Miercoles Todos Los Dias
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Miercoles Todos Los Dias
Elízabeth Salazar
Las Marías 9
El Niño Fenómeno 19
Miércoles de todos los días 33
Serafín 45
Los chicos del parque 53
Las Marías
17
El Niño Fenómeno
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repite entre dientes como si fuera un eco de
Tocino: yo soy el mayor, na na ni ni, a mí no
se me va a perder la plata, na na nu nu, soy
grande y ¿quién me va a robar?, na na no no.
A mí, ja...
41
Y ahora Tocino está frente a él, indefenso,
un tipo lo sujeta y otro lo revisa. Chalona, en
vilo, asoma aterrado, sus enormes ojos sobre
la mano que le tapa la boca.
Ve cómo rebuscan a su hermano y le quitan la
plata. A él también lo registran, uno de los
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sujetos ya le había quitado su saco, cuando una
sirena de policía sonó muy cerca, Chalona
desesperado se aferró a una manga y el
delincuente, indeciso, lo soltó y se fue con los
otros, huyendo a la carrera.
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Tocino ya está de pie, no se queja, so- lo
mira un punto en alguna parte, mudo. Chalona
recogió del piso su inmenso saco, lo sacudió
con esmero y se lo puso. Guardó su nariz roja.
Vamos, Tocinito, le dijo con cariño. Y pensó
que era un buen momento para repetir sus
frases de “predicador” que se sabía de
memoria, estas son PRUEBAS, su voz todavía
temblaba, pero iba agrandando las palabras
que le parecían claves, cuando TODO PA...
¡CÁLLATE!, tronó Tocino y echó una
44 maldición.
Tocino estaba clavado en el piso, mirando con
rabia quién sabe a dónde. Luego, como si
estuviera cargando un peso más grande que él,
avanzó. Chalona terminó apurado de recoger
su peluca rubia, su sombrero desfondado de
mago; se acomodó la enorme corbata y llegó
corriendo junto a su hermano. Metió la mano
en uno de los innumerables bolsillos que él
mismo ha cosido y recosido en su pantalón de
payaso, y le dijo toma, Tocino, esos “impíos
malos”, te robaron el billete falso.
Serafín
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el ya conocido ruido del ajetreo policial.
Y ahí estaba la autoridad, enfrentándolo, se
ve temible con todo lo que lleva encima. Él ya
sabe lo que le espera, a sus siete años recién
cumplidos, ya sabe lo que son las
“correteaderas” como él les dice. Cuántas
veces lo han perseguido como a un
delincuente. Cuántas veces le han quitado su
mercadería y ha tenido que volver a empezar.
Ya estoy acostumbrado, dice. Para eso tengo
mi gruir dado, por si acaso y sonríe. Pero no
me asusta, le dice siempre a su madre, aunque
en esos momentos la barbilla le tiembla y
siente quise le encoge la espalda. Entonces
corre como un desesperado, sin sentir el peso
del paquete que lleva apretado entre sus
brazos. 47
Pero tropieza y cae sobre la basura que se
acumula en el mercado. Los desperdicios lo
lastiman. Se arrastra escondiendo el atado que
hizo la madre. Los uniformados ya lo han
visto, lo rodean, son tantos. Sus voces le
parecen feroces, él las escucha junto con el
ruido que hace su corazón. Ya no sabe qué
pasó, después de los golpes y los gritos, hasta
las monedas que tenía en el bolsillo no están.
Pero él no se rinde así nomás, ¡no te preocupes
mamá!, grita. Y va detrás del camión que se
lleva el paquete: ¡por favor, jefecito!, pide con
los brazos en alto. Desde la tolva, la autoridad,
le da con la vara en la cabeza, en las manos
para que se suelte de la baranda donde estaba
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prendido y acelera arrastrándolo en el camino.
Ha caído, pero se levanta y sigue corriendo
tras el camión. Todo sucio, mojado de sudor,
bañado en lágrimas, se detiene impotente. No
da más. No lo alcanzará.
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Cuando aún no amanece, él da tumbos en la
oscuridad con los ojos achinados por el sueño.
Al otro lado de la ciudad, por don- de asoma la
raya del horizonte, los cerros de arena que
todos los días tapan un poquito su casa, van
creciendo con la luz. El agua dormida de una
tina lo despertará de su infancia desvelada.
