El autor expresa su sorpresa y nostalgia al descubrir cartas de Felisberto Hernández fechadas en 1939 en Chivilcoy, donde el autor vivía en ese momento. Lamenta no haberse encontrado con Hernández en persona durante su concierto allí, ya que cree que habrían entablado una amistad que hubiera influenciado positivamente sus vidas. Además, nota que sus caminos estuvieron cerca también en los meses siguientes, cuando Hernández dio conciertos en pueblos cercanos donde el autor había vivido.
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El autor expresa su sorpresa y nostalgia al descubrir cartas de Felisberto Hernández fechadas en 1939 en Chivilcoy, donde el autor vivía en ese momento. Lamenta no haberse encontrado con Hernández en persona durante su concierto allí, ya que cree que habrían entablado una amistad que hubiera influenciado positivamente sus vidas. Además, nota que sus caminos estuvieron cerca también en los meses siguientes, cuando Hernández dio conciertos en pueblos cercanos donde el autor había vivido.
El autor expresa su sorpresa y nostalgia al descubrir cartas de Felisberto Hernández fechadas en 1939 en Chivilcoy, donde el autor vivía en ese momento. Lamenta no haberse encontrado con Hernández en persona durante su concierto allí, ya que cree que habrían entablado una amistad que hubiera influenciado positivamente sus vidas. Además, nota que sus caminos estuvieron cerca también en los meses siguientes, cuando Hernández dio conciertos en pueblos cercanos donde el autor había vivido.
El autor expresa su sorpresa y nostalgia al descubrir cartas de Felisberto Hernández fechadas en 1939 en Chivilcoy, donde el autor vivía en ese momento. Lamenta no haberse encontrado con Hernández en persona durante su concierto allí, ya que cree que habrían entablado una amistad que hubiera influenciado positivamente sus vidas. Además, nota que sus caminos estuvieron cerca también en los meses siguientes, cuando Hernández dio conciertos en pueblos cercanos donde el autor había vivido.
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Felisberto Hernández:
Carta en mano propia
Felisberto, tú sabés (no escribiré «tú sabías»; a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verba les, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con calendarios y relojes), tú sabés que los prólogos a las ediciones de obras completas o antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata de las diser taciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos leer cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras contará con los aportes críticos nece sarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas lo que Antón Webern le decía a un discípu lo: «Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música.» Aquí para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá el buen consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo te gustará que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense. Esto de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil. En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido por Norah Gilardi, en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras 264 hacías una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechás una carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente, como hubieras podido fecharla en cualquier otro lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la medianoche. No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, vege té allí desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos encon trado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar ins trucción cívica a los adolescentes o escribir interminable mente en un cuarto de la Pensión Varzilio. Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último número de Sur. Vos tocaste con tu terceto en eso que llamás a secas «el club» y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el poker y el billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me enseñás nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las «actividades cul turales», los dirigentes accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas. 265 Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos, justamente ésos que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo escuché, entre otras abo minaciones, a un señor que primero contempló al públi co con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la... sinfonía inconclusa de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó con un vulgar pot-pourri en el que se mezclaban el Ave María, la Serenata, y creo que un tema de Rosamunda; entonces me acordé de que en los cines andaban pasando una película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba precisamente La sinfonía inconclusa , y que este desgracia do no hacía más que reproducir la música que había escu chado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el piano. En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das real mente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escu chado? Por lo menos escuchado, a vos y al «mandoiión» y al tercer músico, aunque no supiera nada de vos como escritor porque eso habría de suceder mucho después, en el cuarenta y siete, cuando Nadie encendía las lámparas. Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos habría proyectado el uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para darte caña y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuarte tos de Mozart, partitas de Bach y también, claro, Gardel 266 y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos hubiéra mos hecho amigos, y andá a imaginar lo que habría salido de ese encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en Chivilcoy; pero claro, justa mente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto. Fijate que las órbitas no solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca durante una punta de meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del 40 estabas en Pehuajó, en julio llegaste a Bolívar, de donde yo ha bía emigrado el año anterior después de enseñar geografía en el colegio nacional, horresco referens. Andabas dando tumbos musicales por mi zona, Bragado, General Ville gas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a Chivil coy, la batalla junto a la mesa de billar había sido dema siado para vos. Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y también que en Bo lívar paraste en el hotel La Vizcaína, donde yo había vivi do dos años antes de mi pase a Chivilcoy, y no puedo dejar de pensar que a lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto, allí donde yo había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de triste za provinciana. Y el nuevo propietario, que se llamaba Musella, te acompañó sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal y servil que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un gallego maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pe didos más complicados y traer después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. Ah, Felisberto, qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para que un za guán de hotel, una esquina con palomas o un billar de club social nos vieran ciarnos la mano y emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imagi- nás, una amistad para la vida. Porque fijate en esto que mucha gente no com prende o no quiere comprender ahora que se habla tanto de la escritura como única fuente válida de la crítica lile raria y de la literatura misma, lis cierto que a mi no me 267 hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras en Buenos Aires con El acomoda dor y Menos Ju lia y tantos otros cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco o un coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente admirables. Pero me pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te per donaron la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías así, con el sordo y persistente pedal de la prime ra persona, de la rememoración obstinada de tantas lúgu bres andanzas por pueblos y caminos, de tantos hoteles fríos y descascarados, de salas con públicos ausentes, de billares y clubs sociales y deudas permanentes. Ya sé que para admirarte basta leer tus textos, pero si además se los ha vivido paralelamente, si además se ha conocido la vida de provincia, la miseria del fin de mes, el olor de las pen siones, el nivel de los diálogos, la tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive y de golpe es tan na tural que hayas estado en mi hotel, que el gallego Ces teros te haya traído las papas fritas, que los socios del club te hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan cerca. No solamente en ese mo mento y esos lugares; cerca por dentro y por paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo acercamiento físico no fue más que una sigilosa avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo final de la hermandad en esta helada medianoche de París. Porque además también viviste aquí, en el barrio latino, y como a m í te maravilló el metro y que las parejas jóvenes se besaran en la calle y que el pan fuera tan rico. Tus cartas me devuelven a mis primeros años de París, tan poco ( iempo después que vos; también yo escribí car ias afligidas por la falta de dinero, también yo esperé la 268 llegada de esos cajoncitos en los que la familia nos man daba yerba y café y latas de carne y de leche condensada, también yo despaché mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba demasiado. Otra vez las órbitas tan genciales, el roce sigiloso sin que nos diéramos cuenta; pero qué querés, a m í me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada; en este territorio en que habitamos eso no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve esta carta al correo. De cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en tantos otros momentos de tus relatos que al fin y al cabo son cartas a un pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios que tanto te faltaron en la vida. Y hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asim ilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario de un sinver güenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la m ateria de la realidad con esas jabalinas de poesía que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que en Leza ma y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Aleños Irene y de La casa inundada. Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo es caro, por lo menos el que paga el lector con su atención. Acaso hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor que los demás, pero confe- sá que la historia de la sinfonía inconclusa te hizo reír, y 269 que seguro te gustó saber que habíamos estado tan cerca allá en las pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces. A m í me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien: «Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado.» Ahora llega el otro sueño, el de las dos de la mañana. Déjame que me despida con palabras que no son mías pero que me hu biera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la nube y el men saje del azar en una si?nple hierba; todo lo maravilloso y oscu ro del mundo estaba en ti. Te querrá siempre