Formula Magica Del Pluralismo Moral

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Del monismo al pluralismo moral

Aquellas sociedades en las que ha existido una unión política entre Iglesia y Estado de tal
tipo que se han constituido como estados confesionales, se han acostumbrado a regirse
por un código moral único, dado por las personas facultadas para ello desde el convenio
correspondiente entre ambas instituciones. Éste ha sido, sin duda, el caso de España y de
buena parte de países de América Latina, en los que ha estado vigente un código moral
nacionalcatólica, es decir, el código moral propuesto al Estado por una parte de la
jerarquía eclesiástica, ligada a un sector muy determinado de la sociedad; concretamente,
al sector política económicamente dominante 12.
Y
En el mismo orden de cosas, otros países han vivido una experiencia similar desde credos
seculares, còmo ha ocurrido de forma paradigmática en los países que han vivido bajo
regímenes comunistas, en los que también ha imperado un código moral único, una
ideología única, si bien de carácter laicista. Un determinado grupo, como es sabido, se
arrogaba en exclusiva el derecho y la capacidad de juzgar acerca de lo bueno y lo malo
para los ciudadanos y para toda la humanidad desde una ideología, como el materialismo
histórico, presuntamente científica. Cualquier concepción moral que no se atuviera a la
ideología oficial, cualquiera que discrepara de las interpretaciones admitidas por la
vanguardia del parti- do, quedaba tachada ipso-facto de perversidad burguesa y tenía que
ser llevada a la hoguera, como en los viejos tiempos.
En todos estos países, fuera cual fuere el grado de cerrazón, el advenimiento de la libertad
religiosa y, con ella, el fin del código moral único, sea religioso o secular, supuso el
comienzo de un período de auténtico desconcierto desde el punto de vista moral. Los
ciudadanos se habían acostumbrado a tomar como referente las directrices de aquellos «a
quienes correspondía», bien para tenerlas por buenas, bien para asumirlas pero desde una
distancia crítica, bien para rechazarlas abiertamente, situándose en la posición contraria,
pero siempre teniendo esas orientaciones oficiales como punto de mira.
Yes que con el código moral único -sea cristiano, musul- mán, judío o laicista- ocurre lo que
con los personajes del teatro moral inglés medieval, de los que nos habla Alasdair
MacIntyre. Según él, tanto en ese tipo de teatro como en el teatro No japonés, aparecen
una serie de personajes que el público reconoce inmediatamente y que marcan el tono del
drama, porque los restantes personajes los toman como referente, sea para guiarse en su
conducta por sus palabras, sea para actuar justamente por reacción a ellos. Quien no sepa
reconocer y comprender a esos personajes tampoco entiende el conjunto de la obra13.
Algo similar ocurre con la trama de las orientaciones morales en países políticamente
comprometidos con una confesión religiosa o con una confesión laicista: que los
ciudadanos la toman como referente moral, sea para acomodarse a sus prescripciones, sea
para asumirla desde la crítica interna, sea para rechazarla abiertamente.)
Éste ha sido el caso de España durante la época franquista, en la que estuvo vigente el
código nacionalcatólico, es decir, el expresivo de un sector determinado del catolicismo.
Con respecto a él puede decirse que una parte de la ciudadanía lo aceptó como su código
moral, otro sector creyente asumió una parte de él, pero criticando otra parte desde su
propia fe14, y otro sector lo repudió abiertamente. En todos estos casos el referente
social, el "personaje" era el mismo.
También en los países comunistas se vivió, como hemos dicho, una situación de código
moral único, en este caso co- munista y laicista, pero además acompañado de la imposibi-
lidad de ejercer la crítica en unos países privados totalmente de libertad de opinión,
expresión y reunión, en los que la sociedad civil había sido abolida) El individuo se
encontró absolutamente inerme frente a un Estado omnipotente, una vez disuelto ese
tejido social, esa red de asociaciones mediadoras entre el individuo y el Estado, que
componen la voz crítica de una sociedad. Sin una sociedad civil potente -ésta es una de las
lecciones que hemos aprendido del colectivismo de los Países del Este- peligran los
derechos de los individuos y de los grupos que no se adhieren incondicionalmente al
sistema. Por eso hoy en día pensadores como André Gorz15, Jürgen Habermas1, Michael
Walzer17, John Keane18 y, entre nosotros Víctor Pérez Díaz1o, desde posiciones diversas,
invitan a reconstituir y fortalecer la sociedad civil tanto en los antiguos países comunistas
como en las democracias liberales, con el fin de evitar, entre otras cosas, que el poder
estatal acaba engullendo a los individuos.
