La Figura de Maria A Traves de Los Evangelistas

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7/22/23, 1:02 PM La figura de Maria a traves de los evangelistas

La figura de María a través de los evangelistas


Horacio Bojorge S.J
 

INTRODUCCIÓN

María en el Nuevo Testamento

Un hecho que llama la atención cuando buscamos lo que se dice en el Nuevo


Testamento, acerca de la Santísima Virgen María, es que de los veintisiete escritos
que forman el canon del Nuevo Testamento, sólo en cuatro se la nombra por su
nombre: María. Y son éstos los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, y el libro de
los Hechos de los Apóstoles. Otro libro más, el evangelio según san Juan, nos
habla de ella sin nombrarla jamás, y haciendo siempre referencia a ella como la
madre de Jesús, o su madre. Fuera de estos cinco libros, ninguno de los veintidós
restantes nos habla directamente de María. Sólo los ojos de la fe han sabido
atribuirle la parte que tiene en aquellos pasajes en que - por ejemplo - se habla de
que Jesús es el Hijo de David, o de que somos Hijos de la Promesa, o de la
Jerusalén de arriba, o que el Padre nos envió a su Hijo, hecho hijo de mujer; o han
sabido reconocerla en la misteriosa Mujer coronada de astros del Apocalipsis.

Explícitamente nombrada en sólo cinco libros de los veintisiete, María parece


haber sido reconocida - si nos atenemos a una primera impresión - por sólo la
mitad de los hagiógrafos (escritores inspirados) que escribieron el Nuevo
Testamento. De ocho que son, sólo cuatro nos hablan de ella: Mateo, Marcos,
Lucas y Juan. No nos hablan de ella ni Santiago, ni Pedro, ni Judas. Pablo sólo
alude indirectamente a ella en Gálatas 4, 4-5.

Por lo tanto, hablar de la figura de María en el Nuevo Testamento, es hablar de


María a través de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, o sea a través de los
evangelistas.

Nótese que no decimos a través de los evangelios, sino a través de los


evangelistas. Porque casi podría decirse a través de los evangelios, si no fuera
por una referencia que el evangelista Lucas hace fuera de su evangelio, en el libro
de los Hechos de los Apóstoles (1,14) y por lo que puede interpretarse que de ella
dice Juan en el Apocalipsis, identificada ya con la Iglesia.

María en el Nuevo Testamento, es prácticamente, por lo menos principalmente:


María en los evangelios. Porque fuera de ellos no se nos dice prácticamente más,
o mucho más, acerca de María.

Para contemplar la figura de María a través de los evangelios podríamos seguir


dos caminos que vamos a llamar: el camino sintético y el camino analítico. El
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camino sintético consistiría en sintetizar los datos dispersos de los cuatro


evangelios en un solo retrato de María. Consistiría en trazar un solo retrato a partir
de la convergencia de cuatro descripciones distintas.

O se puede seguir otro camino, el analítico - y es el que hemos elegido - que


consiste en considerar por separado las cuatro imágenes o semblanzas de María.

El primer camino sintético, se hubiera llamado propiamente: La figura de María en


los Evangelios. Este segundo camino que queremos seguir es en cambio el de la
figura, o más propiamente, las figuras, los retratos de María a través de los
evangelistas.

Por supuesto, bien lo sabemos, hay un solo Evangelio: el Evangelio de Nuestro


Señor Jesucristo. Pero el mismo Dios que dispuso que hubiera un solo mensaje de
salvación, dispuso también que se nos conservaran cuatro presentaciones del
mismo.

El único Evangelio es, pues, un evangelio cuadriforme, como bien observa ya san
Ireneo, refutando los errores de los herejes que esgrimían los dichos de un
evangelista en contra de los dichos de otro (Adv. Haereses III,11).

Esta presentación cuadriforme de un único Evangelio es la que nos da la


profundidad, la perspectiva, el relieve de las miradas convergentes. Una sola
visión estereofónica o estereofotográfica de Jesús. Un solo Jesús y una sola obra
salvadora pero cuatro perspectivas y cuatro modos de presentarlo - a Él y a su
obra -. Cada uno de los evangelistas tiene su manera propia de dibujar la figura de
Jesucristo. Y todo lo que dice cada uno de ellos está al servicio de esa pintura que
nos hace de Jesús.

¿Hay que extrañarse de que, consecuentemente, seleccione los rasgos históricos,


narre los acontecimientos, altere a veces el orden cronológico o prescinda de él,
para seguir el orden de su propia lógica teológica (si vale la redundancia) y
subordine el modo de presentación de los hechos y personas al fin de mostrar de
manera eficaz a Jesús y su mensaje, según su inspiración divina y las
circunstancias de oyentes, tiempo y lugar?

¿Y nos habríamos de extrañar de que las diversas perspectivas con que los cuatro
evangelistas nos narran los mismos hechos y nos presentan a Jesús, dieran lugar
a cuatro presentaciones distintas de María?

Dado que el misterio de María es un aspecto del misterio de Cristo, todo lícito
cambio de enfoque del misterio de Cristo (que como misterio divino es susceptible
de un número inagotable de enfoques diversos - aunque jamás puedan ser
divergentes - ), comporta sus cambios de armónicos y de enfoque en el misterio de
María.

Hay pues un solo Jesucristo en cuadriforme presentación, y hay también un solo


misterio de María en presentación cuadriforme. Y hay, además, una coherencia
muy especial y significativa, entre el modo cómo cada evangelista nos muestra a
Jesús y el modo cómo nos muestra a María, al servicio de su presentación propia
de Jesús.
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Dejémonos guiar de la mano sucesivamente por cada uno de los cuatro


evangelistas. Y a través de su manera de presentarnos la figura de María,
tratemos de penetrar más profundamente en su comprensión del Señor. La
máxima: A Jesús por María no es una invención moderna; hunde sus raíces en la
bimilenaria tradición de nuestra Santa Iglesia. Ella arraiga en los evangelios; y, en
cuanto podemos rastrearlo valiéndonos de ellos, incluso en una tradición oral
anterior a ellos y de la cual ellos son las primeras plasmaciones escritas.

Dejemos, pues, que los evangelistas nos lleven a través de María a un mayor
conocimiento del Señor que viene y que esperamos.

1. La figura de María a través de San Marcos


La imagen más antigua

Comenzamos por Marcos, el más breve y, casi con seguridad, el más antiguo de
los cuatro evangelios. El que recoge, muy probablemente, las catequesis y
predicaciones de San Pedro, o sea, el evangelio según lo proclamaba Pedro.

Acerca de María, este evangelio de Marcos es una parquedad extrema,


comparable –por la ausencia de referencias- al gran silencio marial neo-
testamentario. Marcos comienza su evangelio presentando la figura de san Juan
Bautista, y casi inmediatamente a un Jesús ya adulto que llega a bautizarse en el
Jordán. Nada de relatos de la infancia, que –como vemos en Mateo y Lucas- se
prestan a decirnos algo de la Madre. Nada comparable a dos grandes escenas
marianas del evangelio de San Juan: las bodas de Caná y el Calvario.

1. Dos textos: Mc 3, 31-35; 6, 1-3


 

Lo que dice Marcos acerca de María se agota en dos brevísimos pasajes, ambos
situados en la primera parte de su evangelio. Y en esos pasajes ni siquiera se
advierte la impronta personal del narrador. Este mantiene una fría objetividad de
cronista y nos reporta lo que terceras personas dicen de María. Y si nos
detenemos a analizar el texto, encontramos que esas terceras personas son
incrédulas, enemigos de Jesús, que por supuesto no se ocupan de su madre con
benevolencia, sino desde su hostilidad y descreimiento. Para ellos se agrega,
como contrapunto y refutación, es testimonio de Jesús mismo acerca de María.

Leamos los pasajes. El primero en Mc 3, 31-35

"Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le mandaron llamar.

Se había sentado gente a su alrededor y le dicen:

-Mira, tu madre y tus hermanos y te buscan allí fuera.


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El replicó :

-¿Quién es mi madre y mis hermanos?

Y mirando en torno, a los que se habían sentado a su alrededor, dijo:

-Aquí tienes a mi madre y mis hermanos.

El que haga voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre".

El segundo pasaje es la escéptica exclamación de los que se admiraban,


incrédulos, de su inexplicable poder y sabiduría; se lee en el capítulo 6, 1-3

"Se marchó de allí y fue a su tierra, y le siguieron sus discípulos. Cuando


llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y los muchos que le oían
se admiraban diciendo:

-¿De dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que se le ha dado? ¿Y


tales milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de
María y hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y no están sus
hermanos aquí con nosotros?

Y se escandalizaron de él".

Estos son los dos únicos pasajes del evangelio de Marcos en que se
menciona a María. Ellos comprueban simplemente que a Jesús se lo conocía
en su medio como el carpintero, el hijo de María. Que esa filiación hacía para
muchos más increíble que fuera el enviado de Dios. Servía de excusa a los
mal dispuestos para afirmarse en su incredulidad. Porque las mismas
distancias entre las muestras de poder y sabiduría que –según el relato de
Marcos- Jesús iba dando por todas partes, era un argumento de que no le
venían de herencia ni de bagaje humano, sino como don de lo alto. La misma
humildad de su parentela galilea –la parte proverbialmente más ignorante de
las cosas de la ley dentro del pueblo judío- debía haber sido argumento
convincente a favor del origen divino de sus obras. Si ellas eran inexplicables
por la carne y el parentesco, ¿no habría que tratar de explicarlas por el
espíritu de Dios?

2. El contexto del evangelio

Pero tratemos de comprender mejor el sentido de estos episodios


colocándonos en la óptica del relato de Marcos. Toda la primera parte de su
evangelio, hasta el capítulo octavo, versículos 27-30 (la confesión de Pedro),
nos muestra a Jesús que obra maravillas y portentos, que despierta la
admiración del pueblo, que deslumbra con su poder sobrehumano. Es decir,
nos muestra la revelación progresiva y creciente de Jesús. Y al mismo tiempo
nos muestra la absoluta y general comprensión del verdadero carácter de su
persona y su misión. Jesús se revela, pero nadie entiende su revelación. No
la entiende el pueblo, no la entienden sus discípulos, no la entienden los
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escribas, no la entienden sus familiares. No la entienden los que se niegan a


creer en él y con los que se enfrenta en polémicas y a los que les habla en
parábolas.

De esta incomprensión de los incrédulos no hay que admirarse. Pero sí de


que tampoco lo comprendan ni entiendan sus propios discípulos. En la
privilegiada confesión de la fe de Pedro, con la que culmina la primera parte
del evangelio, se entrevé al mismo tiempo un abismo de ignorancia y de
resistencia al aspecto doloroso de la identidad de Jesús Mesías.

Nada más comenzar la carrera de Jesús con un sábado en Cafarnaúm, con


su enseñanza en la sinagoga y con numerosas curaciones de enfermos y
expulsiones de demonios, en cuanto han empezado a seguirle sus primeros
discípulos y se ha encendido el fervor popular, ya apuntan la oposición y las
críticas: Jesús cura en sábado, come con pecadores; sus discípulos no
ayunan y arrancan espigas en sábado. Y ya desde el comienzo del capítulo
tercer, los fariseos se confabulan con los herodianos para ver cómo
eliminarlo. Pero ello se hace difícil, porque una muchedumbre sigue a Jesús.
Este elige de entre ella a sus numerosos discípulos. Uno de los primeros
pasos de la confabulación se advierte en 3, 20-21. Jesús vuelve a su tierra.
Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que ni siquiera podían comer.

"Se enteraron sus parientes y fueron a dominarlo, porque (les) decían: ‘Está
fuera de sí’".

3. La oposición al Mesías

El primer paso de la confabulación contra Jesús consiste en declararlo loco y


en interesar a los parientes para dominar a un consanguíneo que podría
implicarlo en sus locuras y traerles problemas. Que este método intimidatorio
de los parientes –que fue usado contra Jesús y los suyos- era un método
usual, nos lo demuestra el episodio del ciego de nacimiento, en el evangelio
según san Juan, a cuyos padres llamaron a declarar ante el tribunal (9, 18-
23).

Habiendo oído que Jesús estaba fuera de sí, y movidos quizás por temores y
veladas amenazas, los parientes de Jesús acuden a dominarlo. Arrastran a
su madre a cuyas instancias esperan que Jesús no pueda resistir. Entre
tanto, Marcos registra el crescendo de las acusaciones contra Jesús. Jesús
es más que un loco. Es un endemoniado: "Está poseído por un espíritu
inmundo" (3, 22).

En medio de esta tormenta, de hostilidad por un lado y de entusiasmo popular


por otro, es cuando relata Marcos con laconismo de cronista:

"Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar".

Se trata de arreglar un problema familiar. Los humildes aldeanos galileos no


quieren discutir de teologías. Por la humildad, por modestias o por prudencia
campesina

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–porque la falta de letras no es sinónimo de tontería-, no entran. (Según


Lucas, no entran simplemente porque la muchedumbre les impide acercarse).

"Estaba mucha gente sentada a su alrededor"

El odiado doctor está rodeado de una audiencia entusiasta que siente arder
el corazón con su palabra, "porque les enseñaba como quien tiene autoridad
y no como los escriba", ha registrado Marcos (1, 22). Algún malévolo infiltrado
entre al audiencia se complace en anunciar en voz alta a Jesús:

"¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan".

Es a Jesús a quien lo dice, pero indirectamente a su auditorio: "Ved de qué


familia viene vuestro doctor". Marcos registra más adelante, en el capítulo
sexto que esta malévola cizaña ha prendido: "¿No es éste el carpintero, el hijo
de María, y no conocemos a toda su parentela?". Y se escandalizaban de él.

La humildad de María y de los parientes de Jesús es esgrimida para


humillarlo, para empequeñecerlo delante de su auditorio: ¡Qué candidato a
Rey Mesías! ¡Qué candidato a doctor y salvador! He aquí la parentela del
profeta. Es el mismo argumento que nos relata también san Juan:

"Pero los judíos murmuraban de él, porque había dicho:

‘Yo soy el pan que ha bajado del cielo’.

