Verdadero Israel de Dios, El

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El verdadero Israel

de Dios
L.R. Shelton, Jr. (1923-2003)
EL VERDADERO ISRAEL
DE DIOS

Contenido

1. La semilla espiritual de Abraham ................................... 3


2. Cristo y el Nuevo Pacto .................................................. 7
3. Jesucristo gobierna en el trono eterno de David ......... 12
4. El reino de Dios.............................................................. 18
5. El reino de Cristo ........................................................... 21
6. El carácter del verdadero Israel, antiguo y nuevo ........ 26
7. Las promesas de Dios a Abraham ................................ 31
A. La promesa de una gran nación ................................. 31
B. La promesa de una gran posteridad .......................... 32
C. La promesa de la herencia .......................................... 33
D. La promesa del Mesías ............................................... 34
8. Cómo Dios nos lleva al verdadero Israel...................... 35

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Originalmente titulado en ingles The True Israel of God.

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EL VERDADERO ISRAEL
DE DIOS

1. La semilla espiritual de Abraham


Basado en las claras enseñanzas de la santa, inerrante, insuperable y
verbalmente inspirada Palabra de Dios, nuestro propósito en este estudio
sobre el verdadero Israel de Dios es mostrar que las Escrituras enseñan, a
través de verdades claras, evidentes e inconfundibles, que todos los
creyentes, los hijos de Dios por el nuevo nacimiento, son el verdadero Israel
de Dios; y que solo ellos, al día de hoy, son el pueblo escogido de Dios sobre
la tierra y son los actuales herederos de las promesas hechas a Abraham y
su simiente en Cristo.
También expondremos que la actual nación física de Israel en la tierra
de Palestina, en el Cercano Oriente, no es el pueblo o la nación elegida por
Dios según la carne, y Dios tampoco tratará de nuevo con ellos como una
nación en los llamados 1000 años de prosperidad terrenal, con Cristo
sentado en un trono terrenal en Jerusalén. No, las Escrituras enseñan
claramente que la nación de Israel fue puesta a un lado en el Calvario y que
el trato de Dios con ellos ahora es el mismo que con los gentiles: «Porque
no hay acepción de personas para con Dios. [No hay diferencia entre judío
y gentil]...por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios»
(Ro 2:11; 3:22, 23).
Esta preciosa verdad de que los verdaderos creyentes son el verdadero
Israel de Dios se ha perdido entre la falsa enseñanza de los últimos 150 años.
Esta falsa enseñanza dice que Dios todavía tratará con Israel como una
nación, Su nación elegida, y que la mayoría de las promesas del Antiguo
Testamento dadas a Israel son promesas físicas y no espirituales, y que el
judío se levantará de nuevo como el pueblo elegido de Dios en un supuesto
reino de 1000 años de Cristo sobre esta tierra.
El estudio de este tema en los últimos años ha sido de mucha bendición
para mi vida, al entender cuál es mi posición espiritual en Cristo, basada en
Su elección de gracia. Asimismo, he podido ver cómo mi identidad como
hijo de Dios me hace un heredero de Abraham y de las promesas hechas a
él en Cristo, como su simiente. Por lo tanto, mi propósito al exponer estas
verdades es magnificar a nuestro Señor Jesucristo, el cual resucitó y ahora

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está sentado en Su trono en el cielo, gobernando sobre Su pueblo y sobre
todos los habitantes de esta tierra. «Toda potestad [toda autoridad] me es
dada [a Cristo] en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). «Quien habiendo subido
al cielo está a la diestra de Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades y
potestades» (1P 3:22). Porque Dios ha sentado a Cristo «a su diestra en los
lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y
sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el
venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre
todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que
todo lo llena en todo» (Ef 1:20-23). Trataremos de mostrar a través de la
Palabra de Dios que nuestro Señor Jesucristo es ahora Rey de reyes y Señor
de señores y que actualmente está sentado en el trono de David en los cielos.
Otro de mis anhelos con este estudio es que el Espíritu Santo se complazca
en abrir los ojos de Su pueblo para permitirles contemplar la vasta gama de
preciosas promesas que son suyas como simiente espiritual de Abraham;
asimismo, que estas promesas los sustenten mientras esperan el regreso del
Señor desde el cielo.
Además, mi oración es que, cuando hayamos visto esta verdad llena de
gracia, ya no nos aferraremos a la falsa esperanza de que los judíos son la
nación elegida de Dios, sino que estos, a través del arrepentimiento y la fe,
deben hoy poner su esperanza en Jesús de Nazaret, el Cristo de Dios. Me
refiero a una esperanza que descansa en Su sangre derramada y en Su
justicia como el único medio para poder acercarse a Dios y entrar en el cielo:
«Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se
hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior,
y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del
cual no viene de los hombres, sino de Dios» (Ro 2:28-29). Este texto enseña
que solo una obra de gracia efectuada en el corazón por el Espíritu Santo
preparará a un hombre para el cielo, sea judío o gentil; y que el verdadero
judío es aquel que ha nacido de nuevo.
Ahora, con tu Biblia en la mano, veamos lo que la Palabra de Dios
enseña sobre este tema. «¡A la ley y al testimonio!» (Is 8:20). ¿Qué dice la
Escritura? En primer lugar, hay una verdad bíblica que debe tenerse en
cuenta, y es la siguiente: las Escrituras enseñan que, en todos los tratos de
Dios con la humanidad, desde el tiempo de Adán, podemos discernir el
mismo principio en acción: «Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal;
luego lo espiritual» (1Co 15:45-46). Dios había revelado progresivamente
Su propósito, en primer lugar, a través de Su trato con el Israel natural; en
segundo y último lugar, Su trato con el Israel espiritual. No hay ninguna
base bíblica para pensar que el trato de Dios volverá a centrarse
exclusivamente en el Israel natural en alguna fecha futura; esto sería ir de

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lo natural a lo espiritual y de nuevo a lo natural. Si revisas tu Biblia, notarás
que los escritores del Nuevo Testamento no violaron este principio de Dios,
porque al citar más de cien textos de las Escrituras del Antiguo Testamento,
siempre les asignaron un significado espiritual y los aplicaron al Israel
espiritual, la iglesia, los creyentes nacidos de nuevo de todas las edades.
Ahora prosigamos. En su carta a los Efesios, Pablo dijo que la revelación
que Dios le dio sobre la Iglesia develó un misterio que había estado oculto
en Dios desde el principio del mundo, a saber, que todo el pueblo de Dios,
ya fueran judíos o gentiles por descendencia natural, iban a ser miembros
del mismo cuerpo (Ef 3:5, 6, 9).
A Pablo se le reveló que el plan eterno de Dios no era tener una pequeña
nación propia, sino un cuerpo universal, Su pueblo rescatado de todas las
«naciones y tribus y pueblos y lenguas» (Ap 7:9). Este fue el gran y
maravilloso «misterio de Cristo» (Ef 3:4) que Pablo y los demás autores del
Nuevo Testamento llegaron a comprender y predicar. El apóstol dijo que en
el pasado los gentiles estaban «sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel
y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo»
(Ef 2:12). Pero ahora Dios ofrecía gratuitamente Sus inescrutables riquezas
(Ef 3:8) a personas de todas las naciones, sin exigir un cambio en su
ciudadanía natural. Los gentiles que habían sido extranjeros de la
comunidad de Israel ahora, en Cristo, «ya no son extranjeros, sino
conciudadanos» del nuevo Israel espiritual. Los que habían sido extranjeros,
ahora en Cristo, «ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos
de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Ef 2:19).
Así que la comunidad de Israel, la familia y la casa de Dios, ahora está
compuesta tanto de judíos como de gentiles. Pablo argumentó que esta
familia estaba compuesta únicamente de aquellos que creían en Cristo
como su Señor y Salvador. Aquellos que eran ciudadanos del antiguo Israel,
pero que no habían recibido a Cristo, eran simplemente miembros no salvos
de una de las muchas naciones del mundo. Por tanto, dijo: «No todos los
que descienden de Israel son israelitas» (Ro 9:6) y a los que no lo eran los
llamó «Israel según la carne» (1Co 10:18).
Además, cuando miramos en Gálatas, encontramos que el apóstol Pablo
trata de nuevo este gran tema de la simiente de Abraham, el verdadero Israel
de Dios. Los judaizantes llegaron a Galacia y se mezclaron con los creyentes;
estos les enseñaban que un hombre no podía ser salvo a menos que se
convirtiera externamente en un judío, mediante la circuncisión de la carne.
Por lo tanto, la gracia de Dios fue pervertida por estos judíos que no se
doblegaban ante la autoridad de la Palabra de Dios, es decir, la verdad de que
Él había terminado con el Israel físico como nación. Ellos se enorgullecían
del hecho de que eran los descendientes físicos de Abraham, y, debido a esto,

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eran más favorecidos que los cristianos. Así que Pablo, bajo la inspiración
del Espíritu Santo, escribió esta carta para refutar esta falsa enseñanza.
En el capítulo 1 lo llama «otro evangelio», que enseña que un hombre
tiene ciertas ventajas en la carne porque nació como descendiente físico de
Abraham. En el capítulo 2 declara enfáticamente que un hombre no es
justificado ante Dios sobre la base de las obras de la ley (cualquier cosa que
sea conforme a la carne), sino que la justificación viene solo por la fe en
Cristo, cuando deja de lado todo mérito propio y encomienda su alma eterna
en las manos del Señor Jesús, sobre la base de Su obra en la cruz y Su
resurrección.
Pablo dice en el capítulo 3 que la justificación de Abraham delante de
Dios vino por gracia, a través de la fe, y que la salvación del patriarca vino a
través del mismo evangelio que se predica actualmente (vs. 8). El apóstol
afirma que «creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia» (v. 6 y Ro
4:3). Además, aseguró que los hijos de Abraham son solo aquellas personas
salvas por el evangelio: «Los que son de fe, estos son hijos de Abraham» (v.
7).
Por lo tanto, solo los creyentes son la verdadera descendencia de
Abraham. La descendencia natural no es relevante. Para ser hijos de
Abraham y parte del verdadero Israel de Dios, debemos seguir «las pisadas
de la fe que tuvo nuestro padre Abraham» (Ro 4:12). Abraham y sus
descendientes temerosos de Dios, que vivieron en el tiempo antes de la
llegada de Cristo, esperaban por fe la venida de Cristo; y todos los que hoy
desean ser hijos de Dios deben mirar hacia atrás por la fe a ese mismo evento
y a la misma persona de Cristo.
Por tanto, no importa de qué nación provengamos, porque Dios «dio de
antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas
las naciones» (Gá 3:8). Por lo tanto, los de toda nación que se acogen a la
verdad del evangelio se convierten en hijos de Abraham, en hijos de Dios.
No hay otra manera, «pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús»
(Gá 3:26).
También en este tercer capítulo, observamos que las promesas fueron
hechas a Abraham y a su simiente. ¿Y quién es la simiente? «Ahora bien, a
Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las
simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente,
la cual es Cristo» (v. 16). Así que, si Cristo es la Simiente, entonces todos
los que están en Él están incluidos: «Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente
linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (v. 29).
Querido amigo, te hago esta pregunta: ¿eres de Cristo? ¿Has nacido de
nuevo de lo alto? ¿Le entregado tu vida? Si lo has hecho, entonces eres la

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simiente de Abraham, un judío que lo es en el interior (Ro 2:29), y junto a
tus compañeros creyentes, un heredero de todas las promesas del Antiguo
Testamento.
Otra prueba de esta gran verdad se encuentra en Romanos 4:13-17.
«Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su descendencia la promesa
de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe... es por fe, para
que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su
descendencia; no solamente para la que es de la ley, sino también para la
que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros (como está
escrito: Te he puesto por padre de muchas gentes)».
Nada podría ser más claro que esta verdad: que solo los que están en
Cristo están en Abraham y, por lo tanto, son partícipes de las promesas del
Antiguo Testamento.
«No todos los que descienden de Israel son israelitas, ni por ser
descendientes de Abraham, son todos hijos; sino: En Isaac te será llamada
descendencia. Esto es: No los que son hijos según la carne son los hijos de
Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como
descendientes» (Ro 9:6-8). «El espíritu es el que da vida; la carne para nada
aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Jn
6:63). «Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de
Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de
discernir espiritualmente» (1Co 2:14).
No podemos contender con la evidencia clara de la palabra de Dios.
Estos versículos nos dicen que los descendientes naturales de Abraham
según la carne no son los hijos de Dios. Por lo tanto, el Israel del siglo XX
no es la nación elegida por Dios; no puede serlo, porque ha rechazado a
Cristo como su Mesías, al igual que lo hizo el siglo I. Ellos permanecen bajo
la maldición de Dios como incrédulos. En el presente, la única nación
elegida está compuesta tanto de judíos como de gentiles que han nacido de
nuevo por el Espíritu de Dios y se han apropiado de las bendiciones del
evangelio de la gracia de Dios en Cristo. Solo estos son «linaje escogido, real
sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1P 2:9).

