Lectura Uno Seminario Final

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EDITORIAL

Nuevo milenio, nuevos autores


Durante el siglo XXI la producción literaria nacional ha experimentado un auge que ha sido calificado de
distintas maneras y que ha sido atribuido, ya sea de forma sensata o peregrina, a diferentes razones. Se ha dicho
que la literatura venezolana ha tenido un boom, un auge, que está de moda y se ha calificado este momento de
estelar y luminoso, una edad dorada. Además, se ha discutido a veces con fruición y otras con gran simplicidad
sobre las razones de este revival de la literatura nacional. Las razones que se aducen van desde el interés
editorial, el momento histórico-político-económico e incluso que ha sucedido a pesar de una crítica literaria
indiferente. Muchas de las razones hacen pensar que se confunde la calidad literaria con la eficacia en la
distribución y las dotes narrativas con la promoción.
Si bien los calificativos podrían ser considerando como un tanto exagerados, es verdad que la literatura nacional
está pasando por un momento auspicioso. Las razones de esta coyuntura deben ser muchas y diversas, como en
todos los fenómenos complejos. Sin embargo hay una fundamental que pareciera olvidarse: los escritores. En
este momento hay un amplio grupo de buenos narradores, todos distintos entre sí, muchos de ellos con una obra
ya larga y extensa. No surgieron de la nada, llevan mucho tiempo escribiendo, puliendo una voz narrativa,
describiendo con agudeza lo que observan, sienten o imaginan. Incluso los muy jóvenes están vinculados a la
literatura ya sea por estudios o talleres. El ejercicio escriturario que sostiene las muchas y nuevas publicaciones
debe reconocerse y no está vinculado a los dólares, los problemas políticos, el gobernante carismático o al
interés de las editoriales. En el principio está el verbo. Las narraciones son buenas y, además, hay quien las
publique, pero su calidad no depende de que haya un nicho.
Por otra parte, la afirmación de que los lectores están siendo seducidos porque encontraron quien les hable de
sus problemas es otra cuestión a discutir. Hay gran diversidad en las expresiones de los nuevos autores y pueden
encontrarse novelas y cuentos vinculados al país pero también a los que se fueron del país, a la política y a la
negación de la política. Nuestra nueva narrativa se pasea por la ciencia ficción, el retrato femenino, el realismo
sucio, el erotismo, la masculinidad, la vinculación con el cine y la televisión, el amor, la adolescencia, la
muerte, la historia antigua y cercana, el policial, lo fantástico, el humor, lo psicológico, los desastres naturales,
los grandes dramas nacionales y las biografías, entre muchos otros temas. Esta pluralidad me hace dudar de que
haya un solo registro que está atrapando lectores, porque las temáticas son amplias y muy diversas. Lo que sí
está claro es que en este nuevo siglo hay varios, distintos y estupendos narradores venezolanos. Es posible que
los autores nacionales hayan escrito buenas novelas donde se nos hablaba de nuestra circunstancia desde hace
muchos años y quizás la diferencia es la cantidad. En lo que debo insistir es que hay una producción literaria de
gran calidad.
Este número monográfico de ARGOS está dedicado a la narrativa venezolana del siglo XXI. En él nuevos y
viejos analistas iluminan aspectos diversos de esta nueva producción. La idea era hablar de nuestros autores y
de sus más recientes obras, publicadas o no.
Así, Adriana Cabrera revisa la literatura negra venezolana a partir de La otra isla de Francisco Suniaga, Una
larga fila de hombres de Rodrigo Blanco Calderón, Intriga en el Car Wash de Salvador Fleján, Un vampiro en
Maracaibode Norberto José Olivar y Los ojos del ángel de Luis Aristimuño. Reinaldo Cardoza estudia el
componente metaficcional vinculado a José Antonio Ramos Sucre en la novela La tarea del testigo de Rubi
Guerra. Yorgy Andrés Pérez Sepúlveda analiza la narración de la historia y la ficción en dos novelas
históricas: Falke de Federico Vegas yEl pasajero de Truman de Francisco Suniaga. Pedro Luis Vargas repasa
cuatro cuentos de Rodrigo Blanco Calderón desde el punto de vista de lo fantástico, la identidad y la ciudad.
María Beatriz Villa observa los componentes de la literatura digital, visión femenina y exilio voluntario en los
blogs de Raquel Rivas Rojas –Notas para Eliza–, Kira Kariakin –K-Minos–y Vivian Watson –Sopotocientos–.
Por su parte, Miguel Gomes investiga sobre la melancolía en el cuerpo social a partir de las ficciones sobre el
deslave, haciendo hincapié en textos de Rodrigo Blanco Calderón, Jesús Nieves Montero, Antonio López
Ortega y Sonia Chocrón. Violeta Rojo explora Sin partida de yacimiento de Luis Barrera Linares, Ciudades que
ya no existende Fedosy Santaella y Margarita Infanta de Francisco Suniaga desde la teoría de la autoficción.
Mariana Suárez reflexiona sobre los componentes de memoria y novela histórica en Bajo las ruedas del
tiempo de Carmen Vincenti. Por último, María del Carmen Porras compara lo literario y el ejercicio de la
memoria en las entrevistas a un escritor bisagra entre los siglos XX y XXI: Francisco Massiani.
Quedaron tantos temas por tratar, tantos textos por analizar, tantos narradores por cubrir y tantos críticos que
deberían haber estado, que solo nos queda esperar más artículos, más monográficos, muchos libros que vayan
completando el mapa literario venezolano de esta primera década del siglo XXI.

Pero las aguas nunca volvieron a su cauce

CARLOS SANDOVAL

El 4 de febrero de 1992 uno de los locutores de Radio Rumbos, por aquellos años la emisora de noticias más
importante del país, se metió de lleno en mi sueño para informar que en esos momentos, 3:40 de la madrugada,
algo que parecía una insurrección militar se desarrollaba en el Palacio de Miraflores: un blindado acometía una
de las regias puertas de la casa de gobierno mientras confusas ráfagas de ametralladoras rociaban el perímetro.
Por primera vez agradecí mentalmente al vecino de arriba sus atrabiliarios modos de entender la convivencia:
escuchar música a altísimo volumen o, como en este caso, los buenos o malos sucesos. Yo vivía en un populoso
barrio del suroeste de la ciudad, en un bloque de apartamentos cuyas unidades adjudicaba el Instituto Nacional
de la Vivienda (antiguo Banco Obrero) a gente de clase media baja. Mi padre fue uno de los beneficiarios de
aquel plan.

Cuando el sol salió ese día de febrero, ya todos sabíamos que, en efecto, un grupo de militares intentó deponer
al presidente Carlos Andrés Pérez so pretexto de acabar con un gobierno democrático que entendía falso,
corrupto e ineficiente. A la hora del desayuno, sin embargo, las fuerzas armadas ya controlaban la situación,
pese a que en algunos sitios los rebeldes mantenían cierto poder de fuego. Por ello se hizo necesario sacar al
aire, en vivo y directo, al líder del putsch para que reconociese la derrota y así tornar, de manera definitiva, las
aguas a su cauce. Ocurrió, entonces, la intervención más célebre en los anales de los mass-media en Venezuela:
un desconocido comandante Chávez entraba para siempre en el imaginario y se hacía con el imperio de una
latente simbología heroica al pronunciar como al desgaire la frase “por ahora” (con lo cual sembraba la idea de
que acaso volvería a hacerlo), pero, sobre todo, al asumir la responsabilidad del movimiento; un gesto insólito,
todo hay que decirlo, en una república donde lo común era escurrir el bulto.

Las semanas siguientes no hicieron más que incrementar el aura legendaria del insurrecto; él mismo contribuiría
con pistas que conectaban su causa con un viejo guerrillero de principios del siglo XX, su bisabuelo Pedro
Pérez Delgado, Maisanta, personaje protagónico de la novela que José León Tapia había publicado en 1974:
Maisanta, el último hombre a caballo. Aquí comienza, al menos de forma pública, una de las historias literarias
más curiosas de las últimas dos décadas de la política venezolana: la épica de Hugo Chávez narrada por el
mismo (y, simultáneamente, el énfasis político de buena parte de la narrativa del país en el mismo lapso).
Porque mucha de la vida y acciones del creador de la revolución bolivariana resulta el correlato de una lectura
de cierta oralidad popular, y de varias piezas escritas con base en la historiografía venezolana de la post
independencia, como Por aquí pasó Zamora (1972), cito un ejemplo, del ya mencionado Tapia.

No obstante, una vez obtenido el dominio del Estado, Chávez atenúa el argumento de sus orígenes guerrilleros
en el ascendiente de Maisanta y de la tradición oral y pasa a construir un nuevo proyecto literario: aquel que
ilustrase las torvas condiciones sociales que activaron su bondadosa necesidad de liberar a la patria de unos
supuestos cuarenta años de “podredumbre” gubernamental. De este modo, explicaría hasta el abuso del
auditorio (y de las cadenas de radio y tevé) que su revolución se había iniciado el 27 de febrero de 1989, esto es,
cuando “bajaron los cerros” (los habitantes de las zonas más pobres de Caracas ——aunque el “sacudón” se dio
en varias ciudades del país), frase que se popularizó por aquellos días y que hasta hoy sirve como sinécdoque de
lo ocurrido. La idea tuvo tanta fortuna que hay varias novelas y cuentos que, siguiendo la estrategia imaginaria
de Chávez, apoyan la tesis y han hecho creer a muchos lectores que esa interpretación justificaba los frustrados
golpes de 1992.
Por razones de tiempo no puedo ofrecer aquí las muestras que comprueban cómo la biografía de Hugo Chávez –
alimentada por un imaginario de cuentos populares sobre batallas, traiciones y hazañas de nuestra menuda
política (esas anécdotas que a veces gustan contar los llaneros de Rómulo Gallegos), y de algunas lecturas sui
géneris de la historia nacional hechas por quien se sentía llamado por hombres e impulsos del pasado (Bolívar,
la independencia, Ezequiel Zamora) para enmendar entuertos socioculturales (en una línea cercana a lo que,
siguiendo a Germán Carrera Damas y a Elías Pino Iturrieta, Enrique Krauze ha analizado en Redentores,
2011)–; no puedo mostrar ahora, repito, esa biografía adosada al discurrir histórico que tanto éxito ha tenido
entre adeptos y que suele enardecer a impugnantes. Se trata de un tipo de narración intimista, digamos, que
tiene la virtud de convencer a millones de escuchas (en esencia, Chávez fue un narrador oral) de que los
acontecimientos relatados no son ficticios, sino que devienen trasuntos directos de la realidad, donde los héroes
representados tienen, sospechosamente, las cualidades del emisor de los textos.

