versos
y los pensamientos de otros!
RELLING. - Sí, con su permiso. Así es por dentro ese ídolo ante el cual se prosterna usted.
GREGORIO. - ¿Y cómo se concibe que, teniendo usted esa idea tan poco elevada de
Hjalmar Ekdal, le guste estar de continuo en su compañía?
114
RELLING. - ¡Dios mío! Aunque me cuesta trabajo decirlo, a la postre soy médico. Y
entiendo que debo ocuparme un poco de los enfermos que viven en mi propia casa.
RELLING. - No; he dicho la mentira vital. Porque la mentira vital es algo así como un
principio estimulante, ¿sabe?
GREGORIO. - ¿Puede usted decirme qué clase de mentira quiere hacer creer a Hjalmar?
RELLING. - Nada de eso. Yo no descubro mis secretos a los empiristas. Sería usted capaz
de echar a perder más de lo que está a mi cliente. Pero el método es eficaz. Se lo he
aplicado a Molvik también. Gracias a mí, es hoy un "demoníaco". He aquí un sedal que
tuve que echarle al cuello.
RELLING. - ¿Qué quiere decir eso de demoníaco? Es una sandez que he inventado para
salvarle la vida. Si no lo hubiera hecho, ese pobre cerdo bonachón -porque es eso, un cerdo
bonachón se habría dejado vencer por el convencimiento de su inferioridad y por la
desesperación hace bastante tiempo. ¡Y no digamos el viejo teniente...! A ése se le ocurrió
por sí solo el remedio.
RELLING. - Sí. ¿Qué me dice usted de un cazador de osos que se dedica ahora a cazar
conejos en un desván? No hay en el mundo tirador más feliz que el pobre viejo cuando le
115
dejan enredar entre ese revoltijo de cachivaches... Los cuatro o cinco árboles de Navidad
secos que conserva como oro en paño, son para él nada menos que el gran bosque de
Hoidal en todo el esplendor de su lozanía. El gallo y las gallinas son grandes aves posadas
en las copas de los pinos. Y los conejos que saltan de un lado a otro por el piso son los osos
feroces a los cuales ataca el ágil anciano aficionado al aire libre.
GREGORIO. - ¡Pobre viejo! Ese sí ha tenido que cortarle los vuelos al ideal de su juventud.
RELLING. - Oiga usted, señor Werle, hijo: no emplee esa palabra extranjera de ideal. En
buen noruego existe otra más apropiada: mentira.
GREGORIO. - ¿Cree usted que tiene algo que ver una cosa con otra?
RELLING. - Entre las dos palabras no hay mayor diferencia que entre tifus y fiebre
tifoidea.
GREGORIO. - ¡Doctor Relling, no pararé hasta haber salvado de sus garras a Hjalmar!
RELLING. - ¡Peor para él! Si quita usted la mentira vital a un hombre vulgar, le quita al
mismo tiempo la felicidad. (A Hedvigia, que vuelve del salón.) Escucha, madrecita del pato
salvaje; ahora voy abajo a ver si papá está aún acostado meditando en su famoso invento.
(Vase por la puerta de la escalera.)
GREGORIO. (Acercándose a Hedvigia.) Veo en tu cara que todavía no hay nada hecho.
GREGORIO. - ¿Extraño?
116
HEDVIGIA. - Sí; no sé... Anoche, de buenas a primeras lo juzgué una idea maravillosa, y
hoy, cuando me he despertado y lo he recordado, me ha parecido que no tenía nada de
particular.
GREGORIO. - ¡Ah! si tuvieras los ojos, abiertos para verlo que avalora la vida, si tuvieras
verdadero espíritu de sacrificio, decidido y alegre, ya verías cómo regresaba a casa. En fin,
aún no he perdido la fe en ti, Hedvigia. (Vale por la puerta de la escalera.)
EKDAL. - ¡Hum! ¿sabes que en realidad no es muy divertido dar el paseíto de la mañana
solo?
EKDAL. - ¡Je, je! Tienes miedo de que mate a tu pato. No lo haré de ninguna manera.
HEDVIGIA. - No, no podrías, sin duda. Dicen que es muy difícil matar un pato salvaje.
HEDVIGIA. - ¿Cómo te las compondrías, abuelo...? Vamos, no con mi pato, sino con otro
pato cualquiera.
