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Los Desahuciados

ISBN:

© William Cacua

Fallidos Editores, 2020


Editor: Alejandro Herrán
Corrección: Melissa Cañas

Carátula por el autor

Impreso y hecho en Colombia /


Printed and made in Colombia

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de


los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las
leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier
medio o procedimiento.
Los Desahuciados

W. Cacua

Fallidos Editores
2020
A la memoria de Arturo, Federico y Olympia.
Amigos que deambulan en mi mente.
ÍNDICE
1..........................................................................................7
2..........................................................................................9
3........................................................................................14
4........................................................................................18
5........................................................................................22
6........................................................................................26
7........................................................................................31
8........................................................................................34
9........................................................................................40
10......................................................................................45
11......................................................................................48
12......................................................................................52
13......................................................................................63
14......................................................................................66
Este es el fin, querido amigo.
Este es el fin…
De nuestros elaborados planes, el final;
de todo lo que existe, el final...
Nunca volveré a verte a los ojos otra vez.
(…) Este es el fin, querido amigo.
Este es el fin…
El final de las risas y las mentiras piadosas,
el final de las noches en las que intentamos morir.

The Doors - The End


w. cacua / 7

1
Soy el último, el último que queda. Éramos cuatro. Nos co-
nocimos en el colegio público más grande y más viejo del pueblo.
Al primero que conocí fue a Federico. Era el año 1993,
entrábamos a cursar nuestro primer año de bachillerato. Re-
cuerdo que, en un descanso, lo sorprendí apretando los fre-
nos de mi bicicleta. Era una Turismo 28, negra.
—Está bonita la burra —me dijo, sonriendo.
—¿Le parece?
—Sí. Los frenos son extraños. Nunca los había visto.
—Era de mi viejo. Mamá la ha conservado durante to-
dos estos años.
—Sí, se nota. Es una reliquia.
—Si la quiere montar, nos vemos después del descanso.
Todo el colegio irá a misa, nos podemos desviar, para que
pedalee un rato.
—¡Listo! Nos vemos después del descanso. No hay pro-
blema, yo nunca entro a misa.
—Yo tampoco —dije y sonreímos.
El colegio era de monjas, por eso se hacían misas fre-
cuentemente en la iglesia que quedaba a tres cuadras del
centro educativo.
A las 8:10 a. m. timbraron para que todos se dirigieran
al templo católico. Esperé a que saliera gran parte de los
estudiantes para sacar la bicicleta. En el portón me esperaba
Federico, entusiasmado por montarla.
—Es toda suya —le dije.
Se hizo en un borde del andén, la montó y comenzó a peda-
lear. Le quedaba alta, sin embargo, pedaleaba con la punta de los
pies, moviéndose en el sillín de un lado para otro.
—¿Lo cuido? —le pregunté, siguiéndolo a rápidas zancadas.
8 / los desahuciados

—No, fresco que yo sé manejar —dijo mientras se alejaba.


Dio una vuelta a la manzana. Venía agitado y riendo.
Frenó y dijo:
—Móntese en la parrilla, vamos a volar en este aparato.
Y así fue. Comenzamos a volar desde ese día. A transitar,
elevados en dos llantas, por las calles desgastadas y calurosas
del pueblo. Cuando Federico pedaleaba, yo iba sentado en
la parrilla, sacándole sonidos a la armónica. Federico decía
que los árboles en este lugar vivían tristes, marchitos por
el sol, y que mis melodías eran un regalo para ellos, que no
dejara de soplar, que esto les daría frescura y les devolvería
la armonía natural.
Cuando era yo el que pedaleaba, él se subía de pie en la
parrilla, con una mano se sostenía en mi hombro y con la
otra sacaba un libro de mi mochila y lo empuñaba. Según
él, leer poesía en movimiento hacía que las calles por donde
pasábamos se convirtieran en un río de colores. Me pedía
que pedaleara fuerte y rápido, para que no se nos mojaran
los zapatos. Reía al escucharlo, sin embargo, le hacía caso.
Pedaleaba hasta el cansancio, al punto de inflarse nuestras
camisas de tanta velocidad. Al principio creía que lo de con-
sentir los árboles e inundar las calles, era solo un juego. Pen-
saba que era un pretexto de Federico, con el único propósito
de justificar el recorrido en bicicleta. Con el tiempo lo fui
conociendo y comprendí que no jugaba, que todo lo que me
decía era en serio.
w. cacua / 9

2
Al siguiente año conocimos a Arturo. Inolvidable.
Siempre puntual. Nunca faltó a clases y sus tareas eran im-
pecables. Como dirían los profesores: —estudiante excep-
cional—. Silencioso y hermético, se ubicaba en un rincón
del salón. Al principio los profesores le pedían que se acer-
cara, pero nunca lo hizo, jamás movió su pupitre. Con el
tiempo lo fueron comprendiendo y le respetaron su lugar.
La primera vez que Federico y yo hablamos con Arturo, fue
en la biblioteca. Él frecuentaba a menudo ese espacio, coor-
dinaba con ayuda de la bibliotecaria una tertulia literaria
“algo excéntrica” para su edad, según decían algunos partici-
pantes que asistían con frecuencia a esas reuniones.
—Se llama “Ruta Salvaje” —dijo Arturo en un tono
misterioso—. Si les interesa, es todos los martes a las seis
de la tarde.
Desde ese día, Federico y yo fuimos asistentes incondi-
cionales de la tertulia. Con cada lectura escogida por Artu-
ro, fuimos entendiendo, de alguna manera, un pedazo de su
vida, de su autoaislamiento en el salón de clases, y del resto
del mundo.
Con los únicos del colegio con los que conversaba Ar-
turo era con Federico y conmigo. Hablaba más en la biblio-
teca que en el colegio. En los descansos se quedaba en el
salón, realizando las tareas de los siguientes días.
—Las hago aquí, porque en las tardes debo trabajar para
colaborarle a mamá —decía Arturo como disculpándose.
Él también se unió al recorrido en bicicleta que ha-
cíamos después de clases. Andaba en una monareta verde.
Cuando lográbamos coger cierta velocidad, en coro decla-
mábamos poemas de memoria, poemas profundos y con
cierta musicalidad que nos hacían viajar, en dos ruedas, por
la línea del tiempo.
10 / los desahuciados

Después del recorrido, lo acompañábamos hasta su


casa, ubicada en las afueras del pueblo, en un lugar co-
nocido por los habitantes como “la loma de los perros”.
Siempre llegábamos hasta el portón de su vivienda. Era el
límite, ni un paso más. Nunca nos dejó entrar. Pedíamos
agua, pero siempre nos cerraba el portón en la cara y nos
dejaba esperando afuera. Regresaba con una jarra y unos
vasos. Bebíamos agua y luego nos despedía con afán. Es-
peraba que nos alejáramos cierta distancia para pasar el
cerrojo. Federico y yo siempre intuimos que Arturo nos
observaba por las hendijas del portón, para estar seguro de
que no nos devolveríamos.
Un martes, después de tratar un tema que transgredía
todo lo que hasta el momento habíamos leído, durante casi
dos años en la tertulia literaria, Arturo nos pidió que lo es-
peráramos mientras él ayudaba a la bibliotecaria a ordenar y
cerrar la biblioteca.
—Vamos, sentémonos en una banca del parque —indicó
Arturo, con su tono misterioso de siempre—. Quiero pro-
ponerles algo. Desde que nos conocemos, lo estoy meditan-
do. Desde hoy quiero que seamos más francos, más sinceros
con nosotros mismos, al menos en este círculo. Por ejemplo,
dejar de saludar como máquinas programadas: hola, buenos
días, buenas tardes, buenas noches, ¿cómo está?, ¿cómo le
ha ido?; y responder falsamente y como autómatas, simple-
mente porque la costumbre lo indica, o por no mostrarnos
como somos ante el otro. La verdad, estoy harto de esto,
considero que los saludos son solo palabras muertas cuando
no salen de nuestro interior. No llenan, no trasmiten nada
a los sentidos. En vez de esto, saludemos con un poema, un
fragmento de un libro, una canción, un dibujo, una fruta,
una hoja seca, con algo que no sepamos o que nunca haya-
mos oído. No reduzcamos nuestras vidas a palabras planas, a
un —“¡hola!, ¿cómo estás?”—. Al vernos, mejor invitémonos
a contemplar lo que ha estado invisible a nuestros ojos, lo
que pasa desapercibido por nuestra ligereza.
w. cacua / 11

También quiero que dejemos de ponernos de pie y de


mover los labios para simular cuando los profesores nos pi-
den que recemos al comenzar las clases. Por el respeto que
se merecen, no les sigamos mintiendo actuando de esa ma-
nera. No es coherente seguir haciéndolo si no nos nace. Para
nadie es un secreto que lo hacemos por temor a que nos
repriman o a que nos miren mal por no profesar su cre-
do, pero no podemos seguir fingiendo algo que no somos.
Seamos sinceros con ellos y con nosotros mismos. Hasta
donde sé, no creemos en nada, por eso no podemos seguir
haciendo las cosas que no queremos ni deseamos, por miedo
a ser amonestados o a ser señalados. ¿No les parece una farsa
que sigamos actuando de esa manera? No podemos seguir
siendo lo que no somos, tenemos todo el derecho a decidir
por nosotros mismos en cómo ser o no ser ante el mundo, y
no dejar que se sigan metiendo en nuestras cabezas como lo
han venido haciendo durante todo este tiempo.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Arturo, pien-
so lo mismo —dije.
—Espere un momento que no he terminado —dijo con
un gesto que nos hizo notar que faltaba lo más importan-
te—. Quiero proponerles una última cosa y sé que también
lo han deseado. Sin que nos vean, vamos a rayar el interior
del colegio, cada pared, cada rincón, cada cosa que se nos
cruce, con fragmentos que hemos subrayado en los libros,
con poemas, con escritos propios, que hagan parar la respi-
ración del espectador por un instante, y de esta manera darle
un nuevo aire a sus conciencias, a sus sentidos.
Federico no esperó a que Arturo terminara para dar su
sí rotundo, su sí entusiasmado. Reímos aun sabiendo de la
responsabilidad que estábamos asumiendo. Nos miramos a
los ojos y fuimos cómplices de lo que significaría nuestro
proyecto en este lugar.
Arturo se despidió de nosotros afirmando que mañana
sería un gran día. Miré la hora, el reloj de la iglesia marcaba
las 9:00 p. m. Era tarde para llegar a casa. El tiempo había
12 / los desahuciados

pasado sin darnos cuenta. Federico no se preocupaba tanto,


pues vivía cerca, en una casa grande, detrás de la iglesia y al
lado de una funeraria. En cambio yo, debía descender hasta
el último barrio, en la entrada del pueblo. Las cosas en mi
casa eran muy diferentes a las de Federico, mientras él podía
llegar a la hora que quisiera a su casa, porque su mamá y su
papá permanecían en la finca, yo sí debía cumplir horario de
llegada para que mamá no se enojara.
—Deje el afán decía Federico—. Cómase algo. Mire a
ver qué hay en la nevera que le apetezca y coma lo que quiera.
Y así era. Abría la nevera y había todo lo imaginado en
esa caja fría. Comíamos hasta reventar.
—No puedo con esta llenura —decía Federico, tocán-
dose el estómago soplado.
—Yo tampoco —le decía, sonriendo.
—Llévele algo a su mamá para que no lo regañe por
llegar tarde —decía Federico, buscando algo en la nevera
para ella.
Amarraba en la parrilla de mi bicicleta lo que Federico
me había obsequiado para mamá, me despedía y bajaba a
toda velocidad. Una cuadra antes de llegar a casa, sacaba
la armónica. Mientras me acercaba, le iba sacando notas,
conformando melodías que a mamá le encantaban. Esto lo
hacía porque sabía que ella me escuchaba desde la ventana
donde siempre me esperaba.
—Allá viene con las canciones que sabe que me gustan
para que yo no lo regañe por llegar tarde —decía mamá a
mi hermano.
Antes de que me regañara, me adelantaba:
—¡Mire mamá, Federico le mandó esto!
—¿Qué es? —preguntaba mamá, frunciendo las cejas.
—Abra la bolsa y sabrá.
—¡Es un bloque de queso! ¿Será que a ese muchachito
no lo regañan por esto?
w. cacua / 13

—No mamá, cada ocho días le traen bastante de la finca.