Esta sería la primera línea de producción narrativa de la era de Chávez, la que el propio comandante materializa
en los Cuentos del arañero (compilados por los periodistas cubanos Orlando Oramas León y Jorge Legañoa
Alonso) y en varias entrevistas concedidas desde los tiempos de su encarcelamiento y en el mediático transcurso
de sus presidencias. Una obra fictiva cuyos destacables réditos simbólicos lo constituyen la polarización política
y el culto a la personalidad del narrador.

La segunda y tercera líneas, en las cuales quiero detenerme, resultan más visibles, pues cristalizan el cuerpo
formal de docenas de títulos que no pudiendo sustraerse a las circunstancias, asumen una marcada actitud de
facciones políticas, a despecho de sus intereses estéticos y sin que ello rebaje, conviene aclararlo, sus
intencionalidades artísticas. No pretendo reducir, también vale dejarlo claro, el conjunto de la narrativa del
lapso 1992-2012 a un mecánico análisis sociológico. Sin embargo, en esta primera entrega de un trabajo mayor
en progreso sólo puedo limitarme a señalar ciertos rasgos del fenómeno leídos desde una perspectiva crítica que
busca ordenar, con base en una hipótesis de lectura sobre el impacto de la revolución bolivariana en las
expresiones cuentísticas y novelescas del país, un corpus numeroso, complejo y heterogéneo.

La segunda línea narrativa corresponde, entonces, al grupo de obras donde la representación del “Caracazo” o
de las intentonas golpistas del 92 ocupa papel relevante. Me apresuro a advertir que el uso de estos temas
comenzó antes de 1998: en la novela Después Caracas (1995), de José Balza, el “sacudón” y las fallidas
insurrecciones sirven como escenarios para el despliegue de algún personaje; en Retrato de Abel con isla
volcánica al fondo (1997), la primera pieza larga de Juan Carlos Méndez Guédez, hay una excelente recreación
del 27 de noviembre: ese episodio desencadena las acciones y se convierte en metafórico cuestionamiento de
una comunidad nacional atenazada por graves problemas culturales y socioeconómicos. Puede decirse que en
un rapto epifánico, Méndez Guédez supo ver las consecuencias de aquellos desmanes militares en una eficaz y a
ratos lírica historia. La advertencia indica que si bien he dicho que pueden establecerse vínculos entre la
tendenciosa interpretación hecha por Hugo Chávez sobre estos sucesos como parte de su mitología
revolucionaria, resulta un despropósito (además de anacrónico) considerar que todas las novelas o cuentos del
período (piénsese en el volumen Salsa y control, de José Roberto Duque, publicado en 1996) suscriben esa
cadena de mando.

Lo que sí hubo antes de que el comandante asomara su cabeza a la pantalla del televisor fue cierta narrativa
nostálgica por los perdidos ideales de la lucha guerrillera de los años sesenta, la época del sueño cubano como
modelo de instrumentación política, en títulos como Juana La Roja y Octavio El Sabrio (1991), de Ricardo
Azuaje, y Calletania (1992), de Israel Centeno –el mismo autor de la antichavista El complot (2002)–; novelas
que quizás pudieran tomarse, entre otros casos, como ingredientes de un caldo de cultivo anhelante de lo que
vendría luego.

Ahora bien: ¿cuales son las obras de la segunda línea de producción narrativa que rinden tributo a la imaginería
que cifra en el “Caracazo” y en los intentos de golpes de Estado del 92 el despliegue de la revolución
bolivariana? Citaré dos: Cuando amas debes partir (2006), de Eloi Yagüe Jarque, y La última vez (2007), de
Héctor Bujanda. En dos reseñas a propósito de sus salidas respectivas al mercado, el(los) anónimo(s) crítico(s)
del blog A. Perdomo C. A. (http://aperdomoca.blogspot.com/) había(n) señalado que estas novelas se hallaban
sujetas a condicionamientos ideológicos de partido (del partido de gobierno, se entiende). La pieza de Yagüe es
una síntesis de las causas que precipitaron, en clave chavista, la explosión social de 1989 (allí retratada), e
incorpora diversos asuntos relativos a las malas administraciones de la llamada “cuarta república” y las
triquiñuelas de los poderosos del sector privado. De esta manera, el texto alimenta el pebetero bolivariano
enmascarado en una difusa trama policial.

Por su parte, La última vez incide, asimismo, en revelar algunas de las situaciones que ocasionaron la
decadencia de la democracia representativa para incrementar la importancia y el valor del advenimiento de
Hugo Chávez. Aquí se nos recuerdan perversiones partidistas, complicidades parlamentarias y turbios negocios
militares.

El inventario de títulos de esta segunda línea narrativa es extenso, sobre todo porque las editoriales del Estado la
respaldan con animosidad –a veces sin contemplaciones estéticas, visto que tal vez lo consideran un deber
patriótico–, pero poco conocida y menos aún evaluada por la crítica. Esta línea tiene, además, dos variantes: la
que desarrolla el tema de la deposición y vuelta de Chávez en abril de 2002, y la del tópico del paro petrolero (o
paro general, según se vea) de 2002-2003. Para la primera variante la novela más destacada es, sin duda,
Crónica de los fuegos celestes (2010), de Carlos Noguera; la segunda, puede ser leída en algunos de los relatos
de Mario Silva García: Josefina se arrechó & otros cuentos (2006).

Tanto en su manifestación principal como en las variantes, en esta segunda línea narrativa el interés de las
historias es, grosso modo, hacer apología de la revolución bolivariana o defenderla de sus recusadores. Una
tendencia que, en ocasiones, sacrifica los artificios estructurales y estilísticos en el ara del proselitismo.

Entro, sin solución de continuidad, en la tercera línea narrativa de la era del Chávez: la que más comentarios y
análisis ha recibido de la crítica ganándose al paso, fuera del campo de los especialistas, cierta lectoría. En las
concreciones de esta línea es donde mejor puede leerse la polarización política: los materiales de la franja se
identifican por su escamoteada o cabal postura antigobierno; sus narraciones acostumbran hacer referencia,
incluso si ello no viene a cuento, a alguna tratativa chavista que evidencie, en el plano de lo ficticio, los estragos
de un torpe manejo de la res publica o el irrespetuoso empleo de las instancias judiciales y legislativas en
beneficio del propio Estado.

La toma de posición es tan ostensible que en cierto momento se llegó a hablar de un boom narrativo en virtud
del número de títulos publicados por autores de la línea. A los heraldos de la especie no los inquietaba
desconocer lo que sus adversarios político-literarios venían produciendo en las prensas estadales; bastaba con
proclamar el augur y echarse a leer historias empáticas con su ideología. Así pues, la cantidad y calidad (no
quepa duda) de varias novelas y tomos de cuentos de esta tercera línea crearon una dispendiosa oferta de tramas
y anécdotas que cuestionan la realidad del chavismo al desacreditar sus supuestos –y muy publicitados– logros
sociales, económicos, de participación electoral, entre otros.

En ese cuestionamiento destacan, al menos, una estrategia y un objeto temáticos: el uso de fragmentos de
nuestra historia republicana como anclaje de las ficciones y el empeño por recrear el deslave de Vargas, tragedia
natural acaecida en diciembre de 1999. La estrategia ha hecho célebres a Federico Vegas y a Francisco Suniaga,
respectivamente, autores de dos de las piezas venezolanas más resonantes de la última década: Falke (Vegas,
2004) y El pasajero de Truman (Suniaga, 2008). Sin menoscabo de sus cualidades artísticas, tengo la
corazonada de que el buen destino de estos títulos se debe a que ambos, cada uno a su modo, tocan fibras
profundas de un estrato social (la clase media) que deseaba comprender la carnadura de Hugo Chávez en su rol
de líder carismático y, una vez entendido el sujeto, actuar en consecuencia. En Falke la fracasada expedición
contra el régimen de Juan Vicente Gómez acaso instruía sobre la necesidad de un debido planeamiento a la hora
de acometer empresas de proyecciones comunitarias, firmes, duraderas. En El pasajero de Truman el descalabro
mental de Diógenes Escalante quizá llamaba la atención respecto de la enfermedad del poder, un riesgo
permanente y cercano en la Venezuela del siglo XXI. Sea lo que fuere, estas obras iluminan los claroscuros de
un país atrasado y primitivo.

En relación con el objeto temático (el deslave de Vargas), el motivo ha servido para postular metafóricas
interpretaciones sobre los asuntos nacionales, como si se tratara de una calamidad que merecíamos de resultas
de nuestra mala dirigencia política. Es lo que, con matices, puede leerse en el cuento de Rodrigo Blanco
Calderón “El último viaje del tiburón Arcaya” (recogido en Los invencibles, 2007) o en la novela breve Pies de
barro (2007), de Jesús Nieves Montero. El tópico lo ha estudiado Miguel Gomes en un sustantivo trabajo
(revista Argos, enero-junio 2012), en el cual pone de manifiesto las extrañas relaciones tejidas en torno de una
imprevista catástrofe y de un improvisado gobierno.

Como se ve, el peso de la revolución bolivariana impregna las más disímiles poéticas narrativas desde hace
veinte años y se ha metido entre los párrafos de los escritores venezolanos recientes. En estas notas intenté
destacar tres grandes líneas ficcionales –apenas pocas– donde la figura de Hugo Chávez, y su legado político,
surge como el hipotexto de un imaginario de contornos épicos o mendaces, según se mire, con el cual es seguro
que lidiaremos largo tiempo. Quién podía saber que a partir de aquella madrugada de 1992 las cosas ya no
serían las mismas. ¿Alguien intuye el final de esta historia? La vida, entretanto, sigue. Si nos dejan.

Novela e imaginación pública en la Venezuela actual: 


el regreso de viejos fantasmas

El trabajo propone una revisión de los cambios que se han producido en los últimos años en el mercado del libro
en Venezuela. Asimismo, se estudian algunas de las novelas que han conseguido mayor aprobación por parte
del público y de la crítica, con el fin de mostrar cuáles son las expectativas del receptor venezolano con relación
a las obras de ficción. Esta revisión permite comprender de qué manera la narrativa se inserta dentro de los
grandes debates que tienen lugar en el espacio público y cómo dialoga con las polémicas sobre la historia, la
identidad y la modernidad que han tenido lugar como consecuencia de la llamada “revolución bolivariana”. 
Palabras clave: novela venezolana reciente, relatos históricos, ficciones identitarias, mercado editorial
 
El problema de cómo leer Doña Bárbara presupone en última instancia responder a la pregunta sobre cómo leer
y valorar, cómo re/desconstruir la moderna tradición cultural nacional o latinoamericana (Javier Lasarte 2005:
50).
 
