Temple, Dominique - Teoria de La Reciprocidad I
Temple, Dominique - Teoria de La Reciprocidad I
Temple, Dominique - Teoria de La Reciprocidad I
Dominique Temple
TEORIA DE LA RECIPROCIDAD
Tomo I
LA RECIPROCIDAD Y EL
NACIMIENTO DE LOS
VALORES HUMANOS
Edición al cuidado de
Javier Medina y Jacqueline Michaux
Padep
D.L. : 4 - 1 - 1639 - 03
Cotejo de citas: Edwín Mamani, Graciela Mamani, Corina Layme, Raquel Nava de TARI,
Talleres abiertos sobre reciprocidad e interculturalidad; y Raúl Soruco.
Foto tapa: Estela lítica encontrada en Challapata, Bolivia, y que simboliza, en el mundo
andino, la Ley del Ayni; 700 años después de Cristo.
La Paz, Bolivia
Introducción
El tema de los valores, por tanto, es la mejor entrada para repensar la economía y mirar de
otro modo las estrategias de reducción de la pobreza, no solamente en países altamente
endeudados. Es preciso ir más allá de la teoría del capital social que sigue enfeudada a una
visión monoteísta de la economía y que a los bolivianos no nos añade ningún saber nuevo:
ya sabemos que las economías indígenas son creadoras del lazo social y que se basan en
una comprensión de la organización entendida como una red por la que circulan dones,
palabras, sentimientos, rituales... Esta teoría del capital social vislumbra la alteridad: la
creación del vínculo social: la creación del valor, pero le da horror aceptar su alteridad y
polaridad y lo que hace es reducir y llevar la alteridad a su propio sistema, que cree único, y
la adjetiva a su único significante: el Capital. Para la economía del industrialismo sólo hay
Capital, adornado con innumerables adjetivos: físico, humano, social, cultural,
simbólico...todos estos adjetivos no tienen otra función que evitar el que se profiera lo que
Bataille llamó la parte maldita de la economía: la Reciprocidad. Lo que ésta teoría del
capital social debiera decirnos más bien es cómo se crea el vínculo social, cómo nacen los
valores en la humanidad, pero no lo hace. De ello, empero, trata este texto de Dominique
Temple que presentamos para enriquecer el debate mundial sobre el tema y que rebasa
ampliamente la discusión sobre las estrategias de reducción de la pobreza en las sociedades
no occidentales del Tercer Mundo. Tiene que ver con la sobrevivencia de la humanidad
como un todo en una Casa común planetaria.
Ahora bien, esta separación dualista de las partes respecto del todo estaba latente, en el
mito del Génesis, como una separación y distinción entre Creador y criatura, pero es, como
hemos visto, con la ciencia galileo-newtoniana que esta distinción se introduce como la
quintaesencia del método científico de la modernidad. Es decir, cuando el razonamiento
crítico, el empirismo, el individualismo y el secularismo, se convierten en los valores
dominantes de la época y empiezan a ofrecer las herramientas teóricas para conceptualizar
esta nueva manera de producir, de trabajar y de consumir; vale decir, de vivir y morir bajo
el reinado y la supremacía del Intercambio, a la cual empieza a supeditarse todo. En este
contexto es que se produce una redefinición del hombre europeo como homo economicus.
Así, pues, la ciencia económica no fue ajena a este evolución general de la civilización
occidental. En este sentido, el Principio económico del Intercambio, lo cuantitativo, fue
fundado en el siglo XVII, por Sir William Petty, paisano y amigo de Newton y
contemporáneo de Descartes. El método de Petty proviene, igualmente, del ámbito de la
traducción: reemplaza palabras y argumentos por cifras, pesos y medidas. De este modo,
propuso un conjunto de ideas que se convirtieron en los ingredientes indispensables de las
teorías de Adam Smith y los economistas posteriores.
Veamos algunos rasgos típicos para tener una comprensión de cómo también la economía
está ligada al paradigma científico de su época. Petty, por ejemplo, analizó los conceptos
newtonianos de "cantidad" y "velocidad" para aplicarlos al dinero y a su circulación;
conceptos que se debaten hasta el día de hoy en las escuelas monetaristas. Otro ejemplo. A
John Locke se le ocurrió la idea de que los precios eran determinados "objetivamente" por
la Ley de la oferta y la demanda; ley económica que fue elevada a una categoría idéntica a
la de las leyes de la mecánica newtoniana. Así, la interpretación de las curvas de la oferta y
la demanda se basan en el supuesto de que todos los participantes en el mercado "gravitan"
automáticamente y "sin fricción" alguna hacia el precio de "equilibrio" determinado por el
"punto de intersección" de ambas curvas. Esta ley encajaba, así mismo, con la nueva
matemática de Newton: el cálculo diferencial; pues se consideró, en ese momento, que la
economía se ocupa de las continuas variaciones de cantidades muy pequeñas y dicha
técnica matemática procesaba estas magnitudes con gran eficacia.
Otro ejemplo. Adam Smith aceptó la idea de que los precios se determinen en "mercados
libres" por los efectos supuestamente equilibradores de la oferta y la demanda. Para ello,
Smith basó su teoría económica en los conceptos newtonianos de "equilibrio", en las "leyes
de movimiento" y en el supuesto de la "objetividad científica". Imaginó que los
"mecanismos de equilibrio" del mercado operarían casi "instantáneamente" y sin "fricción"
alguna. Es decir, que productores y consumidores se reunirían en el mercado, con el mismo
poder y la misma información, y que la "mano invisible" del mercado guiaría los intereses
individuales y egoístas de cada uno de tal manera que el efecto final de ese encuentro en el
mercado produciría el bien común. Pues bien, esta metáfora, tan ligada a los supuestos
mecanicistas del cosmos newtoniano, se sigue utilizando hasta el día de hoy en que ya no
vige ese paradigma científico.
Pero es más; en realidad, ni ahora ni antes, se cumplieron esos supuestos. Es muy difícil, en
efecto, que se pueda dar una información perfecta y libre para todos los participantes en
determinada transacción; es, así mismo difícil, que todos puedan llegar al mercado con la
misma fuerza y capacidad para hacer los negocios. El mismo concepto de "mercado libre"
es problemático. Todos sabemos que, en las sociedades industrializadas, gigantescas
corporaciones controlan el suministro de mercancías; crean demandas artificiales mediante
la publicidad y ejercen una influencia decisiva en las políticas nacionales. El poder
económico y político de estos gigantes corporativos impregna todas y cada una de las
facetas de la vida pública. Si es que alguna vez fueron posibles, los mercados libres,
equilibrados por la oferta y la demanda, desaparecieron hace mucho tiempo.
El grave problema de la economía, que alientan todas las políticas públicas, tanto globales
como locales, es que se sigue basando en el paradigma científico newtoniano. La economía
no ha sido repensada en los parámetros del nuevo paradigma científico técnico: cuántico,
ecológico, comunicacional. Pues bien, el mérito de este texto es que Temple piensa la
economía desde esta atalaya; es decir, desde una visión multidisciplinaria que en la
comunidad científica se viene discutiendo, curiosamente, desde 1924, el mismo año en que
Marcel Mauss generalizó a todas las sociedades humanas el descubrimiento de Malinowski
de la reciprocidad, el mismo año en que Louis de Broglie generalizó al universo físico el
descubrimiento de Planck y Einstein: todo en la naturaleza se manifiesta de dos formas
contradictorias, corpúsculo y onda, materia y luz; en economía: intercambio y reciprocidad;
en sociedad: individualismo y comunitarismo; en religión: monoteísmo y animismo..., sin
que sea posible establecer, como dice Temple, un puente, una continuidad, entre ambas
polaridades pues la conexión misma deviene contradictoria en sí misma.
Temple se pregunta «¿No hay, por ventura, alguna relación entre ese vacío cuántico,
situado entre las manifestaciones antagónicas de la energía y el Tercero, nacido de las
estructuras contradictorias de la reciprocidad?». Lévy-Bruhl sospechará la analogía;
Leenhardt la aludirá y el físico Niels Bohr, invitado en 1938 al Congreso Internacional de
Antropología de Copenhague, lo ilustrará. Pero será Stéphane Lupasco el que convertirá
esta parte del misterio en una cuestión central de la lógica actual. Muestra, en efecto, que
una nueva teoría del conocimiento es necesaria y que esta teoría no debe situar la cuestión
de la verdad en la no-contradicción, como se cree desde los griegos hasta hoy, sino,
justamente, en lo contradictorio, como sostiene el nuevo paradigma científico técnico actual
. He aquí el marco teórico para pensar la Economía (la complementariedad de los principios
antagónicos del intercambio y la reciprocidad) en el siglo XXI.
Quisiera agradecer a Dominique Temple que ha puesto a nuestra disposición sus textos para
alimentar un debate no sólo local sino global, sobre cómo, no sólo reducir la pobreza, sino
producir abundancia y calidad de vida para todos. Desearía agradecer, así mismo, a Gunter
Meinert, Asesor Principal del Componente Qamaña: Reducción de la pobreza y Debate
público, por haber hecho posible esta edición.
Javier Medina
La Paz, septiembre de 2003.
Prefacio
¿Pero cómo nace esta percepción contradictoria? ¿No es necesario que una relación de
reciprocidad primordial permita a cada uno redoblar su percepción inmediata con aquella
de quien tiene enfrente, de tal forma que ambos se relativicen mutuamente y comprendan el
sentido que cobija el otro?
Así mismo, se interrogará a las sociedades de tradición oral que preservan las estructuras de
reciprocidad en las que se origina el lenguaje.
En las comunidades primordiales, el ser social, engendrado por las prestaciones totales,
abarca ciertamente a toda la humanidad. Sin embargo, los términos de parentesco limitan a
las comunidades y las aíslan a las unas de las otras, cada una en su imaginario. Y es el don,
probablemente, el que permitió abrir el círculo del parentesco hacia el mundo exterior.
La ronda de los dones se alargó y las sociedades se conformaron como estados dispersos.
En otras sociedades los seres humanos llevaron sus ofrendas al mismo altar, pero entonces
su imaginario se constriñó bajo el yugo de uno solo.
Parece, más bien, que es la competencia de intereses la que conduce a la humanidad hacia
peligros mortales. Frente a este riesgo absoluto, la crítica de la economía política debe ir a
la raíz de las cosas: ¿Es el interés el motor definitivo de la economía humana? ¿Es el
intercambio la mejor relación que los seres humanos puedan establecer entre sí?
Así, pues, hay que liberar a la reciprocidad de los imaginarios en los cuales es alienada y
hay que instituirla como la matriz, sin más, de la humanidad.
Los seres humanos entrevieron esta liberación a través de una forma de reciprocidad
inesperada. La tesis de Florestan Fernandes, sobre la reciprocidad de los asesinatos en los
tupinambá (2), puso de manifiesto toda la importancia que tiene la reciprocidad de
venganza en las sociedades primitivas. Pero del mismo modo como Malinowski (3),
respecto de la reciprocidad de dones, Fernandes se contenta con una interpretación
funcionalista: la venganza protegería la identidad del grupo. Nosotros sostendremos, por el
contrario, que en la reciprocidad negativa lo que importa es la génesis del ser social entre
los grupos. El hecho de que el ser social pueda nacer, tanto de la reciprocidad positiva
como de la reciprocidad negativa y que las dos formas de reciprocidad sean equivalentes,
conduce a la idea de que la reciprocidad es, por ella misma, la sede del ser. El ser, que vaya
a nacer de la reciprocidad, deberá entonces ser buscado más allá de los imaginarios
particulares del don y de la venganza.
En todas las culturas antiguas, lo que fue revelado como ética fue vivido en el
deslumbramiento de los mandamientos o bajo la amenaza del castigo. Pero, antes de seguir
sufriendo una retahíla de experiencias de lo bueno y lo malo, impuesto por la tradición, la
sociedad occidental se paró en seco y eligió el intercambio y, con ello, la libertad. Hoy, ella
está descubriendo los límites de la competencia y del libre intercambio. Se interroga. Se
preocupa en tener un conocimiento objetivo de las olvidadas estructuras de reciprocidad
para controlar así la génesis del valor.
Así habremos dejado los jardines de la inocencia en los que crecían árboles llenos de flores,
de miel y de frutos y habremos atravesado esta tierra quemada por la muerte, como el
desierto etiope, para entrever un nuevo mundo en el que podamos plantar árboles de la vida
y producir a gusto los valores humanos.
Algunos instantes antes de ser asesinado, Martin Luther King decía: ?Marchareis hacia la
tierra prometida...?
I.
Maussiana
el Tercero en la reciprocidad positiva
Introducción
Adam Smith, por ejemplo, observaba cómo sus contemporáneos calculaban todo por interés
y no vacilaba en generalizar su comportamiento a la humanidad entera. La división del
trabajo se desprendería de una tendencia natural del hombre a traficar e intercambiar sólo
en su propio interés.
«Por ejemplo, en una tribu de cazadores o pastores, un individuo hace arcos y flechas con
más celeridad y destreza que otro. Trocará frecuentemente esos objetos con sus compañeros
por ganado o caza y no tardará en darse cuenta de que, por este medio, podrá procurarse
más ganado y caza que si él mismo fuera a cazar. Por cálculo de interés, entonces, convierte
la fabricación de arcos y flechas en su principal ocupación (5) ».
Si Adam Smith hubiera podido observar una sociedad de cazadores de verdad, antes que
construir un relato-ficción, habría constatado que el arco o la caza, incluso producidos en
demasía por el trabajo del cazador, nunca es intercambiado sino siempre donado. El don
está en el principio del reconocimiento del otro. Pero la génesis del ser social es,
inmediatamente, la razón de una economía humana, ya que si hay que donar para ser, para
donar hay que producir. La reciprocidad de dones no es, pues, una forma arcaica del
intercambio; ella es otro principio de la economía y de la vida.
Sin embargo, los dones vuelven, son recíprocos, son necesariamente devueltos. La
obligación de devolver parece desmentir la gratuidad de los dones. La gratuidad, por tanto,
sería aparente, una ficción, una mentira social, la máscara de un intercambio interesado.
Además, si se pierde prestigio al recibir, ese prestigio se convierte en tenencia. Las riquezas
se tornan inmediatamente en simbólicas. Y si el intercambio económico no es visible en la
adquisición de prestigio, es simplemente porque se encuentra mezclado con ella.
Se puede objetar a esta tesis que si sociedades fundadas sobre el intercambio comercial
proceden históricamente de sociedades organizadas por la reciprocidad, ello no significaría
necesariamente que el intercambio provenga del don. El intercambio y el don pudieron
coexistir y afrontarse desde el origen y el intercambio sobreponerse, por ejemplo, en la
sociedad occidental.
Pero la coherencia de su teoría no deja de ser decepcionante incluso para el propio Mauss.
Él vuelve incesantemente sobre el vocabulario del intercambio y el interés; esas palabras
típicamente europeas, dice, que se aplican tan mal a lo que se quiere decir. Y deja la palabra
a los "indígenas", los verdaderos inventores de la reciprocidad, como lo reconocera Lévi-
Strauss (6). Pero los "indígenas" hacen referencia a un motor de prestaciones económicas
diferente al del interés; motor al que Mauss da un nombre polinesio: el mana. Lévi-Strauss
dirá, en su introducción a la obra de Mauss, que el mana es símbolo puro, un significante
flotante, pero dotado de una función semántica decisiva: la de ser una llave maestra; Mauss
remarca, en otra parte, que juega el papel de la cópula en la proposición, como la palabra
"ser".
Entre todos los caminos, a veces contradictorios, que Mauss abrió, proponemos seguir el de
una crítica radical al intercambio. Desde ya, la obra de Marx contiene una tal crítica, que
apunta no solamente a la desigualdad del intercambio, sino también al intercambio mismo.
En el intercambio comercial, en efecto, la relación entre los productores reviste "la forma
fantástica de una relación de las cosas entre ellas": no hay, en el intercambio, más que cosas
intercambiadas. Por el contrario, en la relación de reciprocidad, Marx descubre un Tercero
indiviso, espiritual, puramente humano, que llama Humanidad, producido por la
reciprocidad y que el intercambio destruye (7). Más tarde, los hechos reportados por los
etnógrafos, Franz Boas, de la costa oeste de América del Norte, y Bronislaw Malinowski,
de las islas del Pacífico, pondrán de manifiesto que la reciprocidad no es una utopía y que
es practicada por innumerables comunidades. Sólo la sociedad occidental moderna la ha
restringido a las esferas estrechas de la vida privada.
Cada una de estas obligaciones crea un lazo de almas entre los actores del don. Dar instaura
una alianza, un lazo espiritual, una comunión, pero recibir (y también tomar) permite
igualmente unir al otro a sí, ligarlo. En nombre de ese lazo espiritual, hay, incluso, como un
derecho de propiedad sobre el don de otro, por parte de aquel que toma o recibe. La cosa
donada se convierte en el testimonio de ese lazo entre almas que se instaura entre ambas
partes. Ella es la expresión de su ser común, pero está marcada por el sello de aquel que ha
tomado la iniciativa de la relación; refleja, en efecto, el rostro del donante; es el emblema
de su nombre. El retorno del don se explicaría por esta fuerza que estaría presente en la
cosa donada: el lazo entre almas manifestado por el nombre inalienable del donante. De
esta guisa, los taonga, objetos preciosos de los maorí, parecen animados por una fuerza de
retorno a su origen:
« Los taonga están, al menos en la teoría del derecho y de la religión mahorí, estrechamente
ligados a la persona, al clan y a la tierra; son el vehículo de su mana, de su fuerza mágica,
religiosa y espiritual. En un proverbio recogido por sir G. Grey y C.O. Davis, se les ruega
destruir al individuo que los ha aceptado. Por lo tanto, tienen en sí esa fuerza para el caso
en que no se cumpla el derecho y sobre todo la obligación de devolverlos (12) ».
Es más: los dones incluso matan. A los dones se les pide matar realmente; quedan cargados
con una fuerza de venganza cuando no son devueltos. «Confieren un poder mágico y
religioso sobre uno». El mana del donante, encerrado en la cosa misma, podría así
transformarse en espíritu de venganza y matar al donatario, si éste no salda sus obligaciones
de reciprocidad.
Se debe, pues, retomar su análisis y, sin duda, proseguirlo en otra dirección que la elegida
por los teóricos del intercambio.
En los orígenes, según Mauss, el don interesaría no solamente a las cosas, sino al ser:
« Por el momento lo que ha quedado claro es que para el derecho maorí, la obligación de
derecho, obligación por las cosas, es una obligación entre almas, ya que la cosa tiene un
alma, es alma. De lo que se deriva que ofrecer una cosa a alguien es ofrecer algo propio
(15) ».
Que, para el alma primitiva, el ser y las cosas estén mezclados, es lo que ya sugiere la
evocación de las prestaciones totales, al principio del Ensayo. De entrada, no son
individuos los que "intercambian", sino comunidades, a través de sus jefes. «Lo que
intercambian no son exclusivamente bienes o riquezas, muebles e inmuebles, cosas útiles
económicamente; son sobre todo gentilezas, festines, ritos, servicios militares, mujeres,
niños, danzas, ferias...» (16).
Mauss no pretende tratar, en el Ensayo sobre el don, de esas prestaciones totales originarias
en las que no solamente se da de todo, sino en las que se da todo. Anuncia, como su tema,
lo que llama el "intercambio-don": un «sistema de regalos que se dan y se devuelven a
plazos» (18). Pero se refiere a las prestaciones totales originarias para dar cuenta del
sincretismo que, según él, persistiría en las comunidades organizadas por el don. Vuelve sin
cesar al tema de la mezcla para comprender lo que hace mover los dones. Mientras que las
sociedades modernas distinguen claramente derechos reales y derechos personales, lo
material y lo espiritual, las sociedades primitivas, por su parte, los confundirían.
« Estas instituciones sirven para expresar un hecho, un régimen social, una determinada
mentalidad: la de que todo, alimentos, mujeres, niños, bienes, talismanes, tierra, servicios,
oficios sacerdotales y rangos son materia de transmisión y rendición. Todo va y viene como
si existiera un cambio constante entre los clanes y los individuos de una materia espiritual
que comprende las cosas y los hombres, repartidos entre las diversas categorías, sexos y
generaciones (19) »
Si lo material y lo espiritual están mezclados, se puede concebir que la cosa donada lleva
consigo algo del ser del donante que, al donar un objeto, se dona a sí mismo. Mauss piensa
confirmar su tesis de la mezcla con la idea de símbolo. Los regalos, ¿no son un símbolo de
sentimientos y, por tanto, el intercambio es un intercambio simbólico? La dimensión
económica del don puede incluso borrarse completamente. Cita a Radcliffe-Brown a
propósito de los andamanes: ocurre que cada familia dispone desde ya lo que la otra le
puede ofrecer. La finalidad de los dones, explica Radcliffe-Brown, es entonces «ante todo
moral». «El objetivo es producir un sentimiento de amistad entre las dos personas en juego,
y si no se consigue este efecto, la operación resulta fallida»(20). Más que la idea de
producción, Mauss retiene la de equivalencia entre el sentimiento y el regalo. El regalo
expresa un sentimiento que ya existe. Si las cosas tienen entonces un alma, son del alma; su
intercambio crea la unidad social. A propósito de ello, Mauss remite a uno de sus artículos
precedentes en el cual mostraba que las manifestaciones afectivas de las comunidades
humanas primitivas presentan los mismos caracteres que las prestaciones totales: son
fenómenos sociales, "obligatorios y colectivos". Además, «...son más que simples
manifestaciones, son signos, expresiones comprendidas, en pocas palabras: son un lenguaje.
Esos gritos, son como frases y palabras. Hay que proferirlos, pero si hay que hacerlo, es
porque todo el grupo los comprende (...). Es esencialmente una simbólica»(21). Uno ya no
se asombrará por la indiferencia que muestran las comunidades, en ciertas circunstancias,
hacia el valor utilitario de los objetos ofrecidos: ¡no tiene importancia en relación a su valor
simbólico! Pero para dar cuenta de lo simbólico, ¿puede uno contentarse con atribuir a los
primitivos y, por extensión, a los "indígenas", una confusión entre el alma y las cosas, y
reducir el símbolo a una mezcla? Para Mauss, todo va y viene, porque, en el regalo, el
sentido está oscuramente mezclado al objeto. Mas que suscitar afectividad el regalo la
transporta consigo mismo. Se la recibe al recibir el objeto. Y Mauss multiplica los
ejemplos: los taonga llevan consigo el mana del donante; al dar algo, uno se da a sí mismo.
Como para ilustrar esta idea, Maurice Leenhardt descubrió, en los kanak, una relación
esencial entre el don, supuestamente más antiguo: el de los víveres, y el ser mismo del
hombre:
« Esas primicias, esas ofrendas, que encerramos en nuestro lenguaje endurecido por
términos de constreñimiento, obligación, tributo y prestación, el caledonio los designa, en
su lengua, con una sola palabra, que se tradujo por don de amabilidad, êvië (...). El don al
jefe es un don de amabilidad ya que donar, en Melanesia, no significa abandonar un objeto
a fondo perdido. Donar es ofrecer algo de sí mismo; es cumplir el acto que establece la
correspondencia con otro e incitarlo, a su vez, a ofrecer de sí mismo; donar es intercambiar
(22) ».
Leenhardt observó, asimismo, en los houaïlou, una equivalencia inmediata entre don y
palabra. Los houaïlou llaman No a la palabra. No es, pues, el contenido de toda idea, de
todo conocimiento, de toda representación o discurso. Pero he aquí que la ofrenda es
también "considerada como palabra" y se llama No.
Los dones son palabras, nombran el ser: son dones del ser. Parece definitivamente
confirmado que «donar es ofrecer algo de sí mismo»: el mana polinesio es una riqueza
espiritual que puede encarnarse en objetos. Se la da al dar el objeto. Recíprocamente:
«aceptar algo de alguien significa aceptar algo de su esencia espiritual, de su alma» (24).
Lo mismo ocurre con los objetos preciosos de los trobriandeses, los vaygu'a, puestos en
circulación en la célebre kula. «Cada uno, o al menos los más apreciados y codiciados,
tienen un mismo prestigio, tienen un nombre, una personalidad, una historia, incluso una
leyenda. Tanto, que algunos individuos adquieren su nombre...» (25). Formidables
competencias por merecer el homenaje de esos regalos animan toda la vida económica y
social de los trobriandeses. El ser es designado, por el mismo "indígena", como objeto de
don y Mauss tiene buenas razones para creer que la circulación del ser es idéntica a la
circulación de las cosas.
Por consiguiente ¿hay que mantener la tesis de la mezcla? ¿Puede hablarse, acaso, de
confusión entre el ser y las cosas, si se tiene en cuenta que los donantes se toman el cuidado
de designar ciertos objetos como portadores de ser?. El mismo Mauss opera una distinción
capital entre dos tipos de bienes:
« Al menos los kwakiutl y los tsimshian dividen los bienes de propiedad igual que los
romanos, los trobriandeses o los samoanos. Para ellos, existe por un lado, los objetos de
consumo que se reparten (nota de Mauss: pueden ser también de venta) (no he encontrado
rastro de intercambio de ellos) y, por otra parte, las cosas de valor de la familia, los
talismanes, cobres blasonados, colchas de pieles o de telas bordadas. Estos últimos se
transmiten con tanta solemnidad como se transmite la mujer en el matrimonio, los
"privilegios" del yerno, o los nombres a la custodia de los niños y yernos (26) ».
Mauss reserva toda su atención a la segunda categoría: los objetos preciosos que son
designados como representantes del nombre y que son transmitidos con la misma
solemnidad que el nombre mismo. Pero ¿qué ocurre con los bienes ordinarios: los
alimentos y los bienes de uso?
Sólo serían objetos de vulgar repartición. La repartición, pues, está excluida de la categoría
maussiana del intercambio-don. Sin embargo, el repartir es una redistribución; por tanto,
también esos bienes son donados. ¿No tendrían ellos, entonces, ninguna relación con el ser?
Cualquiera que fuese la naturaleza de la cosa dada, objeto de repartición u objeto simbólico,
¿no sería una cualidad espiritual producida por el acto mismo de donar y que, por
consiguiente, estaría relacionada con el sujeto del don? Las observaciones de Mauss
muestran, abundantemente, que el don equivale, para su autor, a un acrecentamiento de la
conciencia de ser, a un incremento de autoridad y de renombre.
Así, pues, donar ya no es ofrecer algo de sí mismo, sino adquirir algo de sí mismo. La
materialidad y la espiritualidad no están, aquí, ligadas a un estatuto común de objeto; ellas
se oponen en dos estatutos diferentes, pero están unidas por una relación de contradicción:
lo espiritual aparece adquirido por el donante en tanto que lo material es adquirido por el
donatario. Así, pues, acudir a la noción de intercambio no es necesario para explicar esos
dones. Si todo don puede ser, a la vez, material y espiritual en razón de que es don material
y adquisición espiritual, ya no tiene necesidad alguna de una contrapartida para ser
justificado. Desde el momento que el otro acepta recibir, que la relación intrínseca entre el
don de cosas materiales y el nombre que éste le vale al donante es reconocida, el don tiene
su razón en sí mismo. Aparentemente, todo va y viene, lo material y lo espiritual, pero sus
movimientos no son idénticos. Material y espiritual no pueden estar mezclados
indistintamente como objetos de intercambio: están unidos por un lazo sistémico que
encadena la suerte del uno a la suerte del otro. Ese lazo no es una mezcla, no es una
aposición; es una conjunción de contradicción, un lazo lógico (27), indesatable, de
contradicción, que une el Don y el Nombre. Decir que la adquisición de lo espiritual está
unida a la alienación de lo material es, sin embargo, impropio ya que esta adquisición
implica un acrecentamiento del ser y no del haber. No sólo que la noción de intercambio no
es necesaria, sino que es errónea. El que da, por el hecho de dar, crea él mismo el valor de
prestigio correspondiente. ¡Ni intercambia ni compra! El prestigio nace del don; se
relaciona a aquel que toma la iniciativa: al donante, para constituir su propio nombre, su
renombre, el valor del renombre.
Ahora bien, en las prestaciones totales, no hay intercambio general en el cual todo va y
viene de la misma manera, en el cual se cede, se toman los honores y los títulos como se
toma o cede la cerveza o la yuca. Por tanto, el don le vale al donante su ser, su prestigio,
cualquiera que sea el sentimiento o la opinión del otro. Este no puede nada, debido a que
aquel, al dar por ejemplo sus víveres, adquiere su nombre de humano; así como tampoco
puede nada sobre el hecho de que, al aceptar recibir, pierde su prestigio.
«A los dones se les ruega destruir al individuo que los ha aceptado». Es posible interpretar
literalmente este proverbio maorí, ya que el don es muerte para quien lo acepta. Se muere
por no dar, por no redistribuir, por sólo recibir, ya que el don es vida para el que da. Al que
recibe el don se le dice moribundo, ya que está en la situación dialéctica de la muerte con
relación a la vida, de recibir y no de dar. Si dar es adquirir prestigio; recibir es perderlo,
disminuir: morir en su ser. Es por ello que el donatario da, a su vez, para estar vivo, para
tener mana. Tal es el principio de la dialéctica del don, principio que puede explicar
enseguida por qué el don vuelve a su origen, simulando un intercambio de equivalentes. Es
que nadie quiere perder su alma al solamente recibir. Si hay ser que se engendra a nivel del
don, cada uno quiere participar del ser: quiere ser. Ese deseo no se hace patente sino con la
competición de los dones: entonces los espejismos del prestigio se apoderan de los
imaginarios; cada donante quiere imponer el crecimiento de su nombre. Pero, para que
estas exasperaciones del don sean posibles, ¿no es necesario que la misma conjunción
lógica del Don y del Nombre exista desde el origen de la función simbólica, en las formas
más apacibles del don, antes que la pretendida mezcla del ser y las cosas?
Sin duda, la reciprocidad tiene un carácter más originario de lo que la dialéctica del nombre
nos lo deja suponer. Tendremos, finalmente, que hacer justicia a Mauss por haber
descubierto la relación primordial de la obligación de devolver y del lazo de almas. Pero ni
la mezcla del sujeto y el objeto, ni el intercambio de estos objetos mezclados de almas, son
categorías pertinentes para percibir la anterioridad fundamental de la reciprocidad sobre el
don. Y, en la dialéctica del don, el lazo de almas se reduce a una conjunción lógica entre
Don y Nombre.
¿Qué fuerza vela por el retorno de los dones? Los hechos responden de forma luminosa: es
la fuerza del nombre del ser humano; es la fuerza del prestigio ligado al acto del don. El
don es el principio del rango, de la jerarquía, del prestigio. El Don es el Nombre.
Inversamente, recibir es disminuir, perder su nombre, hacerse esclavo, morir. Se
comprende, entonces, que cada cual quiera dar y que, para ser donante, esté impulsado no
solamente a igualar los dones del otro, sino a incrementarlos. Este aumento puede conducir
a una competencia comparable a la competencia que libran los sujetos del intercambio.
Ambos son fuerzas motrices del crecimiento. Pero he aquí que la competencia, en la
redistribución, tiene por objetivo el prestigio; la competencia, en la acumulación, tiene por
objetivo la ganancia. Mauss evoca los paroxismos alcanzados por la competencia entre
donantes, en las comunidades indias del noroeste americano. En el potlatch se da, pero
también se tira, se despilfarra: se destruye. «En algunos casos ni siquiera se trata de dar y
tomar sino de destruir, con el fin de que no parezca que se desea recibir, se queman cajas
enteras de aceite de pez vela o de aceite de ballena; se queman casas y colchas; se rompen
los mejores cobres que se hunden en el agua con el fin de aniquilar, de "aplanar" al rival»
(28). El potlatch muestra que el prestigio no depende de la acumulación, sino de la
prodigalidad. A la inversa de la economía de intercambio, en la que el gasto, incluso
suntuario, está siempre ordenado hacia una acumulación; aquí el consumo, bajo forma de
don, es tan imperativo que incluso cuando todos los deseos son satisfechos, el prosigue aún,
se transforma en consumción, como por el placer de revelarnos la lógica del don. Así, pues,
la estructura del ciclo económico está al desnudo: el renombre está fundamentalmente
unido a la gratuidad del don, a su consumo y este consumo determina la producción.
Cuando Mauss interpreta el potlatch se aproxima mucho a las categorías del don. Reconoce
que la nobleza es proporcional a la generosidad de la distribución. «Es, pues, un sistema de
derecho y de economía en que se gastan y se transfieren constantemente riquezas
considerables. Esta transferencia se puede denominar, si se quiere, cambio, comercio o
venta, pero es un comercio noble, lleno de etiqueta y generosidad, ya que cuando se lleva a
cabo con espíritu de ganancia inmediata, es objeto de un desprecio muy acentuado» (29).
Con un lujo deslumbrante de ilustraciones, describe la gloria del nombre, acrecentándose
con cada aumento del don: «En ningún otro lugar, el prestigio individual del jefe y de su
clan está más ligado al gasto...» (30). «...Hay un jefe kwakiutl que dice: "Este es mi orgullo,
los nombres, los orígenes de mi familia, mis antepasados han sido..." (y declina su nombre
que es al mismo tiempo un título y un nombre común), "donantes de maxwa" (gran
potlatch) » (31).
«El nombre de quien da el potlatch "toma peso" por el potlatch que da, y "pierde peso" si
acepta uno..." (32). Insiste sobre la exasperación de la rivalidad por el prestigio: «(...) hasta
dar lugar a una batalla y a la muerte de los jefes y notables que se enfrentan así; por otro
lado, a la destrucción puramente suntuaria de las riquezas acumuladas con el objetivo de
eclipsar al jefe rival que es también un asociado...» (33). No poder dar equivale a perder la
cara: «El noble kwakiutl y haïda tiene exactamente la misma noción de "cara", rostro, que
el letrado o el oficial chino. De uno de los grandes jefes míticos que no daba potlatch se
decía que tenía la "cara podrida". Aquí la expresión es más exacta que en China, pues en el
noroeste americano perder el prestigio es perder el alma y es de verdad la "cara", la
máscara de baile, el derecho a encarnar un espíritu, de llevar un blasón, un tótem; es de
verdad la persona lo que se pone en juego, la que se pierde con el potlatch, en el juego de
los dones; del mismo modo que se puede perder en la guerra o por cometer una falta en el
rito.» (34). Una nota sobre el potlatch de redención de cautivos precisa: «... ya que se hace
no sólo para recuperar al cautivo, sino también para restaurar "el nombre" y la familia que
le ha dejado hacerse esclavo, debe dar un potlatch» (35). En pocas palabras: no dar es
morir, dar es revivir. «Haïyas... que pierde la "cara" al juego y muere. Sus hermanas y
sobrinos se ponen de luto, dan un potlatch en revancha y resucita» (36). «... un viejo jefe no
daba suficientes potlatch y los demás dejaron de invitarle y se murió. Sus sobrinos le
hicieron una estatua, dieron una fiesta, diez fiestas en su nombre y revivió» (37).
Mauss está, pues, muy cerca de admitirlo y los hechos que reúne lo dicen: el don crea el
nombre. Don y nombre están en una relación necesaria. Y, sin embargo, no se atreve a
hacer del prestigio la razón del don. Constata que la nobleza es proporcional a la
redistribución, pero no va hasta ligar, de forma intrínseca, el prestigio, el nombre del ser
viviente o del ser humano, al acto del don. El prestigio es el imaginario del don pero, bajo
este imaginario, le parece que debe esconderse una realidad más profunda que explica el
retorno del don y el carácter obligatorio de éste bajo la apariencia de la gratuidad. Mauss
llama intercambio a esta realidad escondida, ya que sería siempre motivada por el interés.
Pero ¿qué interés? En las sociedades de don, las operaciones económicas se hacen "con otro
espíritu" diferente del espíritu con el que se efectúa el intercambio comercial. La utilidad y
el interés comercial no son la última razón de los "intercambios". «Hay un interés, pero éste
es sólo análogo al que, se dice, hoy nos guía» (38). El interés del donante es un interés
superior, no material, cierto, pero el prestigio, el rango, la autoridad, el honor, el mana se
convierten en riqueza, en un bien objetivo, que se podrá muy bien alienar como un valor de
intercambio. «Se diría que el jefe trobriandes o tsimshian actúan, marcando las diferencias,
al modo del capitalista, que sabe deshacerse de su moneda en el momento adecuado, para
volver a formar de nuevo, a continuación, su capital móvil» (39). De esta guisa parece,
pues, que el interés queda como el móvil de todas las transacciones humanas.