EKDAL. - ¿No han de morirse... si se atina el tiro? Bueno; voy a vestirme. Ya estás
enterada, ¿eh?... (Entra en su habitación.)
(Hedvigia aguarda un momento, mira por la puerta del salón y se acerca a la estantería; se
empina de puntillas, coge la pistola de dos cañones y la examina. Aparece Gina por la
puerta del salón, con la escoba y el trapo del polvo. Hedvigia deja rápidamente la pistola sin
que Gina lo note.)
GINA. - Más vale que vayas a la cocina para ver si se ha calentado el café; quiero llevar la
bandeja cuando baje a verle. (Hedvigia sale y Gina empieza a barrer y arreglar el salón. Al
cabo de un rato se abre con timidez la puerta y asoma Hjalmar, con el gabán puesto, pero
sin sombrero; no se ha lavado y tiene el cabello en desorden. Mira con ojos somnolientos e
inexpresivos. Gina se queda parada con la escoba en la mano.)
HJALMAR. - (Entra y contesta con voz sorda:) Vengo para irme en seguida.
HJALMAR. - ¿Cómo?
HEDVIGIA. - (Desde la puerta.) Oye mamá: ¿quieres que...? (Ve a Hjalmar, da un grito de
alegría y va corriendo hacia él.) ¡Papá papá!
HJALMAR. - (Volviéndose y rechazándola con un gesto.) ¡Vete, vete! (A Gina:) Haz que
se vaya de aquí, te digo...
HJALMAR. - (Con nerviosidad saca el cajón de la mesa.) Tengo que llevarme mis libros.
¿Dónde están mis libros?
HJALMAR. - Mis libros de ciencia, mujer; las revistas técnicas que utilizo para mi invento.
GINA. - (Deja un montón de revistas sobre la mesa.) ¿Quieres que diga a Hedvigia que te
abra las páginas?
HJALMAR. - No lo necesito.
HJALMAR. - (Colérico.) ¡No puedo quedarme aquí con el corazón desgarrado a todas
horas!
HJALMAR. - ¿Con un pasado como el tuyo? Hay ciertas exigencias ... que me atrevo a
llamar las exigencias del ideal...
HJALMAR. - Estoy seguro de que anoche al volver lo llevaba puesto; pero hoy no lo
encuentro por ninguna parte.
HJALMAR. - No me vengas ahora con preguntas insignificantes. ¿Crees que tengo humor
para recordar detalles?
HJALMAR. - (Vaciando el cajón, dice para sus adentros con voz sorda y apagada:) ¡Eres
un canalla, Relling! ¡Un disipado! ¡Seductor miserable! Si hubiera alguien que te
apuñalara... (Aparta algunas cartas antiguas y encuentra el papel que rompió la víspera. Lo
coge y se queda mirando los dos pedazos, que suelta vivamente al entrar Gina.)
HJALMAR. - (Que mira de reojo la bandeja.) ¿Salazones? ¡Bajo este techo nunca! La
verdad es que no he tomado nada caliente desde hace veinticuatro horas; pero da igual.
¡Mis apuntes! ¡Mis memorias empezadas! A ver, ¿dónde está mi diario y los documentos
importantes? (Abre la puerta del salón da dos pasos atrás.) ¡También me la encuentro aquí!
120
HJALMAR. - ¡Sal de ahí! (Se aparta para dejar paso Hedvigia que entra, atemorizada, en el
estudio. A Gina con la mano en el picaporte.)
Preferiría que durante los últimos momentos que paso en mi antiguo hogar se me evitara la
presencia de intrusos. (Pasa al salón.)
HEDVIGIA. - (Se precipita hacia su madre y pregunta en voz baja y temblorosa:) ¿Habla
de mí?
GINA. - Anda, Hedvigia, quédate en la cocina; mejor será que te vayas a tu cuarto. (Se
encamina hacia salón.) Espera un poco, Hjalmar; no hurgues tanto en la cómoda. Yo sé
dónde están guardadas las cosas.
HJALMAR. - (Entra con unos papeles y cuadernos deshojados y los pone sobre la mesa.)
¿Qué quieres que haga con el maletín? ¡Así que no tengo cosas que llevarme!
GINA. - (Le sigue, llevando el maletín.) Pues deja por ahora lo demás y llévate sólo una
camisa y un par de calzoncillos.
