Los Desahuciados PDF
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Los Desahuciados PDF
ISBN:
© William Cacua
W. Cacua
Fallidos Editores
2020
A la memoria de Arturo, Federico y Olympia.
Amigos que deambulan en mi mente.
ÍNDICE
1..........................................................................................7
2..........................................................................................9
3........................................................................................14
4........................................................................................18
5........................................................................................22
6........................................................................................26
7........................................................................................31
8........................................................................................34
9........................................................................................40
10......................................................................................45
11......................................................................................48
12......................................................................................52
13......................................................................................63
14......................................................................................66
Este es el fin, querido amigo.
Este es el fin…
De nuestros elaborados planes, el final;
de todo lo que existe, el final...
Nunca volveré a verte a los ojos otra vez.
(…) Este es el fin, querido amigo.
Este es el fin…
El final de las risas y las mentiras piadosas,
el final de las noches en las que intentamos morir.
1
Soy el último, el último que queda. Éramos cuatro. Nos co-
nocimos en el colegio público más grande y más viejo del pueblo.
Al primero que conocí fue a Federico. Era el año 1993,
entrábamos a cursar nuestro primer año de bachillerato. Re-
cuerdo que, en un descanso, lo sorprendí apretando los fre-
nos de mi bicicleta. Era una Turismo 28, negra.
—Está bonita la burra —me dijo, sonriendo.
—¿Le parece?
—Sí. Los frenos son extraños. Nunca los había visto.
—Era de mi viejo. Mamá la ha conservado durante to-
dos estos años.
—Sí, se nota. Es una reliquia.
—Si la quiere montar, nos vemos después del descanso.
Todo el colegio irá a misa, nos podemos desviar, para que
pedalee un rato.
—¡Listo! Nos vemos después del descanso. No hay pro-
blema, yo nunca entro a misa.
—Yo tampoco —dije y sonreímos.
El colegio era de monjas, por eso se hacían misas fre-
cuentemente en la iglesia que quedaba a tres cuadras del
centro educativo.
A las 8:10 a. m. timbraron para que todos se dirigieran
al templo católico. Esperé a que saliera gran parte de los
estudiantes para sacar la bicicleta. En el portón me esperaba
Federico, entusiasmado por montarla.
—Es toda suya —le dije.
Se hizo en un borde del andén, la montó y comenzó a peda-
lear. Le quedaba alta, sin embargo, pedaleaba con la punta de los
pies, moviéndose en el sillín de un lado para otro.
—¿Lo cuido? —le pregunté, siguiéndolo a rápidas zancadas.
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Al siguiente año conocimos a Arturo. Inolvidable.
Siempre puntual. Nunca faltó a clases y sus tareas eran im-
pecables. Como dirían los profesores: —estudiante excep-
cional—. Silencioso y hermético, se ubicaba en un rincón
del salón. Al principio los profesores le pedían que se acer-
cara, pero nunca lo hizo, jamás movió su pupitre. Con el
tiempo lo fueron comprendiendo y le respetaron su lugar.
La primera vez que Federico y yo hablamos con Arturo, fue
en la biblioteca. Él frecuentaba a menudo ese espacio, coor-
dinaba con ayuda de la bibliotecaria una tertulia literaria
“algo excéntrica” para su edad, según decían algunos partici-
pantes que asistían con frecuencia a esas reuniones.
—Se llama “Ruta Salvaje” —dijo Arturo en un tono
misterioso—. Si les interesa, es todos los martes a las seis
de la tarde.
Desde ese día, Federico y yo fuimos asistentes incondi-
cionales de la tertulia. Con cada lectura escogida por Artu-
ro, fuimos entendiendo, de alguna manera, un pedazo de su
vida, de su autoaislamiento en el salón de clases, y del resto
del mundo.
Con los únicos del colegio con los que conversaba Ar-
turo era con Federico y conmigo. Hablaba más en la biblio-
teca que en el colegio. En los descansos se quedaba en el
salón, realizando las tareas de los siguientes días.
—Las hago aquí, porque en las tardes debo trabajar para
colaborarle a mamá —decía Arturo como disculpándose.
Él también se unió al recorrido en bicicleta que ha-
cíamos después de clases. Andaba en una monareta verde.
Cuando lográbamos coger cierta velocidad, en coro decla-
mábamos poemas de memoria, poemas profundos y con
cierta musicalidad que nos hacían viajar, en dos ruedas, por
la línea del tiempo.