Sin embargo, lo que a mi juicio- no señalan abiertamente estos autores es que el
fortalecimiento de la sociedad civil requiere, como condición de posibilidad, la
potenciación de una ética compartida por todos los miembros de esa misma sociedad
porque, sin unos mínimos morales compartidos, mal van a sentirse ciudadanos de un
mismo mundo20.
Ciertamente, individuos que se encuentran casualmente en una comunidad política y no
tienen más remedio que convivir en ella, porque cambiar de nación resulta harto difícil,
pueden esforzarse por elaborar códigos jurídicos para defender sus derechos individuales.
Pero el derecho es totalmente insuficiente para crear en esos individuos la conciencia de
que son miembros copartícipes de una misma sociedad, que sólo ellos pueden construir
desde valores ya aceptados. Por eso importa hoy recordar -con Víctor Pérez Díaz- el
insustiuíble papel que la sociedad civil ha jugado en países como España en la constitución
de un estado de- mocrático, como también asignarle un lugar prioritario en la
profundización en la democracia; pero este doble recuerdo no basta, sino que urge invitar
a esa misma sociedad a potenciar unos valores morales que ya comparten, diseñando los
trazos de una auténtica ética de la sociedad civil.
La falta de una ética semejante y el hecho de que, tanto en los países
confesional-religiosos como en los confesio- nal-comunistas, estuviera vigente
aparentemente un sólo código moral, acostumbró a un buen número de ciudadanos a
tomar una actitud de pasividad en las cuestiones morales, difícil de superar más tarde.
Parece a tales ciudadanos pasivos que las orientaciones morales han de venir de algún
cuerpo de legisladores especialmente designado para ello y que a las personas no queda
sino obedecer o rechazar de plano pero, en este segundo caso, desde las directrices dadas
por otros legisladores distintos a los reconocidos en el
país correspondiente. Con lo cual todavía no hemos ganado lo fundamental: darnos
cuenta de que somos los ciudadanos quienes hemos de hacer el mundo moral y, por lo
tanto, quienes hemos de reflexionar acerca de qué sea lo justo y lo injusto, aunque sea
buscando la ayuda de asesores adecuados, el apoyo de gentes que nos merecen confianza.
Ciertamente, no resulta fácil a una población habituada a un código moral único tomar
conciencia de que ella es la protagonista, por eso en España, por ejemplo, el reconoci-
miento real de la libertad religiosa en la Constitución de 1978 produjo una situación de
auténtico desconcierto: ¿el fin del reinado del código moral único significaba el
advenimiento de otro rey o la instauración de una época de interregno? ¿Al monismo
moral sucedían el vacío (es decir el interregno), el politeísmo (es decir, la anarquía total),
un nuevo monismo solapado o el celebérrimo pluralismo?
2. No todas las opiniones son igualmente respetables
Durante algún tiempo -recordemos- la incógnita quedó sin despejar. Parte de la población
pensaba que sin una fundamentación religiosa de lo moral no tenía sentido hablar de
moral alguna y, por lo tanto, se aferraba a la idea de que el código moral de una sociedad
no puede ser más que aquel que tiene su fundamento en la fe religiosa, Tomando como
consigna la conocida afirmación de Ivan Karamazov "si Dios no existe, todo está
permitido", pensaba este sector de la población española que la nueva situación nos
dividía en dos bandos: los creyentes, orientados por una moral religiosa, y los no
creyentes, totalmente carentes de moral, ra los que todo vale, cualquier cosa está
permitida.
pa-
Sin embargo, otra parte de la ciudadanía renegaba del código moral único, pero
curiosamente se empeñaba en afirmar que eso de la moral es muy subjetivo y que cada
quien allá se las componga en esta materia. En el terreno moral -afirman- es imposible
llegar a un acuerdo que no sea casual, es imposible superar el subjetivismo y alcanzar
intersubjetividad, es decir, afirmaciones que valgan, no sólo para mi misma, sino
universalmente.
Curiosamente, quienes mantenían esta última postura creían ser muy progres y estar
defendiendo un "sano pluralismo moral", porque entendían que el pluralismo consiste, no
sólo en oponerse al monismo, sino también en afirmar que en las cuestiones morales todo
es muy subjetivo, todo depende de las preferencias individuales.
Si a este subjetivismo moral añadía el progre en cuestión la —a su juicio— indiscutible
sentencia de que es imposible encontrar fundamentación alguna para lo moral, sea en la
religión, sea en la razón común a toda persona corriente y moliente, creía haber alcanzado
las más altas cotas de postmodernidad y progresía. No sólo defendía frente a los ce- rriles
y antediluvianos monistas, aferrados al código único por temor a quedarse sin rastro de
moral, que lo moral es muy subjetivo, sino que además quedaba lo moral privado de
fundamento, con lo cual parecía haberse alcanzado tras siglos de esclavitud el reino de la
libertad.