Y decían:

‘¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo
puede decir ahora: He bajado del Cielo?’" (6, 42).

Y registra además san Juan que muchos de sus discípulos se apartaron de él


con aquella ocasión:

"Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?" (Jn. 6, 61).

"Y ni siquiera sus parientes creían en él" (Jn. 7, 5).

"Y los judíos asombrados decían: ‘¿cómo entiende de letras sin haber
estudiado?’" (Jn. 7,15).

Marcos nos hace oír a los que hablan de María, la madre de Jesús, desde su
profunda hostilidad al Hijo. Hay en sus palabras un subrayar los humildes
orígenes humanos de Jesús, que es tácita negación de su origen y calidad
divina.

Así como habrá un Ecce homo! que escarnece a Jesús en su pasión, hay
aquí un adelanto del mismo, que envuelve a María en el mismo insulto de
desprecio –Ecce mulier, ecce Mater eius- (He aquí a la mujer, ven quién es
su madre…).
 

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4. El testimonio de Jesús

A este lanzazo polémico, oculto en el comedimiento de aquellos que le


anuncian la presencia de los suyos allí afuera, responde el contrapunto
también polémico de Jesús:

"¿Quién es mi madre y mis hermanos?".

"Y mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor (Mateo


precisa el lugar paralelo que son sus discípulos), dice: ‘Estos son mi madre y
mis hermanos’".

Frecuentemente Jesús habla en los evangelios de sus discípulos como de


sus hermanos, o de "estos hermanos míos mas pequeños", o simplemente de
"los pequeños". Se trata de aquellos que oyen a Jesús con fe aunque no lo
entiendan perfectamente. Se trata de los que no se le oponen, sino de los
que le siguen y le escuchan. Esta es la familia de Jesús, porque es la familia
del Padre. (Cuyo vínculo familiar no es la sangre, sino la Nueva Alianza en la
Sangre de Jesús, o sea, la fe en él).

Como explicita san Juan: "A los que creen en su nombre les dio el poder de
llegar a ser hijos de Dios" (Jn. 1, 12).

Por eso remata Jesús con una explicación de por qué son esos sus
auténticos familiares:

"Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi


madre".

O en la versión de Lucas:

"El que oye la palabra de Dios y la guarda, ese es mi hermano y mi hermana


y mi madre" (Lc. 8, 21).

La misteriosa (y quizás para muchos no muy evidentes) ecuación entre


"cumplir la voluntad de Dios" o "escuchar su Palabra y cumplirlas", y creer en
Jesucristo, nos la revela explícitamente san Juan en su primera carta:

"Guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su


mandamiento (y lo que le agrada): que creamos en el nombre de su Hijo
Jesucristo y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó" (1ª Jn 3,
22-23).

Hacer la voluntad del Padre no es doblegarse a un oscuro querer, sino


complacerse en hacer lo que a Dios le complace; es regocijarse en el regocijo
de Dios. Y si nos pregunta en qué se deleita y regocija nuestro Dios, que
como Ser omnipotente puede parecer muy difícil de contentar, sabemos qué
responder porque ese Ser inaccesible nos ha revelado qué es lo que le
regocija:

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"Este es mi Hijo, a quien amo y en quien me complazco: escuchádle…" (Mt


17, 1-8; Mc 9, 7; Lc 9, 35).

Nuestro Dios se revela como el Padre que ama a su Hijo Jesucristo, y se


deleita en él, y no pide otra cosa de nosotros sino que lo escuchemos llenos
de fe y lo sigamos como discípulos.

Entendemos quizás ahora por qué Lucas traduce el "cumplir la voluntad de


Dios", de que hablan Mateo y Marcos, con una frase equivalente: Escuchar
su Palabra (que es escuchar a su Hijo) y guardarla (que es seguirlo como
discípulo).

Y similar identificación de la voluntad de Dios con la Palabra de Jesús nos


ofrece un texto del evangelio de Juan:

"Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado, y el que quiera cumplir
su voluntad verá si mi doctrina es de Dios o hablo yo por mi cuenta" (Jn 7,
16-17).

Parientes de Jesús son, pues, lo que por creer en él entran en la corriente del
vínculo de complacencia que une al Padre con el Hijo y al Hijo con el Padre.

Por eso, su respuesta a los que lo envuelven a él y a su madre en un mismo


rechazo y vilipendio es una seria advertencia. Equivale a distanciarse de ellos
y negarle cualquier otra posibilidad de entrar en comunión con Dios que no
sea a través de la fe en él.

Pero esta palabra de Jesús tiene dos filos. Y el segundo filo es el de una
alabanza, el de una declaración de Alianza de parentesco (el único real y más
fuerte que el de sangre) entre el creyente y él. Y en la medida en que María
mereció ser su Madre por haber creído es éste el más valioso testimonio que
podía ofrecernos Marcos a cerca de María.

El testimonio de Jesús a cerca de la razón última y única por la cual María


pudo llegar a ser su Madre: la fe en él.

5. María Madre de Jesús por la fe

María no estuvo unida a Jesús solo ni primariamente por un vínculo de


sangre. Para que ese vínculo de sangre pudiera llegar a tener lugar, tuvo que
haber previamente un vínculo que Jesús estima como mucho más importante.

Pero todo esto Marco no lo explicita. Ni el Señor lo explicitó sin duda en


aquella ocasión. Es por otros caminos por donde hemos llegado a
comprender lo que hay implícito en el velado testimonio de Jesús que Marcos
nos relata. Que María creyó en Jesús antes de que Jesús fuera Jesús. Y que
solo porque el verbo encontró en ella esa fe pudo encarnarse.

Es así como el silencio mariano de Marcos da paso a la elocuencia mariana


de Jesús mismo. Una elocuencia que lleva la firma de la autenticidad en su
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mismo estilo enigmático, velado, parabólico, el estilo de Jesús en todas sus


polémicas. Un lenguaje que es revelación para el creyente y ocultamiento
para el incrédulo.

Y quiero terminar –para confirmar lo dicho- iluminando este primer retrato de


María, según Marcos, con una luz que tomaré prestada del evangelio de
Lucas, pero en la casi absoluta certeza de que no se debe sólo a su pluma,
sino a la misma antiquísima tradición pre-evangelista en que se apoya
Marcos. Me complace considerarlo como un incidente ocurrido en la misma
ocasión que Marcos nos relata, cómo lo sugiere su engarce en un contexto
similarísimo. En medio de las acusaciones de que está endemoniado, y
estando Jesús ocupado en defenderse,

"Alzó la voz una mujer del pueblo y dijo:

‘Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron’.

Pero él dijo: ‘Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la
guardan’". (Lc 11, 27-28).

Creo que Lucas ha querido explicitar directamente, al insertar este episodio


en su evangelio, lo que no queda a su gusto suficientemente explícito en el
relato de Marcos: que las palabras de Jesús, en respuesta a los que le
anunciaban la presencia de los suyos, encerraban un testimonio acerca de
María.

Conclusión

La figura de María según Marcos es, como nos lo puede mostrar su


comparación con los pasajes paralelos de Mateo y Lucas, la figura más
primitiva que podemos rastrear a través de los escritos del Nuevo
Testamento. Es la imagen de la tradición pre-evangélica y se remonta a Jesús
mismo.

Es una figura a penas esbozada, pero clara en sus rasgos esenciales.


Rasgos que, como veremos, desarrollaran y explicitarán los demás
evangelistas, limitándose solo a mostrar lo que ya estaba implícito en esta
figura de María, madre ignorada de un Mesías ignorado. Madre vituperada
del que es vituperado. Pero, para Jesús, bien aventurada por haber creído en
él. Madre por la fe más que por su sangre.

Y ya desde el principio, y desde el testimonio mismo de Jesús: Madre del


Mesías, presentada en explícita relación, de parentesco con los que creen en
Jesús, como Madre de sus discípulos, que es decir, de su Iglesia.

APÉNDICE

EL GÉNERO LITERARIO EVANGELIO

1.- Cómo hay que interpretar la Sagrada Escritura


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La Constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II enseña que para interpretar
adecuadamente la Sagrada Escritura, es muy importante determinar el género
literario. Por eso se ha de tener muy en cuenta cuál es el género literario de los
Evangelios. Y esto conviene tenerlo en cuenta para evaluar la evidencia
evangélica sobre María. Dice la Dei Verbum:

"Habiendo hablado Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a la


manera humana, para que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que
El quiso comunicarnos, debe investigar con atención qué pretendieron expresar
realmente los hagiógrafos [= escritores inspirados por Dios] y plugo a Dios [=
quiso Dios] manifestar con las palabras de ellos."

[El Principio o Ley del Texto]

"Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas,
los géneros literarios.

I. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de


diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros
literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado intenta decir y dice,
según su tiempo y su cultura, por medio de los géneros literarios propios de
su época. Para comprender exactamente lo que el autor quiere afirmar en
sus escritos, hay que tener muy en cuenta los modos de pensar, de
expresarse, de narrar que se usaban en tiempo del escritor, y también las
expresiones que entonces se solían emplear más en la conversación
ordinaria".

[Principio o Ley del Contexto]

"Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla en el mismo Espíritu
con que se escribió, para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que
atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada
Escritura teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de
la fe. Es deber de los exegetas trabajar según estas reglas para entender y
exponer totalmente el sentido de la Sagrada Escritura, para que, con un estudio
previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Porque todo lo que se refiere a la
interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la
Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar
la palabra de Dios" (Vat.II: Constitución Dei Verbum [=DV], Nº 12).

2.- ¿A qué género literario pertenece el Evangelio de Marcos?

De estos principios de interpretación de la Escritura, se sigue la importancia de


interpretar el evangelio según San Marcos, tratando de ubicar su género literario.
Advirtiendo de antemano que lo que decimos de este evangelio, vale, mutatis
mutandis, para los demás.

Podemos comenzar diciendo que el Evangelio según san Marcos es: "una
presentación creyente de la vida de Jesús, interpretada en confrontación con las
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Sagradas. Escrituras, de manera que la vida de Jesús las ilumina y es iluminada a


su vez por ellas, mostrando sus correspondencias".

El evangelio según san Marcos tiene pues valor histórico, porque reporta hechos.
Tiene valor biográfico porque relata dichos y hechos de Jesús. Pero es más que
una crónica histórica y más que una mera biografía. Porque además del relato de
hechos, como pueden hacerlo las crónicas, y de la narración de la vida de una
persona, como lo hacen las biografías, el evangelio según san Marcos viene de la
fe y apunta a despertar la fe.

Por eso el Evangelio según san Marcos incluye un alegato acerca de la identidad
de Jesús, de quién es Jesús. Ese alegato argumenta desde las Sagradas
Escrituras, alegando que en Jesús se cumplen las Promesas del Antiguo
Testamento.

3.- Historia interpretada

Prosiguiendo en el intento de comprender el género literario al que pertenece el


evangelio según san Marcos, podríamos decir que es:

narración de hechos

e interpretación de los mismos

a la luz de las Sagradas Escrituras

desde la fe

para suscitar la fe.

Podríamos llamarle por lo tanto historia teológica, o historia creyente, o historia


predicada, o historia kerygmática, o quizás, lo más ajustado sea definirlo como
historia profética, puesto que los profetas comunican una interpretación religiosa
de los acontecimientos: el sentido que tienen según Dios.

El género literario del evangelio según san Marcos tiene pues dos aspectos que lo
caracterizan: a) historia, y b) interpretación de fe

Ambos aspectos están enlazados de tal manera que se sirven el uno al otro sin
traicionarse ni anularse: la interpretación no falsea la verdad histórica, y la historia
corrobora la interpretación. Los hechos narrados iluminan la Escritura y la
Escritura ilumina los hechos.

Veamos algo acerca de cada uno de esos dos aspectos:

3.1.- El valor histórico del Evangelio

En la Constitución Dei Verbum, la Iglesia afirma, una vez más, el carácter histórico
de los Evangelios:

I. "La santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los
cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican

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fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y
enseñó realmente para salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado
al cielo (Cfr. Hech. 1,1-2). Los Apóstoles ciertamente después de la
ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y
obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban, amaestrados
por los acontecimientos gloriosos de Cristo, y por la luz del Espíritu de
verdad. Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios, escogiendo
algunas cosas de las muchas que ya se trasmitían de palabra o por escrito,
sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias,
usando por fin la forma de la predicación, de manera que siempre nos
comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús. Escribieron pues,
sacándolo ya de su propia memoria o recuerdos, ya del testimonio de
quienes 'desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra'
para que conozcamos 'la verdad' [asfaleia=certeza] de las palabras que nos
enseñan (Cfr. Lc 1,2-4)" (DV Nº 19).

Los Evangelios tienen, pues, valor histórico en lo que narran acerca de la historia
de Jesús, aunque no por eso pertenezcan al género literario histórico.

El Papa Juan Pablo II, volvió a recordarnos, su valor histórico: "aún siendo
documentos de fe, no son menos atendibles, en el conjunto de sus relatos, como
testimonios históricos" que las fuentes históricas profanas (Tertio Milennio
Adveniente, N 5).

La Constitución. Dei Verbum llama "historicidad" de los evangelios a su contenido


de verdad histórica, a la verdad del relato de hechos y dichos de Jesús.

Los evangelios mismos dan por supuesta esa verdad histórica y no tratan de
convencernos de la verdad de los hechos que narran, sino de otra cosa: de su
sentido o significado divino, religioso, salvífico. El que no les cree en lo primero
¡cómo podría creerles en lo segundo? Y si su interpretación no reposara sobre
hechos ¿qué fe podrían pedir para su interpretación?

La narración evangélica está destinada a suscitar, en los oyentes, la fe en Jesús; a


convencerlos del sentido salvador de la historia de Jesús que ellos proclaman.
Veamos ahora cómo es la mirada de fe que los evangelistas echan sobre esa
historia.

3.2.- Interpretación profética de los hechos

La interpretación evangélica, refleja una convicción de fe acerca de las Promesas


de Dios en la Antigua Alianza y de su cumplimiento en Cristo. Y dicha
interpretación se basa en esa convicción.