Con la cara mojada, mirándose en un trozo de
espejo, intenta peinarse su terco cabello que
nunca pudo dominar. Impaciente, arroja el
peine, y apurado termina de ponerse su
uniforme escolar.
Levantado al primer aviso, corre con los
bultos, con la carretilla, con los hermanitos
que nunca le faltaron. Serafín no ha terminado
50 de dormir su infancia. Es ambulante en el
centro de Lima y dice, con cierta arrogancia,
que trabaja mejor cuando está solo, cuando no
tiene que cuidar de su madre y los chicos. Pero
en las fiestas ellos lo acompañaran porque hay
mucho negocio, señorita, y se siente
importante. Sabe de precios. Para él todo se
puede vender. Cuántos cortes y cosidos tiene
su pantalón a la altura del bolsillo. Es que me
quedé dormido en el carro y me robaron, ¡toda
la plata!
Los otros niños lo miran con respeto y un
poco de envidia.
Hoy volvió a llegar tarde, entonces sonríe
arrebolado junto a la puerta y dice nos
corretearon otra vez, señorita, y tira la carita
hacia atrás y no sabe qué hacer con sus manos
y sus pies.
Serafín se duerme haciendo la tarea. Los
ojos se le van cerrando y sin darse cuenta,
cabecea. Luego se endereza y mira. Pero el
cuerpo vuelve mansamente al reposo, a través
de las cortinas de tules del sueño. La mejilla
aplastada sobre su mano, el brazo acodado
resbala y un hilo de saliva cae sobre vaca con
“b” de burro. ¡Qué burro que soy, señorita!
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El futuro del país cabecea medio muerto de
cansancio sobre la silla que trajo su mamá,
porque no hay carpetas para este año, señora.
Serafín habla como los grandes, saca pecho
y como los grandes se busca la plata en los
bolsillos. Plata que se ha ganado con su
trabajo, con la “chamba", señorita y revuelve
la arena del cerro con los pies. A la hora del
recreo en el kiosco hundido en el arenal del
patio, su voz infantil se oye nítida, en medio
del griterío, te invito una gaseosita, señorita,
¡pídete lo que tú quieras!
52
Los chicos del parque
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El niño Juanito pudo imaginar a Riky en
una jaula, ¿cómo podría reír a carcajadas como
lo hace, imitando a los demás y decir todo lo
que ya sabe, si estará encerrado?
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Y ahora, los nuevos dueños ya los esperan.
Todo está listo para que se vayan.
“¿Qué será de ellos?”, pensaba el niño y
sentía un nudo en la garganta. “Y si se van de
su nueva casa, y si se pierden por tratar de re-
gresar, por tratar de buscamos”. Sabía que ca-
da uno estaría en adelante, tan lejos del otro.
La última vez que la dueña del departa-
mento vino a cobrar la mensualidad, vio a
Lucas y les advirtió que estaba prohibido “POR
LEY”, hizo énfasis en esa palabra, tener mas-
cotas en el edificio. Muy alterada y con cara de
molesta les dijo que no les renovaría el
contrato de alquiler, que por cierto ya estaba
próximo a vencer, les recordó.
Cuando se fue, la dueña tenía un brillo de
56 satisfacción en los ojos, había estado buscando
el pretexto ideal para desalojarlos y en Lucas
lo había encontrado. Y ahora el lugar donde se
iban no tenía patio donde su hermana y sus
amiguitas pudieran jugar a tomar el té, jugar a
las enfermeras donde él era el doctor y Lucas,
el único herido que había que curar, porque
Valentín y Riky nunca se dejan agarrar por las
niñas. Tampoco tenía el jardín lleno de flores
que su mamá cuidaba tanto. Era inevitable. Ya
se había vencido el plazo. Al finalizar el mes
tenían que mudarse.
Eran días de tristeza en la casa, ya no había
risas ni juegos como antes. Juanito no podía
entender lo que pasaba y esa mañana, llorando,
preguntó a su hermana mayor por qué se tienen
que ir, por qué a la nueva casa no podemos
llevarlos, y salió corriendo de la habitación.
El niño estaba preocupado. No sabía cómo
ayudar. Había pensado en vender su
bicicleta, sus patines y hasta las muñecas
despeinadas de su hermana, pero nadie las
quiso comprar, además su mamá le explicó
que con eso, no alcanzaría para solucionar el
problema.
Juanito seguía sin saber qué hacer, dando
vueltas de más y frotándose las manitos,
tomó una decisión: ¡me iré con ellos!