2. Cristo y el Nuevo Pacto


Al apóstol Pablo le fue revelado por el Espíritu Santo que el propósito de
Dios desde la eternidad era tener un pueblo elegido en esta tierra en todo
tiempo, hasta el regreso del Señor. Este sería un solo cuerpo, la iglesia, de
la cual Cristo era la cabeza, compuesta tanto de judíos como de gentiles.

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«Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el
cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en
la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los
cielos, como las que están en la tierra» (Ef 1:9-10). Pablo continúa su
argumento para demostrar que la pared intermedia de separación había sido
derribada entre judíos y gentiles, la enemistad entre ellos abolida, y que, por
la gracia de Dios a través de la obra expiatoria de Cristo, habían sido hechos
uno en Él, y por lo tanto componían el verdadero Israel de Dios (2:14-15).
Añade que el propósito de Dios era «que los gentiles [fuesen] coherederos y
miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús
por medio del evangelio» (3:5-6), lo mismo que los judíos, convirtiendo así
en el verdadero Israel de Dios a aquellos que habían sido hechos nuevas
criaturas en Cristo Jesús por el nuevo nacimiento y que ahora eran el Israel
espiritual.
Volviendo al cuarto capítulo de Gálatas, los versículos 21-31 nos
presentan a los dos hijos de Abraham. Uno fue de la esclava Agar, nacido
según la carne; el otro de una mujer libre, Sara, nacido por la promesa. Esta
historia muestra en una alegoría la diferencia entre el «Israel [incrédulo]
según la carne», y aquellos de todas las naciones que conocen a Cristo, que
se han sometido a Sus demandas, y por lo tanto han sido hechos libres. El
apóstol muestra que el hijo de la esclava representa a los hijos de «la
Jerusalén actual, pues esta, junto con sus hijos, está en esclavitud»,
mientras que el hijo de la libre representa a la iglesia: «la Jerusalén de
arriba», que es libre y «es madre de todos nosotros».
De esta manera, Pablo enseña que los creyentes, así como lo era Isaac,
son los hijos de la promesa; pero con respecto a los hijos incrédulos según
la carne, las Escrituras dicen: «Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque no
heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre» (Gá 4:30). En otras
palabras, en lo que se refiere al propósito eterno de Dios, excluye, elimina
de la consideración a la nación física y política de Israel y a sus ciudadanos
no salvos; porque la herencia pertenece al Israel espiritual y no al natural.
Pablo cierra ese cuarto capítulo con estas palabras de gracia: «De manera,
hermanos, que no somos hijos de la esclava», porque la carne no aprovecha
nada, «sino de la libre», porque Cristo nos ha hecho libres en Él.
Vemos, pues, que solo de los creyentes se puede decir: «Todos los que
son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios» (Ro 8:14), y «el
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de
Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con
Cristo» (Ro 8:16-17). «Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada,
ni la incircuncisión, sino una nueva creación. Y a todos los que anden
conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios» (Gá

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6:15-16). Solo podemos ser hijos de Dios y formar parte del verdadero Israel
de Dios si somos una nueva creación en Cristo.
Luego que Pablo dedicó toda una carta para demostrar que el Israel
según la carne es inútil, que solo tiene valor una nueva creación en Cristo,
que estos judaizantes no les traerían ningún provecho, que Dios ahora tiene
una relación con Su verdadero Israel, la simiente espiritual de Abraham,
entonces dice: «De aquí en adelante nadie me cause molestias; porque yo
traigo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús» (6:17). Está diciendo: Llevo
en mi corazón la marca de la circuncisión por el Espíritu, y en mi cuerpo
las marcas de los sufrimientos por la causa de Cristo, ya que he sido
perseguido por los judíos, los hijos de Abraham nacidos según la carne; así
que no vuelvan a hablarme de que el Israel según la carne es el pueblo
elegido de Dios, porque no lo es.
En el libro de Hebreos vemos esta misma verdad ilustrada una y otra
vez: la verdad de que Dios ha terminado con el uso de los tipos y las figuras,
así como con los elementos físicos de Israel, que permanecieron por un
tiempo, pero que ahora han dado paso a las realidades espirituales que se
encuentran en Cristo. Ya que esto fue llevado a cabo por Dios en Cristo,
entonces volver a un templo terrenal, un altar terrenal, un sacerdocio
terrenal, un tabernáculo terrenal, sacrificios de animales terrenales, un
pacto terrenal, un trono terrenal y un rey terrenal en unos supuestos 1000
años de prosperidad judía, en los que Cristo se sentará en un trono terrenal
en la actual Jerusalén, sería volver «de nuevo a los débiles y pobres
rudimentos» (Gá 4:9). Significaría echar por tierra este gran libro de
Hebreos y toda su enseñanza de que Dios, en Su propósito eterno, tiene un
país mejor, uno celestial, que le espera a Su pueblo; de hecho, tiene algo
mejor que todas las cosas físicas de esta vida.
El libro de Hebreos, tal vez más que cualquiera de los libros de la Biblia,
es una fuente de frustración y vergüenza para aquellos que enseñan que
Dios planea regresar un día a los rasgos originales del antiguo sistema judío:
a la tierra, la ciudad, a la ley y las ordenanzas, al reino y trono, al templo y a
los sacrificios, todo esto en su estado natural.
El Espíritu Santo, a través del escritor de Hebreos, muestra la
abrumadora superioridad de la nueva y mejor era que se inauguró en el
Calvario. Muestra que, después del Calvario, los tipos y figuras físicos habían
cumplido su propósito e iban desapareciendo, para ser reemplazados para
siempre por las realidades eternas y espirituales (He 8:13).
Obsérvese la palabra «mejor» que se utiliza en Hebreos. ¿Oyeron los
padres de los israelitas la voz de los profetas? Nosotros, el verdadero Israel
espiritual, oímos una voz «mejor», la del Hijo de Dios (1:1-2). ¿Tenían los

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israelitas un sumo sacerdote según el orden levítico? Nosotros tenemos uno
«mejor» según el orden «mejor» y eterno de Melquisedec (6:20-7:28).
¿Buscaron inútilmente la perfección a través de la ley? Tenemos una
esperanza «mejor» por la gracia de Dios en Cristo Jesús nuestro Señor
(7:19). ¿Tenían un santuario terrenal con un candelabro, una mesa y los
panes de la proposición, y un tabernáculo con el incensario de oro, el arca y
el propiciatorio (9:1-5)? Tenemos a Cristo: «el más amplio y más perfecto
tabernáculo» (9:11). ¿Tenían la sangre de toros y machos cabríos que no
podía quitar los pecados (10:4)? Nosotros tenemos la incomparablemente
«mejor»: «la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció
a sí mismo sin mancha a Dios» (9:14). ¿Recibieron los israelitas una patria
terrenal? Nosotros tenemos «una mejor, esto es, celestial» (11:16).
¿Llegaron a un monte que se podía tocar (12:18)? Nosotros hemos llegado
al «mejor» monte de Sion (12:22). ¿Tenían la ciudad física de Jerusalén?
Nosotros tenemos la incomparablemente «mejor» «ciudad del Dios vivo, la
Jerusalén celestial» (12:22). Más aún, nosotros, como Israel espiritual,
tenemos un pacto «mejor»: el Nuevo Pacto, que fue anunciado por los
profetas y que, a partir de la muerte de Cristo en el Calvario, ha reemplazado
para siempre al antiguo pacto (8:10) que existía entre Dios e Israel, y que
era imperfecto. El Nuevo Pacto es el pacto del que profetizó Jeremías y que
se cumplió una vez y para siempre, tanto para los judíos como para los
gentiles, en la primera venida de Cristo. El Nuevo Pacto que Dios ha hecho
con el nuevo Israel no es «como el pacto» que hizo con el Israel natural, el
cual «invalidaron» (Jr 31:32). «Pero este es el pacto que haré con la casa de
Israel... Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a
ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo... todos me conocerán, desde el
más pequeño de ellos hasta el más grande» (vv. 33-34).
El profeta Ezequiel lo expresó con estas palabras: «Y haré con ellos
pacto de paz, pacto perpetuo será con ellos; y los estableceré y los
multiplicaré, y pondré mi santuario entre ellos para siempre. Estará en
medio de ellos mi tabernáculo, y seré a ellos por Dios, y ellos me serán por
pueblo» (Ez 37:26-27).
En dos ocasiones, en el libro de Hebreos (8:6-13; 10:16, 17) se citan
estas profecías para referirse al nuevo Israel espiritual, el verdadero Israel
de Dios. Estos versículos muestran que este «mejor» pacto ya estaba
establecido en el primer siglo y que ya el antiguo estaba decayendo,
envejeciendo y próximo a desaparecer. No mucho después de que se
escribiera el libro de Hebreos, los rituales y sacrificios del templo, las
características más sobresalientes de la relación del antiguo pacto,
desaparecieron por completo cuando los romanos destruyeron la ciudad de
Jerusalén y el templo.

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En 2 Corintios, el antiguo pacto hecho con los judíos, el cual no
cumplieron, es llamado «el ministerio de muerte grabado con letras en
piedras... el ministerio de condenación» (3:7-9). A quienes se encuentran
bajo este Nuevo Pacto, sin embargo, se les llama: «ministros del espíritu»
(3:6). La gloria del antiguo pacto, tal y como se reflejaba en el rostro de
Moisés, «había de perecer» (3:7), y sería sustituida por el Nuevo Pacto que
«abundará en gloria» (3:9). Concluimos, pues, que: el Nuevo Pacto había
sustituido para siempre al antiguo pacto, según leemos en estas palabras:
«Porque si lo que perece tuvo gloria, mucho más glorioso será lo que
permanece» (3:11).
Desde la muerte de Cristo en la cruz del Calvario en adelante, el Nuevo
Pacto es el único pacto de Dios con el hombre, y descansa sobre las
«mejores» promesas del Señor Jesucristo crucificado, sepultado, resucitado
y exaltado. Su inauguración fue anunciada por Cristo en la noche en la que
fue traicionado, cuando «tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio,
diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que
por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Mt 26:27-28). Esta
relación de pacto con Dios, a través de la sangre de Cristo, se ofrece a todos
los que lo reciben (Jn 1:12) antes de Su Segunda Venida. No habrá
oportunidad después de Su venida, porque entonces viene el juicio del trono
blanco del que se habla en Apocalipsis 20.
Este pacto es el pacto de la gracia y, por lo tanto, se basa en la operación
de nuestro Dios trino por Su Espíritu, el cual obra en los corazones tanto
de judíos como de gentiles, para llamar a una novia para Cristo, quien es la
Cabeza de la raza espiritual, llamada el verdadero Israel de Dios.
Vemos un elemento adicional en cuanto al libro de Hebreos: este se
escribió para mostrar que Cristo, nuestro Señor, Dios manifestado en la
carne, es mucho más grande y «mejor» que todo lo creado. En el primer
capítulo se habla de Él como «mejor» que los ángeles. En el capítulo 2 se
muestra que es superior y «mejor» que el hombre. En el capítulo 3 se habla
de Él como «mejor» y superior que Moisés. En el capítulo 4, «mejor» y
superior que Josué. En los capítulos 5, 6 y 7 se le presenta como el Gran
Sumo Sacerdote, «mejor» que el sacerdocio de Aarón. En el capítulo 8, Él
es Aquel de quien se dice que «tanto mejor ministerio es el Suyo, cuanto es
mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas». En el
capítulo 9 se muestra que nuestro Señor Jesús es superior a todos los
sacrificios, al tabernáculo y su ministerio, y que Él es la única gran ofrenda
hecha para Su pueblo, el verdadero Israel de Dios.
«Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes
venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de
manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni

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de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el
Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre
de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a
los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la
sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo
sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que
sirváis al Dios vivo?» (He 9:11-14). Vemos, pues, que Cristo, el mediador del
Nuevo Pacto, es «mejor» y mucho más excelente que todos, y por eso tiene
un nombre que es sobre todo nombre. Además, Su obra es completa:
«porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los
santificados... somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de
Jesucristo hecha una vez para siempre» (10:10, 14).
Esto nos muestra que, en Cristo Jesús, el verdadero Israel de Dios,
formado por creyentes, nacidos de nuevo por Su Espíritu, no necesita
ningún altar terrenal, templo, sacrificio o trono en el futuro, porque
estamos completos para siempre en Cristo por Su salvación, efectuada «una
vez y para siempre», la cual Él completó en el Calvario.