Hasta hace muy poco años, una de las grandes quejas de los escritores venezolanos era la ausencia de un
público lector. Es más: la existencia de un mercado precario, especialmente para las obras ficcionales
venezolanas, se ha tenido como una de las constante del campo literario nacional [2]. Entre las diferentes
explicaciones que se han adelantado a este fenómeno, destaca aquella que apunta al papel jugado por el Estado
durante la segunda mitad del pasado siglo como principal editor de la literatura venezolana. Así lo explica la
narradora Ana Teresa Torres, para quien “la literatura venezolana desde hace unos cincuenta años se ha escrito
en casi su totalidad fuera del mercado. El mercado no ha mediado entre el escritor y el lector; el mediador fue el
Estado, pero un mediador que, por su propia naturaleza, no mercadea” (2006: 920).
Julio Miranda propuso hace unos años que tal vez sea la ausencia o precariedad del mercado editorial la razón
que explique la centralidad del cuento, y no de la novela, en la narrativa venezolana de las últimas décadas del
siglo XX. Los datos que aporta en su estudio son reveladores: de los 220 títulos que logra registrar a partir de
una revisión minuciosa de la narrativa publicada por autores venezolanos entre 1969 y 1995 (y no se pierda de
vista la escasa producción que revela la cifra), 159 son volúmenes de cuentos (la mayoría breves o brevísimos)
y 61 son novelas o noveletas, con predominio de las segundas (Miranda 1998: 13). Si bien este tipo de datos
cuantitativos no suele decir mucho sobre la literatura misma, sí parece apropiada su exploración para
comprender la dinámica del mercado literario venezolano. El mismo Miranda muestra la coincidencia entre esta
narrativa que privilegiaba la brevedad y la aparición de editoriales estatales, como Monte Ávila -fundada en
1968- y Fundarte -creada en 1975-, seguramente debido a los escasos recursos que destinaba el Estado a la
cultura (para no hablar de las erráticas y decorativas políticas que caracterizan a las instituciones oficiales
encargadas de la cultura en Venezuela). Dentro de esos mismos datos presentados por Miranda se encuentra que
más de la mitad de los libros de narrativa venezolana fueron publicados por sellos estatales -a lo que habría que
agregar la producción de unos 30 libros más de las “editoriales alternativas”, muchas de las cuales recibían
subsidios del Estado, por modestos e inseguros que fueran. No descuidemos, por cierto, el hecho de que solo
uno de los títulos revisados por Miranda alcanzó un tiraje de 5000 ejemplares (significativamente, una novela
policial). Su conclusión es por este motivo categórica: “En resumen y más allá de algunos relativos best-sellers,
queda claro que la narrativa que nos ocupa no ha creado todavía su propio público” (Miranda 1998: 17).
En estos últimos años, por el contrario, lo común ha sido tratar de explicar un inesperado “auge” editorial”; ése
que puede medirse por el simple hecho de que los grandes sellos comerciales ahora editen autores venezolanos
y, más importante aún, vendan muchos volúmenes de temas políticos pero también de ficción [3]. Entre las
razones que se esgrimen para justificar este aumento en la producción y venta de títulos apuntan al gran debate
que ha generado en la opinión pública la llamada “revolución bolivariana” [4]. El género que se ha beneficiado
más es, sin duda alguna, el ensayo, al punto que el diario El Nacional tituló no hace mucho un artículo “El
ensayo político es un best-seller en la Venezuela de Chávez” (2009). Es por este motivo que los historiadores -
Elías Pino Iturrieta y Manuel Caballero, entre los más destacados, consigan hoy ediciones y reediciones de sus
libros que hasta hace unos pocos años eran impensables para un académico venezolano.
Algunos críticos y escritores (Torres y Kozak, por ejemplo) han llamado la atención sobre la división que los
enfrentamientos políticos han provocado en el mercado del libro venezolano y la consecuente aparición de dos
circuitos paralelos, con librerías, editoriales, instituciones, revistas, páginas Web, ferias del libro, lectores y
autores diferentes, aunque con algunas pocas intersecciones. Incluso, Ana Teresa Torres habla de “un mapa
insólito en la literatura venezolana: escritores de ‘oposición’ y escritores del ‘oficialismo’” (Torres 2006: 913).
En efecto, si en las Librerías del Sur -la red creada por el Estado- se venden, por ejemplo, los libros de Marta
Harnecker o del Che Guevara; en las librerías no estatales se agotan los títulos de autores nacionales,
especialmente de temas políticos e históricos, pero también las novelas. Es más: una de las “novedades” que
exhibe la narrativa venezolana reciente con relación a la inmediatamente anterior -y destaco esta precisión
temporal- es el protagonismo que ha tenido la novela.
Quiero precisar que si bien el “auge editorial” abarca tanto a las editoriales estatales como a las comerciales,
con relación a la novela el fenómeno se limita a títulos editados por sellos no estatales y vendidos dentro del
circuito comercial [5] . Las mayores ventas de novelas se concentran en obras de algún modo relacionadas con
los debates políticos: el caso de Falke (2004), de Federico Vegas, y de El pasajero de Truman (2008), de
Francisco Suniaga, así lo comprueban. Efectivamente, una parte considerable del público venezolano de los
últimos años se ha acercado a la novela en busca de respuestas políticas. En este sentido, Ana Teresa Torres
advierte que si bien es cierto que por “primera vez en mucho tiempo” hay una expectativa en el público con
relación a las obras de ficción publicadas por autores venezolanos, no debe olvidarse que la “motivación es
política” (2006: 922) [6] . No se trata, simplemente, de que aparezca repentinamente el tema político o histórico
en la literatura venezolana -asuntos que, por cierto, no habían desaparecido del todo en las décadas anteriores-,
sino que, como dice A. T. Torres, el público espere la “novela de Chávez” (2006: 923) y, agrego, que los
receptores, en un número considerable, compren novelas venezolanas y hagan una lectura política de la ficción.
El crítico Miguel Gomes ya ha propuesto una expresión para este nuevo interés de la ficción por la política y la
historia: el “ciclo del chavismo” (2007) -queda pendiente un estudio sobre la relación de estas novelas con las
“ficciones de archivo” latinoamericanas, para usar la expresión de González Echeverría, pero el tema me
llevaría muchas páginas y por un camino distinto al que propongo en esta ocasión [7]. De hecho, la lectura
alegórica que hace Miguel Gomes de La enfermedad de Alberto Barrera Tyszka deja ver esa tendencia en la
opinión pública venezolana de la actualidad: la interpretación en clave política, por así decir, de la ficción, esa
inclinación que lleva en otros ámbitos a entender cualquier manifestación, actividad o simple gesto como una
declaración política (a consecuencia, seguramente, de la extrema polarización que se vive en el terreno político).
Justamente por ese motivo creo que para comprender la dinámica del campo literario venezolano de hoy debe
tenerse en cuenta que muchos lectores interpretan las obras de ficción como una intervención en el debate
político, como una declaración referida a la situación política actual.
Es claro, entonces, el abierto predominio de los principios “heterónomos” -sean éstos económicos o políticos
(Bourdieu 1995)- en la dinámica de la literatura venezolana actual: la toma de posición política no es sólo una
exigencia que se le hace a los “intelectuales orgánicos” que piden ahora las instituciones del Estado (como
dicen Torres y Kozak); también, en la acera de enfrente, el debate político es lo que motiva a muchos lectores a
comprar ensayos y novelas. Es necesario advertir, en este sentido, que los principios “heterónomos” dominan
los mercados editoriales en el mundo globalizado y que las multinacionales del libro se dedican a la explotación
de los mercados nacionales -recordemos lo planteado por Josefina Ludmer sobre las “literaturas
postautónomas” [8]. Sin embargo, en el caso venezolano la dinámica parece distinta: los elementos
“heterónomos” no se refieren sólo a las razones económicas que llevan a las grandes editoriales a invertir en el
mercado local -otra de las “novedades” en el campo literario venezolano [9]-, sino también a la importancia que
tiene la política en el imaginario público en la actualidad y a las nuevas políticas culturales impulsadas por el
Estado. Y es precisamente esta situación la que ha provocado el “auge editorial”: el enfrentamiento político ha
sido también una guerra de impresos, de la cual no escapa la literatura en general y no sólo la novela -el
poemario País (el título mismo es significativo) de Yolanda Pantin, para mencionar un solo ejemplo, deja ver
que no se puede limitar el problema a la narrativa. De hecho, las narraciones que han conseguido más lectores,
así como numerosas y elogiosas reseñas en la prensa (muchas veces de conocidos críticos), son aquellas que se
refieren a temas nacionales, como la historia del país, que obligan a pensar nuevamente en las relaciones entre
novela y nación y a resucitar temas que ya la academia había abandonado -las modas académicas también son
efímeras-, quizá hasta por saturación de las mismas citas (como la ineludible de Benedict Anderson sobre la
nación como una “comunidad imaginada”). No quiero dejar de apuntar que, además de la multiplicación de
títulos, premios, revistas, páginas Web y blogs que apunta a un mercado editorial más dinámico, hay que
agregar como cambio en el campo literario venezolano, el interés que muestran los escritores por la literatura
nacional, lo que incluye un rescate de la figura de Gallegos (como se verá) y, muy especialmente, el hecho de
que los mismos escritores parezcan jugar un papel decisivo como promotores culturales, como es el caso
notorio de Ana Teresa Torres y Héctor Torres -organizadores de la Semana de la Narrativa Urbana, por
ejemplo, evento que convoca a los jóvenes narradores venezolanos.
Es posible pensar que al cambiar las políticas culturales del Estado para centrarse de manera exclusiva -y
excluyente- en las manifestaciones que contribuyan a “erigir la estética revolucionaria” -la consigna es del
ministro de la cultura, Héctor Soto (López 2008)-, paradójicamente se logró en la acera de enfrente una
respuesta no prevista: el trabajo más organizado y consciente de los escritores con el fin de conseguir un espacio
para la publicación y el intercambio. El resultado puede medirse por el éxito que han tenido las novelas, si
hablamos en términos comerciales únicamente, pero el dinamismo que muestra hoy el campo literario
venezolano con respecto al pasado reciente (y subrayo el adjetivo porque hace falta un estudio que revise el
problema con una perspectiva histórica más amplia) deja ver que no se puede pensar el cambio sólo en términos
de ventas. Por primera vez en mucho tiempo puede decirse que unos cuantos escritores venezolanos tienen la
posibilidad de publicar en unas condiciones relativamente ventajosas, que sus libros consigan mayor
distribución -sin dudas mejor que hasta hace muy poco, aunque la situación siga siendo inestable- y que,
incluso, se pueda pensar en la posibilidad de un diálogo entre ellos y con el público. Y en este sentido, otros
géneros, como la poesía -que siempre ha sido importante o, más bien, prestigiosa en Venezuela (aunque se lea
menos de lo que se dice)-, también se han beneficiado de este inédito clima.
La situación es hoy muy distinta a la que describió Ana Teresa Torres en el 2006, pues no es el antiguo
“canibalismo de la tribu” lo que prevalece, para emplear su elocuente imagen. Es más: según esta misma autora,
a consecuencia de “un discurso político empeñado en negar cincuenta años de historia (...) pareciera la tribu
haber iniciado la reconciliación con su genealogía” (Torres 2006: 919). El intento de Chávez de borrar o
descalificar la historia de Venezuela de la segunda mitad del siglo XX, de caricaturizar y banalizar los años de
democracia (la llamada “Cuarta República”) ha llevado a una reflexión importante en buena parte de los
escritores e intelectuales venezolanos, quienes antes criticaban sin reservas (¿y sin responsabilidad?) la política
de las décadas democráticas (Kozak 2008). En este sentido, pueden servir de ejemplo las reflexiones del
conocido escritor Ibsen Martínez sobre el papel jugado por los intelectuales, entre los cuales se incluye, en la
desacreditación de la política que dio paso al surgimiento del liderazgo de Hugo Chávez (Socorro, 2009:
4) [10] .
 