—Bueno, entonces cuando lo vea dígale que muchísi-
mas gracias.
—Claro, yo le digo —le decía a mamá, abrazándola y
dándole un besito en la mejilla, mientras mi hermano me
miraba con gestos de reprobación, porque yo me había sal-
vado nuevamente del regaño.
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3
A las 6:00 a. m. sonaba el timbre para entrar a clases. Ni
un minuto más, ni un minuto menos. El pasillo para ubicar
las bicicletas estaba congestionado. Federico al verme como
una estatua ante tanto movimiento, se acercó sin saludar,
tomó mi bicicleta, abrió un espacio entre el montón de hie-
rros con llantas y la aseguró. Desde que lo conocía nunca lo
había hecho. Comprendí que se había tomado en serio las
palabras que Arturo nos había comentado la noche anterior,
de saludarnos de otra forma. Lo miré a la cara y asentí con
la cabeza.
Entramos al salón. Arturo estaba sentado en el rincón
de siempre. Nos llamó con un leve movimiento. Encima del
pupitre tenía dos bolas de papel.
—Una para cada uno. ¡Ábranlas! —dijo Arturo.
Federico abrió la suya. Era una semilla de mango, seca
y vieja.
—Qué buena metáfora de la vida y la muerte me ha re-
galado, Arturo —dijo Federico, concentrado en la semilla—.
Nacimiento, flor, fruto verde, maduro, acidez, dulzura, jugo-
sidad, y dentro de todo esto una nueva semilla, que vivirá y
morirá como esta que tengo en mis manos, que a pesar de su
muerte ha trascendido a través del tiempo.
Después de escuchar muy atento lo que decía Federico
sobre su regalo, el turno ahora era mío. Abrí la bolita de
papel entre mis manos. Al ver lo que había dentro no supe
qué decir. Arturo interrumpió mi largo silencio, nombrando
lo que veía.
—¡Telarañas! Las recogí anoche del techo de mi casa
—dijo Arturo, mientras yo las contemplaba en las yemas de
los dedos.
“¿Qué me intentaba decir Arturo con este obsequio?”
Mis respuestas no eran tan inmediatas y certeras como las
w. cacua / 15

de Federico. Quise preguntarle por qué había escogido te-


larañas para mí, pero sería muy facilista de mi parte si lo
hacía, así que me tomaría el tiempo para pensarlo. De eso
se trataba la propuesta de Arturo, abrir espacios en nuestras
conciencias para ver las cosas de otra manera. Estimular los
sentidos que la vida plana adormecía, y que de esta manera
florecieran en medio de la aridez de la costumbre.
—Buenos días —interrumpió la profesora. Su edad ya
pasaba los cuarenta años—. Todos de pie, vamos a rezar y a
dar gracias a Dios por este día tan maravilloso.
—Todos de pie —insistió la profesora. Nos habíamos
quedado sentados (Arturo, Federico y yo), mientras el resto
de estudiantes observaban lo que estaba aconteciendo.
—Jóvenes, de pie para rezar y poder comenzar la clase
—insistió nuevamente la profesora con un tono de voz más
alto, mientras nosotros seguíamos sentados como rocas, in-
móviles. Nos miramos y sentimos que el pacto de la noche
anterior era sólido. Jamás volver a hacer algo que no quisié-
ramos, y hacer respetar nuestras libertades, aunque fueran
limitadas.
—Profesora, con el debido respeto que usted se merece,
si espera que nos coloquemos de pie, pierde el tiempo con
nosotros, porque no lo volveremos a hacer y menos a rezar.
No creemos en nada, ni en nuestras propias sombras, por-
que en ocasiones nos desconciertan —dije, sabiendo en lo
que me estaba metiendo. Arturo y Federico asintieron con
la cabeza.
—Aquí no vienen a hacer lo que les dé la gana. ¿Qué
pensaron? ¿Que lo iban a hacer y todos contentos? Pues no.
Nos vamos de inmediato a hablar con la coordinadora.
—Profesora, usted sabe que no estamos equivocados —
le dije, mostrándole tranquilidad.
—¡Cómo se le ocurre! No tolero esta falta de respeto
contra mí y contra los dogmas de la institución.
Nos esperó en la entrada del salón para que saliéramos.
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—¡Rápido que no tengo toda la vida! —dijo enfurecida.


Arturo, Federico y yo, nos miramos sabiendo cuál sería
el siguiente paso. Salimos y acompañamos a la profesora a
coordinación.
—Hola coordinadora —saludó secamente la profeso-
ra—. Apenas comenzando la jornada y ya debo enfrentarme
a actos de desobediencia por parte de estos tres jovencitos.
Es el colmo, no lo hacen ni los estudiantes mediocres y sí
lo vienen a hacer ellos que siempre se han caracterizado por
sus buenas calificaciones.
—Pero, ¿qué fue lo que sucedió? —intervino la coordi-
nadora.
—Pues que no se han puesto de pie para rezar, diciendo
que no lo iban a hacer porque no creían en nada. Como si
nuestro Dios no les hubiese dado la vida. Eso les parece
poco. Qué grosería, qué falta de respeto contra él. Perdóna-
los padre por su ignorancia.
La coordinadora se había quedado perpleja, tanto de lo
que decía la profesora de nosotros, como de su comporta-
miento alterado.
—Profe, tome asiento y se tranquiliza —dijo la coordi-
nadora cogiendo el teléfono para pedir en la cafetería una
aromática para la profesora.
—¿Es verdad lo que afirma la profesora? —nos pregun-
tó la coordinadora con ojos inquisitivos.
—Sí, totalmente cierto —dijo, adelantándose, Artu-
ro—. Coordinadora, la verdad es que no queremos seguir
haciendo lo que no queremos, y tenemos todo el derecho de
asumir esa posición.
—¿No queremos? ¿Por qué habla en plural, Arturo?
¿Por qué habla por ellos? —le preguntó la coordinadora.
—Porque no queremos —dijimos en coro.
—¡Ah! Veo que se han unido para pedir sus supuestos
derechos —dijo sorprendida la coordinadora.
w. cacua / 17

—Los supuestos derechos no. Los derechos, nuestros


derechos, valga la aclaración —dijo Arturo, con su tono ca-
racterístico—. Nuestra Constitución Política es clara y nos
respalda teóricamente frente a estos temas de vulneración
de los derechos fundamentales. Así que desde este momen-
to no queremos ser molestados si no queremos rezar al ini-
cio de las clases. Cada espacio tiene su finalidad, las piscinas
para nadar, las canchas para jugar, las discotecas para bailar,
las iglesias para rezar, y los colegios, se supone, para apren-
der a pensar y a convivir. Si nos obligan a rezar o nos hacen
firmar el observador por no hacerlo, o por no creer en nada,
estarán violando nuestros derechos y, por ende, incurriendo
en un delito.
Después de la intervención de Arturo hubo un silencio
de impotencia por parte de ellas. La coordinadora no tuvo
argumentos para acusarnos y nosotros obtuvimos nuestra
pequeña victoria.
18 / los desahuciados

4
Para escribir en las paredes del colegio debimos esperar
un tiempo prudente, para que no sospecharan de nosotros,
porque después de lo que había ocurrido con la profesora en
el salón de clase, lo que menos queríamos era que nos relacio-
naran con esto. Sin embargo, nuestros saludos habían cam-
biado, ahora eran más vivos, lo sentíamos en nuestras carnes.
En un cofre de vidrio conservaba el misterioso obsequio
que Arturo me había regalado, sin saber aún su significado.
De vez en cuando pensaba en ese montoncito de telarañas y
el porqué de ese obsequio misterioso. Al no hallar una posi-
ble respuesta, me justificaba ingenuamente con un “todavía
no es el momento de saber”, de esta manera me tranquiliza-
ba y así podía conciliar el sueño.
Una mañana, al sonar el timbre para indicar la entrada
al colegio, algo sorprendió a los estudiantes que iban entran-
do. Poco a poco se fueron amontonando. Me acerqué para
mirar lo que sucedía. Lo que vi me produjo una sonrisa de
satisfacción. Estaba la primera frase escrita en una de las
paredes externas de la oficina del rector.
Era la primera intervención y había logrado el objetivo.
Más y más estudiantes se detenían para leer lo que decía. La
frase era de un poeta que Federico nombraba con frecuencia
en sus conversaciones. Algunos estudiantes murmuraban su
aprobación.
Me retiré varios metros de ahí y me senté en una jar-
dinera para observar desde lejos lo que sucedía. Seguían
llegando, tanto estudiantes como profesores. Dependiendo
de su tabla de valores morales, el grado de asombro y per-
plejidad, al leer la frase, variaba. Los profesores se llevaban
las manos a la boca y sus ojos se tornaban más grandes de
lo normal, negando con la cabeza su aprobación, algunos
de ellos miraban hacia todos los lados, buscando un posible
w. cacua / 19

culpable. En cambio, en la mirada de la mayoría de los estu-


diantes de aquella mañana algo había cambiado.
Al llegar al salón de clases, vi a Federico y Arturo sen-
tados en sus respectivos pupitres, como si nada hubiese pa-
sado, sin embargo, sus miradas me lo confesaban todo. En
el descanso, nuevamente los estudiantes se habían amon-
tonado frente a la pared donde estaba escrita la frase. Esto
dificultaba la circulación de los demás estudiantes hacia la
cafetería. Federico no paraba de sonreír mientras sorbía su
jugo con pitillo.
—Las manos me temblaban cuando estaba escribiendo,
porque temía ser descubierto —dijo Federico, retirando el
pitillo de su boca—. Me metí anoche por la parte de atrás
del colegio, como a la una de la madrugada. El abuelo cui-
dandero estaba durmiendo en uno de los salones de la en-
trada. Así que rayé la pared y salí de inmediato. Solo es saltar
el muro y listo. Es más fácil de lo que pensaba. Las pinturas
en aerosol las tengo hace tiempo en la casa, están disponi-
bles para cuando las necesiten —dijo, mirándonos a la cara.
—Yo haré la siguiente —dijo Arturo—. Ya tengo el lu-
gar localizado, pero debemos esperar unos días, mientras se
calma el ambiente.
Así fue. Habían pasado dos semanas desde entonces,
cuando apareció la siguiente frase. Estaba expuesta en la
pared principal de la sala de profesores y por lo que se leía
había dado en el punto indicado, en sus conciencias. Ese día
fue totalmente diferente a los anteriores. Los docentes con-
sideraron este acto como un insulto imperdonable contra
ellos y contra la institución, porque controvertía sus dogmas
y sus costumbres.
Los profesores llegaban sorprendidos al salón de clases,
porque no comprendían lo que estaba sucediendo. Nosotros
simplemente escuchábamos los comentarios y guardábamos
silencio.
—La siguiente la pondré yo —dije, tímidamente, y Fe-
derico y Arturo sonrieron.
20 / los desahuciados

Escogí el siguiente fin de semana para hacerlo. Apro-


vechando que tenía una evaluación el lunes, pedí permiso a
mamá para quedarme en casa de Federico y así poder estu-
diar toda la noche del domingo, y de la misma manera, ma-
drugar para repasar el tema de la evaluación. La respuesta
de mamá fue positiva, pero me puso una condición: debía
ganar la evaluación y mostrársela cuando el profesor la en-
tregara, de lo contrario no habría más permisos. Acepté el
compromiso, porque sabía de antemano que el tema de la
evaluación estaba fácil.
Después de estudiar para la evaluación, salimos con Fede-
rico de su casa a la una de la madrugada. Llevamos la bicicleta
para que fuera más fácil la subida del muro trasero del colegio.
Federico me esperaría afuera con la bicicleta, mientras yo en-
traba. Llevaba los aerosoles envueltos en trapos dentro del mo-
rral, para no hacer ruido. Estando dentro del colegio, fui muy
cuidadoso. Me deslicé lentamente por las partes más oscuras
hasta llegar a la tarima. El abuelo que cuidaba se había queda-
do dormido con el televisor encendido. Así que todo fue más
fácil. Saqué los aerosoles y el cuaderno en el que tenía anotada
la frase, y me dirigí al muro superior de la tarima, el muro más
grande y más vistoso del colegio. Al terminar, regresé por el
mismo pasillo, trepé y salí por el muro por el que había entra-
do. Federico me esperaba montado en la bicicleta. Me monté
en la parrilla y comenzó a pedalear, directo a su casa. Federico
no preguntó nada en medio del trayecto: el sueño lo vencía.
Quedaban pocas horas para dormir y había que aprovecharlas.
El despertador sonó a las 4:30 a. m. Lo pusimos a esa
hora para repasar el tema de la evaluación, alistarnos y llegar
a tiempo.
Timbraron para entrar. Federico me colaboró nueva-
mente buscando un lugar para ubicar la bicicleta y entramos.
Lo que vimos a continuación fue un montón de estudiantes
frente a la pared de la tarima en la que había escrito la frase.
Cada vez llegaban más. Murmuraban y reían. Algunos leían
en voz alta, otros quedaban perplejos.
w. cacua / 21

—¡Así se hace! —gritó alguien en medio del montón.