Esto pertenece a la esencia del género literario evangelio. Y por eso los
evangelios son un género particular de historia, diverso de los géneros históricos
profanos o seculares. Por algo son, para los creyentes, Sagrada Escritura.

En cuanto argumentan la realización de las Promesas hechas por Dios en el


Antiguo Testamento, los Evangelios tienen su raíz en dicho Antiguo Testamento.
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No se entenderían sin él. Enraizados en las antiguas profecías, proclaman,


proféticamente, que ha llegado su cumplimiento.

Los evangelios son, como vemos:

proclamación

de una interpretación

profética

de la historia

¿Qué clase de relación ven los Evangelios entre el Antiguo Testamento, sus
promesas y profecías por un lado y la Historia Evangélica o Nuevo Testamento por
el otro?

Esa relación, el Concilio Vaticano II, la explica en estos términos:

"La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada sobre todo, a preparar,
anunciar proféticamente (cfr. Lc. 24,44; Jn. 5,39; 1 Pe 1,10), y significar con
diversas figuras (Cfr. 1 Cor 10,11), la venida de Cristo redentor universal y la del
Reino Mesiánico" (DV Nº 15).

"Dios, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan


sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está
patente en el Nuevo, porque aunque Cristo fundó el Nuevo Testamento en su
sangre (Cfr. Lc. 22,30; 1 Cor 11,25) no obstante los libros del Antiguo Testamento,
recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan
su plena singificación en el Nuevo Testamento (Cfr. Mt 5,17; Lc. 24,27; Rm 16,25-
24; 2 Cor 3,14-16), ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo". (DV Nº 16).

Aplicando lo que venimos diciendo al evangelio según san Marcos, podemos


concluir que: es por un lado un libro que pertenece al género histórico, porque
narra fielmente hechos sucedidos. Pero por otro lado es la narración de un
creyente que ve e interpreta los hechos a la luz de la Sagrada Escritura y que
interpreta la Sagrada Escritura a la luz de los Hechos. Es por un lado historia
profética, y por otro lado interpretación profética de la historia.

4.- El género literario llamado Pésher

El procedimiento de interpretar hechos a partir de la Escritura y de interpretar la


Escritura a partir de hechos, o aplicándola a hechos, es un procedimiento bíblico
anterior a los evangelios. Y no sólo se encuentran ejemplos de él en los libros
proféticos, como Isaías o Daniel, sino que también es común en la literatura judía
extrabíblica, particularmente en la de Qunram.

Los comentarios qunrámicos de los libros proféticos se llaman "pesharim" (plural


de pesher) lo mismo que las interpretaciones de sueños que hace el profeta
Daniel. Así como Daniel revela el sentido profundo de los símbolos vistos en
sueños, el autor del pésher trata de revelar el sentido oculto y misterioso de los

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textos proféticos, atribuyéndoles un valor simbólico o alegórico que se esfuerza en


develar, interpretándolos como alusiones proféticas a hechos del momento o que
se espera que ocurran.

El género literario evangélico puede entenderse como un tipo de pésher o


interpretación, consistente en mostrar las correspodencias entre la Vida de Jesús y
las SS.Escrituras. (Por Pésher ver Gn 40,8.12.18; Dn 2,4.5.6.9)

2. La figura de María a través de San Mateo


El origen del Mesías

1. De Marcos a Mateo
 

Marcos, cuya imagen de María ya hemos contemplado, escribió su


evangelio para la comunidad cristiana de Roma; y lo hizo atendiendo
especialmente a explicar un hecho del que sin duda pedían explicación los
judíos de la diáspora romana a los misioneros cristianos: ¿Cómo es posible
que, siendo Jesús el Hijo de Dios y Mesías, no fuera reconocido, sino
rechazado y condenado a muerte por los jefes de la nación palestina?

Todo el evangelio de Marcos muestra, por un lado, la revelación de Jesús


como Mesías, como Cristo o como Ungido (estos tres términos significan
exactamente lo mismo); y por otro lado, muestra el progresivo descreimiento
de muchos, la incomprensión, incluso por parte de sus fieles, respecto del
carácter sufriente de su mesianidad. La escueta presentación que Marcos
nos hace de María –ya lo vimos- es un engranaje en esta perspectiva
marcana. Muestra una de las formas que asumió el rechazo y la oposición de
los dirigentes palestinos hacia Jesús y cómo involucraron en su campaña de
difamación y hostigamiento la condición humilde y el origen galileo de su
parentela.

Ante este ataque Jesús responde –sin arredrarse- a quienes le pedían un


signo genealógico, confrontándolo con la necesidad de creer sin pedir
signos, y dando un testimonio –velado para los incrédulos, pero elocuente
para quienes creían en él- a favor de su madre y sus discípulos.

Mateo, de cuya imagen de María nos ocuparemos ahora, no ignora la visión


de Marcos, sino que la retoma en el cuerpo de su evangelio (Mt 12, 46-50;
13, 53-57), como también lo hará san Lucas en el suyo (Lc 8, 19-21; 4, 22).
No hay necesidad de volver aquí sobre esos pasajes, que son copia casi
textual de Marcos o de una fuente preexistente y en los que Mateo introduce
sólo algún ligero retoque. Vamos a ocuparnos más bien de los que Mateo
agrega a la figura de María como rasgos de su cosecha. Ellos son una
explicitación de lo que estaba implícito en Marcos.

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2. María Virgen y esposa de José


 

Mateo enriquece la figura de María respecto de la imagen de Marcos


explicitando dos rasgos de la Madre del Mesías: 1) María es Virgen; 2)
María es esposa de José, hijo de David.

Ambos rasgos los explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo
que ellos significan en el marco de su presentación teológica del misterioso
origen del Mesías.

Que María es Vírgen es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la
filiación y origen divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del
hombre y por obra del Espíritu Santo, nos dice Mateo.

Que María sea esposa de José, hijo de David, es un rasgo mariano que está
a su vez en íntima conexión con la filiación davídica y el carácter humano del
Mesías.

Hijo de Dios por el misterio de la virginidad de su Madre, e Hijo de David por


el no menos misterioso matrimonio con José, hijo de David.
 

3. El origen humano – divino del Mesías.

Hijo de David, hecho hijo de mujer.

Es larga la galería de pintores cristianos que nos presenta a la Madre con el


Niño. Esa larga galería, nos parece Mateo el precursor y pionero. Y sin
embargo el texto más antiguo que poseemos de Jesús y su Madre es muy
probablemente de san Pablo.

La adusta parquedad mariológica de Pablo merece aquí, aunque sea


lateralmente y de paso, el homenaje de nuestra atención. Hacia el año 51 de
nuestra era, o sea unos veinte años antes de la fecha probable de
composición del evangelio de Mateo, les escribe Pablo a los Gálatas:

"Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho hijo de
mujer, puesto bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y
para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Gál 4, 4-5).

Y entre diez y doce años más tarde, entre el 61-63 de nuestra era, escribe el
mismo Pablo desde su primera cautividad a los fieles de Roma:
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"Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el


Evangelio de Dios, (evangelio) que había ya prometido por medio de sus
profetas en las Sagradas Escrituras, acerca de su Hijo (de Dios) nacido del
linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder…(Rom 1,
1-3).

Estos dos textos de Pablo nos muestran la presencia en el estado más


primitivo de la tradición, de tres elementos esenciales que vamos a
encontrar en los pasajes marianos de Mateo.

El primero: lo que se dice de Jesucristo se presenta como sucedido según


las Escrituras, como cumpliendo las Escrituras, como la realización de lo
predicho por los profetas que hablaron en nombre de Dios e ilustrados por el
Espíritu.

El segundo elemento es la doble fijación de Jesús, Hijo de Dios y al mismo


tiempo hijo de David. Pablo ve en Jesús dos filiaciones. Una filiación
espiritual, por la cual es Hijo de Dios por obra del Espíritu que nos permite
clamar ¡Abba!, o sea, Padre. Y una filiación según la carne por la cual es
hijo de David. Y notemos –tercer elemento a tener en cuenta- que no
especifica el cómo de dicha descendencia davídica diciéndonos:
"engendrado por José" o "nacido de varón", sino diciéndonos: "hecho hijo de
mujer". *

He aquí los elementos constitutivos de uno de los problemas al que va a


responder Mateo en su evangelio.

Es el mismo problema del origen del Mesías que se agita en los textos de
Marcos que ya vimos. Pero no ya planteado en términos de objeción en boca
de los enemigos, sino en términos de respuesta a la objeción. Respuesta
que se inspira, sin duda, en la que el mismo Jesús había dado en los
tiempos de su carne mortal y que los tres sinópticos nos narra en sus
evangelios (Mt 22, 41ss. y paralelos).

"Estando reunidos los fariseos le propuso Jesús esta cuestión: ‘¿Qué pensáis
acerca del Mesías? ¿De quién es Hijo?’.

Dícenle: ‘De David’.

Replicó: ‘Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu le llama Señor, cuando
dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus
enemigos debajo de tus pies? (Sal 110, 1). Si, pues David le llama Señor,
cómo puede ser Hijo suyo?’.

Nadie es capaz de contestarle nada; desde ese día ninguno se atrevió a


preguntarle más".

Ya Jesús había alertado, por lo tanto, a sus oyentes contra el peligro de


juzgarlo exclusivamente según la carne. No es que rechazara el origen
davídico del Mesías, pero señalaba que ese origen davídico encerraba un
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misterio, y que el misterio de la personalidad del Mesías no se explicaba


exclusivamente por su ascendencia davídica, sino por una raíz que lo hacía
superior a su antepasado según la carne y que habría espacio, en el misterio
de su origen, a la intervención divina, pues, "Señor" era título reservado a
Dios.

Y en esta filiación doble y compleja del Mesías, es en la convergencia de


estos dos títulos (Hijo de Dios e hijo de David) donde Mateo ve enclavado el
misterio de María.

4. La revelación de la virginidad de María

Al finalizar su genealogía de Jesús, Mateo nos dice: Y Jacob engendró a


José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. La fórmula
es ya intrigante. A lo largo de toda la genealogía con la que comienza su
evangelio, Mateo ha hablado empleando el verbo engendrar: Abraham
engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob. Y cuando, contra lo usual en la
genealogías hebreas, nombra a una madre, dice: Judá engendró de Tamar a
Fares; David engendró de la que fue mujer de Urías a Salomón… Jacob
engendró a José, el esposo de María.

José es el último de los "engendrados". De Jesús ya no se dice que haya


sido engendrado por José de María, sino que José es el esposo de María de
la cual nació Jesús.

Se abre, pues, para cualquier lector judío avezado en el estilo genealógico,


un interrogante al que Mateo va a dar respuesta versículos más abajo:

"El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba


desposada con José y, antes de empezar a convivir ellos, se encontró encinta
por obra del Espíritu Santo".

He aquí la revelación de la virginidad de María. Nos asombra la sobriedad


casi frialdad de Mateo al referirse a este portento. No hay ningún énfasis,
ninguna consideración encomiosa ni apologética, ninguna apreciación que
exceda el mero anunciado del hecho. Mateo está más preocupado por su
significación teológica que por su rareza, más preocupado por el problema
de interpretación que plantea al justo José que el que puede plantear a todas
las generaciones humanas después de él.

¿Qué significa –teológicamente hablando- la maternidad virginal de María?

A Mateo no le interesa dar aquí argumentos que la hagan creíble o


aceptable. Y no pensemos que sus contemporáneos fueran más crédulos
que los nuestros ni más proclives a aceptar sin chistar este misterio de la
madre virgen. Hemos visto las dificultades que levantaban contra un Jesús
reputado hijo carnal de José y María. Imaginemos las que podían levantar
contra alguien que se presentara –o fuera presentado- con la pretensión de
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ser Hijo de Madre Virgen, de haber sido engendrado sin participación de


varón y por obra directa de Dios en el seno de su madre.

5. La genealogía

Entenderemos mejor por dónde va el interés de Mateo en la concepción


virginal de Jesús y su adopción por José tomando a María por esposa; nos
explicaremos mejor por qué Mateo engarza esta gema en el contexto – tan
poco elocuente para nosotros- de una genealogía, si nos detenemos un poco
a considerar qué función cumplía este género literario genealógico en el
contexto vital del pueblo judío en tiempos de Jesús.

En tiempos de Jesús, la genealogía de una persona y una familia tenía suma


importancia jurídica e implicaba consecuencias en la vida social y religiosa.
No era, como hoy entre nosotros, un asunto de curiosidad histórica o de
elegancia, o de mera satisfacción de la vanidad.

Una genealogía se custodiaba como un título familiar. Posición social,


origen racial y religioso dependían de ella.

Sólo formaban parte del verdadero Israel la familia que conservaban la


pureza de origen del pueblo elegido tal como lo habían establecido después
del exilio, la reforma religiosa de Esdras.

Todas las dignidades, todos los puestos de confianza, los cargos públicos
importantes, estaban reservados a los israelitas puros. La pureza había que
demostrarla y el Sanedrín contaba con un tribunal encargado de validar las
genealogías e investigar los orígenes de los aspirantes a los cargos.

El principal de todos los privilegios que reportaba una genalogía pura se


situaba en el domino estrictamente religioso. Gracias a la pureza de origen
el israelita participaba de los méritos de sus antepasados. En primer lugar,
todo israelita participaba en virtud de ser hijo de Abraham, de los méritos del
Patriarca y de las promesas que Dios le hiciera a Abraham. Todos los
israelitas –por ejemplo- tenían derecho a ser oídos en su oración, protegidos
en los peligros, asistidos en la guerra, perdonados de sus pecados, salvados
de la Gehena y admitidos a participar del Reino de Dios. Literalmente: el
Reino de Dios se adquiría por herencia. Jesús impugna enérgicamente esta
creencia.

"Dis puede suscitar de las piedras hijos de Abraham" (Lc 3, 8).

"Los publicanos y prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos" (Mt


21, 31).

Porque, según Jesús, el título que da derecho al Reino no es la pureza


genealógica de la raza ni la sangre, sino la fe (Jn 3, 3ss.; 8, 3ss.).