Novela y política: el regreso de viejos fantasmas.
Encabezando la lista de las novelas más exitosas en Venezuela en los últimos años se encuentran Falke (2004),
de Federico Vegas; La enfermedad (2006), de Alberto Barrera Tyszka (ganadora del premio Herralde); La otra
isla (2005) y El pasajero de Truman, ambas de Francisco Suniaga [11]. De estas novelas, sólo la de Barrera
Tyszka no se refiere de un modo directo a los temas que acaparan la atención publica venezolana, especialmente
aquellos relacionados con la historia nacional [12] . Dado su éxito comercial, es posible considerar estas novelas
como intervenciones en la escena pública venezolana (particularmente eficaces y poderosas), perspectiva que
justamente ha prevalecido en los lectores que hoy buscan respuestas políticas en los ensayos pero también en la
ficción. En otras palabras: estas obras han sido leídas políticamente y en esta lectura reside buena parte de su
éxito comercial. Es justamente por este motivo que estas novelas me permitirán mostrar a continuación cómo la
narrativa se inserta en los debates políticos venezolanos y contribuye a la construcción del imaginario público
nacional. Quiero advertir, antes de revisar las novelas, que es ésta la perspectiva la que exploro en la presente
ocasión pero esto no quiere decir que sea el único interés que hay en ellas. En este sentido, creo que la excelente
recepción que han tenido y los comentarios o reseñas que han generado de reconocidos críticos muestran que
son novelas que merecen atención, así como múltiples estudios, con muy variados enfoques.
No parece muy arriesgado decir que el tema histórico de Falke ha sido el disparador de la gran aceptación que
ha tenido en el público venezolano, lo que no quiere decir que sea el único atractivo de la novela. Su evidente
homenaje a Rómulo Gallegos es una de las “novedades” que exhibe esta narración, pues hasta hace poco criticar
al autor de Doña Bárbara y no leer literatura venezolana se habían convertido en una pose muy común entre
escritores y críticos y en casi un requisito para ingresar en el campo literario nacional -como indica A. T.
Torres, hasta Gallegos y Teresa de la Parra habían sido devorados por el “canibalismo de la tribu” [13] . El
título hace alusión al barco polaco, el Falke, en el que se intentó en 1929 (el mismo año de la publicación
de Doña Bárbara, por cierto) una improvisada y delirante pero muy real invasión a Venezuela durante la
dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935). En esta frustrada aventura participaron caudillos, como Román
Delgado Chalbaud, pero también intelectuales, como José Rafael Pocaterra, y estudiantes, como Rafael Vegas,
el protagonista del relato y quien escribe en la ficción buena parte del manuscrito que leemos [14]. La
exploración que hace la novela de esta aventura obliga a pensar en la centralidad del caudillo en la cultura
venezolana y a preguntarse si ésa es la clave para la comprensión no sólo del presente sino de buena parte de la
historia nacional, justamente como lo hicieron algunos positivistas a principios del siglo XX, con Vallenilla
Lanz a la cabeza -quien justificó, como se sabe, al dictador J. V. Gómez a través de la figura del “gendarme
necesario”, en su conocido libro Cesarismo democrático (1919). Reaparece así una conocida interrogante, casi
un fantasma de la cultura venezolana y que no gratuitamente ha despertado el interés de historiadores e
intelectuales en los últimos años -como es el caso de Krauze, para mencionar a un historiador no venezolano
(2008). Sin embargo, no deja de ser reveladora la perspectiva que adopta la novela pues, más allá de la
necesidad de reivindicar la estética galleguiana para la verosimilitud del relato (Gallegos es el maestro del
protagonista, Rafael Vegas), el texto refuerza una y otra vez ciertas representaciones de los relatos identitarios
venezolanos, lo que lleva a asociar la Venezuela violenta, premoderna y arcaica de los positivistas con la
Venezuela actual y a suponer que en el país del “despelote” (Vegas 2006: 32), reina la “barbarocracia” (2006:
42) y se imponen los caudillos con las bayonetas (2006: 391).
La idea de que la historia se repite, razón por la cual el país no logra salir de su pasado rural, de su “epopeya de
monte y culebra”, es también parte de lo que propone la novela. Es más: en una de las cartas que en la ficción
Rafael Vegas le envía a Gallegos, el primero se refiere a la relación que cree percibir entre la supuesta
desmemoria que caracteriza a los venezolanos y la histeria, esta “antítesis de la historia, por consistir en una
condición que bloquea la posibilidad de entender el sentido y las lecciones de nuestros fracasos y limitaciones”
(2006: 449). Por eso el país está condenado al perenne regreso al pasado: “Venezuela es un país histérico
sometido a una repetición infernal. Nuestra mayor pobreza es carecer de una verdadera historia de nuestro
empobrecimiento. Y perdóneme el enredo” (2006: 449-450). Al igual que los venezolanos que acuden hoy a la
historia y a los libros para entender las incertidumbres del presente político, Rafael Vegas cree ver en las
novelas de Gallegos la respuesta que necesita para entender la Venezuela de Gómez: “Es entonces cuando, muy
necesitado de una referencia válida, pienso en su obra (...) ¿Existirá un manifiesto político más esclarecedor,
más penetrante e imperecedero que sus novelas?” (2006: 451). Podría pensarse, entonces, que Falke pretende
reconstruir un fragmento de la historia nacional para llenar ese vacío en la memoria que supuestamente condena
a los venezolanos al eterno retorno [15] .
La importancia que tiene en Falke la estética realista es otro elemento clave para entender el rescate de la figura
de Gallegos pero también la propuesta misma de esta novela [16] . Falke hace alusión a la recepción de Doña
Bárbara como un relato referido a la identidad nacional. En este sentido, la lectura de Doña Bárbara que hace
Rafael Vegas en los llanos resulta reveladora: “Leo una página, levanto la vista y veo justo lo que acabo de
leer” (2006: 353). Esta borradura de los límites entre ficción y realidad es también lo que refiere el narrador que
al final de la novela, con un gesto autorial, escribe las “Apostillas”: “Pensé aclarar, en este último esfuerzo, qué
episodios son ciertos y cuáles inventados, pero ya no estoy tan seguro: demasiadas veces imaginé una escena y
al poco tiempo resultaba ser una premonición” (2006: 453). Y agrega: “la realidad y la ficción se muerden
mutuamente la cola” (2006: 454) [17] . Si en las novelas que, según B. Anderson, sirvieron para la construcción
de la nacionalidad (como Doña Bárbara), el lector identifica los referentes e imagina a partir de ellos una
comunidad nacional, en Falke la permanente alusión a los rasgos que supuestamente definen la identidad, llevan
a imaginar como actual la Venezuela rural de la que escribió Gallegos, con sus caudillos y “epopeyas de monte
y culebra”. Se trata, finalmente, de un país condenado a repetir las historias de caudillos y alzamientos
descabellados e improvisados. Gallegos, entonces, se justifica como el escritor que se invoca, pues la mirada
que adopta la novela para representar el país es deudora de la que sirvió para construir las representaciones del
supuesto carácter nacional y, más importante aún, nada indica en la narración que se busque una distancia con
respecto a esta perspectiva (volveré sobre este punto pues hace falta revisar la lectura de Doña Bárbara que
supone esta reivindicación de Gallegos). Es por ello, justamente, que la frustrada aventura del Falke, y con ella
la historia republicana de Venezuela, no es más que la repetición de las aventuras caudillescas del siglo XIX -
como señala la novela: “Quitando el barco podríamos retroceder un siglo y estar en las guerras de
Independencia” (2006: 227). De este modo, la Venezuela de la primera mitad del siglo XX es una repetición de
la época independentista, así como la Venezuela actual es una reedición de la época del dictador J. V. Gómez.
La otra isla, la exitosa primera novela de Francisco Suniaga, narra en clave de policial la imposible historia de
la reconstrucción de la identidad en los tiempos de la globalización, a través del conocido recurso del pueblo
que sirve para simbolizarla -Comala o Macondo, aunque en este caso sea la muy real isla de Margarita-, pero
esta vez para mostrar una cultura global en permanente traducción y contacto con los clichés que pone en
circulación la industria turística y del entretenimiento. De esta manera, un fragmento del conocido relato
“Luvina” de Juan Rulfo -y con él, en una operación sinecdóquica, la literatura que ayudó a la construcción en el
plano simbólico de lo pretendidamente latinoamericano- es un texto en traducción en esta época globalizada, no
reconocible con facilidad en inglés, e, incluso, confundible por el estilo con la obra de Conrad, pero, de manera
significativa, convertido en un enigma que se resuelve al final de la novela (el fragmento en inglés aparece
como un sueño de uno de los personajes y parte de la novela está dedicada a descubrir quién es el autor). Sin
embargo, las muchas referencias que hace también La otra isla a los supuestos rasgos identitarios que funcionan
para que el lector se reconozca como venezolano e intente reconstruir su identidad a través de la mirada del
viajero extranjero, seguramente están en la raíz de la aceptación que ha tenido esta novela en el público
venezolano [18] .
Creo que no me equivoco al señalar que La otra isla ofrece la posibilidad de una lectura de reconocimiento, por
así llamarla, que permite a un sector del público venezolano una reconstrucción de un nosotros perdido por
medio de la identificación de voces ya escuchadas o conocidas -la del caraqueño, la de los sectores populares
(como el gallero), la del extranjero que no entiende la cultura nacional, por ejemplo-, y que son también
estereotipos identitarios. Es seguramente esta estrategia la que le ha abierto las puertas de la aceptación de un
amplio público que “reconoce”, finalmente y gracias a la novela, que no es más que un texto de Rulfo traducido
al inglés el que ha generado la incertidumbre, fragmento de un pasado, no gratuitamente rural, que regresa como
un enigma para el presente [19] .
En La otra isla, la mirada que sirve para construir lo “propio” es la del viajero extranjero, como en tantos textos
del archivo latinoamericano (las crónicas de Indias, las cartas de relación, los relatos de los viajeros del siglo
XIX y las propias novelas latinoamericanas que desde el siglo XIX vuelven una y otra vez a la mirada del
viajero enfrentado a un “nuevo” mundo). Se trata, claro está, de una perspectiva que tiende a exotizar el trópico
y a presentarlo como la explicación última de los rasgos que definen la identidad (como se ve, el fantasma del
positivismo recorre la novela). Los estereotipos saltan a la vista y es la oposición alemán/venezolano la que da
sentido al siguiente pasaje sobre uno de los personajes, Dieter Schlegel: “En esa maniobra marinera, a su
entender, estaba la síntesis de aquella tierra y sus habitantes, el rasgo que consideraba más preciso para
definírsela a los alemanes que no la conocían: Margarita, la isla de la utopía, el único lugar del planeta donde
todos mandan y nadie obedece” (Suniaga 2005: 8). Vemos, entonces, la nación y los rasgos que
pretendidamente la caracterizan presentados a través de una mirada irónica que, al igual que en Falke, resalta
los aspectos negativos: desorden, desorganización, voluptuosidad, caos, desaciertos, desesperanza. La
complicidad del lector está garantizada a través del humor que destaca el absurdo y la paradoja como rasgos
identitarios y que recuerdan las versiones real-maravillosas de América Latina. Así, las maniobras que hacen los
pescadores margariteños no son más que “un contrasentido” para el alemán que las contempla, desacierto que
con “terquedad se empeñaba en demoler su herencia cultural y genética: una vez más había tenido ante su vista
la comprobación empírica de que las empresas colectivas pueden resolverse bien y con gran eficiencia, en
medio de un caos en el que todos dan órdenes que nadie sigue” (2005: 8). Este es el caso, asimismo, de la locura
que aqueja al otro alemán, Wolfgang Kreuzer (el que consigue la muerte en Margarita), debido a la pasión que
le desatan las peleas de gallos, presentadas como un llamado irracional y voluptuoso de la naturaleza tropical.
Así, lo que para Europa o los Estados Unidos es exótico, fuente de fantasías y utopías pero también de
pesadillas, es asumido en esta novela como lo “propio”, como lo hicieron tantos relatos identitarios construidos
en los siglos XIX y XX en una larga genealogía que podemos remontar a Humboldt para el período
republicano [20] . Si bien en esta novela no es un episodio de la historia nacional lo que se intenta reconstruir
para iluminar el presente, sí es posible advertir en ella el deseo de promover un sentimiento de pertenencia en el
lector, al convocarlo a reconocer los rasgos que imaginariamente definen su identidad como venezolano.