Luego se escucharon unos aplausos, a los que se suma-
ron otros y otros.
Los tres nos miramos para darnos, como siempre, nues-
tro sí rotundo.
El timbre no paraba de sonar, como sirena de ambulan-
cia enloquecida, para que los estudiantes evacuaran el lugar
y se dirigieran a sus salones de clase, pero nadie lo hacía.
Después de un rato, se fueron esparciendo lentamente. La
jornada de ese día comenzó a la segunda hora.
Desde ese día no hubo muro que no rayáramos. Poco
a poco fuimos tomando cada espacio, cada lugar. Desde las
paredes de los baños hasta las de las jardineras fueron interve-
nidas: habían dejado de ser paredes muertas. Ahora eran pan-
tallas vivas para estimular el pensamiento y la imaginación.
22 / los desahuciados

5
Hacia 1996 iniciábamos noveno grado de bachillerato.
Arturo, Federico y yo habíamos quedado en el mismo salón,
como los años anteriores, y cuando pensaba que íbamos a
estar más unidos, ocurrió algo que nos desconectó y estancó
el proyecto que veníamos elaborando de manera clandesti-
na. A comienzos de ese año, Arturo nos dejó de hablar. Lle-
gó una mañana al salón de clase, traía un aspecto triste. Pasó
por nuestro lado sin saludar y se sentó en el mismo pupitre
y en el mismo rincón de siempre, pero esta vez él no era el
mismo, estaba más ido, más aislado que nunca. Federico y
yo nos acercamos para saludarlo, él ni siquiera nos miró. In-
sistimos con el saludo, pero su mirada la tenía tan lejos, tan
ida, que sentimos que su ser no estaba ahí.
—¿Qué le había sucedido a Arturo? ¿Por qué se estaba
comportando de esa manera? ¿Le había ocurrido algo grave
en su vida para que estuviera así, o habíamos hecho algo que
no era de su agrado para que nos estuviera ignorando de esa
manera? —nos preguntábamos sin hallar una respuesta.
Al principio nos afligimos mucho. No sabíamos lo que
le estaba sucediendo ni el porqué de su comportamiento.
Los días pasaban y él seguía igual. Ni una palabra, ni un
gesto, ni una señal salía de su ser. Sin embargo, no bajamos
la guardia. Federico planteó que, para la siguiente frase en
la pared, escogeríamos un fragmento de uno de los libros
favoritos de Arturo y la pondríamos en un lugar elegido al
mejor estilo de él.
Fuimos a la biblioteca. Al entrar, la bibliotecaria nos pre-
guntó por Arturo, porque llevaba muchos días sin acercase a
leer o a sacar libros prestados, y le respondimos que a clases sí
estaba asistiendo, pero que su comportamiento era extraño y
que también nos había dejado de hablar. Luego le pregunta-
mos a la bibliotecaria por la ubicación de los libros favoritos
w. cacua / 23

de Arturo y ella nos lo indicó rápidamente. Revisamos uno


de los libros indicados y vimos sus marcas y subrayados a lá-
piz. Entre los tantos fragmentos subrayados, había uno con la
opinión de Arturo, escrita a un ladito de la página y en letra
pequeña. Al leer lo que había escrito sobre la frase, considera-
mos que era de su gusto y conveniente para escogerla. Así que
la transcribimos en el cuaderno que habíamos traído y nos
fuimos a terminar de elaborar el plan. La fecha para llevarlo a
cabo sería la próxima izada de bandera.
Cuando faltaba un día para la fecha indicada, le pedí
permiso a mamá para quedarme esa noche en casa de Fede-
rico, y así llevar a cabo nuestro plan.
Esta vez entraríamos los dos. A la una y media de la
madrugada, saltamos el muro del colegio y nos fuimos desli-
zando lentamente por la oscuridad. Federico se acercó unos
metros más para mirar dónde estaba el abuelo cuidandero.
Estaba dormido en una silla mecedora. Roncaba al lado del
televisor encendido. Federico se acercó un poco más, con
mucho cuidado recogió el manojo de llaves que el abuelo
había dejado caer debajo de la silla y nos fuimos a abrir la
puerta del lugar donde guardaban los implementos con los
que realizarían la izada de bandera. Fue fácil dar con la llave,
ya que en cada una de ellas se indicaba la puerta que se po-
día abrir. Entre las cosas que había, encontramos vestuarios
folclóricos, atril, parlantes, astas, y lo que estábamos bus-
cando para rayar: las banderas. Nos pusimos a pensar que, si
hubiésemos puesto a escoger a Arturo una de las banderas
para rayar, entre la del país, la del departamento y la del
colegio, él escogería, indudablemente, la del país. Así que
optamos por esa. La sacamos y la abrimos en el piso del
pasillo. Federico sacó del bolso una pintura de aerosol negro
y se dispuso a plasmar la frase que habíamos transcrito en
el cuaderno, mientras yo estaba pendiente de que el abuelo
no se despertara.
—¡Listo! —dijo Federico, doblando la bandera y lle-
vándola a donde la habíamos encontrado.
24 / los desahuciados

Cerramos la puerta y nos fuimos a colocar el manojo de


llaves al mismo lugar donde lo habíamos recogido. Luego nos
retiramos silenciosamente por el pasillo oscuro por el que ha-
bíamos entrado. Saltamos el muro y nos fuimos a dormir.
El despertador sonó a las 5:00 a. m. y yo aún tenía sueño.
Federico se paró de inmediato y encendió el equipo de sonido.
Puso a sonar a todo volumen un casete del músico suicida que
tanto le gustaba, y de esa manera espantar el sueño. Mientras
él tarareaba las canciones en la ducha, yo ayudaba a preparar
el desayuno al ritmo de la guitarra, mientras el sonido de la
batería nos recordaba el vacío en el estómago.
Con los uniformes puestos, y debidamente desayuna-
dos, salimos apresurados de su casa directo al colegio.
Entramos al salón. Arturo ya había llegado. Estaba
como siempre, solo, aislado en su rincón. Intentamos salu-
darlo, pero fue en vano, seguía como los días anteriores, lejos
de este mundo. Sin embargo, confiábamos en que nuestro
plan lo devolviera a esta realidad a la que él se había encar-
gado de crear, y donde nosotros éramos los cómplices.
La izada de bandera iniciaba a las 7:00 a. m. La prime-
ra hora fue eterna para nosotros, por nuestra impaciencia
y ansiedad. Sonó el timbre a las 6:55 a. m. para que salié-
ramos de los salones y nos dirigiéramos al patio cubierto,
para formar y dar inicio a la izada de bandera. Casi todo
estaba listo en la tarima. Las astas estaban puestas, pero
faltaban las banderas. Un estudiante las traía dobladas para
colocarlas. Federico y yo nos miramos, estábamos nervio-
sos, esperando el acontecimiento. El estudiante desplegó
la primera bandera. Era la del colegio. La puso con ayuda
de otro en el asta, y prosiguió a colocar la del departamen-
to. Por último, desplegó la del país. Al verla manchada, la
abrió completamente para revisarla, y pudo leer lo que los
otros también vieron. Los murmullos no se hicieron espe-
rar. El asombro de la mayoría era evidente. Los estudiantes
que no habían alcanzado a leer, se acercaban para saber lo
que decía en la bandera. El orden que había al principio de
w. cacua / 25

la formación para la izada de bandera se había extinguido,


ahora era un caos.
Arturo nos miraba fijamente, como devolviéndose del
lugar a donde se había ido por más de un mes. Federico se
le acercó y le dijo que la frase que habíamos puesto en la
bandera era de uno de sus escritores favoritos. Arturo asin-
tió con la cabeza, luego bajó la mirada y nos ofreció tími-
damente una disculpa por el extraño comportamiento que
había tenido con nosotros. Nos explicó que estaba así por
algo que le había ocurrido en su casa, que no nos preocu-
páramos, que con el tiempo se le pasaría y nos contaría con
lujo de detalles el suceso, pero nos puso una condición, que
no le preguntáramos nada sobre el tema, que él escogería la
forma y el momento para hacerlo.
Los estudiantes se habían puesto incontrolables. El rec-
tor tomó el micrófono y comenzó a sermonear por lo ocu-
rrido. Nadie le prestó atención. Terminó por callarse y aban-
donar la tarima. La izada de bandera tuvo que aplazarse.
26 / los desahuciados

6
A Olympia la conocimos en décimo grado. Era la chica
nueva del colegio y del salón. Venia de la capital, porque a su
mamá y a su papá los habían trasladado a este lugar, a ocupar
las vacantes en sociales y en inglés en nuestro colegio.
Las primeras palabras que cruzamos con Olympia fue-
ron en la oficina de coordinación. La coordinadora nos había
mandado a llamar porque, según ella, por fin había dado con
los responsables de tan inconsciente conducta, que a través
de los años habían rayado las paredes de los baños, pasillos,
salones y de más lugares del colegio con frases incendiarias
que nada tenían que ver con los valores inculcados por la
institución.
Nos encerraron en la oficina de coordinación, mientras
la coordinadora y el rector se desocupaban de una reunión.
Olympia estaba en un extremo y nosotros, en el otro. El
silencio no duró tanto. Duró el tiempo necesario para explo-
rarnos desde los extremos. La observamos y luego bajamos
la mirada, en cambio ella la mantuvo, como vigilando cada
uno de nuestros movimientos, al punto de intimidarnos con
sus profundos ojos. Tenía la cabeza rapada y de una de sus
orejas colgaba una pluma de diversos colores, que contras-
taba con los cinco puntos blancos pintados en su pómulo
derecho. Volvimos a levantar los párpados y ella estaba ahí,
observándonos fijamente. Nos miramos con Federico y Ar-
turo, y sonreímos.
—¿Así que ustedes son los desahuciados? —preguntó
Olympia.
—¿Los desahuciados? —preguntamos al mismo tiem-
po y con extrañeza.
—Sí, miren la carpeta que está ahí encima del escritorio.
Nos acercamos para ver. Efectivamente. Había una car-
peta blanca titulada “Los Desahuciados”, con marcador rojo.
w. cacua / 27

Nos cercioramos de que no viniera nadie y la abrimos con


cuidado. Nos sorprendió lo que encontramos ahí dentro.
Fotos de cada una de las frases que habíamos puesto en las
paredes del colegio durante todos estos años, con sus respec-
tivas fechas de aparición en este lugar. Ni siquiera Arturo
habría podido tener un archivo tan completo de las frases
que habíamos puesto, como el que ahora teníamos en nues-
tras manos. La mayoría de estas frases ya no existían, las
habían ocultado con pintura, y las pocas que aún persistían
estaban inscritas en los paredones de nuestros recuerdos.
Estábamos tan concentrados en las fotos de la carpeta,
que nos habíamos olvidado de Olympia.
—Yo ya estaba aquí en coordinación cuando la coordi-
nadora le dijo al rector que ya había encontrado a los res-
ponsables de estos actos —interrumpió Olympia, mientras
nosotros revisábamos las fotos de la carpeta.
—¿Y a usted por qué la tienen acá? —preguntó Federico.
—Después se enterará —dijo Olympia, y al instante se
abrió la puerta y entró la coordinadora junto con el rector.
—¡¿Usted?! —preguntó asombrado el rector al ver a
Olympia—. Apenas lleva una semana y ya está aquí. De-
bería darle vergüenza por lo que hizo. Siendo hija de los
nuevos profesores, debería dar buen ejemplo, para no hacer
quedar mal a sus padres ante la institución. Comenzamos
mal, jovencita, ya llamamos a sus padres —dijo el rector,
mirándola a los ojos.
—A mis padres no, querrá decir a mi padre y a mi ma-
dre, porque lo que usted ha dicho se entiende como si yo
tuviera dos padres, y no es así —corrigió Olympia.
—Bueno, como sea —dijo el rector con tono de autoridad.
—Como sea no, respete.
—¿Que qué?
—Que respete —en el mismo momento en que Olym-
pia decía esto, entraron su mamá y su papá.
28 / los desahuciados

—Su hija haciendo lo mismo que estos jovencitos —


dijo el rector algo exaltado, mientras nos señalaba.
—¿Qué sucede? —preguntó la mamá de Olympia, la
nueva profesora de inglés.
—Que su hija rayó con aerosol el escudo del colegio, el
que está pintado en la pared de la entrada. Al lema original
del colegio (HOMBRE – PROGRESO – CULTURA), le
agregó “Y MUJERES” en medio de las palabras “hombre
y progreso”. Y no encontramos una justificación válida de
lo que acaba de hacer. El manual de convivencia es claro y
reprueba estas faltas —dijo el rector mirándonos a todos.
—¿Pero por qué la están juzgando de esa manera? —
preguntó la profesora—. ¿Están seguros de que fue ella?
—Sí, fue ella —dijo la coordinadora—. Muchos estu-
diantes la vieron.
El profesor y la profesora la miraron y guardaron silencio.
—La vamos a suspender por una semana, y si lo vuelve
a hacer la expulsamos y le negamos el cupo en el colegio —
dijo el rector, alcanzándole el bolígrafo a Olympia para que
firmara el observador.
Después de esto salieron de la oficina de coordinación,
Olympia acompañada de su mamá y su papá.
Ahora seguíamos nosotros.
—La coordinadora asegura que ustedes son los posibles
responsables de los actos vandálicos que durante años ha
tenido que padecer el colegio —dijo el rector, mirándonos
inquisitivamente—. ¿Qué tienen que decir frente a estas
acusaciones?
Silencio total. Nadie dijo nada.
—Rector, ellos defienden esas ideas libertarias que han
aparecido en las paredes del colegio durante los últimos
años —dijo la coordinadora, convencida de nuestra culpa-
bilidad—. Hace unos años tuvieron un problema con una
profesora, porque no querían rezar al comienzo de su clase,
w. cacua / 29

porque según ellos no creían en nada. Si usted revisa las


fotos que hay en la carpeta, inmediatamente se dará cuenta
de que gran parte de esas frases o versos evidencia el pensa-
miento de estos jóvenes. Promueven la eliminación de toda
autoridad, tanto terrenal como espiritual; no admiten leyes,
están en contra de todas las costumbres morales, y, ante
todo, ponen de manifiesto la libertad.
El rector esperó que la coordinadora terminara de ha-
blar para intervenir nuevamente.
—Los profesores comentan que ustedes son muy bue-
nos estudiantes, pero que tienen un pequeño defecto, y es
que no creen en nada —dijo el rector, limpiando con un
pañuelo los lentes de sus gafas—. Según lo que me dice
la coordinadora y lo que yo he podido leer en las paredes
del colegio, confirman la afinidad que ustedes tienen con
las frases que han aparecido en los muros de la institución.
Pues, a simple vista, salen a flote esas ideas de espíritus libres
y salvajes que ustedes plantean.
—No creer en nada no es un defecto, rector —dijo Ar-
turo, muy comprometido con nuestra idea de contempla-
ción e interpretación del mundo—, es otra forma de ser, de
comprender y habitar este planeta.
—Eso quiere decir que sí son ustedes —dijo el rector,
asintiendo con la cabeza, como si nos hubiese descubierto.
—Eso quiere decir, que no hay que señalar a una persona
por el hecho de ser y pensar diferente. Hay que respetar las li-
bertades individuales. Hay que tolerar lo que parece extraño a
las costumbres en las que se ha nacido y vivido, y comprender
que la diferencia no es un “pecado” como dicen ustedes, sino
un paso más en la aspiración de ser más humanos.
—Esto que acaba de decir es lo que siempre se ha perci-
bido en las frases que comenzaron a aparecer en las paredes
del colegio —dijo el rector, mirándonos a la cara—. Por eso
se deduce que ustedes son los únicos sospechosos de estos
actos que nada tienen que ver con las enseñanzas y las bue-
nas costumbres de nuestra institución.
30 / los desahuciados