Mauss está animado por la misma pasión de hacer justicia a las sociedades abusivamente
llamadas primitivas. Propone sólo corregir el vocabulario de Boas, reemplazar los términos
"deuda, pago, etc.", por "presentes hechos y presentes devueltos". Pero ese respeto por una
mayor exactitud no le impide creer, como a Davy, en La fe jurada, de 1922, que el potlatch
constituye una forma de contrato y que los contratos de esas sociedades contienen en
germen todos los principios de la economía política moderna. Sin embargo, observa que, en
el potlatch, los dones son sacrificados por valer como nombre y ello de una manera a veces
radical, ya que son destruidos por su propio donante, en forma de desafío, es cierto, pero
con el objetivo manifiesto de establecer una jerarquía de rango y con la esperanza de que
esta jerarquía será definitiva, es decir, que los dones no podrán ser devueltos. Aparece una
contradicción, que Mauss reconocerá en la Conclusión del Ensayo. Si las destrucciones más
locas de riqueza continúa pareciéndole interesadas, este interés se contabiliza solamente en
términos de jerarquía, de poder, de gloria y cuando el jefe trobiandés o tsimshianés parece
comportarse como un capitalista, su acumulación está finalmente orientada hacia el gasto:
«Uno atesora pero para gastar, para "obligar", para tener "hombres ligados"» (42). En
definitiva, el ganador en el juego de los dones no es el que acumula, sino el que da más.
«Se devuelve con usura, pero para humillar al primer donante y no sólo para recompensarle
de la pérdida que le causa un "consumo diferido" » (43).
Esto es lo que asombró a Bataille: «... un poder es adquirido por el hombre rico, pero (...)
este poder está caracterizado como un poder de perder. Es solamente por la pérdida que la
gloria y el honor le son ligados»(45). Como bien lo subrayó Lefort, ese ideal entra en
contradicción con el de un interés que se situaría en el objeto dado y recibido: «Destruir,
nos dice Mauss, es, dando, poner al otro en la imposibilidad de devolver. La idea es tanto
más interesante cuanto que arruina retrospectivamente toda la teoría del don fundada sobre
el ser de la cosa ofrecida y no, como aquí, sobre el acto» (46). La contradicción entre las
categorías de prestigio y beneficio es estrepitosa. Son inconciliables. Si la conjunción entre
don y nombre es un lazo irrecusable, lógico, entonces el prestigio del donante ya no
pertenece a esta categoría, muy general, que confunde el interés material y el interés
espiritual. Es el interés espiritual el que se opone al interés material. Los dos sistemas: de
crédito, uno, y de honor, el otro, son sencillamente antagonistas.
Mauss, sin embargo, hará una última tentativa por conciliar el honor y el interés,
proponiendo una interpretación del prestigio por lo menos paradójica: el prestigio sería una
manifestación ostentatoria, la prueba de que se es el más poderoso por la propiedad. Cita a
Turner, que describe las fiestas de nacimiento en Samoa:
« Después de la fiesta de nacimiento, después de haber dado y devuelto los oloa y los
tonga - en otras palabras: los bienes masculinos y femeninos- el marido y la mujer no eran
más ricos que antes, pero tenían la satisfacción de haber visto lo que consideraban un gran
honor, masas de bienes acumulados con ocasión del nacimiento de su hijo (47) ».
Según este punto de vista, queda por explicar cómo, en el potlatch y todas sus
manifestaciones de carácter agonístico, el más prestigioso de los hombres queda como el
gran donante. Si éste puede pretender a la gloria suprema (a veces a costa de su propia
vida), es a condición de no toparse con un donante superior y, encima, la de darlo todo.
Mauss responde que aquí se trata de una ilusión. Si el donante supremo se arriesga a dar,
sabiendo que ya no podrá convertir su prestigio en riqueza, si da aparentemente sin
esperanza de devolución, es porque intenta, de este modo, erigirse como superior al común
de los mortales. Ahora bien, aplastar a su rival, mostrar su riqueza, asentar su autoridad no
es la manifestación de un goce propio del donante: es siempre una ficción, una mentira
social. Ese prestigio tiene un objetivo escondido: designar a la contraparte privilegiada de
un intercambio, cuya importancia es del todo diferente a la que proporciona el intercambio
prosaico entre seres humanos: el intercambio con los dioses.
4. El sacrificio
El potlatch hace pensar en el sacrificio. Es sacrificio, dice Mauss. Al mismo tiempo que el
donante manifiesta poder y desinterés, sacrifica a los espíritus y a los dioses. Pero bajo la
apariencia de una ofrenda sin retorno, el intercambio prosigue, tanto más digno de interés
cuanto que los espíritus, detentores del mana, lo serían también de los mismos bienes
económicos. La teoría del intercambio no se hunde. El sacrificio es un intercambio con los
dioses; esa ya es la tesis sostenida por Hubert y Mauss en 1899 en el Ensayo acerca de la
naturaleza y la función del sacrificio. Y bien, este intercambio era comprendido de la forma
más explícita, como un cálculo interesado: «Las dos partes presentes intercambian sus
servicios y cada una encuentra su parte. Ya que también los dioses tienen necesidades
profanas» (49).
En el capítulo del Ensayo sobre el don, dedicado al sacrificio, Mauss mantiene la idea de
comprar a los dioses, ya que ellos «saben devolver el precio de las cosas» y «son ellos los
auténticos propietarios de las cosas y los bienes de este mundo» (50). Mauss no parece
asombrarse de que sociedades que desprecian el comercio o incluso lo ignoran, utilicen la
noción de compra con los espíritus y los dioses (51).
De todas maneras, si se acepta la idea de que los hombres donan con la esperanza puesta en
la generosidad de los dioses... ¿qué pensar de los dioses? ¿Donan para que se les retribuya a
cambio, tan interesadamente como los humanos? y ¿puede imaginarse, en ese caso, que
sean tan inocentes como hacen los hombres? ¿No dan, más bien, porque son verdaderos
donantes? ¿No dan por ser o porque son? Los dioses dan por su prestigio y se encolerizan
cuando su prestigio es ofendido. El ser es, para ellos, la razón del don que se trastoca en ira
cuando el hombre la ignora. Los dioses, en efecto, se irritan por no ser honrados por los
hombres. Se calma a los dioses apenas se reconoce su prestigio. En las islas Trobriand,
según Malinowski, se conjura a un espíritu malhechor mediante el don de objetos preciosos
que también sirven a la kula: «Este don actúa directamente sobre el espíritu de ese espíritu»
(54). Al espíritu de este espíritu, al prestigio de los dioses, se le dirige un homenaje. Se
honra a los dioses para apaciguar su cólera, para "comprar la paz". La contradicción entre el
ser y el tener, un instante diferida por la interpretación del potlatch como un sacrificio a los
dioses y la de éste como un intercambio, reaparece con el espíritu de los dioses y su cólera.
Y queda irreductible.
Esta transmisión de los símbolos del ser, por vía del parentesco, abre la perspectiva del don
de esos bienes inalienables. A partir del momento en que el renombre se cristaliza en un
objeto, puede ser distribuido. Y es así que se podrá recibir el renombre del tesoro en el cual
éste se encarnó. Es, pues, cierto que los regalos que representan alianzas o títulos, van y
vienen en el curso de las prestaciones totales, como las otras riquezas. Y es por ello que
Mauss pudo creer que su acumulación podía ser signo de prestigio. Turner no se
equivocaba al asociar la alegría, de los jóvenes padres samoanos, a la satisfacción de haber
visto cantidades ingentes de bienes reunidos en ocasión del nacimiento de sus hijos.
Pero hay que remarcar que el don de esos objetos de prestigio, si es adquisición de
renombre para el que los recibe, al donante le valen por un nuevo renombre: es el renombre
del renombre. Para aquel que dona, el prestigio continúa produciéndose por el don. De este
modo, el don de renombre inicia un segundo ciclo de la dialéctica del don. El que recibe
esos objetos de prestigio no crece en la jerarquía, a no ser que vuelva a darlos, a su vez, al
cabo de cierto tiempo. Si los guardara, perdería la cara; no podría siquiera prevalecer sobre
el mana que esos objetos conservan para ellos mismos.
De hecho, Mauss utiliza dos nociones muy diferentes de riqueza: «La persona rica es una
persona que tiene mana en Polinesia, "auctoritas" en Roma y que en estas tribus americanas
es un "gran" hombre, walas» (59).
Donar la riqueza confiere al donante mana. El imaginario agrega ese mana a un objeto que
se convierte en un objeto precioso. Así, pues, el mana puede ser dado y, como fruto de ello,
un nuevo valor será producido en beneficio del donante; el cual, a su vez, será representado
en otro objeto simbólico.
¡Pero eso no es todo! El renombre recibido, como un homenaje, en los objetos preciosos es
también un imperativo: el de honrar las obligaciones que ese título representa, es decir, la
obligación de donar en consecuencia. Si el don de los valores de uso engendra el renombre
para el donante, ahora, la adquisición del valor de renombre obliga al don de los valores de
uso. El don crea el renombre, el renombre obliga al don. El segundo principio es tan
esencial como el primero. Esta inversión es semejante a aquella que Marx describió para el
sistema del intercambio. El intercambio de mercancías, en efecto, pone de manifiesto el
valor de cambio; éste, cuando ha encontrado su expresión en una mercancía privilegiada, se
vuelve, a su vez, por su circulación, el motor del intercambio de mercancías. De igual
modo, el don engendra el renombre que, una vez fijado en esos objetos privilegiados, se
convierte en fuerza motriz del don. Esta capacidad del renombre fetichizado, de mover la
circulación de las riquezas, abre el camino a la aparición de una moneda.
6. La moneda de renombre
Para que los objetos preciosos se conviertan en moneda, no basta que representen el valor
de renombre; es preciso que pierdan todo vínculo con su origen: que dejen de ser la efigie
de su creador. Sólo entonces podrán circular libremente entre todos los asociados, como
una expresión autónoma de su valor. La moneda entonces adquiere incluso su propia
celebridad y, pronto, la transmitirá al ser humano en vez de recibirla de él (61).
« El valor del cobre lesaxalayo era, hacia 1906-1910, 9.000 mantas de lana; valor, cuatro
dólares cada una; 50 canoas, 6.000 mantas de botones, 260 pulseras de plata, 60 pulseras de
oro, 70 pendientes de oro, 40 máquinas de coser, 25 fonógrafos, 50 máscaras y el heraldo
decía: "Por el príncipe Lagwagila voy a dar todas estas pobres cosas" (62) ».
La suerte de esos cobres blasonados ilustra una fase intermedia de la génesis de la moneda
de renombre. La expresión "moneda de renombre" proviene, por lo demás, de esos cobres.
Hasta tal punto son simbólicos de la redistribución y del don gratuito que, a veces, son
llamados "potlatch" o incluso "fuego". Representan, en efecto, el renombre del clan o de la
familia del donante más grande del clan. Se convierten, pues, en los verdaderos
detentadores del nombre. Por consiguiente, no sólo pueden ser transmitidos
hereditariamente, sino dados; y, desde que están comprometidos en las competiciones del
potlatch, su donante adquiere un renombre superior.
Mas ¿cómo encuentra éste su blasón y cómo este blasón puede estar marcado por el nuevo
renombre? «Entre los kwakiutl se hacen trozos, rompiendo en cada potlatch una de las
partes, dándose el honor de conquistar, en otro potlatch, cada uno de los trozos, uniéndolos
todos hasta que formen el completo» (63). Así, pues, a fuerza de generosidad, se ha
merecido el homenaje de los cobres distribuidos y se recupera también su blasón
fragmentado, cuyas cicatrices configuran un nuevo rostro: el del renombre del renombre.
Cada una de las cicatrices es el signo de un desafío superado, de un duelo victorioso, para
adquirir el nombre; los remaches, la necesidad contraria de sellar lo que es del nombre. En
fin, los grandes cobres atraen hacia sí pedazos de otros cobres o cobres más pequeños.
Están dotados de una fuerza, inversa a la del don, que es una fuerza de atracción, de retorno
de lo que acumula y no se aliena: «Viven y están dotados de un movimiento autónomo al
que arrastran los demás cobres. Entre los kawkiutl, uno de ellos es denominado "atractor de
cobres" y su fórmula relata cómo los demás cobres se reúnen en torno suyo, al mismo
tiempo que el nombre de su propietario es "propiedad que corre hacia mí"»(64). La
moneda, entonces, puede despegarse de su hogar de origen y la circulación de los
fragmentos; los pequeños cobres de referencias perdidas, ya hacen pensar en la moneda de
los trobriandeses.
En las islas Trobriand, para merecer el homenaje de los más bellos vaygu'a, hay que dar
prueba de una generosidad sin par; dar toda su moneda y su riqueza e incluso más, es decir,
prevalerse de un aumento de renombre al desplegar tesoros de seducción, de vanidad, de
publicidad. Existe incluso un mercado (a condición de no reservar la noción de mercado
sólo al mercado de intercambio) para esas monedas de renombre: el célebre kula; como
existe, en el sistema del intercambio, un mercado y un comercio de dinero. Cada sociedad
del archipiélago posee sus valores de renombre y sus propias monedas. Las dos principales,
reservadas a las relaciones ínter tribales, son las mwali y las soulava; las mwali, bellos
brazaletes tallados y pulidos en una concha y portados en las grandes ocasiones por sus
propietarios o sus parientes; las soulava, collares trabajados por hábiles torneros de
Sinaketa, en hermoso nácar de espóndil rojo (...) «tanto las unas como las otras se atesoran
gozando sólo de su posesión» (65). Sin embargo, esta posesión «se entrega sólo con la
condición de que sea usada por otro o de transmitirla a un tercero» (66). Recibir un vaygu'a
no acarrea ninguna muerte, ni fracaso, sino que, por el contrario, significa ser honrado, ser
reconocido por el otro como prestigioso; pero con la condición de volver a darlo, en un
momento dado. Recibir para guardar, sería la muerte. Así, pues, del mismo modo que los
comerciantes representan el valor de cambio en una moneda, así también los asociados de
una economía de reciprocidad representan el valor de renombre en una moneda: una
moneda de renombre. Sin embargo, la analogía se detiene ahí. Las monedas de renombre
no son monedas de intercambio, aunque sean primitivas. En un sistema de reciprocidad, la
"riqueza" es proporcional al don, no a la acumulación. El valor del renombre es inverso al
valor de cambio. Una moneda de renombre no puede ser utilizada como forma de pago.
Ella representa el prestigio adquirido por el don y obliga, a quien la recibe, a efectuar
nuevas distribuciones.
Mauss adoptó la expresión "moneda de renombre" (67); pero propuso una definición
discutible: una moneda de cambio primitiva (68). Se inclinó hacia la transición de un
sistema monetario a otro, en la historia, y, sobre todo, en la historia romana. Como los
arrhes de origen semítico y el wadium germánico, el nexum romano testimonia de viejos
dones obligatorios, debidos a la reciprocidad. El nexum es el lazo entre donante y donatario.
Está representado por una prenda, a menudo un lingote de bronce, que significa «este
vaivén de las almas y de las cosas, que se confunden entre sí» (69). El lingote de bronce
acompaña el presente. El que recibe el lingote, símbolo de la unión del lazo de almas entre
asociados, lo devolverá a su propietario, en su momento, con el contra-don, no para
liberarse de su lazo personal, sino para atestiguar que toma, a su vez, la iniciativa de una
prestación del don, obligando de este modo al primer donante. Se libera de su condición de
obligado, pero no se libra del lazo; sólo invierte su orientación. Es el primer donante el que,
para retomar las expresiones de Mauss, se encuentra desde entonces comprado, ligado. El
lingote de bronce, utilizado por el uno y por el otro, no pertenece a ninguno, es el símbolo
del mana, del lazo entre las almas que emerge de la relación expresada en el acto del don.
No es, pues, posible escapar a esta comunidad de alma (70). La prenda expresa el vínculo
de forma simbólica. En tiempos más antiguos, las cosas mismas se confundían con el lazo
de almas. Pero la distinción, entre la cosa y la prenda, se hizo necesaria cuando los mismos
objetos fueron comprometidos en operaciones de trueque, por una parte, y de don, por otra.
Si la cosa está acompañada de una prenda, la prestación se inscribe en una relación de don;
si no, se inscribe en una relación de trueque. Parece que los romanos distinguieron
intercambio y don, antes que confundirlos. La res misma es un símbolo del don. «La res ha
tenido que ser, en sus orígenes, algo distinto de la cosa en bruto y tangible, del objeto
simple y pasivo de transacción en que luego se ha transformado. Parece que la mejor
etimología es la que la relaciona con la palabra del sánscrito, rah, ratih, don, regalo. Cosa
agradable. La res fue, sobre todo, lo que daba satisfacción a otro» (71). Los antiguos
romanos distinguían dos patrimonios: la familia y la pecunia; la familia englobaba las
personas y las cosas. «La palabra familia comprende más que la res que forma parte de ella,
hasta llegar a incluir también los víveres y los medios de vivir de esa familia» (72). De
igual modo, distinguían las res mancipi y las res nec mancipi. Las res mancipi eran las
cosas preciosas que sólo se podían alienar siguiendo las fórmulas de la mancipatio, de la
toma (capere) en mano (manu). La donación solemne (mancipatio) crea un lazo de
derecho, sometía al donatario al donante y lo comprometía a la fidelidad. La familia se
deshacía con dificultad de las res mancipi. Estas distinciones, subraya Mauss, eran muy
precisas en los antiguos romanos (73). En sentido inverso: «La distinción entre res mancipi
y res nec mancipi desaparece en el derecho romano en el año 532 de nuestra era, por una
abrogación expresa del derecho quiritario» (74). Mauss nota que, las primeras monedas
romanas, son prendas. Cuando tenía lugar la donación de ganado entre familias romanas, el
lingote que simbolizaba su lazo de almas, figuraba en una pieza de ganado (una vaca). El
ganado era, en efecto, res familia. Que pueda utilizarse una prenda tal como moneda de
intercambio, ¿indica una evolución acaso del don al intercambio? Para que haya
intercambio y no don, es necesario que el lingote represente el objeto y ya no el lazo entre
almas y que su utilización sea invertida: que sea dado en contraparte del ganado, y no como
supernumeraria del ganado mismo. Pero es cierto que, si la moneda de renombre tiene por
emblema una pieza de ganado, también puede servir como convención para representar esta
pieza de ganado en un intercambio.
Mauss defiende el empleo de la noción de moneda, contra Malinowski. Este argüía: «El
vaygu'a nunca es utilizado como agente de pago o como unidad de valor, mientras que esas
son dos funciones esenciales de la moneda» (75). Malinowski tiene razón sobre el fondo: la
moneda de renombre no debe ser confundida con una moneda de intercambio. Malinowski
sacó a la luz que ellas son antagonistas. Sin embargo, el vaygu'a, e incluso las prendas, son
monedas, a condición de que no se restrinja la economía a la economía de intercambio, el
valor económico al valor de intercambio, la moneda a la moneda de intercambio. En un
sistema de don, la moneda de renombre permite representar el valor. Ella hace posible la
generalización del ciclo económico; es un instrumento del crecimiento.
Segunda parte
el Tercero y lo recíproco
1. El enigma de Ranapiri
Ahora se puede remarcar que el don de los taonga es un don del nombre. Esos objetos
preciosos que, según el proverbio maorí, se les ruega destruir al individuo que los ha
aceptado, tienen un valor mágico, el hau, el valor del nombre que llevan consigo en tanto
que símbolos (76). El hau, valor espiritual añadido al objeto donado, no se aliena y forzará
al donatario a devolver. Es el sabio maorí Tamati Ranapiri, quien explica la teoría del hau:
« Voy a hablaros del hau... El hau no es de ningún modo el viento que sopla. Imagínense
que tienen un artículo determinado (taonga) y que me lo dan sin que se tase un precio. No
llega a haber comercio. Pero este artículo yo se lo doy a un tercero, que después de pasado
algún tiempo decide darme algo en pago (utu) y me hace un regalo (taonga). El taonga que
él me da es el espíritu (hau) del taonga que yo recibí primero y que le di a él. Los taonga
que yo recibo a causa de ese taonga (que usted me dio), he de devolvérselos, pues no sería
justo (tika) por mi parte quedarme con esos taonga, sean apetecibles (rawa) o no (kino). He
de devolverlos porque son el hau del taonga que recibí. Si conservara esos taonga podrían
causarme daño e incluso la muerte. Así es el hau, el hau de la propiedad personal, el hau de
los taonga, el hau del bosque. Kati ena (sobre este tema es suficiente) (77) ».
Ese texto capital, recogido en maorí por Best, ha dado lugar a una exégesis erudita.
Notemos el término utu, que Mauss traduce como pago, pero que reconoce como una
noción compleja. Biggs (78) traduce, como Best, por "dar algo en cambio". Los
comentaristas actuales dan por equivalente de utu: "reciprocidad"(79). Tamati Ranapiri
tiene entonces cuidado de encarar un ciclo de dones que hace intervenir a un tercero.
«Asombrosamente claro, dice Mauss de ese texto, sólo tiene un punto oscuro: el de la
intervención de una tercera persona» (80). Oscuridad, sí, ¡si se tratara de un intercambio!
Pero para desechar toda idea de compensación entre los dones, el sabio maorí precisa que
no existe ningún acuerdo entre los asociados sobre el valor de sus dones.
Además, Ranapiri considera que los taonga pueden ser deseables o desagradables,
eliminando en esta hipótesis que la obligación de reciprocidad responde al interés del
primer donante. La reciprocidad de los dones no es un intercambio. Si el donante
compensara el don por un don equivalente, esta restitución sería, más que una descortesía,
un rechazo del don, incluso tal vez una declaración de hostilidad. En ninguna civilización
se confunde un don con una compra. Aquí, para evitar la muerte que significa recibir sin
anular, sin embargo, el don del otro, el donatario reproduce el don pero dirigiéndose a un
tercero. El tercero permite, primero, configurar un primer ciclo de economía de
reciprocidad. El don pasa a un tercero y no regresa a sus orígenes sino tras una demora. En
el curso de ésta, la riqueza recibida es consumida y reproducida. Si ella sólo fuese
consumida, el donatario no se podría considerar, a su vez, un ser viviente. Cuando se trata
de objetos simbólicos, como los taonga, se goza de su posesión, pero sólo se los posee para
volver a darlos. Al contrario, si el don es reproducido, cada asociado se siente vivo,
viviente; puede nombrarse como un ser humano. Si la reciprocidad es la reproducción del
don, ella basta para explicar el movimiento de la riqueza. La idea de una compensación
obligatoria no es necesaria para dar cuenta del retorno del don. El don, encuadrado en los
límites de la sociedad, acaba por volver a pasar por sus orígenes, pero el movimiento de
retorno no es por ello un intercambio indirecto. La misma fuerza del don explica la ida y
vuelta. La multiplicación de los donantes no cambia en nada el principio del don; más bien,
generaliza su efecto, lo extiende a una sociedad siempre más vasta.
Si bien la explicación de la reciprocidad, como reproducción del don, da cuenta del retorno
del mismo, ella no toma en cuenta la obligación de devolver, es decir, el hecho de que el
donatario no puede sentirse en paz hasta que el donante reciba, a su vez, el mismo don. La
obligación de devolver no se deja reducir a la obligación del don. El retorno del don no es
un efecto mecánico de la generalización del don. El sabio maorí no describe un movimiento
de dones circular (ABCA), sino un movimiento de va y viene entre tres donantes (ABC,
CBA). Existe una simetría entre los caminos del don de ida y el don de retorno que se debe
a la obligación de devolver; una simetría bilateral que debe transparentarse bajo toda
circulación de dones. Y bien, para significar que la reproducción del don es una obligación
que no se confunde con el intercambio, hay que instaurar un movimiento circular y
simétrico. Tamati Ranapiri concilia la simetría bilateral de la obligación de devolver y la
simetría ternaria de la obligación del don, por el movimiento del va y viene que encadena a
los tres donantes.
Pero ¿por qué es tan necesaria la obligación de devolver y la simetría bilateral? Para Mauss,
la razón está en el intercambio y el tercero haría visible el hau, a manera de hacerlo
independiente de los miembros del intercambio. La tercera persona daría cuerpo al espíritu
mágico, gracias al cual el indígena se explica el movimiento de las cosas. Mauss no trata al
tercero como una realidad del ciclo económico; no ve en él sino un artificio de jurista maorí
para encarnar el hau. El tercer personaje está conceptualizado, como un medio didáctico,
para introducir un Tercero misterioso. Causa imaginaria o real, he ahí una fuerza oculta, un
Tercero de naturaleza diferente a la identidad de los miembros. Esta implicación del hau ha
provocado las más vivas protestas. Lévi-Strauss condena toda alusión, bajo la cobertura del
hau o del mana, a una fuerza óntica, a una instancia afectiva y mística, que animaría al don.
Además, Mauss confiere al hau y, por tanto, al donante del mismo, el poder de
experimentar el interés del tercero, bajo la forma de un espíritu de venganza, para el caso en
el que el don no fuese devuelto. Ahora bien, Firth ha discutido que el hau pueda convertirse
en espíritu de venganza: si la falta de reciprocidad puede ser castigada con sanciones
sobrenaturales, es mediante la hechicería (makutu) que, en general, hace intervenir los
servicios de un sacerdote (tohunga) y, por tanto, es exagerado imaginar «...que un
fragmento activo, separado de la personalidad del donante esté cargado de pulsiones
vengativas y nostálgicas» (81). Según Firth, Mauss confundió diferentes tipos de hau: el
hau de las personas, el de las tierras y los bosques, el de los taonga, perfectamente distintos
para el pensamiento maorí (82). Sahlins precisa que la hechicería hace intervenir, contra el
asociado desleal, a los objetos que le pertenecen, objetos que también tienen hau y, por
tanto, no es necesariamente el hau de los bienes donados el que transmite la venganza. Si el
hau de los objetos donados no puede expresar el interés del tercero, bajo la forma de la
venganza, entonces la necesidad de devolver no está del todo explicada. Y el tercero,
invocado por Ranapiri, sigue siendo misterioso.
Sahlins, a su vez, afronta el enigma del tercero. Cree, como Mauss, que la tercera persona
del ciclo económico, evocado por Ranapiri, es un artificio para hacer visible algo: sólo
discute que esta cosa sea el mana del donante.
« Suponer que Tamati Ranapiri quería decir que el don tiene un espíritu que constriñe al
pago, es no hacer justicia a la inteligencia evidente del anciano señor. Para ilustrar la acción
de un espíritu tal, sólo hay necesidad de dos personas: tu me das algo: tu espíritu (el hau)
presente en esta cosa, me obliga a pagar en cambio. Es simple, la introducción de un tercero
en discordia no puede sino complicar y oscurecer innecesariamente el asunto (83) ».
« Por el simple hecho de que el don de un hombre no podría convertirse en capital de otro y
que entonces los frutos del don deben retornar al donante inicial, sobreviene la necesidad de
introducir un tercer asociado cuya intervención es necesaria, precisamente, para poner en
evidencia este beneficio neto (84) ».
La crecida del don puede explicarse, sin embargo, de una forma mucho más simple: ella es
inherente a la reproducción del don. El supuesto interés del capital no es otro que el don del
segundo donante, luego de un tercero y así sucesivamente. Cada don, para ser tal, debe ser,
en efecto, superior al don recibido. Toda la esencia del don, en el contra-don, consiste en
este aumento. El don no puede ser don, tanto en su movimiento de ida como en su
movimiento de retorno, sino aumentado por el don añadido por cada donante al don
recibido y simplemente reproducido. No hay, pues, ninguna necesidad de apelar al crédito
para explicar el retorno del don, ni al préstamo, ni al interés, para dar cuenta de la crecida
del don. La crecida no es otra cosa que el don aumentado, al don inicial de cada donante.
De hecho, Sahlins interpreta la crecida del don como el interés de un capital para poder
llevar la obligación de devolver a un intercambio interesado. Sin embargo, cita otro
ejemplo que daba Ranapiri, en el prólogo al famoso texto sobre el hau de los taonga, que
hace muy difícil su interpretación: la transmisión de la magia tabú. Sahlins la resume así:
« El tohunga da el sortilegio al aprendiz que, a su vez, lo ejerce sobre la víctima. Si logra
sus fines, el valor del sortilegio aumenta y se dice entonces que los maleficios del alumno
se han hecho muy "mana"; pero si el fracasa: perece. La víctima pertenece al tohunga como
contra-valor de su enseñanza. Es más: el aprendiz reenvía su magia, pura potencia desde
ahora, a su propietario inicial, al viejo tohunga; dicho con otras palabras: lo mata (85) ».
Aquí, el sentido literal está confundido con el sentido figurado; el sortilegio mata, como el
don mata, a quien lo recibe sin reproducirlo. El sortilegio acrecienta su eficacia cuando se
reproduce y es el último donatario el que es la víctima, aunque haya sido el primer donante.
Sahlins subraya que la reciprocidad pasa por la intervención de un tercer asociado y que el
don se acrecienta cada vez que se reproduce. Pero como se mantiene tributario del concepto
de intercambio, le falta encontrar un equivalente a la cosa donada y, por otra parte,
encontrar una explicación para el tercero. Propone, entonces, esta solución: el tercer
asociado: la víctima, es el contra-valor restituido al maestro por el aprendiz, en
compensación por su enseñanza. Esta ingeniosa solución explicaría que los maoríes no
admiten ninguna retribución material al profesor. Como explica el mismo Sahlins: «Según
la concepción maorí, tal compensación tendría por efecto profanar el sortilegio, incluso
mancillarlo y volverlo ineficaz, inútil y, ello, con una excepción: el que profesa la magia
negra más tabú, éste recibe su salario: ¡una víctima humana!» (86). Firth, comenta el
mismo Sahlins, se asombraba de la ausencia de retribución material en los maoríes. Best,
por su parte, cuenta que la hipótesis de que el don pueda ser retribuido, hacía exclamar a
Ranapiri: «¿Una retribución en natura, bajo la forma de bienes materiales? ¡Para qué! Hai
aha!» (87).
Pero, busquemos más precisión. ¿En qué sentido profundo Mauss tiene razón? ¿En la idea
que los maorí mezclan todo, o en esa otra idea que la razón del don recíproco, es decir, la
obligación de devolver es el mana?. Bajo el supuesto artificio pedagógico del tercero,
Mauss reconoció aquello que la ideología maorí testimonia. El hau, aun si fuese el mombre
del donador, el nombre del bosque... o hasta de la cosa dada, significa el ser maorí. Con la
categoría del prestigio, los maorí dan cuenta de un valor ético. Por otro lado, Mauss y
Sahlins adivinan la necesidad de reconocer una relación simétrica anterior al ciclo ternario.
Mauss afirma a la vez la simetría de los dones y el mana. He ahí el enigma. La simetría,
cuya importancia fundamental ha sido captada por toda la intuición de los investigadores
¿se reduce a la bipolaridad del intercambio?.
Para Mauss, el donante intercambia sus dones por dones o, incluso, por su prestigio. El
recurso a la noción de intercambio le parece indispensable para explicar el retorno de los
dones. Subraya que la obligación de devolver es primera en relación a las de dar y recibir.
Y bien, esta obligación que debería traducirse por una simetría bilateral, hace intervenir,
según los indígenas, a un tercero. Ahí hay un primer enigma. Él impone también un retraso,
al menos en ciertas circunstancias, y la dificultad se redobla. ¿Por qué un retraso? El
retraso, responde Mauss, permitiría, simplemente, que las condiciones objetivas del don
sean reproducidas. «La noción de plazo se sobreentiende siempre cuando se trata de
devolver una visita, de contratar matrimonios y alianzas, de establecer la paz, de ir a juegos
o combates reglamentarios, de celebrar fiestas alternativas, de prestarse servicios rituales y
de honor o de manifestarse recíproco "respeto" » (91). Sin embargo, en todas las sociedades
de don, existe un tiempo preciso que respetar para el retorno del don: demasiado lento,
puede ser comprendido como una falta de fidelidad; demasiado rápido, hace parecer el don
de retorno a una restitución que anula el don del otro. El respeto del intervalo justo es el
arte de vivir en sociedad. El retraso es más que un constreñimiento natural. Indica al menos
que uno se rehúsa a encontrar equivalentes inmediatos que harían parecer los dones a
intercambios. Significa probablemente más: que lo importante no es reemplazar una cosa
por otra, sino situar a los donantes frente a frente. Para prestaciones que tienen un carácter
constante, como los matrimonios, esta simetría se expresa en el espacio: los parentescos no
fusionan sino que quedan a cierta distancia el uno del otro. También se expresa en el
tiempo, bajo la forma de una alternancia, de una periodicidad. Inmediata o alterna, la
simetría de los dones diseña las fronteras de una comunidad de ser, juzgada superior a la de
los individuos, una comunidad de referencia para todos, en la que cada uno se reconoce
mutuamente como más humano.
Si el intercambio sustituye una cosa por otra, no las instaura en una simetría permanente.
La idea del intercambio no da cuenta del cambio abierto por la simetría de los dones, ese
campo que es la sede del mana. ¿Habría ignorado Mauss esta simetría que coloca a los
donantes frente a frente? ¿O bien habría usado la idea de intercambio para dar cuenta de
ella? Como quiera que fuese, la noción de intercambio no satisface a Mauss tanto como
parece, ya que da la palabra a los hechos, como si quisiera que ellos mismos nos aclararan
el enigma. Estima, por otra parte, que los etnógrafos que mejor observaron la realidad e
intentaron interpretarla en términos de intercambio: Boas y Malinowski, utilizan conceptos
inadecuados y que, incluso él mismo, ha fracasado. Es a los melanesios a quienes confía el
cuidado de expresar lo que esto quiera decir de más esencial y, sobre todo, el significado de
la relación entre la simetría de los dones y el mana.
« Las ideas que nosotros deducimos, así como su expresión, las encontramos en los
documentos que Leenhardt ha recogido sobre Nueva Caledonia. Comienza por describir el
pilou-pilou y el sistema de fiestas, regalos y prestaciones de todo tipo, incluida la moneda,
que no se puede dudar en calificar como potlach. Los dichos de derecho en los discursos
solemnes del heraldo son típicos a este respecto. Así, por ejemplo, durante la ceremonia de
presentación de los ñames para la fiesta, el heraldo dice: "si hay algún pilou ante el cual no
hemos estado allí, entre los Wi..., etc., este ñame vendrá como en otra ocasión un ñame
semejante partió de allí para venir entre nosotros". Es la misma cosa la que retorna. Más
adelante, en el mismo discurso, es el espíritu de los antepasados quien permite que
"desciendan sobre sus descendientes vivos el efecto de su acción y de sus fuerzas". "El
resultado del acto que ellos realizaron aparecerá hoy, pues todas las generaciones están
presentes en su boca". He aquí otra forma, no menos expresiva, de representar la obligación
de derecho: "Nuestras fiestas son como el movimiento de la aguja que sirve para unir las
partes de un teclado de paja, con el fin de formar un solo techo, una sola palabra". Retornan
las mismas cosas, es el mismo hilo el que une (92) ».
La reciprocidad de los dones está del todo ordenada para producir una sola palabra. Su fruto
es el ser de la humanidad; el Verbo, dice Leenhardt; el Gran Hijo, dicen los kanak. La
ofrenda misma es palabra de donde nacen las generaciones de hombres auténticos; la
reciprocidad está en las fuentes del génesis: "todas las generaciones han aparecido en su
boca...". Ese "techo", esa palabra única, es uno de los lazos de almas del que cada asociado
participa por sus dones. Este lazo está tejido por los dones que van y vuelven. Se traduce
por la obligación de dar, recibir y devolver.
Se entiende que el lazo creado para dar y el lazo creado para recibir, son el mismo lazo
cuando se remarca que esas operaciones están encadenadas por la obligación de dar y
recibir. Para cada quien, el lazo de almas es, primero, el vínculo entre el hecho de ser
donante y el hecho de ser donatario. El que recibe se obliga a devolver y el que da, a su vez,
a recibir. Mauss tuvo la intuición de que era necesario empezar por la obligación de
devolver. Ella es la primera, ya que une el uno al otro, al dar y al recibir, permitiendo que
se revelen mutuamente. Donar toma su sentido de dar, sólo por el hecho de recibir; recibir
por el hecho de dar.