3. Jesucristo gobierna en el trono eterno de David.


Nuestro Señor y Salvador Jesucristo está ahora sentado en el trono de David
en los cielos, y aquellos que pertenecen al verdadero Israel de Dios están
gobernando y reinando con Él como hijos del reino. Esto es lo que
consideraremos en esta sección.
El ángel Gabriel fue enviado por Dios para proclamar a la virgen María
la grata noticia de que iba a ser la madre del Mesías: «Entonces el ángel le
dijo: María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora,
concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás Su nombre JESÚS.
Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el
trono de David Su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y Su
reino no tendrá fin» (Lc 1:30-33).
Sabemos, por las palabras de nuestro Señor mismo cuando estaba ante
Pilato, que el reino sobre el que gobernaría no era un reino terrenal, sino
espiritual: «Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera
de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a
los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Jn 18:36). Y como dice la versión
ampliada de la Biblia: «Mi reino (realeza, poder real) no pertenece a este
mundo… Mi reino no es de aquí (este mundo); [no tiene tal origen o
fuente]». En mi opinión, hay un énfasis marcado en el hecho de que nuestro

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Señor no vino a establecer un reino terrenal, y nunca estuvo en Su
propósito eterno hacerlo.
En el mensaje de Pedro en el día de Pentecostés en Hechos 2, mientras
predicaba bajo la inspiración del Espíritu Santo, dijo que la profecía de que
Cristo se sentaría en el trono de David se había cumplido. Dijo que Cristo,
en ese momento, ya gobernaba y reinaba sobre el trono espiritual de David
en los cielos. «Varones hermanos, se os puede decir libremente del patriarca
David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el
día de hoy. Pero siendo profeta, y sabiendo que con juramento Dios le había
jurado que, de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo
para que se sentase en su trono, viéndolo antes, habló de la resurrección de
Cristo, que su alma no fue dejada en el Hades, ni su carne vio corrupción. A
este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que,
exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del
Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís. Porque David no
subió a los cielos; pero él mismo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a
mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. Sepa,
pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien
vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hch 2:29-36).
Esto declara sin contradicción que el trono físico de David era un tipo
y sombra del trono espiritual del David, el cual es mucho más excelente, el
Señor Jesucristo; y este trono es eterno, no uno terrenal solo por 1000 años.
Todas las promesas del Antiguo Testamento en las que se menciona el
trono futuro de David (2S 7:16; Sal 89:3, 4; Is 9:6, 7; 55:3; Jr 33:20, 21), y
todas las Escrituras del Nuevo Testamento confirman la declaración de
Pedro de que Cristo gobierna y reina sobre el trono espiritual de David en
el cielo.
Veamos algunas de ellas en el Nuevo Testamento. En Hechos 5:31
leemos: «A este [Cristo], Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y
Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados». «Por la
resurrección de Jesucristo, quien habiendo subido al cielo está a la diestra
de Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades y potestades» (1P 3:21-22).
«Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que
es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla
de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda
lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil
2:9-11). «La cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole
a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y
poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo,
sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio
por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud

13
de Aquel que todo lo llena en todo» (Ef 1:20-23). «Toda potestad [toda
autoridad] me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). Tenemos el
cuadro completo de cómo Cristo gobierna y reina como Señor, como Rey
sobre Su pueblo.
Después de establecer el hecho de que Cristo, la simiente y
descendencia de David según la carne, se sienta en el trono de David en el
cielo, veamos la promesa hecha a David de que su trono sería establecido
para siempre. Esto se declara en 2 Samuel 7:16: «Y será afirmada tu casa y
tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable
eternamente». En el versículo 12 vemos que las promesas debían cumplirse
por medio de la simiente de David, y la simiente es Cristo, «que era del linaje
de David según la carne» (Ro 1:3).
Dios prometió que la simiente de David «edificará casa a mi nombre, y
yo afirmaré para siempre el trono de su reino» (2S 7:13). El cumplimiento
original de esa promesa se produjo cuando el hijo de David, Salomón,
construyó el primer templo en Israel, pero, por supuesto, la desobediencia
hizo que el templo, el trono y el reino de Salomón se desmoronaran y
desaparecieran, en lugar de permanecer para siempre. El cumplimiento
completo de las promesas a David ocurrió después de la muerte,
resurrección y ascensión de Cristo (Hch 2:29-36).
Vemos, pues, que la casa o templo que Salomón construyó para honrar
el nombre de Dios era un modelo físico de una que es mayor: la casa
espiritual de Dios, la iglesia, el verdadero Israel, la cual fue y es edificada por
Uno que es «más que Salomón» (Lc 11:31). Cristo dijo: Yo «edificaré mi
iglesia» (Mt 16:18), y durante más de 19 siglos ha estado haciendo
exactamente eso, cumpliendo así la promesa de Dios de que la simiente
«edificaría una casa a mi nombre» (Ef 2:19-22).
Está claro en las Escrituras que todas las promesas hechas a David se
han cumplido en Cristo, y que Cristo Jesús, nuestro Señor, gobierna y reina
ahora en Su trono, cumpliendo así las palabras de Gabriel en Lucas 1:32-33:
«Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará
el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y
su reino no tendrá fin».
Nuestro Señor, en la parábola dada en Lucas 19:12-27, dice en el
versículo 12: «Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino
y volver». Aquí estaba hablando de Sí mismo, ya que recibió este reino sobre
el que gobierna y reina. «Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y
Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia.
Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos

14
debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte.
Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies» (1Co 15:24-27).
Esto concuerda con todo lo que hemos venido hablando, pues se nos
dice aquí que nuestro bendito Señor sí recibió un reino cuando regresó a la
gloria. Él sí ha estado gobernando desde el cielo, sentado en el trono
espiritual de David y todavía gobierna. ¡Alabado sea Su nombre! Dios Padre
le dio este reino y Él reinará hasta que todas las cosas sean puestas bajo Sus
pies, incluso la muerte (Ef 1:22, 1Co 15:26).
Es importante notar que en estos versículos no se habla de un período
de tiempo (ni siete años, ni mil años) entre 1Corintios 15:23 y 24. En el
versículo 23 se habla de Cristo como las primicias de la resurrección. Esto
ocurrió cuando se levantó de entre los muertos y regresó a la gloria para
recibir Su reino, para sentarse en Su trono y enviar el regalo de amor de Su
Espíritu a Su iglesia. Esta es Su recompensa por haber pagado la deuda por
el pecado en su totalidad, para equipar a Su iglesia para su obra en el mundo,
y para llenar a Su pueblo con Su Espíritu, como evidencia interna de su
salvación. Se afirma además en ese versículo 23: «Luego los que son de
Cristo, en su venida». Aquí tenemos Su segunda venida, esa bendita
esperanza del verdadero Israel de Dios, Su iglesia, cuando vendrá por ellos
y «estaremos siempre con el Señor» (1Ts 4:17). Observa el versículo 24:
«Luego el fin». No se menciona ningún período de tiempo entre la Segunda
Venida de nuestro Señor y el final de esta era cuando Él entregará el reino
al Padre. ¿Por qué? Porque no hay ninguno, y el resto del Nuevo Testamento
también lo corrobora (Hch 3:19-21, Jn 5:28, 29).
La palabra griega denota aquí una secuencia de tiempo: «luego»,
enseguida. En el siguiente orden de eventos se encuentra el final de esta era,
cuando la obra de Cristo como Mediador llegará a su fin y Él entregará el
reino al Padre. Hechos 3:19-21: «Así que, arrepentíos y convertíos, para que
sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor
tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a
quien de cierto es necesario que el cielo reciba [detenga, retenga] hasta los
tiempos de la restauración de todas las cosas [hasta la recuperación final de
todas las cosas del pecado, lo cual requiere Su oficio de Mediador], de que
habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo
antiguo».
Si estudias cuidadosamente los siguientes textos, notarás que todos se
refieren a la misma Persona y al mismo evento, la Segunda Venida de Cristo;
y todos ellos están asociados con la resurrección y el fin de todas las cosas,
pues ciertamente no puede haber nada más allá del último día y la última
hora:

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El día postrero (Jn 6:39, 40, 44, 54)
El día del Señor (Hch 2:20; 1Ts 5:2; 2P 3:10)
El día del Señor Jesús (1Co 5:5; 2Co 1:14)
El día del Señor Jesucristo (1Co 1:8)
El día de Jesucristo (Fil 1:6)
El día de Cristo (Fil 1:10; 2:16; 2Ts 2:2)
El día de Dios (2P 3:12; Ap 16:14)
Aquel día (Mt 7:22; 24:36; 26:29; Lc 10:12; 2Ts 1:10; 2Ti 1:12, 18)
En el día (Ro 2:16)
Su día (Lc 17:24)
La revelación de Cristo (2Ts 1:7)
La aparición de Cristo (1Ti 6:14; 1P 1:7)
La venida de Cristo (1Co 15:23; 1Ts 2:19; Stgo 5:7)
Esa hora (Mt 24:36, 42; 25:13; Mr 13:32)
Una hora (Lc 12:40, 46)
La hora (Jn 5:28)
Qué hora (Ap 3:3)
Más aún, el reino de Dios no es un reino físico, terrenal y político que
se establecerá en una fecha incierta en un pequeño país del Cercano Oriente.
No, es un reino presente, eterno, universal, inamovible y espiritual. En su
contexto apropiado, la palabra griega traducida como «reino» en el Nuevo
Testamento no significa un reino físico con una ubicación específica y
limitada; significa el gobierno, reinado o autoridad de Dios en los corazones
y las vidas de Su pueblo, Su iglesia, el verdadero Israel de Dios.
Reiterando nuevamente lo que dijimos antes: 1 Corintios 15:45 y 46
enseña que Dios siempre ha obrado según el principio de que «lo espiritual
no es primero, sino lo animal». En cuanto al reino de David y su simiente,
el mejor David, esto se aplica. El reino de David, el rey de Israel, era un reino
físico; el reino de Dios, manifestado por Cristo, el mejor David, es un reino
espiritual. Es el Señorío de Cristo en los corazones de Su pueblo; es Su
autoridad que guía y dirige sus vidas. Cuando leemos las palabras «el reino
de Dios», deberíamos leerlas como «la autoridad de Dios» o «el señorío de
Dios».
Ilustrémoslo de nuevo con una comparación. El reino de David era un
reino de cosas físicas como comida y bebida, pero el reino de Dios, el señorío
o autoridad de Dios, no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el
Espíritu Santo (Ro 14:17). El reino de David era un reino visible; se podía

16
ver y observar. Pero, «el reino de Dios no vendrá con advertencia... porque
he aquí el reino de Dios [el señorío o autoridad de Dios] está entre vosotros»
(Lc 17:20-21).
El reino de David era un reino de este mundo, pero el reino de Dios, el
señorío o autoridad de Dios, «no es de este mundo» (Jn 18:36).
El reino de David se podía ver desde los países colindantes y entrar en
él cruzando sus fronteras, pero «el que no naciere de nuevo, no puede ver
el reino de Dios [el señorío o autoridad de Dios]... el que no naciere de agua
y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios [el señorío o autoridad
de Dios]» (Jn 3:3-5).
Todo esto me demuestra que es completamente incorrecta la teoría
dispensacionalista de que Cristo vino a restablecer el antiguo reino davídico
en Su primera venida, y de ese modo traer el «buen gobierno» al mundo.
Es igualmente erróneo creer que Él vendrá por segunda vez a gobernar con
una vara de hierro «literal» y a reformar la sociedad imponiendo altos
estándares morales y éticos. Nuestro Señor dijo en Marcos 10:43 que el
gobierno que se impone por fuerza no es el camino de Dios, sino el camino
del hombre para gobernar. Dios obra silenciosamente en los corazones de
Su pueblo por medio de Su Espíritu Santo, atrayéndolos a Su reino con
cuerdas de amor, haciendo que estén dispuestos a inclinarse a Sus pies en
humilde confesión y arrepentimiento, y poniendo Su yugo sobre ellos como
un acto de fe y obediencia. ¿Por qué? Porque son Sus ovejas, a las que conoce
y llama por su nombre.
Al ser también un reino espiritual, el Rey que lo gobierna se sienta en
un trono que es «por el siglo del siglo», y tiene un «cetro de equidad» (He
1:8); está coronado de gloria y de honra (He 2:9); es el «Rey de los siglos,
inmortal, invisible, [el] único y sabio Dios» y a Él pertenece el «honor y
gloria por los siglos de los siglos» (1Ti 1:17); es un sumo sacerdote «según
el orden de Melquisedec...Rey de justicia…Rey de paz» (He 6:20, 7:2).
Además, es «Señor de señores y Rey de reyes» (Ap 17:14).
Una vez más, las Escrituras describen a Cristo como «el León de la tribu
de Judá, la raíz de David» (Ap 5:5), que ha elegido y sigue llamando a «reyes
y sacerdotes» (1P 2:9; Ap 1:6; 5:10) para «que anunciéis las virtudes de aquel
que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2:9). Este pueblo, la
iglesia, el verdadero Israel de Dios, ha sido «trasladado al reino de su amado
Hijo» (Col 1:13) y, según Romanos 5:17, reina en esta vida con Él. ¿Cómo?
Por Su poder que les ha sido dado. Reinan sobre el pecado, el mundo, sus
circunstancias, el dolor, la adversidad, la tragedia y hasta la misma muerte.
Son «más que vencedores por medio de aquel que [l]os amó» (Ro 8:37).