Llenó sus bolsillos con lo que pudo y sin
dejar que nadie lo vea, salió de la casa. Lucas
caminaba a su costado siguiendo el paso,
Valentín iba en sus brazos con los ojos en- 57
trecerrados, pero se mantenía alerta. Y Riky
sobre su hombro, entre ja, ja, y ji, ji, parecía
decirle al oído por dónde tenían que ir.
Caminó más de una hora y, sin saber
cómo, llegó al parque grande, al que su mamá
lo lleva con frecuencia. Se sentó en el pasto
a pensar “¿Y ahora qué haré?”.
Buscaba la respuesta cuando una pelota
cayó a sus pies. Lucas se alborotó, empezó a
dar de saltos sobre el balón y ya lo rodaba
cuando un adolescente llegó a la carrera. Lucas
se sintió acariciado, mimado, lo llenaron de
besos y palabras dulces. Quién sería este chico
que le hacía tanto cariño. El respondía con
lenguaditas furtivas y moviendo la colita. El
chiquillo estaba maravillado, no podía creer
que un niño tuviera tres mascotas. “¡Qué
afortunado es!”, pensó. A él nunca le
permitieron tener una... Y los amigos con los
que había estado jugando lo llamaron: ¡la
pelota, Matías, ya pues! Con una gran sonrisa,
Matías hizo un gesto de despedida y empezó a
correr. Había avanzado una pequeña distancia
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cuando un perro grande le salió al paso. El
adolescente se paralizó. No supo qué hacer.
No podía entender esos gruñidos feroces.
Miró los ojos del animal, sus colmillos ame-
nazantes y se sintió perdido. Ante el ataque
intentó protegerse con sus manos, cuando vio
que Lucas ya se había plantado delante de él.
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Juanito, que había llegado corriendo con
Valentín y Riky a cuestas, trataba de jalarlo
de la correa, pero el cachorro estaba firme,
cuadrado en posición de ataque, con la cruz
del lomo en alto y el pelo levantado,
midiéndose con el otro. Gruñido a gruñido.
Diente a diente. Aun así, se veía tan pequeño.
El animal olvidó al adolescente y enfure-
cido embistió a Lucas por el cuello, lo revol-
có en el suelo y lo pisoteó. Lo buscaba entre
sus patas con sus enormes dientes afuera. El
cachorro ovillado, giraba sobre sí mismo.
Había logrado esquivar la feroz mordida.
Y allí fue cuando Valentín entró en acción,
saltó de los brazos del niño y cayó, con todo
60 su peso y con las afiladas uñas afuera, sobre
el enemigo. Al mismo tiempo, Riky, con sus
alitas abiertas, se lanzó desde el hombro de
Juanito, y gritando como nunca se le había
escuchado, le dio tremendo picotazo en la
oreja del intruso. ¡Misterio! ¡Misterio!, se
escuchó una voz y un silbido agudo que
llamaba de lejos.
El animal enloqueció, las alas de Riky no
lo dejaban ver y sus gritos lo desorientaron. Se
sintió atacado por todos lados y sin poder ver,
ni oír bien a su dueño que lo llamaba, corrió
sin dirección alguna. Sobre él, iban Valentín y
Riky; Lucas herido en su orgullo, también lo
seguía, tratando de morderle una pata,
intimidándolo con sus ladridos agudos y
destemplados de cachorro.
Valentín saltó del lomo cuando el perro
huía despavorido, y allí la pelea terminó para
él, pero Riky dando de carcajadas y de gritos,
seguía prendido de la oreja del tal Misterio. El
animal corría dando saltos y sacudiéndose para
librarse de Riky y al sentir que todo eso era
inútil, desesperado se metió bajo un arbusto.
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Con Valentín y Lucas en los brazos, Juanito
corrió donde Riky yacía inmóvil. El niño tenía
miedo hasta de tocarlo. Riky, Riky, sollozaba.
Lucas y Valentín miraban al compañero
caído.
De pronto el parque pareció haber quedado
desierto. Misterio, el perro desconocido, y su
dueño desaparecieron y los amigos de Matías
también. El adolescente pálido aún, no
terminaba de comprender lo que había pasado.