Mientras el rector hablaba, nosotros lo observábamos


sin bajar la mirada.
—Una frase más que aparezca en las paredes del colegio
y serán expulsados —sentenció el rector, mientras se retira-
ba de la oficina.
La coordinadora pidió que nos fuéramos para el salón
de clases y nos recordó que íbamos a estar siendo investiga-
dos. Nos miramos a los ojos y salimos.
Al sonar el timbre para irnos a casa, fuimos a mirar el
escudo que estaba pintado a un costado de la entrada del
colegio, y efectivamente Olympia había agregado “Y MU-
JERES” al lema del colegio. Al ver eso, sentimos cierta afi-
nidad con ella, por lo cual, decidimos visitarla antes de ir-
nos para la casa. Esperamos a que salieran el profesor y la
profesora nueva y los acompañamos hasta su casa, ubicada
cerca del colegio. Al llegar, Olympia les abrió la puerta y
aprovechamos la ocasión para saludarla. Nos saludó como si
fuéramos viejos amigos y conversamos sobre lo ocurrido. Al
ver que sus ideas eran similares a las nuestras, sentimos que
podíamos confiar en ella para responderle lo que nos había
preguntado en coordinación. Aceptamos que sí éramos “Los
Desahuciados”, tal como la coordinadora había titulado la
carpeta. Desde ese entonces, Olympia se convirtió en una
más de nuestro grupo.
w. cacua / 31

7
La sentencia del rector fue clara: ni una frase más, pero
dentro del colegio. Así que ahora nos tomaríamos cada es-
pacio, cada pared abandonada del pueblo, y Olympia sería
nuestra nueva acompañante para rayar en el nuevo lienzo.
En esos días Federico nos invitó a ir en bicicleta hasta
su finca. Escogimos un fin de semana y fuimos. Olympia
pedaleaba y sonreía alegremente, al parecer, estaba a gusto
con la invitación. Cuando faltaba poco para llegar a la fin-
ca, Olympia arrojó la bicicleta a un costado del camino y
salió corriendo con las manos abiertas, dando vueltas como
una mariposa por todo el potrero. Nosotros la seguimos
con la mirada. Al quedar cansada se tiró en el pasto, mi-
rando hacia el cielo. La esperamos y fuimos a bajar mangos
de un árbol que quedaba cerca. Luego ella se fue a explorar
los alrededores, mientras nosotros nos sentamos a comer
mangos.
—¡¡¡Los encontré!!! ¡¡¡Los encontré!!! —gritaba Olym-
pia, entusiasmada—. ¡Hay muchos! ¡Vengan!
Fuimos hasta donde ella estaba para ver qué era lo que
había encontrado. Estaba agachada, recolectando hongos
que nacían de la mierda seca del ganado.
—Qué maravilla. Sabía que los encontraría —dijo
Olympia, metiéndolos en un pequeño recipiente.
Nosotros solo la observamos sin saber qué decir.
—No se preocupen, vengo preparada para esto —dijo, y
nos convidó a sentarnos nuevamente bajo el árbol de mango.
Sacó de su bolso dos botellas de agua y un tarro de are-
quipe. Lavó cuidadosamente cada uno de los hongos y los
fue metiendo dentro del arequipe. Luego se llevó unos pe-
dazos a la boca y los masticó suavemente con los ojos cerra-
dos y después bebió agua.
32 / los desahuciados

—Los pueden comer si desean, será una experiencia in-


olvidable.
Federico fue el primero en probarlos. Dio un par de
masticadas y sorbió un trago de agua. Luego lo hizo Arturo
y, por último, yo. Federico reía y pedía más. Olympia y él
siguieron comiendo hasta empalagarse. Después de un rato
estábamos tan alegres, que reíamos por todo. Las sensacio-
nes que llegamos a sentir después de un rato de haberlos
consumido fueron como había dicho Olympia: inolvidables.
Podía sentir desde las puntas de mi vello corporal lo que
sucedía a mi alrededor, sentía en mi cuerpo el movimiento
de la tierra, escuchaba el estruendo de las hojas secas al caer,
los aletazos de las mariposas, el tránsito de las hormigas,
la respiración del pasto donde estaba acostado. Mis ojos se
habían vuelto como una lupa, ahora podía ver la profundi-
dad de mis poros, el oxígeno que salía de las plantas y de
los árboles. Luego entré en un estado tan placentero, tan
profundo, que cerré los ojos y no quise moverme para que el
efecto se mantuviera en mi cuerpo.
Cuando Olympia me despertó, habían transcurrido
más de tres horas. La miré a los ojos y le agradecí por esta
experiencia.
Arturo estaba más tranquilo, se le notaba en su mirada,
en su sonrisa. Ahora sonreía más. Federico corría por todos
lados, tiraba manotadas de hojas secas hacia arriba de tanta
felicidad, y Olympia, simplemente, sonreía.
—Vamos, acerquémonos a la finca y les presento a mi
mamá y a mi papá —dijo Federico, dirigiéndose hacia don-
de estaban las bicicletas.
Después de unos minutos de recorrido llegamos a la
finca. Era una casa grande, espaciosa, y a unos metros, había
un corral entechado para el ganado. Los perros comenzaron
a ladrar. Federico entró primero y los calmó.
—Entren, que los perros no son bravos —dijo alguien
que estaba dentro de la casa.
w. cacua / 33

Entramos y saludamos. Federico nos presentó a su


mamá y a su papá. Ellos comentaron que estaban alegres
de vernos junto a su único hijo que tanto adoraban. Luego
pidieron que nos sentáramos en el comedor para almorzar.
Cuando terminamos de almorzar, Federico nos invitó a
la quebrada que pasaba por la finca, para darnos un baño y
relajarnos un rato. Fuimos sin pensarlo. Al llegar, Federico
se subió a un árbol grande que estaba en la orilla de la que-
brada y se lanzó. Arturo lo siguió. Luego lo hizo Olympia.
Yo los observaba mientras ellos se lanzaban nuevamente
desde el árbol. Federico se burlaba porque yo no era capaz
de hacerlo: me daban pánico las alturas. Olympia se lanzó
de nuevo para demostrarme que era muy fácil hacerlo, pero
no fue capaz de convencerme. Así que decidí meterme por
la orilla sin prestar atención a sus carcajadas. Después de
pasar un rato agradable dentro de la quebrada, decidimos
que ya era conveniente regresar al pueblo. Nos despedimos
de la mamá y del papá de Federico, y de algunos obreros que
estaban presentes. Nos montamos en las bicicletas y comen-
zamos a pedalear de regreso a casa.
34 / los desahuciados

8
Finalizaba 1997. Habíamos aprobado décimo grado con
buenas calificaciones. Federico ofreció su casa para celebrar.
—No lleven nada, en la casa hay de todo —dijo Federi-
co el último viernes de clase a la salida del colegio.
—¿¡De todo!? —preguntó Olympia con los ojos bien
abiertos.
—Bueno, lo necesario para festejar —dijo Federico,
sonriendo.
—Ya me estaba alucinando, perdón, ilusionando —dijo
Olympia y todos soltamos la risa.
La fiesta fue ese mismo viernes. Federico tenía cerveza,
aguardiente, vino, tequila y unos cunchos de whisky en la
nevera.
—¿De quién es este tesoro embriagante? —preguntó
Olympia con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sobró de una fiesta que mi papá hizo para los obre-
ros que trabajan en la finca —dijo Federico sirviéndose una
copa de vino—. Tomen lo que quieran.
Arturo destapó una cerveza y dio un sorbo largo. Olym-
pia sirvió un trago de tequila y lo bebió de inmediato y al
instante se sirvió otro, porque, según ella, le molestaba ver
la copa vacía.
—¿Y usted qué va tomar? —me preguntó Federico.
—Un vaso de agua bien helada —dije.
—¿¡Agua!? —preguntó Olympia sorprendida—. Ya se
lo sirvo.
Cogió el vaso, sirvió media cerveza, le agregó vino,
aguardiente, tequila y whisky.
—Ahí está su vaso de agua —dijo, poniéndolo en mi
mano.
w. cacua / 35

Yo los miraba mientras ellos reían.


—Hagamos una cosa, yo me lo bebo, con una condi-
ción: que ustedes también se beban uno igual —dije, pen-
sando en que no lo harían, pero no fue así.
—¡Listo! —dijo Olympia, sirviendo tres más con la
misma cantidad.
Ni modo, no hubo escapatoria.
Federico propuso un brindis y luego bebimos a fondo.
Olympia cogió las botellas y las llevó a la sala y nos
pidió el favor de llevar los vasos y las copas, y nos sentamos
en las poltronas. Faltaba poco para terminar el lado B del
casete del primer álbum de The Doors. Arturo se acercó al
equipo y le subió todo el volumen a la última canción que
faltaba por sonar, porque era su favorita.
—¡Uffff!, esto que está sonando es genial —dijo Olym-
pia, llenando nuevamente los vasos, mientras nosotros tara-
reábamos la canción.
—Un brindis por el celador del colegio, porque sin él
nada hubiese sido posible —dijo Federico, y reímos hasta el
cansancio.
Después de beber un par de vasos de la mezcla de tra-
gos que Olympia estaba preparando, pidió que contáramos
secretos personales, justificando que los grupos de amigos
como estos no tenían secretos.
—¡Listo! Comienzo yo —dijo Federico—, pero no le
cuenten a nadie porque es un tema muy delicado. Hace al-
gún tiempo le hice un huequito a una de las paredes del
patio. Como ustedes saben, al otro lado queda la funeraria.
Mi intención al principio era observar por el huequito cómo
preparaban los cuerpos para el velorio. Sin embargo, con el
tiempo eso pasó a un segundo plano, y comencé a interesar-
me en otra cosa más oscura que pasaba al otro lado de la pa-
red. De vez en cuando llega uno de los de los paramilitares
de este pueblo a hacer cuentas con el dueño de la funeraria.
Casi siempre están alegres porque el negocio que montaron
36 / los desahuciados

entre los dos es muy rentable. Las ganancias de las ventas de


ataúdes se las reparten por partes iguales. La última vez que
los vi en eso, el paramilitar le comentó al dueño de la fune-
raria que el negocio prosperaría, porque la lista que tienen
para asesinar es larga.
Nos miramos en silencio. Habíamos quedado sugestio-
nados con lo que acababa de contar Federico. Olympia lle-
nó nuevamente los vasos y pidió que bebiéramos un trago,
para que bajáramos el nudo que se nos había hecho en la
garganta.
—Ahora yo les contaré algo que ha estado oculto du-
rante mucho tiempo —dijo Olympia, retirando el vaso de
su boca.
—¿Se le ha perdido algo o echa de menos algún objeto
personal? —me preguntó Olympia mirándome a los ojos.
—No —dije.
—¿Está seguro? —preguntó nuevamente.
—Emmm, la verdad no sé o no me he dado cuenta.
—¿O ya se dio cuenta y no quiere decir porque le da
pena que sepamos lo que usted hace? —preguntó Olympia,
mientras deslizaba la punta de su dedo índice por el borde
del vaso.
—No sé de qué me habla —dije, asustado.
—Sí sabe de qué le hablo —dijo Olympia—. Hace un par
de meses, estando en el salón de clases tomé prestados de su
morral dos manuscritos hechos por usted mismo, para saber
qué era lo que escribía a escondidas. Nadie me vio porque to-
dos habían salido al descanso. Cuando usted regresó al salón y
abrió el morral para sacar un cuaderno, inmediatamente se dio
cuenta de que sus manuscritos habían desaparecido. Se puso
triste. Miraba para todos los lados tratando de hallarlos, pero
fue en vano. Al no encontrar los manuscritos se le escurrieron
las lágrimas y se limpió rápidamente para que nadie lo notara.
Ahora que ya he leído sus dos manuscritos, puedo entender
mejor por qué ese día no quiso hacer escándalo al notar que
sus escritos habían desaparecido. Simplemente porque quería
w. cacua / 37

seguir escribiendo de manera clandestina y sin que nadie lo


supiera, porque le daba pena que otro lo leyera.
—¿Por qué nunca nos contó que le gustaba escribir? —
preguntó Federico.
—Yo ya me había dado cuenta, pero nunca dije nada,
porque todos tenemos nuestros secretos —dijo Arturo, mi-
rándome a los ojos—. Por eso le regalé las telarañas, porque
sabía que usted era como una araña tejedora de historias
en los rincones escondidos. Recuerdo que una vez Federico
le preguntó por el autor de la frase que había puesto en el
muro de la tarima, porque le había parecido muy interesante
lo que decía, y al buscarlo en el libro de biografías, su nom-
bre y apellido no aparecieron por ningún lado. Frente a eso,
usted respondió que era un autor que apenas estaba emer-
giendo en el mundo de las letras y que lo había descubierto
por casualidad entre los libros de la biblioteca. Pero la ver-
dad de todo esto es que el autor no existe y usted lo inventó
para ocultarse bajo el nombre de él, porque le da pena.
—No llore —dijo Olympia limpiándome las lágrimas
con sus manos y abrazándome—. No le dé pena por esto
tan maravilloso que usted hace con las palabras. Le confieso
algo, el día que saqué los manuscritos de su morral, llegué a
mi casa, almorcé y me encerré en la habitación. Me recosté
en el espaldar de la cama y me puse a leerlos. La lectura de
los dos manuscritos me mantuvo tan entretenida que ese fin
de semana ni me bañé ni salí de casa. Solo salía hasta la ne-
vera en busca de agua y frutas, y nuevamente me encerraba
en la habitación para seguir leyendo.
Luego de su confesión, acercó su boca a mi oído y me
dio las gracias por la dedicatoria que le hice a ella en uno de
mis manuscritos.
Arturo también me abrazó y dijo que me sintiera seguro
porque lo hacía muy bien.
—Debería escribir un libro sobre nosotros y lo titula
“Los Desahuciados”, como la coordinadora nos puso en la
carpeta —dijo Federico y soltamos la risa.
38 / los desahuciados

