Cuentos Cortos

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El sabio y el escorpión

"Había una vez un sabio monje que paseaba junto a su discípulo en las orilla de un río. Durante
su caminar, vio como un escorpión había caído al agua y se estaba ahogando, y tomó la
decisión de salvarlo sacándolo del agua. Pero una vez en su mano, el animal le picó.
El dolor hizo que el monje soltara al escorpión, que volvió a caer al agua. El sabio volvió a
intentar sacarlo, pero de nuevo el animal le picó provocando que le dejara caer. Ello ocurrió
una tercera vez. El discípulo del monje, preocupado, le preguntó por qué continuaba
haciéndolo si el animal siempre le picaba.
El monje, sonriendo, le respondió que la naturaleza del escorpión es la de picar, mientras que
la de él no era otra que la de ayudar. Dicho esto el monje tomó una hoja y, con su ayuda,
consiguió sacar al escorpión del agua y salvarlo sin sufrir su picadura".

El mundo - Eduardo Galeano


"Un hombre del pueblo Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta,
contó. Dijo que había contemplado desde arriba la vida humana. Y dijo que somos un mar de
fueguitos. -El mundo es eso-reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona
brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores.
Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire
de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida
con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende".
Instrucciones para llorar - Julio Cortázar
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por
esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y
torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y
un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto
se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación
hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el
mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de
Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro
usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco
contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres
minutos.

La tacita - José María Merino


He vertido café en la tacita, he añadido la sacarina, remuevo con la cucharilla y, cuando la
saco, observo en la superficie del líquido caliente un pequeño remolino en el que se dispersa
en forma elíptica la espuma del edulcorante mientras se disuelve. Me recuerda de tal modo
una galaxia que, en los cuatro o cinco segundos que tarda en desaparecer, imagino que lo ha
sido de verdad, con sus estrellas y sus planetas. ¿Quién podría saberlo? Me llevo ahora a los
labios la tacita y pienso que me voy a beber un agujero negro. Seguro que la duración de
nuestros segundos tiene otra escala, pero acaso este universo en el que habitamos esté
constituido por diversas gotas de una sustancia en el trance de disolverse en algún fluido
antes de que unas gigantescas fauces se lo beban.
Nochebuena - Eduardo Galeano
Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los
cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió
marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas,
viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían.
Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En
la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya
marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
–Decile a… –susurró el niño–. Decile a alguien, que yo estoy aquí.

Instrucciones para cantar - Julio Cortázar


Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared,
olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después)
algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas
semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por
donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos,
una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.
El tigre que perdió sus rayas - Manuel Pastrana Lozano
Era ardiente, impulsivo, arriesgado, ansiaba el reconocimiento y el aplauso, le temiesen por
su ferocidad, admirasen su velocidad portentosa, la habilidad para cazar su presa, su energía
exuberante, apreciar su imponente belleza. Al paso de los años, con mayor experiencia y
sabiduría, fue refrenando sus impulsos, a calmar su agresividad, el gran felino apaciguado.
Terminó su vida tras las rejas, encerrado en un zoológico cualquiera, viejo, manso, agazapado,
moviéndose apenas, sus gruñidos casi inaudibles, más parecían tibios sollozos, una penosa
caricatura, de su antigua majestuosidad, la belleza definitivamente perdida. Le quedaba solo
una de sus rayas, débilmente negra, más bien grisácea, la de su muerte inexorable, cercana.

Pelo de perro - Lydia Davis


El perro se ha ido. Lo echamos de menos. Cuando suena el timbre, nadie ladra. Cuando
volvemos tarde a casa, no hay nadie esperándonos. Seguimos encontrándonos pelos blancos
aquí y allí por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo
único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos la esperanza de que si recogemos
suficiente pelo, seremos capaces de recomponer al perro.
Una pequeña fábula - Franz Kafka
¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que
le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos muros, a diestra y
siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el
último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato…y se lo comió.

Nacimiento - Vicente Battista


Los antropólogos de la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, estiman que el hombre
de Neanderthal, que habitó la tierra hace más de cuatrocientos mil años, poseía el don de la
palabra. Esta novedad podría contestar una pregunta que hasta hoy no tenía respuesta.
Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal, una
noche en especial. Los hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan calor y celebran
el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día, los hombres habían partido de caza en
busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban a sus críos. Ahora que el sol ya se fue, es
tiempo de descanso y de contar las experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó a la
presa que perseguía. No sabe mentir.
Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su turno, no tiene
proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente una cacería imposible. Lo hace con
tal perfección que transforma esa mentira en una historia bella y apasionante. Todos piden
que la repita. Aquella noche, sin saberlo, ese anónimo hombre de Neanderthal acababa de
inventar la literatura.
“El murciélago” (Eduardo Galeano)
Cuando era el tiempo muy niño todavía, no había en el mundo bicho más feo que el
murciélago. El murciélago subió al cielo en busca de Dios. Le dijo: Estoy harto de ser
horroroso. Dame plumas de colores. No. Le dijo: Dame plumas, por favor, que me muero de
frío. A Dios no le había sobrado ninguna pluma. Cada ave te dará una- decidió. Así obtuvo el
murciélago la pluma blanca de la paloma y la verde del papagayo. La tornasolada pluma del
colibrí y la rosada del flamenco, la roja del penacho del cardenal y la pluma azul de la espalda
del Martín pescador, la pluma de arcilla del ala de águila y la pluma del sol que arde en el
pecho del tucán. El murciélago, frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y
las nubes. Por donde iba, quedaba alegre el aire y las aves mudas de admiración. Dicen los
pueblos zapotecas que el arco iris nació del eco de su vuelo. La vanidad le hinchó el pecho.
Miraba con desdén y comentaba ofendiendo. Se reunieron las aves. Juntas volaron hacia Dios.
El murciélago se burla de nosotras - se quejaron -. Y además sentimos frío por las plumas que
nos faltan. Al día siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó
súbitamente desnudo. Una lluvia de plumas cayó sobre la tierra. Él anda buscándolas todavía.
Ciego y feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale a perseguir las plumas
perdidas cuando ha caído la noche; y vuela muy veloz, sin detenerse nunca, porque le da
vergüenza que lo vean.

“Soledad” (Álvaro Mutis)


En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes árboles, rodeado del húmedo
silencio esparcido por las vastas hojas del banano silvestre, conoció el Gaviero el miedo de
sus miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que le acechaba tras sus años llenos de
historias y de paisajes. Toda la noche permaneció el Gaviero en dolorosa vigilia, esperando,
temiendo el derrumbe de su ser, su naufragio en las girantes aguas de la demencia. De estas
amargas horas de insomnio le quedó el Gaviero una secreta herida de la que manaba en
ocasiones la tenue linfa de un miedo secreto e innombrable.
La algarabía de las cacatúas que cruzaban en bandadas la rosada extensión del alba, lo
devolvió al mundo de sus semejantes y tornó a poner en sus manos las usuales herramientas
del hombre. Ni el amor, ni la desdicha, ni la esperanza, ni la ira volvieron a ser los mismos
para él después de su aterradora vigilia en la mojada y nocturna soledad de la selva.

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