Hay que insistir sobre el hecho de que, en las prestaciones totales, lo que está en juego en la
reciprocidad, no es redoblar lo idéntico o asociar términos complementarios, sino poner en
contradicción lo idéntico y lo diferente, lo propio y lo extraño, lo conocido y lo
desconocido, el pariente y el enemigo, el dar y el tomar. El mana, como Tercero incluido,
no es sólo imprevisible, ignorado por el uno y el otro, sino, sobre todo, lo que excede todo
conocimiento posible. Es por ello que Lévi-Strauss pudo llamarlo un significante vacío,
susceptible de recibir todos los contenidos, y Mauss, por el contrario, pudo darle el sentido
pleno de la afectividad e incluso del ser, en la fuente de toda palabra. El producto de la
reciprocidad de las fuerzas contradictorias, en efecto, no es una síntesis, sino la aniquilación
recíproca de conciencias elementales antagónicas; el vacío que revela la presencia de lo que
es radicalmente otro en relación al mundo: el más allá de todo; el Otro, pues, es lo
sobrenatural que todo lo aclara, que otorga significación a todo.
El mana está en toda prestación total, unánimemente repartido entre los unos y los otros,
como un lazo de almas, como un parentesco sobrenatural, ya que es el fruto de la
reciprocidad que mantiene juntos a los miembros de la comunidad; aunque es también lo
propio de cada actividad, el sentido que se liga a la relatividad de los términos antagónicos
de toda prestación particular, desde el momento que están unidos por la reciprocidad. El
mana no es, pues, un sentido que se comunicaría indiferentemente a toda cosa, incluso si
pudiese ser invocado por defecto. Cada relación recibe su propio sentido de su inscripción
en una estructura de reciprocidad que, a su vez, confiere a sus autores un estatuto que
alimenta su imaginario.
3. La estructura ternaria
Mauss juntó las piezas maestras de una nueva teoría: el don, la obligación de devolver, el
prestigio y el tercero: esa palabra maestra de la que declaró que era la única oscuridad de la
teoría indígena. Se mantiene inamovible en la idea de que el ciclo de los dones se reduce a
la obligación de devolver. Ahora bien, esta obligación supone una estructura fundamental
de simetría entre los dones.
Mauss recuerda que la enseñanza del maestro maorí Tamati Ranapiri, a la cual se refiere,
hace intervenir tres personajes y crea la paradoja de un ciclo ternario allá donde se esperaba
una simetría bilateral. Para resolver esta dificultad, Mauss interpreta la respuesta de Tamati
Ranapiri como una manera de reestablecer la simetría ausente y, a partir de ahí, el tercer
personaje sólo es un artificio para hacer visible el hau. Este tercero encarna la
representación que los maorí se hacen de las cosas. Hemos respondido que Ranapiri
propone la estructura ternaria para apartar la interpretación del retorno del don como un
intercambio. ¿Se puede ir más lejos y proponer una interpretación más profunda que
permita conciliar la simetría bilateral, el hau como Tercero, y el tercer personaje, sin
reducir a éste al rango de un artificio didáctico? La estructura ternaria, ¿no sería, como
propone Mauss, sino un artificio para hacer visible el mana? ¿O bien el hombre inventó
esta estructura para ser él mismo el Tercero? ¿Cuál es la diferencia entre estructura binaria
y ternaria?
Según nuestra tesis, en la estructura binaria, el hau o mana nace indiviso de la paridad con
el otro. Entre los asociados, él es inaprensible. El Tercero es el producto de la estructura
misma de la reciprocidad. Pero he aquí que el mana, de las primeras estructuras de
reciprocidad, es menos un cimiento afectivo que un sentimiento original de ser. Y el ser
habla; es la palabra de la que cada uno es sólo un portavoz: "...para no hacer sino un solo
techo, una sola palabra". De este modo, el ser humano es invitado a ubicarse en una red
preestablecida en la que tiene lugar la revelación. Recibe el sentimiento de ser: el mana e,
incluso, la palabra de este campo estructurado, por la reciprocidad, entre él y su otro.
Mientras que, en la estructura binaria, la palabra traduce un sentimiento que le parece venir
de fuera e incluso del otro, en la estructura ternaria el donatario, en vez de establecer una
relación cara a cara con su contraparte al volverle a dar, rompe este cara a cara o, más bien,
suspende la relación y el Tercero queda entonces como virtual. Se dirige entonces hacia
otro partenaire con el cual cumple la reciprocidad. Pero tampoco crea un nuevo cara a cara
con este nuevo asociado. Ahora bien, en el movimiento de reversión del primer asociado
hacia el segundo, él, el tercero intermediario - quien se vuelve donante siendo antes
donatario -, es la sede de una conciencia de conciencia, como antes en la estructura binaria,
ya que da y recibe simultáneamente, al tiempo que queda como la sede de lo contradictorio:
del Tercero incluido. La estructura ternaria produce, pues, el nacimiento de lo
contradictorio en cada uno, como antes en la estructura binaria, aunque esta vez focaliza su
fuente en la iniciativa propia de cada uno, ya que el equilibrio de dar y recibir depende, a
partir de ahí, de su competencia y su decisión. La subjetividad aparece entonces como Yo.
El tercero intermediario donante y donatario es el Tercero. Es el Tercero en carne y hueso.
El Tercero es interiorizado. Es eso lo que se puede llamar la individuación del ser. Por
cierto, cada asociado reproduce la misma estructura; cada uno es la sede del Tercero. La
estructura ternaria permite a cada uno ser una matriz singular del mana. El ser humano no
es sólo el portavoz del Tercero que se le revela en función de un equilibrio exterior: el
oráculo del cara a cara. El ser humano se ha hecho responsable del Otro. Le compete estar
en el sitio en el que todo otro sabe que es recibido en tanto ser humano. Como narran los
mitos aztecas o incas, el extranjero, el desconocido, enemigo o amigo antes mismo de haber
aparecido, es esperado. Es esperado como los colonos occidentales que llegaron a las costas
de las Américas. La estructura ternaria es generadora de una individuación del Tercero que
se traduce como sentimiento de responsabilidad.
Y bien, puede ocurrir que el don parezca no recíproco. Mas, si el ser humano es capaz de
dar sin ninguna obligación de que el otro vuelva a darle, es porque él pertenece a la
estructura ternaria. Es "el hombre recíproco". Más exactamente, la apertura de la
reciprocidad bilateral a la simetría ternaria borra el rostro del otro que refleja al Tercero.
Cada uno debe encontrar, en otra parte, un rostro para la humanidad que ve en el otro y no
lo ve aparecer sino a través de su iniciativa de dar y recibir. Esta iluminación interior es la
fuente del prestigio. Entonces, el don le vale al donante su primera imagen de gloria, el
primer nombre de su ser. Desde entonces la estructura ternaria permite la individuación del
ser y de la responsabilidad, pero ella también está llena de peligros: es una amenaza. El ser
humano enfrenta el primer drama de sus orígenes: el Tercero debe expresarse bajo el yugo
del imaginario particular del donante. Debe soportar el peso del significante que lo designa.
Mauss no se equivocaba, pues, al ver en el mana una fuerza espiritual que planeaba sobre
los donantes y donatarios, al mismo tiempo que lo atribuía a cada donante. Como, muy
rápidamente, el que tiene la iniciativa del don se lo apropia, bajo la forma de prestigio, el
lazo de almas hace sitio a la primacía del donante y entonces el imaginario del don se
convierte en su nombre. De ahora en adelante, la gloria del nombre será proporcional al
don. Y si bien Mauss no renunció del todo a tratar el prestigio, como un objeto adquirido
por el donante o como un tener que él podría realizar bajo la forma de ventajas materiales,
es que el mana se confunde con su representación. Sólo en ese sentido, Mauss se dejó
mistificar por la ideología indígena: el donante no distingue el mana de su imaginario y, por
tanto, de su interés superior, desde el momento que lo captura para su beneficio, para hacer
de él su prestigio y su poder.
Mauss trataba de descubrir el secreto del mana en un sistema ternario. ¿Cómo habría
podido no confundir el mana con el nombre del donante, si es la estructura ternaria la que
asegura la transición de un Tercero indiviso, producido por el cara a cara con el Tercero
individualizado?
Sin embargo, la estructura invocada por Ranapiri no es del tipo ABC, sino del tipo ABC,
CBA. Es, a la vez, binaria y ternaria. Tal vez sea una figura de mediación entre los dos,
pero quizá algo más: una estructura fundamental, una tercera estructura que se podría
llamar estructura trinitaria, para distinguirla de la estructura ternaria simple ABCA. El
tercero intermediario ocupa el centro de una estructura binaria. El tercero intermediario de
una estructura ternaria (el tohunga en el ciclo del bosque), hace visible al Tercero indiviso
de una relación simétrica entre sus dos asociados (ya que cada uno de ellos da, cuando el
otro recibe y recibe, cuando el otro da). Ranapiri mismo, en el ciclo del hau, encarna así su
mana indiviso, el mana nacido de su cara a cara. El es el mana indiviso de los otros dos. El
tercero intermediario, entre aquel de quien recibe y aquel a quien le da, es el centro de su
comprensión mutua, que debe ordenar la gracia a la medida de los dones de los unos y los
otros; es el fiel de la balanza, el sentimiento de justicia. El espíritu del don no es ciego; no
es la alegría de volver a dar y otorgar sentido por la gloria, a través de un devolver que se
dirigiría a la multitud, sino que está orientado por la palabra de lo justo que lo asigna donde
se debe. Ranapiri no dice que teme vuestra venganza, sino que es justo, que os devuelva el
regalo que le ha sido obsequiado en reciprocidad de aquel que le habíais dado. El
sentimiento que lo habita es la justicia. La cosa es todavía más clara cuando la reciprocidad
está centralizada. El Tercero de la reciprocidad puede situarse, en efecto, en el centro de la
comunidad de donantes y de donatarios, cara a cara. Un solo personaje ocupa entonces el
sitio del tercero intermediario entre todos los asociados.
El Gran Hijo de la comunidad kanak, hacia quien afluyen los dones, es más que un cesto de
palabras, responsable del sentido o de la iniciativa de la reciprocidad; él es el que
redistribuye según la justicia.
La estructura ternaria, en fin, no es solamente mediadora de la individuación del mana; ella
es el soporte de su universalización, ya que todos los asociados del ciclo de reciprocidad
están simultáneamente investidos de la misma autoridad y de la misma competencia, ya sea
esta dicha por cada uno para cada uno o por uno solo para todos. No es porque tendría
miedo de los otros, lobo para el hombre en la guerra de todos contra todos, que Tamati
Ranapiri teme la muerte. El hechicero, al que le da la palabra, demanda incluso la muerte
para experimentar que el sortilegio que ha dado a su discípulo se ha convertido en más
mana que el suyo propio. ¿Cómo no podría burlarse de una muerte semejante? Tamati
Ranapiri no dice: "Debo devolver el objeto que he recibido, sino tendré que sufrir vuestra
cólera". Ninguna inquietud proveniente del otro aparece en su réplica; ninguna violencia se
perfila en el horizonte. Tamati Ranapiri habla de su responsabilidad y, como el hechicero,
su alter ego en la reciprocidad negativa, está preocupado por su ser. La muerte que teme es
la desaparición del sentido. Es responsable de devolver para que el don sea la expresión de
la amistad y de la justicia, ya que sin esta obligación de reciprocidad, que le incumbe, no
habría ser social, ni vida social, ni sentido de la vida. Moriría, por no ser el sujeto del ser,
por no ser el Tercero, por no ser el hombre recíproco. El mana es una vía de conocimiento;
es el sentido que va del uno al otro. Tamati Ranapiri dice que vuestro regalo tiene un hau.
El sentido se recibe del que devuelve (ese taonga que me da es el hau del taonga que he
recibido de vosotros y que le he dado a él). Sin duda, Ranapiri explicó a Best que, en los
orígenes, los hombres se supieron reconocer como responsables, gracias a esta reciprocidad
ternaria que, en el ejemplo, aplica al bosque. El iniciador de esta humanización de la
naturaleza es el tohunga, el primero en encarnar el Tercero y el responsable del ciclo; es él
quien da al bosque su título de humanidad (el mauri) y, hela ahí, entonces, como fuente de
los dones, madre de los pájaros.
4. Conclusión
Mauss se funda en una conclusión maestra: los dones van y vuelven siempre. Poco importa
su valor, poco importa su naturaleza; pueden ser idénticos o no; lo importante es que
recorren caminos diversos o simétricos, ya sean mutuos, ya se reproduzcan como en espejo;
y esta reflexión es el resorte oculto de sus movimientos, incluso cuando son aparentemente
libres y gratuitos. La teoría maorí lo obliga a introducir, entre los miembros de las
comunidades de reciprocidad, un Tercero de naturaleza ontológica, el mana, el hau en los
maorí, inmediatamente denunciado, atacado, ridiculizado por sus críticos: este tercero es
una falsedad, una ilusión, un recurso arbitrario, afectivo, sobrenatural, místico... fuera del
alcance de la ciencia. Mauss mismo lo considera como una expresión primitiva. Pero
cuando Mauss trata de agrandar la noción de intercambio ¿no ocurre que también debe
objetivar las cosas, sea el honor o el mana, para pensarlos científicamente? ¿No tiene acaso
la ciencia de su tiempo la gran preocupación de fundamentar la objetividad de sus
conocimientos? ¿Podía la ciencia otorgarle derecho a ese Tercero enigmático, a ese Tercero
incluido, que su lógica de no-contradicción excluía, ya que él es lo contradictorio e
imposible?
Sin embargo, en la época en que Mauss escribía el Ensayo sobre el Don, la ciencia ya
estaba en condiciones de sobrepasar el positivismo del siglo XIX. El psicoanálisis había
descubierto el inconsciente; la fenomenología proponía fundar una nueva ciencia sobre la
subjetividad; la revolución cuántica estaba en marcha. Los físicos descubrían que la lógica
de identidad sólo conviene a la macrofísica. Por doquier aparece un Tercero incluido que
los investigadores no cesan, primero, de querer reducir y que, luego, reconocen como
irreductible.
Mauss, sin embargo, no renuncia a lo que hoy nos parece como profético. Manifiesta, en
varias ocasiones, su despecho porque las palabras, los conceptos occidentales, no le sirven
para expresar la importancia de lo que presiente. A veces, parece capitular. ¡Entonces, el
hombre primitivo da sólo aparentemente!. Todo es ilusión... el don no es sino el incentivo
de la ganancia, máscara del más egoísta de los intereses privados, a veces en nombre del
ser, pero es el donante el que tiene el nombre del ser y todo vuelve a lo mismo... Todos los
bienes deben volver al primer donante, cuyo mana amenaza a aquellos que son tocados por
esos dones. Los dones matan... Y, según Boas, el prestigio es un símbolo de un tener, el
resguardo de una promesa material. Se podría acumular bienes, ser rico, pero he aquí que es
más sabio convertir esas riquezas en monedas de renombre que, a su vez, se pueden invertir
y hacer fructificar. En todas partes y siempre, la riqueza se acumula bajo la apariencia del
prestigio; la riqueza reina. Los mismos reyes no son sino hábiles banqueros.
Sin embargo, en la cumbre del poder, los donantes supremos renuncian a los intereses
materiales: queman sus haberes para merecer aún más gloria. El honor se conquista a
despecho de la riqueza. La contradicción entre el ser y el tener es irreductible. Es más: allá
donde los hombres ya no tienen nada, se da todo; se da incluso hasta la vida... para ser. Las
prestaciones primitivas se hacen con un espíritu diferente al nuestro. Lo que prima sobre el
interés, es el honor, el valor de ser. Este otro espíritu hace estragos en la interpretación de
Boas: le da la vuelta, la niega de cabo a rabo. En todo tiempo y lugar, el goce del honor se
impone sobre el goce de los bienes materiales. De golpe, todo se da la vuelta. El prestigio
esconde otra cosa que el tener. Esconde al ser. El prestigio es la magnificencia del ser. Y el
tener mismo, en las sociedades de don, no es sino un adorno del ser... Entonces, bajo los
emblemas, los escudos, los tesoros, los talismanes, las representaciones religiosas, las
monedas de renombre, por doquier reina el mana, la fuerza del ser. Mauss intenta aún
salvar la noción de intercambio; intenta aplicarla al prestigio e incluso al ser, sin que su
significación sea modificada en profundidad. Todo se intercambiaría, no sólo las cosas
usuales, sino también el espíritu, el alma, la afectividad; todo sería materia de rendición. Y
esta idea parece ratificada por la observación de las comunidades que parecen más
primitivas, en las que las prestaciones llamadas totales interesan a todo, al ser y a las cosas
mezcladas. Al intercambiar objetos, se intercambiarían también afectividades. Partiendo del
intercambio económico, en el que reina el interés material, Mauss extiende la noción de
intercambio a la función simbólica, a través de la confusión de sentimientos y cosas del
alma primitiva. Las transacciones económicas, las expresiones culturales, las
manifestaciones políticas, las estructuras de parentesco, las prestaciones totales, todo puede
ser simbólico. Pero entonces no se puede evitar el otorgarle el derecho al Tercero, sin el
cual ningún lenguaje podría existir; la palabra se manifiesta, el don es una palabra, pero la
palabra no se aliena cuando se dice, se comunica pero no se intercambia. Bajo las máscaras,
los juegos, el lujo, los desfiles, las oraciones, las justas y los combates rituales, los
sacrificios, engaños, cuentos, mitos y magias, el reino del intercambio se deshace y el muy
brillante Ensayo se detiene donde la función simbólica proyecta sobre el inmenso
inconsciente, apenas descubierto, su débil y parpadeante haz como un faro sobre la
oscuridad del mar. Lo esencial de sus descubrimientos, Mauss lo hace decir a los
"indígenas". La reciprocidad de los dones es como la aguja que teje el techo del mundo. El
Tercero es un lazo de almas. La reciprocidad es su matriz, el principio de su génesis. De
ella nace el sentido, el mana y el nombre del hombre: el Gran Hijo, de los kanak, o el
tohunga, de los maorí; el nombre del Padre, de los cristianos; el Ñande Ru, de los guaraní;
el Yahve, de los hebreos; el Yompor, de los amuescha; el Nguenechen, de los mapuche.
Sin embargo, incluso cuando anuncia que nuestras sociedades deberán, al término de su
experiencia con el intercambio, redescubrir lo primordial... Mauss no osa repudiar los a
priori antropológicos del siglo XIX: en el momento en el que los biólogos proponían la
gran idea de la evolución y mostraban que las especies vivientes evolucionaban a partir de
formas simples hacia formas complejas; los sociólogos imaginaban, en efecto, que la
humanidad se diferenciaría a partir de hordas homogéneas, gracias a la división del trabajo
y el intercambio. En el Ensayo sobre el Don, Mauss aún acepta la enseñanza de Durkheim
que postulaba, en el origen, la identidad de los sentimientos colectivos. No comenzará a
poner en duda "el amorfismo de las sociedades primitivas" sino años más tarde:
« Hay que ver qué hay de organizado en los segmentos sociales y cómo la organización
interna de esos segmentos, más la organización general de esos segmentos entre ellos,
constituye la vida general de la sociedad (95) ».
«He ahí cómo debemos representarnos las cohesiones sociales desde el origen: mezclas de
amorfismos y polimorfismos» (96). Mauss habla solamente de una mezcla entre las
atracciones y las repulsiones, sin ver en el equilibrio de esas fuerzas contradictorias una
estructura fundamental. No propondrá una nueva teoría. ¡Es demasiado tarde! Pero deseará
que sus sucesores la construyan sobre esas premisas. En algunas líneas, traza un programa:
no solamente el de la reciprocidad directa sino también el de la reciprocidad indirecta, que
serán tratados por Lévi-Strauss en Las estructuras elementales del parentesco, bajo el
nombre de intercambio restringido e intercambio generalizado. Mauss ve el origen natural
de la estructura de reciprocidad en las condiciones del parentesco original (la exogamia y la
filiación). «La separación por sexos, por generaciones y por clanes, llega a hacer de un
grupo A, el asociado de un grupo B, pero estos dos grupos A y B, dicho de otra forma, las
fratrías, están justamente divididas por sexos y generaciones. Las oposiciones cruzan las
cohesiones» (97). En fin, llama nuestra atención sobre un momento de reciprocidad, cuya
modestia no debe esconder su relación con lo primordial: «Se tiene un ejemplo (de
reciprocidad) en la vida de familia actual, sin tener que remontarse a las familias del tipo de
los grupos político-domésticos. Viven, los unos con los otros, en un estado, a la vez,
comunitario e individualista de reciprocidades diversas, de mutuos favores dados, algunos
sin espíritu de competencia, otros con recompensa obligatoria, los otros, en fin, con sentido
rigurosamente único, ya que se debe hacer por el hijo lo que se habría deseado que el
propio padre hiciera con uno» (98). Esta conciencia del deber, de la Deuda universal, ¿no
resulta de la estructura de la reciprocidad? Una estructura de reciprocidad, es cierto, muy
particular, en la que las oposiciones cruzan las cohesiones y, sin duda, las equilibran; una
reciprocidad primordial en la que las simetrías son dobles: de atracción y repulsión, de
identidad y de diferencia. Este equilibrio contradictorio, ¿no es la clave para retornar a las
fuentes de lo social?
Notas de pie de página
4 " Ensayo sobre el don. Forma y razón del intercambio en las sociedades arcaicas " en:
Sociología y antropología, Madrid, Ed. Tecnos, 1991 (ed. original en francés: 1923-1924).
Véase, asimismo, la " Introduction à l'oeuvre de Marcel Mauss " de C. Lévi-Strauss, en la
colección Quadrige, PUF, 1989.
5 A. Smith, 1976, p. 49
6 Op. cit. p. XXXII.
7 K. Marx, 1972, p. 33-34.
8 Op. cit. p. 250.
9 Mauss, 1950, p. 150.
10 Ibid., p. 162.
11 Ibid., p. 162-163
Svenbro (3) trata de justificar la eficacia de una estructura de reciprocidad entre los grupos,
imaginando bajo los intercambios negativos, a los cuales se reducirían aparentemente los
asesinatos recíprocos, ventajas positivas: la venganza estrecharía los rangos del grupo y, de
esta cohesión, el grupo extraería una nueva fuerza vital. Se intercambiarían entonces
venganzas para intercambiar esas fuerzas vitales. Ahora las dos prohibiciones se hacen
coherentes: ambas promueven intercambios positivos en el exterior. Una mano invisible
equilibraría los asesinatos de manera recíproca en el interés de los unos y los otros.
Sin embargo, Verdier insiste en la distancia social que preserva el equilibrio entre las
comunidades enemigas. Ella favorece un reconocimiento del otro, en la cual A. Itanou
percibe una identidad intergrupal. Esta distancia se parece como una melliza a aquella de la
reciprocidad de alianza: el ni demasiado cerca ni demasiado lejos de las “personas buenas
para casarse”; en suma la isotês de Aristóteles, la “buena distancia”, de la que nacen la
justicia y la amistad (4).
Finalmente, Courtois muestra que la venganza, según Aristóteles, no es solamente la
compensación de un daño, sino la restauración de un equilibrio recíproco entre acción y
pasión; equilibrio del que señala que es la sede del valor ético. La reciprocidad negativa
aparece así como otra matriz del lazo social.
Gracias al trabajo de M. J. Harner con los jíbaro, buscamos comprender la razón de por qué
los seres humanos han preservado la reciprocidad negativa, de la competencia con la
reciprocidad positiva, a pesar de su precio en sufrimientos y desgracias.
La comunidad de los jíbaro vive en las faldas de los Andes orientales, al sur del Ecuador y
al norte del Perú, en una región montañosa escarpada y de selva húmeda. Protegidos de las
poblaciones andinas, por cordilleras abruptas, y de las poblaciones amazónicas, por sabanas
cruzadas de rápidos que impiden la entrada de piraguas, los jíbaro (5) se adaptaron a una
naturaleza hostil al hombre. Antes estuvieron organizados por un sistema de reciprocidad
negativa (6). Las relaciones fundamentales de ese sistema: asesinatos o raptos, siguen
vigentes, pero con el despliegue de misiones cristianas, después de la segunda guerra
mundial, el campo de la reciprocidad negativa se restringió. Las familias jíbaro se juntaron.
Empezaron a dar más importancia a la reciprocidad de dones. En fin, la revolución del
General Velasco Alvarado (1968-75) reconoció territorios a las comunidades amerindias en
las que la reciprocidad de dones se impone netamente sobre la reciprocidad guerrera. Ese
movimiento no dejó de crecer hasta permitir, en 1977, el nacimiento del Consejo
Aguaruna-Huambisa del Perú (a partir del nombre de los dos principales grupos étnicos
jíbaro). El Consejo Aguaruna-Huambisa reúne hoy en día a la totalidad de las comunidades
jíbaro del Perú (7). Los shuar del Ecuador, organizados bajo la tutela de los padres
salesianos, siguieron una evolución similar.
Hemos respetado, en nuestra interpretación de la reciprocidad negativa entre los jíbaro, los
datos etnográficos de M. J. Harner, excepto una observación, tomada a Pedro García
Hierro.
Primera Parte
La reciprocidad negativa
1 El alma arutam
Harner nos cuenta, primero, cómo los niños de los untsuri suarä, grupo jíbaro del Ecuador,
desde que tienen seis años deben adquirir un “alma verdadera”; deben afrontar las cascadas
sagradas, cascadas muy peligrosas, ya que los torrentes de los Andes arrastran árboles y
rocas (9). Ya adolescentes deambulan días enteros bajo el agua helada, salmodiando una
onomatopeya: “tau, tau”, ayudándose de un bastón mágico de balsamero. Ayunan, sólo
beben agua de tabaco. Por la noche, velan a la espera de una visión, la arutam, expresión de
un “alma” jíbaro, la wakani arutam. Harner retiene, para traducir wakani, la expresión
“alma” o “espíritu” y para arutam la de “visión”:
«La traducción más clara para arutam wakani es, sin duda, alma del “espectro antiguo”. El término
arutam se refiere a una suerte de visión particular; y wakani, por su lado, significa simplemente
alma o espíritu. Así, arutam wakani es un tipo especial de alma que produce un arutam (10), es
decir, una visión » (11).
El arutam, para los jíbaro, es una alucinación que da testimonio del mundo sobrenatural,
como el único real, y del cual depende incluso la realidad de la vida cotidiana (12). Es una
alucinación en la que la violencia, el combate y, sobre todo, el asesinato, es de rigor (dos
jaguares matándose o dos serpientes anacondas…) (13). La wakani arutam es, pues, un
alma cargada de una potencia de asesinato: un alma de asesinato. Si al cabo de cinco días,
la visión arutam no ha aparecido, un pariente próximo la suscita con la ayuda de una tisana
de corteza de Datura arborea, que provoca una gran excitación, alucinaciones, un estado de
narcosis. El adolescente debe dominar la tentación de escapar de la visión y encontrar la
fuerza para correr hacia ella, en cuyo caso, dice el informante jíbaro, esta arutam “explota
como la dinamita” (14). El adolescente recibe entonces su primer alma de asesinato. Ahora
bien, esta alma de asesinato, que erraba por el bosque, se aloja ahora en su pecho. Guarda el
secreto de ella, pero ya estaba preparado, desde hace tiempo, para recibirla ya que sus
parientes le habían dicho quienes eran sus padres muertos por asesinato y donde estaban
disponibles sus almas de asesinato. En un sueño, descubrirá de qué pariente viene esta alma
(15). En el sueño el adolescente escuchará a este pariente decirle: “Así como yo he matado
numerosas veces, tú también matarás a menudo” (16). El joven jíbaro se sentirá, desde
entonces, habitado por una fuerza vital desconocida, una fuerza de vida indomable y,
además, sabrá que esta vida se traducirá en asesinato. Sabe que está habitado por “una vida
que mata”.
Ese título, de uno de sus ancestros, que lo designa como un representante de su clan,
imprime carácter: el de un asesino. Ésta alma-asesinato, por así decir, es como un programa
de lo que deberá ser en la vida: una vida-asesinato. El joven jíbaro escucha decir: “Tú
también matarás…”. Esta alma es, así mismo, un nombre e incluso un nombre individual,
que ha sido precisado por la calidad exclusiva de la visión arutam. Se traducirá por una
proclamación de asesinato, por la actualización de ese asesinato. Visión, nombre, palabra,
acto, forman una cadena ininterrumpida.
Esos ritos son una confirmación de una primera iniciación del adolescente en su nacimiento
(recibe entonces una marca del alucigenógeno y sus padres desean que sea un gran
guerrero) (17). Lo preparan para una vida social y política de la que se verá que la dinámica
principal es una dialéctica del asesinato. Pero observemos, de momento, que la primera
alma de asesinato proviene de una prueba mortificante, reforzada por la narcosis debida a
los alucinógenos.
El ideal de los jíbaro, sin embargo, es tener dos almas de asesinato. Por si eso fuera poco,
otra realidad, llamada kakarma, nace a partir de esas dos almas de asesinato.
Como su alma infantil se ha disipado en el transcurso del tiempo, los jóvenes, que se
preparan para entrar en la vida social, deben renovarla. Van a adquirir su primer alma de
asesinato de adulto, esta vez por ellos mismos, sin la ayuda de pariente alguno, gracias al
ayuno y la mortificación. Pero he aquí que la mortificación no basta; ella debe ser la
prolongación de una muerte recibida del enemigo. La nueva alma proviene, en efecto, de un
pariente matado por el enemigo (18). Hay que sufrir entonces una muerte por asesinato para
adquirir un alma de asesinato. La muerte por asesinato indica la parte del otro en la
construcción del alma del guerrero.
«Los jíbaro piensan que aquel que posee un alma arutam no podrá morir de muerte violenta (…)
Con otras palabras, el que posee una sola alma arutam está liberado de la inquietud cotidiana de
ser asesinado » (19).
Esta conjunción entre la muerte y la vida (se merece un alma de vida para una muerte) es
una conjunción de contradicción. El alma adquirida es, en efecto, lo contrario de la muerte
por asesinato. Ella no es solamente el hecho de vivir o de ser inmortal, sino una vida que
mata; ella es potencia de asesinato.
El jíbaro es la sede de una muerte por asesinato (vivida, cierto, por procuración) y de una
vida que es alma de asesinato. Sin embargo, esta forma de muerte por mortificación y el
alma del asesinato, no están en el mismo plan: la muerte, vivida por identificación con
aquel de los suyos matado por el enemigo, luego experimentada físicamente gracias al
ayuno, al retiro... se sitúa en lo que elegiremos llamar lo “real” (y que, por el contrario, para
el jíbaro no es sino “ilusión”). El alma de asesinato, en cambio, esta alma que para el jíbaro
es su “verdadera” vida, se encuentra en lo que nosotros llamamos el mundo “imaginario”.
« Desde que se adquiere esta alma arutam, se siente en el interior del cuerpo un súbito incremento de potencia, que se acompaña
de una nueva confianza en sí mismo. De esta alma arutam se supone que acrecienta el poder de una persona, en el sentido más
general de la palabra. Esta potencia, llamada kakarma, aumenta la inteligencia así como la fuerza física; pero también hace difícil
cualquier mentira o acto deshonroso…» (20 ).
Esta potencia afectiva desborda la vocación de asesinato, propiamente dicha, ya que
interesa a toda la existencia, atañe al comportamiento ético, a la vida social. El kakarma
será el término requerido para definir esta potencia de ser del guerrero, su fuerza de
carácter, pero también la potencia ética, el sentimiento de ser humano, la afectividad
fundamental de sí mismo. La noción wakanï arutam puede reservarse, desde ahora, a lo que
pertenece más propiamente al orden del nombre y de la objetivación, es decir, de la
representación. El alma de asesinato debe dejar una parte importante de nuestra noción
occidental de alma al kakarma, para convertirse más precisamente en la idea de asesinato, o
en la de conciencia de asesinato en un imaginario guerrero; una conciencia que exige
inmediatamente pasar al acto, de materializarse. Harner dice, en efecto:
« En general, cuando un hombre se encuentra así en posesión de un alma arutam, es poseído por
un deseo furioso de matar y, en poco tiempo, se unirá a una expedición asesina » (21).
Los jíbaro han precisado que, ese deseo de asesinato, ¡es más intenso que la misma hambre!
La conciencia de asesinato, que provoca la muerte, es análoga a la conciencia que provoca
el hambre (22). Es probable que el alma de venganza tenga un origen biológico. Al
principio, sería un dato primitivo, una conciencia elemental e incluso instintiva. Así, pues,
la conjunción de contradicción liga la muerte al instinto de vida. Sin embargo, esta hambre
de asesinato no pasa directamente al acto. El joven jíbaro que adquiere un alma de asesinato
debe, en efecto, unirse a una expedición de asesinato (23), en la que resultará que el hambre
de asesinato responde a una obligación distinta a la del instinto de vida.
« Puede ocurrir que el ataque a la casa de la víctima fracase; cuando esto sucede, la expedición
debe, enseguida, designar a una nueva víctima y perseguirla, antes de regresar a casa. Si los
hombres no encontrasen a quién matar, no tendrían derecho a obtener nuevas almas arutam y, sin
éstas, podrían morir en el espacio de algunas semanas o, en el mejor de los casos, algunos
meses... Por consiguiente, se trata, para ellos, de un asunto de vida o muerte; he aquí, sin
embargo, que, invariablemente, la expedición encuentra una víctima o, al menos, un extranjero de
paso para asesinarlo » (24).
Ahora bien, si incluso un extranjero puede servir de víctima, esto entonces es una señal de
que el asesinato está impuesto por una necesidad totalmente diferente a la de la sanción de
una ofensa. La importancia de la estructura de reciprocidad es tal, que la venganza misma
le está subordinada. Así, pues, el ciclo de reciprocidad de asesinatos no está sometido a la
venganza sino, por el contrario, la venganza está sometida al ciclo de la reciprocidad. El
sistema vindicativo no responde, pues, a una reacción biológica; responde, más bien, a la
necesidad de reciprocidad, de la que pronto se descubrirá su racionalidad en el kakarma.
Esta conciencia de muerte que invade el ser del asesino, como antes lo invadió la
conciencia de asesinato, exige a su vez que esta conciencia pase al acto; exige ser realizada
de manera concreta.
Cuando el asesinato se cumple, se vuelve a comenzar y, entonces, cada uno puede tratar de
encontrar un nuevo arutam para proveerse de una nueva alma (26).
Ahora bien, para tener un alma, es preciso adquirir un alma de asesinato que vague por el
bosque, es decir, el alma de un pariente o de un aliado matado por el enemigo. La sola
experiencia de la muerte no le permitiría al guerrero adquirir un alma de asesinato. No basta
morir para vivir. Es necesaria la intervención de un enemigo que libere las almas que el
guerrero podrá adquirir. Sin la reciprocidad de asesinato, el bosque quedaría vacío de
almas. Así, pues, el Otro está implicado en la génesis de uno mismo y cada uno juega, para
el otro, un papel simétrico.
Esta necesidad de sufrir la muerte, por la mano del otro, aparece en una relación de Pedro
García Hierro (27), asesor jurídico del Consejo Étnico de los Aguaruna y Huambisa. García
se encontraba, en 1974, entre dos comunidades aguaruna en el río Cenepa, afluyente del
Marañón, cuando los guerreros de una comunidad río arriba, vinieron a matar, ante sus
ojos, en una pequeña comunidad río abajo. Sorprendieron y mataron a tres guerreros. Esta
comunidad, duramente golpeada, no pudo reaccionar. Los asaltantes volvieron algunos días
después, no para volver a matar, sino porque estaban inquietos por el hecho de que sus
enemigos no se hubiesen vengado. En efecto, al matar habían perdido su alma de asesinato
y estaban indignados por no poder reconquistar otra alma. Exigían que sus víctimas se
vengaran.