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Sí, el verdadero Israel de Dios canta alabanzas al que está sentado en el
trono, diciendo: «Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para
Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro
Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Ap 5:9-10). Sí,
reinamos y mientras reinamos alzamos nuestra voz junto a todos los
redimidos de todas las épocas, que constituyen el verdadero Israel de Dios,
diciendo: «¡Aleluya! Salvación y honra y gloria y poder son del Señor Dios...
porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina» (Ap 19:1, 6).

4. El reino de Dios
El reino de Dios, el reino de los cielos, el reino de Cristo, el reino de nuestro
Señor es un mismo reino. Este reino es un reino espiritual. Representa el
gobierno, la autoridad y la supremacía de Cristo en los corazones de los
hombres, aquellos que han entrado en él mediante el nuevo nacimiento.
Vayamos al Evangelio de Lucas y veamos cómo se usa la expresión «el
reino de Dios», y al Evangelio de Mateo para ver que «el reino de los cielos»
se utiliza de manera indistinta. Estos términos significan lo mismo. En el
Evangelio de Lucas, la expresión «el reino de Dios» se utiliza de cinco
maneras diferentes para mostrarnos su completo significado. Es el
reconocimiento en el corazón del pueblo de Dios de Su majestad, Su
gobierno o soberanía, la cual opera en sus vidas y efectúa su completa
salvación. Ahora veamos cómo esto se desarrolla según el Evangelio de
Lucas.
En primer lugar, Lucas habla de la predicación o proclamación del
reino de Dios. «Pero Él les dijo: Es necesario que también a otras ciudades
anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto he sido enviado»
(Lc 4:43). «Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas,
predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios» (Lc 8:1; cf. Lc 9:2,
60; 16:16). Esta verdad de predicar que Dios está gobernando y reinando en
los corazones de los hombres era la predicación del evangelio, tal como se
presenta en Marcos 1:14-15, en estas palabras: «Jesús vino a Galilea
predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha
cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el
evangelio».
Nuestro Señor no estaba predicando que había venido a establecer un
reino terrenal, material, físico, sino que había venido, comisionado por Dios
el Padre, a establecer un reino espiritual en los corazones de Su pueblo. Esto
se llevaría a cabo mediante el evangelio de la gracia de Dios hacia los pobres
pecadores merecedores del infierno que se arrepintieran y le creyeran como

18
el Rey, el Mesías, el enviado del cielo, el Salvador, el sustituto de Dios para
los pecadores.
En segundo lugar, Lucas habla de la entrada en el reino de Dios.
Leemos en Lucas 18:24-25 que, cuando Jesús vio que el joven gobernante
se había entristecido mucho, dijo: «¡Cuán difícilmente entrarán en el reino
de Dios los que tienen riquezas! Porque es más fácil pasar un camello por el
ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios». Escucha ahora
cómo el Señor lo explica. La única manera en que podemos entrar en el
reino de Dios está registrada en Juan 3:3, 5 en estas palabras de nuestro
bendito Señor: «El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios...
el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de
Dios». Así que, esto descarta la posibilidad de entrar en el reino de Dios por
cualquier otra cosa que no sea el nuevo nacimiento, a través del poder
regenerador directo del Espíritu de Dios sobre el corazón, que hace de esa
persona una nueva criatura y le da un nuevo corazón y una nueva naturaleza
sobre la que Cristo gobierna como Rey.
El apóstol Pablo registra: «Pero esto digo, hermanos: que la carne y la
sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la
incorrupción» (1Co 15:50). Esto descarta, entonces, un reino físico, un
reino material de mil años aquí en la tierra. Nuestros amigos que afirman
que habrá un reino terrenal compuesto por el pueblo judío según la carne
y por las naciones de la tierra (que de alguna manera pasarán
milagrosamente por una supuesta batalla de Armagedón), no pueden eludir
esta Escritura, que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios.
Vemos esta misma verdad aquí: «¿No sabéis que los injustos no
heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni
los adúlteros... ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios» (1Co 6:9-10).
Nuevamente vemos que solo por el nuevo nacimiento puedes entrar en el
reino de Dios, ya seas judío o gentil. «Y esto erais algunos; mas ya habéis
sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios» (1Co 6:11). Así
que, nuevamente vemos que con la expresión «el reino de Dios», se hace
referencia a un reino espiritual, y solo nosotros, los que hemos sido
santificados en Cristo, entraremos en él.
«Porque sabéis esto, que ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es
idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios» (Ef 5:5). Además de
probar de nuevo que ningún alma que no sea salva pertenece al reino de
Dios, y que es un reino espiritual, tenemos también claras evidencias
escritas de que el reino de Dios y el de Cristo es el mismo. Este texto de la
Escritura debería cerrar para siempre la boca de los que afirman que el reino

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de Dios y el reino de Cristo son dos reinos diferentes. No, es un solo reino;
llámalo como quieras: el reino de los cielos, el reino de Dios, el reino de
Cristo o el reino de nuestro Señor; es un reino espiritual.
En tercer lugar, vemos que Lucas, al referirse al reino de Dios, dice:
«Mas buscad el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas» (Lc
12:31). «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas
estas cosas os serán añadidas» (Mt 6:33). Aquí se nos muestra la necesidad
de buscar el reino de Dios. ¿Cuándo? «En tiempo aceptable te he oído, y en
día de salvación te he socorrido. He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí
ahora el día de salvación» (2Co 6:2). Como se puede apreciar, el reino de
Dios, Su gobierno sobre tu corazón y tu vida en la salvación, ha de buscarse
ahora, porque cuando Cristo vuelva será el fin. Entonces será demasiado
tarde, porque no habrá una segunda oportunidad. ¿Por qué? porque
entonces llegará el día del juicio (Jn 5:28-29).
Permíteme advertir contra esta enseñanza que dice que habrá otra
oportunidad después de la venida de Cristo, una oportunidad para ser salvos,
en un supuesto período de siete años de tribulación y un reino de 1000 años
de Cristo sobre la tierra. Esto es falso. No hay evidencia alguna de esto en
las Escrituras. La parábola de las diez vírgenes, así como el resto del Nuevo
Testamento, enseñan que cuando Cristo venga la puerta se cerrará; por lo
tanto, se nos dice que velemos, porque todo habrá terminado. «Pero
mientras ellas iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas
entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta. Después vinieron también
las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Mas él, respondiendo,
dijo: De cierto os digo, que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis el
día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir» (Mt 25:10-13).
En cuarto lugar, Lucas dice que el reino de Dios es espiritual; está
dentro de nosotros. «Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el
reino de Dios, les respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con
advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios
está entre vosotros» (Lc 17:20-21). ¿Cuál es el significado de estos
versículos? Los fariseos y sus muchos seguidores esperaban la llegada de un
reino físico, terrenal y visible, en el que los judíos ocuparían un lugar muy
destacado. Apenas podían esperar su llegada. Estaban tan ansiosos por saber
cuándo se establecería este reino que estaban dispuestos a obtener
información de cualquiera, incluso de Jesús, su enemigo.
Sin embargo, nuestro Señor Jesús les respondió que tenían un
concepto equivocado respecto a la naturaleza del reino, como si este fuera
a llegar con un gran anuncio, caballos saltarines, ejércitos que marchan y
desfiles de bandas, con un «espectáculo visible». Él aseguró que, si eso fuera
cierto, entonces la gente le recibiría diciendo: «Aquí está» o «ahí está». Pero

20
nuestro Señor declaró que el reino (señorío, reinado o gobierno de Dios) es
básicamente espiritual en su esencia. Se encuentra en el interior de una
persona. Porque en cualquier lugar que Dios sea verdaderamente
reconocido y honrado como Rey, allí se encuentra Su reino y Su gobierno.
Permíteme repetirlo: el reino de Dios y Su Cristo consiste en cualidades
internas como «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Ro 14:17). Estas
cualidades se encuentran en cualquier lugar donde Dios sea reconocido
como Rey. Hoy se comete el mismo error: los hombres buscan un reino
físico, pero están tan engañados como los judíos del primer siglo. Si Cristo
hubiera tenido la intención de establecer un reino terrenal de pompa y
esplendor, gustosamente habría dejado que Sus seguidores lo coronaran
como rey, lo cual tenían la intención de hacer. Pero no lo permitió: «Pero
entendiendo Jesús que iban a venir para apoderarse de él y hacerle rey,
volvió a retirarse al monte él solo» (Jn 6:15).
En quinto lugar, aunque nuestro Señor Jesús había hablado de Su
morada espiritual en los corazones y en las vidas de los hombres, es decir,
del reino o señorío espiritual de Dios, nunca niega que habrá también una
gloriosa manifestación visible del reino de Dios en Su segunda venida, pues
habla de Su reino como algo todavía futuro: «Allí será el llanto y el crujir
de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas
en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos. Porque vendrán del oriente
y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de
Dios» (Lc 13:28-29). Además: «No temáis, manada pequeña, porque a
vuestro Padre le ha placido daros el reino» (Lc 12:32).
Sí, habrá una manifestación de este glorioso reino cuando el Señor
Jesucristo entregue el reino al Padre (1Co 15:24) y confiese nuestros
nombres ante Él en el cielo, donde estaremos en ese estado eterno de
felicidad y dicha con nuestros nuevos cuerpos hechos a semejanza de
nuestro bendito Señor, que nos compró con el precio de Su preciosa sangre.
Por lo tanto, no estamos a la espera de una restauración parcial de esta tierra
en un reino terrenal de 1000 años de nuestro Señor, sino la restauración
completa de todas las cosas en un estado eterno, en el nuevo cielo y la nueva
tierra. «Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y
tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2P 3:13).