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6. Hijo de David

Pero además, y en segundo lugar, la pureza de una línea genealógica daba


al descendiente participación en los méritos particulares de sus antepasados
propios.

Un descendiente de David, por ejemplo, participaba de los méritos de David


y era especialmente acreedor a las promesas divinas hechas a David.

Por eso, cuando Mateo comienza su evangelio ocupándose del origen


genealógico del Mesías comienza por un punto candente para todo judío de
su época: el origen davídico del Mesías.

Según la convicción común y corriente de los contemporáneos de Jesús,


fundada con razón en la Escritura, el Mesías sería un descendiente de
David. En la Palestina de los tiempos de Jesús había, además de los hijos
de Leví, otros grupos familiares o clanes que llevaban nombres de los
ilustres antepasados de los que descendían. Existía todo un clan de los
descendientes de David –uno de los cuales era José-, que debía ser muy
numeroso no solo en Belén, ciudad de origen de David, sino también en
Jerusalén y en toda Palestina.

No es exagerado calcular en número de los hijos de David, como cifra baja,


en unos mil o dos mil. Ser hijo de David era, pues, llevar un apellido
corriente que no necesariamente le daba al portador demasiado brillo ni
gloria. Y si comparamos el título Hijo de David con uno de nuestros apellidos
equivaldría a la frecuencia de nuestros Pérez, González y Rodríguez.

Los parientes cercanos de Jesús aparecen en el evangelio como un grupo


numeroso, y parece que fueron un grupo importante de la comunidad
primitiva de Jerusalén, quizás cerca de un centenar.

Entre los hijos de David había, sin duda, familias pobres y familias
acomodadas. Habría, sin duda también, miembros de la aristocracia de
Jerusalén. Y la pretensión y lustre mesiánico de Jesús, su éxito y el fervor
popular que despertaba su persona, no habrá dejado de levantar ronchas y
envidias entre los hijos de David más acomodados e ilustrados, puesto que
vendría a frustrar espectativas de elección divina de más de alguna madre
davídica orgullosa de sus hijos dotados de más títulos, relaciones y letras
que el pariente galileo.

La afirmación de Mateo del origen davídico merece toda fe. Que no sea un
invención tardía del Nuevo Testamento para fundamentar el origen
mesiánico de Jesús haciéndolo descendiente de David, nos lo muestra el
testimonio unánime de todo el nuevo testamento y el de otras fuentes
históricas. Eusebio registra en su Historia Eclesiástica el testimonio de
Hegesipo, que escribe hacia el 180 de nuestra era, recogiendo una tradición
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palestina, cómo los nietos de Judas, hermano del Señor, fueron denunciados
a Domiciano como descendientes de David y reconocieron en el transcurso
del interrogatorio dicho origen davídico.

Igualmente Simón, primo del Señor y sucesor sucesor de Santiago en el


gobierno de la comunidad de Jerusalén, fue denunciado como hijo de David
y de sangre mesiánica, y por eso crucificado. Julio el Africano confirma que
los parientes de Jesús se gloriaban de su origen davídico a todo lo cual se
suma que ni los más encarnizados adversarios de Jesús ponen en duda su
origen davídico, lo que hubiera sido un poderoso argumento contra él de
haberlo podido alegar ante el pueblo.

Para Mateo, todo hubiera sido a primera vista más sencillo si hubiera podido
presentar a Jesús como engendrado por José, a semejanza de todos sus
antepasados. En realidad, el origen virginal de Jesús le complica las cosas.
No sólo introduce un elemento inverosímil en su relato, una verdadera
piedra de escándalo para muchos, sino que complica la evidencia del origen
davídico de Jesús al transponerlo del plano físico al de los vínculos legales
de la adopción.

¿Qué significado teológico encerraba el título Hijo de David –de suyo tan
vulgar- aplicado al Mesías? ¿Y cómo lo entiende Mateo como título
aplicable a Jesús?

El evangelio de Mateo se abre con las palabras: Libro de la Historia de Jesús


el Ungido, Hijo de David, Hijo de Abrahám.

Mateo parte de los títulos mesiánicos más comunes y recibidos para mostrar
en qué medida son falsos y en qué medida son verdaderos; para mostrar que
no son ellos los que nos ilustran a cerca de la identidad del Mesías, sino
que son el Mesías –Jesús- y su vida lo que nos enseñan su verdadero
sentido.

Como Hijo de David, Jesús es portador de las promesas hechas a David


para Israel. Como Hijo de Abrahám, trae la promesa a todos los pueblos.
Como Hijo de David es rey, pero un rey rechazado por su pueblo y
perseguido a muerte desde su cuna, pues ya Herodes siente amenazado su
poder por su mera existencia y ordena para matarlo el degüello de los
inocentes. No son los sabios de su pueblo, sino los de los paganos, venidos
de oriente, los que preguntan por el rey de los judíos y le traen presentes y
regalos. Como Hijo de David, también le corresponde nacer en Belén, pero
su origen es ignorado, pues luego es conocido como galileo nazareno.

El sentido que tiene este reconocimiento inicial de los dos títulos (Hijo de
David, Hijo de Abrahám) lo explicita ya el final de la genealogía: Hijo de
María (por obra del Espíritu Santo), esposa de José.

María y José al culminar la lista genealógica arrojan sobre ella una luz que
la transfigura. Esta genealogía misma encierran en su humildad carnal el
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testimonio perpetuo de la libre iniciativa divina, que ha de brillar


deslumbrante al término de ella. Porque Abrahám en su comienzo absoluto,
puesto por una elección gratuita de Dios. Porque este hombre se perpetúa
en una mujer estéril. Porque la primogenitura no la tiene Ismael, sino Isaac,
y más tarde no es Esaú, sino Jacob, quien la hereda, contra lo que hubiera
correspondido según la carne; y lo mismo pasa con Judá que hereda en
lugar del primogénito, y con David, que es el menor de los hermanos. En la
larga lista se cobijan justos, pero también grandes pecadores a quienes se
enorgullecían de la pureza de su origen davídico, o pensaran el origen
davídico del Mesías en orgullosos términos de pureza racial, no podía
dejarles de llamar la atención que en la genealogía que introdujera Mateo,
contra lo habitual en nombre de cuatro mujeres, todas ellas extranjeras y
ajenas no sólo a la estirpe sino a la nación Judía: Tamar, cananea, que
disfrazándose de prostituta arranca a su suegro la descendencia que
correspondía a su marido muerto, según la ley del levirato, y que sus
parientes le negaban. Rajab, otra cananea, gracias a la cual los judíos
pueden entrar en Jericó en tiempos de Josué, y que, según las tradiciones
rabínicas extra bíblicas, fue madre de Booz, que a su vez, de Rut –extranjera
también y nada menos de la odiada región moabita- engendró a Obed,
abuelo de David. Bat-Seba, por fin, la adúltera presumiblemente hitita como
su marido Urías, general de David, a quien este pecaminosamente hace
morir en combate para arrebatarle a su mujer, la cual fue luego nada menos
que madre de Salomón, hijo de la promesa.

¿Dónde queda lugar para el orgullo racial, para gloriarse en la pureza de la


sangre o en los méritos de los antepasados? No están escritas en el linaje
del Mesías, en cuanto provienen de David, ni la impoluta pureza de la
sangre ni la justicia sin mancha. Más bien, por el contrario, si el Mesías se
debe a sus antepasados, se debe también a los extranjeros y a los
pecadores, y también los extranjeros y pecadores tienen títulos de
parentesco que alegar sobre el Mesías.

Mateo se complace en señalar así la verdadera lógica genealógica inscrita


en la historia del linaje dadvídico del Mesías y en contradecir con ella el
orgullo carnal y el culto del linaje.

Aquellas mujeres extranjeras, a las cuales se debió la perpetuación del


linaje de David, son prefiguración de María: ajena también al linaje de David
según la carne, despreciable por los que se gloriaban en sus genealogías.

Pero, aunque eternamente extranjera al linaje de mujeres que conciben por


obra de varón, es la madre del nuevo linaje de hombres que nace de Dios
por la fe.

7. Hijo de David e Hijo de Dios

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María Virgen y María esposa de José no son rasgos que se yuxtaponen,


sino que se articulan y dan lugar a una explicación teológica: iluminan
cómo debe entenderse el título mesiánico Hijo de David. La
pertenencia del Mesías al linaje de David no se anuda a través de un
vínculo de sangre, pues José, hijo de David, no tiene parte física en su
concepción. La pertenencia del Mesías a la casa de David se anuda a
través de una Alianza. Una alianza matrimonial. Pero una alianza
matrimonial que no se explica tampoco por mera decisión o elección
humana, sino por dos consentimientos de fe a la voluntad divina y, por
lo tanto, a la vez que alianza matrimonial entre dos criaturas, es
alianza de fe entre dos criaturas y Dios.

El Mesías no es Hijo de David por voluntad ni por obra de varón ni por


genealogía, sino que entra en la genealogía en virtud de un asentimiento de
fe que da José, hijo de David, a lo que se le revela como operado por Dios
en María.

El Mesías no es Hijo de Dios por voluntad ni obra de varón, sino en virtud de


un asentimiento de fe que da María a la obra del Espíritu en ella.

Para que el Mesías, Hijo de Dios e Hijo de David, 1) viniera al mundo y 2)


entrara en la descendencia davídica, se necesitaron, pues, dos
asentimientos de fe: el de María y el de José. Ambos fundan el verdadero
Israel, la verdadera descendencia de Abraham, que nace, se propaga y
perpetúa no por los medios de la generación humana, sino por la fe.

Mateo subraya que la filiación davídica de Jesús-Mesías no es signo


genealógico que pueda ser leído, rectamente comprendido ni interpretado al
margen de la fe. No es un signo que Dios haya dado en el campo de la
generación humana, accediendo a la carnalidad de los judíos que pedían
signos para creer.

Parece más bien antisigno, porque, en la realidad, el Mesías existió anterior


e independientemente a su incorporación en el linaje de David a través del
matrimonio de su Madre con un varón de ese linaje.

Los hechos, que Mateo no elude, más bien contradicen los modos concretos
de la expectación mesiánica judía.

Mateo da muestras de un coraje y una honestidad intelectual muy grandes


cuando acomete la tarea de exponer estos hechos (aunque increíbles) sin
endulzarlos ni camuflarlos, en la confianza de que ellos manifiestan una
coherencia tal con el Antiguo Testamento que no podrán menos de mover a
reconocerlos –si se perfora la costra superficial de su apariencia- como
signos de credibilidad.

De ahí su recurso al Antiguo Testamento, en paralelo continuo con los


hechos, mostrando cómo no son las profecías las que condenan al Jesús
Mesías, sino que es la vida real y concreta del Jesús-Mesías la que arroja

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luz sobre el contenido profético del Antiguo Testamento y la que amplía la


extensión de su sentido profético a regiones insospechadas para los carriles
vulgares de la teología judía de su tiempo.

* Tanto para justificar la traducción "hecho hijo de mujer", en vez de "nacido


de mujer", como para comprender el sentido mesiánico de la alusión a la
madre, véase el artículo de José M. Bover, sj, Un texto de san Pablo (Gál 4,
45) interpretado por san Ireneo (Estudios Eclesiásticos 17, 1943, pp. 145-
181), cuya traducción del pasaje de Gálatas hemos adoptado.

3. LA FIGURA DE MARÍA A TRAVÉS DE SAN LUCAS

Testigo de Jesucristo

1. La intención de Lucas
 

La obra del evangelista Lucas consta de dos libros: el Evangelio y los Hecho
de los Apóstoles. El primero nos relata la historia de Jesús, el segundo la
historia de los orígenes de la Iglesia. Las intensión del díptico es iluminar la
experiencia que los fieles de origen pagano encontraban en la comunidad
eclesial, explicándola a la luz de su origen histórico. ¿Cómo? Mostrando –en
la experiencia actual del Espíritu Santo derramada en las primeras
comunidades- la continuidad de la acción del mismo Espíritu que había
obrado en la Iglesia de los Apóstoles, en la Vida y Obra de Jesús y en su
preparación previa en la historia pasada de Israel.

La inquietud de Lucas parte, pues, del presente; y para dar razón de él e


interpretar su significado religioso, se remonta al pasado. En cambio su obra
escrita, por pura razón del método, parte del pasado y, siguiendo un cierto
orden cronológico de los hechos, llega al presente. El prólogo de su
evangelio nos muestra claramente que Lucas ha usado la técnica
cinematográfica del "raconto":

"Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente los hechos que
han tenido lugar entre nosotros, tal como nos los han transmitido los que
presenciaron personalmente desde el comienzo mismo y que fueron hechos
servidores del Mensaje, también a mí, que he investigado todo
diligentemente desde sus comienzos, me pareció bien escribirlos
ordenadamente para ti –ilustre Teófilo-, para que conocieras la certeza de
las informaciones que has recibido".

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Lucas es plenamente consciente de su condición de testigo secundario y


tardío. No es apóstol ni testigo presencial de los orígenes del milagro
cristiano. Se ha incorporado a la Iglesia, y a sido dentro de ella una figura
relativamente oscura y de segundo rango. Pero no es judío; y se ha
aproximado a esta nueva "secta", nacida del judaísmo, desde su cultura y
mentalidad griega, como hijo ilustrado de ella, amante de claridades y
certezas, de orden y de examen crítico de hechos y testigos.

En su prólogo distingue claramente: 1º) Los testigos presenciales (autoptai:


los que vieron por sí mismos) y desde los comienzos (ap’arjés) y que
convertidos en servidores de ese mensaje, lo transmitieron (paredosan). Ellos
son la fuente de la tradición. 2º) Otros que se dieron a la tarea (epejéiresan:
pusieron la mano, escribieron) de repetir por escrito, en el mismo orden que la
tradición oral, las narraciones de los testigos (¿Marcos, por ejemplo?). Ellos
son los que fijaron por escrito esas antiguas tradiciones. 3º) El, Lucas, que
adopta un orden propio. Orden que fundado en una investigación diligente de
los hechos, tiene por fin hacer resaltar en ellos su coherencia interior y, por lo
tanto, su credibilidad.