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A las 6:00 a. m. sonaba el timbre para entrar a clases. Ni
un minuto más, ni un minuto menos. El pasillo para ubicar
las bicicletas estaba congestionado. Federico al verme como
una estatua ante tanto movimiento, se acercó sin saludar,
tomó mi bicicleta, abrió un espacio entre el montón de hie-
rros con llantas y la aseguró. Desde que lo conocía nunca lo
había hecho. Comprendí que se había tomado en serio las
palabras que Arturo nos había comentado la noche anterior,
de saludarnos de otra forma. Lo miré a la cara y asentí con
la cabeza.
Entramos al salón. Arturo estaba sentado en el rincón
de siempre. Nos llamó con un leve movimiento. Encima del
pupitre tenía dos bolas de papel.
—Una para cada uno. ¡Ábranlas! —dijo Arturo.
Federico abrió la suya. Era una semilla de mango, seca
y vieja.
—Qué buena metáfora de la vida y la muerte me ha re-
galado, Arturo —dijo Federico, concentrado en la semilla—.
Nacimiento, flor, fruto verde, maduro, acidez, dulzura, jugo-
sidad, y dentro de todo esto una nueva semilla, que vivirá y
morirá como esta que tengo en mis manos, que a pesar de su
muerte ha trascendido a través del tiempo.
Después de escuchar muy atento lo que decía Federico
sobre su regalo, el turno ahora era mío. Abrí la bolita de
papel entre mis manos. Al ver lo que había dentro no supe
qué decir. Arturo interrumpió mi largo silencio, nombrando
lo que veía.
—¡Telarañas! Las recogí anoche del techo de mi casa
—dijo Arturo, mientras yo las contemplaba en las yemas de
los dedos.
“¿Qué me intentaba decir Arturo con este obsequio?”
Mis respuestas no eran tan inmediatas y certeras como las
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4
Para escribir en las paredes del colegio debimos esperar
un tiempo prudente, para que no sospecharan de nosotros,
porque después de lo que había ocurrido con la profesora en
el salón de clase, lo que menos queríamos era que nos relacio-
naran con esto. Sin embargo, nuestros saludos habían cam-
biado, ahora eran más vivos, lo sentíamos en nuestras carnes.
En un cofre de vidrio conservaba el misterioso obsequio
que Arturo me había regalado, sin saber aún su significado.
De vez en cuando pensaba en ese montoncito de telarañas y
el porqué de ese obsequio misterioso. Al no hallar una posi-
ble respuesta, me justificaba ingenuamente con un “todavía
no es el momento de saber”, de esta manera me tranquiliza-
ba y así podía conciliar el sueño.
Una mañana, al sonar el timbre para indicar la entrada
al colegio, algo sorprendió a los estudiantes que iban entran-
do. Poco a poco se fueron amontonando. Me acerqué para
mirar lo que sucedía. Lo que vi me produjo una sonrisa de
satisfacción. Estaba la primera frase escrita en una de las
paredes externas de la oficina del rector.
Era la primera intervención y había logrado el objetivo.
Más y más estudiantes se detenían para leer lo que decía. La
frase era de un poeta que Federico nombraba con frecuencia
en sus conversaciones. Algunos estudiantes murmuraban su
aprobación.
Me retiré varios metros de ahí y me senté en una jar-
dinera para observar desde lejos lo que sucedía. Seguían
llegando, tanto estudiantes como profesores. Dependiendo
de su tabla de valores morales, el grado de asombro y per-
plejidad, al leer la frase, variaba. Los profesores se llevaban
las manos a la boca y sus ojos se tornaban más grandes de
lo normal, negando con la cabeza su aprobación, algunos
de ellos miraban hacia todos los lados, buscando un posible
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Hacia 1996 iniciábamos noveno grado de bachillerato.
Arturo, Federico y yo habíamos quedado en el mismo salón,
como los años anteriores, y cuando pensaba que íbamos a
estar más unidos, ocurrió algo que nos desconectó y estancó
el proyecto que veníamos elaborando de manera clandesti-
na. A comienzos de ese año, Arturo nos dejó de hablar. Lle-
gó una mañana al salón de clase, traía un aspecto triste. Pasó
por nuestro lado sin saludar y se sentó en el mismo pupitre
y en el mismo rincón de siempre, pero esta vez él no era el
mismo, estaba más ido, más aislado que nunca. Federico y
yo nos acercamos para saludarlo, él ni siquiera nos miró. In-
sistimos con el saludo, pero su mirada la tenía tan lejos, tan
ida, que sentimos que su ser no estaba ahí.