5. El reino de Cristo
Veamos ahora la expresión «el reino de Dios» tal como se encuentra en el
Nuevo Testamento. En su sentido más amplio, el término «el reino de Dios»
indica el reinado, el gobierno o la soberanía de Dios, reconocida en los

21
corazones y operante en la vida de Su pueblo, y que obra su salvación
completa. Por lo tanto, nuestro Señor Jesús habló de la salvación como el
reino o mandato de Dios, para indicar el carácter, el origen y el propósito
sobrenaturales de nuestra salvación. Recordemos que la salvación que Dios
da a Su pueblo, a Sus hijos, a Sus elegidos, comienza en el cielo y redundará
en la gloria del Padre en el cielo.
Cuando leemos Efesios a la luz de esta verdad, entenderemos un poco
del propósito de Dios: «Dándonos a conocer el misterio de su voluntad,
según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir
todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los
tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (1:9-
10). Este era el propósito de Dios desde la eternidad, que Cristo tuviera un
reino, un pueblo compuesto tanto por judíos como por gentiles (2:14-17;
3:6); y que Cristo se sentara a la diestra de Dios en los cielos: «Sobre todo
principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se
nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas
las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia,
la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (1:20-
23).
También, en la fidelidad inalterable de Dios (Sal 89:33), Él ha prometido
a los que están en el reino de Cristo, al verdadero Israel de Dios, una vida
que nunca se acabará (Jn 3:16), un manantial que nunca dejará de brotar
agua viva para quien la beba (Jn 4:14), un don que no puede perderse (Jn 6:
37, 39), una mano de la que nunca serán arrebatadas las ovejas del Buen
Pastor (Jn 10:28), una cadena que nunca se romperá (Ro 8:29-30), un amor
del que nunca serán separados (Ro 8:39), un llamamiento que nunca será
revocado (Ro 11:29), un fundamento que nunca será destruido (2Ti 2:19) y
una herencia incorruptible, reservada para ellos en el cielo (1P 1:4-5).
Todo esto está incluido en el reino de Dios; es una obra del Espíritu
Santo en los miembros del reino que se han sometido al mandato de Cristo
por Su maravillosa gracia.
Ahora bien, hay quienes limitarían el reino a un período de 1000 años,
lo ubicarían enteramente en el futuro y le asignarían un lugar determinado
en la tierra, con los judíos como los actores principales. Mientras tanto
Cristo estaría sentado con Sus discípulos en un trono terrenal, gobernando
con una vara de hierro. Afirman que habrá muchas clases de personas en
este reino: personas salvas con sus nuevos cuerpos espirituales, personas
salvas con sus cuerpos físicos, en los que aún mora el pecado, y rebeldes no
salvos que al final se pondrán contra Cristo después de una supuesta edad
de oro.

22
Esto es falso; es una locura total, puesto que esto es ajeno a las
enseñanzas de las Escrituras, las cuales enseñan claramente que el reino de
Dios es eterno. Salmo 145:13: «Tu reino es reino de todos los siglos, y tu
señorío en todas las generaciones». No solo es eterno, sino que no tiene
nada que ver con la geografía. Nuestro Señor dijo a los fariseos: «El reino
de Dios no vendrá con advertencia... he aquí el reino de Dios está entre
vosotros.» (Lc 17:20-21). Es algo que está en nosotros y no fuera de nosotros
(con pompa y esplendor): «Porque el reino de Dios no es comida ni bebida,
sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Ro 14:17).
Además, el reino debe estar ahora en el interior del hijo de Dios que ha
sido comprado por Cristo, ya que Colosenses 1:12-13 nos dice que, cuando
Dios nos salva, somos hechos «aptos para participar de la herencia de los
santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas [el
malvado reino espiritual de Satanás] y trasladado al reino de su amado
Hijo.» Sí, este reino está ahora establecido en los corazones de los hijos de
Dios, y Cristo ya ha sido coronado como Rey y Señor de sus vidas.
Más aún, hay quienes construyen gran parte de su argumento a favor
de un reino terrenal de 1000 años en algún momento en el futuro sobre la
suposición de que el «reino de Dios», como se lo llama en Marcos, Lucas y
Juan, y el «reino de los cielos» como se lo llama en Mateo, son dos reinos
separados; el reino de Dios es un reino celestial y el reino de los cielos es un
reino terrenal. Uno tiene a Dios Padre como gobernante; el otro tiene a Dios
Hijo como gobernante.
Pero este argumento hace una división incorrecta, porque, si los
comparas como lo vamos a hacer ahora, encontrarás que las Escrituras
muestran concluyentemente que estos dos términos se usan
indistintamente. Compara Mateo 11:12, donde se usa la expresión «el reino
de los cielos» y Lucas 16:16 donde se usa la expresión «el reino de Dios», y
encontrarás que se refieren a lo mismo. «Desde los días de Juan el Bautista
hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo
arrebatan». Eso es en Mateo, ahora leamos lo que dice Lucas: «La ley y los
profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado, y
todos se esfuerzan por entrar en él». Escucha ahora la comparación entre
Mateo 4:17 y Marcos 1:14-15. «Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y
a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado». Y Marcos:
«Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el
evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino
de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio». Nuevamente,
escucha la comparación entre Mateo 5:3 y Lucas 6:20. «Bienaventurados los
pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Ahora Lucas:
«Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios».

23
Con un ejemplo más es suficiente (aunque hay otros más). Compara Mateo
13:31 con Marcos 4:30-31. «El reino de los cielos es semejante al grano de
mostaza». Ahora Marcos: «¿A qué haremos semejante el reino de Dios...? Es
como el grano de mostaza».
¿Qué encontramos, entonces, al comparar estos textos de las
Escrituras? Encontramos que los escritores inspirados hablaron del mismo
evento; sin embargo, uno usó el término «reino de los cielos» mientras que
el otro usó el término «reino de Dios». Pero ambos son sinónimos que se
refieren al único reino que es espiritual y no terrenal (en el sentido de que
Cristo tendría un reino terrenal aparte del reino celestial de Dios).
En Mateo 19:23-24 encontramos las expresiones «reino de los cielos» y
«reino de Dios» utilizadas por nuestro Señor en la misma ilustración.
«Entonces Jesús dijo a sus discípulos: De cierto os digo, que difícilmente
entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo, que es más fácil
pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de
Dios». Aquí está de nuevo la prueba de que las expresiones se refieren a lo
mismo.
Si fuera como nos dicen los dispensacionalistas, que la expresión «el
reino de los cielos» significa un reino terrenal sobre el que Cristo gobernará
durante 1000 años, y las naciones de la tierra vienen a formar parte de este
reino después del llamado período de la tribulación, en virtud de su relación
con el pueblo judío (y citan Mateo 25:31-40 como prueba de ello), entonces
necesitaríamos alguna explicación de los siguientes versículos, en los que
se utiliza la expresión «el reino de los cielos» en el libro de Mateo. «Si
vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis
en el reino de los cielos» (Mt 5:20). Este versículo excluye, entonces, de este
reino a todos aquellos que no tienen una justicia que sea mayor que la de
los escribas y fariseos, pero las Escrituras hablan de una sola justicia que
hace esto y es la justicia de Cristo que es imputada a cada hijo de Dios en el
nuevo nacimiento. Por tanto, esto deja fuera a todas las almas no salvas.
Mateo 7:21: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino
de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos».
Aquí también se excluyen de este reino todos los que no han doblegado su
voluntad a la voluntad del Padre y están haciendo la voluntad de Dios. Esto
deja fuera a todas las almas que no son salvas, porque solo aquellos que
están en Cristo y en quienes mora Su Espíritu pueden hacer la voluntad del
Padre.
Mateo 16:19: «Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos». ¿Se le
dieron al apóstol Pedro las llaves, la autoridad, para inaugurar un reino
terrenal, o se le dio autoridad para usar las llaves para predicar el evangelio

24
que proveyó el acceso al reino a los judíos en Hechos 2 y a los gentiles en
Hechos 10?
Mateo 18:3: «De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como
niños, no entraréis en el reino de los cielos». Aquí también solo quienes
tienen el espíritu de un niño pueden entrar en el reino. Esto deja fuera a
todas las almas que no son salvas, porque solo aquellos en cuyo corazón ha
obrado el Espíritu Santo pueden tener el espíritu o la disposición de un
niño. Véase también Mateo 19:14.
Todos estos textos de las Escrituras corresponden a las palabras de
nuestro Señor en Juan 3:3-6, que la única manera en que alguien puede
entrar en el reino de Dios es por el nuevo nacimiento, al convertirse en una
nueva creación y por la obra realizada por el Espíritu del Dios vivo. Esto
excluye, pues, la más remota posibilidad de que el reino de los cielos sea
diferente del reino de Dios. Es el mismo: un reino espiritual.
El propósito eterno de Dios nunca fue dar a Cristo un reino terrenal.
En cuanto a esto, el Señor concuerda completamente en Juan 18:36 cuando
está ante Pilato: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este
mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los
judíos; pero mi reino no es de aquí».
Más aún, hay quienes dicen que Cristo predicó el evangelio de un reino
terrenal sobre el que sería gobernante, pero los judíos lo rechazaron, así que
fue a la cruz como una segunda opción; pero vendrá algún día y entonces
establecerá este reino. Estas mismas personas van más allá y dicen que
Pablo predicó un evangelio diferente, que era el evangelio de la gracia de
Dios. ¡Pero esto no es así! Solo hay un evangelio, las buenas nuevas de la
gracia de Dios y de Su misericordia hacia los pobres pecadores en el Señor
Jesucristo, como resultado de Su obra en la cruz. Este era Su único
propósito al venir al mundo. Por lo tanto, el evangelio de nuestro bendito
Señor y el evangelio de Pablo, Su siervo, era el mismo.
Pablo predicó de este reino de Dios, que es el gobierno y reinado de
Cristo en el corazón de los hombres y que opera en sus vidas. Hechos 19:8:
«Y entrando Pablo en la sinagoga, habló con denuedo por espacio de tres
meses, discutiendo y persuadiendo acerca del reino de Dios», el cual es el
gobierno y el mandato de Cristo, el Rey, en los corazones y las vidas de Su
pueblo que constituye Su reino.
Escucha de nuevo Hechos 20:25, donde Pablo presenta ante los
ancianos de Éfeso un resumen de lo que había sido su predicación entre
ellos: «Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, entre quienes
he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro». Y en los
versículos 20, 21 y 24 declaró lo que había sido el contenido de su

25
predicación sobre el reino de Dios: «Nada que fuese útil he rehuido de
anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas, testificando a judíos
y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro
Señor Jesucristo... para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios».
Escucha de nuevo cómo el bendito apóstol predica hasta el día de su
muerte, y ¿qué está predicando? Hechos 28:30-31: «Y Pablo permaneció dos
años enteros en una casa alquilada, y recibía a todos los que a él venían,
predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo,
abiertamente y sin impedimento». (Véase también 28:23).
«El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el
Espíritu Santo» (Ro 14:17). «El reino de Dios no consiste en palabras, sino
en poder» (1Co 4:20). Cuando el Rey viene en poder con Su palabra, los
hombres son salvos y se convierten en súbditos de este reino que es
espiritual.
Hay muchos otros textos de las Escrituras que podría citar para
demostrar que se siguió predicando sobre el reino de Dios mucho después
de que Cristo regresara al cielo, pero con estos es suficiente.
Así como hay solamente un reino de Dios, de la misma manera Dios
reconoce un solo evangelio, que es el evangelio predicado por nuestro Señor
Jesús durante Su ministerio terrenal. Este es el mismo evangelio predicado
por Juan el Bautista y todos los apóstoles y autores inspirados del Nuevo
Testamento. Pablo predicó este mismo evangelio, e incluso pronunció una
maldición sobre cualquiera que se atreviera a predicar «otro evangelio».
Este evangelio tampoco era ajeno a los santos del Antiguo Testamento, ya
que en Gálatas 3:8 vemos que este mismo evangelio había sido presentado
a Abraham, quien se salvó al creer en él, y que por ello se convirtió en el
padre de todos los justos.