Como dice Jesús Conill en El enigma del animal fantástico, la postmodernidad puede
entenderse como un modo de interpretar la libertad, tras las huellas de Nietzsche Y
Heidegger. Si ya la ética kantiana supusó la defensa de la libertad, más que la del deber, las
propuestas de Nietzsche y Hei- degger intentarían liberarnos, no sólo de mandatos y
deberes, sino también de todo fundamento racional que venga a representar algún tipo de
exigencia normativa2. "Las convicciones son prisiones" -decía Nietzsche- y reconocer que
en la razón de todo hombre hay fundamento suficiente para comportarse moralmente, y
además en un sentido determinado, por abiertos que sean los trazos del camino, obliga en
realidad a seguir las directrices racionales a cualquiera que desee vivir racionalmente.
Claro que siempre queda la salida de renuciar a la razón, pero no parece ésta una solución
muy digna, habida cuenta de que una "razón sentiente" -por decirlo con la tradición
zubiriana, es la facultad que nos permite entendernos. Por eso el presunto postmoderno
opta más bien por rebajar las posibles exigencias racionales, diciendo sencillamente que
no hay fundamento alguno para lo moral en la razón, y que quien otra cosa defienda, es un
cavernícola, un poco más modernito que el monista religioso, pero cavernícola al fin y a la
postre.
Estar à la page exige entonces renegar de cualquier intento de fundamentación,
tachándolo de "pensamiento fuerte", que es algo que suena como a hitleriano, y pasarse
con armas y bagaje a las filas del "pensamiento débil", tan tolerante y de- mocrático él, al
menos en apariencia.
No suele recordar el "pensador débil" que fue precisamente en el pensamiento
heideggeriano, raíz del actual pensamiento débil, en el que pareció encontrarse más a sus
anchas el nazismo hitleriano. Podía haber optado en princi- pio por Kant, por aquello de
que también era alemán, y además una gloria nacional, y, sin embargo no debió gustar le
mucho al nazismo aquel intento kantiano de fundamentar en la razón que toda persona es
fin en sí misma y no un simple medio, que todo ser racional posee un valor absolu- to y no
se le puede utilizar para satisfacer preferencias individuales y grupales. Admitir que tales
principios están en- trañados ya en la razón de cualquier ser humano supone reconocer
implícitamente que quien no los respete se com- porta como un animal, y no les debió
gustar a los arios, al- tos y rubios, la idea de verse relegados a la categoría de animales por
su modo de tratar a judíos, marxistas y cristianos. Resultaba obviamente mucho más
confortable un pensa- miento, como el heideggeriano, que se niega a fundamentar
racionalmente y aconseja quedar a la espera del ser.
No entro, por supuesto, en la tan traída y llevada polémi- ca acerca de si en el
heideggeriano Ser y tiempo estaba ya larvado el nazismo, sino en algo mucho más sencillo:
que, fuera ésta o no la intención de Heidegger, lo bien cierto es que un pensar que se
limita a esperar el advenimiento del ser y no busca razones compartidas para la moralidad,
está concediendo en realidad patente de corso a los poderosos para que hagan cuanto
quieran, cón total impunidad racio- nal y, por tanto, moral: desde mangas y capirotes, a
practi- car sistemáticamente un genocidio inmisericorde con apro- vechamiento lucrativo
incluido.
Por eso no apuesta este libro por pensamientos débiles ni fuertes, porque semejante
clasificación le parece bastante estúpida, sino que le importa averiguar si en una sociedad
pluralista, que ha superado la etapa del código moral único, existen unos valores morales
compartidos entre los ciudadanos que les permiten trabajar juntos, y si esos valores tienen
algún fundamento, base, o como decirse quiera, en una razón hu- mana que, como tal,
sólo puede ser una razón sentiente22.
Pero, regresando a la España de 1978 y a otros países en diversas fechas, muy
especialmente los latinoamericanos, el panorama moral parecía plantearse como una
auténtica disyuntiva: o monismo troglodita, carpetovetónico por más señas, o pluralismo
subjetivista. (Habida cuenta de que "subjetivismo" significa que en cuestiones morales
cada quien opina como quiere y no es posible llegar a más acuerdos que los contingentes,
es decir, los que surgen de una feliz coincidencia, que se produce casualmente, pero con la
misma casualidad podía no haberse producido. Lo cual, como veremos, es politeísmo y no
pluralismo.
