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Fe

Este documento describe la naturaleza de la fe desde la perspectiva católica. Explica que la fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela, y que implica someter completamente la inteligencia y la voluntad a Dios. Define la fe como una gracia divina, pero también como un acto humano libre. Describe las características de la fe como una adhesión personal a Dios, al mismo tiempo que un asentimiento a la verdad revelada, y cómo la fe y la razón no están en contradicción.

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Este documento describe la naturaleza de la fe desde la perspectiva católica. Explica que la fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela, y que implica someter completamente la inteligencia y la voluntad a Dios. Define la fe como una gracia divina, pero también como un acto humano libre. Describe las características de la fe como una adhesión personal a Dios, al mismo tiempo que un asentimiento a la verdad revelada, y cómo la fe y la razón no están en contradicción.

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«CREO»-«CREEMOS»

LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS


Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos para
invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es la
fe.
Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su
asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a
Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26).

ARTÍCULO 1
CREO

I La obediencia de la fe
Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por
Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen
María es la realización más perfecta de la misma.
Abraham, «padre de todos los creyentes»
La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la
fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8;
cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se le
otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio
(cf. Hb 11,17).
Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba
de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rm 4,3;
cf. Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe , Abraham fue hecho «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11.18; cf. Gn 15,
5).
El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe
ejemplar por la que los antiguos «fueron alabados» (Hb 11, 2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la
gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Hb 11,40; 12,2).
María : «Dichosa la que ha creído»
La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa
que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su
asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que
ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las
generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).
Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María
no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más
pura de la fe.

II "Yo sé en quién tengo puesta mi fe"(2 Tm 1,12)


Creer solo en Dios
La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre
a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado,
la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente
lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).
Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios
Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha
puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus
discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho
carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque
«ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).
Creer en el Espíritu Santo
No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es
Jesús. Porque «nadie puede decir: "Jesús es Señor" sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo
lo sondea, hasta las profundidades de Dios [...] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11).
Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.
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La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

III Las características de la fe


La fe es una gracia
Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha
venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un
don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que
se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre
los ojos del espíritu y concede "a todos gusto en aceptar y creer la verdad"» (DV 5).
La fe es un acto humano
Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto
auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y
adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo
que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por
ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos
contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios
que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.
En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que
asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de
Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).
La fe y la inteligencia
El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz
de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni
engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los
auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009).
Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su
fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos
de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu»
(Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede
mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza
que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3).
«Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).
«La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que
el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un
conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre
«los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del
designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora
bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la
fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para
comprender y comprendo para creer mejor».
Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el
mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a
sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación
metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará
realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios.
Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo,
está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).
La libertad de la fe
«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe.
En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a
los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados [...] Esto
se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás
a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino [...]
crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).
La necesidad de la fe
Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación
(cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que "sin la fe... es imposible agradar a Dios" (Hb 11,6) y llegar a participar en
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la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que "haya perseverado en ella hasta el fin"
(Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia en la fe
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a
Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado,
naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la
Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad»
(Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces
veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las
cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu
Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no [...] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de
una manera confusa [...], imperfecta" (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la
oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos
asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva,
pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda
esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan
Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros
testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el
pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y
consuma la fe» (Hb 12,1-2).

ARTÍCULO 2
CREEMOS
La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto
aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la
vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos
impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo
creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.
"Creo" (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su
bautismo. "Creemos" (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los
obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo", es también la
Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos".

I "Mira, Señor, la fe de tu Iglesia"


La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes,
confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, —A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra
— cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también : "creo",
"creemos". Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el
ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?" Y la respuesta es: "La fe". "¿Qué te da
la fe?" "La vida eterna".
La salvación viene solo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre:
"Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de
nuestra salvación" (Fausto de Riez, De Spiritu Sancto, 1,2: CSEL 21, 104). Porque es nuestra madre, es también la
educadora de nuestra fe.

II El lenguaje de la fe
No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite "tocar". "El acto [de fe] del
creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]" (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad
2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y
transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más.
La Iglesia, que es "columna y fundamento de la verdad" (1 Tm 3,15), guarda fielmente "la fe transmitida a los santos de
una vez para siempre" (cf. Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de
generación en generación la confesión de fe de los apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a
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comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia
y la vida de la fe.

III Una sola fe


Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe, recibida
de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que todos los hombres no tienen más
que un solo Dios y Padre (cf. Ef 4,4-6). San Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara:
"La Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, recibió de los Apóstoles y de sus discípulos la
fe [...] guarda diligentemente la predicación [...] y la  fe recibida, habitando como en una única casa; y su fe es igual en
todas partes, como si tuviera una sola alma y un solo corazón, y cuanto predica, enseña y transmite, lo hace al unísono,
como si tuviera una sola boca" (Adversus haereses, 1, 10,1-2).
"Porque, aunque las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias
establecidas en Germania tienen otro fe u otra Tradición, ni las que están entre los iberos, ni las que están entre los celtas,
ni las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo..." (Ibíd.). "El mensaje de la
Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo entero" (Ibíd.
5,20,1).
"Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios,
como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la
contiene" (Ibíd., 3,24,1).

LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA

LOS SÍMBOLOS DE LA FE
Quien dice "Yo creo", dice "Yo me adhiero a lo que nosotros creemos". La comunión en la fe necesita un lenguaje común
de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe.
Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos
(cf. Rm 10,9; 1 Co 15,3-5; etc.). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes
orgánicos y articulados destinados sobre todo a los candidatos al bautismo:
«Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que
hay en ella de más importante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene
en un grano muy pequeño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el
conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento» (San Cirilo de
Jerusalén, Catecheses illuminadorum, 5,12; PG 33).
Se llama a estas síntesis de la fe "profesiones de fe" porque resumen la fe que profesan los cristianos. Se les llama
"Credo" por razón de que en ellas la primera palabra es normalmente : "Creo". Se les denomina igualmente "símbolos de
la fe".
La palabra griego symbolon significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, un sello) que se presentaba como una
señal para darse a conocer. Las partes rotas se ponían juntas para verificar la identidad del portador. El "símbolo de la fe"
es, pues, un signo de identificación y de comunión entre los creyentes. Symbolon significa también recopilación,
colección o sumario. El "símbolo de la fe" es la recopilación de las principales verdades de la fe. De ahí el hecho de que
sirva de punto de referencia primero y fundamental de la catequesis.
La primera "Profesión de fe" se hace en el Bautismo. El "Símbolo de la fe" es ante todo el símbolo bautismal. Puesto que
el Bautismo es dado "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19), las verdades de fe profesadas en
el Bautismo son articuladas según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad.
El Símbolo se divide, por tanto, en tres partes: "primero habla de la primera Persona divina y de la obra admirable de la
creación; a continuación, de la segunda Persona divina y del Misterio de la Redención de los hombres; finalmente, de la
tercera Persona divina, fuente y principio de nuestra santificación" (Catecismo Romano, 1,1,3). Son "los tres capítulos de
nuestro sello (bautismal)" (San Ireneo de Lyon, Demonstratio apostolicae praedicationis, 100).
Cada una de estas tres partes se subdividen en una serie de fórmulas variadas y exactas. Utilizando una comparación
frecuentemente repetida en las obras de los Santos Padres, llamamos artículos a cada una de las fórmulas del Símbolo que
clara y distintamente hemos de creer, lo mismo que llamamos artículos (articulaciones) a las distintas partes en que se
divide cada una de las partes del organismo humano (Catecismo Romano, 1,1,4). Según una antigua tradición, atestiguada
ya por san Ambrosio, se acostumbra a enumerar doce artículos del Credo, simbolizando con el número de los doce
apóstoles el conjunto de la fe apostólica (cf. San Ambrosio, Explanatio Symboli,  8: PL 17, 1158D).
A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido numerosas las profesiones o
símbolos de la fe: los símbolos de las diferentes Iglesias apostólicas y antiguas (cf. DS 1-64), el Símbolo Quicumque,
llamado de san Atanasio (cf. Ibíd., 75-76), las profesiones de fe de varios Concilios (de Toledo XI: DS 525-541; de
5

Letrán IV: ibíd., 800-802; de Lyon II: ibíd., 851-861; de Trento: ibíd.,1862-1870) o de algunos Papas, como la fides
Damasi (cf. DS 71-72) o el "Credo del Pueblo de Dios" de Pablo VI (1968).
Ninguno de los símbolos de las diferentes etapas de la vida de la Iglesia puede ser considerado como superado e inútil.
Nos ayudan a captar y profundizar hoy la fe de siempre a través de los diversos resúmenes que de ella se han hecho.
Entre todos los símbolos de la fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia:
El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los
Apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: "Es el
símbolo que guarda la Iglesia romana, la que fue sede de Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó la doctrina
común" (San Ambrosio, Explanatio Symboli, 7: PL 17, 1158D).
El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros
Concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y
Occidente.
Nuestra exposición de la fe seguirá el Símbolo de los Apóstoles, que constituye, por así decirlo, "el más antiguo catecismo
romano". No obstante, la exposición será completada con referencias constantes al Símbolo Niceno-Constantinopolitano,
que con frecuencia es más explícito y más detallado.
Como en el día de nuestro Bautismo, cuando toda nuestra vida fue confiada "a la regla de doctrina" (Rm 6,17), acogemos
el símbolo de esta fe nuestra que da la vida. Recitar con fe el Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo, es entrar también en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos:
«Este símbolo es el sello espiritual [...] es la meditación de nuestro corazón y el guardián siempre presente, es, con toda
certeza, el tesoro de nuestra alma (San Ambrosio, Explanatio Symboli, 1: PL 17, 1155C).

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