La sensación del peligro, del daño, le
enfriaban la sangre. Sin saber qué hacer, cargó
a Lucas que no paraba de temblar y trató de
calmarlo con caricias y palabras dulces, pero
siguiendo la mirada de Juanito vio a Riky entre
las ramas y se arrodilló junto a él. Con sumo
62 cuidado lo levantó y miró al niño.
Juanito estaba muy triste. Sin quererlo había
puesto en peligro a sus pequeños amigos.
Estaba a punto de llorar, cuando escuchó las
voces de su mamá y de su hermana que lo
llamaban. Lucas, corrió a darles el encuentro.
Valentín, alerta todavía, las esperó clavado en
su sitio.
Matías, no sabía qué decirle a esa pequeña
familia que lo miraba sin comprender lo que
había pasado. Asustado y sintiéndose culpable
contó lo sucedido.
La mamá de Juanito escuchó asombrada al
adolescente. Qué peligro tan grande habían
enfrentado esos pequeños. Tomó a Riky entre
sus manos y al verlo desfallecido, no pudo
contener las lágrimas.
De pronto Riky despertó, tambaleándose
sacudió sus plumas y con la voz entrecortada,
él mismo se llamó por su nombre como siem-
pre lo hacía y, luego soltó una breve carcajada
burlona.
Matías lo miraba incrédulo y también reía
feliz. Pero estaba nervioso todavía. Al verlo
tan pálido, la mamá de Juanito lo calmó con
una sonrisa y luego de comprobar que todo
estaba bien, que ya no había más peligro, se
despidieron de él.
Regresaron a la casa en silencio, no hubo
reproches para Juanito. Cada quien iba pen-
sando en los pocos días que faltaban para la
mudanza y, ¿qué haremos?
Esa mañana cuando sonó el timbre, Juanito 63
se asomó a la ventana, siempre lo hacía para
saber quién había tocado a la puerta, era la
temible dueña del edificio, alguien más estaba
junto a ella.
Aunque tenía las fechas muy claras en su
memoria, el niño sintió pánico ¡Pero si toda-
vía faltan tres días para que se cumpla el mes!,
gritó y salió corriendo a darles el encuentro, no
sabía para qué.
Tan apurado salió que no se dio cuenta de que
Lucas corría tras él, y cerrando filas llegaba
Valentín. En el hombro del niño iba Riky, sin
ninguna discreción parecía decirle, entre
carcajadas breves, un secreto al oído. Al ver
que todos estaban afuera y toparse con la cara
de la mujer, Juanito quiso retroceder, pero ya
era tarde. Entonces trató de decir algo, cuando
de pronto la persona que acompañaba a la tan
temida señora, lo miró sorprendido, levantó a
Lucas por el aire y ¡Luquitas!, dijo, ¡no pensé
volver a verte!, y acarició la cabeza rizada del
cachorro que le movía la cola y que en un ins-
tante lo dejó todo lamido. ¡Mira, mamá!, ellos
son los que me salvaron. Los tres hicieron
correr al enorme perro que quiso atacarme, y
volvió a repetir todo lo sucedido esa terrible
mañana. Al adolescente, en cuclillas, le
faltaban manos y palabras para halagar a sus
pequeños héroes.
La mamá, sorprendida ante esa inesperada
64 revelación, miraba a su hijo con un gesto de
inquietud. Sin darse cuenta, tomó a Lucas en
sus brazos y lo acarició. De no haber sido por
este perrito... No quiso imaginar lo que le
habría pasado a su hijo. Y ese niño y sus
pequeñas mascotas habían salvado a Matías,
¡sin conocerlo! Y ella había llegado hasta allí
para recordarles que... Se sintió muy
avergonzada. Si su hijo supiera lo que ella
había venido a hacer.
Lucas, con las cuatro patas tiesas sobre el
pecho de la mujer, solo quería huir. Apretó la
mano de su hijo y le dejó al desesperado Lucas
entre los brazos. Había tomado una decisión.
Llevó a Juanito a un costado y habló con él
brevemente. Riky sobre su hombro, la miraba
y mientras se rascaba la cabeza con una pata,
le iba imitando la voz. El rostro del pequeño
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parecía transformarse con cada palabra que
escuchaba de labios de la mujer, al final los
dos sonrieron. Riky, como si supiera de lo que
se había tratado soltó una gran carcajada y ella
que estaba tan seria, terminó por reír.
Junto a Matías, Lucas y Valentín habían
seguido atentos la escena. Juanito corrió hacia
ellos, estaba feliz, ya no tenían que irse.
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