El Amor Que Asalta Miguel de Unamuno
El Amor Que Asalta Miguel de Unamuno
El Amor Que Asalta Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno
¿Qué es eso del Amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es
eltema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio.
Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman Amor los
enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que
las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable
aburrimiento? Porque eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no
había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.
Ni sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que
suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y
poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía
digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su
tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el
Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del Amor.
Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor
entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras
lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los
que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura
pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna
del Amor.
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carne que olvida la imagen provocadora. Hacer de aquello el terrible dios vengador,
el consuelo de la vida, el dueño de las almas, parecíale un sacrilegio, tal como si se
pretendiese endiosar al apetito de comer. Un poema sobre la digestión es una
blasfemia.
"Llegará un día -se decía- en que acabe de perder esta vaga sombra de esperanza
de encontrarlo, y cuando vaya a entrar en la vejez, sin haber conocido ni mocedad
ni edad viril, cuando me diga: ¡ni he vivido ni puedo ya vivir!, ¿qué haré? Es un
terrible sino que me persigue, o es que todos los demás se han conchabado para
mentir". Y dio en pesimista.
Era una tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de
los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la yerba del
campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían
en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las
colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para
comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.
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Sentóse distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y
recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de
una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca,
grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al
verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba
a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.
- A ver... -añadió él, y con la mano temblorosa le cogió del puño para tomarle el
pulso.
Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse
mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.
- ¡La fiebre es... tuya! -respondió ella, con voz que parecía venir de otro mundo, de
más allá de la muerte.
Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le
tocaba a rebato.
- Es una imprudencia ponerse así en camino -dijo él, hablando como por máquina.
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Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de
Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno
frente al otro, tocándose las rodillas, meciendo sus miradas, le cogió la mujer a
Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma
de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del Amor;
también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste
convencional para engañar el tedio de la vida.
- ¿Y para qué, Anastasio? -respondía ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto
antes.
- ¿Y el tiempo perdido?
- Es verdad.
Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño
rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que
sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.
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-No pensemos en el porvenir -reanudó ella- ni en el pasado tampoco. Olvidémonos
de uno y de otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado al Amor y basta. Y
ahora Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?
- Qué mienten, Eleuteria, que mienten; pero muy de otro modo que lo creía yo
antes. Mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...
Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron
mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus
destinos. Y luego empezaron a temblar.
- ¿Tiemblas, Anastasio?
- ¿De qué?
- De felicidad.
- Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosotros.
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- ¡Entonces es contagioso...! -y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde
suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar
su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.
No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio, y
desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima
tierra. Sobre esta tierra ha crecido yerba y sobre la yerba llueve. Y es así el cielo, el
que les llevó a la muerte, el único que sobre su tumba llora.
El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble -”nada tiene más
imaginación que la realidad”, se decía -, llegó a una profunda conclusión de carácter
médico legal, y es que se dijo: "¡Estas lunas de miel...! No se debía permitir que los
cardíacos se casasen entre sí".