—¿Qué le había sucedido a Arturo? ¿Por qué se estaba
comportando de esa manera? ¿Le había ocurrido algo grave
en su vida para que estuviera así, o habíamos hecho algo que
no era de su agrado para que nos estuviera ignorando de esa
manera? —nos preguntábamos sin hallar una respuesta.
Al principio nos afligimos mucho. No sabíamos lo que
le estaba sucediendo ni el porqué de su comportamiento.
Los días pasaban y él seguía igual. Ni una palabra, ni un
gesto, ni una señal salía de su ser. Sin embargo, no bajamos
la guardia. Federico planteó que, para la siguiente frase en
la pared, escogeríamos un fragmento de uno de los libros
favoritos de Arturo y la pondríamos en un lugar elegido al
mejor estilo de él.
Fuimos a la biblioteca. Al entrar, la bibliotecaria nos pre-
guntó por Arturo, porque llevaba muchos días sin acercase a
leer o a sacar libros prestados, y le respondimos que a clases sí
estaba asistiendo, pero que su comportamiento era extraño y
que también nos había dejado de hablar. Luego le pregunta-
mos a la bibliotecaria por la ubicación de los libros favoritos
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A Olympia la conocimos en décimo grado. Era la chica
nueva del colegio y del salón. Venia de la capital, porque a su
mamá y a su papá los habían trasladado a este lugar, a ocupar
las vacantes en sociales y en inglés en nuestro colegio.
Las primeras palabras que cruzamos con Olympia fue-
ron en la oficina de coordinación. La coordinadora nos había
mandado a llamar porque, según ella, por fin había dado con
los responsables de tan inconsciente conducta, que a través
de los años habían rayado las paredes de los baños, pasillos,
salones y de más lugares del colegio con frases incendiarias
que nada tenían que ver con los valores inculcados por la
institución.
Nos encerraron en la oficina de coordinación, mientras
la coordinadora y el rector se desocupaban de una reunión.
Olympia estaba en un extremo y nosotros, en el otro. El
silencio no duró tanto. Duró el tiempo necesario para explo-
rarnos desde los extremos. La observamos y luego bajamos
la mirada, en cambio ella la mantuvo, como vigilando cada
uno de nuestros movimientos, al punto de intimidarnos con
sus profundos ojos. Tenía la cabeza rapada y de una de sus
orejas colgaba una pluma de diversos colores, que contras-
taba con los cinco puntos blancos pintados en su pómulo
derecho. Volvimos a levantar los párpados y ella estaba ahí,
observándonos fijamente. Nos miramos con Federico y Ar-
turo, y sonreímos.
—¿Así que ustedes son los desahuciados? —preguntó
Olympia.
—¿Los desahuciados? —preguntamos al mismo tiem-
po y con extrañeza.
—Sí, miren la carpeta que está ahí encima del escritorio.
Nos acercamos para ver. Efectivamente. Había una car-
peta blanca titulada “Los Desahuciados”, con marcador rojo.
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La sentencia del rector fue clara: ni una frase más, pero
dentro del colegio. Así que ahora nos tomaríamos cada es-
pacio, cada pared abandonada del pueblo, y Olympia sería
nuestra nueva acompañante para rayar en el nuevo lienzo.
En esos días Federico nos invitó a ir en bicicleta hasta
su finca. Escogimos un fin de semana y fuimos. Olympia
pedaleaba y sonreía alegremente, al parecer, estaba a gusto
con la invitación. Cuando faltaba poco para llegar a la fin-
ca, Olympia arrojó la bicicleta a un costado del camino y
salió corriendo con las manos abiertas, dando vueltas como
una mariposa por todo el potrero. Nosotros la seguimos
con la mirada. Al quedar cansada se tiró en el pasto, mi-
rando hacia el cielo. La esperamos y fuimos a bajar mangos
de un árbol que quedaba cerca. Luego ella se fue a explorar
los alrededores, mientras nosotros nos sentamos a comer
mangos.
—¡¡¡Los encontré!!! ¡¡¡Los encontré!!! —gritaba Olym-
pia, entusiasmada—. ¡Hay muchos! ¡Vengan!
Fuimos hasta donde ella estaba para ver qué era lo que
había encontrado. Estaba agachada, recolectando hongos
que nacían de la mierda seca del ganado.