HJALMAR. - ¡Uf, qué ajetreo tan insoportable! (Se quita el gabán y lo echa sobre el sofá.)
GINA. - (Quitando el polvo al respaldo de una silla.) Lo malo es que no va a resultar nada
fácil encontrar un desván grande como éste para los conejos.
121
GINA. - No creo que el abuelo pueda pasarse sin ellos, por de contado.
HJALMAR. - Pues deberá acostumbrarse. Yo voy a hacer mayores renuncias que ésa.
HJALMAR. - ¡Pobre viejo! ¡Tan solo y...! (Toma un smorrebrod, se lo come y vacía la taza
de café.)
GINA. - ¿No podrías instalarte en el salón unos dos días? Estarías completamente solo con
tus cosas.
HJALMAR. - No me nombres a esa gentuza. Me dan náuseas sólo de pensar en ellos. ¡No!
Está visto que no habrá más remedio que salir en medio de la tormenta y la ventisca a
buscar de casa en casa un refugio para mi padre y para mí.
HJALMAR. - ¡Esos dos desechos del vicio! Necesito un sombrero. (Toma otro pedazo de
smorrebrod.) Hay que adoptar una determinación; no estoy dispuesto a arriesgar la vida, ni
mucho menos. (Busca algo en la bandeja.)
HJALMAR. - La mantequilla.
HJALMAR. - (Alzando la voz..) ¡No hace falta! Me conformo con pan seco.
GINA. - (Trae la mantequilla.) Aquí está: parece bastante fresca. (Vuelve a llenar la taza de
café.)
(Mientras, él se sienta en el sofá, unta más mantequilla sobre el pan come y bebe un rato en
silencio.)
HJALMAR. - ¿Tú crees que podría vivir en el salón dos días sin que nadie me molestara,
nadie en absoluto?
HJALMAR. - Porque no veo la posibilidad de sacar todas las cosas de mi padre en tan poco
tiempo.
GINA. - Aparte de que debías decirle antes que ya no quieres vivir con nosotras.
123
HJALMAR. - (Retirando la taza.) Sí, claro, sí. Tendré que remover una vez más esos
embrollos. Necesito espacio para desenvolverme, necesito espacio para respirar; no puedo
cargar con todo en un solo día.
HJALMAR. - (Repara en la carta del Director Werle.) Según veo, todavía anda este papel
por aquí.
GINA. - Pues, por lo que a mí respecta, ten la seguridad que no pienso utilizarlo.
HJALMAR. - De todos modos, ésa no es una razón para deja que se pierda. Con tanto
desorden, al cabo podría suceder que...
HJALMAR. - Para mayor seguridad... ¿no habrá por ahí a poco de goma?
HJALMAR. - ¿Y un pincel?.
HJALMAR. - (Cogiendo una tijera.) Bastará una tira de papel por detrás, y... (Corta la tira y
la pega.) No puedo apropiarme de lo ajeno, y menos tratándose de un pobre viejo en medios
124
de fortuna... En fin, ni de un viejo ni de nadie. Toma, deja que se seque. Y en cuanto esté
seco, te lo llevas. No quiero volver a verlo.
HJALMAR. - Un hombre como yo sólo puede optar por un camino. Estoy recogiendo mis
efectos más indispensables; según comprenderás, necesito tiempo.
GINA. - (Un poco impaciente.) ¿Te preparo el salón o meto las cosas en el maletín?
GREGORIO. - (Después de corto silencio.) Nunca habría pensado que esto terminase así.
¿Es verdaderamente necesario que abandones el hogar?
HJALMAR. - ¿Qué quieres que haga?... (Se pasea, intranquilo, por la estancia.) Yo no nací
para ser desgraciado, Gregorio. He de tener calma, bienestar y serenidad en torno mío.
GREGORIO. - Puedes tenerlos. Inténtalo, al menos. Entiendo que ahora pisas terreno
firme, sobre el cual puedes empezar a construir..., no tienes más que ponerte a ello. Y
acuérdate de que tu invento también es un ideal que merece tus esfuerzos.
125
HJALMAR. - ¡Bah! ¡No me hables del invento! Acaso se haga aguardar mucho tiempo.
HJALMAR. - ¿Qué te figuras? Después de todo, no sé que puedo inventar. No hay nada
que no se haya descubierto en ese campo con anterioridad a mis investigaciones. Créeme;
cada vez que lo pienso, lo encuentro más difícil.