Ciertamente, la creencia de que la mencionada disyuntiva resulta insuperable y que entre
el cerrilismo de los monistas y el de los subjetivistas tertium non datur, está muy extendida
entre la población; sin embargo, es, afortunada- mente, falsa y descansa en una
comprensión bastante defi- ciente de lo que sea el pluralismo moral. Término que urge
aclarar porque, si el pluralismo consistiera en una multitud de opiniones que coinciden a
veces por pura casualidad, resultaría imposible a los ciudadanos de una sociedad pluralista
construir un mundo juntos: las coincidencias casuales no dan como para construir
conjuntamente; dan, a lo sumo, para viajar a la vez en el mismo tren o en el mismo barco,
cuando los pasajeros coinciden en las mismas fecha y hora, pero no para construir.
Para eso se necesita algo más que una casual coincidencia que viene de fuera: se necesita
una voluntad común nacida desde el interior de las personas, aunque esa voluntad se
limite a unos mínimos elementos compartidos23. Tales himnos son en realidad
indispensables para hablar de pluralismo y no existen, en cambio, en una sociedad en que
impere el politeísmo axiológico.
3. No politeísmo, si no pluralismo
La expresión "politeísmo axiológico" fue acuñada por Max Weber para describir uno de los
resultado sociales a los que condujo el célebre proceso de modernización, sufrido por los
países occidentales desde los albores de la Modernidad. Según la conocida descripción de
Weber, tendría este proceso un doble rostro: consistiría, por una parte, en un progreso en
la racionalización de las estructuras sociales y formas de pensar y, como consecuencia de
ëse progreso, en un retroceso de aquellas formas de pensamiento religiosas y morales,
que mantenían cohesionadas las sociedades.
El proceso de modernización occidental tendría enton- ces por componentes un progreso
en la racionalización y un retroceso de las imágenes del mundo religiosas y morales
compartidas; retroceso al que se ha denominado "desencantamiento" del mundo, porque
aquellas creencias religiosas y morales que mantenían el mundo "encantado",
"hechizado", van diluyéndose frente al avance inexorable de la racionalización. ¿Es que las
imágenes religiosas son irracionales y por eso retroceden necesariamente cuando
prospera la razón? Obviamente para responder a una pregunta como ésta es necesario
aclarar primero qué entendemos por racionalización, porque en su comprensión radica la
clave del enigma.
En efecto, el progreso en la racionalización al que se refiere Max Weber consiste en la
aplicación a las distintas formas de pensar y a los distintos ámbitos sociales de un uso muy
determinado de la razón: el uso llamado "racional- leológico", "mesológico" o bien
"instrumental". Se llama así porque se trata de una razón perfectamente habituada a
descubrir qué medios son adecuados para alcanzar los fines que se persiguen, como
también a calibrar las consecuencias de realizar determinadas acciones, pero que nada
quiere saber de valorar los fines últimos, porque ya no sabría desde dónde hacerlo. Los
fines y valores últimos se aceptan o se rechazan, pero es imposible argumentar a favor de
unos u otros, pretendiendo que son racionalmente superiores, porque no hay otros fines o
valores desde los que calibrarlos 24.
Ahora bien, precisamente esos valores y fines últimos vinieron justificados
tradicionalmente por las imágenes religiosas del mundo y, puesto que la razón
instrumental, que se ha erigido como racionalidad única, es impotente para tenerlos como
su negocio propio, van quedando relegados como irracionales, como metas que se
aceptan o se rechazan por algún tipo de fe, pero sobre las que no se puede argumentar. Al
avance de la racionalidad mesológica acompaña, pues, como la otra cara de la moneda, el
desencantamiento religioso y axiológico del mundo y, como su última consecuencia, el
politeísmo axiológico.
*Consiste el politeísmo axiológico en creer que las cues- 'tiones de valores, y por supuesto
las cuestiones de valores morales, son "muy subjetivas", que en el ámbito de los valo- res
cada persona elige una jerarquía de valores u otra, pero la elige por una especie de fe o
corazonada. En realidad, si tuviera que tratar de convencer a otra persona de la supe-
rioridad de la jerarquía de valores que ha elegido, sería incapaz de aportar argumentos
para convencerle, sencillamente porque tales argumentos no existen; por eso se produce
en el terreno de los valores un politeísmo, porque cada uno "adora" a su dios, acepta su
jerarquía de valores, pero es imposible encontrar razones que puedan llevarnos a
encontrar un acuerdo argumentado. De ahí que cada quien opine como quiera y resulte
imposible llegar racionalmente a un acuerdo intersubjetivo.