—Y con dedicatoria para nosotros —dijo Olympia, gui-


ñándome el ojo.
Arturo se sirvió un trago de tequila y lo bebió de un
sorbo.
—Les voy a contar lo que me ocurrió el año pasado,
para que comprendan por qué les dejé de hablar en ese
momento. También sabrán por qué nunca los dejé entrar
a mi casa —dijo Arturo, sirviéndose otro trago de tequi-
la—. Mamá falleció a comienzos del año pasado. Su pierna
podrida e incurable la consumió. Días antes de su muerte,
aunque el hedor se hizo más apestoso, dejó de lamentarse.
Murió un viernes. En la mañana de ese día, cuando yo salía
para el colegio, se despidió de mí como si fuera la última
vez que lo haría. A mediodía, cuando regresaba de clases,
la encontré tiesa en su cama. Retrocedí y me senté en un
rincón de la habitación. Me llevé las manos a la cabeza y
la contemplé por varias horas. Mamá no pudo resistir más.
Ahí fallecía la parte más importante de lo que alguna vez
fue mi hogar. Sin embargo, verla postrada y sufriendo a
diario me había preparado de alguna manera para afrontar
su ausencia.
—Terminando la tarde de ese día —siguió contando—,
me dispuse a sacar toda la leña que había de reserva en la
cocina y la amontoné en el patio de tal manera que facilitara
lo que repetidas veces me había pedido mamá, que cuando
muriera no la enterrara, que mejor la cremara, porque no
deseaba podrirse más, bajo tierra.
—Así que le puse el vestido que quería volver a ponerse
el día en que me graduara del colegio —siguió contando
Arturo, mientras sus ojos se le ponían llorosos—. La maqui-
llé con sus rubores olvidados. Ella jamás se había vuelto a
maquillar desde que a papá lo desaparecieron por pertenecer
a la UP. Peiné su cabello ondulado, luego la bajé de la cama
con la colchoneta, para poder desplazarla fácilmente hasta
el patio. La levanté con esfuerzo y la puse encima de la pila
de leña. Acomodé su vestido. Acaricié sus cejas como ella lo
w. cacua / 39

solía hacer conmigo para que pudiera conciliar el sueño. Me


despedí con un beso en sus manos y encendí fuego.
Quedamos estupefactos con lo que acababa de contar
Arturo.
—Tranquilos que eso ya pasó. Mejor súbanle volumen
al equipo —dijo Arturo, sirviendo tequila en las copas para
que bebiéramos y bajáramos el trago amargo.
Tomamos un rato más. A las nueve de la noche deci-
dimos irnos para la casa, por precaución. Los paramilitares
se estaban apropiando del pueblo poco a poco, y eran muy
rigurosos con el toque de queda que ellos habían impuesto
después de las diez de la noche. Nos despedimos de Federi-
co y salimos de su casa. Olympia y yo quisimos acompañar
a Arturo hasta su casa, pero él dijo que no era necesario,
que mejor la acompañara a ella, que él se iría solo. Cuando
llegamos a la esquina se despidió de nosotros y se fue por
un lado, Olympia y yo nos fuimos por otro. Faltando media
cuadra para llegar a su casa, Olympia me detuvo. Tomó mis
manos, me miró a los ojos y me dio un beso, un gran beso en
la boca y salió corriendo para su casa.
40 / los desahuciados

9
El teléfono timbró. Levanté el auricular y contesté:
—Aló.
—Hola, habla Olympia.
—Hola, Olympia, ¿cómo amaneció?
—Amanecí con ganas de verlo.
—¿Con ganas de verme? —pregunté, sonriendo tími-
damente.
—Sí, tengo muchas ganas de verlo —respondió Olym-
pia al otro lado del teléfono—. Venga a mi casa. Mamá y
papá viajaron a la capital. Se quedarán allá todo el fin de
semana.
—Genial.
—Más que genial —dijo—. Si quiere le pide permiso a
su mamá y se queda en mi casa.
—¡Listo!
—Pero quiero que venga ya, y preparamos almuerzo.
—En media hora estoy allá.
—Vale, lo espero —dijo y colgó.
Me duché y me alisté rápidamente.
—Mamá hoy me quedaré en casa de Olympia.
—¿Cómo? —preguntó mamá.
—Que Olympia me invitó a su casa para que la acom-
pañara, porque su mamá y su papá viajaron.
—Bueno, pero tenga mucho cuidado —aconsejó
mamá—. No salga de noche porque la situación se está po-
niendo muy delicada en el pueblo.
—Yo sé, mamá, no se preocupe.
Saqué la bicicleta, me despedí de mamá y comencé a
pedalear directo a la casa de Olympia.
w. cacua / 41

—Hola —saludé a Olympia, que me esperaba sentada


frente a su casa.
—Hola, ¿pudo dormir anoche?
—Sí. —le dije, pero no fue así. Había pasado la noche
sin poder dormir, por estar pensando en el beso que ella
me había dado. Era el primer beso que recibía en mi vida,
y debía de actuar como si nada para que ella no se enterara.
—¿Y usted sí pudo dormir? —le pregunté para saber si
le había sucedido lo mismo.
—Sí, me quedé dormida fácilmente, suele pasar cuando
estoy ebria, pero me acuerdo de todo. Confieso que, si no
hubiese bebido, no me habría atrevido a darle un beso —
dijo, mientras yo la contemplaba.
—No se quede callado —dijo Olympia, sonriendo—.
Acompáñeme a la plaza de mercado a comprar verduras y
frutas.
Se montó en la parrilla de mi bicicleta y nos fuimos
para la plaza. El sol nos obligaba a ir por la sombra. Lle-
gamos al lugar, compramos lo necesario y nos devolvimos
de inmediato para su casa. Preparamos una receta vegana y
almorzamos. Recogí los platos de la mesa y ayudé a lavarlos,
junto a otros utensilios que habíamos ensuciado en la coci-
na. Al terminar, me invitó a reposar el almuerzo en el sofá.
El reposo se convirtió en otra cosa. Olympia se hizo a mi
lado y comenzó a observarme, mientras la timidez aceleraba
mi corazón. Se acercó más y deslizó suavemente las yemas
de sus dedos por todo mi rostro. Acarició mi cabello, mis
cejas, mis labios y mi ser. Al ver que yo me había quedado
quieto como una estatua por los nervios, notó de inmediato
que nunca había estado con una mujer. Así que se levantó y
se sentó sobre mí. Tomó mis manos y las llevó a sus caderas
para que yo tomara confianza, luego me besó como si qui-
siera comerse mi boca. Mientras lo hacía, se quitó la ropa
y luego hizo lo mismo con la mía. Al verla completamente
desnuda sobre mí, me dejé llevar poco a poco a sus adentros
y nos complacimos mutuamente.
42 / los desahuciados

Del cansancio nos quedamos dormidos toda la tarde.


Desperté primero. Ella seguía dormida, desnuda, a mi lado.
La contemplé en silencio. Al rato despertó y pidió que la
siguiera. Puso a llenar la bañera y nos metimos. Ella se re-
costó en mi pecho y pidió que le recitara al oído uno de los
poemas que le había dedicado en el manuscrito. La compla-
cí y pidió que le recitara más, quedándose dormida dentro
del agua. Cuando despertó del leve sueño, me pidió que le
prometiera que el día que escribiera un nuevo libro se lo
leyera primero a ella, que, aunque estuviera muerta, siempre
tendría sus oídos dispuestos para escucharme. Le prometí
que así sería, y me besó.
Salimos de la bañera y nos secamos con la misma toa-
lla. Se puso un buzo sin nada por debajo, y yo, una pan-
taloneta, y nos fuimos a preparar la cena, para ver una
película en su habitación. Le gustaba el cine clásico igual
que a mí. Después de ver la película, pusimos otra, pero no
la terminamos de ver, porque Olympia se había quedado
dormida. La arropé con la sábana, apagué todo y dormí a
su lado. Al siguiente día despertamos con el sol en la cara.
Ella corrió las cortinas y se arrunchó a mi lado. Acaricié
su cara. Me besó en el cuello y yo hice lo mismo. Deslicé
las manos por su cuerpo y comencé a consentirla hasta
humedecerla. Se quitó el buzo y yo la pantaloneta y estu-
vimos nuevamente.
El hambre nos obligó a salir de las sábanas, directo a la
cocina a preparar el desayuno. Desayunando, Olympia pro-
puso ir al balneario en bicicleta. Quedaba a cinco kilómetros
del pueblo. Le dije que sí, pero que buscáramos un lugar
solo y sin tanto ruido, para relajarnos y escuchar el agua des-
lizándose entre las piedras.
—Había pensado lo mismo —dijo Olympia, sacando
pan tajado y frutas de la nevera y echándolas a la mochila
para llevar. Antes de salir, me aplicó bloqueador en el rostro
y me prestó unas gafas de sol, ella se puso otras. Sacamos la
bicicleta y aseguramos la puerta antes de irnos.
w. cacua / 43

—Móntese en la parrilla que yo quiero llevar la bicicleta


—dijo Olympia, apropiándose de los pedales.
Descendimos a toda velocidad. Llegamos al balnea-
rio en menos de veinte minutos. Buscamos un lugar poco
concurrido para estar solos y tranquilos. Nos quitamos los
zapatos y nos sentamos debajo de un árbol. La quebrada
pasaba a unos metros. El sonido del agua entre las piedras se
mezclaba, por un lado, con los sonidos de la montaña, y por
el otro, con los sonidos que venían de la carretera. Olympia
sacó de su mochila una cajita plateada y se puso a moler
algo minuciosamente entre sus manos. Luego sacó un pa-
pelito blanco y rectangular, y le agregó lo que había molido
minutos antes. Le pasó la lengua por uno de los bordes del
papelito y lo pegó. Había armado una especie de cigarro.
Sacó un briquet y lo encendió, dándole un par de chupadas.
Luego me miró y sonrió.
—¿Es lo que estoy pensando? —le pregunté.
—Sí —dijo entre el humo.
—¿Qué se siente?
—Las sensaciones son diferentes en cada persona —dijo.
—Quiero saber qué se siente.
—Tome —dijo, alcanzándomelo.
Fumé y tosí.
—No se preocupe, es normal que esto suceda.
Fumé de nuevo y me acosté en la arena. Olympia lo ter-
minó de fumar y se acostó a mi lado, y nos relajamos un rato.
Después se paró, se quitó la ropa y se metió a la quebrada. Al
verla desnuda, hice lo mismo y me tiré al agua. Me recibió
con un beso y mucho más, y volvimos a estar, esta vez dentro
del agua. Fue placentero.
Descansamos un rato en el agua, y salimos a comer pan
con mantequilla de maní, y un par de frutas que Olympia
había echado en la mochila, para apaciguar el hambre que se
nos despertó con la fumada.
44 / los desahuciados

—Voy a armar otro —dijo Olympia, secándose las manos.