GREGORIO. - ¿Relling?
HJALMAR. - Sí, Relling. El me dio el primer empujón. Me hizo creer que yo tenía bastante
talento para descubrir algo en el campo de la fotografía.
HJALMAR. - ¡Cuán profundamente feliz me hizo aquella idea! Y no sólo por el invento en
sí, sino sobre todo por la fe que había despertado en Hedvigia. Ella lo creía con todo el
ahinco y el candor de su espíritu infantil. Es decir, supuse que lo creía, ¡necio de mí!
HJALMAR. - ¡Qué importa lo que crea o no crea! El caso es que Hedvigia se cruza en mi
camino. Ella ensombrecerá del todo mi existencia.
HJALMAR. - (Sin responder.) ¡Con el cariño sin límites que sentí por esa criatura! ¡Qué
alegría cada vez que volvía a mi humilde casa y ella se precipitaba a mi encuentro
mirándome con sus hermosos ojos enfermos! ¡Y yo, bien crédulo y loco he sido! La quise
126
tanto, que me había forjado un sueño poético con la ilusión de que me amaba ella por
encima de todo.
HJALMAR. - ¿Cómo puedo saberlo? No logro sacar nada en claro de Gina. Además, ella
no sabe ver el lado ideal de que acontece. Por el contrario, contigo, Gregorio, me rindo la
necesidad de abrir mi corazón. Es una duda horrible. ¡Pensar que quizá Hedvigia jamás
sintió por mí un cariño verdadero!
GREGORIO. - (Escuchando.) Tal vez pueda probártelo. ¿Qué es eso? Me parece que el
pato salvaje está graznando.
HJALMAR. - Pero ¿qué clase de prueba iría a darme? No puedo creer en protestas de
cariño por su parte.
HJALMAR. - ¡Oh! Si es precisamente de eso de lo que no estoy tan seguro, Gregorio. ¡Ve
a saber lo que Gina y esa señora Soerby han podido murmurar aquí tantas veces! Y
Hedvigia no acostumbra a ponerse algodón en los oídos. ¡Quién sabe si, en puridad, ese
donativo no fue ninguna sorpresa! He creído notar algo...
GREGORIO. - ¿Cómo puedes ver las cosas con un espíritu tan mezquino?
HJALMAR. - He abierto los ojos, Gregorio. Fíjate y verás cómo ese donativo no es más
que el comienzo. La señora Soerby siempre tuvo una gran debilidad por Hedvigia. Ahora
cuenta con medios de hacer lo que quiera por la niña. Pueden arrebatármela cuando gusten.
HJALMAR. - Pues yo no lo aseguraría tanto. Si la llaman con las manos llenas... ¡Ay!
después del cariño que profesaba a esa criatura yo, cuya mayor felicidad habría sido
tomarla suavemente de la mano y guiarla como se guía a través de las tinieblas a un niño
que se asusta de la oscuridad. Ahora que tengo la certeza, la angustiosa certeza de que el
pobre fotógrafo de buhardilla nunca ha significado nada para ella. Todo ha sido, ni más ni
menos, una artimaña para llevarse bien con él hasta un momento dado.
HJALMAR. - No. Eso es justamente lo terrible: que no sé lo que debo creer, que no lo
sabré nunca. ¿De veras no juzgas posible lo que digo? ¡Oh, Gregorio! Temo que confíes
demasiado en las exigencias del ideal. Si llegaran los otros, los de las manos llenas,
gritándole: Ven a nuestro lado; aquí te aguarda la buena vida .
HJALMAR. - Si yo le preguntara: ¿Hedvigia, estás dispuesta a dar la vida por mí?..." (Ríe
mordazmente.) Ya verías lo que me contestaba. (Se oye un disparo en el desván.)
GINA. - (Apareciendo.) Oye, Ekdal: observarás que el abuelo alborota en el desván más de
lo debido.
GREGORIO. - Ha resuelto sacrificarte lo más precioso que poseía en este mundo, porque
creía que de esa manera volverías a quererla tú.
HJALMAR. - ¡Oh! Si viniera al instante, le diría... Ya irá todo bien, Gregorio; creo que ya
podemos empezar una nueva vida.