Ciertamente en las sociedades con democracia liberal está muy extendida la convicción de
que las cuestiones morales son muy subjetivas y de que el pluralismo consiste en to- lerar
las opciones ajenas. Por eso en los debates de televisión sobre cuestiones morales se
acostumbra a invitar a representantes de posturas totalmente enfrentadas sobre un tema,
para que cada uno de ellos defienda su punto de vista, sin pretender en modo alguno que
lleguen a un acuerdo.
Precisamente que se produjera un acuerdo entre los interlocutores sería un fracaso para el
programa en cuestión, porque "lo que vende" son las discusiones agrias, los insultos y los
portazos. Lo ideal para los organizadores sería que al final del programa los presuntos
contertulios llegaran a las manos, porque al día siguiente sería la comidiļļa de todos los
espectadores: "¿Viste ayer la que se armó...? Y eso es lo importante en esta nuestra
cultura de la imagen y el sonido: que "se hable de", en el sentido de que se comente; no
que sea verdad, ni mucho menos que se hable para tratar de llegar a un acuerdo.
Encontrar ejemplos de este tipo de debates no sería difícil, sino todo lo contrario: bastaría
con enchufar el aparato de televisión. Lo complicado sería más bien encontrar
contraejemplos. Y si no, atiendan a un programa sobre eutana- sia, sin ir más lejos. Sin
duda habrá un representante de Pro Vida y otro de Derecho a Morir Dignamente, se
enzarzarán en un pelea más o menos desagradable, en la que mutua- mente vendrán a
tacharse de inmorales y, después de haberse echado los trastos a la cabeza, regresarán a
sus casas sin haber modificado un ápice su punto de vista.
Sin duda aducirán en su descargo los organizadores de tales debates que esos
movimientos son justamente los que socialmente se preocupan del tema y, por lo tanto,
que una discusión que pretenda reflejar el pluralismo del sentir social no cumple su
cometido si no cuenta con ese tipo de grupos.
Añadirán también que escuchar voces discrepantes es lo que ayuda, tanto a formar el
propio juicio, como a cultivar la tolerancia, factores ambos sin los que es imposible un
sano pluralismo. Y en parte tendrán razón, pero sólo en parte.
Porque si es verdad que nuestros debates no pueden ser si- no discusiones, más o menos
agrias, entre interlocutores que parten del desacuerdo y ni remotamente pretenden
ponerse de acuerdo, entre otras razones, porque les parece imposible alcanzarlo, entonces
no hay pluralismo alguno, sino politeísmo craso. No puede haber pluralismo entre
ciudadanos con perspectivas tan absolutamente diferentes como pueda haberlas entre un
marciano y un selenita, si es que tales seres existen, porque el pluralismo exige -como
hemos dicho- al menos un mínimo de coincidencia, surgida desde dentro.
Conviene, pues, aclarar que defender el subjetivismo moral es alistarse en las filas del
politeísmo axiológico, y no en las de un sano pluralismo: el pluralismo, por su parte, es
totalmente incompatible con el subjetivismo moral.
Y sucede que en las sociedades con democracia liberal es precisamente el pluralismo el
que las hace posibles, porque el pluralismo consiste en compartir unos mínimos morales
desde los que es posible construir juntos una sociedad más justa, y en respetar,
precisamente desde esos mínimos compartidos, que cada quien defienda y persiga sus
ideales de felicidad. Ideales que, a mi modo de ver, configuran ya unos "máximos éticos"
en los que no tienen porqué estar de acuerdo todos los ciudadanos para convivir -no sólo
para coexistir, desde el mutuo respeto y aprecio.
Trataremos brevemente sobre qué sea eso de los mínimos y los máximos, un tema que
hoy es ineludible para construir una moral cívica, una ética de la sociedad civil.
4. Éticas de mínimos y éticas de máximos
Si "politeísmo axiológico" significa que los ciudadanos de una sociedad que ha sufrido el
proceso de modernización "creen" en distintas jerarquías de valores y no pueden superar
ese subjetivismo, es decir, que no pueden hacerlas intersubjetivas racionalmente, porque
no hay argumentos que lo hagan posible, "pluralismo moral" significa, por el contrario, que
los ciudadanos de esa sociedad que ha sufrido el proceso de modernización, comparten
unos mínimos morales, aunque no compartan la misma concepción completa de vida
buena.
En este sentido es en el que un buen número de pensadores, tanto desde el "liberalismo
político", como es el caso paradigmático de John Rawls, como desde lo que yo quisiera
llamar un "socialismo dialógico", defendido por Karl Otto Apel, Jürgen Habermas y cuantos
defienden la llamada "ética dialógica"27, vienen preguntándose hace ya algunos años
cómo es posible mantener una sociedad pluralista, siendo así que en ella tienen que
convivir ciudadanos que tienen distintas concepciones de felicidad. No digamos ya una
sociedad multiculturalista, en que las diferencias no son las que existen entre grupos
formados en una misma cultura, sino entre distintas culturas. ¿Cómo es posible, no sólo
que coexistan, sino que convivan, como decíamos antes?