Como éstas no respondían, volvieron todos los días para exhortarlas a cumplir su deber,
añadiendo incluso injurias y amenazas; esta escena se podía oír y ver claramente, puesto
que apostrofaban a sus víctimas desde sus embarcaciones en el río. Al cabo de una semana,
mientras los agresores reiteraban su arenga, los guerreros de la comunidad insultada
ganaron el poblado de sus asaltantes, por senderos del bosque, y mataron a una niña y a una
mujer vieja. Inmediatamente, los agresores pudieron adquirir el alma de asesinato que
esperaban y, gracias a ella, matar de nuevo. Mataron a tres personas, dos de ellas guerreros.
Al volver donde ellos, encontraron un alma de asesinato en la cohorte de almas liberadas
precedentemente por sus adversarios. El silencio volvió al río, ya que todos los
sobrevivientes se habían vuelto invulnerables. Todos habían adquirido por lo menos un
alma de asesinato. García nos participó su asombro: ¿por qué los asaltantes estaban en la
imposibilidad de matar de nuevo, mientras sus víctimas no se hubieran vengado?. Pero he
aquí que para los jíbaro, sufrir un asesinato es un paso previo a un nuevo asesinato, hasta el
punto de provocar su demanda.
Originalmente, los asaltantes poseían un alma de asesinato que exigía materializarse por un
asesinato en otra comunidad. Esta comunidad es postulada como desprovista de alma de
asesinato. Sin duda, ella no ha participado en ninguna incursión, desde hace tiempo, y se
puede presumir que sus almas decidieron irse al bosque para llevar su propia vida de
asesinato (28). Esta comunidad ha sido designada para sufrir el asalto de asesinos, pero
importa poco quiénes serán las víctimas, si grandes guerreros o gente joven. A su vez, los
guerreros de la comunidad atacada tampoco elegirán a sus víctimas. En efecto, no se
persigue por odio a los asesinos; al contrario, se satisfacen por realizar el asesinato que
ellos demandan. La reciprocidad de asesinato basta para liberar suficientes almas de
asesinato como para reemplazar todas aquellas que los guerreros han perdido en la primera
incursión y que perderán en la segunda. Aquí no se encuentra compatibilidad de almas ni
compatibilidad de asesinatos. No hay ningún intercambio de víctimas o de asesinatos. Lo
que se exige es la reciprocidad de los actos y poco importa el número o la calidad de las
víctimas, incluso si se trata de mujeres (29). García, además, tenía el sentimiento de que los
asaltantes, una vez a la defensiva, habían simplemente sacrificado a una de sus mujeres,
entre las mayores, y que las otras habían sido puestas a salvo. Tenía la sensación de que la
persona que fue matada por venganza había sido ofrecida al enemigo, ya que nadie más
residía en el poblado en el momento del asalto.
5. El kakarma
Alma arutam significa no sólo la visión del asesinato, como imagen de vida, sino “potencia
de ser”. Esta potencia, de naturaleza afectiva, se llama kakarma (31). Los jíbaro emplean
indiferentemente kakaram y kakarma para expresar la potencia misma del guerrero. El
sentido de la frase permite comprender si se trata de un guerrero o de su potencia de ser.
Harner elige, para facilitar las cosas, kakarma para mentar la potencia de ser y kakaram
para referirse al guerrero (32). Harner compara el kakarma con el mana polinesio (33).
Señala, asimismo, que el kakarma se acrecienta con la sucesión de almas de asesinato en el
curso de los ciclos de venganza, mientras que las almas de asesinato se borran las unas a las
otras. Sin embargo, los jíbaro dicen que faltan dos almas para tener la sensación de ser, no
solamente invulnerable sino inmortal. Y el kakarma es esta fuerza que les comunica el
sentimiento de estar fuera del tiempo, fuera de la vida inmediata. ¿Por qué, entonces, son
necesarias dos almas de asesinato para que el kakaram adquiera ese sentimiento de
eternidad? Y ¿cómo un jíbaro puede adquirir dos almas de asesinato, si la primera exige su
inmediato pasaje al acto y desaparece con la realización del asesinato? Los jíbaro precisan
que el alma nueva viene a impedir que el kakarma se disipe; que viene a impedir que la
vieja alma desaparezca completamente.
Si bien cada uno de ellos (de los asesinos) acaba de perder un alma arutam, la potencia de esta
alma permance en su cuerpo y fluye muy lentamente; se cree que se necesitan alrededor de
quince días para que este poder desaparezca completamente (34).
Un guerrero que, antes de este plazo, captura una segunda alma de asesinato, “culmina”,
según la expresión de Harner, la primera alma. Retiene no sólo su fuerza, sino que impide
que desaparezca. En la relación de García, los asaltantes que han perdido su alma de
asesinato en el curso del ataque, exigen la reciprocidad de sus víctimas, y apenas ésta es
obtenida, disponen de las almas de asesinato esperadas. Las han recibido suficientemente
rápido para impedir que la potencia de su primer alma se pierda totalmente. De alguna
forma, vuelve a atrapar su primer alma de asesinato. Desde ese momento, están protegidos
por dos almas; tienen el sentimiento de ser kakaram: guerreros cumplidos: ser jíbaro.
Sus víctimas, almas de asesinato a la intemperie, por tanto: vulnerables, reciben una primer
alma, sufriendo el primer asesinato. Gracias a esta alma, pueden vengarse. Luego, sufriendo
un segundo asesinato, obtienen una segunda alma de asesinato que colma la primera. Por
tanto, los guerreros de ambos campos están protegidos por dos almas de asesinato. Se han
convertido en kakaram, guerreros poderosos e invulnerables. De este modo, cesan los
asaltos y los asesinatos. Cuando todos se han convertido en invencibles, la paz está
asegurada por algún tiempo. La reciprocidad de asesinato no conduce a un aniquilamiento
total sino, por lo menos en este caso, a un equilibrio social. Se puede decir, pues, que es la
reciprocidad de los asesinatos la que engendra el kakarma. Si la reciprocidad desaparecise,
también desaparecería el kakarma. Esa es, sin duda, la razón por la que los jíbaro dan
cuenta del ciclo, por la sucesión de dos almas arutam.
Guerrero A
arutam arutam
wakanï no1 = asesino....kakarma....muerte = wakanï no 2
-------------------------------------------------------------------
Guerrero B
Se necesitan dos arutam wakani para indicar la necesidad de la reciprocidad de la que depende el kakarma
En la escena relatada por García, no sería necesario que los asaltantes matasen una segunda
vez. La venganza de sus víctimas hubiera bastado para asegurarles una segunda alma de
asesinato y convertirse, a su vez, en kakarma. Todo ocurre como si los asaltantes hubieran
querido probar la eficacia de sus almas, mediante asesinatos reales, pero también como si el
asesinato fuera debido a ese mismo a quien se lo demanda.
De ahora en adelante, nos dice Harner (35), el guerrero jíbaro, que posee dos almas de
asesinato, tiene la sensación no sólo de ser invencible, sino inmortal, fuera del tiempo, fuera
del alcance de la vida y de la muerte, como suspendido entre la una y la otra. Él es la sede
de una afectividad muy particular que es plenitud de sí misma, libertad soberana, quizá: el
goce puro del ser... Si las conciencias de vida y de muerte participan de un mundo
imaginario, unido por contradicción a actos reales antagónicos, el kakarma, a su vez, es el
irreprimible sentimiento de ser.
« La adquisición de una nueva alma arutam no sólo sirve para aportar una nueva fuerza (kakarma)
sino también para “encerrar” la fuerza de la anterior y, por tanto, impedirle fluir. No se pueden
poseer más de dos almas arutam a la vez, pero la posibilidad que da un alma de retener la fuerza
de la otra, permite acumular la potencia de un número ilimitado de almas que se han podido ver
precedentemente. En otros términos, la posesión de almas es consecutiva; la posesión de la
potencia es acumulativa. Los asesinatos sucesivos hacen posible una acumulación continua de
potencias que se opera reemplazando una vieja alma arutam por una nueva. Ese mecanismo de
renovación es tanto más importante cuanto una persona conserva la misma alma arutam durante
cuatro o cinco años, pues ésta tiende a dejar a su poseedor por la noche para errar por el bosque
y, tarde o temprano, flotando entre los árboles, será capturada por otro jíbaro » (36).
6. La dialéctica de la venganza
Los jíbaro no razonan con las conciencias de vida por asesinato y de muerte por asesinato
que invaden su mundo imaginario. No nombran su conciencia de muerte como tal; no
tienen para ella, para el alma de asesinato, una palabra simétrica a la de alma arutam. Una
sola expresión da cuenta de las dos conciencias antagónicas del ciclo. Sin embargo, Harner
llama a aquella que ha abierto el ciclo: la vieja alma arutam; a la otra, que recomienza el
ciclo: la nueva alma arutam (37). Las dos almas arutam no tienen entonces el mismo valor.
La vejez designa, sin duda, la conciencia de muerte.
Mas ¿por qué la conciencia de vida-muerte es elegida para representar el ciclo y no la
conciencia de muerte? Arriesgaremos la siguiente hipótesis: en el origen, el ser humano
está dominado por su conciencia biológica de predador. Esta conciencia biológica es una
conciencia elemental que, según la conjunción que constatamos con lo real, es una
conciencia de muerte. El predador puede también tener una conciencia de vida, ya que
puede sufrir igualmente una experiencia de muerte, en particular cuando está amenazado
por el hambre. Pero ni bien alcanza su presa y calma el hambre, esta conciencia desaparece
y el predador reencuentra una conciencia de muerte. Las dos conciencias elementales
antagónicas se suceden, pero no se reencuentran o no se superponen. Para provocar una
interacción simultánea entre dos conciencias antagónicas, hay que reforzar la conciencia de
vida, es decir, intensificar el acto que le es ligado: el acto de morir (38). A partir de
entonces, la conciencia de vida es la que aparece como causa de la conciencia de conciencia
y que parece aportar con ella el kakarma. El kakarma mismo no parece, pues, poder
disociarse del alma de asesinato. Y si las almas de asesinatos se borran una tras otra, dejan,
sin embargo, su fuerza, su kakarma, a la última de ellas. En efecto, el jíbaro asocia su ser a
su conciencia de vida-asesinato; su kakarma a su alma arutam.
La distinción entre alma de asesinato, wakani arutam, y presencia de ser, kakarma, permite
aclarar uno de los misterios del mana.
En el sistema de dones, no se trata sólo de dar sino, más fundamentalmente, de volver a dar
o dar de manera recíproca. Esta reciprocidad supone una obligación para cada asociado,
obligación que se impone sin que su interés inmediato pueda ser la causa de ella. Si se
transpone, a la reciprocidad positiva, la tesis propuesta aquí para dar cuenta del kakarma o
de las dos almas arutam, se dirá que el donante debe convertirse en donatario y el donatario
en donante para que la conciencia de cada uno se redoble y, luego, se relativice con aquella
del otro (39). La reciprocidad es la mediadora por la cual dos conciencias elementales
antagónicas se oponen, se encuentran la una con la otra y se neutralizan mutuamente, ya
que son contradictorias entre ellas, para dar nacimiento a una conciencia de conciencia. En
la interioridad de su antagonismo, ellas engendran un estado intermedio, gracias al cual se
iluminan y se dan sentido mutuamente. Desde entonces, dar está ligado a la conciencia de
adquirir prestigio y recibir a la conciencia de perder la cara. Cuando, ni la una ni la otra de
las dos conciencias antagónicas domina a la otra, su iluminación recíproca cede lugar a la
revelación de lo que es el ser mismo de la conciencia de conciencia. Es en el corazón de
este equilibrio que nace, en nuestra opinión, el sentimiento de mana y de kakarma.
8. La palabra
Conocemos la eficiencia del alma arutam: el asesinato. ¿Cuál es entonces la eficiencia del
kakarma? Se sabe que ésta le da al jíbaro su fuerza de carácter; pero ¿cómo se traduce esta
fuerza de carácter? Los jíbaro reconocen el kakarma, particularmente en los jóvenes que
han adquirido una primer alma de asesinato, por el hecho de que hablan con autoridad y
con voz alta.
« La mayor parte de sus parientes y conocidos se dan cuenta rápidamente de que el joven tiene un
alma arutam, con sólo ver el cambio en su personalidad. Por ejemplo, comienza a hablar con más
autoridad” 41. En una nota, Harner precisa: “las personas que han visto un arutam se distinguen
fácilmente por este solo rasgo »(42).
Así, pues, el kakaram es el hombre de voz potente, resonante, de la palabra más tenaz y
determinada. La eficiencia del kakarma es, primero, la palabra.
Harner cuenta cómo, en ocasión de una expedición de venganza, los guerreros se reúnen y
proclaman la visión de su alma:
« Los más jóvenes forman un círculo alrededor de los matadores curtidos que piden entonces, a
cada uno, describir el arutam que ha visto. A medida que cada uno, joven o viejo, cuenta lo suyo,
su alma arutam lo deja para siempre, para errar en el bosque bajo la forma de una brisa, ya que el
alma arutam se contenta con un asesinato »(45).
Imagínese un río tumultuoso. Un hombre desciende en piragua por el río. Su voz, dirigida a
chozas escondidas en la selva a lo largo del río, resuena por doquier. Anuncia a todos que
va a matar en la comunidad de los raptores de su hija. Pasa lentamente a sólo algunos
metros de las casas de sus numerosos enemigos. Pero nadie se mueve, nadie dispara, todos
escuchan. Todos deben entender esta proclamación de la venganza. Se dice del hombre que
es invulnerable. Los jíbaro traducen esta invulnerabilidad como la posesión de un alma de
venganza; pero ella significa, primero, el reconocimiento, de parte de todos, de la palabra
que hace ley. El clamor, es cierto, puede ser sordo, un rumor y llenar, sin embargo, todo el
espacio, relegando a la insignificancia los ruidos de la vida. Los hombres que preparan el
asesinato se encuentran. El asesino explica su proyecto. Reafirma su decisión y sus razones.
Las objeciones son pacientemente enunciadas y refutadas; el acuerdo crece. De choza en
choza, se trama el complot. Cuando todos los jíbaro han elegido su campo, aliado o
enemigo, cada uno espera el asalto y el asesinato; el complot es conocido por casi todos. El
asesinato está precedido por el asentimiento del mayor número posible. Entonces el aire
jíbaro vibra por todas partes con su inmanencia, que es la de una palabra, de la que todo es
eco, incluso el silencio.
9. Los “espíritus”
Hemos insistido en la necesidad del otro, para autorizar la confrontación de dos conciencias
antagónicas, y sugerido que, del encuentro de esas conciencias contradictorias, nace el
sentimiento del ser mismo de toda conciencia: el kakarma. Para los jíbaro, sólo el ser del
hombre, su potencia de guerrero: su kakarma, es inalienable, es lo más real que quepa
imaginar. A tal punto, que no distinguen el kakarma, del guerrero mismo, y llaman con el
mismo nombre al uno y al otro. Sostienen, en efecto, que las almas de asesinato se
transforman en kakarma en el curso de su sucesión. Desaparecen las unas tras las otras; la
segunda toma el lugar de la primera, la tercera la de la segunda, como si las conciencias
respectivas de la vida y la muerte por asesinato se metamorfosearan en potencia de ser, bajo
la cubierta de la última alma de asesinato. Mas, para los jíbaro, esta metamorfosis es
reversible. En ocasión de la muerte de un guerrero, su kakarma se transforma en tantas
almas de asesinato como las que se produjeron en el curso de su existencia para
engendrarlo (46). Así, pues, se puede afirmar, entonces, que es el kakarma el que da sentido
a las visiones de asesinato y las transforma en almas de asesinato: en wakanï arutam. No
son, pues, tanto las visiones de asesinato, las que le dan al hombre una potencia espiritual,
cuanto esta potencia de ser, de la que las almas de asesinato no son sino momentos
dialécticos, la que da sentido a las visiones de asesinato.
Las almas de asesinato, liberadas a la muerte del guerrero, pueden ser reutilizadas por otros
guerreros para construir su propia potencia de ser. La parentela del guerrero difunto guarda,
en efecto, la memoria de asesinatos sufridos y de las venganzas que motivaron. Las
conciencias de asesinato pertenecen al sistema de reciprocidad; son adquiridas por la
sociedad jíbaro. No vuelven a la nada. Devueltas a la memoria, se convierten en lo que
Harner llama los “espíritus”. El término expresa muy bien el carácter principal de esas
almas: ser nombres, títulos, cuyo valor es social o colectivo y no solamente individual,
contados en ciclos de reciprocidad en los que los hombres no juegan sino un papel efímero.
Distintas de la vida biológica, estas almas de asesinato pertenecen desde ahora a lo
sobrenatural.
Habíamos observado que el alma arutam, como conciencia de vida-asesinato, nace con la
prueba de la muerte, mientras que su conciencia antagonista: la desaparición de esta alma o
la conciencia de morir, nace con el pasaje al acto de esta conciencia de asesinato. Hay
contradicción entre el mundo imaginario y el mundo real (vida, en el imaginario y muerte,
en el real). Hemos propuesto hacer aparecer el kakarma de la sinergia de dos conciencias
contradictorias, razón por la cual él mismo no sería definible como una simple conciencia
sino, más bien, como una conciencia de conciencia que se convertiría en el equilibrio
contradictorio perfecto: en una afectividad original, en un sentimiento de ser. El equilibrio
de estas dos conciencias contradictorias, de morir y de matar, requiere simetría, igualdad y
simultaneidad. Esta simultaneidad plantea de todas formas un problema, ya que el asesino
mata en un momento diferente de aquel en el que su comunidad sufre la venganza enemiga.
Sin embargo, si las bandas enemigas se enfrentasen cara a cara, la simetría no se instauraría
en la duración y, por tanto, la reciprocidad sería una reciprocidad instantánea. La
conciencia de conciencia, que podría resultar de ello, se reduciría entonces a una brevísima
iluminación. Por consiguiente, la simetría debe incorporar la duración. Esta necesidad
conduce a una alternancia de asesinatos, es decir, a una periodicidad. Así se observará que,
según los jíbaro, los asesinatos deben proseguirse de manera que una nueva alma de
asesinato pueda “sellar” la precedente antes de que su potencia se haya disipado. Ellos
precisan que esta periodicidad debe ser muy rápida. La potencia de la primera alma
desaparece completamente en una quincena de días y, si se quiere conservar esta potencia,
es necesario que el ciclo se realice en un tiempo aún más corto. ¡Se comprende, pues, la
impaciencia de los jíbaro cuando sus enemigos no se vengan y sus exhortaciones obsesivas
a que pasen al acto!
Lo ideal, pues, es que las conciencias antitéticas, de muerte y asesinato, puedan redoblarse
con todas sus fuerzas, es decir, que los asesinatos sean alternados en el tiempo de la manera
más próxima posible. Los jíbaro parecen expresar esta exigencia, por lo que tendremos a
bien calificar como “fuga-persecución”. La comunidad atacada sabe que los enemigos están
animados por almas de asesinato, por tanto que son invencibles, que son asesinatos
programados y que, necesariamente, deben encontrar una víctima. Cierto, ya sabemos que
su decisión de matar hace irreversible la pérdida de sus almas de muerte, pero la potencia
de éstas no refluye, sino lentamente, después de la decisión de asesinato. No hay, pues,
nada que hacer ante esta vida-asesinato en acto, sino fugar para no recibir uno mismo el
golpe mortal. Una vez que los asaltantes han alcanzado su objetivo, su alma de muerte no
sólo está irreversiblemente perdida, sino que su potencia está consumida en gran parte, de
forma que ya tienen el sentimiento de morir. No pueden detener la hemorragia de su alma,
si no adquieren rápidamente otra, pero para eso hay que sufrir una muerte. Esos guerreros
se tornan entonces muy vulnerables. Inmediatamente, se baten en retirada y tanto más
rápidamente cuanto que sus enemigos se hacen invencibles, por la adquisición de almas de
muerte nuevas, las mismas que acaban de ser liberadas por sus agresores. En efecto, desde
que han reconocido la pérdida de uno de los suyos, las víctimas viven esta muerte,
adquieren un alma de asesinato y se lanzan en su persecución, esperando alcanzar a alguno
de sus asaltantes, antes de que vuelva a su casa, donde, mortificándose, podría obtener otra
alma de asesinato que lo haría invulnerable. Cada uno trata, por tanto, no de destruir la
comunidad adversa sino de realizar un ciclo de muerte a manera de sellar una primera alma
de asesinato por una segunda, y convertirse en un kakaram. El rito de la fuga-persecución
asegura la alternancia rápida de asesinatos y de muertos, necesaria para que las conciencias
respectivas de muerte y de asesinato puedan superponerse y dar nacimiento al kakarma: el
sentimiento del ser de sus conciencias que, para los jíbaro, es el ser del hombre.
Según el principio de reciprocidad, el kakarma brota de dos iniciativas: la del otro, del que
se espera el asesinato para poder obtener un alma de asesinato, y la suya, que permite por la
venganza obtener una conciencia de morir. El ciclo recomienza inmediatamente para que la
coexistencia de las dos conciencias antagónicas, de muerte y asesinatos, sea permanente y
el kakarma sea perennizado. ¿Dónde se encuentra la fuente del kakarma? Hay dos
guerreros frente a frente para producirlo. En esta reciprocidad simple, el kakarma nace
tanto del acto de uno de los asesinos como del otro. Depende tanto de sí, como del
enemigo. El kakarma que resulta de la reciprocidad de asesinato, es para cada uno idéntico
e incluso común. Así, pues, el kakarma es, primero, un Tercero que pertenece a la
estructura de reciprocidad, antes de ser recibido por cada uno. Es indiviso, antes de poder
ser individualizado. El Tercero aparece, originalmente, exterior al guerrero, ya que es
recibido por cada uno de ellos a partir de su relación con el otro.
Pero he aquí que el guerrero puede simular la agresión enemiga. El guerrero jíbaro toma, en
efecto, la iniciativa de su propia muerte mediante rituales. El ayuno, la mortificación por
narcosis y las alucinaciones que dan testimonio del mundo de los espíritus, suplen la muerte
real de un prójimo y le permiten adquirir almas de asesinato. Esta iniciativa sobre su propia
muerte le permite interiorizar el proceso de reciprocidad. Cada hombre se basta a sí mismo
para asegurar su humanidad jíbaro. El Tercero, el kakarma, ya no es recibido del exterior,
sino que nace de un ciclo que cada guerrero se apropió por entero. La instauración del
simulacro de venganza significa una individualización del Tercero. Sin embargo, en los
jíbaro, la reciprocidad real debe quedar subyacente. Ella es siempre postulada ya que el
hombre, que muere por simulacro, elige un alma entre aquellos de los suyos matados por el
enemigo.
Otro ciclo permite apoderarse del ser nacido de la reciprocidad. Cuando un kakaram mata a
otro kakaram, asesinato hecho posible en condiciones excepcionales (47), la muerte de ese
guerrero da nacimiento a una nueva alma, un alma particular, el muisak. Los jíbaro precisan
que esta alma nace “en el momento” del asesinato de la víctima, “saliéndole de la
boca”(48). El muisak es, pues, pura conciencia de asesinato que pertenece a la víctima. Los
jíbaro dicen que este espíritu de venganza busca el cuerpo de la víctima para hacer de él su
morada. La representación del alma de asesinato está siempre unida a la muerte. Y bien, el
kakarma desea hacerse de este espíritu de venganza. Los jíbaro pretenden que existe un
momento, entre el nacimiento del muisak y su retorno en el cadáver de la víctima (49), para
realizar una trampa. El guerrero va a tomar la cabeza de la víctima antes de que el espíritu
de venganza venga a tomar posesión de ella. La utilizará como una trampa. Los célebres
ritos de reducción de cabezas (los ritos tsanta), significan esta captura (50). Los asesinos
decapitan a su víctima. Pelan la cabeza y guardan la piel, más liviana de llevar; la curten
rápidamente y le vuelven a dar la expresión de su enemigo, en modelo reducido, a fin de
que el espíritu de venganza lo reconozca. Apenas éste se aloja en la cabeza preparada,
cierran los orificios: la boca, las orejas y los ojos. El espíritu de venganza está cogido. La
cabeza reducida será el tabernáculo del espíritu de venganza, que queda como propiedad
del asesino. La conjunción de dos conciencias, de asesino y de víctima, como previas al
sentimiento del ser mismo de la venganza, es aquí evidente. Además, si esta alma de
venganza nace de la muerte (sale de la boca de la víctima), nace libre y ya no pertenece al
clan enemigo, lo que podría significar que el Tercero de la reciprocidad es autónomo,
situado entre la víctima y el asesino. El Tercero de la reciprocidad negativa, el ser nacido de
la reciprocidad, no es aprehendido como fruto de la relación con el otro. Por tanto, es puro
sentimiento, pura afectividad: un kakarma indiviso. El guerrero se adueña de él
apropiándose de la conciencia que lo rodea, el alma de asesinato, y ello guardando para sí la
muerte de su víctima (su cabeza reducida) a la cual está unida la conciencia de venganza (el
muisak). Por consiguiente, el muisak significa, a la vez, la potencia de ser y su
representación. Harner traduce muisak por espíritu de venganza (51).
Es alrededor del espíritu de venganza que se celebrarán las fiestas tsantsa, las fiestas jíbaro
más grandes (52). Y bien, después de muchas fiestas tsantsa, se considera que la potencia
del muisak ha sido consumida. El rostro del enemigo no es más que un receptáculo vacío.
La cabeza, así desactivada, podrá ser retornada a los suyos, abandonada o incluso vendida a
los turistas. Pareciera, pues, que la imagen o la conciencia de venganza no tuviera, en sí
misma, un gran valor. Ella tiene valor sólo cuando es la guardiana de un sentimiento de ser.
Así, pues, aquí se ve cuán decisiva es la distinción que instaura la reciprocidad negativa,
entre el ser nacido de la reciprocidad, tan deseado por aquel que está en la iniciativa de la
reciprocidad, y su representación. Podría ser, en efecto, que la reciprocidad negativa haya
jugado un rol importante en la historia de la conciencia humana permitiendo la distinción
entre el sentimiento de ser y las conciencias que lo rodean en el mundo imaginario. Si la
potencia de ser (kakarma) es distinta de las visiones de asesinato (arutam) y el Espíritu de
venganza (muisak) de la cabeza reducida (tsantsa), si las visiones de asesinato o de
venganza son reflejos de la naturaleza (de la muerte) ¿no es conducido el hombre jíbaro a
reconocer, la potencia de ser del alma de asesinato o del Espíritu de venganza, como más
real que la misma realidad; no es conducido a la irreductible evidencia de lo sobrenatural?
Hemos propuesto encarar dos sistemas de representación que hacen intervenir, uno: al
espíritu de venganza y, el otro: a la pareja de almas de asesinato. El Tercero nace de la
relación contradictoria de la vida y la muerte. Se expresa de forma no contradictoria por la
palabra, según dos modalidades.
En el segundo sistema, para expresar la potencia del guerrero, faltan dos almas: una, joven:
que aparece; la otra vieja: que desaparece. Aparición y desaparición son contrarios que
afectan la misma esencia (el alma de asesinato), es decir, son contrarios correlacionados. El
Tercero se expresa por una oposición correlativa. Por consiguiente, la función simbólica
traduce lo contradictorio en no contradictorio según, dos modalidades: la unión, que
encierra lo contradictorio en un significante homogéneo, y la oposición, que reparte lo
contradictorio entre contrarios correlativos.
¿Por qué el ser nacido de la reciprocidad negativa se expresa de dos maneras? Si el Tercero
es el corazón de una conciencia de conciencia, por tanto contradictorio en sí mismo y si,
además, debe manifestarse de manera no contradictoria, entonces se puede esperar que
utilice las dos vías que le son ofrecidas lógicamente: la conjunción: la unidad de
contradicción, o la disyunción: la oposición correlativa. Las dos almas de asesinato nos
parecen una expresión en la que la oposición domina la unión. El muisak, el espíritu de
venganza, significaría el primado de la unión sobre la oposición.
Sólo un kakaram, que ya posee un alma de asesinato, puede matar a otro kakaram, pero con
la condición de que este último pierda una de sus almas. Para vencer un kakaram enemigo,
los jíbaro dicen que hay que robar un alma (53). El robo de alma permite realizar la
confrontación de dos conciencias antagónicas, una de las cuales es la del adversario. De
este modo, la estructura de reciprocidad será interiorizada por el asesino. Para llegar a ello,
el futuro asesino no deja de pronunciar el nombre del kakaram enemigo (54), simulando
una queja de moribundo. Se reconoce la conjunción muerte-asesinato en el hecho de que el
alma de asesinato está siempre unida a la muerte. Si el alma de asesinato del enemigo se
toma la libertad de errar en la selva, lo que hace cuando éste se rehúsa a mantener su
potencia de ser, su kakarma puede escuchar su nombre; puede quejarse al pseudo
moribundo y venir a alojarse en su pecho (55).
El alma de asesinato del enemigo ha sido robada por el asesino. El robo de alma confirma
que el alma de asesinato es el nombre mismo del hombre jíbaro, ya que esta alma responde
al llamado de su nombre (56).
Ciertamente, se puede explicar el robo de alma de manera funcionalista. En ese sentido, sin
ese robo el otro se mantendría invulnerable... Pero el robo de alma puede ilustrar,
igualmente, cómo los jíbaro logran la asociación de conciencias antagónicas, de asesinato y
de víctima, en un solo personaje. El guerrero dispone, en efecto, de un alma de asesinato
que no es otra que su propio nombre. Llama al nombre del otro, llama al alma de asesinato
del enemigo. Para ello, el jíbaro muere en lugar del otro, o finge morir, y obtiene entonces
la conciencia de asesinato que debería tocarle al otro. Sella así una conciencia de asesinato
que es la suya por una conciencia de asesinato que es la del otro. La potencia del guerrero
es el resultado de un alma de asesinato personal cumplida por un alma de asesinato del
enemigo. El jíbaro captura la potencia de haber nacido en el frente a frente con otro
guerrero mediante ese golpe de fuerza del robo de alma.
Cuando una familia jíbaro sufre un asesinato, pero no puede perseguir a su enemigo, porque
éste se ha hecho de la cabeza de su víctima y, por tanto, del espíritu de venganza, ella
puede, sin embargo, adquirir almas de asesinato. Estas almas exigen inmediatamente
convertirse en almas reales. Pero ya que el asaltante está protegido por la posesión del
Espíritu de venganza mismo, y es invencible e inmortal, no hay otra solución que encontrar
otro enemigo y, a falta de enemigos inmediatos, de volverse contra uno de sus propios
aliados para continuar la dialéctica del asesinato. La captura del Tercero por aquel que se
hace del espíritu de venganza provoca, pues, el pasaje de la reciprocidad bilateral a formas
de reciprocidad en círculos o redes, ya que cada uno se dirige hacia un enemigo diferente
de aquel del que ha sido la víctima. Esa es, sin duda, una razón del carácter sistémico de la
traición que acompaña las alianzas en las sociedades de reciprocidad negativa. Cada uno,
desde el momento que está privado de enemigos, está obligado a tratar a sus amigos como
enemigos. Recíprocamente, el mayor testimonio jíbaro de amistad es el riesgo de ser
tratado por su amigo como enemigo. Es por ello que son invitados a fiestas; los aliados
saben que pueden ser masacrados o envenenados. Lo saben y, sin embargo, aceptan la
invitación. Recíprocamente, los enemigos pueden convertirse en amigos privilegiados, no
sólo porque dejan de ser enemigos, al hacerse invulnerables, sino porque se les debe el ser
co-creadores del ser del que uno se prevale.
La traición verifica el hecho que la reciprocidad negativa no tiene nada que ver, ni con un
arreglo de cuentas instintivo, ni con un sentimiento de justicia. Es el deseo de engendrar la
potencia de ser (kakarma) y adquirir el espíritu de la venganza (muisak) el que funda la
obligación de asesinato y no el sentimiento de haber sido la víctima de tal o cual enemigo.
Si los guerreros están obligados a abandonar los cuerpos de los enemigos que han matado,
sin haber podido tomar sus cabezas, tienen el sentimiento de que serán víctimas del Espíritu
de venganza (57). Su fuga precipitada puede dar lugar a accidentes que son entonces la
venganza de este espíritu (58). El Espíritu de venganza no dominado, que ha encontrado el
cadáver del enemigo como morada, es libre de errar en la selva, donde se transforma en
espíritu maléfico (59). Puesto que no pertenece a los unos ni los otros; ya que
independientemente del nombre de cada asesino, el Espíritu de venganza está dotado de una
doble exterioridad: la de un Tercero que no pertenece a nadie propiamente y la de la palabra
por la cual éste se expresa, es decir, la palabra de unión. La unidad de contradicción:
muerte-vida, en efecto, es irreductible a la dualidad de conciencias de muerte y vida por
asesinato que expresan las dos almas de asesinato.
Esta última exterioridad autoriza al espíritu de venganza a manifestarse bajo apariencias
arbitrarias. Él es el asesinato, pero indefinido, que puede revestir no importa qué aspecto. El
es el accidente. Si la naturaleza puede servir así de máscara al Espíritu de venganza,
entonces éste aparece como un demonio, un iwancï, que habita el árbol que cae, la crecida
del río, el jaguar.
Ya sea por los demonios iwanci o por los sortilegios de los chamanes enemigos, toda
muerte accidental puede ser interpretada como un asesinato. La muerte natural está
integrada a la dialéctica del asesinato, a la reciprocidad negativa. Contribuye a relanzar la
venganza. Participa en la creación o en la génesis de la energía espiritual. Es más: todo lo
que pueda estar relacionado con la vida y el asesinato, con la reciprocidad de asesinato,
toma sentido en el universo. Ahora bien, en la selva, todo es vida y toda vida es asesinato.
Es la naturaleza entera la que toma sentido en la reciprocidad de asesinato. Los árboles, los
animales, los torrentes, hablan de la vida y del asesinato y palpitan con sus demonios.
Es alrededor de las cabezas reducidas (tsantsa) que se desarrollan las grandes fiestas de los
jíbaro (61). Antes, cuando un guerrero regresaba de una incursión con cabezas enemigas,
seguro de haber dominado el Espíritu de venganza, estaba libre de toda amenaza por lo
menos por dos años. Aprovechaba de ello para abrir en la selva vastos claros en los que las
mujeres cultivaban abundantes cantidades de mandioca. En tiempo de cosecha, invitaba a
sus allegados y aliados a celebrar el Espíritu de venganza contenido en las cabezas
reducidas (62). Estas fiestas tenían lugar en tres ocasiones: la primera, al retorno de los
guerreros, las otras más tarde, cuando habían tenido tiempo de cultivar grandes huertas.
« La celebración dura cinco días y es seguida, cerca de un mes más tarde, por la tercera fiesta
(napin). Esta última es la más importante de las tres y el cazador de cabezas debe suministrar, en
ella, la comida y la bebida, durante seis días. Tiene que haber amplias provisiones para todos sus
invitados, sino se arriesga, en esta ocasión, a perder prestigio más que a ganarlo... El objetivo
esencial de la fiesta tsantsa no es sobrenatural. En los jíbaro, aunque ese sea un objetivo
secundario, se trata sobre todo de adquirir prestigio, amigos, reconocimiento, haciéndose conocer
como un guerrero consumado y ofreciendo una hospitalidad generosa, en el curso de la fiesta al
mayor número posible de vecinos. Un informante nos dijo: “El deseo de los jíbaro por tener
cabezas es como el deseo de los blancos por el oro » (63).
Harner precisa que el objetivo esencial de la fiesta tsantsa no es de orden sobrenatural, sino
que se trata de adquirir el máximo de prestigio invitando al mayor número de vecinos. La
dialéctica de la venganza está de momento suspendida; la de los dones toma el relevo. La
invitación, la redistribución de riquezas, llega a permitir redoblar el renombre, la fuerza del
guerrero. Así, en las fiestas tsantsa, la reciprocidad positiva sucede a la reciprocidad
negativa: en vez de hacerse de enemigos, uno se hace de amigos. Este relevo es explícito.
En el curso de las fiestas la fuerza del kakarma se transmite, en efecto, a las mujeres:
« Durante esas tres fiestas, los celebrantes buscan no sólo contener el poder del muisak, sino
también de utilizarlo. Como el alma arutam, el muisak emite cierta fuerza pero esta fuerza, se dice,
es transmisible directamente a otras personas. El hombre que ha cogido la cabeza tiene al tsantsa
en el aire, en el curso de una danza ritual, mientras que los dos parientes que trata de favorecer -
habitualmente su mujer y su hermana - se apegan a él. De esta forma, el poder del muisak es
transmitido a las mujeres mediante el “filtro” del cazador de cabezas y les permite, se dice, trabajar
más duro y tener más éxito en sus cosechas y la crianza de animales domésticos, dos zonas de
responsabilidad esencialmente femeninas en la sociedad jíbaro » (64).