Cuando estuvo listo, fumamos nuevamente hasta ter-
minarlo.
Saqué un libro y le leí unas cuantas páginas a Olympia,
mientras se bronceaba sobre las piedras. Cuando nos dimos
cuenta, el sol se estaba ocultando y comprendimos que ha-
bíamos perdido la noción del tiempo. Así que nos dimos un
breve chapuzón para quitar la arena que teníamos pegada en
el cuerpo, nos vestimos, recogimos lo que habíamos traído y
montamos en la bicicleta para regresar nuevamente a casa.
w. cacua / 45

10
Las vacaciones de diciembre del 97 y enero del 98 fue-
ron diferentes a las de los años anteriores. Ya era un hecho:
los paramilitares se habían apropiado completamente del
pueblo. Comenzaron a patrullar por las calles de día y de
noche, intimidando con el ruido de sus motos que rodaban
lentamente detrás de las personas que iban o venían cami-
nando de regreso a casa, como si espiaran cada uno de sus
pasos. Uno manejaba la moto y el otro empuñaba una pisto-
la que apoyaba en una de sus piernas.
En las noches, cuando todos dormían, sacaban a per-
sonas de sus casas y se las llevaban en las camionetas para
asesinarlas y dejarlas tiradas en zonas retiradas del pueblo.
Otras corrían con menos suerte: las desaparecían. Con los
días ya no se tomaban el tiempo de llevarse a las personas
que tenían anotadas en sus listas, ahora las asesinaban en
sus propias casas y a la vista de sus familiares, de sus vecinos,
de todos. Después de las seis de la tarde se había vuelto pe-
ligroso salir a la calle. En las noches era frecuente escuchar
disparos, seguidos del ruido de las camionetas o motos en
la que cometían los asesinatos, arrancando a toda velocidad.
Luego se escuchaban los gritos desgarradores de los familia-
res de la persona o las personas masacradas en sus casas. La
gente comenzaba a llegar al lugar de los hechos para ver lo
sucedido. Se iban amontonando poco a poco alrededor del
cuerpo o los cuerpos ensangrentados. Murmuraban tratan-
do de saber por qué lo habían hecho, y de esa manera evitar
ser las próximas víctimas.
Las personas amenazadas se iban del pueblo para sal-
var sus vidas, dejando abandonadas sus casas y sus fincas.
Los que se negaban a irse, por no perder sus propiedades,
perdían el doble. Algunas de esas fincas abandonadas las
convirtieron en grandes cultivos de palma, y las casas, en
bases paramilitares.
46 / los desahuciados

Los paramilitares ya habían comenzado, meses atrás, a


transitar en carros nuevos, lujosos y sin placas por las calles del
pueblo; de igual manera derrochaban dinero en las cantinas,
bebiendo con jovencitas y algunos policías cómplices de sus
fechorías. Las personas comentaban que los carros, en los que
ellos se desplazaban, eran producto de los atracos hechos a las
tractomulas que transportaban carros cero kilómetros por la
carretera Panamericana, y el dinero lo obtenían del cartel de
la gasolina, que consistía en instalar un grifo en el oleoducto y
a través de esa instalación doméstica extraer miles de galones
de gasolina para vender. El dinero también lo conseguían con
el monopolio del narcotráfico en esta zona del Magdalena
Medio, y las cuotas mensuales que les estaban imponiendo a
los comerciantes y a los dueños de las fincas.
Los jóvenes ingenuos, ambiciosos de dinero fácil, o lle-
vados por las necesidades que padecían en sus casas, al ver la
opulencia de estos hombres, mordían el anzuelo fácilmente.
Entraban automáticamente y sin pensarlo, a ser parte de las
filas de los paramilitares. Se había vuelto normal ver como
paramilitares a los que habían sido compañeros del colegio,
pero ahora lucían más gordos y montados en sus nuevos
carros sin placas, que parqueaban en la entrada del colegio a
la espera de jovencitas deseosas de andar con ellos.
El hijo de la vecina de al lado, que tenía mi edad, se
había ido de su casa. La vecina había comentado que su hijo
la llamó días después de haberse ido para contarle que esta-
ba en la capital trabajando y que estaba contento porque le
iban a pagar bien. Lo único que no le había gustado era que
el jefe le hubiese dicho que no le daría permiso para venir a
visitarla, pero que no se preocupara, que apenas le pagaran
el primer sueldo, le enviaría algo de dinero para ayudarla.
Habían pasado unos días desde que comentó lo de su hijo,
cuando una noche cualquiera se estacionó una camioneta
con carrocería frente a su casa. Dos hombres sacaron de
entre los plásticos un ataúd, lo arrojaron en el andén y se
marcharon. La vecina, al ver lo que acababa de ocurrir, no
w. cacua / 47

supo qué hacer ni qué decir. Uno de los vecinos de la cuadra


que se acercó para saber lo que sucedía, al ver a la vecina
junto con sus hijos en ese estado de estupefacción, decidió
llamar a otro de los vecinos que estaban mirando para que lo
acompañara a abrir el ataúd. Cuando lo hicieron, se desató
un olor fétido que los obligó a taparse la nariz. Sin embargo,
pudieron ver que era el hijo de ella. Tenía el rostro morado
y su cuerpo estaba hinchado. La vecina, al verlo en el ataúd,
se recostó en la pared y se tapó el rostro con las manos. Una
hermana la abrazó, consolándola. Poco a poco la fue llevan-
do para la habitación, mientras los otros familiares acomo-
daban dos taburetes en la sala para colocar el ataúd. El alto
grado de descomposición del difunto y la escasez de dinero
en la familia para pagar los servicios funerarios, los obligó a
hacer el velorio en la sala de su casa.
El olor putrefacto se expandió por toda la cuadra. Las
personas salían de sus viviendas porque no aguantaban la
pestilencia. Mamá puso a tostar café en la estufa para tratar
de ahuyentar el olor a muerte que había entrado a nuestra
casa. Apagaba el fogón y nuevamente la casa era invadida
por este olor nauseabundo. La familia del difunto resolvió
—por sugerencia de algunos vecinos— poner una ponchera
grande con mucho hielo debajo del ataúd, para mermarle la
temperatura al muerto y que así no liberara tantos gases pu-
trefactos, y se conservara hasta el amanecer para enterrarlo
en las primeras horas de la mañana, ya que el alto grado de
descomposición del cadáver no daba más espera.
Días después del entierro, una hermana del que ahora
estaba bajo tierra contó que un paramilitar se le había acer-
cado para contarle que su hermano había muerto en comba-
te, como parte de las filas de los paramilitares.
Todo esto hizo que nuestro grupo de amigos tomara al-
gunas precauciones, y nos distanciamos los días que queda-
ban de vacaciones. Sin embargo, seguí viéndome con Olym-
pia, pero de día, porque mamá había prohibido las salidas en
las noches.
48 / los desahuciados

11
Las vacaciones habían terminado y la poca tranquilidad
del pueblo también. Era el comienzo de 1998. Entrábamos
a cursar nuestro último año de bachillerato.
A las seis de la mañana sonó el timbre, el infaltable tim-
bre que indicaba la entrada al colegio y el retorno a clases.
A la primera que vi al bajarme de la bicicleta fue a Olympia.
Estaba leyendo, sentada a un lado de la entrada. Me acerqué
a saludarla. Se levantó, me dio un beso, guardó el libro en
su mochila y me acompañó a parquear la bicicleta. Luego
fuimos a buscar a Federico y a Arturo para saludarlos. Al re-
encontrarnos nuevamente con ellos, hablamos de lo distan-
ciados que habíamos estado en las vacaciones, sin embargo,
lo justificamos con lo que estaba ocurriendo en el pueblo.
—De eso les quería hablar —dijo Arturo—. He visto
tres paredones perfectos para rayar, para que esas paredes
hablen por nosotros, para gritarle a los paramilitares en la
cara que no estamos de acuerdo con el ultraje y los asesina-
tos que han venido cometiendo.
—¡Listo! Cuando salgamos de clases podemos ir a mi-
rar —dijo Federico—, para saber dónde están ubicados los
paredones
—Pero esta vez debemos ser más cuidadosos a la hora
de rayar, porque ya saben lo que nos puede pasar si por algún
motivo nos llegan a descubrir —advirtió Arturo, levantando
sus cejas y asintiendo con la cabeza.
A mediodía cuando terminamos clases, fuimos a ver. Ar-
turo iba montado en su monareta y nosotros en mi bicicleta.
Olympia en la barra, Federico en la parrilla y yo pedaleaba.
—Este es el primer paredón —dijo Arturo, frenando su
bicicleta.
Era el espaldar de una escuela a pocas cuadras del cen-
tro del pueblo. Sería fácil rayarla, ya que en las noches esa
parte siempre permanecía a oscuras.
w. cacua / 49

—Sigamos bajando y les muestro los otros —dijo Ar-


turo, y lo seguimos.
El siguiente era uno de los muros exteriores del estadio.
Los árboles que había alrededor de la parte escogida, bene-
ficiaban a la hora de rayar, ya que en las noches tapaban el
alumbrado público.
—El último muro queda allí en una casa abandonada
—señaló Arturo para que lo siguiéramos.
Después de ir a verlo, nos repartimos los muros. Federi-
co escogió el primero que vimos, según él, porque le queda-
ba cerca de su casa. Arturo escogió el del estadio. Olympia y
yo, el restante. Antes de irnos cada uno para nuestras casas,
Arturo nos pidió nuevamente que fuéramos muy cautelo-
sos la noche en la que saliéramos a rayar los muros, para
que nadie nos viera y de esa manera evitarles una tragedia a
nuestras familias.
Federico fue el primero en arriesgarse, como era de es-
perar. La frase que había puesto en el muro de la escuela era
una bofetada literal a la cara de los paramilitares. El muro
del estadio fue el siguiente en aparecer rayado. La frase plas-
mada por Arturo les había dado un golpe bajo y certero.
Debido a este duro golpe, tuvimos que esperar un tiempo
prudente para rayar el muro que faltaba. Algunos comenta-
ban que los paramilitares habían dicho que a los que vieran
rayando las paredes, los iban a atar de pies y manos con un
lazo, y los arrastrarían con una camioneta por todo el pueblo.
Después de varios días de espera, vimos conveniente
rayar el muro que faltaba. Lo planeamos de la siguiente ma-
nera: Olympia fue a mi casa en la tarde y se quedó hasta el
anochecer, con el único propósito de lograr que mamá me
dejara salir para que la acompañara hasta su casa, porque le
daba miedo irse sola a esa hora. Mamá dijo que sí, pero que
la llevara en la bicicleta para que regresara rápido. Olympia
sacó la bicicleta, mientras yo fui a la habitación en busca de
los aerosoles que tenía escondidos detrás de mi pequeña bi-
blioteca, y los eché a la mochila sin que mamá ni mi herma-
50 / los desahuciados

no me vieran. Nos despedimos de ellos y salimos. Olympia


se montó de un salto a la parrilla mientras yo pedaleaba.
—La frase la escribo yo y usted vigila —dijo Olympia.
—Como quiera —dije.
Llegamos a la casa abandonada. Los árboles que estaban
al lado de la casa tapaban el alumbrado público, y la cuadra
estaba sola. Olympia pidió los aerosoles y se puso a escribir,
mientras yo estuve pendiente de que no viniera nadie.
—Terminé, vámonos —dijo, metiendo rápidamente los
aerosoles en la mochila.
La llevé hasta su casa y bajé de inmediato hacia la mía.
La frase que había puesto Olympia fue tan directa y
contundente, que a los pocos días comenzó a circular un
panfleto firmado por los paramilitares, en la que advertían a
la comunidad en general que no estaban de acuerdo en que
estuvieran rayando las paredes y menos en contra de ellos,
que no lo tolerarían más, amenazando de muerte al que des-
cubrieran haciendo esto.
Arturo propuso que esperáramos un tiempo para que
las cosas se calmaran y así poder intervenir nuevamente. Sin
embargo, nos seguíamos reuniendo en las tardes en la casa
de Federico. Arturo solamente asistía de vez en cuando a las
reuniones, porque debía trabajar después de clases, vendien-
do churros en el peaje cerca al balneario.
En las reuniones leíamos, escuchábamos música, coci-
nábamos, hacíamos las tareas; sin embargo, no nos olvidá-
bamos de la situación por la que estaba pasando el pueblo.
Olympia se quejaba porque se sentía acosada con los piro-
pos grotescos que le decían diariamente los paramilitares
a la salida del colegio. Afirmaba que los piropos se habían
vuelto más abusivos y violentos porque no les prestaba aten-
ción, desesperándose tanto que comenzó a gritarles cerdos y
a llevarse el dedo índice a la boca para demostrarles que solo
le producían náuseas. Tampoco podía comprender cómo al-
gunas chicas se sentían halagadas con las obscenidades que
w. cacua / 51

salían de la boca de estos tipos, al punto de montarse en


sus carros e irse con ellos. Y que lo peor de todo era que se
ufanaban al quedar embarazadas de los comandantes. Cada
vez que hablábamos de lo que ocurría en nuestro pueblo,
un sentimiento de ira, impotencia y derrota se reflejaba en
nuestras caras, en nuestras conciencias.
52 / los desahuciados

12
Arturo no asistió al colegio. Esto nos pareció extraño,
porque desde que lo conocíamos nunca había faltado a clase.
La última vez que hablamos con él fue el día anterior, a la
salida del colegio. Nos dijo que no asistiría a la reunión que
siempre hacíamos en casa de Federico, porque debía trabajar
toda la tarde, que más bien nos veía al día siguiente en cla-
se, pero no apareció por ningún lado ni mandó una excusa.
Al terminar las clases, decidimos ir en mi bicicleta hasta su
casa, para saber qué le había sucedido. El portón estaba ce-
rrado con candado. Federico propuso saltarlo para verificar
si él estaba adentro. Cuadramos la bicicleta y saltamos. Re-
visamos toda la casa y sus alrededores, y confirmamos que
no estaba.
—¿Qué le pasaría a Arturo? —preguntó Olympia, pero
no teníamos una respuesta—. ¿Será que no fue a estudiar
para ir a trabajar en la mañana? —preguntó nuevamente.
—No creo, él siempre lo hace en las tardes —dije.
—La única persona que debe de saber si Arturo fue a
trabajar o no es la señora que prepara los churros y se los
entrega para que los venda —dijo Federico—. Ella nos ayu-
dará a salir de esta incertidumbre.
—¿Sabe dónde vive? —le pregunté.
—Sí —dijo mientras salíamos de la casa de Arturo.
Tomamos la bicicleta y fuimos hasta allá. Le pregunta-
mos a la señora por Arturo y nos dijo que lo había visto el
día anterior, después de mediodía, al entregarle una bandeja
con un pedido de setenta churros, y que se le había hecho
extraño que él no hubiese regresado en la noche a pagar el
pedido ni para entregar la bandeja como lo solía hacer.
Comenzamos a sospechar lo peor. Olympia propuso ir a
la policía a colocar el denuncio de la desaparición de Arturo,
aun sabiendo que esto no serviría de nada, porque ellos le
w. cacua / 53

