Alfonso Reyes Cuento

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La insignia

Reyes Alfonso

Tenía que suceder al fin. Varias veces nos lo habían advertido y nunca quisimos hacer
caso. Ello es que las fieras y animales silvestres, espantados por los
desmanes del hombre, se reunieron secretamente en alguna
ignorada región del África para tomar providencias ante una posible catástrofe del planeta.

Por supuesto, no se ha permitido la presencia a cualquiera. Se expulsó a los astutos


insectos y otras alimañas menores, tan creídos de que son los futuros amos del mundo por
su capacidad de "proliferar" entre las mayores abyecciones, sin perdonar siquiera a los
hormigueros y a los panales, que -pese a la literatura- son los causantes de todo el daño,
por haberse propuesto al hombre como tipo de la perfecta república: nacional socialista,
claro está.

Algunas bestias mentadas en el Libro de Job, jeroglifos vivientes, fueron asimismo víctimas
de la previa censura. Así la cabra montés y la corza, remisas e inasimilables, dotadas de
posteridad pero no de continuidad, y que, como los malos teóricos, paren con esfuerzo,
replegándose sobre sí mismas, lo que no existe, lo qu se va y no vuelve.

También fue excluido el onagro, asno irregular, habitante de los salados desiertos, que
sobra en todas las agrupaciones sociales como el solterón sin deberes.

Lo propio se hizo con otro horrendo solitario, el rinoceronte, catapulta de un solo bloque, el
cual nunca pudo ver más allá de sus narices porque se lo estorba, entre los biliosos ojillos
de marrano, el cuerno plantado como enseña, alza en la pieza de artillería.

No se toleró a la avestruz, gallina abultada que entierra sin amor sus huevos, "maniquí de
alta costura", con sus plumeros de embajador o cortesana, su indecente tallo de carne
cruda que remata en una piña aplastada, sus desvergonzados muslos desnudos, su zigzag
de fugitiva constante -burla del caballo y del jinete-, sus aletas en cañones que ignoran el
vuelo y aplauden la carrera; su estúpida pretensión de ocultarse cuando hunde la cabeza
en el polvo, figurándose así -sofisma de "voluntad y representación"- que ella misma se
esconde al mundo porque esconde el mundo a sus ojos.

Ni se dio cabida al gavilán ni al buitre, cuyos polluelos tragan sangre, que sólo se remontan
a las alturas para mejor ver las carroñas abandonadas en el suelo y que giran
incesantemente en círculos esclavos, dibujo de sus hediondos apetitos.

Quedaron, pues, los animales auténticos. Tigres, leones, panteras, osos y otras pieles
dedujo, grandes y pequeñas, casi no hicieron más que escuchar: no habían tenido tiempo
de reflexionar sobre el caso. El propio Maese Zorro, desmintiendo su tradición fabulosa, se
encontraba desprevenido. Y, al revés de lo que pasa en los congresos humanos, el loro, por
fortuna, calló. Unos cuentos animales obvios llevaron el peso del debate.

El asno, que presidía la sesión, tomó la palabra. El asno ha visto de cerca al hombre y,
como todos saben, lo ha acompañado en algunas de sus más ilustres jornadas: excursiones
militares de Dióniso, viaje redondo del Salvador. Pero no se hacía ilusiones. A su juicio, el
destino de la criatura humana había agotado sus últimas promesas. ¿Qué hacen hoy por
hoy los hombres? Destruirse entre sí. Cuando toda una especie se entrega frenéticamente a
su propio aniquilamiento, es de creer que su locura responde a los altos designios de su
Creador.

-Porque yo, hermanos míos -concluyó el asno en su prudencia-, sí creo en Dios.

Tras el silencio temeroso que sucedió a estas palabras, se oyó un relincho. Es aquel que,
"entre las bocinas, dice: ¡Ea!, y de lejos huele las batallas, el estruendo de los príncipes y el
clamor" (Job, XXXIX, 25). El caballo, nuestro bravo camarada de armas, ráfaga crinada, no
quiso disimular su despecho. El combate, heroico antes y que levantaba las energías
cordiales, hoy es cosa de administración y de máquinas.

-Además -continuó-, ¡si el hombre sólo combatiera contra el hombre! Mucho se podría
alegar en defensa de la guerra, la verdadera guerra en que era yo aliado del hombre. Pero
hoy los humanos combaten ya contra la naturaleza y quieren desintegrarla y hacerla
desaparecer, en su afán de adueñársela. La Tierra misma está en peligro.

Algunos ladridos de protesta fueron tumultuosamente acallados. Había consigna de no


dejar hablar a los perros, sospechosos de complicidad con el hombre.

Pero habló el mono. Según él, no quedaba otro recurso que precaverse a tiempo y elegir un
nuevo monarca. Nadie más indicado que el mono -la rama de los pretendientes
destronados- para suceder al hombre en el gobierno.

-¡Oh, no! -reclamó el elefante. Hace falta un animal de mayor gravedad y aplomo, de
reconocida responsabilidad y de memoria probada, capaz de llevar a término sus empresas.
El mono es un ente ridículo y cómico, una bufonesca imitación del hombre, y una criatura
expuesta siempre a estériles inquietudes y nerviosidades; casi diríamos que es una ardilla,
el candor en menos, cuyas vueltas y revueltas carecen de utilidad y sentido. ¿Sustituir al
hombre por su caricatura? ¡Jamás!

Aquí un elefante enjaezado, vestido de telas verdes y rojas, alzó la trompa y lanzó un
tañido; es decir, pidió la palabra. Era un elefante de circo, escapado de alguna pista del Far
West. Traía todos los prejuicios que pueden adquirirse en el trato con los domadores y en la
frecuentación de los espectáculos humanos, y estaba lleno de sofismas y ardides. Casi era
un político profesional. En vano intentó que lo escucharan. No bien empezó a sonreír
maliciosamente, meneando la trompa y diciendo chistes de mal gusto sobre la conveniencia
de usar calzones, cuando los elefantes ortodoxos, los selváticos, lo hicieron callar,
declarándolo representante de Wall Street.

La discusión comenzaba a tomar un sesgo amenazante; pero, a fuerza de prolongados


silbos, un Ave Rara que lucía los penachos más atrayentes y centellaba de luz roja y
plateada, pudo imponer orden y empezó a decir con voz armoniosa:

-Voto por la abolición del hombre. Sea anulado el hombre y no tenga sucesor ninguno.
¿Qué falta le hace a la Tierra? Alternen los días y las noches, las auroras y los crepúsculos,
las calmas y las tempestades, las lluvias y los soles. Nadie estorbe el roncar de las frondas,
el voluble besuqueo de los arroyos y el contundente discurso de las cataratas. Bailen a su
gusto las olas verdes. Pósense o vuelen a su talante los nubarrones plomizos. Los vientos
de larga cola concierten los corros y los minués de hojas amarillas. Crezca y cunda la
vegetación a su antojo. El campo ahogue y borre a las ciudades. Olvídese para siempre al
hombre. Desaparezca de una vez este funesto accidente de la Creación.
Las ovaciones hicieron temblar las montañas. Entre el entusiasmo general, los perros, a
todo correr, llegaron a la próxima estación telegráfica y denunciaron el caso a los "grandes
rotativos".

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