A pesar de los evidentes juegos paródicos y humorísticos, la novela de Suniaga, como la de Vegas, no se
distancia de los viejos fantasmas que invoca, en este caso Conrad o Rulfo, y que sirven para dar sentido a la
mirada extranjera que lleva al lector a la reconstrucción de sus sentimientos de arraigo y pertenencia, con todos
los rasgos negativos que caracterizan lo que se supone que es la identidad del venezolano, como lo hicieran
tantas ficciones “autoetnográficas” del siglo XIX y XX, para usar la denominación acuñada por Pratt (1997).

El pasajero de Truman (2008), por su parte, del mismo Suniaga, es una novela que intenta dar con el origen de
los problemas políticos que enfrentamos y nos enfrentan hoy a los venezolanos. Al igual que en Falke, es el
caudillismo el asunto revisado, pero esta vez a propósito de las circunstancias que produjeron en 1945 la
frustración del proyecto que intentó acabar con el largo dominio de los andinos en el poder -desde la llegada a la
presidencia de Cipriano Castro (1899), pasando por la larga dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935) y
los gobiernos que la sucedieron: el de Eleazar López Contreras (1935-1941) y el de Isaías Medina Angarita
(1941-1945)- para conseguir una alternativa democrática y civilista para el país. De este modo, la historia
nacional se convierte de manera significativa en la biografía de un hombre, Diógenes Escalante, quien aquejado
de una dolencia psiquiátrica debe abandonar el país al final de la campaña electoral en un avión que le facilita el
por entonces presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman (de allí el título de la novela). Llama la
atención, en este sentido, que la manera de presentar ese capítulo olvidado de la historia nacional parta de la
convicción de que el destino del país dependía de un solo hombre, en este caso de la versión civil del caudillo
del siglo XIX (presentar un episodio de la historia nacional como la biografía de un hombre reanima la
tendencia venezolana a concebir la historia como una sucesión de biografías de héroes -casi hagiografías-, con
la de Bolívar -mártir y padre de la patria- en primer plano). De este modo, Suniaga, como Vegas en Falke,
desempolva un fragmento de la historia nacional para mostrar cómo los intentos de acabar con la hegemonía
militar y las tendencias caudillistas son una constante en la historia de Venezuela, pero lamentablemente
condenados al fracaso (otro ejemplo, entonces, de la desmemoria que lleva a la repetición del pasado).

