Lección 1. Evolución Histórica y Sistemas Penitenciarios

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LECCIÓN 1

EVOLUCIÓN HISTÓRICA Y SISTEMAS PENITENCIARIOS

Definición, elementos y evolución

Si pena, con carácter general, puede definirse como una institución de derecho
público que limita un derecho a una persona física, e imputable como consecuencia de
una infracción criminal impuesta en una sentencia firme por un órgano judicial; pena
privativa de libertad ha de ser aquella impuesta por el Estado, a través de sus Tribunales
de justicia, que restringe la capacidad ambulatoria del condenado, obligándole a
permanecer en un lugar destinado al efecto, quedando sometido a un régimen de vida
que implica que otros derechos y libertades queden igualmente limitados. No obstante,
en este último caso, se trata de un concepto relativamente moderno, por cuanto surge
con la Edad moderna.

El estudio de las penas lo lleva a cabo la Penología, mientras que el Derecho


Penitenciario, que constituye el objeto principal de nuestro interés en estas lecciones, se
define como el conjunto de normas jurídicas que regulan la ejecución de penas y
medidas penales privativas de libertad. Su autonomía se deriva de sus fuentes, de su
objeto de conocimiento y, en muchos casos, de una jurisdicción propia; y se consolida
frente a las tesis que han venido a enmarcarle en la Criminología (como hacen los
norteamericanos), o en los Derechos penal, procesal o administrativo. El término en
cualquier caso es reduccionista. No resulta en todo caso, tan amplio como la
denominación Derecho de ejecución de penas o Derecho de ejecución penal, por cuanto
aborda esencialmente el estudio de la pena privativa de libertad, sin entrar a conocer en
profundidad la ejecución de otras penas igualmente existentes en los Derechos
contemporáneos. La denominada Ciencia Penitenciaria, en fin, atiende sin embargo a la
historia, a los resultados, a las instituciones propias de la ejecución penal y a su
evolución, y la conforma la doctrina especializada en la materia. Y el contenido de la
materia inicial ha sido informado precisamente por aquélla.

Tras la medida policial de detención de un ciudadano acusado de un delito, por


lo usual deviene su encierro. La denominación del lugar donde se lleva a cabo requiere
de alguna precisión. Dos vocablos adyacentes son reiterados en la historia penitenciaria:
Cárcel, es y fue sinónimo de medida cautelar, de espacio destinado a la retención y
custodia, en lugares diversos y accidentales, de reclusión preventiva, a la espera el reo
del proceso judicial y de la sentencia, o de su ejecución. Esta, aunque no la única, ha
sido la regla general durante muchos siglos. Prisión, sin embargo, es equivalente a
penalidad, a lugar como castigo, retribución, consecuencia jurídica del delito y sinónimo
de otros términos como Penal, Penitenciaría, Centro o Establecimiento penitenciario.
Distinguir ambos conceptos es el objeto de las líneas que siguen.

Desde las primeras sociedades, y acompañando en el tiempo a la autotutela o


justicia privada, la represión penal no requirió de la pena privativa de libertad como
sanción, tal y como hoy se aplica, como castigo dentro de su arsenal punitivo, puesto
que las penas de muerte, corporales, infamantes, pecuniarias y de repulsión

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(deportación, destierro) integraron el compendio principal aplicable a los que
quebrantaron el orden penal establecido. No obstante, desde tiempos remotos, todos los
pueblos han conocido la necesidad social del internamiento. La reclusión de custodia,
llevada a cabo en la cárcel como institución cautelar, es lo usual. Y es que, como ha
afirmado García Valdés, “lugares donde retener a la persona acusada o culpable de
haber cometido un delito han existido siempre. Lo que ha variado, en mutación
progresiva, ha sido su concepción”. Así el derecho bíblico, oriental, eslavo, griego,
romano, germánico, de la recepción y precolombino la contemplaron en sus prácticas y
normativas. En este sentido, fueron aquellos locales donde retener y custodiar a los
acusados de los delitos más graves -pues los leves permitían el pago de una fianza que
evitaba la reclusión-, a la espera de juicio y, en su caso, de posterior y rápida ejecución
de la condena, antiguos depósitos de aguas, las torres de las ciudades, los calabozos,
mazmorras y torreones de los castillos, las cámaras bajas de los tribunales de justicia o
los sótanos de las casas consistoriales. Lugares, en muchos casos, donde la crueldad y la
incomodidad iban de la mano. Únicamente suavizadas por el pago por parte de los
recluidos de estipendios para mejora de sus condiciones a los alcaides: “derechos” y
“carcelajes” de diversa índole. Y, sin embargo, la idea predominante, reiterada en las
legislaciones, es y fue preservar, en lo posible, la vida del reo, al menos hasta su puesta
a disposición de la justicia (ya para el juicio, ya para la ejecución de la pena).

En una sintética aproximación puede advertirse que en la civilización helénica


no existió la privación de libertad configurada como pena principal, aunque sí como
subsidiaria por impago de deudas, y ello al margen de que Platón, en su Libro noveno,
de las Leyes, ya intuyera la necesidad de instaurar una posible pena privativa de la
libertad para determinados supuestos. Más tarde, en el derecho romano se asignó a la
prisión primordialmente la función de mera custodia. La trascendente expresión de
Ulpiano en el Digesto (De poenis: 48, 19, 9), repetida después en la Partida Séptima,
afianzaba tal concepción: la cárcel no es para castigo sino “ad continendos homines”.
No obstante, existieron en aquella realidad penal varias excepciones en las que el
encierro tomaba carta de naturaleza como sanción punitiva: la primera, la constituía la
prisión por deudas y la segunda los trabajos forzados, introducidos en el Bajo Imperio,
en sus modalidades de trabajos forzados en minas, servicios en la explotación de las
minas o en otros trabajos menos graves y de menor peligro como la ejecución forzada
de obras, limpieza de alcantarillas y labores en baños públicos. La imposición de las
mismas, colocaban al condenado en la condición de siervo de la pena (servus poenae),
privándosele de toda capacidad jurídica, disuelto su matrimonio, confiscados sus bienes
y despojado del derecho de recibir y disponer por testamento. Otra excepción de
renombre durante la etapa romana lo sería la institución del ergastulum, consistente en
la reclusión temporal o perpetua de los esclavos en un local destinado a este fin en la
casa del dueño, tratándose de una cárcel privada, dirigida a la represión de delitos e
indisciplinas, ejercida por el Paterfamilias. En cambio, en el Derecho germánico de la
Edad Media, únicamente aparece la cárcel de custodia, administrada por los príncipes y
señores con plena arbitrariedad, pues la pena privativa de libertad no se contempla como
tal, primando la penalidad eliminatoria, cuando la Blutrache (venganza de sangre) y el
talión informan un catálogo punitivo, caracterizado por la crueldad y la escenificación
de la justicia penal, con penas corporales de muerte, mutilaciones, uso del fuego
(cremaciones), etc.

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Tal regla general citada del encarcelamiento como modo de custodia del reo,
hasta el momento del juicio o la ejecución, no solamente se aprecia en la vieja Europa,
sino también en la América precolombina. Entre las manifestaciones prehispánicas, las
culturas Azteca y Maya junto a la compositio (reparación de la ofensa entre particulares)
mantuvieron la pena de muerte para la mayor parte de los delitos junto al exilio y la
esclavitud del reo. La cárcel carecía de entidad, materializada únicamente en jaulas de
madera (cuauhcalli, petlacalli y el teilpiloyan) para contener a prisioneros de guerra en
espera de su sacrificio a los dioses, a criminales en espera de su ejecución, o a los
deudores. En cambio, el Incario y la cultura Aymara, además de la composición, las
penas de esclavitud (sobre los yanaconas) a trabajos forzados, y la pena de muerte para
multitud de delitos, contemplaban en sus normas modos de privación de libertad
preventiva o detentiva en Pinas y punitiva de larga duración o perpetua (Sancay). Con
la etapa colonial se constituyen cárceles especiales, comunes, eclesiásticas y de
inquisición. La especial de Nobles se destinaba a la custodia de nobles y caballeros,
reflejada en la Ley 15 del Tomo II, título 6º de la Recopilación de las Leyes de Indias
(firmada por Carlos I en 1531); la cárcel Común, u ordinaria, se confirmaba por Felipe
II en 1578 en la Ley 1ª, Tomo II, Libro 7º, Título 6º de la Novísima Recopilación de las
Leyes de Indias, mandando que “en todas las ciudades y villas y lugares de las Indias se
hagan cárceles para custodia y guarda de los delincuentes y otros que deben estar
presos”; la cárcel Eclesiástica o de corona, destinada a los religiosos díscolos, pero
también en algunos casos utilizadas indebidamente por el clero; y, la cárcel de
Inquisición, operada por los representantes del Tribunal del Santo Oficio en América
desde 1570 en Lima, 1571 en México y 1610 en Cartagena de indias.