Desde su relación actual (catequístico – apologética) con Teófilo- personaje


real o personificación de los paganos instruidos (como Lucas) que se habían
acercado a enterarse de la fe cristiana-, Lucas emprende su obra, que es a la
vez historia de la fe y de teología de la historia. Y como buen historiador
griego, se funda en testigos presenciales y fidedignos.

Su escrúpulo de se refleja –entre otras cosas. En que sitúa los


acontecimientos que relata en relación con ciertas coordenadas o hitos de la
historia.

Teófilo ha recibido información o instrucción en una de aquellas comunidades


contemporáneas, suyas y de Lucas, en la que ha visto las obras del Espíritu..
Lucas parte de allí hacia atrás, explicándolo todo desde el comienzo como
obra del Espíritu Santo. Esta centralidad del Espíritu Santo en la obra de
Lucas se desprende del prólogo de los Hechos de los Apóstoles, segundo
tomo de su obra:

"En mi primer libro, oh Teófilo, hablé de lo que Jesús hizo y enseñó desde el
principio, hasta el día en que, después de haber enseñado a los Apóstoles
que El había elegido por obra del Espíritu Santo, fue llevado al cielo".

El Espíritu Santo ha presidido e inspirado la elección de los Apóstoles y es el


vínculo divino entre Jesús y la Misión eclesial que comienza.

Lucas, que escribe a gentiles o cristianos provenientes de la gentilidad, no


puede contentarse con el recurso al Antiguo Testamento y a la prueba de
Escritura. Para su público es necesario integrar estos elementos en un nuevo
marco significativo. Lucas debe atender a la solidez y certeza, y estas deben
demostrarse a partir de hechos actuales, visibles en la iglesia. Desde estos
hechos puede ya remontarse al pasado bíblico, que no ofrece para su público
pagano interés por sí mismo.
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Cuando Lucas nos narra la infancia de Jesús, trata la materia más lejana al
presente, toca la parte más remota de su historia. Lucas podía haberlo
omitido como Marcos y Juan. Era materia especialmente espinosa para
explicar a gentiles. Mateo en cambio, podía mostrar más fácilmente a su
público, judío, como a través de los hechos de la infancia de Jesús se
cumplían las Escrituras. Pero para el público de Lucas, el argumento de
Escritura adquiría fuerza si se presentaba integrado en el testimonio de un
testigo, dirigido históricamente y claramente vinculado a la explicación del
presente eclesial.

2. María como testigo

Y ese testigo de la infancia de Jesús es María. A Lucas debemos una serie de


rasgos de María, un enriquecimiento de detalles de su figura que proviene
precisamente de un interés por ella como testigo privilegiado no solo de la
vida de Jesús, sino también del significado teológico de esa vida.

Si todo el evangelio de Lucas se funda en un testimonio de testigos oculares


y si Lucas se atreve hablar de la infancia de Jesús es porque cuenta con el
testimonio de María a cerca de ella. Lucas evoca por dos veces en su
narración de la infancia los recuerdos de María: "María por su parte,
guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (2, 19); "Su Madre
conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón" (2, 51). Estas
fórmulas recuerdan la manera como san Juan invoca su propio testimonio en
su evangelio y los términos análogos usados por el mismo Lucas cuando
parece referirse al testimonio de vecinos y parientes:

"Invadió el temor a todos sus vecinos (viendo lo sucedido a Zacarías)

y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los


que las oían las guardaban en su corazón" (1,66).

"Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran


misericordia" (1,58).

"Se volvieron glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído" (2, 20).

Algunos de estos testimonios, que difícilmente a podido recoger Lucas


directamente de los testigos presenciales, deben haberle llegado a través de
María o de familiares de Jesús que –como sabemos- integraba la comunidad
primitiva y guardarían tradiciones familiares, de las cuales, sin embargo, la
fuente última debió ser María.

3. Cualidades de María como testigo

 
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Lucas pone especial cuidado en cualificarla como testigo: María es una


persona llena de gracias de Dios, como lo dice el Angel. Instruido en las
escrituras, como se desprende del lenguaje bíblico del Magníficat; como lo
presupone la profunda reflexión bíblica sobre los hechos, que se entreteje de
manera inseparable de su narración; y como se explica también por el
parentesco levítico de María relacionada con Isabel, su prima, descendiente
del linaje sacerdotal de Aarón y esposa del sacerdote Zacarías.

Nos detenemos a subrayar esto, porque hay quienes con cierta facilidad se
inclinan a atribuir los relatos de la infancia de Jesús a la imaginación de los
evangelistas, como si estos los hubieran inventado libremente, inspirándose
en los relatos que el Antiguo Testamento suele hacer de la infancia de los
grandes hombres de Dios, como Moisés o Samuel.

Es innegable que estos relatos de la infancia de Jesús son como un tapiz,


tejidos con hilos de reminiscencias veterotestamentarias. Pero ¿con qué otro
hilo podía tejer su meditación sobre los hechos María, una doncella judía,
emparentada con levitas y sacerdotes, piadosa y llena de Dios, asistente
asidua y atenta de las lecturas de las explicaciones de la sinagoga? ¿Y quién
puede distinguir cuando abre el cofre de sus recuerdos más queridos, entre lo
que un historiador frío podría llamar hechos, crónica, y la carga de evocación,
interpretación personal y resonancias afectivas en quien volvemos como
entre terciopelos, las joyas de nuestra memoria?

Lucas sabe que no puede pedir de María, su testigo, un testimonio redactado


en el género de un parte de comisaría. Ni tampoco le interesa. Porque en la
meditación con la que María comprendió los acontecimientos y los recuerda
en la rumiación midráshica de que los hizo objeto, hay algo que Lucas
aprecia más que la crónica de un archivo. Hay la revelación, hecha a una
criatura de fe privilegiada, del sentido de los acontecimientos de la infancia de
Jesús a la luz de la escritura, y hay una iluminación de oscuros pasajes de la
escritura a la luz de los misterios de la vida del Salvador. Y en ese recíproco
iluminarse de los hechos presentes por los pasados, y de los pasados por los
presentes, no hay un método inventado por María, sino un procedimiento muy
bíblico que revela, sin necesidad de firmas en la tela al verdadero autor: el
Espíritu Santo. El que –como Lucas gusta subrayar- obra en la Iglesia, obró
en la vida de María y que se revela como el conductor de toda la historia de
salvación, no sólo hasta Abraham (según Mateo), sino hasta Adán mismo,
como Lucas la traza en su genealogía de Jesús. Es el Espíritu Santo quien, a
través de María, está dando testimonio de Jesús y quien comenzó por ella su
tarea de enseñar a los creyentes en Jesucristo todas las cosas.

Por eso, María no podía faltar y no falta en la obra de Lucas, no sólo en el


momento de la infancia de Jesús, como la voz del niño que todavía no es
capaz de hablar, sino tampoco en la infancia de la Iglesia, cuando los
Apóstoles después de la Ascensión, encerrados todavía en sus casas por
temor a los judíos perseveran en la oración –como nos narra Lucas al
comienzo de los Hechos de los Apóstoles- junto con la Madre de Jesús, sin

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animarse todavía a hablar; Apóstoles infantes hasta la mayoría de edad del


Espíritu.

Por eso María desaparece discretamente y cede humilde la palabra a su Hijo


cuando éste –a los doce años en su Bar-Mitzvá, en el Templo de Jerusalén-
se convierte en un adulto maestro de la sabiduría de su Pueblo y se hace
capaz de dar testimonio válido de sí mismo y del Padre.

Por eso desaparece también María muy pronto de los Hechos de los
Apóstoles, a penas éstos llenos del Espíritu Santo en el día de Pentecostés,
se convierten en maestros de la Nueva Ley del Espíritu, en servidores de la
Palabra, revestidos con fuerza y poder de lo alto en validos testigos de la
Pasión y Resurrección o sea, de la identidad mesiánica y divina de Jesús.

María ocupa, pues, un puesto muy humilde como testigo, y cede ese puesto a
penas su misión, provisoria deja de hacerse imprescindible. Pero su
testimonio permanece como eternamente válido e irremplazable para aquél
período de la concepción e infancia del Señor que ella presenció y en cuyas
modestas y oscuras prominencias supo leer con fe, ilustrada por Dios y antes
que nadie el cumplimiento de las profecías.

El contenido del testimonio de María en los relatos de la infancia según Lucas


está polarizado en la persona de Jesús, protagonista de todo el evangelio,
alrededor del cual se mueven muchas figuras: Zacarías, Isabel, Juan el
Bautista, parientes y vecinos, pastores de Belén, Simeón y Ana la profetiza,
doctores del templo, María y José.

4. La plenitud de los tiempos

Lucas, discípulo de Pablo refleja en su obra una idea muy paulina. Idea que
ya hemos visto en aquél pasaje de la carta a los Gálatas que citábamos
hablando de Mateo: "Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su
Hijo, hecho hijo de mujer" (Gál 4,4). La plenitud de los tiempos ha llegado, y
ella comienza y consiste en la vida de Cristo, pues en él está el centro de la
historia de la salvación.

El oculto período de la infancia del Señor es el filo crítico en que comienza


esa plenitud y termina lo antiguo, Juan el Bautista es el último personaje del
Antiguo Orden. Jesús es el primero del Nuevo. De ahí que Lucas coloque en
paralelo sus milagrosas concepciones, el anuncio angélico a sus padres sus
nombres simbólicos, reveladores de sus respectivas identidades y misiones,
sus infancias y su crecimiento. De este díptico de textos resalta una cierta
semejanza pero también la radical diferencia de ambas figuras: Juan-
precursor y Jesús-Mesías. Juan último profeta del Antiguo Orden y Jesús Hijo
de Dios.

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Lucas se complace en leer ya desde la infancia, más aún desde antes del
nacimiento del Bautista, su destino de heraldo del Mesías. El niño Juan salta
de gozo en el seno de su madre. Y ésta se llena del Espíritu Santo. Es el
mismo Espíritu a cuya intervención se debe la milagrosa inauguración de la
plenitud de los tiempos en el seno de María. El Espíritu que asegura la
continuidad de una misma obra divina a través de la discontinuidad de los
tiempos de uno que se extingue y de otro que se inaugura.
 

5. Una nube de testigos

Alrededor de la cuna de Jesús, Lucas, único evangelista que nos narra su


nacimiento agrupa a sus testigos. Todos hablan de él. Zacarías da testimonio
incluso con su mudez. Es el testimonio negativo de la mudez de la Antigua
Ley –de la cual es sacerdote- para explicar lo que sucede. Dios no necesita
de su testimonio ni de su palabra para llevar adelante su obra. A pesar del
enmudecimiento de la Antigua Ley, de la Antigua Liturgia, del Antiguo Templo,
de los cuales Zacarías es ministro, Dios suscita un testigo y precursor: Juan
Bautista. Y cuando éste –mudo todavía también él- en el seno de su madre se
estremece de gozo y comunica a la estéril anciana convertida milagrosamente
en madre fecunda para concebir al último fruto del Antiguo Israel, el testimonio
a cerca del que viene: "¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a
mí?" (1.43).

Isabel presta su voz, no está sola como testigo del Señor que viene. Y esto
debemos tenerlo en cuenta cuando consideramos la figura de María según
san Lucas. En la tela de Lucas, María no se dibuja aislada, solitaria figura de
un retrato, sino en un grupo. Y es por contraste y por refelejo, por reflejado
aire familiar y por contrastante genio propio, como resaltan sus rasgos. Por un
lado Zacarías e Isabel. Por otro José y María. Allí es el padre el destinatario
del Mensaje angélico, aquí María, la madre. Aquél pregunta sin fe y es
reducido al silencio. Esta pregunta llena de fe y se le da la voz para un
asentimiento trascendente.

En este grupo de testigos que Lucas nos pinta, sólo José está mudo. Al
mismo Zacarías le es devuelta al fin su voz para que imponga al niño su
nombre –según mandato del Angel- y para entonar el Benedictus, testimonio
del origen davídico de Jesús y de la misión precursora de Juan. También
Isabel, Simeón y Ana se llenan del Espíritu Santo y dan testimonio acerca del
Niño. Y es también por reflejo y por contraste con todas estas voces como
Lucas presenta el contenido del cántico de María, el Magníficat, una ventana
no sólo hacia el alma del personaje, sino hacia el paisaje interior, hacia el
corazón que meditaba todas estas cosas guardándolas celosamente.

Las miradas del grupo de testigos convergen en Jesús, pero la luz que
ilumina sus rostros viene del Niño. Y así con la luz de su divinidad de la que
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ellos nos hablan, vemos iluminados sus rostros y entre ellos el gozoso de
María.

Es lo que muchos pintores han expresado con verdad plástica en sus telas,
haciendo del Niño la fuente de luz que ilumina a los personajes del
nacimiento. Lucas es su precursor literario.

6. Midrásh Pésher

Pero Lucas recoge y usa también una técnica que podríamos llamar
impresionista. Su estilo literario, sobre todo en estos relatos de la infancia,
está cuajado de referencias implícitas al Antiguo Testamento, de alusiones
que son –cada una- evocación y sugerencia de un mundo de antiguos textos,
convocados ellos también como testigos. ¿No había invocado acaso Jesús en
su vida terrena, el testimonio de las Escrituras: "Escudriñad las Escrituras, ya
que creéis tener en ella vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí"?
(Jn 5,39).

Esa investigación mediativa de la Escritura no la inventa Lucas. Era un


quehacer de la sabiduría de Israel; y al que lo practica, lo declara el salmo
primero bienaventurado. Obedece a ciertas normas y tenía su nombre:
Midrash (= búsqueda) Este derivado del verbo darash (= buscar, investigar)
denomina el esfuerzo de meditación y de penetración creyente del texto
sagrado, para encontrar su explicación profunda y su aplicación práctica. Ese
estudio puede estar dirigido a buscar en el texto bíblico inspiración de la
conducta (y entonces se llama Halakháh: derivado de halakh caminar), o es
meditación del sentido salvador de un acontecimiento narrado en la Escritura.
Sentido oculto que el texto le manifiesta al que lo medita e investiga,
comunicándole el sentido divino de la historia. Y entonces se llama
Haggadáh: narración, relato, anuncio de hechos. Pero nunca crónica, sino
interpretación creyente de la historia.