La respuesta bastante generalizada es la de que la convivencia es posible siempre que las
personas compartan unos mínimos morales, entre los que cuenta la convicción de que se
deben respetar los ideales de vida de los conciudadanos, por muy diferentes que sean de
los propios, con tal de que tales ideales se atengan a los mínimos compartidos.
Este empeño en defender y potenciar unos mínimos para que sea posible una convivencia
real tiene sus raíces históricas en la nefasta experiencia de las guerras de religión, que
asolaron Europa a fines de la Edad Media y comienzos de la Moderna. Estas guerras
tuvieron sin duda causas económicas y políticas, e incluso se debieron también a
motivaciones psicológicas de ambición y poder, sin embargo, se revistieron con la capa de
la intolerancia religiosa, y causaron tal número de matanzas, torturas y todo tipo de
sufrimiento físico y moral, que cuando empezó a experimentarse en algunos países la
posibilidad de que gentes con distintos credos religiosos convivieran pacíficamente,
respetando de forma tolerante sus desacuerdos, pareció abrirse una nueva época: no
tener el mismo ideal de vida que el conciudadano no significaba intentar eliminarle; la
convivencia pacífi- ça con él era perfectamente posible, e incluso fecunda, siempre que se
compartiera con él la convicción de que todos los seres humanos merecen igual respeto y
consideración, y que están perfectamente legitimados para desarrollar sus planes de vida,
siempre que permitan a los demás actuar de igual modo.
Esta nueva experiencia que, así enunciada, puede parecernos una obviedad, no lo es, sin
embargo. Y no sólo porque a la humanidad le costó bastantes siglos de aprendizaje, sino
porque una cosa es aprender a formular el enunciado, otra bien distinta, ponerlo en
práctica.
Desde el siglo XVI en que algunos pensadores empezaron a redactar escritos sobre la
necesidad de la tolerancia, las conductas intolerantes e intransigentes con las
concepciones de vida distintas de la propia siguen siendo parte de la vida cotidiana, como
se ha echado de ver en guerras emprendidas por creyentes, en guerras emprendidas por
laicistas, y en la simple oposición a que existan gentes que puedan pensar de manera
distinta. Esta intolerancia, que llevamos metida en la masa de la sangre y que ha escrito
buena parte de los capítulos más amargos de nuestra pobre historia, puede ser superada:
puede y debe serlo.
Pero el camino para superarla no es el politeísmo axiológico, no es el subjetivismo moral,
sino el pluralismo que consiste en respetar unos mínimos ya compartidos, desde los que
reconocemos, entre otras cosas, que cada quien es muy dueño de organizar su vida según
sus propios ideales, y que es muy posible que esos ideales valgan la pena, aunque
nosotros no los compartamos plenamente. ¿A qué se refieren exactamente los mínimos y
a qué los máximos?
Según algunas voces, cuya opinión comparto plenamente, la fórmula mágica del
pluralismo consistiría en compartir unos mínimos morales de justicia, aunque discrepemos
en los máximos de felicidad. Y tal fórmula podría explicitar- se más pormenorizadamente
en el siguiente sentido.
5. La fórmula mágica del pluralismo: exigencias de justicia- invitación a la felicidad
Es convicción bien extendida en el ámbito filosófico la de que en el amplio conjunto del
fenómeno moral cabría distinguir dos lados, que sin duda en las conciencias de las
personas de carne y hueso están unidos de forma inseparable, pero que pueden y deben
analizarse por separado sen- cillamente porque un análisis de este tipo resulta sumamente
fecundo para construir y fortalecer una sociedad pluralista. Se trata de la célebre distinción
entre "lo justo' y "lo bueno" o, dicho de otro modo, entre las exigencias de justicia y las
invitaciones a la felicidad.
Obviamente, resulta imposible diseñar un modelo y unas normas de justicia sin tener
como trasfondo la idea de qué es lo que los hombres tenemos por bueno, en qué nos
parece que puede consistir la felicidad. Si decimos, por ejemplo, que tenemos por injusta
la actual distribución de la ri- queza y que es urgente emprender la tarea de establecer un
nuevo orden económico nacional e internacional, será por- que estamos convencidos de
que poseer una cierta cantidad de riqueza es bueno para cualquier ser humano, ya que así
puede desarrollar con libertad algunos de sus planes de vida, y además porque creemos
que es bueno que exista equidad en la distribución de los bienes sociales; no nos parece,
por tanto, que el ideal de vida buena de una sociedad pueda realizarse sin atender a unos
mínimos de justicia.