Desde la Edad Media, la privación de libertad se usó, sin embargo, con algunos
cometidos punitivos, sirviendo como excepción a la regla general custodial-preventiva.
Así, son coetáneas de la cárcel de custodia la prisión por deudas o la ejecución de la
pena de muerte en calabozos. De modo similar, en algunos ordenamientos se
prescribieron penas de reclusión por cortos espacios de tiempo para delitos menores, si
bien integran, junto a las citadas, una minoría de supuestos en el ámbito comparado. Se
impone así, de manera casi excepcional, la pena de reclusión en casos concretos como
los del Edicto de Luitprando, rey de los Longobardos (712-744), que disponía que cada
juez tuviera en su ciudad una cárcel para encerrar a los ladrones por uno o dos años; o la
capitular de Carlomagno del año 813, que permitía que las gentes “Boni generi”, que
hubiesen delinquido, fueran ingresadas en prisión hasta que se corrigieran; o se aplicó
para supuestos de leve infracción (v.gr. un año de prisión para los cazadores que usaren
trampas para venados según el Ordenamiento de Alcalá de 1348).

Carácter verdaderamente punitivo se advierte, asimismo, en las principales dos


excepciones a tal regla general reiterada de la cárcel-custodia: la prisión de Estado y la
prisión canónica. En el primer caso, en lugares construidos para otros menesteres
(castillos, fortalezas, palacio señorial), se recluye a los enemigos políticos –reos de
Estado- del poder feudal o real, traidores y nobles que eran dispensados de este modo
del encierro común. En el segundo, los sacerdotes y religiosos son los sujetos que
sufrieron tal modo de reclusión. En la prisión de Estado, la privación de libertad es
custodia y retención hasta la ejecución o el destierro, y en otros supuestos se erige como
pena propia y autónoma, perpetua o temporal hasta el momento del perdón gracioso.
Fueron prisión de Estado lugares de renombre como la Torre de Londres, la Bastilla en
París, los Plomos de Venecia, el castillo romano de Sant’ Angelo, etc. Por otra parte, la

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prisión eclesiástica, -no la inquisitorial, que es principalmente de custodia-, se muestra
igualmente como pena sustantiva y responde al sentido de penitencia y meditación
propia de la sanción cristiana. Se aplicó, en su origen, sobre religiosos díscolos o
condenados por la comisión de un delito, extendiéndose más tarde a los seglares
acusados de herejía. El aislamiento solitario (detrusio in monasterium) será el modo de
cumplimiento, sin otras crueldades añadidas, siguiendo la máxima agustiniana:
“Ecclesia non sitit sanguinem sed contrictio cordis: poenitentia”. Se trató de purgar el
pecado mediante la lectura de los textos sagrados con un estricto régimen alimenticio y
penitenciario, así como mediante el trabajo manual, empleando la reclusión en celda,
que con el tiempo vendrá a denominarse celular (en contraposición a los modos de
aglomeración propios de la reclusión secular). Los locales para ello vinieron a ser los
monasterios, en algún ala particular o conformando un edificio adjunto o carcer o
ergastulum, y los conventos y abadías. El aislamiento celular característico de este tipo
de castigo y la finalidad redentora de la misma vendrán a influir de modo determinante,
con el paso de los siglos, en la configuración de los sistemas penitenciarios.

En la historia de la prisión o, en mejores términos, de la pena privativa de


libertad en su versión moderna, el siglo XVI es el punto que data el origen, como el
último tercio del s. XVIII lo será de inflexión y posterior expansión. Surge, en el
primero, el encierro de los delincuentes como medida sancionadora aplicable para
determinados delitos y conductas, rompiendo la generalizada dinámica de aplicación de
la pena de muerte, que experimentará su principal punto y aparte a finales del s. XVIII,
con la crítica y movimientos abolicionistas surgidos del Iluminismo en el ámbito de la
ejecución penal. Así en términos ejemplificativos del abogado de presos Tomás Cerdán
de Tallada, en su libro visita de la cárcel y de los presos, publicado en 1574, el autor
señalaba “que los delincuentes sean castigados, por los tres beneficios que del castigo se
sacan, que son satisfacción de la parte, escarmiento para el delincuente, y la corrección
pública, porque los demás se amedrenten y escarmienten en cabeza ajena”. Durante
aquellas centurias la ejecución penal respondía a los principios básicos de prevención
general (disuasión) y retribución. Los trabajos teóricos y contemporáneos del último
tercio del siglo XVIII, de Cesare Beccaria (De los delitos y de las penas, 1764), Pietro
Verri (Observaciones sobre la tortura, 1804), especialmente de Howard (El Estado de
las prisiones en Inglaterra y Gales, 1774), Bentham (El proyecto Panóptico, 1791) o
Lardizábal (Discurso sobre las penas, 1782), informarán la reforma procesal, penal y
penitenciaria y las legislaciones en adelante. La pena privativa de libertad será a partir
de entonces la que tome verdadera carta de naturaleza, protagonismo e impulso.

A partir del s. XVI vino, en todo caso, a cambiar la tendencia aludida del
encarcelamiento preventivo o custodial, aportando los elementos que configurarán la
privación de libertad futura, como pena sustantiva y autónoma, en sus diversas
manifestaciones prácticas. Desde una necesaria perspectiva pluricausalista, confluyen
varios factores para descifrar el origen de esta penalidad emergente en el s. XVI. Un
primer elemento se halla en la realidad social resultado del humanismo postrenacentista
que concibe al ser humano como titular de derechos y libertades que podrán ser privadas
o restringidas mediante compulsión penal. Y en este marco tendrán su incidencia otros
factores fundamentales. El primero es de carácter político-criminal, basado en el
crecimiento de la delincuencia a finales del s. XV y durante el s. XVI, producto del
detrimento de la economía agrícola y la crisis del modo de vida feudal junto a la
expansión de los núcleos urbanos. Las penas de muerte y corporales previstas en las

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normativas penales se muestran poco disuasorias, excesivas e inútiles, para contrarrestar
aquella pequeña delincuencia. A ello se añade, como factor de máxima trascendencia, la
influencia del humanismo cristiano y específicamente del pensamiento calvinista, que
introduce el trabajo como elemento redentor del recluso, surgiendo además como
reacción frente a la desproporcionada penalidad –muerte y corporales principalmente-
implantada en las provincias del norte de Europa por la justicia imperial española. La
aparición de las casas de corrección será consecuencia directa de esta tendencia
alternativa a tan excesiva penalidad. En efecto, una inequívoca idea religiosa
impregnará los centros de trabajo y reclusión de Ámsterdam (1596), el establecimiento
de menores de San Felipe Neri en Florencia (1667), el de San Michele en Roma, creado
por iniciativa del Papa Clemente IX y por obra del arquitecto Fontana (1704), o, en
España, el Padre de Huérfanos de Valencia (1337), el Padre general de menores (1636),
el Padre de huérfanos de Zaragoza (1669) y los Toribios de Sevilla (1724). En tercer
término, se ha argumentado un factor socioeconómico, fundamentado en los fines de
explotación y en la utilización del trabajo de los reclusos, pero que pierde prevalencia
pues aporta únicamente una visión reducida y significación parcial del fenómeno en
aquel momento de eclosión, más adecuado en todo caso para la exégesis del s. XIX.

Origen y fundamento de la concepción moderna de la pena privativa de libertad

Así, el cometido específicamente punitivo de la prisión, como lugar donde


cumplir una sanción penal con un régimen de vida penitenciario característico, viene a
ser prevalente, por vez primera, en aquellas instituciones establecidas desde el siglo
XVI en adelante y conocidas como Houses of Correction en Inglaterra, y Tuchthuizen
en los actuales Países Bajos. Constituyen el verdadero antecedente y las primeras
realizaciones de la pena privativa de libertad, con los elementos estructurales que hoy la
configuran. La función de aquellas casas de corrección no vino a ser únicamente la
estrictamente punitiva, sino que se añadía a su cometido la reforma y corrección de los
internos. El instrumento concebido para la consecución de tales fines será el trabajo
forzado, que asumirá un triple rol, a saber, como amenaza penal, como terapia
rehabilitadora y como fuente de sustento.