Una de las formas de Midrash haggadáh es lo que tanto en la Sagrada


Escritura como en la literatura rabínica y sobre todo qunrámica es conocido
con el nombre de Pésher (plural: pesharim). El Pésher es la interpretación de
hechos a la luz de los textos bíblicos y viceversa: la interpretación de textos
bíblicos a la luz de hechos. Como se ha visto en el apéndice al capítulo
dedicado a Marcos, el Pésher no es libre fabulación mitológica sino reflexión
seria sobre la Escritura y presupone la realidad histórica de los hechos que
se interpretan a su luz, y cuya luz se proyecta sobre las Sagradas Escrituras.

Midrash se le dice a menudo a la reflexión que tiene por objeto responder a


un problema o a una situación nueva surgida en el curso de la historia del
pueblo de Dios, incorporar a la Revelación un dato nuevo, prolongando con
audacia las virtualidades de la Escritura.

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Pero trasponiendo los límites del estudio, el midrash invade en Israel la vida
cotidiana, se hace estilo proverbial que colorea la conversación, no sólo la
culta, sino también la popular y la doméstica. Hay una santificadora
contaminación de los temas profanos por lo que el israelita oye en la
sinagoga sábado a sábado. Toma y acomoda expresiones del texto a las
situaciones de su vida, y hace de la Escritura vehículo y medio de su
comunicación.

Crea un estilo alusivo, metafórico, indirecto, estilo de familia ininteligible para


el no iniciado en la Escritura.

En este estilo de arcanas alusiones habla Gabriel a María, parafraseando el


texto de un oráculo profético de Sofonías:

(Sofonías 3, 14-17) (Lc 1, 28ss)

Alégrate, Alégrate, María,

Hija de Sión, objeto del favor de Dios.

Yahvé es el rey de Israel El Señor (está)

en ti. Contigo.

No temas, Jerusalén; No temas, María.

Yahvé tu Dios Concebirás en tu seno

está dentro de ti, y darás a luz un hijo

valiente salvador, y le llamarás:

rey de Israel en ti. Yahvé Salva.

El reinará

Uno de los procedimientos corrientes del Midrash consiste en describir un


acontecimiento actual (o futuro) a la luz de uno pasado, retomando los mismo
términos para señalar sus correspondencias y compararlos. Es el
procedimiento que usa el libro de la Consolación (Deutero-Isaías), que para
hablar de la vuelta del Exilo usa los términos de la liberación de Egipto
(Exodo). Dios se apresta a repetir la hazaña liberadora de su pueblo.

El uso que en la Anunciación hace Gabriel de los términos de Sofonías


implica una doble identificación: María se identifica con la Hija de Sión, Jesús
con Yahvé, Rey y Salvador.

7. María: Hija de Sión


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La Hija de Sión (Bat Sión) es una expresión que aparece por primera vez en
el profeta Miqueas (1, 13; 4, 10ss.). Decir "Hija" era una manera corriente en
la antigüedad de referirse a la población de una ciudad. Hija de Sión
designaba también el barrio nuevo de Jerusalén al norte de la ciudad de
David, donde, después del desastre de Samaría y antes de la caída de
Jerusalén se había refugiado la población del norte: el Resto de Israel.

¿Qué significa su identificación con María?

La Hija de Sión, como expresión teológica, significa en la escritura el Israel


ideal y fiel, el pueblo de Dios en lo que tiene de más genuino y puro, y puede
encontrar su expresión ocasional en grupos determinados, pero permanece
abierta al futuro y también a una persona. El Midrash es capaz, así, de
reflejar sutilmente los misterios para los cuales está abierto, con particular
habilidad. A lo largo de la historia teológica de la expresión Hija de Sión, ha
habido un proceso desde la parte hacia el todo, que ahora el Angel reinvierte,
volviendo del todo a una parte, a una persona, a María. El barrio de Jerusalén
pasó a cobijar bajo su nombre a la ciudad entera y al pueblo entero como
portadores de una promesa de salvación. Ahora es una persona, María, la
que se revela como la Hija de Sión por excelencia y el punto diminuto del
cosmo en que esa magnífica promesa se hace realidad.

8. María y el Arca de la Alianza

No nos detenemos a mostrar –interesados como estamos principalmente en


la figura de María- cómo la segunda parte del mensaje de Gabriel, la
referente a Jesús, glosa también, aludiéndolo al texto capital de la promesa
hecha a David (2 Sam 7); ni nos detenemos en las demás alusiones a otros
textos bíblicos que encierra el breve –o abreviado- mensaje del Angel. Pero
sí es relativo a María el paralelo entre Exodo 40, 35 y lo que el Angel le
anuncia sobre el modo misterioso de su concepción. Este paralelo nos
permite invocar a María piadosa y místicamente en la letanía mariana como
"Foederis Arca" (Arca de la Alianza) con toda verosimilitud, porque también
sobre ella se poda la sombra de la Nube de Dios, donde él está presente
actuando a favor de su Pueblo.

La Nube El poder del Altísimo

cubrió con su sombra te cubrirá con su sombra.

el tabernáculo. Por eso lo que nacerá


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Y la gloria de Yahvé de ti será llamado Santo,

colmó la morada. Hijo de Dios.

La concepción virginal de María se describe aquí mediante la Epifanía de


Dios en el Arca de la Alianza. La Nube de Dios aparece sobre ambas y sus
consecuencias son análogas. El Arca es colmada de la Gloria; María es
colmada de la presencia de un ser que merece el nombre de Santo y de Hijo
de Dios.

Pero la acción del Espíritu Santo que se manifiesta como Nube alumbradora
no se limita a reposar sobre María. Esta manifestación está señalando hacia
delante en la obra de Lucas: hacia la escena del Bautismo, hacia la
Transfiguración, textos en los que la voz del cielo da testimonio de su
Santidad y de su Filiación divina. "Ese es mi Hijo amado, en quien me
complazco. Escuchadlo".

Imposible también detenernos aquí a desentrañar las alusiones midráshicas


contenidas en la salutación de santa Isabel a María, ni el mosaico antológico
–también midráshico- de que consta el Magníficat, verdadero testimonio de
María acerca de sí misma.

9. El signo del Espíritu = el gozo


 

Quiero solo retener –para terminar- un aspecto de la imagen de María, según


Lucas, que transfigura el rostro de su testigo privilegiada. Gabriel la invita al
gozo y la alegría, y en el Magníficat María exulta. Detengámonos a mirar ese
rostro de María que se alegra y se enciende de gozo. Veámosla prorrumpir en
un cántico. No nos detengamos en las palabras, que pueden desviarnos o
distraernos hacia una curiosa arqueología bíblica. Contemplemos el gozo en
las facciones que Lucas nos dibuja.

Es el principal testimonio que Lucas se detiene a registrar. Porque en esa


primigenia alegría ve la fuente del gozo que invade a las comunidades
cristianas cuando cantan su fe en el Señor. Dichosos también ellos por haber
creído.

El único pasaje evangélico que nos registra un estremecimiento de gozo en el


Señor es aquél en que Cristo se goza. ¿Por qué? Porque el Padre lo ha
revelado a sus creyentes. El episodio se conserva en Mateo y en Lucas. Pero
mientras Mateo se limita sobriamente a decir que Jesús tomó la palabra
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Lucas nos precisa que en aquél momento se llenó de gozo Jesús en el


Espíritu Santo y dijo:

"Yo te bendigo, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas
cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre,
porque te has complacido en esto. Todo me ha sido entregado por mi Padre
y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el
Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar". (Lc 10, 21-22; Mt 11, 25-27).

"Y volviendo a los discípulos, les dijo aparte: ‘¡Dichosos los ojos que ven lo
que veis. Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron!".
(Lc 10, 23-24; Mt 13, 16-17).

Si alguien siente la alegría de creer, si se regocija y exulta por la pura y


gozosa alegría de su vivir creyente, sepa que esa es una voz angélica en su
interior, y que está oyendo el lenguaje de los ángeles. Sepa que esa es la
sombra protectora del Espíritu sobre él y dentro de él. Es la nube del Espíritu
y la presencia divina en su interior. Es el esplendor de la manifestación de la
Gloria y la manifestación gloriosa del Espíritu en la Iglesia. La que llamó la
atención del ilustre Teófilo. La que Lucas quiere explicarle, remontándose a
su origen en María, en Jesús, en los discípulos.

Y si alguien no siente en sí esa alegría, mire el rostro iluminado de gozo de


María creyente y oiga la exultación de su Magníficat; y deje que esa alegría le
inspire y le contagie.

Ella es para Lucas la garantía de solidez de las cosas que Teófilo ha


escuchado.

4. La imagen de María a través del evangelio de san Juan


El Eco de la voz

A. DOS HECHOS ENIGMÁTICOS

1. Un primer hecho:
 

Juan evita llamarla "María"

Un primer hecho que nos llama la atención al leer el evangelio de San Juan
en busca de lo que nos dice de María, es que este evangelista ha evitado
llamarla por el nombre de María. Juan nunca nombra a la Madre de Jesús por
este nombre, y es el único de los cuatro evangelista que evita
sistemáticamente el hacerlo. Marcos trae el nombre de María una sola vez.
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Mateo cinco veces. Lucas trece veces: doce en su evangelio y una en los
Hechos de los Apóstoles. Juan nunca.

Y decidimos que Juan evitó intencionalmente el nombrarla con el nombre de


María, porque hay indicios de que no se trata de omisión casual, sino
premeditada, querida y planeada.

Juan no ignora, por ejemplo, el oscuro nombre de José que cita cuando
reproduce aquella frase de la incredulidad que comentábamos a propósito de
Marcos y que recogen de una manera u otra también Mateo y Lucas: "Y
decían: ¿no es acaso éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre
conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: "He bajado del cielo’". (Jn 6, 42).

En segundo lugar, Juan conoce y nos nombra frecuentemente en su


evangelio a otras mujeres llamadas "María": María la de Cleofás, María
Magdalena, María de Betania, hermana de Lázaro y Marta. Son personajes
secundarios del evangelio y, sin embargo Juan no evita llamarlas por su
nombre propio. Esto hace también con otros personajes, cuyo nombre podía
aparentemente haber omitido, sin quitar nada a su evangelio, como Nicodemo
y José de Arimatea. Si nos ha conservado estos nombres de figuras menos
importantes: ¿Por qué no ha nombrado por el suyo a la Madre de Jesús? Si la
razón fuera –como pudiera alguien suponer- la de no repetir lo que nos dicen
ya los otros evangelistas, tampoco se habría preocupado por darnos los
nombres de José y de las numerosas Marías de las que también aquéllos nos
han conservado la noticia onomástica.

En tercer lugar si había un discípulo que podía y debía conocer a la Madre de


Jesús, ése era Juan, el discípulo a quien Jesús amaba y que por última
voluntad de un Jesús agonizante la tomó como Madre propia y la recibió en
su casa:

"Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María,


mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a
ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu Hijo’.
Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el
discípulo la acogió en su casa’" (Jn 19, 25-27)

Pues bien, es este discípulo, que de todos ellos es quien en modo alguno
puede ignorar el verdadero nombre de la Madre de Jesús el que –evitando
consignarlo por escrito en su evangelio- alude siempre a ella como la Madre
de Jesús o, más brevemente su Madre. Y es precisamente este discípulo – el
que entre todos podía haber tenido mayores títulos para referirse a la Madre
de Jesús como "Mi Madre"- quien insiste en reservarle –con una exclusividad
que ya convierte en nombre propio lo que es un epíteto- el título "Madre de
Jesús".

Juan no ignoraba el nombre de María y, si de hecho lo ignora es con alguna


deliberada intención. Una intención que no es fácil detectar a primera vista,
pero que vale la pena esforzarse por comprender.

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2. Una hipótesis

Y una primera hipótesis explicativa podría ser la siguiente. Quizás san Juan
evita usar el nombre de María como nombre propio de la Madre de Jesús
porque le parece un nombre demasiado común para poder aplicárselo como
propio. Si el nombre propio es para nosotros el que distingue a una persona,
a un individuo de todos los demás; sí –además- para la mentalidad israelita el
nombre revela la esencia de una persona y enuncia su misión en la historia
salvífica, entonces Juan tenía razón: María no es un nombre suficiente mente
propio como para designar de manera adecuada o inconfundible a la Madre
de Jesús. Es un nombre demasiado común para ser propio suyo. Marías hay
muchas en los evangelios y sin duda eran muchísimas en el pueblo y en el
tiempo de Jesús, como lo son aún hoy entre nosotros. Si Juan buscaba un
nombre único, un título que le señalara la unicidad irrepetible del destino de
aquella mujer, eligió bien: Madre de Jesús fue ella y sólo ella, en todos los
siglos.

En esta hipótesis, por lo tanto, Juan, al evitar llamarla María, y al decirle


siempre la Madre de Jesús, su Madre, lejos de silenciar el nombre propio de
aquella mujer, nos estaría revelando su nombre verdadero, el que mejor
expresa su razón de ser y su existir. Pero tratemos de ir más lejos y más
hondo en las posibles intenciones ocultas de san Juan.

3. Otro hecho: Diálogos distantes

Analicemos un segundo hecho que llama la atención al estudiar la imagen


de María tal como se desprende de los dos únicos pasajes de este evangelio
en que ella aparece: las bodas de Caná y la Crucifixión.

Como sabemos, Juan, al igual que Marcos, no nos ofrece relatos de la


infancia de Jesús. Podemos además desechar la referencia –que hacen sus
opositores- a su padre y a su madre, y que Juan, al igual que los sinópticos
nos ha conservado (Jn 6, 42). Ya vimos, al tratar de Marcos qué figura de
María revela este enfoque de la más tradición pre-evangélica. Y por eso no
volvemos a insistir aquí en ese aspecto, que no es propio de Juan.