acolitaban todo a los paramilitares. Los días pasaban y él


no aparecía. Con mucha tristeza e impotencia tuvimos que
resignarnos.
Había pasado más de un mes desde la desaparición de
Arturo, cuando una mañana, Federico llegó acelerado al sa-
lón de clases a contarnos, a Olympia y a mí, que al salir de
su casa había encontrado un casete marcado con el nom-
bre de Arturo, y que probablemente lo habían arrojado bajo
la puerta la noche anterior mientras dormía. También nos
contó que no lo había podido escuchar porque venía tarde
para el colegio y que lo podíamos hacer al mediodía al ter-
minar las clases. Así fue, apenas salimos del colegio nos fui-
mos de inmediato a escuchar el casete en casa de Federico.
Encendimos el equipo de sonido y pusimos el casete. Era la
voz de Arturo:
“Sé que hablar de ellos me traerá consecuencias, sin em-
bargo, lo haré, porque ya no tengo nada que perder. Contaré
lo que me ocurrió y cómo terminé implicado en esto. Como
saben, para abril de este año seguía asistiendo al colegio en
las mañanas y trabajaba en las tardes, vendiendo churros.
Con el tiempo había pasado de vender treinta churros a se-
tenta diarios. Pagaba el 60% a la señora que los preparaba y
el 40% restante de la venta era para mí. El peaje donde los
vendía, quedaba a seis kilómetros del pueblo. Entre los chu-
rreros nos repartíamos el turno, cada cinco carros, buses, ca-
miones, tractomulas, lo que fuera, pero cinco por turno. Los
conductores de las tractomulas eran los que más compraban
churros. Había tardes en que la venta era buena y terminá-
bamos con las bandejas vacías antes de las seis, y otras, en
que tocaba vender a mitad de precio, aunque solo alcanzara
para pagar el pedido. Aquella tarde de abril fue una de esas
en que las ventas eran pésimas. El reloj marcaba más las
cinco de la tarde y la bandeja aún estaba llena. Comencé a
ofrecer tres por el precio de uno; a la hora ya eran cuatro por
el precio de uno. Fue entonces cuando aparecieron los que
arrasaban con todo. Venían, como siempre, en sus camione-
54 / los desahuciados

tas sin placas. Me dijeron que los comprarían, que subiera


con la bandeja a una de las carrocerías para que los hombres
que iban con ellos no tuvieran que bajar. Apenas subí, la
camioneta se puso en marcha. Mientras unos devoraban los
churros, otros ni siquiera los probaron. Pregunté que a quién
le cobraba y nadie respondió. Le grité al conductor que pa-
rara y aceleró más. Golpeé la parte superior de la cabina y el
conductor sacó la mano e indicó que me calmara.
A la media hora de constante movimiento, la velocidad
se redujo para doblar hacia una trocha. Intenté tirarme, pero
uno de ellos me detuvo.
—¡De aquí nadie se baja, hijueputa! —me dijo, apun-
tándome con una pistola en la cara.
La camioneta siguió trocha adentro, hasta llegar a una
hacienda abandonada.
—El que intente escapar tendrá su regalito —advirtió
uno de los hombres, besando la punta de su fusil.
Me bajaron junto con otros jóvenes. Algunos venían en-
tusiasmados, como si desearan estar ahí, en cambio otros no.
Nos dejaron encerrados en una bodega hasta el día si-
guiente. En la mañana, unos hombres con uniformes ca-
muflados nos llevaron junto a otro grupo de jóvenes, que al
parecer también habían traído la noche anterior. Nos hicie-
ron formar en la mitad de un potrero bajo un sol implacable.
—¡Formen ocho filas de cinco, ya mismo! —dijo uno
de los uniformados que se hizo al frente, mientras los otros
estaban a nuestro alrededor, apuntándonos con sus fusiles.
Atemorizado hice lo que ordenaba. El tipo esperó a que
nos formáramos para seguir hablando. Era robusto, moreno
y con la cara manchada por el sol.
—Un saludo a todos —dijo—. Algunos ya saben por
qué los trajimos aquí, otros, por el contrario, aún no lo sa-
ben. Por eso les contaré lo siguiente. Nuestro comandan-
te me ha pedido que los entrene para que hagan parte de
nuestras filas en combate, contra la plaga de la guerrilla y
w. cacua / 55

de todos esos hijueputas que comulgan con la izquierda y


sus divisiones. Esos que se hacen llamar defensores de los
derechos humanos y no son más que el enemigo interno del
Estado.
El entrenamiento durará entre quince y veinte días —
continuó diciendo—. Todo depende de sus fortalezas y des-
empeños. Estará dividido en tres fases. El que no rinda o
no cumpla con lo mínimo, será ejecutado. Como se les ha
advertido, no hay derecho a desertar. Si lo hacen, terminarán
como el dueño de esta hacienda, que se escapó y lo bus-
camos por todos los rincones, matando uno por uno a sus
familiares hasta dar con él. Espero que esto último no se les
olvide mientras sigan con vida.
Fueron diecisiete días de entrenamiento. La primera
fase consistió en realizar pruebas físicas: corriendo, saltando,
tirando, empujando, superando obstáculos sin parar. De seis
a seis. Con una hora para almorzar. Al final del día, terminá-
bamos tan cansados que solo quedaban alientos para lavar la
ropa sudada e irnos a dormir. Esta primera etapa duró diez
días. Cuatro jóvenes estaban tan agotados que no rindieron
en las pruebas y los encerraron en la bodega. Quedábamos
treinta y seis. La siguiente fase duró cuatro días. Consistió
en aprender a manejar armas de fuego: a cargarlas y dispa-
rarlas, a desarmarlas y armarlas nuevamente. A torturar y
asesinar lo enseñaron en la última etapa. Fueron tres días
desorbitados. De vómitos internos. De sonidos alargados
chocando en las paredes del cerebro. Imágenes que rasgaban
a patadas los párpados, para dejar tatuadas nuestras retinas
para toda la vida. Mataron a los cuatro que desfallecieron
en la primera etapa. Al primero, lo ubicaron en la mitad de
dos horcones. Pidieron a cuatro de nosotros que le sujeta-
ran las extremidades con lazos y los ataran a los horcones,
de tal manera que quedara de pie y estirado, para que otro
de nosotros enterrara un puñal y rajara desde la garganta
hasta abajo. Lo hizo, pero vomitó al ver colgando las vísce-
ras ensangrentadas que salían del estómago del joven. Con
56 / los desahuciados

el siguiente, nos hicieron participar a todos. Pidieron que


escogiéramos un arma blanca o una herramienta de las que
estaban exhibidas en una mesa, e hiciéramos entre todos un
circulo alrededor de él. Nos apuntaban. La tarea de cada uno
era causarle heridas si no queríamos ser asesinados. Sonó el
disparo que indicaba el comienzo. Pasó un minuto. Nadie se
atrevió a agredir al ser que teníamos acorralado. Retrocedía
en círculos, miraba para todas partes, un parpadear signi-
ficaría su propia muerte. Cayó el primero de nosotros con
cinco disparos en la espalda.
—¡Se lo dije, hijueputas! —gritó el entrenador—. Si en
un minuto no le han hecho nada, doy la orden para que
vuelvan a disparar a otro de ustedes.
Sonó de nuevo el disparo que indicaba el comienzo del
conteo. Dos que eran primos se llamaron con la mirada. No
estaban muy resueltos, pero entraron. Uno había cogido un
machete, y el otro, un hacha. Hicieron varios intentos, el
hombre se movía tan rápido que no lo lograban. Se sumó
otro a ayudarlos con un barretón que lanzó al pecho del que
estaba adentro y lo hizo caer sentado. Sonaron otros disparos.
—¡Los quiero ver a todos! —gritó nuevamente el en-
trenador.
Le clavaron una pica en la espalda, le destruyeron un pie
con una pala, le cortaron las orejas, le sacaron los ojos, sin
embargo, seguía respirando. Decidí degollarlo para termi-
nar con su sufrimiento, causado por nuestra cobardía. A mis
dieciséis años me había convertido en uno más de esta mier-
da, solo por instinto de preservación. Si antes de esto la vida
era un desastre, ahora… ¿Qué quedaba para justificarla?
Para matar a los dos últimos, nos llevaron a todos a otra
hacienda.
—Estas tierras son de nuestro comandante —dijo el
entrenador frente a una casa con arquitectura diferente a
la acostumbrada en estos lugares—. Serán ustedes los que
contribuyan para que siga imperando su poder. Pero bueno,
por ahora a lo que vinimos.
w. cacua / 57

Terminó diciendo esto a la vez que indicaba algo a dos


hombres que se retiraron y no tardaron en regresar. Uno
traía en las manos un machete y un tarro lleno de cosas, el
otro cargaba al hombro algo alargado y envuelto en plásti-
co negro. El entrenador nos dirigió hasta llegar frente a un
estanque.
—Hoy aprenderán un método para sacar la verdad —
dijo el entrenador—. Si algo de cierto tiene el dicho “la ver-
dad duele”, aquí entenderán su significado.
Tomaron al primero, lo amarraron con un lazo al tronco
de un árbol, e indicaron que nos ubicáramos en media luna
para que observáramos. Le llenaron la boca de trapos y la
sellaron con cinta. Sacaron del tarro unas agujas que esta-
ban envueltas en papel periódico y se las enterraron en los
ojos. Luego, con un alicate, le desgarraron y le arrancaron
las uñas.
—Este procedimiento, junto al anterior, serán indispen-
sables para obtener cualquier información —dijo el entre-
nador como si no hubiese pasado nada.
El hombre se había desmayado. Lo soltaron y lo des-
membraron a machete frente a nosotros.
—Al último, le tenemos una sorpresita —dijo el en-
trenador, empujándolo al suelo, atado de pies y manos, con
la boca tapada como el anterior. Sacaron del plástico negro
una motosierra y la encendieron para apagar a ese ser.
Recogieron los cuerpos desmembrados y lo tiraron al
estanque. Lo que vimos a continuación fue una pelea de
caimanes para saciar el hambre con los muertos.
—Con esto damos por terminado el entrenamiento —
dijo el entrenador mientras se retiraba.
Al siguiente día, el entrenador fue a buscarme a donde
estábamos alojados.
—Por su excelente rendimiento y desempeño en las
pruebas físicas, y por la buena puntería, fue escogido para
escoltar al sobrino de nuestro comandante —me dijo—.
58 / los desahuciados

Como podrá imaginar, tendrá usted una gran responsabili-


dad a su cargo. Será su escudo y su sombra.
En cuestión de días había dejado de ser el estudiante
sobresaliente y ahora estaba convertido —sin desearlo— en
un paramilitar. En vez de un libro, ahora empuñaba una pis-
tola. Iniciaba mayo. Cumplía un mes de estar reclutado y
esto me entristecía. Mis días se habían reducido a escoltar al
sobrino del comandante a todas partes. Fue por el sobrino
que conocí al comandante. Hombre temido en esta región.
Arrogante y mandón. De rostro tieso que demostraba unos
treinta y cinco años. Según los comentarios del sobrino, su
tío tenía al mando a más de cuatrocientos hombres. Las ve-
ces que lo pude ver siempre estaba ebrio. Una vez, el coman-
dante estaba almorzando en su casa, según lo que me dijo su
sobrino, con personas muy importantes. Eso me lo contó en
el carro antes de llegar a la casa de su tío.
—Hoy quiero que se relaje, puede estar pendiente de mí si
quiere, pero no es obligación. Mi tío estará brindando la segu-
ridad pertinente para que los políticos, empresarios industria-
les, ganaderos, narcotraficantes y gente de la Fuerza Pública
que están ahí con él se sientan seguros y así llevar a cabo la
reunión que significará mucho para mi tío y para nosotros.
—¿De qué se trata la reunión? —le pregunté inmedia-
tamente.
—Están coordinando el último paso para que el baile
final sea todo un éxito —me dijo, riendo—. Será la toma
definitiva del poder del centro petrolero.
Ocho días después reunieron a veinte de nosotros en la
base central. Entre esos, estaba el sobrino del comandante y
cinco de los escogidos por el entrenador. Sábado 5:00 p. m.
Un hombre alto y churco empezó la reunión.
—Hola a todos —dijo—. Nuestro comandante me ha
dejado a cargo de la siguiente misión: hoy 16 de mayo en
horas de la noche realizaremos en la ciudad petrolera una
embestida para acabar con uno de los nidos de la guerrilla.
Diez de los veinte hombres aquí presentes operan allá y es-
w. cacua / 59

tán al tanto de la situación. Tenemos planeado ingresar a las


9:30 p. m. Aunque ustedes hasta ahora se enteran, hace unos
meses venimos trabajando en esto. Todo está coordinado. El
ejército levantará el retén que hay en la entrada de la ciudad,
antes de nuestra llegada. De igual manera, cuando estemos
en el lugar indicado lanzaremos luces de bengala para ad-
vertir a las bases militares ubicadas cerca de allí que somos
nosotros y que si suenan disparos no se alarmen. Tendremos
media hora para realizar esta tarea. No se permitirá disparar,
a menos que la situación lo amerite. También nos pidieron,
según lo pactado, que procuráramos no dejar muertos en el
lugar. Nos acompañarán dos informantes del ejército. Ellos
irán encapuchados. Su función será indicarnos cuáles son
los guerrilleros que aparecen en la lista.
Repartió el armamento y recomendó que fuéramos con
el uniforme camuflado completo, para dar la impresión de
ejército y no llamar la atención.
En dos camionetas arrancamos la incursión. Llegamos
quince minutos antes de la hora indicada. Esperamos en un
sector a las afueras de la ciudad a que dieran las nueve y me-
dia. Entramos como si nada. Primero, paramos en un billar.
Cogimos a uno y lo echamos a la camioneta. Otro intentó
escapar saltando un muro y le dispararon en una pierna.
—¡Remátenlo! —indicó el encargado de la misión y le
dispararon en la cabeza.
Nos montamos nuevamente en las camionetas y segui-
mos. Más adelante llegamos a una cancha donde realizaban
un bazar. Había más de cien personas. El encargado de la
misión ordenó que los rodeáramos. También, que le bajaran
volumen al sonido del bazar.
—¡Todos al suelo! —gritó el encargado de la misión—.
¡Dije que todos al suelo, guerrilleros hijueputas!
Un señor que estaba en el bazar rehusó a tirarse al suelo.
—¡Muy rebelde, doble hijueputa! —le gritó el sobrino
del comandante, golpeándolo con el fusil en la espalda—.
¡Al suelo, gonorrea!
60 / los desahuciados