Y a pesar de que el Suniaga ha señalado en algunas entrevistas que no fue su intención al escribir la novela
relacionar la Venezuela de 1945 con la actual, ésa ha sido la lectura que ha hecho gran parte de sus muchos
receptores, quienes ven, con razón, que El pasajero de Truman presenta una y otra vez elementos que llevan a
hacer tal conexión. Precisamente, para responder a las muchas preguntas que hacen los lectores en este sentido,
Suniaga presenta la siguiente reflexión:
A veces pienso incluso que esa larga transición política que se inició con la muerte de Gómez, quizás todavía no
haya terminado. Entonces, releyendo el libro [El pasajero de Truman], encontré algunas expresiones que escribí
buscando significar otras cosas, pero que ahora las releo, y veo que cuando Diógenes Escalante dijo: “Picón
Salas tenía razón, Venezuela entró en el siglo XX en 1935, pero ese pasaje tenía retorno. Nunca nadie nos dijo
que podíamos regresar al siglo XIX”. Cuando yo escribí eso, quizás no pensé en las circunstancias específicas
que vivimos ahora; que permiten a la gente muy fácilmente establecer vínculos entre una expresión como esa, y
la situación actual, que muchos analistas asimilan a una dictadura del siglo XIX. Hay una clara alegoría a una
dictadura del siglo XIX en algunas escenografías de este Gobierno (Analítica Premium 2009: en línea).
Con esta reflexión Suniaga confirma lo que ya algunos críticos habían señalado: que la novela no se refiere con
exclusividad al episodio protagonizado por Diógenes Escalante, sino que sirve de ejemplo de lo que ha sido
antes y después la historia nacional. Rafael Di Prisco y Carlos Pacheco, para solo nombrar a dos de los críticos
venezolanos más conocidos, coinciden en esta lectura de El Pasajero de Truman, como muestran estas dos
largas pero muy reveladoras citas:
Tal vez el logro de mayor relieve sin embargo sea que, sin mención expresa alguna del presente venezolano que
nos concierne a todos, la novela con mucha frecuencia nos lo pone por delante. Se las arregla para mantenernos
en vilo evidenciando que ni los aduladores de oficio, ni las lecturas acomodaticias de la historia, ni las
tentaciones del poder absoluto e indefinido, ni las constituciones prêt-à-porter, son nuevos. Señalándonos
también cómo la desmemoria y la falta de cuidado por avances políticos y ciudadanos que muchos desvelos y
esfuerzos han costado nos mantienen amarrados a la noria (Pacheco 2009: en línea).
[…] los acontecimientos y personajes que giran alrededor del protagonista Diógenes Escalante, especialmente
en la ocasión de su tercero y definitivo intento fallido de acceder a la anhelada Presidencia de la República, no
solamente son factores inevitables en la revisión de los aciagos días de octubre del 45 sino que a través de una
inteligente y sutil escritura sirven de pretexto para su proyección hacia el presente, e incidir en las
circunstancias que vive el país en nuestros días, haciendo que nuevamente no fuera totalmente cierto aquello de
que “la historia no se repite (Di Prisco 2009: en línea).
Sus efectos realistas, anclados en una estrategia que imita la entrevista periodística, refuerzan esa lectura de la
novela. Además, los nombres ficticios de los personajes son desenmascarados al final en una nota que revela
sus nombres: Ramón J. Velásquez (historiador y expresidente de Venezuela) y Hugo Orozco (diplomático), dos
testigos de los acontecimientos recreados en El pasajero de Truman -la nota dice textualmente: “Quiero
expresar mi más profunda gratitud a Ramón J. Velásquez y Hugo Orozco por el privilegio que me concedieron
al recibirme en sus casas y contarme la historia de la que fueron actores” (2008: 303).
La muy escueta revisión hecha hasta aquí, me permite concluir, provisionalmente, que si bien las circunstancias
políticas que se viven hoy en Venezuela han traído de nuevo al debate público temas como el caudillismo y el
pasado (siempre rural, de “monte y culebra”), también han resucitado en el plano literario las estéticas y, lo que
es más importante, el marco conceptual que sirvieron para explicar la nacionalidad y la identidad en muchas
ficciones a lo largo del siglo XX. En efecto, el regreso de los temas nacionales parece indicar que la identidad es
una cuestión simbólica que engancha y enfrenta a muchos lectores venezolanos de las dos aceras opuestas,
aunque de maneras distintas, y que en el caso de las novelas antes mencionadas atrapó a esa parte del público
que hoy se acerca (¿se aferra?) a la ficción para conseguir respuestas a las incertidumbres políticas. Y creo que
debe llamar a la reflexión no tanto que el caudillismo sea un tema que despierte el interés de tantos lectores en
la Venezuela de hoy, pues es ciertamente un elemento que ha jugado un papel nada desdeñable en la historia
política del país, sino que las novelas que revisan el problema y han conseguido mayor aceptación del público
que hoy visita las librerías, revivan también las representaciones y esquemas que sirvieron para comprenderlo.
Pensar que Venezuela es un país condenado a repetir su historia de bochinches y desaciertos, que su pasado
siempre es rural, violento y arcaico, y que el caudillismo es la única explicación posible a los problemas
políticos, resulta ser una manera de rescatar, así sea inadvertidamente o por la puerta de atrás, el Cesarismo
democrático de Vallenilla Lanz (1990), a pesar de que la intención sea la opuesta. De allí la importancia
del lapsus que comenta Suniaga con relación a la escritura de su novela, pues si bien no fue, en principio, su
intención decir en que la Venezuela actual es semejante a la del siglo XIX, ésa es la lectura que se ha hecho de
su novela y que, tal como aparece en el fragmento antes citado, el mismo Suniaga acepta. Y no podría ser de
otro modo, dado que las representaciones que se han reactualizado en estas novelas llevan a interpretar la
historia de Venezuela como una aventura de caudillos, ambientada en un paisaje rural que lleva un claro signo
negativo. Es más: tanto Falke como El pasajero de Truman terminan siendo una representación de la historia de
Venezuela que, a manera de sinécdoque (la parte por el todo) muestra que el destino del país ha estado en las
manos de hombres fuertes que no son más que caudillos delirantes. Sobre este punto parece importante advertir
que, así como Ana Teresa Torres en La herencia de la tribu (2009) ha emprendido un estudio de las versiones
distorsionadas y parciales de la historia de Venezuela promovidas por Hugo Chávez a través de sus programas
de radio y televisión para legitimarse en el poder, parece una tarea igualmente valiosa y necesaria revisar las
otras versiones de la historia o de la supuesta identidad nacional que estas novelas proponen, pues creo que se
encontrarán unas cuantas coincidencias -dado que no podré profundizar en estas semejanzas, me limito a
mencionar sólo las más evidentes: el uso de la generalización para describir etapas históricas que merecen un
examen más detenido salta a la vista en ambos bandos (aunque los períodos no sean los mismos), así como la
reducción de los protagonistas históricos a los hombres fuertes. La idea de una repetición o reedición de la
historia es también clara en el discurso oficial, especialmente a través de la identificación de la llamada
“revolución bolivariana” con las guerras independentistas y del actual Presidente con Bolívar.
No puedo dejar de advertir que esta mirada sobre la historia venezolana recuerda mucho a la que describe
Beatriz Sarlo con relación a la novela argentina que se interrogaba sobre la dictadura en la década de los
ochenta. Sarlo explica así los cambios que llevan hoy a la narrativa argentina por otros caminos:
Han sucedido dos cosas. Por un lado, la interpretación de la dictadura ya no pasa, como entonces, por una
hipótesis sobre la violencia como constante histórica argentina, una especie de ley que habría regido, igual a sí
misma, desde el siglo XIX. Las explicaciones son ahora mejores y más específicas. Por otro lado, otros
discursos, no literarios, han tomado un lugar que, a comienzos de la década del 80, la literatura ocupaba casi en
solitario. Se habla menos del enigma argentino y a ningún escritor se le ocurriría hoy preguntarse quién
escribirá Facundo, interrogante que preocupaba honestamente a Piglia. La pregunta misma sonaría ahora un
poco fuera de foco: ¿revelación socioliteraria de un enigma? (Sarlo 2007: 473; las cursivas son mías).
Para el caso venezolano, esa pretendida constante histórica, ese enigma que hay que resolver a la manera de
Sarmiento (invocando a Quiroga para explicar y oponerse a Rosas), pasa por un proceso que debe explorarse.
Es la interpretación del presente la que hace que sea significativo el fragmento de la historia que se había
olvidado y que rescatan, entonces, Falke o El Pasajero de Truman, convirtiendo así un episodio de una historia
mucho más amplia y compleja en una sinécdoque, es decir, en un elemento que sirve para explicar el todo,
como ya apunté. Pero el enigma sí resulta ser el mismo: los rasgos premodernos, como la violencia, que llevan
necesariamente al caudillismo, elementos que supuestamente condenan a los países latinoamericanos a la
repetición de la historia.
 
El hiperlíder necesario: ¿una vuelta a Gallegos?