—Qué maravilla. Sabía que los encontraría —dijo
Olympia, metiéndolos en un pequeño recipiente.
Nosotros solo la observamos sin saber qué decir.
—No se preocupen, vengo preparada para esto —dijo, y
nos convidó a sentarnos nuevamente bajo el árbol de mango.
Sacó de su bolso dos botellas de agua y un tarro de are-
quipe. Lavó cuidadosamente cada uno de los hongos y los
fue metiendo dentro del arequipe. Luego se llevó unos pe-
dazos a la boca y los masticó suavemente con los ojos cerra-
dos y después bebió agua.
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Finalizaba 1997. Habíamos aprobado décimo grado con
buenas calificaciones. Federico ofreció su casa para celebrar.
—No lleven nada, en la casa hay de todo —dijo Federi-
co el último viernes de clase a la salida del colegio.
—¿¡De todo!? —preguntó Olympia con los ojos bien
abiertos.
—Bueno, lo necesario para festejar —dijo Federico,
sonriendo.
—Ya me estaba alucinando, perdón, ilusionando —dijo
Olympia y todos soltamos la risa.
La fiesta fue ese mismo viernes. Federico tenía cerveza,
aguardiente, vino, tequila y unos cunchos de whisky en la
nevera.
—¿De quién es este tesoro embriagante? —preguntó
Olympia con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sobró de una fiesta que mi papá hizo para los obre-
ros que trabajan en la finca —dijo Federico sirviéndose una
copa de vino—. Tomen lo que quieran.
Arturo destapó una cerveza y dio un sorbo largo. Olym-
pia sirvió un trago de tequila y lo bebió de inmediato y al
instante se sirvió otro, porque, según ella, le molestaba ver
la copa vacía.
—¿Y usted qué va tomar? —me preguntó Federico.
—Un vaso de agua bien helada —dije.
—¿¡Agua!? —preguntó Olympia sorprendida—. Ya se
lo sirvo.
Cogió el vaso, sirvió media cerveza, le agregó vino,
aguardiente, tequila y whisky.
—Ahí está su vaso de agua —dijo, poniéndolo en mi
mano.
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El teléfono timbró. Levanté el auricular y contesté:
—Aló.
—Hola, habla Olympia.
—Hola, Olympia, ¿cómo amaneció?
—Amanecí con ganas de verlo.
—¿Con ganas de verme? —pregunté, sonriendo tími-
damente.
—Sí, tengo muchas ganas de verlo —respondió Olym-
pia al otro lado del teléfono—. Venga a mi casa. Mamá y
papá viajaron a la capital. Se quedarán allá todo el fin de
semana.
—Genial.
—Más que genial —dijo—. Si quiere le pide permiso a
su mamá y se queda en mi casa.
—¡Listo!
—Pero quiero que venga ya, y preparamos almuerzo.
—En media hora estoy allá.
—Vale, lo espero —dijo y colgó.
Me duché y me alisté rápidamente.
—Mamá hoy me quedaré en casa de Olympia.
—¿Cómo? —preguntó mamá.
—Que Olympia me invitó a su casa para que la acom-
pañara, porque su mamá y su papá viajaron.
—Bueno, pero tenga mucho cuidado —aconsejó
mamá—. No salga de noche porque la situación se está po-
niendo muy delicada en el pueblo.
—Yo sé, mamá, no se preocupe.
Saqué la bicicleta, me despedí de mamá y comencé a
pedalear directo a la casa de Olympia.
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Las vacaciones de diciembre del 97 y enero del 98 fue-
ron diferentes a las de los años anteriores. Ya era un hecho:
los paramilitares se habían apropiado completamente del
pueblo. Comenzaron a patrullar por las calles de día y de
noche, intimidando con el ruido de sus motos que rodaban
lentamente detrás de las personas que iban o venían cami-
nando de regreso a casa, como si espiaran cada uno de sus
pasos. Uno manejaba la moto y el otro empuñaba una pisto-
la que apoyaba en una de sus piernas.
En las noches, cuando todos dormían, sacaban a per-
sonas de sus casas y se las llevaban en las camionetas para
asesinarlas y dejarlas tiradas en zonas retiradas del pueblo.