Esto es totalmente cierto, y por eso tienen razón quienes dicen que no puede separarse de
una forma tajante entre lo justo y'lo bueno, ni, por tanto, pensar en qué cosas pue- den
ser exigibles a toda persona sin tener cierta idea de qué es lo que hace felices a las
personas. Sin embargo, también es verdad que quienes tenemos por necesario distinguir
entre lo justo y lo bueno no estamos pensando en ninguna separación tajante, por que
sabemos que en la vida cotidiana nos planteamos las exigencias de justicia como aquellos
bienes básicos, mínimos, de los que creemos que toda persona debería disponer para
realizar sus aspiraciones a la felici- dad28. Para entender a qué nos referimos, sería bueno
que practicáramos algunos experimentos mentales, como los siguientes.
Imaginemos que pasamos una de las mil encuestas que en este país se pasan diariamente,
preguntando a los encuestados qué tienen por bueno, qué les hace felices, y unos
contestan que cifran su felicidad en adquirir profundos conocimientos, otros en disfrutar
del cariño de personas amigas, otros, en tratar de conseguir el bienestar de los menos
afortunados. Y, supongamos que a continuación pasamos otra encuesta preguntando esta
vez en qué razones se apoyan para tener esos ideales por buenos, por felicitantes. Las
respuestas podrían ser asimismo de lo más variado: desde apelar a la propia experiencia
de lo gratificante que les ha resultado en ocasiones disfrutar de esos bienes, hasta recurrir
a la autoridad de algunas ciencias, o también de personas que les merecen crédito, o a
creencias religiosas.
i
Por continuar el experimento, imaginemos ahora que nosotros mismos tenemos una
concepción diferente de qué tipo de vida proporciona felicidad, como también una for- ma
de fundamento diferente, ¿nos asistiría algún derecho para recriminar a cualquiera de las
personas encuestadas por su forma de entender la felicidad y por su modo de
fundamentarla? ¿Podríamos esgrimir razones para exigirles que cambiaran de ideal de
felicidad, o bien tendríamos que conformarnos con hablarles del nuestro y comentarles
cómo desde nuestra propia experiencia o desde nuestra propia convicción nos ha
resultado gratificante?
Cambiando ahora de tercio, pero intentando completar nuestro experimento, supongamos
que pasamos otra encuesta a las mismas personas, preguntándoles si creen, por ejemplo,
que todo ser humano tiene derecho a la vida y a los medios necesarios para poder vivirla
dignamente, y que de nuevo nos encontramos ante respuestas diversas: unos entienden
que seres humanos de determinadas razas no tienen tales derechos, o que no los tienen
algunos minusválidos, mientras que otros responden, por el contrario, que toda persona
tiene derecho a la vida y a los medios necesarios para desarrollarla dignamente.
Es evidente que en este caso no estamos experimentando con las convicciones que el
público pueda tener acerca de la felicidad, acerca de cómo organizar el conjunto de bienes
que puede perseguirse para llevar una vida en plenitud. Estamos preguntándonos, cómo
juzgar acerca de cuestiones de justicia, y tendremos que hacer grandes esfuerzos por
recordar que sólo oficiamos de sociólogos, para no entablar una agria discusión con
aquellos de los que discrepemos. Porque ¿es verdad que quien defienda el derecho de
toda persona a vivir y a los medios necesarios para hacerlo dignamente, puede contemplar
con respetuosa tolerancia a quien niega tales derechos a algunas personas? ¿No hemos de
reconocer más bien que en cuestiones de justicia no cabe sólo narrar experiencias
personales, sino que "nace de dentro" exigir que tales exigencias se satisfagan?
La verdad es que no hacen falta grandes experimentos mentales, sino que, con sólo
escuchar y leer las noticias diariamente, sobra material para percatarse de que en
cuestiones de justicia un ciudadano adulto es intransigente, mientras que, en lo que se
refiere a proyectos de felicidad, un ciudadano adulto es tolerante, aunque pueda estar
convencido del profundo valor del suyo.
De experimentos como éstos, ampliables casi al infinito, venimos a concluir que, aunque
en la vida cotidiana justicia y felicidad sean dos caras de una misma moneda, las
cuestiones de justicia se nos presentan como exigencias a las que debemos dar
satisfacción, si no queremos quedar por debajo de los mínimos morales, mientras que los
ideales de felicidad nos atraen, nos invitan, pero no son exigibles.