6. El carácter del verdadero Israel, antiguo y nuevo


A medida que se desarrolla esta gran verdad del gobierno presente de Cristo
sobre Su reino y Su pueblo, el verdadero Israel de Dios, que reina con Él
(Ro 5:17), somos movidos alabar al Señor porque el pueblo elegido de Dios
en la tierra hoy es uno en Él, heredero con Él, miembro de Su cuerpo,
desposado con Él y partícipe de Su reino con Él. No están buscando un reino
físico de poder y esplendor, que dura solo 1000 años, sino que están, como
su padre espiritual Abraham, buscando «la ciudad que tiene fundamentos,
cuyo arquitecto y constructor es Dios» (He 11:10). También, al igual que
Abraham, «anhela[n] una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se

26
avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad»
(He 11:16).
Por lo tanto, creo que sería conveniente que hoy examináramos las
expresiones utilizadas en el Nuevo Testamento, que de hecho se recogen de
los profetas del Antiguo Testamento, en cuanto a cómo se describe el
verdadero Israel de Dios, los hijos del reino de Dios. Recordemos ahora que
estas descripciones se aplican a aquellos que componen el reino de Dios
ahora, y no en un supuesto reino de 1000 años aquí en esta tierra, en el
futuro.
Recuerda lo que hemos visto: el Nuevo Testamento enseña que la
iglesia, el cuerpo de creyentes nacidos de nuevo, el verdadero Israel de Dios,
es el verdadero y único heredero de todas las promesas del Antiguo
Testamento. Enseña que solo la iglesia se ajusta a la descripción del pueblo
elegido al que se refiere el Antiguo Testamento; que solo ella es el
instrumento especial de Dios para comunicar Su propósito eterno, y que
ante los ojos de Dios ya no hay ninguna diferencia entre la nación judía y
todas las demás naciones de este mundo.
Las descripciones provistas en el Antiguo Testamento, del verdadero
Israel de Dios, la iglesia, el reino espiritual de Dios, son aplicadas por los
dispensacionalistas y los premilenialistas a la nación física de Israel en una
supuesta edad de oro sobre esta tierra, cuando se supone que Cristo
gobernará y reinará 1000 años con Su trono en Jerusalén. Pero los
escritores del Nuevo Testamento no reconocen esta enseñanza, porque
aplican estas Escrituras que describen al verdadero Israel de Dios, a la iglesia
del Dios vivo en Cristo y a cada creyente que constituye el cuerpo de Cristo,
el reino de Dios.
El profeta Isaías habló de la forma en que sería llamado el verdadero
Israel de Dios: «Te llamarán Ciudad de Jehová, Sion del Santo de Israel» (Is
60:14). En Hebreos 12:22, se asigna esta designación al verdadero Israel de
Dios: «Os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo,
Jerusalén la celestial».
En Isaías 61:3, al verdadero Israel de Dios se le denomina como:
«Árboles de justicia, plantío de Jehová». Esta expresión sigue a Isaías 61:1-
3 y predice el ministerio terrenal de nuestro Señor mientras estaba aquí en
la tierra, y que Él mismo confirma en Lucas 4:18-19. Todos los creyentes, el
verdadero Israel de Dios, son «árboles de justicia, plantío de Jehová»,
porque, como árboles de justicia, «da[n] buenos frutos» (Mt 7:17). Ellos,
como árboles de justicia, son «plantados por el Padre celestial» (Mt 15:13);
y ellos, como árboles de justicia, no son cortados por el hacha de la ira de
Dios (Mt 3:10).

27
De nuevo, en Isaías 61:6, dice en referencia al verdadero Israel de Dios:
«seréis llamados sacerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios seréis
llamados». El apóstol Pedro lo aplica a todos los creyentes, al verdadero
Israel de Dios: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación
santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel
que os llamó de las tinieblas a su luz admirable».
De nuevo en Isaías 62:4: «Serás llamada Hefzi-bá, y tu tierra, Beula»
que significa que «el amor de Jehová estará en ti, y tu tierra será desposada».
En Mateo 3:17, oímos al Padre celestial decir que se complacía en Su
Amado, el Señor Jesús, y se deleitaba en Él. Así también se complace y se
deleita con Sus hijos, el verdadero Israel, con quienes han sido aceptados en
Cristo el Amado (Ef 1:6) y desposados con Él (Ef 5:27-32). Cristo es el Esposo
y Su pueblo la esposa, aquellos que Él ha comprado con el precio de Su
propia sangre preciosa; están desposados con Él y en ellos encuentra Su
deleite.
Nuevamente en Isaías 62:12: «Les llamarán pueblo santo, redimidos de
Jehová; y a ti te llamarán ciudad deseada, no desamparada». ¿Cómo
demuestran los escritores del Nuevo Testamento que estos nombres
pertenecen al actual Israel espiritual? Segunda a Timoteo 1:9 dice que
fuimos llamados con un llamamiento santo; 1 Pedro 1:18-19 dice que
fuimos redimidos con la preciosa sangre de Cristo; Lucas 19:10 dice que el
Espíritu Santo nos buscó cuando estábamos perdidos en el pecado; Efesios
2:1-3 nos dice que el mismo Espíritu Santo nos dio vida y nos hizo vivir para
Dios en Cristo, y Efesios 1:4 nos dice que fuimos elegidos en Cristo antes de
la fundación del mundo para ser santos y sin mancha delante de Dios.
Más aún, a partir de los escritos de los profetas del Antiguo Testamento
también podemos reconstruir una descripción completa de aquellos
hombres y mujeres, jóvenes y niños salvos por la gracia de Dios en Cristo,
que serían el verdadero Israel de Dios. Tendrían un gozo perpetuo sobre sus
cabezas (Is 51:11). Sus ojos y oídos estarían abiertos a las cosas del Señor, y
sus lenguas cantarían alabanzas (Is 35:5-6). Sus voces serían voces de gozo
y alegría (Jr 33:11). La palabra del Señor estaría en su boca (Is 51:16). La ley
del Señor estaría escrita en sus corazones (Jr 31:33). Sus vidas
«reverdecerán como la hierba» (Is 66:14) y sus pies serían
«hermosos…sobre los montes» (Is 52:7).
Podemos seguir la pista de todos estos textos de las Escrituras para
mostrar su cumplimiento en el Israel espiritual de Dios, como se registra
en el Nuevo Testamento, porque esto es lo que nuestro Dios hace por
nosotros cuando nos salva. Las cosas viejas pasan, he aquí que todas son
nuevas (2Co 5:17). Cristo nos da de Su gozo a plenitud (Jn 16:24). Hablamos
con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al

28
Señor en nuestros corazones (Ef 5:19). Nos gozamos en el Señor (Fil 4:4).
Con nuestra boca ofrecemos el sacrificio de alabanza a Dios... dando gracias
a Su nombre (He 13:15). Ciertamente la ley de Dios está escrita en nuestros
corazones (He 8 y 10), y decimos con Pablo que, según el hombre interior,
nos deleitamos en la ley de Dios (Ro 7:22) y de nuestro interior fluyen ríos
de agua viva (Jn 7:38), mientras andamos en el camino de la justicia y la
santidad de la verdad (Ef 4:24). Y verdaderamente los que predican Su
evangelio tienen pies hermosos (Ro 10:15).
¿Empiezas a ver que el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento
están de acuerdo en que es al Israel espiritual de Dios en Cristo a quien se
dicen estas cosas? El Israel según la carne no puede reclamar estas preciosas
promesas y verdades, sino solo aquellos que han nacido de nuevo por el
Espíritu de Dios. Debido a que Dios no es autor de confusión (1 Co 14:33),
podemos estar seguros de que Él no inspiró a los escritores del Nuevo
Testamento a describir a la iglesia en los términos mencionados, a menos
que tales términos, después de la muerte de Cristo en el Calvario, se
refirieran solo a la iglesia. Es evidente que solo un grupo de personas, la
nación de Israel o la iglesia, pero no ambas, pueden ser los hijos de la
promesa, los hijos de Abraham, los elegidos de Dios, la verdadera
circuncisión, los herederos del reino y el pueblo de Dios.
De nuevo, Isaías profetizó que «florecerá y echará renuevos Israel, y la
faz del mundo llenará de fruto» (Is 27:6), y «Se alegrarán el desierto y la
soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa. Florecerá
profusamente, y también se alegrará y cantará... aguas serán cavadas en el
desierto, y torrentes en la soledad. El lugar seco se convertirá en estanque,
y el sequedal en manaderos de aguas» (Is 35:1, 2, 6, 7).
El profeta también prometió: «Ciertamente consolará Jehová a Sion;
consolará todas sus soledades, y cambiará su desierto en paraíso, y su
soledad en huerto de Jehová; se hallará en ella alegría y gozo, alabanza y
voces de canto» (Is 51:3). Y: «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo
con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán
juntos, y un niño los pastoreará» (Is 11:6).
Oh, qué descripción del verdadero Israel de Dios cuando, por el Espíritu
Santo, el pobre pecador convicto es llevado a deponer sus armas de rebelión,
iza la bandera blanca de la rendición y cae a los pies de Dios en verdadero
arrepentimiento, asumiendo la culpa de su condición pecaminosa y
declarándose culpable en el tribunal de la justicia de Dios. ¡Qué imagen de
ese mismo pecador, ahora perdonado, ahora lavado en la sangre de Cristo,
ahora limpiado y sanado, con su corazón rebelde quebrantado, con la
obediencia de un niño, que ahora descansa por la fe en Cristo! ¡Qué imagen
del alma salvada por la gracia de Dios con una nueva naturaleza y un nuevo

29
corazón, que alaba a Dios por Sus misericordias! Ciertamente el lobo de su
naturaleza depravada ha sido transformado para morar con la naturaleza de
cordero que Dios le imparte. Ciertamente, su naturaleza de leopardo morará
con la naturaleza de cabrito, la cual ha recibido de Dios. Ciertamente, por
la gracia de Dios, su corazón estéril que era frío, rebelde, orgulloso e
incrédulo, ahora se regocija y florece al dar fruto para Dios, y se regocija en
Dios su Salvador.
Todo esto no podría decirse del Israel físico según la carne, porque está
lleno de incredulidad y todavía hoy clama: «No queremos que este reine
sobre nosotros». Todavía aborrecen el precioso nombre de Jesús, el Jehová
del Antiguo Testamento. No, querido amigo, todo esto se aplica al Israel
espiritual, compuesto de judíos y gentiles que han creído y se han
arrepentido, en cuyos corazones ha obrado el Espíritu del Dios vivo y los ha
preparado así para la entrada del Rey.
Examinemos ahora más nombres que los autores del Nuevo
Testamento asignan al verdadero Israel de Dios, y veamos cómo muchos de
ellos son el cumplimiento de profecías del Antiguo Testamento.
Somos llamados «hijos de Dios» (Ro 8:16); «la familia de Dios» (Ef
2:19); «hijos de Abraham» (Gá 3:7); «linaje de Abraham» (Gá 3:29); «hijos
según la promesa» (Ro 9: 8); «herederos según la promesa» (Gá 3:29);
«escogidos de Dios» (Col 3:12); «herederos de Dios» (Ro 8:17); «templo de
Dios» (1Co 3:16); «la circuncisión» (Fil 3:3); el «Israel de Dios» (Gal 6:16);
«herederos del reino» (Stgo 2:5); «hijos de Dios» (Jn 1:12); «reyes y
sacerdotes para Dios» (Ap 1:6); «la nueva Jerusalén» (Ap 3:12); «la santa
ciudad» (Ap 21:2); y cuatro cosas se dicen de nosotros en 1 Pedro 2: 9:
«Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo
adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de
las tinieblas a su luz admirable».
Si la Palabra de Dios dice que los creyentes en Cristo son todas estas
cosas que acabamos de mencionar, entonces debemos alabarle porque
somos el Israel espiritual. Ciertamente, ya que el Nuevo Testamento no nos
enseña nada sobre un futuro reino de Cristo aquí en la tierra, y puesto que
las Escrituras son claras en cuanto a que las promesas del Antiguo
Testamento se aplican a este tiempo presente, y el Nuevo Testamento
siempre les da un significado espiritual, entonces podemos decir con
seguridad que el pueblo elegido de Dios son aquellos que Él ha comprado
con Su sangre, y no una pequeña nación en el Cercano Oriente que yace en
la oscuridad y la incredulidad.

30
7. Las promesas de Dios a Abraham
Hemos presentado la evidencia bíblica de que el verdadero Israel de Dios no
consiste en la descendencia de Abraham porque: «No los que son hijos
según la carne son los hijos de Dios» (Ro 9:8), sino que consiste en los hijos
de la promesa dada a Abraham por medio de la verdadera simiente que es
Cristo. «Sabed, por tanto, que los que son de fe, estos son hijos de Abraham.
Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles,
dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: En ti serán benditas
todas las naciones. De modo que los de la fe son bendecidos con el creyente
Abraham... Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su
simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como
de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo...Ya no hay judío ni griego [gentil],
no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de
Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gá 3:7-9, 16, 28, 29).
Ahora se plantea la pregunta: ¿Cuándo le dio Dios a Abraham estas
promesas de que las naciones de la tierra serían bendecidas a través de Él,
que su simiente espiritual sería Cristo y los que por fe en Él serían herederos
con Él de las mismas promesas?
Para responder esta pregunta: volvamos al Génesis, el libro de los
comienzos y escuchemos cómo Dios le habla a Abraham. Cuando leemos el
relato bíblico de la vida de Abraham encontramos que hubo cuatro
promesas que le hizo Dios mismo. Fueron: (1) la promesa de hacer de los
descendientes de Abraham una gran nación, (2) la promesa de una gran
posteridad, (3) la promesa de que los descendientes de Abraham heredarían
la tierra de Canaán y (4) sobre todo, la promesa del Mesías.
Veamos cada una de ellas y observemos cómo se cumplieron,
especialmente la última relacionada con la promesa del Mesías y de qué
modo nosotros, por la fe en Él, tenemos el cumplimiento de esta promesa
como simiente espiritual de Abraham.