El materia estrictamente joánico acerca de la Madre de Jesús –


desgraciadamente para nuestra piadosa curiosidad, pero afortunadamente
para quien, como nosotros, ha de considerarlo en un breve lapso- se reduce
a esas dos escenas, que junta no pasan de catorce versículos: las bodas de
Caná (Jn 2, 1-11) y la Crucifixión (Jn 19, 25-27). Si no fuera por el evangelio

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de Juan, no sabríamos que Jesús había asistido con su Madre y con sus
discípulos a aquellas bodas en Caná de Galilea. Ni sabríamos tampoco que la
Madre de Jesús siguió de cerca su Pasión y fue de los poquitos que se
hallaron al pie de la cruz.

Y he aquí –ahora- el segundo hecho sobre el que quisiera llamar la atención.


Entre todos los pasajes evangélicos acerca de María, son poquísimos los que
nos conservan algo que se parezca a un diálogo entre Jesús y su Madre.
Para ser exactos son tres: estos dos del evangelio de Juan y la escena que
nos narra Lucas del niño perdido y hallado en el Templo, cuando, en ocasión
del acongojado reproche de la Madre: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?
Mira que tu padre y yo angustiados te andábamos buscando" (Lc 2, 48),
responde Jesús con aquellas enigmáticas palabras que abren en Lucas el
repertorio de los dichos de Jesús: "Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais
que yo tenía que estar (aquí) en lo de mi Padre?" (Lc 2, 49).

Quien lea los diálogos joánicos habiendo recogido previamente en Lucas esta
primera impresión no podrá menos que desconcertarse más. En la escena de
las bodas de Caná Jesús responde a su Madre que le expone la falta de vino:
"Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? (o, como traducen otro para suavizar esta
frase impactante: ¿qué nos va a ti y a mí?), todavía no ha llegado mi hora". Y
en la escena de la crucifixión: "Mujer, he ahí a tu hijo".

Notemos, pues, que en los tres diálogos que se nos conservan, Jesús parece
poner una austera distancia entre él y su Madre. Son precisamente estos
pasajes –que, por presentar a Jesús y María en un tú a tú, podrían haberse
prestado para reflejar la ternura y el afecto que sin lugar a dudas unió a estos
dos seres sobre la tierra –los que nos proponen, por el contrario, una imagen,
al parecer, adusta, de esa relación, capaz de escandalizar la sensibilidad de
nuestros contemporáneos: 1) Mujer: ¿Qué hay entre tú y yo?; 2) Mujer: He
ahí a tu hijo.

Juan parece haber retomado y subrayado lo que Lucas nos adelantaba en su


escena. La Madre de Jesús sólo aparece en su evangelio en estos dos
pasajes dialogales, y Jesús parece en ellos distanciarse de su Madre: 1) con
una pregunta que pone en cuestión su relación; 2) interpelándola con la
genérica y hasta fría palabra Mujer; 3) remitiéndola a otro como a su hijo.

La impresión -decíamos- es desconcertante. Y agrega un segundo hecho,


que pide ser explicado, al ya enigmático silenciamiento del nombre de la
Madre de Jesús.

B. EXPLICACIONES

Tratemos de dar explicación a estos dos hechos enigmáticos.


 

1. "Haced todo lo que El os diga"


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El evangelio de san Juan subraya la revelación de Dios en Jesucristo como la


revelación del Padre de Jesús. Dios es el Padre de Jesús. Juan es el
evangelista que nos muestra mejor la intimidad de Jesús con su Padre; la
corriente de mutuo amor y complacencia que los une; cómo Jesús vive y se
desvive por hacer lo que agrada a su Padre, cómo se alimenta de la
complacencia paterna, siendo ésta su verdadera vida: "El Padre me ama,
porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la arrebata; yo la doy
voluntariamente. Tengo poder para darla y recobrarla, y esa es la orden (la
voluntad) que he recibido de mi Padre". (Jn 10, 17-18). "El Padre y yo somos
uno" (Jn 10, 30). "Felipe: el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9).

Es en paralelo, y por analogía con esos –en san Juan ubicuos- mi Padre, el
Padre de Jesús, como creo debemos comprender la insistencia de Juan en
referirse a María sola y exclusivamente como su Madre, la Madre de Jesús.

Así como Dios es para Jesús el Padre, omnipresente en su vida y en sus


labios (mi Padre, el Padre que me envió, voy al Padre, mi Padre y vuestro
Padre, el Padre que me ama, la casa de mi Padre…), así también y para
señalar una mísitica analogía, para subrayar una paralela realidad espiritual,
Juan llama a aquella que es como un eco de la divina figura paterna –no sólo
a través de una maternidad física, sino principalmente a través de una
comunión en el mismo Espíritu Santo- la Madre de Jesús.

Y una de las principales finalidades de la escena de Caná nos parece que es


–en la intención de Juan- la de mostrar hasta qué punto la Madre de Jesús
está identificada en su espíritu con el Espíritu del Padre de Jesús.

En la escena de Caná, en efecto, parecería que Juan se complace en


subrayar la coincidencia del velado testimonio que de Jesús da María ante los
hombres, con el testimonio que de Jesús da su Padre: "Haced todo cuanto os
diga", dice la Madre. "Escuchadlo", dice el Padre; que es decir lo mismo:
obedecerle. Sabemos, en efecto, por el testimonio de los sinópticos, que en
los dos momentos decisivos del Bautismo y de la Transfiguración se abren los
cielos sobre Jesús y desciende una voz –la voz de Dios- que proclama (con
pequeñas variantes según cada evangelista): "Este es mi Hijo amado, en
quien me complazco".

En el Bautismo, la finalidad de esta voz –que se revela como la del Padre- es


credencial de la identidad mesiánica y de la filiación divina de Jesús, y suena
como solemne decreto de entronización pública en su misión de Hijo y en su
destino de Mesías. En la Transfiguración, la finalidad de esta voz es dar
confirmación y garantía de autenticidad mesiánica a la vía dolorosa que Jesús
anuncia –con ternaria solemnidad- a sus discípulos. Y la voz celestial
completa su mensaje con un segundo miembro de la frase: Escuchadlo.

San Juan, a diferencia de los sinópticos, no nos relata la escena del


Bautismo. Tampoco hace referencia a la voz celestial que –según los
sinópticos- se dejó oír en el Bautismo. Ha puesto en su lugar no sólo más
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profuso y explícito testimonio del Bautista, sino también –nos parece- la voz
de María: "Haced todo lo que os diga", que equivale al "escuchadle" de la voz
divina en la Transfiguración, pero adelantada aquí al comienzo del ministerio
de Jesús.

Antes de la escena de Caná, Jesús no ha nombrado ni una sola vez a su


Padre, lo hará por primera vez en la escena de la purificación del templo, que
sigue inmediatamente a la de Caná. Es a través de su Madre como le llega a
Jesús ya en Caná, como a través de un eco fidelísimo la voz de su Padre. No,
como en los sinópticos, a través de una voz del cielo ni como más adelante,
en el mismo evangelio de Juan con un estruendo –que los circundantes, a
quienes va destinado, se dividen en atribuir a trueno o voz de ángel-, sino
como una sencilla frase de mujer cuyo carácter profético solo Jesús pudo
entender, oculto como estaba bajo el más modesto ropaje del lenguaje
doméstico.

Y prueba de que Jesús reconoció en las palabras de la Madre un eco de la


voz de su Padre es que, habiendo alegado que aún no había llegado su hora,
cambia súbitamente tras las palabras: "Haced cuanto os diga", y realiza el
milagro de cambiar el agua en vino.

No fuera mera deferencia o cortesía, ni mucho menos debilidad para rechazar


una petición inoportuna. Fue reconocimiento en la voz de la Madre, del eco
clarísimo de la voluntad del Padre. Obedeciendo a esa voz, Jesús "realizó
este primer signo y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él". Y
san Juan se preocupa, en otros pasajes del Evangelio, de subrayar el
escrúpulo de Jesús en no hacer sino lo que el Padre le ordena, en mostrar,
sólo lo que el Padre le muestra y en guardar celosamente lo que el Padre le
da.

Sí, pues, María es por un lado "Hija de Sión", en cuanto encarna lo más santo
del Pueblo de Dios, es también Hija de la Voz, que así se dice en hebreo lo
que nosotros decimos: Eco. Eco de la Voz de Dios = Bat Qol, Hija de la Voz.

2. Entre Caná y el Calvario

La importancia que la figura de la Madre de Jesús tiene en el evangelio según


san Juan no la podemos inferir de la abundancia de referencias a ella, pues,
como hemos visto, son pocas. La hemos de deducir de la sugestiva
colocación, dentro del plan total del evangelio, de las dos únicas y breves
escenas en que ella aparece: Caná y el Calvario. Y no sólo –por supuesto- de
su lugar material, sino también de su contenido revelador.

Caná y el Calvario constituyen una gran inclusión mariana en el evangelio de


san Juan. Encierran toda la vida pública de Jesús como entre paréntesis. Son
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como un entrecomillado mariano de la misión de Jesús. Abarcan como con un


gran abrazo materno –discretísimo pero a la vez revelador de una plena
comprensión y compenetración entre Madre e Hijo- toda la vida pública de
Jesús desde su inauguración en Caná hasta la consumación en el Calvario.

La María de san Juan no es sólo –como en Marcos- la Madre solidaria con su


Hijo ante el desprecio. No es tampoco –como en Mateo y en Lucas- una
estrella fugaz que ilumina el origen oscuro del Mesías o la noche de una
infancia perdida en el olvido de los hombres.

La Madre de Jesús es para san Juan testigo y actor principal en la vida


misma de Jesús. Su presencia al comienzo y al fin, en el exordio y el
desenlace es como la súbita, fugaz, pero iluminadora irrupción de un
relámpago comparable al también doble inesperado trueno de la voz del
Padre en el Bautismo y la Transfiguración.

3. El diálogo en Caná

La Madre de Jesús tal como nos la presenta Juan, sabe y entiende. Es para
Jesús un interlocutor válido e inteligente como iniciado en el misterio de la
hora de Jesús, se entiende con él en un lenguaje de veladas alusiones a un
arcano común.

Quien oye desde fuera este lenguaje, puede impresionarse por las
apariencias. Aparente banalidad de la intervención de la Madre: No tienen
vino. Aparente distancia y frialdad descortés del Hijo: Mujer, ¿qué hay entre
tú y yo? Aún no ha llegado mi hora.

Con ocasión de una fiesta de alianza matrimonial, Madre e Hijo tocan en su


conversación el tema de la Alianza. La Antigua y la Nueva. Vino viejo y vino
nuevo. Vino ordinario y vino excelente que Dios ha guardado para servir al
final. Antigua Alianza es agua de purificación rituales, que sale de la piedra de
la incredulidad y sólo lava lo exterior. Nueva Alianza que brota
inexplicablemente por la fuerza de la palabra de Cristo, como buen vino, como
sangre brotando de su interior por su costado abierto y que alegra desde lo
interior.

La observación de la Madre (no tiene vino) encierra una discreta alusión


midráshica a la alegría de la Alianza Mesiánica, aún por venir, y de la cual el
vino es símbolo de la Escritura.

Sabemos por san Lucas que no sólo Jesús sino también María, habla y
entiende aquel estilo midráshico, que entreteje Escritura y vida cotidiana. En
el evangelio de san Juan, Jesús aparece como Maestro en este estilo, que
estriba en realidades materiales y las hace proverbio cargado de sentido
divino: hablaba del Templo… de su Cuerpo; como el viento… es todo lo que

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nace del Espíritu; el que beba de esta agua volverá a tener sed… pero el
que beba del agua que yo le daré…; mi carne es verdadera comida…

Y si la observación de María hay que entenderla como el núcleo de un


diálogo más amplio, que san Juan abrevia y reproduce sólo en su esencia,
también la arcana respuesta de Jesús hemos de interpretarla no como la de
alguien que enseña al ignorante, sino como la de quien responde a una
pregunta inteligente.

La frase de Jesús (Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aúno no ha llegado mi


hora), antes que negar una relación con María es una adelantada referencia
a que –una vez llegada la hora de Jesús- se creará entre él y su Madre el
vínculo perfecto, último y definitivo ante el cual, palidecen los ya fuertes que
lo unen con su Madre en la carne y el Espíritu. Un vínculo tan fuerte que –
como veremos. Se podrá decir que la hora de Jesús es a la vez la hora de
María, la hora de un alumbramiento escatológico, en la que el Crucificado le
muestra en Juan al Hijo de sus dolores, primogénito de la Iglesia.

Y si la Madre pregunta indirectamente a cerca de la alegría simbolizada por el


vino (no hay fiesta si no hay vino, dice el refrán judío), Jesús alude a una
alegría que viene en el dolor de su hora, de su pasión, alegría que Jesús
anunciará oportunamente a su Madre, desde la cruz, como la dolorosa alegría
del alumbramiento.

4. La escena en el Calvario

Y con esto hemos iniciado nuestra respuesta al segundo hecho sorprendente:


el de la frialdad y distancia que parece interponer Jesús en sus diálogos con
su Madre. Pero, al mismo tiempo, acabamos de insinuar el sentido de la
segundo escena mariana en el evangelio de Juan: la del Calvario. Tomémosla
en consideración con más detenimiento:

"Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María,


mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a
ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu Hijo’.
Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el
discípulo la acogió en su casa’" (Jn 19, 25-27).

Nos parece que podemos partir para interpretar el sentido de este pasaje, de
las palabras desde aquella hora. Juan ama las frases aparentemente
comunes, pero cargadas de sentido. Y éstas, es una de ellas. Porque aquella
hora es nada menos que la hora de Jesús; de la cual él dijo: ha llegado la
hora…, ¿y qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de estas hora? Pero, ¡si para
esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre! (Jn 12, 23-27).

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Para san Juan la hora de alguien es el tiempo en que este cumple la obra
para la cual está particularmente destinado. La hora de los judíos incrédulos
es el tiempo en que Dios les perpetrar el crimen en la persona de Cristo o de
sus discípulos:

"Incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a
Dios. Y lo harán. Porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os lo he dicho
para que cuando llegue la hora os acordéis…" (16, 3-4).

Y esta expresión la hora, posiblemente se remonta a Jesús mismo, fuera de


los numerosos pasajes de san Juan, también Lucas, nos guarda un dicho del
Señor que habla de su Pasión como de la hora: Pero ésta es vuestra hora, y
del poder de las tinieblas (Lc 22, 53).