Yaquí radica otra de las diferencias entre felicidad y justicia: que mientras en una sociedad
pluralista los ideales de felicidad pueden ser distintos, y resultaría irracional la conducta de
quienes se empeñaran en exigir a todos sus conciu- dadanos que se atengan al que ellos
tienen por adecuado, no sucede lo mismo con las convicciones de justicia. Cuando
tenemos algo por justo, nos sentimos impelidos a intersubjetivarlo, a exigir que los demás
también lo tengan por justo,porque ciertamente existe una gran diferencia entre los jui-
cios "esto es justo" y "esto me conviene", pero también entre los juicios "esto es justo" y
"esto da la felicidad".
Si digo "esto me conviene", estoy expresando simplemente mi preferencia individual por
algo, y si digo "esto nos conviene" amplío la preferencia a un grupo; mientras cuando
afirmo "esto es justo" estoy confiriéndole un peso de objetividad que queda más allá de
preferencias personales y grupales: estoy apelando a modelos intersubjetivos, que
sobrepasan con mucho el subjetivismo individual o grupal.
Decir que "esto hace feliz" es, por contra, bastante más arriesgado, porque ¿quién se
atreverá a decir que esto es lo que hace felices a todos los seres humanos, aunque parte
de ellos se niegue a aceptarlo?
Y esta doble faceta de la moral es la que provoca grandes confusiones en una sociedad que
ha pasado de tener un código moral único a proclamar el pluralismo.
En efecto, escarmentada de la intransigencia del monismo moral y totalmente en guardia
ante cualquier apariencia de intolerancia, cree que "pluralismo" significa tolerar todo,
aceptar que todo vale y que cualquier opinión es igualmente respetable. Por otra parte,
esa misma sociedad se percata de que todo no le da lo mismo, que le indignan la
corrupción, la violación de los derechos humanos, la in- justicia, y que no está dispuesta a
tolerarlos porque le pare- ce inhumano. Con lo cual anda bastante confundida al menos
por un largo período de tiempo.
En nuestro país este período ya ha pasado y ha llegado el momento de aclarar que la
fórmula del pluralismo no es "todo vale", sino: en lo que respecta à proyectos de felicidad,
cada quien puede perseguir los suyos e invitar a otros a seguirlos, con tal de que respete
unos mínimos de justicia, entre los que cuenta respetar los proyectos de los demás; en lo
que se refiere a los mínimos de justicia, debe respetarlos la sociedad en su conjunto y no
cabe decir que aquí vale cualquier opinión, porque las que no respetan esos mínimos
tampoco merecen el respeto de las personas.
Como conclusión de este apartado podemos decir, pues, que el fenómeno moral tiene
sobre todo dos facetas, que son la justicia y la felicidad.
En el terreno de la felicidad tiene sentido dar consejos, asesorar, sugerir a otra persona
cómo podría alcanzarla, bien desde la propia experiencia, bien desde la confianza que
otros nos merecen y que indican que ese es un buen camino. Decíamos que son éticas de
máximos las que aconsejan qué caminos seguir para alcanzar la felicidad, cómo organizar
las distintas metas que una persona se puede proponer, los distintos bienes que puede
perseguir para lograr ser feliz. Aquí no tiene sentido exigir lo que se debe hacer: aquí no
tiene sentido culpar a alguien de que no experimente la felicidad como yo la experimenté.
!
En el terreno de la justicia, en cambio, es en el que tiene pleno sentido exigir a alguien que
se atenga a los mínimos que ella pide, y considerarlo inmoral si no los alcanza. Por eso éste
no es el ámbito de los consejos, sino de las normas; no es el campo de la prudencia, si no
de una ra- zón práctica que exige intersubjetivamente atenerse a esas
normas.
Si quisiéramos establecer una comparación entre las éticas de la justicia y las de la
felicidad, la resultante sería la siguiente:
Éticas de mínimos
Ética de la Justicia
Lo justo
Razón práctica Normas Exigencia
Éticas de máximos Ética de la Felicidad
Lo bueno
Prudencia
Consejos Invitación
En lo que respecta a la ética de la sociedad civil es funda- mentalmente una ética de la
justicia, una ética de mínimos y no de máximos; mientras que, como veremos, las éticas
ligaț das a religiones son fundamentalmente éticas de máximos Como el asunto de este
libro es la ética de la sociedad civil, diremos que sus mayores problemas consisten en
averiguar quiénes están legitimados para decidir qué es lo moralmente correcto en una
sociedad pluralista, quiénes son los agentes de moralización, cuáles son los mínimos que la
componen y cómo se articula con las éticas de máximos. De todo ello intentaremos
ocuparnos en los capítulos que siguen.

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