A. La promesa de una gran nación


Primero: la promesa de hacer de los descendientes de Abraham una
gran nación. «Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu
parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti
una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás
bendición» (Gn. 12:1-2). ¿Fue Dios fiel en cumplir lo que había dicho? Sí,
unos 400 años después de Su pacto con Abraham se cumplió esta promesa.
Dios había mostrado a Abraham en Génesis 15:13 y 14 que habría un retraso

31
de 400 años, pero llegó el momento en que se cumplió. Además, el Señor
confirmó la promesa a Jacob, nieto de Abraham cuando dijo: «Yo soy Dios,
el Dios de tu padre; no temas de descender a Egipto, porque allí yo haré de
ti una gran nación» (Gn 46:3).
Esta gran promesa se cumplió bajo el liderazgo de Moisés, cuando los
israelitas salieron de la esclavitud en Egipto, y bajo Josué, cuando lograron
sus poderosas victorias en la tierra de Canaán. En Deuteronomio 2:25
leemos que Moisés testificó que Dios hizo que las otras naciones respetaran
la fama de Israel.
Al exhortar a los israelitas a la obediencia al Dios de Abraham, Moisés
dijo «Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta. Porque
¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está
Jehová nuestro Dios en todo cuanto le pedimos?» (Dt 4:6-7).
Si leyeras los capítulos 8-12 de Josué, encontrarías que dan testimonio
de la inconfundible grandeza de la nación de Israel cuando marchaba
triunfante por la tierra de Canaán; y el rey David, haciendo memoria de esas
victorias muchos años después, fue movido a clamar al Señor: «¿Y qué
pueblo hay en la tierra como tu pueblo Israel, cuyo Dios fuese y se redimiese
un pueblo, para hacerte nombre con grandezas y maravillas, echando a las
naciones de delante de tu pueblo…?» (1Cr 17:21).
Vemos, pues, que esta primera promesa a Abraham se cumplió, ya que
Dios hizo de la descendencia física de Abraham una gran nación que alcanzó
su cenit de poder, fuerza y gloria bajo los reinados de David y Salomón.

B. La promesa de una gran posteridad


La segunda promesa hecha a Abraham fue la promesa de una gran
posteridad, que sus descendientes serían demasiado numerosos para ser
contados. Dios dijo: «Y haré tu descendencia como el polvo de la tierra; que,
si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu descendencia será
contada» (Gn 13:16). «Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las
puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia» (15:5). «Multiplicaré tu
descendencia como…la arena que está a la orilla del mar» (22:17).
Sin lugar a duda, sabemos que Dios cumplió esta promesa como lo
confirma su Palabra. Escucha la oración del rey Salomón: «Confírmese
pues, ahora, oh, Jehová Dios, tu palabra dada a David mi padre; porque tú
me has puesto por rey sobre un pueblo numeroso como el polvo de la
tierra» (2Cr 1:9).
Moisés dijo a Israel: «Jehová vuestro Dios os ha multiplicado, y he aquí
hoy vosotros sois como las estrellas del cielo en multitud» (Dt 1:10). Y el
escritor de los Hebreos estuvo de acuerdo en que la promesa se había

32
cumplido: «Por lo cual también, de uno, y ese ya casi muerto, salieron como
las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a
la orilla del mar» (He 11:12).
Y finalmente leemos que, durante el reinado de Salomón: «Judá e Israel
eran muchos, como la arena que está junto al mar en multitud» (1R 4:20);
y Hebreos afirma que de Abraham surgieron descendientes tan numerosos
«como la arena innumerable que está a la orilla del mar» (11:12).
Vemos, pues, que esta promesa también se cumplió, ya que Dios
ciertamente hizo a la descendencia física de Abraham como el polvo de la
tierra, como la arena del mar y como las estrellas del cielo en multitud.

C. La promesa de la herencia
La tercera promesa a Abraham fue que sus descendientes heredarían la
tierra de Canaán. Dios repitió esta promesa muchas veces: «A tu
descendencia daré esta tierra» (Gn 12:7); «Alza ahora tus ojos, y mira desde
el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque
toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre» (Gn
13:14-15); «Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos, para darte a
heredar esta tierra... a tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto
hasta el río grande, el río Éufrates» (Gn 15:7, 18); «Y te daré a ti, y a tu
descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán
en heredad perpetua» (Gn 17:8).
¿Fue Dios fiel en cumplir lo que había dicho? Sí, cientos de años
después, los descendientes de Abraham pasaron a poseer en paz toda la
tierra que el Señor les había prometido: «De esta manera dio Jehová a Israel
toda la tierra que había jurado dar a sus padres, y la poseyeron y habitaron
en ella. Y Jehová les dio reposo alrededor, conforme a todo lo que había
jurado a sus padres; y ninguno de todos sus enemigos pudo hacerles frente,
porque Jehová entregó en sus manos a todos sus enemigos. No faltó palabra
de todas las buenas promesas que Jehová había hecho a la casa de Israel;
todo se cumplió» (Jos 21:43-45).
¿Llegaba realmente la tierra que gobernaban desde Egipto hasta el río
Éufrates, como prometió Dios en Génesis 15:18? «Salomón señoreaba sobre
todos los reinos desde el Éufrates hasta la tierra de los filisteos y el límite
con Egipto» (1R 4:21). ¿Ese río era el Éufrates? Salomón «señoreaba en toda
la región al oeste del Éufrates, desde Tifsa» (1R 4:24). Tifsa estaba situada
en el Éufrates, en Mesopotamia.
¿Por qué planteamos estas preguntas? Porque algunos proclaman hoy
en día que Dios no cumplió Su promesa a Israel en aquel tiempo y que no
gobernaron sobre toda la tierra; y, por lo tanto, debe dar a Cristo un reinado

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terrenal para que estas promesas se cumplan. Pero estas ya se han cumplido
y Dios ha guardado Su Palabra.

D. La promesa del Mesías


La cuarta promesa hecha a Abraham fue la del Mesías. La mayor de
todas las promesas no fue expresada a Abraham, ni a Isaac o Israel en esos
términos, pero el verdadero significado de la Palabra de Dios nos ha sido
mostrado hace mucho tiempo. Dios dijo a Abraham, a Isaac y a Jacob o
Israel: «En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gn
22:18; 26:4; 28:14). Y al apóstol Pablo se le mostró, por revelación divina, la
identidad de la simiente en la que iban a ser bendecidas todas las naciones
de la tierra: «Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su
simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como
de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo» (Gá 3:16). Esta es la mayor de
todas las promesas, que Abraham bendeciría a las naciones por medio de su
simiente, Cristo.
¿Se ha cumplido esta promesa? «Pero cuando vino el cumplimiento del
tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción
de hijos» (Gá 4:4-5); «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha
dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda,
mas tenga vida eterna» (Jn 3:16). Sí, Cristo vino a redimir a Su pueblo de
sus pecados. Vino como «linaje de David según la carne» (Ro 1:3), y «todas
las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para
la gloria de Dios» (2Co 1:20).
Todas estas son promesas espirituales hechas a la simiente de Abraham,
que es Cristo, y a nosotros; y, por lo tanto, somos herederos de estas
promesas y justamente llamados: «el verdadero Israel de Dios».
«Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los
gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: En ti serán
benditas todas las naciones. De modo que los de la fe son bendecidos con el
creyente Abraham» (Gá 3:8-9). Encontramos aquí, entonces, que la única
manera de ser bendecido es ser de la simiente espiritual de Abraham y no
de la simiente física, porque la bendición vino a través de Cristo solo por el
evangelio; y esta es la promesa que Dios nos ha dado.
La única manera en que podemos ser partícipes de las promesas es por
el nuevo nacimiento, o como alguien lo expresó: «Por medio de las cuales
nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis
a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción
que hay en el mundo a causa de la concupiscencia» (2P 1:4).

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Debemos nacer en el reino espiritual de Dios. Esta es una obra exclusiva
del Espíritu Santo, que siembra en nuestros corazones la semilla
incorruptible de la Palabra de Dios y nos hace nuevas criaturas en Cristo.
Esto lo hace al llamarnos cuando estamos muertos en nuestros pecados (Ef
2:1-3), al convencernos de nuestra terrible incredulidad (Jn 16:7-11), al
llevarnos por la ley a reconocer humildemente nuestra culpabilidad ante
Dios (Ro 3:19-20), para clamar: «Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lc 18:13),
para producir así en nuestros corazones esa tristeza piadosa que conduce al
arrepentimiento para la salvación (2Co 7:10), para impulsarnos en el
camino de la fe de la salvación en Cristo (Gá 3:24) y para revelar a Cristo en
nosotros (Gá 1:16), de modo que podamos decir: «Con Cristo estoy
juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que
ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se
entregó a sí mismo por mí» (Gá 2:20).
El Espíritu Santo nos trae a Cristo, nos muestra nuestra condición
culpable y perdida ante Dios y hace que dejemos de fijar la mirada en
nuestras falsas esperanzas, para que veamos a Cristo para siempre, y esto
por la fe. Así, el Espíritu Santo logra, a través de Su Palabra, que nos demos
cuenta de que ahora somos herederos de Dios y coherederos con Cristo (Ro
8:17), y de que nos hizo «sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús»
(Ef 2:6). Por lo tanto, gobernamos y reinamos con Él en la tierra como un
«linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios,
para que anunciemos las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a
su luz admirable» (1P 2:9).
¡Aleluya! Alabemos Su santo y justo nombre por Su maravillosa gracia
que nos ha hecho «reyes y sacerdotes para Dios» (Ap 1:6; 20:6) y, por tanto,
somos llamados «bienaventurados» por Dios mismo.

8. Cómo Dios nos lleva al verdadero Israel


Veamos cómo Dios obra por Su Espíritu en nuestros corazones para
llevarnos a Cristo y trasladarnos del reino de las tinieblas, es decir, el reino
de Satanás, al reino de Cristo, haciéndonos así hijos espirituales de
Abraham, el verdadero Israel de Dios.
El propósito eterno de Dios era que tanto el judío como el gentil fueran
coherederos de las mismas promesas, y que formaran la iglesia, el cuerpo
de Cristo, el verdadero Israel de Dios, según Efesios 2:11-22. Ahora bien, la
pregunta es: ¿Cómo obra Él en nuestros corazones para llevarnos a Cristo,
ya que por naturaleza estamos alejados de la vida de Dios? Si somos hechos
el verdadero Israel de Dios en la salvación, y si la salvación es algo espiritual,

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que solo un hombre espiritual puede discernir y entender, entonces, ya que
el hombre natural está muerto en sus delitos y pecados ¿cómo se lleva esto
a cabo? (Ef 2:1). ¿De qué manera se puede efectuar una obra tan maravillosa,
si el hombre está en tal condición, como leemos: «Cosas que ojo no vio, ni
oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha
preparado para los que le aman» (1Co 2:9)?
¿Cómo va a creer un hombre cuando no sabe en qué y en quién creer,
ya que no tiene ojos espirituales con los cuales ver su propia pecaminosidad
y la belleza del Redentor, el Señor Jesucristo?
¿Cómo va a arrepentirse un hombre si no sabe de qué debe
arrepentirse? ¿De qué modo va a huir un hombre de la ira venidera cuando
no tiene conocimiento de su peligro al ser culpable ante un Dios justo y
santo? ¿De qué manera va a buscar un hombre a Cristo cuando no tiene idea
de cómo buscarlo o de cualquier necesidad que Cristo pueda satisfacer para
él? ¿Cómo va a sentirse un hombre movido a buscar la luz cuando no tiene
ningún conocimiento y está en la oscuridad espiritual? ¿Cómo va a amar un
hombre a Dios cuando no sabe que lo odia?
¿Cómo va a clamar un hombre por la libertad si no sabe que está en la
esclavitud? ¿De qué manera va a ejercer un hombre su libre albedrío al
elegir a Cristo cuando su voluntad está esclavizada por el pecado y Satanás?
¿Cómo va a buscar el cielo un hombre que ignora que va a ir al infierno?
¿De qué modo va a caminar un hombre por los caminos de la justicia y la
verdadera santidad cuando está satisfecho con sus propios caminos, con la
autocomplacencia, la confianza en sí mismo y la justicia propia?
¿Cómo puede un hombre ir a Dios estando muerto en sus pecados?
«¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas?» (Jr 13:23). Este es
el razonamiento del profeta: Como el etíope no puede cambiar de piel, ni el
leopardo sus manchas, entonces tampoco ustedes, que están
acostumbrados a hacer el mal, pueden hacer el bien sin la obra del Espíritu
Santo en sus corazones y en sus vidas. Por lo tanto, ¿cómo puedes llegar a
ser el verdadero Israel de Dios?
Querido amigo, estas son citas de la Palabra de Dios. Esta es la forma
en que la Biblia describe nuestros corazones depravados ante Dios. Todo
hombre por naturaleza está muerto en delitos y pecados; no puede venir a
Cristo, no vendrá a Cristo por su cuenta; el Espíritu del Dios vivo debe
traerlo. Así que, para que pueda venir a formar parte del cuerpo de Cristo y
del verdadero Israel de Dios, debe ser total y completamente una obra de la
gracia distintiva de Dios basada en la redención del Señor Jesucristo, por Su
sangre derramada en la cruz. Y ya que tú y yo por naturaleza, tanto judíos
como gentiles, yacemos muertos en delitos y pecados, es necesario que el

