Wilde, Oscar - El Fantasma de Canterville
Wilde, Oscar - El Fantasma de Canterville
Wilde, Oscar - El Fantasma de Canterville
El fantasma de Canterville
ePub r1.4
orhi 24.11.2021
Título original: The Canterville Ghost
Oscar Wilde, 1887
Retoque de portada: Perseo
Editor digital: orhi
Primer editor: Perseo (r1.0 a 1.3)
Corrección de erratas: Mística, TaliZorah y Prometheus
ePub base r2.1
Capítulo I
Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía
un fúnebre cortejo de Canterville House.
La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales
llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se
inclinaban como saludando.
La caja de plomo iba cubierta con un rico paño púrpura, sobre el cual estaban
bordadas en oro las armas de los Canterville.
A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados, llevando
antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e
imponente.
Lord Canterville presidía el duelo; había venido del País de Gales
expresamente para asistir al entierro y ocupaba el primer coche con la pequeña
Virginia.
Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás
Washington y los dos muchachos.
En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que
después de haber sido atemorizada por el fantasma por espacio de más de
cincuenta años, tenía realmente derecho a verle desaparecer para siempre.
Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el
tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más solemne, el reverendo
Augusto Dampier.
Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una antigua costumbre
establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.
Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de
ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas.
En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio
con sus rayos de silenciosa plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de
un ruiseñor.
Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte;
sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el
regreso a la casa.
A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciudad, la
señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a
Virginia.
Eran magníficas. Había sobre todo un collar de rubíes, en una antigua montura
veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba
tal cantidad que míster Otis sentía grandes escrúpulos en permitir a su hija el
aceptarlas.
—Milord —dijo el ministro—, sé que en este país el concepto de manos
muertas, se aplica lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente,
evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como
legado de familia. Le ruego, por lo tanto, que consienta en llevárselas a Londres,
considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera
restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que
una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por esas
futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis, cuya
autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la
suerte de pasar varios inviernos en Boston cuando era una jovencita, que esas
piedras preciosas tienen un gran valor monetario y que si se pusieran en venta
producirían una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá
usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún
miembro de mi familia. Además de que todas esas baratijas y chucherías y todos
esos juguetes, por muy apropiados y necesarios que sean a la dignidad de la
aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas de acuerdo
con los severos principios, según los inmortales principios, pudiera decirse, de la
sencillez republicana. Quizá me atrevería a decir que Virginia tiene gran interés
en que le deje usted la cajita que encierra esas joyas en recuerdo de las locuras y
de los infortunios de su antepasado. Y como esa caja ya es muy vieja y, por
consiguiente, deterioradísima, quizá encuentre usted razonable acoger
favorablemente su deseo. En cuanto a mí, confieso que me sorprende
grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad
Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio
de Londres, a poco de regresar la señora Otis de una excursión a Atenas.
Lord Canterville escuchó con gran atención y muy serio el discurso del digno
ministro, atusándose de vez en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa
involuntaria.
Una vez que hubo terminado míster Otis, le estrechó cordialmente la mano y
contestó:
—Mi querido amigo, su encantadora hija ha prestado un servicio
importantísimo a mi desgraciado antecesor, sir Simon. Mi familia y yo estamos
llenos de gratitud hacia ella por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha
demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo que si tuviese yo la
suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo malvado saldría de su tumba al
cabo de quince días para hacerme la vida infernal. En cuanto a que sean joyas de
familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un
testamento en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre
ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss
Virginia sea mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir.
Además, míster Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo
inventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A
pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simon por el corredor, no por
eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace
a usted dueño de lo que le pertenecía a él.
Míster Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y
le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se
mantuvo firme y terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del
fantasma.
Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presentada por
primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas
fueron tema de general comentario y admiración. Porque Virginia fue agraciada
con la diadema que se otorga como recompensa a todas las americanitas de buena
conducta, y se casó con su novio en cuanto este llegó a la mayoría de edad.