Y bien, las mujeres son las encargadas de la producción de cerveza de mandioca; esta
cerveza, que sirve para el convite y la hospitalidad, es la mediadora de la reciprocidad
positiva, Así el kakarma se convierte en mana. El “objetivo sobrenatural más importante”
de la fiesta, confirma Harner, es el de “utilizar el poder del muisak, mientras habita el
tsantsa, para acrecentar el poder de las mujeres que pertenecen a la casa del anfitrión”65.
Los dos renombres, del guerrero y del donante, podrían entonces opacarse mutuamente para
dar lugar a un sentimiento intermedio, superior, a medio camino entre el mana y el
kakarma; un sentimiento de gracia particularmente puro. También:
« Las presiones sociales y religiosas de la ocasión coinciden para hacer, de este acontecimiento, la
asamblea más segura, más eufórica, más grande que los jíbaro conocen. No hay que
sorprenderse, entonces, que los jíbaro consideren las fiestas tsantsa como una de las cumbres de
su vida social » (66).
Así, pues, la contradicción guerra - paz reúne dos modalidades de la reciprocidad e, incluso,
dos evoluciones del mundo imaginario que atañen al mismo ser social. Es por ello que la
fiesta tsantsa está en el corazón de la vida de los jíbaro. La reciprocidad de asesinato y la
reciprocidad de dones se encuentran en un equilibrio siempre contradictorio para engendrar
un Tercero superior: la humanidad jíbaro.
Cuando los guerreros se reúnen para preparar un asesinato, el hecho de que cada uno
proclame su visión, su arutam, basta para borrarla irrevocablemente y cuando el jíbaro roba
el alma de su enemigo, no deja de proferir su nombre: el robo de un alma es el robo de su
conciencia de asesinato, pero esta conciencia es también un nombre, una palabra mágica,
una palabra-asesinato. Así la continuidad de los diferentes momentos del mundo
imaginario, ligados entre sí por la sucesión de obligaciones de la reciprocidad, es un
instante roto o por lo menos suspendido por la palabra.
Entre guerreros, las palabras se prolongan por las acciones: se convierten en asesinatos
reales. No pueden disociarse de las acciones que comandan. La conciencia es inseparable
del acto. Los jíbaro viven, en el mundo imaginario, como si todavía no fuese posible a la
conciencia tomar distancia con respecto al acto que le corresponde. La reciprocidad se
manifiesta a partir de datos concretos que encadenan la conciencia a la realidad. Por tanto,
los jíbaro buscan, a través de esta reciprocidad muy concreta, producir el kakarma, es decir,
una potencia de ser que los libere, aunque ésta sea tributaria de dos conciencias antagónicas
atadas a los límites naturales del ciclo de reciprocidad. Así, pues, ya no hay razón para
decir que el kakarma es producido por la confrontación de almas de asesinato, que el
kakarma ordena el crecimiento de las almas de asesinato; desde esta perspectiva, empero,
hay que precisar que está lejos de ser todopoderoso. La emergencia de lo simbólico es una
génesis. Los chamanes son guerreros convertidos en maestros de la palabra-asesinato. Las
palabras arrastran las conciencias en su nave. Las palabras vuelan... como flechas... o como
pájaros, ya que son ideas-asesinato. El vuelo de los pájaros o de las flechas puede significar
la evasión del cuerpo de la palabra, fuera del cuerpo humano. El Tercero aparece, más que
nunca, como más allá, como Otro. Es el lugar y tiempo del mito. Todo el arte chamánico
consiste en repudiar, tanto como sea posible, lo real para hacer advenir lo sobrenatural. Las
palabras flotan entre lo real y lo simbólico. Para el guerrero, la imagen es aquella del
asesinato real; para el chamán, la flecha o la cerbatana envenenada con curare es imagen de
conciencias de asesinato que dan testimonio de la fuerza de Tsuni, el chaman mítico.
La palabra es libre ¡pero todavía no es libre de no matar! Los espíritus servidores (tsentsak)
son una representación del renombre y del poder de asesinato de kakarma. Harner cuenta
que los chamanes pueden combatirse, neutralizarse, relevarse, tal como los guerreros
mismos; que se ordenan entre ellos según una jerarquía dominada por un ancestro mítico,
Tsuni, chamán de chamanes, que vive bajo las tumultuosas aguas del río Marañón, en una
gran morada cuyos muros son anacondas erguidas (68). Ciertos chamanes se hacen tan
poderosos que pueden disponer ante ellos sus flechas mortales como una coraza
infranqueable por una flecha enemiga.
Pueden arriesgarse a liberar así a una víctima de un dardo mortal (69). Harner pretende que
se conoce hasta dicotomías secretas entre chamanes curanderos y chamanes asesinos; estos
últimos encargados por los primeros de prepararles víctimas a salvar… porque algunos
chamanes se harían remunerar, dice Harner, sus servicios de curandero (70).
Esta observación puede significar también el vuelco de la reciprocidad, cuando pasa a ser
de negativa a positiva. La visualización de la vida asesinato mediante los halucinógenos
permite representar una conciencia de asesinato en un objeto, y conduce al don de este
objeto imaginario. La representación del asesinato se concretiza en objetos como el cristal
de roca en el que se puede ver titilar las flechas mágicas (71).
Los jíbaro ¿han encontrado, gracias al don, una manera de acelerar la diálectica de la
venganza y del crecimiento del kakarma? En efecto todo jíbaro puede adquirir espíritus
servidores aliándose con un chamán mediante la reciprocidad de los dones (74).
El don de los poderes mágicos llega a hacer renacer la dialéctica de la venganza. Por tanto,
todo perjuicio, toda herida o muerte accidental puede ser interpretada como proveniente de
un espíritu servidor enemigo, obligando a la víctima a designar un responsable; con lo que
el ciclo de reciprocidad de venganza, real o mágico, está relanzado. El aire jíbaro está lleno
de fuego, lleno de estas flechitas que matan, que llevan los pájaros en sus gritos… y el
mundo está encantado por los espíritus… ¡mortalmente encantado!
19. De lo real a lo simbólico
El kakarma puede ser considerado como el punto de equilibrio del ciclo de reciprocidad, en
el que la conciencia de muerte se invierte en conciencia de asesinato, pero, he aquí que no
es sólo un catalizador que acarrea una sucesión de estados de conciencia opuestos. La
dialéctica de las almas de asesinato no basta para dar cuenta del kakarma jíbaro. Los jíbaro
sostienen que una conciencia sucede a otra; que la conciencia de asesinato se aliena en la
conciencia de muerte y desaparece y que esta alma de asesinato renace; ahora bien, también
aseveran, y ese es un punto importante, que en ciertas circunstancias la borradura de almas
sucesivas se detiene; la dialéctica suspende su curso, los asesinatos cesan y se abre una
época de paz. El kakarma no se reduce a la fuerza del alma que mata o a la del espíritu de
venganza; como dice Harner, el kakarma es potencia de ser que puede comunicarse a todas
las actividades del hombre. Tiene como un espesor y este espesor se acrecienta con la
sucesión de los ciclos de reciprocidad. En la cumbre de su crecimiento el kakarma es
descrito como un goce puro, de una naturaleza diferente a la de la conciencia.
El kakarma es afectividad; ahora bien, la afectividad es la que merece el nombre del ser.
Esta potencia de ser requiere al otro, ora como asesino ora como víctima, en una estructura
de reciprocidad precisa. Esta estructura le confiere un carácter de exterioridad en relación al
individuo. Entonces el Ser es el Otro. En el mito jíbaro, las anacondas erguidas sobre su
cola, que son otras tantas conciencias de vida asesina, forman las paredes de la morada de
Tsuni, el chamán de chamanes; las anacondas son las que contienen el ser jíbaro; son las
guardianas del Otro: el kakaram todopoderoso. Las conciencias de asesinato forman un
círculo cuyo interior es la sede del Otro (75).
En el origen, la vida y la muerte son los polos de la reciprocidad; son los pilares de la
morada primigenia de la humanidad. El ser humano compromete la totalidad de su
existencia en la reciprocidad. En este sentido, las primeras prestaciones humanas pueden
ser llamadas prestaciones totales. Un mito azteca de reciprocidad negativa narra cómo el
primer hombre (eran ocho) se echó al fuego para que se hiciera la luz. Los otros siguieron
su ejemplo para que la luz no se apagara jamás. El Tercero resulta de la relación antagónica
entre la vida y la muerte y de la relativización de todo por su contrario: esta relativización
es, tal vez, el origen del sacrificio: se sacrifica la naturaleza para producir lo sobrenatural.
Si el Tercero se convierte en la finalidad del hombre, si es la revelación de su propia
conciencia, se comprende que el ser humano consienta en consumir todas sus fuerzas para
producirlo.
La muerte no es un castigo, sino una aliada para liberarse de la naturaleza. Las mujeres
jíbaro se suicidan a la menor debilidad de aquellos a quienes aman o tras la menor injuria.
El suicidio de las mujeres es de tal amplitud que equilibra la muerte de los hombres por el
asesinato y la guerra. Nos hemos preguntado si, entre las mujeres, existiría una dialéctica de
venganza y asesinato, ya que ellas pueden, como dice Harner, servir a los invitados de su
marido una tutuma de chicha envenenada. Pareciera, pues, que ellas fueran el brazo del
hombre (76), el brazo de la traición y que ellas golpearan a los enemigos del hombre. Así y
todo, el suicidio de las mujeres es una amenaza constante. Pero su motivo, quizá, no sea la
venganza, sino más bien la salvaguarda del ser mítico que habita en ellas. La vida y la
muerte no tienen sentido sino para servir como joyero a la potencia ética, a los valores
afectivos de las relaciones humanas.
Se podría decir que los jíbaro aman la muerte porque ella es la matriz de lo sobrenatural, de
la verdadera vida.
1. La invitación y la fiesta
Los guerreros jíbaro practican la reciprocidad positiva en las tsantsa. Los chamanes, sin
embargo, la ponen al servicio de la reciprocidad negativa. Ahora bien, cada vez que las
condiciones lo permiten, la reciprocidad positiva existe sin deberle nada a la reciprocidad
negativa. La vida de los jíbaro oscila entre el asesinato y el don. Pero cuando la
reciprocidad positiva puede desarrollarse, lo hace sin equívoco alguno. « En los jíbaro,
nadie sabría rechazar un don que fue demandado sin perder la cara »(7.
Para beneficiarse de un tiempo de paz, hay que dominar al Espíritu de venganza y disponer
de un muisak. Sólo los kakaram pueden pretender tener numerosos aliados y merecer varias
mujeres para cultivar grandes huertos, a los cuales pueden aumentar mujeres raptadas en las
comunidades enemigas (79). En definitiva, toda forma de reciprocidad positiva está muy
intricada con la reciprocidad negativa. Hay que haber conquistado la paz para abrir grandes
y bellos huertos, preparar mucha chicha y dar grandes fiestas...
« Las fiestas, centradas en la chicha de yuca y la danza (hansemata), constituyen la forma esencial
de relación social con los vecinos. Ordinariamente, ellas tienen lugar cuando un hombre ha
trabajado varios días abatiendo árboles para agrandar su huerto y desea invitar algunos vecinos a
pasar con él una noche de goces. Ordena a sus mujeres fabricar una gran cantidad de chicha,
caza mucho, hasta traer a la casa una cantidad suficiente de carnes » (80).
« Dos hombres deciden establecer una relación de “amistad”, después de una serie de visitas de
cortesía en el curso de las cuales intercambian regalos. Cuando conviene formar una asociación
comercial en buena y debida forma, cada uno pasa dos meses acumulando objetos raros en la
vecindad de su asociado. Luego, uno visita al otro: se extiende una tela en el suelo de tierra
aplanada y cada cual pone en ella un montón de regalos. Cada quien se arrodilla entonces cerca
de su montón frente al otro y dice: “toma todo eso”; luego, se abrazan; sus esposas cumplen el
mismo tipo de ceremonia; luego se abrazan los cuatro » (81).
Del mismo modo que Lévi-Strauss, cuando comenta el encuentro de dos bandas
nambikwara, Hamer vacila: la emoción de reconocerse mutuamente como aliados ¿se
impone sobre la del interés que puede suscitarse ante las relaciones de intercambio?. A
pesar de que el rito jíbaro subraya ostensiblemente la importancia de la amistad, Harner
postula, como Lévi-Strauss, la primacía de la razón comercial. Pero ¿no es acaso la amistad
la razón de esta reciprocidad?. Nada permite a los donantes medirse entre ellos. La
reciprocidad de los amigri se distingue incluso de la reciprocidad positiva, en que no hay
lugar para comparaciones entre asociados, para establecer un rango social en el orden del
prestigio. En cualquier caso, un amigri se esfuerza siempre en dar a su asociado lo más
posible. Hay don de todo, justamente, para que la amistad, en la cual el don se
metamorfosea, sea lo más intensa posible.
« Cuando el anfitrión del primer encuentro visita a su compañero, éste es recibido suntuosamente.
De hecho, los asociados que negocian tratan de superarse, el uno al otro, con larguezas » ( 82).
3. La fuerza de lo contradictorio
« El sistema de negociación indígena reposa sobre la asociación de dos personas que viven,
habitualmente, a uno o dos días de camino el uno del otro y se visitan alrededor de una vez cada
tres meses » (83).
Esta observación testimonia de una fuerza irreprimible que mantiene, en el espacio, una
distancia precisa entre los dos asociados (uno o dos días de camino) así como en el tiempo
(una vez cada tres meses). Vemos, pues, en esta doble distancia un elemento estructural de
la misma reciprocidad.
¿Cuál es, pues, esta obligación que, en el seno de la reciprocidad más completa, se opone
con tanta fuerza a la atracción de la unión, a la fusión amistosa y que asegura, en el tiempo
y en el espacio, la autonomía, la diferencia de cada uno respecto del otro?. Esta obligación
parece responder a la necesidad de establecer un equilibrio contradictorio. Las relaciones
humanas cobran sentido a partir del equilibrio contradictorio: de la diferencia con la
identidad, de la hostilidad con la amistad, de la repulsión con la atracción, de lo
heterogéneo con lo homogéneo.
« Esos asociados que negocian tienen obligaciones mutuas que sobrepasan las de los hermanos...
de hecho, no es raro ver a hermanos o incluso padres e hijos convertirse en “amigri” para
institucionalizar sus sentimientos de mutua obligación » (85).
El júbilo de los seres humanos al encontrase con los orígenes, como aquella que describe
Lévi-Strauss entre los nambikwara o la que describe Harner en el arrodillarse y abrazarse
de los amigri jíbaro, no tiene que ver solamente con el placer de recibir regalos, sino con
una alegría espiritual. Este júbilo es, en primer lugar, una alegría del espíritu que encuentra
en el otro un rostro, como diría Lévinas. Y, por relación a esta humanidad, es que las cosas
adquieren sentido; en primer lugar, la paz y la guerra. Ellas dejan, en efecto, de responder a
necesidades biológicas, a las cuales estaban ligadas, para responder a otra realidad: de
ahora en adelante ellas participan en el advenimiento de un ser superior que podemos
llamar la humanidad o lo humano sin más. Este cambio de registro es capital. La guerra y la
venganza ya no están dirigidas hacia reacciones fisiológicas, sino al goce del kakarma. Ese
cambio signa la primacía de las leyes de naturaleza humana sobre aquellas de naturaleza
física y biológica.
4. La individuación en la reciprocidad simétrica y positiva
---------------------->
A.......... T.............. B
<--------------------
reciprocidad bilateral
B--------------> A---------------> C
........................T
reciprocidad ternaria
(T= kakarma)
El jíbaro que ofrece sus bienes, en una relación de reciprocidad de tipo amigri, no
contabiliza; no somete las cosas a la estimación de su interés o de otro, sino que lo
comparte todo. Todo lo que pertenece a uno es, en efecto, inmediatamente compartido con
el otro hasta que cada uno tenga de todo de forma similar al otro. El todo contra el todo
puede igualar el oro y el fierro, la yuca y el maíz; en el límite: el todo y la nada. ¡Qué
importa!. Ya que al final de la transacción de reciprocidad, la igualdad entre las personas
será completa; cada uno disponiendo de la mitad de todo. Sin embargo, si el número de
asociados fuese superior a dos, el compartir exigirá la medida.
Cada amigri se une con dos o más asociados como para constituir cadenas de reciprocidad
o redes de reciprocidad que trazan rutas de amistad de una frontera étnica a la otra (88). Las
díadas están articuladas entre ellas como las piezas de un juego de dominó. Esas rutas de
amistad permiten la circulación de las riquezas necesarias a las ofrendas de reciprocidad; lo
que las transforma en rutas comerciales.
« Aquel que visita a otro trae, si viene del oeste (es decir, de la frontera jíbaro-blanca) machetes,
hachas de acero y fusiles. Si viene del este, transporta lo esencial de los bienes achuara » (89).
Los diferentes valores están ordenados, los unos respecto de los otros, según una jerarquía
que refleja prioridades objetivas como aquella del machete o del fusil sobre la yuca o la
caza. Esta jerarquía no debe nada a las leyes de la oferta y la demanda o a las disparidades
de poder engendradas por la propiedad. Por otra parte, ciertamente, no es lo mismo ser
agricultor, guerrero o médico, pero el rango de estos estatutos está fundado sobre una
jerarquía ética en vez de estarlo sobre la fuerza o la violencia. Cada amigri tiene en cuenta
esta jerarquía cuando redistribuye sus riquezas entre sus diferentes asociados. La calidad
del don mide el prestigio de cada uno. Una carabina, por ejemplo, es más apreciada que
ningún otro presente. Se establece así un paralelismo entre el prestigio y la utilidad del don
que permite fijar equivalencias.
Así, pues, Harner ha precisado lo que nos parece ser el fundamento de la economía de
reciprocidad. Sin embargo, nos parece necesario subrayar que no se trata de una forma
particular de la economía de intercambio y competencia, de un tipo de trueque al cual
estarían sometidos el prestigio y la amistad, sino de una economía del todo diferente,
profundamente original y racional. La razón motriz de la producción y circulación de las
cosas es el valor espiritual que produce la relación de reciprocidad.
6. El rol de la demanda
En los jíbaro, los territorios de reciprocidad positiva y negativa están entremezclados, pero
articulados el uno con el otro gracias a las relaciones de los amigri y de los no-amigri.
« Las relaciones entre uno de esos negociantes y sus vecinos que, oficialmente, no hacen parte de
los amigri, es uno de los aspectos clave del sistema » (93).
Los amigri no pueden rechazar lo que les pide su entorno. La demanda no está aquí
combinada con un pago; ella es simplemente el camino del don, la indicación de su
utilidad. Los jíbaro parecen rebeldes a la idea de establecer el rango de cada uno por la
sobrepuja del don. El don no es don si no está al servicio del otro: el don está relativizado
por la demanda. Llamamos a esta forma de reciprocidad, controlada por el cuidado de la
demanda del otro, reciprocidad “simétrica”.
Los jíbaro dicen que si no aceptasen dar lo que se les pide o incluso redistribuir y compartir
por su propia iniciativa todo excedente que las condiciones favorables les permitieron
adquirir, sus prójimos tendrían el deber de incendiar su casa, si no de matarlos. Parece que
esas represalias buscan, más bien, instaurar otra forma de reciprocidad: la reciprocidad
negativa, que obtener una reparación material. La demanda puede ser considerada como
una articulación de la reciprocidad positiva con la reciprocidad negativa. Los jíbaro oscilan
entre la reciprocidad de dones y la reciprocidad de venganza. Lo que les importa, sin
embargo, no es tanto la ventaja material, cuanto el lazo espiritual que se establece en
ocasión de los dones o, si no, por la reciprocidad de venganza.
La articulación de los amigri con los no-amigri se prolonga con la de los no amigri hacia
los chamanes (94). Los valores de uso pasan así de una red de amigri a una red de
chamanes, en la que estos valores son agotados según las mismas modalidades que entre los
amigri: las de la reciprocidad en dominó. Pero aquí la reciprocidad puede ser desigual,
porque ya existe una jerarquía (95). Los chamanes reciben de los no chamanes, incluso si
no piden nada. No podrían, por otra parte, pedir sin dañar su renombre, pero los no
chamanes, para merecer su propio renombre, no pueden no dar lo que los chamanes desean
(96). Sus dones son recibidos como homenajes. Los chamanes reciben así la ayuda
necesaria para abrir grandes claros en la selva e, incluso, proposiciones de alianzas
matrimoniales...(97). El honor, y no el interés, es siempre el motor de la circulación de los
valores de uso; incluso si, en secreto, los chamanes confiesan cuánto aprecian un fusil o un
machete. El principio de equivalencias interviene esta vez entre valores de uso, por una
parte y espíritus servidores (tsentsak) por la otra.
Harner dice que, hoy, los chamanes procuran sus poderes mágicos en el extranjero
ahorrándose así muchos asesinatos. Los jíbaro encontraron, por así decir, su Tercer Mundo
que les permite apropiarse de espíritus servidores a buen precio. Para los Untsuri suarä, son
los indios Canelos, en contacto con los misioneros, los que les proveen de fuerzas mágicas
particularmente temibles101.
8. Nunui
Si los hombres tienen su estatuto definido por la reciprocidad negativa, parece que las
mujeres serían las responsables de la reciprocidad positiva. Ellas son, en efecto, las
guardianas del huerto; cultivan la yuca de la que preparan chicha, la principal ofrenda que
dinamiza constantemente todas las relaciones de alianza y de amistad. En la reciprocidad
positiva los primeros dones son víveres. La yuca es la primera imagen de la amistad.
Enseguida, la imagen se libera del uso y se refiere a la fuerza espiritual.
Las plantas de yuca son entonces reemplazadas por piedras rojas, símbolos de fecundidad,
que son escondidas en las huertas. La realidad viviente de la yuca, la vida biológica, es
abandonada. La imagen no puede referirse, desde ahora, sino a la potencia de ser, al sueño,
dice Harner (103), a lo sobrenatural, a la vida imaginaria. El color rojo (el interior de la
yuca es blanco) recuerda por otra parte la sangre, ya que la sangre es la manifestación de la
wekas wakanï: el alma de la vida. Pero he aquí que esas piedras son las hijas de Nunui, el
hada mítica de las huertas, la que hace crecer la yuca. Así, pues, la imagen ha adquirido un
valor simbólico. La transferencia de la imagen, de lo natural a lo sobrenatural, se opera de
la misma forma para las mujeres que para los guerreros: por el sueño y el recurso a los
alucinógenos:
« La dueña del huerto, aparte de suministrar un sitio para danzar y testimoniar su respeto por los
cantos, le da a la mujer sus “chicos” para animarla a quedarse en el huerto. Se trata de tres piedras
rojas, que se les aparecen a las mujeres en el curso de sus sueños o de visiones causadas por los
alucinógenos y que ellas llaman los “chicos” de Nunui. Esas piedras, que son astillas de jaspe
sanguíneo, son conocidas con el nombre de piedras de Nunui o “piedras de yuca”. Se supone que
se las puede encontrar gracias a los sueños en que Nunui aparece y les dice: “Escondo una piedra
en tal o cual sitio” (...) Cada sueño permite encontrar una sola piedra y esas piedras son
celosamente atesoradas » (104).
Cada sueño permite encontrar una sola piedra... del mismo modo como el guerrero sólo
puede capturar un alma de asesinato en cada mortificación. Pero he aquí que las mujeres
acumulan preciosamente las piedras rojas que dan testimonio de sus visiones. ¿No se
encuentra aquí la idea de una acumulación de potencia de ser, ya que esas piedras rojas,
símbolos de las “chicos” de Nunui, descritas también como tubérculos de yuca, llaman a la
fuerza de Nunui, del mismo modo como los espíritus servidores de los chamanes llaman a
la fuerza de Tsuni?
¿Se puede acaso establecer una comparación más precisa entre los sueños de los hombres y
los de las mujeres? ¿Se podría encontrar la conjunción de contradicción entre lo real y lo
imaginario que hemos encontrado en el ciclo de los guerreros jíbaro? La visión de bebés de
yuca, que es una visión de víveres, ¿no irá unida, en lo real, a una privación de los
mismos?.
« Antiguamente no había yuca ni otras sementeras. La gente se contentaba con hojas de unusi
(una especie de Araceae). En esa época, mucha gente moría de hambre. Como la gente sufría con
la hambruna, un buen día se dijo: “Vayamos al arroyo a atrapar cangrejos”. A medida que los
atrapaban, avanzaban a lo largo del curso del arroyo y acabaron por encontrar una mujer que
lavaba camotes, taro, yuca y maní. Esa mujer era Nunui » (105).
Hojas de arum y pequeños cangrejos planos, que escapan de las crecidas deslizándose entre
las rocas, no son sino una ilusión para engañar su hambre (106). El arroyo parece más bien
un camino entre el hambre y la visión de la opulencia: camotes, yuca, taro y maní. Vivir, se
reduce aquí a la función biológica inmediata de alimentarse. El hambre tiene por
correspondencia, en el imaginario, la alimentación. Los jíbaro afirman la irreductibilidad de
esta conjunción diciendo que el alma de vida, la nekas wakanï, liberada del cuerpo humano
por la muerte, siempre tiene hambre (107). En el cuadro de nociones jíbaro-occidentales,
habíamos dejado dos casillas vacías, a la altura de las representaciones elementales de la
reciprocidad positiva. Una de ellas puede ser llenada ahora: el hambre, en el mundo real, va
unido a una visión de víveres, en el mundo imaginario. Y se puede presumir que la saciedad
acarrea la borradura de esta visión, del mismo modo como la conciencia de muerte unida al
asesinato real, acarrea la borradura del alma de asesinato.
Otro mito nos muestra el pasaje de la imagen, de lo real a lo simbólico; mito fundador de la
reciprocidad positiva por la invitación y la fiesta. Ya hemos comentado en otro estudio
(108) un mito similar, en el cual el arte de la cerámica es la imagen del génesis dicho por
las mujeres. Los jíbaro añaden:
« En los viejos tiempos, había dos huérfanos, un chico y una chica, que rompieron una vasija. La
mujer dueña de la vasija les pegó y ellos se escaparon llorando hacia la selva. Después de un
tiempo, encontraron una pista o, al menos, algo que se le parecía. Sobre la pista, encontraron a
Nunui que cavaba para encontrar arcilla. Ella les dijo: “Soy Nunui y yo le doy su alimento a la
gente. Les voy a enseñar una canción. Cántenla, ya que son huérfanos, y fabriquen vasijas. Tomen
esta arcilla y cuando estén de regreso en casa, hagan vasijas”. Los niños la obedecieron y se
encontraron capaces de hacer todo tipo de vasijas que no se rompían cuando las cocían. Antes
hubieron muchas vasijas, cierto, pero siempre se rompían con el fuego » (109).
La cerámica, de la que disponen los niños, sólo tiene un valor de uso. Además, se les
rompe. La dueña de la cerámica los echa. Como en el mito precedente, descubren una pista,
apenas perceptible. La conjunción con Nunui es una conjunción casi secreta. Ahora bien, el
mito enseña otra cosa: la verdad de Nunui: “Yo soy Nunui”. Nunui no es la arcilla
escondida. Nunui está más allá de esta correspondencia material. Ella es un canto, una
palabra femenina. “Le doy su alimento a la gente. Les voy a enseñar una canción”. Ese
canto es un himno de la vida espiritual que va a dar a sus niños huérfanos (huérfanos de la
naturaleza, ¡pero pareja humana! “dos huérfanos: un niño y una niña”), una fecundidad
superior a la de los otros: el espíritu del don.
« Los niños obedecieron y se vieron capaces de hacer todo tipo de vasijas que no se rompían
cuando las cocían. Ya de mayores, su casa fue abundantemente decorada con vasijas; tuvieron
excelentes huertos y mucha gente les encargaba vasijas. Los cultivos de los huérfanos
prosperaron, sus gallinas y chanchos se multiplicaron más que los de todos los demás y enseñaron
a los otros la canción que se utiliza aún hoy para impedir que las vasijas se quiebren en la
cocción » (110).
La vasija material, que se rompe porque es de arcilla natural, se convierte en una vasija que
jamás se rompe; no porque Nunui les haya enseñado un modo de cocción excepcional, sino
porque regaló a los huérfanos un canto de alma, un himno espiritual. La vasija, de ahora en
adelante, será un cáliz de ese canto (111). Está llena del espíritu del don. El don, del
espíritu del don, es la verdadera maternidad: “y enseñaron a otros la canción...”
Dicho esto ¿podemos, ahora, entrar en la comprensión de ese mito jíbaro?
« En este lugar había muchas Nunui. La gente les pedía de comer, porque no tenían ni alimentos
ni fuego. Una de las Nunui tenía una hija muy gorda. Ella les dijo: “Tomen esta niña, es de yuca”.
Pero añadió: “No hay que pegar a mi niña, sino todo desaparecerá. Y, sobre todo, no la dejen sola
en casa; llévenla siempre consigo » (112).
Nunui habla en singular, si bien hay varias Nunui en ese lugar. La palabra, en efecto, es la
actualización de un Tercero que, de todas maneras, no podría autoproferirse. La
reciprocidad, por tanto, es una condición del Yo. Para Nunui, representante, en el mundo
imaginario, del ser que brota de la reciprocidad de dones, no hay palabra, a no ser con la
condición de que el diálogo la pueda alimentar. De igual modo, las mujeres dicen que sólo
hay una Nunui en la huerta, pero también que las Nunui vienen a bailar en la noche a su
huerta si los sitios de danza son bien mantenidos (113). Una Nunui es el Tercero que habla
en ellas en singular. Ya es su ser propio:
El mito reproduce, en el orden de la palabra, las condiciones originales del ser humano
entendido como ser hablante. De ahora en adelante, ya no serán las visiones de hambre y
saciedad las que originen una potencia de ser, sino que será esta potencia de ser la que tome
la palabra y dé sentido al trabajo humano. Lo que está en juego es la fundación del sujeto
de la palabra, la fundación de cada mujer como fuente, como verbo, al decir de Leenhardt,
ya no como mera procreadora de vida biológica, sino como madre de humanidad. La
maternidad es esta imagen en la que no se puede disociar el trabajo de la matriz, del trabajo
del recién nacido. El mundo simbólico se desprende del mundo imaginario, pero, al mismo
tiempo, sigue siendo alimentado por él. El mito se desarrolla como génesis de la palabra. Y
uno no se sorprenderá de escuchar el eco de otros mitos fundadores.
« La gente llevó a su casa a la niña que se llamaba Ciki. La madre de familia le dijo: “Haz que la
yuca crezca aquí”. E inmediatamente hubo un montón de yuca en la casa. “Que surja una huerta”
Y, de golpe, apareció una huerta con toda clase de plantas comestibles. Luego dijo: “Y, ahora,
quiero una gran jarra para hacer chivé”. Y, súbitamente, hubo una gran jarra para hacer chicha.
Después añadió: “Quiero que dos de estas jarras estén llenas de chicha” Y al instante dos jarras se
encontraron llenas de chivé » (115).
La huerta jíbaro es como el jardín del Edén marcado por una prohibición. Esta interdicción
concierne a Ciki: “No os separareis de Ciki” y el mito precisa en qué consistiría lo peor: en
“pegarla”. Pegarla ¿nos reenvía acaso a la reciprocidad negativa?
« Esa gente llevaba a la pequeña a todas partes, como Nunui les dijo que lo hicieran. A medida
que la pequeña crecía, también crecían los niños de esa gente. Entonces, un día, la mujer fue a
trabajar en la huerta y dejó que sus niños se ocupasen de la pequeña. Uno de ellos le dijo a la
pequeña: “quisiéramos ver serpientes y boas”. E inmediatamente llegaron numerosas serpientes y
boas; luego se fueron. Después, uno de los niños dijo: “ahora quiero un demonio (iwanci)”.
Enseguida vinieron muchos demonios. Entonces otro de los niños le dijo a la pequeña: “¿por qué
hiciste venir serpientes y demonios?”. Y le arrojó cenizas a los ojos. La pequeña se puso a llorar.
Luego el otro niño le dijo: “ahora quiero un mono disecado con su cabeza”. Numerosos monos y
otros animales aparecieron, pero sin cabeza. Como ninguno de los animales tenía cabeza, el niño
se puso a pegar a la niña, mientras que el otro siguió echándole ceniza a los ojos » (116).
En la selva, las serpientes son el peor enemigo del hombre y la boa constrictor no es otra
que la anaconda: la encarnación de Tsuni. Los iwanci son demonios salidos de los espíritus
de venganza, los muisak. La última figura nos parece que es la de los mismos muisak, ya
que el niño insiste en el cuerpo disecado de un mono con su cabeza. Quiere, pues, hacerse
de esta cabeza117.
El niño pretende ver un iwanci como si quisiera obtener su primera alma arutam; luego,
quiere hacerse del Espíritu de venganza, es decir, de un muisak. Estas figuras parecen, pues,
una evocación de la reciprocidad negativa.
« Había muchos bambúes guada cerca de la casa; de pronto, como si hiciera mucho viento,
empiezan a simbrearse hasta rozar la casa. Finalmente, caen aplastados sobre la casa; la
pequeña agarró un bambú. Entre tanto, la yuca de la huerta desapareció bajo tierra y las mujeres
regresaron apuradas. En ese momento, la pequeña se había instalado en el interior de un bambú
como si se hubiese sentado sobre un taburete. Las mujeres preguntaron qué había pasado y los
niños se lo contaron. Entonces una mujer cogió un machete y se puso a golpear los bambúes para
encontrar a la pequeña. Al fin la vio y le dijo que trajera mucha yuca. Pero la pequeña sólo dijo
“Ciki”.E hizo crecer ciki (una planta maestra vomitiva). Nunui dijo: “Les había dicho que no peguen
a la niña. Ahora que la han pegado, tendrán que sufrir mucho”. Entonces toda la huerta y los
senderos desaparecieron bajo tierra. Es por esta razón que hoy ponemos piedras en la huerta;
porque esas piedras rojas se aparecen en sueños a las mujeres como pequeños niños; de este
modo, le damos niños a Nunui »(118).
Cada vez que la mujer primitiva pedía algo a Ciki, su deseo quedaba inundado por la
sobreabundancia de bienes. En vez de una yuca, toda una casa llena de yuca; en lugar de
carne, carne ya ahumada; en vez de una huerta, una huerta llena de todas las especies de
plantas deseables, pero esta abundancia encerraba la alegría de la palabra en el goce
material. El objeto imaginario, que debe servir de relevo al deseo, lo ahoga por su
generosidad. La afirmación del Tercero, en la bendición del don, confunde la felicidad
sobrenatural con el placer de la vida natural. La huerta es el encierro de la vida del espíritu
en el mundo imaginario del don. Los niños invitan la reciprocidad negativa como para
relativizar la vida, no para reemplazarla. En el juego, la reciprocidad negativa no se hace
real, sólo amenazante. ¿Qué significa la relativización de la reciprocidad positiva por la
reciprocidad negativa?. La serpiente es la mordedura de la muerte, la muerte amiga, amiga
no del animal humano, sino del ser humano. La anaconda libera a la mujer de la huerta
donde el ser está encadenado al goce del don. En la danza de las fiestas tsantsa, la mujer se
agarra de la cintura del hombre. Se dice que el espíritu de venganza, que habita en él, se
trasvasa hacia ella, ¡pero ahí también encuentra el espíritu del don!
« Como el alma arutam, el muisak emite cierta potencia, pero esta potencia, se dice, es
transmisible directamente a otra gente. El hombre que ha tomado la cabeza tiene el tsantsa, como
en el aire, en el curso de la danza ritual, mientras que se le apegan los dos parientes a los que
trata de aventajar, generalmente su mujer y su hermana. De esta forma, el poder muisak es
transmitido a las mujeres por el “filtro” del cazador de cabezas; lo que, se dice, les permite trabajar
más duro y tener más éxito en las cosechas y en la crianza de animales domésticos; dos ámbitos
de responsabilidad esencialmente femeninos en la sociedad jíbaro » (123).