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Espíritu Santo obre en nuestros corazones si hemos de llegar a ser salvos y
a formar parte del verdadero Israel de Dios.
Leemos en Juan 6:63: «El espíritu es el que da vida; la carne para nada
aprovecha». ¿Oíste eso? «La carne para nada aprovecha». «No es judío el
que lo es exteriormente…sino que es judío el que lo es en lo interior, y la
circuncisión es la del corazón» (Ro 2:28-29). La carne no tiene parte en la
obra de Dios. «Lo que es nacido de la carne, carne es» (Jn 3:6). Por lo tanto,
para que seamos salvos, debemos nacer de nuevo a través del instrumento
en las manos del Espíritu Santo, la Palabra de Dios, porque «lo que es nacido
del Espíritu, espíritu es». Todo esfuerzo en la carne es inútil en lo que
respecta a la regeneración de pecadores muertos. Debemos nacer en el reino
de Dios. Ni los argumentos lógicos presentados por la mente, ni los poderes
hipnóticos ejercidos sobre la voluntad, ni las apelaciones conmovedoras
hechas a las emociones, ni la música hermosa y las alabanzas sinceras para
captar el oído, ni los adornos placenteros para atraer la mirada, sirven en lo
más mínimo para conmover a los pecadores muertos. No es el coro, ni el
solista, ni el predicador, sino el Espíritu el que despierta a los pecadores.
El Espíritu Santo nos encuentra a ti y a mí unidos a nuestro tronco
natural: unidos con nuestras lujurias, unidos con nuestro orgullo, unidos
con nuestra justicia propia, y con nuestra autosuficiencia. Por tanto, el
Espíritu, por medio de la ley de Dios, debe cortarnos del tronco natural e
injertarnos, por la fe en Cristo, en el buen olivo y así unirnos a Él y, de esta
manera, unirnos al verdadero Israel de Dios.
Cuando el Espíritu Santo viene a nosotros, nos encuentra: «ricos,
prósperos y sin necesidad de nada» (Ap 3:17). Por lo tanto, Él tiene que traer
la ley de Dios a nuestros corazones y comenzar a convencernos del pecado,
de justicia y de juicio, y mostrarnos que somos desventurados, miserables,
pobres, ciegos y desnudos ante Dios, destituidos de cualquier justicia que
Dios acepte.
Además, el Espíritu Santo debe convencernos de que, aunque oremos y
estudiemos la Biblia, observemos estrictamente el día del Señor, asistamos
a un ministerio evangélico, y a pesar de que nuestros vecinos reconozcan
en nosotros un gran cambio externamente, sin embargo, si no hemos
reconocido nuestra insuficiencia en nuestras acciones y nuestros deberes,
si no nos postramos a los pies del Señor Jesucristo, despojados de nosotros
mismos, todavía estamos unidos al olivo natural, y no hemos sido
completamente cortados e injertados en Cristo, de manera que podamos
llegar a ser parte del verdadero Israel de Dios.
Como ves, querido amigo, aquel a quien Dios salva y adopta como Su
hijo debe llegar a conocer su propia pobreza y desnudez ante Dios (Mt 5:3).

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Ahora, permíteme hacerte una pregunta. Si fuera verdad, como dicen
los pretribulacionistas y los premilenialistas, que el Espíritu Santo
ascenderá en el rapto de la iglesia, ¿quién realizará esta obra en los
corazones de todos esos presuntos millones que supuestamente serán salvos
durante la tribulación y en el milenio (en el caso de que hubiera uno)?
¿Quién va a hacer esa obra de salvación en ellos cuando se necesita el poder
del Espíritu de Dios para hacerlo? La respuesta a esa pregunta es que este
es el día de la gracia; ahora es el tiempo aceptable; ahora es el día de la
salvación: no habrá esperanza después de que Cristo venga para ninguno de
los que todavía estén perdidos. No habrá una segunda oportunidad, porque
cuando Cristo venga por segunda vez, la puerta de la salvación se cerrará
para siempre (Mt 25:10).
Más aún, el Espíritu Santo, al desprender y cortar del árbol natural,
debe mostrar al pecador que es un transgresor desde el vientre, que vino al
mundo como una criatura culpable; y que en el tiempo de su ignorancia y
desde su nacimiento, ha sido culpable de muchos pecados, y, si esos pecados
no son cubiertos por la sangre de Cristo, le harán perecer para siempre.
De nuevo, el Espíritu Santo debe mostrar al alma que, por todo lo que
hace, sigue siendo un «pecador», que sus mejores obras son una
abominación a los ojos de Dios y que su propia justicia es como trapos de
inmundicia a los ojos de Dios. Mi amigo, aunque trates de hacer lo mejor,
aunque des tu mayor esfuerzo, todavía eres un pecador, y aun tus mejores
obras son todavía obras de las tinieblas ante los ojos de Dios. Todavía
permaneces bajo la maldición de Dios, bajo la santa y justa ley de Dios:
«Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el
libro de la ley, para hacerlas» (Gá 3:10). No importa lo que hagas, no puedes
satisfacer las demandas de la santa ley de Dios. «Por cuanto todos pecaron,
y están destituidos de la gloria de Dios» (Ro 3:23). ¿Ha tratado así el Espíritu
Santo con tu alma?
Una vez más, el Espíritu Santo debe mostrarte que Dios no aceptará
parte de ti y parte de Cristo. La salvación debe ser toda de Cristo; tienes que
ser injertado en Él solo por lo que hizo el Señor; esto se logra únicamente
por la obra del Espíritu Santo. Al igual que Jonás en el vientre de la ballena,
declaramos que «la salvación es de Jehová». Y es solo por la operación del
Espíritu Santo que cualquiera de nosotros puede venir a formar parte del
verdadero Israel de Dios.
De nuevo, el Espíritu Santo debe mostrarte que la fe salvadora es un
don. La recibimos de lo alto. La fe del hombre natural no es la fe de los
elegidos de Dios. Ciertamente, esto nos desnuda delante de Cristo, porque
sabemos por primera vez en nuestra vida que estamos a merced de otro, que
somos culpables, perdidos, arruinados, deshechos y desamparados. Si no

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fuera por la gracia y el poder de Dios Espíritu Santo, estaríamos perdidos
para siempre.
Por eso alabo al Señor. ¡Oh, cuanto lo alabo! Yo era un religioso,
perdido, que iba camino al infierno, sin esperanza y sin Dios. Pero Dios, el
Espíritu Santo, vino y me atrajo hacia Él y me convenció, me llevó a Cristo
y obró en mi corazón, desnudándome a Sus pies y dejándome ver que no
tenía la capacidad de creer en Él. No sabía lo que era la verdadera fe
salvadora. Yo no podía producir esa fe, solo Dios podía hacerlo.
Esta es la forma de obrar del Espíritu Santo: llevar al pecador a un
estado de pobreza de espíritu, hasta que reconozca que no tiene nada en sí
mismo y que lo tiene todo en Cristo. Es aquí donde Él imparte la fe para
aferrarse a Cristo como el Señor, Salvador y Libertador del pobre pecador.
Es justo aquí, de esta manera, que él es injertado por la fe en la Vid
Verdadera, el Señor Jesucristo, y por lo tanto, en el verdadero Israel de Dios.
Nacemos en el reino de Dios por el Espíritu de Dios y es por la operación
del Espíritu que somos separados del tronco natural, el antiguo árbol, y
contrario a lo que es natural, somos injertados en Cristo, el buen olivo. Si
fuéramos cortados de lo natural e injertados en lo natural, solo podríamos
producir lo que siempre hemos producido: el pecado. Pero somos separados,
cortados completamente del viejo tronco e injertados contra naturaleza en
la verdadera vid, el Señor Jesucristo, y así Su vida comienza a fluir en
nosotros.
¡Escucha esto! Cristo se apodera del pecador y lo atrae hacia Sí; porque
por un solo Espíritu todos somos bautizados en un solo cuerpo, que es
Cristo. Por lo tanto, cuando el Espíritu Santo comunica la fe del Hijo de
Dios al pecador que cree y se arrepiente, lo capacita para abrazar al Señor
Jesucristo. Él viene a nuestros corazones como el Espíritu que sella y
permanece en el alma que cree y, por lo tanto, hace que Cristo sea precioso
y real para el corazón y el alma de ese pobre pecador.
Entonces, después que el pecador es injertado en Cristo, la pobre alma
obtiene ahora una visión cautivadora del Salvador. Ve Su excelencia, Su
belleza y Su gloria revelada en el evangelio, y ve en Cristo un Salvador pleno,
adecuado y dispuesto. El pecador recibe un nuevo corazón y una nueva
naturaleza para disfrutar, confiar y deleitarse en este bendito Salvador, para
honrarlo, tener comunión y aferrarse a Él por la fe, de modo que ya no pueda
separarse de Él. ¿Por qué? Porque ha sido grabado en las propias palmas de
las manos de Cristo, y por Sus heridas ha sido sanado de las heridas del
pecado.
Una vez más, el Espíritu Santo, al impartir fe al pecador, obra en su
voluntad para venir a Cristo y en el corazón para recibirlo. Lo que el pecador

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no podía hacer por naturaleza, ahora lo puede hacer por gracia. Dios nos
hace «dispuesto[s] en el día de [s]u poder». El alma que una vez probó todos
los remedios para su alma enferma por el pecado ahora encuentra en Cristo
su vida, pues ha sido injertada en la rama por la que fluye toda la savia
vivificante de la raíz. Cristo es la raíz, el tronco y la rama, y somos uno en
Él, y por esto lo alabo y me regocijo en lo que ha hecho por mi alma eterna.
Entonces, realmente se habla del alma que ha sido injertada en Cristo
como si estuviera «desposada» con Cristo, hueso de sus huesos y carne de
su carne. Se habla de esta como un miembro de Su cuerpo, y nuestro cuerpo
se convierte en Su templo, el templo o morada de Su Espíritu, y aquel que
está unido al Señor es un solo espíritu. Hemos sido hechos uno en Él. El
alma redimida por la gracia de Dios y convertida en el verdadero Israel de
Dios puede decir ahora: Mi amado es mío y yo soy Suya; Su vida es mi vida;
Su herencia es mi herencia; Su nombre ha llegado a ser mi nombre; Su
carácter, mi carácter; Su justicia, mi justicia; Su gloria, mi gloria; Su
posición en el cielo, mi posición.
Ahora, como el verdadero Israel de Dios, el alma que ha sido salva está
a la espera de un nuevo cielo y una nueva tierra, donde mora la justicia y
donde Dios será todo en todo, manifestado a nosotros en Su Hijo, el Señor
Jesucristo. Seguiremos al Cordero dondequiera que vaya. Nos
regocijaremos en Él por toda la eternidad; de que nos haya elegido, llamado,
justificado y glorificado en Él.
Lo alabo por permitirme ver y conocer el alcance de Su propósito
eterno, es decir, reunir todas las cosas en Cristo; y que Él tome a los
pecadores muertos, viles, miserables, que merecen el infierno, tanto judíos
como gentiles, que no merecen otra cosa que ser expulsados de Su presencia
para siempre, y los haga suyos. Él les da, en Su gracia, un nuevo corazón y
una nueva naturaleza, y los llama Sus herederos, Sus hijos. Esta obra se
lleva a cabo por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación del
Espíritu Santo. Los que han sido lavados con sangre estarán con Él para
siempre para contemplar Su gloria y cantar Sus alabanzas por toda la
eternidad, con Cristo Su Señor y Salvador, gobernando y reinando con Él.

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