En Inglaterra, donde surgen las primeras manifestaciones de tales lugares de


encierro, se trató de dotaciones pertenecientes a un establecimiento desafectado de otros
menesteres, o especialmente construido al efecto, diferenciándose de los demás usuales
lugares de detención, como los jails o cárceles del condado, entre otros aspectos, en que
los internos iban a sustentarse mediante el trabajo forzado. Además, una estricta
disciplina y régimen de labor serían instituidos con castigos físicos como base del
régimen disciplinario. El establecimiento de mayor relevancia será el Bridewell
londinense, puesto en funcionamiento como casa de corrección en 1557, a la que
siguieron otras en diversas ciudades inglesas (Oxford, Salisbury, Gloucester y
Norwich). La idea se extenderá por el suelo británico, a partir de la introducción en el
Parlamento de la ley de 1571, para el internamiento de los vagabundos y “pillos”,
siendo sustituidas, con el paso de los años y ante las dificultades económicas, por las
denominadas casas de trabajo (Workhouses), con mayor difusión e implantación ya
durante el s. XVIII. Frente a la aplicación generalizada de la pena de muerte y
corporales supusieron, en todo caso, una novedad penal, un más humano y reformador

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tratamiento de los pequeños delincuentes, junto a la aplicación de la sentencia
indeterminada, la correctiva y decisiva influencia del trabajo prisional y la rehabilitación
industrial del internado, al admitir entre sus reclusos especialmente a pequeños
infractores contra la propiedad.

El espíritu protestante y calvinista es determinante y preside el origen y


significación de las casas de corrección. La ideología del esfuerzo redentor llegaba poco
después al continente, cuando Holanda abre sus establecimientos de Amsterdam en
1596, el de hombres o Rasphuis, donde se realizaba el raspado de la madera del
campeche para obtener colorantes; y el de mujeres, denominado Spinhuis, en 1597,
dedicadas en el mismo al hilado. En 1602 se completaba con una sección para jóvenes
díscolos enviados por sus familiares para su reforma. El encierro en estos
establecimientos carecía de límites temporales y la actividad en ellos desarrollada iba
encaminada, teóricamente, a la corrección de los delincuentes, si bien la práctica se
asemejaba más a la doma, mediante la aplicación de una recia disciplina.

Arriba: Fachada de la Casa de corrección de Amsterdam.


Debajo: Dos presos en el Rasphuïs (casa del raspado) y mujeres hilando en el Spinhuïs de Amsterdam
(casa del hilado)

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El ejemplo de Ámsterdam se extendería en las décadas siguientes a otras
ciudades de la Liga Hanseática (Bremen 1609, Lübeck 1613, Osnabrück 1621,
Hamburgo 1622 y Danzig 1629); y, posteriormente, a otros países europeos tomando la
forma de Zuchthaüsern (hospicios correccionales), como los hubo en Basilea (1667),
Breslau (1668), Viena (1670), Fráncfort (1684), Spandau (1684), Königsberg (1691),
Leipzig (1701), Halle (1717), Cassel (1720), Brieg (1756) y Torgau (1771); y de
Schellenwerke o Casas de trabajo (Suiza). En España, a partir de 1608, la reclusión de
mujeres tuvo similar carácter correccional, realzando el control moral hacia la mujer y
su honestidad en las llamadas Casas Galeras, asimilando delito y pecado, para aquellas
delincuentes que merecían pena superior a azotes y vergüenza (delincuentes, prostitutas,
vagabundas, etc.). Se trataba de una medida paralela y similar en su estricto régimen al
duro modo de vida de los penados galeotes que remaban en las galeras del rey, y a
semejanza de la conmutación que a ellos se realizaba de las penas corporales, en el
ánimo de igualar su trato y rigor penal. Con este motivo, se abrieron en Madrid,
Valladolid, Granada, o más tarde en Burgos, Casas-Galera. La indeterminación del
periodo de encierro, al igual que la pena naval para hombres en sus inicios, será la nota
característica. El principal ejemplo hispano de Casa de corrección será el de San
Fernando del Jarama, fundada en 1766, en virtud de sus principios inspiradores y el
régimen instaurado en la misma, conformando el antecedente directo de la pena de
prisión correccional en España.

Convivieron con las casas de corrección, durante siglos en la imperante


penalidad española, otros modos de ejecución penal que precisaban de la privación de
libertad para poder llevarse a cabo, aun sin ser esta la esencia misma de la pena.
Penalidades propias de la realidad castrense y penitenciaria en épocas de expansión
militar y colonial. Así, en un primer momento, el instrumento punitivo paralelo en el
tiempo a la penalidad eliminatoria (muerte y corporales), se adecuó, en mayor medida, a
los intereses político-militares, para después extenderse en el tiempo. El servicio al
Estado era el fin de la pena. El origen de tal ideología surgía en un momento en que
España vive un territorio con litoral y con guerra permanente en cuantiosos frentes.
Necesita remeros como después precisará de marineros y mano de obra de presos para
los arsenales de Marina. Se trataba, en fin, de un derecho penitenciario militar, de un
utilitarismo penal en el que la privación de libertad es sólo una consecuencia necesaria
añadida a la verdadera penalidad del servicio forzado, en galeras, minería, presidios de
los arsenales de marina, presidios norteafricanos, etc., lugares y cometidos donde la
aptitud es el componente relevante para la separación y distribución (criterios anteriores
al de clasificación), quedando la actitud como criterio añadido y sin embargo con mayor
futuro en los sistemas de individualización. El presidio será entonces el eje del sistema y
en él las brigadas como dormitorios, el trabajo colectivo en talleres y la ocupación de
los edificios originalmente destinados a otros menesteres. Así, rechazada
económicamente la construcción de nuevos centros, el penitenciarismo español
desafectaría en el segundo tercio del s. XIX conventos, cuarteles y hospitales para su
reconversión en cárceles y presidios.

Desde la aparición de las casas de corrección hasta la puesta en funcionamiento


de los primeros sistemas penitenciarios, se asiste a una lenta progresión en la que la
cárcel custodia va cediendo paso a la prisión como instrumento punitivo que terminará

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integrando en su seno aquélla. El último tercio del siglo XVIII será, como se ha
señalado el punto de inflexión. Los primeros sistemas penitenciarios norteamericanos
son el resultado de la asimilación de la idea europea de la reclusión, con carácter
punitivo y con sus elementos característicos, y de su integración en una estructura
arquitectónica específica: la penitenciaría.

La semilla de la idea definitiva realizaba un viaje trasatlántico. Las colonias


norteamericanas serán el nuevo marco transformador. Tierras que reciben penados
transportados, deportados. A consecuencia de ser alejados de la metrópoli, entre 1654 y
1656 llegaron a América del norte los primeros misioneros cuáqueros. Huyendo de la
represión penal británica se acompañaron en su travesía de un acentuado espíritu de
trabajo y de principios religiosos que cuestionarán legislativamente las penalidades
clásicas. La pena de muerte, que reina en Europa y se aplica de modo indiscriminado, se
percibe como excesiva y cruel. Hasta entonces, en la colonia norteamericana, la única
institución conocida era la country jail, originalmente un fortín militar, utilizado
exclusivamente para la detención preventiva, permaneciendo en vigor los códigos
penales de la madre patria y prevaleciendo, en lo que respecta al sistema sancionador,
las penas corporales y en primer lugar la de muerte. La “Great Law” inspirada por
William Penn, de 61 capítulos, adoptada en la Asamblea de Chester entre el 4 y el 7 de
diciembre de 1682, integró el original código criminal cuáquero. A partir de entonces,
los crímenes violentos iban a ser penados con prisión y trabajos forzados. Esta
normativa perdurará hasta la muerte de Penn en 1718, cuando se introduce de nuevo el
excesivo Código Anglicano. Ya en 1794, se abolirá nuevamente la pena capital, a
excepción de los supuestos de homicidio en primer grado.

