El Utilitarismo (Fragmentos)

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El Utilitarismo

(Fragmentos)
John Stuart Mill

Toda acción se realiza con vistas a un fin, y parece natural suponer que las reglas de una acción deban tomar
todo su carácter y color del fin al cual se subordinan. Cuando perseguimos un propósito, parece que un conocimiento
claro y preciso del propósito sería lo primeramente necesario, en vez de lo último que hubiera de esperarse. Uno
pensaría que un criterio de lo justo y lo injusto debería ser el medio de establecer lo que es justo o injusto, y no una
consecuencia de haberlo establecido ya. […]
La investigación de hasta dónde han sido mitigados en la práctica los malos efectos de esta deficiencia o de
hasta qué punto han sido viciadas las creencias morales del género humano por la ausencia de cualquier
reconocimiento distinto de un criterio último, implicaría una revisión y una crítica completas de las doctrinas éticas
pasadas y presentes. Sin embargo, sería fácil mostrar que, cualquiera que sea la firmeza o consistencia que estas
creencias morales han alcanzado, se ha debido principalmente a la tácita influencia de un criterio no reconocido.
Aunque la inexistencia de un primer principio reconocido ha hecho de la ética no tanto una guía, cuanto una
consagración de los sentimientos efectivos del hombre, no obstante, como los sentimientos humanos de atracción y
aversión están muy influidos por los que se suponen ser efecto de las cosas sobre la felicidad, el principio de utilidad,
o, como últimamente lo ha llamado Bentham, el principio de la mayor felicidad ha tenido una gran participación en la
formación de las doctrinas morales, aun en aquellos que más desdeñosamente rechazan su autoridad. Y ninguna de las
escuelas del pensamiento rehúsa admitir que la influencia de las acciones sobre la felicidad es la consideración más
voluminosa e incluso la predominante, en muchos de los detalles de la moral, por poco inclinadas que se encuentren a
reconocerla como principio fundamental de la moral y fuente de la obligación moral. Podría ir más lejos y decir que
para todos los moralistas aprioristas que consideran absolutamente necesario argumentar, los argumentos utilitaristas
son indispensables. Lo que ahora me propongo no es criticar a esos pensadores, pero no puedo evitar el referirme,
como ejemplo, a un tratado sistemático escrito por uno de los más ilustres de ellos, la Metafísica de la Ética, de Kant.
Este hombre notable, cuyo sistema de filosofía permanecerá mucho tiempo como uno de los hitos en la historia de la
especulación filosófica, establece, en el tratado en cuestión, un primer principio universal como origen y fundamento
de la obligación moral; es éste: Obra de manera que tu norma de acción sea admitida como ley por todos los seres
racionales. Pero, cuando empieza a deducir de este precepto cualesquiera de los deberes actuales de moralidad,
fracasa, casi grotescamente, en la demostración de que habría alguna contradicción, alguna imposibilidad lógica (por
no decir física) en la adopción por todos los seres racionales de las reglas de conducta más atrozmente inmorales.
Todo cuanto demuestra es que las consecuencias de su adopción universal serían tales que nadie se decidiría a incurrir
en ellas.