La danza permite el pasaje, de la potencia de ser, de un individuo a otro, así como entre los
guerreros y entre estos y las mujeres, en las que se convierte en potencia de vida, en
fecundidad, en habilidad en el trabajo de la huerta. La potencia de ser es la misma potencia,
tanto para el guerrero como para la mujer. La danza de los guerreros es también la de las
mujeres, pero la de las mujeres es, asimismo, la de Nunui, ya que Nunui exige que se carpa
las plantíos de yuca para que ella pueda danzar alrededor de ellas y hacerlas crecer. Tanto
el imaginario del don, como el de la venganza, son cómplices en el provecho de lo que
emana de la estructura de reciprocidad propiamente dicha. La danza es una manifestación
de la energía espiritual; el canto y la danza son manifestaciones de lo sobrenatural; son las
primeras invenciones del ser. Es más: el canto incluso es creador; es un himno de
humanidad.
Conclusión
Las almas, joven y vieja de asesinato, representan las dos conciencias antagónicas de la
vida-por-asesinato y de la muerte-por-asesinato. Cada una está unida a un acto real, que es
su contrario; para la conciencia de vida: el sufrimiento de la muerte y, para la conciencia de
muerte: el acto del asesinato. De la contradicción de los dos movimientos inversos: del
alma de asesinato que desaparece y del alma de asesinato que aparece, nace un sentimiento
de sí mismo: el sentimiento de su ser. Ahora bien, entre esos dos movimientos se encuentra
un espacio contradictorio (teorizado por Lupasco) ocupado por un sentimiento puro: un
sentimiento de absoluto, de eternidad, de energía espiritual, que los jíbaro llaman kakarma.
El ser jíbaro, pues, es el ser-para-la-reciprocidad-de-venganza.
Así, pues, lo que quiere el jíbaro, no es la muerte, ni siquiera la venganza; es una relación
de reciprocidad, una reciprocidad de asesinato que le asegure su kakarma. Incluso las
sociedades más simples no se reducen a la mera vida biológica. Si no pueden modificar los
peores apremios: los del rapto, el pillaje, el asesinato, los utilizan para la generación del ser,
incorporándolos a la reciprocidad. El ser humano está dispuesto a sacrificarlo todo, con tal
de ser. Aunque tenga que pagar el ser con la muerte, aceptará el precio.
Se puede sugerir una correspondencia entre los dos sistemas de reciprocidad: el positivo y
el negativo. Del mismo modo, como el ciclo de reciprocidad positiva se descompone en tres
obligaciones: dar, recibir y devolver, así también el ciclo de reciprocidad negativa se
desglosa en tres obligaciones: morir, vengarse y volver a morir. Hay, pues, obligación de
recibir, en el ciclo del don, y obligación de matar, en el ciclo de venganza. En un caso, el
asesino pierde su alma, en el otro caso el donatario pierde la cara. Del mismo modo como
el asesinato exige la venganza del otro, así también el donatario exige que el donante reciba
a su vez. Igual que en el ciclo del don, las tres obligaciones están ligadas entre sí, ya que
son las manifestaciones de la reciprocidad positiva, matriz del mana; del mismo modo las
tres obligaciones de la dialéctica de la venganza no hacen sino una, ya que son las
manifestaciones de la reciprocidad negativa, matriz del kakarma. Mana y kakarma son, en
el corazón de toda conciencia de conciencia, la potencia del ser.
Tantas veces como se reproduzcan los ciclos de la reciprocidad positiva y negativa, tantas
veces más se redoblará su valor. En ambos casos, la reproducción del ciclo es la que
aumenta el ser social y no la importancia de la redistribución o de la muerte. En los dos
casos, el valor se representa en objetos y conduce a una moneda de renombre.
El chamán se distingue, del jefe o del guerrero, en que se refiere al poder de la palabra antes
que al poder del acto. Por el poder reconocido a la palabra, puede interpretar tanto los
acontecimientos de la naturaleza como los acontecimientos humanos.
¿Donante-donatario?
¿Moribundo-asesino?
Los dos sistemas de reciprocidad, con mundos imaginarios diferentes, permiten al ser
humano acceder al sentido y a la libertad del ser. De todas formas, no es la misma persona
la que está al inicio del ciclo y la que, en la reciprocidad negativa, recibe el alma de
venganza, ya que el activo es el asesino y su víctima la que recibe un alma de asesinato,
mientras que, en el ciclo de los dones, el donante es el activo y el que, al mismo tiempo, se
llena de prestigio. Así, pues, la reciprocidad negativa tiene este privilegio: permite la
distinción entre el Tercero de la relación de reciprocidad y su representación en el mundo
imaginario.
El Tercero habla, pero sus palabras son asesinatos eficientes ya que deben relanzar la
dialéctica guerrera: es a condición de convertirse en poderosos kakaram que los jíbaro se
hacen chamanes. El Tercero habla, pero ordena a las mujeres carpir los plantíos de yuca
para ofrecer bellos claros de danza a Nunui, ya que es a condición de tener mucha yuca y
distribuir mucha chicha que las mujeres se convierten en mujeres de Nunui. De todos
modos, los chamanes reciben su poder de lo sobrenatural: del Mito: de Tsuni. Las mujeres,
asimismo, reciben su poder de Nunui. El Tercero es Tsuni, el chamán mítico que disemina
la potencia de asesinato, dotando a los chamanes de espíritus servidores. El Tercero es
también Nunui, que manifiesta su fecundidad por el sueño de las piedras rojas.
Los chamanes sucedieron a los guerreros de un modo bien visible, pero he aquí que la
amenaza acecha siempre y se la debe afrontar: felizmente, la reciprocidad total de los muri-
muri es un salvoconducto eficaz en territorio enemigo .
« Pronto llegamos a la altura de dos roquedales negros de formas bien definidas: una, oculta a
medias por la vegetación, la otra en pleno mar, en el extremo de la estrecha lengua de arena que
las separa. Son Atua´a´ ine y Aturamo´a, dos hombres petrificados, según la tradición mítica (...).
Después de haber dejado Sarubwoyna y contorneado los promontorios de los dos peñones,
llegamos delante de la isla de Sanaroa, una vasta planicie de coral que se extiende ante la vista,
con una cadena de volcanes en el lado occidental (...). Al norte de Sanaroa, en una de las calas
expuestas a las mareas, se encuentra una piedra llamada Sinatemubadiye´i que en otro tiempo fue
una mujer, la hermana de Atu´a´ ine y de Aturamo´a, que llegó aquí con sus hermanos y fue
petrificada antes de la primera etapa del viaje. Ahora, no importa de donde vengan las canoas de
las expediciones kula, todas se detienen para ofrecerle ofrendas » (125).
Sinatemubadiye’i decidió instalarse en una isla y los dos hermanos fueron a buscar
alimentos. Aturamo’a miró hacia la jungla, Atu’a’ine hacia el mar. La jungla que no
permitía ni riqueza ni don, el mar que proveía de todos los víveres; de hecho, son dos tipos
de islas. Por un lado, las islas volcánicas, con montañas escarpadas, de acantilados
abruptos, de muy difícil acceso a la navegación. Por otro lado, las islas coralinas, planas, en
las que la agricultura podía prosperar y la pesca era más fácil. El mito dice que Aturamo’a
fue atraído por el asesinato, la venganza, el canibalismo, mientras que su hermano fue
“bueno” y prefirió merecer el reconocimiento del otro por el don, la invitación y la fiesta.
Así, pues, la reciprocidad positiva y la reciprocidad negativa parecen haber surgido como
alternativas. Pero, he aquí que los ritos celebran con insistencia el triunfo de la reciprocidad
positiva sobre la reciprocidad negativa.
« Es una regla aceptada que los trobriandeses sean acogidos con demostraciones de hostilidad y
de furor y que se los trate como a intrusos. Pero esta actitud cambia del todo una vez que los
recién llegados han escupido ritualmente sobre la aldea. He aquí algunos dichos de los indígenas
muy típicos a este respecto: “el hombre Dobu no es bueno, como nosotros; es feroz, es un
comedor de hombres. Cuando venimos a Dobu, le tenemos miedo, puede matarnos. Pero,
entonces, yo escupo la raíz de jengibre encantada y su ánimo y predisposición hacia nosotros
cambian: ponen sus azagayas y nos reciben bien » (126).
Las dos formas de reciprocidad pueden coexistir así, cada una en su dominio propio, lo que
explica la asociación muy común de jefes políticos y de hechiceros tiradores de suertes
maléficas, ya que todo es bueno para hacer que surja el ser. Más vale que las relaciones
hostiles sean integradas a la reciprocidad y que sean humanizadas, antes que abandonadas a
la naturaleza y de esta forma autorizadas a empujar al hombre hacia la animalidad.
En fin, la guerra puede nacer, paradójicamente, del don. Cuando el donante es demasiado
generoso y somete sin apelación a su asociado, no le deja otra solución que la de ponerse
del lado de la reciprocidad negativa para no perder todo acceso al honor. La magia negra no
es sólo patrimonio de las sociedades de reciprocidad negativa; quizá ella es un recurso en
las sociedades de reciprocidad positiva. Esta alternativa permite aclarar el hecho de que el
hechicero sea lo contrario del jefe, su otra cara, y que, como él, también tenga
competencias. Su coexistencia puede explicar el trastorno de orientación de la sociedad
entera, sin que ésta sea desorganizada o destruida.
Este trastorno puede ilustrarse con la transformación de los trobriandeses de la isla Dobu de
donde antes “se lanzaban audaces y feroces expediciones caníbales y de cazadores de
cabezas, para gran terror de las tribus vecinas”(127). Esos trobriandeses, pues, de gran
renombre en la reciprocidad negativa, pudieron trastocar el orden de sus valores y
convertirse, de golpe, en “uno de los eslabones principales de la kula, (la reciprocidad
positiva)”(128).
Los guerreros se convierten en redistribuidores, y agricultores pacíficos en guerreros
temibles que ya no tienen que pasar largos períodos de aprendizaje de un nuevo código de
valor; este cambio se debe a que obedecen a una misma pasión: ser. Y el ser es la razón de
una sola y misma estructura de reciprocidad, ya se exprese ésta por la muerte o por la vida.
La historia reciente de los jíbaro y de la fundación del primer consejo interétnico, el gran
Consejo Aguaruna-Huambisa, que expresa la alianza de todas las comunidades Aguaruna y
Huambisa del Perú, antes enemigas, ilustra, a su vez, esta evolución histórica. Antes, los
jíbaro ahuecaban troncos de árbol para fabricar largos tambores que disponían cerca del río
para que lleven lejos el ruido sordo que anunciaba el ataque de un enemigo. Los jíbaro
siguen ahuecando troncos de árboles, pero, hoy, el mismo golpe de tambor anuncia la
llegada de los amigos...
En la antigua Grecia, se recibía al extranjero con regalos, fiestas, juegos (1), incluso a
desconocidos como Ulises que naufragó en las costas de Feasia. Su anfitrión, Alsinoo,
levanta un impuesto para financiar los parabienes de la hospitalidad con que lo colma. Con
todo, desde la más remota antigüedad otros comercios incrementaban la circulación de
regalos. Según Karl Polanyi, ya en los tiempos de la Babilonia de Hammurabi, mucho antes
del mercado creador de precios por la oferta y la demanda (market), el comercio a larga
distancia, que hacía la reputación de asirios y fenicios, era un sistema de relaciones de
intercambio sin mercado, de tasas fijas (trade) (2), integrado en definitiva al sistema de
reciprocidad. Polanyi define tres formas de integración económica: la reciprocidad, la
redistribución y el intercambio. Las dos primeras se caracterizan por una estructura de
simetría, bilateral para la una, centrada para la otra. Hoy es posible conectar estas dos
estructuras a los dos principios de las más viejas organizaciones sociales: el principio
dualista y el principio, que Lévi-Strauss llama, “casa”(3), y, más profundamente aún, a las
dos modalidades de la función simbólica subyacente: los principios de oposición y de
unión. Polanyi se refiere a la idea de Malinowski de un antagonismo entre el don y el
intercambio: la redistribución y la reciprocidad implican un lazo social; mientras que el
intercambio se desarrolla con la competencia, el mercado, con la única preocupación del
interés de cada uno.
Historiadores como Braudel criticaron esta distinción entre comercio y mercado. En toda
forma de comercio, dicen, la competencia es más o menos confesada, cualesquiera sean las
normas sociales destinadas a dominarla o protegerla. Pero queda la idea de Polanyi: todas
las civilizaciones practicaron, durante milenios, reciprocidad y redistribución a las cuales se
sometía el mismo intercambio. Sólo el mundo occidental y, además, en los tiempos
modernos, trastocó esa relación y dio preferencia al intercambio. Ya Mauss observaba:
ninguna otra sociedad, salvo la nuestra, está fundada en el intercambio comercial. Cierto,
todas las sociedades saben lo que es el intercambio, en el que cada uno busca beneficiarse
para su ventaja. Pero, como los trobriandeses que distinguían cuidadosamente la kula del
gimwali, ninguna confunde la reciprocidad y el intercambio. La economía de intercambio
no es la economía natural, como creyó Adam Smith, que veía en la aptitud humana a
intercambiar una extensión de la facultad de razonar. Aristóteles, por su parte, hacía
proceder el logos de la reciprocidad y condenaba la economía de provecho ya que ofendía a
la naturaleza humana.
Es, pues, imposible seguir ignorando los descubrimientos de Malinowski según el cual la
reciprocidad ordena la producción de los bienes según la creación de lazos o de Radcliffe-
Brown que ve en el don de víveres el modo de producir un valor moral. De este modo,
pues, la economía política no está lejos de aunarse a la estética y la ética. Ahora bien, los
griegos fueron lo inverso de los modernos que tienden, en todos los dominios de la vida, a
no reconocer como valor, sino el valor de intercambio: en la Grecia antigua, la teoría del
valor económico era la del valor ético.
Un rapto, el rapto de Helena, mujer de Menelao, es el pretexto para la guerra de Troya (5).
La injuria clama venganza. Homero nos recuerda así el principio de reciprocidad negativa:
es necesario sufrir la muerte, es algo previo para tener derecho a una fuerza de alma que se
escribirá en gloria cuando se traduzca en el asesinato de venganza. No es matar, sino ser
matado, lo que le vale al ser humano su nombre o su alma. Tan exigente como el hambre,
esta alma no para hasta transformarse en asesinato pero, al hacerlo, se desvanece y deja al
hombre desprovisto a menos que el ciclo de la reciprocidad recomience.
Menelao, con ánimo de venganza, al ver al raptor de Helena, dice en voz alta.
«Como el león hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra
montés, se alegra y lo devora (...) así Menélao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme
Alejandro » (6).
« Pero el deiforme Alejandro, apenas distinguió a Menéalo entre los combatientes delanteros, sintió
que se le cubría el corazón y, para librarse de la muerte, retrocedió al grupo de sus amigos. Como
el que descubre un dragón en la espesura de un monte, se echa con prontitud hacia atrás,
tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en las mejillas (...) » (7).
Páris-Alejandro sabe que Menelao tiene derecho a la victoria. Evita la jabalina mortal; la
espada de su rival se rompe; pero no puede nada contra el destino.
« Menelao cógele por el casco, adornado con espesas crines de caballo, que retuerce, y lo arrastra
hacia los aqueos, de hermosas grebas, medio ahogado por la bordada correa, que, atada por
debajo de la barba para asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello » (8).
Pero ¿cómo puede el guerrero sufrir la muerte por una fuerza de alma superior si nadie
puede vencerlo? El héroe de la Ilíada, Aquiles, no conoce más enemigos a su medida.
Ahora será preciso que pueda vencerse a sí mismo. El poeta usa un artificio: reviste con las
armas de Aquiles a su más fiel compañero, Patroclo, y cuando, en la confusión, se mata a
Patroclo, el casco de gran visera de Aquiles rueda a los pies del troyano Héctor, que lo
agarra inmediatamente.
Aquiles, que sufre su propia muerte a través de la de Patroclo, adquiere entonces un alma
de venganza superior a la que ya simbolizaba su casco. Recibe de un dios, Hefaistos,
forjador del cielo, nuevas armas que dan cuenta de esta fuerza vengadora, desde ahora
sobrehumana. La lanza de Héctor no atravesará sino tres de los ocho espesores que tiene el
escudo de Hefaistos. Y Aquiles mata a Héctor, con sus viejas armas, probando que su valor
se sobrepasó a sí mismo. ¡Que dialéctica! Aquiles muere, mata y se mata... para ser.
Puesto que el escudo divino es el símbolo del renombre supremo, el de un hombre que al ya
no tener un enemigo a su medida se iguala a los dioses, Homero pinta las escenas más
ilustrativas de la reciprocidad griega. Pero, sorpresa, no se trata de venganzas, asesinatos o
raptos recíprocos. Ni el rapto de Helena, ni la venganza de Menéalo, ni la muerte de
Patroclo o de Héctor se encuentran grabadas sobre el escudo divino, sino, más bien, el
triunfo del don y de la redistribución: el triunfo de la reciprocidad positiva. En efecto, se ve
en él, primero trabajadores, cosechadores, viticultores, pastores, alrededor de reyes que
sacrifican a los dioses y preparan festines, redistribuciones generosas en un mundo
campestre; luego, las ciudades donde se celebra la fiesta, la alianza.
« En la una se celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran
acompañadas por la ciudad a la luz de antorchas encendidas, oíanse repetidos cantos de
himeneo » (9).
« La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos de lucientes
armaduras, no estaban acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los otros querían
dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la agradable población. Pero los ciudadanos aún
no se rendían y preparaban secretamente una emboscada » (10).
El recurso a las armas se opone al rechazo del otro a compartir. La lección de los dioses
estriba en fundar el valor político sobre la reciprocidad del don y no sobre la reciprocidad
de venganza. La guerra no engendra un ciclo sin fin de asesinatos recíprocos. Tiene otro
objetivo:
« Entregadnos la argiva Helena con sus riquezas y pagad una indemnización, la que sea justa,
para que llegue a conocimiento de los hombres venideros”. Así dijo el Atrida, y los demás aqueos
aplaudieron » (11).
« Glauco! ¿por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas
de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas del
Janto, con viñas y tierras de pan llevar?
Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente
pelea, para que diga alguno de los licios, armados de fuertes corazas: No sin gloria imperan
nuestros reyes en la Licia, y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel,
también son esforzados, pues combaten al frente de los licios » (13).
Por la guerra, se defienden las tierras y también se saquean las de otro y, he aquí, que se
procura, como en la recolección o la caza, riquezas cuya redistribución producirá un
renombre inmediato.
Si Aquiles mata, si Aquiles saquea, se debe al hecho de que es el distribuidor más grande.
Sin duda, le parece fastidioso trabajar la tierra como a Ulises o cultivar las viñas como a
Menelao. Por otra parte, no ha heredado inmensas tierras como Agamenón. Así, pues, sólo
el botín de guerra le permite competir con el primero de los reyes. Su ambición es ilimitada.
Afirma que la virtud guerrera aventaja la de los reyes regentes de tierras y desafía a
Agamenón, con la injuria más dura que se pueda dirigir a quien pretende al prestigio:
recibir mucho y dar poco. Por otra parte, Aquiles es el que ha conquistado el botín de
Agamenón.
« Conquisté doce ciudades por mar y once por tierra en la fértil región troyana; de todas saqué
abundantes y preciosos despojos que dí al Atrida, y éste, que se quedaba en las veleras naves,
recibiólos, repartió unos pocos y se guardó los restantes » (14).
La Ilíada es, ante todo, el gesto de Aquiles, el más generoso de los hombres y el guerrero
más intrépido que desafía a Agamenón.
« Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los
aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y
pasto de aves cumpliáse la voluntad de Zeus, desde que se separaron disputando el Atrida, rey de
hombres, y el divino Aquileo » (15).
La cuestión del prestigio y del don es uno de los temas más ampliamente discutido por los
héroes.
...siete mujeres entre las más bellas que tomó cuando Aquiles conquistó Lesbos; maravillas
cuando la ciudad de Priamo sera saqueada... y, ante todo, de retorno de la guerra, con
innumerables regalos y siete ciudades que lo honraran como un dios, mejor que Briseis y
Criseis juntas, ¡su propia hija! Arma maestra de ese duelo en el que Aquiles pierde toda
posibilidad de vencer.
« Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos
gobernar, a todos dar órdenes » (17).
Todos esos dones son un veneno en el corazón de Aquiles. Aquiles, deshecho, se retira a su
nave negra... Pero aún sueña la revancha:
« Ni siendo así desposaré a su hija; elija aquel otro aqueo que le convenga y sea rey más
poderoso »
«...ya que, para mí, la vida no vale nada, ni todas las riquezas » (19).
Como quiera que fuese, entrevé una alternativa:
« Mi madre, la diosa Tetis, de argentados pies, dice que las parcas pueden llevarme al fin de la
muerte de una de estas dos maneras. Si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad troyana,
no volveré a la patria tierra, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi
vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto » (20).
Cuando ya no tenga esperanza de sobrepasar al más poderoso de los reyes deberá cambiar
de estrategia para quedar como el más grande. Para alcanzar una gloria suprema, tendrá que
conseguirla en otro ciclo de reciprocidad diferente del de los dones; volver a la dialéctica
del asesinato y la muerte. Pero, en la reciprocidad negativa, hay que morir para adquirir una
fuerza de venganza inmortal.
« Así yo, si he de tener igual muerte, yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré
gloriosa fama » (21).
¿Puede haber una contradicción más neta entre las dos referencias? Agamenón que exige el
botín para asegurar una redistribución memorable:
« Dadnos, con Helena, un precio conveniente y nos iremos », dice Agamnón a los troyanos;
Sabemos que el don es la medida del nombre pero, recíprocamente, el prestigio obliga al
don. Agamenón se había deslucido por haber derogado esta regla frente al sacerdote de
Apolo. Homero nos recuerda de nuevo la regla del don con el gesto de Belerofonte.
Belerofonte es recibido por el rey Proitos y pretende un renombre fabuloso, hasta el punto
de que la mujer de su anfitrión se encapricha con él; entonces Proitos se encoleriza y lo
envía donde su suegro con unas tablillas que lo denuncian y deben perderlo. Estamos otra
vez en Licia.
« Belerofonte (...) llegó a la vasta Licia y a la corriente del Janto: el rey recibióle con afabilidad,
hospedóle durante nueve días y mandó matar otros tantos bueyes; pero al aparecer por décima
vez la Aurora, la de rosáceos dedos, le interrogó » (22).
Belerofonte debe entonces dar sus pruebas. Su generosidad o su coraje estarán a la altura
del renombre al que aspira. Triunfa, en efecto, sobre la invisible Quimera, luego sobre los
Solimas, las Amazonas; frustra después la traidora emboscada de sus pares... Cuando el rey
de Licia reconoce “que el es el buen retoño de un dios”, le concede la mitad de los honores
reales, una de sus hijas en matrimonio, en tanto que “los licios le delimitan un terreno más
bello que los otros, rico en vergeles y en tierras labrantías”.
Después de esta última evocación de la reciprocidad positiva, Homero anuncia una nueva
forma de reciprocidad que Aquiles siempre ignorará, pero que se convertirá en el tema
principal de la Odisea. Glauco, aliado de los troyanos, descendiente de Belerofonte, afronta
en el campo de batalla al griego Diómedes, nieto de Eneas. Entonces se reconocen como
huéspedes de sus padres...
« Pues eres mi antiguo huésped paterno, porque el divino Eneo hospedó en su palacio al eximio
Belerofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se obsequiaron con magníficos presentes de
hospitalidad » (23).
« Zeus Crónida hizo perder la razón a Glauco; pues “reciproca” (¡ameibe!) sus armas por
las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las valoradas en cien bueyes por las
que en nueve se apreciaban ».
Benveniste imagina que Homero se hace al que ve un mercado de despistados: “en realidad,
la desigualdad de valor entre los dones es deseada: uno ofrece armas de bronce, el otro de
oro; el uno ofrece el valor de nueve bueyes, el otro se siente comprometido a poner el valor
de cien bueyes” 25. Benveniste interpreta el retorno del oro contra el bronce como la
sobrepuja del contra-don. El texto sería así fiel al espíritu de la Ilíada, que celebra el don y
la competencia de dones.
Pero ¿por qué Homero señala la desproporción del don y el contra don? Para ser rey en
Licia, en efecto, se necesitan diez veces más bueyes que en el país de Argos. Sus armas
representan capacidades de redistribución desiguales, pero eso ya no tiene importancia
ahora. Las armas de Glauco y Diómedes son tesoros del nombre, valores de renombre que
miden, ciertamente, capacidades de redistribución, pero ya no se trata de comprometerlas
en una competencia de prestigio, un potlatch, de medirlas y compararlas entre sí. La
relación de alianza postula aquí la paridad de los asociados, cualesquiera sean las riquezas
que cada uno puede dar, cien bueyes contra nueve bueyes por lo tanto.
Gernet va aún más lejos: ¡Homero se felicitaría porque un griego haya engañado a un
liciano! “Es del griego de quien viene la propuesta; Homero señala que el negocio fue
excelente para él” 28.
Nuestros contemporáneos prestarían encantados a los autores griegos los reflejos de los
lectores modernos, habituados a razonar en términos de intercambio. Pero Finley, por lo
menos, rindió justicia a Homero: « Homero no es más Bernard Shaw que Diómedes un
soldado de chocolate. Las relaciones de hospitalidad formaban una institución muy seria,
rivalizaban con el matrimonio para establecer lazos entre jefes y nada podía marcar de
forma más dramática esta aptitud de hospitalidad para tejer una red de relaciones
recíprocas que la situación crítica elegida por el poeta » (29)
2. La Odisea
Esta forma de reciprocidad supone que el don del donante se conforma, ahora, al deseo del
donatario. Por tanto, Telémaco puede rechazar un presente no deseado sin afrentar a su
anfitrión:
« En cuanto al presente que quieres hacerme, acepto la copa, pero no podré llevar los caballos a
Itaca; te los dejo pues a ti mismo como objetos de lujo; ya que reinas sobre un vasto espacio en el
que abundan los tréboles, la cotufa, el queso, el trigo y la alta cebada blanca. Pero en Itaca, no hay
ni espaciosos campos ni alamedas, ni la menor pradera, sólo pastizales para cabras » (32)
Es obvio que la reciprocidad positiva conduciría hacia actitudes insensatas. En ella, sólo un
hombre superior podría sustraerse a la obligación de recibir, justificando su arrogancia con
un don más prestigioso. Surge, pues, un nuevo principio: el donante toma en cuenta el
deseo del otro y, de este modo, relativiza su imaginario y su poder. Queda, empero, el
motor de la reciprocidad positiva: el prestigio, pero se transforma en un sentimiento de
justicia. Ahora, ya no se puede dar sino en la medida en la que el otro toma. Este equilibrio,
entre el don y la necesidad, no debe ser confundido con un intercambio en el que cada uno
ofrece sólo en la medida en la que él mismo toma o, más bien, no cede sino a condición de
adquirir.
En la Odisea, Homero citará el intercambio una sola vez, para oponerlo radicalmente a la
reciprocidad. Vale la pena recordarlo. Ulises acaba de presentarse ante Alcinoo, rey de los
feacios, como un héroe desgraciado, náufrago, pero que está engalanado por la diosa
Atenea con un aura magnífica. Impresionado, su anfitrión le ofrece hospitalidad real y lo
invita a los juegos. Laodamas, hijo de Alcinoo, desafía a Ulises. Como Ulises no tiene el
corazón dispuesto al combate, uno de los campeones, Euryale, se mofa de él:
« ¡Ah no!, no veo nada, nada en ti, nuestro huésped, de un conocedor de los juegos, incluso
tomando en cuanta todos los que tienen los humanos! (...) Si alguna vez subiste a un barco, ha
debido ser para ordenar a los marinos asuntos comerciales: anotar las cargas y vigilar el flete y tus
ganancias de los ladrones... Pero, tú, un atleta!... » (33)
¿Hay injuria más pérfida que pueda hacerse a un griego que la de enrostrarle que se dedica
al comercio? El intercambio, en efecto, es infamante para un hombre libre y es apenas
tolerado en un esclavo. Tener en cuenta la carga; dirigir a hombres dedicados al
intercambio; he ahí las prácticas de un especulador que va de puerto en puerto a comparar
el valor de las mercaderías. Ulises roba, saquea, mata !pero no intercambia! El héroe
ultrajado levanta el desafío:
« Anfitrión mío, está mal lo que has dicho; pareces extraviado por un aire de locura » (34)
Entonces coge un disco, más grande que los otros, y lo lanza por encima de las marcas de
todos los demás lanzadores. La hazaña le autoriza a enorgullecerse de su renombre y
desafiar, a su vez, a los feacios. Pero lejos de exigir a su adversario, como Aquiles o
Agamenón, una rendición sin condiciones, Ulises, por el contrario, le otorga la ocasión de
hacer valer su superioridad en las artes en las que se precia, las justas marítimas y la danza.
Una vez arreglada las cuentas del intercambio mercantil, Homero recuerda el ideal de la
reciprocidad positiva, cantado en la Ilíada:
« Para mí, os lo aseguro, no se puede desear nada más agradable que ver la alegría adueñarse de
un pueblo entero y ver a los comensales, reunidos en la sala de una finca, escuchar a un aeda;
todos satisfechos de estar sentados, según su rango ante mesas llenas de pan y de viandas,
cuando el copero saca el vino de la crátera lo lleva y lo vierte en las copas » (35)
Para los feacios, esto no es sino la introducción a una teoría sorprendente. Ulises les contará
su viaje al reino de los muertos, donde la gloria conquistada a punta de fuerza material no
tiene valor, donde el prestigio es apenas una sombra. Y será frente al alma de Aquiles que
declare:
« No me consueles de la muerte, ilustre Ulises. Preferiría atender bueyes, servir como thete 36 en
la casa de un granjero sin grandes posesiones, antes que reinar sobre estos muertos, sobre todo
este pueblo apagado » (37).
Agamenón, Sarpedón y Aquiles se disputaban la gloria de ser donantes de víveres y de
botines de guerra. Ulises anuncia otro valor, que no sustituye al de prestigio, sino solamente
lo depasa. Elogia entonces el prestigio y pretende ser el más ilustre de los mortales. Merece,
en fin, la gloria de los héroes, él que con su astucia atravesó los muros de Troya, triunfó
sobre los cicones, los lotófagos y los cíclopes. ¿No fue acaso el único salvado por Zeus del
naufragio antes de que Circe lo invitase al famoso viaje? Ahora bien, cuando su barco, en el
océano, tocó las puertas del Hades, invocó las almas de los muertos y consultó al divino
Tiresias, que le reveló cómo adquirir este valor que no se desvanece con las cosas de este
mundo, el valor espiritual que nace de la reciprocidad simétrica: cuando en el curso de su
viaje encuentre a un hombre cuyo imaginario sea distinto del suyo, que limite ahí su
territorio y respete el nombre del otro.
« Toma un remo bien hecho y vé hasta llegar a hombres que ignoran el mar y comen su pitanza sin
sal... Cuando, al encontrarte, otro viajero diga que llevas una pala para el grano en tu robusto
hombro, entonces planta en tierra tu remo bien hecho, ofrece un sacrificio al dios Poseidón... luego,
vuelve a tu casa a sacrificar hecatombes sagradas a los dioses inmortales que habitan el inmenso
cielo sin omitir a ninguno » (38)
Los partisanos de Eupites se dirigen hacia la casa de Laertes, padre de Ulises, donde éste
mantiene un consejo. Pero, he aquí, que Laertes lanza la primera jabalina y mata a Eupites.
¡Se derrumba un mundo! ¡Eupites tenía derecho a la venganza! Atenea acaba de condenar
la tradición. Ulises, aprovechando la ocasión, se dispone a destruir al enemigo estupefacto
cuando la diosa le propone, como había hecho anteriormente con su rival, escuchar la voz
que trasciende el imaginario de los hombres. Ulises, el avisado, por haber recibido la
lección de Tiresias sobre los límites del renombre, no podía dejar de escuchar esta voz:
« No prolongues esta lucha de la que se valen los guerreros; teme atraer sobre tí al temible Zeus »
(40)
« Un juramento sagrado unió para siempre a los dos partidos bajo la inspiración de la hija de
Zeus » (41)
Segunda parte:
Etica a Nicómaco: una teoría de la reciprocidad simétrica
La Ética a Nicómano (42) es, por cierto, un tratado de valores morales, pero Aristóteles no
se contenta con componer un tratado de virtudes heredadas de la tradición, que se
enunciaría con la voz de la autoridad, sino que se interesa más bien por su génesis. Virtudes
particulares, como el coraje y la temperancia, pueden definirse por ni lo uno ni lo otro de
dos extremos opuestos. Son un justo medio en el que las fuerzas antagónicas se contradicen
y neutralizan. De esta neutralización de contrarios emerge una energía espiritual, una
energía psíquica liberada de la polaridad dialéctica. Así liberada de toda ceguera
unidimensional, esta energía se concentra en una conciencia pura de sí misma, que puede
alcanzar la gracia. Nos interesamos en esta estructura lógica que el filósofo pone en el
principio de la virtud. “La virtud (aretê) es el justo medio en relación a dos vicios, el uno
por exceso, el otro por defecto” (43). Un justo medio pero no un mediador entre el uno y el
otro que sólo acarrearía mediocridad. Hay que evocar una figura triangular para dar cuenta
de esta relación: “en efecto, los extremos son contrarios tanto de la media como entre sí; y
la media es la contraria de los extremos” (44).
El justo medio es la afirmación de una verdad que se opone a las pasiones unilaterales. Su
esencia es la aretê, que se traduce por “virtud”, también por “excelencia” o, mejor todavía y
como sugiere Gauthier, por “valor”. Aristóteles sostiene que la aretê es una gran fuerza ya
que es lo “propio del hombre”. Aventaja así a todas las otras. “Por lo cual, en lo que toca a
su entidad y a la definición que pone de manifiesto su esencia, la virtud es una condición
media, por más que con respecto a lo mejor y a la excelencia sea un extremo” (44 bis). Sin
embargo, entre todas las virtudes particulares, que dan cuenta de la iniciativa de cada quien
por su propia cuenta, la justicia es una virtud que no puede ser definida sin hacer intervenir
una relación de reciprocidad particular con el otro. La amistad (philia) como la gracia
(charis) nacen, a su vez, de esta relación que hemos propuesto llamar reciprocidad
simétrica ya que es un don que respeta el deseo del otro. Para Aristóteles, el imaginario del
don debe ser inmediatamente relativizado: debe respetar el imaginario del otro. Por tanto,
no puede conducir al poder. A partir de esta relación con el otro, se abre un espacio
espiritual, un campo de libertad para la conciencia humana. Lo que se descubre con la
justicia, ¿no debiera aplicarse al justo medio, en general, y por consiguiente a todas las
virtudes? “El justo necesita otros hombres para los que y junto con los que obrar
justamente, y lo mismo el temperante, el valiente y cada uno de los otros” (45). En efecto,
la estructura del justo medio (mesotês), que les es común, podría bien nacer de esta otra
estructura, de carácter social, que implica la buena distancia (isotês), característica de la
reciprocidad simétrica.
1. La liberalidad
« El usar y entregar los bienes parece que es obviamente uso, mientras que recibir y guardarlo es,
más bien, posesión. Por lo cual es más propio del hombre generoso el entregar a quienes debe,
así como el tomar de donde debe y el no tomar de donde no debe » (51).
He aquí una confirmación del principio de conjunción de don y nombre: el don crea el
prestigio, mientras que la acumulación la decadencia. Ahora bien, la superioridad de dar
sobre recibir conduce a la siguiente paradoja:
« No es facil que el hombre generoso se enriquezca, ya que no está inclinado a tomar ni guardar,
sino más bien a donar; y no valora los bienes por ellos mismos, sino con vistas a su donación. Por
lo cual también se culpa a la fortuna de que los más dignos de ello son los que menos se
enriquecen. Pero no es lógico que así suceda; no es posible que tenga riquezas quien no se cuida
de tenerlas igual que lo demás » (52).
Por consiguiente si, no fijarse en sí mismo, es lo propio de un liberal, conviene que reciba:
« Tampoco estaría inclinado a pedir, pues no es propio de quien obra bien el estar dispuesto a
recibir favores. Tomará de donde se debe –por ejemplo, de sus propios bienes- no porque sea
bueno, sino porque es necesario a fin de tener con qué dar » (53).