Otras corrían con menos suerte: las desaparecían. Con los
días ya no se tomaban el tiempo de llevarse a las personas
que tenían anotadas en sus listas, ahora las asesinaban en
sus propias casas y a la vista de sus familiares, de sus vecinos,
de todos. Después de las seis de la tarde se había vuelto pe-
ligroso salir a la calle. En las noches era frecuente escuchar
disparos, seguidos del ruido de las camionetas o motos en
la que cometían los asesinatos, arrancando a toda velocidad.
Luego se escuchaban los gritos desgarradores de los familia-
res de la persona o las personas masacradas en sus casas. La
gente comenzaba a llegar al lugar de los hechos para ver lo
sucedido. Se iban amontonando poco a poco alrededor del
cuerpo o los cuerpos ensangrentados. Murmuraban tratan-
do de saber por qué lo habían hecho, y de esa manera evitar
ser las próximas víctimas.
Las personas amenazadas se iban del pueblo para sal-
var sus vidas, dejando abandonadas sus casas y sus fincas.
Los que se negaban a irse, por no perder sus propiedades,
perdían el doble. Algunas de esas fincas abandonadas las
convirtieron en grandes cultivos de palma, y las casas, en
bases paramilitares.
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Las vacaciones habían terminado y la poca tranquilidad
del pueblo también. Era el comienzo de 1998. Entrábamos
a cursar nuestro último año de bachillerato.
A las seis de la mañana sonó el timbre, el infaltable tim-
bre que indicaba la entrada al colegio y el retorno a clases.
A la primera que vi al bajarme de la bicicleta fue a Olympia.
Estaba leyendo, sentada a un lado de la entrada. Me acerqué
a saludarla. Se levantó, me dio un beso, guardó el libro en
su mochila y me acompañó a parquear la bicicleta. Luego
fuimos a buscar a Federico y a Arturo para saludarlos. Al re-
encontrarnos nuevamente con ellos, hablamos de lo distan-
ciados que habíamos estado en las vacaciones, sin embargo,
lo justificamos con lo que estaba ocurriendo en el pueblo.
—De eso les quería hablar —dijo Arturo—. He visto
tres paredones perfectos para rayar, para que esas paredes
hablen por nosotros, para gritarle a los paramilitares en la
cara que no estamos de acuerdo con el ultraje y los asesina-
tos que han venido cometiendo.
—¡Listo! Cuando salgamos de clases podemos ir a mi-
rar —dijo Federico—, para saber dónde están ubicados los
paredones
—Pero esta vez debemos ser más cuidadosos a la hora
de rayar, porque ya saben lo que nos puede pasar si por algún
motivo nos llegan a descubrir —advirtió Arturo, levantando
sus cejas y asintiendo con la cabeza.
A mediodía cuando terminamos clases, fuimos a ver. Ar-
turo iba montado en su monareta y nosotros en mi bicicleta.
Olympia en la barra, Federico en la parrilla y yo pedaleaba.
—Este es el primer paredón —dijo Arturo, frenando su
bicicleta.
Era el espaldar de una escuela a pocas cuadras del cen-
tro del pueblo. Sería fácil rayarla, ya que en las noches esa
parte siempre permanecía a oscuras.
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Arturo no asistió al colegio. Esto nos pareció extraño,
porque desde que lo conocíamos nunca había faltado a clase.
La última vez que hablamos con él fue el día anterior, a la
salida del colegio. Nos dijo que no asistiría a la reunión que
siempre hacíamos en casa de Federico, porque debía trabajar
toda la tarde, que más bien nos veía al día siguiente en cla-
se, pero no apareció por ningún lado ni mandó una excusa.
Al terminar las clases, decidimos ir en mi bicicleta hasta su
casa, para saber qué le había sucedido. El portón estaba ce-
rrado con candado. Federico propuso saltarlo para verificar
si él estaba adentro. Cuadramos la bicicleta y saltamos. Re-
visamos toda la casa y sus alrededores, y confirmamos que
no estaba.
—¿Qué le pasaría a Arturo? —preguntó Olympia, pero
no teníamos una respuesta—. ¿Será que no fue a estudiar
para ir a trabajar en la mañana? —preguntó nuevamente.
—No creo, él siempre lo hace en las tardes —dije.
—La única persona que debe de saber si Arturo fue a
trabajar o no es la señora que prepara los churros y se los
entrega para que los venda —dijo Federico—. Ella nos ayu-
dará a salir de esta incertidumbre.
—¿Sabe dónde vive? —le pregunté.
—Sí —dijo mientras salíamos de la casa de Arturo.