GREGORIO. - (Con dulzura.) Lo sabía: por la niña debía iniciarse la redención. (El viejo
Ekdal asoma a la puerta de su cuarto, vestido de uniforme y muy ocupado en ceñirse el
sabe.)
EKDAL. - (Con ira, acercándose a Hjalmar.) ¿De modo te dedicas a cazar solo, Hjalmar?
HJALMAR. - (En tensión, trémulo.) ¿No has sido tú quien a disparado en el desván?
HJALMAR. - ¿Qué significa eso? (Se precipita hacia la puerta del desván, y abriéndola de
par en par, llama.) ¡Hedvigia!
EKDAL. - ¡Vaya, vaya! ¿Conque también la criaturita sedica a cazar? (Hjalmar, Gina y
Gregorio traen a Hedvigia. En su mano crispada empuña la pistola.)
130
HJALMAR. - (Trastornado.) ¡La pistola se ha disparado! ¡Se ha herido ella misma! ¡Pedid
socorro! ¡Socorro!
GINA. - (Corre hacia la puerta y grita por la escalera:) ¡Relling! ¡Doctor Relling! ¡Venga
usted en cuanto pueda! (Entre Hjalmar y Gregorio acomodan a Hedvigia en el sofá.)
RELLING. - (Viene a toda prisa, seguido de Molvik; este último, sin chaleco ni cuello y
con la chaqueta desabrochada.) ¿Qué pasa?
HJALMAR. - (De rodillas al pie, mirándole con angustia.) No puede ser grave, ¿eh? ¡Di,
Rellingl Apenas sangra. ¿Verdad que no es grave?
RELLING. - Sí, bien puede ser. (Se mete en el desván y cierra la puerta tras sí.)
HJALMAR. - (En un arranque.) Sí, sí, ¡tiene que vivir! ¡Por el amor de Dios, Relling! Sólo
un momento... para que pueda yo decirle que no he dejado de quererla.
¡Oh, Tú que estás en lo alto, si que existes! ¿cómo has podido hacer esto?
GINA. - ¡Por lo que más quieras, Hjalmar! No digas esa atrocidades. Será que no teníamos
derecho a conservarla. MOLVIK. - La niña no está muerta; está dormida.
RELLING. - ¡Imbécil!
HJALMAR. - (Con más calma, se acerca al sofá y la mira, cruzado de brazos.) Ahí yace
tranquila...
GINA. - No, no, Relling; no le rompa usted los dedos. Deje la pistola donde está.
GINA. - Sí, déjesela. Pero no podemos tener a la niña aquí a la vista. Habrá que llevarla a
su cuarto. Anda, ayúdame, Ekdal.
GINA. - Nos auxiliaremos uno a otro. Porque ahora sí que es hija de los dos.
MOLVIK. - (Con los brazos abiertos.) Alabado sea el Señor! ¡Polvo eres y en polvo te
convertirás!
RELLING. - (Aparte.) ¡Cierra el pico, animal! Estás borracho. (Hjalmar y Gina se llevan el
cadáver por la puerta de la cocina. Relling la cierra tras ellos. Molvik se escabulle por la
escalera.)
RELLING. - (Se acerca a Gregorio y dice:) No puedo creer que se trate de un accidente.
GREGORIO. - Hedvigia no ha muerto en vano. ¿Ha visto usted cómo el dolor ha revelado
la grandeza de espíritu en él?
RELLING. - Casi todos se magnifican para llorar a un muerto. Pero cuánto calcula usted
que durará ese esplendor?
GREGORIO. - ¡Cómo! ¿Cree usted que no lo conservará toda la vida, que no aumentará de
día en día?
133
RELLING. - Antes que pasen tres cuartos del año, la pequeña Hedvigia no será para él más
que un bonito tema de declamación.
RELLING. - Ya hablaremos cuando se hayan secado las primeras flores sobre la tumba de
la pequeña. Entonces le oirá usted extenderse en consideraciones sobre "la niña arrebatada
demasiado pronto al corazón de su padre". Entonces le verá lleno de ternura, de piedad y de
admiración para sí mismo. ¡Y si no, al tiempo!
RELLING. - ¡Oh! la vida podría ser bastante agradable si nos dejaran en paz esos malditos
acreedores que llaman de puerta en puerta reclamando el cumplimiento de las exigencias
del ideal a pobres hombres como nosotros.