Por otra parte, si no debe aceptarse sino lo que conviene, podemos concluir que puede ser
legítimo rechazar el don. Así, puede decirse: “Además, reciben el nombre de generosos los
que dan; los que no toman no son elogiados por generosidad sino más bien por justicia”
(54). Y, de la misma forma, el hombre generoso será regañado si, al dar, se propondría otro
objetivo que la belleza del hecho. El don justo corresponde a la demanda del otro y,
recíprocamente, recibir es justo si ello es necesario o bueno para volver a dar. En la
reciprocidad simétrica, la prioridad del dar sobre el recibir no conduce a la supremacía del
donante. He aquí un principio según el cual la obligación de dar es relativa. El don con
discernimiento es aquel que toma en cuenta la calidad de la demanda, que se adapta y
responde a ella. El donante acepta que su poder sea medido por la exigencia de quien
recibe.
Es eso lo que enseñaba Homero en el diálogo de Menelao y Telémaco: cada uno puede
declinar la ofrenda del otro, sí ésta no es útil o deseada. Si Telémaco tiene bastantes
caballos o carece de las tierras necesarias para hacerlos correr, Menéalo le dará otra cosa
“una gran vasija de las más preciosas, forjada en plata y con labios de oro y plata” (55). No
es, pues, posible dar, teniendo como única preocupación establecer el propio renombre, su
rango en relación a otro. La competencia por el prestigio no aparece sólo como obligación
moral; encuentra una exigencia del otro que le dicta sus condiciones.
¿Puede el valor acrecentarse como, por ejemplo, se acrecienta y redobla el renombre por el
don de los valores de renombre?
La primera expresión de una perfección más elevada que la generosidad es, según
Aristóteles, la magnificencia (megaloprepeia). Los (anti)valores contrarios a la
magnificencia son la ostentación (banausia) y la mezquindad (microprepeia): la
ostentación, para quien se pretende magnífico pero gasta en desorden o a destiempo; la
mezquindad, para quien gasta en grandes ocasiones pero vigila sus cuentas y, a veces, es
tacaño. Lo que diferencia la magnificencia de la generosidad es, primero, un orden de
grandeza. “Aunque no se extiende, como la generosidad, hacia todas las acciones que
tienen a los bienes materiales por objeto, ella no concierne sino a las acciones que son
dispendiosas” (58).
Pero, por sobre todas las cosas, la magnificencia tiene por objeto la calidad de la obra.
“Pues la virtud de una posesión y de una obra no es la misma” (59). El gasto y la obra
deben tener un carácter extraordinario. ¿Cuáles son esos gastos extraordinarios? Se trata de
gastos que no tienen un retorno proporcional; que se hacen a fondo perdido y en interés del
bien común. El estipendio de un magnífico señor es una especie de sacrificio en favor de la
comunidad. “Llamamos honorables, como por ejemplo, los referentes a los dioses –
ofrendas votivas, edificios y sacrificios-. E igualmente también los referentes a toda clase
de divinidad y cuantas son valoradas con vistas al bien público, como, por ejemplo, si las
gentes creen que hay que desempeñar la coregia o bien ser trierarca o bien ofrecer un
festejo a la ciudad con brillantez” (60).
« Pero, además, en las ocasiones particulares, cuantas suceden una sola vez, como por ejemplo
una boda o una celebración así; y también en el caso de que se interese por algo toda la ciudad o
los que tienen prestigio. También en la recepción y despedida de huéspedes extranjeros y en el
intercambio de dádivas, pues el magnificente no gasta para sí mismo, sino para el común y sus
dádivas tienen algo de semejanza con las ofrendas » (61).
3. La magnanimidad
La reciprocidad simétrica ¿puede alcanzar un nivel superior? Pareciera que sí, ya que el
mismo Aristóteles propone una nueva categoría, más allá de la magnificencia: la
magnanimidad (megalopsuchia). La misma estructura triangular se vuelve a encontrar de
modo natural: “El que se queda corto es pusilánime (micropsuchos) y el que se excede
vanidoso (chaunos)”(62).
¿Habrá sólo una diferencia de magnitud entre el magnífico y el magnánimo? No solamente.
El magnánimo, en efecto, parece estar por encima de los honores (timê):
« Por consiguiente, el magnánimo lo es sobre todo con los honores y deshonras, y se complacerá
moderadamente en los honores grandes y concedidos por los hombres virtuosos, ya que obtienen
lo que le es propio o incluso menos. Pues no podría haber un honor digno de la virtud perfecta.
Pero, con todo, lo aceptará por el hecho de que ellos no tienen nada mejor que ofrecerle, aunque
despreciará por completo el honor dispensado por cualesquiera personas y por motivos pequeños,
pues no es eso lo que merece » (63).
Los honores son, sin embargo, los más importantes de los bienes exteriores ya que, según
Aristóteles, “es por causa del honor que se desean los cargos y la riqueza” (64).
El magnánimo parece despreciarlos como, con mayor razón, desprecia los bienes
materiales: “La magnanimidad reside en la grandeza, como también la belleza reside en un
cuerpo grande: los pequeños son graciosos y proporcionados, pero no hermosos” (65).
Aristóteles concluye que el magnánimo no sólo está por encima de los bienes y las
riquezas, sino que desprecia incluso la vida y la muerte (66). ¿No hay que reconocer el
mismo redoble que el del renombre en los trobriandeses, por ejemplo, donde la
redistribución de símbolos de renombre le vale al donante un renombre de renombre? Aquí
no se trata de renombre, sino de honor y el mérito del magnánimo podría ser definido como
un honor de honores. Hay, pues, un crecimiento de la ética así como hay también un
crecimiento del prestigio.
4. La justicia
La justicia es ciertamente una virtud del hombre de bien, pero más alta que las otras
virtudes. Ella las contiene a todas; es el espíritu común de todas las virtudes:
« En conclusión, esta justicia es una virtud perfecta, mas no en términos absolutos, sino en-
relación-con-otro. También por esto muchas veces se piensa que la justicia es la más sobresaliente
de las virtudes y que ni el lucero vespertino ni el matutino son más admirables. Igualmente decimos
en un proverbio: En la justicia se encuentra resumida toda virtud »(67).
Aristóteles demuestra enseguida, y por segunda vez, que la justicia contiene todas las
virtudes, a partir del sentido particular de la justicia. La justicia, en efecto, es también una
virtud particular que se opone a la avidez: se es injusto al tomar una parte muy grande o
muy pequeña de los males o bienes que nos tocan. Como las otras virtudes que son un justo
medio (mesotês) entre dos extremos, la justicia, también, se define como el medio entre dos
conciencias contrarias: la desigualdad por defecto y la desigualdad por exceso; por tanto,
pues, el exceso en sí y el defecto en sí. De ese principio saca su definición: ella es la
igualdad (isotês). En ese segundo sentido, lo justo es lo igual. Así, pues, la justicia
(dikaiosunê) está presente en todas las virtudes ya que ella misma es la apreciación del
justo medio.
La justicia procede por relación con el otro. La estructura triangular, observada cada vez, en
la que el justo medio aparece, no como simple medio sino como un eje de crecimiento por
la virtud, encuentra así su explicación. La dinámica de este crecimiento es la relación de
igualdad con el otro. El bien común, que la opinión corriente reconoce en el origen de la
ley, en la primera noción de justicia ¿no es aquí ese Tercero que procede de la reciprocidad
y se identifica con la igualdad? Uno no puede contentarse con invocar ese Tercero,
refiriéndose a la tradición, este Tercero debe ser engendrado por la relación de reciprocidad
misma. La justicia, en efecto, no proviene solamente del sentimiento del uno o del otro,
sino de la relación del uno con el otro.
Mientras que las virtudes nacen de la responsabilidad de cada uno en relación con el otro y
se dirigen al otro que queda como el objeto de su acción, la justicia procede directamente
de la reciprocidad. Ella no tiene un punto de origen, sino dos. Igualdad: no que cada cual
saque el mismo partido de una ley común, sino que, de ahora en adelante, cada uno
participa de la estructura de reciprocidad. La justicia resulta directamente de la relación de
paridad entre asociados; la justicia es el fruto de la reciprocidad. Si las virtudes son
definidas por el justo medio entre dos extremos, ello se debe al hecho de ser justas y esta
justicia aparece como el valor que nace de una forma particular de reciprocidad en la que la
igualdad es una condición previa. A decir verdad, el Tercero de la reciprocidad no aparece
aún en la letra del texto de Aristóteles. El análisis de la amistad es el que va a revelarlo y,
retrospectivamente, va a aclarar el rol de la justicia. Con la justicia, la relación de
reciprocidad está todavía petrificada en el formalismo de la ley. Ahora bien, Aristóteles
remarca: “La razón es que la ley es toda general, y en algunos casos no es posible hablar
correctamente en general” (74).
5. La philia
Es la amistad la que mantiene la ciudad; es ella la que los legisladores, bajo apariencia de
concordia, tratan de preservar, más que la justicia, ya que es más fundamental que ésta.
Pues “parece que el carácter más amistoso es propio de los hombres justos”. El hombre
equitativo, que no aplica la ley con rigidez, ya da una prueba de philia. La philia perfecta es
la más alta expresión de la reciprocidad simétrica: ya hay que ser justo y magnánimo para
acceder a ella. “La philia perfecta, sin embargo, es la amistad de los buenos y semejantes
en virtud, pues éstos se desean mutuamente el bien por igual” 79.
“Aristóteles, dice Gauthier, distingue dos sentimientos: el amor simple, philêsis, que
consiste en amar sin ser amado y el amor correspondido, antiphilêsis, que consiste en amar
siendo amado y que merece el nombre de amistad (81).” El prefijo anti por sí solo es
revelador de la preocupación de Aristóteles: recordar la simetría de un cara a cara, la
oposición de dos dinamismos que tienden el uno hacia el otro. Anti es característico de los
términos que expresan reciprocidad.
La philia perfecta (teleia philia), a diferencia de la que sólo busca la utilidad o el placer,
consiste en querer el bien de sus amigos por su propia persona (82). Aristóteles hace
provenir la perfección de la amistad del cuidado por el otro. La teleia philia no es el eros de
Platón, el amor del Bien en sí, el amor del Bien único y abstracto, a través del otro. La
philia perfecta no es, como muestra Gauthier (83), un “trampolín para lanzarse más alto,
una etapa en la subida hacia el Bien-en-sí, un simple medio (…) Ella es un fin en sí. El
amigo humano ya no es amado por amor del Bien-en-sí, sino por-sí-mismo”.
La philia perfecta es concreta, de tal suerte, empero, que la utilidad y el interés juegan un
papel en esta reciprocidad pero bajo la forma paradójica del interés por el otro.
Aristóteles distinguió varias suertes de philia. Una asociada a la utilidad, otra al acuerdo y
de las que el hombre feliz no tiene ninguna necesidad. Esas formas inferiores de philia ¿son
formas de amistad? Aristóteles afirma, en todo caso, que la philia fundada en la virtud es
superior a la philia fundada sobre la utilidad:
« Aquellos, en quienes la amistad se funda en la virtud, arden de deseos de hacer el bien al otro
(ya que, hacer el bien, es lo propio de la virtud y de la amistad), ahora bien, esta rivalidad no podría
dar lugar a pesares ni querellas: nadie se molesta con quien lo ama y le hace bien y, si encima, es
delicado, se desquitará haciéndole bien a su vez.
Por el contrario, la amistad, fundada sobre lo útil, es un nido de querellas. Ya que, en efecto, el
objetivo de las relaciones es el interés, que siempre pide más » (84).
Aristóteles extiende el mismo principio a las relaciones comerciales: “Incluso para las
mercaderías, en efecto, podemos constatar este principio; es así como pasan las cosas…
Generalmente los poseedores de algo y aquellos que quieren adquirirlo, no lo estiman en el
mismo precio. Ya que lo que nos pertenece y lo que damos, siempre nos parece valer
mucho. La retribución (amoibê) (86) tendrá lugar sobre la suma fijada por los
compradores” (87).
« Así que, lo mismo que en una sociedad económica reciben más los que más contribuyen, así se
piensa que debe ser también en la amistad. Pero el necesitado e inferior piensa lo contrario: que es
propio de un buen amigo subvenir a los necesitados, pues, ¿qué provecho tiene, dicen, ser amigo
de un hombre bueno o poderoso si no se va a ganar nada? En fin, parece que es justa la exigencia
tanto de uno como del otro y que hay que asignar más a cada uno como consecuencia de la
amistad; aunque no de lo mismo, sino de honor al que es superior y de beneficio al necesitado.
Porque la recompensa de la virtud y la benefacción es el honor, mientras que el provecho es ayuda
de una situación de necesidad » (89).
« Porque no es posible enriquecerse con los bienes comunes y, al mismo tiempo, recibir honores.
Nadie soporta el perjuicio en toda circunstancia, por lo que a quien recibe un perjuicio económico
se le conceden honores y a quien acepta regalos, dinero » (90).
Ahora bien, Aristóteles, al señalar esta contradicción, disipa la confusión entre estos dos
sistemas antinómicos: el del don y el del interés. Los intérpretes modernos de la
antropología económica atribuyen al don la virtud de producir la amistad, pero someten el
don a la razón del intercambio: el cálculo sensato de ofrecer lo que se debe ceder, permitiría
ajustar las ventajas del don a aquellas del intercambio; donar no sería sino una forma
inteligente de intercambiar. Aristóteles no ignora ese punto de vista: “La razón de ese
cambio de actitud, es que casi todos aspiran a lo bueno, pero eligen lo útil. Ahora bien, es
bueno hacer el bien sin esperar retorno, pero es útil recibir un retorno” (91).
Concedamos a los partidarios del intercambio que, en un sistema de intercambio, el don
puede ser una máscara, una mentira social, una fachada para un interés inconfesable. Pero
convengamos también que toda comunidad tiene el derecho a elegir conformarse, o bien en
base a la lógica del interés y del intercambio, o bien de recusarla y fundar su economía
sobre otro principio: el “deseo de lo bello”.
¿Por qué los bienhechores aman más a sus favorecidos de lo que éstos aman a aquellos que
les hacen bien? “Pues bien, a la mayoría les parece así porque unos están en condición de
deudores y los otros de acreedores; y, por tanto, lo mismo que en los préstamos, mientras
que los deudores desean que no existan sus acreedores y, en cambio, los prestamistas
incluso se preocupan de la salvación de sus deudores” (92). Pero, he aquí, que otra
explicación es posible:
« Podría parecer, con todo, que la explicación de ello tenga un carácter más natural (physikos) y
que lo dicho sobre los prestamistas no es comparable. Pues no hay afecto hacia aquellos, sino que
el deseo de que se conserven es con vistas al cobro. En cambio los que obran bien aman y
estiman a los receptores, aunque no les sean de utilidad ni lo vayan a ser en el futuro.
Lo mismo pasa también en el caso de los artistas; todo el mundo ama su propia obra más de lo
que sería amado por ella si cobrara vida. Y quizá acaece esto, sobre todo, con los poetas: aman
sus propias creaciones y vuelcan su afecto como si fueran hijos. Algo así, pues, parece que sea el
caso de los benefactores: la parte beneficiada es su obra, luego la aman más que la obra a su
creador. La razón de ello es que la existencia es deseable y amable para todos; pero existimos en
actividad (pues existimos por vivir y obrar) y el que crea una obra existe de alguna manera en
actividad; luego ama su obra porque también ama la existencia. Y esto es relativo a la naturaleza »
(93).
La imagen del artista es decisiva: se dice que el artista ha recibido dones de la naturaleza,
de las hadas, de los dioses… Pero, ¡él mismo es esos dones! Son su vida, su ser. No puede
sino desplegarlos para ser él mismo; dar los frutos de sus dones para, a su vez, donar.
Aristóteles ha vislumbrado lo más precioso del don en el gesto del artista: lo ha llamado
creación. Así, pues, del mismo modo como el artista recibe de la obra el sentimiento de
vida, así también el donante recibe del donatario el goce de poder llamarse viviente. Entre
la obra y el artista, entre el donante y el donatario, se da la revelación de un plus de ser,
cuya responsabilidad recae en el creador. El creador aprecia esta responsabilidad más que
toda otra recompensa; más que la gratitud de su creación si ésta fuese animada; más que la
amistad o el reconocimiento del donatario, ya que ella es el goce y fruición misma de la
vida. Mas, he aquí, que es el otro, el que abre el espacio de la vida, el que funda al
verdadero sujeto: instaura la responsabilidad. Es por ello que la creación es, desde un
inicio, hospitalidad, escucha atenta del otro, invitación al otro, sin todo lo cual la vida no
podría ensancharse, no podría siquiera existir. La vida es agradecimiento; es gratitud. La
vida es la respuesta del ser que se ensancha de felicidad. Este ensanchamiento es su belleza.
La belleza no es un valor referido a algo, una forma preestablecida, una realidad estética; la
belleza es el rostro del otro, el resplandor de la vida: su gloria.
Pero ¿cómo el hombre, que alcanza la vida más alta: la vida contemplativa, tiene aún
necesidad de la amistad? La actividad del espíritu, que no busca ningún objetivo exterior,
comporta un placer perfecto que le es propio (94). De forma general se puede decir: “El
placer, que le es propio, acrecienta la actividad” (95). El placer de la vida contemplativa lo
acrecienta. Es el más grande de todos, el soberano bien, ya que es el placer ligado a la
actividad propia del hombre: la del intelecto; es lo) mejor que hay en el hombre:”“lo que
hay de más divino en nosotros” (96. La existencia del bienaventurado está incluso más allá
de la condición humana, ya que su conciencia se semeja a una conciencia perfecta, a la de
Dios: “No es, en tanto que hombre, que el hombre vivirá de tal suerte, sino en tanto que
tiene en sí algo de divino” (97).
Esta existencia perfecta ¿no sería autosuficiente como la de Dios? El hombre que alcanza la
felicidad perfecta ¿no se convertiría en un solitario? Aristóteles desechó tal suposición. El
bienaventurado, ciertamente, no tiene necesidad del otro, ni por su utilidad ni por su agrado.
Pero tiene “necesidad” de una necesidad superior: la presencia de un amigo, para gozar
plenamente de su dicha de hombre virtuoso e, incluso, de esta vida divina: la vida según el
intelecto, ya que la dicha no es una posesión que se acumula sino una actividad, una
actualización, una energeia.
« Dijimos al principio de esta exposición que la felicidad es una actividad. Y bien, la actividad es
evidentemente un devenir; no está en nosotros en estado estático como una cosa poseída. Por
consiguiente, ser feliz consiste en vivir y ejercer un cierta actividad y la actividad del hombre de
bien es buena y placentera por sí misma, como lo dijimos al principio » (98).
Y porque la presencia de amigos permite, a la actividad del hombre feliz, ser más continua,
“no es fácil ejercer, solo, una actividad de manera continua; es más fácil ejercerla con
otros” (99). Pero, sobre todo, la contemplación de “lo que nos es propio” nos es más fácil
en el otro, que en nosotros mismos. Ahora bien, lo que nos es propio es la virtud y, por
encima de todo: la vida del espíritu:
En fin, nos es más fácil considerar al prójimo que a nosotros mismos y a las acciones del
otro más que a las propias.
« Las acciones de los hombres virtuosos, que son sus amigos, serán pues más placenteras para
los buenos (en efecto, ellas reúnen en sí mismas las dos cosas que son placenteras por
naturaleza). El bienaventurado tendrá necesidad de amigos de este tipo, ya que no desea nada
tanto como considerar actualmente acciones excelentes y que le son propias y que son las
acciones del hombre de bien, si él es su amigo » (100).
En la acción virtuosa del amigo se encuentran reunidas las dos cosas placenteras por
naturaleza: la amistad y la virtud. Pero ¿por qué el bienaventurado tiene necesidad de
amigos para contemplar “lo que le es propio?”. Según la interpretación de Gauthier, el otro
es aquí “para el virtuoso, un espejo necesario para contemplar su propia actividad”.
Gauthier critica la interpretación de Burnet, según el cual “la raíz de la amistad es la
conciencia de sí: es porque está dotada de ese poder de reflexión sobre sí misma que es la
conciencia y que el hombre puede extender al otro los sentimientos que experimenta hacia
sí mismo; esta extensión, es la amistad misma”. Pero, observa Gauthier, Dios que es pura
conciencia no tiene necesidad de amigos. Si el hombre tiene necesidad de amigos, no es
porque posea conciencia, sino porque la posee en un grado imperfecto. “Sentimos mejor el
bien del otro, que el propio bien y, por tanto, experimentamos más goce, aunque sea
menor” (101). Gauthier añade, comentando el argumento anterior de Aristóteles: “Si
tenemos necesidad de amigos, es aún porque nuestras actividades, ya se trate de actividades
de las que tomamos conciencia o de nuestra actividad misma de toma de conciencia, son
precisamente actividades, es decir, actualizaciones, pasajes de la potencia al acto y, como
tales, engendran en nosotros una fatiga que se opone a su continuidad; nos faltarán amigos
para relevarnos” (102).
Conciencia pura y Acto puro, el Dios de Aristóteles es autosuficiente. ¿Ocurre lo mismo en
el hombre? ¿Puede decirse que, al ser Dios de una naturaleza que no tiene necesidad de
amigos, que el hombre, que se le asemeja por la contemplación, tampoco tiene necesidad de
ellos? “Con semejantes razonamientos, se probará también que el virtuoso no piensa nada;
ya que no es pensando en otra cosa diferente de sí, que Dios es perfecto, sino estando por
encima de la necesidad de pensar lo que sea de otro, que él es sí mismo. Y la razón de todo
esto, estriba en que nuestra perfección está condicionada a la relación con otra cosa,
mientras que Dios es, él mismo, su propia perfección” (103).
Nuestra perfección es relación con otra cosa, dice Aristóteles. Pero, bien visto ¿no es, en el
fondo, relación con el otro? Ahora bien, si la relación con el otro fuese descubierta en el
origen de la conciencia de sí ¿no habría que concluir el razonamiento de Gauthier y
reconocer que no es ni la conciencia de sí, ni la imperfección de la conciencia de sí, la que
constituye la raíz de la amistad, sino, por el contrario, que es la amistad la raíz y que, ahí,
reside nuestra perfección?
¿Se puede mostrar esto a partir del texto de Aristóteles? Si así fuese, se aclararía la
afirmación, por lo menos enigmática, según la cual lo que nos es propio es más fácil de
contemplar en el otro, que en nosotros mismos.
A menudo se considera que la conciencia es individual, antes de ser considerada como una
relación con el otro. En todo caso, este es el razonamiento de Aristóteles, si se sigue la
traducción de Gauthier y otras traducciones habituales:
« Aquel que ve, siente que ve; el que escucha, que escucha; el que camina, que camina e igual en
todas las otras cosas hay algo que siente que ejercemos una actividad (esti ti to aisthanomenon oti
energoumen), que siente, por consiguiente, que sentimos, si sentimos y si pensamos, que
pensamos.
Pero sentir que sentimos o pensamos, es sentir que somos (ya que, como dijimos, ser es sentir o
pensar).
Sentir (aisthanesthai) que se vive, es algo placentero en sí mismo (ya que la vida es un bien por
naturaleza y sentir el bien presente, en nosotros mismos, es agradable).
Por otra parte, el hecho de vivir es deseable y está por encima de todos los bienes, ya que, para
ellos, ser es un bien y un placer (ya que tomar conciencia (sunaishthanomenoi) del bien presente
en ellos, les produce placer).
Ahora bien, el hecho de ser, lo hemos dicho, es deseable en cuanto sentimos que somos buenos;
sensación que es placentera por sí misma. Así, pues, nos falta sentir en común (sunaisthanesthai)
con nuestro amigo, su existencia, y eso lo podremos sentir, a condición de vivir en común con él
(suzên), es decir, de comunicarnos (koinônein) con él a través de palabras y pensamientos; ¿no es
esto, por unánime confesión, lo que se llama, entre los hombres, vivir en común (suzên) y no, como
para el caso del ganado, el simple hecho de pastar en la misma pradera? » (104).
Pero hay otra coherencia posible y que permite dar, las dos veces, su sentido habitual al
verbo sunaisthanesthai. Hay, en nosotros, un no sé qué que siente (ti to aisthanomenon) si
sentimos que sentimos, si pensamos que pensamos. Ahora bien, recién cuando Aristóteles
llega a la alegría de los hombres de bien (agathoi), que sentir, aisthanesthai, es
reemplazado por sunaisthanesthai.
Traducimos:
« … porque, para ellos, ser es un bien y un placer, ya que sintiendo juntos lo que es un bien por sí,
se colman de alegría; lo que el virtuoso experimenta respecto de sí mismo, lo experimenta también
respecto de su amigo (ya que el amigo es un otro-sí-mismo) ».
Es el mismo “sentir” original, la misma conciencia, la que se aplica al hecho de ver,
escuchar, caminar, estar vivo y a la alegría de los virtuosos. Pero, ahí, se revela lo que no
aparece en la conciencia de ver, escuchar, caminar… Ya que la conciencia de la virtud la
lleva el otro en sí. Por tanto, la alegría de los hombres de bien no es, primero, conciencia
individual para, enseguida, en un segundo tiempo, ser una conciencia compartida. El otro es
un-otro-sí-mismo, repite Aristóteles. La proposición no puede invertirse: en la alegría del
uno ¿no estaría el otro? Si nos es “más fácil considerar al prójimo que a nosotros mismos”,
es que la philia no es solamente una puesta en común del sentimiento de existir de cada
uno. Ella tiene un rol más inmediato, un rol en la revelación del ser. El hombre feliz ama
comulgar con sus amigos, porque ese sentimiento compartido, en la igualdad, es superior al
sentimiento que él tiene de sí mismo. El sentimiento de sí no sólo está redoblado por el
sentimiento de la existencia de su amigo; este sentimiento le es revelado, a él mismo, por el
“vivir con” su amigo: la philia es un sentimiento de la existencia más originario, en el
orden del ser, que la misma conciencia de sí.
Si se acepta esta coherencia, ¿puede sostenerse que el sentir original sería el sentir-con? ¿Es
la estructura de reciprocidad la matriz de la conciencia o bien hay que mantener la vieja
tesis que sostiene que la conciencia humana aparece en el individuo?
No es por placer que los virtuosos tienen necesidad de amigos, ya que su alegría viene de su
pensamiento; sino que, si tienen necesidad de amigos, es para poder pensar. Hay que leer el
texto de manera recurrente: lo que se dice al principio se aclara por lo que se descubre
luego; es la intimidad del amor y su estructura de reciprocidad lo que nos enseña sobre la
philia de los amigos; está por encima de la conciencia y de la conciencia de sí, en fin, sobre
la sensación primera de ver y caminar. Hay que tomar al pie de la letra la conclusión de
Aristóteles:
Así, pues, nos falta sentir en común (sunaisthanesthai) con nuestro amigo, su existencia, y
eso lo podremos sentir, a condición de vivir en común con él (suzên), es decir, de
comunicarnos (koinônein) con él a través de palabras y pensamientos; ¿no es esto, por
unánime confesión, lo que se llama, entre los hombres, vivir en común (suzên) y no, como
para el caso del ganado, el simple hecho de pastar en la misma pradera?
9. La intimidad
La philia y, sobretodo, el amor nos revelan lo que en verdad nos es propio. Ahora bien, una
estructura: la reciprocidad, es la condición de esta revelación. Aristóteles resume su
demostración de la siguiente manera: la amistad es comunidad (koinonia).
Añadid que tales sentimientos, que se sienten respecto de sí mismo, se los experimenta
también con el amigo; por tanto, tratándose de sí mismo, si sentir que existimos es
placentero; también es placentero si se trata del amigo; pero es en la vida íntima que se
manifiesta esta sensación; por tanto, se tiene toda la razón para desear la vida de intimidad
(suzên) (106).
Pero la interpretación clásica (de la que aquí Gauthier es para nosotros el portavoz) que no
reconoce que la conciencia procede de la relación, tampoco reconoce que la amistad
proviene de la relación. La comunión sería entonces una suerte de puesta en común. Pero
¿qué es lo que sería puesto en común? ¿Qué sería ese “bien” que los virtuosos “sentirían”
en ellos, antes de sentirlo en común con sus amigos? La interpretación de Gauthier
mantiene fuertemente la idea de que el acto de virtud es esencialmente individual. “No se
posee la virtud en común. El acto de virtud es esencialmente decisión y la decisión es el
mismo individuo” (108). Es irrefutable: si es cierto que todas las virtudes implican al otro,
no por ello dejan de remitirse al que actúa. Pero, prosigue Gauthier, si el acto de virtud es
individual, los actos de virtud pueden parecerse. “Fundada en el parecido de los actos
individuales en sí mismos, la amistad virtuosa (…) desemboca en una suerte de fusión de
conciencias: la koinonia no es su punto de partida; ella es el acto mismo en que la amistad
se expresa y florece” (109). La koinonia, pues, no es condición sino resultado de la philia.
Y Gauthier la reenvía al cumplimiento de la amistad, ya que la concibe como fusión de
conciencias idénticas.
Así, pues, el Otro es reducido a no ser sino el espejo del mismo, necesario para que el
virtuoso pueda contemplar su propia actividad. El bien del otro no es sino una imagen de
mi propio bien y la amistad deviene una variante del narcisismo. Esos amigos, que
practican el bien lado a lado, evocan irresistiblemente la imagen de los héroes en el
combate, que practican la emulación y se exaltan de su semejanza. De la identidad a la
fusión, hay poca distancia. Es en ese sentido que Gauthier, citando a Jenófanes, interpreta el
mundo imaginario del guerrero, a propósito de amistades cantadas por los poetas.
Pero Aristóteles… e incluso Jenofonte, ¿no expresan otra cosa que una ideología militar,
identitaria y fusional? La comunión no es fusión y las conciencias no son necesariamente
idénticas. Si fuese así, los amigos serían más numerosos y habría más amistad.
Ahora bien, para definir la estructura que produce la philia, Aristóteles parte del amor, del
cara a cara del amor: “Así como para los enamorados no hay nada más precioso que
contemplar a sus amados y es ésta, justamente, la sensación que eligen preferentemente
sobre todas las demás, ya que es ella la que hace nacer y mantiene el amor, así también,
para los amigos, no hay nada más deseable que la vida de intimidad. La amistad, en efecto,
es comunión” (111). La exigencia de la philia es de la misma naturaleza que la del amor:
ella supone una estructura relacional más compleja que el simple ponerse en contacto; ella
no se reduce a la acumulación de lo mismo. No puede dirigirse a un gran número, menos
aún a todo el mundo indistintamente. La intimidad no puede ser compartida sino con pocos
amigos, ya que requiere de una estructura de reciprocidad. “Si se trata de una amistad
perfecta, no es posible ser amigo de muchas personas (así como no es posible estar
enamorado de muchas personas a la vez; ya que el amor tiene un punto extremo y tal punto
desemboca normalmente en una persona única) ” (112).
Entonces ¿hay que desechar definitivamente la metáfora del espejo? Ello es tanto menos
fácil, cuanto que esta metáfora se encuentra en todos los primeros comentaristas de
Aristóteles, como el autor de la Gran Ética… digna de haber sido atribuida por mucho
tiempo a Aristóteles y de la que los exegetas estiman que es fiel a su pensamiento.
« No podemos contemplarnos a nosotros mismos a partir de nosotros mismos… Así como, cuando
queremos contemplar nuestro rostro, lo hacemos mirándonos en un espejo, de igual modo, cuando
queremos conocernos a nosotros mismos, nos conocemos viéndonos en un amigo. Pues el amigo,
decimos, es otro nosotros-mismos » (113).
Si hay espejo ¿quién es este otro nosotros-mismos que contemplamos? ¿Por qué esta
imagen objetiva me sería más accesible que mi sentimiento interior? Lo que contemplamos
en el otro más fácilmente que en nosotros mismo no puede ser nuestro yo, nuestra identidad
particular. Es más bien nuestra humanidad, nuestro espíritu, ese nous del que participamos
misteriosamente. Pero la pregunta sigue. ¿Por qué percibiríamos el espíritu más fácilmente
en el otro que, sin mediaciones, en nosotros mismos? Es que el otro es mucho más que mi
doble. Es que la relación de reciprocidad, amistad o amor, es la creadora de esta realidad
superior que Aristóteles llama “lo que nos es propio” y que, por tanto, es irreductible a la
identidad de cada quien.
Hay que conceptualizar “lo que nos es propio” como el “Tercero” de la reciprocidad. Con
la amistad, o su punto extremo: el amor, aparece algo indivisible e irreductible a la
naturaleza de los asociados. Ese sentimiento es ante todo personal, ya que imbuye la
conciencia de cada quien de la ilusión de que tiene su origen en el individuo. Pero su matriz
es una estructura que hace intervenir al menos a dos personas. El sentimiento común, que
resulta de ello, es más originario que el sentimiento individual: el Tercero no podría existir
sin esos dos polos de la relación de reciprocidad, ni ellos sin él.
Siempre es un justo medio, irreductible a una simple proporción entre dos extremos; el es
también un extremo. Pero ya que el Tercero no puede existir sin el otro, lo veo primero
irradiar en su rostro. De ahí la idea del espejo… Lo que el espejo refleja, no soy yo, es lo
que no es en mi sino el ser revelado por el otro.
¿No es esto lo que Aristóteles tiene a la vista cuando habla de la intimidad y la koinonia?
¿No tiene ésta la misma estructura de reciprocidad, de la que la philia es la llave de
bóveda? Vivir en común, no es pastar juntos en la misma pradera.
10. La Gracia
La alegría viene del otro, pero no como si se tratase de un intercambio: esta alegría,
propiamente, no nos pertenece más de lo que tampoco nos pertenece el amor. Pertenece a la
reciprocidad. La amistad es, esencialmente, el fruto de la reciprocidad. Por tanto, no es
unilateral; tampoco es interesada; sólo exige que el otro comparta la misma actitud.
Gauthier y Jolif subrayaron que philia es un amor recíproco que, si incluye el don
desinteresado hasta el sacrificio de sí (114), incluye también el deseo (115) y la posesión.
Ellos analizan la philia oponiéndola al agapê cristiano:
« La philia no es un don gratuito; no se trata, para ella, de dar o recibir; pero tampoco es deseo
puro; no recibe sin dar; mezcla de don y de deseo, ella da de lo que recibe y es, por ello, que no es
propiamente, ni como el erôs: el amor de lo inferior por lo superior, ni como el ágapê: el amor de lo
superior por lo inferior, sino, hablando con propiedad, el amor de lo igual por lo igual; amor
desinteresado, en ese sentido, que no exige por precio de su amor sino el amor, pero que no por
ello deja de ser intercambio, ya que el intercambio, para Aristóteles, es de la misma naturaleza que
la amistad; la amistad no se degrada en amistad interesada, útil, sino cuando, en vez de se » un
intercambio de amor, se convierte en un intercambio de bienes materiales” (116).
Christian Meier, que reconoce en la gracia el valor político más alto entre los griegos,
subraya su relación con la reciprocidad: “La palabra charis, con todas sus connotaciones,
pertenece al mundo arcaico de los intercambios del don. Designa también, de una forma
peculiar, la gracia, el favor con todos sus dones y complacencias, con el reconocimiento
que le es debido; ilumina todo el dominio de la largueza, la deferencia y la reciprocidad, así
como la forma agradable, amena y graciosa de comportarse entre donante y beneficiario”
(118).
« Con la gracia, la debilidad aparente o, más bien, la reserva que no pretende arrogarse nada,
deviene una fuerza. Se puede representar ello muy concretamente: entre las numerosas
condiciones de existencia de una comunidad cívica, nunca se omitía incluir el aidos, es decir, el
temor respetuoso, la vergüenza, el pudor. En Homero, el “pudor afable” es una de las
características de la charis y, en Hesíodo, es suscitada por la charis» (119).
Es por ello que la amistad no es unilateral, sino en apariencia, como el amor, en el amor de
la madre, y como el amor del artista por su creación:
“Ha de confesarse, también, que la amistad consiste más, en amar, que en ser amado”
(121).
Por tanto, la virtud de los amigos estriba en amar. Sin embargo, el acto de amar no es el
amor que desciende de lo superior hacia lo inferior; no desprecia el mérito de cada quien,
ya que no podría ser injusto. Es, más bien, la elevación de lo inferior a la igualdad.