Eran ambos tan simpáticos y agradables, y además se amaban de tal manera,
que no hubo quien no estuviese encantado con aquel matrimonio, menos la
anciana marquesa de Dumbleton que había hecho todo lo posible por «pescar» al
joven duque y casarle con alguna de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio
menos de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en
cierto modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva simpatía personal por el
duque, pero teóricamente era enemigo de los títulos nobiliarios y, según sus
propias palabras: «era de temer que, entre las influencias enervantes de una
aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verdaderos principios
de la sencillez republicana».
Sus observaciones quedaron olvidadas cuando avanzó por la nave central de
la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su
brazo, hacia el altar. No había en esos momentos un padre más orgulloso en todo
el territorio de Inglaterra.
El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canterville
Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el
cementerio solitario del atrio de la iglesia próxima al pinar.
Al principio, se había tenido una serie de dificultades acerca de la inscripción
que debería figurar en la lápida de sir Simon, pero al fin se decidió grabar solo las
iniciales del nombre de aquel caballero y los versos que estaban escritos sobre la
ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo
dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron
dirigiéndose hacia el claustro en ruinas de la vieja abadía; la duquesa se sentó
sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus
pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su esposa y mirando sus bellos ojos.
De pronto, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo:
—Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su esposo.
—¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti.
—Sí que los tienes —contestó él sonriendo—. Nunca me has contado lo que
te pasó mientras estuviste encerrada con el fantasma.
—Nunca se lo he contado a nadie, Cecil —dijo Virginia con una actitud
reposada y seria.
—Ya lo sé, pero a mí podrías decírmelo.
—Por favor, no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simon! Le
debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era
la vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que ambas.
El duque se levantó inclinándose para besar amorosamente a su esposa.
—Puedes guardarte tu secreto mientras pueda ser yo el dueño de tu corazón
—murmuró.
—Ese siempre ha sido tuyo, Cecil.
—Y algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿no es verdad?
Virginia se sonrojó.
FIN
OSCAR FINGAL O’FLAHERTIE WILLS WILDE (16 de octubre de 1854, en
Dublín, Irlanda, entonces perteneciente al Reino Unido – 30 de noviembre de
1900, en París, Francia) fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés.
Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres
victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y
aguzado ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas, obras de teatro y la
tragedia de su encarcelamiento, seguida de su temprana muerte.
Hijo de exitosos intelectuales de Dublín, mostró su inteligencia desde edad
temprana al adquirir fluidez en el francés y el alemán. Dio pruebas de ser un
prominente clasicista, primero en Dublín y luego en Oxford; guiado por dos de
sus tutores, Walter Pater y John Ruskin, se dio a conocer por su implicación en la
creciente filosofía del esteticismo. También exploró profundamente el catolicismo
—religión a la que se convirtió en su lecho de muerte—. Tras su paso por la
universidad se trasladó a Londres, donde se movió en los círculos culturales y
sociales de moda.
Conocido por su ingenio mordaz, su vestir extravagante y su brillante
conversación, Wilde se convirtió en una de las mayores personalidades de su
tiempo.
En la década de 1890 refinó sus ideas sobre la supremacía del arte en una serie de
diálogos y ensayos; e incorporó temas de decadencia, duplicidad y belleza en su
única novela, El retrato de Dorian Gray.
Notas
[1] Alude a la bandera de los Estados Unidos de América. <<
[2]Autores de los Phantasms of the Living. Obra que trata sobre la telepatía y las
alucinaciones telepáticas. <<
[3]Alimento hecho con harina de maíz, hirviéndolo en agua o leche. Muy popular
en el sur de los Estados Unidos. Se toma como desayuno. <<
[4]Título que se da a los miembros de la Cámara de los Comunes, y a aquellas
personas que poseen títulos nobiliarios. <<
[5]H. W. Longfellow, autor de El esqueleto en su armadura, poesía inspirada por
el descubrimiento de un esqueleto dentro de una coraza en Newport, Estados
Unidos. <<
[6]El fotógrafo más notable de Inglaterra en esa época. Su nombre completo era
Oliver Saroni. Nació en Canadá. Muchas personas hacían un viaje especial a
Scarborough, donde tenía su residencia, para ser retratados por él. The History of
Photography… Oxford, 1955, pp. 228-229. <<
[7]Especie de tarta hecha con almejas. Plato típico americano que figura en el
menú de los días de campo. Se cuece al aire libre, bajo brasas acomodadas entre
piedras. <<