El trabajo forzado vino a contemplarse en aquella etapa más como una sanción
efectiva y humana que como una penalidad física o corporal, porque se asumía su valor
rehabilitador en la persona. Los reformadores cuáqueros de Pennsylvania sostuvieron
esta perspectiva y ayudaron a eliminar la desigualdad práctica entre los más o menos
adinerados convictos, que hasta entonces habían percibido un diferenciado trato
carcelario, resolviendo la obligación de trabajar para todos los internos. El trabajo
redimiría e igualaría a los penados. Es bajo esa concepción penal cuando nacen los
nuevos establecimientos penitenciarios. La primera penitenciaría americana lo sería la
cárcel de la calle Walnut (Walnut Street Jail), ubicada en la emergente ciudad de
Filadelfia y establecida por el Act of Assembly de 5 de abril de 1790. De pequeña
estructura, había sido originalmente concebida y construida para servir como lugar de
detención del condado en la principal población de Pennsylvania. Sin embargo, a raíz
del citado Act se modificaba su interior y se convertía en Casa-penitenciaría para todos
los delincuentes penados del Estado, aparte de aquellos sentenciados a muerte. Esta
normativa y el régimen que prescribía, iban a ser reproducidos sustancialmente en
Virginia, Kentucky y Maryland.

La idea, no obstante, no era original. Los cuáqueros habían mantenido un


constante interés en lo referente a la reforma de las prisiones en Inglaterra y en el resto
de Europa, así como parece tuvieron muy en cuenta las primeras dos ediciones de la
obra “State of Prisons in England and Wales” del filántropo y reformador John Howard.
En esta dirección, un grupo de señalados miembros de aquella comunidad religiosa,
conformaban la principal facción en la organización para la reforma carcelaria. Lo
harían por medio de la sociedad conocida como Philadelphia Society for the Alleviation

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of the Miseries of Public Prisons, fundada en 1787. Imbuidos de las ideas de Howard,
como grupo de notable influencia, persuadieron a la Legislatura, para crear la primera
penitenciaría en la citada prisión de la Calle Walnut. Para la promulgación de este Act
los legisladores tomaban, así, conciencia de las sugerencias de tales grupos de reforma
y, por primera vez, en América del Norte, los principios de confinamiento solitario,
sugeridos por John Howard y trasladados a la Penitentiary Act de 1779 inglesa, que
prescribía un sistema de trabajo en común diurno y aislamiento nocturno, se llevaban a
efecto. El Act de 1790 recogía incipientes criterios de clasificación: la definitiva
separación de determinados internos como los deudores de los demás delincuentes
convictos, o la de ambos sexos. Asimismo, se ordenaba la construcción de un bloque de
celdas en el patio de la prisión para la completa segregación celular de los más
peligrosos delincuentes. La primera penitenciaría se hacía realidad en esta sección, en la
idea de corregir a los penados por medio de su aislamiento. Más tarde, algún trabajo,
mayoritariamente textil, sería introducido en aquél ala de la prisión para mantener la
salud física y mental de los internos. Este diseño organizativo de la reclusión con
carácter punitivo, que integra un régimen de vida específico y lo pone en relación con
una idea arquitectónica ad hoc, vendrá a configurar los denominados sistemas
penitenciarios.

El penitenciarismo norteamericano del siglo XIX no sólo adopta los modelos


europeos, sino que los perfecciona organizativamente en los denominados sistemas
penitenciarios, de longeva vigencia en la época moderna. Emergía un nuevo tipo de
institución, concebida y diseñada para la ejecución penal. El vocablo Penitenciaría había
surgido en Inglaterra, y respondía en este sentido a términos raíz como lo eran
“penitencia” (penitence) y “arrepentimiento” (repentance). Denota un concepto y
contenidos procedentes de la tradición canónica al relacionarse el castigo, así entendido,
con la absolución de la culpa. El término actual procede de la relación existente entre el
tratamiento penal y la figura del reformador John Howard. Éste tomó la mayoría de las
regulaciones de la Maison de Force de Gante, del Rasp House en Amsterdam y de la
casa del silencio en Roma. Ninguna de ellas había sido llamada penitenciaría. En 1778,
Howard, junto a Sir William Blackstone y Sir William Eden, redactaban la Penitentiary
Act, aprobándose por el Parlamento británico en 1779, y descartando el término casa de
trabajos forzados (hard labor house). Aquella norma, como alternativa a la ya
impracticable hacia América pena de transportación colonial, establecía la ericción de
establecimientos o “casas penitenciaría” por todo el reino. Contenía este cuerpo legal
cuatro principios apuntados por Howard: 1º. Estructuras seguras y sanitarias; 2º.
Inspección sistemática del establecimiento; 3º. Abolición de las cuotas y derechos de
carcelaje; y 4º. Régimen reformatorio. La Ley establecía el trabajo forzado como
modelo a seguir en lugar de la pena de transporte. Asimismo, se señalaba explícitamente
que había de servir no sólo para disuadir a otros de la comisión de crímenes, sino
también para la reforma de los individuos y para acostumbrarles a los hábitos de la
industria. El ánimo del reformador inglés, su idea transformadora, habría supuesto el
espaldarazo definitivo a una nueva concepción de la ejecución penitenciaria. Su
desánimo, frustradas sus expectativas referentes a la construcción de la primera
penitenciaría en Inglaterra, y su prematura muerte, que acallaría su voz crítica para
siempre, el freno y retroceso para tal reforma; la inercia de un proceso ya imparable.

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Prisiones y sistemas

El diseño arquitectónico de las prisiones ha evolucionado en absoluta


correlación con los principios informadores de los denominados sistemas penitenciarios.
La importancia de la estructura del lugar donde se recluye a los reos vino a señalarse
con intensidad desde el siglo XVI por prácticos españoles, abogados de presos, desde
una óptica cristiana o humanista, inclinados hacia la reforma de lo existente en lo
relativo a la reclusión preventiva o a los modos de encierro para la penalidad de menor
entidad. Bernardino de Sandoval (“Del cuidado que se debe tener con los presos
pobres”, 1564), Cristóbal de Chaves (“Relación de la cárcel de Sevilla y su trato”, 1585)
y, especialmente, Thomas Cerdán de Tallada (“Visita de la cárcel y de los presos”,
1574), marcaron así en las citadas obras si no el inicio, sí un punto de inflexión en la
sistemática expositiva de la literatura especializada en relación con los lugares de
encierro, tanto con una mirada localista como más global e intemporal. Tras las
denuncias posteriores de Howard habrá que esperar al siglo XIX, para ver resueltas
muchas de las exigencias de aquellos juristas, configurando esta etapa el principal
período para el diseño, desarrollo y expansión de los establecimientos penales, mientras
el siglo XVIII únicamente desvela dos primeras manifestaciones de establecimientos
penitenciarios construidos específicamente para servir de prisión y ambos según el
sistema conocido como celular (una celda por interno): El Hospicio de San Michele en
Roma (1704) y la prisión belga de Gante (1773). El primero, puesto en funcionamiento
por la iniciativa personal del Papa Clemente XI, se concebía como un establecimiento
para jóvenes, que había de permitir el aislamiento nocturno y el trabajo en común
diurno. Se trató de un edificio rectangular con 60 celdas dispuestas en tres alturas con
apertura hacia un patio interior, caracterizado por un régimen de aislamiento,
instrucción religiosa, trabajo y por una estricta disciplina, con medidas de ayuno a pan y
agua, trabajo en la celda, calabozo y azotes. La segunda realidad penitenciaria lo sería la
Maison de Force en Gante. Construida bajo las indicaciones del burgomaestre Jean
Philippe Vilain XIV, se caracterizaba por estar compuesta por ocho cuerpos de edificios
distintos, unidos conformando un octógono con un patio central. Cada cuerpo estaba
formado por tres pisos y se destinaba a un tipo de reclusos, contando con un patio
independiente de forma trapezoidal. El trabajo del recluso, fundamental en este sistema
y diversificado, era de carácter manual y se realizaba en común, mientras por la noche
cada recluso permanecía aislado en su celda. Vilain recomendaba la reclusión por
tiempo no inferior a un año, para el aprendizaje de un oficio, contemplando la asistencia
médica, la existencia de celdas individuales, una disciplina mas humanitaria y
clasificación interior, así como señalaba su oposición a la prisión perpetua, al
aislamiento continuado, así como a los castigos corporales.

