Fe
Fe
«CREO»-«CREEMOS»
ARTÍCULO 1
CREO
I La obediencia de la fe
Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por
Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen
María es la realización más perfecta de la misma.
Abraham, «padre de todos los creyentes»
La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la
fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8;
cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se le
otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio
(cf. Hb 11,17).
Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba
de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rm 4,3;
cf. Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe , Abraham fue hecho «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11.18; cf. Gn 15,
5).
El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe
ejemplar por la que los antiguos «fueron alabados» (Hb 11, 2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la
gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Hb 11,40; 12,2).
María : «Dichosa la que ha creído»
La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa
que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su
asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que
ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las
generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).
Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María
no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más
pura de la fe.
la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que "haya perseverado en ella hasta el fin"
(Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia en la fe
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a
Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado,
naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la
Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad»
(Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces
veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las
cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu
Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no [...] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de
una manera confusa [...], imperfecta" (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la
oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos
asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva,
pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda
esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan
Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros
testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el
pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y
consuma la fe» (Hb 12,1-2).
ARTÍCULO 2
CREEMOS
La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto
aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la
vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos
impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo
creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.
"Creo" (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su
bautismo. "Creemos" (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los
obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo", es también la
Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos".
II El lenguaje de la fe
No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite "tocar". "El acto [de fe] del
creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]" (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad
2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y
transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más.
La Iglesia, que es "columna y fundamento de la verdad" (1 Tm 3,15), guarda fielmente "la fe transmitida a los santos de
una vez para siempre" (cf. Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de
generación en generación la confesión de fe de los apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a
4
comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia
y la vida de la fe.
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA
LOS SÍMBOLOS DE LA FE
Quien dice "Yo creo", dice "Yo me adhiero a lo que nosotros creemos". La comunión en la fe necesita un lenguaje común
de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe.
Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos
(cf. Rm 10,9; 1 Co 15,3-5; etc.). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes
orgánicos y articulados destinados sobre todo a los candidatos al bautismo:
«Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que
hay en ella de más importante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene
en un grano muy pequeño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el
conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento» (San Cirilo de
Jerusalén, Catecheses illuminadorum, 5,12; PG 33).
Se llama a estas síntesis de la fe "profesiones de fe" porque resumen la fe que profesan los cristianos. Se les llama
"Credo" por razón de que en ellas la primera palabra es normalmente : "Creo". Se les denomina igualmente "símbolos de
la fe".
La palabra griego symbolon significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, un sello) que se presentaba como una
señal para darse a conocer. Las partes rotas se ponían juntas para verificar la identidad del portador. El "símbolo de la fe"
es, pues, un signo de identificación y de comunión entre los creyentes. Symbolon significa también recopilación,
colección o sumario. El "símbolo de la fe" es la recopilación de las principales verdades de la fe. De ahí el hecho de que
sirva de punto de referencia primero y fundamental de la catequesis.
La primera "Profesión de fe" se hace en el Bautismo. El "Símbolo de la fe" es ante todo el símbolo bautismal. Puesto que
el Bautismo es dado "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19), las verdades de fe profesadas en
el Bautismo son articuladas según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad.
El Símbolo se divide, por tanto, en tres partes: "primero habla de la primera Persona divina y de la obra admirable de la
creación; a continuación, de la segunda Persona divina y del Misterio de la Redención de los hombres; finalmente, de la
tercera Persona divina, fuente y principio de nuestra santificación" (Catecismo Romano, 1,1,3). Son "los tres capítulos de
nuestro sello (bautismal)" (San Ireneo de Lyon, Demonstratio apostolicae praedicationis, 100).
Cada una de estas tres partes se subdividen en una serie de fórmulas variadas y exactas. Utilizando una comparación
frecuentemente repetida en las obras de los Santos Padres, llamamos artículos a cada una de las fórmulas del Símbolo que
clara y distintamente hemos de creer, lo mismo que llamamos artículos (articulaciones) a las distintas partes en que se
divide cada una de las partes del organismo humano (Catecismo Romano, 1,1,4). Según una antigua tradición, atestiguada
ya por san Ambrosio, se acostumbra a enumerar doce artículos del Credo, simbolizando con el número de los doce
apóstoles el conjunto de la fe apostólica (cf. San Ambrosio, Explanatio Symboli, 8: PL 17, 1158D).
A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido numerosas las profesiones o
símbolos de la fe: los símbolos de las diferentes Iglesias apostólicas y antiguas (cf. DS 1-64), el Símbolo Quicumque,
llamado de san Atanasio (cf. Ibíd., 75-76), las profesiones de fe de varios Concilios (de Toledo XI: DS 525-541; de
5
Letrán IV: ibíd., 800-802; de Lyon II: ibíd., 851-861; de Trento: ibíd.,1862-1870) o de algunos Papas, como la fides
Damasi (cf. DS 71-72) o el "Credo del Pueblo de Dios" de Pablo VI (1968).
Ninguno de los símbolos de las diferentes etapas de la vida de la Iglesia puede ser considerado como superado e inútil.
Nos ayudan a captar y profundizar hoy la fe de siempre a través de los diversos resúmenes que de ella se han hecho.
Entre todos los símbolos de la fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia:
El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los
Apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: "Es el
símbolo que guarda la Iglesia romana, la que fue sede de Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó la doctrina
común" (San Ambrosio, Explanatio Symboli, 7: PL 17, 1158D).
El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros
Concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y
Occidente.
Nuestra exposición de la fe seguirá el Símbolo de los Apóstoles, que constituye, por así decirlo, "el más antiguo catecismo
romano". No obstante, la exposición será completada con referencias constantes al Símbolo Niceno-Constantinopolitano,
que con frecuencia es más explícito y más detallado.
Como en el día de nuestro Bautismo, cuando toda nuestra vida fue confiada "a la regla de doctrina" (Rm 6,17), acogemos
el símbolo de esta fe nuestra que da la vida. Recitar con fe el Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo, es entrar también en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos:
«Este símbolo es el sello espiritual [...] es la meditación de nuestro corazón y el guardián siempre presente, es, con toda
certeza, el tesoro de nuestra alma (San Ambrosio, Explanatio Symboli, 1: PL 17, 1155C).