La hora de Jesús es aquél momento en que se realiza definitivamente la obra


para la cual fue enviado el Padre a este mundo. Es la hora de su victoria
sobre Satanás, sobre el pecado y la muerte: "Ahora es el juicio de este
mundo, ahora el Príncipe de este mundo será derribado; cuando yo sea
levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 31-32).

Por ser la hora de la Pasión una hora dolorosa pero victoriosa a la vez, está
para san Juan íntimamente unida a la gloria, a la gloriosa victoria de Jesús. Y
esa gloria se manifiesta por primera vez en Caná. Es la misma con la que el
Padre glorificará a su Hijo en la cruz. Y María es testigo de esta gloria en
ambas escenas.

Esa coexistencia de sufrimiento y gloria que hay en la hora se expresa


particularmente en una imagen que Jesús usa en la Ultima Cena y que
compara su hora con la de la mujer que va a ser madre:

"La mujer, cuando da a luz, está triste porque ha llegado su hora (la del
alumbramiento), pero cuando le ha nacido el niño ya no se acuerda del
aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo" (Jn 16, 21).

Me parece que esta imagen no acudió casualmente a la cabeza de Jesús en


aquella víspera de su Pasión. Creo más bien que es como una explicación
adelantada de la escena que meditamos; Y que, a la luz de esta explicación
Juan habrá podido comprender la profundidad del gesto y de las últimas
palabras de Jesús agonizantes a él y a María.

¿Habrán recordado Jesús, Juan, María, el oráculo profético de Jeremías o


algún otro semejante?:

"Y entonces oí una voz como de parturienta, gritos como de primeriza. Era la
voz de la Hija de Sión, que gimiendo extendía sus manos: Ay, pobre de mí,
que mi alma desfallece a manos de asesinos" (Jer 4, 31).

Al pie de la cruz, la Hija de Sión gime y siente desfallecer su alma a causa de


los asesinos de su Hijo. Y Jesús, que la ve afligida, comparable a una
parturienta primeriza en sus dolores; Jesús, que advierte el gemido de su

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corazón; aludiendo quizás en forma velada a algún oráculo profético como el


de Jeremías, la consuela con el mayor consuelo que se puede dar a la que
acaba de alumbrar un hijo: mostrándoselo. He ahí a tu hijo, le dice
mostrándole al discípulo, el primogénito eclesial del nuevo pueblo de Dios
que Jesús adquiere con su sangre. Juan el bienaventurado que ha
permanecido en las puertas de la Sabiduría en aquella hora de las tinieblas:

"Bienaventurado el hombre que me escucha, y que vela continuamente a las


puertas de mi casa, y está en observación en los umbrales de ella" (Prov
8,34).

Juan, el primogénito de la Iglesia, permanece junto a los postes de la puerta


de la Sabiduría, marcada con la sangre del Cordero, para ser salvo del paso
del Angel exterminador.

Jesús revela que su hora es también la hora de su Madre. Lejos de


distanciarse de ella o de renegar de su maternidad, la consuela como un
buen hijo a su Madre, pero también como sólo puede consolar el Hijo de Dios:
mostrándoles la parte que le cabe en su obra. Mostrándole en aquella hora
de dolores, a su primer hijo alumbrado entres ellos.

He aquí indicada la dirección en que nos parece que se ha de buscar la


explicación de ese Mujer con que Jesús habla a su Madre en el evangelio de
Juan. Tanto en Caná como en el Calvario, Jesús ve en ella algo más que la
mujer que le ha dado su cuerpo mortal y a la que está unido por razones
afectivas individuales, ocasionales.

Para Jesús, María es la Mujer que el Apocalipsis describe, con términos


oníricos, en dolores de parto, perseguida por el dragón, huyendo al desierto
con su primogénito. Es la parturienta primeriza de Jeremías, dando a luz entre
asesinos. Jesús no ve a su Madre –como nosotros a las nuestras- en una
piados pero exclusiva y estrecha óptica privatista, sino en la perspectiva de la
hora, fijada de antemano por el Padre, en que recibiría y daría gloria. Esa
gloria que es una corriente que va y viene y, como dice Jesús, está en los que
creen en él: Yo he sido glorificado en ellos (Jn 17, 9-10), los que tú me has
dado y son tuyos, porque todo lo mío es tuyo. El Padre glorifica a su Hijo en
los discípulos llamados a ser uno con él, como él y el Padre son uno. Y María,
Madre del que es uno con el Padre es también Madre de los que por la fe son
uno con el Hijo.

Por eso, al señalar a Juan desde la cruz, Jesús se señala a sí mismo ante
María, la remite a sí mismo, no tal como lo ve crucificado en su Hora, sino tal
como lo debe ver glorificado en los suyos, en los que el Padre le ha dado
como gloria que le pertenece. Y la remite a ella misma: no según su
apariencia de Madre despojada de su único Hijo, humillada Madre del
malhechor ajusticiado, sino según su verdad: primeriza de su Hijo verdadero,
nacido en la estatura corporativa –inicial, es verdad, pero ya perfecta- de Hijo
de Hombre.

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Se comprende así lo bien fundada en la Sagrada Escritura que está la


contemplación eclesial de la figura de María como nueva Eva, esposa del
Mesías y Madre de una humanidad nueva de Hijos de Dios. En efecto, en la
tradición de la Iglesia se ha interpretado que en el apelativo Mujer está la
revelación de grandes misterios acerca de la identidad de María. Por un lado,
se ha reconocido en ella a la Nueva Eva que nace del costado del Nuevo
Adán, abierto en la cruz por la lanza del soldado. Como nueva Eva ella
celebra a los pies de la cruz un misterioso desposorio con el nuevo Adán, que
la hace Esposa del Mesías en las Bodas del Cordero. Allí por fin, Jesús la
hace y proclama madre, parturienta por los mismos dolores de la redención
que fundan su título de corredentora. Madre de una nueva humanidad, de la
cual Juan será el primogénito y el representante de todos los creyentes.

CONCLUSIÓN

Su Madre, nuestra Madre

Y henos aquí, llegados al término de estas meditaciones sobre la figura de María a


través de los cuatro evangelistas. Es cierto que todo ellos nos hablan de María con
la intención última de decir lo que desean acerca de Jesús. Sus discursos acerca
de Cristo encuentran en ella luz y apoyo. Pero ninguno pudo prescindir de ella
para hablar de Jesús y presentárnoslo como Evangelio, que es decir: como
anuncio de salvación.

María no es el Evangelio. No hay ningún evangelio de María. Pero, sin María,


tampoco hay Evangelio. Y ella no falta en ninguno de los cuatro.

Ella no sólo es necesaria para envolver a Jesús en pañales (y lavarlos...). No sólo


es necesaria para sostener los primeros pasos vacilantes de su niño sobre nuestra
tierra de hombres. Su misión no sólo es coextensiva con la del Jesús terreno, sino
que va más allá de su muerte en la Cruz: acompaña su resurrección y el
surgimiento de su Iglesia.

Vestida de sol, coronada de estrellas, de pie sobre la luna, María, como su Hijo,
permanece. Y aunque el mundo y los astros se desgasten como un vestido viejo,
para confusión de los que en estas cosas pusieron su seguridad y vanagloria,
María permanecerá, como la Palabra de Dios de la que es Eco.

María, Madre de Jesús, pertenece al acervo de los bienes comunes a Jesús y a


sus discípulos. Su Padre es nuestro Padre. Su hora, nuestra hora. Su gloria,
nuestra gloria. Su Madre, nuestra Madre.

Bibliografía
* Obras consultadas

** Obras útiles para profundizar

1. MONOGRAFÍAS MARIANAS

ALDAMA DE, José A.: María en la Patrística de los siglos I y II, Madrid, BAC (300), 1970 (*)

https://www.mercaba.org/FICHAS/MARÍA/la_figura_de_maria_a_traves_de_l.htm 43/45
7/22/23, 1:02 PM La figura de Maria a traves de los evangelistas
GALOT, Jean: María en el Evangelio, Madrid, Apostolado de la Prensa, 1960 (**)

MANZANERA, Miguel: María Corredentora en la Historia de la Salvación, Ed. de la Arquidiócesis de Cochabamba,


Cochabamba 1998, 66 págs. (*)

MORI, Elios G.: Figlia di Sion e Serva di Yavé, Bologna, Ed. Dehoniane, 1969 (*)

MULLER, Alois: Puesto de María y su cooperación en el Acontecimiento Cristo, en: Mysterium Salutis, Vol. III, T. II, pp.
405-528, Madrid, Ed. Cristiandad, 1971 (*)

VERGÉS, Salvador: María en el Misterio de Cristo, Salamanca, Ed. sígueme, 1972 (Col. Lux Mundi 31) (*)

2. EVANGELIOS

A) Sobre los cuatro evangelios

CABA, José: De los Evangelios al Jesús Histórico, Madrid, BAC (316), 1971 (**)

SCHNACKENBURG, Rudolf: Cristología del Nuevo Testamento, en: Mysterium Salutis, Vol. III, T. I, pp. 245-416, Madrid, Ed.
Cristiandad, 1971 (*)

VAWTER, Bruce: Introducción a los cuatro evangelios, Ed. Sal Terrae, 1969 (Col. Palabra Inspirada 9) (**)

B) Sinópticos

TROADEC, HENRY: Comentario a los Evangelios Sinópticos, Madrid, Ed. Fax, 1972 (col. Actualidad Bíblica 17) (**)

C) Marcos

MANSON, T.W.: Jesus the Messiah, London, Hodder & Stoughton, 19431-1961 (*)

MANSON, T.W.: The Sayings of Jesus, London, SCM Press, 19491-1969 (*)

D) El Midrash Pésher

BROWNLEE, H., "Biblical Interpretation Among the Sectaries of the Dead Sea Scrolls", en: Biblical Archaeologist, 1951, Nº
3, p. 54-76 (**)

CARMIGNAC, J., COTHENET, E., LIGNÉE, H. Les Textes de Qumran, Traduits et Annotés; ver Tomo 2, pp. 46ss,
Introducción de Carmignac sobre el género Pesher, que remite a la bibliografía sobre el tema. Según Carmignac los mejores
estudios sobre el Pésher (**)

DIEZ-MACHO, Alejandro: "Derásh y exegesis del Nuevo Testamento", en Sefarad 35 (1975) 1-2, págs. 37-89 (**)

DIEZ-MACHO, Alejandro: La Historicidad de los Evangelios de la Infancia. - San José Padre de Cristo - El entorno de
Jesús, Ediciones Fe Católica, Madrid 1977 (**)

HORGAN, M.P., Pesharim: Qumran Interpretations of Biblical Books, (The Catholic Biblical Quarterly Monograph Series 8),
The Catholic Biblical Association of America, Washington 1979 (**)

RABINOWITZ, I., "'Pesher/Pittaron'. Its Biblical Meaning and its Significance in the Qumran Literature", en Revue de
Qumran 8 (1973) 219-32 (**)

E) Mateo

BOVER, José M.: "Un texto de san Pablo (Gál. 4, 4-5) interpretado por san Ireneo" en: Estudios Eclesiásticos 17 (1943) 145-
181 (*)

DANIEL-ROPS: La vida cotidiana en Palestina en tiempos de Jesús, Buenos Aires, Hachette 1961 (Col. Nueva Clio) (**)

DIEZ-MACHO, Alejandro: La Historicidad de los Evangelios de la Infancia. - San José Padre de Cristo - El entorno de
Jesús, Ediciones Fe Católica, Madrid 1977 (**)

FORD, J. M.: Mary's Virginitas Post Partum and Jewish Law, en: Biblica 54 (1973) 269-272 (*)

FRANKEMOLLE, Hubert: Jahwebund und Kirche Christi, Münster, Vlg. Aschendorf, 1974 (Neutestamentliche
Abhandlungen, N.F. 10) (*)

GUTZWILLER, Richard: Jesus der Messias. Chistus im Matthäus-Evangelium, Einsiedeln-Köln-Zürich, Benziger Verlag,
1949 (**)

JEREMIAS, Joachim: Jérusalem au Temps de Jésus, Paris, Du Cerf, 1967 (*)

https://www.mercaba.org/FICHAS/MARÍA/la_figura_de_maria_a_traves_de_l.htm 44/45
7/22/23, 1:02 PM La figura de Maria a traves de los evangelistas
F) Lucas

BORREMANS, John: "L' Esprit Saint dans la catéchese évangelique de Luc", en: Lumen Vitae 25 (1970) 103-122 (*)

BURROWS, Eric: The Gospel of the Infancy, London, Burns & Oates & Washbourne, 1940 (Coll. The Bellarmine Series 6) (*)

LAURENTIN, René: Structure et Théologie de Luc I-II, Paris, Gabalda, 1964 (Col. Études Bibliques) (*)

LAURENTIN, René: Marie en Luc 2, 48-50, Paris, Gabalda, 1966 (Col. Études Bibliques) (*)

(Sobre los relatos de la infancia en Lucas, véanse también las obras sobre Midrash-Pésher en el apartado D)

G) Juan

BRAUN, F. M.: Jean le Théologien, Vol. III: Sa Théologie, T. I: Le Mystere de Jésus-Christ, Paris, Gabalda, 1966 (Col. Études
Bibliques) (*)

DE LA POTTERIE, Ignace: "Das Wort Jesu 'Siehe deine Mutter' und die Annahme der Mutter durch den Jünger (Joh 19,27b)"
en: Neues Testament und Kirche (Festschrift f. Rudolf Schnackenburg) Freiburg-Basel-Wien, Herder 1974, pp. 191-219

FEUILLET, André: "L'Heure de Jésus et le Signe de Cana", en: Ephemerides Theol. Lovanienses 36 (1960) 5-22 (*)

LEROY, Herbert: Rätsel und Missverständniss, Tübingen, Diss. Doctoral, Ed. del Autor, 1967 (*)

https://www.mercaba.org/FICHAS/MARÍA/la_figura_de_maria_a_traves_de_l.htm 45/45

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