¿Qué es el Utilitarismo?
El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la moral, sostiene que
las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a
producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor
y la ausencia de placer. Para dar una visión clara del criterio moral que establece esta teoría, habría que decir mucho
más particularmente, qué cosas se incluyen en las ideas de dolor y placer, y hasta qué punto es ésta una cuestión
patente. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida en que se apoya esta teoría de la
moralidad: a saber, que el placer y la exención de dolor son las únicas cosas deseables como fines; y que todas las
cosas deseables (que en la concepción utilitaria son tan numerosas como en cualquier otra), lo son o por el placer
inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la prevención del dolor. […]
Ahora bien, esta teoría de la vida suscita un inveterado desagrado en muchas mentes, entre ellas, algunas de
las más estimables por sus sentimientos e intenciones. Como dicen, suponer que la vida no tiene un fin más elevado
que el placer -un objeto de deseo y persecución mejor y más noble- es un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna
sólo del cerdo, con quien fueron comparados despreciativamente los seguidores de Epicuro, en una época muy
temprana; doctrina cuyos modernos defensores son objeto, a veces, de la misma cortés comparación por parte de sus
detractores franceses, alemanes e ingleses.
Cuando se les ha atacado así, los epicúreos han contestado siempre que los que presentan a la naturaleza
humana bajo un aspecto degradante no son ellos, sino sus acusadores, puesto que la acusación supone que los seres
humanos no son capaces de otros placeres que los del cerdo. Si este supuesto fuera verdadero, la acusación no podría
ser rechazada; pero entonces tampoco sería una acusación; porque si las fuentes del placer fueran exactamente iguales
para el cerdo que para el hombre, la norma de vida que fuese buena para el uno sería igualmente buena para el otro. La
comparación de la vida epicúrea con la de las bestias se considera degradante precisamente porque los placeres de una
bestia no satisfacen la concepción de la felicidad de un ser humano. Los seres humanos tienen facultades más elevadas
que los apetitos animales y, una vez se han hecho conscientes de ellas, no consideran como felicidad nada que no
incluya su satisfacción. […]
Si, de dos placeres, hay uno al cual, independientemente de cualquier sentimiento de obligación moral, dan
una decidida preferencia todos o casi todos los que tienen experiencia de ambos, ése es el placer más deseable. Si,
quienes tienen un conocimiento adecuado de ambos, colocan a uno tan por encima del otro, que, aun sabiendo que han
de alcanzarlo con un grado de satisfacción menor, no lo cambian por ninguna cantidad del otro placer, que su
naturaleza les permite gozar, está justificado atribuirle al goce preferido una superioridad cualitativa tal, que la
cuantitativa resulta, en comparación, de pequeña importancia. […]
No puede haber apelación contra este veredicto de los únicos jueces competentes. Sobre la cuestión de cuál es
el más valioso entre dos placeres, o cuál es el modo de existencia más grato a los sentimientos, aparte de sus atributos
morales y de sus consecuencias, debe admitirse como final el juicio de aquellos que están más capacitados por el
conocimiento de ambos, o, si difieren entre sí, el de la mayoría. Y no hay lugar a la menor vacilación en aceptar este
juicio con respecto a la cualidad del placer; puesto que no hay otro tribunal a que acudir, ni aun respecto de la
cantidad.
Me he detenido en este punto, por ser parte necesaria de una concepción justa de la Utilidad o Felicidad,
consideradas como regla directiva de la conducta humana. Pero no es en modo alguno una condición indispensable
para la aceptación del criterio utilitarista; porque no es ese criterio la mayor felicidad del propio agente, sino la mayor
cantidad de felicidad general; y si puede dudarse de que un carácter noble sea siempre más feliz por su nobleza, no
cabe duda de que hace más felices a los demás, y que el mundo en general gana inmensamente con ello. El
utilitarismo, por tanto, sólo podría alcanzar su fin con el cultivo general de la nobleza de carácter, si cada individuo se
beneficiara solamente de la nobleza de los otros, y la suya propia, en lo que a la felicidad concierne, fuera una pura
consecuencia del beneficio. Pero la simple enunciación de un absurdo como éste hace superflua su refutación.[…]
Incuestionablemente, es posible obrar sin ser feliz; lo hace involuntariamente el noventa por ciento de los
hombres, aun en aquellas partes del mundo que están menos sumidas en la barbarie. Suelen hacerlo voluntariamente el
héroe o el mártir, en aras de algo que aprecian más que su felicidad personal. Pero este algo ¿qué es, sino la felicidad
de los demás, o alguno de los requisitos de la felicidad? Es noble la capacidad de renunciar a la propia felicidad o a
sus posibilidades; pero, después de todo, este sacrificio debe hacerse por algún fin. No es un fin en sí mismo; y si se
nos dice que su fin no es la felicidad, sino la virtud, yo pregunto: ¿Qué podría serlo mejor que la felicidad, si el héroe
o el mártir no creyeran que habían de ganar para los otros la exención de un sacrificio semejante? ¿Se sacrificarían si
creyeran que su renunciamiento a la felicidad personal no produciría más fruto que legar al prójimo una suerte igual a
la suya, dejándolo también en la situación de la persona que ha renunciado a la felicidad? Se debe toda clase de
honores a aquel que puede renunciar al goce personal de la vida, cuando con su renunciación contribuye dignamente a
aumentar la felicidad del mundo. Pero el que lo hace, o pretende hacerlo, con otro fin, no merece más admiración que
el asceta que está en el altar. Esta, quizá sea una alentadora prueba de lo que los hombres pueden hacer; pero, con toda
seguridad, no es un ejemplo de lo que debieran hacer.

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