En un encuentro entre intelectuales de las filas del chavismo, organizado como contrapartida oficialista a la
visita de Mario Vargas Llosa a Venezuela en mayo de 2009 [21] , el español Juan Carlos Monedero se refirió al
“hiperliderazgo”, uno de los “fantasmas de ayer y hoy en Venezuela” (es el significativo título de su
participación en el debate), intervención que produjo duras críticas de Chávez. Las palabras que desataron la ira
del Presidente son las que siguen:
[El hiperliderazgo es] propio de países con un escaso cemento social, con un débil sistema de partidos
democráticos y con altos porcentajes de exclusión. El hiperliderazgo permite situar una alternativa a la
selectividad estratégica del Estado heredado, siempre un freno a la transformación; además, tienen (sic) la
ventaja de articular la desestructuración y la fragmentación con formas de cesarismo progresista -en expresión
de Gramsci-, pero que desactivan la participación popular demasiado confiada en la capacidad heroica del
liderazgo (Monedero 2009: en línea; las cursivas son mías).
Para cualquier lector venezolano familiarizado con la historia del país, las palabras que sirven para justificar al
“hiperlíder” recuerdan mucho a las empleadas a principios de siglo por Vallenilla Lanz para defender al
“gendarme necesario”, aunque cambie calificativo del cesarismo y esta vez no sea “democrático” sino
“progresista”. Si por un lado se justifica al caudillo (ahora llamado “hiperlíder”), como lo hace Monedero -a
pesar de la crítica a la figura heroica que limita la participación popular, detalle que molestó al Presidente-, y así
sea Gramsci la referencia y no Vallenilla Lanz; en la acera de enfrente se resucitan viejos modos de
interpretación de la realidad nacional que hacen pensar en la imposibilidad que tiene la cultura venezolana de
salir de ese fantasma, dado que es un rasgo que supuestamente define su identidad y, sobre todo, por esa
concepción de la historia como un eterno retorno o una noria infernal. En ambos casos, queda en el aire la
inferencia de que el rumbo del país depende de un solo hombre, como ocurre con el Diógenes Escalante de El
Pasajero de Truman.
En este contexto, no debe sorprender que el conocido historiador Elías Pino Iturrieta reivindique, aunque con
reticencia, el concepto de “barbarie” [22] para explicar el presente venezolano o que uno de los analistas
políticos más conocidos en la actualidad, Luis Vicente León, publique un artículo titulado “Un par de b...”
[bolas], en el que dice que “Hay dos maneras de enfrentar a un Titán: con otro Titán, que aquí no hay, o con
‘héroes’” (2009). El imaginario venezolano parece enfrentarnos así a un espejismo: sólo falta la aparición de
Santos Luzardo, el héroe civil que podrá llevar a la Venezuela rural por el camino de la modernidad (no puedo
ocuparme de las evidentes connotaciones machistas que tienen estas discusiones sobre el presente y el pasado
venezolanos).
Esta vuelta a Gallegos, sin embargo, merece un examen más detenido, pues Doña Bárbara es entendida de
nuevo como un texto clave para compresión de Venezuela, razón por la cual vale la pena preguntarse cómo es
leída la novela en la actualidad, esto es, indagar en las lecturas que subyacen a estos espejismo, a esos
“fantasmas de ayer y de hoy”. Es más: la manera en la que Gallegos es leído actualmente parece asociada a esa
tendencia a suponer que la historia se repite, como queda claro en las palabras de otro de los narradores
venezolanos que han conseguido mayor reconocimiento en los últimos años, Oscar Marcano, para quien el
“‘fenómeno Chávez’ nos rebota a nuestra vieja trampajaula caudillista. A Doña Bárbara. A esa sucesión de
comienzos que no conduce a ninguna parte” (el artículo se titula significativamente “El último brote de la
autofagia venezolana”. Marcano 2003: en línea). Hay un valor adicional en esta cita pues permite ver cómo la
comprensión del “fenómeno Chávez” pasa por la interpretación de la novela Doña Bárbara, cómo política y
ficción se encuentran estrechamente imbricadas en los intentos de descripción del presente venezolano. La
lectura predominante parece, entonces, aquella que entiende Doña Bárbara como una explicación válida y
vigente de la nacionalidad y, al mismo tiempo, como una reactualización del esquema civilización/barbarie de
Sarmiento. Por esta vía, se termina suponiendo erróneamente que la idea de la historia como una incesante
repetición también forma parte de la propuesta galleguiana. Se trata de una lectura que no sólo elimina todas las
contradicciones que ya existen en el texto del argentino, sino, más importante aún, que olvida aspectos
importantes de la novela de Gallegos, como se verá enseguida.
En una indagación sobre las diversas interpretaciones que ha propuesto la crítica de la novela Doña Bárbara,
Javier Lasarte señala que el “problema de cómo leer Doña Bárbara presupone en última instancia responder a
la pregunta sobre cómo leer y valorar, cómo re/desconstruir la moderna tradición cultural nacional o
latinoamericana” (2005: 50). Tal vez ésta sea la razón por la cual Gallegos y su novela estén hoy nuevamente
sobre el tapete, pues la pregunta que se hacen una y otra vez narradores, historiadores, intelectuales o
periodistas en textos muy diversos, ficcionales o no, con relación a la situación de la Venezuela bolivariana es
también una interrogante sobre la modernidad o, mejor, sobre la existencia misma de esa modernidad. No deja
de ser revelador que, como indica Lasarte, la crítica venezolana condenó la novela de Gallegos a ser una nueva
versión de la oposición civilización/barbarie de Sarmiento y que sea éste el esquema al que ahora se vuelve, esta
vez para reivindicarlo como una interpretación todavía efectiva de la identidad nacional.
El trabajo de Lasarte logra organizar las diversas interpretaciones de la novela que se han propuesto en las
últimas décadas en dos tendencias claras, dos “lecturas en pugna”, y que propone caracterizar de la siguiente
manera:
“1) retomar la vieja lectura de Doña Bárbara como la culminación del maniqueo esquema Civilización vs.
Barbarie, para, desde allí, ejercer la crítica reconstructiva: convertido ahora en alegoría novelesca, el texto de
Gallegos supone la plasmación refleja de una perversa ideología populista y machista -expresada en el triunfo
del autoritario personaje civilizador, doble de la voz autorial, sobre los sectores populares y la mujer, es decir, la
barbarie en la novela-; lo que lleva a leerla (y descalificarla) como una recomposición estratégica del orden
letrado; o 2) entender la novela como un proceso abierto que, a partir de los vaivenes tanto del protagonista
como de la peripecia novelesca, descubre en su transcurso la posibilidad de un nuevo paradigma, no de una
nueva estrategia del liberalismo decimonónico sino de una nueva política: la del nacionalismo populista; lo que
supone la voluntad de apreciar positivamente para su momento la tentativa renovadora” (2005: 51).
Para Lasarte, la primera lectura, aquella que reduce la novela al esquema sarmientino, deja de lado aspectos
importantes de la obra, como la inversión que se produce en los personajes principales: “La operación que
define el cuerpo mayoritario de la novela, a excepción del inicio y el final, es, sin lugar a dudas, la inversión.
Para decirlo pronto y gruesamente, Doña Bárbara es el proceso narrativo por medio del cual Santos se
'barbariza' y doña Bárbara se 'ilumina'” (Lasarte 2000: 177). La propuesta de Gallegos es, según esta
perspectiva, un retorno a los orígenes pero para construir un nuevo pacto político, ahora fundado en el
reconocimiento del otro (de allí la importancia del proceso de inversión). Ciertamente, se trata de un proyecto
que, como bien explica Lasarte (2000), ve en el mestizaje y en el populismo, en el nacionalismo populista, una
salida política. Y allí reside su distancia con respecto a las soluciones positivistas de su época, su alejamiento
del “gendarme necesario”, su “ruptura del ciclo fatal de la violencia o la inviabilidad de las opciones de
fuerza” (Lasarte 2000: 181; las cursivas son mías). De hecho, esta “lección del maestro” permite comprender la
importancia que tiene la novela en el imaginario político: el momento de entronizamiento de la novela, de su
conversión en la obra que supuestamente define lo venezolano, fue también el período de aceptación, en el
plano político, de un pacto populista, justamente el que permitió imaginar la comunidad nacional como una o en
singular: la “patria mestiza” del “criollismo jerarquizado” (en palabras de Montaldo), la “trampa de la novela”,
según Lasarte (2000: 181).
No olvidemos que, como destaca la propia novela, Santos Luzardo es también un llanero y, en esa medida, no
puede ser comprendido simplemente como la representación de la civilización. A pesar de que la novela recurre
claramente a elementos melodramáticos y maniqueos, también muestra que la barbarie se encuentra en el
personaje que parece representar de manera inequívoca la civilización. Es por este motivo que creo que hace
falta revisar mejor la larga sucesión de textos, ficcionales o no, del archivo latinoamericano para comprender las
representaciones que se actualizan hoy en día en Venezuela con el fin de explicar de nuevo su pasado y su
presente y, muy especialmente, su relación con la modernidad. Sobre este punto, me atrevería a decir que esta
vuelta a Gallegos supone una lectura de Doña Bárbara que oblitera muchos aspectos claves de la novela. Y es
que entre las representaciones más poderosas y persistentes sobre la modernidad, la identidad y la historia de
América Latina (y con ella, la de Venezuela) se encuentra esa alegoría que presenta Esteban Echeverría en “El
matadero” y que ha sido descrita de esta manera por González Echevarría:
[…] podría leerse “El matadero” de Echeverría como una especie de alegoría de la modernidad, que asoma la
cabeza para ser destruida inmediatamente por un contexto que no le es afín. Hay, además, toda una temática del
héroe moderno abatido por las fuerzas de lo arcaico en toda la narrativa latinoamericana, desde la novela
romántica, la novela antiesclavista cubana, hasta Los pasos perdidos, pasando por Doña Bárbara (González
Echevarría 2001: 147).
Quiero decir con esto que la imagen del “héroe moderno abatido por las fuerzas de lo arcaico” ha sido una de
las representaciones más vigorosas dentro de los ensayos de comprensión de América Latina. Es por esta razón
que hace falta examinar con cuidado cada una de sus versiones para no confundir la propuesta de Gallegos con
la de Sarmiento o la de Echeverría (que pertenecen, además, a épocas distintas). A diferencia del texto de
Echeverría, la novela de Gallegos muestra los fragmentos de barbarie que hay en el héroe moderno, Santos
Luzardo. Si es que hay alguna “lección del maestro” que deba retomarse en la actualidad -recordemos el estudio
de González Echevarría (2001) sobre la “voz del maestro” en la narrativa latinoamericana- tal vez sea esa
superación del esquema positivista que condena a la violencia y justifica, finalmente, al caudillo. Quizá esta
revisión del archivo latinoamericano podría hacernos comprender mejor las muchas coincidencias, con
frecuencia no advertidas, entre las aceras enfrentadas en la actualidad, así como a entender la necesidad de
cuestionar las representaciones enraizadas en el imaginario público nacional. Creo que se trata de un asunto
fundamental para examinar las interpretaciones de la historia de Venezuela que circulan en la actualidad y para
pensar mejor las representaciones que han servido para imaginar y construir los relatos identitarios, la
modernidad y la historia, con el fin de desmontar el mecanismo que lleva a ver espectros y espejismos. Esta es,
finalmente, la única manera de no quedar entrampados en esas viejas interpretaciones del pasado, en esos
“fantasmas de ayer y de hoy”. Más que aceptar la propuesta ilógica de que la historia venezolana se repite
(entendida como una reencarnación de Bolívar o una reedición del caudillismo del siglo XIX), hay que pensar
en los conceptos, imágenes y ficciones que llevan a esa creencia, para explicar la efectividad de los discusos que
los promueven y la persistencia de viejos esquemas de interpretación de la realidad entre los bandos
enfrentados, bien sea para justificar al “hiperlíder necesario” o para suponer que estamos en presencia
nuevamente de un viejo capítulo de la historia nacional.
 