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Plano de la prisión de Gante (1773)

La prisión panóptica

Contemporáneo a la construcción de la primera penitenciaría norteamericana


(Walnut Street Jail), es el Proyecto Panóptico del jurisconsulto británico Jeremy
Bentham (1791). Con base en los conceptos ya conocidos de la prisión de Gante y del
Hospicio de San Michele, vino a vincular el diseño arquitectónico penitenciario con un
sistema particular sobre dos principios: la Inspección central y la administración
contractual. De ambos, el primero será el de mayor recorrido e implantación. En
síntesis, suponía la visibilidad total, la posibilidad de vigilar desde un punto central todo
el establecimiento. El fundamento económico, nuclear en aquel diseño (una auténtica
prisión privada o privatizada), no llegaría a prosperar por las críticas a que fueron
sometidos en su época los modos de explotación de los presos en las cárceles,
denunciados en su obra por Howard y en la Penitentiary Act, pues el Panóptico se
basaba en el trabajo obligatorio en la celda para la obtención de beneficios
empresariales, si bien con un difuso fin correccional; y el proyecto arquitectónico,
siquiera vera escasamente la luz, por lo costoso de su construcción. Se trataba de un
edificio cilíndrico de varios pisos, con las celdas orientadas y abiertas (con rejas de
metal que permiten la visión del interior) hacia el centro, para su mayor visibilidad y
escucha mediante mecanismos de tubos diseñados al efecto. Todo ello controlado por
un solo vigilante, lo que habría de redundar en hacer más económico el sistema,
siguiendo los principios de dulzura, severidad y economía. La administración, por
contrato, debía proveer adecuada alimentación, vestido, limpieza y asistencia sanitaria,
evitando en lo posible el rigor disciplinario. Si bien no se construyeron apenas
establecimientos panópticos, de este diseño ha pervivido la idea de la vigilancia o
control desde el centro de la prisión de las galerías existentes, lo que sí tendrá un reflejo
arquitectónico en las prisiones de sistema filadélfico y de diseño radial, que durante el
siglo XIX poblarán Europa y en toda una corriente doctrinal, exegética de la penalidad a
finales del s. XX a partir de la obra de Michel Foucault, quien aportó una sugerente
visión de las características del encierro, en su explicación del origen de la prisión, con
base en los estudios de Rusche/Kirchheimer y Manheim (que seguirían después otros
autores desde una línea estructural funcionalista), que aparece lastrada por una
perspectiva revisionista y reduccionista, obviando otras causas históricas y
manifestaciones humanitaristas que explicarían la reforma del pensamiento penal y su
manifestación en la ejecución de la pena privativa de la libertad.

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Plano y fotografía de una prisión según el diseño Panóptico

Prisión panóptica de Stateville (Illinois,USA)

Sistemas penitenciarios norteamericanos

De los regímenes penitenciarios citados, surgidos en concretas prisiones, resulta


el nacimiento en el primer tercio decimonónico de los denominados sistemas
penitenciarios norteamericanos, objeto de estudio y admiración por intelectuales de todo
el mundo y publicitados por los europeos durante el s. XIX, con principios rectores que
trascienden lo meramente regimental, articulándose en auténticas estructuras normativas
y físicas, con reflejo práctico en una arquitectura característica y un específico
tratamiento de los penados y de los sometidos al encierro. Así, un sistema penitenciario
puede ser definido, de modo genérico, como el conjunto de principios fundamentales
que informan la ejecución de las penas y medidas privativas de libertad a ejecutarse en
modelos arquitectónicos y organizativos específicos. En cambio, el régimen
penitenciario es un instrumento normativo del sistema, definido desde un punto de vista
amplio, como el conjunto de normas jurídicas que regulan la convivencia ordenada y
pacífica en un establecimiento penitenciario, para alcanzar los fines pretendidos por el
sistema en dos ámbitos concéntricos: el régimen penitenciario genérico, legal o
reglamentario, para todos los establecimientos del sistema y el régimen interior, propio
de cada centro penitenciario. Así podrá hacerse alusión a regímenes penitenciarios
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cerrado, abierto o de semilibertad, ordinario, etc., como etapas del sistema y dentro de
éstos diferentes regímenes derivados de las normas de régimen interior de cada
establecimiento.

La vinculación del sistema a la arquitectura tiene su máxima representación en


los dos estilos de construcción perfectamente definidos en los sistemas de Pensilvania y
Auburn. Filadelfia vino a impulsar, en el sistema penitenciario que tomaría su nombre,
también denominado pensilvánico o celular, un diseño arquitectónico y régimen de vida
característicos, que encontraría su característica representación física en las prisiones
radiales. Nueva York adoptaría, originariamente, aquellos principios penales
filadélficos. Así, a finales de 1797, se establecía la prisión de Newgate para la ciudad
principal de aquel estado. Con posterioridad la penitenciaría de Auburn se apartaría de
la dinámica pensilvánica representándose por las prisiones de pabellones laterales. Sus
principios penitenciarios y el sistema que tomó su nombre, más europeos en su origen,
liderarán más tarde el penitenciarismo norteamericano. No obstante, la traslación a
Europa del producto final, hizo resurgir los principios filadélficos; y las prisiones de
aquel diseño (radiales) poblarán las tierras del viejo continente, con el primer y notorio
ejemplo de la penitenciaría de Pentonville, puesta en funcionamiento en 1842, así como,
a partir del impulso favorable surgido del Congreso penitenciario de Bruselas de 1847.
Tras estas manifestaciones, el trascendente sistema progresivo, ya a mediados del s.
XIX, adoptará arquitectónicamente una morfología plural, dependiendo del lugar donde
se desarrolle, si bien predominando el denominado estilo paralelo.

Sistema filadélfico o pensilvánico

El sistema surgido en Filadelfia hizo suyo y nuclear el principio del aislamiento


en celda, procedente de la práctica en la prisión canónica europea, de realidades como la
carcere delle Murate florentina, de San Michele y Gante, recepcionado tal principio tras
el impulso de John Howard en su obra escrita y en la Penitentiary Act. Sistema puesto
en práctica en penitenciarías de estructura celular y forma radial, se caracterizaba por el
aislamiento total nocturno y diurno (solitary confinement), la ausencia total de visitas a
excepción de la del Director, el maestro, el capellán y los miembros de las Sociedades
filantrópicas, con la única actividad para el penado de leer la Biblia, permitiéndose
pasado un tiempo –y ante el aumento de casos de demencia- la realización de trabajos
manuales en las celdas. Asimismo, se aplicaba una férrea disciplina. La primera prisión
en adoptar este sistema radial fue en 1829 la Eastern Philadelphia Penitentiary, también
conocida como “Cherry Hill”, diseñada por John Haviland bajo los principios de
inspección central reconocidos en San Michele y Gante. Dicho establecimiento disponía
de un centro o cuerpo central desde donde surgían siete pabellones (a modo de radios de
una rueda) con la posibilidad de vigilar cada uno de tales corredores o galerías que
integraban las celdas y cada una de ellas con un reducido patio adyacente. Este diseño
radial o de estrella pasará a ser objeto de imitación en las penitenciarías que, desde
mediados del s. XIX, se edificarán en los países europeos.

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Estilo radial o de estrella: Planos de la prisión de Filadelfia (1829)

Planos de la prisión de Pentonville (1842)

Sistema de Auburn

El sistema auburniano procede de la reforma penitenciaria neoyorkina. Tras


masificarse Newgate, en 1818 se pone en funcionamiento la prisión de Auburn, que
pasa a ser dirigida en 1821 por Elam Lynds, realzando principios diversos del de
enmienda y reflexión a través del aislamiento, propio del sistema filadélfico, tomando
en cambio como base el trabajo de los penados que habían de realizar en común, bajo la
estricta regla del silencio (Silent System), procurado con rígida disciplina y
prescribiéndose el aislamiento en celda únicamente para la noche. Tiene como base
arquitectónica el establecimiento de pabellones laterales, en el que se combinan el
pabellón rectangular de la prisión de San Michele romana y las celdas interiores de la
belga en Gante. La disposición de los pabellones se hacía a ambos lados del edificio
administrativo del establecimiento. Su menor difusión inicial, en comparación con el
modelo filadélfico, ofrecía una alternativa frente al aislamiento celular estricto, que
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tendrá cabida, posteriormente, en el diseño del posterior régimen progresivo en la etapa
de trabajo en común previa a la de semilibertad.