“Consecuentemente, aquellos que aman a alguien que lo merece, en proporción a su mérito,
ellos serán amigos para siempre; quiero decir que su amistad será duradera y es, sobre todo,
de esta forma que las personas desiguales podrán ser amigas, ya que se pondrán en pie de
igualdad” (122). Reconocer al otro de ser más que sí mismo y, por ello, amarlo más, es la
forma por la que el amor se eleva a la altura de su exigencia. En el amor, la desigualdad es
el resorte de igualdad. La existencia perfecta, del Dios de Aristóteles, es la autosuficiencia.
El ser humano, en cuanto tal, no puede acercarse a la perfección sino por la vía del otro, por
mediación de la philia. Como subrayó Aubenque: “Una elucidación ontológica de la
antropología de Aristóteles (…) tendría que mostrar cómo la acción moral imita, por el
rodeo de la virtud y de la relación con el otro, lo que, en Dios, es inmediatez de la intención
y del acto, dicho de otra forma: autarquía; como la mediación virtuosa o amigable realiza, a
través de “la relación con el otro”, un Bien que es, en Dios, coincidencia de sí con sí” (123).
Así, pues, la philia es esencialmente mutualidad, reciprocidad, relación con el otro y es, al
mismo tiempo y por esencia, gratuidad. La gracia no desciende del cielo; es obra humana.
Gauthier y Jolif constatan que Aristóteles no tiene ninguna idea del agapê y parecen
deplorarlo. No es sorprendente, entonces, que no tomen en serio el homenaje de Aristóteles
a las Gracias, que toman por un juego de palabras… que, sin embargo, hará fortuna: para
los estoicos, según Séneca (124), las Gracias son tres, porque los beneficios deben ser
dados, recibidos y devueltos (125).
Dar, recibir, devolver, es la triple obligación del don que Marcel Mauss
Tercera parte:
el intercambio en Aristóteles
1. Intercambio de equivalentes e intercambio en vista del provecho
En las comunidades originarias (127), donde los bienes se redistribuían por reciprocidad y
repartición (metadosis (128)) no era necesario recurrir al intercambio; pero cuando las
comunidades se dividieron y separaron, el intercambio (allagê) permitió ajustar los
excedentes y las necesidades de los unos y los otros. Como quiera haya sido, ese tipo de
intercambio no es aquí “contrario a la naturaleza”, ya que no es una forma de adquisición
de la riqueza con el objetivo de la ganancia. No es sino un expediente para corregir las
imperfecciones de la reciprocidad. Sin embargo, es a partir de él que apareció el
intercambio para el provecho (129). El intercambio es legítimo cuando es limitado por las
necesidades de las comunidades. Puede ser practicado al exterior si permite diversificar la
redistribución al interior. Es igualmente legítimo entre comunidades emparentadas o al
interior de cada una de ellas si respeta las normas de reciprocidad. Una comunidad, en
efecto, no tiene una necesidad ilimitada de cada valor de uso. Es, pues, posible definir, a
partir del consumo general, un principio de equivalencia: la justa cantidad de riquezas que
cada uno debe recibir del otro. Reservaremos la designación propuesta por Karl Polanyi de
“intercambio de equivalentes” para los intercambios que respetan ese principio.
Así, pues, según Aristóteles, el intercambio puede tener entonces dos finalidades: “vivir”o
“vivir bien”. Vivir solamente, para aquellos que colocan su objetivo en la obtención de
bienes materiales o vivir bien, es decir, vivir según las reglas de la reciprocidad y de la ética
(135).
2. La justicia en el intercambio
En una comunidad, el consumo de los bienes de uso (chremata) es el límite que permite
precisar las equivalencias, pero cada uno, para ser donante, debe inventar una producción
susceptible de interesar al otro y, por tanto, ser original. El límite del consumo induce así a
la diferenciación de estatus y a un crecimiento cualitativo. Las diversas producciones
pueden, sin embargo, no ser todas apreciadas de la misma forma. Así, por ejemplo, el
magistrado o el médico son mejor considerados que el artesano o el agricultor. De ello se
sigue una jerarquía entre los estatutos que se vuelve a encontrar en el “trabajo”, la obra,
(ergon) de cada uno:
Nada impide que el trabajo de uno tenga más valor que el trabajo de otro… Ya que no son
dos médicos los que constituyen una comunidad, sino, digamos, un médico y un agricultor
o, en general, individuos diferentes y, por tanto, no iguales (136).
La teoría aristotélica de la justicia es una. La justicia exige, en todos los casos, que sea
respetado el principio fundamental de la igualdad proporcional (antipeponthos
kat´analogian). Pero este principio se traduce de forma muy diferente según la situación
que se considere. Si existe un centro redistribuidor, por ejemplo: el Estado, que asigna los
cargos y los honores, entonces la repartición entre las personas se hace en función del
rango. Aquí se aplica la justicia distributiva (to dianemetikôn dikaion): “Si los individuos
no son iguales, no recibirán partes iguales” (137).
Los individuos reciben desigualmente del Estado, pero sus obligaciones son también
desiguales: reciben honores que también son cargos. Cada uno percibe en proporción a lo
que da. Si los mismos individuos, diferentes y desiguales, intercambian entre sí el producto
de su trabajo, el caso es totalmente otro. En vez de que el centro redistribuidor dé a cada
cual en proporción a lo que ha dado, es necesario que cada quien reciba del otro en
proporción a lo que él le da. El intercambio directo se impone, pues “iguala” las cosas
intercambiadas… y lo que se plantea, entonces, es el problema de la evaluación de las
cosas.
Tomás de Aquino inventó la noción de “justicia conmutativa” (138) para dar cuenta de esta
igualdad establecida por el intercambio entre las cosas y los asociados mismos.
Siguiéndolo, la tradición ha mantenido tres formas de justicia: distributiva, cuando la
justicia debe ser proporcional a algo (mérito, necesidad, competencia…); conmutativa,
cuando se trata de intercambio, y correctiva, para la aplicación de sanciones. Pero estas
categorías no coinciden con las de Aristóteles.
En la Etica a Nicómaco, en dos capítulos consecutivos del libro V, todo él consagrado a la
justicia, Aristóteles trata dos veces del intercambio; la primera, después de haber tratado de
la justicia distributiva y proporcional, encaró el intercambio a propósito de la justicia
correctiva (to en tois sunallagmasi diorthotikon); una segunda vez, a propósito de la
reciprocidad proporcional (antipeponthos kat’analogian). La justicia correctiva trata, a la
vez, de las “relaciones establecidas contra la voluntad” de una de las partes, es decir, de
actos de violencia pasibles de la justicia penal o de la venganza (139) y de “relaciones
establecidas con plena voluntad”, venta, compra, préstamo de consumo, préstamo de uso,
locación. En todos esos casos, la justicia correctiva consiste en establecer la igualdad, en
remediar la desigualdad de la injusticia.
Pero, he aquí, que tal vez exista otra solución. En efecto, Aristóteles trata el intercambio al
interior de una economía de reciprocidad e, incluso, cuando se trata de venta y compra, las
analiza con las categorías del don (144). En la economía de intercambio, un vendedor no
“da” jamás su mercadería. No la cede sino a condición de recibir su precio, al contado o a
plazo. Compra y venta son los dos puntos de vista de cada uno de los asociados (como dar
y recibir, en el caso del don) y constituyen las dos caras de una sola y misma transacción
(145). Pero si se interpretase la venta, en términos de reciprocidad, un vendedor comenzaría
por “dar” su mercadería. Se concebiría entonces el pago como un segundo don, es decir, el
contra-don que reestablece el equilibrio de la reciprocidad. El pago “corrige” pues un
desequilibrio, sin que haya que imaginar una falla del deudor. Un intercambio es justo
cuando la ganancia del uno no es la pérdida del otro. El intercambio que atañe a “las
relaciones establecidas con plena voluntad” es interpretado, en ese contexto, en términos de
“proporción aritmética”, es decir, lo que hoy llamamos media aritmética:
« Cuando las partes no tienen ni más ni menos, sino exactamente lo que tenían al comienzo, se
dice que uno tiene su parte y que ni gana ni pierde » (146).
Según un primer acercamiento a la justicia correctiva, no habría que tomar en cuenta sino
los objetos. “Esa es también la razón por la cual se emplea la palabra dikaion (justo) que
significa dicha (división en dos partes iguales); es como si se dijese dichaion; de igual
modo el juez (dikasteès) es un divisor en mitades (dichastès)”(147).
Pero la noción de justicia no se detiene ahí, precisa Aristóteles: debe integrar la proporción
entre los rangos. La reflexión sobre la justicia debe proseguirse con la reciprocidad
proporcional. Esta no contradice el principio de igualdad, precedentemente establecido,
permite ponerlo en práctica, buscando resolver la cuestión de la evaluación de las cosas:
¿Cómo fijar la proporción en la cual, cosas cuantitativamente diferentes deben ser
intercambiadas para que el intercambio sea igual? La reciprocidad proporcional no es una
tercera forma de justicia; se la aplica tanto a la justicia distributiva como a la justicia
correctiva; ella es su principio común.
3. La reciprocidad proporcional
Ella se ilustra, en el capítulo siguiente, por la hipótesis de un intercambio directo entre los
asociados de una comunidad. El intercambio se interpreta, esta vez, en términos de
proporción geométrica: existe la misma relación entre dos productores y entre sus
productos respectivos, A/B = C/D.
Para que la igualdad buscada se realice, hace falta primero haber “igualado” C y D.
« Al establecer, primero, la igualdad proporcional (to kata tên analogian ison) de esos diferentes
productos y al realizar, enseguida, la reciprocidad (antipeponthos), se obtendrá el resultado
antedicho. Si no, el mercado no será legal y la comunidad no subsistirá » (148).
En ese caso se conoce la forma de evaluar lo que uno debe al otro. Si la relación A/B o C/D
es conocida y uno de los protagonistas avanza su producto, el valor relativo del otro es
deducido inmediatamente.
Pero ¿qué significa entonces la relación proporcional entre los productores? En primer
lugar, la reciprocidad no sólo hace intervenir objetos sino también sujetos. Cuando trata del
intercambio, Aristóteles somete el intercambio a su noción de lo recíproco, entendido no
según la estricta igualdad sino según la proporción. El intercambio económico, cuando
triunfa, consiste en considerar solamente la circulación de mercaderías y en olvidarse de la
relación entre los productores. Marx denunciará esta ilusión como el fetichismo del valor:
la relación entre los seres humanos reviste, para ellos, “la forma fantástica de una relación
de las cosas entre sí” (153). Marx podrá dar cuenta de la génesis del intercambio capitalista
a partir de las mercancías M, M’ y la moneda. Aristóteles necesitó de cuatro símbolos para
dar cuenta de su reciprocidad proporcional: A y B, los productores o, más exactamente, sus
estatutos y C y D, sus obras. La relación entre las cosas refleja la relación más fundamental
entre los sujetos. La relación proporcional entre los productores significa, en primer lugar…
¡que el arquitecto y el zapatero no son considerados como productores! La producción no
es el punto de partida del análisis económico de la reciprocidad. El arquitecto y el zapatero,
incluso cuando intercambian, son considerados como donantes en un sistema de
reciprocidad. Tienen un estatuto y un rango particular en la jerarquía social.
« En verdad, es imposible hacer con-mensurables cosas tan diferentes; pero se puede hacerlo
convenientemente si se tiene en cuenta la necesidad (chreia) » (154).
Finalmente, para comparar las cosas entre sí, la necesidad aparece como el criterio directo
de las equivalencias.
4. La chreia
En la Ética, la chreia está definida como lo que mantiene unida a toda comunidad:
« Es necesario, pues que todas las cosas sean medidas por algo. Eso es, en verdad, la chreia, que
mantiene juntas todas las cosas » (158).
Para tener todas las cosas juntas, es necesario que la chreia sea recíproca.
Aristóteles continúa justificando la moneda como la garantía para que el intercambio pueda
cumplirse en un plazo, cuando las necesidades no se acuerden inmediatamente (160). Para
que haya intercambio y, por tanto, una comunidad es necesaria una interdependencia entre
las necesidades.
5. La crítica de Marx
Marx, por ejemplo, reprochó a Aristóteles “la insuficiencia de su concepto de valor”. “El
genio de Aristóteles estriba en que descubrió, en la expresión del valor de las mercancías,
una relación de igualdad” (161). Pero no llegó hasta descubrir ese “algo de igual” entre la
casa, la cama y los zapatos que los hace conmensurables entre sí: el trabajo humano. Si
Aristóteles hubiera podido reconocer la igualdad del trabajo humano, habría estado en
condiciones, dice Marx, de tener un criterio para evaluar los servicios de un arquitecto, de
un carpintero, de un zapatero. Según Marx, “lo que impedía a Aristóteles leer, en la forma
valor de las mercancías, que todos los trabajos se expresan aquí como trabajo humano
indistinto y, por consiguiente, igual, es que la sociedad griega reposaba sobre trabajo
esclavo y tenía, por base natural, la desigualdad de los hombres y de su fuerza de trabajo”
(162). El trabajo no era la medida del valor por falta de una estructura de intercambio que
pudiera banalizar la fuerza de trabajo como mercancía: “El secreto de la expresión del
valor, de la igualdad y de la equivalencia de todos los trabajos, en tanto que trabajo
humano, no puede ser descifrado sino cuando la idea de igualdad humana ya ha adquirido
la tenacidad de un prejuicio popular. Pero ello no tiene lugar sino en una sociedad en la que
la forma mercancía se ha convertido en la forma general de los productos del trabajo y en el
que, consecuentemente, las relaciones de los hombres entre sí, como productores e
intercambiadores de mercancías, es la relación social dominante”(163).
¿Qué hay, antes, del trabajo del esclavo? Finley mostró que, en la antigua Grecia, la suerte
del thète (el asalariado) era inferior a la del esclavo (164), ya que el thète estaba reducido a
determinarse en función de su interés propio, fuera de toda relación comunitaria de
reciprocidad (165). Uno puede preguntarse, entonces, si al integrar al oikos, como esclavo,
al hombre desprovisto de medios de producción del don, los griegos no oponían, más o
menos concientemente, la esclavitud - que no era la esclavitud mercantil - a la aparición de
una condición obrera.
¿Qué hay, luego, de la igualdad humana, determinada por la forma mercantil del trabajo?
Entre los modernos, la igualdad es tributaria de una concepción de la necesidad que ha
devenido en demanda interesada de cada individuo para sí mismo. Si se reduce la noción de
necesidad a la de interés, la necesidad se satisface del todo con un objeto y, por tanto, por el
trabajo que produce ese objeto: el trabajo reificado en las mercancías.
Así, la necesidad no puede entenderse como interés, incluso si es colectivo. Remite, desde
su formulación más elemental, a la forma más alta de la conciencia, la philia e, incluso, a la
gracia. Aristóteles estaba así en la imposibilidad de definir el trabajo como trabajo
abstracto. Una parte del trabajo satisface al equilibrio de las relaciones sociales, que traduce
el término koinonia, comunidad. El papel de cada uno, depende del conjunto de las
relaciones comunitarias y no sólo de su buena voluntad. No se trata tanto de hacer la
justicia, que hace al buen juez, como de encarnar la justicia, que lo obliga a hacerla bien.
« Ir ante el juez, es ponerse frente a la noción misma de justicia, ya que el ideal de juez, es la de
ser la personificación del justo » (167).
Meier observa también que la temática griega es la de las comunidades de don. Añade:
“Podría ser que un buen número de esos hechos sorprendentes haya sido común a los
griegos y a muchas otras civilizaciones en sus inicios: así el papel importante de la fiesta y
de la danza en honor de los dioses y tal vez también la gran estima en que se tenía a la
belleza… Si los griegos parecen haber estado próximos, aquí como en otras cosas, a otras
culturas nacientes, su originalidad, tal vez, consistió en que conservaron ampliamente tales
rasgos de origen en el curso de la historia de su civilización, por haber sabido, sin duda,
llevarlos más lejos y conferirles una estructura del todo particular” (168).
El milagro griego podría haber sido el de haber inventado la democracia como la forma
generalizada de la reciprocidad. La autarquía, en los griegos, no se define ya como la
autosuficiencia de cada familia, sino, según la expresión de Tucídides: “estar a la altura de
un desafío de las circunstancias” (169).
Aristóteles no sólo estigmatizó toda forma de adquisición de riqueza, por sí misma, como
un sinsentido frente al bien común; propuso la primera teoría del valor que fue, para
retomar la expresión de Marx, la de una economía “humana” y denunció su desviación en
la unilateralidad del poder.
Aristóteles está, en efecto, muy atento a la alienación del valor de la reciprocidad simétrica
en el prestigio de la reciprocidad positiva. A la dialéctica del renombre, donde se rivaliza en
generosidad para adquirir prestigio, prefiere la de la justicia, en la que la necesidad del otro
es tomada en cuenta. Si se encara la justicia distributiva en un sistema de reciprocidad
positiva en la que el poder, para ser proporcional al don, no tiene freno, las desigualdades
más cínicas pueden ser justificadas en nombre del rango social. Cuanto más se da, se es
más grande, pero cuanto más grande se es, más se le exige al Estado para poder dar aún
más, lo que se traduce en la apropiación desigual de los medios de producción del don; todo
lo cual conduce a una sociedad de castas. La aristocracia se corrompe en oligarquía, cuando
los gobernantes atribuyen los cargos y las ventajas públicas sin tener en cuenta los méritos:
“De la aristocracia se cae en la oligarquía cuando los gobernantes son viciosos; se
atribuyen, si no todas las ventajas, por lo menos la mayor parte, a sí mismos y también se
asignan las magistraturas siempre a los mismos; siendo, a sus ojos, la riqueza el principal
título con que obtenerlas. Poco numerosos, entonces, son aquellos que se reparten las
magistraturas y son personas perversas, en vez ser de los mejores” (170). Este peligro
motivó un debate entre aristócratas y demócratas. Aristóteles desea que los servidores del
Estado sean puestos en competencia de prestigio a fin de que el Estado no sea sometido a
su sed de renombre. La igualdad proporcional, en realidad, no se justifica sino en un
sistema de reciprocidad simétrica en el que el don está controlado por un límite: la
necesidad de todos de tener acceso a los medios de producción del don. La justicia
comienza con el don de los medios de producción del don. El principio de la justicia no
opone entonces solamente la economía de la reciprocidad simétrica a la economía en vista
del provecho; también la opone a la economía de la reciprocidad positiva, en la que la
distribución de las riquezas para adquirir renombre no conoce freno.
Al dar, el donante tiene conciencia de adquirir una gloria más grande, incluso que su alma
de donante. El valor social, nacido de una relación de reciprocidad con el otro, se confunde
con su propio nombre de donante, generoso, magnífico, magnánimo… El donatario
experimenta, ciertamente, un sentimiento de inferioridad ante el donante, sin estar por ello
excluido de la relación de reciprocidad ya que está invitado a producir el don. Así, siempre
se podría considerar que el prestigio es la imagen del ser. No habría hiato entre el valor
social, creado por la reciprocidad, y la conciencia que los asociados pueden tener de ella,
bajo la forma del prestigio, atribuido a aquel que tomó la iniciativa de la reciprocidad. No
es, pues, a partir de la redistribución o del don de los bienes que se puede separar el
renombre de la justicia, el prestigio del reconocimiento social.
Cuando Aristóteles aborda la cuestión de la justicia, como se sabe, trata la igualdad entre
las cosas conjugando en ellas los contratos y la reparación de las injurias. Gérard Courtois
mostró que la puesta en proporción de los bienes es del mismo tipo que la de los males, y
que introduciendo el ultraje y la venganza, Aristóteles hace aparecer una distinción
preciosa: la venganza se desdobla en dos relaciones: una, objetiva, proporcional al daño
sufrido, que debe ser medido y reparado por un equivalente; mientras la segunda es
subjetiva.
« De las lesiones apreciables en abstracto, Aristóteles distingue el quantum de desvalorización del
que ha sufrido el dañado en ocasión del daño que sufrió. Así, el ultraje físico es, a la vez, un daño
“material” no ético y una pérdida ética en el equilibrio de las relaciones interpersonales. La Ética a
Nicómano muestra que la lesión inicial instaura entre ambos sujetos un desequilibrio de la pasión y
de la acción (to pathos kai ê praxis) (171). La reacción vindicativa del dañado apunta,
precisamente, a sobrepasar el estado de pasividad relativa en el cual fue puesto. Vengarse es
volver a ser activo (poiountos). La pareja, actividad/pasividad, designa lo propio de la venganza, en
tanto que ella desborda la cuestión del daño no ético » (172).
Para evaluar el único prejuicio material, sin interferencia del prejuicio subjetivo, basta
reconocer aquello de lo que el agresor se ha posesionado para restituirlo a la víctima… Así,
entonces, se ve bien que la reivindicación de la víctima no tiene por único objetivo la
reparación material. Es esta diferencia la que pone en evidencia el sentimiento creado por la
reciprocidad misma, dañada por el agresor, ya que ese sentimiento de justicia y de
responsabilidad, nacido de la participación de cada uno en la génesis del ser social, supone
que aquel que sufre pueda, a su vez, actuar; exige, incluso, que cada uno participe en la
iniciativa y la acción. El sentimiento de venganza del agredido testimonia entonces sobre la
conciencia de un daño espiritual, sobre una lesión de la justicia. Evidentemente, en una
sociedad en la que reinaría la reciprocidad de venganza, el agresor invitaría al agredido a la
reciprocidad, incluso la erigiría (173), bajo forma de desafío. En la sociedad de
reciprocidad positiva o simétrica, la agresión es un atentado a la iniciativa del don del otro.
La venganza testimonia de la preocupación por reencontrar la iniciativa. Ella significa la
reivindicación de ser reestablecido como responsable de la reciprocidad, aunque ello sea,
desde ahora, bajo una forma negativa.
Pero es, pues, en relación a un valor que en sí no está en sí o en otro, sino en la relación de
uno con otro (acción/pasión equilibrada o recíproca) que se mide la necesidad de venganza.
Este sentimiento de justicia aparece ahora como un Tercero. En efecto, no puede ser
aprisionado en la imagen del prejuicio material (174). La venganza revela el sentido ético
que puede llamarse Tercero. La conjunción de la venganza y del contrato hace entonces
valer, en beneficio de la reciprocidad simétrica, lo que incumbe más propiamente a la
venganza: el valor de reciprocidad como un Tercero en relación al imaginario de los
particulares.
¿Podría evitarse ese rodeo para poner en evidencia el Tercero, en los intercambios de
equivalentes de reciprocidad? Gérard Courtois muestra que Aristóteles hace aparecer en el
intercambio de equivalentes un tercer término: la necesidad, cuya moneda es la
representación.
« La crítica del principio del talión, explica Courtois, no lleva a Aristóteles a abandonar el
principio de reciprocidad, sino a darle su verdadero alcance. La forma de la justicia es una
reciprocidad simbólica, una reciprocidad de relaciones (kata analogian). La justicia no se juega
entre dos términos como en el talión. Todo intercambio, una vez realizado, supone al menos cuatro
términos. Dos individuos y las cosas que han intercambiado.
Pero, Aristóteles no deja de insistir en ello; antes es necesario que un tercer término venga a dar
sus sentidos o sus valores a los entes que se intercambian. Primero, hay que situar los entes por
intercambiarse en una “igualdad proporcional” (analogian ison), hay que igualar las diferencias,
hacer las cosas comparables (sumbleta) a pesar de su heterogeneidad fenomenal (Ética V, 8, 1133
a 10; a 18).
Para que la “reciprocidad” tenga lugar, es necesario un “término medio” que mida todos los entes
(Ibid. V,8, 1133 a 20 sigs.). La justicia “conmutativa” no reposa sobre intercambios entre entes
idénticos, sino entre entes equivalentes en relación a un tercer término. En el intercambio
económico, el tercer término que permite la puesta en proporción es la necesidad » ( 175).
Courtois añade en nota: “La moneda será el sustituto y la traducción fenoménica” (176).
Pero Courtois no hace aparecer el sentido ético del tercer término sino por analogía con la
venganza:
« La puesta en proporción no es más asombrosa que los intercambios de males. Aquí, el tercer
término es un valor ético que tiene una relación directa con el ser ciudadano del hombre, sin duda
hay que entender que contiene una cierta ratio de pasión y de acción » (177).
Tratándose de la discusión sobre la justicia en los intercambios, hay que tener en cuanta al
Tercero, pero ese Tercero no se confunde con el renombre del donante. El es la virtud cuya
expresión más alta es la gracia (charis). Desde ahora, es esa relación con el Tercero la que
indica, en toda relación de justicia, el “kata analogian”. Aristóteles critica la reciprocidad
simple e introduce la proporcionalidad en un ejemplo en el que toma, para representar al
Tercero, a aquel que es su encarnación: el Magistrado.
« A veces se estima que el principio de reciprocidad es lo justo puro y simple (aplos dikaion…)
pero, a menudo, se está en desacuerdo con ello; por ejemplo, si el que detenta una magistratura
(archên) golpea a un ciudadano, no debe ser golpeado a su vez; pero si alguien golpea a un
magistrado, éste no sólo debe ser golpeado, a su vez, sino recibir, además, un castigo
(kolasthênai). Por otra parte, entre el acto voluntario y el acto involuntario, hay una gran
diferencia » (178).
Por tanto, no es, pues, arbitrario que Aristóteles trate de la venganza al mismo tiempo que
de los intercambios. Como bien lo señaló Courtois: “Los intercambios económicos se dicen
en un vocabulario cuyo horizonte semántico: “experimentar a su vez” (antipascho) es el de
la venganza” (179). Hacer justicia es, implícitamente, dar el derecho a las exigencias de una
justa venganza. La venganza queda como una referencia teórica indispensable ya que ella
hace aparecer el Tercero en el ciudadano mismo, antes de que la justicia intervenga. Lo
revela independientemente de todo renombre, como un derecho imprescriptible del
ciudadano, más fundamental aún que el nombre que se recibe por ser donante. Está
entonces ligada a las estructuras comunitarias de forma necesaria. Esquilo no repudia las
Erinias cuando Atenea les quita el derecho de juzgar para confiárselo a magistrados
independientes, detentadores de la única justicia, pero les ofrece un puesto de honor
invitándolas a convertirse en consejeras de la justicia.
Para entender toda la significación del kata analogian (según la proporción), es preciso,
antes, entender la justicia correctiva como justicia que se relaciona, a la vez, con los
contratos y con los ultrajes. Más allá de las equivalencias materiales, el término medio es el
Tercero, el valor de la reciprocidad propiamente dicha, desprendida de todo imaginario de
don o de venganza: el sentimiento de la justicia e, incluso, el de la gracia. La igualdad ya no
debe medirse en relación a la generosidad de donantes sino en relación a la gracia, cuya
independencia en relación a lo imaginario de los particulares puede ser apreciada
interpretando la redistribución de los bienes de la misma forma que la compensación en la
reparación de los daños.
Así se aclara el texto decisivo en el que, como señala Courtois, Aristóteles relaciona la
existencia de una ciudad de hombres libres a la doble reciprocidad del bien y el mal.
Traducimos 180:
« En los intercambios, que son comunitarios (en tais koinôniais tais allaktikais), lo que mantiene
junta a la comunidad es eso justo, que es lo recíproco (to antipeponthos), según la proporción y no
según la igualdad. La ciudad subsiste por el hecho de retornar el don (antipoiein) de modo
proporcional. O es en el mal que se trata de retornar el mal, sino parece que es la esclavitud; o es
en el bien, sino ya no hay reparto (metadosis) y es por el reparto que se está junto. Es por ello
también que se eleva un templo a las Gracias que se impone a todos (empodôn) a fin de que el
“dar a su vez a quien tiene derecho” (antapodosis) sea practicado: porque es lo propio de la gracia;
en efecto, hay que dar un servicio a su vez a aquel que se ha mostrado generoso y, a su turno,
tomar uno mismo la iniciativa de ser generoso » (181).
9. La economía humana
« Supongamos que producimos como seres humanos: cada uno de nosotros, en su producción,
afirmaría, por un lado, a sí mismo y, por el otro lado, al otro.
Nuestras producciones serían otros tantos espejos en los que nuestros seres irradiarían el uno
hacia el otro. En esta reciprocidad lo que estaría de mi lado, también lo estaría del tuyo » (183).
Conclusión general
Es en 1924, el mismo año en que Marcel Mauss generalizó a todas las sociedades humanas
el descubrimiento de Malinowski, que Louis de Broglie generalizó al universo físico el
descubrimiento de Planck y Einstein: todo en la naturaleza se manifiesta de dos formas
contradictorias, corpúsculo y onda, materia y luz, vida y muerte, sin que sea posible
establecer un puente continuo entre los dos ya que el arco mediano del puente queda
contradictorio en sí mismo. ¿No hay, por ventura, alguna relación entre ese vació cuántico,
situado entre las manifestaciones antagónicas de la energía, y el Tercero, nacido de las
estructuras contradictorias de la reciprocidad? Lévy-Bruhl sospechará la analogía;
Leenhardt la aludirá… Niels Bohr, invitado en 1938 al Congreso Internacional de
Antropología de Copenhague, la ilustrará. Pero será con Stéphane Lupasco que esta parte
del misterio se convertirá en una cuestión central. Él muestra que una nueva teoría del
conocimiento es necesaria y que esta teoría no debe situar la cuestión de la verdad en la no-
contradicción, como antes, sino, justamente, en lo contradictorio.
Mas ¿cómo pudo el ser humano inventar, desde entonces, su propia explotación? Cuando
analiza los orígenes del intercambio, Aristóteles propone dos observaciones: los
comerciantes de los países desconocidos, los pequeños comerciantes o tenderos del agora,
utilizan la moneda. ¿Lo lejano o lo inmediato? De hecho, las dos ideas son idénticas. Con el
prójimo no ciudadano, como con el extranjero, es la misma ruptura infinita la que está en el
origen del comercio mercantil y de la moneda.
Pero la moneda ayuda al intercambio a trazar rutas rápidas para todos los valores de uso. Y
las técnicas en sus laberintos producen síntesis inesperadas. Nadie discute que el
intercambio sea un multiplicador de empresa, un intensificador de la vida.
Sin embargo, la complejización de los intercambios engendra una civilización material que
elige las relaciones más frías y suprime las más calurosas. A medida que esas estructuras de
reciprocidad desaparecen, la humanidad se pierde. La humanidad ¿no debiera volver a
conocer la cuna de la que nace su ser, el lugar desde donde habla el ser? La humanidad es
relación y el interés individual la mutila. No esperemos que la muerte que viene nos hurte,
como a los cazadores del paleolítico, la ocasión de una reflexión, ya que ese milagro tuvo
lugar de una vez para siempre y, ahora, le toca al ser humano pensarse a sí mismo y pensar
sus orígenes. El ser no puede nacer dos veces, como si no hubiera recibido, desde el primer
instante, la libertad y la responsabilidad. Es dominando el crecimiento, deteniendo la
carrera por el provecho, limitando el goce de los conquistadores y constructores de
imperios, con el objeto de liberar una territorialidad para la ética en el mundo, que el
hombre y la tierra, que sueña en él, podrán sobrevivir al caos que ya los envuelve.
Viendo que el conocimiento la borra, los mismos moralistas creyeron que la afectividad no
era sino una pasión primitiva. Pero la afectividad pura es la esencia de la libertad; ella es el
goce transparente de la libertad, la gracia que no puede ser reducida al dominio de ningún
sistema primitivo. No hay creador que no confunda la iluminación de la revelación con un
grito de alegría.
Los maorí, los kanak, los griegos y los jíbaro nos enseñaron que la sola potencia del
vencedor es vana, que el ser no es la vida, que la muerte le es necesaria para nacer, que el
ser no está antes de ser y que, para ser, debe ser engendrado. Y bien, esta génesis es la de
un ser libre y, tanto su vida como su muerte, está en sus manos.
Hemos ligado el ser a la vida, porque la vida nos parecía engendrar el ser. Hoy, la vida se
ha convertido en su desgracia. Hegel decía que el esclavo retarda el plazo de su muerte,
trabajando para el amo, y de esta modo transforma su conciencia en conocimiento del
mundo. El esclavo se ha liberado del temor que lo condenaba al trabajo. Se ha prendado del
crecimiento. Por la producción, espera renovar sin cesar el goce. Pero el conocimiento
cubre el suelo, bajo nuestros pies, con cosas muertas y, como el sol, evapora el rocío,
evapora la gracia. Entonces descubre que esta vida es otra muerte. Si el esclavo quiere ser
libre, no sólo le falta diferir la muerte, sino que tiene que dominar su propia vida, mediante
el cuidado de la vida del otro; dominar la vida, antes de que ella lo condene a muerte.
1 Finley nos recuerda que la palabra griega xenos significaba tanto “extranjero” como
“huésped”. Le monde d’Ulisse, Maspero, 1983, p. 123. Finley mostró que, en el mundo de
Ulises, no es sólo la vida material de la comunidad, el oikos, la que está organizada por las
obligaciones del don, de la reciprocidad y del compartir, sino las relaciones a gran escala,
“lo que hoy llamamos las relaciones internacionales o diplomáticas” (p. 80).
2 K. Polanyi, C M. Arensberg & H.W. Pearson, Trade and Market in the Early Empires,
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3 C. Lévi-Strauss, Paroles données, Plon, 1984
4 Economie Politique, tomo, I, Dalloz, 1991.
5 Utilizamos la versión castellana de Luis Segalá Estalella, Editorial Bruguera, Barcelona,
1997.
6 III, 21-23
7 III, 30-33
8 III, 370
9 XVIII, 491-493
10 XVIII, 509-513
11 III, 459
12 Un troyano, por ejemplo, responde al griego Ayax: “Y algún día recibireis la muerte de
este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo, vencido por mi lanza, para que
la venganza por la muerte de un hermano no sufra dilación. Por esto el hombre que es
víctima de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda vengarle.”
13 XII, 310-321
14 IX, 328-333
15 I, 1-8
16 IX, 121-124
17 I, 285
18 IX, 156-161
19 IX, 401
20 IX, 410-416
21 XVIII, 98-121
22 VI, 172-176.
23 VI, 216-218.
24 Los verbos epameibo o ameibo y el sustantivo amoibê se traducen ordinariamente por
“intercambiar, intercambio”, pero todas las referencias dadas en el diccionario conciernen a
dones de retorno: dones de reconocimiento, presentes…. Ellas anotan las ideas de devolver
de forma semejante, suceder o incluso responder. “Amoibê” designa también la
composición en el sistema vindicatorio; lo que cae aún sobre el sentido de la reciprocidad.
(Sobre este último punto, ver Svenbro, “Vengeance et société en Gréce archäique. A propos
de la fin de l’Odissée” La Vengeance, III, dir. R. Verdier, ed. Cujas).
25 E. Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, I, p. 98-99. Ed. De
Minuit.
26 Etica a Nicómaco, (V, 11, 1136 b 9) (V IX 7).
27 “Une forme ancienne de contrat chez les Traces”, Revue des études grecques, 34, 1921.
Oeuvres, III, p. 35-45. Ed. de Minuit, 1969.
28 Droit et Institutions en Grèce antique. Flammarion (Champs), 1982, p. 18.
29 Le Monde d’Ulysse, Maspéro, 1983, p. 122.
30 Traducimos de la versión francesa que utiliza Temple.
31 XV, 69-74.
32 IV, 600-606.
33 VIII, 159-164.
34 VIII, 166.
35 IX, 111.
36 Théte: obrero asalariado. Según Finley incluso la suerte del esclavo es mejor que la suya
porque el esclavo por lo menos hace parte de un oikos (Le monde d’Ulysse, 1983, Maspero,
p.70).
37 XI, 488-491. Modificado según Finley.
38 XI, 121-138.
39 XXIV, 431-435.
40 XXIV, 543-544.
41 Ibid., 545.
42 Utilizamos la traducción de José Luis Calvo Martínez a la Etica a Nicómaco, Alianza
Editorial, Madrid, 2002.
43 (II, 6, 1107 a 2) (II, VI, 15).
44 (II, 8, 1108 b 13) (II, VIII, 1).
44 bis (II, 6, 1107 a 5) (II, VI, 17)
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