Los informantes iban señalando a las supuestas perso-


nas que estaban en la lista y nosotros las íbamos subiendo a
las camionetas. La mayoría eran jóvenes. Algunos parecían
tener mi edad. Quizá pensaban que era una batida rutinaria
del ejército, pues no opusieron resistencia, excepto dos. Uno
de esos fue el señor al que minutos antes había golpeado el
sobrino del comandante. Forcejaba para que no lo subieran
a la camioneta.
—¡No lo golpeen! —gritaba una señora, mientras lo in-
tentaban subir—. ¡Miserables, él no les ha hecho nada!
El sobrino del comandante no se aguantó más, sacó un
puñal y lo degolló.
La otra que opuso resistencia era la hermana de uno de
los que nos íbamos a llevar.
—¡Súbanla a ella también! —dijo el encargado de la
misión—. ¡Algún otro hijueputa que esté aburrido con la
vida, que avise! —apuntando con el fusil a los que estaban
mirando.
Nos fuimos. Las camionetas iban muy llenas. Cuando
salimos de la ciudad, pararon. El encargado de la misión bajó
a cinco de los retenidos. Les ordenó que se arrodillaran a un
lado de la carretera y disparó a uno por uno en la cabeza.
Más adelante volvimos a parar, para transbordar a los
veinticinco restantes a un camión forrado. Varios de noso-
tros nos montamos con ellos e hicimos el mismo recorrido
de horas antes, pero esta vez no paramos en la base central,
sino que pasamos derecho hasta la base de entrenamiento.
Llegamos a la una de la madrugada. El que nos había entre-
nado los recibió y los mandó a encerrar en una bodega e im-
puso un cordón de seguridad a un kilómetro de la hacienda.
Al siguiente día, los interrogaron con alicate en mano.
La mayoría se resistió a aceptar cualquier vínculo con la
guerrilla.
El comandante llegó a la base de entrenamiento seis
días después de la incursión. La orden era mantenerlos vivos
w. cacua / 61

hasta que él decidiera qué hacer con ellos. Llegó a embria-


garse como si se tratara de una celebración. El que nos había
entrenado aprovechó para informarle, ante nosotros, que la
mayoría de los retenidos eran inocentes y que los informan-
tes se habían equivocado.
—Me importa un culo, maten a esos hijueputas —dijo,
sin inmutarse.
Nadie le refutó a pesar de su estado. Ni siquiera el en-
trenador, que era su hombre de confianza. Sabía que, si se
negaba, el comandante lo mataría.
Lo primero que hizo el entrenador, fue matar a los in-
formantes y mandarlos bajo tierra. A cuatro de nosotros, nos
pidió que caváramos diez fosas distribuidas así: cinco en un
lugar y cinco en otro, en una finca lejos de la base de entre-
namiento. Debíamos tenerlas listas antes de oscurecer, como
el entrenador había pedido. Ahí comenzaba la desintegración
del grupo de los retenidos. Esa noche, los ataron de pies y
manos, los subieron al platón de la camioneta y les dieron el
último paseo. Fueron los primeros que la tierra se tragó.
A otros ocho los ejecutaron a la orilla del río. Lo supe
porque uno de los que fueron a hacer eso, contaba y repetía
lo mismo durante días enteros, como si estuviera rezando,
como si el ruido de la motosierra hubiese desmembrado sus
neuronas. Daba la impresión de que esas eran las únicas pa-
labras que le habían quedado en la cabeza después de reali-
zar la ejecución.
El comandante pidió que llevaran a su hacienda a algu-
nos de los retenidos para “alimentar a los animalitos” como
decía él. Cada día amarraba a uno y lo tiraba al estanque. Era
su ritual. Daba la impresión de que eso lo hacía sentir vivo.
Los hermanos fueron los últimos que quedaron. La chi-
ca fue violada varias veces, antes de que me mandaran solo,
a cavar la fosa para ellos, en la montaña cerca a la base de
entrenamiento. Fue ahí cuando aproveché para escaparme.
He vuelto a mi casa, a la loma de los perros, donde murió
mamá y donde estoy grabando este casete. Posiblemente
62 / los desahuciados

cuando escuchen esta grabación, yo ya esté muerto por de-


cisión propia”.
Al escuchar esto salimos de inmediato para su casa,
pero ya era tarde. Arturo colgaba de un árbol de mango. Se
había ahorcado, al parecer, la misma noche en que tiró el
casete bajo la puerta.
w. cacua / 63

13
La muerte de Arturo nos había dejado tan destrozados,
que no tuvimos ánimos de seguir asistiendo a clase, excepto
Olympia, que seguía yendo por exigencia de su madre y de
su padre. Federico decidió irse para la finca y yo me encerré
en mi cuarto y no quise saber nada más de nadie. Hasta que
un día llamó Olympia y le pidió a mamá que me pasara
al teléfono porque debía contarme algo urgente. Le dije a
mamá que no quería contestar y me insistió en que lo hicie-
ra, porque ella estaba llorando al otro lado del teléfono.
—Aló.
—Hola. Tengo que contarle una mala noticia —dijo
Olympia, sollozando.
—¿Qué ocurrió?
—Anoche asesinaron a la mamá y al papá de Federi-
co, en la finca —dijo mientras se limpiaba los mocos—. Si
quiere viene y vamos a preguntar por ellos. Los tienen en la
morgue del hospital.
Saqué la bicicleta y fui por ella. Luego nos dirigimos
al hospital, pero no nos dejaron entrar. Afuera estaban los
familiares y algunos obreros de la finca. Nos contaron lo
que había sucedido. Preguntamos por Federico y nos dijeron
que después de presenciar el asesinato salió corriendo como
enloquecido hacia la montaña, lo habían buscado toda la
noche con linternas, pero no lo encontraron.
Preguntamos si ya había aparecido y nos dijeron que na-
die sabía dónde estaba. Fuimos en la bicicleta hasta la finca
para buscarlo, pero no lo encontramos por ningún lado. Re-
gresamos y asistimos al velorio. Ahí nos enteramos de que los
habían matado, porque los paramilitares los estaban obligan-
do a vender la finca para sembrar palma y ellos se negaron.
Tres días después del funeral, apareció Federico con la
cabeza rapada, su largo cabello había desaparecido. Cami-
64 / los desahuciados

naba descalzo y andrajoso por las calles del pueblo. Su mira-


da estaba totalmente ida. Nos acercamos a él para saludarlo
y no nos reconoció. Olympia se puso en frente para que
parara y él la empujó hacia un lado y siguió caminando. De-
cidimos seguirlo desde lejos. Caminó hasta llegar a una casa
abandonada, donde antes funcionaba un antiguo burdel, y
entró. Esperamos afuera, pero él no salió. Así que fuimos
a avisar a sus familiares que Federico había aparecido. Al
escucharnos, nos pidieron que los guiáramos hasta el lugar
donde se había refugiado. Entramos a buscarlo y él ya no es-
taba. Lo buscamos por todo el pueblo y no lo encontramos.
Al día siguiente apareció de nuevo. Estaba sentado en
el andén de la plaza de mercado. Arrojaba pan a las palomas
mientras les hablaba.
—No se preocupen palomitas que ustedes vivirán
muuucho tiempo, palomitas. Sí, ustedes vivirán muuucho
tiempo, palomitas. ¿Y saben por qué? Porque a ellos les in-
teresa la tierra y ustedes son dueñas del aire, palomitas.
Federico estuvo allí sentado más de dos horas, hablán-
doles a las palomas. En vista de que no se movía del lu-
gar, aprovechamos para avisar nuevamente a sus familiares.
Cuando regresamos, él ya no estaba. Algunos de los que es-
taban ahí, nos dijeron que lo habían visto pasar dos veces
hacia uno de los barrios más viejos del pueblo. La primera,
con una carreta llena de ladrillos. La segunda, con un bulto
de cemento y una pala. Supusimos que estaba en la casa
abandonada en la que había entrado el día anterior. Fuimos
y efectivamente estaba ahí, colocando ladrillos para tapar la
única entrada. Uno de sus familiares que iba con nosotros,
intentó acercarse para hablarle, y fue imposible, porque él
comenzó a lanzarle pedazos de ladrillos para que se retirara.
Cuando ya había sellado la entrada y él había quedado aden-
tro, otro de sus familiares propuso poner una escalera para
espiarlo por encima de los altos muros, y no se pudo porque,
en el momento de asomarse, Federico comenzó nuevamente
a lanzar pedazos de ladrillos para que lo dejaran solo. Los
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familiares no entendieron el mensaje y recurrieron a la esta-


ción de policía para que les ayudaran a sacarlo de allí. Cuan-
do los policías intentaron saltar el muro para sacarlo, una
lluvia de ladrillos que salía de adentro los obligó a retirarse
del lugar. Se resolvió no insistir más por ese día para que se
calmara. Al día siguiente, Olympia y yo volvimos al lugar.
Traíamos comida para Federico. Lo llamamos muchas veces
desde afuera, y no respondió, ni siquiera con un pedazo de
ladrillo. Olympia propuso que nos asomáramos por encima
del muro, para saber cómo estaba Federico. Recostamos la
bicicleta en el muro y nos subimos. Poco a poco nos fuimos
asomando. No lo vimos por ningún lado. Lo llamamos va-
rias veces y él no apareció. Saltamos el muro para buscarlo
dentro de la casa y no lo encontramos. Olympia fue hasta el
final del patio, y lo siguiente que escuché fue un grito de ho-
rror. Salí corriendo para saber qué había ocurrido. Olympia
estaba aterrorizada al lado de la cisterna. Me acerqué para
ver lo que había en el fondo, intuyendo lo que encontraría.
Nuestro amigo se había ahogado. Llorando y gritando, des-
esperado, comencé a darme duros golpes en la frente contra
el muro de la cisterna y no supe nada más.
66 / los desahuciados

14
Cuando desperté, no recordaba nada. Poco a poco fui
recobrando la memoria. Mamá me contó que había esta-
do siete meses en coma, debido al trauma craneoencefálico
provocado por los duros golpes que me había dado en la
cabeza, enloquecido porque no pude resistir la muerte de
Federico. Mamá dijo que esto se lo había contado usted,
Olympia, cuando ya estaba más calmada. Aproveché para
preguntarle por usted, y entristeció y se quedó callada.
Mamá se había venido a vivir a la capital porque el hos-
pital del pueblo me había trasladado, ya que no contaban
con las instalaciones adecuadas y personal especializado
para tratar mi lesión cerebral. Estar lejos del pueblo hizo
que me demorara un poco más en enterarme de lo que le
había sucedido. Supe que usted había lanzado piedras a los
paramilitares y a los carros que parqueaban en la entrada
del colegio, porque no pudo soportar más que la acosaran
con sus miradas morbosas y sus piropos obscenos. También
me contaron que les gritó que por culpa de ellos se había
quedado sin amigos. La corretearon y la atraparon. Luego
la subieron a uno de los carros. Mientras lo hacían, usted
les escupía en la cara y les gritaba “¡malditos!, ¡malditos!,
¡malditos!”, incansablemente. Tres días después la hallaron
violada y muerta en un cultivo de palma. Al saber esto, sentí
asco de mí mismo por estar vivo. Quise suicidarme, lan-
zarme de cabeza por la ventana del quinto piso donde me
tenían hospitalizado, pero mamá se aferró a mis piernas y
me suplicó que no lo hiciera, que por favor pensara un po-
quito en ella. Mi hermano me abrazó y me pidió que tuviera
compasión con ella, que no le produjera más sufrimiento del
que le había tocado mientras yo estuve en coma. También
me dijo que ella se quedaba dormida a mi lado, leyéndome
en voz alta mis libros favoritos con sus gafitas viejas, porque
guardaba la esperanza que algún día volviera a despertar.
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Olympia, he venido a visitarla al cementerio donde su


mamá y su papá decidieron enterrarla, para cumplir lo que
alguna vez me hizo prometer, que el día que escribiera un
nuevo libro, se lo leyera primero a usted, que, aunque es-
tuviera muerta, siempre tendría sus oídos dispuestos para
escucharme. Tengo en mis manos una novela corta, que
escribí sobre nosotros. La he titulado “Los Desahuciados”,
como Federico sugirió aquella noche de la fiesta, en que re-
velábamos nuestros secretos. La novela está dedicada a us-
tedes, como usted pidió. Y el epígrafe es un fragmento de la
canción favorita de Arturo que todos tarareamos esa misma
noche en que nos embriagamos.
Así que escúcheme Olympia, porque comenzaré a leerle
la novela:
Soy el último, el último que queda. Éramos cuatro. Nos
conocimos en el colegio público más grande y más viejo del
pueblo…
Este libro se terminó de imprimir
en Medellín en noviembre de 2020

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