Plano de la prisión de Auburn (1821)

Sistema reformatorio o de Elmira y establecimientos Borstal

Contemporáneo del sistema progresivo de cumplimiento de condenas surge el


denominado sistema reformatorio o de Elmira (1876), por adoptar el nombre de la
población neoyorkina donde se puso en práctica. Hay quienes lo plantean como una
manifestación del propio progresivo, pues se basaba en conseguir la corrección del
penado a través de un gradual proceso mediante el trabajo y el buen comportamiento y
en un régimen de condena indeterminada. Estaba destinado a delincuentes primarios
jóvenes, de entre dieciséis y treinta años de edad, a quienes se subdividía en tres
categorías según su conducta y con regímenes de diferente severidad hasta la obtención
de la libertad condicional.

Igualmente basados en sentencias indeterminadas, en cuanto al tiempo de


ejecución, los Borstal tienen su origen en 1901 en el establecimiento londinense con ese
nombre. Destinados de igual forma a jóvenes (en sus inicios delincuentes reincidentes
de entre 16 y 21 años), su régimen se dividía en cuatro etapas o grados, que comenzaban
con uno de observación bajo regla de silencio y prohibición de juegos, destinado a la
realización por los internos de trabajo e instrucción, que más tarde pasaban a un grado
intermedio y otro más de prueba, donde dependiendo de su evolución en la conducta
iban adquiriendo mayores cuotas de apertura regimental, antes de alcanzar la libertad
condicional.

Sistema progresivo

El sistema progresivo, también denominado régimen progresivo de


cumplimiento de condenas, surge como la idea transformadora y de mayor
trascendencia en la ejecución de las penas privativas de libertad, por cuanto su
15
proyección futura llega hasta nuestros días. En puridad debiera hablarse, en su origen,
de varios sistemas progresivos, contemporáneos entre sí, y de similares características,
pues surgían de la experiencia prisional y del conocimiento práctico de directores de
prisiones europeas, caracterizados por incentivar el comportamiento del interno,
disminuyendo progresivamente la intensidad de la pena. Los sistemas progresivos
pasaron a integrar, en su configuración, los modelos y sistemas precedentes,
convirtiendo cada uno de aquéllos en una fase o etapa de un proceso gradual por el que
el interno irá, progresivamente, avanzando hasta alcanzar la libertad. Así, en aquellos
primeros sistemas progresivos, el interno comenzaba su estancia en prisión en un
período de aislamiento absoluto, nocturno y diurno (caracteres del sistema filadélfico),
superado el cual el aislamiento se limitará a la noche, destinado el día al trabajo en
común (a similitud del sistema auburniano), para después pasar a una siguiente etapa de
trabajo extramuros en régimen de semilibertad (también denominado régimen abierto)
y, por fin, culminar el sistema con la salida del penado en libertad condicional. En
síntesis, el sistema pone en las manos del interno la llave de su prisión, le hace
participar en su propio camino hacia la libertad a través de su comportamiento y de su
trabajo.

La primera experiencia progresiva en la ejecución penal comparada se desarrolla


en España en 1835, en el presidio de Valencia dirigido por el Coronel Manuel
Montesinos y Molina, quien puso en práctica un sistema de cumplimiento de la pena
ilustrado y personal, humanista e individualizador, centrado más en la persona que en el
delito, haciendo un uso flexible de la Ordenanza General de los Presidios del Reino de
1834, normativa que incluía instituciones humanitarias y liberatorias como la rebaja de
penas. La formación laboral y el desempeño de un trabajo en el presidio eran
actividades ineludibles para los reclusos, introduciéndose, como principal novedad del
modelo de Montesinos, el trabajo extramuros con regreso del penado a pernoctar al
establecimiento, lo que tiempo después vendrá a denominarse régimen abierto o
régimen de semilibertad. Dividido el sistema en períodos por los que había de pasar el
penado, el primero de ellos denominado “de los Hierros”, previa entrevista personal con
el propio Montesinos, suponía la obligación para el penado de llevar unos grilletes de
extensión y grosor proporcional a la condena y permanecer en la brigada de depósito,
dedicado a trabajos de limpieza y otros interiores. La simbología de los hierros (que no
dificultaban en exceso la vida del penado), pretendía motivar a éste y suponía un
recordatorio constante de su nueva situación, perdida la libertad. La salida de este
primer período, y el paso al siguiente de trabajo en común, tenía lugar al escoger el
penado un trabajo a desarrollar en el presidio. En este segundo período, el recluso
realizaba una labor capacitadora, adquiriendo hábitos y habilidades profesionales,
aprendiendo en definitiva un oficio a través de su asistencia a diversos talleres. Por
último, el tercer período recibía el nombre de libertad intermediaria, e implicaba que el
condenado saliera al exterior a desempeñar actividades laborales, impulsando su
autorresponsabilidad y con la posibilidad de ver acortada su condena por medio de la
rebaja de penas premiando la conducta y el trabajo. El sistema de Montesinos pasaría a
la historia, en todo caso, como el primero en poner en funcionamiento un régimen
progresivo de cumplimiento de condenas y por alcanzar cifras de reincidencia mínimas
(3%).

La simiente progresiva iba a dar más frutos, gracias a la difusión de las primeras
experiencias y, en algún supuesto, a la comunicación entre los directores de aquellos

16
establecimientos. Así, además de las positivas prácticas de Montesinos en Valencia
cabría hacer mención de las de Maconochie en Norfolk, Fry en Newgate, Von
Obermaier en Munich, Crofton en Irlanda o Sollohub en Moscú como otras localizadas
experiencias, contemporáneas entre sí, y en los casos más evolucionados de
Maconochie o Montesinos, con similar apoyo, limitado, por parte de sus gobiernos.
Hasta 1837, dos años después de hacerse cargo Montesinos del presidio valenciano y de
implantar su sistema, no pone Maconochie su atención principal en la situación de los
convictos. El contexto reformador en el que desarrollaba su pensamiento se advierte en
los esfuerzos complementarios de otros británicos de mitad del s. XIX por la mejora de
las condiciones y tratamiento de los delincuentes. Iban a surtir su efecto las iniciativas
de Romilly, Buxton, Fry, Lushington, Brougham, Russell, Jebb, Clay, Crofton,
Mayhew, Organ, Carpenter, los hermanos Hill (Frederick y Matthew Davenport),
Shaftesbury, Derby, Kelly, Bright, Bowring, Adderley, Teignmouth, Lichfield, Aspland,
Hastings, Hanbury, Perry, Turner, Baker, Sturge, Hibbard, Ewart, Gilpin, Fowler,
Pearson, etc...

Son los años del resplandor y del ardor celular, del auge del aislamiento y de los
sistemas pensilvánico y auburniano, con sus etapas de encierro que asombran a Europa
y que a algunos experimentados penitenciarios como Montesinos o Maconochie no
terminan de convencer. Se señala la influencia del viaje en 1831 de los franceses
Beaumont y Toqueville; del británico William Crawford en 1832, representando a la
London Society for the Improvement of Prison Discipline; o de Julius, en
representación de Prusia en 1834. La primacía la conseguiría, como se ha dicho, el
modelo de Filadelfia. No obstante, el apoyo científico comparado a tal régimen celular
llegaría, como se señaló, en los primeros congresos penitenciarios de Frankfurt y
Bruselas, de 1846 y 1847. Son también los años del surgimiento de otras vertientes u
orientaciones trascendentes. La visión que aportara e impulsaba, entre otros, Charles
Lucas, remarcando los principios educadores como fundamento esencial de la actividad
penitenciaria, en contraste con los modelos filadélfico o auburniano. Y por fin, la
simiente del sistema individualizador basado en la sentencia indeterminada, que
promoviera desde su modelo Maconochie y se vislumbra, reforzada, tiempo después. La
pena indeterminada había tenido su defensa en las personas de Maconochie, Crofton,
Von Holtzendorff, Frederick Hill, Brockway, Bonneville de Marsangy y algunos
penólogos prácticos de otros países, y llegará tal planteamiento a ser propuesto como el
más beneficioso sistema entre las conclusiones del Congreso penitenciario de Cincinnati
(Ohio) de 1870, o incluso en el de Estocolmo de 1878.