Notas.
[1] Presenté una primera versión resumida de este ensayo en la Universidad de La Plata. Quiero agradecer a
Teresa Basile por su generosa invitación. Este trabajo forma parte de una investigación más amplia, titulada
“Novela e imaginación pública en la Venezuela actual”, que he venido realizando en los últimos años. Mi
objetivo central es revisar cómo las novelas, junto con otros géneros más o menos masivos, construyen la
imaginación pública en la Venezuela actual. Para una presentación del concepto de “imaginación pública”,
pueden consultarse los trabajos de Josefina Ludmer (2004 y 2007). En este sentido, interesa para el presente
trabajo la siguiente definición: “el campo de la imaginación pública es el de la invención y circulación de
imágenes y enunciados como construcción del presente. Marc Augé […] se refiere a esa circulación de
imágenes que cambian el estatuto de la ficción y el lugar del autor: el mundo, dice, es penetrado por una ficción
sin autor” […]. Para poder definir la imaginación hoy, escribe Appadurai, tenemos que pensar conjuntamente en
la vieja idea de imágenes producidas mecánicamente (en el sentido de la Escuela de Frankfurt), y en la idea
francesa del imaginaire construido por aspiraciones colectivas, tan real como las representaciones colectivas de
Émile Durheim, mediadas ahora por el prisma de los medios modernos […]. Por otra parte, ‘lo público’ habría
absorbido las divisiones anteriores entre los privado y lo social. La imaginación pública no se opone a la
privada sino que la constituye en parte, en tanto práctica social, desprivatiza y cambia la experiencia privada”
(2004: 109).
[2] Hay muchas polémicas y algunos estudios sobre este tema pero no tendré tiempo de revisarlos en esta
oportunidad (pueden consultarse los trabajos de Miranda, Torres y Kozak, entre los más recientes). Me limito a
recordar que hasta hace muy pocos años eran recurrentes las discusiones en la prensa nacional sobre la poca
importancia que tenía la literatura venezolana en el contexto de la literatura latinoamericana o mundial.
[3] La actual crisis económica ha cambiado un tanto el panorama, aunque las editoriales siguen interesadas en
publicar autores venezolanos, especialmente aquellos que puedan asegurar buenas ventas, tanto porque ya sus
nombres son conocidos por la opinión pública o porque las obras se refieren a los temas que más atraen a los
lectores en la actualidad (los libros de asuntos políticos e históricos son, sin dudas, los más buscados). Es por
este motivo que el presente estudio se detiene en el año 2008, fecha de aparición de El pasajero de Truman de
Francisco Suniaga.
[4] El hecho de que la revista Producto -dedicada a la publicidad y el mercadeo- haya consagrado el número
completo de enero de 2008 a la revisión del tema, con el elocuente título Leer es un negocio, es un síntoma
significativo. Por otra parte, los libreros venezolanos saben que si un volumen hace alusión al Presidente
Chávez tendrá buenas ventas, fenómeno que no se limita a Venezuela. Del mismo modo, algunos libros
mencionados por el Presidente se han convertido en best-sellers nacionales o internacionales, como ocurrió
con Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, y con El dominio mundial de Estados Unidos,
de Noam Chomsky.
[5] Con relación a las editoriales del Estado, debe decirse que aunque publican ficción, parecen ser los ensayos
los que despiertan mayor interés. Sobre este punto quiero agregar que una revisión del catálogo de la nueva
editorial estatal El Perro y la Rana muestra que en el campo de la literatura publicada por el Estado hay un
abierto predominio de los libros de cuentos y de poesía, de modo que puede pensarse que se continúan, de
manera inadvertida, las políticas estatales de las décadas anteriores descritas por Miranda (edición de pequeños
volúmenes y poco interés por crear un mercado o un público lector). Si se consideran las propias declaraciones
del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, tenemos que las novelas más vendidas o distribuidas
gratuitamente son Los Miserables de Víctor Hugo y las dos últimas obras ganadoras del Premio Rómulo
Gallegos: El tren pasa primero de la mexicana Elena Poniatowska y El país de la canela, del colombiano
William Ospina -esta última colocó 6.700 en menos de un mes, según aparece en la noticia del portal del
Ministerio Popular para la Cultura (“Libro de Ospina es el más vendido” es el título de la noticia; Ministerio del
Poder Popular para la Cultura 2009: en línea).
[6] En este sentido, su comentario es revelador: “Vernos requeridos como testimoniantes sería, en verdad, una
obligación nacionalista que no tendríamos por qué asumir” (2006: 922).
[7] Abundan los estudios sobre la novela histórica latinoamericana y las ficciones identitarias. Me limito a
remitir al lector interesado a los muy conocidos estudios sobre la novela histórica de Aínsa, Menton, Pacheco y
Kohut. Para el presente trabajo han sido de especial interés Mito y archivo (2000) y La voz de los
maestros (2001), ambos de González Echeverría. Miguel Gomes habla del “ciclo del chavismo” de este modo:
“una serie de obras ha coincidido en ofrecer visiones del país signadas por el pathos y, en varias oportunidades,
por una intensa captación neoexpresionista de la decadencia material y espiritual.Sólo quiero que
amanezca (1999/2002) de Oscar Marcano, También el corazón es un descuido (2001) y La enfermedad (2006)
de Alberto Barrera, Fractura (2006) de Antonio López Ortega, Falsas apariencias (2004) de Sonia Chocrón
y Latidos de Caracas (2007) de Gisela Kozak son títulos que, entre otros, podrían probarlo. En esa corriente
figura, indiscutiblemente, Nocturama de Ana Teresa Torres” (Gomes 2007: en línea).
[8] Ésta es la razón por la cual Josefina Ludmer acuña la expresión “Literaturas postautónomas” (2007): “Las
literaturas posautónomas [esas prácticas literarias territoriales de lo cotidiano] se fundarían en dos [repetidos,
evidentes] postulados sobre el mundo de hoy. El primero es que todo lo cultural [y literario] es económico y
todo lo económico es cultural [y literario]. Y el segundo postulado de esas escrituras sería que la realidad [si se
la piensa desde los medios, que la constituirían constantemente] es ficción y que la ficción es la realidad
(Ludmer 2006: en línea). Lamentablemente, no podré ocuparme en esta ocasión de las relaciones entre la
narrativa venezolana y la narrativa latinoamericana (anterior o contemporánea). Se trata, obviamente, de un
tema que requeriría de un trabajo aparte.
[9] Me refiero a la situación descrita para otros países latinoamericanos sobre el cambio que traído la
globalización en el mercado del libro. Tal como plantea Gutiérrez Giraldo (2006), las “multinacionales del
libro” actualmente se dedican a explotar los mercados locales. La situación es ahora más desventajosa para las
editoriales independientes o alternativas (en Venezuela, la mayoría ha desaparecido), pues los autores que
alcanzan cierto éxito entre el público inmediatamente son captados por los grandes sellos comerciales (es
justamente el proceso que puede describirse en el caso de Federico Vegas con Falke y de Francisco Suniaga
con La otra isla), de tal manera que las editoriales que arriesgan son justamente las más pequeñas.
[10] Dice Ibsen Martínez en la entrevista que le hace la periodista y narradora Milagros Socorro: “Entre los
setenta y los ochenta, los medios, los opinadores públicos, estuvimos desacreditando el oficio político, con lo
cual le hicimos la cama a Chávez. Cuando la comprensión del hecho político se diluye en las emociones y,
encima, esto se instala en la vida cotidiana de un país, llega un momento en que resulta muy difícil discernir lo
crucial de lo accesorio. Ese es uno de los agravios que Chávez le ha hecho a la civilización venezolana: ha
añadido un elemento terrible a lo que ya era malo (me refiero a la descalificación de la actividad política, de la
que yo, por cierto, fui partícipe con Por estas calles -telenovela transmitida por RCTV en 1992-1993-), y ese
elemento es la criminalización de la disidencia. Gisela Kozak revisa este problema en Venezuela, el país que
siempre nace (2008).
[11] Todas estas novelas han tenido varias ediciones y, según los datos que aportan las propias editoriales en las
últimas impresiones, todas han vendido más de 10.000 ejemplares. Aunque no suelen ser exactas ni del todo
confiable las cifras que dan las editoriales (pues forman parte de las estrategias de promoción), estos datos
contrastan con los presentados por Miranda para las últimas décadas del siglo XX anteriormente revisados. Las
cifras pueden resultar risibles en otros mercados, como el español, donde best-seller quiere decir cientos de
miles de ejemplares vendidos, pero hay que recordar que el concepto de best-seller es relativo, dado que debe
ajustarse a la dinámica de un mercado particular (no es lo mismo el mercado del libro español o norteamericano
que el venezolano, por ejemplo).
[12] Aunque el crítico Miguel Gomes (2007) propone leerla como una alegoría de la actual situación política
nacional, prefiero no incluirla en esta revisión debido a que sus relaciones con la política actual no son tan
claras. Analizo detenidamente la novela en un artículo inédito titulado “La política y la enfermedad”.
[13] “¿Lee usted literatura venezolana?” es el significativo título del primer capítulo del libro Venezuela, el país
que siempre nace de Gisela Kozak. Muchas hipótesis se han barajado para explicar este desinterés de los
lectores por la literatura nacional, entre las cuales destaca, además de la supuesta mala calidad de las obras, la
descalificación de lo venezolano que, al parecer, es un paradójico rasgo de la “venezolanidad”.
[14] No es desdeñable el hecho de que el autor, Federico Vegas, esté emparentado en la realidad con uno de los
protagonistas de la aventura del Falke, Rafael Vegas, el protagonista de la novela. Esta circunstancia, que
aparece de modo explícito en el texto, hace pensar en un juego con la autoridad y la legitimidad referido a las
herencias y legados simbólicos que pasan de una generación a otra, en una cadena que empieza en Gallegos y
culmina con el autor de Falke -puede consultarse la entrevista que le hace Gustavo Guerrero (2006) a Federico
Vegas en la que éste explica algunos detalles sobre los papeles de Rafael Vegas que le sirvieron para escribir la
novela. Aunque no podré ahondar en este problema, sí quiero señalar que es justamente un asunto de
legitimidad lo que se debate en las polémicas sobre la historia de Venezuela que han surgido en los últimos
años, especialmente animadas por las versiones que pone en circulación Hugo Chávez en sus programas
mediáticos y que han sido revisadas por la narradora Ana Teresa Torres en otro libro que ha conseguido un
buen número de lectores, no casualmente titulado La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la
Revolución Bolivariana (2009).
[15] Sobre el retorno de los caudillos en América Latina parece particularmente interesante la reflexión que
hace el periodista y narrador Tomás Eloy Martínez en “Cesarismo democrático. Venezuela, la Argentina y los
caudillos providenciales” (2009).
[16] Si bien, como hemos visto, los lectores venezolanos parecen reclamar la “novela de Chávez” (Torres), no
es necesariamente por la vía del testimonio sobre los hechos actuales como responden los escritores. Entre las
preguntas que hace Gustavo Guerrero sobre “repunte de nuestra narrativa”, quiero destacar la siguiente:
“¿Podemos ver en este surgimiento de una nueva narrativa contemporánea venezolana -y subrayo el adjetivo-
una extensión al terreno simbólico del combate de la sociedad civil contra la anacrónica y falaz epopeya que
trata de imponerse desde el poder como único relato colectivo posible?” (2010: 8). Efectivamente, creo que
estas novelas, al igual que muchos ensayos, intentan dar versiones diferentes de la historia de Venezuela a las
que se imponen desde las instituciones del Estado. Es por este motivo que las considero especialmente valiosas
para comprender las versiones de la historia hoy en pugna, así como las coincidencias que permiten pensar en
un conjunto de conceptos, imágenes, representaciones que informan y movilizan el imaginario público
venezolano.
[17] La alusión a la estética realista aparece también en este otro fragmento de las “Apostillas” que refuerza la
concepción de la realidad venezolana como un despropósito: “En una edición de su Doña Bárbara, Rómulo
Gallegos se excusa al confesar que sus personajes existan en el mundo real, ‘pues si alguna función útil
desempeña una novela es la de ser puerta de escape de ese mundo, donde los seres humanos y los
acontecimientos proceden y se producen de un modo tan arbitrario y disparatado’. El Falke es un buen ejemplo
de un disparate” (Vegas 2006: 454).
[18] No en balde un alemán que, en cierto modo, recuerda a Humboldt y las narraciones “autoetnográficas” que
se escribieron a partir de sus escritos (Pratt) y que, como se sabe, jugaron un papel decisivo en la
(auto)representación de América Latina (lo que incluye las versiones real-maravillosas que promovió elboom).
[19] No es una simple coincidencia que se entiendan los cambios que se han producido en los últimos años con
el gobierno “bolivariano” como un regreso al pasado rural, a la Venezuela profunda que se creía superada. Más
adelante retomaré el problema del enigma latinoamericano, de claras resonancias sarmientinas.
[20] No está de más recordar que ésta es la mirada de muchos textos costumbristas del siglo XIX, entre los
cuales merece destacarse “Contratiempos de un viajero” de J. M. Cagigal (en Picón Salas), pues justamente el
relato se presenta como la carta que escribe un viajero para describir a un amigo extranjero su llegada a Caracas
un martes de carnaval.
[21] La visita produjo abundantes noticias, entre otras razones, porque Mario Vargas Llosa fue retenido, en un
gesto claramente intimidante, por las autoridades de inmigración (S. A. “Venezuela retiene a Mario Vargas
Llosa a la entrada del país”: en línea). La práctica de intimidar u obligar por la fuerza a salir del país a todo
visitante incómodo o crítico del gobierno actual se ha convertido en costumbre en los últimos años. También la
de organizar una contrapartida oficialista a cualquier acto que organice la oposición.
[22] Dice textualmente: “En mi trabajo de escribidor he procurado alejarme del término barbarie para explicar
situaciones o personajes de la historia. He considerado a ese vocablo como resultado de un prejuicio sobre la
aptitud de unas sociedades a las cuales quiere imponerse una vacuna de compostura para aprobar el examen de
virtudes que les permita acceder a la fiesta de la civilización occidental. Salida de la pluma de Sarmiento, de
Gallegos o de muchos de nuestros positivistas, la expresión me ha parecido una simplificación de maestros
presuntuosos en un aula que no merecen. Hoy, sin embargo, ante la arremetida del chavismo contra un modo de
convivencia labrado a través de los siglos, estoy en el trance de cambiar de opinión. Especialmente ahora,
cuando la pretensión de quienes insurgen contra una cohabitación lograda a costa de inmensos sacrificios,
pretende convertirse en permanencia a través del atajo de una enmienda constitucional” (Pino Iturrieta 2009: en
línea).
 
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