Tomamos la bicicleta y fuimos hasta allá. Le pregunta-
mos a la señora por Arturo y nos dijo que lo había visto el
día anterior, después de mediodía, al entregarle una bandeja
con un pedido de setenta churros, y que se le había hecho
extraño que él no hubiese regresado en la noche a pagar el
pedido ni para entregar la bandeja como lo solía hacer.
Comenzamos a sospechar lo peor. Olympia propuso ir a
la policía a colocar el denuncio de la desaparición de Arturo,
aun sabiendo que esto no serviría de nada, porque ellos le
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La muerte de Arturo nos había dejado tan destrozados,
que no tuvimos ánimos de seguir asistiendo a clase, excepto
Olympia, que seguía yendo por exigencia de su madre y de
su padre. Federico decidió irse para la finca y yo me encerré
en mi cuarto y no quise saber nada más de nadie. Hasta que
un día llamó Olympia y le pidió a mamá que me pasara
al teléfono porque debía contarme algo urgente. Le dije a
mamá que no quería contestar y me insistió en que lo hicie-
ra, porque ella estaba llorando al otro lado del teléfono.
—Aló.
—Hola. Tengo que contarle una mala noticia —dijo
Olympia, sollozando.
—¿Qué ocurrió?
—Anoche asesinaron a la mamá y al papá de Federi-
co, en la finca —dijo mientras se limpiaba los mocos—. Si
quiere viene y vamos a preguntar por ellos. Los tienen en la
morgue del hospital.
Saqué la bicicleta y fui por ella. Luego nos dirigimos
al hospital, pero no nos dejaron entrar. Afuera estaban los
familiares y algunos obreros de la finca. Nos contaron lo
que había sucedido. Preguntamos por Federico y nos dijeron
que después de presenciar el asesinato salió corriendo como
enloquecido hacia la montaña, lo habían buscado toda la
noche con linternas, pero no lo encontraron.
Preguntamos si ya había aparecido y nos dijeron que na-
die sabía dónde estaba. Fuimos en la bicicleta hasta la finca
para buscarlo, pero no lo encontramos por ningún lado. Re-
gresamos y asistimos al velorio. Ahí nos enteramos de que los
habían matado, porque los paramilitares los estaban obligan-
do a vender la finca para sembrar palma y ellos se negaron.
Tres días después del funeral, apareció Federico con la
cabeza rapada, su largo cabello había desaparecido. Cami-
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Cuando desperté, no recordaba nada. Poco a poco fui
recobrando la memoria. Mamá me contó que había esta-
do siete meses en coma, debido al trauma craneoencefálico
provocado por los duros golpes que me había dado en la
cabeza, enloquecido porque no pude resistir la muerte de
Federico. Mamá dijo que esto se lo había contado usted,
Olympia, cuando ya estaba más calmada. Aproveché para
preguntarle por usted, y entristeció y se quedó callada.
Mamá se había venido a vivir a la capital porque el hos-
pital del pueblo me había trasladado, ya que no contaban
con las instalaciones adecuadas y personal especializado
para tratar mi lesión cerebral. Estar lejos del pueblo hizo
que me demorara un poco más en enterarme de lo que le
había sucedido. Supe que usted había lanzado piedras a los
paramilitares y a los carros que parqueaban en la entrada
del colegio, porque no pudo soportar más que la acosaran
con sus miradas morbosas y sus piropos obscenos. También
me contaron que les gritó que por culpa de ellos se había
quedado sin amigos. La corretearon y la atraparon. Luego
la subieron a uno de los carros. Mientras lo hacían, usted
les escupía en la cara y les gritaba “¡malditos!, ¡malditos!,
¡malditos!”, incansablemente. Tres días después la hallaron
violada y muerta en un cultivo de palma. Al saber esto, sentí
asco de mí mismo por estar vivo. Quise suicidarme, lan-
zarme de cabeza por la ventana del quinto piso donde me
tenían hospitalizado, pero mamá se aferró a mis piernas y
me suplicó que no lo hiciera, que por favor pensara un po-
quito en ella. Mi hermano me abrazó y me pidió que tuviera
compasión con ella, que no le produjera más sufrimiento del
que le había tocado mientras yo estuve en coma. También
me dijo que ella se quedaba dormida a mi lado, leyéndome
en voz alta mis libros favoritos con sus gafitas viejas, porque
guardaba la esperanza que algún día volviera a despertar.
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