La experiencia de Alexander Maconochie se llevó a cabo en la Isla de Norfolk


(Australia) destino de penados reincidentes (double convicts) tras haber sido
primeramente deportados a las colonias penales de aquel territorio. El sistema que
adoptaría se basaba en medir la duración de la pena por una suma de trabajo y buena
conducta, e incentivar tal comportamiento de los penados por medio de marcas o boletas
(marks system) que sumadas permitían obtener una suerte de libertad condicional. Esta
es la principal aportación de Maconochie al sistema progresivo promocionado por
Crofton, como última etapa del mismo. Tras la crisis de la deportación (sobrevenida por
el descubrimiento de las minas de oro de Victoria), se importará el sistema de
Maconochie por Inglaterra y se pretendió su aplicación en sus prisiones. Se articulaba
como un sistema de fases o etapas cuyas dos primeras constituían esencial y
respectivamente los regímenes filadélfico y auburniano. La siguiente fase vino a ser

17
aquel modo de libertad condicional que se obtenía al cumplir el penado la mitad o la
tercera parte de la condena.

La siguiente experiencia y manifestación definitiva, por cuanto a partir de la


misma el sistema progresivo tomará verdadera carta de naturaleza, así como vino a
adoptar el nombre de quien la puso en práctica y difundió internacionalmente la idea, es
la que llevó a cabo Sir Walter Crofton, por entonces inspector de prisiones de Irlanda,
conociéndose por ello internacionalmente como sistema irlandés o de Crofton. La
implantación tuvo lugar a partir de 1856, cuando se perfeccionó el sistema progresivo
inglés hasta entonces aplicable y que constaba de tres fases, al introducir un cuarto
período, que denominó intermedio, anterior a la libertad condicional y que, a semejanza
de lo realizado por Montesinos en Valencia, permitía salir al interno a trabajar al aire
libre, en trabajos generalmente agrícolas. Configurado así, con las cuatro etapas ya
fijadas, el sistema progresivo tuvo su mayor difusión en los foros penitenciarios
internacionales, tomando el diseño de Crofton y con ello el nombre futuro.

De igual modo, en Alemania, George Michael Von Obermayer, asimismo


director de prisiones desde 1830, puso en práctica en Múnich un sistema progresivo a
partir de 1842 que constaba de tres períodos. El primero, de vida en común y destinado
a la observación del interno, se caracterizaba por la regla del silencio. En el segundo, se
integraba al interno en un grupo de entre veinticinco y treinta internos de carácter
heterogéneo (pretendiendo asimilar el comportamiento en la vida libre), para que
mediante el trabajo y la buena conducta se pudiera alcanzar, en última fase, la libertad
anticipada.

La arquitectura penitenciaria, a diferencia de lo que tenía lugar en los sistemas


filadélfico y auburniano, no encuentra estilo concreto ni vinculación específica con el
sistema progresivo, por cuanto éste se desarrollaba en establecimientos diversos. Sin
embargo, a finales del siglo XIX surge un diseño de construcción que vendrá a
adecuarse a las necesidades y a las características de la ejecución penal del sistema
progresivo, el denominado estilo en paralelo.

Esquemas de estilo paralelo

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El sistema paralelo, también conocido como “de poste telefónico”, va a ser el
característico en la arquitectura penitenciaria del siglo XX y comienzos del XXI, a
ambos lados del Atlántico. Las posibles modificaciones a éste en la actualidad
mantienen su idea originaria y se manifiestan en diseños de centros penitenciarios
modulares (conformados por módulos idénticos destinados a diferentes tipologías de
internos en virtud de un criterio de clasificación penitenciaria), u otras variedades como
el estilo de pueblo o el estilo libre o de rascacielos.

Los siglos XIX y XX han sido espacios de transformaciones y experimentación


de sistemas. Es precisamente en esa época cuando básicos logros se consolidan: a la
separación de hombres-mujeres y menores-adultos, se unirá la de los enajenados, y más
tarde la de los preventivos, mutirreincidentes y categorías especiales de delincuentes,
alejados así de los centros ordinarios de pena, esbozándose de esta forma una de las
primeras ideas modernas, fundamento de un correcto tratamiento prisional, que se
mantiene hasta hoy: la necesidad de una correcta clasificación de los condenados, cuyo
fin no sea crear grupos homogéneos o heterogéneos de penados, sino “comunas
terapéuticas”. Para ello, como paso previo a aquella distribución de la población penal
en categorías aparece el indispensable y global examen médico-psicológico de todo
ingresado, que es el encargado de presentar el diagnóstico del mismo con un criterio
científico. Se realice en centros penitenciarios especiales y a este fin destinados, o en los
mismos lugares de cumplimiento, en sección separada, y por un grupo técnico
profesionalizado, tal completo reconocimiento y estudio ha de sentar las posteriores y
específicas directrices de actuación sobre el reo por parte de la Administración
penitenciaria, realizándose así la primera parte de observación de todo régimen
prisional, pasando de la misma a la segunda: central o de educación. En ella predominan
dos conceptos esenciales: el de la individualización ejecutiva, es decir, la adecuación de
la sanción privativa de libertad impuesta a la especial personalidad y circunstancias del
delincuente, y el de la resocialización de éste con vistas a una futura vida libre que no de
ocasión a la reincidencia en el acto reprobable penalmente. Se trata de la consecución de
la resocialización como un objetivo de mínimos: ser capaz de vivir respetando la ley
penal.

El principio de legalidad penal ha informado, en todo caso, muchas de las


normativas modernas que regulan los sistemas penitenciarios y la ejecución penal. Así,
desde Alemania y Suecia, pasando por México o Argentina, consagran como primera
fuente de sus derechos penitenciarios, precisamente a las correspondientes leyes
penitenciarias, redactadas todas ellas teniendo en cuenta, en mayor o menor medida, las
Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos, elaboradas por las Naciones
Unidas en Ginebra en 1955 y actualizadas por el Consejo de Europa en 1973. Con
posterioridad, en el entorno europeo se dictarían las denominadas Reglas Penitenciarias
Europeas con su última versión de 2006. Más recientemente, potenciando los principios
de prevención especial positiva también por Naciones Unidas se promulgan las
denominadas Reglas Mandela de 2015, actualizando las Reglas Mínimas de 1955. La
asunción de tales contenidos se dejará sentir de igual modo en las leyes penitenciarias
española y portuguesa. Si la ley ofrece garantías en materia tan sensible como la
privación de libertad, como derecho fundamental positivizado en las constituciones, la
aplicación de la misma ha de hacerse de manera individualizada. Se han presentado tres
modos de individualización en esta materia: la legislativa, judicial y penitenciaria. La
legislativa o legal se sitúa en la norma penal, de manera abstracta y general, fijando el

19
legislador su extensión temporal, entre un mínimo y un máximo. La individualización
judicial es la elección de la pena concreta a imponer al reo que realiza el juez, exigiendo
muchos autores una conveniente formación criminológica en el mismo. La penitenciaria
o administrativa es la realizada por los funcionarios especializados de la Administración
penitenciaria, mediante el completo estudio de la personalidad del condenado. El
inconveniente planteado por algún tratadista, acerca de la posible arbitrariedad
administrativa, se vino a subsanar con la introducción de la figura del Juez de vigilancia
o de ejecución de penas, que ya aparece en muchos Derechos modernos (Italia, Francia,
España, Brasil, Portugal, etc…).

En este último sentido individualizador penitenciario, el sistema progresivo que


vino a introducir programas educativos y formativos, además de los clásicos y
estrictamente laborales en prisión, ha encontrado versiones perfeccionadas como el
denominado progresivo técnico o el sistema conocido como de individualización
científica. Ambos tienen como base el sistema de etapas por las que ha de evolucionar el
penado, pero desde mediados del s. XX con el impulso del elemento de intervención
tratamental, esto es, del tratamiento penitenciario aplicable de modo individualizado, la
estanqueidad de los compartimentos del sistema se vino a quebrar. La primera
manifestación teórico-práctica del uso de las ciencias de la conducta y específicamente
de aquellas que informan a la después denominada Criminología clínica en el
tratamiento de los delincuentes en prisión, desvirtuando el sistema progresivo clásico, la
llevó a cabo el médico-criminólogo y penitenciarista Rafael Salillas y Panzano en 1903,
con la puesta en marcha de la Escuela de Criminología en la prisión celular de Madrid y
su proyección hacia el ámbito penitenciario. Una iniciativa similar surge en Buenos
Aires, en el Instituto de Criminología, pocos años más tarde a partir de 1907 de la mano
de Antonio Ballvé y José Ingenieros en la Penitenciaría de la capital argentina. No
obstante, pasará desapercibida tal iniciativa y habrá de ser medio siglo más tarde cuando
las tendencias tratamentales, apoyadas por la teoría de la “Nueva defensa social (1954)”
de Marc Ancel, toman la prioridad y el régimen penitenciario pasa a configurarse como
un vehículo para el tratamiento penitenciario como instrumento resocializador. Se
constituye, a partir de entonces, como el conjunto de actividades desarrolladas por las
ciencias de la conducta, destinadas al logro de la reinserción social del condenado. Así,
la concreción del objetivo de la reacción social privativa de libertad en el medio
carcelario viene a constituir la elemental noción del tratamiento penitenciario. La
normativa de Naciones Unidas de 1955 y de 2015 (Reglas Mínimas de Tratamiento de
los Reclusos) reforzaría esa pretensión. El sistema de individualización científica
supone, por ello, un paso más adelante que el progresivo, con base en el tratamiento
penitenciario individualizado y con el fin resocializador como principio inspirador, no
se somete al esquema de etapas del sistema progresivo clásico, sino que lo quiebra, por
cuanto para clasificar a un interno en un determinado grado penitenciario, en una de las
fases en que se divide el tiempo de cumplimiento de su pena, no será ya necesario haber
pasado por las anteriores etapas, siendo posible, a modo de ejemplo, en virtud de la
individualización de su tratamiento, clasificar inicialmente a un penado en semilibertad
y que asuma ese régimen de vida específico, sin haber pasado por las previas etapas de
privación de libertad con mayores restricciones y tiempo de encierro.

Durante varios decenios, ya en el siglo XX, la rehabilitación, continuadora de la


idea decimonónica correccional del penado, sería la meta perseguida por la política
penal-penitenciaria estadounidense y de otros muchos países de la órbita cultural

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occidental. Este fin otorgado a la pena privativa de libertad se mantuvo como un
importante factor de la penología norteamericana y de otros países hasta la década de
los años setenta. Hasta entonces, desde que viniera a sustituir a las penas corporales y en
muchas ocasiones a la pena capital, la pena privativa de libertad se había convertido en
prácticamente el único resorte punitivo del Estado, con escasa utilización de otras
alternativas. Desde ese momento, por un lado, se vino a constatar un creciente
desencanto, escepticismo y críticas a las ideas reeducadoras y dirigidas a la
resocialización y, de otra parte, tras ponerse de manifiesto los aspectos negativos de esta
pena, comenzaba a plantearse seriamente la necesidad de buscar alternativas y
sustitutivos penales a la privación de libertad. Esto no era solamente el resultado de un
creciente convencimiento en el fracaso de los esfuerzos rehabilitadores tanto para
reducir la criminalidad cuanto para influir en la conducta de los penados, sino que
también surge como la resultante de un creciente número de críticas desde la
Criminología y las ciencias sociales, que llegaban a concluir en la necesidad de
desarrollar nuevas estrategias penológicas a la luz del incremento de los índices de
criminalidad y el cambiante clima sociopolítico. El declive del ideal rehabilitador ha
servido, por otra parte, para justificar la retirada en las prisiones de las actividades
recreativas, educativas y de formación profesional, o para verlas minimizadas.
Algunas de tales críticas del último tercio del siglo XX crecerían hasta el
extremo de entender que, no solamente no había funcionado el sistema rehabilitador o
resocializador, sino que tal idea y fundamento no había de formar parte del propósito
principal de la pena. No obstante, aunque los ideales de reeducación y reinserción social
no hayan desaparecido por completo, y sigan siendo reivindicados formalmente a
ambos lados del Atlántico, con los necesarios apoyos económico-presupuestarios
adecuados por un sector de los especialistas en penología, como así lo demuestran los
preceptos iniciales de las Reglas de Naciones Unidas de 2015, tales fundamentos han
sido, especialmente en el contexto norteamericano, reemplazados por un mayor énfasis
en la protección de la sociedad. Los principios rectores fruto de esta transformación
habrían llegado a ser la denominada incapacitación selectiva y los criterios de
retribución y prevención general más pura y sublime. El áspero sentido de encerrar a los
delincuentes por un determinado periodo de tiempo, segregación durante la cual no
pudieran dañar a la sociedad. En síntesis, la denominada “human containment”. El
origen de una nueva política criminal sustentada por otras circunstancias de índole
sociopolítica. Así, el citado cambio de política penal se emparejaba con demandas
públicas exigiendo los criterios de “Ley y orden”, respaldados por una continuada
declaración político-populista de guerra contra el crimen. En esta dirección, durante
años, los políticos favorables a la “mano dura contra el crimen” han respondido a ese
sentimiento público incrementando legislativamente el número de delitos y conductas
tipificadas como tales, así como alargando las sentencias de internamiento. La
población penitenciaria se disparaba y medidas legales como el “truth-in-sentencing”, o
la más reciente “three-strikes and out” prometían agravar el problema de espacio en los
Establecimientos penitenciarios.

A partir de los años ochenta del siglo XX, el modelo más cercano al retributivo,
la segregación, custodia y la disuasión preventivo-general obedecen, de ese modo, a una
desconfianza tanto en la labor de las ciencias de la conducta aplicables a los penados,
cuanto en la mejora institucionalmente inducida de la persona, resultando, en todo caso,
en un abusivo incremento en el uso del internamiento. Las manifestaciones prácticas
incluirían una acentuada utilización de la prisión preventiva, más penas cortas de
21
obligado cumplimiento reclusivo, así como medidas de encierro de un número
importante de delincuentes habituales junto a las consecuencias propias de la abolición
de la libertad condicional o Parole en algunas jurisdicciones. La paradoja que se
constata, es que cuando más se ha pretendido argumentar el fracaso de todos los fines a
que se destina la prisión (desde el retributivo al reinsertador), se produce no obstante
una expansión del uso de la pena privativa de libertad. Se ha llegado a una época
caracterizada por el populismo punitivo, cuya principal consecuencia es el uso del
Derecho penal por gobernantes que creen que mayores penas pueden reducir el delito, y
que estas penas pueden ayudar a reforzar el consenso moral existente en la sociedad, así
como que existen ganancias procedentes de este uso del Ius puniendi. En este clima
punitivista actual, tomaba protagonismo el denominado derecho penal (y penitenciario)
del enemigo, que nos devolvía al derecho punitivo falto de garantías propio de siglos
pasados, con un nuevo impulso del adelantamiento de la punibilidad (con punto de
referencia en la posibilidad futura de comisión de un hecho delictivo y no un hecho ya
cometido), así como predicando penas desproporcionadamente altas (reivindicándose
desde tales posturas punitivistas el cumplimiento íntegro y la cadena perpetua) para
aquellos delincuentes que los Códigos penales, influenciados por medidas populistas
consideran hoy especialmente dañinos y enemigos del Estado. De igual modo, se han
favorecido desde tales presupuestos de política criminal retributiva medidas de
restricción de beneficios penitenciarios e incluso la aplicación retroactiva de las normas
penales desfavorables al reo. Consecuencia de utilizar este Derecho penal de
emergencia, es que, en muchos ordenamientos, al final del siglo XX, se ha impuesto la
severidad como modo de disuasión (a modo de prevención general negativa) y una
mayor incapacitación en el uso de la prisión como un fin en sí mismo. Y, consecuencia
añadida ha sido, en muchos sistemas, el hacinamiento y la superpoblación penitenciaria,
con la consecuente urgente necesidad de nuevos establecimientos ante la
indisponibilidad de espacio para absorber la creciente demanda punitiva, para lo cual en
algunos entornos la mirada administrativa y política, después estatal, también se llevó,
desde mediados de los años ochenta del siglo XX, hacia las posibilidades que ofrecía el
sector privado, dispuesto, oportuno e interesado, para el propósito de dar solución con
intereses lucrativos a la situación surgida o creada, que se ofrecía determinante ante tal
carencia de plazas de reclusión. Las prisiones privatizadas se presentaron en ese
momento como una novedad, reeditando el viejo modelo panóptico del jurisconsulto
Jeremy Bentham. Constituyen hoy una realidad autónoma, localizada en algunos,
escasos, ordenamientos, y significan, a la postre, una solución insatisfactoria, dirigidas
al mantenimiento de un modelo punitivo sin resultados constatables, y con otras
consecuencias reprobables que serán objeto de la última de las lecciones del curso (la
octava), mientras en la siguiente –lección 2- abordaremos estas últimas cuestiones,
relativas al fundamento de la pena y a sus teorías, con mayor profundidad.

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